Las puertas del infierno

Antes de mí ninguna cosa fue creada,

sólo las eternas, y yo eternamente duro.

¡Perded toda esperanza los que aquí entráis!

Dante, Inferno

La corte Seelie

En el sueño, Clary volvía a ser una niña, y recorría una estrecha franja de playa cerca del paseo entablado de Coney Island. El aire estaba impregnado del aroma a perritos calientes y cacahuetes asados, y de los gritos de niños. El mar se agitaba a lo lejos, su superficie azul grisácea inundada de luz solar.

Podía verse a sí misma como si lo hiciera desde una cierta distancia, vestida con un pijama infantil demasiado grande, con los dobladillos del pantalón arrastrando por la playa. La arena húmeda le rascaba entre los dedos de los pies, y el cabello se le pegaba pesadamente a la nuca. No había nubes, y el cielo estaba azul y despejado, pero ella tiritaba mientras andaba a lo largo de la orilla en dirección a la figura que podía distinguir sólo vagamente a lo lejos.

A medida que se acercaba, la figura se tornó repentinamente nítida, como si Clary hubiese enfocado el objetivo de una cámara. Era su madre, arrodillada en las ruinas de un castillo de arena. Llevaba el mismo vestido blanco que Valentine le había puesto en Renwick, y en la mano tenía un retorcido pedazo de madera arrojado por el mar, plateado por la larga exposición a la sal y el viento.

—¿Has venido a ayudarme? —preguntó su madre, alzando la cabeza; los cabellos de Jocelyn estaban sueltos y ondeaban libremente al viento, haciendo que pareciera más joven de lo que era—. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo.

Clary tragó saliva para eliminar el grueso nudo que tenía en la garganta.

—Mamá..., te he echado de menos, mamá.

Jocelyn sonrió.

—Yo también te he echado de menos, cariño. Pero no me he ido, ya lo sabes. Sólo duermo.

—Entonces, ¿cómo te despierto? —exclamó Clary, pero su madre miraba en dirección al mar con el rostro inquieto.

El cielo había adquirido un tono crepuscular gris acero, y las nubes negras parecían piedras pesadas.

—Ven aquí —dijo Jocelyn, y cuando Clary llegó ante ella, su madre añadió—; Extiende el brazo.

Clary lo hizo, y Jocelyn le pasó el pedazo de madera sobre la piel. El contacto le escoció como la quemadura de una estela, y dejó la misma gruesa línea negra. La runa que Jocelyn dibujó tenía una forma que Clary no había visto nunca, pero halló su contemplación instintivamente tranquilizadora.

—¿Qué hace esto?

—Debería protegerte.

Su madre la soltó.

—¿De qué?

Jocelyn no contestó, se limitó a mirar a lo lejos en dirección al mar. Clary se volvió y vio que el océano se había retirado un buen trecho, dejando montones salobres de basura, pilas de algas y peces desesperados que daban coletazos tras él. El agua se había reunido en una ola enorme que se alzaba como la ladera de una montaña, como un alud listo para caer. Los gritos de los niños desde el entablado se habían convertido en alaridos. Mientras Clary observaba horrorizada, se fijó en que el flanco de la ola era tan transparente como una membrana, y a través de él pudo ver cosas que parecían moverse bajo la superficie del mar, enormes cosas informes presionando contra la capa de agua. Alzó las manos...

Y se despertó, jadeando, con el corazón golpeándole dolorosamente contra las costillas. Estaba en su cama en el cuarto de invitados de la casa de Luke, y la luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas. Tenía los cabellos pegados al cuello por el sudor, y el brazo le ardía y le dolía. Cuando se incorporó y encendió la luz de la mesilla de noche, no se sorprendió al ver la Marca negra que tenía en el antebrazo.


Al entrar en la cocina, descubrió que Luke le había dejado el desayuno, en forma de un bollo cubierto de azúcar glaseado, en una caja de cartón salpicada de grasa. También había dejado una nota pegada a la nevera. «He ido al hospital.»

Clary se comió el bollo mientras iba a encontrarse con Simón. Se suponía que éste estaría en la esquina de Bedford, junto a la parada de la línea L a las cinco, pero no estaba. Clary sintió una débil sensación de ansiedad antes de recordar la tienda de discos de segunda mano en la esquina de la Sexta. Efectivamente, allí estaba Simon revisando los CD de la sección de novedades. Vestía una americana de pana de color orín con una manga rasgada y una camiseta azul que llevaba el logo de un muchacho con auriculares bailando con un pollo. Sonrió ampliamente al verla.

—Eric cree que deberíamos cambiar el nombre de nuestra banda por Empanada de Mojo —dijo a modo de saludo.

—¿Cuál es ahora? Lo he olvidado.

—Enema de Champagne —contestó él, eligiendo un CD de Yo La Tengo.

—Cambiadlo —indicó Clary—. A propósito, sé lo que significa tu camiseta.

—No, no lo sabes. —Fue hacia la parte delantera de la tienda para pagar el CD—. Tú eres una buena chica.

Fuera, el viento era frío y vivo. Clary se alzó la bufanda a rayas hasta la barbilla.

—Me he preocupado al no verte en la parada de la L.

Simon se encasquetó la gorra de punto, haciendo una mueca como si la luz del sol le hiriera los ojos.

—Lo siento. Recordé que quería este CD, y pensé...

—No pasa nada. —Clary agitó una mano ante él—. Soy yo. Últimamente me entra el pánico con demasiada facilidad.

—Bueno, después de por lo que has pasado, nadie podría culparte. —Simon sonaba contrito—. Todavía no puedo creer lo que sucedió en la Ciudad Silenciosa. No puedo creer que estuvieras allí.

—Tampoco podía Luke. Le dio un ataque.

—Apuesto a que sí.

Caminaban a través de McCarren Park, con la hierba bajo sus pies adquiriendo ya el tono marrón del invierno y el aire lleno de luz dorada. Por entre los árboles corrían perros sueltos.

«Todo cambia en mi vida, y el mundo sigue igual», pensó Clary.

—¿Has hablado con Jace desde ayer? —preguntó Simón, manteniendo la voz neutral.

—No, pero he estado en contacto con Isabelle y Alec. Al parecer está bien.

—¿Ha pedido verte? ¿Es por eso que vamos?

—No tiene que pedírmelo.

Clary intentó mantener la irritación fuera de su voz mientras entraban en la calle de Magnus. Estaba bordeada de edificios bajos de almacenes que habían sido convertidos en lofts y en estudios para residentes con temperamento artístico... y dinero. La mayoría de los coches aparcados a lo largo del bordillo bajo eran caros.

Al aproximarse al edificio de Magnus, Clary vio a una figura larguirucha moverse del lugar donde había estado sentada sobre la escalinata de la entrada. Alec. Llevaba un abrigo largo y negro confeccionado con el material resistente y ligeramente brillante que los cazadores de sombras usaban para su equipo. Tenía las manos y la garganta marcadas con runas, y era evidente, por el tenue resplandor en el aire a su alrededor, que había usado el poder del glamour, la habilidad que poseían para camuflar cosas, para resultar invisibles.

—No sabía que ibas a traer al mundano. —Sus ojos azules se movieron veloces e inquietos sobre Simón.

—Eso es lo que me gusta de vosotros, tíos —dijo Simón—. Que siempre me hacéis sentir bienvenido.

—Ah, vamos, Alec —intervino Clary—. ¿A qué viene todo eso? No hagas como si Simon no hubiese estado aquí antes.

Alec lanzó un suspiro teatral, se encogió de hombros y los condujo escalera arriba. Abrió la puerta del apartamento de Magnus usando una fina llave de plata, que volvió a guardarse en el bolsillo superior de la chaqueta en cuanto terminó, como si esperara que sus acompañantes no la vieran.

A la luz del día, el apartamento tenía el aspecto que podría tener un club nocturno vacío y cerrado: oscuro, sucio e inesperadamente pequeño. Las paredes estaban desnudas, moteadas aquí y allá con pintura de purpurina, y las tablas del suelo donde habían bailado las hadas una semana antes estaban abombadas y brillantes por el paso del tiempo.

—Hola, hola. —Magnus avanzó majestuosamente hacia ellos.

Llevaba una bata larga de seda verde abierta sobre una camiseta de malla plateada y unos vaqueros negros. Una centelleante piedra roja le titilaba en la oreja izquierda.

—Alec, cariño. Clary. Y el chico—rata. —Hizo una reverencia en dirección a Simón, que pareció molesto—. ¿A qué debo el placer?

—Venimos a ver a Jace —respondió Clary—. ¿Está bien?

—No lo sé —contestó Magnus—. ¿Es normal en él permanecer tumbado así en el suelo sin moverse?

—Qué... —empezó a decir Alec, y se interrumpió cuando Magnus lanzó una carcajada—. No tiene gracia.

—Es tan fácil tomarte el pelo... Y sí, vuestro amigo está estupendamente. Bueno, excepto que no deja de guardar todas mis cosas y de intentar limpiar. Ahora no logro encontrar nada. Es un tipo compulsivo.

—A Jace le gustan las cosas ordenadas —repuso Clary, pensando en la habitación monjil del muchacho en el Instituto.

—Bueno, a mí no. —Magnus observaba a Alec por el rabillo del ojo mientras éste miraba a la nada, con la frente arrugada—. Jace está ahí dentro si queréis verle. —Señaló en dirección a una puerta situada al fondo de la habitación.

«Ahí dentro» resultó ser un estudio de tamaño mediano... sorprendentemente acogedor, con paredes estucadas, cortinas de terciopelo corridas sobre las ventanas y sillones cubiertos con telas esparcidos como rechonchos icebergs de colores en un mar de nudosa moqueta beige. Un sofá de un rosa vivo estaba dispuesto con sábanas y una manta, y junto a él había una bolsa de lona repleta de ropa. No entraba nada de luz a través de las gruesas cortinas; la única fuente de iluminación era una parpadeante pantalla de televisión, que relucía con fuerza a pesar de que el televisor no estaba enchufado.

—¿Qué ponen? —inquirió Magnus.

Qué no ponerse —contestó una voz familiar, que emanaba de una figura repantigada en uno de los sillones. Ésta se sentó al frente y por un momento Clary pensó que Jace iba a levantarse para saludarles. Pero el muchacho meneó la cabeza en dirección a la pantalla.

—¿Pantalones caqui de cintura alta? ¿Quién se pone eso? —Volvió la cabeza y miró a Magnus iracundo—. Poder sobrenatural casi ilimitado —dijo—, y todo lo que haces es usarlo para ver reposiciones. ¡Qué desperdicio!

—Además, TiVo consigue casi lo mismo —indicó Simón.

—Mi modo es más barato. —Magnus dio una palmada y la habitación se inundó repentinamente de luz.

Jace, desplomado en el sillón, alzó un brazo para cubrirse el rostro.

—¿Puedes hacer eso sin magia? —dijo.

—En realidad —contestó Simón—, sí se puede. Si mirases anuncios lo sabrías.

Clary percibió que la atmósfera de la habitación se estaba enrareciendo.

—Ya es suficiente —intervino. Miró a Jace, que había bajado el brazo y pestañeaba con resentimiento bajo la luz—. Tenemos que hablar —añadió—. Todos nosotros. Sobre qué vamos a hacer ahora.

—Yo iba a mirar Proyecto Pasarela —replicó Jace—. Lo ponen a continuación.

—No, ni hablar —dijo Magnus; chasqueó los dedos y el televisor se apagó, liberando una pequeña bocanada de humo al desvanecerse la imagen—. Tienes que ocuparte de esto.

—¿De repente estás interesado en resolver mis problemas?

—Estoy interesado en recuperar mi apartamento. Estoy harto de que limpies todo el rato. —Magnus volvió a chasquear los dedos, amenazador—. Levántate.

—O serás el siguiente que desaparece en una nube de humo —añadió Simon con fruición.

—No hay necesidad de aclarar mi chasquear de dedos —dijo Magnus—. La implicación quedaba clara con el propio chasquido.

—Estupendo.

Jace se levantó del asiento. Iba descalzo y tema una línea de piel de un tono púrpura brillante alrededor de la muñeca, allí donde las heridas seguían curando. Parecía cansado, pero no como si aún sintiera dolor.

—¿Quieres que hagamos una mesa redonda? Podemos hacer una mesa redonda.

—Me encantan las mesas redondas —exclamó Magnus con vivacidad—. Quedan mucho mejor que las cuadradas.

En la salita, Magnus hizo aparecer una enorme mesa circular rodeada de cinco sillas de madera de respaldo alto.

—Es alucinante —soltó Clary, acomodándose en una silla, que resultó sorprendentemente cómoda—. ¿Cómo puedes crear algo de la nada de ese modo?

—No se puede —respondió Magnus—. Todo viene de alguna otra parte. Éstas, por ejemplo, provienen de una tienda de reproducciones de antigüedades de la Quinta Avenida. Y éstos —de improviso cinco vasos blancos de papel encerado aparecieron sobre la mesa, con una columna de vapor elevándose suavemente por los agujeros de las tapas de plástico— proceden de Dean & DeLuca en Broadway.

—Eso se parece a robar, ¿no es cierto? —Simon se acercó un vaso y levantó la tapa—. ¡Ah! Moccachino. —Miró a Magnus—. ¿Lo has pagado?

—Desde luego —respondió Magnus, mientras Jace y Alec lanzaban una risita—. Hago aparecer billetes de dólar mágicamente en su caja registradora.

—¿De verdad?

—No —Magnus hizo saltar la tapa de su café—, pero puedes fingir que lo he hecho si así te sientes mejor. Bueno, ¿el primer tema del día es...?

Clary colocó las manos alrededor de su taza. Quizá fuese robada, pero también estaba caliente y repleta de cafeína. Podía pasar por Dean & DeLuca y dejar un dólar en la jarra de las propinas en cualquier otro momento.

—Entender qué es lo que está pasando sería un inicio —respondió, soplando sobre la espuma—. Jace, tú dijiste que lo sucedido en la Ciudad Silenciosa fue culpa de Valentine.

Jace clavó la vista en su café.

—Sí.

Alec puso la mano en el brazo de su amigo.

—¿Qué sucedió? ¿Le viste?

—Yo estaba en la celda —respondió Jace con voz inexpresiva—. Oí chillar a los Hermanos Silenciosos. Entonces Valentine bajó con... con algo. No sé lo que era. Como humo, con ojos brillantes. Un demonio, pero no como ninguno que haya visto antes. Se acercó a los barrotes y me dijo...

—Te dijo ¿qué?

La mano de Alec ascendió por el brazo de Jace hasta el hombro. Magnus carraspeó, y Alec dejó caer la mano, ruborizado, mientras Simon sonreía con la cara dirigida a su café, que aún no había probado.

Maellartach —contestó Jace—. Quería la Espada—Alma y mató a los Hermanos Silenciosos para conseguirla.

Magnus fruncía el entrecejo.

—Alec, anoche, cuando los Hermanos Silenciosos llamaron pidiendo vuestra ayuda, ¿dónde estaba el Cónclave? ¿Por qué no había nadie en el Instituto?

Alec pareció sorprenderse de que le preguntaran.

—Anoche asesinaron a un subterráneo en Central Park. Una niña hada. El cuerpo no tenía ni una gota de sangre.

—Apuesto a que la Inquisidora piensa que también es cosa mía —ironizó Jace—. Mi reinado de terror prosigue.

Magnus se levantó y fue a la ventana. Apartó la cortina, dejando entrar justo la luz suficiente para recortar su perfil aguileño.

—Sangre —dijo, medio para sí—. Tuve un sueño hace dos noches. Vi una ciudad toda de sangre, con torres hechas de hueso, y la sangre corría por las calles como agua.

Simon volvió bruscamente los ojos hacia Jace.

—¿Se pasa todo el tiempo junto a la ventana farfullando sobre sangre?

—No —contestó Jace—, a veces se sienta en el sofá a hacerlo.

Alec lanzó a ambos una mirada severa.

—Magnus, ¿qué es lo que sucede?

—La sangre —repitió Magnus—. No puede tratarse de una coincidencia.

Parecía estar mirando hacia la calle. El crepúsculo avanzaba veloz sobre el horizonte de la ciudad: barras de aluminio y listas de luz de un dorado rosáceo ocupaban el cielo.

—Ha habido varios asesinatos esta semana —explicó—, de subterráneos. Un brujo asesinado en una torre de apartamentos en el South Street Seaport. Le habían cortado el cuello y las muñecas, y no le quedaba en el cuerpo ni una gota de sangre. Y hace unos pocos días mataron a un hombre lobo en La Luna del Cazador. También le habían cortado la garganta.

—Parece como si se tratara de vampiros —dijo Simón, repentinamente muy pálido.

—No lo creo —repuso Jace—. Al menos, Raphael dijo que no era cosa de los Hijos de la Noche. Parecía categórico al respecto.

—Ya, será que él es digno de confianza —masculló Simón.

—Esta vez creo que decía la verdad —dijo Magnus, cerrando la cortina.

El rostro del brujo se veía anguloso, ensombrecido. Cuando regresó a la mesa, Clary vio que sostenía un grueso libro encuadernado en tela verde. No recordaba que lo sostuviera unos pocos momentos antes.

—Había una fuerte presencia demoníaca en ambos lugares —siguió Magnus—. Creo que otra persona fue responsable de las tres muertes. No Raphael y su tribu, sino Valentine.

Los ojos de Clary fueron hacia Jace. La boca del muchacho era una línea fina.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Jace secamente.

—La Inquisidora pensó que el asesinato del hada había sido una distracción —se apresuró a recordar Clary—. Para poder saquear la Ciudad Silenciosa sin preocuparse por el Cónclave.

—Existen modos más fáciles de distraer —indicó Jace—, y no es prudente hacer enojar a los seres mágicos. No habría asesinado a alguien del clan de las hadas si no tuviese un motivo.

—Tenía un motivo —repuso Magnus—. Había algo que quería de la niña hada, igual que había algo que quería del brujo y del hombre lobo.

—¿Y qué es? —preguntó Alec.

—Su sangre —respondió Magnus, y abrió el libro verde. Las finas hojas de pergamino tenían palabras escritas en ellas que refulgían igual que fuego—. Ah —exclamó—, aquí. —Alzó los ojos, golpeando la página con una uña afilada, y Alec se inclinó hacia adelante—. No podrás leerlo —le advirtió Magnus—. Está escrito en un idioma de demonios. Purgático.

—Pero reconozco el dibujo. Ésa es Maellartach. La he visto antes en libros.

Alec señaló una ilustración de una espada de plata y Clary la reconoció: era la que había echado en falta de la pared de la Ciudad Silenciosa.

—El Ritual de Conversión Infernal —dijo Magnus—. Eso es lo que Valentine intenta hacer.

—¿El qué de qué? —Clary arrugó la frente.

—Todo objeto mágico tiene una alianza —explicó Magnus—. La alianza de la Espada—Alma es seráfica; como esos cuchillos de ángeles que usáis los cazadores de sombras, pero mil veces más, porque su poder fue extraído del Ángel en persona, no simplemente por la invocación de un nombre angélico. Lo que Valentine quiere hacer es invertir su alianza; convertirla en un objeto de poder demoníaco en lugar de angélico.

—¡De un bien legítimo a un mal legítimo! —exclamó Simón, complacido.

—Está citando a Dragones y Mazmorras —explicó Clary—. No le hagáis caso.

—Como la Espada del Ángel, la utilidad de Maellartach para Valentine sería limitada —siguió Magnus—. Pero como una espada cuyo poder demoníaco es igual al poder angélico que poseyó en el pasado... bueno, hay mucho que podría ofrecerle. Poder sobre demonios, por poner un ejemplo. No tan sólo la protección limitada que la Copa podría ofrecer, sino poder para hacer que acudan demonios a su llamada, para obligarles a hacer lo que les ordene.

—¿Un ejército de demonios? —preguntó Alec.

—Este tipo no repara en nada cuando se trata de ejércitos —observó Simón.

—Poder para llevarlos incluso a Idris —finalizó Magnus.

—No sé por qué tendría que querer ir allí —replicó Simón—. Allí es donde están todos los cazadores de demonios, ¿no es cierto? ¿No se limitarían a aniquilar a los demonios?

—Los demonios vienen de otras dimensiones —explicó Jace—. No sabemos cuántos hay. Su número podría ser infinito. Las salvaguardas contienen a la mayoría, pero si cruzaran todos a la vez...

«Infinito», pensó Clary. Recordó al Demonio Mayor Abbadon, e intentó imaginar a cientos más como él. O miles. Sintió la piel helada y desprotegida.

—No lo entiendo —dijo Alec—. ¿Qué tiene que ver el ritual con los subterráneos muertos?

—Para realizar el Ritual de Conversión necesitas hervir la Espada hasta que esté al rojo vivo, luego enfriarla cuatro veces, cada una en la sangre de un niño subterráneo. Una vez en la sangre de un hijo de Lilith, una en la sangre de un hijo de la luna, una en la sangre de un hijo de la noche y una vez en la sangre de un hijo de las hadas —explicó Magnus.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Clary—. ¿Así que no ha acabado de matar? ¿Aún tiene que matar a una criatura más?

—A dos más. No tuvo éxito con el niño lobo. Le interrumpieron antes de poder conseguir toda la sangre que necesitaba. —Magnus cerró el libro, y una serie de volutas de polvo se alzaron de entre las páginas—. Sea cual sea el objetivo final de Valentine, está ya a más de medio camino de invertir la Espada. Probablemente ya es capaz de extraer algún poder de ella. Puede estar invocando a demonios...

—Pero cabría pensar que si estuviese haciendo eso, ya habría informes sobre disturbios, un exceso de actividad demoníaca —dijo Jace—. La Inquisidora dijo que sucedía lo contrario... que todo ha estado tranquilo.

—Y así sería —repuso Magnus—, si Valentine estuviera haciendo que todos los demonios acudieran a él. No me extraña que esté todo tranquilo.

El grupo intercambió miradas de sorpresa. Antes de que a nadie se le ocurriera ni una sola cosa que decir, un sonido agudo penetró en la habitación, haciendo que Clary diera un brinco. Se derramó café caliente sobre la muñeca, y la muchacha lanzó un grito ahogado ante el repentino dolor.

—Es mi madre —informó Alec, comprobando su teléfono—. Vuelvo en seguida.

Fue a la ventana, y habló con la cabeza inclinada y la voz demasiado baja para que pudieran oírle.

—Déjame ver —dijo Simón, cogiéndolo la mano a Clary.

Tenía una inflamada mancha roja en la muñeca, allí donde el líquido caliente la había escaldado.

—No pasa nada —repuso ella—. No es gran cosa.

Simon alzó la mano y le besó la herida.

—Mejor ahora.

Clary emitió un ruidito sorprendido. Nunca antes había hecho Simon nada parecido. Aunque, por otra parte, ésa era la clase de cosa que hacían los novios, ¿no era así? Apartó la muñeca, miró al otro lado de la mesa y vio a Jace contemplándoles fijamente, con los dorados ojos llameantes.

—Eres una cazadora de sombras —dijo él—. Sabes cómo ocuparte de las heridas. —Deslizó su estela sobre la mesa hacia ella—. Úsala.

—No —replicó Clary, y le devolvió la estela a través de la mesa.

Jace dejó caer la mano con fuerza sobre la estela.

—Clary...

—Ha dicho que no la quiere —dijo Simón—. ¡Ja, ja!

—¿Ja, ja? —Jace se mostró incrédulo—. ¿Ésa es tu réplica?

Alec, cerrando la tapa del teléfono, se aproximó a la mesa con una expresión perpleja.

—¿Qué sucede?

—Parece que estamos atrapados en el episodio de una telenovela —comentó Magnus—. Es todo muy aburrido.

Alec se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—He contado a mi madre lo de la Conversión Infernal.

—Déjame adivinarlo —repuso Jace—. No te ha creído. Además, me ha echado a mí la culpa de todo.

—No exactamente —respondió Alec, frunciendo el entrecejo—. Dijo que lo mencionaría ante el Cónclave, pero que no gozaba de la confianza de la Inquisidora. Tengo la sensación de que la Inquisidora ha apartado a mamá a un lado y ha asumido el mando. Parecía enojada. —El teléfono volvió a sonar, y él alzó un dedo—. Lo siento. Es Isabelle. Un segundo. —Volvió a la ventana, teléfono en mano.

Jace echó un vistazo a Magnus.

—Creo que tienes razón respecto al hombre lobo de La Luna del Cazador. El tipo que encontró el cuerpo dijo que había alguien más en el callejón con él. Alguien que salió huyendo.

Magnus asintió.

—Me da la impresión de que a Valentine le interrumpieron en mitad de hacer lo que sea que hace para obtener la sangre que necesita. Probablemente lo volverá a intentar con otro niño licántropo.

—Debería advertir a Luke —anunció Clary, medio alzándose de su silla.

—Aguarda.

Alec había regresado, teléfono en mano, con una expresión rara en el rostro.

—¿Qué quería Isabelle? —preguntó Jace.

Alec vaciló.

—Isabelle dice que la reina de la corte seelie ha solicitado una audiencia con nosotros.

—Sí, claro —se burló Magnus—. Y Madonna me quiere a mí como bailarín de refuerzo en su siguiente gira mundial.

Alec parecía desconcertado.

—¿Quién es Madonna?

—¿Quién es la reina de la corte seelie? —quiso saber Clary.

—Es la reina de las hadas —contestó Magnus—. Bueno, la local, al menos.

Jace hundió la cabeza en las manos.

—Di a Isabelle que no.

—Pero ella cree que es una buena idea —protestó Alec.

—Entonces dile que no dos veces.

Alec puso mala cara.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Bueno, simplemente que algunas de las ideas de Isabelle son lo mejor del mundo y algunas un total desastre. ¿Recuerdas esa idea que tuvo sobre usar túneles de metro abandonados para movernos por debajo de la ciudad? Hablemos de las ratas gigantes...

—Mejor que no —terció Simón—. Preferiría no hablar de ratas en absoluto, de hecho.

—Esto es distinto —insistió Alec—. Quiere que vayamos a la corte seelie.

—Tienes razón, esto es distinto —concedió Jace—. Ésta es la peor idea que ha tenido nunca.

—Conoce a un caballero de la corte —explicó Alec—. Le dijo que la reina seelie está interesada en reunirse con nosotros. Isabelle oyó sin querer mi conversación con nuestra madre... y pensó que si podíamos explicar nuestra teoría sobre Valentine y la Espada—Alma a la reina, la corte seelie nos respaldaría, quizá incluso se aliaría con nosotros contra Valentine.

—¿Es seguro ir allí? —preguntó Clary.

—Desde luego que no —respondió Jace, como si le hubiese hecho la pregunta más estúpida que había oído nunca.

La muchacha le lanzó una mirada iracunda.

—No sé nada sobre la corte seelie. Sobre vampiros y hombres lobo sí. Hay suficientes películas sobre ellos. Pero las hadas son cosas de niños pequeños. Me disfracé de hada en Halloween cuando tenía ocho años. Mi madre me hizo un sombrero en forma de cucurucho.

—Lo recuerdo. —Simon se había recostado en su asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Yo era un Transformen A decir verdad, era un Decepticon.

—¿Podemos volver al tema? —preguntó Magnus.

—Estupendo —repuso Alec—. Isabelle cree, y yo estoy de acuerdo, que no es una buena idea hacer caso omiso de los seres mágicos. Si quieren hablar, ¿qué mal puede hacer? Además, si la corte seelie estuviese de nuestro lado, la Clave tendría que escuchar lo que tenemos que decir.

Jace rió sin ganas.

—Los seres mágicos no ayudan a los humanos.

—Los cazadores de sombras no son humanos —indicó Clary—. No en realidad.

—No somos mucho mejores para ellos —replicó Jace.

—No pueden ser peor que los vampiros —masculló Simón—. Y no te fue mal con ellos.

Jace miró a Simon como si fuese algo que había hallado creciendo bajo el fregadero.

—¿No me fue mal con ellos? ¿Quieres decir que sobrevivimos?

—Bueno...

—Las hadas —prosiguió Jace, como si Simon no hubiese hablado— son la progenie de demonios y ángeles, con la belleza de ángeles y la malevolencia de demonios. Un vampiro puede atacarte, si entrases en su territorio, pero una hada puede hacerte danzar hasta que mueras con las piernas convertidas en muñones, engañarte para que te des un baño a medianoche y arrastrarte bajo el agua hasta que te estallen los pulmones, llenarte los ojos con polvo de hadas hasta que te los arranques de cuajo...

—¡Jace! —le espetó Clary, interrumpiéndole en mitad de la diatriba—. Cierra la boca. Por Dios. Es suficiente.

—Mirad, es fácil ser más listo que un hombre lobo o un vampiro —insistió Jace—. No son más listos que las demás personas. Pero las hadas viven durante cientos de años y son astutas como serpientes. No pueden mentir, pero les encanta dedicarse a decir verdades de un modo creativo. Descubrirán qué es lo que más deseas en el mundo y te lo darán... con alguna sorpresa oculta que hará que lamentes haber deseado tenerlo. —Suspiró—. Lo suyo no es ayudar a la gente. Más bien se trata de daño disfrazado de ayuda.

—¿Y no crees que somos lo bastante listos para notar la diferencia? —preguntó Simón.

—No creo que tú seas lo bastante listo como para no verte convertido en rata accidentalmente.

Simon le miró iracundo.

—No veo que importe mucho lo que tú creas que deberíamos hacer —dijo—. Teniendo en cuenta que no puedes ir con nosotros. No puedes ir a ninguna parte.

Jace se puso en pie, echando atrás su silla violentamente.

—¡No vais a llevar a Clary a la corte seelie sin mí y eso es definitivo!

Clary le miró boquiabierta. Estaba rojo de ira, rechinaba los dientes y las venas le sobresalían del cuello. También estaba evitando mirarla.

—Yo puedo cuidar de Clary —intervino Alec, y había un deje dolido en su voz, aunque Clary no estaba segura de si era porque Jace había dudado de sus habilidades o por algún otro motivo.

—Alec —dijo Jace, con la mirada trabada en la de su amigo—. No, no puedes.

Alec tragó saliva.

—Vamos a ir —repuso, y pronunció las palabras como una disculpa—. Jace... Es una petición de la corte seelie..., sería una estupidez hacer caso omiso de ella. Además, Isabelle probablemente ya les ha dicho que iríamos.

