Epílogo

—¡Clary! —La madre de Simon sonrió radiante al ver a la muchacha en el umbral—. No te he visto desde hace una eternidad. Empezaba a preocuparme que tú y Simon os hubieseis peleado.

—No —repuso Clary—, es que no me encontraba muy bien, eso es todo.

«Aunque te hayan puesto runas curativas mágicas, aparentemente no eres invulnerable.» A Clary no le había sorprendido despertar a la mañana siguiente de la batalla y descubrir que tenía un dolor de cabeza insoportable y fiebre; había creído que se trataba de un resfriado, ¿quién no lo tendría, tras helarse con las ropas mojadas en mar abierto durante horas en plena noche? Pero Magnus le había dicho que lo más probable era que se hubiese agotado creando la runa que había destruido el barco de Valentine.

La madre de Simon chasqueó la lengua, comprensiva.

—Seguro que era el mismo virus que tuvo Simon hace dos semanas. Apenas podía dejar la cama.

—Está mejor ahora, ¿verdad? —preguntó Clary, que ya sabía que era cierto, pero no le importaba volver a oírlo.

—Está estupendamente. Lo encontrarás fuera, en el patio trasero, creo. Ve por la verja. —Sonrió—. Se alegrará de verte.

Las casas adosadas de ladrillo rojo de la calle de Simon estaban separadas por bonitas vallas de hierro forjado de color blanco, cada una de las cuales tema una verja que conducía a un pequeño patio trasero. El cielo era de un azul brillante y el aire, fresco, a pesar de que el día era soleado. Clary podía paladear en el aire el sabor a la nieve que no tardaría en caer.

Cerró la verja detrás de ella y fue en busca de Simón. Estaba en el patio, como le había dicho su madre, descansando en una tumbona de plástico con un cómic abierto sobre el regazo. Lo apartó al ver a Clary, se incorporó y sonrió de oreja a oreja.

—Hola, nena.

—¿Nena? —Se sentó junto a él en la silla—. Bromeas, ¿verdad?

—Probaba. ¿No?

—No —repuso ella con firmeza, y se inclinó para besarle en la boca.

Cuando se apartó, los dedos del muchacho se entretuvieron en sus cabellos, pero los ojos estaban pensativos.

—Me alegro de que te hayas pasado por aquí —dijo.

—Yo también. Habría venido antes, pero...

—Estabas enferma, lo sé.

Clary se había pasado la semana enviándole mensajes de texto desde el sofá de Luke, donde había permanecido envuelta en una manta viendo reposiciones de CSI. Era reconfortante pasar el rato en un mundo donde cada rompecabezas tenía una respuesta científica detectable.

—Ya estoy mejor. —Paseó la mirada alrededor y tiritó, arrebujándose mejor en el cárdigan blanco que llevaba—. ¿Qué haces tumbado al aire libre con este tiempo? ¿No estás helado?

Simon negó con la cabeza.

—En realidad ya no siento el frío ni el calor. Además... —La boca se le curvó en una sonrisa—, quiero pasar tanto tiempo al sol como pueda. Todavía me siento adormilado durante el día, pero quiero superarlo.

Ella le acercó el dorso de la mano a la mejilla. El rostro estaba caliente por el sol, pero debajo, la piel era fría.

—Pero ¿todo lo demás sigue siendo... sigue siendo igual?

—¿Te refieres a si todavía soy un vampiro? Sí. Parece que sí. Todavía quiero beber sangre y sigue sin latirme el corazón. Tendré que evitar al médico, pero puesto que los vampiros no enferman... —Se encogió de hombros.

—¿Y has hablado con Raphael? ¿Sigue sin tener ni idea de por qué puedes salir al sol?

—Ninguna. Y parece bastante molesto, además. —Simon la miró pestañeando adormilado, como si fuesen las dos de la madrugada en lugar de las dos de la tarde—. Creo que le desmonta sus ideas sobre cómo deberían ser las cosas. Además, le va a costar mucho más conseguir que salga por la noche cuando estoy decidido a hacerlo de día.

—Debería estar encantado, ¿no?

—A los vampiros no les gustan los cambios. Son muy tradicionales.

