Día de ira

Día de ira, ese día de llamas,

del que vidente y sibila hablan,

del mundo convirtiéndose en cenizas

Abraham Coles

Una runa para quitar el miedo

Cuando Clary se despertó, la luz penetraba a raudales por las ventanas. Sintió un dolor agudo en la mejilla izquierda y, al rodar sobre sí misma, vio que se había quedado dormida sobre el bloc de dibujo y que la esquina de éste se le había estado clavando en el rostro. También había dejado caer la pluma sobre el edredón, y una mancha negra se extendía por la tela. Se incorporó soltando un gemido, se frotó la mejilla y fue a darse una ducha.

El cuarto de baño mostraba delatoras señales de las actividades de la noche anterior: había telas ensangrentadas metidas en la basura y un manchurrón de sangre seca en el lavamanos. Con un estremecimiento, Clary se metió en la ducha con una botella de jabón de baño de pomelo, decidida a eliminar con un buen restregón su persistente sensación de inquietud.

Después, envuelta en uno de los albornoces de Luke y con una toalla alrededor de los cabellos mojados, abrió la puerta del baño de un empujón y se encontró a Magnus esperando al otro lado, con una toalla en una mano y la otra en los brillantes cabellos. Debía de haber dormido sobre ellos, pensó ella, porque un lado de las puntas recubiertas de purpurina aparecía chafado.

—¿Por qué tardan tanto las chicas en ducharse? —inquirió—.

Chicas mortales, cazadoras de sombras, hechiceras, todas sois iguales. No me estoy volviendo más joven aguardando aquí fuera.

Clary se hizo a un lado para dejarle pasar.

—¿Cuántos años tienes, de todos modos? —preguntó, curiosa.

Magnus le guiñó un ojo.

—Yo ya estaba vivo cuando el Mar Muerto era sólo un lago que se sentía un poco pachucho.

Clary puso los ojos en blanco.

Magnus la echó con un gesto de las manos.

—Ahora mueve tu pequeño trasero. Tengo que entrar ahí; mi pelo está hecho un desastre.

—No me gastes todo el jabón de baño, es muy caro —le soltó Clary, y fue a la cocina, donde empezó a hurgar en busca de filtros para la máquina de café.

El familiar borboteo de la cafetera eléctrica y el olor a café acallaron su sensación de inquietud. Mientras existiese café en el mundo, ¿hasta qué punto podían ser malas las cosas?

Volvió al dormitorio para vestirse. Diez minutos más tarde, en vaqueros y con un suéter de rayas azules y verdes, estaba en la salita zarandeando a Luke para despertarlo. Éste se incorporó con un gemido, los cabellos despeinados y el rostro arrugado por el sueño.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Clary, entregándole un desportillado tazón lleno de café humeante.

—Mejor ahora. —Luke bajó los ojos hacia la camisa desgarrada; los bordes del desgarrón estaban manchados de sangre—. ¿Dónde está Maia?

—Durmiendo en tu habitación, ¿recuerdas? Dijiste que podía quedarse ahí. —Clary se instaló en el brazo del sofá.

Luke se frotó los ojos.

—No recuerdo demasiado bien lo que pasó anoche —admitió—. Recuerdo haber ido a la furgoneta y no mucho más tras eso.

—Había más demonios escondidos fuera. Te atacaron. Jace y yo nos ocupamos de ellos.

—¿Más demonios drevak?

—No —Clary lo dijo de mala gana—, Jace los llamó demonios raum.

—¿Demonios raum? —Luke se sentó muy tieso—. Eso es cosa seria. Los demonios drevak son una plaga peligrosa, pero los raum...

—No pasa nada —le tranquilizó Clary—. Nos deshicimos de ellos.

—¿Os deshicisteis de ellos? ¿O lo hizo Jace? Clary, no quiero que tú...

—No fue así. —Negó con la cabeza—. Fue como...

—¿No estaba Magnus ahí? ¿Por qué no fue con vosotros? —la interrumpió Luke, claramente alterado.

—Yo te estaba curando, ése es el motivo —explicó Magnus, que acababa de entrar en la sala oliendo intensamente a pomelo; llevaba el cabello envuelto en una toalla e iba vestido con un chándal de raso azul con listas plateadas en el costado—. ¿Dónde está tu gratitud?

—Estoy agradecido. —Luke parecía estar a la vez enojado y conteniendo la ira—. Pero si algo le hubiese sucedido a Clary...

—Habrías muerto si me hubiese ido con ellos —aseguró Magnus, dejándose caer en un sillón—. Y entonces Clary habría estado mucho peor. Ella y Jace solitos se ocuparon de los demonios fantásticamente, ¿no es cierto? —Volvió la cabeza hacia Clary.

Ésta se removió nerviosa.

—Verás, es precisamente eso...

—¿Qué es precisamente eso?

Era Maia, todavía con las ropas que había llevado la noche anterior y una de las enormes camisas de franela de Luke echada sobre la camiseta. Cruzó con rigidez la habitación y se sentó con cautela en una silla.

—¿Es café lo que huelo? —preguntó esperanzada, arrugando la nariz.

Francamente, se dijo Clary, no era justo que una mujer loba fuese curvilínea y bonita; tendría que ser grandota y peluda, incluso con pelos saliéndole de las orejas.

«Y éste —pensó Clary— es exactamente el motivo de que no tenga amigas y pase todo mi tiempo con Simón. Tengo que controlarme.»

Se puso en pie.

—¿Quieres que te traiga un poco?

—Claro —asintió Maia—. ¡Con leche y azúcar! —gritó alegremente mientras Clary salía de la habitación, pero para cuando ésta regresó de la cocina con un tazón humeante en la mano la muchacha loba ya tenía una expresión preocupada—. Realmente no recuerdo lo sucedido anoche —dijo—. Pero hay algo respecto a Simón, algo que me preocupa...

—Bueno, lo cierto es que intentaste matarle —repuso Clary, volviendo a instalarse en el brazo del sofá—. Quizá sea eso.

Maia palideció, contemplando fijamente su café.

—Lo había olvidado. Ahora es un vampiro. —Alzó los ojos hacia Clary—. No era mi intención hacerle daño. Simplemente estaba...

—¿Sí? —Clary enarcó las cejas—. Simplemente ¿qué?

El rostro de Maia enrojeció lentamente. La muchacha depositó el café sobre la mesa junto a ella.

—Tal vez deberías acostarte —aconsejó Magnus—. Encuentro que eso ayuda cuando la aplastante sensación de horrible comprensión hace acto de presencia.

Los ojos de Maia se llenaron repentinamente de lágrimas. Clary miró en dirección a Magnus con horror y vio que éste parecía igualmente sorprendido y luego miró a Luke.

—Haz algo —susurró a éste por lo bajo.

Magnus podría ser un brujo capaz de curar heridas mortales con un destello de fuego azul, pero Luke era incontestablemente el mejor de los dos para ocuparse de adolescentes llorosas.

Luke empezó a apartar la manta a puntadas para alzarse, pero antes de que pudiera ponerse en pie, la puerta de la calle se abrió de golpe y entró Jace seguido de Alec, que llevaba una caja blanca. Magnus se quitó apresuradamente la toalla de la cabeza y la dejó caer detrás del sillón. Sin el gel y la purpurina, el cabello era oscuro y lacio, y le quedaba por encima de los hombros.

Los ojos de Clary se dirigieron inmediatamente a Jace, como siempre hacían; no podía evitarlo, pero al menos nadie más pareció advertirlo. Jace parecía tenso, rígido y distante, pero también agotado, con círculos grises alrededor de los ojos. La mirada de Jace pasó sobre ella inexpresiva y se posó en Maia, que seguía llorando en silencio y no parecía haberles oído entrar.

—Todo el mundo está de muy buen humor, por lo que veo —comentó—. ¿Manteniendo la moral alta?

Maia se restregó los ojos.

—Mierda —masculló—. Odio llorar delante de cazadores de sombras.

—Entonces ve a llorar a otra habitación —replicó Jace, la voz desprovista de toda calidez—. Desde luego no te necesitamos lloriqueando aquí mientras conversamos, ¿verdad?

—Jace —empezó a reñirle Luke, pero Maia ya se había puesto en pie y salía muy digna de la habitación por la puerta de la cocina.

Clary se volvió furiosa hacia Jace.

—¿Conversar? No estábamos conversando.

—Pero lo vamos a hacer —dijo él, dejándose caer sobre el banco del piano y estirando las largas piernas—. Magnus quiere gritarme, ¿no es cierto, Magnus?

—Sí —respondió éste, arrancando los ojos de Alec el tiempo suficiente para poner cara de pocos amigos—. ¿Dónde diablos estabas? Creí que había quedado claro que tenías que quedarte en la casa.

—Yo pensaba que él no tenía elección —dijo Clary—. Pensaba que tenía que entrar donde tú estabas. Ya sabes, debido a la magia.

—Normalmente, sí —respondió Magnus enojado—, pero anoche, tras todo lo que hice, mi magia estaba... agotada.

—¿Agotada?

—Sí. —Magnus parecía más enojado que nunca—. Ni siquiera el Gran Brujo de Brooklyn posee recursos infinitos. Soy simplemente humano. Bueno —corrigió—, medio humano, al menos.

—Pero tú debías de saber que tus recursos estaban agotados —inquirió Luke, sin mala intención—, ¿no es cierto?

—Sí, e hice que ese pequeño cabrón me jurara que se quedaría en la casa. —Magnus miró iracundo a Jace—. Ahora ya sé lo que valen vuestros tan cacareados juramentos.

—Necesitas aprender cómo hacerme jurar adecuadamente —respondió Jace, sin inmutarse—. Únicamente un juramento por el Ángel tiene algún significado.

—Es cierto —corroboró Alec.

Era lo primero que había dicho desde que habían entrado en la casa.

—La pura verdad. —Jace levantó el tazón sin tocar de Maia y tomó un sorbo—. ¡Azúcar! —exclamó, haciendo una mueca de disgusto.

—Dime al menos dónde has estado toda la noche —preguntó Magnus en tono agrio—. ¿Con Alec?

—No podía dormir, así que salí a dar un paseo —respondió Jace—. Cuando regresé, me tropecé con este burro pensando en las musarañas en el porche. —Señaló a Alec.

Magnus se animó.

—¿Te has pasado toda la noche en el porche? —preguntó a Alec.

—No —contestó él—. Fui a casa y luego regresé. Llevo otra ropa, ¿no? Fíjate.

Todo el mundo miró. Alec llevaba un suéter oscuro y vaqueros, que era exactamente lo mismo que había llevado puesto el día anterior. Clary decidió otorgarle el beneficio de la duda.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó.

—Bueno. Ah. —Alec contempló la caja como si la hubiese olvidado—. Donuts, en realidad. —Abrió la caja y la dejó sobre la mesilla de centro—. ¿Alguien quiere uno?

Resultó que todo el mundo quería uno. Jace quería dos. Tras engullir el de crema que Clary le pasó, Luke pareció medianamente revivificado; apartó el resto de la manta de una patada y se sentó con la espalda apoyada en el respaldo del sofá.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo.

—¿Sólo una cosa? Pues vas muy por delante del resto de nosotros —bromeó Jace.

—Los dos fuisteis en mi busca cuando no regresé a la casa —repuso Luke, mirando primero a Clary y luego a Jace.

—Fuimos tres —puntualizó Clary—. Simon vino con nosotros.

Luke mostró una expresión afligida.

—Muy bien. Los tres. Había dos demonios, pero Clary me ha dicho que no matasteis a ninguno de ellos. Entonces ¿qué sucedió?

—Yo habría matado al mío, pero huyó —contestó Jace—. De lo contrario...

—Pero ¿por qué iba a huir? —quiso saber Alec—. Ellos eran dos, vosotros, tres... ¿Quizá se sintió en inferioridad de condiciones?

—No quisiera ofender a ninguno de los involucrados, pero el único de vosotros que parece peligroso es Jace —intervino Magnus—. Una cazadora de sombras sin preparación y un vampiro asustado...

—Creo que podría haber sido yo —indicó Clary—. Me parece que le asusté.

Magnus parpadeó.

—Acabo de decir que...

—No me refiero a que lo asusté porque parezca terrible —explicó Clary—. Creo que fue esto.

Alzó la mano, y la torció para que todos pudieran ver la Marca en la parte interior del brazo.

Se produjo un silencio repentino. Jace la miró fijamente, luego apartó la mirada; Alec pestañeó, y Luke parecía atónito.

—Nunca antes he visto esa Marca —dijo por fin—. ¿La habíais visto alguno?

—No —respondió Magnus—, pero no me gusta.

—No estoy segura de lo que es o lo que significa —explicó Clary, bajando el brazo—, pero no viene del Libro Gris.

—Todas las runas vienen del Libro Gris. —La voz de Jace era firme.

—Ésta no —insistió Clary—. La vi en un sueño.

—¿En un sueño? —Jace parecía tan furioso como si ella le estuviera insultando personalmente—. ¿A qué juegas, Clary?

—No juego a nada —respondió ella—. ¿Recuerdas cuando estuvimos en la corte seelie... —Jace puso la misma cara que si ella le hubiese abofeteado. Clary siguió hablando, rápidamente, antes de que él pudiese decir nada—, y la reina seelie nos dijo que éramos experimentos? ¿Que Valentine había hecho... nos había hecho cosas para hacernos diferentes, especiales? Me dijo que el mío era el don de palabras que no pueden pronunciarse, y que el tuyo era el don mismo del Ángel.

—Eso fueron tonterías de hadas.

—Las hadas no mienten, Jace. Palabras que no pueden pronunciarse; se refería a runas. Cada una tiene un significado distinto, pero están pensadas para ser dibujadas, no dichas en voz alta —prosiguió ella, haciendo caso omiso de la mirada dubitativa del muchacho—. ¿Recuerdas cuando me preguntaste cómo había entrado en tu celda en la Ciudad Silenciosa? Te dije que sólo había usado una runa de apertura corriente...

—¿Fue eso todo lo que hiciste? —Alec pareció sorprendido—. Yo llegué allí justo después de ti y parecía como si alguien hubiese arrancado aquella puerta de los goznes.

—Y mi runa no se limitó a abrir la puerta —prosiguió Clary—. Abrió todo lo que había dentro de la celda también. Abrió hasta las esposas de Jace. —Tomó aire—. Creo que la reina se refería a que puedo dibujar runas que son más poderosas que las runas corrientes. Y tal vez incluso crear nuevas.

Jace negó con la cabeza.

—Nadie puede crear runas nuevas...

—A lo mejor ella sí, Jace. —Alec parecía pensativo—. Es cierto, ninguno de nosotros había visto esa Marca de su brazo antes.

—Alec tiene razón —corroboró Luke—. Clary, ¿por qué no vas a buscar tu cuaderno de dibujo?

Ella le miró con cierta sorpresa. Los ojos gris azulado de Luke estaban cansados, un poco hundidos, pero mantenían la misma firmeza que habían mostrado cuando ella tenía seis años y él le había prometido que si trepaba al castillo del área de juegos de Prospect Park y caía, él estaría siempre debajo para cogerla. Y siempre había estado.

—De acuerdo —respondió—. Regreso en seguida.

Para llegar a la habitación de invitados, Clary tenía que cruzar por la cocina, donde encontró a Maia sentada en un taburete colocado junto a la encimera, con aspecto desdichado.

—Clary —llamó la muchacha, saltando del taburete—, ¿puedo hablar contigo un segundo?

—Tengo que ir a mi habitación a coger algo...

—Oye, siento lo sucedido con Simón. Estaba desvariando.

—¿Ah, sí? ¿Qué ha pasado con eso de que todos los seres lobo están destinados a odiar a los vampiros?

Maia soltó un suspiro de exasperación.

—Lo estamos, pero... supongo que no tengo por qué acelerar el proceso.

—No me lo expliques a mí; explícaselo a Simón.

Maia volvió a sonrojarse, y sus mejillas adquirieron un intenso color rojo.

—Dudo que quiera hablar conmigo.

—Quizá sí. Es de lo más comprensivo.

Maia la miró con más atención.

—No es que quiera husmear, pero ¿estáis saliendo juntos?

Clary notó que ella también se sonrojaba y dio gracias a sus pecas por proporcionarle un cierto camuflaje.

—¿Por qué quieres saberlo?

Maia se encogió de hombros.

—La primera vez que le vi se refirió a ti como a su mejor amiga, pero la segunda vez te llamó su novia. Me preguntaba si era una cosa intermitente.

—Más o menos. Éramos amigos primero. Es una larga historia.

—Comprendo. —El rubor de Maia había desaparecido y la sonrisita de chica dura había regresado a su rostro—. Bueno, tienes suerte, eso es todo. Incluso si ahora es un vampiro. Debes de estar de lo más acostumbrada a toda clase de cosas raras, siendo una cazadora de sombras, así que apuesto a que no te importa.

—Me importa —repuso Clary, en un tono más cortante de lo que había pretendido—. Yo no soy Jace.

La sonrisita de suficiencia se ensanchó.

—Nadie lo es. Y me da la sensación de que él lo sabe.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Ah, ya sabes. Jace me recuerda a un antiguo novio mío. Algunos tipos te miran con cara de querer sexo. Jace te mira como si ya lo hubieseis hecho, hubiera sido fantástico y ahora sois sólo amigos... incluso aunque tú quieras más. Vuelve locas a las chicas. ¿Sabes a lo que me refiero?

«Sí», pensó Clary.

—No —contestó en voz alta.

—Imagino que no podrías, siendo su hermana. Tendrás que aceptar mi palabra.

—Tengo que irme. —Clary casi había cruzado la puerta de la cocina cuando algo le pasó por la mente y giró en redondo—. ¿Qué le sucedió a él?

Maia pestañeó.

—¿A quién?

—A tu antiguo novio. El que te recuerda Jace.

—Ah —dijo Maia—, fue él quien me convirtió en mujer loba.

—Muy bien, ya lo tengo —dijo Clary, regresando a la salita con su bloc de dibujo en una mano y una caja de lápices de colores en la otra.

Retiró una silla de la poco usada mesa de comedor —Luke siempre comía en la cocina o en su despacho, y la mesa estaba cubierta de papeles y facturas viejas— y se sentó, con el bloc frente a ella. Se sentía como si estuviera haciendo una prueba en una escuela de arte. «Dibujad esta manzana.»

—¿Qué quieres que haga?

—¿Qué es lo que crees?

Jace seguía sentado en el banco del piano, con los hombros encorvados; daba la impresión de no haber dormido en toda la noche. Alec estaba apoyado en el piano detrás de él, probablemente porque era todo lo lejos de Magnus que podía estar.

—Jace, ya vale. —Luke estaba erguido en su asiento pero parecía como si ello le representara un esfuerzo—. ¿Has dicho que sabías dibujar runas, Clary?

—He dicho que eso pensaba.

—Bueno, me gustaría que lo intentases.

—¿Ahora?

Luke sonrió levemente.

—A menos que tengas alguna otra cosa mejor que hacer.

Clary pasó las hojas del cuaderno de dibujo hasta llegar a una hoja en blanco y la contempló fijamente. Jamás una hoja de papel le había parecido tan vacía. Pudo percibir la quietud de la habitación, con todo el mundo observándola: Magnus con su antigua y templada curiosidad; Alec demasiado preocupado con sus propios problemas para que le importasen los de ella; Luke esperanzado, y Jace con una fría y aterradora vacuidad. Lo recordó diciendo que deseaba poder odiarla y se preguntó si algún día lo conseguiría.

Bajó el lápiz.

—No puedo hacerlo sólo porque se me ordene. No sin una idea.

—¿Qué clase de idea? —preguntó Luke.

—Quiero decir, ni siquiera sé qué runas existen ya. Necesito pensar en un significado, una palabra, antes de dibujar una runa para ella.

—A nosotros ya nos cuesta bastante recordar cada runa... —empezó Alec. Ante la sorpresa de Clary, Jace le interrumpió.

—¿Qué tal «impertérrito»? —dijo en voz baja.

—¿Impertérrito? —repitió ella.

—Existen runas para la valentía —explicó Jace—. Pero nunca nada que quite el miedo. Pero si tú, como dices, puedes crear runas nuevas... —Echó una ojeada a su alrededor, y vio la expresión sorprendida de Alec y Luke—. Mirad, sólo he recordado que no existe una, eso es todo. Y parece totalmente inofensiva.

Clary dirigió una mirada a Luke, que se encogió de hombros.

—Vale —dijo éste.

Clary tomó un lápiz gris oscuro de la caja y apoyó la punta en el papel. Pensó en formas, líneas, arabescos; pensó en los signos del Libro Gris, antiguos y perfectos, encarnaciones de un lenguaje demasiado impecable para el habla. Una voz queda dijo en su cabeza: «¿Quién eres tú para pensar que puedes hablar el lenguaje del cielo?».

El lápiz se movió. Se sintió casi segura de que ella no lo había movido, pero éste se deslizó sobre el papel, describiendo una única línea. Sintió que el corazón le daba un brinco. Pensó en su madre, sentada con expresión soñadora ante su tela, creando su propia visión del mundo en tinta y pintura al óleo. Pensó: «¿Quién soy yo? Soy la hija de Jocelyn Fray». El lápiz volvió a moverse, y esa vez contuvo el aliento; descubrió que susurraba la palabra, por lo bajo.

—Impertérrito. Impertérrito.

El lápiz retrocedió describiendo una curva ascendente, y ahora ella lo guiaba en lugar de ser guiada por él. Cuando terminó, bajó el lápiz y contempló por un momento, sorprendida, el resultado.

La runa de impertérrito finalizada era una matriz de líneas fuertemente arremolinadas: una runa tan audaz y aerodinámica como un águila. Arrancó la página y la sostuvo en alto para que los demás pudieran verla.

—Ya está —anunció, y fue recompensada por una expresión sobresaltada en el rostro de Luke (así que él no la había creído), y una levísima ampliación de los ojos de Jace.

—Fabuloso —exclamó Alec.

Jace se puso en pie, cruzó la habitación y le quitó la hoja de papel de la mano.

—Pero ¿funciona?

Clary dudó si lo preguntaba en serio o si simplemente estaba siendo desagradable.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, ¿cómo sabemos que funciona? Ahora es sólo un dibujo; no puedes quitarle el miedo a un pedazo de papel. Tenemos que probarla en uno de nosotros antes de poder estar seguros de que es una runa auténtica.

—No estoy seguro de que eso sea una buena idea —declaró Luke.

—Es una idea fabulosa. —Jace volvió a dejar caer el papel sobre la mesa y empezó a quitarse la cazadora—. Tengo una estela que podemos usar. ¿Quién quiere hacérmelo?

—Un lamentable uso de palabras —masculló Magnus.

Luke se puso en pie.

—No —dijo—, Jace, tú ya te comportas como si jamás hubieses oído la palabra «miedo». No creo que distinguiéramos si funciona contigo.

Alec sofocó lo que sonó como una carcajada. Jace se limitó a poner una forzada y poco amistosa sonrisa.

—He oído la palabra «miedo» —aseguró—. Pero elijo creer que no es aplicable a mi persona.

—Justo a lo que me refería —repuso Luke.

—Bueno, ¿por qué no la pruebo contigo, entonces? —preguntó Clary, pero Luke negó con la cabeza.

—No se pueden hacer Marcas a subterráneos, Clary, no con un efecto real. La enfermedad demoníaca que provoca la licantropía impide que las Marcas surtan efecto.

—Entonces...

—Pruébala en mí —propuso Alec inesperadamente—. No me iría mal un poco de arrojo. —Se quitó la cazadora, la tiró sobre la banqueta del piano y cruzó la habitación hasta Jace—. Vamos. Marca mi brazo.

Jace echó una veloz mirada a Clary.

—A menos que creas que deberías hacerlo tú.

—No —repuso ella, meneando la cabeza—. Probablemente eres mejor aplicando las Marcas que yo.

Jace se encogió de hombros.

—Súbete la manga, Alec.

Obedientemente, su amigo se subió la manga. Ya tenía una Marca permanente en la parte superior del brazo, un elegante arabesco de líneas que se suponían le proporcionaban un equilibrio perfecto. Todos miraron, incluso Magnus, mientras Jace trazaba cuidadosamente los contornos de la runa para «impertérrito» en el brazo de Alec, justo debajo de la Marca ya existente. El chico hizo una mueca mientras la estela trazaba su ardiente recorrido sobre la piel. Cuando terminó, Jace volvió a meterse la estela en el bolsillo y durante un momento admiró su obra.

—Bueno, al menos resulta bonita —anunció—. Tanto si funciona como si no...

Alec se tocó la nueva Marca con las yemas de los dedos, luego alzó los ojos y se encontró con que todos los demás ocupantes de la habitación lo miraban fijamente.

—¿Y bien? —preguntó Clary.

—Bien ¿qué?

Alec se bajó la manga, cubriendo la Marca.

—Pues ¿cómo te sientes? ¿Distinto en algo?

El muchacho pareció considerarlo.

—Pues no.

Jace alzó las manos.

—Así que no funciona.

—No necesariamente —repuso Luke—. Puede que no esté sucediendo nada que la activara. Quizá no haya nada aquí a lo que Alec tema.

Magnus echó un vistazo a Alec y enarcó las cejas.

—¡Buu! —exclamó.

Jace sonreía.

—Vamos, seguramente debes de tener una fobia o dos. ¿Qué te asusta?

Alec pensó por un momento.

—Las arañas —contestó.

Clary se volvió hacia Luke.

—¿Tienes una araña en alguna parte?

Luke se mostró exasperado.

—¿Por qué iba a tener una araña? ¿Parezco un coleccionista?

—Sin ánimo de ofender —terció Jace—, pero en cierto modo sí.

—¿Sabéis? —el tono de Alec era agrio—, tal vez esto haya sido un experimento estúpido.

—¿Qué hay de la oscuridad? —sugirió Clary—. Podríamos encerrarte en el sótano.

—Soy un cazador de demonios —replicó Alec, con exagerada paciencia—. Está claro que no le tengo miedo a la oscuridad.

—Bueno, podrías.

—Pero no es así.

El sonido del timbre de la puerta le ahorró a Clary el tener que responder. Dirigió una mirada a Luke, enarcando las cejas.

—¿Simón?

—No puede ser. Es de día.

—Ah, claro. —Había vuelto a olvidarlo—. ¿Quieres que vaya?

—No —Luke se puso en pie con tan sólo un gruñido de dolor—, estoy perfectamente. Probablemente es alguien que se pregunta por qué está cerrada la librería.

Cruzó la habitación y abrió la puerta. Los hombros se le tensaron por la sorpresa. Clary oyó el ladrido de una voz femenina familiar, estridentemente enojada, y al cabo de un momento Isabelle y Maryse Lightwood hicieron a un lado a Luke y penetraron a grandes zancadas en la habitación, seguidas por la amenazadora figura gris de la Inquisidora. Detrás de ellas iba un hombre alto y fornido, de cabellos oscuros y tez aceitunada, con una espesa barba negra. Aunque se había tomado hacía muchos años, Clary lo reconoció por la vieja foto que Hodge le había mostrado. Se trataba de Robert Lightwood, el padre de Alec e Isabelle.

La cabeza de Magnus se alzó bruscamente. Jace palideció notablemente, pero no mostró otra emoción. Y Alec... Alec pasó la mirada con asombro de su hermana a su madre, luego a su padre, y a continuación miró a Magnus, con los límpidos ojos azul claro oscurecidos por una determinación concluyente. Dio un paso al frente para colocarse entre sus padres y todas las demás personas de la habitación.

Maryse, al ver a su hijo mayor en medio de la salita de Luke, tuvo una reacción tardía.

—Alec, ¿qué diablos haces aquí? Pensaba que había dejado claro que...

—Madre. —La voz de Alec al interrumpir a su madre fue firme, implacable y no carente de amabilidad—. Padre. Hay algo que debo deciros. —Les sonrió—. Estoy saliendo con alguien.

Robert Lightwood miró a su hijo con cierta exasperación.

—Alec —dijo—, éste no es precisamente el momento.

—Sí, lo es. Esto es importante. Veréis, no estoy saliendo con cualquiera.

Las palabras parecían brotar de Alec en un torrente, mientras sus padres le observaban desconcertados. Isabelle y Magnus le miraban fijamente con expresiones de casi idéntica estupefacción.

—Estoy saliendo con un subterráneo. De hecho, me estoy viendo con un br...

Los dedos de Magnus se movieron, veloces como un rayo, en dirección a Alec. Hubo un tenue resplandor en el aire alrededor del muchacho. Éste puso los ojos en blanco y cayó al suelo como un árbol derribado.

—¡Alec!

Maryse se llevó la mano a la boca. Isabelle, que era la que había estado más cerca de su hermano, se agachó junto a él. Pero Alec ya había empezado a despertar y abrió los párpados con un aleteo.

—Qu... qué... ¿por qué estoy en el suelo?

—Ésa es una buena pregunta. —Isabelle fulminó con la mirada a su hermano—. ¿Qué ha sido eso?

—¿Qué ha sido el qué? —Alec se sentó en el suelo, sujetándose la cabeza mientras una expresión de gran inquietud le ensombrecía el rostro—. Aguarda... ¿he dicho algo? Antes de desmayarme, me refiero.

Jace lanzó un resoplido.

—¿Recuerdas que nos preguntábamos si eso que Clary hizo funcionaría o no? —preguntó—. Pues ya lo creo que funciona.

Alec parecía totalmente horrorizado.

—¿Qué he dicho?

—Has dicho que estabas saliendo con alguien —le contestó su padre—. Aunque no has llegado a aclarar por qué era tan importante decírnoslo justo ahora.

—No lo es —repuso Alec—. Quiero decir, no estoy saliendo con nadie. Y no es importante. O no lo sería si estuviese saliendo con alguien, cosa que no hago.

Magnus le miró como si fuese un imbécil.

—Alec ha estado delirando —declaró—. Efectos secundarios de unas toxinas demoníacas. De lo más desafortunado, pero estará perfectamente muy pronto.

—¿Toxinas demoníacas? —La voz de Maryse se había vuelto aguda—. Nadie ha informado de un ataque de demonios al Instituto. ¿Qué es lo que está sucediendo aquí, Lucian? Ésta es tu casa, ¿no es cierto? Sabes perfectamente que si ha habido un ataque de demonios se supone que debes informar...

—También atacaron a Luke —explicó Clary—. Ha estado inconsciente.

—Qué conveniente. Todo el mundo estaba o bien inconsciente o aparentemente desvariando —replicó la Inquisidora, y su voz cortante llenó la habitación, silenciando a todo el mundo—. Subterráneo, sabes perfectamente bien que Jonathan Morgenstern no debería estar en tu casa. Debería estar encerrado al cuidado del brujo.

—Tengo un nombre, ¿sabes? —replicó Magnus—. Aunque —añadió, arrepentido de haber interrumpido a la Inquisidora—, no es que eso importe, en realidad. De hecho, olvídalo todo.

—Conozco tu nombre, Magnus Bañe —replicó la mujer—. Has fracasado en tu deber una vez; no tendrás otra oportunidad.

—¿Fracasado en mi deber? —Magnus arrugó la frente—. ¿Sólo por traer al chico aquí? No había nada en el contrato que firmé que dijera que no podía llevarlo conmigo según considerara oportuno.

—Ése no ha sido tu fallo —repuso la Inquisidora—. Dejarle ver a su padre anoche, sí.

Se produjo un silencio anonadado. Alec se incorporó apresuradamente del suelo, buscando con los ojos a Jace; pero éste no quería mirarle. Su rostro era una máscara inescrutable.

—Eso es ridículo —intervino Luke, y Clary raras veces le había visto tan enojado—. Jace ni siquiera sabe dónde está Valentine. Deja de perseguirle.

—Perseguir es a lo que me dedico, subterráneo —replicó la Inquisidora—. Es mi trabajo. —Se volvió hacia Jace—. Di la verdad ahora, muchacho —amenazó—, y será mucho más fácil.

Jace alzó la barbilla.

—No tengo que decirle nada.

—Si eres inocente, ¿por qué no exonerarte? Cuéntanos dónde estuviste realmente anoche. Háblanos del pequeño bote de recreo de Valentine.

Clary le miró fijamente. «Fui a dar un paseo», había dicho él. Pero eso no significaba nada. Quizá realmente hubiera ido a dar un paseo. Sin embargo, ella tenía una sensación de náusea en el corazón y en el estómago. «¿Sabes cuál es el peor sentimiento que se puede experimentar? —había dicho Simón—. No confiar en la persona que amas más que a nada en el mundo.»

Cuando Jace no dijo nada, Robert Lightwood intervino, en su profunda voz de bajo.

—¿Imogen? ¿Estás diciendo que Valentine está... estaba...?

—En una embarcación en medio del East River —respondió ésta—. Así es.

—Por eso no podía encontrarle —repuso Magnus, medio para sí—. Toda esa agua... perturbaba mi hechizo.

—¿Qué hace Valentine en medio del río? —quiso saber Luke, perplejo.

—Pregúntaselo a Jonathan —respondió la Inquisidora—. Tomó prestada una motocicleta al jefe del clan de los vampiros de la ciudad y voló hasta la nave. ¿No es cierto, Jonathan?

Jace no dijo nada. Tenía el rostro inescrutable. La Inquisidora, no obstante, parecía ávida, como si se estuviese alimentando del suspense que reinaba en la habitación.

—Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta —ordenó—, y saca el objeto que has estado llevando contigo desde la última vez que abandonaste el Instituto.

Lentamente, Jace hizo lo que le ordenaban. Mientras sacaba la mano del bolsillo, Clary reconoció el reluciente objeto azul gris que sostenía. El pedazo del espejo Portal.

—Dámelo.

La Inquisidora se lo arrebató de la mano, y el muchacho hizo una mueca de dolor; el borde del cristal le había hecho un corte y la palma de la mano se llenó de sangre. Maryse emitió un ruidito quedo, pero no se movió.

—Sabía que regresarías al Instituto a buscar esto —siguió la Inquisidora, refocilándose definitivamente—. Sabía que tu sentimentalismo no te permitiría dejarlo atrás.

—¿Qué es? —Robert Lightwood sonó desconcertado.

—Un pedazo de Portal en forma de espejo —respondió la mujer—. Cuando el Portal se destruyó, la imagen de su último destino quedó conservada en él. —Hizo girar el pedazo de cristal en los largos y delgadísimos dedos—. En este caso, la casa solariega de los Wayland.

Los ojos de Jace siguieron los movimientos del espejo. En el pedazo de él que Clary podía ver parecía haber atrapado un trozo de cielo azul. La muchacha se preguntó si alguna vez llovía en Idris.

Con un repentino gesto violento que no concordaba con su tono calmado, la Inquisidora arrojó el trozo de espejo contra el suelo. Éste se rompió al instante en diminutos fragmentos. Clary oyó que Jace inspiraba con fuerza, pero el muchacho no se movió.

La Inquisidora sacó una par de guantes grises y se arrodilló entre los pedazos de espejo, tamizándolos entre los dedos hasta encontrar lo que buscaba: un solitario pedazo de fino papel. Se alzó, sosteniéndolo en alto para que todos los presentes en la habitación vieran la gruesa runa escrita en él con tinta negra.

—Marqué este papel con una runa de seguimiento y lo metí entre el pedazo de espejo y su refuerzo. Luego volví a dejarlo en la habitación del muchacho. No te sientas mal por no haberlo advertido —dijo a Jace—. Cabezas más venerables y sabias que la tuya han sido engañadas por la Clave.

—Me ha estado espiando —afirmó Jace, y en su voz había un deje de cólera—. ¿Es eso lo que hace la Clave, invadir la intimidad de sus camaradas cazadores de sombras para...?

—Ten cuidado con lo que dices. No eres el único que ha quebrantado la Ley. —La mirada gélida de la Inquisidora se paseó por la habitación—. Al liberarte de la Ciudad Silenciosa, al liberarte del control del brujo, tus amigos han hecho lo mismo.

—Jace no es nuestro amigo —replicó Isabelle—. Es nuestro hermano.

—Yo tendría cuidado con lo que dices, Isabelle Lightwood —amenazó la mujer—. Podrías ser considerada cómplice.