—No hay la menor posibilidad de que vaya a dejarte hacer esto, Alec —afirmó Jace en un tono de voz amenazador—. Te tiraré al suelo si tengo que hacerlo.

—Aunque eso suena tentador —intervino Magnus, subiéndose las largas mangas—, existe otro modo.

—¿Qué otro modo? Esto es una directriz de la Clave. No puedo escaquearme.

—Pero yo sí puedo. —Magnus sonrió burlón—. Jamás dudes de mis habilidades para escaquearme, cazador de sombras, ya que son épicas y memorables en su alcance. Encanté específicamente el contrato con la Inquisidora de modo que pudiera dejarte salir por un corto espacio de tiempo si lo deseaba, siempre y cuando otro de los nefilim estuviera dispuesto a ocupar tu lugar.

—¿Dónde vamos a encontrar a otro...? ¡Ah! —exclamó Alec dócilmente—. Te refieres a mí.

Las cejas de Jace se alzaron de golpe.

—Vaya, ¿ahora resulta que no quieres ir a la corte seelie?

Alec se sonrojó.

—Creo que es más importante que vayas tú que yo. Eres el hijo de Valentine, estoy seguro de que eres a quien la reina realmente desea ver. Además, tú eres encantador.

Jace le miró furioso.

—Quizá no en este momento —corrigió Alec—. Pero eres encantador por lo general. Y las hadas son muy susceptibles al encanto.

—Además, si te quedas aquí, tengo toda la primera temporada de La isla de Gilligan —tentó Magnus a Alec.

—Nadie podría rechazar esa oferta —bromeó Jace, que seguía sin querer mirar a Clary.

—Isabelle puede reunirse con vosotros en el parque junto al Estanque de la Tortuga —propuso Alec—. Conoce la entrada secreta a la corte. Os estará esperando.

—Y una última cosa —indicó Magnus, dándole un toque a Jace con un dedo lleno de anillos—. Intenta no hacer que te maten en la corte seelie. Si mueres, tendré que dar muchas explicaciones.

Al oír eso, Jace sonrió burlón. Fue una sonrisa inquietante, no divertida, sino como el destello de un cuchillo desenvainado.

—¿Sabes? —dijo—, tengo la sensación de que eso va a pasar tanto si acabo muerto como si no.

Gruesos zarcillos de musgo y plantas rodeaban el borde del Estanque de la Tortuga como una orla de encaje verde. La superficie del agua estaba calma, ondulada aquí y allá por la estela que dejaban los patos al nadar, o rizada por el plateado golpeteo veloz de la cola de un pez.

Había un pequeño cenador de madera erigido sobre el agua; Isabelle estaba sentada en él mirando fijamente al otro lado del lago. Parecía una princesa de un cuento de hadas aguardando en lo alto de su torre a que alguien llegara a caballo y la rescatara.

Aunque el comportamiento tradicional de una princesa no era lo que podía esperarse de Isabelle en absoluto. Ella, con su látigo, botas y cuchillos, haría pedazos a cualquiera que intentara encerrarla en lo alto de una torre, construiría un puente con los restos y se marcharía despreocupadamente hacia la libertad, sin siquiera despeinarse en ningún momento. Por eso costaba que Isabelle cayera bien, aunque Clary lo intentaba.

—Izzy —llamó Jace, mientras se acercaban al estanque, y ella se alzó de un salto y se volvió en redondo; su sonrisa fue deslumbrante.

—¡Jace!

Corrió hacia él y le abrazó. Bien, así era como se suponía que actuaban las hermanas, se dijo Clary. No de un modo estirado, raro y peculiar, sino alegre y cariñoso. Observando a Jace abrazar a Isabelle, intentó aleccionar a sus facciones para aprender a mostrar una expresión feliz y cariñosa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Simón, con cierta inquietud—. Estás bizqueando.

—Estoy perfectamente. —Clary abandonó el intento.

—¿Estás segura? Parecías como... crispada.

—Algo que he comido.

Isabelle se puso en marcha, con Jace un paso por detrás de ella. Vestía un largo vestido negro con botas y un abrigo chaqué, aún más largo, de suave terciopelo verde, el color del musgo.

—¡No puedo creer que lo hicierais! —exclamó—. ¿Cómo habéis conseguido que Magnus dejara salir a Jace?

—Lo cambiamos por Alec —respondió Clary.

Isabelle pareció levemente alarmada.

—¿No permanentemente?

—No —repuso Jace—, sólo durante unas pocas horas. A menos que yo no regrese —añadió pensativo—. En cuyo caso, quizá sí que tendrá que quedarse a Alec. Piensa en ello como un usufructo con una opción de compra.

Isabelle pareció tener sus reservas.

—Mamá y papá no estarán nada contentos si lo descubren.

—¿Que liberaste a un posible criminal intercambiándolo por tu hermano a un brujo que parece una especie de Sonic el Erizo en versión gay y se viste como el Roba Niños de Chitty Chitty Bang Bang? —preguntó Simón—. No, probablemente no.

Jace le miró pensativo.

—¿Existe alguna razón concreta para que estés aquí? No estoy seguro de que debamos llevarte a la corte seelie. Odian a los mundanos.

Simon puso los ojos en blanco.

—Otra vez no.

—¿Qué «otra vez no»? —preguntó Clary.

—Cada vez que le molesto se refugia en su casita del árbol con el rótulo de No Se Admiten Mundanos. —Señaló a Jace con un dedo—. Deja que te recuerde que la última vez que quisiste dejarme atrás, os salve la vida a todos.

—Desde luego —dijo Jace—. Por una vez...

—Las cortes de las hadas son peligrosas —interrumpió Isabelle—. Ni siquiera tu habilidad con el arco te ayudará. No es esa clase de peligro.

—Puedo cuidar de mí mismo —replicó Simón.

Se había levantado un viento cortante, que empujó hojas marchitas por la grava hasta los pies del grupo e hizo que Simon se estremeciera. Hundió las manos en los bolsillos forrados de lana de la chaqueta.

—No tienes que venir —dijo Clary.

Él la miró, con una mirada firme y mesurada. Clary le recordó en casa de Luke, llamándola «mi novia» sin la menor duda o indecisión. Aparte de cualquier otra cosa que pudiera decirse sobre Simón, sin duda sabía lo que quería.

—Sí —repuso—, quiero venir.

Jace emitió un ruidito por lo bajo.

—Entonces supongo que estamos listos —indicó—. No esperes ninguna consideración especial, mundano.

—Míralo por el lado bueno —replicó Simón—. Si necesitan un sacrificio humano, siempre podéis ofrecerme a mí. No estoy seguro de que el resto de vosotros reúna los requisitos necesarios.

Jace se animó.

—Siempre es agradable cuando alguien se ofrece a ser el primero en colocarse ante el paredón.

—Vamos —instó Isabelle—. La puerta está a punto de abrirse.

Clary echó un vistazo alrededor. El sol se había puesto por completo y la luna había salido, una cuña de un blanco cremoso que proyectaba su reflejo sobre el estanque. No estaba llena del todo, sino ensombrecida en un extremo, lo que le daba la apariencia de un ojo con medio párpado. El viento nocturno hacía traquetear las ramas de los árboles, golpeándolas entre sí con un sonido parecido a huesos huecos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Clary—. ¿Dónde se encuentra la puerta?

La sonrisa de Isabelle fue como un secreto musitado.

—Seguidme.

Descendió hasta el borde del agua, dejando profundas huellas en el barro con las botas. Clary la siguió, contenta de haberse puesto vaqueros y no una falda. Isabelle se alzó el abrigo y el vestido por encima de las rodillas, dejando las delgadas piernas blancas al descubierto por encima de las botas. Tenía la piel cubierta de Marcas que parecían lengüetazos de fuego negro.

Simón, detrás de ella, lanzó una palabrota y resbaló en el barro; Jace avanzó automáticamente para sujetarle mientras todos se volvían. Simon echó el brazo atrás con energía.

—No necesito tu ayuda.

—Dejadlo ya. —Isabelle dio un golpecito con uno de los pies enfundados en botas en las aguas poco profundas del borde del lago—. Los dos. De hecho, los tres. Si no nos mantenemos unidos en la corte seelie, estamos perdidos.

—Pero yo no he... —empezó a decir Clary.

—Tal vez no lo has hecho, pero el modo en que dejas que esos dos actúen... —Isabelle indicó a los muchachos con un desdeñoso ademán.

—¡No puedo decirles qué tienen que hacer!

—¿Por qué no? —exigió la otra muchacha—. Francamente, Clary, si no empiezas a utilizar un poco de tu superioridad femenina natural, simplemente no sé que voy a hacer contigo. —Se volvió hacia el estanque, y luego se volvió de nuevo hacia ellos—. Y por si lo olvido —añadió con severidad—, por el amor del Ángel, no comáis ni bebáis nada mientras estamos bajo tierra, ninguno de vosotros. ¿De acuerdo?

—¿Bajo tierra? —inquirió Simon con aire preocupado—. Nadie dijo nada de estar bajo tierra.

Isabelle alzó las manos exasperada y penetró en el estanque con un chapoteo. El abrigo de terciopelo verde se extendió a su alrededor como una enorme hoja de nenúfar.

—Vamos. Sólo tenemos hasta que la luna se mueva.

«La luna ¿qué?» Meneando la cabeza, Clary penetró en el estanque. El agua era poco profunda y transparente; bajo la brillante luz de las estrellas, podía ver las formas oscuras de peces diminutos que pasaban raudos ante sus tobillos. Apretó los dientes mientras penetraba más en el interior del estanque. El frío era intenso.

Detrás de ella, Jace avanzó al interior del agua con una elegancia contenida que apenas onduló la superficie. Simón, detrás de él, chapoteaba y maldecía. Isabelle, tras alcanzar el centro del estanque, se detuvo, con el agua a la altura del tórax. Alargó una mano hacia Clary.

—Detente.

Clary se detuvo. Justo frente a ella, el reflejo de la luna brillaba trémulo en el agua como un enorme plato de plata. Alguna parte de ella sabía que aquello no funcionaba así; se suponía que la luna se alejaba de ti a medida que te acercabas, siempre retrocediendo. Pero sin embargo ahí estaba, flotando justo sobre la superficie del agua como si estuviese anclada allí.

—Jace, ve tú primero —indicó Isabelle, y le llamó con una seña—. Vamos.

Jace pasó junto a Clary, oliendo a cuero húmedo y carbón de leña. La joven le vio sonreír mientras se volvía de espaldas, entonces entró en el reflejo de la luna... y desapareció.

—Vaya —exclamó Simon en tono serio—. Vaya, eso ha sido increíble.

Clary le miró un instante. El agua le llegaba sólo a la cadera, pero tiritaba y se abrazaba los codos con las manos. Le sonrió y dio un paso atrás, sintiendo una sacudida de frío aún más gélido al introducirse en el reluciente reflejo plateado. Se tambaleó por un momento, como si hubiese perdido el equilibrio en el travesaño más alto de una escalera... y a continuación cayó de espaldas hacia la oscuridad como si la luna la hubiese engullido.


Cayó sobre tierra apisonada, dio un traspié y sintió una mano sujetándola por el brazo. Era Jace.

—Ve con cuidado —dijo él, y la soltó.

Clary estaba empapada, con riachuelos de agua helada descendiéndole por la parte posterior de la camisa y el cabello húmedo pegado a la cara. Las ropas mojadas parecían pesar una tonelada.

Estaban en un corredor de tierra excavado en el subsuelo, iluminado por musgo que resplandecía tenuemente. Una maraña de enredaderas colgantes formaba una cortina en un extremo del pasillo y largos zarcillos peludos colgaban del techo igual que serpientes muertas. Raíces de árboles, comprendió Clary. Estaban bajo tierra. Y hacía frío allí abajo, frío suficiente para hacer que su aliento surgiera en volutas de helada bruma cuando espiraba.

—¿Frío?

Jace estaba calado hasta los huesos también, los cabellos claros casi incoloros allí donde se le pegaban a las mejillas y la frente. El agua le corría por los vaqueros y la cazadora mojados, y convertía en transparente la camiseta blanca que llevaba. La muchacha pudo ver las líneas oscuras de sus Marcas permanentes y la tenue cicatriz del hombro a través de ella.

Desvió la mirada rápidamente. El agua se le adhería a las pestañas, empañando su visión igual que lágrimas.

—Estoy perfectamente.

—No tienes aspecto de estar perfectamente —repuso Jace.

Se acercó más a ella, y la joven sintió el calor que emanaba de él incluso a través de la ropa mojada de ambos, descongelando su carne helada.

Una forma oscura pasó volando a toda velocidad, justo en el campo visual del rabillo de su ojo, y chocó contra el suelo con un golpe sordo. Era Simón, también calado hasta los huesos. Rodó sobre las rodillas y miró frenéticamente a su alrededor.

—Mis gafas...

—Las tengo yo. —Clary estaba acostumbrada a recuperar las gafas de Simon durante los partidos de fútbol. Éstas siempre parecían caer justo bajo los pies del muchacho donde, inevitablemente, eran pisadas—. Aquí las tienes.

Él se las puso después de limpiar de tierra los lentes.

—Gracias.

Clary pudo sentir cómo Jace los observaba con atención: notó su mirada como un peso sobre los hombros. Se preguntó si Simon también lo sentía. Éste se puso en pie arrugando el ceño, justo cuando Isabelle caía de las alturas, aterrizando de pie con elegancia. El agua le corría por los largos cabellos sueltos y lastraba el grueso abrigo de terciopelo, pero ella apenas parecía advertirlo.

—¡Aaah, esto ha sido divertido!

—Este año por Navidad voy a regalarte un diccionario —bromeó Jace.

—¿Por qué?

—Para que puedas buscar «divertido». No estoy seguro de que sepas lo que significa.

Isabelle tiró hacia adelante la larga y pesada masa que eran sus cabellos empapados y los escurrió como si fueran una sábana.

—Me estás aguando la fiesta —dijo.

—Ya está bastante aguada, por si no lo has notado. —Jace miró alrededor—. Ahora ¿qué? ¿En qué dirección?

—En ninguna —respondió Isabelle—. Aguardamos aquí, y ellos vienen a buscarnos.

A Clary no le gustó demasiado esa idea.

—¿Cómo saben que estamos aquí? ¿Hay un timbre que tenemos que pulsar o algo?

—La corte sabe todo lo que sucede en sus tierras. Nuestra presencia no pasará desapercibida.

Simon la miró con suspicacia.

—¿Y cómo es que sabes tantas cosas sobre hadas y la corte seelie?

Isabelle, ante la sorpresa de todos, se ruborizó. Al cabo de un momento, la cortina de enredaderas se hizo a un lado y una hada varón pasó al otro lado, echándose hacia atrás los largos cabellos. Clary había visto a algunos de aquellos seres antes, en la fiesta de Magnus, y le había llamado la atención tanto su fría belleza como un cierto salvaje aire sobrenatural, que conservaban incluso cuando bailaban y bebían. Esta hada no era una excepción: los cabellos le caían en capas de un negro azulado alrededor de un rostro impasible, anguloso y hermoso; los ojos tenían el verde de las enredaderas o el musgo y lucía la forma de una hoja, bien una marca de nacimiento o un tatuaje, sobre uno de los pómulos. Vestía una coraza de un marrón plateado como la corteza de los árboles en invierno, y cuando se movía, la coraza relampagueaba con una multitud de colores: negro turba, verde musgo, gris ceniza, azul cielo.

Isabelle lanzó un grito y saltó a sus brazos.

—¡Meliorn!

—¡Ah! —exclamó Simón, en voz baja y no sin cierta burla—. Así que es por eso que lo sabe.

El hada, Meliorn, contempló a Isabelle con seriedad, luego la apartó de él y la empujó con suavidad.

—Éste no es momento para el afecto —dijo—. La reina de la corte seelie ha solicitado una audiencia con los tres nefilim que hay entre vosotros. ¿Queréis venir?

Clary posó una mano protectora sobre el hombro de Simón.

—¿Qué hay de nuestro amigo?

Meliorn se mostró impasible.

—No se permite la presencia de humanos mundanos en nuestra corte.

—Ojalá alguien hubiese mencionado eso antes —comentó Simón, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Debo suponer entonces que tengo que aguardar aquí fuera hasta que las enredaderas empiecen a crecer sobre mí?

Meliorn lo consideró.

—Eso podría proporcionar una diversión considerable —dijo.

—Simon no es un mundano corriente. Se puede confiar en él —intervino Jace, sorprendiendo a todos, y sobre todo a Simón.

Clary se dio cuenta de que Simon estaba sorprendido porque se quedó mirando fijamente a Jace sin ofrecer ni un solo comentario agudo.

—Ha librado muchas batallas con nosotros —insistió Jace.

—Querrás decir una batalla —masculló Simón—. Dos si se cuenta aquella en la que yo era una rata.

—No entraremos en la corte seelie sin Simon —afirmó Clary, con la mano todavía sobre el hombro del chico—. Tu reina pidió esta audiencia con nosotros, ¿recuerdas? No fue idea nuestra venir aquí.

Hubo una pizca de regodeo en los ojos verdes de Meliorn.

—Como deseéis —repuso—. Que no se diga que la corte seelie no respeta los deseos de sus invitados.

Giró sobre los talones de sus botas y empezó a conducirlos por el pasillo sin detenerse a comprobar si le seguían. Isabelle apresuró el paso para andar junto a él, dejando que Jace, Clary y Simon los siguieran en silencio.

—¿Se os permite salir con hadas? —preguntó finalmente Clary a Jace—. ¿Le importaría a vuestros... les importaría a los Lightwood que Isabelle y como se llame...?

—Meliorn —terció Simón.

—¿... Meliorn salieran?

—No estoy seguro de que salgan —contestó Jace, remarcando la última palabra con una ironía nada sutil—. Me imagino que principalmente se quedan dentro. O en este caso, debajo.

—Da la impresión de que lo desapruebas. —Simon apartó la raíz de un árbol.

Habían pasado de un pasillo de paredes de tierra a uno revestido de piedras lisas con únicamente alguna que otra raíz colándose entre las piedras desde lo alto. El suelo era de alguna clase de material duro pulido, no mármol sino piedra veteada y salpicada de líneas de copos de material reluciente que parecía piedras preciosas pulverizadas.

—No lo desapruebo exactamente —respondió Jace en voz baja—. Las hadas son conocidas por coquetear ocasionalmente con mortales, pero siempre acaban por abandonarlos, por lo general no en muy buen estado.

Las palabras provocaron un escalofrío en la espalda de Clary. En aquel momento Isabelle rió, y Clary pudo ver entonces por qué Jace había bajado la voz, ya que las paredes de piedra les devolvieron la voz de Isabelle amplificada y resonante, rebotando en las paredes.

—¡Eres tan divertido!

La joven dio un traspié cuando el tacón de la bota se le metió entre dos piedras, y Meliorn la sujetó y estabilizó sin cambiar de expresión.

—No entiendo cómo vosotros, humanos, podéis andar con zapatos tan altos.

—Es mi divisa —repuso Isabelle con una sonrisa seductora—. Nada de menos de quince centímetros.

Meliorn la contempló impávido.

—Estoy hablando de mis tacones —dijo ella—. Es un chiste. Ya sabes. Un juego de...

—Vamos —dijo el caballero hada—. La reina empezará a impacientarse. —Siguió corredor adelante sin dedicar a Isabelle otra mirada.

—Me había olvidado —masculló la joven mientras el resto la alcanzaba—. Las hadas carecen de sentido del humor.

—Bueno, yo no diría eso —bromeó Jace—. Hay un club nocturno de duendecillos en el centro, llamado Alas Picantes. Tampoco —añadió— es que yo haya estado allí jamás.

Simon miró a Jace, abrió la boca como si tuviese intención de hacerle una pregunta, pero pareció pensárselo mejor. Cerró la boca de golpe justo cuando el corredor fue a dar a una amplia sala con suelo de tierra y paredes cubiertas de altos pilares de piedra entrecruzados por completo de enredaderas y flores de intensos colores. Entre los pilares colgaban finas telas, teñidas de un azul tenue que tenía casi el tono exacto del cielo. La habitación estaba llena de luz, aunque Clary no pudo ver ninguna antorcha, y el efecto general era el de un pabellón de verano bajo una brillante luz solar en lugar de una sala subterránea de tierra y piedra.

La primera impresión de Clary fue que se encontraba al aire libre; la segunda, que la sala estaba llena de gente. Sonaba una extraña música suave, afeada por notas agridulces, una especie de equivalente auditivo de miel mezclada con zumo de limón, y había un círculo de hadas bailando al son de la música, con los pies apenas rozando el suelo. Sus cabellos —azules, negros, castaños y escarlatas, dorados metálico y blancos hielo— ondeaban como estandartes.

Pudo ver por qué les llamaban también los seres bellos, pues realmente eran muy bellos con sus preciosos rostros pálidos, las alas color lila, dorado y azul; ¿cómo podía haber creído a Jace cuando había dicho que su intención era hacerles daño? La música, que al principio la había enervado, sonaba sólo melodiosa, y Clary sintió el impulso de agitar los cabellos y mover los pies al compás de la danza. La música le decía que si lo hacía, también ella sería tan ligera que sus pies apenas tocarían el suelo. Dio un paso al frente...

Y una mano le agarró por el brazo y tiró violentamente de ella hacia atrás. Jace la miraba iracundo, con los ojos dorados brillantes como los de un gato.

—Si bailas con ellos —dijo en una voz queda—, bailarás hasta morir.

Clary le miró pestañeando. Se sentía como si la hubiesen arrancado de un sueño, atontada y despierta a medias. Arrastró la voz al hablar.

—¿Queeé?

Jace emitió un ruido impaciente. Sostenía su estela en la mano; ella no le había visto sacarla. El muchacho le agarró la muñeca y grabó una veloz Marca punzante sobre la piel de la parte interior del brazo.

—Ahora mira.

Ella volvió a mirar... y se quedó helada. Los rostros que le habían parecido tan bellos seguían siendo bellos, sin embargo bajo ellos acechaba algo vulpino, casi salvaje. La muchacha de las alas rosas y azules la llamó con una seña, y Clary vio que sus dedos eran ramitas cubiertas de hojas cerradas. Tenía los ojos totalmente negros, sin iris ni pupila. El muchacho que bailaba junto a ella tenía la piel color verde veneno y unos cuernos enroscados le nacían en las sienes. Mientras bailaba, el abrigo que llevaba se abrió, y Clary vio que su pecho era una caja torácica vacía. Había cintas entrelazadas por los huesos pelados de las costillas, posiblemente para darle un aspecto más festivo. A Clary le dio un vuelco el estómago.

—Vamos.

Jace la empujó, y ella avanzó dando un traspié. Cuando recuperó el equilibrio, pasó ansiosamente la mirada alrededor en busca de Simón. Éste iba por delante de ellos, y vio que Isabelle lo llevaba bien sujeto. En esta ocasión, no le importó. Dudó de que Simon hubiese conseguido atravesar esa sala por sí solo.

Bordeando el círculo de bailarines, se encaminaron al extremo opuesto de la estancia y cruzaron una cortina doble de seda azul. Fue un alivio estar fuera de la sala y en otro pasillo, éste tallado en un lustroso material marrón como el exterior de una avellana. Isabelle soltó a Simón, y éste se detuvo inmediatamente; cuando Clary lo alcanzó, vio que Isabelle le había atado su pañuelo sobre los ojos. El muchacho manoseaba nerviosamente el nudo cuando Clary llegó junto a él.

—Déjame a mí —dijo, y él se quedó quieto mientras ella lo desataba y devolvía el pañuelo a Isabelle, dándole las gracias con un movimiento de cabeza.

Simon se echó los cabellos atrás; estaban húmedos allí donde el pañuelo los había aplastado.

—Eso sí era música —comentó él—. Un poco de country, un poco de rock and roll.

Meliorn, que se había detenido para esperarles, les miró con el cejo fruncido.

—¿No os ha gustado?

—Me ha gustado un poco demasiado —contestó Clary—. ¿Qué se suponía que era eso, alguna clase de prueba? ¿O una broma?

Él se encogió de hombros.

—Estoy acostumbrado a mortales que se dejan influenciar fácilmente por nuestros hechizos de hadas; no tanto los nefilim. Pensé que llevabas protecciones.

—Las lleva —indicó Jace, trabando la mirada verde jade de Meliorn con la suya.

Meliorn se limitó a encogerse de hombros otra vez y empezó a andar de nuevo. Simon se mantuvo a la altura de Clary durante unos pocos instantes sin hablar.

—Así pues, ¿qué me he perdido? —preguntó luego—. ¿Chicas bailando desnudas?

Clary pensó en las costillas al descubierto del hada varón y se estremeció.

—Nada tan agradable.

—Existen modos de que un humano tome parte en los festejos de las hadas —intervino Isabelle, que les había estado escuchando disimuladamente—. Si ellas te dan un distintivo, como una hoja o una flor, para que lo lleves, y lo conservas toda la noche, estarás perfectamente por la mañana. O si vas con un hada como compañera...

Dirigió una veloz mirada a Meliorn, pero éste había llegado a una frondosa mampara colocada en la pared y se detuvo allí.

—Éstos son los aposentos de la reina —informó—. Ha venido desde su corte en el norte para ocuparse de la muerte de la pequeña. Si tiene que haber guerra, quiere ser ella quien la declare.

De cerca, Clary pudo ver que la mampara estaba hecha de enredaderas tupidamente entretejidas, con gotitas de ámbar ensartadas. Meliorn apartó las enredaderas y los hizo pasar a la estancia situada al otro lado.

Jace cruzó el primero, agachando la cabeza para pasar. Le siguió Clary, que se irguió al llegar al otro lado, mirando alrededor con curiosidad.

La habitación era sencilla, con las paredes terrosas adornadas con tela clara. Fuegos fatuos resplandecían en jarras de cristal. Una mujer bellísima estaba recostada en un sofá bajo, rodeada por lo que debían de ser sus cortesanos: una variopinta variedad de hadas, desde duendecillos diminutos hasta lo que parecían espléndidas muchachas humanas de largos cabellos... si se pasaba por alto sus ojos negros sin pupilas.

—Mi reina —dijo Meliorn, haciendo una profunda reverencia—, os he traído a los nefilim.

La reina se incorporó. Tenía una larga melena escarlata que parecía flotar como hojas otoñales en una brisa. Los ojos eran de un azul transparente como el cristal, y la mirada afilada como una cuchilla.

—Tres de estos son nefilim —afirmó ella—. El otro es un mundano.

Meliorn pareció echarse hacia atrás, pero la reina ni siquiera le miró; su mirada estaba puesta en los cazadores de sombras. Clary sentía su peso, como si la tocara. No obstante su hermosura, no había nada de frágil en la reina. Era tan luminosa y difícil de contemplar como una estrella ardiente.

—Nuestras disculpas, mi señora.

Jace se adelantó, colocándose entre la reina y sus compañeros. Su voz había cambiado de tono; había algo en el modo en que hablaba ahora, algo cuidadoso y delicado.

—El mundano es nuestra responsabilidad. Le debemos protección. Por lo tanto lo mantenemos con nosotros.

La reina ladeó la cabeza, como un pájaro interesado. En esos momentos tenía toda la atención puesta en Jace.

—¿Una deuda de sangre? —murmuró—. ¿Con un mundano?

—Me salvó la vida —respondió Jace.

Clary notó cómo Simon se tensaba a su lado, sorprendido, y deseó que no lo demostrara. Las hadas no podían mentir, había dicho Jace, y Jace tampoco mentía: Simon sí le había salvado la vida. Simplemente no era por eso por lo que le habían llevado con ellos. Clary empezó a apreciar lo que Jace había querido dar a entender con aquello de decir la verdad de un modo creativo.

—Por favor, mi señora. Esperábamos que lo comprendierais. Hemos oído que sois tan bondadosa como hermosa, y en ese caso... bien —prosiguió Jace—, vuestra bondad debe de ser inmensa.

La reina mostró una sonrisita de suficiencia, se inclinó y con el refulgente cabello cayó hacia adelante, ensombreciéndole el rostro.

—Eres tan encantador como tu padre, Jonathan Morgenstern —repuso, e indicó con un gesto los almohadones desperdigados por el suelo—. Venid, sentaos junto a mí. Comed algo. Bebed. Descansad. La conversación es mejor con los labios húmedos.

Por un momento Jace pareció desconcertado. Vaciló. Meliorn se inclinó hacia él y le habló en voz baja.

—Sería imprudente rehusar la prodigalidad de la reina de la corte seelie.

Los ojos de Isabelle se movieron veloces hacia él, y luego ésta se encogió de hombros.

—No pasará nada por sentarnos.


Meliorn los condujo a un montón de almohadones sedosos cerca del diván de la reina. Clary se sentó con cuidado, medio esperando que hubiese alguna especie de enorme raíz afilada aguardando para clavarse en su trasero. Parecía ser la clase de broma que la reina encontraría graciosa. Pero no sucedió nada. Los cojines eran muy mullidos; se acomodó con los demás a su alrededor.

Un duendecillo de piel azulada fue hacia ellos transportando una bandeja con cuatro copas de plata en ella. Cada uno tomó una copa del líquido dorado con pétalos de rosa que flotaban en la superficie.

Simon depositó su copa en el suelo junto a él.

—¿No quieres un poco? —preguntó el duendecillo.

—La última bebida de hadas que tomé no me sentó bien —masculló él.

Clary apenas le oyó. La bebida tenía un aroma embriagador, más intenso y delicioso que las rosas. Sacó un pétalo del líquido y lo aplastó entre el índice y el pulgar, liberando más el perfume.

Jace le empujó el brazo.

—No bebas ni una gota —dijo por lo bajo.

—Pero...

—Limítate a no hacerlo.

La muchacha depositó la copa en el suelo, como había hecho Simón. Tenía el índice y el pulgar teñidos de rosa.

—Bien —comenzó la reina—, Meliorn me dice que afirmáis saber quién mató a nuestra pequeña en el parque anoche. Aunque ya os digo que a mí no me parece ningún misterio. ¿Una hada niña sin una gota de sangre? ¿Acaso me traéis el nombre de un vampiro en concreto? Pero todos los vampiros son culpables en este caso, al quebrantar la Ley, y deberían ser castigados en consecuencia. No obstante, aunque lo pueda parecer, no somos tan quisquillosos.

—Ah, vamos —dijo Isabelle—. No son los vampiros.

Jace le lanzó una mirada.

