Una temporada en el infierno

Creo que estoy en el infierno, por lo tanto lo estoy.

Arthur Rimbaud

La flecha de Valentine

—¿Sigues estando furioso?

Alec, recostado en la pared del ascensor, lanzó una mirada iracunda a Jace.

—No estoy furioso.

—Ah, sí lo estás.

Jace hizo un gesto acusador a su hermanastro, luego dio un grito de dolor al sentir una fuerte punzada en el brazo.

Tenía todo el cuerpo dolorido por los violentos golpes que había recibido aquella tarde al caer tres pisos a través de unos suelos de madera podrida y aterrizar sobre un montón de chatarra. Hasta tenía los dedos magullados. Alec, que hacía muy poco que había dejado las muletas que había tenido que usar tras la pelea con Abbadon, tenía un aspecto comparable a lo mal que se sentía Jace. Su ropa estaba cubierta de barro y los cabellos le colgaban en mechones lacios y sudorosos. Un largo corte le descendía por el borde de la mejilla.

—No lo estoy —insistió Alec, apretando los dientes—. Sólo porque tu dijeras que los demonios dragones estaban extintos...

—Dije que estaban extintos en su mayoría.

Alec le señaló con el dedo.

—Extintos en su mayoría —replicó con la voz temblándole de ira— es no lo bastante extintos.

—Entiendo —repuso Jace—, pues haré que cambien lo que pone en el libro de texto de demonología, de «casi extintos» a «no lo bastante extintos para Alec. Él prefiere a sus monstruos realmente, realmente extintos». ¿Contento?

—Chicos, chicos —intervino Isabelle, que había estado examinándose el rostro en la pared de espejo del ascensor—. No os peleéis. —Se apartó del espejo con una sonrisa radiante—. Muy bien, hubo un poco más de acción de la que nos esperábamos, pero a mí me ha parecido divertido.

Alec la miró y meneó la cabeza.

—¿Cómo te las arreglas para no mancharte nunca de barro?

Isabelle se encogió de hombros con un gesto filosófico.

—Soy pura de corazón. Repele la mugre.

Jace lanzó tal risotada que ella lo miró con cara de pocos amigos. El agitó los dedos cubiertos de barro en su dirección. Las uñas eran medias lunas negras.

—Mugrienta por dentro y por fuera.

Isabelle estaba a punto de replicar cuando el ascensor se detuvo con un chirrido de frenos.

—Ya es hora de hacer que arreglen esto —comentó mientras abría violentamente la puerta.

Jace salió tras ella al vestíbulo, con ganas ya de desprenderse de la armadura y las armas y darse una ducha caliente. Había convencido a sus hermanastros para que salieran de caza con él, a pesar de que ninguno de ellos se sentía totalmente a gusto saliendo solo ahora que Hodge ya no estaba allí para darles instrucciones. Pero Jace había deseado la inconsciencia de la lucha, la dura diversión de matar y la distracción de las heridas. Ellos le habían acompañado, arrastrándose por mugrientos túneles de metro abandonados hasta que encontraron al demonio dragonidae y lo mataron. Los tres trabajando juntos en perfecta sincronía, como siempre lo habían hecho.

Jace se bajó la cremallera de la cazadora, se la sacó y la colgó de uno de los ganchos de la pared. Alec se había sentado en un banco bajo de madera junto a él, y estaba quitándose las botas cubiertas de barro mientras tarareaba desafinando por lo bajo para hacer saber a Jace que en realidad no estaba tan molesto. Isabelle se quitaba las horquillas de la larga melena oscura, dejándola caer.

—Estoy hambrienta —dijo—. Ojalá mamá estuviera aquí para cocinarnos algo.

—Es mejor que no esté —repuso Jace mientras se desabrochaba el cinturón de las armas—. Ya nos estaría chillando por cómo hemos dejado de sucias las alfombras.

—En eso tienes razón —dijo una voz fría. Jace se volvió en redondo, con las manos aún en el cinturón, y vio a Maryse Lightwood en la entrada con los brazos cruzados.

Maryse llevaba un adusto traje negro de viaje, y los cabellos, negros como los de Isabelle, estaban recogidos en una gruesa cola que le colgaba hasta la mitad de la espalda. Sus ojos, de un azul glacial, pasaron raudos sobre los tres jóvenes como un reflector de rastreo.

—¡Mamá!

Isabelle, recuperando la compostura, corrió hacia su madre para abrazarla. Alec se puso en pie y se unió a ellas, intentado ocultar su cojera.

Jace permaneció donde estaba. Algo en los ojos de Maryse lo había dejado paralizado cuando su mirada había pasado sobre él. Lo que había dicho no era tan malo, ¿no? Siempre bromeaban sobre su obsesión por las alfombras antiguas...

—¿Dónde está papá? —preguntó Isabelle, apartándose de su madre—. ¿Y Max?

Se produjo una pausa casi imperceptible.

—Max está en su habitación —contestó finalmente Maryse—. Y vuestro padre, por desgracia, sigue en Alacante. Había cierto asunto allí que requería su atención.

Alec, por lo general más sensible a los estados de ánimo que su hermana, pareció vacilar.

—¿Todo bien?

—Yo sí que podría preguntarte eso. —El tono de su madre era seco—. ¿Cojeas?

—Bueno...

Alec mentía fatal, así que Isabelle acudió en su rescate, sin alterarse.

—Hemos tenido un pequeño roce con un demonio dragonidae en los túneles del metro. Pero no ha sido nada.

—¿Y supongo que el Demonio Mayor con el que os enfrentasteis la semana pasada tampoco fue nada?

Incluso Isabelle calló ante aquello. Miró a Jace, quien deseó que no lo hubiese hecho.

—Eso no estaba planeado —contestó éste.

Jace estaba teniendo problemas para concentrarse. Maryse no le había saludado aún, no le había dicho ni hola siquiera, pero seguía mirándole con ojos que eran como dagas azules. Empezó a notar una sensación de vacío en la boca del estómago, que se iba intensificando. Ella jamás le había mirado de ese modo antes, hubiese hecho lo que hubiese hecho.

—Fue un error...

—¡Jace!

Max, el más joven de los Lightwood, se coló por el lado de Maryse y entró como una exhalación en la sala, esquivando la mano de su madre, que intentaba agarrarle.

—¡Has vuelto! Todos habéis vuelto. —Giró sobre sí mismo, sonriendo triunfal a Alec y a Isabelle—. Me había parecido oír el ascensor.

—Y a mí me parece que te dije que te quedaras en tu habitación —replicó Maryse.

—No lo recuerdo —respondió Max, con una seriedad que hizo sonreír incluso a Alec.

Max era pequeño para su edad —parecía tener unos siete años—, pero poseía una reservada circunspección que, combinada con sus gafas descomunales, le proporcionaba el aire de alguien mayor. Alec le alborotó los cabellos, pero Max seguía mirando a Jace con ojos brillantes. Jace sintió que el frío puño que le estrujaba el estómago se relajaba un poco. Max siempre le había idolatrado como no lo hacía con Alec, probablemente porque Jace era muchísimo más tolerante con la presencia del pequeño.

—He oído que peleaste con un Demonio Mayor —dijo Max—. ¿Fue formidable?

—Fue... diferente —respondió Jace evasivo—. ¿Qué tal Alacante?

—Eso sí que fue formidable. Vimos las cosas más fabulosas. Tienen un arsenal enorme, y me llevaron a algunos de los lugares donde fabrican las armas. También me enseñaron un modo nuevo de fabricar cuchillos serafín, para que duren más, y voy a intentar conseguir que Hodge me enseñe...

Jace no pudo evitarlo; los ojos se le fueron al instante hacia Maryse, con una expresión incrédula. ¿Así que Max no sabía lo de Hodge? ¿No se lo habían contado?

Maryse vio su expresión, y los labios se le afinaron en una línea delgada como un cuchillo.

—Ya es suficiente, Max —ordenó, y agarró a su hijo menor del brazo.

Éste echó la cabeza hacia atrás para mirarla sorprendido.

—Pero estoy hablando con Jace...

—Ya lo veo. —Le empujó con suavidad hacia Isabelle—. Isabelle, Alec, llevad a vuestro hermano a su habitación. Jace —había tensión en la voz de Maryse cuando pronunció su nombre, como si un ácido invisible secara las sílabas en su garganta—, limpiare y reúnete conmigo en la biblioteca tan pronto como puedas.

—No lo entiendo —intervino Alec, pasando la mirada entre su madre y Jace—. ¿Qué es lo que sucede?

Jace podía notar que un sudor frío empezaba a correrle por la columna vertebral.

—¿Tiene esto que ver con mi padre? —preguntó.

Maryse se estremeció dos veces, como si las palabras «mi padre» hubiesen sido dos bofetones separados.

—La biblioteca —dijo con los dientes apretados—. Discutiremos el asunto allí.

—Lo que ha pasado mientras no estabais no ha sido culpa de Jace —intervino Alec—. Todos estuvimos metidos en ello. Y Hodge dijo...

—También hablaremos sobre Hodge más tarde.

Los ojos de Maryse estaban puestos en Max, y el tono de su voz era de advertencia.

—Pero, madre —protestó Isabelle—, si vas a castigar a Jace, deberías castigarnos a nosotros también. Sería lo justo. Todos hemos hecho exactamente lo mismo.

—No —repuso Maryse tras una pausa tan larga que Jace pensó que tal vez no iba a decir nada en absoluto—. No lo habéis hecho.


—Regla número uno del anime —dijo Simón. Estaba sentado recostado sobre un montón de almohadones al pie de la cama, con una bolsa de patatas fritas en una mano y el control remoto del televisor en la otra. Llevaba una camiseta negra en la que ponía I Blogged Your Mom y unos vaqueros con un agujero en una rodilla—. Nunca fastidies a un monje ciego.

—Lo sé —respondió Clary tomando una patata frita y remojándola en el bol de salsa que se mantenía en equilibrio sobre la mesilla situada entre ambos—. Por algún motivo siempre son luchadores mucho mejores que los monjes que pueden ver. —Miró detenidamente la pantalla—. ¿Están bailando esos tipos?

—Eso no es bailar. Están intentando matarse el uno al otro. Éste es el tipo que es el enemigo mortal del otro tipo, ¿recuerdas? Él mató a su padre. ¿Por qué tendrían que estar bailando?

Clary masticó la patata y contempló meditabunda la pantalla, en la que unos remolinos de nubes rosas y amarillas ondulaban entre las figuras de dos hombres alados, que flotaban el uno alrededor del otro, aferrando cada uno una lanza refulgente. De vez en cuando, uno de ellos hablaba, pero como estaba todo en japonés con subtítulos en chino, no quedaba demasiado claro.

—El tipo del sombrero —inquirió ella—. ¿Era el malo?

—No, el del sombrero era el padre. Era el emperador mágico, y aquél era su sombrero de poder. El malo era el de la mano mecánica que habla.

Sonó el teléfono. Simon dejó la bolsa de patatas y fue a levantarse para contestar. Clary le puso una mano en la muñeca.

—No. Deja que suene.

—Pero podría ser Luke. Podría estar llamando desde el hospital.

—No es Luke —afirmó Clary, con mayor seguridad de la que sentía—. Él llamaría a mi móvil, no a tu casa.

Simon la miró durante un largo rato antes de volver a dejarse caer en la alfombra junto a ella.

—Si tú lo dices.

Ella percibió la duda en su voz, pero también el compromiso no pronunciado: «Sólo quiero que seas feliz». No estaba segura de que «feliz» fuese precisamente como podría sentirse en esos momentos, con su madre en el hospital enganchada a tubos y máquinas que pitaban, y con Luke como un zombi, desplomado en la silla de plástico rígido junto a su cama. Tampoco preocupándose como se preocupaba todo el tiempo por Jace, ni cogiendo el teléfono una docena de veces para llamar al Instituto antes de volver a colgar el auricular, sin marcar el número. Si Jace quería hablar con ella, podía llamarla él.

Quizá había sido un error llevarle a ver a Jocelyn. Había estado tan segura de que si su madre podía oír la voz de su hijo, de su primogénito, se despertaría. Pero no lo había hecho. Jace había permanecido rígido e incómodo junto a la cama, con el rostro como el de un ángel pintado, y los ojos vacuos e indiferentes. Finalmente, Clary había perdido la paciencia y le había gritado, y él le había respondido también con gritos antes de irse hecho una furia. Luke le había contemplado marcharse con una especie de interés clínico en su exhausto rostro.

—Es la primera vez que os he visto actuar como hermano y hermana —había comentado.

Clary no había contestado. De nada hubiera servido decirle lo mucho que deseaba que Jace no fuese su hermano. No podía arrancarse su propio ADN por mucho que deseara hacerlo. Por mucho que eso fuera a hacerla feliz.

Pero incluso si no podía controlar lo de ser feliz, se dijo, al menos allí, en casa de Simón, en su dormitorio, se sentía cómoda y a gusto. Le conocía el tiempo suficiente como para recordar que tuvo una cama en forma de camión de bomberos y LEGO amontonados en un rincón de la habitación. En la actualidad, la cama era un futón con un edredón acolchado de brillantes listas de colores, que le había regalado su hermana, y las paredes estaban empapeladas con pósters de grupos como Rock Solid Panda y Stepping Razor. Había una batería metida en el rincón donde habían estado los LEGO y un ordenador en la otra esquina, la pantalla congelada aún con una imagen de World of Craft. Le resultaba casi tan familiar como estar en su propio dormitorio en su casa... que ya no existía, así que al menos esto era lo mejor que le quedaba.

—Más chibis —indicó Simon con pesimismo.

Todos los personajes de la pantalla se habían convertido en versiones infantiles de dos centímetros y medio de sí mismos, y se perseguían unos a otros agitando cacerolas y sartenes.

—Voy a cambiar el canal —anunció Simón, cogiendo el mando—. Estoy harto de este anime. No tengo ni idea de cuál es el argumento y nunca se acuesta nadie con nadie.

—Por supuesto que no lo hacen —dijo Clary mientras cogía otra patata frita—. El anime es una diversión familiar sana.

—Si estás de humor para una diversión menos sana, podríamos probar los canales porno —comentó Simón—. ¿Prefieres ver Las brujas del pecho ardiente o Acostándome con Dianne?

—¡Dame eso!

Clary intentó agarrar el mando, pero Simón, riendo entre dientes, ya había cambiado a otro canal.

Las carcajadas se interrumpieron bruscamente. Clary alzó los ojos sorprendida y le vio contemplando el televisor con mirada vacante. Daban una vieja película en blanco y negro: Drácula. Ella ya la había visto, con su madre. Bela Lugosi, delgado y pálido, aparecía en la pantalla envuelto en la familiar capa de cuello alzado, los labios abiertos en una mueca que dejaba ver sus afilados colmillos.

—Nunca bebo... vino —salmodió con su fuerte acento búlgaro.

—Me encanta que las telarañas estén hechas de goma —comentó Clary, intentando quitarle importancia—. Se ve claramente.

Pero Simon ya se había puesto en pie, dejando caer el mando sobre la cama.

—Vuelvo en seguida —musitó.

Tenía el rostro del color del cielo invernal justo antes de llover. Clary le contempló marchar, mordiéndose el labio con fuerza; era la primera vez desde que su madre estaba en el hospital que reparaba en que quizá Simon tampoco se sentía demasiado feliz.


Mientras se secaba el cabello con una toalla, Jace contempló su reflejo en el espejo con una mueca burlona. Una runa curativa se había ocupado de las peores magulladuras, pero no había servido de nada para las sombras que tenía bajo los ojos ni para las tensas líneas de las comisuras de los labios. Le dolía la cabeza y se sentía ligeramente mareado. Sabía que debería haber comido algo esa mañana, pero se había despertado con náuseas y jadeando por culpa de las pesadillas, sin querer parar para comer, deseando tan sólo la liberación de la actividad física, quemar sus sueños con cardenales y sudor.

Arrojó la toalla a un lado y pensó con nostalgia en el dulce té negro que Hodge solía preparar con las flores que se abrían de noche en el invernadero. Ese té le eliminaba las punzadas del hambre y le proporcionaba una rápida oleada de energía. Desde la muerte de Hodge, Jace había intentado hervir las hojas de las plantas en agua, para ver si podía obtener el mismo efecto, pero el único resultado fue un líquido amargo con regusto a ceniza que le provocó arcadas.

Descalzo, entró silenciosamente en el dormitorio y se puso unos vaqueros y una camiseta limpia. Se echó hacia atrás los húmedos cabellos rubios, frunciendo el ceño. Los llevaba demasiado largos y le caían sobre los ojos; algo sobre lo que seguro que Maryse le regañaría. Siempre lo hacía. Tal vez no fuera el hijo biológico de los Lightwood, pero lo trataban como uno desde que lo habían adoptado a los diez años, tras la muerte de su propio padre. La «supuesta» muerte, se recordó Jace, mientras aquella sensación de vacío en las tripas resurgía otra vez. Durante los últimos días, se había sentido como una calabaza ahuecada de Halloween, como si le hubiesen arrancado las tripas con un tenedor y las hubieran arrojado a la basura mientras seguía con una amplia sonrisa fija en su rostro. A menudo se preguntaba si algo de lo que había creído sobre su vida, o sobre sí mismo, habría sido alguna vez verdad. Había pensado que era huérfano: no lo era. Había pensado que era hijo único: tenía una hermana.

Clary. El dolor regresó, más fuerte. Lo reprimió. Sus ojos fueron a posarse en el pedazo de espejo roto que descansaba sobre el tocador, reflejando aún ramas verdes y un diamante de cielo azul. Ahora era casi el crepúsculo en Idris: el cielo estaba oscuro como el cobalto. Atragantándose con la sensación de vacío, se calzó violentamente las botas y se marchó escalera abajo hacia la biblioteca.

Mientras descendía con un repiqueteo de tacones por los peldaños de piedra, se preguntó qué era exactamente lo que Maryse querría decirle a solas. Le había mirado como si quisiera armarse de valor y abofetearle. Ni recordaba la última vez que ella le había puesto la mano encima. Los Lightwood no eran partidarios del castigo corporal; todo un cambio a ser educado por Valentine, que había ideado toda clase de castigos dolorosos para fomentar la obediencia. La piel de cazador de sombras de Jace siempre se había curado, cubriéndolo todo excepto las peores señales. En los días y semanas que siguieron a la muerte de su padre, Jace recordaba haberse registrado el cuerpo en busca de cicatrices, de alguna marca que fuera un recuerdo, un recordatorio que lo atara físicamente a la memoria de su padre.

Llegó a la biblioteca y llamó una vez antes de empujar la puerta para abrirla. Maryse estaba allí, sentada en el viejo sillón de Hodge junto al fuego. La luz penetraba a raudales a través de las ventanas altas, y Jace pudo verle algunas canas en el pelo. Sostenía un vaso de vino tinto, y había una licorera de cristal tallado sobre la mesa, a su lado.

—Maryse —dijo Jace.

Ella se sobresaltó un poco, derramando algo de vino.

—Jace. No te oí entrar.

Él no se movió.

—¿Recuerdas aquella canción que les cantabas a Isabelle y a Alec... cuando eran pequeños y tenían miedo de la oscuridad, para que se durmieran?

Maryse pareció desconcertada.

—¿De qué estás hablando?

—Solía escucharte a través de las paredes —contestó él—. El dormitorio de Alec estaba junto al mío.

Ella no dijo nada.

—Era en francés —siguió Jace—. La canción.

—No sé por qué recuerdas algo así. —Le miró como si le acusara de algo.

—A mí nunca me la cantaste.

Hubo una pausa apenas perceptible.

—Ah, tú —dijo Maryse luego—. Tú nunca tuviste miedo a la oscuridad.

—¿Qué clase de niño de diez años no le tiene nunca miedo a la oscuridad?

La mujer enarcó las cejas.

—Siéntate, Jonathan —le ordenó—. Ahora.

Justo lo bastante despacio como para irritarla, Jace cruzó la habitación y se dejó caer en uno de los sillones orejeros que había junto al escritorio.

—Preferiría que no me llamaras Jonathan.

—¿Por qué no? Es tu nombre. —Maryse le contempló pensativa—. ¿Cuánto hace que lo sabes?

—¿Saber qué?

—No seas estúpido. Sabes exactamente lo que te estoy preguntando. —Hizo girar el vaso en los dedos—. ¿Cuánto hace que sabes que Valentine es tu padre?

Jace consideró y desechó varias respuestas. Por lo general, con Maryse podía salirse con la suya haciéndola reír. Él era una de las únicas personas en el mundo que podían hacerla reír.

—Más o menos el mismo que tú.

Maryse negó lentamente con la cabeza.

—No me lo creo.

Jace se irguió muy tieso en su asiento. Tenía los puños apretados allí donde descansaban sobre los brazos del sillón. Pudo verse un leve temblor en los dedos y se preguntó si lo había tenido alguna vez antes. No lo creía. Sus manos siempre habían sido tan firmes como el latido de su corazón.

—¿No me crees?

Oyó la incredulidad de su propia voz y se estremeció por dentro. Desde luego que ella no le creía. Eso había sido evidente desde el momento en que había llegado a casa.

—No tiene sentido, Jace. ¿Cómo podías no saber quién era tu padre?

—Me dijo que era Michael Wayland. Vivíamos en la casa de campo de los Wayland...

—Un buen detalle ése —dijo Maryse—. ¿Y tu nombre? ¿Cuál es tu auténtico nombre?

—Tú sabes mi auténtico nombre.

—Jonathan Christopher. Sabía que ése era el nombre del hijo de Valentine. Sabía que Michael tenía un hijo que también se llamaba Jonathan. Es un nombre muy común entre los cazadores de sombras... y jamás me extrañó que lo compartieran, y en cuanto al segundo nombre del hijo de Michael, nunca se lo pregunté. Pero ahora no puedo evitar preguntármelo. ¿Cuál era el auténtico segundo nombre del hijo de Michael Wayland? ¿Cuánto tiempo había estado planeando Valentine lo que iba a hacer? ¿Desde cuándo sabía que iba a asesinar a Jonathan Wayland...? —Se interrumpió con los ojos clavados en Jace—. Jamás te pareciste a Michael, ¿sabes? —siguió—. Pero a veces los hijos no se parecen a sus padres. Nunca lo pensé antes. Pero ahora puedo ver a Valentine en ti. El modo en que me miras. Ese desafío. No te importa lo que diga, ¿verdad?

Pero sí le importaba. Lo que sí hacía muy bien era asegurarse de que ella no se diera cuenta.

—¿Y habría alguna diferencia si me importara?

Maryse dejó el vaso sobre la mesa. Estaba vacío.

—Y respondes a las preguntas con más preguntas para confundirme, como siempre hacía Valentine. Quizá debería haberlo sabido.

—Quizá nada. Soy exactamente la misma persona que he sido durante los últimos siete años. Nada ha cambiado en mí. Si no te recordé a Valentine entonces, no veo por qué debería recordártelo ahora.

Maryse apartó la mirada de él como si no soportara mirarle directamente.

—Pero sin duda, cuando hablábamos sobre Michael, tenías que saber que no podíamos estar refiriéndonos a tu padre. Las cosas que decíamos sobre él jamás podrían haberse dicho de Valentine.

—Decíais que era un buen hombre. —La cólera se retorció en su interior—. Un cazador de sombras valiente. Un padre amante. Me parecía bastante exacto.

—¿Qué hay de las fotografías? Debes de haber visto fotografías de Michael Wayland y comprendido que no era el hombre al que llamabas padre. —Se mordió el labio—. Ayúdame con esto, Jace.

—Todas las fotografías se destruyeron en el Levantamiento. Eso es lo que vosotros me dijisteis. Ahora me pregunto si no sería porque Valentine las hizo quemar para que nadie supiese quién estaba en el Círculo. Jamás he tenido una fotografía de mi padre —respondió Jace, y se preguntó si sonaría tan resentido como se sentía.

Maryse se llevó una mano a la sien y se la masajeó como si le doliera la cabeza.

—No puedo creer esto —dijo como para sí—. Es de locos.

—Entonces no lo creas. Créeme a mí —replicó Jace, y sintió que el temblor de las manos le aumentaba.