—¿Cómplice? —Ante la sorpresa de todos, era Robert Lightwood quien había hablado—. La chica sólo intentaba impedir que destrozaras a nuestra familia. Por el amor de Dios, Imogen, no son más que niños...

—¿Niños? —La Inquisidora dirigió una mirada helada hacia Robert—. ¿Igual que vosotros erais niños cuando el Círculo tramó la destrucción de la Clave? ¿Igual que mi hijo era un niño cuando...? —Se interrumpió con una especie de jadeo, como si se obligara a recuperar el control de sí misma.

—Así que esto tiene que ver con Stephen después de todo —concluyó Luke con compasión—. Imogen...

El rostro de la Inquisidora se crispó.

—¡Esto no tiene que ver con Stephen! ¡Tiene que ver con la Ley!

—Y Jace —preguntó Maryse—. ¿Qué va a sucederle?

—Regresará a Idris conmigo mañana —respondió la Inquisidora—. Habéis perdido el derecho a saber más.

—¿Cómo puede llevarle a ese lugar? —exigió saber Clary—. ¿Cuándo regresará?

—Clary, no —exclamó Jace.

Las palabras fueron una súplica, pero ella siguió luchando.

—¡Jace no es el problema! ¡Valentine es el problema!

—¡Déjalo estar, Clary! —chilló Jace—. ¡Por tu propio bien, déjalo estar!

La muchacha no pudo evitarlo y retrocedió asustada ante él; Jace jamás le había gritado de ese modo, ni siquiera cuando lo había arrastrado a la habitación de la madre de ambos en el hospital. Vio la expresión en sus ojos cuando él se dio cuenta de que ella se echaba hacia atrás y deseó no haberlo hecho.

Antes de que pudiera decir nada más, Luke le puso la mano en el hombro y le habló en un tono tan serio como lo había hecho la noche que le había contado la historia de su vida.

—Si el muchacho ha ido a ver a su padre —dijo—, sabiendo la clase de padre que Valentine fue, es porque nosotros le hemos fallado, no porque él nos haya fallado a nosotros.

—Ahórrate tus sofismos, Lucian —indicó la Inquisidora—. Te has vuelto tan blando como un mundano.

—Ella tiene razón. —Alec estaba sentado en el borde del sofá, con los brazos cruzados y la mandíbula firme—. Jace nos ha mentido. No hay excusa para eso.

Jace se quedó boquiabierto. Había estado seguro de la lealtad de Alec, al menos, y Clary no le culpaba. Incluso Isabelle miraba fijamente a su hermano con horror.

—Alec, ¿cómo puedes decir eso?

—La Ley es la Ley, Izzy —respondió Alec, sin mirar a su hermana—. No se puede burlar.

Isabelle profirió un gritito de rabia y estupefacción, y salió disparada por la puerta principal, dejándola abierta. Maryse intentó ir tras ella, pero Robert detuvo a su esposa, diciéndole algo en voz baja.

Magnus se puso en pie.

—Realmente creo que es el momento de que yo también me vaya —anunció, y Clary advirtió que evitaba mirar a Alec—. Diría que ha sido agradable conoceros, pero, de hecho, no lo ha sido. Ha resultado bastante violento, y francamente, espero que transcurra una eternidad antes de que vuelva a ver a cualquiera de vosotros.

Alec clavó la mirada en el suelo mientras el brujo abandonaba muy digno la salita y salía por la puerta a la calle. En esta ocasión la cerró tras él con un portazo.

—Dos que se han ido —soltó Jace, sarcástico—. ¿Quién es el siguiente?

—Ya es suficiente —replicó la Inquisidora—. Dame las manos.

Jace extendió las manos, y la mujer sacó una estela de algún bolsillo oculto y procedió a dibujarle una Marca alrededor de las muñecas. Cuando apartó las manos, las muñecas de Jace estaban cruzadas, una sobre la otra, atadas por lo que parecía un aro de llamas ardientes.

—¿Qué hace? —exclamó Clary—. Le va a hacer daño...

—Estoy perfectamente, hermanita. —Jace habló con bastante calma, pero Clary advirtió que parecía no poder mirarla—. Las llamas no me quemarán a menos que intente separar las manos.

—Y en cuanto a ti —añadió la Inquisidora, dirigiéndose a Clary, que se sorprendió, ya que hasta ese momento la mujer apenas había parecido reparar en su existencia—. Has tenido la gran suerte de que Jocelyn te criara y escapar, así, a la mácula de tu padre. De todos modos, no te perderé de vista.

La mano de Luke se cerró con más fuerza sobre el hombro de Clary.

—¿Es una amenaza?

—La Clave no amenaza, Lucian Graymark. La Clave hace promesas y las mantiene.

La Inquisidora sonó casi alegre. Pero era la única persona de la habitación a la que podía aplicarse ese adjetivo; todos los demás parecían traumatizados, a excepción de Jace, que mostraba los dientes en un gruñido del que Clary dudaba que fuese consciente. Parecía como un león caído en una trampa.

—Vamos, Jonathan —ordenó la Inquisidora—. Anda por delante de mí. Si haces un solo movimiento para huir te clavaré un cuchillo entre los hombros.

Jace tuvo grandes dificultades para girar el pomo de la puerta principal con las manos atadas. Clary apretó los dientes para no chillar, y entonces la puerta se abrió finalmente y Jace se marchó seguido de la Inquisidora. Los Lightwood fueron detrás en fila, Alec con la vista todavía fija en el suelo. La puerta se cerró tras ellos, y Clary y Luke se quedaron solos en la sala de estar, silenciosos en compartida incredulidad.

El diente de la serpiente

—Luke —empezó a decir Clary en cuanto la puerta se cerró tras los Lightwood—. ¿Qué vamos a hacer...?

Luke se estaba presionando ambos lados de la cabeza con las manos como impidiendo que se le partiera por la mitad.

—Café —declaró—. Necesito café.

—Ya te has bebido uno.

Él dejó caer las manos y suspiró.

—Necesito más.

Clary le siguió a la cocina, donde él se sirvió más café antes de sentarse ante la mesa de la cocina y pasarse las manos por el cabello.

—Pinta mal —dijo—. Muy mal.

—¿De verdad?

Clary no podía ni pensar en beber café en aquellos instantes. Ya sentía los nervios como si estuviesen tensados tan finos como alambres.

—¿Qué sucederá si le llevan a Idris?

—Un juicio ante la Clave. Probablemente le hallarán culpable. Luego habrá el castigo. Es joven, así que podrían simplemente despojarle de sus Marcas, no maldecirle.

—¿Qué significa eso?

Luke no quiso mirarla a los ojos.

—Significa que le quitarán las Marcas, le depondrán como cazador de sombras y le expulsarán de la Clave. Será un mundano.

—Pero eso le mataría. Seguro. Preferirá morir.

—¿Crees que no lo sé? —Luke se había terminado el café y se quedó mirando el tazón con aire taciturno antes de dejarlo sobre la mesa—. Pero eso a la Clave le da lo mismo. No pueden ponerle las manos encima a Valentine, así que castigarán a su hijo en su lugar.

—¿Qué pasa conmigo? Yo soy su hija.

—Tú no eres de su mundo. Jace sí. Aunque más bien te sugiero que no llames la atención durante un tiempo. Ojalá pudiésemos irnos a la granja...

—¡No podemos dejar a Jace con ellos! —Clary estaba consternada—. No voy a ir a ninguna parte.

—Claro que no. —Luke pasó por alto la protesta de la joven—. Dije que ojalá pudiésemos, no que pensara que debíamos hacerlo. Existe la cuestión de lo que hará Imogen ahora que sabe dónde está Valentine, por supuesto. Podríamos encontrarnos en medio de una guerra.

—No me importa si quiere matar a Valentine. Puede quedarse con él. Yo sólo quiero recuperar a Jace.

—Eso no es tan fácil —afirmó Luke—, teniendo en cuenta que en este caso, él realmente ha hecho lo que ella le acusa de haber hecho.

Clary estaba escandalizada.

—¿Qué, crees que fue quien mató a los Hermanos Silenciosos? ¿Crees que...?

—No, no creo que matase a los Hermanos Silenciosos. Creo que hizo exactamente lo que Imogen le vio hacer: fue a ver a su padre.

Clary recordó algo.

—¿A qué te referías cuando has dicho que le habíamos fallado y no al revés? ¿Te refieres a que no le culpas?

—Sí y no. —Luke parecía fatigado—. Fue una estupidez ir a ver a su padre, no se puede confiar en Valentine. Pero cuando los Lightwood le dieron la espalda, ¿qué esperaban que hiciese? No es más que un chiquillo, todavía necesita padres. Si ellos no quieren tenerle, irá en busca de alguien que sí quiera.

—Yo pensaba que a lo mejor... —repuso Clary—, que a lo mejor esperaba que tú le hicieras de padre.

Luke pareció indescriptiblemente triste.

—Yo también lo pensaba, Clary. Yo también lo pensaba.


Muy débilmente, Maia oía el sonido de las voces procedentes de la cocina. Habían acabado de gritarse unos a otros en la sala de estar. Era hora de marcharse. Dobló la nota que había garabateado a toda prisa, la dejó sobre la cama de Luke y cruzó la habitación en dirección a la ventana a la que había dedicado los últimos veinte minutos hasta conseguir forzarla y abrirla. El aire fresco entró a través de ella; era uno de esos primeros días de otoño en que el cielo parecía increíblemente azul y distante y el aire estaba levemente teñido de aroma a humo.

Se montó rápidamente sobre la repisa de la ventana y miró abajo. Habría sido un salto casi imposible para ella antes de que la cambiaran; en aquellos momentos sólo pensó por un instante en el hombro herido antes de saltar. Aterrizó de cuclillas en el cemento resquebrajado del patio trasero de Luke. Enderezándose, echó una ojeada a la casa, pero nadie abrió una puerta ni la llamó para que regresara.

Reprimió una punzada de decepción. Tampoco era que le hubiesen prestado mucha atención cuando sí estaba dentro de la casa, se dijo, mientras trepaba por la alta valla de tela metálica que separaba el patio trasero de Luke del callejón, así que ¿por qué tenían que advertir que se había ido? Era claramente el último mono, tal y como lo había sido siempre. Simon era el único que la había tratado como si tuviera una cierta consideración.

Pensar en Simon la hizo estremecer mientras saltaba al otro lado de la valla y trotaba por el callejón hasta la avenida Kent. Había dicho a Clary que no recordaba la noche anterior, pero no era cierto. Recordaba la expresión en el rostro del muchacho cuando ella le había rehuido... la recordaba con tanta claridad como si la tuviera impresa en la retina. Lo más extraño era que en aquel momento él todavía le había parecido humano, más humano que cualquiera que hubiese conocido nunca.

Cruzó la calle para evitar pasar justo por delante de la casa de Luke. La calle estaba casi desierta porque la gente de Brooklyn aprovechaba que era domingo para dormir hasta tarde. Marchó en dirección al metro de la avenida Bedford con la mente puesta aún en Simón. Sentía un doloroso vacío en la boca del estómago cuando pensaba en él. Era la primera persona en quien había querido confiar en años, pero Simon había conseguido que eso fuera imposible.

«Desde luego, si confiar en él es imposible, entonces ¿por qué te diriges a verle?» dijo el susurro en el fondo de su mente que siempre le hablaba con la voz de Daniel.

«Cállate —repuso ella con firmeza—. Incluso aunque no podamos ser amigos, le debo una disculpa.»

Alguien rió. El sonido reverberó en los altos muros de la fábrica situada a su izquierda. Con un repentino temor, Maia giró en redondo, pero la calle estaba vacía. Una anciana paseaba a sus perros por la orilla del río, pero Maia dudó de que estuviese lo bastante cerca para oírla.

Aceleró el paso de todos modos. Podía andar más de prisa que la mayoría de los humanos, se recordó, incluso dejarles atrás. Aún en su estado actual, con el brazo doliéndole igual que si alguien le hubiese golpeado el hombro con una maza, no tenía nada que temer de un atracador o un violador. Dos chicos adolescentes armados con cuchillos habían intentado agarrarla mientras cruzaba Central Park una noche tras su llegada a la ciudad, y sólo Bat había impedido que los matara.

Así pues ¿por qué sentía tanto pánico?

Echó otra ojeada atrás. La anciana había desaparecido; Kent estaba vacía. La vieja y abandonada fábrica de azúcar Domino se alzaba frente a ella. Llevada por un impulso repentino de salir de la calle, se metió en el callejón que pasaba junto a la fábrica.

Se encontró en un espacio angosto entre dos edificios, lleno de basura, botellas vacías y el corretear de ratas. Los tejados se tocaban en lo alto, cerrando el paso al sol y haciendo que Maia se sintiera como si se hubiese metido en un túnel. Las paredes eran de ladrillo, con pequeñas ventanas sucias, muchas de las cuales estaban rotas. A través de ellas pudo ver el suelo de la fábrica abandonada e hileras de calderas, hornos y cubas de metal. El aire olía a azúcar quemado. Se apoyó en una de las paredes intentando apaciguar el martilleo de su corazón. Casi había conseguido tranquilizarse cuando una voz increíblemente familiar le habló desde las sombras.

—¿Maia?

Giró en redondo. Él estaba de pie en la entrada del callejón, los cabellos iluminados desde atrás, brillando como un halo alrededor del rostro hermoso. Los ojos oscuros, bordeados de largas pestañas, la contemplaban con curiosidad. Llevaba vaqueros y, a pesar de la frialdad del aire, una camiseta de manga corta. Todavía parecía tener quince años.

—Daniel —musitó.

Él fue hacia ella sin que sus pasos emitieran ningún sonido.

—Ha pasado mucho tiempo, hermanita.

Ella quiso correr, pero sentía las piernas como si fuesen bolsas de agua. Se apretó contra la pared como si pudiera desaparecer en su interior.

—Pero... tú estás muerto.

—Y tú no lloraste en mi funeral, ¿verdad, Maia? ¿No hubo lágrimas por tu hermano mayor?

—Eras un monstruo —susurró ella—. Intentaste matarme...

—No en serio.

Había algo largo y afilado en su mano ahora, algo que centelleaba como fuego plateado en la penumbra. Maia no estaba segura de lo que era; el terror le nublaba la vista. Fue resbalando hasta el suelo mientras él avanzaba hacia ella, las piernas incapaces de seguir sosteniéndola.

Daniel se arrodilló a su lado. Entonces pudo ver qué era lo que tenía en la mano: un irregular pedazo roto de cristal de una de las ventanas destrozadas. El terror creció y la cubrió como una ola, pero no era miedo al arma en la mano de su hermano lo que la abrumaba, era el vacío en los ojos de éste. Podía mirar a su interior y a través de ellos, y ver sólo oscuridad.

—¿Recuerdas —dijo él— cuando te dije que te cortaría la lengua antes que dejar que fueses a chivarte de mí a papá y a mamá?

Paralizada por el miedo, Maia sólo podía mirarle fijamente. Sentía ya el cristal clavándosele en la carne, el asfixiante sabor de la sangre inundándole la boca, y deseó estar muerta, muerta ya, cualquier cosa era mejor que aquel horror y aquel espantoso...

—Es suficiente, Agramon.

La voz de un hombre cortó la niebla de su cabeza. No era la voz de Daniel; era queda, culta, sin lugar a dudas humana. Le recordó a alguien... pero ¿a quién?

—Como deseéis, lord Valentine.

Daniel soltó un suspiro de desilusión...y a continuación el rostro empezó a desvanecerse y deshacerse. Desapareció en un instante, y con él la sensación de terror paralizante y aplastante que la había amenazado. Tragó una desesperada bocanada de aire.

—Bien. Respira. —Volvía a ser la voz del hombre, irritada ahora—. La verdad, Agramon, unos pocos segundos más y ella habría muerto.

Maia alzó los ojos. El hombre —Valentine— estaba de pie observándola con atención. Era muy alto y vestía de negro, incluso los guantes que llevaba y las botas de suela gruesa que calzaba. Usó precisamente la punta de una de las botas para alzarle la barbilla, y la voz cuando habló era fría, mecánica.

—¿Cuántos años tienes?

El rostro que la contemplaba era estrecho, de huesos prominentes, desprovisto de todo color, con los ojos tan negros y los cabellos tan blancos que parecía una fotografía en negativo. En el lado izquierdo del cuello, justo por encima del borde del abrigo, llevaba una Marca en espiral.

—¿Eres Valentine? —susurró ella—. Pero yo pensaba que tú...

La bota descendió sobre su mano, haciendo que una punzada de dolor le recorriese el brazo. Chilló.

—Te he hecho una pregunta —dijo él—. ¿Cuántos años tienes?

—¿Cuántos años tengo? —El dolor de la mano, mezclado con el olor agrio de la basura que había por todas partes le revolvió el estómago—. ¡Vete a la mierda!

Una barra luminosa pareció saltar entre los dedos del hombre; la descargó hacia abajo y sobre el rostro de la joven a tal velocidad que ella no tuvo tiempo de echarse atrás. Una ardiente línea de dolor se abrió paso por su mejilla; Maia se llevó una mano al rostro y sintió cómo la sangre le embadurnaba los dedos.

—Bien —dijo Valentine, con la misma voz precisa y refinada—. ¿Cuántos años tienes?

—Quince. Tengo quince años.

Percibió, más que vio, que él sonreía.

—Perfecto.


Ya en el Instituto, la Inquisidora se llevó a Jace lejos de los Lightwood, a la sala de entrenamiento del piso superior. El joven se quedó rígido por la impresión al captar la imagen que reflejaban de él los largos espejos que cubrían las paredes. En realidad no se había mirado en días, y la noche anterior había sido mala. Los ojos estaban rodeados de sombras negras, y tenía la camiseta embadurnada de sangre seca y lodo mugriento procedente del East River. El rostro aparecía hundido y demacrado.

—¿Admirándote? —La voz de la Inquisidora se abrió paso a través de su contemplación—. No tendrás un aspecto tan mono cuando la Clave acabe contigo.

—Realmente usted parece obsesionada con mi belleza. —Jace dio la espalda al espejo con cierto alivio—. ¿Podría ser que todo esto se deba a que se siente atraída por mí?

—No seas repugnante. —La Inquisidora había sacado cuatro largas tiras de metal de la bolsa gris que llevaba colgada a la cintura: cuchillos del Ángel—. Podrías ser mi hijo.

—Stephen. —Jace recordó lo que Luke había dicho en la casa—. Así es como se llama, ¿verdad?

La mujer se volvió como una exhalación hacia él. Los cuchillos que sujetaba vibraron con su cólera.

—Jamás pronuncies su nombre.

Por un momento, Jace se preguntó si ella llegaría realmente a intentar matarle. No dijo nada mientras la mujer recuperaba el control. Sin mirarle, señaló con uno de los cuchillos.

—Ponte ahí en el centro de la habitación, por favor.

Jace obedeció. Aunque intentaba no mirar los espejos, podía ver su propio reflejo y el de la Inquisidora por el rabillo del ojo. Los espejos multiplicaban los reflejos y un número infinito de Inquisidoras amenazaban a un número infinito de Jaces.

El muchacho echó un vistazo a sus manos atadas. Había pasado de sentir un leve dolor a sentir un dolor fuerte y punzante en las muñecas y hombros, pero no hizo ni una mueca mientras la Inquisidora contemplaba uno de los cuchillos, al que llamaba Jophiel, y lo clavaba en las lustrosas tablas de madera del suelo a sus pies. Jace aguardó, pero no sucedió nada.

—¿Bum? —dijo finalmente—. ¿Se suponía que debía suceder algo?

—Cállate. —El tono de la Inquisidora era tajante—. Y quédate donde estás.

Jace se quedó quieto, observando con curiosidad creciente mientras ella se colocaba a su otro lado, nombraba a un segundo cuchillo Harahel, y procedía a clavarlo también en las tablas del suelo.

Con la tercera arma —Sandalphon— el muchacho comprendió lo que estaba haciendo la mujer. El primer cuchillo lo había clavado en el suelo justo al sur de él, el siguiente al este y el tercero al norte. La mujer señalaba los puntos cardinales. Se esforzó por recordar qué podía significar eso, pero no se le ocurrió nada. Era evidente que se trataba de algún ritual de la Clave que iba más allá de cualquier cosa que le hubiesen enseñado. Para cuando ella alargó la mano hacia el último cuchillo, Taharial, Jace tenía las palmas sudorosas, irritadas allí donde rozaban una con otra.

La Inquisidora se irguió, pareciendo sentirse complacida consigo misma.

—Ya está.

—¿El qué? —quiso saber él, pero ella alzó una mano.

—No del todo aún, Jonathan. Hay una cosa más.

Fue hacia el cuchillo situado más al sur y se arrodilló frente a él. Con un rápido movimiento, extrajo una estela y grabó una única runa oscura en el suelo justo debajo del cuchillo. Mientras se incorporaba, sonó un agudo y melodioso repique por toda la habitación, el tañido de una delicada campanilla, y brotó una luz de los cuatro cuchillos de ángel, tan cegadora que Jace apartó la cabeza, medio cerrando los ojos. Cuando la volvió otra vez, al cabo de un momento, vio que estaba de pie en el interior de una jaula cuyas paredes parecían tejidas con filamentos de luz. Éstos no eran estáticos, sino que se movían como cortinas de lluvia iluminada.

La Inquisidora era ahora una figura borrosa tras una pared refulgente. Cuando Jace la llamó, incluso la voz le sonó temblorosa y hueca, como si la llamara a través de agua.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho?

Ella rió.

Jace dio un enojado paso al frente, y luego otro; el hombro rozó una refulgente pared. Como si hubiese tocado una valla electrificada, la descarga que le recorrió fue como un puñetazo que le derribó. Cayó torpemente al suelo, incapaz de usar las manos para frenar la caída.

La Inquisidora volvió a reír.

—Si intentas atravesar la pared recibirás más que una descarga. La Clave llama a este castigo la Configuración Malachi. Estas paredes no se pueden traspasar mientras los cuchillos serafín permanezcan donde están. Yo no lo haría —añadió cuando Jace, arrodillado, hizo un movimiento hacia el cuchillo que tenía más cerca—. Toca los cuchillos y morirás.

—Pero usted sí puede tocarlos —dijo él, incapaz de mantener la aversión fuera de la voz.

—Puedo, pero no lo haré.

—Pero ¿qué pasa con la comida? ¿Agua?

—Todo a su momento, Jonathan.

El muchacho se puso en pie. A través de la pared borrosa, vio cómo se daba la vuelta para irse.

—Pero mis manos...

Bajó los ojos hacia las muñecas atadas. El metal ardiente le corroía la piel igual que ácido. Manaba sangre alrededor de las llameantes esposas.

—Deberías haber pensado en eso antes de ir a ver a Valentine.

—No me está haciendo temer la venganza del Consejo precisamente. No pueden ser peores que usted.

—Bueno, no vas a ir al Consejo —respondió la Inquisidora, y había una sosegada calma en su tono que a Jace no le gustó nada.

—¿Qué quiere decir con que no voy a ir al Consejo? Pensaba que había dicho que iba a llevarme a Idris mañana.

—No. Pienso devolverte a tu padre.

El impacto de las palabras casi volvió a derribarle.

—¿Mi padre?

—Tu padre. Estoy planeando cambiarte por los Instrumentos Mortales.

Jace la miró atónito.

—Debe de estar bromeando.

—En absoluto. Es más sencillo que un juicio. Desde luego, quedarás excluido de la Clave —añadió, como si se le acabara de ocurrir—, pero supongo que ya esperabas eso.

Jace negaba con la cabeza.

—Se ha equivocado de hombre. Espero que se dé cuenta.

Una expresión de fastidio pasó rauda por la cara de la mujer.

—Pensaba que habíamos prescindido ya de tu pretensión de inocencia, Jonathan.

—No me refería a mí. Me refería a mi padre.

Por primera vez desde que la había conocido, la mujer pareció sorprendida.

—No entiendo qué quieres decir.

—Mi padre no cambiará los Instrumentos Mortales por mí. —Las palabras eran amargas, pero el tono de Jace no lo era; era realista—. Preferiría que me matara ante él antes que entregarle ni la Espada ni la Copa.

La Inquisidora negó con la cabeza.

—No lo comprendes —replicó, y había un desconcertante vestigio de resentimiento en su voz—. Los niños nunca lo hacen. No hay ninguna otra cosa que se parezca al amor que un progenitor siente por un hijo, no hay ninguna otra cosa que se le parezca. Ningún otro amor es tan devorador. Ningún padre, ni siquiera Valentine, sacrificaría a su hijo por un pedazo de metal, por muy poderoso que éste pueda ser.

—No conoce a mi padre. Se le reirá a la cara y le ofrecerá dinero para que envíe mi cuerpo de vuelta a Idris.

—No seas absurdo...

—Tiene razón —se burló Jace—. Bien pensado, probablemente le hará pagar a usted los gastos de envío.

—Ya veo que sigues siendo hijo de tu padre. No quieres que pierda los Instrumentos Mortales; sería una pérdida de poder también para ti. No quieres vivir tu vida como el hijo deshonrado de un criminal, así que dirás cualquier cosa para influir en mi decisión. Pero no me engañas.

—Oiga. —El corazón de Jace latía violentamente, pero intentó hablar con calma; aquella mujer tenía que creerle—. Sé que me odia. Sé que piensa que soy un mentiroso como mi padre. Pero le estoy diciendo la verdad. Mi padre cree absolutamente en lo que está haciendo. Usted opina que es malvado. Pero él piensa que tiene razón. Piensa que lleva a cabo la obra de Dios. No renunciará a eso por mí. Usted me siguió la pista cuando fui allí, tuve que haber oído lo que me dijo...

—Te vi hablar con él —respondió la Inquisidora—. No oí nada.

Jace soltó una palabrota entre dientes.

—Mire, le haré cualquier juramento que quiera para probar que no miento. Está usando la Espada y la Copa para invocar demonios y controlarlos. Cuanto más tiempo desperdicie usted conmigo, más puede él aumentar su ejército. Para cuando se dé cuenta de que él no hará el intercambio, ya no tendrá ninguna posibilidad contra él...

La Inquisidora se apartó con un resoplido de repugnancia.

—Estoy cansada de tus mentiras.

Jace contuvo el aliento con incredulidad mientras ella le daba la espalda y se marchaba a grandes zancadas en dirección a la puerta.

—¡Por favor! —gritó el chico.

Ella se detuvo en la puerta y volvió la cabeza para mirarle. Jace sólo pudo ver la sombra angulosa de la cara, la barbilla puntiaguda y unos huecos oscuros en las sienes. Las ropas grises se perdían entre las sombras, lo que le hacía parecer una calavera incorpórea flotante.

—No creas —dijo ella— que devolverte a tu padre es lo que realmente quiero hacer. Es algo mejor de lo que Valentine Morgenstern merece.

—¿Qué se merece?

—Sostener el cuerpo sin vida de su hijo en brazos. Ver a su hijo muerto y saber que no hay nada que pueda hacer, ningún hechizo, ningún ensalmo, ningún trato con el infierno que pueda traerle de vuelta... —Se interrumpió—. Debería saberlo —siguió en un susurro, y empujó la puerta, las manos raspando sobre la madera.

La puerta se cerró tras ella con un chasquido dejando a Jace con las muñecas ardiendo y la mirada fija en el hueco de la puerta con expresión desconcertada.


Clary colgó el teléfono enfadada.

—No responde.

—¿A quién intentabas llamar?

Luke iba por la quinta taza de café y Clary empezaba a preocuparse por él. ¿Existía el envenenamiento por cafeína? Él no parecía estar al borde de un ataque ni nada así, pero, disimuladamente, Clary desenchufó la cafetera al volver hacia la mesa, sólo por si acaso.

—¿Simón?

—No, me siento rara despertándole durante el día, aunque dijo que no le molesta siempre y cuando no tenga que ver la luz.

—Entonces...

—Llamaba a Isabelle. Quiero saber qué está pasando con Jace.

—¿No ha contestado?

—No.

A Clary le gruñía el estómago, así que fue a la nevera, sacó un yogur de melocotón y se lo comió mecánicamente, sin saborearlo. Iba por la mitad cuando recordó algo.

—Maia —dijo—. Deberíamos ver si está bien. —Dejó el yogur—. Ya voy yo.

—No, yo soy su jefe de manada. Confía en mí. Puedo tranquilizarla si está alterada —indicó Luke—. Regresaré en seguida.

—No digas eso —suplicó Clary—. No lo soporto cuando la gente dice eso.

Él le dedicó una sonrisa torcida y fue hacia el vestíbulo. Al cabo de pocos minutos estaba de vuelta, con expresión anonadada.

—Se ha ido.

—¿Ido? ¿Qué quieres decir?

—Se ha marchado a hurtadillas de la casa. Ha dejado esto.

Arrojó un pedazo de papel doblado sobre la mesa. Clary lo recogió y leyó las frases garabateadas con el entrecejo fruncido:

Perdón por todo. He ido a reparar el daño. Gracias por lo que has hecho. Maia.

—¿«Ido a reparar el daño»? ¿Qué significa?

—Esperaba que tú lo supieras —dijo Luke con un suspiro.

—¿Estás preocupado?

—Los demonios raum son rastreadores —respondió Luke—. Encuentran a la gente y se la llevan a quienquiera que los haya invocado. Aquel demonio aún podría estar buscándola.

—¡Ah! —exclamó Clary en un hilo de voz—. Bueno, creo que quiere decir que iba a ver a Simón.

Luke pareció sorprendido.

—¿Sabe dónde vive?

—No lo sé —admitió Clary—. A veces parece como si fuesen íntimos. Quizá. —Metió la mano en el bolsillo en busca del teléfono—. Le llamaré.

—Pensaba que llamarle te hacía sentir rara.

—No tan rara con todo lo que está sucediendo.

Hizo avanzar la pantalla de la agenda en busca del número de Simón. El teléfono sonó tres veces antes de que él contestara, con voz atontada.

—¿Diga?

—Soy yo.

Se apartó de Luke mientras hablaba, más por costumbre que por deseo de ocultarle la conversación.

—Ya sabes que ahora soy una criatura nocturna —repuso él con un gemido, y ella le oyó volverse en la cama—. Eso significa que duermo todo el día.

—¿Estás en casa?

—Sí, ¿en qué otro sitio podría estar? —Su voz se agudizó, mientras el sueño se desvanecía—. ¿Qué sucede Clary, qué pasa?

—Maia ha huido. Ha dejado una nota sugiriendo que podría dirigirse a tu casa.

—Bueno, no lo ha hecho —respondió Simón, perplejo—. O en todo caso, no ha aparecido aún.

—¿Hay alguien en casa aparte de ti?

—No, mi madre está en el trabajo y Rebecca tiene clases. ¿Por qué? ¿Realmente crees que Maia se presentará aquí?

—Sólo llámanos si...

Simon la interrumpió.

—Clary —el tono de voz era apremiante—, aguarda un instante. Creo que alguien está intentando entrar en mi casa.


Transcurría el tiempo dentro de la prisión, y Jace contemplaba cómo la horrorosa lluvia plateada caía a su alrededor con una especie de interés distante. Los dedos se le habían empezado a entumecer, lo que sospechaba que era una mala señal, pero no conseguía que le importase. Se preguntó si los Lightwood sabían que estaba allí arriba, o si alguien que entrase en la sala de entrenamiento se llevaría una sorpresa desagradable al encontrarle allí encerrado. Pero no, la Inquisidora no era tan descuidada. Les habría dicho que la habitación tenía prohibido el acceso hasta que ella se deshiciera del prisionero del modo que creyera conveniente. Supuso que debería estar enojado, incluso asustado, pero no conseguía que eso le importara tampoco. Nada parecía real ya: ni la Clave, ni la Alianza, ni la Ley, ni siquiera su padre.

Una pisada queda le alertó de la presencia de alguien más en la habitación. Había estado tumbado sobre la espalda, con la vista fija en el techo; ahora se sentó en el suelo, pasando una mirada rápida por la estancia. Distinguió una forma oscura más allá de la reluciente cortina de lluvia. «Debe de ser la Inquisidora», de vuelta para burlarse de él un poco más. Se preparó para ello... y entonces vio, con un sobresalto, el cabello oscuro y el rostro familiar.

Quizá todavía había algunas cosas que le importaban, después de todo.

—¿Alec?

—Sí.

Alec se arrodilló al otro lado de la pared reluciente. Era como mirar a alguien a través de agua transparente rizada por la corriente; había momentos en que Jace podía ver a Alec con claridad, pero de vez en cuando las facciones parecían tambalearse y disolverse mientras la lluvia ardiente relucía y se ondulaba.

Era suficiente para marear a cualquiera, se dijo Jace.

—¿Qué, en el nombre del Ángel, es esta cosa? —Alec alargó la mano para tocar la pared.

—No lo hagas. —Jace alargó la suya, luego la retiró a toda prisa antes de entrar en contacto con la cortina luminosa—. Te dará una descarga, tal vez te mate si intentas atravesarla.

Alec echó la mano hacia atrás con un silbido quedo.

—La Inquisidora no estaba de broma.

—Desde luego que no. Soy un criminal peligroso. ¿O es que no te has enterado?

Jace oyó el tono ácido de su propia voz, vio cómo Alec se encogía, y se sintió mezquina y momentáneamente complacido.

—No te llamó criminal, exactamente...

—No, simplemente soy un niño travieso. Hago toda clase de cosas malas. Pateo gatitos. Hago gestos groseros a monjas.

—No bromees. Esto es algo serio. —Los ojos de Alec estaban sombríos—. ¿En qué diablos estabas pensando, yendo a ver a Valentine? Quiero decir, en serio, ¿qué te pasó por la cabeza?

A Jace se le ocurrieron varios comentarios agudos, pero descubrió que no quería hacer ninguno de ellos. Estaba demasiado cansado.

—Pensaba en que era mi padre.

Alec dio la impresión de estar contando mentalmente hasta diez para conservar la paciencia.

—Jace...

—¿Y si fuese tu padre? ¿Qué harías?

—¿Mi padre? Mi padre jamás haría las cosas que Valentine...

Jace alzó violentamente la cabeza.

—¡Tu padre sí que hizo esas cosas! ¡Estaba en el Círculo junto con mi padre! ¡También tu madre! Nuestros padres eran todos iguales. ¡La única diferencia es que a los tuyos los cogieron y castigaron, y al mío no!

El rostro de Alec se puso tenso. Pero «¿La única diferencia?» fue todo lo que dijo.

Jace bajó la mirada hacia las manos. Las esposas ardientes no estaban pensadas para dejarlas puestas tanto tiempo. La piel de debajo estaba salpicada de gotas de sangre.

—Sólo quería decir —repuso Alec— que no veo por qué querías verle, no después de lo que ha hecho en general, sino después de lo te hizo a ti.

Jace no dijo nada.

—Todos estos años —siguió Alec— dejó que pensaras que estaba muerto. Quizá no recuerdes cómo era cuando tenías diez años, pero yo sí. Nadie que te amase podría hacer... podría hacer algo como aquello.

Finas líneas de sangre empezaban a descender por las manos de Jace, igual que una cuerda roja deshilándose.

—Valentine me dijo —repuso él en voz baja— que si le apoyaba contra la Clave, si lo hacía, se aseguraría de que nadie que me importase resultase herido. Ni tú, ni Isabelle, ni Max. Ni tus padres. Dijo...

—¿Nadie saldría herido? —repitió Alec con sorna—. Quieres decir que no les haría daño él personalmente. Qué bonito.

—Vi lo que puede hacer, Alec. La clase de fuerza demoníaca que puede invocar. Si lanza su ejército de demonios contra la Clave, habrá guerra. Y la gente muere en las guerras. —Vaciló—. Si tuvieses la posibilidad de salvar a todos a los que quieres...

—Pero ¿qué clase de posibilidad es? ¿Qué valor tiene la palabra de Valentine, además?

—Si jura por el Ángel que hará algo, lo hará. Lo conozco.

—Si le apoyas contra la Clave.

Jace asintió.

—Se enojaría una barbaridad cuando le dijiste que no —comentó Alec.

Jace alzó la mirada de las sangrantes muñecas y miró a Alec de hito en hito.

—¿Qué?

—He dicho...

—Ya sé lo que has dicho. Pero ¿qué te hace suponer que le dije que no?