—Lo que Isabelle quiere decir es que estamos casi seguros de que el asesino es otra persona. Creemos que podría estar intentando arrojar sospechas sobre los vampiros para protegerse.

—¿Tenéis pruebas de eso?

El tono de Jace era tranquilo, pero el hombro que rozó el de Clary estaba tirante por la tensión.

—Anoche asesinaron también a los Hermanos Silenciosos, y a ninguno de ellos le quitaron la sangre —continuó Jace.

—¿Y esto tiene que ver con nuestra pequeña? ¿Cómo? Nefilim muertos son una tragedia para los nefilim, pero no significan nada para mí.

Clary sintió un fuerte aguijonazo en la mano izquierda. Al bajar la mirada, vio a un diminuto gnomo huyendo veloz entre los almohadones. Una roja gota de sangre le había aparecido en el dedo. Se lo llevó a la boca con una mueca de dolor. Los gnomos eran monos, pero mordían de un modo desagradable.

—También robaron la Espada—Alma —siguió Jace—. ¿Conocéis la existencia de Maellartach?

—La espada que obliga a los cazadores de sombras a decir la verdad —dijo la reina con sombrío regocijo—. Nosotros, los seres fantásticos, no tenemos necesidad de un objeto así.

—Se la llevó Valentine Morgenstern —explicó Jace—. Mató a los Hermanos Silenciosos para obtenerla, y creemos que también mató al hada. Necesitaba la sangre de una hada niño para llevar a cabo una transformación en la Espada. Para convertirla en una herramienta que pueda usar.

—Y no se detendrá —añadió Isabelle—. Necesita más sangre además de ésa.

Las elevadas cejas de la reina se enarcaron aún más.

—¿Más sangre del Pueblo Mágico?

—No —contestó Jace, lanzando una mirada a Isabelle que Clary no consiguió interpretar por completo—. Más sangre de subterráneos. Necesita la sangre de un hombre lobo y de un vampiro...

Los ojos de la reina brillaron reflejando la luz.

—Eso no parece precisamente algo que sea de nuestra incumbencia.

—Mató a uno de los vuestros —dijo Isabelle—. ¿No queréis venganza?

La mirada de la reina la acarició como el ala de una mariposa nocturna.

—No inmediatamente —respondió—. Somos gente paciente, ya que disponemos de todo el tiempo del mundo. Valentine Morgenstern es un viejo enemigo nuestro..., pero tenemos enemigos más antiguos aún. Nos contentamos con aguardar y observar.

—Está invocando demonios —explicó Jace—. Creando un ejército...

—Demonios —repuso la reina en tono ligero, mientras sus cortesanos parloteaban a su espalda—. Los demonios son cosa vuestra, ¿no es cierto, cazador de sombras? ¿No es por eso que poseéis autoridad sobre todos nosotros, porque vosotros sois los que matáis a los demonios?

—No estoy aquí para daros órdenes en nombre de la Clave. Vinimos cuando nos lo pedisteis, creyendo que si sabíais la verdad, nos ayudaríais.

—¿Eso fue lo que pensasteis? —La reina se inclinó hacia adelante en su asiento, la larga melena ondulante y llena de vida—. Recuerda, cazador de sombras, algunos de nosotros nos sentimos irritados bajo el gobierno de la Clave. Tal vez estemos cansados de librar vuestras guerras por vosotros.

—Pero no es sólo nuestra guerra —replicó Jace—. Valentine odia a los subterráneos más de lo que odia a los demonios. Si nos derrota, luego irá a por vosotros.

Los ojos de la reina le taladraron.

—Y cuando lo haga —siguió Jace—, recordad que fue un cazador de sombras quien os advirtió de lo que se avecinaba.

Se hizo el silencio. Incluso la corte había enmudecido, observando a su señora. Por fin, la reina se recostó en sus almohadones y tomó un trago de un cáliz de plata.

—Advertirme sobre tu propio progenitor —dijo—. Había pensado que vosotros, los mortales, erais capaces de sentir afecto filial, al menos, y sin embargo no pareces sentir lealtad hacia Valentine, tu padre.

Jace no dijo nada. Parecía, para variar, haberse quedado sin palabras.

—O quizá esta hostilidad tuya sea fingida —siguió diciendo la reina con dulzura—. El amor convierte en mentirosos a los de tu especie.

—Pero nosotros no amamos a nuestro padre —intervino Clary, mientras Jace permanecía aterradoramente silencioso—. Le odiamos.

—¿De verdad? —La reina parecía casi aburrida.

—Ya sabéis cómo son los vínculos familiares, mi señora —replicó Jace, recobrando la voz—. Se aferran con la fuerza de enredaderas. Y en ocasiones, igual que enredaderas, se aferran con la fuerza suficiente para matar.

Las pestañas de la reina aletearon.

—¿Traicionarías a tu propio padre por la Clave?

—Lo haría, señora.

Ella rió, un sonido claro y gélido como carámbanos.

—¿Quién iba a pensar —ironizó— que los pequeños experimentos de Valentine se volverían contra él?

Clary miró a Jace, pero notó por la expresión de su rostro que éste no tenía ni idea de a qué se refería la reina.

Fue Isabelle quien habló.

—¿Experimentos?

La reina ni siquiera la miró. Su mirada, de un azul luminoso, estaba fija en Jace.

—Los seres mágicos son un pueblo de secretos —explicó—. Los nuestros, y los de otros. Pregunta a tu padre, la próxima vez que le veas, qué sangre corre por tus venas, Jonathan.

—No pensaba preguntarle nada la próxima vez que lo viera —respondió él—. Pero si así lo deseáis, mi señora, se hará.

Los labios de la reina se curvaron en una sonrisa.

—Creo que eres un mentiroso. Pero de lo más encantador. Lo bastante encantador para que te jure esto: Haz esa pregunta a tu padre y te prometo aquella ayuda que esté en mi poder, si pretendes ir contra Valentine.

—Vuestra generosidad es tan extraordinaria como vuestra hermosura, señora —repuso él con una sonrisa.

Clary emitió un ruidito ahogado, pero la reina pareció complacida.

—Y creo que hemos terminado por ahora —añadió Jace, alzándose de los almohadones.

Su bebida seguía en el suelo, donde la había depositado al principio, junto a la de Isabelle. Todos se levantaron detrás de él. Isabelle se puso a conversar con Meliorn en una esquina, junto a la puerta de enredaderas. El ser mágico parecía ligeramente acorralado.

—Un momento. —La reina se puso en pie—. Uno de vosotros debe quedarse.

Jace se detuvo a medio camino de la puerta, y se volvió hacia la reina.

—¿Qué queréis decir?

Ella alargó una mano para indicar a Clary.

—Una vez que nuestra comida o bebida cruza labios mortales, el mortal es nuestro. Sabes eso, cazador de sombras.

Clary estaba atónita.

—¡Pero yo no he bebido nada! —Se volvió hacia Jace—. Está mintiendo.

—Las hadas no mienten —afirmó; confusión y una naciente ansiedad se daban caza en su rostro mientras volvía a mirar a la reina—. Me temo que os equivocáis, señora.

—Mira sus dedos y dime si no se los ha lamido.

Simon e Isabelle la miraban boquiabiertos. Clary se miró la mano.

—La sangre —explicó—. Uno de los gnomos me mordió el dedo... sangraba...

Recordó el sabor dulce de la sangre, mezclado con el zumo que tenía en el dedo. Aterrada, fue hacia la puerta de enredaderas, y se detuvo cuando lo que parecieron manos invisibles la empujaron de vuelta al interior de la habitación. Se volvió hacia Jace, horrorizada.

—Es cierto.

Jace tenía el rostro enrojecido.

—Supongo que debería haberme esperado un truco así —dijo Jace a la reina, sin rastro del anterior coqueteo—. ¿Por qué lo hacéis? ¿Qué queréis de nosotros?

La voz de la reina era suave como pelusa de araña.

—Quizá sólo sea curiosidad —respondió—. No sucede a menudo que tenga a cazadores de sombras jóvenes dentro de mi esfera de acción. Como nosotros, vosotros remontáis vuestra ascendencia a los cielos; eso me intriga.

—Pero a diferencia vuestra —replicó Jace—, no hay nada del infierno en nosotros.

—Sois mortales; envejecéis; morís —se burló la reina—. Si eso no es el infierno, te ruego me digas qué es.

—Si lo que queréis es estudiar a un cazador de sombras, no os seré de mucha utilidad —terció Clary; la mano le dolía allí donde el gnomo la había mordido, y reprimió el impulso de chillar o echarse a llorar—. No sé nada sobre cazar sombras. Apenas he empezado mi preparación. Habéis escogido a la persona equivocada.

«Sin lugar a dudas», añadió en silencio.

Por primera vez, la reina la miró directamente, y Clary sintió deseos de retroceder.

—Lo cierto es, Clarissa Morgenstern, que eres precisamente la persona correcta. —Sus ojos centellearon al advertir la inquietud de la muchacha—. Gracias a los cambios que tu padre realizó en ti, no te pareces a ningún otro cazador de sombras. Tus dones son distintos.

—¿Mis dones? —Clary estaba perpleja.

—El tuyo es el don de palabras que no pueden pronunciarse —le dijo la reina—, y el de tu hermano es el don del propio Ángel. Vuestro padre se aseguró de ello cuando tu hermano era un niño y antes de que tú nacieras siquiera.

—Mi padre jamás me dio nada —declaró Clary—. Ni siquiera me dio un nombre.

Jace parecía tan perplejo como Clary.

—Si bien los seres mágicos no mienten —dijo el chico—, se les puede mentir. Creo que habéis sido víctima de un truco o una broma, mi señora. No hay nada especial en mí o en mi hermana.

—Con qué destreza quitas importancia a tus encantos —replicó la reina con una carcajada—. Aunque debes de saber que no perteneces a la clase corriente de muchacho humano, Jonathan...

Pasó la mirada de Clary a Jace y a Isabelle —que cerró la boca que había tenido abierta de par en par—, y volvió a mirar a Jace.

—¿Es posible que no lo sepas? —murmuró.

—Sé que no dejaré a mi hermana en vuestra corte —contestó Jace—, y puesto que no hay nada que averiguar ni de ella ni de mí, ¿quizá nos haríais el favor de liberarla? —prosiguió con voz cortés y fría como el agua, aunque sus ojos dijeron:

«¿Ahora que ya os habéis divertido».

La sonrisa de la reina fue amplia y terrible.

—¿Y si os dijera que puede ser liberada mediante un beso?

—¿Queréis que Jace os bese? —inquirió Clary, perpleja.

La reina soltó una carcajada, e inmediatamente, los cortesanos copiaron su alborozo. Las carcajadas fueron una singular e inhumana mezcla de risotadas, chillidos y cloqueos, como los agudos alaridos de animales que sufren.

—A pesar de los encantos del joven —repuso la reina—, ese beso no liberaría a la muchacha.

Los cuatro se miraron entre sí, sobresaltados.

—Podría besar a Meliorn —sugirió Isabelle.

—No. A nadie de mi corte.

Meliorn se apartó de Isabelle, que miró a sus compañeros y alzó las manos.

—No pienso besar a ninguno de los tres —declaró Lazy con firmeza—. Que quede claro.

—Ni falta que hace —dijo Simón—. Si un beso es todo...

Fue hacia Clary, que estaba paralizada por la sorpresa. Cuando la tomó por los codos, ésta tuvo que contener el impulso de apartarle de un empujón. No es que no hubiese besado a Simon antes, pero ésa hubiera sido una situación muy peculiar, incluso si ella se sintiera cómoda besándole, que no era el caso. Y sin embargo era la respuesta lógica, ¿no? Sin ser capaz de evitarlo, dirigió una veloz mirada por encima del hombro a Jace y le vio poner mala cara.

—No —dijo la reina, en una voz que era como el tintineo del cristal—. Tampoco es el beso que quiero.

Isabelle puso los ojos en blanco.

—Ah, por el Ángel. Mirad, si no hay otro modo de salir de aquí, besaré a Simón. Lo he hecho antes, no es tan malo.

—Gracias —dijo éste—. Resulta de lo más halagador.

—Es una lástima —respondió la reina de la corte seelie, y su expresión estaba cargada de una especie de cruel placer, que hizo que Clary se preguntase si lo que deseaba no era tanto un beso como contemplarles a todos presas del desasosiego—, pero me temo que ese tampoco servirá.

—Bueno, pues yo no voy a besar al mundano —indicó Jace—. Preferiría quedarme aquí abajo y pudrirme.

—¿Para siempre? —dijo Simón—. Para siempre es una barbaridad de tiempo.

Jace enarcó las cejas.

—Lo sabía —repuso—. Quieres besarme, ¿verdad?

Simon alzó las manos con exasperación.

—Claro que no. Pero si...

—Imagino que es cierto lo que dicen —observó Jace—. No hay heterosexuales en las trincheras.

—Es ateos, imbécil —exclamó Simón, enfurecido—. No hay ateos en las trincheras.

—Aunque todo esto es muy gracioso —intervino la reina con frialdad, inclinándose hacia adelante—, el beso que liberará a la muchacha es el beso que más desea. —El placer cruel presente en su rostro y su voz se había intensificado, y las palabras parecieron clavarse en los oídos de Clary como agujas—. Únicamente ése y nada más.

Simon tenía la misma expresión que si la mujer le hubiese pegado. Clary quiso tenderle la mano, pero se quedó paralizada, demasiado horrorizada para moverse.

—¿Por qué hacéis esto? —exigió Jace.

—Yo más bien creía que te hacía un favor.

Jace enrojeció, pero no dijo nada. Evitó mirar a Clary.

—Eso es ridículo —indicó Simón—. Son hermanos.

La reina se encogió de hombros con una delicada elevación.

—El deseo no siempre se ve reducido por la repugnancia. Ni tampoco se puede conferir, como un favor, a aquellos que más lo merecen. Y puesto que mis palabras obligan a mi magia, de ese modo podréis saber la verdad. Si ella no desea su beso, no será libre.

Simon dijo algo, enfadado, pero Clary no le oyó: los oídos le zumbaban como si tuviera un enjambre de abejas enfurecidas dentro de la cabeza. Simon la miró, con expresión furiosa.

—No tienes que hacerlo, Clary, es un truco... —dijo.

—Un truco no —aseguró Jace—. Una prueba.

—Bueno, yo no sé tú, Simon —intervino Isabelle en un tono impaciente—, pero a mí me gustaría sacar a Clary de aquí.

—Como si tú fueras a besar a Alec —replicó él—, sólo porque la reina de la corte seelie te lo pidiera.

—Claro que lo haría. —Isabelle parecía molesta—. Si la otra opción fuese quedarme atrapada en la corte seelie para siempre. ¿A quién le importa, de todos modos? Es sólo un beso.

—Es cierto. —Era Jace. Clary le vio, por el rabillo del ojo, mientras iba hacia ella y le ponía una mano sobre el hombro para hacerla volverse de cara a él—. No es más que un beso —repitió el muchacho, y aunque el tono era áspero, las manos eran inexplicablemente delicadas.

Clary dejó que la moviera y alzó la mirada hacia él. Los ojos de Jace estaban muy oscuros, tal vez porque había poca luz en la corte, tal vez por otro motivo. Clary vio su reflejo en ambas pupilas dilatadas, una imagen diminuta de sí misma dentro de los ojos de Jace.

—Puedes cerrar los ojos y pensar en Inglaterra, si quieres —sugirió él.

—Nunca he estado en Inglaterra —repuso ella, pero bajó los párpados.

Sintió la húmeda pesadez de las propias ropas, frías y picantes contra la piel; el empalagoso aire dulce de la cueva, más frío aún, y el peso de las manos de Jace sobre los hombros, lo único que resultaba cálido. Y entonces él la besó.

Clary notó la caricia de sus labios, leve al principio, y luego los suyos se abrieron automáticamente bajo la presión. Casi contra su voluntad sintió que se tornaba dúctil, estirándose hacia arriba para rodearle el cuello con los brazos tal y como un girasol busca la luz. Los brazos de Jace se deslizaron a su alrededor, las manos anudándose en sus cabellos, y el beso dejó de ser delicado y se convirtió en fiero, todo en un único momento como la chispa convirtiéndose en llama. Clary oyó un sonido parecido a un suspiro extendiéndose raudo por la corte como una ola, en torno a ella. Pero no significó nada, se perdió en el violento discurrir de la sangre por sus venas, en la mareante sensación de ingravidez del cuerpo.

Las manos de Jace se apartaron de sus cabellos y le resbalaron por la espalda; sintió la fuerte presión de las palmas del muchacho contra los omoplatos. ..ya continuación él se apartó, soltándose con suavidad, retirando las manos de la joven de su cuello y retrocediendo. Por un momento, Clary pensó que iba a caer; sintió como si le hubiesen arrancado algo esencial, un brazo o una pierna, y se quedó mirando a Jace con confuso asombro; ¿qué sentía él?, ¿no sentía nada? No creía que pudiera soportar que él no sintiera nada.

Él le devolvió la mirada, y cuando la muchacha vio la expresión de su rostro, reconoció los ojos que había visto en Renwick, cuando él había contemplado cómo el Portal que le separaba de su hogar se rompía en mil pedazos. Él le sostuvo la mirada por una fracción de segundo, luego apartó los ojos de ella mientras los músculos de su garganta se movían. Tenía los puños pegados a los costados.

—¿Ha sido eso lo bastante bueno? —inquirió, volviendo la cabeza para mirar a la reina y a los cortesanos situados tras ella—. ¿Os ha divertido?

La reina tenía una mano sobre la boca, medio ocultando una sonrisa.

—Mucho —respondió—. Pero no creo que tanto como a vosotros dos.

—Adivino —replicó Jace— que las emociones mortales os divierten porque carecéis de propias.

La sonrisa desapareció del rostro de la mujer.

—Cálmate, Jace —dijo Isabelle, y se volvió hacia Clary—. ¿Puedes marchar ahora? ¿Eres libre?

Clary fue hacia la puerta y no le sorprendió no hallar ninguna resistencia que le cerrara el paso. Se quedó de pie con la mano entre las enredaderas y volvió la cabeza hacia Simón. Éste la miraba fijamente como si no la hubiese visto nunca antes.

—Deberíamos irnos —dijo Clary—. Antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —repuso él.

Meliorn los condujo fuera de la corte seelie y los llevó de vuelta al parque, todo ello sin decir una sola palabra. Clary pensó que la espalda del hada parecía rígida y desaprobadora. El hada les abandonó en cuanto hubieron dejado el estanque, sin siquiera despedirse de Isabelle, y desapareció en el interior del reflejo tembloroso de la luna.

Isabelle le contempló marcharse con un rictus.

—Todo ha terminado —soltó.

Jace emitió un sonido parecido a una carcajada ahogada y se levantó el cuello mojado de la chaqueta. Todos tiritaban. La noche fría olía como a tierra, plantas y urbe humana; a Clary casi le pareció que podía olfatear el hierro en el aire. El anillo urbano que rodeaba el parque chisporroteaba lleno de luces intensas: azul hielo, verde relajante, rojo violento, y el estanque lamía en silencio las orillas sucias. El reflejo de la luna se había trasladado al extremo opuesto y temblaba allí como si les tuviera miedo.

—Será mejor que regresemos. —Isabelle se arrebujó más en su abrigo, todavía mojado—. Antes de que muramos congelados.

—Tardaremos una eternidad en regresar a Brooklyn —comentó Clary—. Quizá deberíamos tomar un taxi.

—O simplemente podríamos ir al Instituto —sugirió Isabelle que, al ver la expresión de Jace, añadió rápidamente—: No hay nadie allí de todos modos; están todos en Ciudad de Hueso, buscando pistas. Sólo tardaremos un segundo en pasar por allí y coger ropa seca. Además, el Instituto todavía es tu hogar, Jace.

—Perfecto —accedió Jace, ante la evidente sorpresa de la joven—. De todos modos hay algo que necesito de mi habitación.

Clary vaciló.

—Yo no sé qué hacer. Podría tomar un taxi con Simón.

Quizá si pasaban un rato juntos ella podría explicarle lo que había sucedido en la corte seelie, y que no era lo que él pensaba.

Jace, que había estado examinando su reloj por si el agua lo había dañado, la miró, enarcando las cejas.

—Eso podría ser un poco difícil —replicó—, puesto que él ya se ha ido.

—Él ¿qué?

Clary giró en redondo y se quedó atónita. Simon se había ido; los tres estaban solos junto al estanque. Corrió un corto trecho colina arriba y gritó su nombre. A lo lejos, consiguió verle, alejándose con zancadas decididas por el sendero de cemento que conducía a la salida del parque y a la avenida. Volvió a llamarle, pero él no se inmutó.

Y la muerte tendrá dominio

Isabelle había dicho la verdad: el Instituto estaba totalmente desierto. Casi por completo, al menos. Max dormía sobre el sofá rojo del vestíbulo cuando entraron. Tenía las gafas ligeramente torcidas y era evidente que no había tenido la intención de dormirse: había un libro que se le había resbalado abierto en el suelo y los pies, calzados con zapatillas de lona, le colgaban por encima del borde del sofá en una posición probablemente incómoda.

Inmediatamente, Clary se sintió conmovida. Le recordó a Simon a la edad de nueve o diez años, todo gafas, parpadeos torpes y, sobre todo, orejas.

—Max es como un gato. Puede dormir en cualquier parte.

Jace alargó la mano, le retiró las gafas del rostro y las depositó sobre una mesita baja de marquetería situada a poca distancia. Había una expresión en el rostro que Clary no había visto nunca antes; una feroz ternura protectora, que la sorprendió.

—Vamos, deja sus cosas tranquilas... sólo conseguirás embarrarlas —le riñó Isabelle enojada, mientras se desabotonaba el abrigo mojado.

El vestido se le había pegado al largo torso, y el agua oscurecía el grueso cinturón de cuero que le rodeaba la cintura. El brillo del látigo enrollado era visible justo allí donde el mango sobresalía del borde del cinturón. La muchacha tenía una expresión molesta.

—Noto que me voy a resfriar —anunció—. Voy a darme una ducha caliente.

Jace la contempló desaparecer por el pasillo con una especie de reacia admiración.

—En ocasiones me recuerda al poema. «Isabelle, Isabelle, no se inquietó. Isabelle no chilló ni correteó...»

—¿Nunca tienes ganas de chillar? —le preguntó Clary.

—A veces. —Jace se quitó la chaqueta mojada y la dejó en el colgador junto al abrigo de Isabelle—. Tiene razón sobre lo de la ducha caliente. Desde luego me iría muy bien.

—Yo no tengo nada para cambiarme —dijo Clary, deseando repentinamente tener unos instantes para sí misma; sus dedos ansiaban marcar el número de Simon en el móvil, averiguar si estaba bien—. Os esperaré aquí.

—No seas idiota. Te prestaré una camiseta.

Los vaqueros del muchacho estaban empapados y le colgaban bajos sobre los huesos de las caderas, mostrando una franja de pálida piel tatuada entre el tejido vaquero y el borde de la camiseta.

Clary desvió la mirada.

—No creo...

—Vamos. —El tono de Jace era firme—. De todos modos hay algo que quiero mostrarte.

Disimuladamente, Clary comprobó la pantalla de su teléfono mientras seguía a Jace por el pasillo hasta su habitación. Simon no había intentado llamar. Le pareció como si cristalizara hielo dentro de su pecho. Hasta hacía dos semanas, Simon y ella llevaban años sin pelearse. Ahora, él parecía estar furioso con ella todo el tiempo.

La habitación de Jace estaba exactamente como Clary la recordaba: limpia como una patena y vacía como la celda de un monje. No había nada en la habitación que contara nada sobre Jace: no había pósters en las paredes, no había libros amontonados en la mesilla de noche. Incluso el edredón sobre la cama era totalmente blanco.

El muchacho fue a la cómoda y sacó una camiseta azul de manga larga de un cajón. Se la tiró a Clary.

—Ésa se encogió al lavarla —explicó—. Probablemente te vendrá grande de todos modos, pero... —Se encogió de hombros—. Voy a darme una ducha. Chilla si necesitas algo.

Ella asintió, sosteniendo la camiseta sobre el pecho como si fuera un escudo. Él pareció estar a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor; con otro encogimiento de hombros, desapareció en el cuarto de baño, cerrando la puerta con firmeza tras él.

Clary se dejó caer sobre la mesa, con la camiseta sobre el regazo, y sacó el teléfono del bolsillo. Marcó el número de Simón. Tras cuatro timbrazos, saltó el buzón de voz. «Hola, estás hablando con Simón. O bien estoy lejos del teléfono o te estoy evitando. Déjame un mensaje y...»

—¿Qué haces?

Jace estaba en la puerta del cuarto de baño. El agua corría sonoramente detrás de él en la ducha y el cuarto estaba medio lleno de vapor. El muchacho no llevaba camiseta e iba descalzo; los vaqueros mojados descansaban bajos sobre las caderas, mostrando las profundas hendiduras sobre los huesos, como si alguien hubiese presionado los dedos sobre la piel allí.

Clary cerró el teléfono de golpe y lo dejó caer sobre la cama.

—Nada. Mirando la hora.

—Hay un reloj junto a la cama —indicó Jace—. Llamabas al mundano, ¿verdad?

—Se llama Simón. —Clary hizo una bola con la camiseta de Jace—. Y no tienes por qué portarte como un cabrón con él todo el tiempo. Os ha echado una mano más de un vez.

Los ojos de Jace estaban entornados, pensativos. El cuarto de baño se llenaba rápidamente de vapor, haciendo que se le rizaran más los cabellos.

—Y ahora te sientes culpable porque ha salido huyendo —afirmó Jace—. Yo no me molestaría en llamarle. Estoy seguro de que te está evitando.

Clary no intentó disimular la cólera de su voz.

—¿Y tú lo sabes porque como sois tan íntimos...?

—Lo sé porque vi la expresión de su rostro antes de que se largara —respondió Jace—. Tú no. No le estabas mirando. Pero yo sí.

Clary se apartó los cabellos, todavía empapados, de los ojos. La ropa le escocía allí donde se le pegaba a la piel, y sospechaba que olía igual que el fondo de un estanque. Pero no podía dejar de ver el rostro de Simon cuando la había mirado en la corte seelie... como si la odiase.

—Es culpa tuya —exclamó de improviso, mientras la ira se le acumulaba en el corazón—. No deberías haberme besado de ese modo.

Él había estado apoyado contra el marco de la puerta, pero rápidamente se irguió muy tieso.

—¿Cómo debería haberte besado? ¿Te gusta de otra manera?

—No. —Las manos le temblaban sobre el regazo. Las tenía frías y blancas, arrugadas por el agua. Entrelazó los dedos para detener el temblor—. Simplemente no quiero que me beses.

—A mí no me pareció que tuviésemos mucho donde elegir.

—¡Eso es lo que no comprendo! —estalló Clary—. ¿Por qué te hizo besarme? La reina, quiero decir. ¿Por qué obligarnos a hacer... eso? ¿Qué placer puede haber sacado?

—Ya oíste lo que dijo la reina. Pensó que me estaba haciendo un favor.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Los seres mágicos no mienten.

Clary pensó en lo que Jace había dicho en casa de Magnus. «Descubrirán qué es lo que más deseas en el mundo y te lo darán... con una sorpresa inesperada oculta que hará que lamentes haberlo deseado.»

—Pues entonces se equivocaba.

—No se equivocaba. —El tono de Jace era amargo—. Vio cómo yo te miraba, y tú a mí, y Simon a ti, y nos pulsó como los instrumentos que somos para ella.

—Yo no te miro —susurró Clary.

—¿Qué?

—He dicho que yo no te miro. —Separó las manos, que había tenido entrelazadas sobre el regazo; había marcas rojas donde los dedos se habían sujetado unos a otros—. Al menos intento no hacerlo.

Los ojos del muchacho estaban entrecerrados, con apenas un destello dorado dejándose ver a través de las pestañas, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo le había recordado a un león, dorado y mortífero.

—¿Por qué?

—¿Por qué crees? —Las palabras fueron apenas un susurro.

—Entonces, ¿por qué? —La voz del muchacho temblaba—. ¿Por qué todo esto con Simón, por qué sigues apartándome, no me dejas estar cerca de ti...?

—Porque es imposible —contestó ella, y la última palabra surgió como una especie de gemido, a pesar de sus esfuerzos por mantener el control—. ¡Lo sabes tan bien como yo!

—Porque eres mi hermana —repuso Jace.

Ella asintió sin hablar.

—Posiblemente —siguió Jace—. ¿Y por eso has decidido que tu viejo amigo Simon resulta una buena distracción?

—No es eso —respondió ella—. Quiero a Simón.

—Como quieres a Luke —replicó Jace—. Y de la misma forma que quieres a tu madre.

—No. —La voz de la muchacha era tan fría y afilada como un carámbano—. No me digas lo que siento.

Un pequeño músculo dio un tirón en la comisura de la boca de Jace.

—No te creo.

Clary se puso en pie. No podía mirarle a los ojos, así que fijó la mirada en la delgada cicatriz en forma de estrella del hombro derecho del muchacho, un recuerdo de alguna vieja herida. «Esta vida de cicatrices y matanzas —había dicho Hodge en una ocasión—. No formas parte de ella.»

—Jace —dijo—. ¿Por qué me haces esto?

—Porque me estás mintiendo. Y porque te estás mintiendo a ti misma.

Los ojos de Jace llameaban, y a pesar de que él tenía las manos metidas en los bolsillos, Clary pudo ver que apretaba los puños con fuerza.

Algo dentro de Clary se rompió, y las palabras salieron en tropel.

—¿Y qué quieres que te diga? ¿La verdad? ¡La verdad es que quiero a Simon como debería quererte a ti, y desearía que él fuese mi hermano y tú no lo fueses, pero no puedo hacer nada al respecto y tampoco puedes tú! ¿O es que tienes alguna idea, puesto que eres tan condenadamente listo?

Jace inspiró con fuerza, y Clary comprendió que él jamás había esperado que ella le dijera lo que acababa de decir, ni en un millón de años. La expresión del rostro de Jace lo dejaba bien claro.

Clary hizo un esfuerzo por recuperar la serenidad.

—Jace, lo siento, no era mi intención...

—No. No lo sientes. No lo sientas.