Le sonrió, y ella pensó: «Siempre tendrá este aspecto. Cuando yo tenga cincuenta o sesenta años, él todavía parecerá tener dieciséis». No era una idea que le gustase.

—En cualquier caso, esto será bueno para mi carrera musical. Si nos fiamos de lo que escribe Arme Rice, los vampiros resultan unas estrellas del rock fantásticas.

—No estoy segura de que te puedas fiar mucho de eso.

Él volvió a recostarse en la silla.

—¿Y de qué me puedo fiar? Aparte de ti, por supuesto.

—¿De fiar? ¿Es así como me consideras? —preguntó con fingida indignación—. Eso no es muy romántico.

Una sombra cruzó el rostro de Simón.

—Clary...

—¿Qué? ¿Qué sucede? —Le cogió la mano—. Ése es tu tono de las malas noticias.

Él apartó la mirada.

—No sé si son malas noticias o no.

—Las noticias, o son buenas o son malas —repuso ella—. Sólo dime que estás bien.

—Estoy bien —afirmó él—. Pero... no creo que debamos volver a vernos.

Clary estuvo a punto de caerse de la tumbona.

—¿No quieres que sigamos siendo amigos?

—Clary...

—¿Es por los demonios? ¿Porque acabaste convertido en un vampiro por mi culpa? —Su voz se alzaba más y más—. Sé que todo ha sido una locura, pero puedo mantenerte alejado de todo eso. Puedo...

Simon hizo un gesto de dolor.

—Empiezas a sonar como un delfín, ¿lo sabes? Para —dijo. Clary calló—. Todavía quiero que seamos amigos —explicó él—. Es de lo otro de lo que no estoy tan seguro.

—¿Lo otro?

Él empezó a ruborizarse. Ella no habría pensado nunca que los vampiros pudieran ruborizarse. Resultaba sorprendente el contraste con su piel pálida.

—Lo de novia—novio.

Clary permaneció en silencio durante un largo rato, buscando las palabras.

—Al menos no dijiste «lo de besarnos» —dijo finalmente—. Temía que fueses a llamarlo así.

Él bajó la mirada hacia las manos de ambos, que descansaban entrelazadas sobre la tumbona de plástico. Los dedos de ella se veían pequeños en comparación con los de él, pero por primera vez la piel de la muchacha tenía un tono más oscuro que la suya. Pasó el pulgar distraídamente sobre los nudillos de Clary.

—Nunca lo hubiera llamado así.

—Pensaba que esto era lo que querías —dijo ella—. Creía que habías dicho que...

Simon alzó los ojos para mirarla a través de las oscuras pestañas.

—¿Que te amaba? Te amo. Pero eso no es todo.

—¿Es por Maia? —Los dientes le habían empezado a castañetear, únicamente en parte debido al frío—. ¿Te gusta?

Simon vaciló.

—No. Quiero decir, sí, me gusta, pero no del modo al que te refieres. Es sólo que cuando estoy con ella... sé lo que es tener a alguien a quien le gusto de ese modo. Y no es como contigo.

—Pero no la amas...

—A lo mejor algún día.

—A lo mejor yo podría amarte algún día.

—Si algún día lo haces —repuso él—, ven y dímelo. Ya sabes dónde encontrarme.

Los dientes de Clary castañeteaban con más fuerza ahora.

—No puedo perderte, Simón. No puedo.

—Jamás lo harás. No te estoy abandonando. Pero prefiero tener lo que tenemos, que es real, y auténtico e importante, que tenerte fingiendo otra cosa. Cuando estoy contigo quiero saber que estoy con la auténtica tú, la auténtica Clary.

Ella apoyó la cabeza contra la de él, cerrando los ojos. Todavía le sentía como Simón, a pesar de todo; todavía olía como él, como su detergente.

—Igual no sé quién es esa persona.

—Pero yo sí lo sé.


La flamante camioneta nueva de Luke estaba al ralentí junto al bordillo cuando Clary abandonó la casa de Simón, cerrando la verja tras ella.

—Me has traído. No tenías por qué venir también —dijo ella, montándose en la cabina junto a él.