—Bueno, lo hiciste. ¿No es cierto?

Muy despacio, Jace asintió.

—Te conozco —repuso Alec, con total seguridad, y se puso en pie—. Le hablaste a la Inquisidora sobre Valentine y sus planes, ¿verdad? ¿Y no le importó?

—Yo no diría eso. Más bien no me creyó. Tiene un plan con el que cree que se encargarán de Valentine. El único problema es que su plan es una porquería.

Alec asintió.

—Puedes ponerme al corriente más tarde. Primero, lo más importante: tenemos que averiguar cómo sacarte de aquí.

—¿Qué? —La incredulidad hizo que Jace se sintiera levemente mareado—. Creía que tú estabas directamente del lado de los de «vaya directamente a la cárcel, sin pasar por la Salida, y sin cobrar los doscientos dólares». «La Ley es la Ley, Isabelle.» ¿Qué era toda esa perorata que soltaste?

Alec parecía atónito.

—¡No puedes haber pensado que lo decía en serio! Sólo quería que la Inquisidora confiase en mí para que no estuviese vigilándome todo el tiempo como está vigilando a Izzy y a Max. Sabe que ellos están de tu lado.

—¿Y tú? ¿Estás tú de mi lado?

Jace pudo oír la aspereza en su propia pregunta y se sintió casi abrumado por lo mucho que significaba la respuesta para él.

—Estoy contigo —respondió Alec—, siempre. ¿Por qué tienes que preguntarlo siquiera? Puede que yo respete la Ley pero lo que la Inquisidora te ha estado haciendo no tiene nada que ver con la Ley. No sé exactamente qué es lo que pasa, pero el odio que siente por ti es personal. No tiene nada que ver con la Clave.

—La provoco —dijo Jace—. No puedo evitarlo. Los burócratas maliciosos me crispan los nervios.

Alec sacudió la cabeza.

—Tampoco es eso. Es un odio ancestral. Puedo percibirlo.

Jace iba a contestar cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar. Estando tan cerca del tejado, el sonido resultaba ensordecedor. Miró fugazmente a lo alto... medio esperando ver a Hugo volando por entre las vigas de madera con sus lentos círculos meditabundos. Al cuervo siempre le había gustado estar allí arriba entre las vigas y el techo abovedado de piedra. En aquella época, Jace había pensado que al pájaro le gustaba clavar las garras en la madera blanda; ahora comprendía que las vigas le habían proporcionado un excelente mirador desde el que espiar.

Una idea oscura y amorfa empezó a tomar forma en lo recóndito de la mente de Jace, pero se limitó a decir en voz alta:

—Luke dijo algo sobre que la Inquisidora tenía un hijo llamado Stephen. Dijo que ella intentaba desquitarse por él. Le pregunté a la Inquisidora por él y casi le da un ataque. Creo que podría ser el motivo por el que me odia tanto.

Las campanas habían dejado de sonar.

—Es posible —respondió Alec—. Puedo preguntar a mis padres, pero dudo que me lo digan.

—No, no les preguntes a ellos. Pregunta a Luke.

—¿Te refieres a que vaya hasta Brooklyn? Oye, escabullirse de aquí va a ser casi imposible...

—Usa el teléfono de Isabelle. Envía un mensaje de texto a Clary. Pídele que le pregunte a Luke.

—De acuerdo. —Alec hizo una pausa—. ¿Quieres que le diga algo más de tu parte? A Clary, quiero decir, no a Isabelle.

—No —contestó Jace—, no tengo nada que decirle.


—¡Simón! —Aferrando el teléfono, Clary se volvió hacia Luke—. Dice que alguien está intentando entrar en la casa.

—Dile que salga de ahí.

—No puedo salir —contestó Simon con voz tensa—. No, a menos que quiera convertirme en una antorcha.

—Es de día —explicó la muchacha a Luke, pero vio que él ya había comprendido el problema y rebuscaba en los bolsillos.

Eran las llaves del coche. Las alzó.

—Dile que vamos para allá, que se encierre en una habitación hasta que lleguemos.

—¿Has oído? Enciérrate en una habitación.

—Vale. —La voz de Simon sonaba tensa; Clary oyó un quedo sonido chirriante, luego un fuerte golpe sordo.

—¡Simón!

—Estoy bien. Sólo estoy apilando cosas contra la puerta.

—¿Qué clase de cosas?

La muchacha estaba ya fuera en el porche, tiritando de frío en su fino suéter. Luke, detrás de ella, cerraba la casa con llave.

—Un escritorio —respondió Simon con cierta satisfacción—. Y mi cama.

—¿Tu cama?

Clary montó en la furgoneta junto a Luke, forcejeando con una sola mano con el cinturón de seguridad mientras el vehículo salía disparado y avanzaba como un bólido por Kent. Alargó una mano hacia ella y le abrochó el cinturón.

—¿Cómo has levantado tu cama? —preguntó Clary.

—Lo olvidas. Fuerza supervampírica.

—Pregúntale qué has oído —indicó Luke.

Descendían a toda velocidad por la calle, lo que habría sido estupendo si la zona del río en Brooklyn hubiese tenido un mejor mantenimiento. Clary lanzaba una exclamación cada vez que daban con un bache.

—¿Qué es lo que has oído? —preguntó, recuperando el aliento.

—La puerta de la calle se ha abierto de golpe. Alguien debe de haberla abierto de una patada. Entonces Yossarian ha entrado como una exhalación en mi habitación y se ha escondido bajo la cama. Así es como he sabido que seguro que hay alguien en la casa.

—¿Y ahora?

—Ahora no oigo nada.

—Eso es bueno, ¿verdad? —Clary volvió la cabeza hacia Luke—. Dice que ahora no oye nada. A lo mejor se ha ido.

—A lo mejor. —Luke sonó dubitativo.

En aquellos momentos iban por la autovía dirigiéndose al vecindario de Simon a toda velocidad.

—Mantenle al teléfono de todos modos.

—¿Qué es lo que estás haciendo en este instante, Simón?

—Nada. He empujado todo lo de mi habitación contra la puerta e intento sacar a Yossarian de detrás del conducto de la calefacción.

—Déjale donde está.

—Esto va a ser muy difícil de explicar a mi madre —comentó Simón, y el teléfono se desconectó.

Se escuchó un clic y luego nada. Llamada desconectada centelleó en la pantalla.

—No. ¡No! —Clary presionó el botón de rellamada con dedos temblorosos.

Simon contestó al instante.

—Lo siento. Yossarian me ha arañado y se me ha caído el teléfono.

La garganta de Clary ardió de alivio.

—No pasa nada, mientras sigas bien y...

Un sonido como el de un maremoto se oyó a través del teléfono, ahogando la voz de Simón. Clary apartó violentamente el teléfono de la oreja. En la pantalla todavía se leía Llamada desconectada.

—¡Simón! —chilló al teléfono—. Simón, ¿me oyes?

El estrépito cesó. Se oyó el ruido de algo que se hacía pedazos y un maullido agudo y sobrenatural... ¿Yossarian? Luego el golpe de algo pesado contra el suelo.

—¿Simón? —susurró.

Hubo un clic y a continuación una voz burlona que arrastraba las palabras le habló al oído.

—Clarissa, debería de haber sabido que tú estarías al otro extremo de esta llamada.

Clary cerró los ojos con fuerza, y sintió que se le encogía el estómago como si estuviera bajando por una montaña rusa.

—Valentine.

—Quieres decir «padre» —replicó él, sonando genuinamente molesto—. Deploro esta moderna costumbre de llamar a los padres por el nombre de pila.

—Lo que en realidad quiero llamarte es mucho más pronunciable que tu nombre —soltó ella—. ¿Dónde está Simón?

—¿Te refieres al chico vampiro? Una compañía cuestionable para una joven cazadora de sombras de buena familia, ¿no crees? A partir de ahora espero tener algo que decir en tu elección de amigos.

—¿Qué le has hecho a Simón?

—Nada —respondió Valentine, jocoso—. Todavía.

Y colgó.

Para cuando Alec regresó a la sala de entrenamiento, Jace estaba tumbado en el suelo imaginando hileras de chicas que bailaban en un esfuerzo por hacer olvidar el dolor de las muñecas. No funcionaba.

—¿Qué haces? —preguntó Alec, arrodillándose todo lo cerca que pudo de la reluciente pared de la prisión.

Jace intentó recordar que cuando Alec hacía aquella clase de pregunta realmente lo decía en serio, y que era algo que en el pasado había encontrado más cautivador que molesto. Fracasó.

—Se me ocurrió que podría tumbarme en el suelo y retorcerme de dolor durante un rato —gruñó—. Me relaja.

—¿De verdad? ¡Ah... estás siendo sarcástico! Ésa es una buena señal, probablemente —repuso Alec—. Si puedes sentarte, tal vez deberías. Voy a tratar de deslizar algo a través de la pared.

Jace se incorporó con tal rapidez que la cabeza le dio vueltas.

—Alec, no...

Pero éste se movía ya para empujar algo hacia él con ambas manos, como si hiciera rodar una pelota hacia un niño. Una esfera roja se abrió paso a través de la reluciente cortina y rodó hasta Jace, chocando suavemente contra su rodilla.

—Una manzana. —La levantó con cierta dificultad—. Qué apropiado.

—Pensé que podrías tener hambre.

—La tengo. —Jace dio un mordisco a la manzana; un poco de jugo le corrió por las manos y chisporroteó en las llamas azules que le esposaban las muñecas—. ¿Has enviado el mensaje a Clary?

—No. Isabelle no quiere dejarme entrar en su habitación. Se limita a arrojar cosas contra la puerta y a chillar. Dijo que si yo entraba saltaría por la ventana. Y lo haría.

—Probablemente.

—Tengo la sensación —continuó Alec, y sonrió— de que no me ha perdonado por traicionarte, tal y como ella lo ve.

—Buena chica —repuso Jace en tono agradecido.

—Yo no te traicioné, idiota.

—Es la intención lo que cuenta.

—Bien, porque te he traído algo más. No sé si funcionará, pero vale la pena probarlo.

Deslizó algo pequeño y metálico a través de la pared. Era un disco plateado aproximadamente del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Jace dejó la manzana en el suelo y cogió el disco con curiosidad.

—¿Qué es esto?

—Lo he sacado del escritorio de la biblioteca. He visto a mis padres usarlo para retirar sujeciones. Creo que es una runa de apertura. Vale la pena probar...

Se interrumpió cuando Jace se acercó el disco a las muñecas, sosteniéndolo con torpeza entre dos dedos. En cuanto éste tocó la línea de llama azul, las esposas parpadearon y desaparecieron.

—Gracias.

Jace se frotó las muñecas, cada una rodeada por una línea de irritada piel sanguinolenta. Empezaba a volver a ser capaz de sentir las yemas de los dedos.

—No es una lima escondida en un pastel de cumpleaños, pero impedirá que se me caigan las manos.

Alec le miró. Las líneas fluctuantes de la cortina de lluvia hacían que su rostro apareciera alargado, preocupado... o tal vez sí que estaba preocupado.

—¿Sabes?, se me ha ocurrido algo cuando estaba hablando con Isabelle hace un rato. Le he dicho que no podía saltar por la ventana... y que no lo intentara o se mataría.

Jace asintió.

—Un buen consejo de hermano mayor.

—Pero entonces empecé a preguntarme si eso sería cierto en tu caso; quiero decir, te he visto hacer cosas que eran prácticamente volar. Te he visto caer desde tres pisos y aterrizar como un gato, saltar del suelo a un tejado...

—Oírte recitar mis logros es ciertamente gratificador, pero no estoy seguro de a dónde quieres ir a parar, Alec.

—A lo que me refiero es que hay cuatro paredes en esta prisión, no cinco.

Jace le miró fijamente.

—Así que Hodge no mentía cuando dijo que usaríamos la geometría en nuestra vida diaria. Tienes razón, Alec. Hay cuatro paredes en esta jaula. Ahora bien, si la Inquisidora se hubiese conformado con dos, yo podría...

—¡Jace! —exclamó Alec, perdiendo la paciencia—. Lo que quiero decir es que no hay parte superior en la jaula. Nada entre tú y el techo.

Jace tiró la cabeza hacia atrás. Las vigas parecieron oscilar a una altura vertiginosa por encima de él, sumidas en penumbra.

—Estás loco.

—Tal vez —repuso Alec—. Tal vez simplemente sé que puedes hacerlo. —Se encogió de hombros—. Podrías intentarlo, al menos.

Jace miró a Alec; vio su rostro franco y honesto, y los serenos ojos azules. «Está loco», pensó Jace. Era cierto que en el ardor del combate había realizado cosas extraordinarias, pero lo mismo habían hecho todos ellos. Sangre de cazador de sombras, años de adiestramiento..., pero no podía saltar nueve metros directamente hacia arriba.

«¿Cómo sabes que no puedes —dijo una voz en su cabeza—, si nunca lo has intentado?»

La voz de Clary. Pensó en ella y en sus runas, en la Ciudad Silenciosa y la esposa saltando de su muñeca con un chasquido como si se hubiese quebrado bajo una presión enorme. Clary y él compartían la misma sangre. Si Clary podía hacer cosas que no deberían ser posibles...

Se puso en pie, casi de mala gana, y miró a su alrededor, evaluando la estancia. Seguía pudiendo ver los espejos que llegaban hasta el suelo y la multitud de armas colgadas de las paredes, las hojas centelleando débilmente a través de la cortina de fuego plateado que lo rodeaba. Se inclinó y recuperó la manzana a medio comer del suelo, la contempló durante un momento, reflexionando; luego ladeó el brazo hacia atrás y la lanzó con toda la fuerza que le fue posible. La manzana voló por los aires, golpeó contra una reluciente pared plateada y estalló en una corona de derretida llama azul.

Jace oyó cómo Alec lanzaba una exclamación ahogada. Así que la Inquisidora no había estado exagerando. Si golpeaba con una de las paredes de la prisión, moriría.

Alec se puso en pie, titubeando de repente.

—Jace, no sé si...

—Cállate, Alec. Y no me observes. No ayuda.

Lo que fuese que Alec respondió, Jace no lo oyó. Se dedicaba a girar lentamente sobre los talones allí donde estaba, con los ojos concentrados en las vigas. Las runas que le proporcionaban una excelente visión de lejos entraron en acción, y vio las vigas con mayor claridad; podía distinguir los bordes astillados, las espirales y nudosidades, e incluso las manchas negras dejadas por el tiempo. Pero eran sólidas. Habían sostenido el tejado del Instituto durante cientos de años. Podrían sostener a un adolescente. Flexionó los dedos, tomando lentas y controladas bocanadas de aire, tal y como su padre le había enseñado. Mentalmente, se vio saltando, elevándose, asiéndose a una viga con facilidad e izándose sobre ella. Era una persona ligera, se dijo, ligera como una flecha, que volaba sin dificultad por el aire, veloz e imparable. Sería fácil, se dijo. Fácil.

—Soy la flecha de Valentine —musitó Jace—. Tanto si él lo sabe como si no.

Y saltó.

Un corazón convertido en piedra

Clary presionó la tecla para volver a llamar a Simón, pero el teléfono pasó directamente al buzón de voz. Lágrimas ardientes le cayeron por las mejillas y arrojó el teléfono al salpicadero.

—Maldita sea, maldita sea...

—Casi estamos ahí —dijo Luke.

Habían salido de la autovía y ella ni siquiera lo había advertido. Pararon frente a la casa de Simón, una casa de madera unifamiliar cuya fachada estaba pintada de un alegre color rojo. Clary ya había salido del coche y corría por el camino de entrada antes de que Luke hubiese puesto el freno de mano. Le oyó llamarla a gritos mientras ella se precipitaba escaleras arriba y golpeaba frenéticamente la puerta principal.

—¡Simón! —gritó—. ¡Simón!

—Clary, ya basta —Luke la alcanzó en el porche—. Los vecinos...

—Al cuerno con los vecinos.

Buscó a tientas el llavero del cinturón, encontró la llave correcta y la introdujo en la cerradura. Abrió la puerta de golpe y entró cautelosamente en el vestíbulo, con Luke detrás de ella. Miraron por la primera puerta a la izquierda al interior de la cocina. Todo parecía exactamente como había estado siempre, desde la encimera meticulosamente limpia a los imanes de la nevera. Allí estaba el fregadero donde había besado a Simon hacía sólo unos pocos días. La luz del sol penetraba a raudales por las ventanas, llenando la habitación de una pálida luz amarilla. Una luz que era capaz de dejar a Simon convertido en cenizas.

La habitación del chico era la última al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, aunque Clary no vio más que oscuridad a través de la rendija.

Sacó su estela del bolsillo y la asió con fuerza. Sabía que no era realmente un arma, pero sentirla en la mano le resultaba tranquilizador. Dentro, la habitación estaba oscura, con cortinas negras corridas sobre las ventanas, la única luz surgiendo del reloj digital de la mesilla de noche. Luke ya estiraba la mano para pulsar el interruptor cuando algo, algo que siseaba y escupía como un demonio, se abalanzó sobre él desde la oscuridad.

Clary chilló cuando Luke la asió por los hombros y la empujó violentamente a un lado. La muchacha dio un traspié y estuvo a punto de caer; cuando se enderezó, volvió la cabeza y se encontró con un Luke estupefacto que sujetaba a un gato blanco que maullaba y se revolvía, con el pelo erizado. Parecía una bola de algodón con zarpas.

¡Yossarian! —exclamó Clary.

Luke soltó al gato. Inmediatamente, Yossarian salió corriendo por entre sus piernas y desapareció por el pasillo.

—Gato estúpido —masculló Clary.

—No es culpa suya. No gusto a los gatos.

Luke alargó la mano hacia el interruptor de la luz y lo pulsó. Clary lanzó un grito ahogado. La habitación estaba totalmente en orden, no había nada fuera de lugar, ni siquiera la alfombra estaba torcida. Incluso la colcha se hallaba pulcramente doblada sobre la cama.

—¿Es un glamour?

—Probablemente no. Probablemente tan sólo magia.

Luke se situó en el centro de la habitación, mirando alrededor pensativo. Al moverse para apartar una de las cortinas, Clary vio algo que relucía sobre la moqueta a sus pies.

—Luke, espera.

Fue hacia donde él estaba parado y se arrodilló para recoger el objeto. Era el móvil plateado de Simón, deformado y con la antena partida. Con el corazón martilleando, abrió la tapa. A pesar de la raja que atravesaba la pantalla, un único mensaje de texto seguía siendo visible: «Ahora los tengo a todos».

Clary se dejó caer sobre la cama aturdida. Vagamente, notó cómo Luke le arrancaba el teléfono de la mano, y le oyó inhalar con fuerza mientras leía el mensaje.

—¿Qué significa eso? ¿«Ahora los tengo a todos»? —preguntó Clary.

Luke dejó el teléfono de Simon sobre el escritorio y se pasó una mano por la cara.

—Me temo que significa que ahora tiene a Simon y, será mejor que nos enfrentemos a ello, también a Maia. Significa que tiene todo lo que necesita para el Ritual de Conversión.

Clary lo miró con asombro.

—¿Te refieres a que esto no tiene que ver simplemente con atacarme... y atacarte a ti?

—Estoy seguro de que Valentine considera eso un agradable efecto secundario. Pero no es su objetivo principal. Su objetivo principal es invertir las características de la Espada—Alma. Y para eso necesita...

—La sangre de niños subterráneos. Pero Maia y Simon no son niños. Son adolescentes.

—Cuando se creó ese hechizo, el hechizo para convertir la Espada—Alma en un objeto de las tinieblas, la palabra «adolescente» ni siquiera se había inventado. En la sociedad de los cazadores de sombras, eres un adulto cuando cumples los dieciocho. Antes de eso, eres un niño. Para las intenciones de Valentine, Maia y Simon son niños. Tiene ya la sangre de una niña hada y la de un niño brujo. Lo que le faltaba era la de un ser lobo y la de un vampiro.

Clary sintió como si le hubiesen arrancado el aire de un puñetazo.

—Entonces ¿por qué no hicimos nada? ¿Por qué no pensamos en protegerles de algún modo?

—Hasta el momento Valentine ha hecho lo más conveniente. Ninguna de sus víctimas fue elegida por otra razón que estar allí y disponibles. El brujo fue fácil de encontrar; todo lo que Valentine tenía que hacer era contratarle con el pretexto de que quería que invocara a un demonio. Es bastante sencillo localizar hadas en el parque si sabes dónde mirar. Y La Luna del Cazador es exactamente el lugar al que irías si quisieras encontrar a un hombre lobo. Pero correr este peligro extra y tomarse la molestia de ir contra nosotros cuando nada ha cambiado...

—Jace —exclamó Clary.

—¿Qué quieres decir, Jace? ¿Qué sucede con él?

—Creo que es de Jace de quien quiere desquitarse. Jace debió hacer algo anoche en el barco que cabreó a Valentine lo suficiente como para abandonar cualquier plan que tuviera antes y hacer uno nuevo.

Luke pareció desconcertado.

—¿Qué te hace pensar que el cambio de planes de Valentine tiene que ver con tu hermano?

—Porque —respondió ella con sombría certeza— únicamente Jace puede cabrear tanto a alguien.


—¡Isabelle! —Alec aporreó la puerta de su hermana—. Isabelle, abre la puerta. Sé que estás ahí dentro.

La puerta se abrió una rendija. Alec intentó mirar por ella, pero nadie parecía estar al otro lado.

—No quiere hablar contigo —dijo una voz conocida.

Alec bajó la mirada y vio unos ojos grises que le miraban desafiantes desde detrás de un par de gafas.

—Max —exclamó—. Vamos, hermanito, déjame entrar.

—Yo tampoco quiero hablar contigo.

Max empezó a empujar la puerta para cerrarla, pero Alec, veloz como un chasquido del látigo de Isabelle, metió el pie en la abertura.

—No me obligues a derribarte, Max.

—Ni te atrevas. —Max empujó con todas sus fuerzas.

—No, pero podría ir a buscar a nuestros padres, y tengo la sensación de que no es lo que Isabelle quiere. ¿Verdad, Izzy? —preguntó, alzando la voz lo bastante como para que su hermana, dentro de la habitación, lo oyera.

—¡Ah, por el amor de Dios! —exclamó Isabelle furiosa—. De acuerdo, Max. Déjale entrar.

Max se hizo a un lado y Alec entró dejando que la puerta quedara sin cerrar a su espalda. Isabelle estaba arrodillada en el alféizar de la ventana situada junto a la cama, con el látigo de oro enroscado alrededor del brazo izquierdo. Llevaba puesto el equipo de caza, los resistentes pantalones negros y la ceñida camiseta con el plateado dibujo de runas casi invisible. Las botas estaban abrochadas hasta las rodillas y los cabellos negros se agitaban bajo la brisa que penetraba por la ventana abierta. Lo miró iracunda, recordándole por un momento a Hugo, el cuervo negro de Hodge.

—¿Qué diablos haces? ¿Intentar matarte? —exigió él, atravesando furiosamente la habitación en dirección a su hermana.

El látigo culebreó violentamente, enroscándosele alrededor de los tobillos. Alec se detuvo en seco, sabiendo que con un único movimiento de muñeca Isabelle podía derribarle y hacerle caer sobre el parquet.

—No te acerques más a mí, Alexander Lightwood —exclamó ella en su voz más furiosa—. No me siento muy caritativa hacia ti en este momento.

—Isabelle...

—¿Cómo has podido arremeter contra Jace de ese modo? ¿Después de todo por lo que ha pasado? Además, hicimos el juramento de protegernos unos a otros.

—No —le recordó él—, si significaba quebrantar la Ley.

—¡La Ley! —soltó Isabelle, asqueada—. Existe una ley que está por encima de la Clave, Alec. La ley de la familia. Jace es tu familia.

—¿La ley de la familia? Jamás he oído hablar de eso —replicó Alec, irritado. Sabía que debería estar defendiéndose, pero era difícil no verse distraído por el sempiterno hábito de corregir a los hermanos pequeños cuando se equivocan—. ¿Quizá acabas de inventarla?

Isabelle hizo un veloz movimiento de muñeca. Alec sintió que los pies ya no le sostenían y se revolvió para absorber el impacto de la caída con manos y muñecas. Aterrizó, rodó sobre la espalda y al elevar la mirada vio a Isabelle alzándose amenazadora ante él. Max estaba junto a ella.

—¿Qué deberíamos hacer con él, Maxwell? —preguntó Isabelle—. ¿Dejarlo aquí atado para que nuestros padres lo encuentren?

Alec ya había tenido suficiente, extrajo a toda velocidad un cuchillo de la funda de la muñeca, se dobló y cortó el látigo que le rodeaba los tobillos. El alambre de electro se rompió con un chasquido, y él se incorporó de un salto, al mismo tiempo que Isabelle echaba el brazo hacia atrás, con el hilo metálico siseando a su alrededor.

Una risita queda rompió la tensión.

—Ya está bien, ya está bien, ya le has torturado suficiente. Estoy aquí.

Los ojos de Isabelle se abrieron de par en par.

—¡Jace!

—El mismo. —Jace entró en la habitación de Isabelle, cerrando la puerta tras él—. No hay necesidad de que os peleéis... —Hizo una mueca de dolor cuando Max se arrojó a toda velocidad contra él, aullando su nombre—. Con cuidado —pidió, zafándose con suavidad del chiquillo—. Ahora mismo no estoy en la mejor de las formas.

—Ya me doy cuenta —indicó Isabelle, observándole con inquietud.

El muchacho tenía las muñecas ensangrentadas, el pelo rubio pegado al cuello y la frente por el sudor, y el rostro y las manos manchados de mugre e icor.

—¿Te ha hecho daño la Inquisidora?

—No demasiado. —Los ojos de Jace se encontraron con los de Alec a través de la habitación—. Sólo me ha encerrado en la sala de las armas. Alec me ayudó a salir.

Isabelle dejó caer el látigo igual que una flor marchita.

—Alec, ¿es cierto?

—Sí. —Su hermano se limpió el polvo de las ropas con deliberada ostentación, y no pudo resistirse a añadir—: Para que lo sepas.

—Bien, podrías haberme dicho...

—Y tú podrías haber tenido algo de fe en mí...

—Ya basta. No hay tiempo para discusiones —intervino Jace—. Isabelle, ¿qué clase de armas tienes aquí dentro? ¿Y vendas, tienes vendas?

—¿Vendas? —Isabelle dejó el látigo y sacó su estela de un cajón—. Puedo curarte con un iratze...

Jace alzó las muñecas.

—Un iratze servirá para mis magulladuras, pero no ayudará con esto. Son quemaduras de runa.

Las quemaduras tenían un aspecto aún peor bajo la luz brillante de la habitación de Isabelle; las cicatrices circulares estaban negras y agrietadas en algunos lugares, rezumando sangre y un líquido transparente. Bajó las manos a la vez que Isabelle palidecía.

—Y necesitaré algunas armas, también —añadió Jace—. Antes de que...

—Vendas primero. Armas luego.

La muchacha dejó el látigo encima del tocador y condujo a Jace al interior del cuarto de baño con un cesto lleno de pomadas, gasas y vendas. Alec los observó a través de la puerta entreabierta; Jace se apoyaba en el lavamanos mientras su hermana adoptiva le pasaba una esponja por las muñecas y se las envolvía en gasa blanca.

—Bien, ahora quítate la camiseta.

—Ya sabía yo que querrías algo más.

Jace se sacó la cazadora y se pasó la camiseta por la cabeza, haciendo una mueca de dolor. La piel era de un dorado pálido, extendida como una capa sobre una fuerte musculatura. Marcas de tinta negra rodeaban unos brazos delgados. Un mundano podría haber pensado que las cicatrices blancas que salpicaban la piel de Jace, restos de viejas runas, le convertían en menos que perfecto, pero Alec no lo pensaba. Todos ellos tenían aquellas cicatrices; eran insignias de honor, no defectos.

—Alec, ¿puedes coger el teléfono? —dijo Jace viendo que Alec le contemplaba por la puerta entreabierta.

—Está sobre el tocador.

Isabelle no alzó los ojos. Jace y ella conversaban en voz baja; Alec no podía oírles, pero sospechó que lo hacían porque intentaban no asustar a Max.

Alec miró.

—No está en el tocador.

Isabelle, trazando un iratze en la espalda de Jace, soltó una irritada palabrota.

—Maldita sea. Me he dejado el teléfono en la cocina. Mierda. No quiero ir a buscarlo por si la Inquisidora anda por ahí.

—Yo lo traeré —se ofreció Max—. A mí no me hace ningún caso. Soy demasiado pequeño.

—Supongo. —Isabelle no pareció muy convencida—. ¿Para qué necesitas el teléfono, Alec?

—Sólo lo necesitamos —respondió él con impaciencia—. Izzy...

—Si vas a enviarle un mensaje de texto a Magnus para decirle «creo k rs guay», te mato.

—¿Quién es Magnus? —quiso saber Max.

—Un brujo.

—Un brujo sexy, sexy —añadió Isabelle a Max, haciendo caso omiso de la mirada de auténtica furia de Alec.

—Pero los brujos son malos —protestó Max, con expresión de perplejidad.

—Exactamente —dijo Isabelle.

—No lo comprendo —replicó Max—. Pero voy a buscar el teléfono. Regreso en seguida.

Salió sigilosamente por la puerta mientras Jace volvía a ponerse la camiseta y la cazadora, pasaba al dormitorio, donde empezó a buscar armas entre los montones de pertenencias de Isabelle que había desperdigadas por todo el suelo. La muchacha le siguió meneando la cabeza.

—¿Cuál es el plan? ¿Nos vamos todos? La Inquisidora se va a poner como una loca cuando descubra que ya no estás aquí.

—No tanto como se enfurecerá cuando Valentine rechace su plan. —Jace les dio una idea general del plan de la Inquisidora—. El único problema es que él jamás lo aceptará.

—¿El... el único problema? —Isabelle estaba tan furiosa que casi tartamudeaba, algo que no había hecho desde los seis años—. ¡No puede hacer eso! ¡No puede canjearte a un psicópata! ¡Eres un miembro de la Clave! ¡Eres nuestro hermano!

—La Inquisidora no piensa así.

—No me importa lo que piense. Es una bruja horrenda y hay que detenerla.

—En cuanto descubra que su plan no tiene la menor posibilidad de éxito, tal vez se la pueda convencer —observó Jace—. Pero no voy a quedarme por aquí para descubrirlo. Me voy.

—No va a ser fácil —indicó Alec—. La Inquisidora ha cerrado este lugar más rigurosamente que con un pentagrama. ¿Sabes que hay guardianes abajo? Ha hecho venir a la mitad del Cónclave.

—Debe de tener muy buena opinión de mí —bromeó Jace, arrojando a un lado un montón de revistas.

—Tal vez no esté equivocada. —Isabelle lo miró pensativa—. ¿En serio has saltado nueve metros por encima de una Configuración Malachi? ¿De verdad, Alec?

—Sí —confirmó éste—. Nunca he visto nada igual.

—Y yo nunca he visto nada como esto.

Jace alzó una daga de veinticinco centímetros del suelo. Uno de los sujetadores rosa de Isabelle estaba ensartado en la afilada punta. Isabelle lo retiró de allí violentamente, poniendo cara de pocos amigos.

—Ésa no es la cuestión. ¿Cómo lo has hecho? ¿Lo sabes?

—Salté.

Jace extrajo dos discos de bordes afilados como cuchillas de debajo de la cama. Estaban cubiertos de pelo gris de gato. Sopló sobre ellos, dispersando el pelaje.

Chakhrams. Fabuloso. En especial si tropiezo con demonios con serios problemas de caspa.

Isabelle le golpeó con el sujetador.

—¡No me estás contestando!

—Porque no lo sé, Izzy. —Jace se incorporó apresuradamente—. Quizá la reina seelie tema razón. Quizá tengo poderes de los que no sé nada porque nunca los he puesto a prueba. Clary ciertamente los tiene.

Isabelle arrugó la frente.

—¿Los tiene?

Los ojos de Alec se abrieron de par en par de repente.

—Jace... ¿esa moto vampiro tuya está todavía en el tejado?

—Posiblemente. Pero es de día, así que no sirve de gran cosa.

—Además —indicó Isabelle—, no cabemos todos.

Jace se metió los chakhrams en el cinturón, junto con la daga de veinticinco centímetros. Varios cuchillos de ángel pasaron al interior de los bolsillos de la cazadora.

—Eso no importa —repuso—. No vais a venir conmigo.

Isabelle empezó a farfullar indignada.

—¿Qué quieres decir con que no vamos a...? —Se interrumpió cuando Max regresó, sin aliento y aferrando con fuerza su maltrecho teléfono rosa—. Max, eres un héroe. —Le cogió rápidamente el teléfono, lanzado una mirada iracunda a Jace—. Regresaré contigo en un minuto. Entretanto, ¿a quién vamos a llamar? ¿Clary?

—Yo la llamaré... —empezó a decir Alec.

—No. —Isabelle lo apartó de un manotazo—. Yo le caigo mejor. —Marcó el número y le sacó la lengua a su hermano mientras se llevaba el teléfono a la oreja—. ¿Clary? Soy Isabelle. Quer... ¿Qué? —El color de su rostro desapareció como si lo hubiesen borrado, dejándolo con un aspecto ceniciento y atónito—. ¿Cómo es eso posible? Pero ¿porqué...?

—¿Cómo es posible qué? —Jace se colocó junto a ella en dos zancadas—. Isabelle, ¿qué ha sucedido? ¿Está Clary...?

Isabelle apartó el teléfono de la oreja, con los nudillos blancos.

—Es Valentine. Se ha llevado a Simon y a Maia. Va a usarlos para realizar el Ritual.

Con un gesto suave, Jace alargó la mano y le quitó el teléfono a Isabelle de la mano. Se lo llevó al oído.

—Venid con el coche al Instituto —dijo—. No entréis. Esperadme. Me reuniré con vosotros fuera. —Cerró el teléfono de golpe y se lo pasó a Alec—. Llama a Magnus —dijo—. Dile que se reúna con nosotros en la zona del río, en Brooklyn. Puede elegir el lugar, pero debería ser algún lugar desierto. Vamos a necesitar su ayuda para llegar al barco de Valentine.

—¿Vamos? —Isabelle se animó visiblemente.

—Magnus, Luke y yo —aclaró Jace—. Vosotros dos os quedaréis aquí y os ocuparéis de la Inquisidora por mí. Cuando Valentine no cumpla su parte del trato, sois vosotros los que vais a tener que convencerla de que envíe todos los refuerzos que tenga el Cónclave tras Valentine.

—No lo entiendo —exclamó Alec—. ¿Cómo planeas salir de aquí?

Jace sonrió de oreja a oreja.

—Observad —contestó, y saltó sobre el alféizar de la ventana de Isabelle.

Isabelle lanzó un grito, pero Jace ya estaba pasando por la abertura de la ventana. Se mantuvo en equilibrio durante un momento en el alféizar exterior... y luego desapareció.

Alec corrió a la ventana y miró fuera horrorizado, pero no había nada que ver: sólo el jardín del Instituto allá abajo, marrón y vacío, y el sendero estrecho que conducía hasta la puerta principal. No había peatones que gritaran en la calle Noventa y seis, ni coches parados en la acera ante la visión de un cuerpo que caía. Era como si Jace se hubiese desvanecido sin dejar rastro.


El sonido de agua le despertó. Era un sonido repetitivo, sordo; agua que chapoteaba contra algo sólido, una y otra vez, como si estuviese tumbado en el fondo de una piscina que se vaciara y volviera a llenar rápidamente. Tenía un sabor metálico en la boca, y era consciente de un dolor persistente en la mano izquierda. Con un gemido, Simon abrió los ojos.

Yacía sobre un duro y abollado suelo de metal pintado de un horrible gris verdoso. Las paredes eran del mismo metal verde. Había una única ventana redonda y alta en una pared, que permitía el paso sólo a un poco de luz solar, pero que era suficiente. Había estado tumbado con la mano expuesta a aquel rayo de luz y tenía los dedos enrojecidos y llenos de ampollas. Con otro gemido, rodó fuera de la luz y se sentó en el suelo.