Ella dejó caer la mano.

—¿No piensas que quiero hacerlo? —inquirió, y por un momento él oyó en su voz el eco de la Maryse que había entrado en su dormitorio una noche cuando él tenía diez años y tenía la vista fija en el techo sin una lágrima, pensando en su padre..., y que se había sentado junto a su cama hasta que él se había dormido, justo antes del amanecer.

—Yo no lo sabía —repitió Jace—. Y cuando me pidió que regresara con él a Idris, dije no. ¿Es que no cuenta eso?

Ella volvió la cabeza para mirar otra vez la licorera, como si pensara en tomar otra copa luego pareció desechar la idea.

—Ojalá lo hiciera —dijo—. Pero existen tantas razones por las que tu padre podría querer que permanecieras en el Instituto... En lo que respecta a Valentine, no puedo permitirme confiar en nadie que haya estado bajo su influencia.

—También tú estuviste bajo su influencia —replicó Jace, y lo lamentó al instante al ver la expresión que apareció por un momento en el rostro de Maryse.

—Yo le repudié —dijo ella—. ¿Lo has hecho tú? ¿Podrías hacerlo? —Sus ojos azules eran del mismo color que los de Alec, pero Alec jamás le había mirado así—. Dime que le odias, Jace. Dime que odias a ese hombre y a todo lo que representa.

Transcurrió un instante, y otro, y Jace, bajando la vista, vio que tenía los puños tan apretados que los nudillos se le destacaban, blancos y duros como las espinas en la columna vertebral de un pez.

—No puedo.

Maryse aspiró profundamente.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no puedes decir tú que confías en mí? He vivido contigo casi la mitad de mi vida. Deberías conocerme bien.

—Suenas tan sincero, Jonathan. Siempre lo has hecho, incluso cuando eras una criatura que intentaba cargarle las culpas a Isabelle o a Alec por algo que había hecho mal. Sólo he conocido a una persona en mi vida que pudiera resultar tan persuasiva como tú.

Jace sintió un sabor a cobre en la boca.

—Te refieres a mi padre.

—Para tu padre únicamente existían dos clases de personas en el mundo —continuó ella—: las que estaban a favor del Círculo y las que estaban en su contra. Las segundas eran enemigas, y las primeras, armas de su arsenal. Le vi intentar convertir a cada uno de sus amigos, incluso a su propia esposa, en un arma para la Causa, ¿y quieres hacerme creer que no habría hecho lo mismo con su propio hijo? —Negó con la cabeza—. Lo conocí muy bien. —Por primera vez, Maryse le miró con más tristeza que ira—. Eres una flecha disparada directamente al corazón de la Clave, Jace. Eres la flecha de Valentine. Tanto si lo sabes como si no.


Clary cerró la puerta del dormitorio en el que atronaba el televisor y fue en busca de Simón. Lo encontró en la cocina, inclinado sobre el fregadero y con el agua corriendo. Tenía las manos apoyadas en el escurridero.

—¿Simón?

La cocina era de un amarillo brillante y alegre, con las paredes decoradas con dibujos enmarcados en tiza y lápiz que Simon y Rebecca habían hecho en la escuela primaria. Rebecca tenía cierto talento para el dibujo, se podía ver, pero en los dibujos de Simon las personas parecían parquímetros con mechones de pelo.

Él no alzó la vista, aunque ella se dio cuenta, por el modo en que se le tensaban los músculos de los hombros, de que la había oído. Se acercó al fregadero y le puso una mano suavemente sobre la espalda. A través de la camiseta de fino algodón notó los marcados nudos de la columna vertebral y se preguntó si habría perdido peso. No podía saberlo mirándole, pues mirar a Simon era como mirar en un espejo; cuando se veía a alguien todos los días, no siempre se podían notar los pequeños cambios en el aspecto exterior.

—¿Estás bien?

Él cerró el grifo con un violento movimiento de muñeca.

—Claro. Estoy perfectamente.

Clary le puso un dedo en el lado de la barbilla y le hizo volver el rostro hacia ella. Sudaba, y los oscuros cabellos que le descansaban sobre la frente se le pegaban a la piel, a pesar de que el aire que entraba por la ventana medio abierta de la cocina era fresco.

—No tienes buen aspecto. ¿Ha sido la película?

Él no contestó.

—Lo siento. No debería haberme reído, es sólo...

—¿No recuerdas? —La voz de Simon sonó ronca.

—Yo... —Clary dejó que su voz se apagara.

Al rememorarla, aquella noche parecía como una larga nebulosa de carreras, de sangre y sudor, de sombras atisbadas en entradas, de caer por el espacio. Recordó los rostros blancos de los vampiros, como recortables de papel contrastando con la oscuridad, y recordó a Jace sujetándola, gritándole con voz ronca al oído.

—No mucho. Es algo borroso.

La mirada de Simon se apartó veloz de ella y luego regresó.

—¿Te parezco distinto? —preguntó.

Clary alzó los ojos hacia él. Los de Simon eran del color del café solo: no realmente negros, sino de un marrón cálido e intenso sin una traza de gris o avellana. ¿Parecía distinto? Quizá hubiera un toque extra de seguridad en su porte desde el día en que había matado a Abbadon, el Demonio Mayor; pero también tenía cierto aire de cautela, como si esperara o estuviera pendiente de algo. Había notado lo mismo en Jace. Quizá sólo fuera la conciencia de la mortalidad.

—Sigues siendo Simón.

Él entrecerró los ojos como si se sintiera aliviado, y cuando las pestañas descendieron, ella vio lo angulosos que se le veían los pómulos. Sí que había perdido peso, se dijo, y estaba a punto de mencionarlo cuando él se inclinó y la besó.

Le sorprendió tanto el contacto de la boca de Simon en la suya que se quedó rígida, agarrándose al borde de la escurridera para sostenerse. Lo que no hizo, de todos modos, fue apartarle, y Simón, tomando aquello como una muestra de ánimo, le deslizó la mano tras la cabeza e intensificó el beso, separándole los labios con los suyos. La boca del muchacho era suave, más suave de lo que había sido la de Jace, y la mano que le sujetaba el cuello era cálida y tierna. Sabía a sal.

Clary dejó que los ojos se le cerraran y, por un momento, flotó aturdidamente en la oscuridad y el calor, sintiendo cómo los dedos de Simon se movían por sus cabellos. Cuando el estridente timbre del teléfono se abrió paso a través de la neblina que la envolvía, Clary dio un salto atrás como si él la hubiese apartado de un empujón. Se miraron fijamente el uno al otro durante un instante, en turbulenta confusión, como dos personas que de improviso se encuentran transportadas a un paisaje desconocido en el que nada resulta familiar.

Simon fue el primero en apartarse y alargar la mano hacia el teléfono, que colgaba de la pared junto al especiero.

—Diga.

Su voz sonaba normal, pero el pecho le ascendía y descendía veloz. Le tendió el auricular a Clary.

—Es para ti.

Clary cogió el teléfono. Todavía notaba el martilleo del corazón en la garganta, como las alas en movimiento de un insecto atrapado bajo la piel.

«Es Luke, que llama del hospital. Algo le ha sucedido a mi madre.»

Tragó saliva.

—¿Luke? ¿Eres tú?

—No. Soy Isabelle.

—¿Isabelle?

Clary alzó los ojos y vio que Simon la observaba, apoyado en el fregadero. El rubor de las mejillas le había desaparecido.

—Por qué estás... quiero decir, ¿qué sucede?

Había un hipido en la voz de la otra muchacha, como si hubiese estado llorando.

—¿Está Jace ahí?

Clary incluso apartó el auricular para poder contemplarlo fijamente antes de volvérselo a colocar en la oreja.

—¿Jace? No. ¿Por qué tendría que estar aquí?

El susurro de Isabelle resonó por la línea telefónica igual que un jadeo.

—Se ha ido.

La luna del cazador

Maia nunca había confiado en los chicos guapos, motivo por el que odió a Jace Wayland la primera vez que puso los ojos en él.

Su hermano gemelo, Daniel, había nacido con la piel color miel y los enormes ojos oscuros de su madre, y había resultado ser la clase de persona que pega fuego a las alas de las mariposas para contemplar cómo arden y mueren mientras vuelan. También la había atormentado a ella, de modos pequeños y nimios al principio, pellizcándola allí donde los moretones no se verían, cambiando el champú de su botella por lejía. Ella había acudido a sus padres, pero no la habían creído. Nadie lo habría hecho, mirando a Daniel; habían confundido la belleza con la inocencia y la bondad. Cuando le rompió el brazo en noveno, ella huyó de casa, pero sus padres la llevaron de vuelta. En décimo, a Daniel lo atropello un conductor que lo mató en el acto y se dio a la fuga. Al lado de sus padres junto a la tumba, Maia se había sentido avergonzada por el abrumador alivio que sentía. Dios, se dijo, sin duda la castigaría por alegrarse de que su hermano hubiese muerto.

Al año siguiente, Él lo hizo. Maia conoció a Jordán. Cabello largo y oscuro, delgadas caderas en unos vaqueros desgastados, camisetas de rockero indie y pestañas como las de una chica. Jamás se le ocurrió que fuera a interesarse por ella; los de su tipo, por lo general, preferían a las chicas pálidas y flacuchas con gafas a la última, pero a él pareció gustarle su figura rellenita. Entre un beso y otro le dijo que era hermosa. Los primeros meses fueron como un sueño; los últimos como una pesadilla. Se volvió posesivo, dominante. Cuando se enojaba con ella, gruñía y le soltaba un guantazo en la mejilla con el dorso de la mano, dejándole una marca como si tuviera demasiado colorete. Cuando intentó romper con él, la empujó y la tiró al suelo en su propio patio delantero, antes de que ella corriera adentro y cerrara la puerta de un golpe.

Más tarde, hizo que la viera besando a otro chico, sólo para que quedara claro que todo había terminado entre ellos. Ya ni siquiera recordaba el nombre de aquel chico. Lo que sí recordaba era ir andando a casa aquella noche, con la lluvia cubriéndole los cabellos de delicadas gotitas, y el barro salpicándole las perneras de los pantalones, mientras atajaba por el parque cercano a su casa. Recordaba a la figura oscura que había salido como una exhalación de detrás del tiovivo de metal, el enorme y húmedo cuerpo del lobo derribándola sobre el barro, el salvaje dolor mientras aquellas mandíbulas se le cerraban sobre la garganta. Había chillado y forcejeado, con el sabor de su propia sangre en la boca, y el cerebro aullando: «Esto es imposible. Imposible». No había lobos en Nueva Jersey, no en su vecindario, no en el siglo XXI.

Los gritos hicieron que aparecieran luces en las casas cercanas, encendiéndose una tras otra igual que cerillas. El lobo la soltó, y de las fauces le colgaban hilos de sangre y carne desgarrada.

Veinticuatro puntos de sutura más tarde, Maia estaba de vuelta en su dormitorio rosa, con su madre revoloteando a su alrededor ansiosamente. El doctor de urgencias había dicho que el mordisco parecía el de un perro grande, pero Maia sabía bien lo que era. Antes de que el lobo se hubiera vuelto para huir, había oído a una ardiente y familiar voz que le susurraba al oído.

—Ahora eres mía. Siempre serás mía.

Nunca volvió a ver a Jordán; él y sus padres habían desmontado su piso y se habían mudado. Ninguno de sus amigos sabía o quiso admitir que sabía adonde se habían ido. Sólo se sorprendió a medias la siguiente luna llena, cuando empezaron los dolores: dolores desgarradores que le recorrieron las piernas de arriba abajo, obligándola a caer al suelo, y le doblaron la columna vertebral como un mago doblaría una cuchara. Cuando los dientes se le cayeron de golpe de las encías y tintinearon contra el suelo como canicas derramadas, se desmayó. O creyó que lo había hecho. Despertó a kilómetros de distancia de su casa, desnuda y cubierta de sangre, con la cicatriz del brazo palpitando como un corazón. Aquella noche saltó al tren que iba a Manhattan. No fue una decisión difícil. Si ya era bastante malo ser birracial en un vecindario conservador, a saber qué le harían a una mujer lobo.

No le resultó complicado encontrar una manada a la que unirse. Había varias de ellas sólo en Manhattan. Acabó con la manada del centro, los que dormían en la vieja comisaría de Chinatown.

Los líderes de las manadas podían cambiar. Primero había sido Kito, luego Véronique, luego Gabriel y ahora Luke. Le había gustado mucho Gabriel, pero Luke era mejor. Tenía un aspecto que inspiraba confianza y unos afectuosos ojos azules; tampoco era demasiado apuesto, así que no le disgustó ya de entrada. Maia se sentía muy a gusto allí con la manada, durmiendo en la vieja comisaría y jugando a cartas, comiendo comida china las noches que la luna no estaba llena y cazando por el parque cuando sí lo estaba, y luego bebiendo, para eliminar la resaca del Cambio, en La Luna del Cazador, uno de los mejores bares clandestinos para hombres lobo. Había cerveza a raudales, y nadie te pedía nunca el carnet para ver si tenías menos de veintiún años. Ser un licántropo te hacía crecer de prisa, y mientras te salieran pelos y colmillos una vez al mes, no había inconveniente para que bebieras en La Luna, tuvieras la edad que tuvieras en años mundanos.

Últimamente, ya apenas pensaba en su familia, pero cuando el chico rubio del abrigo largo negro entró todo digno en el bar, Maia se quedó rígida. No se parecía a Daniel, no exactamente; Daniel había tenido cabellos oscuros que se le enroscaban cerca del cogote, y la piel color miel; en cambio este chico era todo blanco y dorado. Pero tenían la misma clase de cuerpo, delgado; el mismo modo de andar, como una pantera en busca de presa, y la misma total seguridad en la propia atracción. Apretó la mano convulsivamente alrededor de la copa y tuvo que recordarse: «Está muerto. Daniel está muerto».

Tras la llegada del muchacho, un torrente de murmullos recorrió rápidamente el bar, como la espuma de una ola salpicando desde la popa de un barco. El muchacho hizo como si no notara nada, arrastró hacia sí un taburete de la barra con un pie calzado con una bota y se acomodó en él con los codos sobre la barra. En el silencio que siguió a los murmullos, Maia le oyó pedir malta sin mezclar y le vio engullir la mitad de la copa con un diestro movimiento de muñeca. El licor tenía el mismo color dorado oscuro de su pelo. Cuando alzó la mano para dejar el vaso sobre la barra, Maia vio las gruesas Marcas negras enroscadas de las muñecas y el dorso de las manos.

Bat, el tipo sentado junto a ella y con quien había salido en una ocasión, aunque ahora sólo eran amigos, masculló algo por lo bajo que sonó como «nefilim».

«Así que es eso», pensó Maia.

El muchacho no era un hombre lobo. Era un cazador de sombras, un miembro de la policía secreta del mundo arcano. Mantenían la ley, respaldados por la Clave, y no podías llegar a ser uno de ellos. Había que nacer. La sangre los convertía en lo que eran. Corrían un montón de rumores sobre ellos, la mayoría nada halagadores: eran soberbios, orgullosos y crueles; menospreciaban a los subterráneos. Había pocas cosas que a un licántropo le gustaran menos que un cazador de sombras..., tal vez sólo un vampiro.

La gente también decía que los cazadores de sombras mataban demonios. Maia recordaba la primera vez que había oído que los demonios existían y que le habían contado lo que hacían. Le había producido dolor de cabeza. Los vampiros y los hombres lobo sólo eran personas con una enfermedad, eso lo comprendía, pero ¿esperar que creyera en todas aquellas estupideces sobre el cielo y el infierno, los demonios y los ángeles, y aun así que nadie fuera capaz de decirle con seguridad si había un Dios o no, o adónde iba uno cuando se moría? No era justo. Ahora creía en los demonios, había visto suficiente de lo que hacían para ser incapaz de negarlo, pero deseaba no haber tenido que hacerlo.

—Supongo —dijo el muchacho, apoyando los codos sobre la barra— que no sirven Bala de Plata aquí. ¿Demasiadas asociaciones penosas? —Los ojos le brillaban, entrecerrados y relucientes como la luna en cuarto creciente.

El camarero, Freaky Pete, se limitó a echar una mirada al chico y meneó la cabeza con desagrado. Si el chico no hubiese sido un cazador de sombras, imaginó Maia, Pete lo habría arrojado fuera de La Luna, pero se limitó a irse al otro extremo de la barra y dedicarse a sacar brillo a los vasos.

—En realidad —dijo Bat, que era incapaz de mantenerse al margen de nada—, no la servimos porque lo cierto es que es una porquería de cerveza.

El muchacho volvió su reluciente mirada hacia Bat, y sonrió encantado. La mayoría de las personas no sonreían encantadas cuando Bat las miraba con aquella mirada especial suya: Bat medía metro noventa y ocho y tenía una gruesa cicatriz que le desfiguraba la mitad del rostro, allí donde el polvo de plata le había quemado la carne. Bat no era uno de los que se quedaban a pasar la noche con la manada que vivía en la comisaría y dormía en las viejas celdas. Tenía su propio apartamento, incluso un empleo. Había sido un novio bastante bueno, hasta el momento en que había plantado a Maia por una bruja pelirroja llamada Eve, que vivía en Yonkers y tenía una tienda de quiromancia en su propio garaje.

—¿Y tú qué estás bebiendo? —inquirió el muchacho, acercando tanto el rostro a Bat que fue como un insulto—. ¿Un cóctel Luna Llena... bueno, lo que os gusta a todos?

—Te crees que eres muy gracioso. —El resto de la manada se inclinaba para escucharlos, listos para respaldar a Bat si éste decidía partirle la cara al odioso crío de un puñetazo—, ¿no es cierto?

—Bat —dijo Maia. Se preguntó si ella era el único miembro de la manada que dudaba de la capacidad de Bat para partirle la cara al crío de un puñetazo. No es que dudara de Bat, pero había algo en los ojos del muchacho que la inquietaba—. Déjalo.

Bat no le hizo el menor caso.

—Contesta.

—¿Quién soy yo para negar lo evidente? —Los ojos del muchacho resbalaron sobre Maia como si fuese invisible y regresaron a Bat—. ¿Supongo que no te gustaría contarme que le pasó a tu cara? Parece...

Entonces le dijo algo a Bat en una voz tan baja que Maia no lo oyó. Lo siguiente que ésta vio fue que Bat le lanzaba al muchacho un puñetazo que le habría hecho pedazos la mandíbula, sólo que el chico ya no estaba allí. Estaba de pie a un buen metro y medio de distancia, riendo, mientras el puño de Bat alcanzaba su abandonado vaso y lo enviaba volando por la barra hasta chocar contra la pared del fondo, donde cayó una lluvia de fragmentos de cristal.

Antes de que Maia pudiera pestañear siquiera, Freaky Pete ya había salido de la barra y tenía el enorme puño cerrado sobre la camisa de Bat.

—Ya es suficiente —dijo Pete—. Bat, ¿por qué no das un paseo para tranquilizarte?

Bat se retorció para soltarse de Pete.

—¿Dar un paseo? Has oído...

—Sí. —La voz de Pete era queda—. Es un cazador de sombras. Sal a tranquilizarte, cachorro.

Bat lanzó una palabrota y se apartó bruscamente del camarero. Se fue a grandes zancadas hacia la salida, con los hombros agarrotados por la ira. La puerta se cerró ruidosamente a su espalda.

El muchacho había dejado de sonreír y observaba a Freaky Pete con una especie de oscuro resentimiento, como si el camarero se hubiese llevado el juguete con el que él tenía intención de jugar.

—Eso no era necesario —dijo—, puedo cuidarme solo.

Pete contempló al cazador de sombras.

—Es mi bar lo que me preocupa —repuso por fin—. Tal vez sería conveniente que te fueras con tus asuntos a otro lugar, cazador de sombras, si no quieres tener problemas.

—No dije que no quisiera tener problemas. —El muchacho volvió a sentarse en el taburete—. Además, no he acabado mi copa.

Maia echó una ojeada detrás de ella, donde la pared del bar estaba empapada de alcohol.

—A mí me parece que sí —dijo ella.

Por un segundo, el muchacho se quedó simplemente inexpresivo; luego una curiosa chispa de diversión iluminó sus ojos dorados. En ese momento, se parecía tanto a Daniel que Maia quiso echarse hacia atrás.

Pete le puso otro vaso de líquido ambarino sobre la barra antes de que el muchacho pudiera responder.

—Aquí tienes —dijo. Sus ojos se clavaron en Maia, censurándola.

—Pete... —empezó a decir.

No llegó a terminar. La puerta del bar se abrió de golpe, y Bat apareció en la entrada. Maia necesitó un momento para darse cuenta de que la pechera de su camisa y las mangas estaban empapadas de sangre.

Se bajó del taburete y corrió hacia él.

—¡Bat! ¿Estás herido?

El rostro del hombre estaba gris, y la plateada cicatriz le resaltaba en la mejilla igual que un pedazo de alambre retorcido.

—Un ataque —respondió Bat—. Hay un cuerpo en el callejón. Un chaval muerto. Hay sangre... por todas partes. —Sacudió la cabeza y bajó los ojos para mirarse—. No es mi sangre. Estoy bien.

—¿Un cuerpo? Pero quién...

La respuesta de Bat quedó ahogada en la conmoción. Los asientos quedaron vacíos mientras la manada marchaba en tropel hacia la puerta. Pete salió de detrás de la barra y se abrió paso a través del gentío. Únicamente el muchacho cazador de sombras permaneció donde estaba, con la cabeza inclinada sobre su bebida.

A través de la gente amontonada alrededor de la puerta, Maia pudo ver fugazmente el pavimento gris del callejón, salpicado de sangre. Estaba todavía húmeda y se había escurrido entre las grietas del pavimento como los zarcillos de una planta roja.

—¿La garganta cortada? —decía Pete a Bat, que había recuperado el color—. Cómo...

—Había alguien en el callejón. Alguien arrodillado sobre él —explicó Bat con voz tensa—. No como una persona... como una sombra. Salieron huyendo al verme. Él estaba todavía vivo. Moribundo. Me incliné sobre él, pero... —Se encogió de hombros; fue un movimiento espontáneo, pero las venas del cuello le sobresalían como gruesas raíces envolviendo el tronco de un árbol—. Murió sin decir nada.

—Vampiros —exclamó una hembra rolliza de licántropo llamada Amabel que estaba junto a la puerta—. Los Hijos de la Noche. No puede haber sido otra cosa.

Bat la miró, luego se volvió y cruzó majestuoso la estancia en dirección a la barra. Agarró al cazador de sombras por la espalda de la cazadora... o alargó la mano como si ésa fuese su intención, pero el muchacho estaba ya de pie, volviéndose hacia él.

—¿Qué problema tienes, hombre lobo?

La mano de Bat seguía extendida.

—¿Estás sordo, nefilim? —gruñó—. Hay un chico muerto en el callejón. Uno de los nuestros.

—¿Te refieres a un licántropo o a alguna otra clase de subterráneo? —El muchacho alzó las cejas rubias—. Todos me parecéis iguales.

Sonó un rugido sordo... procedente de Freaky Pete, advirtió Maia con cierta sorpresa. Éste había vuelto a entrar en el bar y estaba rodeado por el resto de la manada; todos los ojos estaban fijos en el cazador de sombras.

—Sólo era un cachorro —dijo Pete—. Se llamaba Joseph.

El nombre no le sonó a Maia, pero vio lo apretadas que tenía Pete las mandíbulas y sintió un aleteo en el estómago. La manada estaba en pie de guerra ahora, y si el cazador de sombras tenía algo de sentido común, empezaría a dar marcha atrás como loco. Pero no. Se limitaba a permanecer allí de pie, mirándolos con aquellos ojos dorados y aquella sonrisa curiosa en el rostro.

—¿Un muchacho licántropo? —preguntó.

—Era un miembro de la manada —replicó Pete—. Sólo tenía quince años.

—Y exactamente ¿qué esperas que haga yo? —inquirió el muchacho.

Pete le miró fijamente, incrédulo.

—Eres nefilim —respondió—. La Clave nos debe protección en estas circunstancias.