Era típico de Luke reemplazar la vieja furgoneta destrozada por otra nueva exactamente igual.

—Disculpa mi miedo paternal —respondió Luke, entregándole un vaso de papel lleno de café. Clary tomó un sorbo: sin leche y con toneladas de azúcar, tal y como le gustaba—. Estos días tiendo a ponerme un poco nervioso cuando no estás dentro de mi campo visual—siguió él.

—¿Sí? —Clary sujetó el café con fuerza para evitar que se derramara mientras descendían dando tumbos por la calzada llena de baches—. ¿Cuánto tiempo crees que va a durar eso?

Luke pareció reflexionar al respecto.

—No mucho. Cinco, tal vez seis años.

—¡Luke!

—Planeo permitirte empezar a salir con chicos cuando tengas los treinta, si eso ayuda.

—En realidad, eso no suena tan mal. Puede que no esté lista hasta los treinta.

Luke la miró de soslayo.

—¿Tú y Simón...?

Ella agitó la mano que no sostenía el vaso de café.

—No preguntes.

—Entiendo. —Y probablemente así era—. ¿Quieres que te deje en casa?

—Vas al hospital, ¿verdad? —Lo sabía por la tensión nerviosa implícita en sus bromas—. Iré contigo.

En aquellos momentos estaban sobre el puente, y Clary miró al río, sosteniendo el café entre las manos pensativamente. Nunca se cansaba de aquella vista, la estrecha manga de agua entre las altas paredes de Manhattan y Brooklyn. Centelleaba bajo el sol igual que papel de plata. Se preguntó por qué nunca había intentado dibujarlo. Recordaba haber preguntado a su madre en una ocasión por qué nunca la había usado a ella como modelo, por qué nunca había dibujado a su propia hija. «Dibujar a alguien es intentar capturarlo para siempre —había explicado Jocelyn, sentada en el suelo con un pincel goteando azul cadmio sobre sus vaqueros—. Si realmente amas algo, jamás intentas mantenerlo igual para siempre. Tienes que dejar que sea libre de cambiar.»

«Pero yo odio los cambios.» Pensó mientras inspiraba profundamente.

—Luke —exclamó—, Valentine me dijo algo cuando estaba en el barco, algo sobre...

—Nada bueno empieza nunca con las palabras «Valentine dijo» —masculló Luke.

—Quizá no. Pero era sobre ti y mi madre. Dijo que estabas enamorado de ella.

Silencio. El tráfico los mantenía detenidos en el puente. Pudo oír el sonido del metro de la línea Q pasando.

—¿Crees que es verdad? —preguntó Luke por fin.

—Bueno. —Clary podía percibir la tensión en el aire e intentó elegir las palabras con sumo cuidado—. No lo sé. Quiero decir, lo había dicho antes y yo lo deseché como paranoia y odio. Pero en esta ocasión empecé a pensar, y bueno... Es extraño que siempre hayas estado ahí. Has sido como un padre para mí, prácticamente vivíamos todos en la granja durante el verano y ni tú ni mi madre habéis salido nunca con nadie más. Así que pensé que a lo mejor...

—¿Pensaste que a lo mejor qué?

—Que a lo mejor habíais estado juntos todo este tiempo y simplemente no queríais contármelo. Igual pensasteis que yo era demasiado joven para entenderlo. Quizá temíais que empezara a hacer preguntas sobre mi padre. Pero ya no soy pequeña para entenderlo. Puedes contármelo. Imagino que es como estoy diciendo. Puedes contarme cualquier cosa.

—Quizá no cualquier cosa.

Se produjo otro silencio mientras la furgoneta avanzaba poco a poco en el tráfico lento. Luke bizqueó al darle el sol en los ojos y tamborileó los dedos sobre el volante.

—Tienes razón. Estoy enamorado de tu madre —dijo finalmente.

—Eso es fabuloso —respondió Clary, intentando sonar como si le diera todo su apoyo a pesar de lo rara que le resultaba la idea de que personas de la edad de su madre y Luke estuviesen enamoradas.

—Pero —añadió Luke— ella no lo sabe.