Y vio que no estaba solo en la habitación. Aunque las sombras eran espesas, podía ver perfectamente en la oscuridad. Frente a él, con las manos atadas y encadenada a una enorme tubería, estaba Maia. Tenía las ropas desgarradas y un moretón enorme en la mejilla izquierda. Vio los claros del cuero cabelludo donde le habían arrancado trenzas en un lado, los cabellos enmarañados y apelmazados con sangre. En cuanto él se sentó en el suelo, ella le miró fijamente y se echó a llorar.

—Pensaba —hipó entre sollozos— que estabas... muerto.

—Es que estoy muerto —replicó Simón.

El muchacho se miró fijamente la mano. Mientras la observaba, las ampollas fueron desapareciendo a la vez que el dolor menguaba y la piel recuperaba su palidez normal.

—Lo sé, pero quiero decir... realmente muerto.

Simon intentó ir hacia ella, pero algo le detuvo en seco. Tenía una argolla de metal alrededor del tobillo, sujeta a una gruesa cadena clavada en el suelo. Valentine no corría riesgos.

—No llores —dijo, e inmediatamente lo lamentó, pues no era como si la situación no justificase las lágrimas—. Estoy perfectamente.

—Por ahora —repuso Maia, restregándose el rostro contra la manga—. Ese hombre... el del cabello blanco... ¿se llama Valentine, verdad?

—¿Le viste? —preguntó Simón—. Yo no vi nada. Sólo la puerta de mi habitación hacerse añicos y luego una forma enorme que venía hacia mí como un mercancías.

—Es el auténtico Valentine, ¿verdad? Ese del que todo el mundo habla. El que inició el Levantamiento.

—Es el padre de Jace y Clary —respondió Simón—. Es todo lo que sé sobre él.

—Ya me pareció que la voz resultaba conocida. Suena igual que Jace. —Pareció momentáneamente compungida—. No me extraña que Jace sea tan imbécil.

Simon no podía más que darle la razón.

—Así que tú no... —Maia se quedó sin voz. La muchacha volvió a intentarlo—. Mira, sé que esto suena raro, pero cuando Valentine fue a por ti, ¿viste a alguien que reconocieses con él, alguien que esté muerto? ¿Como un fantasma?

Simon negó con la cabeza, perplejo.

—No. ¿Por qué?

Maia vaciló.

—Yo vi a mi hermano. Al fantasma de mi hermano. Creo que Valentine me hizo alucinar.

—Bueno, no intentó nada de eso conmigo. Yo estaba hablando por teléfono con Clary. Recuerdo haberlo dejado caer cuando la cosa esa cayó sobre mí... —Simon se encogió de hombros—. Eso es todo.

—¿Con Clary? —Maia pareció casi esperanzada—. Entonces a lo mejor deducirán dónde estamos. A lo mejor vendrán a buscarnos.

—Tal vez —dijo Simón—. ¿Dónde estamos, de todos modos?

—En un barco. Yo seguía consciente cuando me subieron a él. Es un enorme trasto de metal negro. No hay luces y hay... cosas por todas partes. Una de ellas saltó sobre mí y yo empecé a gritar. Fue entonces cuando él me agarró la cabeza y me la golpeó contra la pared. Perdí el conocimiento.

—¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas?

—Demonios —respondió ella, y se estremeció—. Tiene a toda clase de demonios aquí. Grandes, pequeños y de los que vuelan. Hacen cualquier cosa que les diga.

—Pero Valentine es un cazador de sombras. Y por lo que he oído, odia a los demonios.

—Bueno, pues ellos no parecen saberlo —replicó Maia—. Lo que no entiendo es lo que quiere de nosotros. Sé que odia a los subterráneos, pero esto parece mucho esfuerzo simplemente para matar a dos de ellos. —Había empezado a tiritar, y los dientes le castañeteaban como los de esas mandíbulas andantes que se pueden comprar en los Todo a cien—. Tiene que querer algo de los cazadores de sombras. O de Luke.

«Yo sé lo que quiere», pensó Simón, pero de nada servía contárselo a Maia; la muchacha ya estaba bastante alterada. Se quitó la chaqueta.

—Toma —dijo, y se la lanzó con fuerza para que ella la cogiera.

Retorciéndose en las esposas, la joven consiguió colocársela torpemente sobre los hombros. Le dedicó a Simon una sonrisa pálida y agradecida.

—Gracias. Pero ¿no tienes frío?

Simon negó con la cabeza. La quemadura de la mano había desaparecido por completo.

—No noto el frío. Ya no.

Ella abrió la boca, luego volvió a cerrarla. Se libraba una pelea tras sus ojos.

—Lo siento. Siento el modo en que me porté ayer contigo. —Hizo una pausa, casi conteniendo la respiración—. Los vampiros me aterran —susurró finalmente—. Al principio de llegar a la ciudad solía ir con una manada: Bat, y otros dos chicos, Steve y Greg. Un día estábamos en el parque y nos tropezamos con unos vampiros chupando unas bolsas de sangre bajo un puente; hubo una pelea y casi lo único que recuerdo es a uno de los vampiros levantando a Gregg, sólo lo levantó, y lo partió en dos... —Su voz se elevó, y temblorosa, se llevó una mano a la boca—. Por la mitad —musitó—. Las tripas se le cayeron. Y entonces ellos empezaron a devorarlas.

Simon sintió que le invadía una sorda punzada de náusea. Casi le alegró de que el relato le produjera ganas de vomitar, en lugar de hambre.

—Yo nunca lo haría —aseguró—. Me caen bien los seres lobo. Me cae bien Luke...

—Lo sé —repuso la muchacha—. Es sólo que cuando te conocí, parecías tan humano. Me recordaste a como era yo antes.

—Maia —dijo él—. Sigues siendo humana.

—No, no lo soy.

—En los aspectos que importan, lo eres. Justo igual que yo.

Ella intentó sonreír. Él se dio cuenta de que no le creía, y no pudo culparla por ello. No estaba seguro ni de creérselo él mismo.


El cielo había adquirido un tono plomizo, cargado de espesas nubes. Bajo la luz gris, el Instituto se alzaba imponente, enorme como la ladera enlosada de una montaña. El tejado de pizarra brillaba igual que plata sin bruñir. A Clary le pareció haber captado el movimiento de figuras encapuchadas en la puerta principal, pero no estaba segura. Era difícil distinguir nada con claridad estando aparcados a una manzana de distancia y teniendo que mirar a través de las ventanillas manchadas de la furgoneta de Luke.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, por cuarta o quinta vez.

—Cinco minutos más que la última vez que me has preguntado —respondió Luke.

Éste se hallaba recostado en el asiento, con la cabeza echada hacia atrás y con aspecto de estar totalmente agotado. La barba de tres días que le cubría mandíbula y mejillas era canosa, y los ojos estaban enmarcados por unas sombras negras. Todas las noches pasadas en el hospital, el ataque del demonio y ahora eso, se dijo Clary, repentinamente preocupada. Podía comprender por qué él y su madre se habían ocultado de aquella vida durante tanto tiempo. Deseó poder ocultarse también ella.

—¿Quieres entrar?

—No. Jace dijo que esperásemos fuera.

La muchacha volvió a mirar por la ventanilla. Ahora sí que estaba segura de que había figuras en la entrada. Cuando una de ellas se volvió, le pareció distinguir un destello de cabellos canosos...

—Mira. —Luke se había sentado muy tieso y bajaba la ventanilla apresuradamente.

Clary miró. Nada parecía haber cambiado.

—¿Te refieres a la gente de la entrada?

—No. Los guardianes estaban allí antes. Mira al tejado. —Señaló con un dedo.

Clary apretó el rostro contra la ventanilla de la furgoneta. El tejado de pizarra de la catedral era una profusión de torrecillas y chapiteles góticos, ángeles esculpidos y troneras en forma de arco. Estaba a punto de replicar de mal humor que lo único que veía eran unas gárgolas en estado de desintegración cuando un destello de movimiento atrajo su mirada. Había alguien en el tejado. Una figura delgada y oscura que se movía velozmente por entre las torrecillas, corriendo como una flecha de un saliente a otro, y se dejaba caer plano al suelo de vez en cuando, para descender lentamente por la increíble pendiente del tejado; alguien de cabellos claros que centelleaban en la luz plomiza igual que latón...

Jace.

Clary estaba ya fuera de la furgoneta antes de darse cuenta siquiera de lo que hacía, corriendo calle abajo en dirección a la iglesia, mientras Luke la llamaba a gritos. El enorme edificio parecía oscilar en lo alto, con una altura de centenares de metros, convertido en un precipicio vertical de piedra. Jace ya estaba en el borde del tejado, mirando abajo, y Clary pensó: «No puede ser; él no lo haría, no haría esto, no Jace», y entonces él dio un paso al vacío con la misma tranquilidad que si descendiera de un porche. Clary lanzó un sonoro chillido mientras él caía a plomo...

Y aterrizaba suavemente justo frente a ella, con las rodillas ligeramente dobladas. Clary le miró boquiabierta mientras él se enderezaba y le sonreía burlón.

—Si hiciera un chiste sobre dejarme caer por aquí—dijo—, ¿pensarías que soy muy poco original?

—¿Cómo... cómo has... cómo has hecho eso? —musitó ella, sintiéndose como si estuviese a punto de vomitar.

Podía ver a Luke fuera de la furgoneta, de pie con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y mirando fijamente más allá de ella. Giró en redondo y vio que los dos guardianes de la puerta principal corrían hacia ellos. Uno era Malik; el otro era la mujer de pelo canoso.

—Mierda.

Jace la agarró de la mano y tiró de ella. Corrieron en dirección a la furgoneta y se metieron dentro con Luke, que aceleró y salió a toda velocidad mientras la portezuela del pasajero seguía aún abierta. Jace pasó la mano por delante de Clary y la cerró de un tirón. La furgoneta esquivó a los dos cazadores de sombras; Clary vio que Malik tenía lo que parecía un cuchillo arrojadizo en la mano. El hombre apuntaba a uno de los neumáticos. Clary oyó a Jace soltar una palabrota mientras hurgaba en su cazadora en busca de un arma. Malik echó el brazo atrás, el cuchillo centelleando, y entonces la mujer de cabellos canosos se le lanzó a la espalda, agarrándole el brazo. Mientras él luchaba por sacársela de encima, Clary se dio la vuelta en su asiento, jadeando, y a continuación la furgoneta dobló una esquina a toda velocidad y se perdió entre el tráfico de la avenida York, con el Instituto perdiéndose a lo lejos detrás de ellos.


Maia había vuelto a sumirse en un sueño irregular apoyada en la tubería de vapor, con la chaqueta de Simon echada alrededor de los hombros. Simon observó cómo la luz del ojo de buey se movía por la habitación e intentó en vano calcular las horas. Por lo general usaba el móvil para saber la hora, pero no lo tenía; se había registrado los bolsillos en vano. Debía de habérsele caído cuando Valentine irrumpió en el dormitorio.

Sin embargo tenía preocupaciones mayores. Sentía la boca reseca y acartonada, la garganta le dolía. Estaba sediento hasta tal punto que era como si toda la sed y el hambre que había sentido jamás se hubieran juntado para crear una especie de sofisticada tortura. Y no haría más que empeorar.

Sangre era lo que necesitaba. Pensó en la sangre de la nevera que tenía junto a la cama en casa, y las venas le ardieron como abrasadores alambres de plata discurriendo justo bajo la piel.

—¿Simón?

Era Maia, alzando la cabeza aturdida. Tenía marcas blancas en la mejilla, allí donde la había tenido presionada contra la tubería irregular. Mientras él la observaba, el blanco se convirtió en rosa a medida que la sangre le regresaba al rostro.

Sangre. Se pasó la lengua reseca por los labios.

—¿Sí?

—¿Cuánto rato he dormido?

—Tres horas. Puede que cuatro. Probablemente ya es por la tarde.

—Ah. Gracias por montar guardia.

No lo había hecho, y se sintió vagamente avergonzado.

—Por supuesto. ¡No pasa nada! —dijo de todos modos.

—Simón...

—¿Sí?

—Espero que me entiendas si te digo que lamento que estés aquí, pero que me alegra tenerte conmigo.

Simon sintió cómo una sonrisa hendía su rostro. El labio reseco inferior se le abrió, y notó el sabor de la sangre en la boca. El estómago profirió un quejido.

—Gracias.

Ella se inclinó hacia él, y la chaqueta resbaló de sus hombros. Los ojos de la joven eran de un gris ambarino claro que cambiaba cuando se movía.

—¿Puedes llegar hasta mí? —preguntó ella, extendiendo las manos.

Simon alargó el brazo hacia ella. La cadena que le sujetaba el tobillo tintineó mientras estiraba la mano tanto como podía. Maia sonrió cuando las yemas de los dedos de ambos se rozaron...

—¡Qué conmovedor!

Simon echó la mano hacia atrás violentamente, sobresaltado. La voz que había surgido de las sombras era fría, culta y vagamente extranjera en un modo que no podía identificar exactamente. Maia dejó caer las manos y se volvió; el color le desapareció del rostro mientras alzaba los ojos hacia el hombre de la puerta, que había entrado tan silenciosamente que ninguno de ellos le había oído.

—Los hijos de la Luna y de la Noche, congeniando por fin.

—Valentine —musitó Maia.

Simon no dijo nada. No podía dejar de mirarlo de hito en hito.

Así que ése era el padre de Clary y Jace. Con su mata de pelo blanco canoso y los ardientes ojos negros, no se parecía demasiado a ninguno de ellos, aunque había algo de Clary en la angulosa estructura ósea y la forma de los ojos, y algo de Jace en la perezosa insolencia con la que se movía. Era un hombretón, de hombros anchos y con un cuerpo fornido que no se parecía tampoco al de ninguno de sus hijos. Entró en la habitación de metal verde sin hacer ruido, como un gato, a pesar de ir cargado con lo que parecía armamento suficiente para equipar a un regimiento. Unas gruesas correas de cuero negro con hebillas plateadas le cruzaban el pecho y sostenían una espada de plata de ancha empuñadura atravesada sobre la espalda. Otra correa gruesa le rodeaba la cintura; metida en ella había una colección de cuchillos, dagas y estrechas cuchillas refulgentes como agujas enormes.

—Levanta —ordenó a Simón—. Mantén la espalda contra la pared.

Simon alzó la barbilla. Podía ver a Maia observándole, lívida y asustada, y sintió un torrente de feroz impulso protector. Impediría que Valentine la lastimara aunque fuese lo último que hiciese.

—Así que tú eres el padre de Clary —dijo—. No es mi intención ofender, pero diría que puedo ver por qué te odia.

El rostro de Valentine estaba impasible, casi inmóvil.

—¿Y por qué? —preguntó sin apenas mover los labios.

—Porque está claro que eres un psicótico —respondió Simón.

Entonces, Valentine sonrió. Fue una sonrisa que no le movió ninguna parte del rostro a excepción de los labios, que se torcieron muy levemente. Alzó el puño apretado y Simon pensó que Valentine iba a asestarle un puñetazo. Se encogió instintivamente, pero el hombre no le golpeó. En su lugar, abrió los dedos, dejando ver un reluciente montón de lo que parecía purpurina en el centro de la amplia palma. Se volvió hacia Maia, inclinó la cabeza y sopló el polvo sobre ella en una grotesca parodia de un beso. El polvillo cayó sobre la muchacha como un enjambre de abejas refulgentes.

Maia chilló. Jadeando y dando violentas sacudidas, se revolvió de un lado a otro intentando evitar el polvo, y su voz se elevó en un grito sollozante.

—¿Qué le has hecho? —gritó Simón, incorporándose de un salto. Se abalanzó sobre Valentine, pero la cadena de la pierna tiró violentamente de él hacia atrás—. ¿Qué le has hecho?

La fina sonrisa de Valentine se ensanchó.

—Polvo de plata —contestó—. Quema a los licántropos.

Maia había dejado de retorcerse y estaba enroscada en una posición fetal en el suelo, llorando en silencio. Manaba sangre de las desagradables marcas rojas que se le veían a lo largo de los brazos y de las manos. A Simon el estómago se le revolvió otra vez y se dejó caer contra la pared, asqueado de sí mismo y de todo.

—Cabrón —exclamó mientras Valentine se sacudía despreocupadamente los últimos restos de polvo de los dedos—. Sólo es una niña, no iba a hacerte ningún daño; está encadenada, por el...

Se atragantó, sintiendo que le ardía la garganta.

Valentine lanzó una carcajada.

—¿Por el amor de Dios? —inquirió—. ¿Es eso lo que ibas a decir?

Simon no dijo nada. Valentine alargó la mano por encima del hombro y extrajo la pesada Espada de plata de su vaina. La luz discurrió por la hoja como agua resbalando por una pared de plata, como la misma luz del sol refractada. A Simon le escocieron los ojos y volvió la cabeza.

—La espada del Ángel te quema, igual que el nombre de Dios te asfixia —explicó Valentine, la voz fría y cortante como cristal—. Dicen que los que mueren atravesados por su punta alcanzarán las puertas del cielo. En cuyo caso, vampiro, te estoy haciendo un favor.

Bajó la hoja hasta que la punta tocó a Simon en la garganta. Los ojos de Valentine eran del color del agua negra y no había nada en ellos: ni ira, ni compasión, ni siquiera odio. Estaban vacíos como una sepultura saqueada.

—¿Unas últimas palabras?

Simon sabía lo que se suponía que debía de decir. Sh'ma Yisrael, adonai elohanu, adonai echod. «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, es el único Señor.» Intentó pronunciar las palabras, pero un dolor abrasador le quemó la garganta.

—Clary —musitó en su lugar.

Una expresión de enojo cruzó por el rostro de Valentine, como si el sonido del nombre de su hija en boca de un vampiro le disgustara. Con un brusco movimiento de muñeca, colocó la Espada horizontal y con un único y grácil gesto le cortó la garganta a Simón.

Al este del edén

—¿Cómo has hecho eso? —quiso saber Clary mientras la camioneta marchaba a toda velocidad hacia el distrito residencial, con Luke encorvado sobre el volante.

—¿Te refieres a cómo me he subido al tejado?

Jace estaba echado hacia atrás en el asiento, con los ojos medio cerrados. Llevaba vendajes blancos atados alrededor de las muñecas y motas de sangre seca en el nacimiento del pelo.

—Primero he salido por la ventana de Isabelle y he subido por la pared. Hay varias gárgolas que resultan unos asideros magníficos. Además, me gustaría dejar constancia de que mi motocicleta ya no está donde la dejé. Apuesto a que la Inquisidora se la llevó para dar una vuelta por Hoboken.

—Me refiero —insistió Clary— a cómo has saltado desde el tejado de la catedral sin matarte.

—No lo sé. —Su brazo rozó el de ella cuando alzó las manos para frotarse los ojos—. ¿Cómo creaste tú aquella runa?

—Tampoco lo sé —musitó ella—. La reina seelie tenía razón, ¿verdad? Valentine, él... él nos hizo cosas. —Echó una ojeada en dirección a Luke, que fingía estar concentrado en girar a la izquierda—. ¿No es cierto?

—Éste no es el momento de hablar de eso —repuso Luke—. Jace, ¿tenías algún punto de destino concreto en mente o simplemente querías alejarte del Instituto?

—Valentine se ha llevado a Maia y a Simon a la nave para realizar el Ritual. Querrá hacerlo lo antes posible. —Jace tiró de uno de los vendajes de su muñeca—. Tengo que llegar allí y detenerle.

—No —negó Luke con severidad.

—De acuerdo, tenemos que llegar allí y detenerle.

—Jace, no voy a permitir que regreses a ese barco. Es demasiado peligroso.

—Has visto lo que acabo de hacer —replicó él, con la incredulidad creciendo en su voz—, ¿y estás preocupado por mí?

—Pues sí.

—No hay tiempo para eso. En cuanto mi padre mate a vuestros amigos, invocará a un ejército de demonios que no podéis ni imaginar. Después de eso, será imparable.

—Entonces la Clave...

—La Inquisidora no hará nada —explicó Jace—. Ha bloqueado el acceso de los Lightwood a la Clave. No ha querido pedir refuerzos, ni siquiera cuando le conté lo que Valentine ha planeado. Está obsesionada con ese plan insensato que tiene.

—¿Qué plan? —preguntó Clary.

La voz de Jace estaba cargada de amargura.

—Quería canjearme por los Instrumentos Mortales. Le dije que Valentine jamás aceptaría, pero no me creyó. —Lanzó una carcajada, un agudo ladrido entrecortado—. Isabelle y Alec van a contarle lo que ha sucedido con Simon y Maia. Pero no me siento demasiado optimista. Ella no me cree respecto a Valentine y no va a alterar su precioso plan simplemente para salvar a un par de subterráneos.

—De todos modos no podemos limitarnos a esperar sus noticias —repuso Clary—. Tenemos que ir al barco ahora. Si puedes llevarnos a él...

—Odio tener que decíroslo, pero necesitamos una embarcación para llegar a otra embarcación —indicó Luke—. No estoy seguro de que ni siquiera Jace pueda andar sobre las aguas.

En aquel momento el teléfono de Clary sonó. Era un mensaje de texto de Isabelle. Clary frunció el entrecejo.

—Es una dirección. En la zona del río.

Jace miró por encima del hombro de la joven.

—Ahí es donde tenemos que ir para encontrarnos con Magnus. —Le leyó la dirección a Luke, que efectuó un violento cambio de sentido y se encaminó al sur—. Magnus nos ayudará a cruzar el río —explicó Jace—. El barco está rodeado de salvaguardas. Subí a él la otra vez porque mi padre quería que subiese. En esta ocasión no querrá. Necesitaremos a Magnus para que se ocupe de las protecciones.

—Esto no me gusta nada. —Luke tamborileó con los dedos sobre el volante—. Creo que debería ir yo y vosotros dos deberíais quedaros con Magnus.

Los ojos de Jace centellearon.

—No, tengo que ser yo quien vaya.

—¿Por qué? —preguntó Clary.

—Porque Valentine está usando un demonio del miedo —explicó él—. Así es como consiguió matar a los Hermanos Silenciosos. Es lo que mató a aquel brujo, al chico lobo en el callejón junto a La Luna del Cazador y probablemente lo que eliminó a la niña hada en el parque. Y es el motivo de que los Hermanos tuviesen aquellas expresiones en los rostros. Murieron aterrados. Literalmente los mataron de miedo.

—Pero la sangre...

—Les quitó la sangre luego. Pero en el callejón le interrumpió uno de los licántropos. Es por eso que no tuvo tiempo suficiente para conseguir la sangre que necesitaba. Y es por eso por lo que todavía necesita a Maia. —Jace se pasó una mano por los cabellos—. Nadie puede enfrentarse al demonio del miedo. Se te mete en la cabeza y te destruye la mente.

—Agramon —dijo Luke.

Había permanecido silencioso, mirando por el parabrisas. Tenía el rostro ceniciento y crispado.

—Sí, así es como lo llamó Valentine.

—No es un demonio del miedo. Es el demonio del miedo. El Demonio del Miedo. ¿Cómo habrá conseguido Valentine que Agramon le obedezca? Incluso un brujo tendría problemas para controlar a un Demonio Mayor, y fuera del pentagrama... —Luke inhaló con fuerza—. Así es como murió el chiquillo brujo, ¿verdad? ¿Invocando a Agramon?

Jace asintió con la cabeza, y explicó rápidamente el truco que Valentine había empleado con Elias.

—La Copa Mortal —finalizó— le permite controlar a Agramon. Al parecer te concede cierto poder sobre los demonios. Pero no como el que te concede la Espada.

—Ahora todavía me siento menos inclinado a dejarte ir —insistió Luke—. Es un Demonio Mayor, Jace. Harían falta tantos cazadores de sombras como habitantes tiene esta ciudad para acabar con él.

—Sé que es un Demonio Mayor. Pero su arma es el miedo. Si Clary puede colocarme la runa que elimina el miedo, puedo acabar con él. O al menos intentarlo.

—¡No! —protestó Clary—. No quiero que tu seguridad dependa de mi estúpida runa. ¿Y si no funciona?

—Funcionó antes —replicó Jace mientras abandonaban el puente y marchaban de vuelta a Brooklyn.

Conducían por la estrecha calle Van Brunt, entre elevadas fábricas de ladrillo cuyas ventanas tapiadas y puertas cerradas con candados no delataban nada de lo que había en el interior. A lo lejos, la zona ribereña brillaba con luz trémula entre los edificios.

—¿Y si lo echo todo a perder esta vez?

Jace volvió la cabeza hacia ella, y por un momento los ojos de ambos se encontraron. Los de él tenían el dorado de la lejana luz solar.

—No lo harás —aseguró.

—¿Estás seguro de que ésta es la dirección? —preguntó Luke, deteniendo lentamente la furgoneta—. Magnus no está aquí.

Clary miró a su alrededor. Se habían detenido frente a una fábrica enorme, que parecía haber sido destruida por algún terrible incendio. Las paredes de ladrillo hueco y yeso todavía permanecían en pie, pero asomaban puntales de metal a través de ellas, doblados y requemados. A lo lejos, Clary podía ver el distrito financiero del sur de Manhattan, y el montículo negro que era la Governors Island, más dentro del mar.

—Vendrá —dijo—. Si le dijo a Alec que iba a venir, lo hará.

Bajaron de la furgoneta. Aunque la fábrica se alzaba en una calle bordeada de edificios similares, era un lugar tranquilo, incluso para ser un domingo. No había nadie más por allí ni ninguno de los sonidos del comercio —camiones retrocediendo, hombres que gritaban— que Clary asociaba con las zonas de almacenes. En su lugar había silencio, una brisa fresca que soplaba procedente del río y los gritos de las aves marinas. Clary se subió la capucha, cerró la cremallera de la chaqueta y tiritó.

Luke cerró la portezuela de la furgoneta con un golpe y se subió la cremallera de la chaqueta de franela. En silencio, ofreció a Clary un par de gruesos guantes de lana. Ella se los puso y meneó los dedos. Eran demasiado grandes para ella y era igual que llevar puestas unas zarpas. Paseó la mirada alrededor.

—Aguarda... ¿dónde está Jace?

Luke señaló con el dedo. Jace estaba arrodillado junto a la orilla, una figura oscura que se recortaba en el cielo azul grisáceo y el río de aguas marrones.

—¿Crees que quiere intimidad? —preguntó ella.

—En esta situación, la intimidad es un lujo que ninguno de nosotros puede permitirse. Vamos.

Luke avanzó a grandes zancadas, y Clary le siguió. La fábrica se extendía justo hasta la línea del agua, pero había una amplia playa de grava junto a ella. Un oleaje superficial lamía las rocas infestadas de malas hierbas. Había unos troncos colocados formando un tosco cuadrado alrededor de un hoyo negro en el que en una ocasión había ardido una hoguera. Había latas oxidadas y botellas tiradas por todas partes. Jace estaba de pie en el borde del agua, sin la cazadora. Mientras Clary observaba, arrojó algo pequeño y blanco en dirección al agua; lo que fuera chocó con ella con un chapoteo y desapareció.

—¿Qué haces? —preguntó Clary.

Jace se volvió hacia ellos, con el viento haciendo que los rubios cabellos le azotaran el rostro.

—Enviar un mensaje.

Por encima del hombro del chico, a Clary le pareció ver un zarcillo reluciente, como un pedazo vivo de alga, que emergía de las aguas grises del río con algo blanco enganchado. Al cabo de un momento se desvaneció, y ella se quedó parpadeando.

—¿Un mensaje a quién?

Jace torció el gesto.

—A nadie.

Se apartó del agua y se puso a andar a grandes zancadas por la playa de guijarros hasta el lugar donde había extendido la cazadora. Tres largos cuchillos entraban colocados sobre ella. Cuando Jace se dio la vuelta, Clary vio los afilados discos de metal metidos en su cinturón.

Jace pasó los dedos a lo largo de los cuchillos, planos y de un gris blanco, que aguardaban a que se les diera un nombre.

—No tuve oportunidad de acceder al arsenal, así que éstas son las armas que tenemos. Pensaba que podríamos prepararnos cuanto podamos antes de que Magnus llegue aquí. —Alzó el primer cuchillo—. Abrariel.

Al recibir un nombre el cuchillo serafín titiló y cambió de color. Se lo tendió a Luke.

—Yo ya tengo —dijo Luke, y apartó a un lado la chaqueta para mostrar el kindjal metido en el cinturón.

Jace entregó Abrariel a Clary, que tomó el arma en silencio. Tenía un tacto cálido, como si una vida secreta vibrara en su interior.

Camael —nombró Jace al siguiente cuchillo, haciendo que se estremeciera y resplandeciera—. Telantes —dijo al tercero.

—¿Usáis alguna vez el nombre de Raziel? —preguntó Clary mientras Jace se metía los cuchillos en el cinturón y volvía a ponerse la cazadora.

—Jamás —respondió Luke—. Es impensable.

Escudriñó con la mirada la calzada detrás de Clary buscando a Magnus. Ella podía percibir su ansiedad, sin embargo, antes de que pudiera decir nada más, sonó su teléfono. Lo abrió y se lo entregó a Jace sin decir una palabra. Éste leyó el mensaje de texto, enarcando las cejas.

—Parece ser que la Inquisidora le ha dado a Valentine hasta la puesta de sol para que decida si me quiere más a mí o a los Instrumentos Mortales —dijo—. Ella y Maryse llevan peleando desde hace horas, así que aún no ha notado que me he ido.

Devolvió el teléfono a Clary. Los dedos de ambos se rozaron y Clary retiró la mano violentamente, a pesar del grueso guante de lana que le cubría la piel. Vio cómo una sombra pasaba por las facciones del muchacho, pero él no le dijo nada. En su lugar, se volvió hacia Luke:

—¿La Inquisidora tiene un hijo muerto? —inquirió con brusquedad—. ¿Por eso es así?

Luke suspiró e introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—¿Cómo lo has averiguado?

—Por el modo en que reacciona cuando alguien pronuncia su nombre. Es la única vez que la he visto mostrar cualquier sentimiento humano.

Luke soltó aire. Se había subido las gafas, y tenía los ojos entrecerrados para protegerse del fuerte viento proveniente del río.

—La Inquisidora es como es por muchas razones. Stephen es únicamente una de ellas.

—Es raro —comentó Jace—. No parece alguien a quien le gusten los niños.

—No los de otras personas —repuso Luke—. Era diferente con el suyo. Stephen era su niño mimado. De hecho, lo era de todo el mundo... de todos los que le conocían. Era una de esas personas que era buena en todo, indefectiblemente amable sin resultar aburrido, apuesto sin que nadie le odiara por eso. Bueno, a lo mejor le odiábamos un poco.

—¿Fue a la escuela contigo? —preguntó Clary—. ¿Y mi madre... y Valentine? ¿Es así como le conociste?

—Los Herondale estaban al frente de la dirección del Instituto de Londres y Stephen fue a la escuela allí. Después de que todos acabásemos los estudios, cuando regresó a vivir a Alacante, empecé a verle más. Y hubo un tiempo en que le veía muy a menudo, ya lo creo. —Los ojos de Luke se habían vuelto distantes, del mismo azul gris del río—. Después de que se casara.

—¿Así que estaba en el Círculo? —preguntó Clary.

—No entonces —respondió Luke—. Se unió al Círculo después de que yo... bueno, después de lo que me sucedió. Valentine necesitaba un segundo al mando y quiso a Stephen. Imogen, que era totalmente leal a la Clave, se puso histérica; le suplicó a Stephen que lo reconsiderara, pero él la dejó de lado. Dejó de hablarles tanto a ella como a su padre. Estaba totalmente subyugado por Valentine. Le seguía a todas partes como una sombra. —Luke hizo una pausa—. Y Valentine no consideraba que la esposa de Stephen fuese apropiada para él. No para alguien que iba a ser el número dos del Círculo. Ella tenía... conexiones familiares indeseables.

El dolor en la voz de Luke sorprendió a Clary. ¿Tanto le habían importado aquellas personas?

—Valentine obligó a Stephen a divorciarse de Amatis y a volverse a casar; su segunda esposa era una muchacha muy joven, de sólo dieciocho años, llamada Céline. También ella estaba totalmente bajo la influencia de Valentine, hacía todo lo que él le pedía, sin importar lo extravagante que fuese. Entonces a Stephen lo mataron en una incursión del Círculo a una guarida de vampiros. Céline se suicidó cuando se enteró. Estaba embarazada de ocho meses. Y el padre de Stephen murió, también, de un infarto. Así que toda la familia de Imogen desapareció de golpe. Ni siquiera pudieron enterrar las cenizas de su nuera y nieto en la Ciudad de Hueso, porque Céline era una suicida. La enterraron en una encrucijada fuera de Alacante. Imogen sobrevivió, pero... se convirtió en un témpano de hielo. Cuando mataron al Inquisidor durante el Levantamiento, le ofrecieron el puesto a Imogen. Regresó de Londres a Idris... pero jamás, por lo que oí, volvió a hablar sobre Stephen. Eso explica por qué odia tanto a Valentine.

—Porque mi padre envenena todo lo que toca, ¿no? —preguntó Jace con amargura.

—Porque tu padre, a pesar de todos sus pecados, todavía tiene un hijo, y ella no. Y porque le culpa de la muerte de Stephen.

—Y tiene razón —repuso Jace—. Fue culpa suya.

—No del todo —repuso Luke—. Ofreció a Stephen una elección y éste eligió. Sean cuales sean sus otros defectos, Valentine jamás chantajeó ni amenazó a nadie para que se uniera al Círculo. Sólo quería seguidores bien dispuestos. La responsabilidad por las elecciones de Stephen recae únicamente sobre éste.

—Libre albedrío —indicó Clary.

—No hay nada de libre en él —repuso Jace—. Valentine...

—Te ofreció una elección, ¿no es cierto? —dijo Luke—. Cuando fuiste a verle. Quería que te quedases, ¿verdad? Que te quedases y te unieras a él.

—Sí. —Jace miró al otro lado del agua, en dirección a Governors Island—. Así fue.

Clary pudo ver el río reflejado en los ojos de Jace; éstos parecían acerados, como si el agua gris hubiese ahogado todo su dorado.

—Y tú le dijiste que no —continuó Luke.

Jace le miró con ira.

—Ojalá, la gente dejara de adivinarlo. Me hace sentir predecible.

Luke se volvió para ocultar una sonrisa, y se detuvo.

—Alguien viene.

Una persona se acercaba, efectivamente, alguien muy alto con cabellos negros que se agitaban al viento.

—Magnus —dijo Clary—. Pero parece... distinto.

A medida que el brujo se acercaba, la muchacha vio que su pelo, normalmente peinado en forma de púas y cubierto de purpurina como una bola de discoteca, le colgaba limpiamente por encima de las orejas como una cortina de seda negra. Los pantalones multicolores de cuero habían sido reemplazados por un pulcro y anticuado traje oscuro y una levita negra con refulgentes botones de plata. Sus ojos de gato brillaban ambarinos y verdes.

—Parecéis sorprendidos de verme —dijo.

Jace echó un vistazo a su reloj.

—Lo cierto es que nos preguntábamos si vendrías.

—Dije que vendría, así que vine. Simplemente necesitaba tiempo para prepararme. Esto no es un simple juego de prestidigitación, cazador de sombras. Esto necesitará magia de verdad. —Volvió la cabeza hacia Luke—. ¿Cómo va el brazo?

—Estupendamente. Gracias. —Luke era siempre educado.

—Es tu furgoneta la que está aparcada junto a la fábrica, ¿verdad? —señaló Magnus—. Es terriblemente varonil para un librero.

—Bueno, no sé —repuso Luke—. Todo ese ir y venir con pesadas cajas de libros a cuestas, subirte a estanterías, la dura tarea de colocar los volúmenes por orden alfabético...

Magnus lanzó una carcajada.

—¿Puedes abrirme la furgoneta? Quiero decir, podría hacerlo yo mismo —meneó los dedos—, pero me parece de mala educación.

—Por supuesto.

Luke se encogió de hombros y se dirigieron de nuevo hacia la fábrica. Cuando Clary fue a seguirles, Jace la agarró del brazo.

—Espera. Quiero hablar contigo un segundo.