El muchacho paseó la mirada por el bar, lentamente y con tal insolencia que el rostro de Pete empezó a enrojecer.

—No veo nada de lo que necesitéis protegeros —replicó el muchacho—. Excepto de una decoración más bien fea y un posible problema de moho. Pero, por lo general, eso se puede eliminar con lejía.

—Hay un cuerpo sin vida ante la puerta de este bar —insistió Bat, vocalizando cuidadosamente—. No crees que...

—Creo que es demasiado tarde para que él necesite protección —replicó el muchacho—, si ya está muerto.

Pete seguía mirándole de hito en hito. Las orejas se le habían vuelto puntiagudas, y cuando habló, la voz quedó ahogada por unos caninos cada vez más grandes.

—No te pases, nefilim —dijo—. No te pases.

El muchacho le miró con ojos opacos.

—¿Me estoy pasando?

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Bat—. ¿De verdad?

—Me voy a terminar la copa —contestó él, mirando el vaso medio vacío que seguía sobre el mostrador—, si me dejáis.

—¿Así que ésta es la actitud de la Clave, una semana después de los Acuerdos? —preguntó Pete con repugnancia—. ¿La muerte de los subterráneos no significa nada para vosotros?

El muchacho sonrió, y Maia sintió un cosquilleo en la espalda. Tenía exactamente la misma expresión que Daniel justo antes de que le arrancara las alas a una mariquita.

—Qué típico de los subterráneos —replicó el muchacho— esperar que la Clave limpie vuestra porquería por vosotros. Como si fuese de nuestra incumbencia el que algún jovenzuelo estúpido decidiera esparcirse a sí mismo en forma de pintada por todo vuestro callejón...

Antes de que nadie más pudiera moverse, Bat se abalanzó sobre el cazador de sombras; pero el muchacho ya no estaba allí. Bat dio un traspié y se volvió en redondo, con los ojos desorbitados. La manada lanzó una exclamación ahogada.

Maia se quedó boquiabierta. El cazador de sombras estaba sobre la barra, con los pies bien separados. Realmente parecía un ángel vengador disponiéndose a impartir justicia divina desde lo alto, como se suponía que debían hacer los cazadores de sombras. Entonces alargó una mano y cerró los dedos, rápidamente, en un gesto que ella conocía desde el patio del colegio como «Ven y cógeme», y la manada se abalanzó sobre él.

Bat y Amabel treparon a la barra; el muchacho se volvió hacia ellos tan de prisa que su reflejo en el espejo de detrás de la barra fue borroso. Maia le vio lanzar una patada, y a continuación los dos licántropos estaban gimiendo en el suelo bajo una cascada de cristales rotos. Oyó que el muchacho reía mientras otra persona alzaba la mano y tiraba de él hacia abajo; el cazador de sombras se sumergió en la multitud con una facilidad que indicaba buena disposición.

Luego ya no pudo verle, perdido en medio de un maremágnum de brazos y piernas en movimiento. Con todo, le pareció que podía oírle reír, incluso a la vez que centelleaba el metal, el filo de un cuchillo, y se oía a sí misma inspirar violentamente.

—Ya es suficiente.

Era la voz de Luke, sosegada, firme como un latido. Era extraño cómo siempre se reconocía la voz del líder de la manada. Maia volvió la cabeza y le vio justo en la entrada del bar, con una mano apoyada en la pared. No parecía simplemente cansado, sino deshecho, como si algo le estuviese demoliendo desde dentro; con todo, la voz era serena cuando volvió a hablar.

—Ya es suficiente. Dejad en paz al chico.

Inmediatamente la manada se separó del cazador de sombras, dejando sólo a Bat de pie allí, desafiante, con una mano sujetando aún la parte posterior de la camiseta del cazador de sombras y la otra empuñando un cuchillo de hoja corta. El muchacho tenía el rostro ensangrentado, pero no parecía precisamente alguien que necesitara que lo salvasen; sonreía con una mueca tan peligrosa como el cristal roto que cubría el suelo.

—No es un chico —replicó Bat—. Es un cazador de sombras.

—Son bienvenidos aquí —repuso Luke con tono neutral—. Son nuestros aliados.

—Dijo que no le importaba —insistió Bat enfurecido—. Lo de Joseph...

—Lo sé —indicó Luke en voz queda, y sus ojos se desviaron hacia el muchacho rubio—. ¿Has venido aquí sólo para buscar pelea, Jace Wayland?

El muchacho, Jace, sonrió, tensando el labio partido de modo que un hilillo de sangre le corrió por la barbilla.

—Luke.

Bat, sobresaltado al oír el nombre de pila de su líder de la boca del cazador de sombras, soltó la parte posterior de la camiseta de Jace.

—No sabía...

—No hay nada que saber —repuso Luke, mientras el cansancio de sus ojos le iba penetrando en la voz.

Freaky Pete habló entonces con voz grave.

—Dijo que a la Clave no le importaría la muerte de un licántropo, aunque fuera un crío. Y no hace ni una semana de los Acuerdos, Luke.

—Jace no habla por la Clave —respondió Luke—, y no hay nada que pudiera haber hecho, incluso aunque quisiera. ¿No es cierto?

Miró a Jace, que estaba muy pálido.

—¿Cómo...?

—Sé lo que ha pasado —explicó Luke—. Con Maryse.

Jace se quedó rígido, y por un momento Maia vio, a través de la expresión de burla salvaje al estilo de Daniel, lo que había debajo, y era algo sombrío y cargado de angustia; le recordó más a sus propios ojos en el espejo que a los de su hermano.

—¿Quién te lo ha contado, Clary?

—Clary no.

Maia jamás había oído a Luke pronunciar aquel nombre antes, pero lo dijo en un tono que daba a entender que se trataba de alguien especial para él, y también para el cazador de sombras.

—Soy el líder de la manada, Jace. Oigo cosas. Vamos, vayamos al despacho de Pete y charlemos.

Jace vaciló un instante antes de encogerse de hombros.

—Muy bien —repuso—, pero me debéis ese whisky que no me he bebido.


—Ésa era mi última idea —dijo Clary con un suspiro de derrota, dejándose caer sobre los peldaños del exterior del Museo Metropolitano de Arte y clavando una desconsolada mirada en la Quinta Avenida.

—Ha sido buena. —Simon se sentó en el suelo a su lado, las largas piernas despatarradas ante él—. Quiero decir, es un tipo al que le gustan las armas y matar, así que ¿por qué no la mayor colección de armas de toda la ciudad? Y yo siempre estoy dispuesto a hacer una visita a Armas y Armaduras, de todos modos. Me da ideas para mi campaña.

Ella le miró sorprendida.

—¿Todavía estás jugando con Eric, Kirk y Matt?

—Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Pensé que jugar ya no parecería tan atractivo desde que...

«Desde que nuestras vidas empezaron a parecerse a una de vuestras campañas» incluidos chicos buenos, chicos malos, magia realmente repugnante y objetos hechizados importantes que uno tenía que encontrar si quería ganar el juego.

Excepto que en un juego, los buenos siempre ganaban; derrotaban a los chicos malos y se iban a casa con el tesoro. En cambio en la vida real, ellos habían perdido el tesoro, y a veces Clary todavía no tema claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

Miró a Simon y sintió una oleada de tristeza. Si él renunciaba a jugar sería culpa suya, igual que todo lo que le había sucedido a su amigo en las últimas semanas había sido culpa suya. Recordó su rostro blanco ante el fregadero esa mañana, justo antes de que la besara.

—Simón... —empezó a decir.

—En estos momentos soy un clérigo medio troll que quiere vengarse de los orcos que mataron a su familia —explicó él alegremente—. Es imponente.

Clary lanzó una carcajada justo cuando sonaba su móvil. Lo sacó del bolsillo y abrió la tapa; era Luke.

—No le hemos encontrado —dijo, antes de que él pudiera decir hola.

—No. Pero yo sí.

Clary se incorporó muy tiesa.

—Estás de broma. ¿Está ahí? ¿Puedo hablar con él? —Advirtió que Simon la miraba incisivamente y bajó la voz—. ¿Está bien?

—Más o menos.

—¿Qué quieres decir con «más o menos»?

—Se metió en una pelea con una manada de hombres lobo. Tiene unos cuantos cortes y moretones.

Clary entrecerró los ojos. ¿Por qué, ah, por qué se había metido Jace en una pelea con una manada de lobos? ¿Qué le había llevado a hacer eso? Aunque claro, era Jace. Se metería en una pelea con un camión de gran tonelaje si le venía en gana.

—Creo que deberías venir —continuó Luke—. Alguien tiene que razonar con él, y yo no estoy teniendo mucha suerte.

—¿Dónde estás? —preguntó Clary.

Él se lo dijo. Un bar llamado La Luna del Cazador en la calle Hester. Ella se preguntó si le habrían puesto un halo de glamour mágico para camuflarlo. Cerró la tapa del teléfono con un golpecito y se volvió hacia Simón, que la miraba fijamente con las cejas enarcadas.

—¿El hijo pródigo regresa?

—Algo así.

Clary se puso en pie rápidamente y sacudió las piernas, calculando mentalmente cuánto tardarían en llegar a Chinatown en el metro, o si valía la pena apoquinar el dinero que Luke le había dado para un taxi. Probablemente no, decidió; si quedaban atrapados en el tráfico, tardarían más que en el metro.

—¿... ir contigo? —oyó terminar de decir a Simón, que estaba poniéndose en pie. El muchacho estaba un peldaño por debajo de ella, lo que hacía que tuvieran casi la misma estatura—. ¿Qué te parece?

Clary abrió la boca, luego la volvió a cerrar rápidamente.

—Esto...

—No has oído ni una palabra de lo que he dicho durante los últimos dos minutos, ¿verdad? —Simon sonaba resignado.

—No —admitió ella—, estaba pensando en Jace. Parecía como si estuviese mal. Lo siento.

Los ojos castaños de Simon se oscurecieron.

—¿Debo entender que vas a ir corriendo a vendarle las heridas?

—Luke me ha pedido que vaya —contestó ella—. Esperaba que vinieras conmigo.

Simon dio una patada al peldaño situado sobre el suyo.

—Lo haré, pero... ¿por qué? ¿No puede devolver Luke a Jace al Instituto sin tu ayuda?

—Probablemente. Pero cree que Jace puede estar dispuesto a hablar conmigo sobre lo que está sucediendo.

—Pensaba que a lo mejor podríamos hacer algo esta noche —protestó Simón—. Algo divertido. Ver una película. Cenar en el centro.

Ella le miró. A lo lejos, podía oír el chapoteo del agua en una fuente del museo. Pensó en la cocina de casa de Simón, en las manos húmedas de éste sobre su cabello, pero todo parecía muy lejano, incluso a pesar de que podía verlo mentalmente del modo en que se podía recordar la fotografía de un incidente sin realmente recordar ya el incidente mismo.

—Es mi hermano —dijo—, tengo que ir.

Simon pareció demasiado cansado incluso para suspirar.

—Entonces voy contigo.


El despacho de la trastienda de La Luna del Cazador estaba al final de un pasillo estrecho sobre el que habían esparcido serrín. Aquí y allí el serrín estaba revuelto por las pisadas y manchado con un líquido oscuro que no parecía cerveza. Todo el lugar olía a humo y apestaba, un poco como a... perro mojado, Clary tuvo que admitir, aunque nunca se lo habría dicho a Luke.

—No está de muy buen humor —informó Luke, deteniéndose frente a una puerta cerrada—. Lo encerré en el despacho de Freaky Pete después de que casi matara a la mitad de mi manada con sólo las manos. No ha querido hablar conmigo, así que —se encogió de hombros— pensé en ti. —Pasó la mirada del rostro desconcertado de Clary al de Simón—. ¿Qué?

—No puedo creer que haya venido aquí —repuso Clary.

—Y yo no puedo creer que conozcas a alguien llamado Freaky Pete —bromeó Simón.

—Conozco a muchas personas —respondió Luke—. No es que Freaky Pete sea estrictamente una persona, pero yo no soy quién para hablar.

Empujó la puerta del despacho y la abrió de par en par. Dentro se veía una habitación sencilla, sin ventanas, con banderines de deporte colgados en las paredes. Había un escritorio repleto de papeles sobre el que descansaba un televisor pequeño, y detrás de él, en un sillón cuya piel estaba tan cuarteada que parecía mármol veteado, estaba Jace.

En cuanto la puerta se abrió, Jace agarró un lápiz amarillo que descansaba sobre el escritorio y lo lanzó. Voló por los aires y golpeó la pared justo al lado de la cabeza de Luke, donde quedó clavado, vibrando. Los ojos de Luke se abrieron de par en par.

Jace sonrió débilmente.

—Lo siento, no me he dado cuenta de que eras tú.

Clary sintió que se le encogía el corazón. Hacía días que no había visto a Jace, y de algún modo parecía distinto; no era sólo la cara ensangrentada y los moretones, que eran nuevos, sino que la piel de su rostro parecía más tensa, los huesos más prominentes.

Luke señaló a Simon y a Clary con un gesto de la mano.

—Te he traído a alguien.

Los ojos de Jace fueron hacia ellos. Eran tan inexpresivos como si se los hubiesen pintado en el rostro.

—Por desgracia —dijo—, sólo tenía ese lápiz.

—Jace... —empezó a decir Luke.

—No quiero que él esté aquí. —Jace movió violentamente la barbilla en dirección a Simón.

—Eso no es justo. —Clary estaba indignada.

¿Es que había olvidado que Simon había salvado la vida a Alec, y que posiblemente les había salvado la vida a todos?

—Fuera, mundano —exclamó Jace, indicando la puerta.

Simon movió la mano.

—No pasa nada. Esperaré en el pasillo.

Salió sin dar un portazo, aunque Clary notó que deseaba hacerlo.

La muchacha volvió la cabeza hacia Jace.

—¿Tienes que ser tan...? —empezó, pero calló al ver su rostro, que parecía atormentado y curiosamente vulnerable.

—¿Desagradable? —finalizó él por ella—. Únicamente los días en los que mi madre adoptiva me echa de casa con instrucciones de no volver a ensombrecer su puerta otra vez. Por lo general, soy extraordinariamente bonachón. Ponme a prueba cualquier día que no esté entre el lunes y el domingo.

Luke frunció el ceño.

—Maryse y Robert Lightwood no son mis seres favoritos, pero no puedo creer que Maryse haya hecho eso.

Jace pareció sorprendido.

—¿Los conoces? ¿A los Lightwood?

—Estaban en el Círculo conmigo —respondió Luke—. Me sorprendió cuando me enteré de que dirigían el Instituto aquí. Al parecer hicieron un trato con la Clave, tras el Levantamiento, para asegurarse algún tipo de indulgencia, mientras que Hodge..., bueno, ya sabemos lo que le sucedió a Hodge. —Permaneció en silencio un momento—. ¿Ha dicho Maryse por qué te «exiliaba», por así decirlo?

—No se cree que yo pensara que era el hijo de Michael Wayland. Me acusó de estar de parte de Valentine todo el tiempo... diciendo que le ayudé a escapar con la Copa Mortal.

—Entonces, ¿por qué ibas a seguir aquí? —preguntó Clary—. ¿Por qué no haber huido con él?

—No quiso decirlo, pero sospecho que piensa que me quedé para ser un espía. Una víbora en su seno. No es que ella usara la palabra «seno», pero la idea estaba ahí.

—¿Un espía de Valentine? —Luke parecía consternado.

—Cree que Valentine supuso que, debido al afecto que me tenían, ella y Robert creerían cualquiera cosa que yo les dijera. Así que Maryse ha decidido que la solución es no sentir ningún afecto por mí.

—El afecto no funciona de ese modo. —Luke meneó la cabeza—. No puedes cerrarlo como un grifo. Especialmente si eres padre.

—No son realmente mis padres.

—La paternidad es más que un lazo de sangre. Han sido tus padres durante siete años en todos los aspectos que importan. Maryse simplemente se siente dolida.

—¿Dolida? —Jace sonó incrédulo—. ¿Ella, dolida?

—Quería a Valentine, recuérdalo —explicó Luke—. Como le quisimos todos. Él le hizo mucho daño. No quiere que su hijo se lo haga también. Le preocupa que les hayas mentido. Que la persona que creyó que eras todos estos años fuese una mentira, un truco. Tienes que tranquilizarla.

La expresión de Jace era una perfecta mezcla de obstinación y asombro.

—¡Maryse es una adulta! No debería necesitar que yo la tranquilizara.

—Ah, vamos, Jace —exclamó Clary—. No puedes esperar que todo el mundo se comporte perfectamente. Los adultos también meten la pata. Regresa al Instituto y habla con ella. Sé un hombre.

—No quiero ser un hombre —replicó Jace—, quiero ser un adolescente dominado por la angustia que no puede enfrentarse a sus demonios interiores y por eso ataca verbalmente a otras personas.

—Bueno —se burló Luke—, pues lo estás haciendo de maravilla.

—Jace —se apresuró a decir Clary, antes de que pudieran empezar a pelearse en serio—, tienes que volver al Instituto. Piensa en Alec y en Izzy, piensa en cómo les afectará esto.

—Maryse inventará algo para calmarlos. Quizá les diga que he huido.

—No funcionará —replicó ella—. Isabelle estaba de los nervios cuando me ha llamado por teléfono.

—Isabelle siempre está de los nervios —replicó Jace, pero pareció complacido.

Se recostó en el sillón. Los cardenales de la mandíbula y el pómulo destacaban igual que oscuras Marcas informes sobre la piel.

—No regresaré a un lugar donde no se confía en mí. Ya no tengo diez años. Puedo cuidar de mí mismo.

La expresión de Luke pareció indicar que no estaba muy seguro de eso.

—¿Adonde irás? ¿Cómo vivirás?

Los ojos de Jace relucieron.

—Tengo diecisiete años. Soy prácticamente un adulto. Cualquier cazador de sombras adulto tiene derecho a...

—Cualquier adulto. Pero tú no lo eres. No puedes obtener una remuneración de la Clave porque aún eres demasiado joven, y de hecho, los Lightwood están obligados por la Ley a cuidar de ti. Si ellos no quieren, se debería nombrar a alguna otra persona o...

—¿O qué? —Jace saltó del asiento—. ¿Iré a un orfanato en Idris? ¿Me meterán con una familia a la que nunca he visto? Puedo conseguir un trabajo en el mundo de los mundanos durante un año, vivir como uno de ellos...

—No, no puedes —replicó Clary—. Yo debería saberlo, yo era uno de ellos. Eres demasiado joven para cualquier empleo, y además, con las habilidades que posees..., bueno, la mayoría de asesinos profesionales son mayores que tú. Y son criminales.

—No soy un asesino.

—Si vivieras en el mundo de los mundanos —repuso Luke—, eso es todo lo que serías.

Jace se quedó rígido, apretando la boca, y Clary supo que las palabras de Luke le habían dado donde dolía.

—No lo comprendéis —insistió él con una repentina desesperación en la voz—. No puedo regresar. Maryse quiere que diga que odio a Valentine. Y no puedo hacerlo.

Jace alzó la barbilla, la mandíbula apretada con obstinación, los ojos puestos en Luke como si medio esperara que el adulto respondiera con desdén o incluso con horror. Al fin y al cabo, Luke tenía más motivos para odiar a Valentine que casi ninguna otra persona en el mundo.

—Lo sé —dijo Luke—; hubo un tiempo en que yo también le quise.

Jace soltó aire, fue casi un sonido de alivio, y Clary pensó de repente: «Es por esto que ha venido aquí, a este lugar. No sólo para empezar una pelea, sino para llegar hasta Luke. Porque Luke le comprendería». No todo lo que Jace hacía era descabellado o suicida, se recordó a sí misma. Simplemente lo parecía.

—No deberías tener que afirmar que odias a tu padre —repuso Luke—. Ni siquiera para tranquilizar a Maryse. Ella debería comprenderlo.

Clary miró a Jace con atención, intentando leerle el rostro. Era como un libro escrito en un idioma extranjero que hubiese estudiado durante demasiado poco tiempo.

—¿De verdad dijo que no quería que regresases nunca? —preguntó Clary—. ¿O simplemente supusiste que era eso lo que quería decir, y te largaste?

—Me dijo que probablemente sería mejor si encontraba algún otro lugar durante un tiempo —respondió Jace—. No dijo dónde.

—¿Le diste la oportunidad de hacerlo? —inquirió Luke—. Oye, Jace, no hay ningún problema para que te quedes conmigo todo el tiempo que necesites. Quiero que lo sepas.

A Clary le dio un vuelco el estómago. La idea de tener a Jace en la misma casa en la que vivía, siempre cerca, la llenaba de una mezcla de júbilo y horror.

—Gracias —dijo el muchacho.

La voz era ecuánime, pero los ojos se habían dirigido al instante, impotentes, hacia Clary, y ésta pudo ver en ellos la misma terrible mezcla de emociones que sentía ella. «Luke —pensó ella—, en ocasiones desearía que no fueras tan generoso. O tan ciego.»

—Pero —siguió Luke—, creo que al menos deberías regresar al Instituto el tiempo suficiente para charlar con Maryse y descubrir qué está sucediendo en realidad. Suena como si hubiese más en todo esto de lo que te está contando. Más, quizá, de lo que estuviste dispuesto a escuchar.

Jace apartó violentamente la mirada de la de Clary.

—De acuerdo. —Tenía la voz ronca—. Pero con una condición. No quiero ir solo.

—Iré contigo —dijo rápidamente Clary.

—Lo sé. —La voz de Jace era queda—. Y quiero que lo hagas. Pero quiero que Luke venga también.

El hombre pareció sorprendido.

—Jace..., he vivido aquí quince años y jamás he ido al Instituto. Ni una sola vez. Dudo que Maryse sienta más cariño por mí que...

—Por favor —insistió el muchacho, y aunque la voz carecía de inflexión y habló en tono bajo, Clary casi pudo sentir, como algo palpable, el orgullo que había tenido que reprimir para pronunciar aquellas dos palabras.

—De acuerdo —Luke asintió con la cabeza, con el gesto de un líder de manada acostumbrado a hacer lo que tenía que hacer, tanto si quería como si no—, iré contigo.


Simon se apoyó en la pared del pasillo fuera del despacho de Pete e intentó no sentir lástima de sí mismo.

El día había empezado bien. Bastante bien, por lo menos. Primero había habido aquel incidente desagradable con la película de Drácula de la televisión, que le había producido náuseas y mareo y le había sacado al exterior todas las emociones y los anhelos que había estado intentando reprimir y olvidar. Luego, de algún modo, la náusea había eliminado la tensión de sus nervios y se había encontrado besando a Clary del modo en que había deseado hacerlo durante tantos años. La gente siempre decía que las cosas nunca resultaban como uno se imaginaba que serían. La gente se equivocaba.

Y ella le había devuelto el beso...

Pero en esos momentos ella estaba allí dentro con Jace, y Simon sentía un nudo y unos retortijones en el estómago, igual que si se hubiese tragado un tazón lleno de gusanos. Una sensación de angustia a la que se había acostumbrado últimamente. No siempre había sido así, incluso después de haber comprendido lo que sentía por Clary. Nunca la había presionado, jamás la había abrumado con sus sentimientos. Siempre había estado seguro de que un día ella despertaría de su sueño de príncipes de dibujos animados y héroes de kung fu, y se daría cuenta de lo que era evidente para ambos: se pertenecían el uno al otro. Y si bien ella nunca había parecido interesada en Simón, al menos tampoco había parecido interesada en nadie más.

Hasta Jace. Simon recordó estar sentado en los escalones del porche de la casa de Luke, observando a Clary mientras ella le explicaba quién era Jace y lo que hacía, mientras Jace se examinaba las uñas y mostraba un aire de superioridad. Simon apenas la había oído. Había estado demasiado ocupado fijándose en cómo miraba ella al chico rubio de los tatuajes extraños y el hermoso rostro anguloso. «Demasiado guapo», se había dicho Simón, pero era evidente que Clary no había pensado lo mismo: le miraba como si fuese uno de sus héroes de cómic que hubiera cobrado vida. Nunca antes la había visto mirar a nadie de aquel modo, y siempre había pensado que si alguna vez lo hacía, sería a él. Pero no había sido así, y eso le había dolido más de lo que jamás había imaginado que algo podía doler.