Avanzó hacia ella, casi tropezándose con sus propios pies; Jace, que jamás daba un traspié con nada, que jamás efectuaba un movimiento desgarbado. Las manos del joven se alzaron para sostenerle el rostro. Clary sintió la calidez de las yemas de los dedos, a milímetros de su piel; supo que debería apartarse, pero se quedó paralizada, con la mirada clavada en él.

—No lo comprendes —farfulló Jace, y la voz le tembló—, nunca he sentido algo así por nadie. No creía que pudiera. Pensaba... por el modo en que crecí... mi padre...

—Amar es destruir —repuso ella como aturdida—. Lo recuerdo bien.

—Pensaba que parte de mi corazón estaba roto —continuó él, y había una expresión en su rostro como si le sorprendiera oírse decir tales palabras, decir «mi corazón»—. Para siempre. Pero tú...

—Jace. No. —Alzó las manos y cubrió la mano del joven con la suya, doblando sus dedos dentro de los suyos—. No conduce a nada.

—Eso no es cierto. —Había desesperación en su voz—. Si los dos sentimos lo mismo...

—No importa lo que sintamos. No hay nada que podamos hacer. —Oyó su voz como si hablara una desconocida: distante, abatida—. ¿Adónde iríamos para estar juntos? ¿Cómo podríamos vivir?

—Podríamos mantenerlo en secreto.

—La gente lo descubriría. Y yo no quiero mentir a mi familia, ¿lo quieres tú?

La respuesta de Jace fue amarga.

—¿Qué familia? Los Lightwood me odian de todos modos.

—No, no es cierto. Y yo jamás podría decírselo a Luke. Y mi madre, y si despierta, ¿qué le diríamos? Esto, lo que queremos, resultaría inaceptable para todos aquellos que nos importan...

—¿Inaceptable? —Jace dejó caer las manos del rostro de Clary como si ella le hubiese apartado de un empujón; parecía anonadado—. Lo que sentimos... lo que yo siento... ¿te resulta inadmisible?

Ella contuvo la respiración ante la mirada en su rostro.

—A lo mejor —dijo en un susurro—. No lo sé.

—Entonces deberías haber dicho eso desde un principio.

—Jace...

Pero se había alejado de ella, con la expresión cerrada con llave igual que una puerta. Resultaba difícil creer que la hubiese mirado nunca de otro modo.

—Entonces, lamento haber dicho nada. —La voz era distante, formal—. No volveré a besarte. Puedes contar con eso.

El corazón de Clary dio una lenta voltereta inútil mientras él se apartaba de ella, sacaba una toalla de lo alto de la cómoda y volvía al cuarto de baño.

—Pero... Jace, ¿qué haces?

—Acabar de ducharme. Y si has hecho que me quede sin agua caliente, me enfadaré mucho.

Entró en el baño y cerró la puerta de una patada a su espalda.

Clary se desplomó en la cama y clavó la mirada en el techo. Estaba tan vacío como lo había estado la expresión de Jace antes de darle la espalda. Se volvió y advirtió que estaba encima de la camiseta azul. Incluso olía como él, a jabón y a humo, y al aroma cúprico de la sangre. Enroscándosela alrededor de ella como una vez cuando era muy pequeña había hecho con su manta favorita, cerró los ojos.


En el sueño, contemplaba agua reluciente, extendida bajo ella como un espejo interminable que reflejaba el cielo nocturno. Y como un espejo, era sólida y dura, y ella podía andar por encima. Anduvo, oliendo el aire nocturno, las hojas húmedas y el olor de la ciudad, que centelleaba a lo lejos como un castillo de hadas cubierto de luces; y por donde andaba, grietas en forma de telaraña se abrían a partir de sus pasos y astillas de cristal chapoteaban igual que agua.

El cielo empezó a brillar. Estaba iluminado por puntos llameantes, como cabezas de cerillas encendidas. Entonces cayeron, como una lluvia de carbones ardientes procedentes del cielo, y ella se encogió asustada, alzando los brazos. Uno cayó justo frente a ella, una hoguera precipitándose a toda velocidad, pero cuando golpeó el suelo se convirtió en un muchacho: era Jace, todo él oro llameante con sus ojos dorados y cabellos dorados; unas alas de oro blanco le brotaron de la espalda, más anchas y más densamente cubiertas de plumas que las de cualquier ave.

Él sonrió como un gato y señaló detrás de ella, y Clary volvió la cabeza y vio que un muchacho de cabellos oscuros —¿era Simón?—

estaba de pie allí, y también de su espalda se extendían unas alas con plumas negras como la medianoche, y cada pluma tenía sangre en la punta.

Clary despertó respirando entrecortadamente, con las manos cerradas sobre la camiseta de Jace. La habitación estaba oscura, la única luz que se percibía penetraba desde la estrecha ventana situada junto a la cama. Se incorporó. Sentía la cabeza espesa y le dolía la nuca. Escudriñó la habitación lentamente y dio un brinco cuando un puntito de luz resplandeciente, como los ojos de un gato en la oscuridad, brilló ante ella.

Jace estaba sentado en un sillón junto a la cama. Llevaba vaqueros y un suéter gris, y su cabello parecía casi seco. Sostenía algo en la mano que brillaba como metal. ¿Una arma? Clary no podía imaginar contra qué podría estarse protegiendo allí en el Instituto.

—¿Has dormido bien?

Ella asintió. Sentía la boca pastosa.

—¿Por qué no me has despertado?

—Pensé que te iría bien el descanso. Además, dormías como un tronco. Incluso babeabas —añadió—. Sobre mi camiseta.

Clary se llevó rápidamente la mano a la boca.

—Lo siento.

—No se ve a menudo a alguien babeando —comentó Jace—. Especialmente con un abandono tan total. Con la boca bien abierta y todo eso.

—Vamos, cállate. —Palpó a su alrededor por entre las mantas hasta localizar su teléfono y volvió a mirarlo, aunque sabía lo que diría. «No hay llamadas»—. Son las tres de la madrugada —advirtió con desaliento—. ¿Crees que Simon está bien?

—Creo que es un tipo raro, en realidad —dijo Jace—. Aunque eso poco tiene que ver con la hora.

Clary se metió el teléfono en el bolsillo de los vaqueros.

—Voy a cambiarme.

El cuarto de baño blanco de Jace no era mayor que el de Isabelle,

aunque estaba considerablemente más ordenado. No había una gran variación entre las habitaciones del Instituto, se dijo Clary, mientras cerraba la puerta, pero al menos existía intimidad. Se despojó de la camiseta húmeda y la colgó en el toallero, luego se echó agua a la cara y se pasó un peine por los cabellos desordenadamente ensortijados.

La camiseta de Jace era demasiado grande para ella, pero el tejido resultaba suave en contacto con la piel. Se dobló las mangas y volvió al dormitorio, donde encontró a Jace sentado exactamente donde había estado antes, contemplando fijamente el objeto centelleante que tenía en las manos. La muchacha se inclinó sobre el respaldo del sillón.

—¿Qué es eso?

En lugar de responder, él le dio la vuelta para que ella pudiera verlo bien. Era un pedazo irregular de espejo roto, pero en lugar de reflejar su propio rostro, contenía una imagen de hierba verde, cielo azul y negras ramas desnudas de árboles.

—No sabía que lo hubieses guardado —dijo ella—. Un pedazo de Portal.

—Es por lo que quería venir aquí —repuso él—. Para coger esto. —Nostalgia y aversión se le mezclaban en la voz—. No dejo de pensar que tal vez vea a mi padre en un reflejo. Que averiguaré qué trama.

—Pero él no está ahí, ¿verdad? Pensaba que estaba en alguna parte aquí. En la ciudad.

Jace negó con la cabeza.

—Magnus le ha estado buscando y no lo cree.

—¿Magnus le ha estado buscando? No lo sabía. Cómo...

—Si Magnus llegó a ser Gran Brujo es por algo. Su poder se extiende por toda la ciudad y más allá. Puede percibir lo que hay allí fuera, hasta cierto punto.

Clary lanzó un resoplido.

—¿Puede percibir alteraciones en la Fuerza?

Jace la miró con cara de pocos amigos.

—No bromeo. Después de que mataran a aquel brujo en TriBeCa empezó a tomar cartas en el asunto. Cuando fui a alojarme con él me pidió algo de mi padre para facilitarle el rastreo. Le di el anillo de los Morgenstern. Dijo que me avisaría si percibía a Valentine en algún lugar de la ciudad, pero hasta el momento no lo ha hecho.

—Quizá lo que quería era tu anillo —aventuró Clary—. Lo cierto es que lleva una barbaridad de joyas.

—Por mí puede quedárselo. —La mano de Jace se cerró con más fuerza alrededor del trozo de espejo que sujetaba; Clary advirtió con alarma cómo le salía la sangre alrededor de los irregulares bordes desde los puntos donde se le clavaban en la carne—. No tiene ningún valor para mí.

—¡Eh! —exclamó ella, y se inclinó para quitarle el cristal de la mano—. Tranquilo.

Clary metió el pedazo de Portal dentro del bolsillo de la chaqueta de Jace, que estaba colgada en la pared. Los bordes del cristal estaban manchados de sangre, y las palmas de Jace surcadas de líneas rojas.

—Quizá deberíamos devolverte a Magnus —indicó ella con tanta suavidad como pudo—. Alec lleva allí mucho tiempo, y...

—En cierto modo, dudo que le importe —repuso Jace, pero se puso en pie obedientemente y cogió su estela, que estaba apoyada en la pared; mientras dibujaba una runa curativa en el dorso de la ensangrentada mano derecha, siguió—: Hay algo que quería preguntarte.

—¿Y qué es?

—Cuando me sacaste de la celda en la Ciudad Silenciosa, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo abriste la puerta?

—Ah. Sólo usé una runa de apertura corriente, y...

La interrumpió el estridente sonido de un timbre, y se llevó la mano al bolsillo antes de darse cuenta de que el ruido que había oído era mucho más fuerte y agudo que cualquier sonido que su teléfono pudiera emitir. Miró a su alrededor desconcertada.

—Ése es el timbre del Instituto —dijo Jace, agarrando su chaqueta—. Vamos.

Estaban a mitad de camino del vestíbulo cuando Isabelle salió precipitadamente por la puerta de su propio dormitorio, vestida con un albornoz de algodón, un antifaz de dormir de seda rosa en la frente y una expresión un tanto aturdida.

—¡Son las tres de la mañana! —les dijo, en un tono que sugería que aquello era todo culpa de Jace, o posiblemente de Clary—. ¿Quién está llamando al timbre a las tres de la mañana?

—Tal vez sea la Inquisidora —respondió Clary, sintiéndose repentinamente helada.

—Ella podría entrar por sí misma —repuso Jace—. Cualquier cazador de sombras podría. El Instituto está cerrado solamente a mundanos y a subterráneos.

Clary sintió que se le contraía el corazón.

—¡Simón! —dijo—. ¡Tiene que ser él!

—Ah, por el amor de Dios —bostezó Isabelle—, ¿realmente nos está despertando a esta hora infame sólo para probar su amor por ti o algo así? ¿No podría haber telefoneado? Los hombres mundanos son bastante imbéciles.

Habían llegado al vestíbulo, que estaba vacío; Max debía de haberse ido a la cama. Isabelle cruzó majestuosa la estancia y movió la clavija de un interruptor situado en la pared opuesta. Desde algún lugar en el interior de la catedral llegó un lejano golpetazo retumbante.

—Ya está —anunció la muchacha—. El ascensor viene de camino.

—Esperaba que tuviera la dignidad y presencia de ánimo para limitarse a emborracharse y perder el conocimiento en alguna alcantarilla —comentó Jace—. Debo decir que me siento decepcionado por el jovencito.

Clary apenas le oyó. Una creciente sensación de temor hacía que la sangre le corriera lenta y espesa. Recordó su sueño: los ángeles, el hielo, Simon con alas que sangraban. Se estremeció.

Isabelle la miró comprensiva.

—Hace frío aquí dentro —comentó, y cogió lo que parecía un abrigo de terciopelo azul de uno de los percheros—. Toma —dijo—; ponte esto.

Clary se puso el abrigo y se arrebujó bien en él. Era demasiado largo, pero le daba calor. También tenía una capucha, forrada de raso. Clary la echó atrás para poder ver cómo se abrían las puertas del ascensor.

Se abrieron a una caja vacía cuyos lados de espejo reflejaron su propio rostro, pálido y sobresaltado. Sin detenerse a pensar, penetró en el interior.

Isabelle la miró confusa.

—¿Qué haces?

—Simon está ahí abajo —dijo Clary—. Lo sé.

—Pero...

De repente, Jace estaba junto a Clary, manteniendo las puertas abiertas para Isabelle.

—Vamos, Izzy —dijo.

Con un gesto teatral, ella les siguió.

Clary intentó atraer la mirada del muchacho mientras los tres descendían en silencio —Isabelle se recogía en alto el último largo bucle de cabello—, pero Jace se negó a mirarla. Se miraba a sí mismo de refilón en el espejo del ascensor, silbando suavemente por lo bajo como hacía siempre que estaba nervioso. La muchacha recordó el leve temblor de sus manos cuando la había sujetado en la corte seelie. Pensó en la expresión del rostro de Simón... y luego en éste casi corriendo para escapar de ella, desvaneciéndose entre las sombras del borde del parque. Sentía un nudo de temor en el pecho y no sabía el motivo.

Las puertas del ascensor se abrieron a la nave de la catedral, poblada con la luz danzarina de velas. Clary paso por delante de Jace en su prisa por salir del ascensor y prácticamente corrió por el estrecho pasillo que había entre los bancos. Dio un traspié con el borde del abrigo, que arrastraba por el suelo, y lo arremangó impacientemente en la mano antes de lanzarse hacia las amplias puertas dobles que, por dentro, estaban atrancadas con pestillos de bronce del tamaño de los brazos de Clary. Mientras alargaba las manos hacia el pestillo más alto, el timbre volvió a resonar en el templo. Oyó que Isabelle susurraba algo a Jace, y entonces Clary se encontró tirando del pestillo, arrastrándolo hacia atrás, y notó la mano de Jace sobre la suya, ayudándola a abrir las pesadas puertas.

El aire nocturno entró a raudales, haciendo que las velas ardieran con luz mortecina en sus soportes. El aire olía a ciudad: a sal y a gases, a cemento que se enfriaba y a basura, y por debajo de aquellos olores familiares, el olor a cobre, como el olor penetrante de un centavo nuevo.

En un principio, Clary pensó que la escalinata estaba vacía. Luego pestañeó y vio a Raphael allí de pie, con la cabeza de negros rizos alborotada por la brisa nocturna, la camisa blanca abierta a la altura del cuello para mostrar la cicatriz en el hueco del cuello. En los brazos sostenía un cuerpo. Eso fue todo lo que Clary vio mientras le miraba fijamente con perplejidad: un cuerpo. Alguien muerto, brazos y piernas oscilando como cuerdas flácidas, la cabeza echada hacia atrás para mostrar el cuello destrozado. Notó que la mano de Jace se cerraba alrededor de su brazo como unas tenazas, y sólo entonces miró con más atención y vio la familiar americana de pana con la manga rasgada, la camiseta azul manchada y salpicada de sangre, y chilló.

El grito no emitió ningún sonido. Clary sintió que las rodillas se le doblaban y habría caído al suelo si Jace no la hubiese estado sosteniendo.

—No mires —le dijo él al oído—. Por el amor de Dios, no mires.

Pero ella no podía evitar mirar la sangre que apelmazaba los cabellos castaños de Simón, la garganta desgarrada, los cortes profundos a lo largo de las muñecas. Puntos negros salpicaron su visión mientras luchaba por respirar.

Fue Isabelle quien agarró uno de los candelabros vacíos situados junto a la puerta y apuntó con él a Raphael como si se tratara de una enorme lanza de tres puntas.

—¿Qué le has hecho a Simón?

En ese instante, su voz clara y autoritaria sonó exactamente igual a su madre.

—Aún no ha muerto —dijo Raphael, en una voz monótona e impasible, y depositó a Simon en el suelo casi a los pies de Clary, con sorprendente delicadeza.

La muchacha había olvidado lo fuerte que debía de ser, pues poseía la fuerza inhumana de un vampiro, a pesar de su delgadez.

A la luz de las velas, que se derramaba a través de la entrada, Clary pudo ver que la camiseta de Simon tenía la parte delantera empapada de sangre.

—Has dicho que... —empezó.

—No está muerto —repitió Jace, sujetándola con más fuerza—. No está muerto.

Ella se desasió de él con un violento tirón y se arrodilló sobre el cemento. No sintió ninguna repugnancia al tocar la piel ensangrentada de Simon mientras deslizaba las manos bajo su cabeza, alzándolo sobre su regazo. Sintió únicamente el aterrado horror infantil que recordaba de cuando tenía cinco años y había roto la inapreciable lámpara Liberty de su madre. «Nada —dijo una voz en lo más recóndito de su mente— volverá a colocar esos pedazos en su sitio.»

—Simon —musitó, tocándole el rostro; las gafas habían desaparecido—. Simón, soy yo.

—No puede oírte —dijo Raphael—. Se está muriendo.

La cabeza de Clary se alzó de golpe.

—Pero has dicho...

—He dicho que no está muerto aún —respondió él—. Pero en unos pocos minutos, diez quizá, su corazón empezará a ir más despacio y se detendrá. Ya ha alcanzado un punto en el que ni ve ni oye nada.

Involuntariamente, los brazos de la muchacha se cerraron con más fuerza alrededor de Simón.

—Tenemos que llevarle a un hospital... o llamar a Magnus.

—No pueden hacer nada por él —dijo Raphael—. No lo entendéis.

—No —intervino Jace, la voz suave como seda guarnecida de puntas afiladas como agujas—. No te entendemos. Y tal vez deberías explicarte. Porque de lo contrario voy a pensar que eres un delincuente chupasangre, y te arrancaré el corazón. Como debería haber hecho la última vez que nos encontramos.

Raphael le sonrió sin humor.

—Juraste no hacerme daño, cazador de sombras. ¿Lo has olvidado?

—Yo no lo hice —replicó Isabelle, blandiendo el candelabro.

Raphael hizo caso omiso de ella. Seguía mirando a Jace.

—Recordé esa noche en que entrasteis en el Dumort buscando a vuestro amigo. Es por eso que lo traje aquí... —indicó a Simon con un ademán— cuando le encontré en el hotel, en lugar de dejar que los otros se le bebieran toda la sangre hasta matarlo. Verás, se metió dentro, sin permiso, y por lo tanto era una presa legítima para nosotros. Pero le mantuve con vida porque sabía que era de los vuestros. No deseo una guerra con los nefilim.

—¿Entró por la fuerza? —inquirió Clary con incredulidad—. Simon jamás habría hecho algo tan estúpido e insensato.

—Pero lo hizo —afirmó Raphael, con un levísimo asomo de sonrisa—, porque temía estar convirtiéndose en uno de nosotros, y quería saber si el proceso se podía invertir. Recordaréis que cuando tuvo la forma de una rata, y vosotros vinisteis a buscarle, me mordió.

—Fue una gran muestra de iniciativa por su parte —repuso Jace—. Lo aprobé.

—Es posible —continuó Raphael—. En cualquier caso, entró un poco de mi sangre en su boca cuando lo hizo. Ya sabes que es el modo en que nos pasamos nuestros poderes unos a otros. A través de la sangre.

A través de la sangre. Clary recordó a Simon apartándose violentamente de la película de vampiros que daban por televisión, haciendo una mueca ante la luz del sol en McCarren Park.

—Pensaba que se estaba convirtiendo en uno de vosotros —repitió Jace—. Fue al hotel para averiguar si era verdad.

—Sí —confirmó Raphael—. La lástima es que los efectos de mi sangre probablemente se habrían desvanecido con el tiempo si él no hubiese hecho nada. Pero ahora... —Indicó el cuerpo inerte de Simon con un ademán lleno de expresividad.

—¿Ahora qué? —preguntó Isabelle, con un duro deje en la voz—. ¿Ahora morirá?

—Y volverá a alzarse. Ahora será un vampiro.

El candelabro se inclinó al frente mientras los ojos de Isabelle se abrían de par en par por la impresión.

—¿Qué?

Jace atrapó la improvisada arma antes de que golpeara el suelo. Cuando se volvió hacia Raphael, sus ojos eran sombríos.

—Mientes.

—Aguarda y lo verás —respondió éste—. Morirá y volverá a alzarse como uno de los Hijos de la Noche. Eso es también por lo que he venido. Simon es uno de los míos ahora.

No había nada en la voz del vampiro, ni pesar ni satisfacción, pero Clary no pudo evitar preguntarse qué oculto regocijo podría sentir Raphael al haber tenido la suerte, de un modo tan oportuno, de tropezar con una baza de negociación tan efectiva.

—¿No puede hacer nada? ¿Ningún modo de invertir el proceso? —exigió saber Isabelle, con el pánico tiñéndole la voz.

Clary pensó vagamente que era extraño que aquellos dos, Jace e Isabelle, que no querían a Simon como ella lo hacía, fuesen quienes llevaran la voz cantante. Pero tal vez hablaban por ella precisamente porque ella era incapaz de decir una palabra.

—Le podríais cortar la cabeza y quemar su corazón en una hoguera, pero dudo que hagáis eso.

—¡No! —Los brazos de Clary se apretaron más alrededor de Simón—. No te atrevas a hacerle daño.

—Yo no tengo ninguna necesidad —repuso Raphael.

—No hablaba contigo. —Clary no alzó la mirada—. Ni siquiera lo pienses, Jace. Ni pensarlo.

Se hizo el silencio. Clary pudo oír la preocupada inhalación de Isabelle, y Raphael, por supuesto, no respiraba en absoluto. Jace vaciló un momento antes de decir:

—Clary, ¿qué querría Simón? ¿Es esto lo que querría para sí mismo?

La muchacha alzó violentamente la cabeza. Jace tenía los ojos bajados hacia ella, con el candelabro de metal de tres brazos todavía en la mano, y de repente una imagen le pasó rauda por la cabeza: Jace sujetando a Simon contra el suelo y hundiéndole el extremo afilado del candelabro en el pecho, haciendo que la sangre brotara hacia lo alto como un surtidor.

—¡Apártate de nosotros! —chilló de improviso, tan alto que vio a las distantes figuras que caminaban por la avenida frente a la catedral volverse y mirar a su espalda, como si las hubiese sobresaltado el ruido.

Jace palideció hasta la raíz de los cabellos, palideció hasta tal punto que sus ojos desorbitados parecieron discos de oro, inhumanos y sobrenaturalmente fuera de lugar.

—Clary, no pensarás... —comenzó.

Simon jadeó de improviso, arqueándose hacia arriba en los brazos de Clary. Ésta volvió a chillar y le sujetó, tirando de él hacia ella. El muchacho tenía los ojos muy abiertos, ciegos y aterrados. Alzó las manos. Ella no estuvo segura de si él intentaba tocarle el rostro o arañarla, no sabiendo quién era.

—Soy yo —dijo ella, bajándole la mano con suavidad hacia el pecho y enlazando los dedos de ambos—. Simón, soy yo. Soy Clary. —Sus manos resbalaron sobre las de él; bajó la vista y vio que estaban empapadas con la sangre de la camiseta del muchacho y con las lágrimas que habían resbalado de su rostro sin que ella lo advirtiera—. Simón, te quiero —dijo.

Las manos de Simon se apretaron sobre las suyas. El muchacho soltó aire —un sonido áspero y taladrante— y luego ya no volvió a respirar.


«Te quiero. Te quiero. Te quiero.» Sus últimas palabras a Simon parecieron resonar en los oídos de Clary mientras él yacía inerte en sus brazos. De improviso, Isabelle estaba junto a ella, diciéndole algo al oído, pero Clary no podía oírla. El sonido de agua que corría, como un maremoto acercándose, le llenaba los oídos. Observó mientras Isabelle intentaba con suavidad desengancharle las manos de las de Simón, y no podía. Clary se sorprendió. No tenía la sensación de estar aferrándose a él con tanta fuerza.

Dándose por vencida, Isabelle se puso en pie y se revolvió furiosa contra Raphael. Gritaba. En mitad de su diatriba, el sistema auditivo de Clary volvió a conectarse, como una radio que finalmente hubiese encontrado una emisora que sintonizar.

—¿... y ahora qué se supone que tenemos que hacer? —chilló Isabelle.

—Enterrarle —respondió Raphael.

El candelabro volvió a balancearse hacia arriba en la mano de Jace.

—Eso no tiene gracia.

—No pretendía que la tuviese —replicó el vampiro sin inmutarse—. Así es como somos creados. Se nos quita toda la sangre y se nos entierra. Cuando alguien se desentierra a sí mismo, es cuando nace un vampiro.

Isabelle emitió un leve ruidito de repugnancia.

—No creo que yo pudiese hacer eso.

—Algunos no pueden —repuso Raphael—. Si no hay nadie allí para ayudarles a desenterrarse, permanecen así, atrapados como ratas bajo la tierra.

Un sonido se abrió paso fuera de la garganta de Clary. Un sollozo que era tan cortante como un chillido.

—No voy a meterle bajo tierra —afirmó.

—Entonces se quedará así —replicó Raphael inmisericorde—. Muerto, pero no del todo muerto. Sin despertar jamás.

Todos la miraban fijamente. Isabelle y Jace, como si contuvieran la respiración, aguardando su respuesta. Raphael con expresión indiferente, casi aburrida.

—No has entrado en el Instituto porque no puedes, ¿verdad? —preguntó Clary—. Porque es terreno sagrado y tú eres impuro.

—Eso no es exactamente... —empezó a decir Jace, pero Raphael le interrumpió con un gesto.

—Debería deciros —dijo el muchacho vampiro— que no hay mucho tiempo. Cuánto más esperemos antes de enterrarle, menos probable será que no pueda desenterrarse solo.

Clary bajó los ojos hacia Simón. Realmente parecía como si durmiese, de no ser por los largos cortes a lo largo de su piel desnuda.

—Entonces enterrémoslo —dijo—. Pero quiero que sea en un cementerio judío. Y quiero estar allí cuando despierte.

Los ojos de Raphael centellearon.

—No será agradable.

—Nada lo es jamás. —Clary alzó con firmeza la mandíbula—. Pongámonos en marcha. Sólo nos quedan unas pocas horas antes de que amanezca.

Un lugar bonito e íntimo

El cementerio estaba en las afueras de Queens, donde los edificios de apartamentos daban paso a hileras de homogéneas casas victorianas pintadas con los colores de las galletas de jengibre: rosa, blanco y azul. Las calles eran amplias y desiertas en su mayor parte, la avenida que conducía al cementerio sin más alumbrado que una solitaria farola. Les llevó un cierto tiempo conseguir abrirse paso con sus estelas a través de las verjas cerradas, y otro poco localizar un lugar lo bastante oculto para que Raphael empezara a cavar. Estaba en lo alto de una pequeña colina, resguardado de la carretera por una espesa hilera de árboles. A Clary, Jace e Isabelle les protegía un glamour, pero no había modo de ocultar a Raphael ni de ocultar el cuerpo de Simón, así que los árboles proporcionaban una bienvenida protección.

Las laderas de la colina que no daban a la carretera estaban densamente cubiertas de lápidas, muchas de ellas con una Estrella de David en lo alto. Relucían blancas y lisas igual que la leche a la luz de la luna. A lo lejos había un lago, la superficie plisada por centelleantes ondulaciones. Un lugar bonito, pensó Clary. Un lugar bonito al que acudir y depositar flores sobre la tumba de alguien, en el que sentarse un rato y pensar en la vida de aquellas personas, en lo que significaban para uno. No un buen lugar al que acudir de noche, al amparo de la oscuridad, para enterrar a tu amigo en una tumba poco profunda sin un ataúd ni oficio religioso.

—¿Sufrió? —preguntó a Raphael.

Éste alzó los ojos de la tierra que cavaba, y se apoyó en el mango de la pala, como el enterrador de Hamlet.

—¿Qué?

—Simón. ¿Sufrió? ¿Le hicieron daño los vampiros?

—No. Morir desangrado no es un mal modo de morir —contestó Raphael, con su rítmica voz pausada—. El mordisco te droga. Es agradable, como dormirse.

Una sensación de mareo embargó a Clary, y por un momento creyó que iba a desmayarse.

—Clary. —La voz de Jace la sacó violentamente de su ensoñación—. Vamos. No tienes que presenciar esto.

Le tendió la mano. Al mirar detrás de él, Clary pudo ver a Isabelle de pie con el látigo en la mano. Habían envuelto a Simon en una manta y yacía sobre el suelo a sus pies, como un bulto que ella custodiara. No era un bulto, se recordó Clary con ferocidad. Era él. Era Simón.

—Quiero estar aquí cuando despierte.

—Lo sé. Regresaremos en seguida.

Cuando ella no se movió, Jace la cogió del brazo, que no opuso la menor resistencia, y se la llevó fuera del claro, ladera abajo. Allí había rocas, justo por encima de la primera hilera de sepulturas; él se sentó en una y se subió la cremallera de la cazadora. Hacía un frío sorprendente. Por primera vez en aquella estación del año, Clary pudo ver su propio aliento al espirar.

Se sentó en la roca junto a Jace y clavó la mirada en el lago. Oía el rítmico golpeteo de la pala de Raphael chocando contra la tierra y las paletadas de tierra cayendo al suelo. Raphael no era humano; trabajaba de prisa. No le llevaría mucho rato cavar una tumba. Y Simon tampoco era una persona muy grande; la tumba no tendría que ser muy profunda.

Una punzada de dolor le retorció el abdomen. Se inclinó hacia adelante, con las manos abiertas sobre el estómago.

—Tengo náuseas.

—Lo sé. Es por eso que te he traído aquí. Parecía como si estuvieses a punto de vomitar sobre los pies de Raphael.

Ella emitió un gemido quedo.

—Quizá se le hubiese borrado la sonrisita de la cara —comentó Jace, pensativamente—. Es una posibilidad.

—Cállate.

El dolor se había mitigado. Clary echó la cabeza hacia atrás, alzando la mirada hacia la luna, un círculo de desportillado brillo plateado flotando en un mar de estrellas.

—Todo es culpa mía.

—No es culpa tuya.

—Tienes razón. Es culpa nuestra.

Jace volvió la cabeza hacia ella, con la exasperación claramente visible en las líneas de los hombros.

—¿De dónde sacas eso?