Clary observó que Magnus y Luke marchaban hacia la furgoneta. Resultaban una pareja curiosa, el brujo alto con un abrigo negro largo y el hombre más bajo y fornido en vaqueros y franela, pero ambos eran subterráneos, ambos atrapados en el mismo espacio entre el mundo de los mundanos y el de lo sobrenatural.

—Clary —llamó Jace—. La Tierra a Clary. ¿Dónde estás?

Ella volvió la cabeza para mirarle. El sol se ponía en el agua en aquel momento, detrás de él, dejándole el rostro en sombras y convirtiendo sus cabellos en un halo de oro.

—Lo siento.

—No pasa nada. —Le acarició el rostro con dulzura, con el dorso de la mano—. A veces te abstraes por completo —comentó—. Ojalá pudiera seguirte.

«Lo haces —quiso decirle—. Vives en mi mente todo el tiempo.» En su lugar respondió:

¿Qué querías decirme?

Él dejó caer la mano.

—Quiero que me pongas la runa que quita el miedo. Antes de que Luke regrese.

—¿Por qué antes de que regrese?

—Porque dirá que es una mala idea. Pero es la única posibilidad de derrotar a Agramon. Luke no se ha tropezado con él, no sabe lo que es. Pero yo sí.

Clary le escudriñó el rostro.

—¿Cómo fue?

Los ojos del muchacho eran inescrutables.

—Ves lo que más temes en el mundo.

—Yo ni siquiera sé lo que es.

—Te aseguro que más vale que no lo sepas. —Bajó los ojos—. ¿Tienes tu estela?

—Sí, la tengo aquí. —Se quitó el guante de lana de la mano derecha y buscó la estela. La mano le temblaba un poco cuando la sacó—. ¿Dónde quieres la Marca?

—Cuanto más cerca esté del corazón, más efectiva será.

Se volvió hacia el otro lado y se sacó la cazadora, dejándola caer al suelo. Se subió la camiseta para descubrirse la espalda.

—En el omóplato estaría bien.

Clary posó una mano en el hombro del muchacho para tranquilizarse. La piel era de un dorado más pálido que la de las manos y el rostro, y tersa donde no tenía cicatrices. Pasó la punta de la estela a lo largo del omóplato, y sintió cómo él se encogía y los músculos se le tensaban.

—No presiones tan fuerte...

—Perdona.

Disminuyó la presión, permitiendo que la runa fluyera desde su mente, descendiera por el brazo y pasara a la estela. La línea negra que dejó tras ella parecía carbonilla, una línea de cenizas.

—Ya está. Ya la tienes.

Él se dio la vuelta, volviendo a colocarse la camiseta.

—Gracias.

El sol se consumía más allá del horizonte, inundando el cielo de sangre y rosas, convirtiendo la orilla del río en oro líquido y suavizando la fealdad de los desechos urbanos que les rodeaban.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

Él dio un paso hacia ella.

—Súbete las mangas. Te pondré Marcas.

—Ah. De acuerdo.

Hizo lo que le pedía, subiéndose las mangas, tendiéndole los brazos desnudos.

El pinchazo de la estela sobre la piel era como el leve roce de la punta de una aguja, arañando sin perforar. Contempló cómo aparecían las líneas negras con una especie de fascinación. La Marca que había recibido en el sueño seguía siendo visible, sólo había perdido un poco de intensidad en los bordes.

—«Y le respondió el Señor: Ciertamente cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado. Entonces el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matase cualquiera que le hallara.»

Clary giró en redondo, bajándose las mangas. Magnus estaba allí de pie, contemplándolos; el abrigo negro parecía flotar alrededor de él impulsado por el aire que soplaba del río. Esbozaba una leve sonrisa.

—¿Eres capaz de citar la Biblia? —preguntó Jace, inclinándose para recuperar la cazadora.

—Nací en un siglo profundamente religioso, muchacho —respondió Magnus—. Siempre he pensado que la de Caín podría haber sido la primera Marca de la que existe constancia. Ciertamente le protegió.

—Pero él no era precisamente uno de los ángeles —indicó Clary—. ¿No mató a su hermano?

—¿Acaso no estamos planeando matar a nuestro padre? —inquirió Jace.

—Eso es diferente —replicó Clary, pero no tuvo oportunidad de explicar con detalle en qué era diferente, porque en ese momento la furgoneta de Luke se detuvo en la playa, con las ruedas salpicando grava.

Luke sacó la cabeza por la ventanilla.

—De acuerdo —dijo a Magnus—. Vamos allá. Subid.

—¿Vamos a ir en coche hasta el bote? —preguntó Clary, perpleja—. Pensaba que...

—¿Qué bote?

Magnus lanzó una risita, a la vez que se montaba en el vehículo junto a Luke. Indicó detrás de él con un dedo.

—Vosotros dos, subid detrás.

Jace subió a la parte trasera de la furgoneta y se inclinó para ayudar a Clary a subir tras él. Mientras se acomodaba contra la rueda de recambio, la joven vio que había un pentagrama negro dentro de un círculo pintado sobre el suelo de metal de la furgoneta. Los brazos del pentagrama estaban decorados con símbolos que describían alocadas florituras. No eran exactamente las runas con las que estaba familiarizada; su contemplación producía una sensación parecida a intentar comprender a una persona hablando un idioma que se pareciera al propio, pero no lo fuera del todo.

Luke sacó la cabeza por la ventanilla y miró atrás hacia ellos.

—Ya sabéis que no me gusta esto —aclaró, con el viento amortiguándole la voz—. Clary, tú te quedarás en la furgoneta con Magnus. Jace y yo subiremos al barco. ¿Entendido?

Clary asintió y se acurrucó en un rincón de la plataforma de la furgoneta. Jace se sentó junto a ella, apuntalando los pies.

—Esto va a ser interesante.

—Qué... —empezó a decir Clary, pero la furgoneta arrancó, con los neumáticos rugiendo sobre la grava y ahogando sus palabras.

El vehículo avanzó entre sacudidas hasta las aguas poco profundas del borde del río. Clary se vio arrojada contra la ventanilla posterior de la cabina cuando la furgoneta se metió en el agua... ¿Es que Luke planeaba ahogarles a todos? Miró hacia adelante y vio que la cabina del conductor estaba llena de mareantes columnas azules de luz que serpenteaban y se retorcían. El vehículo pareció traquetear sobre algo voluminoso, como si hubiese pasado sobre un tronco. Acto seguido avanzaban ya suavemente, casi deslizándose.

Clary se puso de rodillas y miró por el lateral de la furgoneta, ya segura de lo que vería.

Avanzaban sobre las aguas oscuras, con los neumáticos del coche apenas rozando la superficie del río y formando diminutas ondas salpicadas esporádicamente de chispas azules creadas por Magnus. Súbitamente sólo se oyó el tenue rugido del motor y los gritos de las aves marinas en lo alto. Clary miró a Jace, en el otro extremo de la plataforma de la furgoneta, que sonreía burlón.

—Realmente esto va a impresionar a Valentine.

—No lo sé —repuso ella—. Otros equipos de rescate tienen boomerangs murciélago y poderes que les permiten trepar por las paredes; nosotros tenemos la camioneta acuática.

—Si no te gusta, nefilim —oyó decir a Magnus, tenuemente, desde la cabina—, puedes probar a andar sobre las aguas.


—Creo que deberíamos entrar —dijo Isabelle, con la oreja presionada contra la puerta de la biblioteca, mientras hacía una seña a Alec para que se acercara más—. ¿Puedes oír algo?

Alec se inclinó hacia adelante junto a su hermana, teniendo cuidado de no dejar caer el teléfono que sostenía. Magnus había dicho que llamaría si tenía noticias o si sucedía algo. Hasta el momento, no lo había hecho.

—No.

—Exactamente. Han dejado de chillarse. —Los ojos oscuros de Isabelle brillaron—. Ahora están esperando a Valentine.

Alec se apartó de la puerta y recorrió a grandes zancadas el pasillo hasta la ventana más próxima. El cielo tenía el color del carbón medio hundido en cenizas color rubí.

—Se está poniendo el sol.

Isabelle alargó la mano hacia el picaporte.

—Vamos.

—Isabelle, espera...

—No quiero que pueda mentirnos sobre lo que diga Valentine —replicó ella—. O lo que suceda. Además, quiero verle. Al padre de Jace. ¿No quieres tú?

Alec retrocedió hasta la puerta de la biblioteca.

—Sí, pero esto no es una buena idea, porque...

Isabelle empujó hacia abajo el picaporte de la puerta de la biblioteca. Ésta se abrió de par en par. Con una ojeada burlona por encima del hombro a su hermano, la muchacha pasó al interior; maldiciendo entre dientes, Alec la siguió.

Su madre y la Inquisidora estaban de pie en extremos opuestos del enorme escritorio, como boxeadores enfrentándose en un cuadrilátero. Maryse tenía las mejillas de un rojo intenso y los cabellos desordenados, caídos alrededor del rostro. Isabelle dirigió una veloz mirada a Alec, como para decir: «Quizá no deberíamos haber entrado aquí. Mamá parece furiosa».

Por otra parte, si Maryse parecía enojada, la Inquisidora estaba, sin lugar a dudas, enfurecida. Giró en redondo cuando la puerta de la biblioteca se abrió, con la boca crispada de un modo horrible.

—¿Qué hacéis vosotros dos aquí? —gritó.

—¡Imogen! —exclamó Maryse.

—¡Maryse! —El tono de la Inquisidora se elevó—. Ya os he soportado más que suficiente a ti y a los delincuentes de tus hijos...

—Imogen —repitió Maryse.

Había algo en la voz, una especie de urgencia, que hizo que incluso la Inquisidora se volviera y mirara.

El aire junto al globo terráqueo de latón rielaba igual que el agua, y algo empezaba a tomar forma en él, igual que pintura negra extendida a pinceladas sobre tela blanca, que fue evolucionando hasta convertirse en la figura de un hombre de hombros anchos. La imagen oscilaba, demasiado para que Alec pudiera ver algo más aparte de que el hombre era alto y tenía una mata de pelo muy corto de un color blanco como la sal.

—Valentine.

La Inquisidora parecía sorprendida, se dijo Alec, aunque sin duda debía de haber estado esperándole.

El aire junto al globo terráqueo rieló con más fuerza, e Isabelle lanzó un grito ahogado cuando un hombre surgió del oscilante aire, como si ascendiera a través de capas de agua. El padre de Jace era un hombre imponente, con más de un metro ochenta de estatura, un amplio pecho y brazos fornidos rodeados de músculos fibrosos. La cara era casi triangular, afilándose para terminar en una dura barbilla. Podría habérsele considerado apuesto, pensó Alec, pero era sorprendentemente distinto a Jace y carecía de toda la belleza de su hijo. La empuñadura de una espada resultaba visible justo por encima del hombro izquierdo: la Espada Mortal. No necesitaba ir armado, ya que no estaba presente de un modo corpóreo, así que debía de llevarla para irritar a la Inquisidora. Aunque tampoco era que ésta necesitase que la irritasen más de lo que ya estaba.

—Imogen —saludó Valentine; los oscuros ojos miraron a la Inquisidora con una expresión de satisfecha diversión.

«Eso es Jace de pies a cabeza, esa mirada», pensó Alec.

—Y Maryse, mi Maryse..., ha pasado mucho tiempo.

—No soy tu Maryse, Valentine —dijo ésta con cierta dificultad tragando saliva con fuerza.

—Y estos deben de ser tus hijos —prosiguió Valentine como si ella no hubiese hablado.

Posó los ojos en Isabelle y Alec. Un leve escalofrío recorrió al chico, como si algo le hubiese tirado de los nervios. Las palabras del padre de Jace eran totalmente normales, incluso corteses, pero había algo en su mirada inexpresiva y rapaz que hizo que Alec quisiera colocarse frente a su hermana y ocultarla de la vista de Valentine.

—Son iguales que tú.

—Deja a mis hijos fuera, Valentine —replicó Maryse, esforzándose a todas luces por mantener la voz serena.

—Bueno, eso no me parece muy justo —repuso él—, teniendo en cuenta que tú no has dejado a mi hijo fuera. —Volvió la cabeza hacia la Inquisidora—. Recibí tu mensaje. ¿Es eso lo mejor que puedes hacer?

La mujer no se había movido; pestañeó lentamente, como un lagarto.

—Espero que los términos de mi oferta estuviesen perfectamente claros.

—Mi hijo a cambio de los Instrumentos Mortales. Era eso, ¿correcto? De lo contrario le matarás.

—¿Matarle? —repitió Isabelle—. ¡Mamá!

—Isabelle —exclamó Maryse con voz tensa—. Cállate.

La Inquisidora lanzó a Isabelle y a Alec una mirada cargada de veneno por entre los entrecerrados párpados.

—Son los términos correctos, Morgenstern.

—Entonces mi respuesta es no.

—¿No? —Pareció como si la Inquisidora hubiese dado un paso al frente sobre tierra firme y ésta hubiese cedido bajo sus pies—. No puedes marcarte un farol conmigo, Valentine. Haré exactamente lo que he dicho que haría.

—No dudo de ti en absoluto, Imogen. Siempre has sido una mujer con una voluntad inquebrantable e implacable. Reconozco estas cualidades en ti porque yo también las poseo.

—No me parezco en nada a ti. Sigo la Ley...

—¿Incluso cuando te ordena que mates a un chico todavía adolescente simplemente para castigar a su padre? Esto no tiene nada que ver con la Ley, Imogen, es porque tú me odias y me culpas por la muerte de tu hijo, y éste es tu modo de recompensarme. No servirá de nada. No renunciaré a los Instrumentos Mortales, ni siquiera por Jonathan.

La Inquisidora se limitó a mirarle de hito en hito.

—Pero es tu hijo —repuso—. Tu niño.

—Los niños efectúan sus propias elecciones —replicó Valentine—. Esto es algo que jamás comprendiste. Ofrecí seguridad a Jonathan si permanecía a mi lado; la rechazó y regresó con vosotros, y tú te vengarás en él como le dije que harías. Si algo eres, Imogen, es previsible.

La Inquisidora no pareció reparar en el insulto.

—La Clave insistirá en su muerte, en el caso de que no me entregues los Instrumentos Mortales —replicó como alguien atrapado en una pesadilla—. No podré detenerles.

—Me doy perfecta cuenta de eso —repuso Valentine—. Pero no hay nada que yo pueda hacer. Le ofrecí una oportunidad. No la aceptó.

—¡Cabrón! —gritó Isabelle de improviso, e hizo ademán de lanzarse sobre él; Alec la agarró del brazo y la arrastró hacia atrás, sujetándola allí—. Es un imbécil —siseó. Luego alzó la voz, gritando a Valentine—: ¡Eres un...!

—¡Isabelle!

Alec le tapó la boca a su hermana con la mano mientras Valentine les dedicaba a ambos una única y divertida ojeada.

—Tú... le ofreciste... —La Inquisidora empezaba a recordar a Alec un robot al que se le están fundiendo los circuitos—. ¿Y él te rechazó? —Meneó la cabeza—. Pero él es tu espía..., tu arma...

—¿Eso es lo que pensabas? —inquirió él, con una sorpresa aparentemente genuina—. No estoy precisamente interesado en espiar los secretos de la Clave. Sólo estoy interesado en su destrucción, y para alcanzar ese fin poseo armas muchísimo más poderosas que un muchacho.

—Pero...

—Cree lo que quieras —replicó Valentine con un encogimiento de hombros—. No eres nada, Imogen Herondale. El mascarón de proa de un régimen cuyo poder pronto quedará hecho añicos, su reinado finiquitado. No hay nada que tengas que ofrecerme que yo pudiese desear.

—¡Valentine!

La Inquisidora se lanzó hacia él, como si pudiera detenerle, atraparle, pero sus manos sólo lo atravesaron como si fuera agua. Con una expresión de suprema repugnancia, él retrocedió y desapareció.


El cielo estaba recorrido por los últimos lametones de un fuego que se extinguía, y el agua había adquirido un color hierro. Clary se arrebujó mejor en la chaqueta y tiritó.

—¿Tienes frío?

Jace había estado de pie en el extremo de la furgoneta, contemplando la estela que el vehículo dejaba tras de sí: dos líneas blancas de espuma hendiendo el agua. Ahora se acercó y se dejó resbalar junto a ella, con la espalda contra la ventanilla que daba a la cabina. La ventanilla misma estaba casi totalmente empañada por el humo azulado.

—¿Tú no?

—No.

Negó con la cabeza, se quitó la cazadora y se la pasó. Clary se la puso, agradeciendo la suavidad del cuero. Era demasiado grande pero le resultaba muy reconfortante.

—Te quedarás en la furgoneta tal y como Luke te dijo que hicieras, ¿de acuerdo? —dijo él.

—¿Tengo elección?

—No en el sentido literal, no.

Clary se quitó el guante y le tendió la mano. Él se la tomó, agarrándola con fuerza, y ella bajó la mirada hacia los dedos entrelazados de ambos, los suyos tan pequeños, cuadrados en las puntas, los de él largos y delgados.

—Encontrarás a Simon por mí —dijo ella—. Sé que lo harás.

—Clary... —Ella pudo ver el agua que les rodeaba reflejada en los ojos de Jace—. Puede que esté... quiero decir, puede ser que...

—No. —Su tono no dejaba lugar a la duda—. Estará bien. Tiene que estarlo.

Jace suspiró. Sus iris ondularon con agua azul oscuro... como si fuesen lágrimas, se dijo Clary, pero no eran lágrimas, sólo reflejos.

—Hay algo que quiero preguntarte —dijo él—. Temía preguntarlo antes. Pero ahora no temo a nada.

Cubrió la mejilla de Clary con la mano, la palma cálida sobre la piel fría, y ella descubrió que su propio miedo había desaparecido, como si él pudiera traspasarle el poder de la runa que impedía sentir miedo a través del tacto. Alzó la barbilla, entreabriendo los labios expectante; la boca de Jace rozó la suya levemente, tan levemente que pareció la caricia de una pluma, el recuerdo de un beso, y luego él se echó atrás, abriendo los ojos de par en par; Clary vio la pared negra reflejada en ellos, alzándose hasta ocultar el incrédulo tono dorado: la sombra del barco.

Jace la soltó con una exclamación y se incorporó apresuradamente. Clary se levantó con torpeza, con la pesada cazadora de Jace haciéndole perder el equilibrio. Chispas azules salían volando de las ventanillas de la cabina, y a su luz pudo ver que el costado del barco era de chapa de metal negro, que había una fina escala descendiendo por un lado y que una barandilla de hierro recorría la parte superior. Sobre la barandilla estaban posadas lo que parecían enormes aves de extraño aspecto. Oleadas de frío parecían emanar del barco igual que el aire gélido de un iceberg. Cuando Jace le gritó, su aliento surgió en blancas volutas, y las palabras quedaron ahogadas en el repentino rugir de motores del enorme barco.

Ella le miró arrugando el cejo.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Él metió una mano bajo la chaqueta de la joven y le rozó la piel desnuda con las yemas de los dedos. Clary lanzó un chillido de sorpresa, pero Jace le sacó rápidamente del cinturón el cuchillo serafín que le había entregado antes, se lo puso en la mano y la soltó.

—He dicho que sacases a Abrariel, porque ya vienen.

—¿Quién viene?

—Los demonios.

Señaló hacia arriba. Al principio, Clary no vio nada. Entonces reparó en las enormes aves extrañas que había visto antes. Éstas se tiraban desde la barandilla una a una, cayendo como piedras por el costado del barco... para a continuación enderezarse y marchar directas hacia donde la furgoneta flotaba sobre las olas. A medida que se acercaban, Clary vio que no eran aves en absoluto, sino horrendas criaturas voladoras parecidas a pterodáctilos, con amplias alas correosas y huesudas cabezas triangulares. Tenían la boca repleta de serrados dientes de tiburón, una hilera tras otra de ellos, y sus zarpas centelleaban igual que rectas cuchillas.

Jace trepó como pudo al techo de la cabina, con Telantes llameando en la mano. Cuando la primera de las criaturas voladoras llegaba a ellos, Jace lanzó el cuchillo. Éste alcanzó al demonio y le rebanó la parte superior del cráneo. Con un agudo y asustado chirrido, la criatura cayó hacia el lado, moviendo las alas espasmódicamente. Cuando chocó con el océano, el agua hirvió.

El segundo demonio golpeó el capó de la furgoneta y las zarpas dejaron largos surcos sobre el metal. Se estrelló contra el parabrisas dejando el cristal convertido en una telaraña de vidrio agrietado. Clary gritó a Luke, pero otro de los seres caía en picado sobre ella descendiendo desde el cielo plomizo como una flecha. La muchacha tiró hacia arriba de la manga de la cazadora de Jace y extendió el brazo para mostrar la runa defensiva. El demonio chirrió como había hecho el otro, moviendo las alas para retroceder... pero ya se había acercado demasiado y estaba al alcance e Clary. Mientras le hundía Abrariel en el pecho vio que no tenía ojos, únicamente unas hendiduras a ambos lados del cráneo. El ser estalló en mil pedazos dejando una voluta de humo negro tras él.

—Bien hecho —exclamó Jace.

Este había bajado de un salto de la cabina de la furgoneta para despachar a otra de las chirriantes criaturas voladoras. Había desenvainado también una daga y la empuñadura ya estaba cubierta de sangre negra.

—¿Qué son estas cosas? —jadeó Clary, blandiendo a Abrariel en un amplio arco que abrió un tajo en el pecho de uno de los demonios voladores.

El ser graznó e intentó golpearla con un ala. A tan poca distancia, la muchacha pudo ver que las alas terminaban en huesudas crestas afiladas como cuchillas. La criatura enganchó la manga de la cazadora de Jace y la desgarró.

—Mi cazadora —protestó Jace enfurecido, y la apuñaló cuando ésta se alzaba, perforándole la espalda y haciendo que el ser desapareciera con un chirrido—. Adoraba esa cazadora.

Clary le miró atónita, luego giró en redondo cuando el desgarrador chirrido del metal le atacó los oídos. Dos de los demonios voladores habían agarrado entre las zarpas el techo de la cabina y lo estaban arrancando. El chirrido del metal desgarrándose inundó el aire. Luke estaba sobre el capó, acuchillando a las criaturas con su kindjal. Una cayó por el costado del vehículo y desapareció antes de tocar el agua. La otra alzó veloz el vuelo con el techo de la furgoneta firmemente sujeto entre las garras, lanzando agudos chillidos de triunfo, y fue de vuelta al barco.

Por el momento el cielo estaba despejado. Clary corrió al frente y miró en el interior de la cabina. Magnus se hallaba desplomado en su asiento, con el rostro ceniciento. Estaba demasiado oscuro para poder ver si estaba herido.

—¡Magnus! —gritó—. ¿Estás herido?

—No. —El brujo se esforzó por incorporarse, pero volvió a dejarse caer en el asiento—. Sólo estoy... exhausto. Los hechizos de protección del barco son fuertes. Contrarrestarlos, desactivarlos, es... difícil. —La voz se debilitó—. Pero si no lo hago, cualquiera que pise ese barco que no sea Valentine, morirá.

—Tal vez deberías venir con nosotros —suspiró Luke.

—No puedo trabajar en las salvaguardas si estoy en el barco. Tengo que hacerlo desde aquí. Así es como funciona. —La sonrisa de Magnus fue dolorosa—. Además, no sirvo en una pelea. Mis talentos se hallan en otra parte.

—Pero y si necesitamos... —empezó a decir Clary, todavía inclinada hacia el interior de la cabina.

—¡Clary! —chilló Luke, pero era demasiado tarde.

Ninguno de ellos había visto a la criatura alada aferrada, totalmente inmóvil, al costado de la furgoneta. De repente ésta se lanzó hacia arriba, moviendo las alas en un vuelo lateral, y hundió con fuerza las garras en la parte posterior de la cazadora de Clary, toda ella una masa borrosa de alas oscuras y dientes apestosos e irregulares. Con un aullante chirrido de triunfo, el ser alzó el vuelo, con Clary colgando impotente de sus garras.


—¡Clary! —volvió a chillar Luke, y corrió a toda velocidad hasta el borde del capó de la furgoneta. Se detuvo allí, mirando con desesperación hacia la menguante figura alada con su colgante carga flácida.

—No la matará —dijo Jace, reuniéndose con él en el capó—. Le está llevando la pieza a Valentine.

Hubo algo en el tono de la voz que hizo que a Luke se le helara la sangre. Volvió la cabeza para mirar sorprendido al muchacho.

—Pero...

No acabó la frase. Jace ya se había zambullido en el agua, saltando desde la furgoneta de un único y grácil movimiento. Cayó a las sucias aguas del río y empezó a nadar hacia el barco con poderosas patadas que creaban remolinos de espuma en el agua.

Luke se volvió hacia Magnus, cuyo pálido rostro era apenas visible a través del parabrisas agrietado. Alzó una mano y le pareció ver que Magnus asentía en respuesta.

Enfundando el kindjal, se zambulló en el río en pos de Jace.


Alec soltó a Isabelle, medio esperando que ésta empezara a chillar en cuanto le quitara la mano de la boca. No lo hizo. Permaneció quieta junto a él y se quedó mirando fijamente cómo la Inquisidora se erguía, tambaleándose ligeramente, con el rostro de un blanco grisáceo.

—Imogen —llamó Maryse, y no había sentimiento en la voz, ni siquiera ira.

La Inquisidora no pareció oírla. Su expresión no cambió mientras se dejaba caer sin fuerzas en el viejo sillón de Hodge.

—Dios mío —exclamó, clavando la mirada en el escritorio—. ¿Qué he hecho?

Maryse hizo una seña a su hija.

—Trae a tu padre.

Isabelle, con una expresión tan asustada como Alec no le había visto nunca, asintió y abandonó la habitación.

Maryse cruzó la estancia hacia la Inquisidora y la miró.

—¿Qué has hecho, Imogen? —dijo—. Le has entregado la victoria a Valentine. Eso es lo que has hecho.

—No —musitó ella.

—Sabías exactamente lo que Valentine planeaba cuando encerraste a Jace. Te negaste a permitir que la Clave interviniera porque habría interferido en tu plan. Querías hacer sufrir a Valentine como él te ha hecho sufrir a ti; mostrarle que tenías el poder de matar a su hijo como él había matado al tuyo. Querías humillarle.

—Sí...

—Pero Valentine no se deja humillar —continuó Maryse—. Yo podría habértelo dicho. Jamás le tuviste controlado. Sólo fingió considerar tu oferta para tener la absoluta certeza de que no tendríamos tiempo de pedir refuerzos a Idris. Y ahora es demasiado tarde.

La Inquisidora alzó los ojos con expresión enloquecida. Los cabellos se le habían soltado del moño y le colgaban en mechones lacios alrededor del rostro. Su aspecto era el más humano que Alec le había visto nunca, pero no le produjo la menor satisfacción. Las palabras de su madre le dejaron helado: «demasiado tarde».

—No, Maryse —repuso la mujer—. Todavía podemos...

—¿Todavía qué? —La voz de Maryse se quebró—. ¿Llamar a la Clave? No disponemos de los días, las horas que necesitarían para llegar aquí si vamos a enfrentarnos a Valentine... y Dios sabe que no tenemos elección.

—Vamos a tener que hacerlo ahora —interrumpió una voz profunda.

Detrás de Alec, con expresión sumamente sombría, estaba Robert Lightwood.

Alec contempló boquiabierto a su padre. Hacía años que no le había visto vestido con el equipo de caza; había estado ocupado en tareas administrativas, en dirigir el Cónclave y en ocuparse de cuestiones referentes a los subterráneos. Algo en el hecho de ver a su padre con sus gruesas y acorazadas ropas oscuras, con el sable sujeto a la espalda, devolvió a Alec a su infancia, cuando su padre había sido el hombre más imponente, fuerte y aterrador que podía imaginar. Y seguía resultando aterrador. No había visto a su padre desde que se había puesto en ridículo a sí mismo en casa de Luke, así que intentó captar su mirada ahora, pero Robert miraba a Maryse.

—El Cónclave está listo —informó—. Los botes aguardan en el muelle.

Las manos de la Inquisidora aletearon alrededor de su rostro.

—No sirve de nada —farfulló—. No somos suficientes... no podemos de ningún modo...

Robert hizo caso omiso de ella. En su lugar, miró a Maryse.

—Deberíamos marcharnos en seguida —sugirió, y en su tono había el respeto del que había carecido al dirigirse a la Inquisidora.

—Pero la Clave... —empezó a decir ésta— deberían ser informados.

Maryse empujó el teléfono del escritorio en dirección a la mujer, con energía.

—Cuéntaselo tú. Cuéntales lo que has hecho. Es tu trabajo, al fin y al cabo.

La Inquisidora no dijo nada, se limitó a contemplar fijamente el teléfono, con una mano sobre la boca.

Antes de que Alec pudiera empezar a compadecerse de ella, la puerta volvió a abrirse y entró Isabelle ataviada con su equipo de cazadora de sombras, con el largo látigo de plata y oro en una mano y una naginata de asta de madera en la otra. Miró a su hermano ceñuda.

—Ve a prepararte —dijo—. Partimos hacia el barco de Valentine inmediatamente.

Alec no pudo evitarlo; la comisura de los labios se le crispó hacia arriba. ¡Isabelle era siempre tan resuelta!

—¿Eso es para mí? —le preguntó, indicando la naginata.

Su hermana la apartó violentamente de él.

—¡Ve a buscar la tuya!

«Algunas cosas no cambian nunca.» Alec marchó en dirección a la puerta, pero le detuvo una mano que se posó en su hombro. Alzó los ojos sorprendido.

Era su padre. Contemplaba a Alec, y aunque no sonreía, había una expresión de orgullo en su rostro arrugado y cansado.

—Si necesitas un acero, Alexander, mi guisarme está en la entrada. Si quieres usarla.

Alec tragó saliva y asintió, pero antes de que pudiera dar las gracias a su padre oyó a Isabelle detrás de él.

—Aquí tienes, mamá —dijo.

Alec se volvió y vio a su hermana entregar la naginata a su madre, que la tomó y la hizo girar expertamente en la mano.

—Gracias, Isabelle —dijo Maryse, y con un movimiento tan veloz como cualquiera de los de su hija bajó la hoja para apuntar directamente al corazón de la Inquisidora.

Imogen Herondale alzó la mirada hacia Maryse con los ojos inexpresivos y destrozados de una estatua estropeada.

—¿Vas a matarme, Maryse?

Maryse siseó por entre los cerrados dientes.

—Frío, frío —replicó—. Necesitamos a todo cazador de sombras que esté en la ciudad, y justo ahora, eso te incluye a ti. Levanta, Imogen, y prepárate para la batalla. A partir de ahora, las órdenes las doy yo. —Sonrió sombría—. Y lo primero que vas a hacer es liberar a mi hijo de esa maldita Configuración Malachi.

Su aspecto era magnífico mientras lo decía, pensó Alec con orgullo, una auténtica guerrera cazadora de sombras, cada una de sus arrugas llameando con justa furia.

Odiaba tener que estropear el momento... pero no tardarían en descubrir por sí mismos que Jace se había ido. Era mejor que alguien amortiguara el golpe.

Carraspeó.

—Lo cierto es —comenzó— que hay algo que probablemente deberíais saber...

Oscuridad visible

Clary siempre había odiado las montañas rusas, aquella sensación en la que el estómago parecía caérsele a los pies cuando la vagoneta descendía en picado. Ser arrancada de la furgoneta y arrastrada por los aires como un ratón en las garras de un águila era diez veces peor. Lanzó un sonoro chillido cuando sus pies abandonaron la plataforma del vehículo y su cuerpo se elevó hacia las alturas a una velocidad increíble. Chilló y se retorció..., hasta que miró abajo y vio lo muy por encima que estaba ya del agua y comprendió lo que sucedería si el demonio volador la soltaba.

Se quedó totalmente quieta. La camioneta parecía un juguete allá abajo, flotando de un modo que parecía imposible sobre las olas. La ciudad se balanceaba a su alrededor, como paredes nebulosas de luz resplandeciente. Podría haber resultado hermoso de no haberse sentido tan aterrada. El demonio se ladeó y descendió en picado, y de improviso, en lugar de subir, Clary bajaba. Imaginó a la criatura dejándola caer cientos de metros por el aire hasta chocar contra la helada agua negra y cerró los ojos; pero caer a ciegas era peor. Volvió a abrirlos y vio la cubierta negra del barco alzándose como una mano a punto de sacarlos del cielo de un manotazo. Chilló por segunda vez mientras descendían hacia la cubierta...y a través de un cuadrado oscuro abierto en su superficie. Estaban ya en el interior del barco.

La criatura voladora aminoró la velocidad. Bajaban a través del centro de la nave, rodeados de cubiertas de metal con barandillas. Clary vislumbró maquinaria oscura; ninguna parecía estar en condiciones de funcionar, y había equipos y herramientas abandonados en varios lugares. Si alguna vez había habido iluminación eléctrica, ya no funcionaba, aunque un leve resplandor lo impregnaba todo. Fuera lo que fuera que había propulsado al barco en el pasado, Valentine lo propulsaba en la actualidad con algo distinto.

Algo que había extraído el calor directamente de la atmósfera. Un aire gélido le azotó el rostro cuando el demonio alcanzó la parte inferior de la nave y se metió por un pasillo largo y mal iluminado. El ser no era especialmente cuidadoso con ella, y la rodilla de la muchacha chocó con una tubería cuando la criatura dobló una esquina, enviándole una oleada de dolor pierna arriba. Clary gritó y oyó la risa sibilante del demonio por encima de su cabeza. Entonces él la soltó, y ella cayó. Contorsionándose en el aire, Clary intentó colocar manos y rodillas bajo el cuerpo antes de golpear el suelo. Casi funcionó. Chocó contra el suelo con un impacto estremecedor y rodó a un lado, aturdida.

Yacía sobre una dura superficie de metal, en semioscuridad. Aquello probablemente había sido un lugar de almacenamiento en algún momento, porque las paredes eran lisas y sin puertas. Había una abertura cuadrada muy por encima de su cabeza, a través de la cual se filtraba la única luz disponible. Sentía todo el cuerpo como si fuese un cardenal enorme.

—¿Clary?

La voz era un susurro. Rodó sobre el costado, haciendo un gesto de dolor. Había una sombra arrodillada junto a ella y, a medida que los ojos se fueron adaptando a la oscuridad, vio una pequeña figura curvilínea, unos cabellos trenzados, unos ojos castaño oscuro. Maia.

—Clary, ¿eres tú?

Ésta se sentó en el suelo, haciendo caso omiso del terrible dolor que sentía en la espalda.

—Maia. Maia, Dios mío.

Clavó la mirada en la otra muchacha, luego la paseó frenéticamente por la habitación. Estaba vacía a excepción de ellas dos.

—Maia, ¿dónde está él? ¿Dónde está Simón?

Maia se mordió el labio. Tenía las muñecas ensangrentadas, advirtió Clary, y el rostro surcado de lágrimas secas.

—Clary, lo siento tanto —contestó la muchacha con su voz queda y ronca—. Simon está muerto.


Calado hasta los huesos y medio congelado, Jace se desplomó sobre la cubierta del barco, con el agua chorreando de cabellos y ropas. Alzó los ojos para contemplar el nublado cielo nocturno, respirando entrecortadamente. No había sido tarea fácil trepar por la desvencijada escala de hierro mal atornillada al costado metálico de la nave, en especial con manos resbaladizas y ropas empapadas que lastraban sus movimientos.

De no haber sido por la runa que quitaba el miedo, reflexionó, probablemente le habría inquietado que uno de los demonios voladores lo arrancara de la escala como un pájaro arrancando un insecto de una enredadera. Por suerte, parecían haber regresado al barco una vez que se habían hecho con Clary. Jace no era capaz de imaginar el motivo, pero hacía tiempo que había desistido de intentar entender por qué su padre hacía nada.

Por encima de él apareció una cabeza recortándose contra el cielo. Era Luke, que había alcanzado lo alto de la escala. Éste trepó laboriosamente por encima de la barandilla y se dejó caer al otro lado. Bajó la mirada hacia Jace.

—¿Estás bien?

—Perfectamente.