Descubrir que Jace era el hermano de Clary había sido como ser llevado ante un pelotón de fusilamiento y luego recibir un indulto en el último momento. De repente el mundo volvía a parecer lleno de posibilidades.

Sin embargo, en esos momentos, ya no estaba tan seguro.

—Eh, tú. —Alguien se acercaba por el pasillo, un alguien no demasiado alto que se abría paso con cuidado por entre las salpicaduras de sangre—. ¿Esperas para ver a Luke? ¿Está ahí dentro?

—No exactamente. —Simon se apartó de la puerta—. Quiero decir, más o menos. Está ahí dentro con una amiga mía.

La persona, que acababa de llegar junto a él, se detuvo y lo miró fijamente. Simon pudo ver que se trataba de una chica de unos dieciséis años, con una piel tersa de un moreno claro. Los cabellos de color castaño dorado estaban recogidos en docenas de trenzas pequeñas y el rostro tenía casi la forma exacta de un corazón. El cuerpo era compacto y curvilíneo, con amplias caderas que se abrían desde una estrecha cintura.

—¿Ese tipo del bar? ¿El cazador de sombras?

Simon se encogió de hombros.

—Bueno, pues odio tener que decírtelo —dijo ella—, pero tu amigo es un imbécil.

—No es mi amigo —replicó Simón—. Y no podría estar más de acuerdo contigo, la verdad.

—Pero creía que habías dicho...

—Dije amiga. Estoy esperando a su hermana —repuso Simón—. Es mi mejor amiga.

—¿Y está ahí dentro con él ahora? —La chica indicó la puerta con el pulgar.

Llevaba anillos en todos los dedos, aros de aspecto primitivo en bronce y oro. Los vaqueros estaban desgastados pero limpios, y cuando volvió la cabeza, le vio la cicatriz que le cruzaba el cuello, justo por encima de la camiseta.

—Bueno —repuso ella de mala gana—, tengo experiencia sobre hermanos imbéciles. Supongo que ella no tiene la culpa.

—No la tiene —replicó Simón—. Pero puede que sea la única persona a la que él escuche.

—No me pareció de los que escuchan —indicó la muchacha, y atrapó su mirada de reojo; una expresión divertida le pasó rauda por el rostro—. Me estás mirando la cicatriz. Es donde me mordieron.

—¿Mordieron? Quieres decir que eres...

—Una mujer lobo —concluyó ella—. Como todos los demás aquí. Excepto tú, y el imbécil. Y la hermana del imbécil.

—Pero tú no has sido siempre una mujer lobo... Quiero decir, no naciste así, ¿no?

—La mayoría de nosotros no hemos nacido así —respondió la muchacha—. Eso es lo que nos hace diferentes de tus compinches cazadores de sombras.

—¿El qué?

—Antes hemos sido humanos —respondió, y sonrió fugazmente.

Simon no dijo nada a eso. Al cabo de un momento, la muchacha le tendió la mano.

—Maia.

—Simón.

Le estrechó la mano. Era seca y suave. Ella alzó los ojos hacia él, mirándole por entre unas pestañas de un castaño dorado, el color de una tostada con mantequilla.

—¿Cómo sabes que Jace es un imbécil? —preguntó—. O quizá debería decir, ¿cómo lo has averiguado?

Ella retiró la mano.

—Ha destrozado el bar. Le ha dado una paliza a mi amigo Bat. Incluso ha dejado inconscientes a un par de los de la manada.

—¿Están todos bien? —Simon se sintió alarmado. Jace no le había parecido alterado, pero conociéndole, Simon no tenía ninguna duda de que podía matar a varias personas en una sola mañana y luego ir a tomarse unos gofres—. ¿Les ha visto un médico?

—Un brujo —respondió la muchacha—. Los nuestros no tienen mucha relación con los médicos mundanos.

—¿Los subterráneos?

La joven arqueó las cejas.

—Alguien te ha enseñado la jerga, ¿eh?

Simon se sintió irritado.

—¿Cómo sabes que no soy uno de ellos? ¿O de los tuyos? Un cazador de sombras o un subterráneo, o...

Maia negó con la cabeza hasta que las trenzas le saltaron.

—Simplemente brilla en ti —dijo, un tanto amargamente— tu humanidad.

La intensidad de su voz casi le produjo a Simon un escalofrío.

—Podría llamar a la puerta —sugirió éste, sintiéndose repentinamente tonto—. Si quieres hablar con Luke.

Ella se encogió de hombros.

—Sólo dile que Magnus está aquí, averiguando qué ha pasado en el callejón. —Sin duda Simon debió de parecer sobresaltado, porque ella dijo—: Magnus Bañe. Es un brujo.

«Lo sé», quiso decir Simón, pero no lo hizo. Toda la conversación ya había sido suficientemente fantástica.

—Vale.

Maia comenzó a marcharse, pero se detuvo a mitad del pasillo, con una mano en la puerta.

—¿Crees que su hermana será capaz de hacerle entrar en razón? —preguntó.

—Si le hace caso a alguien, será a ella.

—Eso es bonito —repuso Maia—. Que quiera a su hermana de ese modo.

—Sí —repuso Simón—. Es una maravilla.

La inquisidora

La primera vez que Clary había visto el Instituto, éste tenía el aspecto de una iglesia ruinosa, con el tejado desplomado y una sucia cinta policial amarilla manteniendo la puerta cerrada. Ahora no tuvo que concentrarse para disipar la ilusión. Incluso desde el otro lado de la calle podía ver exactamente lo que era, una imponente catedral gótica cuyas agujas parecían agujerear el cielo azul oscuro igual que cuchillos.

Luke se quedó en silencio. Estaba claro por la expresión de su rostro, que alguna especie de lucha tenía lugar en su interior. Mientras subían los escalones, Jace metió la mano dentro de la camiseta como por costumbre, pero cuando la sacó, estaba vacía. Lanzó una amarga carcajada.

—Me había olvidado. Maryse me quitó las llaves antes de que me fuera.

—Claro.

Luke estaba justo frente a las puertas del Instituto. Tocó con suavidad los símbolos tallados en la madera, justo debajo del arquitrabe.

—Estas puertas son exactamente iguales a las de la Sala del Consejo en Idris. Nunca pensé que vería algo igual otra vez.

Clary casi se sintió culpable al interrumpir la ensoñación de Luke, pero existían cuestiones prácticas de las que ocuparse.

—Si no tenemos la llave...

—No debería ser necesaria. Un Instituto debería estar abierto a cualquiera de los nefilim que no quiera hacer daño a los que lo habitan.

—¿Y si son ellos los que quieren hacernos daño a nosotros? —masculló Jace.

Luke esbozó una media sonrisa.

—No creo que eso influya.

—Ya, la Clave siempre se asegura de que las circunstancias estén de su parte. —La voz de Jace sonó ahogada; el labio inferior se le estaba hinchando y el párpado izquierdo empezaba a ponérsele morado.

«¿Por qué no se ha curado?», se preguntó Clary.

—¿También te requisó la estela? —inquirió.

—No cogí nada cuando me fui —respondió Jace—. No quise llevarme nada que los Lightwood me hubieran dado.

Luke le miró con cierta inquietud.

—Todo cazador de sombras debe tener una estela.

—En ese caso ya conseguiré otra —replicó Jace, y posó la mano sobre la puerta del Instituto—. En el nombre de la Clave —dijo—, solicito la entrada a este lugar sagrado. Y en el nombre del ángel Raziel, solicito tu bendición en mi misión contra...

Las puertas se abrieron de golpe. Clary pudo ver el interior de la catedral a través de ellas; la lóbrega oscuridad iluminada aquí y allí por velas metidas en altos candelabros de hierro.

—Bueno, esto es muy cómodo —ironizó Jace—. Imagino que las bendiciones son más fáciles de conseguir de lo que pensaba.

—El Ángel sabe cuál es tu misión —replicó Luke—. No tienes que decir las palabras en voz alta, Jonathan.

Por un momento, a Clary le pareció ver algo en el rostro de Jace, ¿incertidumbre, sorpresa?, tal vez incluso ¿alivio? Pero todo lo que éste dijo fue:

—Nunca vuelvas a llamarme de esa manera. Jonathan no es mi nombre.


Atravesaron la planta baja de la catedral pasando ante los bancos vacíos y la luz que ardía permanentemente en el altar. Luke miró alrededor con curiosidad, e incluso pareció sorprendido cuando el ascensor, como una dorada jaula, llegó para llevarlos arriba.

—Esto tiene que haber sido idea de Maryse —dijo mientras entraban en él—. Es exactamente lo que le gusta.

—Lleva aquí tanto como yo —respondió Jace, mientras la puerta se cerraba detrás de ellos con un sonido metálico.

El viaje fue breve, y ninguno de ellos habló. Clary jugueteó nerviosamente con el fleco del pañuelo que llevaba al cuello. Se sentía un poco culpable por haberle dicho a Simon que se marchara a casa y esperara a que ella le llamara más tarde. Se había dado cuenta, por la enojada posición de los hombros mientras caminaba con paso digno por Canal Street, de que el chico se había sentido despedido sumariamente. Con todo, no podía imaginar tenerle allí —un mundano— mientras Luke suplicaba a Maryse Lightwood en nombre de Jace; simplemente haría que todo resultara más tenso.

El ascensor se detuvo con un chasquido metálico. Salieron de él y se encontraron con Iglesia, que llevaba un lazo rojo ligeramente desgastado alrededor del cuello, aguardándoles en la entrada. Jace se inclinó para pasar el dorso de la mano sobre la cabeza del gato.

—¿Dónde está Maryse?

Iglesia profirió un sonido gutural, a medio camino entre un ronroneo y un gruñido, y se alejó por el pasillo. Le siguieron, Jace callado, Luke echando ojeadas alrededor con evidente curiosidad.

—Jamás pensé que vería el interior de este lugar.

—¿Se parece a cómo pensabas que sería? —preguntó Clary.

—He estado en los Institutos de Londres y París; éste no es distinto de ésos, no. Aunque en cierto modo...

—En cierto modo ¿qué? —Jace iba varias zancadas por delante.

—Es más frío —contestó Luke.

Jace no dijo nada. Habían llegado a la biblioteca. Iglesia se sentó como para indicar que no pensaba ir más allá. Unas voces eran vagamente audibles a través de la gruesa madera de la puerta, pero Jace la abrió de un empujón, sin llamar, y entró.

Clary oyó que una voz lanzaba una exclamación de sorpresa, y se le contrajo el corazón al pensar en Hugo, que prácticamente había vivido en aquella habitación. Hodge, con su voz áspera, y Hugin, el cuervo que era casi su constante compañero... y que, por orden de Hodge, había estado a punto de arrancarle los ojos.

No era Hodge, desde luego. Tras el enorme escritorio, un gran tablero de caoba apoyado sobre las espaldas de dos ángeles de piedra arrodillados, estaba sentada una mujer de mediana edad con el cabello negro como la tinta de Isabelle y la constitución fina y enjuta de Alec. Llevaba un pulcro traje chaqueta negro, muy sencillo, que contrastaba con los múltiples anillos de colores resplandecientes que le brillaban en los dedos.

Junto a ella estaba de pie otra persona: un esbelto adolescente de complexión menuda con ensortijados cabellos oscuros y piel color miel. Cuando volvió la cabeza para mirarlos, Clary no pudo contener una exclamación de sorpresa.

—¿Raphael?

Por un momento, el muchacho pareció desconcertado. Luego sonrió, mostrando unos dientes muy blancos y afilados, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta que se trataba de un vampiro.

Dios —exclamó, dirigiéndose a Jace—. ¿Qué te ha sucedido, hermano? Parece como si una manada de lobos hubiese intentado hacerte pedazos.

—O tu suposición es increíblemente acertada —contestó Jace—, o has oído lo que ha pasado.

La sonrisa de Raphael se convirtió en una mueca burlona.

—Oigo cosas.

La mujer sentada tras el escritorio se puso en pie.

—Jace —dijo, con la voz llena de ansiedad—. ¿Ha sucedido algo? ¿Por qué has regresado tan pronto? Pensé que ibas a quedarte con... —La mirada pasó de él a Luke y a Clary—. ¿Y quién eres tú?

—La hermana de Jace —respondió Clary.

Los ojos de Maryse se detuvieron en ella.

—Sí, ya lo veo. Te pareces a Valentine. —Volvió de nuevo la cabeza hacia Jace—. ¿La has traído contigo? ¿Y a un mundano, también? Este lugar no es seguro para ninguno de vosotros ahora. Y en especial para un mundano...

—Sin embargo yo no soy un mundano —dijo Luke, sonriendo levemente.

La expresión de Maryse cambió lentamente de perplejidad a atónita sorpresa mientras miraba a Luke, lo miraba realmente, por primera vez.

—¿Lucian?

—Hola, Maryse —saludó él—. Ha pasado mucho tiempo.


El rostro de Maryse se quedó inmóvil, y en aquel momento pareció mucho más vieja, más incluso que Luke. Se sentó con cuidado.

—Lucian —repitió, apoyando las palmas de las manos sobre el escritorio—. Lucian Graymark.

Raphael, que había estado observando lo que sucedía con la mirada curiosa de un ave, se volvió hacia Luke.

—Tú mataste a Gabriel.

«¿Quién era Gabriel?» Clary miró fijamente a Luke, perpleja. Éste se encogió levemente de hombros.

—Lo hice, sí, igual que él mató al líder de la manada que había antes. Así es como funciona con los licántropos.

Maryse alzó los ojos al oír aquello.

—¿El líder de la manada?

—Si tú lideras la manada, es hora de que conversemos —dijo Raphael, inclinando gentilmente la cabeza en dirección a Luke, con mirada cautelosa—. Aunque no en este momento, quizá.

—Enviaré a alguien a verte para organizado —indicó Luke—. Ha habido mucho movimiento últimamente. Puede que no esté del todo al día respecto a los detalles.

—Puede —fue todo lo que repuso el otro, y se volvió de nuevo hacia Maryse—. ¿Ha concluido nuestro asunto?

Maryse habló con un esfuerzo.

—Si dices que los Hijos de la Noche no están involucrados en estos asesinatos, entonces aceptaré tu palabra. Estoy obligada a hacerlo, a menos que otras pruebas salgan a la luz.

Raphael frunció el entrecejo.

—¿A la luz? —dijo—. Ésa no es una frase que me guste.

Se volvió, y Clary notó con un sobresalto que podía ver a través de sus bordes, como si fuese una fotografía borrosa en los márgenes. La mano izquierda era transparente, y a través de ella pudo ver el enorme globo terráqueo de metal que Hodge siempre tenía sobre el escritorio. Se oyó emitir un ruidito sorprendido a medida que la transparencia se extendía por los brazos desde las manos, y descendía al pecho desde los hombros, y al cabo de un instante él había desaparecido, como una figura borrada de un esbozo. Maryse suspiró aliviada.

Clary se quedó boquiabierta.

—¿Está muerto?

—¿Cómo, Raphael? —preguntó Jace—. No creo. Eso era simplemente una proyección suya. No puede venir al Instituto en su forma corpórea.

—¿Por qué no?

—Porque esto es terreno sagrado —repuso Maryse—. Y él está condenado. —Los glaciales ojos no perdieron ni un ápice de su frialdad cuando volvió la mirada hacia Luke—. ¿Tú eres el jefe de la manada de aquí? —preguntó—. Supongo que no debería sorprenderme. Parece ser tu método, ¿verdad?

Luke hizo caso omiso de la amargura en su voz.

—¿Estaba Raphael aquí por lo del cachorro que han matado hoy?

—Eso, y por un brujo muerto —contestó Maryse— que encontraron asesinado en el centro, con dos días de diferencia.

—Pero ¿por qué estaba Raphael aquí?

—Al brujo le habían quitado toda la sangre —respondió ella—. Parece que quienquiera que asesinó al chico lobo fue interrumpido antes de que le pudiera sacar la sangre, pero las sospechas recayeron, naturalmente, sobre los Hijos de la Noche. El vampiro ha venido aquí a asegurarme que su gente no tiene nada que ver con ello.

—¿Le crees? —preguntó Jace.

—No tengo ningún interés en hablar sobre asuntos de la Clave contigo ahora, Jace; sobre todo ante Lucian Graymark.

—Ahora me llaman Luke —dijo éste tranquilamente—. Luke Garroway.

Maryse sacudió la cabeza.

—Casi ni te he reconocido. Pareces un mundano.

—Ésa es la idea, sí.

—Todos pensábamos que estabas muerto.

—Esperabais —dijo Luke, todavía con placidez—. Esperabais que estuviese muerto.

Pareció como si Maryse se hubiese tragado algo afilado.

—Será mejor que os sentéis —dijo por fin, indicando las sillas situadas frente al escritorio—. Ahora —siguió, una vez que se hubieron sentado—, quizá podáis contarme por qué estáis aquí.

—Jace —respondió Luke, sin preámbulos— quiere un juicio ante la Clave. Estoy dispuesto a responder por él. Yo estaba allí aquella noche en Renwick, cuando Valentine se dio a conocer. Peleé con él y casi nos matamos mutuamente. Puedo confirmar que todo lo que Jace dice que sucedió es la verdad.

—No estoy segura —replicó Maryse— de lo que vale tu palabra.

—Puede que sea un licántropo —repuso Luke—, pero también soy un cazador de sombras. Estoy dispuesto a ser juzgado por la Espada, si eso ayuda.

«¿Por la Espada?» Eso sonaba mal. Clary dirigió una mirada a Jace. Este parecía calmado, con los dedos entrelazados sobre el regazo, pero había una tensión expectante en todo él, como si estuviera a un paso de estallar. Él captó su mirada.

—La Espada—Alma —explicó—. El segundo de los Instrumentos Mortales. Se usa en los juicios para determinar si un cazador de sombras miente.

—Tú no eres un cazador de sombras —indicó Maryse a Luke, como si Jace no hubiese hablado—. No has vivido según la Ley de la Clave desde hace mucho, mucho tiempo.

—Hubo un tiempo en que tú tampoco viviste según ella —repuso Luke, y un rubor intenso cubrió las mejillas de la mujer—. Pensaba —prosiguió él— que a estas alturas ya habrías superado lo de no ser capaz de confiar en nadie, Maryse.

—Algunas cosas nunca se olvidan —replicó ella; su voz tenía una dulzura peligrosa—. ¿Crees que fingir su propia muerte fue la mayor mentira que Valentine nos contó jamás? ¿Crees que «encanto» es lo mismo que «honestidad»? Yo solía pensarlo. Estaba equivocada. —Se puso en pie y se apoyó sobre la mesa con las delgadas manos—. Nos dijo que daría su vida por el Círculo y que esperaba que nosotros hiciésemos lo mismo. Y lo habríamos hecho... todos nosotros... lo sé. Yo casi lo hice. —Su mirada pasó rauda sobre Jace y Clary, y clavó los ojos en los de Luke—. ¿Recuerdas —prosiguió— cómo nos dijo que el Levantamiento no sería nada, apenas una batalla, unos pocos embajadores desarmados contra todo el poder del Círculo? Yo estaba tan segura de nuestra rápida victoria que cuando cabalgué a Alacante dejé a Alec en casa en su cuna. Pedí a Jocelyn que cuidara de mis hijos mientras yo estaba fuera. Ella se negó. Ahora sé el motivo. Ella lo sabía... y también tú. Y no nos advertisteis.

—Había intentado advertiros sobre Valentine —repuso Luke—. No me escuchasteis.

—No me refiero a Valentine. ¡Me refiero al Levantamiento! Cuando llegamos, había cincuenta de nosotros contra quinientos subterráneos...

—Habíais estado dispuestos a masacrarlos desarmados cuando pensabais que sólo serían cinco —indicó Luke en voz baja.

Las manos de Maryse se cerraron con fuerza sobre el escritorio.

—Fuimos nosotros los masacrados —exclamó—. En medio de la carnicería, volvimos la mirada hacia Valentine para que nos dirigiera. Pero él no estaba allí. Para entonces, la Clave había rodeado el Salón de los Acuerdos. Pensamos que habían matado a Valentine, estábamos listos para entregar nuestras vidas en una desesperada carga final. Entonces recordé a Alec; si yo moría, ¿qué le sucedería a mi pequeño? —La voz le tembló—. Así que depuse las armas y me entregué a la Clave.

—Hiciste lo correcto, Maryse —dijo Luke.

Ella se revolvió contra él, con ojos llameantes.

—¡No me trates con aire condescendiente, hombre lobo! De no haber sido por ti...

—¡No le chilles! —intervino Clary, casi poniéndose en pie—. Fue culpa vuestra por creer en Valentine, para empezar...

—¿Crees que no lo sé? —Había un tono áspero en la voz de Maryse—. Vaya, la Clave se preocupó de dejarlo bien claro cuando nos interrogaron..., tenían la Espada—Alma y sabían cuándo mentíamos, pero no pudieron hacernos hablar..., nada pudo hacernos hablar, hasta que...

—Hasta ¿qué? —Fue Luke quien habló—. Jamás lo he sabido. Siempre me he preguntado qué os contaron para hacer que os volvierais contra él.

—Simplemente la verdad —contestó Maryse, en un tono repentinamente cansado—. Que Valentine no había muerto en el Salón. Había huido..., nos había dejado allí para que muriéramos sin él.

Había muerto más tarde, se nos dijo, quemado en su casa. La Inquisidora nos mostró sus huesos y el amuleto que acostumbraba llevar, carbonizado. Por supuesto, eso era otra mentira... —La voz se le apagó, luego volvió a reponerse, con palabras tajantes—. Todo se estaba desmoronando para entonces, de todos modos. Finalmente hablábamos unos con otros, aquellos de nosotros que estábamos en el Círculo. Antes de la batalla, Valentine me había llevado aparte, me había contado que de todo el Círculo, yo era en quien más confiaba, su lugarteniente más allegado. Cuando la Clave nos interrogó, descubrí que había dicho lo mismo a todos.

—No hay furia en el infierno —masculló Jace, en voz tan baja que únicamente Clary le oyó.

—Mintió no tan sólo a la Clave sino a todos nosotros. Usó nuestra lealtad y nuestro afecto. Del mismo modo en que lo hizo cuando te envió a nosotros —dijo Maryse, mirando directamente a Jace ahora—. Y ahora ha regresado y tiene la Copa Mortal. Ha estado planeando todo esto durante años, desde el principio, todo. No puedo permitirme confiar en ti, Jace. Lo siento.

Jace no dijo nada. Tenía el rostro inexpresivo, pero había ido palideciendo a medida que Maryse hablaba, y los nuevos cardenales le destacaban amoratados en la mandíbula y la mejilla.

—Entonces, ¿qué? —quiso saber Luke—. ¿Qué es lo que esperas que haga? ¿Adónde se supone que debe ir?

Los ojos de la mujer descansaron por un momento sobre Clary.

—¿Por qué no con su hermana? —contestó—. La familia...

—Isabelle es la hermana de Jace —interrumpió Clary—. Alec y Max son sus hermanos. ¿Qué les vas a decir? Te odiarán eternamente si echas a Jace de tu casa.

Los ojos de Maryse se detuvieron en ella.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Conozco a Alec y a Isabelle —respondió Clary, y la noción de la existencia de Valentine se le apareció, inoportunamente; la apartó con fuerza—. La familia es más que la sangre. Valentine no es mi padre. Luke sí lo es. Exactamente igual que Alec, Max e Isabelle son la familia de Jace. Si intentas arrancarlo de tu familia, dejarás una herida que no cicatrizará nunca.

Luke la miraba con una especie de sorprendido respeto. Algo se cruzó en los ojos de Maryse... ¿duda?

—Clary —dijo Jace en voz queda—, es suficiente.

Sonaba vencido. Clary se revolvió contra Maryse.

—¿Qué hay de la Espada? —exigió.

Maryse la contempló por un instante con genuina perplejidad.

—¿La Espada?