—¿Ella no lo sabe? —Clary sacudió el brazo. Por suerte, el vaso de café ya estaba vacío—. ¿Cómo puede no saberlo? ¿No se lo has dicho?

—La verdad —respondió Luke, apretando el acelerador de modo que la furgoneta dio un bandazo— es que no.

—¿Por qué no?

Luke suspiró y se frotó la barba de tres días con gesto cansino.

—Porque —contestó— nunca parecía ser el momento adecuado.

—Eso es una excusa muy mala y lo sabes.

Luke se las arregló para emitir un sonido a medio camino entre una risita y un gruñido de irritación.

—Es posible, pero es la verdad. Cuando me di cuenta de lo que sentía por Jocelyn tenía la misma edad que tienes tú. A los dieciséis. Y todos acabábamos de conocer a Valentine. Yo no era rival para él. Incluso me sentí un tanto complacido de que si no me iba a querer a mí, al menos era a alguien que realmente la merecía. —La voz se le endureció—. Cuando vi lo equivocado que estaba ya era demasiado tarde. Cuando huimos juntos de Idris y ella estaba embarazada de ti, me ofrecí a casarme con ella, a ocuparme de ella. Dije que no me importaba quien era el padre del bebé, que lo criaría como si fuese mío. Ella pensó que yo lo hacía por compasión. No pude convencerla de que estaba siendo todo lo egoísta que podía. Me dijo que no quería ser una carga para mí, que era pedirme demasiado. Después de que me dejara en París, regresé a Idris, pero estaba siempre inquieto, siempre infeliz. Faltaba una parte: Jocelyn. Soñaba que necesitaba mi ayuda, que me llamaba y que yo no podía oírla. Finalmente fui en su busca.

—Recuerdo que se puso muy contenta —explicó Clary con un hilo de voz— cuando la encontraste.

—Lo estaba y no lo estaba. Se alegró de verme, pero al mismo tiempo yo simbolizaba para ella todo aquel mundo del que había huido y del que no quería formar parte. Aceptó dejar que me quedara cuando le prometí que renunciaría a todos los vínculos con la manada, con la Clave, con Idris, con todo eso. Me había ofrecido a vivir con las dos, pero Jocelyn pensó que sería demasiado difícil ocultarte mis transformaciones, y tuve que darle la razón. Compré la librería, adopté un nombre nuevo y fingí que Lucian Graymark estaba muerto. Y a efectos prácticos, lo ha estado.

—La verdad es que hiciste mucho por mi madre. Renunciaste a toda tu vida.

—Habría hecho mucho más —repuso Luke con total naturalidad—. Pero era totalmente inflexible respecto a no querer tener nada que ver con la Clave o el Submundo, y por mucho que yo pueda fingir ser otra cosa, sigo siendo un licántropo. Soy un recordatorio viviente de todo eso. Y ella no quería que tú supieras nunca nada. ¿Sabes?, nunca estuve de acuerdo con las visitas a Magnus, con alterar tus recuerdos o tu Visión, pero era lo que ella quería, y la dejé hacerlo porque si hubiese intentado detenerla, me habría echado. Tampoco existía la menor posibilidad... ninguna posibilidad... de que me hubiera permitido casarme con ella, ser tu padre y no contarte la verdad sobre mí. Y eso habría hecho que se viniesen abajo todos esos frágiles muros entre ella y el Mundo Invisible que tanto le había costado construir. No podía hacerle eso. Así que me callé.

—¿Quieres decir que nunca le contaste lo que sentías?

—Tu madre no es tonta, Clary —repuso Luke; parecía calmado, pero había cierta tensión en la voz—. Debe de haberlo sabido. Ofrecí casarme con ella. Por muy amables que puedan haber sido sus negativas, sí sé una cosa: ella sabe lo que siento y no siente lo mismo.

Clary permaneció en silencio.

—No pasa nada —continuó Luke, intentando quitarle importancia—. Lo acepté hace ya mucho tiempo.

Clary sintió una tensión repentina que no creyó que se debiera a la cafeína. No quiso pensar en su propia vida.

—Te ofreciste a casarte con ella, pero ¿le dijiste que era porque la amabas? No es tan obvio.

Luke permaneció callado.