Jace se puso en pie. Tiritaba. Hacía frío en la embarcación, más frío del que había hecho en el agua... y ya no tenía la cazadora. Se la había dado a Clary.

El muchacho miró a su alrededor.

—En algún lugar hay una puerta que conduce al interior del barco. La encontré la última vez. Sólo tenemos que recorrer la cubierta hasta que volvamos a encontrarla.

Luke empezó a andar.

—Deja que yo vaya primero —añadió Jace, colocándose delante de él.

Luke le lanzó una mirada de suma perplejidad, dio la impresión de que iba a decir algo, pero finalmente se puso a andar junto a Jace mientras se aproximaban a la parte delantera del barco, donde el chico había estado con Valentine la noche anterior. El muchacho podía oír el aceitoso chapoteo del agua contra la proa, mucho más abajo.

—Tu padre —comenzó Luke—, ¿qué dijo cuando le viste? ¿Qué te prometió?

—Ya sabes. Lo de costumbre. Una provisión perpetua de entradas para ver a los Knicks. —Jace hablaba quitándole importancia, pero el recuerdo le afectó más que el frío—. Dijo que se aseguraría de que no nos sucediera nada ni a mí ni a nadie que me importase si abandonaba a la Clave y regresaba a Idris con él.

—Crees... —Luke vaciló—, ¿crees que le haría daño a Clary para desquitarse contigo?

Rodearon la proa, y Jace vislumbró brevemente la Estatua de la Libertad a lo lejos, un pilar de luz resplandeciente.

—No, creo que la ha cogido para hacernos venir a la nave, para tener una moneda de cambio. Eso es todo.

—No estoy seguro de que necesite una moneda de cambio.

Luke habló en voz queda mientras desenvainaba el kindjal. Jace volvió la cabeza para seguir la dirección de la mirada de su compañero, y por un momento se quedó pasmado.

Había un agujero negro en la cubierta del lado oeste del barco, un agujero como si hubiesen recortado un cuadrado en el metal, y de sus profundidades manaba una oscura nube de monstruos. Jace rememoró la última vez que había estado allí de pie, con la Espada Mortal en la mano, contemplando horrorizado cómo el cielo sobre su cabeza y el mar a sus pies se convertían en arremolinadas masas de seres de pesadilla. Sólo que en aquellos momentos los tenía ante él, una algarabía de demonios: los raum de color blanco hueso que les habían atacado en casa de Luke; demonios oni con sus cuerpos verdes, bocas amplias y cuernos; los sigilosos y negros demonios kuri, demonios araña con sus ocho brazos finalizados en pinzas y los colmillos rezumantes de veneno que les sobresalían de las cuencas de los ojos...

Jace fue incapaz de contarlos. Palpó en busca de Camael y lo sacó del cinturón, iluminando la cubierta con su blanco resplandor. Los demonios sisearon ante su visión, pero ninguno de ellos retrocedió. La runa contra el miedo del omóplato del muchacho empezó a arder, y éste se preguntó a cuántos demonios podría matar antes de que el símbolo se consumiera.

—¡Para! ¡Para! —La mano de Luke, cerrada sobre la parte posterior de la camisa de Jace, tiró de éste hacia atrás—. Hay demasiados, Jace. Si podemos retroceder hasta la escala...

—No podemos. —Jace se desasió violentamente de la mano de Luke y señaló—. Nos han rodeado por ambos lados.

Era cierto. Una falange de demonios moloch, con llamas saliendo a chorros de sus ojos vacíos, les cortaba la retirada. Luke empezó a soltar tacos, con fluidez y brutalidad.

—Salta por la borda, entonces. Los contendré.

—Salta tú —replicó Jace—. Yo estoy perfectamente aquí.

Luke echó la cabeza hacia atrás. Sus orejas se habían vuelto puntiagudas, y cuando gruñó a Jace, los labios retrocedieron sobre caninos que eran repentinamente afilados.

—Eres...

Se interrumpió cuando un demonio moloch saltó sobre él con las garras extendidas. Jace lo acuchilló con tranquilidad en la columna vertebral cuando pasó por su lado, y el ser cayó sobre Luke tambaleante y aullando. El licántropo lo agarró con manos que eran zarpas y lo arrojó por encima de la barandilla.

—Has usado esa runa que quita el miedo, ¿verdad? —inquirió Luke, volviéndose hacia Jace con ojos que brillaban ambarinos.

Se oyó un lejano chapoteo.

—Respuesta correcta —admitió Jace.

—¡Cielos! —exclamó Luke—. ¿Te la has puesto tú mismo?

—No. Clary.

El cuchillo serafín de Jace hendió el aire con fuego blanco; dos demonios drevak cayeron. Pero había docenas avanzando vacilantes hacia ellos, con las manos finalizadas en agujas extendidas.

—Es buena en runas, ya sabes.

—Adolescentes —exclamó Luke, como si fuese la palabra más asquerosa que conocía, y se arrojó sobre la horda que iba hacia ellos.


—¿Muerto? —Clary se quedó mirando a Maia como si ésta hubiese hablado en búlgaro—. No puede estar muerto.

Maia no dijo nada, se limitó a contemplarla con ojos tristes y oscuros.

—Yo lo sabría. —Clary se incorporó y se presionó un puño contra el pecho—. Lo sabría aquí.

—También yo pensaba eso —repuso Maia—. En una ocasión. Pero no lo sabes. Uno nunca lo sabe.

Clary se incorporó penosamente. La cazadora de Jace le colgaba de un hombro con la parte posterior casi hecha tiras. Se la sacó con un gesto impaciente y la dejó caer al suelo. Estaba destrozada, la espalda cubierta de una docena de marcas de garras afiladas. «A Jace no le gustará nada que le haya estropeado la cazadora —pensó—. Tendré que comprarle una nueva. Tendré que...»

Aspiró una larga y entrecortada bocanada de aire. Podía oír el martilleo de su propio corazón, pero también eso sonaba distante.

—¿Qué... le sucedió?

Maia seguía arrodillada en el suelo.

—Valentine nos atrapó a los dos —explicó ésta—. Nos encadenó juntos en una bodega. Luego vino con un arma... una espada muy larga y brillante, como si refulgiera. Me arrojó polvo de plata para que no pudiese enfrentarme a él, y... y le cortó el cuello a Simón. —Su voz se debilitó hasta convertirse en un susurro—. Luego le cortó las muñecas y vertió la sangre en unos cuencos. Algunas de esas criaturas demoníacas suyas entraron y le ayudaron a cogerla. Luego simplemente dejó a Simon allí tirado, sin tripas, como un juguete que ya no sirve para nada. Chillé... pero sabía que estaba muerto. Entonces uno de los demonios me cogió y me trajo aquí abajo.

Clary se apretó el dorso de la mano contra la boca; apretó y apretó hasta que notó la sangre salada. El sabor ácido de la sangre pareció abrirse paso a través de la niebla de su cerebro.

—Tenemos que salir de aquí.

—No quisiera ofender, pero eso es evidente. —Maia se puso en pie con una mueca de dolor—. No hay salida. Ni siquiera para un cazador de sombras. A lo mejor si tú fueses...

—¿Si yo fuese qué? —exigió Clary, deambulando por el espacio cuadrado de la celda que las contenía—. ¿Jace? Bueno, pues no lo soy. —Pateó la pared, que resonó hueca, luego metió la mano en el bolsillo y sacó su estela—. Pero poseo mis propias habilidades.

Apretó la punta de la estela contra la pared y empezó a dibujar. Las líneas parecían fluir de ella, negras y ardientes, igual que la ira furiosa que sentía. Estrelló la estela contra la pared una y otra vez y las líneas negras fluyeron de la punta igual que llamas. Cuando se apartó, respirando laboriosamente, vio que Maia la contemplaba atónita con los ojos muy abiertos.

—Chica —exclamó ésta—, ¿qué has hecho?

Clary no estaba segura. Parecía como si hubiese arrojado un cubo de ácido contra la pared. El metal que rodeaba la runa se combaba y goteaba igual que un helado en un día caluroso. Dio un paso atrás, observándolo con cautela mientras un agujero del tamaño de un perro grande se abría en la pared. Pudo ver vigas de acero detrás de él, más parte de las tripas de la nave. Los bordes del agujero chisporroteaban aún, aunque éste había dejado de extenderse hacia el exterior. Maia dio un paso al frente, apartando el brazo de Clary.

—Espera. —Clary se sintió repentinamente nerviosa—. El metal fundido... podría ser como... lodo tóxico o algo así.

Maia lanzó un resoplido.

—Soy de Nueva Jersey. Nací en medio de lodo tóxico. —Fue resueltamente hacia el agujero y miró por él—. Hay una pasarela de metal al otro lado —anunció—. Bien..., voy a pasar.

Se dio la vuelta y metió los pies por el agujero, luego las piernas, retrocediendo despacio. Hizo una mueca mientras retorcía el cuerpo para pasar, entonces se quedó muy quieta.

—¡Ay! Me he atascado. ¿Me ayudas? —Le alargó las manos.

Clary le cogió las manos y empujó. El rostro de Maia se puso blanco, luego rojo... y de improviso la muchacha quedó libre, igual que el corcho de una botella de champán al saltar de la botella. Con un chillido, cayó hacia atrás. Se oyó un estrépito, y Clary metió la cabeza por el agujero.

—¿Estás bien?

Maia yacía sobre una estrecha pasarela de metal unos metros más abajo. Rodó sobre sí misma lentamente y se sentó, haciendo una mueca de dolor.

—Mi tobillo..., pero estaré perfectamente —añadió al ver la cara de Clary—. Nosotros también sanamos con rapidez, ya sabes.

—Lo sé. De acuerdo, me toca a mí.

A Clary la estela se le clavó incómodamente en el estómago mientras se inclinaba, preparada para pasar a través del agujero tras Maia. La distancia hasta la pasarela resultaba inquietante, pero no tanto como la idea de aguardar en la bodega a lo que fuera que fuese a buscarlas. Giró sobre sí misma, se tumbó sobre el estómago y fue metiendo los pies por el agujero...

Y algo la agarró por la parte posterior de la camiseta, tirando de ella hacia arriba. La estela se le cayó del cinturón y tintineó al suelo. Clary lanzó un grito entrecortado de sorpresa y dolor; la tira del cuello del suéter se le clavó en la garganta y sintió como si se ahogara. Al cabo de un momento la soltaron y se estrelló contra el suelo, las rodillas golpeando el metal con un hueco sonido metálico. Dando boqueadas, rodó sobre la espalda y miró arriba, sabiendo lo que vería.

Valentine la observaba de pie junto a ella. En una mano sostenía un cuchillo serafín que relucía con una fuerte luz blanca. La otra mano, con la que le había agarrado por la camiseta, estaba cerrada en un puño. El cincelado rostro blanco mostraba una mueca de desprecio.

—Siempre la hija de tu madre, Clarissa —dijo—. ¿Qué has hecho ahora?

Clary se incorporó dolorosamente hasta quedar de rodillas. Tenía la boca llena de sangre procedente del labio que se había desgarrado. Al mirar a Valentine, la rabia contenida floreció como una flor envenenada en su pecho. Aquel hombre, su padre, había matado a Simon y lo había dejado muerto en el suelo como si fuese basura. Ella había pensado que había sentido odio antes en su vida; estaba equivocada. Esto sí que era odio.

—La chica loba —prosiguió Valentine, frunciendo el entrecejo—, ¿dónde está?

Clary se inclinó y le escupió la sangre que tenía en la boca sobre los zapatos. Con una aguda exclamación de repugnancia y sorpresa, él retrocedió alzando el arma que tenía en la mano y, por un momento, Clary vio la furia en sus ojos y pensó que realmente iba a hacerlo, que realmente iba a matarla allí mismo, arrodillada a sus pies, por escupirle en los zapatos.

Lentamente, él bajó el arma. Sin una palabra, pasó junto a Clary y fue a mirar con atención por el agujero que ésta había abierto en la pared. Clary se volvió despacio, escudriñando el suelo hasta que la vio. La estela de su madre. Alargó el brazo hacia ella, conteniendo la respiración...

Valentine vio lo que hacía y, de una única zancada, cruzó la bodega. Tiró la estela fuera del alcance de Clary de una patada. La estela giró por el suelo de metal y fue a caer por el agujero de la pared. Clary entrecerró los ojos, sintiendo la pérdida de la estela como si volviera a perder a su madre.

—Los demonios encontrarán a tu amiga subterránea —dijo Valentine, con su voz fría y sosegada, mientras enfundaba el cuchillo serafín—. No hay ningún sitio al que pueda huir. No hay ningún sitio al que ninguno de vosotros pueda ir. Ahora levántate, Clarissa.

Lentamente, Clary se puso en pie. Le dolía todo el cuerpo. Soltó una exclamación de sorpresa cuando Valentine la agarró por los hombros, le dio la vuelta para que le diera la espalda y luego silbó; fue un sonido agudo, cortante y desagradable. El aire se agitó en lo alto y Clary oyó el aleteo repulsivo de alas correosas. Con un gritito intentó desasirse, pero Valentine era demasiado fuerte. Las alas se colocaron alrededor de ambos y a continuación se vieron alzados por los aires juntos, con Valentine sosteniéndola en sus brazos, como si realmente fuera su padre.


Jace había pensado que Luke y él ya estarían muertos a aquellas alturas y no estaba seguro de por qué no era así. La sangre había vuelto resbaladiza la cubierta del barco, y él estaba cubierto de mugre. Incluso tenía los cabellos lacios y pegajosos por el icor y los ojos le escocían debido a la sangre y el sudor. Tenía un corte profundo en la parte superior del brazo derecho y carecía de tiempo para grabarse una runa curativa en la piel. Cada vez que alzaba el brazo, un dolor abrasador le recorría el costado.

Se las habían apañado para meterse en un hueco en la pared de metal del barco, y peleaban desde aquel refugio mientras los demonios se abalanzaban sobre ellos. Jace había usado sus dos chakhrams y ya sólo le quedaba el último cuchillo serafín y la daga que le había cogido a Isabelle. No era demasiado; con tan pobre armamento no habría salido siquiera a enfrentarse a unos pocos demonios, y en esos momentos se enfrentaba a una horda. Debería estar asustado, lo sabía, pero apenas sentía nada; únicamente repugnancia por los demonios, que no pertenecían a este mundo, e ira hacia Valentine, que los había convocado. Vagamente, sabía que su falta de miedo no era algo bueno. Ni siquiera le asustaba la gran cantidad de sangre que perdía por el brazo.

Un demonio araña avanzó hacia Jace, chirriando y disparando veneno amarillo. Él se agachó para apartarse, pero no con la rapidez suficiente para evitar que unas cuantas gotas de veneno le salpicaran la camiseta. Éste siseó mientras corroía la tela; Jace fue sintiendo su escozor a medida que le quemaba la carne igual que una docena de diminutas agujas sobrecalentadas.

El demonio araña chasqueó satisfecho y soltó otro chorro de veneno. Jace se agachó y el veneno alcanzó a un demonio oni que iba hacia él desde el otro lado; el oni lanzó un alarido agónico con las zarpas extendidas y, retorciéndose, se abrió paso hacia el demonio araña. Los dos forcejearon, rodando por la cubierta.

Los demonios que los rodeaban se apartaron en tropel del veneno derramado, que creaba una barrera entre ellos y el cazador de sombras. Jace aprovechó el momentáneo respiro para volverse hacia Luke, que estaba a su lado. Luke resultaba casi irreconocible. Las orejas se alzaban hasta finalizar en afiladas puntas lobunas; los labios estaban retirados del enfurecido hocico en un rictus permanente; las manos en forma de zarpas estaban ennegrecidas con icor de demonio.

—Deberíamos ir hacia las barandillas. —La voz de Luke era un medio gruñido—. Salir del barco. No podemos matarlos a todos. A lo mejor Magnus...

—No me parece que nos esté yendo tan mal. —Jace hizo girar el cuchillo serafín, lo que fue una mala idea; la mano estaba húmeda de sangre y el arma estuvo a punto de resbalarle—. Dada la situación.

Luke emitió un sonido que podría haber sido tanto un gruñido como una carcajada, o bien una combinación de ambos. Entonces algo enorme e informe cayó del cielo, derribándolos a ambos.

Jace se golpeó con fuerza contra el suelo, y el cuchillo serafín salió despedido de su mano. Chocó contra la cubierta, resbaló por la superficie de metal y cruzó el borde de la cubierta, desapareciendo de la vista. Jace lanzó una palabrota y se incorporó tambaleante.

La cosa que había aterrizado sobre ellos era un demonio oni. Era insólitamente grande para uno de su clase; por no mencionar insólitamente listo al haber pensado en trepar al tejado y dejarse caer sobre ellos desde lo alto. El ser estaba sentado encima de Luke, atacándole con los colmillos afilados que le sobresalían de la frente. Luke se defendía lo mejor que podía con sus propias zarpas, pero ya estaba empapado en sangre; su kindjal yacía a unos treinta centímetros de distancia sobre la cubierta. El hombre trató de ir a por él, y el oni lo agarró de una pierna con una mano que era como una pala y tiró de ella doblándola igual que la rama de un árbol sobre la rodilla. Jace oyó el chasquido del hueso al quebrarse al mismo tiempo que Luke gritaba.

El muchacho se lanzó a por el kindjal, lo agarró y rodó hasta ponerse en pie, descargando la daga con fuerza contra el cogote del demonio oni. Ésta le cortó con fuerza suficiente para decapitarla, y la criatura se dobló hacia adelante a la vez que un chorro de sangre negra brotaba del cuello cercenado. Al cabo de un momento, el demonio había desaparecido. El kindjal golpeó la cubierta junto a Luke.

Jace se precipitó hacia él y se arrodilló.

—Tu pierna...

—Está rota. —Luke se sentó con un tremendo esfuerzo, y el rostro se le crispó de dolor.

—Pero vosotros curáis de prisa.

Luke miró alrededor con rostro sombrío. El oni podría estar muerto, pero lo otros demonios habían aprendido de su ejemplo y trepaban en tropel al tejado. Jace no podía saber, a la débil luz de la luna, cuántos había... ¿docenas? ¿Cientos? Al llegar a cierto número ya dejaba de importar.

Luke cerró la mano alrededor de la empuñadura del kindjal.

—No lo bastante de prisa.

Jace sacó la daga de Isabelle del cinturón. Era la última de sus armas y parecía patéticamente pequeña. Una aguda emoción le taladró; no era miedo, seguía estando más allá de aquello, sino pesar. Vio a Alec y a Isabelle como si estuviesen de pie ante él, sonriéndole, y luego vio a Clary con los brazos extendidos como si le diera la bienvenida a casa.

Se puso en pie justo cuando los demonios caían desde el tejado en una oleada, en una marea oscura que ocultaba la luna. Se movió para intentar tapar a Luke, pero no sirvió de nada; las criaturas estaban por todas partes. Una se alzó imponente ante él. Era un esqueleto de más de metro ochenta, sonriendo burlón con dientes rotos. Pedazos de banderines de oración tibetanos de brillantes colores le colgaban de los huesos putrefactos. Empuñaba una katana en una mano huesuda, lo que era poco corriente: la mayoría de demonios no se armaban. La hoja, grabada con runas demoníacas, era más larga que el brazo de Jace, curva, afilada y letal.

Jace lanzó la daga. Golpeó la huesuda caja torácica del demonio y se quedó allí atorada. El demonio apenas pareció advertirlo; se limitó a seguir avanzando, inexorable como la muerte. El aire a su alrededor apestaba a muerte y a cementerios. Alzó la katana en una mano que era una garra...

Una sombra gris hendió la oscuridad frente a Jace, una sombra que se movió con un movimiento de rotación preciso y mortífero. El arco descendente de la katana se cortó con un fuerte rechinar de metal contra metal; la figura oscura empujó la katana hacia atrás y con la otra mano lanzó una cuchillada ascendente a una velocidad que el ojo de Jace apenas pudo seguir. El demonio cayó hacia atrás, el cráneo haciéndose pedazos mientras el ser se desmenuzaba y desaparecía. Alrededor Jace pudo oír los alaridos de demonios que aullaban de dolor y sorpresa. Se volvió y vio que docenas de siluetas, siluetas humanas, trepaban por las barandillas, saltaban al suelo y corrían a enfrentarse a los demonios, que reptaban, serpenteaban, siseaban y volaban por la cubierta. Empuñaban espadas de luz y vestían las ropas oscuras y resistentes de...

—¿Cazadores de sombras? —soltó Jace tan sorprendido que lo dijo en voz alta.

—¿Quién si no? —Una sonrisa centelló en la oscuridad.

—¿Malik? ¿Eres tú?

Malik inclinó la cabeza.

—Lamento lo sucedido antes —dijo—. Tenía órdenes.

Jace estaba a punto de decir a Malik que acabar de salvarle la vida compensaba más que sobradamente su intento, horas antes, de impedir que Jace saliera del Instituto, cuando un grupo de demonios raum se abalanzó en tropel sobre ellos, azotando el aire con los tentáculos. Malik giró en redondo y arremetió contra ellos con un grito, su cuchillo serafín llameando como una estrella. Jace iba a seguirle cuando una mano lo agarró por el brazo y tiró de él a un lado.

Era un cazador de sombras vestido todo de negro con una capucha ocultando el rostro.

—Ven conmigo.

La mano tiraba insistentemente de su manga.

—Tengo que ir con Luke. Le han herido. —Tiró hacia atrás el brazo—. Suéltame.

—Ah, por el Ángel...

La figura le soltó y alzó las manos para echar hacia atrás la capucha de la larga capa, dejando al descubierto un estrecho rostro blanco y unos ojos grises que llameaban como esquirlas de diamante.

—¿Harás lo que se te ordena ahora, Jonathan?

Era la Inquisidora.


A pesar de la velocidad a la que volaban por los aires, Clary habría pateado a Valentine de haber podido. Pero él la sujetaba como si sus brazos fuesen tiras de hierro. Los pies de la muchacha colgaban sueltos, pero por mucho que forcejeaba, no parecía capaz de alcanzar nada.

Cuando el demonio se inclinó y viró bruscamente, la joven dio un grito y Valentine rió. A continuación se encontraron girando a través de un estrecho túnel de metal y penetrando en el interior de una habitación mucho más grande y amplia. En lugar de soltarles sin miramientos, el demonio volador los depositó con suavidad en el suelo.

Ante la sorpresa de Clary, Valentine la soltó. Ella se apartó violentamente de él y fue hasta el centro de la habitación dando traspiés y mirando frenética a su alrededor. Era un espacio grande: probablemente, en otro tiempo habría sido alguna especie de sala de máquinas. Todavía había maquinaria bordeando las paredes, apartada para crear un amplio espacio cuadrado en el centro. El suelo era de grueso metal negro cubierto de manchones más oscuros aquí y allí. En medio del espacio vacío había cuatro tinas lo bastante grandes para lavar un perro en ellas. Los interiores de las dos primeras estaban manchados de un oscuro color marrón óxido. La tercera estaba llena de un líquido rojo oscuro. La cuarta estaba vacía.

Había un pequeño baúl de metal detrás de las tinas, con una tela oscura arrojada sobre él. Cuando se acercó más, vio que encima de la tela descansaba una espada de plata que resplandecía con una luz negruzca, casi una ausencia de iluminación: una radiante oscuridad visible.

Clary se volvió rápidamente y clavó la mirada en Valentine, que la observaba en silencio.

—¿Cómo has podido? —exigió ella—. ¿Cómo has podido matar a Simón? Era sólo un... era sólo un muchacho, sólo un ser humano corr...

—No era humano —cortó Valentine, con su voz sedosa—. Se había convertido en un monstruo. Tú no podías verlo, Clarissa, porque lucía el rostro de un amigo.

—No era ningún monstruo. —Se acercó un poco más a la Espada. Parecía enorme, pesada. Se preguntó si podría alzarla... e incluso si podía, ¿podría blandiría?—. Seguía siendo Simón.

—No creas que no comprendo tu situación —repuso Valentine, que permaneció sin moverse bajo el solitario haz de luz que penetraba por la trampilla del techo—. Me sucedió lo mismo cuando mordieron a Lucian.

—Me lo ha contado —le escupió ella—. Le diste una daga y le dijiste que se matara.

—Eso fue un error —dijo él.

—Al menos lo admites...

—Debí haberle matado yo mismo. Le habría demostrado que él me importaba.

Clary negó firmemente con la cabeza.

—Pero no te importaba. Jamás te ha importado nadie. Ni siquiera mi madre. Ni siquiera Jace. Eran sólo cosas que te pertenecían.

—Pero ¿no es eso el amor, Clarissa? ¿Propiedad? «Yo soy de mi amado y mi amado es mío», como dice el Cantar de los Cantares.

—No. Y no me cites la Biblia. No creo que lo entiendas.

Estaba muy cerca del baúl ya, la empuñadura de la Espada al alcance de la mano. Tenía los dedos húmedos de sudor y se los secó disimuladamente en los vaqueros.

—No es simplemente que alguien te pertenezca, es que tú te entregas a esa persona. Dudo que jamás hayas dado nada a nadie. Excepto tal vez pesadillas.

—¿Darte a alguien? —La fina sonrisa no titubeó—. ¿Como tú te has entregado a Jonathan?

La mano de Clary, que se había ido alzando en dirección a la Espada, se cerró en un puño. Se lo llevó contra el pecho, mirándole con incredulidad.

—¿Qué?

—¿Crees que no he visto cómo os miráis? ¿El modo en que él pronuncia tu nombre? Quizá creas que yo no puedo sentir, pero eso no significa que no pueda ver sentimientos en otros. —El tono de Valentine era frío, cada palabra una astilla de hielo apuñalándole los oídos—. Supongo que sólo podemos culparnos a nosotros mismos, tu madre y yo; habiéndoos mantenido separados tanto tiempo jamás desarrollasteis la relación hacia el otro que habría sido más natural entre hermanos.

—No sé a qué te refieres. —A Clary le castañeteaban los dientes.

—Creo que me explico perfectamente. —Se había apartado de la luz y su rostro era un estudio en sombras—. Vi a Jonathan después de que se enfrentara al demonio del miedo, ¿sabes? Se mostró a él bajo tu aspecto. Eso me dijo todo lo que necesitaba saber. El mayor miedo de Jonathan es el amor que siente por su hermana.


—Yo no hago lo que me ordenan —replicó Jace—. Pero podría hacer lo que usted quiere si lo pide con amabilidad.

La Inquisidora dio la impresión de querer poner los ojos en blanco pero haber olvidado cómo hacerlo.

—Necesito hablar contigo.

Jace miró a la Inquisidora con asombro.

—¿Ahora?

Ella le puso la mano sobre el brazo.

—Ahora.

—Está loca.

Jace miró a lo largo del barco. Parecía una reproducción del Infierno de El Bosco. La oscuridad estaba repleta de demonios que avanzaban pesadamente, que aullaban, que graznaban y que atacaban con zarpas y dientes. Los nefilim iban de un lado a otro con sus armas brillando en la oscuridad, pero Jace podía ver ya que no había suficientes cazadores de sombras. De ningún modo eran suficientes.

—Ni hablar... Estamos en medio de una batalla...

La huesuda mano de la Inquisidora era sorprendentemente fuerte.

—Ahora.

Le empujó, y él dio un paso atrás, demasiado sorprendido para hacer nada más, y luego otro, hasta que estuvieron en el hueco de una pared. La mujer soltó a Jace y se palpó los pliegues de la oscura capa, extrayendo dos cuchillos serafín. Musitó sus nombres, y luego varias palabras que Jace no conocía, y los arrojó a la cubierta, a cada lado de él. Se clavaron de punta, y una única cortina de luz azul blanquecino surgió de ellos, creando un muro que aislaba a Jace y a la Inquisidora del resto del barco.

—¿Me está volviendo a encerrar? —quiso saber Jace, mirando a la mujer con incredulidad.

—Esto no es una Configuración Malachi. Puedes salir de ella si quieres. —Sus finas manos se entrelazaron con fuerza—. Jonathan...

—Quiere decir Jace.

Él ya no veía la batalla más allá del muro de luz blanca, pero seguía oyendo sus sonidos; los gritos y el aullar de los demonios. Si volvía la cabeza podía vislumbrar una pequeña sección del océano centelleando luminoso como diamantes desperdigados sobre la superficie de un espejo. Había alrededor de una docena de embarcaciones allí abajo, los elegantes trimaranes de múltiples cascos que se usaban en los lagos de Idris. Embarcaciones de cazadores de sombras.

—¿Qué hace aquí, Inquisidora? ¿Por qué ha venido?

—Tú tenías razón —repuso ella—. Sobre Valentine. No ha querido hacer el intercambio.

—Le dijo que me dejara morir. —Jace se sintió repentinamente mareado.

—En cuanto rehusó, desde luego, reuní al Cónclave y les traje aquí. Te... te debo a ti y a tu familia una disculpa.

—Tomo nota —dijo él, que odiaba las disculpas—. ¿Alec e Isabelle? ¿Están aquí? ¿No se les castigará por ayudarme?

—Están aquí, y no, no se les castigará. —Todavía le miraba fijamente, escudriñándole con los ojos—. No puedo comprender a Valentine —dijo—. Que a un padre no le importe la vida de su hijo, su único hijo...

—Sí—repuso Jace; le dolía la cabeza y deseó que la mujer callase, o que un demonio les atacase—. Es una cuestión intrincada, ya lo creo.

—Amenos...

Jace la miró sorprendido.

—A menos que ¿qué?

Ella le dio en el hombro con un dedo.

—¿De cuándo es esto?

Jace bajó la mirada y vio que el veneno del demonio araña le había abierto un agujero en la camiseta, que le dejaba buena parte del hombro izquierdo al descubierto.

—¿La camiseta? De Macy's. Rebajas de invierno.

—La cicatriz. Esta cicatriz, aquí en el hombro.

—Ah, eso. —A Jace le sorprendió la intensidad de su mirada—. No estoy seguro. Algo que sucedió cuando yo era muy pequeño, según dijo mi padre. Un accidente de alguna clase. ¿Por qué?

La Inquisidora siseó a través de los dientes apretados.

—No puede ser —murmuró—. Tú no puedes ser...

—Yo no puedo ser ¿qué?

Había una nota de incertidumbre en la voz de la mujer.

—Todos estos años —continuó—, mientras te hacías mayor... ¿realmente pensabas que eras el hijo de Michael Wayland...?

Una furia intensa recorrió a Jace, convertida en más dolorosa por la diminuta punzada de decepción que la acompañó.

—Por el Ángel —escupió—, ¿me ha arrastrado aparte en medio de la batalla sólo para hacerme las mismas condenadas preguntas otra vez? No me creyó la primera vez y sigue sin creerme. Jamás me creerá, a pesar de todo lo que ha sucedido, incluso aunque todo lo que le dije era la verdad. —Señaló con un dedo en dirección a lo que sucedía al otro lado del muro de luz—. Yo debería estar ahí fuera peleando. ¿Por qué me mantiene aquí? ¿Para que cuando todo esto acabe, si todavía seguimos vivos, pueda ir a la Clave y contarles que no quise pelear en su bando contra mi padre? Buen intento.

Ella había palidecido aún más de lo que él había pensado posible.

—Jonathan, no es eso lo que yo...

—¡Mi nombre es Jace! —gritó él.

La Inquisidora reculó, con la boca entreabierta, como si aún estuviese a punto de decir algo. Jace no quiso oírlo. Pasó por su lado muy digno, casi derribándola, y pateó uno de los cuchillos serafín de la cubierta. Éste cayó y la pared de luz desapareció.

Al otro lado reinaba el caos. Formas oscuras pasaban veloces de un lado a otro por la cubierta, demonios gateaban sobre cuerpos desplomados, y el aire estaba lleno de humo y gritos. Se esforzó por ver a alguien conocido en la refriega. ¿Dónde estaba Alec? ¿Isabelle?

—¡Jace! —La Inquisidora corrió tras él, con el rostro contraído por el miedo—. Jace, no tienes una arma, al menos coge...

Se interrumpió cuando un demonio se alzó surgiendo de la oscuridad frente a Jace como un iceberg ante la proa de un barco. No era ninguno que él hubiese visto antes; éste tenía el rostro arrugado y las manos ágiles de un mono enorme, pero también una larga cola recubierta de púas de un escorpión. Los ojos giraban de un lado a otro y eran amarillos. Le siseó por entre dientes afilados como agujas. Antes de que Jace pudiera agacharse, la cola salió disparada al frente con la velocidad de una cobra al atacar. Vio cómo la afilada punta se acercaba a su cara...

Y por segunda vez esa noche, una sombra se interpuso entre él y la muerte. Desenvainando un cuchillo de hoja larga, la Inquisidora se arrojó frente a él, y recibió el aguijón de escorpión en el pecho.

Gritó, pero se mantuvo en pie. La cola del demonio chasqueó hacia atrás, lista para otro golpe... pero el cuchillo de la Inquisidora ya había abandonado la mano, volando directo al blanco. Las runas grabadas en la hoja relucieron mientras hendía la garganta del demonio. Con un siseo, como de aire escapando de un globo pinchado, éste se dobló sobre sí mismo, contrayendo la cola a la vez que se desvanecía.

La Inquisidora se desplomó sobre la cubierta hecha un ovillo. Jace se arrodilló junto a ella y le puso la mano en el hombro, haciéndola volverse sobre la espalda. La parte delantera de su blusa gris se cubría lentamente de sangre. Tenía el rostro flácido y amarillo, y por un momento Jace pensó que ya estaba muerta.

—¿Inquisidora? —Era incapaz de pronunciar su nombre de pila, ni siquiera en aquel momento.

Los ojos de la mujer se abrieron con un pestañeo. El blanco empezaba ya a perder brillo. Con un gran esfuerzo le hizo una seña para que se acercara a ella. Jace se inclinó, lo bastante cerca para oírla susurrarle a la oreja, susurrarle con su último aliento...

—¿Qué? —preguntó Jace, perplejo—. ¿Qué significa eso?

No hubo respuesta. La Inquisidora se había desplomado hacia atrás sobre la cubierta, los ojos muy abiertos y fijos, la boca curvada en lo que casi parecía una sonrisa.

Jace se sentó hacia atrás sobre los talones, petrificado y con la mirada fija. Estaba muerta. Muerta debido a él.

Algo le agarró por la parte posterior de la camiseta y tiró de él para ponerle en pie. Jace se llevó una mano al cinturón, recordó que estaba desarmado, giró en redondo y se encontró con un familiar par de ojos azules que le contemplaban con total incredulidad.

—Estás vivo —exclamó Alec; dos cortas palabras, pero cargadas de sentimiento.

El alivio resultaba evidente en su rostro, igual que el cansancio. A pesar de la frialdad del aire, tenía los cabellos negros pegados a las mejillas y la frente debido al sudor. Ropas y piel estaban surcadas de sangre y había un largo desgarrón en la manga de la chaqueta acorazada, como si algo irregular y afilado la hubiese rasgado. Asía un guisarme ensangrentado con la mano derecha y el cuello de la camiseta de Jace con la izquierda.

—Parece que sí —admitió Jace—. Sin embargo, no será así durante mucho tiempo si no me das un arma.

Con una veloz mirada a su alrededor, Alec soltó a Jace, sacó un cuchillo serafín del cinturón y se lo pasó.

—Toma —dijo—. Se llama Samandiriel.

Jace apenas acababa de agarrar el arma cuando un demonio drevak de mediano tamaño correteó hacia ellos, chirriando imperiosamente. Jace alzó a Samandiriel, pero Alec ya había despachado a la criatura con una estocada de su guisarme.

—Bonita arma —dijo Jace, pero Alec miraba más allá de él, a la figura gris caída sobre la cubierta.

—¿Es ésa la Inquisidora? ¿Está...?

—Está muerta —afirmó Jace.

Alec apretó la mandíbula.

—¡En buena hora! ¿Cómo ha sido?

Jace iba a responder cuando le interrumpió un sonoro grito de «¡Alec!» ¡Jace!». Era Isabelle, que corría hacia ellos por entre el hedor y el humo. Llevaba una ajustada chaqueta oscura manchada de sangre amarillenta. Cadenas de oro adornadas con amuletos en forma de runas le rodeaban las muñecas y los tobillos, y llevaba el látigo enroscado a ella igual que una red de alambre de electro.