—La Espada—Alma —insistió Clary—. La que podéis usar para saber si un cazador de sombras miente o no. Podéis usarla con Jace.

—Ésa es una buena idea. —Había una chispa de animación en la voz de Jace.

—Clary, tus intenciones son buenas, pero no sabes lo que conlleva la Espada —observó Luke—. La única persona que puede usarla es la Inquisidora.

Jace se sentó en el borde de la silla.

—Entonces llamadla. Haced venir a la Inquisidora. Quiero poner fin a esto.

—No —dijo Luke, pero Maryse miraba a Jace.

—La Inquisidora —repuso ésta de mala gana— viene ya de camino...

—Maryse —la voz de Luke se quebró—, ¡dime que no la has involucrado en esto!

—¡No lo he hecho! ¿Crees que la Clave no se implicaría en esta disparatada historia sobre guerreros repudiados y Portales y muertes fingidas? ¿Después de lo que hizo Hodge? Se nos está investigando a todos, gracias a Valentine —finalizó, viendo la expresión lívida y atónita de Jace—. La Inquisidora podría encarcelar a Jace. Podría despojarle de sus Marcas. Pensé que sería mejor...

—Que Jace no estuviera cuando ella llegara —concluyó Luke—. No me extraña que estuvieses tan ansiosa por mandarle lejos.

—¿Quién es la Inquisidora? —quiso saber Clary. La palabra evocaba recuerdos de la Inquisición Española, de tortura, del látigo y el potro—. ¿Qué es lo que hace?

—Investiga a los cazadores de sombras para la Clave —explicó Luke—. Se asegura de que los nefilim no hayan quebrantado la Ley. Investigó a todos los miembros del Círculo después del Levantamiento.

—¿Maldijo a Hodge? —preguntó Jace—. ¿Os envió aquí?

—Ella eligió nuestro exilio y el castigo de Hodge. No siente ningún cariño por nosotros, y odia a tu padre.

—No voy a irme —afirmó Jace, todavía muy pálido—. ¿Qué te hará a ti si llega aquí y yo no estoy? Pensará que has conspirado para ocultarme. Te castigará... a ti, a Alec, a Isabelle y a Max.

Maryse no dijo nada.

—Maryse, no seas estúpida —apoyó Luke—. Te culpará más si dejas marchar a Jace. Mantenerle aquí y permitir el juicio por la Espada sería una señal de buena fe.

—Mantener aquí a Jace... ¡no puedes decirlo en serio, Luke! —exclamó Clary. La muchacha sabía que usar la Espada había sido idea suya, pero empezaba a lamentar haberlo mencionado—. Esa mujer suena horrible.

—Pero si Jace se va —continuó Luke—, no podrá regresar jamás. Nunca volverá a ser un cazador de sombras. Nos guste o no, la Inquisidora es la mano derecha de la Ley. Si Jace quiere seguir siendo una parte de la Clave tiene que cooperar con ella. Él sí tiene algo de su parte, algo que los miembros del Círculo no tenían después del Levantamiento.

—¿Y qué es eso? —preguntó Maryse.

Luke sonrió levemente.

—A diferencia de vosotros —contestó—, Jace dice la verdad.

Maryse inspiró con fuerza, luego volvió la cabeza hacia el chico.

—En última instancia, es tu decisión —dijo—. Si quieres el juicio, puedes permanecer aquí hasta que llegue la Inquisidora.

—Me quedaré —contestó él.

Había una firmeza en su tono, desprovista de ira, que sorprendió a Clary. Parecía mirar más allá de Maryse, con una luz titilando en sus ojos, como si fuese el reflejo de un fuego. En aquel momento, Clary no pudo evitar pensar que se parecía mucho a su padre.

El cuclillo en el nido

—Zumo de naranja, gelatina, huevos... Pero todo caducado hace semanas... y algo que parece una especie de lechuga.

—¿Lechuga? —Clary miró por encima del hombro de Simon al interior de la nevera—. Ah. Eso es un poco de mozzarella.

Simon se estremeció y cerró de una patada la nevera de Luke.

—¿Pedimos una pizza?

—Ya lo he hecho —indicó Luke, entrando en la cocina con el teléfono inalámbrico en la mano—. Una grande vegetal y tres refrescos. Y he llamado al hospital —añadió, colgando el teléfono—. No ha habido cambios en Jocelyn.

—Ah —suspiró Clary.

Se sentó ante la mesa de madera de la cocina de Luke. Por lo general, Luke era muy pulcro, pero en esos momentos la mesa estaba cubierta de correo sin abrir y montones de platos sucios. La bolsa de lona verde de Luke estaba colgada del respaldo de una silla. La muchacha sabía que debería estar ayudando en la limpieza, pero últimamente no había tenido la energía para hacerlo. La cocina de Luke era pequeña y un poco lúgubre, en el mejor de los casos; él no era muy buen cocinero, como evidenciaba el hecho de que el especiero que colgaba sobre la anticuada cocina de gas estuviera vacío de especias. En su lugar, lo usaba para sostener paquetes de café y té.

Simon se sentó junto a ella mientras Luke retiraba los platos sucios de la mesa y los dejaba en el fregadero.

—¿Estás bien? —preguntó Simon en voz baja.

—Estoy perfectamente. —Clary forzó una sonrisa—. No esperaba que mi madre se despertara hoy, Simón. Tengo la sensación de que está... esperando algo.

—¿Sabes qué?

—No, simplemente falta algo. —Alzó los ojos hacia Luke, pero éste estaba absorto en fregar enérgicamente los platos—. O a alguien.

Simon la miró con curiosidad, luego se encogió de hombros.

—Así que parece que la escena en el Instituto fue muy dura.

Clary se estremeció.

—La madre de Alec e Isabelle da miedo.

—¿Me repites su nombre?

—May—ris —dijo Clary, copiando la pronunciación de Luke.

—Es un antiguo nombre de cazador de sombras. —Luke se secó las manos en un paño de cocina.

—¿Y Jace decidió quedarse allí y vérselas con esta Inquisidora? ¿No quiso marcharse? —preguntó Simón.

—Es lo que tiene que hacer si quiere tener una vida como cazador de sombras —respondió Luke—. Y ser eso, uno de los nefilim, lo significa todo para él. Conocí a otros cazadores de sombras como él, allá en Idris. Si le quitases eso...

Se oyó el familiar zumbido del timbre de la puerta. Luke arrojó el paño sobre la encimera.

—Regresaré en seguida.

—Es realmente increíble pensar en Luke como en alguien que en una ocasión fue un cazador de sombras —dijo Simon en cuanto Luke salió de la cocina—. Más increíble de lo que es pensar en él como un hombre lobo.

—¿De verdad? ¿Por qué?

Simon se encogió de hombres.

—He oído hablar de hombres lobo antes. Son una especie de elemento conocido. Así que se convierte en lobo una vez al mes, ¿y qué? Pero eso de ser cazador de sombras..., son como una secta.

—No son como una secta.

—Ya lo creo que lo son. Es toda su vida. Y menosprecian a los demás. Nos llaman mundanos. Como si ellos no fuesen seres humanos. No hacen amistad con la gente corriente, no van a los mismos sitios, no cuentan los mismos chistes, creen que están por encima de nosotros. —Simon alzó una pierna larguirucha y retorció el deshilachado borde del agujero de la rodilla de los vaqueros—. Hoy he conocido a otro ser lobo.

—No me digas que anduviste con Freaky Pete en La Luna del Cazador.

Clary sintió una sensación de inquietud en la boca del estómago, pero no podría haber dicho exactamente qué la provocaba. Probablemente la tensión.

—No, una chica —dijo Simón—. De nuestra edad. Se llama Maia.

—¿Maia?

Luke entró en la cocina con una caja blanca de pizza. La dejó caer sobre la mesa, y Clary alargó la mano para alzar la tapa. El aroma a masa caliente, salsa de tomate y queso le recordó lo hambrienta que estaba. Arrancó un pedazo, sin esperar a que Luke le pasara un plato. Él se sentó con una sonrisa burlona, sacudiendo la cabeza.

—Maia es un miembro de la manada, ¿cierto? —preguntó Simón, tomando también un pedazo.

Luke asintió.

—Ya lo creo. Es una buena chica. La he tenido aquí unas cuantas veces ocupándose de la librería mientras he estado en el hospital. Deja que le pague en libros.

Simon miró a Luke por encima de su pizza.

—¿Andas mal de dinero?

Luke se encogió de hombros.

—El dinero nunca ha sido importante para mí, y la manada cuida de los suyos.

—Mi madre siempre decía —dijo Clary— que cuando nos hiciera falta dinero, vendería una de las acciones de mi padre. Pero puesto que el tipo que yo pensaba que era mi padre no era mi padre, y dudo que Valentine tuviera acciones...

—Tu madre se iba vendiendo las joyas poco a poco —explicó Luke—. Valentine le había dado algunas de las alhajas de la familia, joyas que habían estado con los Morgenstern durante generaciones. Incluso una joya pequeña conseguiría un precio elevado en una subasta. —Suspiró—. Ahora han desaparecido; aunque Valentine podría haberlas recuperado de los escombros de vuestro apartamento.

—Bueno, espero que a ella le produjera alguna satisfacción, de todos modos —dijo Simón—. Vender sus cosas así.

Tomó un tercer pedazo de pizza. Era realmente asombroso, se dijo Clary, lo mucho que los chicos adolescentes eran capaces de comer sin engordar ni enfermar.

—Debe de haber sido extraño para ti —comentó a Luke—. Ver a Maryse Lightwood de ese modo, después de tanto tiempo.

—No precisamente extraño. Maryse no es tan distinta ahora de como era entonces; de hecho, es más como ella misma que nunca, si eso tiene sentido.

Clary pensó que lo tenía. El aspecto que había mostrado Maryse Lightwood le había recordado a la delgada muchacha morena de la fotografía que Hodge le había dado, la que tenía la barbilla ladeada en un gesto altanero.

—¿Qué crees que siente hacia ti? —preguntó—. ¿Realmente crees que esperaban que estuvieses muerto?

Luke sonrió.

—Tal vez no por odio, no, pero habría sido más conveniente y menos complicado para ellos si yo hubiese muerto, por supuesto. No creo que esperaran que, además de estar vivo, liderara a la manada del centro. Al fin y al cabo, su trabajo es mantener la paz entre los subterráneos... y aquí aparezco yo, con un historial con ellos y muchísimas razones para desear venganza. Les preocupará que yo pueda ser impredecible.

—¿Lo eres? —preguntó Simón. Se habían quedado sin pizza, así que alargó la mano sin mirar y tomó una de las cortezas mordisqueadas de Clary. Sabía que ella odiaba las cortezas—. Impredecible, quiero decir.

—No hay nada de impredecible en mí. Soy imperturbable. Soy de mediana edad.

—Excepto que una vez al mes te conviertes en un lobo, y te vas a desgarrar y matar cosas —indicó Clary.

—Podría ser peor —repuso él—. Se sabe de hombres de mi edad que compran coches caros y se acuestan con supermodelos.

—Sólo tienes treinta y ocho años —señaló Simón—. Eso no es ser de mediana edad.

—Gracias, Simón, te lo agradezco. —Luke abrió la caja de la pizza y, al verla vacía, la cerró con un suspiro—. Aunque te has comido toda la pizza.

—Sólo he cogido cinco porciones —protestó Simón, inclinando la silla hacia atrás y balanceándose precariamente sobre las dos patas traseras.

—¿Cuántas porciones creías que había en una pizza, ganso? —quiso saber Clary.

—Menos de cinco porciones no es una comida. Es un tentempié. —Simon miró con aprensión a Luke—. ¿Significa eso que te vas a convertir en lobo y devorarme?

—Desde luego que no. —Luke se puso en pie y arrojó la caja de pizza a la basura—. Estarías lleno de nervios y resultarías difícil de digerir.

—Pero sería kosher —señaló Simon alegremente.

—Me aseguraré de enviarte al primer licántropo judío que encuentre. —Luke se apoyó con la espalda en el fregadero—. Pero para responder a tu anterior pregunta, Clary, sí que ha sido extraño ver a Maryse Lightwood, pero no por ella. Ha sido el entorno. El Instituto me ha recordado demasiado el Salón de los Acuerdos de Idris; he sentido toda la fuerza de las runas del Libro Gris a mi alrededor, por todas partes, tras quince años de intentar olvidarlas.

—¿Y pudiste? —preguntó Clary—. ¿Conseguiste olvidarlas?

—Hay algunas cosas que no se olvidan. Las runas del Libro son más que ilustraciones. Se convierten en parte de ti. En parte de tu piel. Ser un cazador de sombras jamás te abandona. Es un don que se lleva en la sangre, y te resulta tan imposible cambiarlo como cambiar tu grupo sanguíneo.

—Me preguntaba —dijo Clary—, si quizá debería ponerme algunas Marcas.

Simon dejó caer la corteza de pizza que mordisqueaba.

—Estás de broma.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a bromear sobre algo así? ¿Y por qué no debería tener Marcas? Soy una cazadora de sombras. Quizá valdría la pena que buscara toda la protección que pueda obtener.

—¿Protección contra qué? —inquirió Simón, inclinándose hacia adelante de modo que las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con un fuerte estrépito—. Pensaba que todo eso sobre cazar sombras había terminado. Pensé que intentabas llevar una vida normal.

—No estoy seguro de que exista eso de una vida normal —repuso Luke en tono afable.

Clary se miró el brazo, donde Jace le había dibujado la única Marca que había recibido nunca. Todavía podía ver los blancos trazos que había dejado atrás; eran más un recuerdo que una cicatriz.

—Desde luego, quiero apartarme de las cosas raras. Pero ¿y si las cosas raras vienen a por mí? ¿Y si no tengo elección?

—O a lo mejor no tienes tantas ganas de alejarte de las cosas raras —masculló Simón—. No mientras Jace siga metido en ellas, al menos.

Luke carraspeó.

—La mayoría de nefilim pasan por varios niveles de adiestramiento antes de recibir sus Marcas. Yo no te recomendaría tener ninguna hasta que hayas recibido cierta instrucción. Y si quieres hacerlo es cosa tuya, desde luego. No obstante, hay algo que deberías tener. Algo que todo cazador de sombras debe tener.

—¿Una detestable actitud arrogante? —se burló Simón.

—Una estela —respondió Luke—. Todo cazador de sombras debe tener una.

—¿Tú tienes una? —preguntó Clary, sorprendida.

Sin contestar, Luke salió de la cocina. Regresó a los pocos instantes sosteniendo un objeto envuelto en tela negra. Lo puso sobre la mesa, desenrolló la tela y dejó al descubierto un reluciente instrumento con aspecto de varita mágica, fabricado en pálido cristal opaco. Una estela.

—Bonita —murmuró Clary.

—Me alegro de que te guste —repuso Luke—, porque quiero que la tengas.

—¿Tenerla? —Le miró atónita—. Pero es tuya, ¿no es cierto?

Él negó con la cabeza.

—Ésta era de tu madre. No quería tenerla en el apartamento por si la encontrabas casualmente, así que me pidió que se la guardara.

Clary levantó la estela. Tenía un tacto frío, aunque sabía que podía calentarse hasta resplandecer cuando se usaba. Era un objeto extraño, ni lo bastante largo como para ser una arma, ni lo bastante corto para ser manipulado con la facilidad de un lápiz. Supuso que el curioso tamaño era sencillamente algo a lo que uno se acostumbraba con el tiempo.

—¿Me la puedo quedar?

—Claro. Es un modelo antiguo, desde luego, desfasado en casi veinte años. Puede que hayan perfeccionado los diseños desde entonces. Con todo, es muy fiable.

Simon la observó sostener la estela como la batuta de un director, trazando suavemente dibujos invisibles en el aire entre ellos.

—Esto me recuerda la vez en que mi abuelo me dio sus viejos palos de golf.

Clary rió y bajó la mano.

—Ya, sólo que tú nunca los has usado.

—Y yo espero que tú nunca tengas que usar eso —repuso Simón, y desvió rápidamente la mirada antes de que ella pudiera replicar.


Se alzaba humo de las Marcas en negras espirales, y él olió el asfixiante aroma de su propia piel al quemarse. Su padre le vigilaba sosteniendo la estela; la punta refulgía roja como la de un atizador que ha estado demasiado tiempo en el fuego.

Cierra los ojos, Jonathan —dijo—. El dolor es sólo lo que tú le permites que sea.

Pero la mano de Jace se cerró sobre sí misma, de mala gana, como si su piel se contrajera, se retorciera para alejarse de la estela. Oyó el chasquido de un hueso de su mano al romperse, y luego otro...

Jace abrió los ojos y pestañeó en la oscuridad, mientras la voz de su padre se desvanecía como humo en un viento cada vez más fuerte. Notó un dolor, con sabor metálico, en la lengua. Se había mordido la parte interior del labio. Se incorporó haciendo una mueca de dolor.

El chasquido volvió a sonar e, involuntariamente, bajó los ojos hacia la mano. No tenía marcas. Reparó en que el sonido provenía de fuera de la habitación. Alguien que llamaba, si bien con cierta vacilación, a la puerta.

Rodó fuera de la cama, tiritando cuando los pies descalzos tocaron el suelo helado. Se había quedado dormido vestido, y contempló la camiseta arrugada con desagrado. Probablemente todavía olía a lobo. Y le dolía todo el cuerpo.

La llamada volvió a oírse. Jace cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta de golpe. Pestañeó sorprendido.

—¿Alec?

Éste, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, se encogió de hombros, cohibido.

—Siento que sea tan temprano. Mamá me ha enviado a buscarte. Quiere verte en la biblioteca.

—¿Qué hora es?

—Las cinco de la mañana.

—¿Qué diablos haces levantado?

—No me he acostado.

Parecía decir la verdad. Tenía los ojos azules rodeados de sombras oscuras.

Jace se pasó una mano por los cabellos despeinados.

—De acuerdo. Espera un momento mientras me cambio la camiseta.

Fue al armario y rebuscó entre cuadradas pilas pulcramente dobladas hasta que encontró una camiseta azul oscuro de manga larga. Con cuidado se sacó la camiseta que llevaba puesta, ya que en algunas partes estaba pegada a la carne con sangre seca.

Alec desvió la mirada.

—¿Qué te ha pasado? —Su voz sonaba extrañamente tímida.

—Tuve una bronca con una manada de hombres lobo. —Jace se pasó la camiseta azul por la cabeza; una vez vestido, salió sin hacer ruido al pasillo tras Alec—. Tienes algo en el cuello —comentó.

La mano de Alec salió disparada a la garganta.

—¿Qué?

—Parece la marca de un mordisco —comentó Jace—. ¿Qué has estado haciendo fuera toda la noche?

—Nada. —Rojo como un tomate y con la mano aún pegada al cuello, Alec empezó a recorrer el pasillo, seguido por Jace—. Fui a pasear al parque. Intentaba despejarme la cabeza.

—¿Y tropezaste con un vampiro?

—¿Qué? ¡No! Me caí.

—¿Sobre el cuello? —Alec profirió un sonido, y Jace decidió que era mucho mejor dejar de lado el tema—. Vale, lo que sea. ¿Y de qué querías despejarte la cabeza?

—Tú. Mis padres —respondió Alec—. Vinieron y nos explicaron por qué estaban tan furiosos después de que te fueras. Y nos explicaron lo de Hodge. Gracias por no contármelo, por cierto.

—Lo siento. —Ahora le tocó el turno de enrojecer a Jace—. No me veía capaz de hacerlo.

—Bueno, la cosa no pinta muy bien. —Alec retiró finalmente la mano del cuello y dedicó una mirada acusadora a Jace—. Da la impresión de que estés ocultando cosas. Cosas sobre Valentine.

Jace se detuvo en seco.

—¿Crees que he mentido? ¿Sobre no saber que Valentine era mi padre?

—¡No! —Alec pareció sobresaltado, bien por la pregunta o por la vehemencia de Jace al hacerla—. Y tampoco me importa quién sea tu padre. Me da igual. Sigues siendo la misma persona.

—Quienquiera que ésa sea.

Las palabras le surgieron llenas de frialdad, antes de que él pudiera reprimirlas.

—Lo que estoy diciendo —el tono de Alec era apaciguador—, es que puedes ser un poco... áspero a veces. Simplemente piensa antes de hablar, eso es todo lo que te pido. Aquí nadie es tu enemigo, Jace.

—Bien, gracias por el consejo —respondió él—. Puedo recorrer yo solo el resto del camino hasta la biblioteca.

—Jace...

Pero éste ya se había ido, dejando atrás la angustia de Alec. Jace no soportaba que otras personas se preocuparan por él. Le hacía pensar que tal vez hubiera algo de lo que preocuparse.

La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Sin molestarse en llamar, Jace entró. Siempre había sido una de sus estancias favoritas del Instituto; había algo reconfortante en su anticuada mezcla de accesorios de madera y de latón, y en los libros encuadernados en cuero y terciopelo, alineados a lo largo de las paredes como viejos amigos aguardando su regreso. Una ráfaga de aire frío le azotó en cuanto la puerta se abrió. El fuego, que por lo general llameaba en la chimenea durante todo el otoño y el invierno, era un montón de cenizas. Las lámparas estaban apagadas. La única luz entraba a través de las estrechas ventanas con persianas de lamas y por la claraboya de la torre, en lo alto.

Sin quererlo, Jace pensó en Hodge. De vivir él aún allí, la chimenea estaría encendida, y las lámparas de gas también, proyectando tamizados charcos de luz dorada sobre el suelo de parquet. El mismo Hodge estaría repantigado en un sillón junto al fuego, con Hugo en un hombro, un libro apoyado a su lado...

Pero sí había alguien en el viejo sillón de Hodge. Un alguien delgado y gris que se alzó del asiento, desenroscándose con la misma gracilidad que la cobra de un encantador de serpientes, y se volvió hacia él con una sonrisa fría.

Era una mujer. Vestía una larga y anticuada capa gris oscuro que descendía hasta la parte superior de sus botas. Debajo llevaba un traje entallado color negro pizarra con un cuello mandarín, cuyas almidonadas puntas le presionaban el cuello. El cabello era de una especie de rubio pálido incoloro, firmemente recogido hacia atrás con pinzas, y los ojos eran inflexibles esquirlas grises. Jace pudo sentirlos, como el contacto con agua helada, cuando la mirada de la mujer pasó de los vaqueros mugrientos y salpicados de lodo al rostro magullado, a los ojos, y se quedó fija allí.

Por un segundo, algo ardiente titiló en la mirada, como el resplandor de una llama atrapada bajo el hielo. Luego desapareció.

—¿Eres el chico?

Antes de que Jace pudiera responder, otra voz contestó: era Maryse, que había entrado en la biblioteca detrás de él. Jace se preguntó cómo era que no la había oído acercarse, y se fijó que Maryse había cambiado los tacones altos por unas zapatillas. Vestía una larga bata de seda estampada, y sus labios formaban una fina línea.

—Sí, Inquisidora —respondió—. Éste es Jonathan Morgenstern.

La Inquisidora avanzó hacia Jace como un humo gris flotando en el aire. Se detuvo frente a él y extendió una mano; los dedos largos y blancos recordaron al chico a una araña albina.

—Mírame, muchacho —ordenó, y de improviso aquellos dedos largos estaban bajo su barbilla, obligándolo a alzar la cabeza; la mujer era increíblemente fuerte—. Me llamarás Inquisidora. No me llamarás ninguna otra cosa. —La piel alrededor de los ojos era un laberinto de finas líneas igual que grietas en pintura. Dos surcos estrechos discurrían desde los bordes de la boca hasta la barbilla—. ¿Entendido?

Durante la mayor parte de su vida, la Inquisidora había sido una figura distante y medio mística para Jace. Su identidad e incluso muchos de sus deberes quedaban envueltos en el secretismo de la Clave. Jace siempre había imaginado que sería como los Hermanos Silenciosos, con su poder independiente y sus misterios ocultos. No había imaginado a alguien tan directo... o tan hostil. Los ojos parecían rebanarle, cortar en tajadas su coraza de seguridad y burla, desnudándole por completo.

—Mi nombre es Jace —dijo él—. No chico. Jace Wayland.