Ella le miró en silencio durante un momento. Jace necesitaba un corte de pelo. Los cabellos se le enroscaban del modo en que lo hacían las enredaderas cuando eran demasiado largas, en zarcillos serpenteantes, del color del oro blanco a la luz de la luna. Las cicatrices del rostro y garganta daban la impresión de haber sido dibujadas con tinta metálica. Era hermoso, se dijo con abatimiento, hermoso, y no había nada allí en él, ni una expresión, ni una inclinación del pómulo ni la forma de la mandíbula ni la curva de los labios que denotara en absoluto cualquier parecido de familia con ella o con su madre. Él ni siquiera se parecía a Valentine.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Por qué me miras de ese modo?

Quería arrojarse a sus brazos y sollozar al mismo tiempo que deseaba golpearle con los puños.

—De no ser por lo sucedido en la corte de las hadas —dijo finalmente—, Simon todavía estaría vivo.

Él bajó la mano y arrancó violentamente un manojo de hierba, aún con tierra aferrada a las raíces. Lo arrojó a un lado.

—Nos vimos obligados a hacer lo que hicimos. No fue para divertirnos o para herirle. Además —añadió, con una sonrisa apenas esbozada—, eres mi hermana.

—No lo digas de ese modo...

—¿Qué, «hermana»? —Jace sacudió la cabeza—. Cuando era un niño pequeño comprendí que si dices una palabra una y otra vez lo bastante de prisa pierde todo su significado. Solía permanecer tumbado repitiendo las palabras una y otra vez: «azúcar», «espejo», «susurro», «oscuridad». «Hermana» —dijo en voz baja—. Eres mi hermana.

—No importa cuántas veces lo digas. Seguirá siendo cierto.

—Tampoco importa lo que no me permites decir, eso seguirá siendo cierto también.

—¡Jace!

Se oyó otra voz, llamándole por su nombre. Era Alec, un tanto jadeante por haber corrido. Llevaba una bolsa de plástico negro en una mano. Detrás de él marchaba Magnus, muy digno, imposiblemente alto, delgado y con la mirada colérica, vestido con un largo abrigo de cuero que aleteaba al viento como el ala de un murciélago. Alec fue a detenerse frente a Jace y le tendió la bolsa.

—He traído sangre —dijo—. Como me has pedido.

Jace abrió la parte superior de la bolsa, miró dentro y arrugó la nariz.

—¿Debería preguntarte dónde la conseguiste?

—De una carnicería en Greenpoint —contestó Magnus, reuniéndose con ellos—. Desangran a los animales para que la carne cumpla con la ley musulmana. Es sangre de animal.

—La sangre es sangre —declaró Jace, y se levantó; entonces miró a Clary y vaciló—. Cuando Raphael dijo que esto no sería agradable, no mentía. Puedes quedarte aquí. Enviaré a Isabelle para que espere contigo.

Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarle, y la luz de la luna proyectó la sombra de las ramas sobre su rostro.

—¿Has visto alguna vez alzarse a un vampiro?

—No, pero...

—Entonces tampoco lo sabes, ¿verdad?

Clary se puso en pie, y el abrigo azul de Isabelle descendió a su alrededor en susurrantes pliegues.

—Quiero estar allí. Tengo que estar allí —dijo. Sólo podía verle parte del rostro bajo las sombras, pero se dijo que el muchacho parecía casi... impresionado.

—Sé que no puedo impedírtelo —claudicó él—. Vayamos.

Raphael estaba apisonando un gran rectángulo de tierra cuando ellos regresaron al claro, Jace y Clary un poco por delante de Magnus y Alec, que parecían estar discutiendo sobre algo. El cuerpo de Simon había desaparecido. Isabelle estaba sentada en el suelo, con el látigo enroscado a los tobillos en un círculo dorado. Tiritaba.

—¡Por Dios, qué frío hace! —exclamó Clary, envolviéndose mejor en el grueso abrigo de Isabelle.

El terciopelo era cálido, al menos. Intentó no pensar en que estaba manchado con la sangre de Simón.

—Es como si hubiese llegado el invierno de la noche a la mañana.

—Alégrate de que aún no sea invierno —dijo Raphael, depositando la pala apoyada contra el tronco de un árbol próximo—. El suelo se congela como hierro en invierno. En ocasiones es imposible cavar, y el polluelo debe aguardar meses, muriéndose de hambre bajo tierra, antes de poder nacer.

—¿Es así como les llamáis? ¿Polluelos? —preguntó Clary.

La palabra parecía equivocada, demasiado afable de algún modo. Le hizo pensar en patitos.

—Sí —contestó Raphael—, significa los que aún no son o los recién nacidos.

Entonces vio a Magnus, y por una fracción de segundo pareció sorprendido antes de borrar la expresión cuidadosamente de sus facciones.

—Gran Brujo —saludó—, no esperaba verte aquí.

—Tenía curiosidad —repuso Magnus, y sus ojos felinos centellearon—. Jamás he visto alzarse a uno de los Hijos de la Noche.

Raphael echó una mirada veloz a Jace, que estaba apoyado contra el tronco de un árbol.

—Andas en compañía de gente sorprendentemente ilustre, cazador de sombras.

—¿Vuelves a hablar de ti? —bromeó Jace, y alisó la tierra removida con la punta de una bota—. Eso parece jactancioso.

—A lo mejor se refería a mí —soltó Alec. Todo el mundo le miró con sorpresa. Alec hacía chistes en muy raras ocasiones. Éste sonrió nerviosamente—. Lo siento —dijo—. Nervios.

—No tienes que disculparte —intervino Magnus, alargando el brazo para tocar el hombro de Alec.

Alec se movió rápidamente fuera de su alcance, y la mano extendida de Magnus cayó al costado del brujo.

—Entonces, ¿qué es lo que hacemos ahora? —quiso saber Clary, abrazándose para entrar en calor.

El frío parecía habérsele filtrado por cada poro del cuerpo. Sin duda hacía demasiado frío para estar a finales de verano.

Raphael, advirtiendo el gesto, mostró una diminuta sonrisa.

—Siempre hace frío en un renacimiento —indicó—. El polluelo extrae fuerza de las cosas vivas que le rodean, tomando de ellas la energía para alzarse.

Clary le dirigió una mirada llena de resentimiento.

—Tú no pareces notar el frío.

—Yo no estoy vivo.

El vampiro se apartó un poco del borde de la tumba. Clary se obligaba a pensar en ella como una tumba, puesto que eso era exactamente lo que era e hizo un gesto a los demás para que hicieran lo mismo.

—Dejad espacio —indicó—. Simon difícilmente podrá alzarse si todos estáis de pie encima de él.

Retrocedieron apresuradamente. Clary se encontró con Isabelle aferrada a su codo y al volverse vio que la otra muchacha tenía blancos incluso los labios.

—¿Qué sucede?

—Todo —contestó Isabelle—. Clary, quizá deberíamos haber dejado que se fuese...

—Dejarle morir, quieres decir. —Clary se soltó violentamente de la mano de Isabelle—. Claro que eso es lo que tú piensas. Piensas que todos los que no son como tú están mejor muertos.

El rostro de Isabelle era la imagen de la desdicha.

—Eso no es...

Se oyó un sonido en el claro, un sonido que no se parecía a ninguno que Clary hubiese oído antes; una especie de martilleo rítmico que surgía de las profundidades, como si de improviso el latido del mundo resultase audible.

«¿Qué sucede?», pensó Clary, y entonces el suelo se combó y alzó bajo ella, haciéndola caer de rodillas. La tumba se agitaba como la superficie de un océano. Aparecieron ondulaciones en la superficie y, de repente, reventó, con terrones de tierra volando por los aires. Una pequeña montaña de tierra, como un hormiguero, se levantó penosamente. En el centro de la montaña había una mano, los dedos abiertos y separados, arañando la tierra.

—¡Simón! —Clary intentó lanzarse hacia adelante, pero Raphael tiró de ella hacia atrás—. ¡Suéltame! —Intentó desasirse, pero Raphael la sujetaba con manos férreas—. ¿No te das cuenta de que necesita nuestra ayuda?

—Debería hacerlo por sí mismo —contestó él, sin aflojar la presión—. Es mejor de ese modo.

—¡Es tu modo! ¡No el mío!

Clary se soltó violentamente y corrió hacia la tumba justo cuando ésta se alzó, arrojándola de nuevo al suelo. Una figura encorvada iba saliendo con dificultad de la sepultura cavada a toda prisa, unos dedos que parecían garras mugrientas se hundieron profundamente en la tierra. Los brazos desnudos estaban cubiertos de negros surcos de mugre y sangre. La cosa se liberó violentamente de la succión de la tierra, gateó unos pocos metros y se desplomó sobre el suelo.

—Simon —susurró Clary.

Porque desde luego era Simón. Simón, no una cosa. Clary se puso en pie apresuradamente y corrió hacia él, las deportivas de lona hundiéndose profundamente en la tierra removida.

—¡Clary! —gritó Jace—. ¿Qué haces?

Ella dio un traspié, el tobillo se le torció al hundírsele la pierna en la tierra y cayó de rodillas junto a Simón, que yacía tan inmóvil como si estuviera realmente muerto. Tenía los cabellos mugrientos y apelmazados por grumos de tierra, las gafas habían desaparecido, la camiseta estaba desgarrada por el costado y había sangre en la piel que se veía bajo ella.

—Simon —dijo Clary, y alargó la mano para tocarle el hombro—. Simón, ¿estás... —El cuerpo del muchacho se tensó bajo sus dedos, con todos los músculos rígidos, la carne dura como el hierro— bien?

Él volvió la cabeza, y ella le vio los ojos. Carecían de expresión, de vida. Con un grito agudo, Simon rodó sobre sí mismo y saltó sobre ella, veloz como una serpiente al atacar. La golpeó de pleno, volviendo a derribarla sobre la tierra.

—¡Simón! —chilló ella, pero él no parecía oír.

El muchacho tenía el rostro crispado, irreconocible, mientras se erguía sobre ella, curvando los labios hacia atrás. Clary vio los afilados caninos, los colmillos, centellear a la luz de la luna igual que agujas de hueso blanco. Repentinamente aterrada, le pateó, pero él la agarró por los hombros y la inmovilizó contra el suelo. Tenía las manos ensangrentadas y las uñas rotas, pero era increíblemente fuerte, más fuerte incluso que los músculos de cazadora de sombras de la muchacha. Los huesos de los hombros le rechinaron dolorosamente cuando él se inclinó sobre ella...

Y fue arrancado de allí y lanzado por los aires como si no pesara más que un guijarro. Clary se puso en pie de un salto, sin aliento, y se encontró con la mirada sombría de Raphael.

—Te dije que te mantuvieras lejos de él —la riñó éste, y se volvió para arrodillarse junto a Simón, que había aterrizado a poca distancia y estaba enroscado en el suelo en medio de fuertes convulsiones.

Clary inspiró con fuerza, pero sonó igual que si sollozara.

—No me conoce.

—Te conoce. No le importa. —Raphael miró por encima del hombro a Jace—. Está hambriento. Necesita sangre.

Jace, que había permanecido de pie al borde de la tumba, lívido y paralizado, se adelantó y le tendió la bolsa de plástico en silencio, como una ofrenda. Raphael la cogió y la desgarró. Varios paquetes de plástico conteniendo un líquido rojo cayeron fuera. Tomó uno, mascullando, y lo desgarró con uñas afiladas, salpicando de sangre la parte delantera de su camisa blanca ya manchada de tierra.

Simón, como si olfateara la sangre, se hizo un ovillo y profirió un gemido lastimero. Seguía retorciéndose; las manos de uñas rotas abrían surcos en el suelo y tenía los ojos en blanco. Raphael alargó el paquete de sangre, dejando que un poco del fluido rojo goteara sobre el rostro de Simón, manchando de escarlata la piel blanca.

—Ahí tienes —dijo, casi en un canturreo suave—. Bebe, pequeño polluelo. Bebe.

Y Simón, que había sido vegetariano desde los diez años, que no quería beber leche que no fuese orgánica, que se desmayaba con sólo ver agujas... Simon arrancó el paquete de sangre de la delgada mano morena de Raphael y lo desgarró con los dientes. Consumió la sangre en unos pocos tragos y arrojó el paquete a un lado con otro gemido; Raphael tenía preparado un segundo paquete, y se lo puso en la mano.

—No bebas demasiado de prisa —advirtió—. Te entrarán ganas de vomitar.

Simón, por supuesto, no le hizo el menor caso; había conseguido abrir el segundo paquete sin ayuda y engullía con glotonería el contenido. La sangre le corría por las comisuras de los labios, le descendía por la garganta y le salpicaba las manos con gruesas gotas rojas. Tenía los ojos cerrados.

Raphael miró a Clary. Ésta pudo sentir que también Jace la miraba fijamente, al igual que los demás, todos con expresiones idénticas de horror y repugnancia.

—La próxima vez que se alimente —dijo Raphael con calma—, no resultará tan chapucero.

«Chapucero.» Clary abandonó el claro a trompicones, oyendo como Jace la llamaba, pero sin prestarle atención. Echó a correr al llegar a los árboles y había descendido la mitad de la ladera cuando el dolor la acometió. Cayó de rodillas, dando arcadas, mientras todo el contenido de su estómago salía al exterior en una avalancha desgarradora. Cuando finalizó, se alejó gateando un corto trecho y se desplomó sobre el suelo. Sabía que probablemente yacía sobre la tumba de alguien, pero no le importó. Descansó el rostro ardiente en la tierra fresca y pensó, por primera vez, que tal vez los muertos no fueran tan desafortunados después de todo.

Humo y acero

La unidad de cuidados intensivos del hospital Beth Israel siempre recordaba a Clary fotos que había visto de la Antártida: era fría y como distante, y todo era o gris o blanco o azul pálido. Las paredes de la habitación de su madre eran blancas, los tubos que le serpenteaban sobre la cabeza y las filas interminables de instrumentos que rodeaban la cama emitiendo pitidos eran grises, y la manta que tenía estirada sobre el pecho era azul pálido. El rostro de su madre estaba blanco. El único color en la habitación era su cabellera roja, llameando sobre la nívea extensión de la almohada como una bandera brillante e incongruente plantada en el Polo Sur.

Clary se preguntó cómo se las arreglaba Luke para pagar aquella habitación particular, de dónde había salido el dinero y cómo lo había conseguido. Supuso que podría preguntárselo cuando él regresara de sacar un café de la máquina expendedora de la fea y diminuta cafetería del tercer piso. Ese café simulaba alquitrán y sabía a alquitrán, pero Luke parecía adicto a él.

Las patas de metal de la silla chirriaron sobre el suelo cuando Clary la apartó y se sentó lentamente, alisándose la falda sobre las piernas. Siempre que iba a ver a su madre al hospital se sentía nerviosa y con la boca reseca, como si estuviera a punto de meterse en un lío. Quizá porque las únicas veces que había visto el rostro de su madre de aquel modo, fijo e inanimado, era cuando estaba a punto de estallar enfurecida.

—Mamá —dijo.

Cogió la mano izquierda de su madre; todavía tenía la marca de un pinchazo en la muñeca, allí donde Valentine había introducido el extremo de un tubo. La piel de la mano de su madre, siempre áspera y agrietada, salpicada de pintura y trementina, tenía el tacto de la corteza seca de un árbol. Clary cerró los dedos alrededor de los de Jocelyn, y sintió que un duro nudo se le formaba en la garganta.

—Mamá, yo... —Carraspeó—. Luke dice que puedes oírme. No sé si es cierto o no. De todos modos, he venido porque necesitaba hablar contigo. No pasa nada si tú no puedes contestarme. Verás, lo que sucede es que, es que... —Volvió a tragar saliva y miró en dirección a la ventana, a la franja de cielo azul visible en el extremo de la pared de ladrillo que daba frente al hospital—. Se trata de Simón. Le ha sucedido una cosa. Algo que fue culpa mía.

Ahora que no miraba al rostro de su madre, el relato le salió como un torrente, todo él: cómo había conocido a Jace y a los otros cazadores de sombras, la búsqueda de la Copa Mortal, la traición de Hodge y la batalla en Renwick, y cómo había averiguado que Valentine era su padre además de ser el de Jace. También le contó acontecimientos más recientes: la visita nocturna a la Ciudad de Hueso, lo de la Espada—Alma, el odio de la Inquisidora hacia Jace y lo de la mujer del cabello canoso. Y a continuación habló a su madre de la corte seelie, del precio que la reina había exigido y lo que le había ocurrido a Simon después. Podía sentir cómo le ardían las lágrimas contenidas en la garganta mientras hablaba, pero fue un alivio contarlo, desahogarse con alguien, incluso con alguien que —quizá— no podía oírla.

—Así que, básicamente —concluyó—, lo he fastidiado todo soberanamente. Te recuerdo diciendo que eso de hacerse mayor sucede cuando empiezas a tener cosas que, al recordarlas, desearías cambiar. Imagino que eso significa que ya me he hecho mayor. Es sólo que... que...

«Yo pensaba que tú estarías ahí cuando lo hiciera.» Las lágrimas la hicieron atragantarse justo mientras alguien detrás de ella carraspeaba.

Clary se volvió y vio a Luke en la entrada, con un vaso de espuma de poliestireno en la mano. Bajo las luces fluorescentes del hospital, pudo ver lo cansado que parecía. Tenía canas en el cabello, y la camisa de franela azul estaba arrugada.

—¿Cuánto tiempo has estado ahí de pie?

—No mucho —contestó él—. Te he traído un café —Le tendió el vaso, pero ella le indicó que lo apartara con un ademán.

—Odio ese brebaje. Sabe a pies.

Él sonrió al oír aquello.

—¿Cómo puedes tener idea de a qué saben los pies?

—Simplemente lo sé. —Se inclinó y besó la mejilla fría de Jocelyn antes de levantarse—. Adiós, mamá.

La camioneta azul de Luke estaba en el aparcamiento de hormigón situado debajo del hospital. Él no habló hasta que hubieron salido a la autovía FDR.

—He oído lo que has dicho en el hospital.

—Ya he pensado que escuchabas a hurtadillas.

Lo dijo sin ira. No había nada de lo que había dicho a su madre que Luke no pudiera saber.

—Lo que le ha pasado a Simon no es culpa tuya.

Clary oyó las palabras, pero parecieron rebotar en ella como si hubiese una pared invisible a su alrededor. Como la pared que Hodge había construido alrededor de ella cuando la había traicionado para entregarla a Valentine, pero en esta ocasión no podía oír nada a través de ella, no podía sentir nada a través de ella. Estaba igual de entumecida que si la hubiesen recubierto de hielo.

—¿Me has oído, Clary?

—Es muy amable por tu parte, pero claro que fue culpa mía. Todo lo que le ha sucedido a Simon es culpa mía.

—¿Por qué estaba furioso contigo cuando fue al hotel? No regresó al hotel porque estuviese enojado contigo, Clary. He oído de situaciones como ésta antes. A los que están medio convertidos les llaman «nebulosos». Se sentiría atraído hacia el hotel por una compulsión que no podría controlar.

—Porque tenía la sangre de Raphael en él. Pero eso tampoco habría sucedido jamás de no ser por mí. Si no le hubiese llevado a aquella fiesta...

—Pensabas que no sería peligroso. No le estabas poniendo en ningún aprieto en el que no te hubieses puesto tú misma. No puedes torturarte de este modo —dijo Luke, girando para entrar en el Puente de Brooklyn, con el agua deslizándose bajo ellos en capas de un gris plateado—. No tiene ningún sentido.

Clary se hundió más en el asiento, enroscando los dedos en el interior de las mangas de su chaqueta de punto con capucha. Los bordes estaban deshilachados y el hilo le hacía cosquillas en la mejilla.

—Mira —prosiguió Luke—, en todos los años que le he conocido, siempre había exactamente un lugar donde Simon quería estar, y siempre ha peleado como un loco para asegurarse de que conseguía llegar y permanecer allí.

—¿Dónde?

—Donde fuera que tú estuvieses —respondió él—. ¿Recuerdas cuando te caíste de aquel árbol en la granja a los diez años y te rompiste el brazo? ¿Recuerdas cómo les obligó a dejarle ir en la ambulancia contigo hasta el hospital? Pateó y chilló hasta que cedieron.

—Tú te reíste —dijo Clary, recordando—, y mamá te pegó en el hombro.

—Era difícil no reír. Una determinación como aquélla en un niño de diez años es algo digno de ver. Era como un pitbull.

—Si los pitbulls llevasen gafas y fuesen alérgicos a la ambrosía.

—No puedes poner precio a esa clase de lealtad —repuso Luke, en tono más serio.

—Lo sé. No me hagas sentir peor.

—Clary, te estoy diciendo que él tomó sus propias decisiones. Por lo que tú te estás culpando es por ser lo que eres. Y eso no es culpa de nadie ni algo que puedas cambiar. Le contaste la verdad, y él decidió lo que quería hacer al respecto. Todo el mundo puede elegir en algún momento; nadie tiene derecho a quitarnos esas elecciones. Ni siquiera por amor.

—Pero es justamente eso —replicó Clary—. Cuando quieres a alguien, no tienes elección. —Pensó en el modo en que el corazón se le había encogido cuando Isabelle la había llamado para decirle que Jace había desaparecido. Había abandonado la casa sin pensárselo, sin un titubeo—. El amor te arrebata la posibilidad de elegir.

—Es muchísimo mejor que la alternativa.

Luke hizo entrar la camioneta en Flatbush. Clary no respondió; se limitó a mirar por la ventanilla. La zona justo a la salida del puente no era una de las partes más bonitas de Brooklyn; ambos lados de la avenida estaban bordeados de feos edificios de oficinas y talleres de planchistería. Normalmente, Clary la odiaba, pero justo en ese momento se ajustaba con su estado de ánimo.

—Así pues, ¿has tenido noticias de...? —empezó a decir Luke, al parecer decidiendo que era hora de cambiar de tema.

—¿Simón? Sí, ya sabes que sí.

—En realidad, iba a decir Jace.

—Ah.

Jace la había llamado al móvil varias veces y le había dejado mensajes. Ella no los había contestado ni le había devuelto las llamadas. No hablar con él era su penitencia por lo que le había sucedido a Simón. Era el peor de los castigos.

—No, no sé nada.

La voz de Luke sonó cuidadosamente neutral.

—Quizá deberías llamarle. Sólo para ver si está bien. Probablemente lo está pasando muy mal, teniendo en cuenta...

Clary se removió en el asiento.

—Pensaba que habías hablado de ello con Magnus. Te oí hablar con él sobre Valentine y todo eso de invertir la Espada—Alma. Estoy seguro de que él te lo diría si Jace no estuviese bien.

—Magnus puede tranquilizarme respecto a la salud física de Jace. Su salud mental, por otra parte...

—Olvídalo. No voy a llamar a Jace. —Clary oyó la frialdad de su propia voz y casi se horrorizó de sí misma—. Ahora tengo que estar junto a Simón. Tampoco es que su salud mental esté demasiado bien.

Luke suspiró.

—Si tiene problemas para aceptar sus circunstancias, tal vez debería...

—¡Por supuesto que tiene problemas! —Lanzó a Luke una mirada acusadora, aunque él se estaba concentrando en el tráfico y no lo advirtió—. Precisamente eres tú quien debería comprender lo que se siente al...

—¿Despertar un día convertido en un monstruo? —Luke no sonó amargado, sólo harto—. Tienes razón, lo comprendo. Y si alguna vez quiere hablar conmigo, estaré encantado de contárselo todo. Superará esto, incluso aunque ahora piense que no lo hará.

Clary frunció el entrecejo. El sol se ponía justo detrás de ellos, haciendo que el espejo del retrovisor brillara como el oro. Los ojos le dolieron debido al resplandor.

—No es lo mismo —dijo ella—. Al menos tú creciste sabiendo que los hombres lobo eran reales. Antes de poder decir a alguien que es un vampiro, tendrá que empezar por convencerle de que los vampiros existen.

Luke pareció ir a decir algo, pero cambió de idea.

—Estoy seguro de que tienes razón. —Estaban en Williamsburg, conduciendo por la avenida Kent medio vacía, con almacenes alzándose por encima de ellos a ambos lados—. Tengo algo para él. Está en la guantera. Por si acaso...

Clary abrió con un chasquido el compartimento y arrugó la frente. Sacó un reluciente folleto doblado, de los que se colocan en expositores de plástico transparente en las salas de espera de los hospitales. Cómo hablar sinceramente con tus padres —leyó en voz alta—. ¡Luke! ¡No seas ridículo! Simon no es gay, es un vampiro.

—Sí, pero el folleto trata sobre contar a tus padres verdades difíciles sobre ti mismo a las que ellos pueden no querer enfrentarse. A lo mejor podría adaptar uno de los discursos, o simplemente escuchar el consejo que ofrece en general...

—¡Luke!

Lo dijo en un tono tan severo que él paró el vehículo con un sonoro chirriar de frenos. Estaban justo frente a su casa, con el agua del East River centelleando oscuramente a su izquierda y el cielo surcado de hollín y sombras. Otra sombra, más oscura, estaba acurrucada en el porche delantero de Luke.

Éste entrecerró los ojos. Bajo la forma de lobo, había contado a Clary, su visión era perfecta; bajo la forma humana, seguía siendo miope.

—¿Es ése...?

—Simón. Sí. —Ella era capaz de reconocerle incluso a oscuras—. Será mejor que vaya a hablar con él.

—De acuerdo. Yo iré a... hacer unos recados. Tengo cosas que recoger.

—¿Qué clase de cosas?

Él la despidió con un ademán.

—Cosas de comer. Regresaré en media hora. Pero no os quedéis fuera. Entrad en la casa y cerrad con llave.

—Ya sabes que lo iba a hacer.

Clary observó la camioneta mientras ésta se alejaba a toda velocidad, luego fue hacia la casa. El corazón le latía violentamente. Había hablado con Simon por teléfono unas pocas veces, pero no le había visto desde que lo habían llevado, vacilante y salpicado de sangre, a casa de Luke, en las oscuras primeras horas de aquella mañana horrible, para que se limpiara antes de conducirle a casa. Ella había pensado que debería ir al Instituto, pero eso era imposible. Simon nunca volvería a ver el interior de una iglesia o una sinagoga. Le había contemplado recorrer el sendero que conducía a la puerta delantera de su casa, con los hombros encorvados como si anduviera contra un fuerte viento. Cuando la luz del porche se encendió automáticamente, él se echó hacia atrás bruscamente. Clary comprendió que se debía a que había pensado que era la luz del sol, y empezó a llorar, en silencio, en el asiento trasero de la camioneta, con las lágrimas cayendo sobre la extraña Marca negra de su antebrazo.

«Clary», había musitado Jace, y había intentado cogerle la mano, pero ella se había apartado de él igual que Simon lo había hecho de la luz. No quería tocarle. Jamás volvería a tocarle. Ésa era su penitencia, el pago por lo que le había hecho a Simón.

En aquellos momentos, mientras ascendía los peldaños del porche de Luke, a Clary se le secó la boca y las lágrimas le hicieron un nudo en la garganta. Se dijo que no debía llorar. Llorar sólo haría que él se sintiera peor.

Simon estaba sentado en las sombras en la esquina del porche, observándola. Clary pudo ver el brillo de sus ojos en la oscuridad, y se preguntó si antes ya habían tenido esa clase de luz; no podía recordarlo.

—¿Simón?

Él se levantó con un único y uniforme movimiento grácil que hizo que Clary sintiera un escalofrío en la espalda. Había una cosa que Simon no había sido nunca, y eso era grácil. También había algo más en él, algo distinto...

—Siento haberte asustado. —Simon hablaba con cuidado, casi ceremoniosamente, como si fuesen desconocidos.

—No pasa nada, es que... ¿Cuánto llevas aquí?

—No mucho. Sólo puedo desplazarme una vez que el sol empieza a ponerse, ¿recuerdas? Ayer saqué accidentalmente la mano como un centímetro por la ventana y casi me carbonizo los dedos. Por suerte me curo de prisa.

Clary buscó a tientas la llave, la giró en la cerradura y abrió la puerta de par en par. Una luz pálida se derramó sobre el porche.

—Luke dijo que debíamos ir adentro.

—Debido a las cosas desagradables —repuso Simón, pasando por delante de ella— que salen por la noche.

La salita estaba inundada de una cálida luz amarilla. Clary cerró la puerta tras ellos y corrió los pestillos. El abrigo azul de Isabelle todavía colgaba de un gancho junto a la puerta. Había tenido intención de llevarlo a una tintorería para ver si podían quitar las manchas de sangre, pero no había tenido la oportunidad de hacerlo. Lo miró fijamente por un momento, armándose de valor antes de mirar a Simón.

Él estaba de pie en medio de la habitación, con las manos metidas torpemente en los bolsillos de la chaqueta. Llevaba vaqueros y una raída camiseta I G NEW YORK que había pertenecido a su padre. A Clary todo en él le resultaba familiar, y sin embargo parecía un desconocido.

—Las gafas —dijo, comprendiendo con cierto retraso qué era lo que le había parecido extraño en el porche—. No las llevas.

—¿Has visto alguna vez a un vampiro con gafas?

—Bueno, no, pero...

—Ya no las necesito. Una visión perfecta parece formar parte del lote.

Se sentó en el sofá, y Clary se unió a él, sentándose a su lado aunque no demasiado cerca. A esa distancia podía ver lo pálida que era su piel, con venas azules marcándosele bajo la superficie. Los ojos sin las gafas parecían enormes y oscuros, las pestañas eran como negros trazos a tinta.

—Desde luego todavía tengo que llevarlas puestas por casa o mi madre alucinaría. Voy a tener que decirle que me voy a comprar unas lentes de contacto.

—Vas a tener que decírselo, punto —dijo Clary, con más firmeza de la que sentía—. No puedes ocultar tu... tu situación eternamente.

—Puedo intentarlo. —Se pasó una mano por los cabellos oscuros, haciendo una mueca—. Clary, ¿qué voy a hacer? Mi madre no hace más que traerme comida y yo tengo que tirarla por la ventana; no he salido en dos días, pero no sé cuánto tiempo más puedo seguir fingiendo que tengo la gripe. Al final acabará llevándome al médico, y entonces ¿qué? Mi corazón no late. Le dirá que estoy muerto.

—O escribirá un trabajo sobre ti declarándote un milagro de la medicina —bromeó Clary.

—No tiene gracia.

—Lo sé, sólo intentaba...