Extendió los brazos.

—Jace, pensábamos...

—No. —Algo hizo que Jace retrocediera, rehuyendo su contacto—. Estoy cubierto de sangre, Isabelle. No lo hagas.

Una expresión herida pasó por el rostro de la joven.

—Pero todos te hemos estado buscando... Mamá y papá han...

—¡Isabelle! —chilló Jace, pero era demasiado tarde. Un demonio araña enorme se alzó sobre las patas traseras detrás de ella, lanzando veneno amarillo desde los colmillos.

Isabelle chilló cuando el veneno la alcanzó, pero el látigo salió disparado con cegadora velocidad, cortando al demonio en dos. Éste cayó pesadamente a la cubierta en dos pedazos, luego desapareció.

Jace corrió hacia Isabelle justo cuando ésta se desplomaba. El látigo se le escurrió de la mano mientras él la cogía, acunándola torpemente contra él. Pudo ver cuánta cantidad del veneno la había alcanzado. Éste había salpicado principalmente la chaqueta, pero un poco le había alcanzado la garganta, y ahí la piel ardía y chisporroteaba. De un modo apenas audible, la muchacha gimoteó; Isabelle, que jamás demostraba dolor.

—Dámela a mí.

Era Alec, que soltaba ya su arma mientras corría a ayudar a su hermana. Tomó a Isabelle de los brazos de Jace y la depositó con cuidado sobre la cubierta. Arrodillándose junto a ella, estela en mano, alzó los ojos hacia Jace.

—Contén cualquier cosa que venga mientras la curo.

Jace no podía apartar los ojos de Isabelle. La sangre manaba abundantemente del cuello y caía sobre la chaqueta, empapándole el cabello.

—Tenemos que sacarla de este barco —dijo con voz ronca—. Si se queda aquí...

—¿Morirá? —Alec pasaba la punta de su estela tan delicadamente como podía sobre la garganta de su hermana—. Todos vamos a morir. Son demasiados. Nos están masacrando. La Inquisidora merecía morir por esto; esto es culpa suya.

—Un demonio scorpios intentó matarme —explicó Jace, preguntándose por qué lo decía, por qué defendía a alguien a quien odiaba—. La Inquisidora se colocó en medio. Me ha salvado la vida.

—¿De verdad? —El asombro era evidente en la voz de Alec—. ¿Por qué?

—Imagino que decidió que yo era digno de ser salvado.

—Pero ella siempre... —Alec se interrumpió, la expresión cambiando a una de alarma—. Jace, detrás de ti... dos...

Jace giró en redondo. Se acercaban dos demonios: un rapiñador, con el cuerpo parecido al de un caimán, los dientes serrados y la cola de escorpión enroscándose por encima del lomo, y un drevak, con la pálida carne de gusano reluciendo a la luz de la luna. Jace oyó cómo Alec, detrás de él, inhalaba asustado; luego Samandiriel abandonó su mano, abriendo una senda plateada en el aire. Rebanó la cola del rapiñador justo por debajo del saco de veneno, al final del largo aguijón.

El rapiñador aulló. El drevak volvió la cabeza, confuso... y el saco de veneno le alcanzó directamente el rostro. El saco se rompió, empapando de veneno al drevak. Éste emitió un único alarido incomprensible y se desplomó con la cabeza corroída hasta el hueso. Sangre y veneno salpicaron la cubierta al mismo tiempo que el drevak desaparecía. El rapiñador, con sangre manándole a borbotones del muñón que era la cola, se arrastró unos pocos pasos más antes de desaparecer también.

Jace se inclinó y recogió a Samandiriel con cuidado. La cubierta de metal chisporroteaba aún allí donde el veneno del rapiñador se había derramado sobre ella, abriéndole diminutos agujeros que se iban agrandando.

—Jace. —Alec estaba de pie, sosteniendo a una pálida Isabelle, que se acababa de levantar—. Tenemos que sacar a mi hermana de aquí.

—Perfecto —replicó Jace—. Tú sácala de aquí. Yo voy a ocuparme de eso.

—¿De qué? —preguntó Alec, desconcertado.

—De eso —volvió a decir Jace, y señaló.

Algo iba hacia ellos por entre el humo y las llamas, algo enorme, jorobado y sólido. De lejos parecía ya cinco veces más grande que cualquier otro demonio del barco, con el cuerpo acorazado y numerosas extremidades terminadas en una garra quitinosa afilada como una púa. Las patas eran de elefante, enormes y con pies de dedos separados. Tenía la cabeza de un mosquito gigante incluidos los ojos de insecto y la trompa colgante rojo sangre para alimentarse.

Alec inhaló con fuerza.

—¿Qué diablo es? —preguntó.

Jace pensó durante un momento.

—Uno grande —dijo finalmente—. Mucho.

—Jace...

Éste volvió la cabeza y miró a Alec, y luego a Isabelle. Algo en su interior le dijo que ésta podría muy bien ser la última vez que los viera, y sin embargo seguía sin sentir miedo, no por su persona. Quiso decirles algo, tal vez que les quería, que cualquiera de ellos valía más para él que mil Instrumentos Mortales y el poder que pudieran conferir. Pero las palabras no quisieron salir.

—Alec —se oyó decir—, lleva a Isabelle a la escala ahora o todos nosotros moriremos.

Alec le miró a los ojos y le sostuvo la mirada por un instante. Luego asintió y empujó a Isabelle, que seguía protestando, hacia la barandilla. La ayudó a subir a ella y luego a pasar al otro lado, y con un alivio inmenso Jace vio cómo la oscura cabeza de la joven desaparecía a medida que empezaba a descender por la escala.

«Y ahora tú, Alec —pensó—. Vete.»

Pero su amigo no se iba. Isabelle, fuera de la vista en aquellos momentos, lanzó un grito agudo de protesta cuando su hermano volvió a bajar de un salto de la barandilla sobre la cubierta del barco. El guisarme de Alec descansaba sobre la cubierta donde lo había dejado caer; lo asió entonces y avanzó para colocarse junto a Jace y enfrentarse al demonio que se aproximaba.

No consiguió llegar tan lejos. El demonio, que se le venía encima a Jace, efectuó un repentino viraje y fue hacia Alec con la ensangrentada trompa chasqueando a un lado y a otro ávidamente. Jace se volvió para cubrir a Alec, pero la cubierta de metal sobre la que estaba, podrida por el veneno, se hundió bajo él. El pie atravesó la plancha de acero, y Jace cayó violentamente sobre la cubierta.

Alec tuvo tiempo de chillar el nombre de Jace antes de que el demonio se abalanzara sobre él. Alec lo acuchilló con el guisarme, hundiendo profundamente el extremo afilado del arma en la carne del demonio. La criatura se echó hacia atrás profiriendo un sobrecogedor alarido humano mientras que una sangre negra comenzaba a brotar a chorros de la herida. Alec retrocedió alargando la mano para coger otra arma justo cuando la garra del demonio le alcanzó con un trallazo, derribándole al suelo. Entonces, la trompa de la criatura se enroscó a su alrededor.

Isabelle chillaba. Jace forcejeó desesperadamente para sacar la pierna del agujero de la cubierta; afilados bordes de metal se le clavaron cuando consiguió liberarse de un tirón y se incorporó tambaleante.

Alzó a Samandiriel. Una potente luz, brillante como una estrella fugaz, surgió del cuchillo serafín. El demonio reculó emitiendo un quedo siseo. Relajó la presión sobre Alec, y por un momento, Jace pensó que tal vez fuera a soltarle. Entonces la criatura echó la cabeza hacia atrás con repentina y sobrecogedora rapidez y lanzó a Alec con una fuerza descomunal. Éste chocó contra la cubierta que la sangre volvía resbaladiza, patinó sobre ella... y cayó, con un único grito ronco, por el costado del barco.

Isabelle chillaba a todo pulmón el nombre de su hermano; sus alaridos eran como púas que se clavaban en los oídos de Jace. Samandiriel seguía llameando en su mano. La luz del arma iluminó al demonio, que avanzaba majestuoso hacia él con una mirada de insecto brillante y rapaz, pero lo único que Jace podía ver era a Alec; a Alec cayendo por el costado del barco, a Alec ahogándose en las negras aguas. Le pareció sentir el sabor del agua marina en la boca, o quizá fuera sangre. El demonio estaba casi sobre él; alzó a Samandiriel y lo arrojó. El demonio chilló con un sonido agudo y angustiado. Y entonces la cubierta cedió bajo Jace con un escalofriante chirrido de metal y el muchacho cayó a la oscuridad.

Dies irae

—Te equivocas —dijo Clary, pero su voz carecía de convicción—. No sabes nada sobre mí o Jace. Simplemente intentas...

—¿Qué? Intento llegar hasta ti, Clarissa. Hacerte comprender.

No había ningún sentimiento en la voz de Valentine que Clary pudiera detectar más allá de una leve diversión.

—Te estás riendo de nosotros. Crees que puedes utilizarme para hacer daño a Jace, así que te ríes de nosotros. Ni siquiera estás enojado —añadió—. Un auténtico padre estaría enojado.

—Soy un auténtico padre. La misma sangre que corre por mis venas corre por las tuyas.

—Tú no eres mi padre. Luke lo es —replicó Clary, casi con voz cansina—. Ya hemos hablado de esto.

—Sólo consideras a Luke como tu padre por su relación con tu madre...

—¿Su relación? —Clary lanzó una sonora carcajada—. Luke y mi madre son amigos.

Por un momento estuvo segura de que veía pasar una expresión de sorpresa por el rostro de Velentine. «Pero ¿es eso verdad?», fue todo lo que él dijo.

—¿Realmente crees que él soportó todo esto... —añadió luego—, Lucian, quiero decir..., esta vida de silencio y de ocultarse y huir, esta devoción a la protección de un secreto que ni siquiera él comprendía por completo, simplemente por amistad? A tu edad, sabes muy poco sobre la gente, Clary, y menos sobre los hombres.

—Puedes hacer todas las insinuaciones sobre Luke que desees. No servirá de nada. Estás equivocado respecto a él, igual que te equivocas con Jace. Tienes que darle a todo el mundo motivos egoístas para lo que hacen, porque sólo eres capaz de comprender motivos egoístas.

—¿Es eso lo que sería si él amara a tu madre? ¿Egoísta? —preguntó Valentine—. ¿Qué hay del interesado en el amor, Clarissa? ¿O es que tú sientes, en lo más profundo, que tu precioso Lucian no es ni realmente humano ni realmente capaz de sentimientos como los comprenderíamos nosotros...?

—Luke es tan humano como lo soy yo —le echó en cara ella—. Tú sólo eres un fanático.

—Claro que no —replicó Valentine—. Soy cualquier cosa excepto eso. —Se le acercó un poco más, y ella fue a colocarse frente a la Espada, ocultándola a sus ojos—. Piensas así de mí porque me miras a mí y a lo que hago a través de la lente de tu comprensión mundana del mundo. Los mundanos crean distinciones entre ellos mismos, distinciones que parecen ridículas a cualquier cazador de sombras. Sus distinciones están basadas en la raza, la religión, la identidad nacional, en cualquiera de una docena de indicadores menores e irrelevantes. Para los mundanos estas distinciones parecen lógicas, pues aunque no pueden ver, comprender o reconocer la existencia de los mundos demoníacos, enterrada aún en algún lugar de sus antiquísimos recuerdos, poseen la información de que deambulando por esta tierra hay seres que son «distintos», que no pertenecen aquí, y cuya única intención es hacer daño y destruir. Puesto que la amenaza de los demonios es invisible para los mundanos, éstos deben asignar la amenaza a otros de su propia especie. Colocan el rostro de su enemigo sobre el rostro del vecino, y de este modo quedan aseguradas generaciones de sufrimiento. —Dio otro paso hacia ella y Clary retrocedió instintivamente; su cuerpo tocaba ya el baúl—. Yo no soy así —siguió él—. Yo puedo ver la verdad. Los mundanos ven como a través de un espejo, oscuramente, pero los cazadores de sombras... nosotros vemos cara a cara. Conocemos la verdad del mal y sabemos que, si bien anda entre nosotros, no es algo nuestro. A lo que no pertenece a nuestro mundo no se le debe permitir echar raíces aquí, crecer como una flor venenosa y extinguir toda vida.

Clary había tenido la intención de ir a por la Espada y luego a por Valentine, pero sus palabras la impresionaron. Tenía una voz tan suave, tan persuasiva, y también ella pensaba que a los demonios no se les debía permitir que permanecieran en la tierra para consumirla y convertirla en cenizas como ya habían consumido tantos otros mundos... Casi tenía sentido lo que él decía, pero...

—Luke no es un demonio —afirmó.

—Me da la impresión, Clarissa —repuso Valentine—, de que has tenido muy poca experiencia sobre lo que es y no es un demonio. Has conocido a unos pocos subterráneos que te han parecido muy amables, y es a través de la lente de su amabilidad que miras el mundo. Los demonios, para ti, son criaturas espantosas que saltan de la oscuridad para desgarrar y matar. Y existen tales criaturas. Pero también existen demonios profundamente sutiles que saben ocultarse muy bien, demonios que deambulan entre humanos sin ser reconocidos y sin que se les ponga trabas. Sin embargo les he visto hacer cosas tan atroces que sus colegas demonios parecían delicadas criaturas en comparación. Conocí a un demonio en Londres que se hacía pasar por un poderoso financiero. Jamás estaba solo, así que me resultó difícil acercarme lo suficiente para matarlo, aunque yo sabía lo que era. Hacía que sus sirvientes le llevaran animales y niños pequeños; cualquier cosa que fuese pequeña e indefensa...

—Para. —Clary se llevó las manos a los oídos—. No quiero oírlo.

Pero la voz de Valentine siguió con su perorata, inexorable, amortiguada, pero no inaudible.

—Los devoraba despacio, a lo largo de muchos días. Tenía sus trucos, sus modos de mantenerlos con vida en medio de las peores torturas imaginables. Si puedes imaginar a un niño intentando arrastrarse hacia ti con la mitad del cuerpo arrancado...

—¡Para! —Clary apartó violentamente las manos de las orejas—. ¡Es suficiente, suficiente!

—Los demonios se alimentan de muerte, dolor y locura —continuó Valentine—. Cuando yo mato, es porque debo. Tú has crecido en un paraíso falsamente hermoso, rodeado de frágiles paredes de cristal, hija mía. Tu madre creó el mundo en el que quería vivir y te crió en él, pero jamás te contó que todo era una ilusión. Y todo el tiempo los demonios aguardaban, con sus armas de sangre y terror, para hacer añicos el cristal y liberarte de la mentira.

—Tú hiciste pedazos esas paredes —musitó Clary—. Fuiste tú quien me arrastró a todo esto. Nadie más que tú.

—¿Y el cristal que te cortó, el dolor que sentiste, la sangre? ¿Me culpas también por eso? No fui yo quien te metió en la prisión.

—Para. Deja ya de hablar.

A Clary le zumbaba la cabeza. Quería gritarle: «¡Tú secuestraste a mi madre, tú lo hiciste, es culpa tuya!». Pero había empezado a ver lo que Luke había querido decir al indicar que no se podía discutir con Valentine. De algún modo, éste había hecho que le fuera imposible estar en desacuerdo con él sin sentir que estaba defendiendo a demonios que partían a niños a mordiscos. Se preguntó cómo lo había soportado Jace todos aquellos años, viviendo a la sombra de aquella personalidad exigente y abrumadora. Empezó a ver de dónde provenía la arrogancia de Jace, la arrogancia y las emociones cuidadosamente controladas.

El borde del pequeño baúl se le estaba clavando en la parte posterior de las piernas. Podía sentir el frío que emanaba de la Espada, que hacía que los pelos del cogote se le erizaran.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó a Valentine.

—¿Qué te hace pensar que quiero algo de ti?

—No estarías charlando conmigo de lo contrario. Me habrías dado un porrazo en la cabeza y estarías esperando para... para llevar a cabo cualquiera que sea el siguiente paso después de esto.

—El siguiente paso —respondió él— es que tus amigos cazadores de sombras te localicen y que yo les diga que si quieren recuperarte con vida tendrán que cambiar a la chica loba por ti. Todavía necesito su sangre.

—¡Jamás me cambiarán por Maia!

—Ahí es donde te equivocas —replicó Valentine—. Conocen el valor de un subterráneo comparado con el de un niño cazador de sombras. Harán el trueque. La Clave lo exige.

—¿La Clave? ¿Quieres decir... que es parte de la Ley?

—Codificada en su existencia misma —repuso él—. Ahora ¿lo ves? No somos tan diferentes, la Clave y yo, o Jonathan y yo, o incluso tú y yo, Clarisa. Simplemente tenemos un pequeño desacuerdo respecto al método. —Sonrió y se adelantó para recorrer el espacio que mediaba entre ellos.

Moviéndose con más rapidez de la que se había creído capaz, Clary llevó la mano detrás de ella y agarró la Espada. Era tan pesada como había pensado que sería, tan pesada que casi perdió el equilibrio. Extendiendo una mano para estabilizarse, la alzó y apuntó con la hoja a Valentine.


La caída de Jace finalizó abruptamente cuando se golpeó contra una dura superficie de metal con la fuerza suficiente como para que le castañetearan los dientes. Tosió, notando el sabor a sangre en la boca, y se incorporó penosamente.

Estaba de pie sobre una pasarela de metal pintada de un verde apagado. El interior del barco estaba hueco; era una enorme cámara resonante de metal con oscuras paredes que se curvaban hacia fuera. Al mirar arriba, Jace pudo ver un diminuto pedazo de cielo estrellado a través del agujero humeante del casco, que quedaba a bastante altura.

El vientre del barco era un laberinto de pasarelas y escalas que parecían no conducir a ninguna parte, retorciéndose unas sobre otras como las tripas de una serpiente gigante. Hacía un frío glacial. Jace pudo ver cómo el aliento le surgía en blancas volutas al espirar. Había muy poca luz. Entrecerró los ojos para ver en las sombras; luego metió la mano en el bolsillo para sacar su piedra—runa de luz mágica.

Su resplandor blanco iluminó la penumbra. La pasarela era larga, con una escala en el extremo opuesto que descendía a un nivel inferior. Mientras Jace iba hacia ella, algo centelleó a sus pies.

Se inclinó. Era una estela. No pudo evitar mirar fijamente a su alrededor, casi como si esperara que alguien se materializara surgiendo de las sombras; ¿cómo demonios había ido a parar allí abajo una estela de cazador de sombras? La recogió con cuidado. Todas las estelas poseían una especie de aura, una huella fantasmal de la personalidad del propietario. Aquélla le produjo una sacudida de doloroso reconocimiento. Clary.

Una repentina risa queda rompió el silencio. Jace se volvió en redondo, mientras se metía la estela en el cinturón. Bajo el resplandor de la luz mágica, distinguió una figura oscura al final de la pasarela. El rostro quedaba oculto en la sombra.

—¿Quién anda ahí? —llamó.

No hubo respuesta, únicamente la sensación de que alguien se reía de él. Jace se llevó automáticamente la mano al cinto, pero había soltado el cuchillo serafín al caer. Se había quedado sin armas.

Pero ¿qué le había enseñado su padre siempre? Usada correctamente, casi cualquier cosa podía ser un arma. Avanzó despacio hacia la figura, los ojos asimilando los distintos detalles de lo que lo rodeaba: un travesaño al que podía agarrarse para balancearse y lanzar patadas; un saliente retorcido de metal roto contra el que podía lanzar a un adversario, perforándole la columna vertebral. Todos aquellos pensamientos pasaron por su mente en una fracción de segundo, la única fracción de segundo antes de que la figura del final de la pasarela se volviera, con los blancos cabellos brillando bajo la luz mágica, y Jace le reconociera.

Jace se detuvo en seco.

—¿Padre? ¿Eres tú?


Lo primero que notó Alec fue el frío glacial. Lo segundo fue que no podía respirar. Intentó inspirar aire y su cuerpo se convulsionó. Se sentó muy erguido, expulsando sucia agua de río de los pulmones en un amargo vómito que hizo que diera arcadas y se atragantase.

Finalmente pudo respirar, aunque parecía que le ardieran los pulmones. Jadeando, miró a su alrededor. Estaba sentado en una plataforma de metal de chapa... no, estaba en la parte trasera de una camioneta. Una camioneta, que flotaba en medio del río. De los cabellos y la ropa le chorreaba agua helada. Y Magnus Bañe estaba sentado frente a él, contemplándole con ambarinos ojos felinos que brillaban en la oscuridad.

Los dientes empezaron a castañetearle.

—¿Qué... qué ha pasado?

—Intentaste beberte el East River —respondió Magnus, y Alec vio, como si fuera por primera vez, que las ropas de Magnus también estaban empapadas y se pegaban al cuerpo como una segunda y oscura piel—. Te he sacado.

A Alec le martilleaba la cabeza. Se palpó el cinturón en busca de la estela, pero había desaparecido. Intentó recordar: el barco, invadido de demonios; Isabelle que caía y Jace agarrándola; sangre por todas partes, el demonio que atacaba...

—¡Isabelle! Estaba descendiendo cuando caí...

—Está perfectamente. Ha conseguido llegar a una embarcación. La he visto. —Magnus alargó la mano para tocar la cabeza de Alec—. Tú, por otra parte, podrías padecer una conmoción cerebral.

—Tengo que regresar a la batalla. —Alec le apartó la mano—.

Eres un brujo. ¿No puedes, no sé, hacer que vuele de vuelta al barco o algo y arreglar lo de mi conmoción al mismo tiempo?

Magnus, con la mano todavía extendida, se recostó contra el costado de la plataforma de la camioneta. A la luz de las estrellas, sus ojos eran esquirlas de color verde y dorado, duras y planas como gemas.

—Lo siento —se disculpó Alec, al notar cómo habían sonado sus palabras, aunque seguía sintiendo que Magnus debería darse cuenta de que llegar al barco era lo más importante—. Sé que no tienes que ayudarnos... Es un favor...

—Para. Yo no te hago favores, Alec. Yo hago cosas por ti porque...., bueno, ¿por qué crees que las hago?

Algo se alzó en la garganta del muchacho, interrumpiendo su respuesta. Era siempre así cuando estaba con Magnus. Era como si una burbuja de dolor o pesar habitara dentro de su corazón, y cuando quería decir algo, cualquier cosa que parecía importante o cierta, se alzaba y ahogaba las palabras.

—Tengo que regresar al barco —repitió, finalmente.

Magnus parecía demasiado cansado para sentirse siquiera enojado.

—Te ayudaría —repuso—. Pero no puedo. Despojar al barco de las salvaguardas protectoras ya ha sido bastante terrible..., es un hechizo poderoso, muy poderoso, con una base demoníaca..., pero cuando has caído, he tenido que colocar a toda prisa un hechizo en la furgoneta para que no se hundiera si yo perdía el conocimiento. Y perderé el conocimiento, Alec. Es sólo cuestión de tiempo. —Se pasó una mano por los ojos—. No quería que te ahogaras —murmuró—. El hechizo debería durar lo suficiente para que consigas llevar la camioneta de vuelta a tierra.

—No... me he dado cuenta.

Alec miró a Magnus, que tenía trescientos años, pero que siempre había parecido intemporal, como si hubiese dejado de envejecer alrededor de los diecinueve años. En aquellos momentos tenía marcadas arrugas en la piel que le rodeaba ojos y boca. El pelo que le colgaba lacio sobre la frente y los hombros hundidos no formaban parte de su acostumbrada postura despreocupada, sino que reflejaban su absoluto agotamiento.

Alec extendió las manos. Bajo la luz de la luna, se veían pálidas y arrugadas por el agua y salpicadas de docenas de cicatrices plateadas. Magnus las contempló, y luego contempló a Alec, con la confusión ensombreciéndole la mirada.

—Cógeme las manos —ofreció Alec—. Y coge también mi energía. La que necesites... para seguir funcionando.

Magnus no se movió.

—Pensaba que tenías que regresar al barco.

—Tengo que pelear —respondió él—. Pero eso es lo tú estás haciendo, ¿verdad? Participas en la pelea tanto como los cazadores de sombras que hay en el barco... y sé que puedes coger parte de mi energía, he oído hablar de brujos que lo han hecho... así que te la ofrezco. Tómala. Es tuya.


Valentine sonrió. Lucía su coraza negra y unos guanteletes que brillaban como los caparazones de negros insectos.

—Hijo mío.

—No me llames así —replicó Jace, y luego, notando que le empezaban a temblar las manos añadió—: ¿Dónde está Clary?

Valentine seguía sonriendo.

—Me desafió —respondió—. Tuve que darle una lección.

—¿Qué le has hecho?

—Nada. —Valentine se acercó más a Jace, lo bastante cerca para tocarle de haber alargado la mano; no lo hizo—. Nada de lo que no vaya a recuperarse.

Jace cerró el puño con fuerza para que su padre no lo viera temblar.

—Quiero verla.

—¿De veras? ¿Con todo esto en marcha? —Valentine echó un vistazo hacia lo alto, como si pudiese ver a través del casco del barco la carnicería que tenía lugar en la cubierta—. Yo habría pensado que querrías estar combatiendo con el resto de tus amigos cazadores de sombras. Es una lástima que sus esfuerzos sean vanos.

—Eso no lo sabes.

—Sí lo sé. Por cada uno de ellos, puedo invocar a un millar de demonios. Ni siquiera los mejores nefilim pueden resistir ante tal desventaja. Como en el caso —añadió— de la pobre Imogen.

—¿Cómo sabes...?

—Veo todo lo que sucede en mi barco. —Los ojos de Valentine se entrecerraron—. Sabes que es culpa tuya que muriera, ¿verdad?

Jace inspiró con fuerza. Sentía que el corazón le martilleaba como si quisiera saltarle fuera del pecho.

—De no ser por ti, ninguno de ellos habría venido al barco —continuó Valentine—. Creían que te estaban rescatando, ya sabes. Si sólo se hubiese tratado de los dos subterráneos, no se habrían molestado.

Jace casi lo había olvidado.

—Simon y Maia...

—Bueno, están muertos. Los dos. —El tono de Valentine era despreocupado, incluso indulgente—. ¿Cuántos tienen que morir, Jace, antes de que veas la verdad?

Jace sintió como si tuviera la cabeza llena de un remolino de humo. El hombro le ardía de dolor.

—Ya hemos tenido esta conversación. Estás equivocado, padre. Tal vez puedas estar en lo cierto respecto a demonios, incluso puede que tengas razón sobre la Clave, pero éste no es el modo...

—Me refiero —le interrumpió Valentine— a ¿cuándo te darás cuenta de que eres igual que yo?

A pesar del frío, Jace había empezado a sudar.

—¿Qué?

—Tú y yo somos iguales —respondió Valentine—. Tal y como me dijiste antes, tú eres lo que yo te hice ser, y te convertí en una copia de mí mismo. Tienes mi arrogancia. Tienes mi coraje. Y posees esa cualidad que hace que otros den su vida por ti sin vacilar.

Algo martilleó en el fondo de la mente de Jace. Algo que debería saber, o que había olvidado; el hombro le ardía...

—¡No quiero que la gente dé su vida por mí! —gritó.

—No. Sí que lo quieres. Te gusta saber que Alec e Isabelle morirían por ti. Que tú hermana lo haría. La Inquisidora sí murió por ti, ¿no es así, Jonathan? Y tú te quedaste a un lado y la dejaste...

—¡No!

—Eres igual que yo... No es de extrañar, ¿verdad? Somos padre e hijo, ¿por qué no deberíamos ser iguales?

—¡No!

Con un movimiento veloz Jace tiró del retorcido saliente de metal, que se desprendió de la pared con un resonante chasquido; el borde roto había quedado serrado y muy afilado.

—¡No soy como tú! —chilló, y hundió el saliente de metal en el pecho de su padre.

Valentine abrió la boca y retrocedió tambaleante, con el extremo del trozo de metal sobresaliéndole del pecho. Por un momento, Jace sólo pudo mirarle, pensando: «Me he equivocado... es realmente él...», pero entonces, Valentine pareció plegarse sobre sí mismo, y el cuerpo fue desmoronándose como si fuese arena. El aire se llenó de olor a quemado mientras el cuerpo de Valentine se convertía en cenizas y se dispersaba en el aire helado.

Jace se llevó una mano al hombro. La piel bajo la runa que quitaba el miedo se había consumido; estaba caliente al tacto. Una enorme sensación de debilidad le embargó.

—Agramon —musitó, y cayó de rodillas sobre la pasarela.


Fueron sólo unos pocos instantes los que pasó arrodillado en el suelo mientras el martilleo de su pulso iba aminorando, pero a Jace le pareció una eternidad. Cuando finalmente se levantó, tenía las piernas agarrotadas por el frío y las yemas de los dedos azules. El aire apestaba a quemado, aunque no había ni rastro de Agramon.

Recuperó el pedazo de metal y, agarrándolo con una mano, Jace se encaminó a la escala situada al final de la pasarela. El esfuerzo de descender penosamente sólo con la mano libre le aclaró la cabeza. Saltó del último travesaño encontrándose una segunda pasarela estrecha que discurría a lo largo de la pared de metal de una enorme bodega. Había docenas de otras pasarelas recorriendo las paredes y toda una variedad de tuberías y maquinaria. Se oían estallidos procedentes del interior de las tuberías, y de vez en cuando alguna de ellas soltaba un chorro de lo que parecía vapor, aunque el aire seguía siendo glacial.

«Vaya la que te has montado aquí, padre», pensó Jace. El desnudo interior industrial del barco no encajaba con el Valentine que él conocía, que era muy quisquilloso incluso respecto al tipo de cristal tallado del que estaban hechas sus licoreras. Jace miró alrededor. Lo que había allí abajo era un laberinto; no había modo de saber en qué dirección debía ir. Se volvió para descender por la siguiente escala y advirtió una mancha roja en el suelo de metal.

Sangre. La rascó con la punta de la bota. Todavía estaba húmeda, ligeramente viscosa. Sangre fresca. Se le aceleró el pulso. Recorrido un tramo más de pasarela, vio otra mancha roja, y luego otra un poco más allá, como un rastro de migas de pan en un cuento de hadas.

Jace siguió la sangre, las botas resonando contra la plancha de metal. La pauta que seguían las salpicaduras de sangre era peculiar, no era como si hubiese habido una lucha, sino más bien como si hubiesen transportado a alguien, sangrando, por la pasarela...

Llegó a una puerta. Estaba hecha de metal negro, con abolladuras y muescas aquí y allá. La huella ensangrentada de una mano estaba alrededor del pomo. Asiendo con más fuerza el irregular trozo de metal, Jace empujó la puerta.

Una oleada de aire aún más frío le golpeó. Jace inhaló con fuerza.

La habitación estaba vacía excepto por una tubería de metal que discurría a lo largo de una pared y lo que parecía un montón de arpillera en el rincón. Penetraba un poco de luz a través de un ojo de buey situado muy arriba en la pared. Cuando Jace avanzó con cautela, la luz del ojo de buey cayó sobre el montón del rincón, y el muchacho se dio cuenta de que no era una pila de basura en absoluto, sino un cuerpo.

El corazón de Jace empezó a golpearle en el pecho como una puerta sin cerrar en un vendaval.

El suelo de metal estaba cubierto de sangre pegajosa. Sus botas se soltaban de él con un desagradable sonido de succión mientras cruzaba la habitación e iba a inclinarse junto a la figura hecha un ovillo en el rincón. Un chico moreno vestido con vaqueros y una camiseta azul empapada de sangre.

Jace agarró el cuerpo por el hombro y tiró de él. Éste se volvió, laxo y sin fuerza, los ojos castaños mirando sin vida hacia el techo. Jace sintió un nudo en la garganta. Era Simón, y estaba blanco como el papel. Tenía un feo tajo en la base de la garganta, y también en ambas muñecas, dejando abiertas heridas irregulares.

Jace cayó de rodillas, sujetando aún el hombro de Simón. Pensó con desesperación en Clary en su dolor cuando lo descubriera, en el modo en que le había apretado las manos entre las suyas, con tanta fuerza en aquellos dedos pequeños. «Encuentra a Simón. Sé que lo harás.»

Y lo había hecho. Pero demasiado tarde.

Cuando Jace tenía diez años, su padre le había explicado todos los modos de matar a un vampiro. Clávale una estaca. Córtale la cabeza y préndele fuego igual que a una fantasmagórica calabaza ahuecada. Deja que el sol lo abrase hasta convertirlo en cenizas. O quítale toda la sangre. Necesitaban sangre para vivir, la necesitaban para funcionar, igual que los coches necesitaban gasolina. Contemplando la herida irregular de la garganta de Simón, no era difícil darse cuenta de lo que Valentine había hecho.

Alargó la mano para cerrarle los ojos a Simón. Si Clary tenía que verle muerto, mejor que no lo viera así. Bajó la mano hacia el cuello de la camiseta de Simón, para subírsela y cubrir el corte.

Simon se movió. Los párpados temblaron levemente y se abrieron, los ojos se le quedaron en blanco. Luego emitió un borboteo, un sonido tenue, y echó los labios hacia atrás para mostrar las puntas de unos colmillos de vampiro. La respiración vibró en la garganta acuchillada.

A Jace le ascendió una sensación de náusea por la garganta mientras sus manos se cerraban con más fuerza sobre el cuello de la camiseta de Simón. No estaba muerto. Pero ¡cielos!, el dolor debía de ser increíble. No podía curarse, no podía regenerarse, no sin...

No sin sangre. Jace soltó la camiseta de Simon y se subió la manga derecha con los dientes. Usando el extremo irregular del metal roto, se hizo un profundo corte longitudinal en la muñeca. La sangre afloró a la superficie. Soltó su improvisada arma, que golpeó el suelo con un sonido metálico. Podía oler su propia sangre en el aire, acida y ferrosa.

Bajó la mirada hacia Simón, que no se había movido. La sangre descendía ya por la mano de Jace, y la muñeca le escocía. La sostuvo por encima del rostro de Simón, dejando que el líquido le goteara por los dedos y se derramara sobre la boca del muchacho. No hubo reacción. Simon no se movía. Jace se acercó más; ahora estaba arrodillado sobre él, su aliento lanzando blancas volutas al gélido aire. Se inclinó al frente y presionó la muñeca ensangrentada contra la boca de Simón.

—Bebe mi sangre, idiota —musitó—. Bébela.

Por un momento no sucedió nada. Entonces los ojos de Simon se cerraron con un parpadeo. Jace sintió una punzada aguda en la muñeca, una especie de tirón, una presión fuerte... y la mano derecha de Simon se alzó veloz y fue a cerrarse con firmeza sobre el brazo de Jace, justo por encima del codo. La espalda de Simon se arqueó abandonando el suelo, mientras la presión sobre la muñeca de Jace aumentaba a medida que los colmillos de Simon se hundían más profundamente. Un dolor agudo ascendió por el brazo del cazador de sombras.

—Ya está bien —dijo—. Ya está bien, es suficiente.

Los ojos de Simon se abrieron. Ya no estaban en blanco, los iris marrón oscuro se clavaron en Jace. Había color en las mejillas, un rubor intenso como una fiebre. Los labios estaban ligeramente entreabiertos, los colmillos blancos manchados de sangre.

—¿Simón? —dijo Jace.

Simon se levantó y se movió con una velocidad increíble, derribando a Jace de costado y rodando a continuación sobre él. La cabeza del cazador de sombras golpeó contra el suelo de metal, y los oídos le zumbaron mientras los dientes de Simon se le hundían en el cuello. Se retorció, intentando liberarse, pero los brazos del otro muchacho eran como abrazaderas de hierro, inmovilizándole contra el suelo, con los dedos clavándosele en los hombros.

Pero Simon no le hacía daño, no en realidad, el dolor, que había empezado siendo agudo, fue perdiendo intensidad hasta convertirse en una especie de sorda quemazón, agradable como la quemadura de la estela en ciertas ocasiones. Una somnolienta sensación de paz se abrió paso por las venas de Jace, y éste sintió que los músculos se le relajaban; las manos que habían estado intentando apartar a Simon un momento antes ahora le apretaron más hacia él. Podía sentir el latido de su propio corazón, sentir cómo se aminoraba, el martilleo apagándose para convertirse en un eco más suave. Una oscuridad reluciente penetró furtiva por los bordes de su visión, hermosa y extraña. Jace cerró los ojos...