—No tienes derecho al nombre de Wayland —replicó ella—. Eres Jonathan Morgenstern. Reivindicar el nombre Wayland te convierte en un mentiroso. Igual que tu padre.

—A decir verdad —repuso Jace—, prefiero pensar que soy un mentiroso en un modo que me es propio.

—Ya veo. —Una sonrisita curvó la pálida boca, y no fue una sonrisa agradable—. No toleras la autoridad, igual que hacía tu padre. Como el ángel cuyo nombre lleváis los dos. —Le sujetó la barbilla con una repentina ferocidad, clavándole dolorosamente las uñas—. Lucifer recibió su recompensa por haberse rebelado cuando Dios lo arrojó a los infiernos. —Su aliento era agrio como el vinagre—. Si desafías mi autoridad, puedo prometerte que envidiarás su destino.

Soltó a Jace y retrocedió. Éste pudo sentir el lento hilillo de sangre que le brotaba del lugar donde las uñas le habían herido el rostro. Las manos le temblaban de cólera, pero se negó a alzar una para limpiarse la sangre.

—Imogen... —empezó Maryse, luego se corrigió—. Inquisidora Herondale. Ha aceptado un juicio por la Espada. Puedes averiguar si está diciendo la verdad.

—¿Sobre su padre? Sí, sé que puedo. —El almidonado cuello del vestido de la Inquisidora Herondale se le clavó en la garganta cuando volvió la cabeza para mirar a Maryse—. Sabes, Maryse, la Clave no está contenta con vosotros. Robert y tú sois los guardianes del Instituto. Simplemente tenéis la suerte de que vuestra hoja de servicios a lo largo de los años ha estado relativamente limpia. Pocos disturbios demoníacos hasta recientemente, y todo ha estado tranquilo durante los últimos días. No hay informes, ni siquiera desde Idris, así que la Clave se siente benévola. En ocasiones nos hemos preguntado si en realidad rescindisteis vuestra lealtad para con Valentine. Por lo que se ve, os puso una trampa y caísteis directamente en ella. Se podría pensar que deberíais ser más listos.

—No hubo trampa —terció Jace—. Mi padre sabía que los Lightwood me criarían si pensaban que era el hijo de Michael Wayland. Eso es todo.

La Inquisidora le contempló como si fuese una cucaracha parlante.

—¿Sabes lo que hace el cuclillo, Jonathan Morgenstern?

Jace se preguntó si ser la Inquisidora, que no podía ser un trabajo agradable, habría trastornado un poco a Imogen Herondale.

—¿El qué?

—El cuclillo —repitió ella—. Ya sabes, los cuclillos son parásitos. Ponen sus huevos en los nidos de otros pájaros. Cuando la cría nace, el bebé cuclillo tira a todas las otras crías fuera del nido. Los pobres padres pájaro se matan a trabajar intentando encontrar comida suficiente para alimentar a la enorme cría de cuclillo que ha asesinado a sus pequeños y ocupado su lugar.

—¿Enorme? —dijo Jace—. ¿Me acaba de llamar gordo?

—Era una analogía.

—No estoy gordo.

—Y yo —intervino Maryse— no quiero tu lástima, Imogen. Me niego a creer que la Clave me castigará a mí o a mi esposo por decidir criar al hijo de un amigo muerto. —Irguió los hombros—. No es como si no les hubiéramos dicho lo que estábamos haciendo.

—Y yo jamás he hecho daño a los Lightwood en ningún modo —dijo Jace—. He trabajado duro, y me he preparado duro; diga lo que quiera sobre mi padre, pero me convirtió en un cazador de sombras. Me he ganado mi lugar aquí.

—No defiendas a tu padre ante mí —replicó la Inquisidora—. Le conocí. Fue... es... el más vil de los hombres.

—¿Vil? ¿Quién dice «vil»? ¿Qué significa eso siquiera?

Las pestañas incoloras de la Inquisidora le rozaron las mejillas cuando entrecerró los ojos, con expresión especulativa.

—Eres realmente arrogante —dijo por fin—. E intolerante. ¿Te enseñó tu padre a comportarte así?

—No con él —respondió Jace, cortante.

—Le estás imitando. Valentine era uno de los hombres más arrogantes e irrespetuosos que he conocido jamás. Supongo que te educó para ser igual que él.

—Sí —replicó Jace, incapaz de contenerse—, se me entrenó para ser un genio malvado desde una edad temprana. Arrancando las alas a las moscas, envenenando el suministro de agua de la tierra..., me dedicaba a estas cosas en el jardín de infancia. Supongo que tenemos suerte de que mi padre fingiera su propia muerte antes de que llegara a la parte de mi educación dedicada a la violación y el saqueo, o nadie habría estado a salvo.

Maryse profirió un sonido muy parecido a un gemido de horror.

—Jace...

Pero la Inquisidora la atajó.

—Y exactamente igual que tu padre, no puedes controlar tu genio —dijo—. Los Lightwood te han mimado y han permitido que tus peores cualidades crecieran sin freno. Tal vez tengas el aspecto de un ángel, Jonathan Morgenstern, pero sé exactamente lo que eres.

—No es más que un muchacho —indicó Maryse.

¿Le estaba defendiendo? Jace le dirigió un fugaz vistazo, pero Maryse tenía los ojos vueltos hacia otro lado.

—Valentine no fue más que un muchacho en una ocasión. Ahora, antes de que empecemos a hurgar en esa cabeza rubia tuya para descubrir la verdad, sugiero que calmes tu mal genio. Y sé exactamente dónde puedes hacerlo mejor.

Jace pestañeó.

—¿Me está enviando a mi habitación?

—Te estoy enviando a las prisiones de la Ciudad Silenciosa. Tras una noche allí, sospecho que te mostrarás muchísimo más cooperativo.

Maryse lanzó una exclamación ahogada.

—¡Imogen... no puedes!

—Claro que puedo. —Sus ojos brillaban como cuchillas—. ¿Tienes algo que decirme, Jonathan?

Jace únicamente podía mirarla sorprendido. Existían niveles y niveles en la Ciudad Silenciosa, y él sólo había visto los dos primeros, donde se guardaban los archivos y donde los Hermanos se reunían en asamblea. Las celdas de la prisión estaban en el nivel más inferior de la ciudad, por debajo del cementerio, donde miles de cadáveres de cazadores de sombras descansaban enterrados en silencio. Las celdas estaban reservadas a los peores criminales: vampiros convertidos en delincuentes, brujos que violaban la Ley de la Alianza, cazadores de sombras que derramaban la sangre de sus propios compañeros. Jace no era ninguna de esas cosas. ¿Cómo podía ella sugerir siquiera enviarle allí?

—Muy sabio, Jonathan. Veo que ya estás aprendiendo la mejor lección que la Ciudad Silenciosa puede enseñarte. —La sonrisa de la Inquisidora era como la de una calavera sonriente—. Cómo mantener la boca cerrada.


Clary estaba ayudando a Luke a limpiar los restos de la cena cuando el timbre de la puerta volvió a sonar. Se irguió y dirigió rápidamente la mirada a Luke.

—¿Esperas a alguien?

Él arrugó la frente, secándose las manos en el paño de cocina.

—No. Esperad aquí.

Le vio alargar la mano para coger algo de uno de los estantes mientras abandonaba la estancia. Algo que centelleó.

—¿Has visto ese cuchillo? —silbó Simón, levantándose de la mesa—. ¿Espera problemas?

—Creo que estos días siempre espera problemas —contestó Clary.

Miró al otro lado de la puerta de la cocina y vio a Luke ante la puerta abierta de la calle. Podía oír su voz, pero no lo que estaba diciendo. De todos modos, no parecía alterado.

La mano de Simón, sobre su hombro, tiró de ella hacia atrás.

—Mantente alejada de la puerta. ¿Es que estás loca? ¿Y si hay algún ser demoníaco ahí fuera?

—Entonces, probablemente a Luke le iría bien nuestra ayuda. — Bajó la mirada hacia la mano de él—. ¿Ahora te has vuelto sobreprotector? Eso es encantador.

—¡Clary! —llamó Luke desde la puerta de la calle—. Ven aquí. Quiero que conozcas a alguien.

Clary palmeó la mano de Simon y la apartó.

—Vuelvo en seguida.

Luke estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. El cuchillo había desaparecido por arte de magia. Había una chica en los peldaños de la entrada, una chica de rizados cabellos castaños peinados en múltiples trenzas y una chaqueta de pana color canela.

—Ésta es Maia —dijo Luke—. La chica de la que os hablaba justo ahora.

La muchacha miró a Clary. Los ojos, bajo la brillante luz del porche, eran de un curioso verde ambarino.

—Tú debes de ser Clary.

Clary asintió.

—Así que aquel chaval... el chico de los cabellos rubios que destrozó La Luna del Cazador... ¿es tu hermano?

—Jace —replicó Clary, concisa, disgustándole la impertinente curiosidad de la muchacha.

—¿Maia?

Era Simón, acercándose por detrás de Clary, con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora vaquera.

—Sí. Eres Simón, ¿verdad? Soy fatal para los nombres, pero te recuerdo. —La muchacha miró más allá de Clary y le sonrió.

—Estupendo —soltó Clary—. Ahora todos somos amigos.

Luke tosió y se irguió.

—Quería que os conocieseis porque Maia estará trabajando en la librería durante las próximas semanas —explicó—. Si la ves entrar y salir, no te preocupes. Tiene una llave.

—Y yo estaré ojo avizor por si hay algo raro —prometió Maia—. Demonios, vampiros, lo que sea.

—Gracias —repuso Clary—, ahora me siento mucho más segura.

Maia pestañeó.

—¿Estás siendo sarcástica?

—Estamos todos un poco tensos —intervino Simón—. Yo me alegro de saber que alguien andará por aquí cuidando de mi novia cuando no haya nadie más en la casa.

Luke enarcó las cejas, pero no dijo nada.

—Simon tiene razón —repuso Clary—. Lamento haberte hablado con brusquedad.

—No pasa nada. —Maia se mostró comprensiva—. He oído lo de tu madre. Lo siento.

—También yo —dijo Clary, que se volvió y regresó a la cocina.

Se sentó ante la mesa y hundió el rostro en las manos. Al cabo de un momento Luke la siguió.

—Lo siento —dijo—. Imagino que no estabas de humor para conocer a nadie.

Clary le miró a través de los dedos separados.

—¿Dónde está Simón?

—Hablando con Maia —respondió Luke, y Clary pudo oír sus voces, quedas como murmullos, desde el otro extremo de la casa—. Pensé que te iría bien tener una amiga.

—Tengo a Simón.

Luke se subió las gafas por el caballete de la nariz.

—¿Le he oído llamarte su novia?

Ella casi lanzó una carcajada ante su expresión desconcertada.

—Supongo que sí.

—¿Es eso nuevo, o es algo que ya se suponía que yo sabía, pero que he olvidado?

—Yo misma no lo había oído antes.

Apartó las manos del rostro y se las miró. Pensó en la runa, el ojo abierto, que decoraba el dorso de la mano derecha de todo cazador de sombras.

—La novia de alguien —dijo—. La hermana de alguien, la hija de alguien. Todas estas cosas que nunca antes supe que era, y todavía sigo sin saber realmente qué soy.

—¿No es ésa siempre la cuestión? —repuso Luke. Clary oyó cómo se cerraba la puerta en el otro extremo de la casa, y las pisadas de Simon acercándose a la cocina.

El olor a aire nocturno frío entró con él.

—¿Habría algún inconveniente en que me quedara a dormir aquí esta noche? —preguntó—. Es un poco tarde para irme a casa.

—Ya sabes que siempre eres bienvenido. —Luke echó un vistazo a su reloj—. Voy a dormir un poco. Tengo que levantarme a las cinco para estar en el hospital a las seis.

—¿Por qué a las seis? —preguntó Simón, después de que Luke hubiese abandonado la cocina.

—Es cuando empieza el horario de visitas —respondió Clary—. No tienes que dormir en el sofá. No si no quieres hacerlo.

—No me importa quedarme para hacerte compañía mañana —dijo él, apartándose los oscuros cabellos de los ojos con gesto impaciente—. En absoluto.

—Lo sé. Quiero decir que no tienes por qué dormir precisamente en el sofá si no quieres hacerlo.

—Entonces, ¿dónde...? —Su voz se apagó, y los ojos se le abrieron mucho tras las gafas—. Ah.

—Es una cama doble —explicó ella—. En la habitación de invitados.

Simon sacó las manos de los bolsillos. Un intenso rubor le cubría sus mejillas. Jace habría intentado hacerse el interesante; Simon ni siquiera lo probó.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Él cruzó la cocina hacia ella, e inclinándose, la besó leve y torpemente en los labios. Sonriendo, ella se puso en pie.

—Se acabaron las cocinas —dijo—. No más cocinas.

Y agarrándole con firmeza de las muñecas, tiró de él, fuera de la estancia, en dirección a la habitación de invitados.

Los pecados de los padres

La oscuridad de las prisiones de la Ciudad Silenciosa era más profunda que cualquier oscuridad que Jace hubiese conocido jamás. No podía ver la forma de su propia mano frente a los ojos; no podía ver el suelo o el techo de su celda. Lo que sabía de la celda, lo sabía por una primera ojeada fugaz que había dado a la luz de la antorcha, al ser conducido allí abajo por un grupo de Hermanos Silenciosos, que le habían abierto la puerta de barrotes de la celda y le habían hecho entrar como si fuera un vulgar delincuente.

Aunque claro, eso era probablemente lo que pensaban que era.

Sabía que la celda tenía un suelo de losas de piedra, que tres de las paredes estaban talladas en la roca y que la cuarta estaba hecha a base de barrotes espaciados de electro, cada extremo profundamente hundido en la piedra. Sabía que había una puerta en aquellos barrotes. También sabía que una larga barra de metal discurría a lo largo de la pared este, porque los Hermanos Silenciosos habían cerrado una de las manillas de un par de esposas de plata a la barra y la otra a su muñeca. Podía dar de arriba abajo unos pocos pasos en la celda, tintineando como el fantasma de Marley en Un cuento de Navidad, pero eso era todo lo lejos que podía llegar. Ya se había despellejado la muñeca derecha tirando imprudentemente de la esposa. Por suerte era zurdo: un pequeño punto brillante en la impenetrable negrura. No era que importase demasiado, pero resultaba tranquilizador tener libre la mano con la que peleaba mejor.

Inició otro lento paseo a lo largo de la celda, arrastrando los dedos por la pared al andar. Resultaba desalentador no saber qué hora era. En Idris, su padre le había enseñado a saberlo por el ángulo del sol, la longitud de las sombras por la tarde, la posición de las estrellas en el cielo nocturno. Pero aquí no había estrellas. De hecho, había empezado a preguntarse si volvería a ver el cielo alguna vez.

Se detuvo. Vaya, ¿por qué se había preguntado eso? Desde luego que volvería a ver el cielo. La Clave no iba a matarle. La pena de muerte estaba reservada a los asesinos. Pero el aleteo del miedo permaneció con él, justo bajo la caja torácica, extraño como una inesperada punzada de dolor. Jace no era precisamente propenso a ataques de pánico fortuitos; Alec habría dicho que no le habría ido mal sentir un poco más de cobardía constructiva. El miedo no era algo que le hubiese afectado mucho nunca.

Pensó en Maryse diciendo: «Tú nunca has tenido miedo a la oscuridad».

Era cierto. La ansiedad que sentía en esos momentos no era natural, no era en absoluto propia de él. Tenía que haber algo más que simple oscuridad. Volvió a tomar una leve bocanada de aire. Sólo tenía que pasar la noche. Una noche. Eso era todo. Dio otro paso al frente con las esposas tintineando sombríamente.

Un sonido cortó el aire, deteniéndole en seco. Era un aullido agudo y ululante, un sonido de puro y ciego terror. Pareció seguir y seguir como una única nota arrancada a un violín, volviéndose más sonoro, fino y afilado hasta que se interrumpió bruscamente.

Jace lanzó una palabrota. Le zumbaban los oídos y notaba el sabor del terror en la boca como un metal amargo. ¿Quién habría pensado que el miedo tenía sabor? Apoyó la espalda contra la pared de la celda, esforzándose por tranquilizarse.

El sonido regresó, más fuerte esta vez, y luego hubo otro grito, y otro. Algo cayó estrepitosamente en lo alto, y Jace se agachó involuntariamente antes de recordar que estaba a varios niveles bajo tierra. Oyó otro estrépito, y una imagen se le formó en la mente: puertas de mausoleos haciéndose añicos al abrirse; los cadáveres de cazadores de sombras muertos hacía siglos saliendo tambaleantes al exterior, simples esqueletos sujetos por tendones resecos, que avanzaban penosamente por los suelos blancos de la Ciudad Silenciosa con dedos de huesos descarnados...

«¡Basta!» Jadeando por el esfuerzo, Jace obligó a la visión a desaparecer. Los muertos no regresaban. Y además, eran los cadáveres de nefilim como él, de sus hermanos y hermanas asesinados. No tenía nada que temer de ellos. Entonces, ¿por qué estaba tan asustado? Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Aquel pánico era impropio de él. Lo dominaría. Lo aplastaría. Inspiró una profunda bocanada de aire, llenándose los pulmones, justo cuando sonó otro alarido, muy potente. El aire le salió con un chirrido del pecho cuando algo se estrelló contra el suelo con un fuerte estrépito, muy cerca de él, y vio una repentina fluorescencia luminosa, una ardiente flor de fuego que le acuchillaba los ojos.

El hermano Jeremiah apareció tambaleante ante él; con la mano derecha aferraba una antorcha que todavía ardía, y la capucha color pergamino, caída hacia atrás, mostraba un rostro convulsionado en una grotesca mueca de terror. La boca, que había estado cosida, estaba abierta de par en par en un grito mudo, y los ensangrentados hilos de los desgarrados puntos le colgaban de los labios hechos jirones. Sangre, negra a la luz de la antorcha, le salpicaba la túnica de color claro. Dio unos pocos pasos bamboleantes hacia el frente, con las manos extendidas... y luego, mientras Jace le observaba con total incredulidad, Jeremiah se desplomó de bruces sobre el suelo. Cuando el cuerpo del archivero golpeó el suelo, Jace oyó el sonido de huesos al quebrarse y la antorcha chisporroteó, rodando fuera de la mano de Jeremiah hacia el canalón de piedra excavado en el suelo justo fuera de la puerta de barrotes de la celda.

Jace se arrodilló al instante, estirándose todo lo que le permitió la cadena, y alargó los dedos para coger la antorcha. La luz se desvanecía con rapidez, pero bajo su menguante resplandor, Jace pudo ver el rostro sin vida de Jeremiah vuelto hacia él, con la sangre rezumando aún por la boca abierta. Los dientes eran retorcidos raigones negros.

Jace sintió como si algo pesado le presionara el pecho. Los Hermanos Silenciosos jamás abrían la boca, jamás hablaban o reían o chillaban. Pero aquél había sido el sonido que Jace había oído, ahora estaba seguro: los alaridos de hombres que no habían chillado en medio siglo, el sonido de un terror más profundo y poderoso que la antigua runa del silencio. Pero ¿cómo podía ser? ¿Y dónde estaban los demás Hermanos?

Jace quiso gritar pidiendo ayuda, pero el peso seguía sobre su pecho y le impedía conseguir aire suficiente. Se lanzó otra vez hacia la antorcha y notó cómo uno de los huesecillos de la muñeca se le hacía añicos. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, pero le proporcionó el centímetro extra que necesitaba. Agarró rápidamente la antorcha y se puso en pie. Al mismo tiempo que la llama volvía a cobrar vida, oyó otro ruido. Un ruido espeso, una especie de arrastre desagradable y penoso. Los pelos del cogote se le erizaron, afilados como púas. Avanzó la antorcha al frente; la temblorosa mano lanzó violentos parpadeos luminosos que danzaron por las paredes e iluminaron intensamente las sombras.

Allí no había nada.

No obstante, en lugar de alivio sintió que su terror aumentaba. En aquellos momentos inspiraba a grandes bocanadas, igual que si hubiese estado bajo el agua. El temor era mucho peor, porque le resultaba desconocido. ¿Qué le había sucedido? ¿Se había convertido en un cobarde de repente?

Dio un violento tirón a la esposa, esperando que el dolor le aclarara la cabeza. No lo hizo. Volvió a oír el ruido, el roce de algo que se arrastraba, y ahora estaba cerca. También había otro sonido, detrás del culebreo, un susurro quedo y constante. Jamás había oído ningún sonido tan malévolo. Medio enloquecido de espanto, retrocedió tambaleante hasta la pared y alzó la antorcha con una mano que temblaba violentamente.

Por un momento, brillante como la luz del día, vio toda la sala: la celda, la puerta de barrotes, las losas desnudas más allá y el cuerpo sin vida de Jeremiah, hecho un guiñapo sobre el suelo. Había otra puerta justo detrás de Jeremiah, y se estaba abriendo lentamente. Algo avanzaba con un gran esfuerzo por ella. Algo enorme, oscuro e informe. Ojos que eran como hielo ardiente, hundidos profundamente en oscuros pliegues, contemplaron a Jace con hosca burla. De repente la cosa se abalanzó hacia adelante. Una gran nube de turbulento vapor se alzó ante los ojos de Jace como una ola barriendo la superficie del océano. Lo último que vio fue la llama de la antorcha, que se extinguía con un brillo verde y azul antes de ser engullida por la oscuridad.


Besar a Simon era agradable. Era agradable de un modo apacible, como estar tumbada en una hamaca un día de verano con un libro y un vaso de limonada. Era algo que podía seguir haciendo y no sentirse ni aburrida, ni inquieta, ni desconcertada, ni fastidiada por nada aparte de por la barra de metal del sofá cama que se le clavaba en la espalda.

—¡ Ay! —exclamó Clary, intentando apartarse de la barra sin conseguirlo.

—¿Te he hecho daño?

Simon se puso sobre el costado, con expresión preocupada. O tal vez fuera, que sin las gafas, sus ojos parecían el doble de grandes y oscuros.

—No, no tú... la cama. Es como un instrumento de tortura.

—No me he dado cuenta —repuso él, sombrío, mientras agarraba una almohada del suelo, adonde había caído, y la metía debajo de ellos.

—Claro. —La chica lanzó una carcajada—. ¿Por dónde íbamos?

—Bueno, mi cara estaba aproximadamente donde está ahora, pero la tuya estaba muchísimo más cerca. Eso es lo que yo recuerdo, al menos.

—¡Qué romántico!

Tiró de él sobre ella, y Simon se equilibró sobre los codos. Ambos cuerpos descansaban perfectamente alineados, y Clary notaba los latidos del corazón del muchacho a través de las dos camisetas. Las pestañas de Simón, por lo general ocultas tras las gafas, le acariciaron la mejilla cuando se inclinó para besarla. Ella soltó una risita incierta.

—¿Te resulta raro esto? —susurró.

—No. Creo que cuando te imaginas algo muy a menudo, la realidad resulta...

—¿Anticlimática?

—No. ¡No! —Simon se echó hacia atrás, mirándola con miope convicción—. Ni lo pienses. Esto es lo contrario de anticlimático. Esto es...

Risitas contenidas borbotearon en el pecho de Clary.

—Vale, quizá tampoco quieres decir eso.

Él entrecerró los ojos, y la boca se le curvó en una sonrisa.

—De acuerdo, lo que quiero ahora es responderte con algo sabihondo, pero todo lo que se me ocurre es...

Ella le sonrió burlona.

—¿Que quieres sexo?

—Para. —Le agarró las manos, se las inmovilizó sobre la colcha y la contempló con severidad—. Que te amo.

—O sea que no quieres sexo.

Él le soltó las manos.

—No he dicho eso.

Ella rió y le empujó el pecho con ambas manos.

—Deja que me levante.

Él pareció alarmado.

—Quería decir que no sólo quería sexo...

—No es eso. Quiero ponerme el pijama. No puedo darme el lote en serio mientras aún llevo puestos los calcetines.

Simon la contempló afligido mientras ella sacaba el pijama de la cómoda e iba al cuarto de baño. Mientras cerraba la puerta, Clary le dedicó una mueca.