—No dejo de pensar en sangre —siguió Simón—. Sueño con ella. Me despierto pensando en ella. Muy pronto estaré escribiendo emotiva poesía morbosa sobre ella.

—¿Tienes todavía esas botellas de sangre que Magnus te dio? ¿No te estarás quedando sin?

—Las tengo. Están en mi mininevera. Pero sólo me quedan tres. —La voz sonó débil por la tensión—. ¿Qué sucederá cuando me quede sin?

—No te faltará. Te conseguiremos más —afirmó Clary, con más seguridad de la que sentía.

Supuso que siempre podía pedírsela al amistoso suministrador de sangre de cordero de Magnus, pero todo el asunto le revolvía el estómago.

—Mira, Simón, Luke cree que deberías contárselo a tu madre. No puedes ocultárselo eternamente.

—Pero puedo intentarlo.

—Piensa en Luke —replicó ella con desesperación—. Todavía puedes llevar una vida normal.

—¿Y qué hay de nosotros? ¿Quieres un novio vampiro? —Lanzó una amarga carcajada—. Porque preveo muchas meriendas románticas en nuestro futuro. Tú, bebiendo pina colada sin alcohol. Yo, bebiendo la sangre de una virgen.

—Piensa en ello como una minusvalía —instó Clary—. Simplemente tienes que aprender a que tu vida funcione bajo estas circunstancias. Muchas personas lo hacen.

—No estoy seguro de ser una persona. Ya no.

—Lo eres para mí —repuso ella—. De todas formas, ser humano está sobrevalorado.

—Al menos Jace ya no puede llamarme mundano. ¿Qué es eso? —preguntó, reparando en el folleto que Clary aún tenía enrollado en la mano izquierda.

—Ah, ¿esto? —Lo alzó—. Cómo hablar sinceramente con tus padres.

Él abrió los ojos de par en par.

—¿Hay algo que quieres decirme?

—No es para mí. Es para ti. —Se lo entregó.

—Yo no tengo que confesarle nada a mi madre —insistió Simón—. Ya piensa que soy homosexual porque no me interesan los deportes y todavía no he tenido una novia en serio. No que ella sepa, al menos.

—Pero tienes que confesarle que eres un vampiro —señaló Clary—. Luke pensó que quizá podrías, ya sabes, usar uno de los discursos que se sugieren en el folleto, excepto que debes usar la palabra «no muerto» en lugar de...

—Lo capto, lo capto. —Simon desplegó el folleto—. Bien, practicaré contigo. —Carraspeó—. Mamá, tengo algo que decirte. Soy un no muerto. Ahora bien, ya sé que tal vez tengas algunas ideas preconcebidas sobre los no muertos. Sé que puede que no te sientas a gusto con la idea de que yo sea un no muerto. Pero estoy aquí para decirte que los no muertos son como tú y yo. —Simon hizo una pausa—. Bueno, sí claro. Posiblemente más como yo que como tú.

—Simón.

—Vale, vale. —Prosiguió—: Lo primero que tienes que comprender es que soy la misma persona que he sido siempre. Ser un no muerto no es lo más importante de mí. Es sólo una parte de lo que soy. Lo segundo que deberías saber es que no ha sido una elección.

Nací así. —Simon la miró por encima del folleto entrecerrando los ojos—. Lo siento, renací así.

Clary suspiró.

—No lo intentas en serio.

—Al menos puedo decirle que me enterraste en un cementerio judío —dijo Simón, tirando el folleto—. Quizá debería empezar gradualmente. Decírselo primero a mi hermana.

—Iré contigo si quieres. A lo mejor puedo ayudar a hacerles comprender.

Simon alzó los ojos hacia ella, sorprendido, y Clary vio las grietas en su armadura de humor amargo, y el miedo que había debajo.

—¿Lo harías?

—Yo...

Clary fue interrumpida por un repentino y ensordecedor chirrido de neumáticos y el sonido de cristal haciéndose añicos. Se puso en pie de un salto y corrió a la ventana, con Simon a su lado. Apartó violentamente la cortina y miró fuera.

La camioneta de Luke estaba parada en el césped, con el motor en marcha. Había negras franjas de caucho quemado sobre la acera. Uno de los faros de la camioneta resplandecía; el otro había quedado hecho pedazos. También había una mancha oscura sobre la parrilla del radiador... y algo encorvado, blanco e inmóvil yaciendo debajo de las ruedas delanteras. Clary sintió bilis en la garganta. ¿Habría atropellado Luke a alguien? Pero no; impacientemente raspó el glamour de la imagen como si raspara mugre de una ventana. La cosa bajo las ruedas de Luke no era humana. Era lisa, blanca, casi larvaria, y se retorcía como un gusano clavado en una tabla.

La portezuela del conductor se abrió de golpe, y Luke saltó fuera. Sin hacer caso de la criatura inmovilizada bajo las ruedas, salió disparado por el césped en dirección al porche. Siguiéndole con la mirada, Clary vio que había una forma oscura tendida en las sombras allí. Aquella forma era humana: pequeña, con cabellos claros trenzados...

—Ésa es la chica lobo, Maia. —Simon sonó atónito—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé —respondió Clary, agarrando su estela de lo alto de una estantería.

Descendieron los peldaños con un golpeteo de tacones y corrieron hacia las sombras donde Luke estaba agachado, con las manos en los hombros de Maia, alzándola y recostándola con suavidad contra el costado del porche. De cerca, Clary pudo ver que la muchacha tenía la parte frontal de la camiseta desgarrada y un profundo tajo en el hombro, que rezumaba sangre lentamente al compás de los latidos del corazón.

Simon se detuvo en seco. Clary, chocando casi con él, lanzó una ahogada exclamación de sorpresa y le dirigió una mirada furiosa antes de comprender. Era la sangre. Él le tenía miedo, temía mirarla.

—Está bien —informó Luke, mientras la cabeza de Maia se balanceaba y ésta gemía.

Luke la abofeteó levemente en la mejilla, y los ojos de la joven se abrieron con un aleteo.

—Maia. Maia, ¿me oyes?

Ella pestañeó y asintió aturdida.

—¿Luke? —musitó—. ¿Qué ha pasado? —Hizo una mueca de dolor—. El hombro...

—Vamos. Será mejor que te lleve adentro.

Luke la alzó en brazos, y Clary recordó que ella siempre había pensado que era sorprendentemente fuerte para ser alguien que trabajaba en una librería, aunque lo había achacado a todas aquellas cajas pesadas que tenía que acarrear de un lado a otro. Ahora sabía el auténtico motivo.

—Clary, Simón, vamos.

Volvieron al interior, donde Luke dejó a Maia sobre el desvencijado sofá de velvetón gris. Envió a Simon en busca de una manta y a Clary a la cocina a por una toalla mojada. Cuando Clary regresó,

encontró a Maia recostada en uno de los cojines, con el rostro colorado y febril. Charlaba rápida y nerviosamente con Luke.

—Estaba cruzando el césped cuando... olí algo. Algo podrido, como basura. Me di la vuelta y me golpeó...

—¿Qué te golpeó? —preguntó Clary, entregando la toalla a Luke.

Maia arrugó la nariz.

—No lo vi. Me derribó y luego... Intenté apartarlo a patadas, pero era demasiado rápido...

—Yo sí lo he visto —dijo Luke con la voz sin entonación—. Conducía hacia la casa y te vi cruzando el césped... y entonces lo vi siguiéndote, en las sombras, pisándote los talones. Intenté avisarte a gritos desde la ventanilla, pero no me oíste. Entonces te derribó.

—¿Qué la seguía? —quiso saber Clary.

—Era un demonio drevak —respondió Luke con voz sombría—. Están ciegos. Rastrean mediante el olor. Subí el coche al césped y lo aplasté.

Clary echó una ojeada por la ventana a la camioneta. La cosa que había estado retorciéndose bajo las ruedas había desaparecido, lo que no era nada sorprendente: los demonios siempre regresaban a las dimensiones de las que procedían cuando morían.

—¿Por qué habrá atacado a Maia? —Clary bajó la voz cuando una idea le pasó por la cabeza—. ¿Crees que ha sido Valentine? ¿Buscando sangre de hombre lobo para su hechizo? Le interrumpieron la última vez...

—No lo creo —contestó Luke, ante su sorpresa—. Los demonios drevak no chupan sangre y lo que es seguro es que no pueden provocar la clase de caos que viste en la Ciudad Silenciosa. Principalmente actúan como espías y mensajeros. Creo que Maia simplemente se cruzó en su camino. —Se inclinó para mirar a la licántropa, que gemía quedamente con los ojos cerrados—. ¿Puedes subirte la manga para que te pueda ver el hombro?

La muchacha loba se mordió el labio y asintió, luego alargó la mano para subirse la manga del suéter. Tenía un largo tajo justo debajo del hombro, y la sangre se había secado formándole una costra en el brazo. Clary inhaló con fuerza al ver que el irregular corte rojo estaba bordeado de lo que parecían finas agujas negras asomando grotescamente en la piel.

Maia contempló fijamente el brazo con evidente horror.

—¿Qué son esas cosas?

—Los demonios drevak no tienen dientes; tienen espinas venenosas en la boca —explicó Luke—. Algunas de las espinas se han partido en tu carne.

Los dientes de Maia habían empezado a castañetear.

—¿Veneno? ¿Voy a morir?

—No, si actuamos de prisa —la tranquilizó Luke—. Pero voy a tener que sacarlas y te dolerá. ¿Crees que podrás soportarlo?

El rostro de Maia se crispó en una mueca de dolor. Consiguió asentir.

—Sácamelas.

—Sacar ¿qué? —preguntó Simón, entrando en la habitación con una manta enrollada, que soltó al ver el brazo de Maia, mientras daba un involuntario paso atrás—. ¿Qué es eso?

—¿Te impresiona la sangre, mundano? —preguntó Maia, con una pequeña sonrisa torcida, y a continuación jadeó—: Ah. Esto duele...

—Lo sé —repuso Luke, envolviendo con suavidad la parte inferior del brazo de la joven con la toalla.

Del cinturón, sacó un cuchillo de hoja fina. Maia echó una mirada al cuchillo y cerró los ojos con fuerza.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo con un hilo de voz—. Pero... no quiero que los otros miren.

—Lo comprendo. —Luke volvió la cabeza hacia Simon y Clary—. Id a la cocina, los dos. Llamad al Instituto. Contadles lo sucedido y haced que envíen a alguien. No pueden enviar a ninguno de los Hermanos, así que preferiblemente a alguien con preparación médica, o a un brujo. —Simon y Clary le miraron fijamente, paralizados por la visión del cuchillo y el brazo de Maia que poco a poco iba adquiriendo un tinte violáceo—. ¡Id! —ordenó, con severidad, y en esa ocasión le obedecieron.

La hostilidad de los sueños

Simon contempló a Clary mientras ésta permanecía recostada en la nevera, mordiéndose el labio como hacía siempre cuando estaba alterada. A menudo olvidaba lo pequeña y frágil que era, lo delgados que eran sus huesos, pero en momentos como ése, momentos en los que deseaba rodearla con los brazos, le frenaba la idea de que abrazarla demasiado fuerte podría lastimarla, sobre todo ahora que él ya no conocía su propia fuerza.

Sabía que Jace no sentía lo mismo. Simon había observado con una sensación de náusea en el estómago, incapaz de apartar la mirada, cómo Jace había tomado a Clary en sus brazos y la había besado con tal fuerza que Simon había pensado que uno o ambos se harían añicos. La había sujetado como si quisiera aplastarla contra sí, como si pudiera fusionarlos a los dos en una única persona.

Pero Clary era fuerte, más fuerte de lo que Simon creía. Era una cazadora de sombras, con todo lo que ello conllevaba. Pero eso no importaba; lo que tenían entre ambos seguía siendo tan frágil como la titilante llama de una vela, tan delicado como una cascara de huevo... y él sabía que si se quebraba, si él de algún modo dejaba que se rompiera y se destruyera, algo dentro de él también se haría añicos, algo que jamás podría arreglarse.

—Simón. —La voz de Clary le devolvió a la tierra—. Simón, ¿me estás escuchando?

—¿Qué? Sí, sí claro. Desde luego.

Se apoyó en el fregadero, intentando dar la impresión de que había estado prestando atención. El grifo goteaba, lo que volvió a distraerle momentáneamente: cada gota plateada de agua parecía resplandecer, en forma de lágrima perfecta, justo antes de caer. La visión de los vampiros era algo extraño, pensó. Su atención no dejaba de verse atraída por las cosas más corrientes: el destello del agua, las grietas que florecían en un trozo de pavimento, el lustre del aceite en una carretera; era como si nunca antes las hubiese visto.

—¡Simón! —repitió Clary, exasperada, y él reparó en que le estaba tendiendo algo rosa y metálico: su nuevo móvil—. He dicho que quiero que llames a Jace.

Eso hizo que bruscamente volviera a prestarle atención.

—¿Yo, llamarle? Me odia.

—No, no es cierto —aseguró ella, aunque él pudo ver en la expresión de sus ojos que sólo lo creía a medias—. De todos modos, yo no quiero hablar con él. Por favor...

—Bien. —Cogió el teléfono que le ofrecía e hizo avanzar la pantalla hasta llegar al número de Jace—. ¿Qué quieres que le diga?

—Simplemente cuéntale lo que ha pasado. Él sabrá qué hacer.

—Clary —exclamó Jace, que contestó al teléfono al tercer timbrazo, dando la impresión de estar sin aliento. Simon se sorprendió hasta que comprendió que era el nombre de Clary el que habría aparecido en el teléfono del cazador de sombras—. Clary, ¿estás bien?

Simon vaciló. La voz de Jace tenía un tono que él no le había oído nunca antes, una preocupación ansiosa desprovista de sarcasmo o sentimiento defensivo. ¿Era así como hablaba a Clary cuando estaban a solas? Simon le dirigió una veloz mirada; ella le observaba con los ojos verdes muy abiertos, mordiéndose con naturalidad la uña del índice derecho.

—Clary —volvió a decir Jace—, creía que me estabas evitando...

Un ramalazo de irritación recorrió a Simón. «Eres su hermano —quiso gritar a la línea telefónica—, eso es todo. No te pertenece. No tienes derecho a sonar tan... tan...»

«Desconsolado.» Esa era la palabra. Aunque él jamás había pensado que Jace tuviera un corazón para poder romperse.

—Y tenías razón —dijo finalmente Simón, la voz fría—. Todavía lo hace. Soy Simón. —Se produjo un silencio tan prolongado que Simon se preguntó si Jace habría dejado caer el teléfono—. ¿Hola?

—Estoy aquí. —La voz de Jace era seca y fría como las hojas otoñales, toda la vulnerabilidad desaparecida—. Si me llamas sólo para conversar, mundano, debes de estar más solo de lo que pensaba.

—Créeme, no te estaría llamando si tuviera elección. Hago esto por Clary.

—¿Está bien? —La voz de Jace seguía siendo seca y fría, pero había tensión en ella ahora, hojas otoñales escarchadas con una pátina de hielo duro—. Si le ha sucedido algo...

—No le ha sucedido nada.

Simon luchó por mantener la cólera fuera de su voz y, tan escuetamente como pudo, resumió a Jace los acontecimientos de la noche y el estado en que se encontraba Maia. Jace aguardó hasta que él terminó y luego le espetó una serie de instrucciones cortas. Simon escuchó aturdido y se encontró asintiendo antes de darse cuenta de que Jace no podía verle. Empezó a hablar y reparó en que lo que oía era silencio; su interlocutor había colgado. Sin decir nada, Simon cerró la tapa del teléfono y se lo pasó Clary.

—Viene para aquí.

Ella se dejó caer contra el fregadero.

—¿Ahora?

—Ahora. Magnus y Alec le acompañarán.

—¿Magnus? —preguntó ella, aturdida, y añadió—: ¡Ah!, por supuesto. Jace debía de estar en casa de Magnus. Pensaba que estaría en el Instituto, pero claro, no puede estar allí. Es...

Un grito áspero procedente de la salita la interrumpió. Clary abrió los ojos. Simon notó que los pelos del cogote se le erizaban como alambres.

—No pasa nada —dijo, tan tranquilizador como pudo—. Luke no le haría daño a Maia.

—Sí que le está haciendo daño. No tiene elección —corrigió Clary, meneando la cabeza—. Últimamente así es como están las cosas siempre. Nunca existe la menor opción. —Maia volvió a gritar, y Clary agarró con fuerza el borde de la encimera como si ella misma sintiera dolor—. ¡Odio esto! —soltó—. ¡Lo odio totalmente! Siempre con miedo, siempre perseguida, siempre preguntándome quién va a resultar herido a continuación. ¡Ojalá pudiera ser todo como antes!

—Pero no puede. Para ninguno de nosotros —replicó Simón—. Al menos, tú todavía puedes salir a la luz del sol.

Ella se volvió hacia él, con los labios entreabiertos, los ojos desorbitados y oscuros.

—Simón, no era mi intención...

—Ya sé que no. —Retrocedió, sintiendo como si tuviera algo atorado en la garganta—. Voy a ver cómo les va.

Por un momento pensó que ella le seguiría, pero la muchacha dejó que la puerta de la cocina se cerrara entre ellos sin protestar.

Las luces de la salita estaban todas encendidas. Maia yacía con cara cenicienta sobre el sofá, con la manta que él había llevado subida hasta el pecho. Se apretaba un pedazo de tela contra el brazo derecho; la tela estaba empapada parcialmente de sangre. Maia tenía los ojos cerrados.

—¿Dónde está Luke? —preguntó Simón; luego hizo una mueca, preguntándose si el tono era demasiado severo, demasiado exigente.

La muchacha tenía un aspecto horrible, con los ojos hundidos y convertidos en huecos grises y la boca tensa por el dolor. Los ojos se abrieron con un aleteo y se clavaron en él.

—Simon —musitó—. Luke ha ido a sacar el coche del césped. Le preocupaban los vecinos.

Simon echó una mirada rápida hacia la ventana. Pudo ver el barrido de los faros rozando la casa mientras Luke giraba el coche para meterlo en el camino de la entrada.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó—. ¿Te ha sacado esas cosas del brazo?

Ella asintió sin ánimo.

—Estoy tan cansada —murmuró a través de labios agrietados—. Y... sedienta.

—Te traeré agua.

Había una jarra de agua y un montón de vasos en el aparador junto a la mesa del comedor. Simon llenó un vaso y se lo llevó a Maia. Las manos le temblaban levemente y un poco del agua se derramó cuando ella tomó el vaso que le ofrecía. La muchacha ya alzaba la cabeza, a punto de decirle algo —«Gracias», probablemente— cuando los dedos de ambos se tocaron y ella se echó atrás con tanta fuerza que el vaso salió volando por los aires. Golpeó contra el borde de la mesita de café y se hizo pedazos, salpicando de agua el suelo de madera pulida.

—¿Maia? ¿Te encuentras bien?

Ella retrocedió ante él, presionando los hombros contra el respaldo del sofá, los labios hacia atrás mostrando los dientes. Los ojos se le habían tornado de un amarillo luminoso. Un gruñido sordo le surgió de la garganta, el sonido de un perro acorralado.

—¿Maia? —repitió Simón, consternado.

—Vampiro —gruñó ella.

Él sintió que la cabeza se balanceaba hacia atrás como si la muchacha le hubiese abofeteado.

—Maia...

—Pensaba que eras humano. Pero eres un monstruo. Una sanguijuela chupasangre.

—Soy humano... quiero decir, era humano. Me han convertido. Hace unos pocos días. —La cabeza le daba vueltas; se sentía mareado y enfermo—. Igual que te sucedió a ti...

—¡Ni se te ocurra compararte conmigo! —La muchacha había conseguido incorporarse con un esfuerzo hasta sentarse, con aquellos espantosos ojos amarillos todavía fijos en él, restregándole su repugnancia—. Yo todavía soy humana, todavía estoy viva; tú eres una cosa muerta que se alimenta de sangre.

—Sangre de animal...

—Simplemente porque no puedes conseguirla de humanos, o los cazadores de sombras te quemarían vivo...

—Maia —dijo, y el nombre de la joven en su boca era mitad rabia y mitad una súplica.

Dio un paso hacia ella, y la mano de la chica voló hacia adelante, con las uñas saliendo disparadas como garras, increíblemente largas de improviso. Le arañaron la mejilla, haciéndole retroceder tambaleante, con la mano sobre el rostro. La sangre le bajó por la mejilla y se le metió en la boca. Paladeó su gusto salobre y las tripas le gruñeron.

Maia estaba agazapada en el brazo del sofá con las rodillas dobladas hacia arriba, los dedos en forma de garras dejando profundos surcos en el velvetón gris. Un gruñido bajo le brotaba de la garganta, y las orejas se le habían alargado y las tenía planas contra la cabeza. Cuando le mostró los dientes, éstos eran afilados y dentados; no finos como agujas como los de Simón, sino unos fuertes y blancos caninos puntiagudos. La muchacha había dejado caer la tela ensangrentada que le había envuelto el brazo, y Simon pudo ver los pinchazos en los lugares donde habían penetrado las espinas, el centelleo de la sangre, manando, derramándose...

Un dolor agudo en el labio inferior le indicó que los colmillos se le habían salido de las fundas. Una parte de él quería pelear con ella, derribarla, perforarle la carne con los dientes y engullir su sangre caliente. La otra parecía estar chillando. Dio un paso atrás y luego otro, con las manos extendidas como si pudiera mantenerla alejada.

La joven se puso en tensión para saltar justo cuando la puerta de la cocina se abría de golpe y Clary irrumpía en la habitación. Saltó sobre la mesa de centro, aterrizando ágilmente como un gato. Clary sujetaba algo en la mano, algo que lanzó un brillante destello de un blanco plateado cuando alzó el brazo. Simon vio que era una daga que se curvaba con la elegancia del ala de una ave; una daga que pasó volando ante los cabellos de Maia, a milímetros de su rostro, y se hundió hasta la empuñadura en el velvetón gris. Maia intentó apartarse y lanzó un grito ahogado; la hoja le había atravesado la manga y la sujetaba al sofá.


Clary arrancó el cuchillo del sofá. Era uno de los de Luke. Nada más entreabrir la puerta de la cocina y echar una mirada a lo que sucedía en la salita, había ido derecha al escondrijo de armas que Luke tenía en su despacho. Maia podría estar débil y enferma, pero parecía lo bastante furiosa como para matar, y Clary no dudaba de las facultades de la muchacha.

—¿Qué diablos te pasa? —Clary se oyó hablar a sí misma como si lo hiciera desde lejos, y el aplomo en su propia voz la dejó estupefacta—. Seres lobo, vampiros... los dos sois subterráneos.

—Los seres lobo no hacen daño a la gente, o unos a otros. Los vampiros son asesinos. Uno mató a un muchacho en La Luna del Cazador justo el otro día...

—Eso no fue un vampiro. —Clary vio cómo Maia palidecía ante la seguridad de su voz—. Y si pudierais dejar de culparos siempre unos a otros por cada cosa mala que sucede en el Submundo, quizá los nefilim empezarían a tomaros en serio y realmente harían algo al respecto. —Se volvió hacia Simón; los feroces cortes de la mejilla cicatrizaban ya convirtiéndose en líneas de un rojo plateado—. ¿Estás bien?

—Sí. —La voz del muchacho era apenas audible. Clary podía ver el dolor en sus ojos, y por un momento luchó contra el impulso de llamar a Maia una serie de nombres irrepetibles—. Estoy perfectamente.

Clary se volvió de nuevo hacia la muchacha loba.

—Tienes suerte de que él no sea tan intolerante como tú, o yo elevaría una queja a la Clave y haría que toda la manada pagara por tu comportamiento.

Con un violento tirón, arrancó el cuchillo, liberando la camiseta de Maia.

La muchacha se encolerizó.

—No lo entiendes. Los vampiros son lo que son porque están infectados con energías demoníacas...

—¡Lo mismo les sucede a los licántropos! —replicó Clary—. Puede que no sepa muchas cosas, pero eso sí lo sé.

—Pero ése es el problema. Las energías demoníacas nos cambian, nos hacen diferentes; puedes llamarlo enfermedad o lo que quieras, pero los demonios que crearon a los vampiros y los demonios que crearon a los seres lobo provenían de especies que estaban en guerra entre sí. Se odiaban unos a otros, así que está en nuestra sangre odiarnos unos a otros también. No podemos evitarlo. Un hombre lobo y un vampiro jamás pueden ser amigos debido a eso. —Miró a Simon con ojos brillantes de cólera y algo más—. No tardarás en empezar a odiarme —indicó—. Odiarás a Luke, también. No podrás evitarlo.

—¿Odiar a Luke?

Simon estaba lívido, pero antes de que Clary pudiese tranquilizarle, la puerta principal se abrió de golpe. La muchacha volvió la mirada, esperando a Luke, pero no era él. Era Jace. Iba vestido de negro, con dos cuchillos serafín metidos en el cinturón que le rodeaba las estrechas caderas. Alec y Magnus estaban justo detrás de él. Magnus llevaba una larga y arremolinada esclavina que parecía como si estuviera decorada con pedazos de cristal triturado.

Los ojos dorados de Jace, con la precisión de un láser, se fijaron inmediatamente en Clary. Si ella había pensado que él podría estar contrito, preocupado o incluso avergonzado tras todo lo que había sucedido, se equivocaba. Lo único que parecía era enojado.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó, con una irritación aguda y deliberada.

Clary se echó una mirada a sí misma. Seguía subida a la mesa de centro, cuchillo en mano. Reprimió el impulso de ocultarlo tras la espalda.

—Hemos tenido un incidente. Ya me he ocupado de él.

—¿De verdad? —La voz de Jace rezumaba sarcasmo—. ¿Sabes siquiera usar ese cuchillo, Clarissa? ¿Sin clavártelo a ti misma o a cualquier transeúnte inocente?

—No he herido a nadie —replicó Clary entre dientes.

—Ha acuchillado el sofá —explicó Maia en una voz apagada, a la vez que se le cerraban los ojos.

Las mejillas de la muchacha estaban enrojecidas por la fiebre y la cólera, pero el resto del rostro aparecía alarmantemente pálido.

Simon la miró con preocupación.

—Creo que está empeorando.

Magnus carraspeó. Cuando Simon no se movió, dijo: «Aparta, mundano», en un tono de inmensa irritación, y se echó la capa hacia atrás mientras cruzaba la habitación muy digno hasta donde Maia yacía en el sofá.

—¿Doy por supuesto que eres mi paciente? —inquirió, contemplándola a través de pestañas revestidas de purpurina.

Maia alzó la mirada para contemplarle con mirada extraviada.

—Soy Magnus Bañe —prosiguió él en un tono tranquilizador, extendiendo las manos cubiertas de anillos; chispas azules habían empezado a danzar entre ellas como bioluminiscencia danzando en agua—. Soy el brujo que está aquí para curarte. ¿No te han dicho que venía?

—Sé quién eres, pero... —Maia parecía aturdida—. Tienes un aspecto tan... tan... reluciente.

Alec emitió un ruidito que sonó muy parecido a una carcajada sofocada por una tos. Mientras, las finas manos de Magnus tejían una resplandeciente cortina azul de magia alrededor de la muchacha loba.

Jace no reía.

—¿Dónde está Luke? —preguntó.

—Está fuera —respondió Simón—. Estaba sacando la camioneta del césped.

Jace y Alec intercambiaron una mirada fugaz.

—Es curioso —repuso Jace, que no parecía contento—, no le he visto cuando subíamos la escalera.

Un fino zarcillo de pánico se desplegó como una hoja en el interior del pecho de Clary.

—¿No habéis visto la camioneta?

—Yo sí —contestó Alec—. Estaba en la entrada. Las luces estaban apagadas.

Al oír aquello incluso Magnus, concentrado en Maia, alzó la mirada. A través de la red mágica que había tejido alrededor de sí mismo y de la muchacha herida, sus facciones parecieron desdibujadas y vagas, como si los mirara a través de agua.

—No me gusta —declaró con voz hueca y distante—. No tras un ataque drevak. Deambulan en manadas.

La mano de Jace se dirigía ya hacia uno de sus cuchillos serafín.

—Iré a ver. Alec, tú quédate aquí, mantén la casa segura.

Clary saltó de la mesa.

—Voy contigo.

—No, no vienes.

Fue hacia la puerta sin siquiera echar una mirada atrás para ver si Clary le seguía.

Ella echó a correr y se interpuso entre él y la puerta principal.

—Para.

Por un momento, Clary pensó que Jace iba a seguir avanzando aunque tuviese que pasar a través de ella, pero se detuvo, justo a unos centímetros de ella, tan cerca que pudo sentir cómo su aliento le agitaba los cabellos cuando habló.

—Te tiraré al suelo si tengo que hacerlo, Clarissa.

—Deja de llamarme así.

—Clary.

Jace lo dijo en una voz muy queda, y el sonido de su nombre en boca de él fue tan íntimo que un escalofrío recorrió la espalda de la muchacha. El dorado de los ojos de Jace se había vuelto duro, metálico, y Clary se preguntó por un momento si no saltaría sobre ella, qué sentiría si la golpeaba, si la derribaba al suelo, si la agarraba de las muñecas incluso. Para él, pelear era como el sexo para otras personas. La idea de que la tocara de aquel modo hizo que sus mejillas se arrebolaran en una ardiente riada.

Habló intentando disimular el temblor entrecortado de su voz.

—Es mi tío, no el tuyo...

Un humor salvaje apareció fugazmente en el rostro del chico.

—Cualquier tío tuyo es tío mío, querida hermana —replicó él—, y no es pariente consanguíneo de ninguno de los dos.

—Jace...

—Además, no tengo tiempo para colocarte Marcas —añadió, recorriéndola con una indolente mirada dorada—, y todo lo que tienes es ese cuchillo. No te será de mucha utilidad si nos enfrentamos a demonios.

Ella clavó el cuchillo en la pared junto a la puerta, y fue recompensada con la mirada de sorpresa de él.

—¿Y qué? Tú tienes dos cuchillos serafín; dame uno.

—¡Ah, por el amor de...! —Era Simón, con las manos metidas en los bolsillos y los ojos llameantes como tizones negros en el rostro blanco—. Yo iré.

—Simón, no... —empezó Clary.

—Al menos yo no estoy perdiendo el tiempo coqueteando mientras no sabes qué le ha sucedido a Luke.

Le hizo un gesto para que se apartara de la puerta.