Y sintió una estocada de dolor en el cuello. Profirió un grito ahogado, y abrió los ojos de golpe. Simon estaba incorporado sobre él, mirándole con ojos muy abiertos, ya la mano sobre su propia boca. Las heridas habían desaparecido, aunque sangre fresca le manchaba la parte delantera de la camiseta.

Jace volvía a sentir el dolor de los hombros magullados, el corte en la muñeca, la garganta perforada. Ya no oía los latidos de su corazón, pero sabía que seguía golpeando en el interior del pecho.

Simon apartó la mano de la boca. Los colmillos ya no estaban.

—Podría haberte matado —exclamó, y había una especie de súplica en la voz.

—Y yo te lo habría permitido —repuso Jace.

Simon le miró fijamente, luego emitió un ruidito gutural. Rodó apartándose de Jace y se quedó arrodillado en el suelo, abrazándose los codos. Jace pudo ver las oscuras venas del muchacho a través de la piel pálida de la garganta, ramificándose en líneas azules y púrpura. Venas llenas de sangre.

«Mi sangre.» Jace se sentó en el suelo. Buscó torpemente su estela. Pasársela por el brazo fue como tirar de una tubería de plomo a través de un campo de rugby. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cuando terminó el iratze, recostó la cabeza contra la pared, respirando penosamente, mientras el dolor le abandonaba a medida que la runa curativa hacía efecto. «Mi sangre en sus venas.»

—Lo siento —se lamentó Simón—. Lo siento mucho.

La runa curativa ya hacía efecto. La cabeza de Jace empezó a despejarse, y el golpeteo del corazón aminoró. Se puso en pie con cuidado, esperando sentir un vahído, pero se sintió únicamente un poco débil y cansado. Simon seguía de rodillas, con la mirada clavada en las manos. Jace le cogió por la parte posterior de la camiseta, izándole.

—Deja de disculparte —dijo, soltando a Simón—. Y ponte en marcha. Valentine tiene a Clary, y no tenemos mucho tiempo.


En cuanto los dedos de Clary se cerraron alrededor de la empuñadura de Maellartach, una aguda descarga helada le recorrió el brazo. Valentine la contempló con una expresión levemente interesada mientras ella lanzaba una exclamación ahogada de dolor cuando los dedos se le quedaron ateridos. La muchacha aferró con desesperación el arma, pero ésta se le resbaló de la mano y cayó estrepitosamente al suelo a sus pies.

Apenas vio moverse a Valentine. Al cabo de un instante, él estaba frente a ella empuñando la Espada. Clary sintió un terrible escozor en la mano. Echó una ojeada y vio que le estaba saliendo un rojo y ardiente verdugón en la palma.

—¿De verdad has pensado —comenzó Valentine, con un dejo de indignación en la voz— que te dejaría acercarte a una arma que pensase que podías usar? —Negó con la cabeza—. No has comprendido ni una palabra de lo que te he dicho, ¿cierto? Parece que de mis dos hijos, sólo uno es capaz de comprender la verdad.

Clary cerró la mano herida, agradeciendo casi el dolor.

—Si te refieres a Jace, él también te odia.

Valentine blandió la Espada, alzándola y colocando la punta a la altura de la clavícula de la muchacha.

—Eso es suficiente —dijo—, por tu parte.

La punta de la Espada era afilada; al respirar, le pinchó la garganta, y un hilillo de sangre le empezó a descender por el pecho. El contacto de la Espada pareció derramar frío por sus venas, enviándole crepitantes partículas de hielo a través de los brazos y las piernas, y entumeciéndole las manos.

—Estropeada por tu educación —continuó Valentine—. Tu madre fue siempre una mujer obstinada. Ésa era una de las cosas que amé de ella al principio. Pensé que se mantendría leal a sus ideales.

Resultaba extraño, pensó Clary con una especie de horror distante, que la vez que había visto a su padre en Renwick, éste había exhibido su considerable carisma personal ante Jace. En esos momentos, no se molestaba en hacerlo, y sin la superficial pátina de encanto, parecía... vacío. Igual que una estatua hueca, con los ojos hundidos para mostrar sólo oscuridad en el interior.

—Dime, Clarissa... ¿te habló alguna vez tu madre de mí?

—Me contó que mi padre estaba muerto.

«No digas nada más —se advirtió a sí misma, pero estaba segura de que él podía leer el resto de las palabras en sus ojos—. Y ojalá hubiese sido cierto.»

—¿Y jamás te dijo que eras diferente? ¿Especial?

Clary tragó saliva, y la punta de la hoja le cortó un poco más profundamente. Más sangre le goteó por el pecho.

—Jamás me dijo que yo era una cazadora de sombras.

—¿Sabes por qué —inquirió Valentine, mirándola por encima de la Espada— me dejó tu madre?

Las lágrimas contenidas le abrasaron la garganta y Clary emitió un sonido estrangulado.

—¿Te refieres a que sólo hubo un motivo?

—Ella me dijo —prosiguió él, como si Clary no hubiese hablado— que yo había convertido a su primer hijo en un monstruo. Me abandonó antes de que pudiera hacer lo mismo con el segundo. Tú. Pero lo hizo demasiado tarde.

El frío en la garganta de Clary, y en sus extremidades, era tan intenso que ya no podía ni tiritar. Era como si la Espada la estuviese convirtiendo en hielo.

—Ella jamás diría eso —musitó Clary—. Jace no es un monstruo. Ni tampoco yo.

—Yo no hablaba de...

La trampilla sobre sus cabezas se abrió con un fuerte golpe, y dos figuras imprecisas se dejaron caer por el agujero, aterrizando justo detrás de Valentine. El primero, advirtió Clary con una sacudida de alivio, era Jace. El chico surcó el aire como una flecha disparada desde un arco, dirigiéndose certera a su blanco. Aterrizó en el suelo con suavidad. Aferraba un largo trozo de metal manchado de sangre en una mano, con el extremo partido en una afilada punta.

La segunda figura aterrizó junto a Jace con la misma ligereza, si bien no con la misma elegancia. Clary vio el contorno de un muchacho más delgado, de cabellos oscuros, y pensó: «Alec». No comprendió quién era hasta que el chico se irguió y reconoció el rostro familiar.

Se olvidó de la Espada, del frío, del dolor en la garganta, se olvidó de todo.

—¡Simón!

Simon miró hacia ella. Los ojos de ambos se encontraron durante apenas un instante, y Clary esperó que él pudiese leer en su rostro su total y abrumadora sensación de alivio. Las lágrimas que habían estado amenazando con brotar comenzaron a salir y se le derramaron por el rostro. No hizo nada para secarlas.

Valentine volvió la cabeza para mirar tras él, y la boca se le desencajó en la primera expresión de sincera sorpresa que Clary había visto jamás en su rostro. Se volvió de cara a Jace y a Simón.

En cuanto la punta de la Espada abandonó la garganta de Clary, el helor desapareció, llevándose todas sus energías con él. La muchacha cayó de rodillas, tiritando de un modo incontrolable, y cuando alzó las manos para secarse las lágrimas del rostro, vio que las yemas de los dedos estaban blancas por el inicio de la congelación.

Jace la miró fijamente con horror, luego miró a su padre.

—¿Qué le has hecho?

—Nada —respondió Valentine, recuperando el control de sí mismo—. Aún.

Ante la sorpresa de Clary, Jace palideció, como si las palabras de su padre le hubiesen horrorizado.

—Soy yo quien debería estar preguntando qué has hecho, Jonathan —continuó Valentine, y aunque habló a Jace, tenía los ojos puestos en Simón—. ¿Por qué sigue vivo? Los vampiros pueden regenerarse, pero no si se quedan con tan poca sangre.

—¿Te refieres a mí? —inquirió Simón.

Clary le miró con sorpresa. Simon sonaba diferente. No como un chiquillo que se insolenta con un adulto; más bien como alguien capaz de enfrentarse a Valentine Morgenstern en igualdad de condiciones.

—Bueno, eso es cierto, me dejaste por muerto. Bien, más muerto aún.

—Cállate. —Jace lanzó una mirada iracunda a Simón; tenía los ojos muy sombríos—. Déjame contestar a mí. —Se volvió hacia su padre—. He dejado que Simon bebiera mi sangre —explicó—. Para salvarlo.

El rostro ya severo de Valentine adquirió una expresión aún más dura, como si los huesos se abrieran paso al exterior a través de la piel.

—¿Has dejado voluntariamente que un vampiro bebiera tu sangre?

Jace pareció vacilar por un momento; dirigió una rápida ojeada a Simón, que estaba mirando a Valentine con una expresión de intenso odio. Luego dijo, con cuidado:

—Sí.

—No tienes ni idea de lo que has hecho, Jonathan —exclamó Valentine en un tono de voz terrible—. Ni idea.

—He salvado una vida —respondió él—. Una que tú intentaste eliminar. Eso sí lo sé.

—No era una vida humana —replicó Valentine—. Resucitaste a un monstruo que no hará más que matar para volver a alimentarse. Su especie está siempre hambrienta...

—Estoy hambriento justo ahora —observó Simón, y sonrió para mostrar que los colmillos habían abandonado sus fundas; los dientes le centellearon blancos y afilados sobre el labio inferior—. No me importaría un poco más de sangre. Desde luego tu sangre probablemente se me atragantaría, ponzoñoso pedazo de...

Valentine lanzó una carcajada.

—Me gustaría verte intentarlo, vampiro —le desafió—. Cuando la Espada—Alma te atraviese, arderás mientras mueres.

Clary vio que los ojos de Jace se posaban en la Espada, y luego en ella. Había una pregunta no formulada en ellos. Rápidamente, dijo:

—La Espada no ha sido convertida —explicó rápidamente—. No del todo. No consiguió la sangre de Maia, así que no pudo finalizar la ceremonia...

Valentine se volvió hacia ella empuñando la Espada, y Clary le vio sonreír. La Espada pareció dar una sacudida en su mano, y a continuación algo la golpeó; fue como ser derribada por una ola, ser abatida y luego alzada en contra de su voluntad y arrojada por los aires. La chica rodó por el suelo, incapaz de detenerse, hasta que golpeó contra el mamparo con dolorosa violencia. Cayó a los pies de Valentine jadeando por la falta de aire y el dolor.

Simon empezó a ir hacia ella a la carrera. Valentine blandió la Espada—Alma y se alzó una cortina de puro fuego que envió a Simon hacia atrás dando traspiés.

Clary se incorporó penosamente sobre los codos. Tenía la boca llena de sangre. Todo le daba vueltas y se preguntó con cuánta violencia se habría golpeado la cabeza y si iba a perder el conocimiento. Usó toda su fuerza de voluntad para mantenerse consciente.

El fuego había desaparecido, pero Simon seguía agazapado en el suelo, aturdido. Valentine le dirigió una breve ojeada, y luego miró a Jace.

—Si matas al vampiro ahora —dijo—, todavía puedes deshacer lo que has hecho.

—No —musitó Jace.

—Coge el arma que empuñas y húndesela en el corazón. —La voz de Valentine era queda—. Un simple gesto. Nada que no hayas hecho antes.

Jace respondió con una mirada impávida a la mirada iracunda de su padre.

—Vi a Agramon —dijo—. Tenía tu cara.

—¿Viste a Agramon? —La Espada—Alma centelleó cuando Valentine avanzó hacia su hijo—. ¿Y sigues vivo?

—Lo he matado.

—¿Has matado al Demonio del Miedo pero no quieres matar a un vampiro, ni siquiera si yo te lo ordeno?

Jace se quedó observando a Valentine con el rostro inexpresivo.

—Es un vampiro, es cierto —repuso—. Pero se llama Simón.

Valentine se detuvo frente a Jace con la Espada—Alma en la mano ardiendo con una cruda luz negra. Clary se preguntó por un aterrado instante si Valentine iría a clavársela a Jace allí mismo, y si Jace pensaba permitírselo.

—¿Debo entender, entonces —inquirió Valentine—, que no has cambiado de idea? ¿Lo que me dijiste cuando viniste a verme la otra vez era tu decisión definitiva o te arrepientes de haberme desobedecido?

Jace meneó lentamente la cabeza. Una mano sujetaba aún el puntal roto, pero la otra mano, la derecha, la tenía en la cintura, sacando algo del cinturón. Sus ojos, no obstante, no abandonaron ni por un momento los de Valentine, y Clary no estaba segura de si Valentine veía lo que él estaba haciendo. Esperó que no.

—Sí —respondió Jace—, lamento haberte desobedecido.

«¡No!» pensó Clary, y el corazón se le cayó a los pies. ¿Acaso se daba por vencido, o quizá pensaba que era el único modo de salvarlos a ella y a Simón?

El rostro de Valentine se dulcificó.

—Jonathan...

—Sobre todo —siguió Jace— porque planeo volver a hacerlo. Justo ahora.

La mano se movió, veloz como el rayo, y algo salió disparado por el aire en dirección a Clary. Cayó a pocos centímetros de ésta, golpeando el metal con un tintineo y rodando a continuación. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

Era la estela de su madre.

Valentine empezó a reír.

—¿Una estela? Jace, ¿es alguna especie de broma? O es que finalmente...

Clary no oyó el resto de lo que dijo; se alzó pesadamente, jadeando por el dolor que le acuchillaba la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la visión se le nubló; alargó una mano temblorosa hacia la estela... y cuando sus dedos la tocaron, oyó una voz dentro de su cabeza, tan clara como si su madre estuviese junto a ella. «Toma la estela, Clary. Úsala. Sabes qué hacer.»

Los dedos de Clary se cerraron con fuerza alrededor de la estela. Se sentó en el suelo, haciendo caso omiso de la oleada de dolor que le recorrió la cabeza y le descendió por la espalda. Era una cazadora de sombras, y el dolor era algo con lo que debía vivir. Vagamente, pudo oír a Valentine pronunciar su nombre, sus pisadas acercándose más... y se arrojó contra el mamparo, alargando al frente la estela con tal fuerza que cuando la punta tocó el metal, le pareció oír el chisporroteo de algo que ardía.

Empezó a dibujar. Como sucedía siempre cuando dibujaba, el mundo se desvaneció y sólo quedaron ella, la estela y el metal sobre el que dibujaba. Recordó haber estado fuera de la celda de Jace murmurando para sí, «Abre, abre, abre», y supo que había empleado toda su energía para crear la runa que había roto las cadenas de Jace. Y comprendió que la energía que había puesto en aquella runa no era ni una décima parte, ni un centésima parte de la energía que estaba poniendo en la que estaba dibujando.

Las manos le ardían y gritó mientras arrastraba la estela por el metal, dejando una gruesa línea negra como el carbón tras ella. «Abre.»

Todo su desaliento, toda su decepción, toda su rabia pasó a través de sus dedos y penetró en la estela y en la runa. «Abre.» Todo su amor, todo su alivio al ver vivo a Simón, toda su esperanza de que todavía podrían sobrevivir. «¡Abre!»

La mano, sosteniendo todavía la estela, le cayó sobre el regazo. Por un momento reinó un silencio total mientras todos ellos, Jace, Valentine, incluso Simón, contemplaban fijamente la runa que ardía sobre el mamparo del buque.

Fue Simon quien habló, volviendo la cabeza hacia Jace.

—¿Qué pone?

Pero fue Valentine quien respondió, sin apartar los ojos de la pared. Tenía una expresión en el rostro... que no era en absoluto la que Clary había esperado, una mezcla de triunfo y espanto, de desesperación y deleite.

—Pone —contestó—: «Mene mene tekel upharsin».

Clary se levantó penosamente.

—Eso no es lo que pone —musitó—. Pone «abre».

Valentine miró a la muchacha a los ojos.

—Clary...

El chillido del metal ahogó sus palabras. La pared sobre la que Clary había dibujado, una pared compuesta de planchas de sólido acero, se combó y se estremeció. Los remaches saltaron de los encajes y chorros de agua penetraron en la habitación.

Clary pudo oír que Valentine gritaba, pero la voz quedó sofocada por los ruidos ensordecedores del metal al ser arrancado a medida que cada clavo, cada tornillo y cada remache que mantenían unido al enorme barco empezaba a soltarse de sus sujeciones.

Intentó correr hacia Jace y Simón, pero cayó de rodillas cuando otra oleada de agua penetró por el agujero de la pared, cada vez más grande. Esta vez la ola la derribó, y el agua helada la empujó hacia abajo. En algún lugar, Jace gritaba su nombre, la voz tronaba desesperada por encima de los chirridos del barco. Ella gritó su nombre sólo una vez antes de verse arrastrada al río a través del irregular agujero del mamparo.

Se agitó y pateó en las aguas negras. La atenazó el terror a la oscuridad total y a las profundidades del río, a los millones de toneladas de agua que la rodeaban, que presionaban sobre ella, arrebatándole el aire de los pulmones. No sabía dónde estaba la superficie ni en qué dirección nadar. Ya no podía seguir conteniendo la respiración. Tragó una bocanada de agua sucia, con el pecho reventándole de dolor y estrellas estallándole tras los ojos. En sus oídos, el sonido del agua en movimiento fue reemplazado por un agudo, dulce e imposible cántico. «Me estoy muriendo», pensó maravillada. Un par de manos pálidas surgieron de las aguas y la atrajeron hacia sí. Largos cabellos flotaron a su alrededor. «Mamá», pensó Clary, pero antes de que pudiera ver con claridad el rostro de su madre, la oscuridad le cerró los ojos.


Clary recuperó el conocimiento oyendo voces a su alrededor y con luces bollándole en los ojos. Estaba tumbada sobre la espalda encima de la plataforma de la camioneta de Luke. El cielo gris daba vueltas sobre su cabeza. Podía oler el agua del río alrededor, mezclada con el olor a humo y sangre. Rostros blancos flotaban sobre ella igual que globos sujetos a cordeles, pero fueron aclarándose poco a poco cuando pestañeó.

Luke. Y Simón. Ambos la contemplaban con expresiones de ansiosa inquietud. Por un momento pensó que los cabellos de Luke se habían vuelto blancos; luego, pestañeando, comprendió que estaban cubiertos de cenizas. De hecho, también lo estaba el aire, que incluso sabía a cenizas, y su ropa y su piel estaban surcados de mugre negruzca.

Tosió, notando sabor a cenizas en la boca.

—¿Dónde está Jace?

—Está...

Los ojos de Simon se dirigieron hacia Luke, y Clary sintió que se le contraía el corazón.

—Está bien, ¿verdad? —inquirió; intentó incorporarse y un fuerte dolor le recorrió la cabeza—. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

—Estoy aquí.

Jace apareció en el borde de su campo visual, con el rostro en sombras. Se arrodilló junto a ella.

—Lo siento. Debería haber estado aquí cuando despertaste. Es sólo que...

La voz se le quebró.

—¿Es sólo qué?

Le miró fijamente; iluminado por detrás por la luz de las estrellas, sus cabellos eran más plateados que dorados, y los ojos parecían desprovistos de color. Tenía la piel surcada de negro y gris.

—Pensaba que tú también estabas muerta —dijo Luke, y se puso en pie con brusquedad.

Miraba a lo lejos, al río, a algo que Clary no podía ver. El cielo estaba lleno de volutas de humo negro y rojo, como si estuviera en llamas.

—¿Muerta también? ¿Quién más...?

Se interrumpió cuando un dolor nauseabundo se apoderó de ella. Jace vio su expresión y metió la mano en el bolsillo para sacar su estela.

—Quédate quieta, Clary.

Sintió un dolor abrasador en el antebrazo, y a continuación la cabeza se le empezó a despejar. Se incorporó y vio que estaba sentada sobre una tabla húmeda empujada contra la parte posterior de la cabina de la furgoneta. La plataforma estaba cubierta de varios centímetros de agua mezclada con volutas de cenizas que caían del cielo como una fina lluvia negra.

Echó una ojeada a la parte interior del brazo donde Jace había dibujado una Marca curativa. La debilidad que sentía empezaba ya a retirarse, como si le hubiesen puesto una inyección de energía en las venas.

Antes de apartarse, el muchacho resiguió con los dedos la línea del iratze que le había dibujado en el brazo. La mano tenía un tacto tan frío y húmedo como la piel de Clary. El resto de él también estaba mojado; tenía los cabellos húmedos y las ropas empapadas pegadas al cuerpo.

Clary notaba un sabor acre en la boca, como si hubiese lamido el fondo de un cenicero.

—¿Qué ha sucedido? ¿Ha habido un incendio?

Jace echó una ojeada en dirección a Luke, que tenía la vista fija en el oscilante río negro y gris. El agua estaba salpicada aquí y allí de pequeñas embarcaciones, pero no había ni rastro del barco de Valentine.

—Sí —contestó—, el barco de Valentine se ha quemado hasta la línea de flotación. No queda nada.

—¿Dónde está todo el mundo?

Clary miró a Simón, que era el único de ellos que estaba seco. Había un tenue tinte verdoso en su piel, ya de por sí pálida, como si estuviese enfermo o febril.

—¿Dónde están Isabelle y Alec?

—Están en una de las embarcaciones de los cazadores de sombras. Están perfectamente.

—¿Y Magnus? —Torció el cuerpo para mirar al interior de la cabina de la furgoneta, pero estaba vacía.

—Se está ocupando de algunos de los cazadores de sombras; de los más gravemente heridos —respondió Luke.

—Pero ¿todo el mundo está bien? Alec, Isabelle, Maia... Están todos bien, ¿verdad? —A Clary, su voz le resonó débil y apagada en sus propios oídos.

—Isabelle está herida —explicó Luke—. Y también Robert Lightwood. Necesitará bastante tiempo para curar. Muchos de los otros cazadores de sombras, incluidos Malik e Imogen, están muertos. Ha sido una batalla muy dura, Clary, no nos ha ido bien. Valentine ha desaparecido. También la Espada. El Cónclave ha quedado destrozado. No sé...

Se interrumpió. Clary le miró con fijeza. Había algo su voz que la asustó.

—Lo siento —se disculpó—. Esto ha sido culpa mía. Si yo no hubiese...

—Si tú no hubieses hecho lo que hiciste, Valentine habría matado a todo el mundo en el barco —replicó Jace con ferocidad—. Eres lo único que ha impedido que esto fuese una masacre.

Clary le contempló boquiabierta.

—¿Te refieres a lo que hice con la runa?

—Hiciste pedazos el barco —explicó Luke—. Cada perno, cada remache, cualquier cosa que hubiese podido mantenerlo unido, se partió. Todo él se hizo pedazos de golpe. Los tanques de petróleo también reventaron. La mayoría de nosotros apenas tuvo tiempo de saltar al agua antes de que todo empezara a arder. Nadie ha visto nunca nada parecido a lo que has hecho.

—¡Vaya! —exclamó ella con un hilo de voz—. ¿Resultó alguien...? ¿Hice daño a alguien?

—Bastantes de los demonios se ahogaron cuando el barco se hundió —contestó Jace—. Pero ninguno de los cazadores de sombras resultó herido, no.

—¿Salieron a nado?

—Nos rescataron. Las ondinas nos han sacado a todos del agua.

Clary pensó en las manos del agua, en la canción increíblemente dulce que la había rodeado. Así que no había sido su madre después de todo.

—¿Te refieres a las hadas acuáticas?

—La reina de la corte seelie ha cumplido su palabra, a su modo —repuso Jace—. Lo cierto es que nos prometió la ayuda que estuviese en su poder.

—Pero ¿cómo...?

«¿Cómo lo supo?», estuvo a punto de decir Clary, pero pensó en los ojos sabios y astutos de la reina y en Jace arrojando aquel pedazo de papel blanco al agua en la playa de Red Hook y decidió no preguntar.

—Las embarcaciones de los cazadores de sombras empiezan a moverse —avisó Simón, mirando en dirección al río—. Supongo que ya han recogido a todos los que han podido.

—Bien. —Luke irguió los hombros—. Es hora de ponerse en marcha.

Marchó lentamente hacia la cabina del vehículo; cojeaba, aunque parecía estar en su mayor parte ileso.

Se colocó en el asiento del conductor, y un momento después el motor de la furgoneta volvía a ponerse en marcha. Partieron, rozando la superficie del agua, con las gotas que las ruedas lanzaban al aire capturando el gris plateado del cielo, que empezaba a iluminarse.

—Esto es fantástico —exclamó Simón—. Sigo esperando que la furgoneta empiece a hundirse.

—No puedo creer que después de pasar por lo que hemos pasado pienses que esto es precisamente lo fantástico —replicó Jace, pero no había malicia en el tono y tampoco irritación; sonó sólo muy, muy cansado.

—¿Qué les sucederá a los Lightwood? —preguntó Clary—. Después de todo lo que ha sucedido... la Clave...

Jace se encogió de hombros.

—La Clave actúa en modos misteriosos. No sé qué harán. Pero estarán muy interesados en ti. Y en lo que puedes hacer.

Simon profirió un sonido. Clary pensó que era un ruido de protesta, pero cuando le miró con más atención, vio que estaba más verdoso que nunca.

—¿Qué te pasa, Simón?

—Es el río —respondió éste—. El agua corriente no es buena para los vampiros. Es pura, y... nosotros no.

—El East River no es precisamente puro —comentó Clary, pero alargó la mano y le tocó el brazo con dulzura, y él sonrió—. ¿No te caíste al agua cuando el barco se hizo pedazos?

—No. Había un pedazo de metal flotando en el agua y Jace me arrojó sobre él. He permanecido fuera del río.

Clary miró por encima del hombro a Jace. Podía verle con algo más de claridad ahora; la oscuridad se desvanecía.

—Gracias —dijo—. ¿Crees que...?

Él enarcó las cejas.

—¿Qué?

—¿... que Valentine podría haberse ahogado?

—Nunca creas que el malo está muerto hasta que veas un cadáver —advirtió Simón—. Eso lleva al infortunio y a emboscadas sorpresa.

—No te equivocas —indicó Jace—. Mi suposición es que no está muerto. De lo contrario habríamos encontrado los Instrumentos Mortales.

—¿Puede seguir adelante la Clave sin ellos tanto si Valentine está vivo como si no? —quiso saber Clary.

—La Clave siempre sigue adelante —repuso Jace—. Eso es todo lo que sabe hacer. —Volvió el rostro hacia el horizonte—. El sol está saliendo.

Simon se quedó rígido. Por un momento, Clary le contempló con sorpresa y luego con espanto. Se volvió para seguir la mirada de Jace. Tenía razón; el horizonte oriental era una mancha de color rojo sangre que se extendía desde un disco dorado. Clary pudo ver el primer reborde del sol tiñendo el agua con sobrenaturales tonalidades de verde, escarlata y dorado.

—¡No! —musitó.

Jace la miró con sorpresa, y luego a Simón, que estaba sentado totalmente inmóvil, contemplando fijamente el sol que se alzaba igual que un ratón atrapado mirando a un gato. Jace se puso en pie a toda prisa y se dirigió a la cabina de la furgoneta. Habló en voz baja. Clary vio que Luke volvía la cabeza para mirarla a ella y a Simón, y luego miraba otra vez a Jace. Asintió con la cabeza.

La camioneta dio un bandazo al frente. Luke debía de haber apretado a fondo el acelerador. Clary alargó las manos hacia el costado del vehículo para sujetarse. En la parte delantera, Jace le gritaba a Luke que tenía que existir algún modo de conseguir que aquella condenada cosa fuera más de prisa, pero Clary sabía que jamás conseguirían dejar atrás el amanecer.

—Tiene que haber algo —dijo a Simón.

No podía creer que en menos de cinco minutos hubiese pasado del alivio incrédulo al terror incrédulo.

—Podríamos taparte, tal vez, con nuestras ropas...

Simon seguía con la vista fija en el sol, lívido.

—Un montón de andrajos no servirá —contestó—. Raphael me lo explicó; hacen falta paredes para protegernos de la luz del sol. Penetra a través de la tela.

—Pero tiene que haber algo...

—Clary. —La joven pudo verle con claridad, en la luz gris que precede al amanecer. Simon le tendió las manos—. Ven aquí.

Se dejó caer junto a él, intentando cubrir tanto de su cuerpo como podía con el suyo propio. Sabía que era inútil. Cuando el sol le tocara, se convertiría en cenizas.

Permanecieron sentados durante un momento en total inmovilidad, abrazados. Clary podía sentir cómo ascendía y descendía el pecho de su amigo; lo hacía debido a la costumbre, se recordó, no por necesidad. Quizá ya no respiraba, pero todavía podía morir.

—No te dejaré morir —afirmó ella.

—No creo que tengas elección. —Clary notó que él sonreía—. No pensaba que pudiera volver a ver el sol otra vez —siguió él—. Supongo que me equivocaba.

—Simón...

Jace gritó algo. Clary alzó la vista. El cielo estaba inundado de luz rosada, igual que tinte vertido en agua transparente. Simon se tensó debajo de ella.

—Te amo —dijo Simón—. Jamás he amado a nadie excepto a ti.

Hilos de oro surcaron el cielo rosado como vetas doradas en un mármol caro. El agua resplandeció luminosa y Simon se quedó rígido, con la cabeza echada hacia atrás, mientras los ojos abiertos se le llenaban de un color dorado, igual que si un líquido fundido se alzara en su interior. Líneas negras empezaron a aparecerle en la piel igual que grietas en una estatua destrozada.

—¡Simón! —chilló Clary.

Alargó los brazos para cogerle, pero sintió que tiraban de ella hacia atrás; era Jace, que la aferraba por los hombros. Intentó desasirse, pero él la sujetó con fuerza; le decía algo al oído, una y otra vez, y sólo transcurridos unos instantes Clary empezó a comprender lo que decía.

—Clary, mira. Mira.

—¡No!

Se llevó las manos a la cara a toda velocidad y notó el gusto amargo del agua del suelo de la plataforma de la furgoneta en las palmas. Era salado, como las lágrimas.

—No quiero mirar. No quiero...

—Clary.

Jace la cogió por las muñecas y le apartó las manos de la cara. La luz del amanecer le hirió los ojos.

—Mira.

Miró. Y oyó cómo su propia respiración le silbaba áspera en los pulmones al lanzar un grito ahogado. Simon estaba sentado muy erguido en la parte trasera de la furgoneta, en una zona bañada por la luz del sol, boquiabierto y contemplándose con asombro. El sol bailaba en el agua detrás de él, y los extremos de sus cabellos centelleaban como el oro. No se había consumido ni convertido en cenizas, sino que permanecía sentado bajo la luz solar, y la pálida piel de rostro, de los brazos y de las manos estaba totalmente indemne.


Fuera del Instituto, anochecía. El tenue color rojo de la puesta de sol penetraba por las ventanas del dormitorio de Jace mientras éste contemplaba fijamente el montón que formaban sus pertenencias sobre la cama. El montón era mucho más pequeño de lo que había pensado que sería. Siete años enteros de su vida pasados en ese lugar, y eso era todo lo que había acumulado: media bolsa de lona llena de ropa, una pequeña pila de libros y unas cuantas armas.

Había estado pensando en si debería llevarse las pocas cosas que había salvado de la casa solariega de Idris cuando se marchara esa noche. Magnus le había devuelto el anillo de plata de su padre, que él ya no se sentía a gusto llevando, y que le colgaba alrededor del cuello de un pedazo de cadena. Al final había decidido cogerlo todo. No tenía sentido dejar nada suyo en aquel lugar.

Estaba llenando la bolsa de ropa cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir, esperando ver a Alec o a Isabelle.

Era Maryse. Vestía un austero vestido negro y llevaba el pelo totalmente recogido detrás de la cabeza. Parecía mayor de lo que la recordaba. Dos profundas líneas le descendían de las comisuras de los labios hasta el mentón. Únicamente los ojos tenían algo de color.

—Jace —dijo—. ¿Puedo entrar?

—Puedes hacer lo que quieras —repuso él, regresando a la cama—. Es tu casa. —Agarró un puñado de camisetas y las metió en la bolsa de lona con una fuerza posiblemente innecesaria.

—En realidad es la casa de la Clave —repuso Maryse—. Nosotros sólo somos sus guardianes.

Jace metió libros en la bolsa.

—Lo que sea.

—¿Qué haces?

Si Jace no hubiese sabido que eso era imposible, hubiera pensado que la voz le temblaba ligeramente.

—Estoy recogiendo mis cosas —respondió—. Es lo que la gente acostumbra a hacer cuando se va.

Maryse palideció.

—No te vayas —dijo—. Si quieres quedarte...

—No quiero quedarme. No pertenezco a este lugar.

—¿Adonde irás?

—A casa de Luke —respondió él, y vio que ella se estremecía—. Durante un tiempo. Después de eso, no lo sé. Quizá a Idris.

—¿Es ahí a donde crees que perteneces? —Había una dolorida tristeza en la voz.

Por un momento Jace interrumpió su tarea y miró fijamente la bolsa.

—No sé a dónde pertenezco.

—Tu lugar está con tu familia. —Maryse dio un vacilante paso al frente—. Con nosotros.

—Me echaste. —Jace oyó la aspereza de su propia voz, e intentó suavizarla—. Lo siento —añadió, volviéndose para mirarla—. Siento todo lo que ha sucedido. Pero no me querías antes, y no puedo imaginar que me quieras ahora. Robert estará enfermo durante un tiempo; tendrás que ocuparte de él. Yo no haré más que estorbar.

—¿Estorbar? —Sonó incrédula—. Robert quiere verte, Jace...

—Lo dudo.

—¿Qué hay de Alec? Isabelle, Max... Ellos te necesitan. Si tú no me crees cuando digo que quiero que te quedes... y no me extrañaría si no lo hicieras... debes saber que ellos sí te quieren. Hemos pasado una mala época, Jace. No les hagas más daño del que ya han sufrido.

—Eso no es justo.

—No te culpo si me odias. —La voz de Maryse sí que temblaba, y Jace giró en redondo para mirarla fijamente con sorpresa—. Pero todo lo que hice... incluso echarte... y tratarte como lo hice, fue para protegerte. Y porque tenía miedo.

—¿Me tenías miedo?

Ella asintió.

—Bueno, eso sí que me hace sentir mucho mejor.

Maryse inspiró profundamente.

—Pensaba que me partirías el corazón como hizo Valentine —continuó—. Tú fuiste lo primero que quise, ¿sabes?, después de él, que no tenía mi propia sangre. La primera criatura viva. Y eras simplemente un niño...

—Tú pensabas que yo era otra persona.

—No, siempre he sabido exactamente quién eres. Desde la primera vez que te vi bajando del barco procedente de Idris, cuando tenías diez años; te metiste en mi corazón igual que hicieron mis propios hijos cuando nacieron. —Meneó la cabeza—. No puedes comprenderlo. Nunca has sido padre. Uno jamás ama nada como ama a sus hijos. Y nada puede hacerte enfadar más.

—Sí que noté la parte del enfado —repuso Jace, tras una pausa.

—No espero que me perdones —repuso Maryse—. Pero si quisieras quedarte por Isabelle y Alec y Max te estaría muy agradecida...

Fueron las palabras equivocadas.

—No quiero tu gratitud —replicó Jace, y se volvió de nuevo hacia la bolsa de lona.

Ya no quedaba nada que meter en ella. Cerró la cremallera.

A la claire fontaine —entonó Maryse—, m'en allent promener.

Jace la miró sorprendido.

—¿Qué?

II y a longtemps que je t'aime. Jamáis je ne t'oublierai.... Es la antigua balada francesa que yo les cantaba a Alec y a Isabelle. Aquella sobre la que me preguntaste.

En aquel momento —había muy poca luz en la habitación y en la penumbra— Maryse le miró casi como lo había hecho cuando él tenía diez años, como si ella no hubiese cambiado en absoluto en los últimos siete. Tenía un aspecto severo y preocupado, ansioso... y esperanzado. Tenía el aspecto de la única madre que había conocido jamás.

—Te equivocabas al decir que nunca te la canté —dijo ella—. Es sólo que nunca me oíste.

Jace no dijo nada, pero alargó la mano y abrió de un tirón la cremallera de la bolsa de lona, dejando que sus pertenencias se derramaran sobre la cama.

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