—Creo que deberías haberle dicho la verdad —añadió—. Creo que te equivocas respecto a lo que siente.

—No me equivoco, Clary. —La voz de Luke era firme: «Es suficiente por ahora».

—Recuerdo que una vez le pregunté por qué no salía con nadie —explicó Clary, haciendo caso omiso del tono de Luke—. Me dijo que era porque ya había entregado su corazón. Pensé que se refería a mi padre, pero ahora... ahora no estoy tan segura.

Luke la miró verdaderamente estupefacto.

—¿Dijo eso? —Se contuvo, y añadió—: Probablemente sí se refería a Valentine, ya sabes.

—No lo creo. —Le lanzó una ojeada fugaz por el rabillo del ojo—. Además, ¿no te fastidia? ¿No decir jamás lo que realmente sientes?

En esta ocasión el silencio duró hasta que estuvieron fuera del puente y pasando por la calle Orchard, flanqueada de tiendas y restaurantes, con letreros en hermosos y sinuosos caracteres chinos dorados y rojos.

—Sí, lo odiaba —repuso él—. En aquel momento, pensaba que lo que tenía contigo y con tu madre era mejor que nada. Pero si no le puedes contar la verdad a la gente que más te importa, al final dejas de ser capaz de decirte la verdad a ti mismo.

Clary captó un ruido parecido al del agua corriente. Al bajar la vista, vio que había aplastado el vaso de papel que sostenía.

—Llévame al Instituto —pidió—. Por favor.

Luke le dirigió una mirada sorprendida.

—Creía que querías venir al hospital.

—Me reuniré contigo allí cuando termine —replicó ella—. Hay algo que tengo que hacer primero.

La planta baja del Instituto estaba llena de luz del sol y pálidas motas de polvo. Clary recorrió a la carrera el estrecho pasillo entre los bancos, llegó hasta el ascensor y golpeó el botón con el dedo.

—Vamos, vamos —masculló—. Va...

Las puertas doradas se abrieron con un crujido. Jace estaba de pie dentro del ascensor. Abrió los ojos de par en par al verla.

—... mos —finalizó Clary, y dejó caer el brazo—. ¡Ah! Hola.

Él la miró atónito.

—¿Clary?

—Te has cortado el pelo —comentó ella sin pensar.

Era cierto; los largos mechones metálicos ya no le caían sobre el rostro, sino que estaban uniformemente recortados. Le daba un aspecto más civilizado, incluso un poco mayor. También iba vestido pulcramente, con un suéter azul oscuro y vaqueros. Algo plateado le brillaba en la garganta, justo bajo el cuello del suéter.

Él alzó una mano.

—Ah. Bueno. Me lo ha cortado Maryse. —La puerta del ascensor empezó a cerrarse; él la retuvo—. ¿Ibas a subir al Instituto?

Clary negó con la cabeza.

—Sólo quería hablar contigo.

—Ah. —Jace pareció un poco sorprendido, pero salió del ascensor y dejó que la puerta se cerrara detrás de él con un chasquido—. Yo iba a acercarme a Taki's a buscar algo de comida. Lo cierto es que nadie tiene ganas de cocinar...

—Lo comprendo —repuso Clary, luego deseó no haberlo dicho.

Las ganas de cocinar o de no cocinar no tenían nada que ver con ella.

—Podemos hablar allí —indicó Jace. Empezó a ir hacia la puerta, pero se paró y volvió la cabeza hacia ella. De pie entre dos de los candelabros encendidos, con la luz proyectando un pálido baño dorado sobre sus cabellos y su rostro, parecía la pintura de un ángel. A Clary se le contrajo el corazón—. ¿Vienes o no? —le soltó él, sin sonar nada angelical.

—De acuerdo. Voy. —Apresuró el paso para alcanzarle.

Mientras andaban hasta Taki's, Clary intentó mantener la conversación alejada de temas relacionados con ella, Jace, o ella y Jace. En su lugar, le preguntó cómo estaban Isabelle, Max y Alec.

Jace vaciló. Cruzaban la Primera y una brisa fresca ascendía por la avenida. El cielo era de un azul sin nubes, un perfecto día otoñal neoyorquino.