Los labios de Jace se apretaron.

—Iremos todos. —Ante la sorpresa de Clary, extrajo violentamente un cuchillo serafín del cinturón y se lo entregó—. Tómalo.

—¿Cómo se llama? —preguntó ella, apartándose de la puerta.

Nakir.

Clary había dejado la chaqueta en la cocina, y el aire frío que se alzaba del East River le atravesó la fina camiseta en cuanto salió al porche oscuro.

—¿Luke? —llamó—. ¡Luke!

La camioneta estaba aparcada en el camino de acceso, con una de las puertas abierta de par en par. La luz del techo estaba encendida y emitía un resplandor tenue. Jace frunció el entrecejo.

—Las llaves están en el contacto. El coche está al ralentí —informó.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Simon mientras cerraba la puerta de la casa.

—Puedo oírlo. —Jace miró a Simon con expresión especulativa—. Y tú también podrías hacerlo si lo intentaras, chupasangre. —Trotó escalera abajo con una leve risita flotando tras él en el viento.

—Creo que me gustaba más «mundano» que «chupasangre» —masculló Simón.

—Con Jace no puedes ni elegir tu propio apodo insultante.

Clary se palpó el bolsillo de los vaqueros hasta que los dedos localizaron la piedra fría y lisa. Sacó la luz mágica y la alzó en la mano. Su resplandor irradió al exterior entre los dedos como la luz de un sol diminuto.

—Vamos —dijo.

Jace tenía razón; la camioneta estaba al ralentí. Clary olió los gases del tubo de escape cuando se acercaron y sintió que se le caía el alma a los pies. Luke jamás habría dejado la puerta del coche abierta y las llaves en el contacto a menos que hubiese sucedido algo.

Jace describía círculos alrededor del vehículo, con cara enfurruñada.

—Acerca más esa luz mágica.

Se arrodilló en la hierba y pasó los dedos suavemente por encima. De un bolsillo interior extrajo un objeto que Clary reconoció: una pieza lisa de metal, grabada con delicadas runas. Un sensor. Jace lo pasó por encima de la hierba, y éste le devolvió una serie de sonoros chasquidos, como un contador Geiger que se hubiese vuelto loco.

—Actuación demoníaca confirmada. Estoy detectando rastros fuertes.

—¿Podría haberlos dejado el demonio que atacó a Maia? —preguntó Simón.

—Los niveles son demasiado altos. Ha habido más de un demonio aquí esta noche. —Jace se puso en pie, todo eficiencia—. Quizá vosotros dos deberíais volver adentro. Enviad a Alec aquí fuera. Ha tratado con esta clase de cosa antes.

—Jace...

Clary volvía a estar furiosa. Se interrumpió cuando algo atrajo su mirada. Fue un fugaz movimiento al otro lado de la calle, junto a la orilla de cemento salpicada de rocas del East River. Hubo algo en el movimiento... un ángulo cuando un gesto captó la luz, algo demasiado veloz, demasiado alargado para ser humano...

Clary señaló con el brazo.

—¡Mirad! ¡Junto al agua!

La mirada de Jace siguió la suya. Inhaló con fuerza y echó a correr. Clary y Simon corrieron tras él cruzando el asfalto de la calle Kent y alcanzando la hierba rala que bordeaba la orilla. La luz mágica se balanceaba en la mano de Clary mientras ésta corría, iluminando pedazos del margen del río con una luz irregular: un montón de malas hierbas allí, un saliente de hormigón roto que casi la hizo tropezar, un montón de basura y cristales rotos... y luego, cuando por fin vieron con claridad el agua que lamía la orilla, el cuerpo hecho un ovillo de un hombre.

Era Luke; Clary lo reconoció al instante a pesar de que las dos formas oscuras acuclilladas sobre él impedían verle el rostro. Estaba caído sobre la espalda, tan cerca del agua que Clary se preguntó por un aterrado momento si las criaturas encorvadas le estarían sujetando bajo ella, intentando ahogarle. Entonces las criaturas se echaron hacia atrás, siseando a través de bocas perfectamente circulares sin labios, y Clary vio que la cabeza de Luke descansaba sobre la orilla de grava. El rostro estaba flácido y gris.

—Demonios raum —susurró Jace.

Los ojos de Simon estaban abiertos como platos.

—¿Son ésas las mismas cosas que atacaron a Maia...?

—No. Éstos son mucho peores. —Jace hizo una seña a Simon y a Clary para que se colocaran detrás de él—. Vosotros dos, quedaos atrás. —Alzó su cuchillo serafín—. ¡Israfiel! —gritó, y hubo un repentino estallido de ardiente luz cuando éste se iluminó con una llamarada.

Jace saltó hacia adelante, blandiendo el arma ante el más próximo de los demonios. A la luz del cuchillo serafín, el aspecto del demonio resultó desagradablemente visible: piel lívida y escamosa, un agujero negro por boca, ojos saltones como los de un sapo y brazos que terminaban en tentáculos donde deberían haber estado las manos. El demonio atacó con aquellos tentáculos, chasqueándolos en dirección a Jace a una velocidad increíble.

Pero Jace fue más rápido. Se oyó una especie de repugnante chasquido cortante cuando Israfiel atravesó la muñeca del demonio y el apéndice con tentáculos salió volando por los aires. La punta con los tentáculos fue a parar a los pies de Clary, retorciéndose aún. Era de un gris blanquecino, coronada por ventosas rojas como la sangre. Dentro de cada ventosa había un ramillete de diminutos dientes afilados como agujas.

Simon emitió un sonido ahogado de náuseas. Clary se sintió inclinada a darle la razón. Asestó una patada al montón de tentáculos contorsionados, haciéndolo rodar por la hierba sucia. Cuando alzó los ojos, vio que Jace había derribado al demonio herido y rodaban juntos sobre las rocas del borde del río. El resplandor del cuchillo serafín del joven proyectaba elegantes arcos de luz que se hacían añicos sobre el agua mientras él se revolvía y contorsionaba para evitar los tentáculos que le quedaban a la criatura; por no mencionar la sangre negra que brotaba como un surtidor de la muñeca cercenada. Clary vaciló —¿debería acudir junto a Luke o correr a ayudar a Jace?— y en aquel momento de vacilación oyó a Simon gritar:

—¡Clary, cuidado!

Y al volverse se encontró con que el segundo demonio arremetía directamente contra ella.


No había tiempo para sacar el cuchillo serafín del cinturón ni tiempo para recordar y gritar el nombre del arma. Alargó las manos, y el demonio la golpeó, derribándola de espaldas. Clary se desplomó con un grito, golpeándose dolorosamente el hombro contra el suelo irregular. Tentáculos resbaladizos le rasparon la piel. Uno le envolvió el brazo, oprimiéndoselo dolorosamente; el otro le rodeó la garganta.

Clary se llevó las manos a la garganta con desesperación, intentando arrancarse la flexible extremidad del cuello. Los pulmones le dolían ya. Pateó y se retorció...

Y de improviso, la presión desapareció; la criatura la había soltado. Clary aspiró con una inhalación sibilante y rodó hasta quedar de rodillas. El demonio estaba medio agazapado, contemplándola fijamente con ojos negros sin pupilas. ¿Preparándose para volver a atacar? La chica cogió a toda prisa su cuchillo, escupió: «Nakir», y una lanza de luz salió disparada de sus dedos. Nunca antes había empuñado un cuchillo de ángel. La empuñadura temblaba y vibraba en la mano; parecía tener vida.

\Nakir\ —chilló Clary mientras se ponía en pie tambaleándose con el arma extendida y dirigida hacia el demonio raum.

Ante su sorpresa, el demonio retrocedió a saltitos, con los tentáculos ondulando, casi como si tuviera miedo de ella, aunque eso no era posible. Vio a Simon corriendo hacia ella con un largo pedazo de lo que parecía una tubería de acero en la mano; detrás de él, Jace se alzaba de rodillas. La muchacha no pudo ver al demonio con el que él había estado peleando; tal vez lo había matado. En cuanto al segundo demonio raum, tenía la boca abierta y emitía un consternado sonido ululante, como si fuese un búho monstruoso. Súbitamente, el ser se volvió y, con los tentáculos ondeando, corrió veloz hacia la orilla y saltó al río. Un borbotón de agua salobre se elevó hacia lo alto, y a continuación el demonio desapareció, desvaneciéndose bajo la superficie del río sin siquiera un delator chorro de burbujas para indicar su situación.

Jace llegó junto a ella justo cuando la criatura desaparecía. Iba doblado por la mitad, jadeando, embadurnado de sangre negra de demonio.

—¿Qué... ha pasado? —quiso saber mientras trataba de recuperar el aliento.

—No lo sé —admitió Clary—. Cayó sobre mí... Intenté quitármelo de encima, pero era demasiado rápido... y entonces se fue. Como si hubiera visto algo que lo asustó.

—¿Estás bien?

Era Simón, deteniéndose con un patinazo frente a ella, sin jadear —él ya no respiraba, se recordó Clary—, pero sí ansioso, aferrando un grueso trozo de tubería en la mano.

—¿De dónde has sacado eso? —quiso saber Jace.

—Lo arranqué de un poste de teléfono. —Simon dio la impresión de que el recuerdo le sorprendía—. Imagino que se puede hacer cualquier cosa cuando te sube la adrenalina.

—O cuando posees la fuerza impía de los condenados —repuso Jace.

—¡Ah, callaos los dos! —les espetó Clary, obteniendo una mirada mártir de Simon y una mueca socarrona de Jace.

La muchacha les empujó a un lado para pasar, y fue a la orilla del río.

—¿O es que os habéis olvidado de Luke?

El hombre seguía inconsciente, pero respiraba. Estaba tan pálido como lo había estado Maia, y tenía la manga desgarrada sobre el hombro. Cuando Clary apartó la tela, endurecida por la sangre de la piel, con todo el cuidado posible, vio que sobre el hombro había un racimo de rojas heridas circulares allí donde un tentáculo lo había agarrado. Cada una rezumaba una mezcla de sangre y líquido negruzco. La muchacha inspiró profundamente.

—Tenemos que llevarle adentro.

Magnus les aguardaba en el porche. Simon y Jace transportaron a Luke, desplomado entre ellos, escalera arriba. Habiendo acabado con Maia, Magnus la había acostado en la habitación de Luke, así que tumbaron al licántropo en el sofá donde ella había estado y dejaron que Magnus se pusiera a trabajar en él.

—¿Se pondrá bien? —quiso saber Clary, revoloteando alrededor del diván mientras el brujo invocaba el fuego azul, que titiló entre sus manos.

—Estará perfectamente. El veneno raum es un poco más complejo que una picadura drevak, pero nada de lo que no pueda ocuparme. —Magnus le hizo una seña para que se alejara—. Al menos si te apartas y me dejas trabajar.

A regañadientes, la muchacha se dejó caer en un sillón. Jace y Alec estaban ante la ventana, con las cabezas muy juntas. Jace gesticulaba con las manos. Clary supuso que le explicaba a Alec lo sucedido con los demonios. Simón, con aspecto de sentirse incómodo, estaba apoyado en la pared junto a la puerta de la cocina. Parecía ensimismado en sus pensamientos. Puesto que no quería mirar el rostro fláccido y gris de Luke, Clary dejó descansar la mirada en Simón, evaluando qué era lo que le resultaba a la vez familiar y distinto. Sin las gafas, los ojos parecían el doble de grandes, y muy oscuros, más negros que castaños. Tenía la piel pálida y tersa como el mármol blanco, recorrida por venas más oscuras en las sienes, y los pómulos le sobresalían, muy marcados. Incluso el cabello parecía más oscuro, contrastando con el blanco de la tez. Recordó haber contemplado al grupo del hotel de Raphael, preguntándose por qué no parecía haber vampiros feos o poco atractivos. Quizá existía alguna norma sobre no convertir en vampiros a los físicamente poco atractivos, había pensado entonces, pero ahora se preguntaba si el vampirismo no efectuaba una transformación, dando tersura a la piel manchada, añadiendo color y lustre a ojos y cabellos. Tal vez era una ventaja evolutiva de la especie. Resultar atractivo podía ayudar a los vampiros a atraer a la presa.

Reparó entonces en que Simon la contemplaba a su vez, con los oscuros ojos muy abiertos. Abandonando bruscamente su ensoñación, Clary volvió la cabeza y vio que Magnus se ponía en pie. La luz azul había desaparecido. Los ojos de Luke seguían cerrados, pero el feo tinte grisáceo había desaparecido de la piel y su respiración era profunda y regular.

—¡Está bien! —exclamó Clary, y Alec, Jace y Simon se acercaron a toda prisa para echar una mirada.

Simon le cogió la mano a Clary, y ésta cerró los dedos con fuerza, contenta de tener su apoyo.

—¿Vivirá? —preguntó Simón, mientras Magnus se dejaba caer sobre el brazo del sillón más próximo con aspecto agotado, demacrado y azulado, y asentía—. ¿Estás seguro?

—Sí, estoy seguro —respondió Magnus—. Soy el Gran Brujo de Brooklyn; sé lo que me hago. —Sus ojos fueron hacia Jace, que acababa de decir algo a Alec en una voz demasiado baja para que ninguno de ellos pudiera oírlo—. Lo que me recuerda —prosiguió, en un tono envarado—, que no estoy exactamente seguro de qué creéis que estáis haciendo, recurriendo a mí cada vez que uno de vosotros tiene aunque sólo sea un uñero para arreglar. Como Gran Brujo, mi tiempo es valioso. Hay gran cantidad de brujos menores que no tendrían inconveniente en trabajar para vosotros por una tarifa mucho más reducida.

Clary le miró pestañeando sorprendida.

—¿Nos vas a cobrar? ¡Pero Luke es un amigo!

Magnus sacó un fino cigarrillo azul del bolsillo de la camisa.

—No es amigo mío —repuso—. Le he visto sólo en las pocas ocasiones en que acompañaba a tu madre cuando había que refrescar tus hechizos de memoria. —Pasó la mano sobre la punta del cigarrillo y éste se encendió con una llama multicolor—. ¿Habéis creído que os ayudaba porque soy bondadoso? ¿O simplemente soy el único brujo que conocéis?

Jace había escuchado aquel mini discurso con un llamear de ira que hacía que sus ojos ambarinos brillaran como el oro.

—No —contestó—, pero sí eres el único brujo que conocemos que resulta que sale con un amigo nuestro.

Por un momento todo el mundo le miró atónito: Alec con auténtico horror, Magnus con estupefacto enojo, y Clary y Simon con sorpresa. Alec fue el primero en hablar, la voz le temblaba.

—¿Por qué dices eso?

Jace pareció desconcertado.

—¿El qué?

—Que estoy saliendo... que estamos saliendo..., no es cierto —negó Alec, la voz alzándose y descendiendo varias octavas mientras luchaba por controlarla.

Jace le contempló fijamente.

—No he dicho que saliera contigo —replicó—, pero es curioso que tú sepas exactamente a lo que me refería, ¿no es cierto?

—No estamos saliendo —insistió Alec.

—¿Ah, no? —repuso Magnus—. Así que simplemente te muestras amistoso con todo el mundo, ¿es eso?

—Magnus... —Alec miró al brujo con ojos suplicantes.

Magnus, no obstante, parecía estar ya harto. Cruzó los brazos sobre el pecho y se echó hacia atrás en silencio, contemplando la escena ante él con ojos entrecerrados.

Alec se volvió hacia Jace.

—Tú no... —empezó—. Quiero decir, sin duda no pensarías...

Jace meneaba la cabeza con perplejidad.

—Lo que no entiendo es que te tomes tantas molestias para ocultarme tu relación con Magnus; como si yo fuese a molestarme si me hablaras de ella.

Si su intención era que sus palabras resultaran reconfortantes, quedó claro que no lo había logrado. Alec adquirió un color ceniciento, y no dijo nada. Jace volvió la cabeza hacia Magnus.

—Ayúdame a convencerle —dijo— de que realmente no me importa.

—Bueno —repuso Magnus en voz baja—, me parece que ya te cree.

—Entonces no...

El desconcierto resultaba patente en el rostro de Jace, y por un momento Clary vio la expresión de Magnus y supo que éste se sentía fuertemente tentado a responderle. Movida por una súbita piedad por Alec, la muchacha soltó la mano de Simon y se acercó a Jace.

—Jace, es suficiente —dijo—. Déjalo estar.

—Dejar estar ¿qué? —inquirió Luke.

Clary se volvió en redondo y le encontró incorporándose en el sofá con un ligero gesto de dolor, pero con un aspecto bastante saludable.

—¡Luke!

Corrió junto al sofá, consideró la posibilidad de abrazarle, vio cómo se sujetaba el hombro y decidió no hacerlo.

—¿Recuerdas lo sucedido?

—En realidad, no. —Luke se pasó la mano por la cara—. Lo último que recuerdo fue ir a la camioneta. Algo me golpeó en el hombro y tiró de mí hacia un lado. Recuerdo el más increíble de los dolores... Sea como sea, debo de haberme desmayado después. Lo siguiente que supe fue que oía a cinco personas gritando. ¿De qué iba todo eso, por otra parte?

—De nada —saltaron a coro Clary, Simón, Alec, Magnus y Jace, en una concordancia sorprendente y que probablemente no se volvería a repetir jamás.

No obstante su evidente agotamiento, las cejas de Luke se enarcaron. Pero «ya veo», fue todo lo que dijo.

Puesto que Maia seguía dormida en el dormitorio de Luke, éste anunció que estaría perfectamente en el sofá. Clary intentó darle la cama de su habitación, pero él se negó a aceptarla. Dándose por vencida, la muchacha fue al estrecho vestíbulo para sacar sábanas y mantas del armario de la ropa blanca. Estaba sacando un edredón de un estante alto cuando percibió la presencia de alguien a su espalda. Clary giró en redondo, dejando caer la manta que había estado sosteniendo.

Era Jace.

—Siento haberte sobresaltado.

—No pasa nada. —Clary se agachó para recoger la manta.

—En realidad, no lo siento —dijo él—. Ésta es la mayor emoción que te he visto expresar en días.

—Es que no te he visto en días.

—¿Y de quién es la culpa? Te he llamado. No contestas el teléfono. Y no podía venir a verte sin más. He estado en prisión, por si lo has olvidado.

—No exactamente en prisión. —Clary intentó dar una nota frívola a su voz mientras se erguía—. Tenías a Magnus para que te hiciera compañía. Y La isla de Gilligan.

Jace sugirió que el elenco de La isla de Gilligan podía hacer algo anatómicamente improbable consigo mismos.

Clary lanzó un suspiro.

—¿No se supone que debes irte con Magnus?

La boca del muchacho se torció en una mueca y ella vio quebrarse algo tras sus ojos, un estallido de dolor.

—¿No ves el momento de librarte de mí?

—No.

Abrazó la manta contra sí misma y bajó los ojos hacia las manos del chico, incapaz de trabar la mirada con él. Los delgados dedos eran hermosos y estaban llenos de cicatrices, con la tenue franja blanca de piel más pálida aún visible en el índice derecho allí donde había lucido el anillo de los Morgenstern. El ansia de tocarle era tan terrible que quiso soltar las mantas y chillar.

—Quiero decir, no, no es eso. No te odio, Jace.

—Yo tampoco te odio.

Clary alzó los ojos hacia él, aliviada.

—Me alegro de oír eso...

—Ojalá pudiera odiarte —replicó él.

La voz tenía un tono ligero, la boca curvada en una media sonrisa despreocupada, pero los ojos estaban llenos de aflicción.

—Quiero odiarte. Intento odiarte. Sería todo más fácil si te odiara. A veces pienso que sí que te odio y entonces te veo y...

Las manos de Clary se habían entumecido de tan fuerte como sujetaban la manta.

—Y ¿qué?

—¿Qué crees? —Jace negó con la cabeza—. ¿Por qué debería contarte cómo me siento cuando tú nunca me cuentas nada? Es igual que golpearme la cabeza contra una pared, sólo que al menos si me golpeara la cabeza contra una pared sería capaz de obligarme a dejar de hacerlo.

Los labios de Clary temblaban con tal violencia que descubrió que le costaba hablar.

—¿Crees que es fácil para mí? —quiso saber—. ¿Crees...?

—¿Clary?

Era Simón, que entraba en el pasillo con aquella nueva gracia silenciosa suya, sobresaltándola de tal modo que volvió a dejar caer la manta. Desvió la cara, pero no lo bastante de prisa como para ocultarle la expresión del rostro, o el delator brillo de los ojos.

—Ya veo —dijo él, tras una larga pausa—. Lamento interrumpir.

Volvió al interior de la salita, dejando a Clary siguiéndole con la mirada por entre una cortina de lágrimas.

—Maldita sea. —Clary se revolvió contra Jace—. ¿Qué es lo que hay en ti? —dijo, con más ferocidad de lo que había pretendido—. ¿Por qué tienes que estropearlo todo?

Le puso la manta en las manos y salió corriendo detrás de Simón.

Éste había cruzado ya la puerta de la calle. Lo alcanzó en el porche y dejó que la puerta principal se cerrara tras ella.

—¡Simón! ¿Adónde vas?

Él se volvió casi de mala gana.

—A casa. Es tarde..., no quiero verme atrapado aquí cuando salga el sol.

Puesto que el sol no iba a salir hasta al cabo de varias horas, a Clary aquello le sonó a una excusa muy pobre.

—Sabes que puedes quedarte y dormir aquí durante el día si quieres evitar a tu madre. Puedes dormir en mi habitación...

—No creo que ésa sea una buena idea.

—¿Por qué no? No comprendo por qué te vas.

Él le sonrió. Fue una sonrisa triste con algo más en el fondo.

—¿Sabes cuál es el peor sentimiento que puedo imaginar?

—No —respondió ella, pestañeando.

—No confiar en la persona a la que amo más que a nada en el mundo.

Ella le puso la mano en el brazo. Él no se apartó, pero tampoco respondió al contacto.

—Quieres decir...

—Sí —repuso él, sabiendo lo que Clary iba a preguntar—. Me refiero a ti.

—Pero sí que puedes confiar en mí.

—Antes solía pensar que sí —dijo él—. Pero tengo la sensación de que preferirías llorar por alguien con quien posiblemente jamás puedas estar que intentar ser feliz con alguien con quien puedes estar.

De nada servía fingir.

—Sólo dame tiempo —replicó ella—. Sólo necesito tiempo para superar... para superarlo todo.

—No vas a decirme que me equivoco, ¿verdad? —preguntó él, y sus ojos se veían muy grandes y oscuros bajo la tenue luz del porche—. Esta vez no.

—No. Lo siento.

—No lo sientas. —Se apartó de ella y de su mano extendida, dirigiéndose hacia los peldaños del porche—. Al menos es la verdad.

«Si sirve de algo.» Clary metió las manos en los bolsillos, y le observó alejarse de ella hasta que lo engulló la oscuridad.


Resultó que Magnus y Jace no se iban; Magnus quería pasar unas cuantas horas más en la casa para asegurarse de que Maia y Luke se recuperaban como se esperaba. Tras unos minutos de conversación forzada con un Magnus aburrido, mientras Jace, sentado en el taburete del piano y estudiando con aplicación algunas partituras, la ignoraba, Clary decidió acostarse temprano.

Pero el sueño no acudía. Podía oír el quedo tocar del piano de Jace a través de las paredes, pero no era eso lo que la mantenía despierta. Pensaba en Simon yendo hacia una casa que él ya no sentía como un hogar; en la desesperación de la voz de Jace mientras le decía «quiero odiarte», y en Magnus, ocultándole la verdad a Jace: que Alec no quería que Jace conociera su relación porque seguía enamorado de él. Pensó en la satisfacción que le habría deparado a Magnus pronunciar las palabras en voz alta, admitir cuál era la verdad. Que no las hubiera pronunciado, que hubiera dejado que Alec siguiera mintiendo y fingiendo, porque eso era lo que Alec quería, significaba que a Magnus le importaba Alec lo suficiente como para concederle eso. Quizá fuera cierto lo que la reina seelie había dicho: el amor nos hace mentirosos.

Una hueste de ángeles rebeldes

Gaspard de la Nuit de Ravel se compone de tres partes diferenciadas; Jace había interpretado ya la primera cuando se levantó del piano, entró en la cocina, cogió el teléfono de Luke e hizo una única llamada. Luego regresó al piano y a Gaspard.

Iba por la mitad de la tercera parte cuando vio una luz que barría el césped delantero de Luke. Se apagó al cabo de un momento, sumiendo la vista desde la ventana delantera en la oscuridad, pero Jace ya estaba en pie y alargaba la mano para coger su cazadora.

Cerró la puerta de Luke tras él sin hacer ruido y descendió los escalones saltándolos de dos en dos. En el césped junto a la acera había una motocicleta con el motor todavía retumbando. Poseía una extraña apariencia orgánica: tubos que eran como venas glutinosas ascendían serpenteantes y envolvían el chasis, y el único faro, ahora mortecino, parecía un ojo refulgente. En cierto modo parecía tan viva como el muchacho que estaba apoyado en ella contemplando a Jace con curiosidad. Llevaba una cazadora de cuero marrón y el pelo oscuro se le rizaba hasta el cuello de la prenda y le caía sobre los ojos entrecerrados. Sonreía burlón, dejando al descubierto unos puntiagudos dientes blancos. Desde luego, se dijo Jace, ni el muchacho ni la motocicleta estaban vivos en realidad; ambos se movían gracias a energías demoníacas, alimentados por la noche.

—Raphael —dijo Jace, a modo de saludo.

—Ya ves —repuso éste—, la he traído, como me pediste.

—Lo veo.

—Aunque, podría añadir, siento mucha curiosidad por saber por qué querrías algo como una motocicleta demoníaca. Para empezar, no son lo que se dice aceptables para parte de la Alianza, y en segundo lugar, se rumorea que ya tienes una.

—Sí que tengo una —admitió Jace, dando vueltas alrededor de la motocicleta para examinarla desde todos los ángulos—, pero está en el tejado del Instituto, y ahora no puedo acceder a ella.

Raphael lanzó una divertida risita.

—Parece que ninguno de los dos es bien recibido en el Instituto.

—¿Vosotros? ¿Los chupasangres estáis aún en la lista de los Más Buscados?

Raphael se inclinó a un lado y escupió, con delicadeza, al suelo.

—Nos acusan de asesinatos —afirmó con ira—. De la muerte del ser lobo, del hada, incluso de la del brujo, aunque les he dicho que no bebemos sangre de brujo. Es amarga y puede obrar extraños cambios en los que la consumen.

—¿Le has dicho esto a Maryse?

—Maryse. —Los ojos de Raphael centellearon—. No podría hablar con ella ni que quisiera. Ahora todas las decisiones pasan por la Inquisidora, todas las indagaciones y peticiones se llevan a través de ella. Es una mala situación, amigo, una mala situación.

—¡Me lo vas a decir a mí! —exclamó Jace—. Y nosotros no somos amigos. Estuve de acuerdo en no contar a la Clave lo sucedido con Simon porque necesitaba tu ayuda. No porque me caigas bien.

Raphael sonrió burlón, los dientes centelleando blancos en la oscuridad.

—Así que no te caigo bien. —Ladeó la cabeza a un lado—. Es curioso —reflexionó—, había pensado que se te veía diferente ahora que has caído en desgracia con la Clave. Que ya no eres su hijo favorito. Pensé que algo de esa arrogancia podría haber desaparecido. Pero sigues siendo el mismo.

—Creo en la coherencia —replicó Jace—. ¿Vas a dejarme la moto, o no? Sólo tengo unas pocas horas hasta que salga el sol.

—¿Supongo que eso significa que no vas a llevarme a casa?

Raphael se apartó con elegancia de la motocicleta; mientras se movía, Jace distinguió el brillante destello de la cadena de oro que le rodeaba la garganta.

—No. —Jace montó en la moto—. Pero puedes dormir en el sótano bajo la casa si te preocupa el amanecer.

—Hummm.

Raphael se quedó pensativo; era unos pocos centímetros más bajo que Jace, y aunque parecía más joven físicamente, los ojos eran mucho más ancianos.

—¿Así que ahora estamos en paces por Simón, cazador de sombras?

Jace aceleró la moto, haciéndola girar en dirección al río.

—Jamás estaremos en paz, chupasangre, pero al menos esto es un comienzo.


Jace no había conducido una moto desde hacía tiempo, y le cogió desprevenido el viento helado que ascendía del río, traspasando la fina cazadora y la tela vaquera de los pantalones con docenas de gélidas agujas. Se estremeció, contento de haberse puesto al menos guantes de cuero para protegerse las manos.

Aunque el sol acababa de ponerse, parecía como si al mundo le hubiesen quitado el color. El río tenía el color del acero; el cielo era gris perla; el horizonte, una gruesa línea negra pintada en la distancia. A lo largo de los arcos de los puentes de Williamsburg y Manhattan centelleaban luces. El aire sabía a nieve, a pesar de que faltaban meses para el invierno.

La última vez que había volado sobre el río, Clary había estado con él, rodeándolo con los brazos y con las manos aferradas a la tela de su cazadora. Él no había sentido frío entonces. Ladeó la moto ferozmente y sintió cómo daba un bandazo lateral; le pareció ver su propia sombra proyectada sobre el agua, peligrosamente ladeada. Mientras se enderezaba, lo vio: un barco con costados de metal negro, sin marcas y casi sin iluminación, la proa como una estrecha cuchilla que segaba el agua ante él. Le recordó a un tiburón, delgado, veloz y mortífero.

Frenó y descendió poco a poco, sin el menor sonido, como una hoja atrapada en la marea. No sentía como si cayera, era más bien como si el barco se alzara para ir a su encuentro, manteniéndose a flote en una corriente ascendente. Las ruedas de la moto aterrizaron en la cubierta, y el muchacho se deslizó lentamente hasta detenerse. No había necesidad de parar el motor; bajó de la moto y su retumbo sordo decreció a un gruñido, luego a un ronroneo y finalmente quedó en silencio. Cuando volvió la cabeza para echarle un vistazo, ésta daba un poco la impresión de estarle fulminando con la mirada, como un perro descontento después de decirle que debe quedarse.

Le sonrió de oreja a oreja.

—Regresaré a por ti —dijo—. Tengo que revisar esta nave primero.