—Vuelvo en seguida.

Lo que fuera que él dijo en respuesta se perdió cuando ella cerró la puerta. Clary se cepilló los dientes y luego dejó correr el agua en el lavabo durante un buen rato, mirándose fijamente en el espejo. Tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. ¿Contaba eso como estar resplandeciente? Se suponía que las personas enamoradas resplandecían, ¿no era cierto? O tal vez se trataba de las embarazadas, no podía recordarlo exactamente, pero sin duda se suponía que ella tenía que parecer distinta. Al fin y al cabo, era la primera auténtica sesión de besos que había tenido nunca... y era agradable, se dijo, segura, placentera y cómoda.

Desde luego, había besado a Jace, la noche de su cumpleaños, y aquello no había sido seguro ni cómodo ni placentero, en absoluto. Había sido como abrir una vena de algo desconocido dentro de su cuerpo, algo más caliente, dulce y amargo que la sangre. «No pienses en Jace», se dijo con ferocidad, pero al contemplarse en el espejo vio que sus ojos se oscurecían y supo que su cuerpo recordaba aunque la mente no quisiera hacerlo.

Dejó correr el agua hasta que salió fría y se mojó el rostro antes de alargar la mano hacia el pijama. «Fabuloso», se dijo, había cogido los pantalones del pijama pero no la camiseta. Por mucho que a Simon pudiera gustarle, parecía algo pronto para empezar a dormir en topless. Regresó al dormitorio, y se encontró con que Simon se había quedado dormido en el centro de la cama, abrazando la almohada como si fuese un ser humano. Ahogó una carcajada.

—Simón... —susurró; entonces oyó el agudo pitido de dos tonos que indicaba que acababa de llegar un mensaje de texto a su móvil.

El teléfono estaba cerrado sobre la mesilla de noche. Clary lo levantó y vio que el mensaje era de Isabelle.

Alzó la tapa del teléfono e hizo avanzar rápidamente el texto. Lo leyó dos veces, sólo para estar segura de que no se lo estaba imaginando. Luego corrió al armario a coger el abrigo.


—Jonathan.

La voz surgió de la oscuridad, lenta, sombría, familiar como el dolor. Jace abrió los ojos pestañeando y no vio más que oscuridad. Tiritó. Yacía hecho un ovillo sobre el helado suelo de losas. Sin duda se había desmayado. Sintió una punzada de ira ante su propia debilidad, su propia fragilidad.

Rodó sobre un costado, y sintió un dolor punzante en la muñeca rota rodeada por la esposa.

—¿Hay alguien ahí?

—Seguramente reconoces a tu propio padre, Jonathan —se oyó la voz otra vez, y Jace sí la reconoció: su sonido a hierro viejo, su suave casi atonalidad. Intentó incorporarse, pero las botas resbalaron en un charco de algo, patinó hacia atrás y se golpeó violentamente contra la dura pared de piedra. Las esposas tintinearon como un canillón de acero.

—¿Estás herido?

Una luz llameó hacia arriba, quemándole los ojos a Jace. Parpadeó lágrimas ardientes y vio a Valentine de pie al otro lado de los barrotes, junto al cuerpo del hermano Jeremiah. Una refulgente luz mágica en una mano proyectaba un potente resplandor sobre la habitación. Jace pudo ver las manchas de sangre antigua en las paredes.. . y de sangre más fresca, un pequeño charco, que había brotado de la boca abierta de Jeremiah. Sintió que el estómago se le revolvía y se le hacía un nudo, y pensó en la masa negra e informe, con ojos igual que gemas ardientes que había visto antes.

—Esa cosa —dijo casi sin voz—. ¿Dónde está? ¿Qué era?

—Estás herido. —Valentine se acercó más a los barrotes—. ¿Quién ordenó que te encerraran aquí? ¿Fue la Clave? ¿Los Lightwood?

—Fue la Inquisidora.

Jace se miró. Había más sangre en las perneras de los pantalones y en la camiseta. No podía decir si era suya. La sangre le caía lentamente de debajo de la esposa.

Valentine le contempló pensativo por entre los barrotes. Era la primera vez en años que Jace veía a su padre vestido con un auténtico traje de batalla: las prendas de cazador de sombras de grueso cuero, que permitían libertad de movimientos a la vez que protegían la piel de la mayoría de venenos demoníacos; las protecciones recubiertas de electro de los brazos y las piernas, cada una marcada con una serie de glifos y runas. Llevaba una correa amplia cruzada sobre el pecho, y la empuñadura de una espada le brillaba por encima del hombro. Valentine se acuclilló, colocando los fríos ojos negros a la altura de los de Jace. Al muchacho le sorprendió no ver ira en ellos.

—La Inquisidora y la Clave son la misma cosa. Y los Lightwood jamás deberían haber permitido que sucediera esto. Yo jamás habría permitido que nadie te hiciese esto.

Jace presionó los hombros contra la pared; era todo lo que la cadena le permitía alejarse de su padre.

—¿Has bajado aquí a matarme?

—¿Matarte? ¿Por qué iba a querer matarte?

—Bueno, ¿por qué has matado a Jeremiah? Y no te molestes en soltarme alguna historia de que pasabas por aquí casualmente justo después de que él muriera espontáneamente. Sé que lo has hecho tú.

Por primera vez, Valentine echó una mirada al cadáver del hermano Jeremiah.

—Sí que lo he matado, y al resto de los Hermanos Silenciosos también. He tenido que hacerlo. Tenían algo que necesitaba.

—¿Qué? ¿Un sentido de la decencia?

—Esto —contestó Valentine, y sacó la espada de la vaina del hombro con un veloz movimiento—. Maellartach.

Jace reprimió la exclamación de sorpresa que le subía por la garganta. La reconocía perfectamente: la enorme espada de gruesa hoja de plata con la empuñadura en forma de alas extendidas era la que colgaba sobre las Estrellas Parlantes en la sala del consejo de los Hermanos Silenciosos.

—¿Has cogido la espada de los Hermanos Silenciosos?

—Jamás fue suya —replicó Valentine—. Pertenece a todos los nefilim. Ésta es la espada con la que el Ángel expulsó a Adán y Eva del jardín. «Y colocó en el este del jardín de Edén querubines, y una espada encendida que se movía en todas direcciones» —citó, bajando la mirada hacia la hoja.

Jace se lamió los labios resecos.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—Te lo contaré —repuso Valentine—, cuando crea que puedo confiar en ti y sepa que tú confías en mí.

—¿Confiar en ti? ¿Después de que te escabulleras a través del Portal en Renwick y lo hicieras pedazos para que no pudiera ir tras de ti? ¿Y de que intentaras matar a Clary?

—Nunca habría lastimado a tu hermana —replicó él, con un ramalazo de cólera—. Del mismo modo que no te lastimaría a ti.

—¡Lo único que has hecho ha sido lastimarme! ¡Fueron los Lightwood quienes me protegieron!

—No soy yo quien te ha encerrado aquí. No soy yo quien te amenaza y desconfía de ti. Son los Lightwood y sus amigos de la Clave. —Valentine hizo una pausa—. Viéndote así, viendo cómo te han tratado y que sin embargo sigues mostrándote estoico, me siento orgulloso de ti.

Sorprendido, Jace alzó los ojos, tan de prisa que sintió un vahído. La mano le lanzó una punzada insistente. Reprimió el dolor y lo frenó hasta que su respiración se relajó.

—¿Qué? —soltó.

—Me doy cuenta ahora de que me equivoqué en Renwick —siguió Valentine—. Te veía como el muchachito que dejé en Idris, obediente a todos mis deseos. En su lugar encontré a un joven testarudo, independiente y valeroso, y sin embargo te traté como si todavía fueses un niño. No me sorprende que te rebelases contra mí.

—¿Me rebelase?...

A Jace se le hizo un nudo en la garganta, que impidió el paso a las palabras que deseaba pronunciar. La cabeza le había empezado a martillear siguiendo el ritmo del dolor agudo de la mano.

—Nunca tuve la oportunidad de explicarte mi pasado —continuó diciendo Valentine—, de contarte por qué he hecho las cosas que he hecho.

—No hay nada que explicar. Mataste a mis abuelos. Mantuviste prisionera a mi madre. Mataste a otros cazadores de sombras para favorecer tus propios designios. —Cada palabra le sabía a Jace a veneno.

—Únicamente conoces la mitad de los hechos, Jonathan. Te mentí cuando eras un niño porque eras demasiado joven para comprender. Ahora eres lo bastante mayor como para que se te cuente la verdad.

—En ese caso, cuéntame la verdad.

Valentine alargó el brazo por entre los barrotes de la celda y posó la mano sobre la cabeza de Jace. La textura áspera y encallecida de los dedos tenía exactamente el mismo tacto que había tenido cuando Jace tenía diez años.

—Quiero confiar en ti, Jonathan —dijo—. ¿Puedo?

Jace quiso responder, pero las palabras no salieron. Sentía como si le estuvieran cerrando lentamente un aro de hierro alrededor del pecho, dejándole sin respiración.

—Desearía... —musitó.

Sonó un ruido por encima de ellos. Un ruido parecido al golpe de una puerta de metal; a continuación, Jace oyó pisadas, susurros que resonaban en las paredes de piedra de la Ciudad. Valentine se puso en pie, cerrando la mano sobre la luz mágica hasta que ésta sólo fue un tenue resplandor y él mismo una sombra apenas recortada.

—Más rápido de lo que pensé —murmuró, y bajó los ojos para mirar a Jace por entre los barrotes.

Jace miró más allá de él, pero no pudo ver otra cosa que la oscuridad al otro lado de la tenue iluminación de la luz mágica. Pensó en la turbulenta forma oscura que había visto antes, extinguiendo toda luz ante ella.

—¿Qué se acerca? ¿Qué es? —exigió saber, arrastrándose al frente de rodillas.

—Debo marcharme —repuso Valentine—. Pero no hemos terminado, tú y yo.

Jace colocó la mano en los barrotes.

—Quítame la cadena. Sea lo que sea eso, quiero poder luchar.

—Quitarte las cadenas ahora no sería precisamente un favor.

Valentine cerró la mano por completo alrededor de la piedra de luz mágica. Ésta se extinguió, sumiendo la sala en la oscuridad. Jace se arrojó contra los barrotes de la celda en medio de violentas protestas y el dolor de su muñeca rota.

—¡No! —chilló—. Padre, por favor.

—Cuando quieras encontrarme —dijo Valentine—, me encontrarás.

Y a continuación sólo hubo el sonido de sus pisadas que retrocedían veloces y la propia respiración irregular de Jace mientras se dejaba caer contra los barrotes.


Durante el viaje en metro hasta la zona residencial, Clary fue incapaz de sentarse. Paseó de arriba abajo del vagón casi vacío, con los auriculares de su iPod colgándole del cuello. Isabelle no había contestado al teléfono cuando Clary la había llamado, y una sensación irracional de inquietud corroía las tripas de la muchacha.

Pensó en Jace en La Luna del Cazador, cubierto de sangre. Mientras mostraba los dientes gruñendo encolerizado, había parecido más un hombre lobo que un cazador de sombras encargado de proteger a los humanos y mantener a los subterráneos a raya.

Subió como una exhalación las escaleras de la parada de la calle Noventa y seis, y aminoró la marcha al aproximarse a la esquina desde donde el Instituto se veía como una enorme sombra gris. Había hecho calor en los túneles, y el sudor del cogote le cosquilleaba helado mientras recorría el agrietado camino de cemento hasta la puerta principal del Instituto.

Alargó la mano hacia el descomunal tirador de la campanilla que colgaba del arquitrabe, luego vaciló. Ella era una cazadora de sombras, ¿verdad? Tenía derecho a estar en el Instituto, igual que lo tenían los Lightwood. Con una nueva determinación, asió el picaporte intentó recordar las palabras que Jace había pronunciado.

—En el nombre del Ángel, soli...

La puerta se abrió de par en par a una oscuridad iluminada por las llamas de docenas de velas diminutas. Mientras pasaba presurosa por entre los bancos, las velas parpadearon como si se rieran de ella. Llegó al ascensor, cerró la puerta de metal a su espalda y presionó los botones con un dedo tembloroso. Deseó que su nerviosismo se calmara; ¿estaba preocupada por Jace, o simplemente preocupada por tener que ver a Jace? El rostro de la muchacha, enmarcado por el cuello subido del abrigo, se veía muy blanco y pequeño, los ojos grandes y de un verde oscuro, los labios pálidos y mordidos. «Nada bonita», se dijo consternada, y se obligó a borrar esa idea. ¿Qué importaba el aspecto que tuviese? A Jace no le importaba. A Jace no podía importarle.

El ascensor se detuvo con un chasquido metálico, y Clary abrió la puerta. Iglesia la esperaba en el vestíbulo y la saludó con un maullido contrariado.

—¿Qué es lo que sucede, Iglesia?

La voz de la muchacha sonó anormalmente fuerte en la silenciosa estancia. Se preguntó si habría alguien en el Instituto. Quizá sólo estuviese ella. La idea le dio escalofríos.

—¿Hay alguien en casa?

El gato persa de color azul le dio la espalda y se alejó por el pasillo. Pasaron ante la sala de música y la biblioteca, ambas vacías, antes de que Iglesia doblara otra esquina y se sentara frente a una puerta cerrada. «Bien. Pues, aquí estamos», parecía indicar su expresión.

Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, y apareció Isabelle de pie en el umbral, descalza y vestida con unos vaqueros y un suave suéter violeta. Se sobresaltó al ver a Clary.

—Me ha parecido oír a alguien por el pasillo, pero no pensaba que serías tú —dijo—. ¿Qué haces aquí?

Clary la miró fijamente.

—Tú me has enviado un mensaje de texto. Decías que la Inquisidora había metido a Jace en la cárcel.

—¡Clary! —Isabelle echó una rápida mirada a un lado y otro del pasillo, luego se mordió el labio—. No quería decir que debieras venir corriendo.

Clary estaba horrorizada.

—¡Isabelle! ¡La cárcel!

—Sí, pero... —Con un suspiro de derrota, Isabelle se hizo a un lado e indicó con una seña a Clary que entrara en la habitación—. Mira, será mejor que entres. Y tú, fuera —dijo, agitando una mano en dirección a Iglesia—. Ve a custodiar el ascensor.

Iglesia le dedicó una mirada terrible, se tumbó, y se dispuso a dormir.

—Gatos —rezongó Isabelle, y dio un portazo.

—Hola, Clary. —Alec estaba sentado en la cama deshecha de Isabelle, con las botas colgando por el lado—. ¿Qué haces aquí?

Clary se sentó en el taburete acolchado frente al tocador espléndidamente desordenado de Isabelle.

—Tu hermana me ha enviado un mensaje de texto. Me ha dicho lo que ha pasado con Jace.

Isabelle y Alec intercambiaron una mirada expresiva.

—Bueno, Alec —exclamó Isabelle—. Pensé que debía saberlo. ¡No contaba con que viniera aquí a toda velocidad!

A Clary el estómago le dio un vuelco.

—¡Pues claro que he venido! ¿Jace está bien? ¿Por qué demonios lo ha metido la Inquisidora en la prisión?

—No es una prisión exactamente. Está en la Ciudad Silenciosa —explicó Alec; se sentó muy erguido y se colocó uno de los almohadones de Isabelle sobre el regazo para dedicarse a juguetear despreocupadamente con el fleco de cuentas cosido a los bordes.

—¿En la Ciudad Silenciosa? ¿Por qué?

Alec vaciló.

—Hay celdas debajo de la Ciudad Silenciosa. A veces encierran criminales antes de deportarlos a Idris para ser juzgados ante el Consejo. Personas que han hecho cosas realmente malas. Asesinos, renegados, vampiros. Cazadores de sombras que quebrantan los Acuerdos. Ahí es donde está Jace ahora.

—¿Encerrado con un puñado de asesinos? —Clary volvía a estar de pie, escandalizada—. ¿Qué es lo que os pasa a todos vosotros? ¿Por qué no estáis más enfadados?

Alec e Isabelle intercambiaron otra mirada.

—Es sólo por una noche —repuso Isabelle—. Y no hay nadie más allí abajo con él. Lo hemos preguntado.

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho Jace?

—Se insolentó con la Inquisidora. Eso fue todo, hasta donde yo sé —contestó Alec.

Isabelle se sentó en el borde del tocador.

—Es increíble —exclamó.

—Entonces, la Inquisidora debe de estar loca —declaró Clary.

—No, la verdad es que no lo está —repuso Alec—. Si Jace estuviera en vuestro ejército mundano, ¿crees que se le permitiría insolentarse con sus superiores? Por supuesto que no.

—Bueno, no durante una guerra. Pero Jace no es un soldado.

—Nosotros sí somos soldados. Jace tanto como el resto de nosotros. Existe una jerarquía de mando, y la Inquisidora está cerca de la cúpula. Jace está cerca de la base. Debería haberla tratado con más respeto.

—Si estáis de acuerdo con que debe estar en la cárcel, ¿por qué me habéis pedido que viniera aquí? ¿Sólo para convencerme de que os diera la razón? No le veo el sentido. ¿Qué queréis que haga?

—No hemos dicho que debería estar en la cárcel —le espetó Isabelle—. Sólo que no debería haberle replicado a uno de los miembros de más alto rango de la Clave. Además —añadió en algo más parecido a un hilo de voz—. Se me ocurrió que a lo mejor podrías ayudar.

—¿Ayudar? ¿Cómo?

—Ya te lo he dicho antes —dijo Alec—. La mitad del tiempo parece que Jace esté intentando que lo maten. Tiene que aprender a mirar por sí mismo, y eso incluye cooperar con la Inquisidora.

—¿Y crees que puedo ayudar obligándole a hacerlo? —inquirió Clary, con voz incrédula.

—No estoy segura de que nadie pueda obligar a Jace a hacer nada —repuso Isabelle—. Pero creo que puedes recordarle que tiene algo por lo que vivir.

Alec bajó la mirada a la almohada que tenía en la mano y dio un tirón repentino y salvaje al fleco. Las cuentas tintinearon por la manta de Isabelle como una cortina de lluvia.

—Alec, no hagas eso —le riñó su hermana, frunciendo el entrecejo.

Clary quiso decirle a Isabelle que ellos eran la familia de Jace, que ella no lo era, que sus voces tenían más peso en él del que la suya tendría jamás. Pero no dejaba de oír la voz de Jace en la cabeza, diciendo: «Jamás sentí como si perteneciera a ninguna parte. Pero tú me hiciste sentir como si perteneciera».

—¿Podemos ir a la Ciudad Silenciosa y verle?

—¿Le dirás que coopere con la Inquisidora? —quiso saber Alec.

Clary lo consideró.

—Primero quiero oír lo que él tiene que decir.

Alec tiró la almohada sobre la cama y se puso en pie. Antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta. Isabelle se apartó del tocador y fue a abrir.

Era un chico menudo de cabellos oscuros, con los ojos medio ocultos por unas gafas. Llevaba vaqueros y una sudadera extra grande, y sostenía un libro en una mano.

—Max —exclamó Isabelle, con cierta sorpresa—, pensaba que dormías.

—Estaba en la habitación de las armas —respondió el chico; que sin duda era el hijo menor de los Lightwood—. Pero se oían ruidos que venían de la biblioteca. Creo que alguien podría estar intentando ponerse en contacto con el Instituto. —Miró detenidamente por detrás de Isabelle a Clary—. ¿Quién es ésa?

—Es Clary —contestó Alec—. La hermana de Jace.

Los ojos de Max se abrieron como platos.

—Pensaba que Jace no tenía hermanos.

—Eso era lo que todos pensábamos —afirmó Alec; recogió el suéter que había dejado echado sobre una de las sillas de Isabelle y se lo pasó rápidamente por la cabeza. Los cabellos le rodeaban la cabeza como un suave halo oscuro, chisporroteando con electricidad estática. Tiró de la prenda con impaciencia—. Será mejor que vaya a la biblioteca.

—Iremos los dos —dijo Isabelle; sacó su látigo de oro, que estaba enroscado en forma de reluciente soga, de un cajón y se pasó el mango por el cinturón—. A lo mejor ha sucedido algo.

—¿Dónde están vuestros padres? —preguntó Clary.

—Les llamaron al exterior hace unas pocas horas. Han asesinado a un hada en Central Park. La Inquisidora se ha ido con ellos —explicó Alec.

—¿No quisisteis ir?

—No se nos invitó. —Isabelle se enrolló las dos oscuras trenzas sobre la cabeza y atravesó el rodete de pelo con una pequeña daga de cristal—. Cuida de Max, ¿quieres? Volveremos en seguida.

—Pero... —protestó Clary.

—Volveremos en seguida.

Isabelle salió al pasillo a toda velocidad, con Alec pegado a sus talones. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Clary se sentó en la cama y contempló a Max con aprensión. Nunca había pasado mucho tiempo con niños porque su madre nunca le había permitido hacer de canguro, y lo cierto era que no estaba segura de cómo hablarles o qué podría divertirles. La ayudó un poco que ese niño en concreto le recordara a Simon a esa edad, con los brazos y las piernas delgaduchos, y gafas que parecían demasiado grandes para su rostro.

Max le devolvió la mirada con una ojeada evaluativa propia, no tímida, sino pensativa y contenida.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó finalmente.

Clary se quedó atónita.

—¿Cuántos parece que tenga?

—Catorce.

—Tengo dieciséis, pero la gente siempre piensa que soy más pequeña de lo que soy porque soy baja.

Max asintió.

—A mí también me pasa —dijo—. Tengo nueve pero la gente siempre piensa que tengo siete.

—Yo te veo con aspecto de nueve —indicó Clary—. ¿Qué es lo que sostienes? ¿Un libro?

Max sacó la mano de detrás de la espalda. Sujetaba un libro en rústica ancho y plano, aproximadamente del tamaño de una de aquellas revistas pequeñas que se vendían en los mostradores de las tiendas. Éste tenía una cubierta de vivos colores con escritura kanji japonesa debajo de las palabras en inglés. Clary lanzó una carcajada.

Naruto —leyó—. No sabía que te gustaba el manga. ¿Dónde lo has conseguido?

—En el aeropuerto. Me gustan los dibujos pero no tengo ni idea de cómo leerlo.

—A ver, dámelo. —Lo abrió rápidamente, mostrándole las páginas—. Se lee hacia atrás, de derecha a izquierda en lugar de hacerlo de izquierda a derecha. Y se leen las páginas en el sentido de las agujas del reloj. ¿Sabes lo que eso significa?

—Desde luego —repuso él.

Por un momento a Clary le inquietó la posibilidad de haberle irritado, pero Max parecía más que complacido cuando recuperó el libro y pasó las hojas hasta la última.

—Éste es el número nueve —indicó—. Creo que debería conseguir los otros ocho antes de leerlo.

—Es una buena idea. Quizá puedas conseguir que alguien te lleve a Midtown Comics o a Planeta Prohibido.

—¿Planeta Prohibido?

Max pareció desconcertado, pero antes de que Clary pudiera explicarse, Isabelle entró por la puerta como una exhalación, jadeante.

—Era alguien intentando contactar con el Instituto —explicó, antes de que Clary pudiera preguntar—. Uno de los Hermanos Silenciosos. Algo ha sucedido en la Ciudad de Hueso.

—¿Qué clase de algo?

—No lo sé. Nunca antes había oído que los Hermanos Silenciosos pidieran ayuda.

Isabelle estaba claramente angustiada. Volvió la cabeza hacia su hermano.

—Max, ve a tu habitación y quédate ahí, ¿de acuerdo?

—¿Vais a salir tú y Alec? —inquirió él, con expresión obstinada.

—Sí.

—¿A la Ciudad Silenciosa?

—Max...

—Quiero ir.

Isabelle meneó negativamente la cabeza; la empuñadura de la daga detrás de la cabeza centelleó como un punto llameante.

—Rotundamente no. Eres demasiado joven.

—¡Vosotros tampoco tenéis los dieciocho!

Isabelle se volvió hacia Clary con una expresión mitad de ansiedad y mitad de desesperación.