—Lo siento. —Clary hizo una mueca ante su propia estupidez—. Deben de estar bastante mal. Han muerto muchas personas que conocían.

—Es diferente para los cazadores de sombras —replicó Jace—. Somos guerreros. Esperamos la muerte de un modo que vosotros...

Clary no pudo contener un suspiro.

—«En que vosotros, los mundanos, no lo hacéis.» Eso es lo que ibas a decir, ¿verdad?

—Sí —admitió él—. En ocasiones hasta a mí me cuesta saber lo que eres.

Se habían detenido frente a Taki's, con su tejado combado y ventanas oscurecidas. El efrit que custodiaba la puerta de entrada los contempló con suspicaces ojos rojos.

—Soy Clary —afirmó ella.

Jace la contempló, con el viento arremolinándole los cabellos sobre el rostro. Alargó la mano y se los apartó, casi distraídamente.

—Lo sé.

Dentro, encontraron un reservado en una esquina y se instalaron en él. El restaurante estaba casi vacío: Kaelie, la camarera duende, con la que Jace había salido algún tiempo, estaba recostada en el mostrador batiendo perezosamente las alas azul—blanco. Un par de hombres lobo ocupaban otro reservado. Comían piernas crudas de cordero y discutían sobre quién ganaría en una pelea: Dumbledore, el mago de los libros de Harry Potter o Magnus Bañe.

—Dumbledore vencería sin duda —decía el primero—. Tiene esa pasada de la Maldición Asesina.

—Pero Dumbledore no es real —indicó el segundo licántropo con agudeza.

—No creo que Magnus Bañe sea real tampoco —se mofó el primero—. ¿Le has visto alguna vez?

—Es tan raro —exclamó Clary, escurriéndose hacia abajo en su asiento—. ¿Los estás oyendo?

—No, es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas.

Jace estudiaba el menú, lo que proporcionó a Clary la oportunidad de estudiarle a él disimuladamente. «Nunca te miro», le había dicho ella. Y era cierto, o al menos era cierto que nunca le miraba del modo en que quería mirarle, con ojo de artista. Siempre se perdía, distraída por algún detalle: la curva del pómulo, el ángulo de las pestañas, la forma de la boca.

—Me estás mirando fijamente —dijo él sin alzar los ojos del menú—. ¿Por qué me miras fijamente? ¿Pasa algo?

La llegada de Kaelie a la mesa evitó que Clary tuviera que responder. El bolígrafo de la camarera era una plateada ramita de abedul. La recién llegada contempló a Clary curiosamente, con ojos totalmente azules.

—¿Sabéis lo que queréis?

Cogida por sorpresa, Clary pidió unos cuantos platos del menú al azar. Jace pidió una bandeja de boniatos fritos y varios platos para meter en cajas y llevárselos a los Lightwood. Kaelie se marchó dejando tras ella un tenue aroma a flores.

—Di a Alec y a Isabelle que lamento todo lo sucedido —dijo Clary cuando Kaelie ya no pudo oírla—. Y di a Max que le llevaré a Planeta Prohibido cuando quiera.

—Únicamente los mundanos dicen que lo sienten cuando lo que quieren decir es «comparto tu dolor» —comentó Jace—. Tú no tuviste la culpa de nada, Clary. —Sus ojos brillaron repentinamente llenos de odio—. Fue culpa de Valentine.

—Debo de entender que no ha habido...

—¿Ninguna señal de él? No. Yo diría que se ha escondido hasta que pueda terminar lo que inició con la Espada. Después de eso... —Jace se encogió de hombros.

—Después de eso, ¿qué?

—No lo sé. Es un lunático. Es difícil adivinar lo que hará un lunático.

Pero el muchacho evitó sus ojos, y Clary supo en qué pensaba: guerra.

Eso era lo que Valentine quería. Una guerra contra los cazadores de sombras. Y la conseguiría. Era sólo una cuestión de dónde atacaría primero.

—En cualquier caso, no creo que sea de eso de lo que has venido a hablarme, ¿verdad?

—No.