Había muchísimo que revisar. Estaba de pie en una amplia cubierta, con el agua a su izquierda. Todo estaba pintado de negro: la cubierta, la barandilla que la rodeaba; incluso las ventanas de la larga y estrecha cabina estaban tapadas. La embarcación era más grande de lo que había esperado que fuera: probablemente tenía la longitud de un campo de fútbol, quizá más. No se parecía a ningún barco que hubiese visto nunca antes: demasiado grande para ser un yate, demasiado pequeño para ser un buque de la marina, y nunca había visto un barco donde todo estuviera pintado de negro. Jace se preguntó de dónde lo habría sacado su padre.

Abandonando la moto, inició un lento recorrido por la cubierta.

Las nubes habían desaparecido y las estrellas brillaban con un fulgor increíble. Podía ver la ciudad iluminada a ambos lados, como si estuviera de pie en un callejón vacío hecho de luz. Las botas resonaban sordamente sobre la cubierta. Se preguntó si Valentine estaba allí. Jace raras veces había estado en un lugar que pareciera tan totalmente desierto.

Hizo una pausa momentánea en la proa de la nave, mirando abajo al río que se abría paso entre Manhattan y Long Island como una cicatriz. El agua se agitaba en forma de montículos grises, con trallazos plateados a lo largo de la parte superior, y soplaba un viento fuerte y constante, la clase de viento que sólo sopla sobre el agua. Extendió los brazos y dejó que el viento le echara la cazadora hacia atrás como si fuesen alas, que le azotara el rostro con los cabellos, que le aguijoneara los ojos hasta hacer brotar lágrimas.

Había habido un lago junto a la casa de campo en Idris. Su padre le había enseñado a navegar en él, le había enseñado el lenguaje del viento y el agua, de la flotabilidad y el aire. «Todos los hombres deberían saber navegar», le había dicho. Fue una de las pocas veces en que había hablado de aquel modo, diciendo «todos los hombres» y no «todos los cazadores de sombras». Fue un breve recordatorio de que cualquier otra cosa que Jace pudiera ser, todavía formaba parte de la raza humana.

Dio la espalda a la proa con los ojos escociéndole, y vio una puerta en la pared de la cabina entre dos ventanas oscurecidas. Cruzando la cubierta con paso rápido, probó el picaporte; estaba cerrada con llave. Con la estela, grabó una rápida serie de runas de apertura en el metal y la puerta se abrió de par en par, con los goznes chirriando a modo de protesta y derramando rojas escamas de óxido. Jace pasó bajo el umbral y se encontró en el hueco de una escalera de metal pobremente iluminada. El aire olía a óxido y a desuso. Dio otro paso al frente y la puerta se cerró tras él con un resonante portazo metálico, dejándole sumido en la oscuridad.

Profirió una palabrota mientras buscaba a tientas la piedra—runa de luz mágica que llevaba en el bolsillo. Los guantes resultaban repentinamente toscos y pesados, y sentía los dedos entumecidos por el frío. Hacía más frío dentro de lo que había hecho fuera en la cubierta. El aire era como hielo. Sacó la mano del bolsillo, tiritando, y no sólo por la temperatura. Los cabellos del cogote se le erizaban y cada uno de sus nervios gritó. Algo no iba bien.

Alzó la piedra—runa y ésta se encendió con un centelleo, haciendo que los ojos le lloraran aún más. A través de las lágrimas vio la borrosa figura delgada de una muchacha ante él con las manos apretadas contra el pecho y los cabellos como una mancha de color rojo sobre el metal negro que los rodeaba por todas partes.

La mano le tembló, desperdigando dardos de luz mágica, que brincaron como si una hueste de luciérnagas se hubiese alzado de la oscuridad.

—¿Clary?

Ella le miró fijamente, pálida, con los labios temblorosos. Las preguntas murieron en la garganta de Jace: ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo había llegado al barco? Un arrebato de dolor le dominó, peor que cualquier otro miedo que hubiese sentido jamás por sí mismo. Algo le pasaba a ella, a Clary. Dio un paso al frente justo cuando la chica apartaba las manos del pecho y las extendía hacia él. Estaban cubiertas de sangre pegajosa, que también cubría la parte delantera del vestido blanco como un babero escarlata.

La sostuvo con un brazo cuando ella se desplomó hacia adelante y casi soltó la luz mágica al recibir todo el peso de la joven sobre él. Notó el latido de su corazón, la caricia de sus suaves cabellos contra la barbilla, todo tan familiar. No obstante, el aroma que surgía de ella era distinto. El aroma que asociaba con Clary, una mezcla de jabón floral y algodón limpio, había desaparecido; olió sólo a sangre y a metal. La cabeza de la joven se ladeó hacia atrás, los ojos se quedaron en blanco. El salvaje latir del corazón perdía velocidad... se detenía...

—¡No!

La zarandeó, con tanta fuerza que la cabeza se bamboleó contra su brazo.

—¡Clary! ¡Despierta!

Volvió a zarandearla, y en esta ocasión las pestañas aletearon; sintió su propio alivio como un repentino sudor frío. Entonces, los ojos de la muchacha volvieron a abrirse, pero ya no eran verdes; eran de un blanco denso y refulgente, blancos y cegadores como faros en una carretera oscura, blancos como el vociferante ruido en el interior de su mente. «He visto esos ojos antes», pensó, y entonces la oscuridad le invadió como una ola, trayendo el silencio con ella.


Había agujeros perforados en la oscuridad, centelleantes puntos de luz recortados en la sombra. Jace cerró los ojos intentando calmar su respiración. Tenía un regusto a cobre en la boca, como a sangre, y era consciente de que estaba tumbado sobre una superficie de metal frío y que el frío se le filtraba a través de la ropa y le penetraba la carne. Contó hacia atrás desde cien mentalmente hasta que su respiración se normalizó. Luego volvió a abrir los ojos.

La oscuridad seguía allí, pero se había transformado en un familiar cielo nocturno salpicado de estrellas. Estaba en la cubierta del barco, tumbado sobre la espalda a la sombra del Puente de Brooklyn, que se alzaba imponente ante la proa como una montaña gris de metal y piedra. Jace gimió y se alzó sobre los codos... y se quedó totalmente inmóvil al advertir la presencia de otra sombra, ésta evidentemente humana, inclinada sobre él.

—Fue un golpe bastante feo el que has recibido en la cabeza —dijo la voz que atormentaba sus pesadillas—. ¿Cómo te encuentras?

Jace se incorporó e inmediatamente lo lamentó al sentir un retortijón en el estómago. De haber comido cualquier cosa en las últimas diez horas, estaba casi seguro de que lo habría vomitado. En cualquier caso, el sabor amargo de la bilis le inundó la boca.

—Me siento fatal.

Valentine sonrió. Estaba sentado sobre un montón de cajas vacías aplanadas, vestido con un pulcro traje gris y corbata, como si estuviese sentado tras el elegante escritorio de caoba de la casa Wayland en Idris.

—Tengo otra pregunta obvia para ti. ¿Cómo me encontraste?

—Se lo saqué a tu demonio raum —contestó Jace—. Fuiste tú quien me enseñó dónde tienen el corazón. Lo amenacé y me lo contó; bueno, no son muy espabilados, pero se las arregló para decirme que venía de un barco que estaba en el río. Alcé los ojos y vi la sombra de tu embarcación en el agua. También me contó que tú le habías invocado, pero yo ya lo sabía.

—Ya veo. —Valentine pareció estar ocultando una sonrisa—. La próxima vez que vengas a visitarme deberías avisarme antes. Te habría ahorrado un desagradable encuentro con mis guardas.

—¿Guardas? —Jace se apoyó contra la fría barandilla de metal y aspiró profundas bocanadas de limpio aire frío—. Te refieres a demonios, ¿verdad? Has usado la Espada para llamarlos.

—No lo niego —respondió Valentine—. Las bestias de Lucian destrozaron a mi ejército de repudiados, y no tenía ni tiempo ni ganas de crear más. Ahora que tengo la Espada Mortal ya no los necesito. Tengo a otros.

Jace pensó en Clary, ensangrentada y muriendo en sus brazos. Se llevó una mano a la frente. Estaba fresca allí donde la barandilla de metal la había tocado.

—Esa cosa en el hueco de la escalera —dijo— no era Clary, ¿verdad?

—¿Clary? —Valentine sonó levemente sorprendido—. ¿Es eso lo que viste?

—¿Por qué no iba a ser lo que vi?

Jace luchó por mantener la voz sin inflexión, despreocupada. No le resultaba desconocida ni incómoda la presencia de secretos, tanto propios como de otras personas, pero sus sentimientos hacia Clary eran algo que sólo podía soportar si no los examinaba con demasiada atención.

Pero se trataba de Valentine. Él lo examinaba todo con atención, estudiándolo, analizando cómo podía aprovecharse de lo que fuera. Le recordó a Jace a la reina de la corte seelie: fría, amenazadora, calculadora.

—Lo que te encontraste en el hueco de la escalera —explicó Valentine— fue a Agramon: el Demonio del Miedo. Agramon adopta la forma de lo que sea que más nos aterra. Cuando ha acabado de alimentarse de tu terror, te mata, suponiendo que aún sigas vivo. La mayoría de los hombres... y las mujeres... mueren de miedo antes de eso. Debo felicitarte por aguantar tanto rato como lo hiciste.

—¿Agramon? —Jace estaba atónito—. Ése es un Demonio Mayor. ¿De dónde lo has sacado?

—Pagué a un brujo joven y lleno de presunción para que lo invocara para mí. Él pensaba que si el demonio permanecía dentro de su pentagrama, podría controlarlo. Por desgracia para él, su mayor temor era que un demonio invocado rompiera las salvaguardas del pentagrama y le atacara, y eso fue exactamente lo que sucedió cuando Agramon llegó.

—De modo que fue así como murió —dijo Jace.

—¿Como murió quién?

—El brujo —contestó Jace—. Se llamaba Elias. Tenía dieciséis años. Pero tú ya lo sabías, ¿verdad? El Ritual de la Conversión Infernal...

Valentine lanzó una carcajada.

—Has estado ocupado, ¿no es cierto? Así que sabes por qué envié a esos demonios a casa de Lucían, ¿verdad?

—Querías a Maia —respondió Jace—. Porque es una mujer loba adolescente. Necesitas su sangre.

—Envié a los demonios drevak a averiguar lo que pudieran en casa de Lucían e informarme —explicó Valentine—. Lucian mató a uno de ellos, pero cuando el otro me informó de la presencia de una joven licántropa...

—Enviaste a los demonios raum a por ella. —Jace se sintió repentinamente muy cansado—. Porque Luke la aprecia y tú querías hacerle daño si podías. —Hizo una pausa, y luego añadió, en un tono controlado—: Lo que es bastante mezquino, incluso para ti.

Por un momento, una chispa de cólera se encendió en los ojos de Valentine; luego echó la cabeza atrás y rió alegremente.

—Admiro tu terquedad. Es tan parecida a la mía. —Se puso en pie y le extendió una mano a Jace—. Ven. Da una vuelta por la cubierta conmigo. Hay algo que quiero mostrarte.

Jace quiso rechazar la mano que le ofrecía, pero no estaba seguro, teniendo en cuenta su dolor de cabeza, de poder ponerse en pie sin ayuda. Además, probablemente sería mejor no enojar a su padre demasiado pronto; dijera lo que dijera Valentine sobre valorar la rebeldía de Jace, jamás había tenido mucha paciencia con la desobediencia.

La mano de Valentine era fría y seca, su apretón curiosamente tranquilizador. Cuando Jace estuvo en pie, Valentine le soltó y sacó una estela del bolsillo.

—Deja que elimine esas heridas —dijo, alargando la mano hacia su hijo.

Jace se apartó... tras un segundo de vacilación que Valentine sin duda habría advertido.

—No quiero tu ayuda.

Valentine guardó la estela.

—Como quieras.

Empezó a andar, y Jace le siguió al cabo de un instante, trotando para alcanzarle. Conocía lo suficiente a su padre como para saber que él jamás se volvería para ver si Jace le había seguido, sino que simplemente supondría que lo había hecho y empezaría a hablar.

No se equivocó. Para cuando Jace llegó junto a su padre, Valentine ya había empezado a hablar. Tenía las manos a la espalda y se movía con una gracia natural y despreocupada, poco corriente en un hombretón tan grande. Se inclinaba hacia adelante mientras hablaba, casi como si avanzara a grandes zancadas contra un viento intenso.

—... si recuerdo correctamente —estaba diciendo Valentine—, ¿tú estás familiarizado con El paraíso perdido de Milton?

—Únicamente me lo hiciste leer unas diez o quince veces —replicó Jace—. Es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo, etcétera, y todo eso.

Non serviam —citó Valentine—. «No seré un siervo.» Eso es lo que Lucifer tenía grabado en su estandarte cuando cabalgó con su hueste de ángeles rebeldes contra una autoridad corrupta.

—¿Qué es lo que intentas decirme? ¿Que estás del lado del demonio?

—Algunos dicen que el mismo Milton estaba del lado del demonio. Su Satán es ciertamente una figura más interesante que su Dios.

Casi habían llegado a la proa de la nave. Valentine se detuvo y se apoyó en la barandilla.

Jace se unió a él allí. Habían dejado atrás los puentes del East River y se encaminaban a la zona de mar abierto entre Staten Island y Manhattan. Las luces del distrito financiero relucían igual que luz mágica sobre el agua. El cielo estaba cubierto de polvo de diamante, y el río ocultaba sus secretos bajo una oleosa capa negra, rota aquí y allí por un destello plateado que podría haber sido la cola de un pez..., o de una sirena. «Mi ciudad», pensó Jace, experimentalmente, pero las palabras todavía trajeron a su mente Alacante y sus torres de cristal, no los rascacielos de Manhattan.

—¿Por qué estás aquí, Jonathan? —preguntó Valentine tras un momento—. Después de verte en la Ciudad de Hueso me pregunté si tu odio hacia mí era implacable. Casi me había dado por vencido contigo.

El tono de voz era uniforme, como lo era casi siempre, pero había algo en él..., no vulnerabilidad, pero al menos una especie de genuina curiosidad, como si hubiese comprendido que Jace era capaz de sorprenderle.

Jace miró al agua.

—La reina de la corte seelie quería que te hiciera una pregunta —dijo—. Me pidió que te preguntara qué sangre corre por mis venas.

La sorpresa recorrió el rostro de Valentine igual que una mano, suavizando toda expresión.

—¿Has hablado con la reina?

Jace no dijo nada.

—Así es como actúa el Pueblo Mágico. Todo lo que dicen tiene más de un significado. Dile, cuando vuelva a preguntarte, que la sangre del Ángel corre por tus venas.

—Y por las venas de todo cazador de sombras —repuso Jace, desilusionado, pues había esperado una respuesta mejor—. Tú no le mentirías a la reina de la corte seelie, ¿verdad?

—No. —El tono de Valentine fue tajante—. Y tú no vendrías aquí simplemente para hacerme esta pregunta ridícula. ¿Por qué estás aquí realmente, Jonathan?

—Tenía que hablar con alguien. —No era tan bueno controlando la voz como su padre; podía oír su propio dolor en ella, como una herida sangrante justo bajo la superficie—. Los Lightwood..., no soy otra cosa que problemas para ellos. Luke debe de odiarme a estas alturas. La Inquisidora me quiere muerto. Hice algo que hirió a Alec y ni siquiera sé qué fue.

—¿Y tu hermana? —quiso saber Valentine—. ¿Qué hay de Clarissa?

«¿Por qué tienes que estropearlo todo?»

—Tampoco está demasiado contenta conmigo. —Vaciló—. Recordé lo que dijiste en la Ciudad de Hueso. Que jamás tuviste una oportunidad de contarme la verdad. No confío en ti —añadió—, quiero que lo sepas. Pero pensé que podría darte la oportunidad de contarme el porqué.

—Tienes que preguntar más que los porqués, Jonathan. —Había una nota en la voz de su padre que sorprendió a Jace; una humildad feroz que parecía templar el orgullo de Valentine, igual que el acero podía templarse con fuego—. Existen tantos porqués...

—¿Por qué mataste a los Hermanos Silenciosos? ¿Por qué cogiste la Espada Mortal? ¿Qué planeas? ¿Por qué no era suficiente para ti la Copa Mortal?

Jace se contuvo antes de que se le escaparan otras preguntas. «¿Por qué me abandonaste una segunda vez? ¿Por qué me dijiste que ya no era tu hijo, para luego regresar a por mí de todos modos?»

—Sabes lo que quiero. La Clave está irremediablemente corrompida y debe ser destruida y reconstruida de nuevo. Hay que liberar a Idris de la influencia de las razas degeneradas, y hacer a la Tierra inmune a la amenaza demoníaca.

—Sí, ya, respecto a esa amenaza demoníaca —Jace echó un vistazo alrededor, como si medio esperara ver a la negra sombra de Agramon avanzar pesadamente hacia él—, creía que odiabas a los demonios. Ahora los usas como siervos. Los demonios rapiñadores, los drevak, Agramon... son tus empleados. Guardas, mayordomo... chef personal, por lo que yo sé.

Valentine tamborileó con los dedos sobre la barandilla.

—No soy amigo de los demonios —explicó—. Soy nefilim, sin importar lo mucho que pueda pensar que la Alianza es inútil y la Ley fraudulenta. Un hombre no tiene necesariamente que estar de acuerdo con su gobierno para ser un patriota, ¿no es cierto? Es necesario ser un auténtico patriota para discrepar, para decir que uno ama más a su país de lo que le importa su propio puesto en el orden social. Se me ha vilipendiado por mi elección, se me ha obligado a ocultarme, se me ha desterrado de Idris. Pero soy... y siempre lo seré... nefilim. No puedo cambiar la sangre que corre por mis venas aunque quisiera hacerlo... y no quiero.

«Yo sí.» Jace pensó en Clary. Volvió a echar una ojeada a las aguas oscuras, sabiendo que no era cierto. Renunciar a la caza, a la captura de la presa, al conocimiento de la propia velocidad vertiginosa e infalibles habilidades, eso era imposible. Él era un guerrero. No podía ser nada más.

—¿Tú quieres? —preguntó Valentine.

Jace desvió la mirada rápidamente, preguntándose si su padre podía leerle el rostro. Habían estado ellos dos solos durante tantos años, que hubo un tiempo en el que él había llegado a conocer el rostro de su padre mejor que el suyo propio. Valentine era la única persona a quien sentía que no podía ocultar sus sentimientos. O la primera persona, al menos. En ocasiones sentía como si Clary pudiera mirar justo a través de él como si fuera de cristal.

—No —contestó—. No quiero.

—¿Eres un cazador de sombras para siempre?

—Soy —respondió Jace—, al fin y al cabo, lo que tú me hiciste.

—Estupendo —exclamó Valentine—. Eso es lo que quería oír.

Su padre se recostó en la barandilla, alzando la mirada al cielo nocturno. Había canas grises en sus cabellos de un blanco plateado; Jace nunca antes había reparado en ellas.

—Esto es una guerra —siguió Valentine—. La única cuestión es, ¿de qué lado pelearás?

—Pensaba que estábamos todos del mismo lado. Pensaba que éramos nosotros contra los mundos de los demonios.

—Ojalá pudiera ser así. ¿No comprendes que si sintiera que la Clave se preocupaba realmente por este mundo, si pensara que lo hacen lo mejor que pueden...? Por el Ángel, ¿por qué iba yo a pelear contra ellos? ¿Qué motivo podría tener yo?

«Poder», pensó Jace, pero no dijo nada. Ya no estaba seguro de qué decir, y mucho menos de qué creer.

—Si la Clave sigue actuando como lo hace —siguió Valentine—, los demonios verán su debilidad y actuarán, y la Clave, distraída con su interminable cortejo de las razas degeneradas, no estará en condiciones de combatirles. Los demonios atacarán y destruirán y no quedará nada.

«Las razas degeneradas.» Las palabras transportaban una incómoda familiaridad; le recordaron a Jace su infancia, en un modo que no era del todo desagradable. Cuando pensaba en su padre y en Idris siempre acudía el mismo recuerdo borroso de la calurosa luz solar abrasando las verdes extensiones de césped frente a su casa en el campo, y de una enorme figura oscura de amplias espaldas inclinándose para alzarle de la hierba y llevarle adentro. Debía de haber sido muy pequeño entonces, y nunca lo había olvidado, no había olvidado el modo en que había olido la hierba verde y brillante y recién segada, ni el modo en que el sol había transformado los cabellos de su padre en un halo blanco, ni tampoco la sensación de ser llevado en brazos. De estar a salvo.

—Luke —replicó Jace, con cierta dificultad—. Luke no es un degenerado...

—Lucian es diferente. Fue un cazador de sombras en el pasado. —El tono de Valentine carecía de inflexión y era terminante—. Esto se refiere a subterráneos específicos, Jonathan. Esto tiene que ver con la supervivencia de toda criatura viva en este mundo. El Ángel eligió a los nefilim por un motivo. Somos los mejores de este mundo, y se supone que debemos salvarlo. Somos lo más parecido a los dioses que existe... y debemos usar ese poder para salvar a este mundo de la destrucción, sea cual sea el precio que debamos pagar.

Jace apoyó los codos en la barandilla. Hacía frío allí; el viento gélido le atravesaba la ropa, y tenía las yemas de los dedos entumecidas. Pero mentalmente, veía colinas verdes, agua azul y las piedras color miel de la casa solariega de los Wayland.

—En el antiguo relato —dijo—, Satán dijo a Adán y Eva: «Seréis como dioses», cuando les tentó para que pecaran. Y les arrojaron fuera del jardín debido a ello.

Hubo una pausa antes de que Valentine se riera:

—¿Lo ves?, es por eso que te necesito, Jonathan. Me mantienes alejado del pecado del orgullo.

—Existen toda clase de pecados. —Jace se irguió y se volvió de cara a su padre—. No has respondido a mi pregunta sobre los demonios, padre. ¿Cómo puedes justificar invocarlos, el asociarte incluso con ellos? ¿Planeas enviarlos contra la Clave?

—Por supuesto que sí —respondió él, sin vacilar, sin detenerse ni un momento a considerar si sería sensato revelar sus planes a alguien que quizá los compartiría con sus enemigos.

Nada podría haber impresionado más a Jace que darse cuenta de lo seguro que estaba su padre de su éxito.

—La Clave no cederá a la razón —siguió éste—, únicamente a la fuerza. Intenté crear un ejército de repudiados; con la Copa, podría crear un ejército de nuevos cazadores de sombras, pero eso llevaría años. No dispongo de años. Nosotros, la raza humana, no disponemos de años. Con la Espada puedo hacer que acuda a mí un ejército obediente de demonios. Me servirán como herramientas, harán cualquier cosa que les exija. No tendrán elección. Y cuando haya acabado con ellos, les ordenaré que se destruyan, y lo harán. —Su voz carecía de emoción.

Jace aferraba la barandilla con tanta fuerza que los dedos habían empezado a dolerle.

—No puedes masacrar a todo cazador de sombras que se oponga a ti. Eso es asesinato.

—No tendré que hacerlo. Cuando la Clave vea el poder desplegado contra ellos, se rendirán. No son unos suicidas. Y existen algunos entre ellos que me apoyan. —No había arrogancia en la voz de Valentine, sólo una tranquila certeza—. Se mostrarán cuando llegue el momento.

—Creo que subestimas a la Clave. —Jace intentó que su voz sonara firme—. No creo que comprendas lo mucho que te odian.

—El odio no es nada cuando se contrapone a la supervivencia. —La mano de Valentine se dirigió al cinturón, donde la empuñadura de la Espada brillaba pálidamente—. Pero no es necesario que me creas sin más. Te he dicho que había algo que quería mostrarte. Aquí está.

Extrajo la espada de la vaina y se la tendió al muchacho. Jace había visto a Maellartach antes, en la Ciudad de Hueso, colgada de la pared del pabellón de las Estrellas Parlantes. Y había visto su empuñadura sobresaliendo de la funda que Valentine llevaba al hombro, pero nunca la había examinado realmente de cerca. «La Espada del Ángel.» Era de una plata oscura y pesada, que rielaba con un brillo apagado. La luz parecía moverse sobre ella y a través de ella, como si estuviese hecha de agua. En la empuñadura florecía una llameante rosa de luz.

Jace tenía la boca reseca cuando habló.

—Muy bonita.

—Quiero que la empuñes.

Valentine ofreció el arma a su hijo, del modo en que siempre le había enseñado a hacerlo, con la empuñadura por delante. La Espada parecía titilar oscuramente a la luz de las estrellas.

Jace vaciló.

—No...

—Cógela. —Valentine se la puso en la mano.

En cuanto los dedos de Jace se cerraron sobre el mango, un rayo de luz salió disparado por la empuñadura de la Espada y descendió por su centro al interior de la hoja. Jace miró rápidamente a su padre, pero Valentine permanecía inexpresivo.

Un dolor oscuro ascendió por el brazo de Jace y le atravesó el pecho. No era que la Espada fuese pesada; no lo era. Lo que sucedía era que parecía querer tirar de él hacia abajo, arrastrarle a través del barco, a través de las verdes aguas del océano, a través de la frágil corteza de la misma tierra. Jace sintió como si le arrancaran el aire de los pulmones. Alzó violentamente la cabeza y miró alrededor...

Y vio que la noche había cambiado. Había extendida una red centelleante de finos alambres dorados a lo largo del cielo, y las estrellas brillaban a través de ella, relucientes como cabezas de remaches clavados en la oscuridad. Jace vio la curva del mundo a medida que éste se alejaba de él, y por un momento le dejó anonadado la belleza de todo ello. Entonces el cielo nocturno pareció resquebrajarse como un espejo y fluyendo entre los fragmentos llegaba una horda de formas oscuras, encorvadas y deformes, retorcidas y sin rostro, profiriendo un alarido mudo que abrasó el interior de la mente de Jace. Un viento gélido le quemó mientras caballos de seis patas pasaban a toda velocidad, los cascos arrancando chispas ensangrentadas de la cubierta del barco. Los seres que les montaban eran indescriptibles. En lo alto, criaturas sin ojos, de alas correosas, describían círculos, aullando y rezumando una venenosa baba verde.

Jace se inclinó sobre la barandilla presa de incontrolables arcadas, con la Espada sujeta aún en la mano. Debajo de él, el agua se agitaba llena de demonios igual que un estofado venenoso. Vio criaturas con púas de ojos sanguinolentos como platos que forcejeaban al ser arrastradas por hirvientes masas de resbaladizos tentáculos negros. Una sirena atrapada en las garras de una araña acuática de diez patas chilló impotente mientras la criatura le hundía los colmillos en la palpitante cola, los ojos rojos del ser brillando igual que cuentas de sangre.

La Espada cayó de la mano de Jace y chocó contra la cubierta con un tintineo. Súbitamente, el sonido y el espectáculo desaparecieron y la noche quedó silenciosa. Él se aferró con todas sus fuerzas a la barandilla, mirando fijamente el mar con incredulidad. Estaba vacío, la superficie rizada tan sólo por el viento.

—¿Qué ha sido eso? —musitó.

Sentía la garganta áspera, como si se la hubiesen raspado con papel de lija. Miró con ojos desorbitados a su padre, que se había inclinado para recuperar la Espada—Alma de la cubierta donde Jace la había dejado caer.

—¿Son esos los demonios que ya has invocado?

—No —Valentine envainó a Maellartach—, esos son los demonios a los que la Espada ha atraído a los bordes de este mundo. He traído mi barco a este lugar porque las salvaguardas son pobres aquí. Lo que viste es mi ejército, aguardando al otro lado de las salvaguardas; aguardando a que les llame a mi lado. —Sus ojos tenían una expresión seria—. ¿Todavía piensas que la Clave no capitulará?

Jace cerró los ojos.

—No todos... Los Lightwood no... —dijo.

—Tú podrías convencerlos. Si te pones de mi lado, juro que no les ocurrirá ningún daño.

La oscuridad tras los ojos de Jace empezó a tornarse roja. Había estado imaginando las cenizas de la vieja casa de Valentine, los huesos ennegrecidos de los abuelos que nunca había conocido. En aquellos momentos veía otros rostros. El de Alec. El de Isabelle. El de Max. El de Clary.

—Ya les he hecho tanto daño —murmuró—. Nada más debe sucederle a ninguno de ellos. Nada.

—Desde luego. Lo comprendo. —Y Jace se dio cuenta, con asombro, de que Valentine sí comprendía, que de algún modo veía lo que nadie más parecía capaz de comprender—. Crees que es culpa tuya, todo el daño que ha acaecido a tus amigos, a tu familia.

—Sí que es mi culpa.

—Tienes razón. Lo es.

Al oír aquello, Jace alzó los ojos con total estupefacción. La sorpresa de ver que le daban la razón peleó con el horror y el alivio en igual medida.

—¿Lo es?

—El daño no es deliberado, por supuesto. Pero eres como yo. Envenenamos y destruimos todo lo que amamos. Existe una razón para eso.

—¿Qué razón?

Valentine echó una ojeada al cielo.

—Estamos hechos para un propósito más elevado, tú y yo. Las distracciones del mundo son simplemente eso, distracciones. Si permitimos que éstas nos desvíen de nuestro rumbo, somos castigados.

—¿Y nuestro castigo cae sobre todas las personas que nos importan? Eso parece un poco cruel.

—El destino jamás es justo. Estás atrapado en una corriente mucho más fuerte de lo que tú eres, Jonathan; lucha contra ella y te ahogarás no sólo tú sino también aquellos a quienes tratas de salvar. Nada con ella, y sobrevivirás.

—Clary...

—Ningún daño le ocurrirá a tu hermana si te unes a mí. Iría hasta el fin del mundo para protegerla. La llevaré a Idris, donde nada puede sucederle. Te prometo eso.

—Alec. Isabelle. Max...

—Los pequeños Lightwood también tendrán mi protección.

—Luke... —dijo Jace con voz queda.

—Todos tus amigos serán protegidos —aseguró Valentine tras una pequeña vacilación—. ¿Por qué no quieres creerme, Jonathan? Éste es el único modo en que puedes salvarlos. Lo juro.

Jace no podía hablar. En su interior, el frío del otoño combatía el recuerdo del verano.

—¿Has tomado tu decisión? —quiso saber Valentine. Jace no podía verle, pero podía oír la irrevocabilidad de la pregunta. Su padre parecía impaciente.

Jace abrió los ojos. La luz de las estrellas fue un estallido blanco sobre sus iris; por un momento no pudo ver nada más.

—Sí, padre. He tomado mi decisión.

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