Ahora que había llegado el momento, Clary tenía dificultades para encontrar palabras. Captó una visión fugaz de su reflejo en el brillante servilletero. Cárdigan blanco, rostro blanco, rubor febril en las mejillas. Parecía como si tuviese fiebre. También se sentía un poco como si la tuviese.

—Llevo días queriendo hablar contigo...

—Nunca lo habría dicho. —La voz de Jace era anormalmente aguda—. Siempre que te llamaba, Luke me decía que estabas enferma. Supuse que me estabas evitando. Otra vez.

—No era eso. —Le pareció que había un gran espacio vacío entre ellos, aunque el reservado no era tan grande y no estaban sentados tan separados—. Sí que quería hablar contigo. He estado pensando en ti todo el tiempo.

Él profirió un ruidito sorprendido y puso la mano sobre la mesa. Ella se la cogió, sintiendo que la invadía una oleada de alivio.

—Yo también he estado pensando en ti.

La mano del joven le resultaba cálida y reconfortante; Clary recordó cómo le había abrazado en Renwick, mientras él sostenía desconsolado el ensangrentado fragmento de Portal, que era todo lo que le quedaba de su antigua vida.

—Es verdad que estaba enferma —afirmó ella—. Lo juro. Casi me muero en el barco, ya lo sabes.

Él le soltó la mano, pero se la quedó mirando con fijeza, como si quisiera memorizar su rostro.

—Lo sé perfectamente —dijo—. Siempre que tú casi te mueres, yo casi me muero.

Esas palabras provocaron que el corazón de Clary le vibrara dentro del pecho como si se hubiese tragado una cucharada entera de cafeína pura.

—Jace, he venida a decirte que...

—Aguarda. Déjame hablar primero. —Alzó las manos como para contener las palabras de la muchacha—. Antes de que digas nada, quisiera disculparme.

—¿Disculparte? ¿Por qué?

—Por no escucharte. —Jace se echó los cabellos hacia atrás con ambas manos, y ella reparó en una pequeña cicatriz en el lado de la garganta, una diminuta línea plateada, que no había estado allí antes—. Tú no hacías más que decirme que no podía tener lo que quería de ti, y yo seguía insistiendo e insistiendo sin escucharte. Te quería a ti y no me importaba lo que dijera nadie. Ni siquiera tú.

A Clary se le quedó la boca seca, pero antes de que pudiese decir nada, Kaelie llegó a la mesa con los boniatos fritos de Jace y varios platos para Clary. Ésta se quedó mirando lo que había pedido. Un batido de leche verde, lo que parecía una hamburguesa de carne cruda y una bandeja de grillos bañados en chocolate. Tampoco le importaba; tenía un nudo demasiado grande en el estómago para pensar siquiera en comer.

—Jace —comenzó, en cuanto la camarera marchó—, no hiciste nada malo. Tú...

—No. Déjame terminar. —Jace contemplaba los boniatos fritos como si contuvieran los secretos del universo—. Clary, tengo que decirlo ahora o... o no lo diré. —Las palabras brotaron en tropel—: Pensaba que había perdido a mi familia. Y no me refiero a Valentine.

Me refiero a los Lightwood. Pensaba que habían terminado conmigo. Pensaba que no me quedaba nada en el mundo aparte de ti. Estaba... enloquecido por la sensación de pérdida y me desquité contigo y lo siento. Tenías razón.

—No. He sido una estúpida. He sido cruel contigo...

—Tenías todo el derecho a serlo.

Alzó los ojos para mirarla, y de repente, Clary recordó una vez, cuando tenía cuatro años, que estaba en la playa llorando porque se había levantado viento y le había derribado el castillo que había hecho. Su madre le había dicho que podía hacer otro si quería, pero eso no le había hecho parar de llorar porque había descubierto que lo que había pensado que era permanente no lo era, sino que estaba hecho de arena que se deshacía al contacto con el viento o el agua.

—Lo que dijiste era cierto— continuó Jace—. No vivimos ni amamos en un vacío. Hay personas que se preocupan por nosotros y que resultarían heridas, quizá destruidas, si nos permitiésemos sentir lo que pudiésemos querer sentir. Ser tan egoístas significaría... significaría ser como Valentine.

Pronunció el nombre de su padre con tal irrevocabilidad que Clary lo sintió como una puerta cerrándosele en la cara.

—A partir de ahora seré sólo tu hermano —concluyó él, mirándola con la esperanza de que se sentiría complacida. Clary quiso chillar que le estaba haciendo trizas el corazón y que parara—. Es lo que tú querías, ¿verdad?

Le llevó un largo rato responder, y cuando lo hizo, su propia voz le sonó como un eco que le llegaba de muy lejos.

—Sí —repuso, y fue como si las olas le llenaran los oídos, y agua salada le escociera los ojos—. Es lo que quería.


Clary ascendió como atontada los amplios escalones que conducían a las enormes puertas de cristal del Beth Israel. En cierto modo, se sentía contenta de estar allí en lugar de en cualquier otra parte. Lo que quería más que nada era echarse en brazos de su madre y llorar, aunque jamás pudiera explicarle el motivo por el que lloraba. Puesto que no podía hacer eso, sentarse junto a la cama de su madre y llorar parecía la siguiente mejor opción.

Había mantenido la compostura bastante bien en Taki's, incluso le había dado a Jace un abrazo de despedida cuando se fue. No había empezado a llorar hasta que llegó al metro, y entonces se había encontrado llorando por todo lo que no había llorado aún; Jace, Simón, Luke, su madre e incluso Valentine. Había llorado tan sonoramente que el hombre sentado enfrente le había ofrecido un pañuelo de papel, y ella le había chillado: «¿Qué es lo que estás mirando, imbécil?», porque eso era lo que se hacía en Nueva York. Y tras eso se había sentido un poco mejor.

Al acercarse a lo alto de la escalera, advirtió que había una mujer allí. Llevaba una larga capa oscura sobre un vestido, que no era lo que se veía normalmente en una calle de Manhattan. La capa estaba confeccionada con un oscuro material aterciopelado y tenía una amplia capucha, que estaba subida, ocultando el rostro de la mujer. Al echar una ojeada alrededor, Clary se fijó en que nadie más parecía reparar en la aparición. Un glamour, entonces.

Al llegar al último escalón se detuvo y alzó los ojos hacia la mujer. Seguía sin poder verle el rostro.

—Oiga, si está aquí para verme, dígame lo que quiere. No estoy de humor para todo este glamour y secretismo justo ahora.

Advirtió que la gente se detenía para mirar con asombro a la demente muchacha que hablaba sola. Contuvo el impulso de sacarles la lengua.

—De acuerdo —contestó una voz dulce, extrañamente familiar. La mujer alzó las manos y se echó atrás la capucha. Los cabellos canosos se le derramaron sobre los hombros en una cascada. Era la mujer que Clary había visto mirándola fijamente en el patio del Cementerio Marble, la misma mujer que los había salvado del cuchillo de Malik en el Instituto. De cerca, Clary pudo ver que tenía la clase de rostro que era todo ángulos, demasiado afilado para ser bonito, aunque los ojos eran de un intenso y hermoso color avellana.

—Me llamo Madeleine. Madeleine Bellefleur.

—¿Y...? —preguntó Clary—. ¿Qué quiere de mí?

La mujer —Madeleine— vaciló.

—Conozco a tu madre, a Jocelyn —explicó—. Éramos amigas en Idris.

—No puede verla —replicó Clary—. Ninguna visita excepto la familia hasta que mejore.

—Pero no mejorará.

Clary sintió como si la hubiesen abofeteado.

—¿Qué?

—Lo siento —repuso Madeleine—, no era mi intención sorprenderte. Pero sé qué le sucede a Jocelyn, y no hay nada que un hospital mundano pueda hacer por ella. Lo que le sucedió... se lo hizo ella misma, Clarissa.

—No. Usted no lo entiende. Valentine...

—Lo hizo antes de que Valentine pudiera atraparla. Así no podría sacarle ninguna información. Lo planeó así. Era un secreto, un secreto que compartió sólo con otra persona, a la que explicó cómo se podía invertir el hechizo. Esa persona soy yo.

—Quiere decir...

—Sí —respondió Madeleine—, quiero decir que puedo explicarte cómo despertar a tu madre.

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