—Clary, ven aquí un segundo, por favor.

Ésta se puso en pie, con curiosidad..., e Isabelle la agarró del brazo y la sacó violentamente de la habitación, dando un portazo. Se oyó un golpe sordo cuando Max se lanzó contra la puerta.

—¡Maldita sea! —exclamó Isabelle, sujetando el pomo—, ¿puedes coger mi estela por mí, por favor? Está en el bolsillo...

A toda prisa, Clary le tendió la estela que Luke le había dado horas antes aquella noche.

—Usa la mía.

Con unos pocos trazos rápidos, Isabelle grabó en un instante una runa de cierre sobre la puerta. Clary todavía podía oír las protestas de Max desde el otro lado cuando Isabelle se apartó de la puerta, haciendo una mueca, y le devolvió su estela.

—No sabía que tenías una de éstas.

—Era de mi madre —respondió Clary, luego se regañó mentalmente. «Es de mi madre. Es de mi madre.»

—Ya. —Isabelle golpeó la puerta con un puño—. Max, hay algunas barritas energéticas en el cajón de la mesilla de noche si tienes hambre. Regresaremos en cuanto podamos.

Del otro lado de la puerta se oyó otro alarido indignado; encogiéndose de hombros, Isabelle se volvió y comenzó a caminar a toda prisa por el pasillo, con Clary junto a ella.

—¿Qué decía el mensaje? —quiso saber la muchacha—. ¿Sólo que había problemas?

—Que era un ataque. Eso.

Alec las esperaba fuera de la biblioteca. Vestía una armadura de cuero negro de cazador de sombras sobre la ropa. Llevaba guanteletes protegiéndole los brazos y Marcas alrededor de garganta y muñecas. Cuchillos serafín, cada uno con el nombre de un ángel, centelleaban en el cinturón que le rodeaba la cintura.

—¿Estás lista? —dijo a su hermana—. ¿Te has ocupado de Max?

—Está perfectamente. —La muchacha extendió los brazos—. Márcame.

Mientras trazaba los dibujos de runas a lo largo de los dorsos de las manos de Isabelle y la parte interior de las muñecas, Alec echó una ojeada a Clary.

—Probablemente deberías marcharte a casa —dijo—. Es mejor que no estés aquí sola cuando la Inquisidora regrese.

—Quiero ir con vosotros —repuso Clary; las palabras se le habían escapado antes de poder contenerlas.

Isabelle retiró una de las manos que le sostenía Alec y sopló sobre la piel marcada como si enfriara una taza de café demasiado caliente.

—Pareces Max.

—Max tiene nueve años. Yo tengo vuestra edad.

—Pero no tienes preparación —arguyó Alec—. Sólo serías un lastre.

—No, no lo seré. ¿Habéis estado alguno dentro de la Ciudad Silenciosa? —inquirió ella—. Yo sí. Sé cómo entrar. Sé cómo moverme por ella.

Alec se irguió, guardando su estela.

—No creo que...

—No va desencaminada —terció Isabelle—. Creo que debería venir si quiere.

Alec pareció desconcertado.

—La última vez que nos enfrentamos a un demonio se limitó a agazaparse y a chillar. —Al ver la expresión agria de Clary, le lanzó una rápida mirada de disculpa—. Lo siento, pero es verdad.

—Creo que necesita una oportunidad para aprender —replicó Isabelle—. Ya sabes lo que Jace siempre dice: en ocasiones no tienes que buscar el peligro, en ocasiones el peligro te encuentra a ti.

—No podéis encerrarme como habéis hecho con Max —añadió Clary, viendo que la determinación de Alec flaqueaba—. No soy una niña. Y sé dónde está la Ciudad de Hueso, puedo llegar hasta allí sin vosotros.

Alec se apartó de ella, meneando la cabeza y mascullando algo sobre chicas. Isabelle tendió la mano hacia Clary.

—Dame tu estela —dijo—. Es hora de que recibas algunas Marcas.

Ciudad de ceniza

Al final, Isabelle sólo puso dos Marcas en Clary, en el dorso de ambas manos. Una era el ojo abierto que decoraba la mano de todo cazador de sombras. La otra parecía dos hoces cruzadas; Isabelle le dijo que era una runa de protección. Ambas runas le quemaban cuando la estela tocó por primera vez la piel, pero el dolor se fue desvaneciendo mientras Clary, Isabelle y Alec se dirigían al centro en un taxi negro. Para cuando llegaron a la Segunda Avenida y pisaron la calzada, las manos y brazos de Clary le parecían tan ligeros como si llevara flotadores en una piscina.

Los tres permanecieron silenciosos mientras cruzaban el arco de hierro forjado y penetraban en el Cementerio Marble. La última vez que Clary había estado en aquel pequeño patio lo había hecho marchando apresuradamente tras el hermano Jeremiah. Ahora, por primera vez, reparó en los nombres grabados en las paredes: Youngblood, Fairchild, Thrushcross, Nightwine, Ravenscar. Había runas junto a ellos. En la cultura de los cazadores de sombras cada familia tenía su propio símbolo: El de los Wayland era un martillo de herrero, el de los Lightwood una antorcha, y el de Valentine una estrella.

La hierba crecía enmarañada sobre los pies de la estatua del Ángel en el centro del patio. Los ojos del Ángel estaban cerrados, las delgadas manos cerradas sobre el pie de una copa de piedra, una reproducción de la Copa Mortal. El rostro de piedra estaba impasible, cubierto de mugre y polvo.

—La última vez que estuve aquí —indicó Clary—, el hermano Jeremiah usó una runa de la estatua para abrir la puerta que conduce a la Ciudad.

—No me gusta la idea de usar una de las runas de los Hermanos Silenciosos —dijo Alec con el rostro sombrío—. Deberían haber percibido nuestra presencia antes de que llegásemos hasta aquí. Ahora sí estoy empezando a preocuparme.

Sacó una daga del cinturón y se pasó el filo sobre la palma desnuda. Brotó sangre de la superficial herida y, cerrando la mano sobre la Copa de piedra, dejó que la sangre goteara en el interior.

—Sangre de los nefilim —explicó—. Debería funcionar como una llave.

Los párpados del Ángel de piedra se abrieron de golpe. Por un momento, Clary casi esperó ver unos ojos contemplándola furibundos por entre los pliegues de la piedra, pero sólo había más granito. Al cabo de un segundo, la hierba a los pies del Ángel empezó a separarse. Una sinuosa línea negra, ondulando como el lomo de una serpiente, se alejó de la estatua describiendo una curva, y Clary se apresuró a dar un salto cuando un oscuro agujero se abrió a sus pies.

Miró al interior. Unos escalones se perdían en las sombras. La última vez que había estado allí, la oscuridad había estado iluminada a intervalos por antorchas que alumbraban los peldaños. Pero en estos momentos sólo había oscuridad.

—Algo va mal —dijo Clary.

Ni Isabelle ni Alec parecieron inclinados a discutirlo. Clary sacó del bolsillo la piedra de luz mágica que Jace le había dado y la alzó. La luz surgió intensa a través de sus dedos extendidos.

—Vamos.

Alec se colocó delante de ella.

—Yo iré primero, luego me sigues tú. Isabelle cerrará la marcha.

Descendieron lentamente; las botas húmedas de Clary le resbalaban sobre los peldaños redondeados por los años. Al pie de la escalera había un túnel corto que iba a dar a una sala inmensa, un bosquecillo de piedra de arcos blancos incrustados con piedras semipreciosas. Hileras de mausoleos se acurrucaban en las sombras igual que casas—hongo en un cuento de hadas. Los más distantes desaparecían en las sombras; la luz mágica no era lo bastante potente para iluminar toda la sala.

Alec miró sobriamente hacia los pasillos.

—Jamás pensé que entraría en la Ciudad Silenciosa —dijo—. Ni siquiera muerto.

—Yo no lo diría con tanta pena —repuso Clary—. El hermano Jeremiah me contó lo que hacen con vuestros muertos. Los incineran y usan la mayor parte de las cenizas para fabricar el mármol de la Ciudad.

«La sangre y los huesos de los cazadores de demonios son en sí mismos una poderosa protección contra el mal. Incluso en la muerte, la Clave sirve a la causa», recordó.

—¡Uh! —asintió Isabelle—. Se considera un honor. Además, no es como si vosotros, mundis, no quemaseis a vuestros muertos.

«Eso no hace que no resulte escalofriante», pensó Clary. El olor a cenizas y a humo flotaba con fuerza en el aire, y lo recordaba de la última vez que estuvo allí; pero había algo más bajo aquellos olores, un hedor más fuerte y denso, como a fruta podrida.

Frunciendo el entrecejo como si él también lo oliera, Alec sacó uno de sus cuchillos ángel del cinturón.

Arathiel —musitó, y el resplandor del cuchillo se unió a la luz mágica de Clary. Localizaron la segunda escalera y descendieron a una penumbra aún más espesa.

La luz mágica parpadeó en la mano de Clary como una estrella moribunda; la muchacha se preguntó si las piedras de luz mágica alguna vez se quedaban sin energía, como las linternas se quedaban sin pilas. Esperó que no. La idea de verse sumida en una oscuridad total en aquel lugar escalofriante la llenaba de un terror visceral.

El olor a fruta podrida aumentó en intensidad cuando llegaron al final de la escalera y se encontraron en otro largo túnel. Éste daba a un pabellón rodeado por agujas de hueso tallado: un pabellón que Clary recordaba muy bien. Incrustaciones de estrellas de plata salpicaban el suelo a modo de valioso confeti. En el centro del pabellón había una mesa negra. Un fluido oscuro se había reunido en su resbaladiza superficie y goteaba en el suelo formando riachuelos.

Cuando Clary se había presentado ante el Consejo de Hermanos, había habido una gruesa espada de plata colgando en la pared situada tras la mesa. La Espada había desaparecido, y en su lugar, un gran abanico escarlata manchaba la pared.

—¿Es eso sangre? —susurró Isabelle; su voz no sonó asustada, sólo atónita.

—Lo parece. —Los ojos de Alec escrutaron la habitación.

Las sombras eran espesas como pintura, y parecían llenas de movimiento. Alec asía con fuerza el cuchillo serafín.

—¿Qué puede haber sucedido? —se preguntó Isabelle—. Los Hermanos Silenciosos..., creía que eran indestructibles...

Su voz se fue apagando mientras Clary, con la luz mágica de su mano, captaba extrañas sombras entre las agujas del techo. Una tenía una forma más extraña que las demás. Clary deseó que la luz mágica ardiera con más fuerza, y ésta lo hizo, lanzando un rayo de claridad a lo lejos.

Atravesado en una de las agujas, como un gusano en un anzuelo, estaba el cuerpo sin vida de un Hermano Silencioso. Las manos, cubiertas de sangre, colgaban justo por encima del suelo de mármol. El cuello del hombre parecía partido. La sangre había formado un charco bajo él, coagulada y negra bajo la luz mágica.

Isabelle lanzó una exclamación ahogada.

—Alec. ¿Ves...?

—Lo veo. —La voz del muchacho era sombría—. Y he visto cosas peores. Es Jace quien me preocupa.

Isabelle se adelantó y tocó la mesa de basalto negro, rozando la superficie con los dedos.

—Esta sangre es casi fresca. Lo que haya sucedido ha pasado no hace mucho.

Alec fue hacia el cadáver empalado del Hermano. Unas marcas de sangre se alejaban del charco que hacía en el suelo.

—Pisadas —dijo—. De alguien corriendo.

Alec indicó con un gesto de la mano que las muchachas debían seguirle. Éstas lo hicieron, Isabelle deteniéndose sólo para limpiarse las manos ensangrentadas en los suaves protectores de cuero de las piernas.

La senda de pisadas les condujo fuera del pabellón y por un túnel estrecho, que bajaba desapareciendo en la oscuridad. Cuando Alec se detuvo, mirando a su alrededor, Clary se adentró en él con impaciencia, dejando que la luz mágica abriera un sendero de luz blanca plateada ante ellos. Alcanzó a ver unas puertas dobles al final del túnel; estaban entornadas.

Jace. De algún modo le sentía, percibía que se hallaba cerca. Avanzó a paso ligero, con las botas taconeando con fuerza contra el duro suelo. Oyó que Isabelle la llamaba, y en seguida Alec e Isabelle también corrían, pegados a sus talones. Cruzó como una exhalación las puertas del final del corredor y se encontró en una enorme sala de piedra dividida en dos por una hilera de barrotes de metal profundamente hundidos en el suelo. Distinguió apenas una figura desplomada al otro lado de los barrotes. Justo en el exterior de la celda estaba tendida la forma inerte de un Hermano Silencioso.

Clary supo de inmediato que estaba muerto. Fue por el modo en el que estaba caído, como una muñeca a la que han retorcido los miembros hasta rompérselos. La túnica color pergamino estaba medio desgarrada. El rostro desfigurado, contraído en una expresión de terror absoluto, era aún reconocible. Era el hermano Jeremiah.

La muchacha pasó junto al cuerpo y llegó a la puerta de la celda. Estaba hecha de barrotes colocados a muy poca distancia unos de otros y asegurados con bisagras en un lado. No parecía haber ni cerradura ni pomo del que pudiera tirar. Detrás de ella oyó a Alec llamarla, pero su atención no estaba puesta en él: estaba en la puerta. No había un modo visible de abrirla; los Hermanos no trataban con aquello que era visible, sino más bien con lo que no lo era. Así que sujetando la luz mágica con una mano, buscó desesperadamente la estela de su madre con la otra.

Del otro lado de los barrotes llegó un sonido. Una especie de jadeo o susurro ahogado; no estaba segura de qué, pero reconoció el origen: Jace. Golpeó la puerta de la celda con la punta de la estela, e intentó mantener la runa de abrir en su mente hasta que ésta apareció, negra e irregular sobre el duro metal. El electro chisporroteó al tocarlo la estela. «Ábrete —deseó Clary—, ábrete, ábrete, ¡Ábrete!»

Un sonido como el de una tela al desgarrarse resonó por la sala. Clary oyó que Isabelle gritaba, al mismo tiempo que la puerta saltaba de sus goznes por completo y se desplomaba hacia el interior de la celda como un puente levadizo al descender. Clary oyó otros ruidos, metal rascando contra metal, un sonoro repiqueteo como el de un puñado de guijarros arrojados al suelo. Se coló al interior de la celda, pisando sobre la puerta caída.

Una luz mágica inundó la pequeña estancia, iluminándola como si fuese de día. Clary apenas reparó en las hileras de esposas —todas de distintos metales: oro, plata, acero y hierro— que iban soltándose de los pernos de las paredes y caían al suelo de piedra con un repiqueteo. Tenía los ojos puestos en el cuerpo desplomado del rincón; podía ver el brillante cabello, la mano extendida y la esposa suelta caída a poca distancia. La muñeca estaba desnuda y ensangrentada, la piel rodeada de un brazalete de feos cardenales.

Se arrodilló, dejando la estela a un lado, y lo giró con suavidad. Sí, era Jace. Tenía otro cardenal en la mejilla, y estaba muy pálido,

pero Clary pudo ver el veloz movimiento bajo los párpados y una vena latiéndole en la garganta. Estaba vivo.

El alivio la recorrió como una oleada ardiente, deshaciendo las tirantes cuerdas de tensión que la habían mantenido de una pieza todo aquel tiempo. La luz mágica cayó al suelo junto a ella, donde siguió resplandeciendo. Clary le apartó el cabello de la frente con una ternura que le pareció ajena; jamás había tenido hermanos o hermanas, ni siquiera un primo; nunca había tenido ocasión de vendar heridas o besar rodillas arañadas u ocuparse de nadie.

Pero estaba bien sentir ese tipo de ternura hacia Jace, se dijo, reacia a apartar la mano incluso cuando los párpados de éste se agitaron bruscamente y el muchacho gimió. Era su hermano, ¿por qué no iba a importarle lo que le sucediera?

Los ojos de Jace se abrieron. Las pupilas estaban enormes, dilatadas. ¿Quizá se había golpeado la cabeza? Sus ojos se clavaron en ella con una expresión de aturdido desconcierto.

—¿Clary? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a buscarte —dijo ella, porque era la verdad.

Un espasmo cruzó el rostro del muchacho.

—¿Realmente estás aquí? No estoy... No estoy muerto, ¿verdad?

—No —respondió ella, acariciándole el rostro con la mano—. Te has desmayado, eso es todo. Seguramente también te golpeaste la cabeza.

Jace alzó la mano para cubrir la de ella.

—Ha valido la pena —repuso él en una voz tan queda que Clary no estuvo segura de qué era lo que había dicho.

—¿Qué?

Era Alec, que se metía por la abertura con Isabelle justo detrás de él. Clary apartó a toda prisa la mano, luego se maldijo en silencio. No había estado haciendo nada malo.

Jace se incorporó penosamente hasta quedar sentado. Tenía el rostro ceniciento y la camiseta salpicada de sangre. La expresión de Alec se convirtió en una de preocupación.

—¿Te encuentras bien? —quiso saber, arrodillándose—. ¿Qué ha pasado? ¿Puedes recordarlo?

Jace alzó la mano ilesa.

—Una pregunta cada vez, Alec. Creo que la cabeza está a punto de estallarme.

—¿Quién te ha hecho esto? —Isabelle sonó a la vez perpleja y furiosa.

—Nadie me ha hecho nada. Me lo hice yo intentando quitarme las esposas. —Se miró la muñeca, de la que parecía casi haberse arrancado toda la piel, e hizo una mueca de dolor.

—Dame —dijeron a la vez Clary y Alec, yendo a cogerle la mano.

Los ojos de ambos se encontraron, y Clary fue la primera en detenerse. Alec sujetó la muñeca de Jace y sacó su estela; con unos pocos y veloces giros de muñeca, dibujó un iratze —una runa curativa— justo debajo del aro de piel sangrante.

—Gracias —dijo Jace, retirando la mano; la parte lastimada de la muñeca empezaba a volver a soldarse—. El hermano Jeremiah...

—Está muerto —informó Clary.

—Lo sé. —Desdeñando la ayuda que le ofrecía Alec, Jace se incorporó hasta apoyarse en la pared—. Lo han asesinado.

—¿Se han matado los Hermanos Silenciosos entre sí? —preguntó Isabelle—. No lo entiendo..., no comprendo por qué harían eso...

—No lo han hecho —respondió Jace—. Algo los mató. No sé qué. —Un espasmo de dolor le crispó el rostro—. Mi cabeza...

—Tal vez deberíamos irnos —propuso Clary nerviosamente—. Antes de que lo que fuera que los mató...

—¿Regrese a por nosotros? —inquirió Jace, y bajó la mirada hacia la camisa ensangrentada y la mano magullada—. Creo que se ha ido. Pero supongo que él todavía podría hacerlo regresar.

—¿Quién podría hacer regresar qué? —quiso saber Alec, pero Jace no dijo nada.

El rostro del muchacho había pasado de gris a blanco como el papel. Alec le sujetó cuando empezó a resbalarse por la pared.

—Jace...

—Estoy bien —protestó él, pero se sujetó a la manga de Alec con fuerza—. Puedo aguantarme en pie.

—A mí me parece que estás usando la pared para sostenerte. Ésa no es mi definición de «aguantarme en pie».

—Es estar apoyado —le contestó Jace—. Estar apoyado viene justo antes de aguantarme en pie.

—Para de discutir —intervino Isabelle, apartando una antorcha apagada de una patada—. Tenemos que salir de aquí. Si hay algo ahí fuera lo bastante malo para matar a los Hermanos Silenciosos, nos hará picadillo.

—Izzy tiene razón. Deberíamos marcharnos. —Clary recuperó la luz mágica y se levantó—. Jace... ¿estás bien para andar?

—Puede apoyarse en mí. —Alec pasó el brazo de Jace sobre sus hombros, éste se apoyó pesadamente en él—. Vamos —indicó Alec con suavidad—. Te curaremos cuando estemos fuera.

Fueron lentamente hacia la puerta de la celda, donde Jace se detuvo un instante para contemplar fijamente el cuerpo del hermano Jeremiah, que yacía retorcido sobre las losas. Isabelle se arrodilló y bajó la capucha de lana marrón del Hermano Silencioso para cubrirle el rostro contorsionado. Cuando se incorporó, todos los semblantes estaban serios.

—Jamás he visto a un Hermano Silencioso asustado —comentó Alec—. No creía que les fuese posible sentir miedo.

—Todo el mundo siente miedo —afirmó Jace tajante.

El muchacho seguía muy pálido y mantenía la mano herida apoyada contra el pecho, aunque Clary pensó que no se debía al dolor físico. Parecía distante, como si se hubiese retraído, ocultándose de algo.

Retrocedieron sobre sus pasos por los oscuros corredores y ascendieron los estrechos peldaños que conducían al pabellón de las Estrellas Parlantes. Cuando lo alcanzaron, Clary notó el denso olor a sangre y a quemado con mucha mayor intensidad que al pasar por allí antes. Jace, apoyado en Alec, miró a su alrededor con una expresión mezcla de horror y confusión. Clary vio que miraba fijamente la pared opuesta, que estaba profusamente salpicada de sangre.

—Jace. No mires —dijo.

Y en seguida se sintió estúpida; él era un cazador de demonios, al fin y al cabo, y seguro que había visto cosas peores.

Jace meneó la cabeza.

—Algo va mal...

—Todo va mal aquí. —Alec ladeó la cabeza en dirección al bosque de arcos que conducía lejos del pabellón—. Ése es el camino más rápido para salir de aquí. Vámonos.

No hablaron demasiado mientras emprendían el camino de vuelta a través de la Ciudad de Hueso. Cada sombra parecía ocultar un movimiento, como si la oscuridad cubriera criaturas que aguardaban para saltar sobre ellos. Isabelle musitaba algo por lo bajo y, aunque Clary no podía oír las palabras, sonaba como otro idioma, algo antiguo... latín, tal vez.

Cuando alcanzaron las escaleras que conducían fuera de la Ciudad, Clary emitió un silencioso suspiro de alivio. La Ciudad de Hueso quizá hubiera sido hermosa en alguna ocasión, pero ahora resultaba aterradora. Cuando llegaron al último tramo de escalones, una fuerte luz le hirió los ojos y le hizo lanzar un grito de sorpresa. Distinguió débilmente la estatua del Ángel, que se alzaba en lo alto de la escalera, iluminada por detrás con una refulgente luz dorada, brillante como el sol. Echó una rápida mirada a los demás; éstos parecían tan confusos como ella.

—No puede haber amanecido ya... ¿verdad? —murmuró Isabelle—. ¿Cuánto tiempo hemos estado ahí abajo?

Alec miró su reloj.

—No tanto como eso.

Jace farfulló algo, demasiado quedo para que nadie más le oyera. Alec inclinó la cabeza hacia él.

—¿Qué has dicho?

—Luz mágica —contestó Jace, esta vez en voz más alta.

Isabelle corrió escalera arriba, con Clary detrás de ella y Alec a la cola, luchando para ayudar a Jace por los escalones. En lo alto de la escalera, Isabelle se detuvo de golpe como paralizada. Clary la llamó, pero ella no se movió. Al cabo de un momento, Clary estuvo a su lado y entonces le tocó a ella mirar a su alrededor con asombro.

El jardín estaba repleto de cazadores de sombras; veinte, quizá treinta, con las oscuras vestiduras de caza, cubiertos de Marcas y cada uno sosteniendo una refulgente piedra de luz mágica.

A la cabeza del grupo se encontraba Maryse, con una armadura negra de cazadora de sombras y una capa, la capucha echada hacia atrás. Detrás de ella se alineaban docenas de desconocidos, hombres y mujeres que Clary no había visto nunca, pero que lucían las Marcas de los nefilim en los brazos y los rostros. Uno de ellos, un apuesto hombre de piel negra como el ébano, miró fijamente a Clary e Isabelle... y junto a ellas, a Jace y Alec, que habían salido de la escalera y pestañeaban bajo la inesperada iluminación.

—Por el Ángel —exclamó el hombre—. Maryse... ya había alguien ahí abajo.

La boca de Maryse se abrió en una silenciosa exclamación de sorpresa al ver a Isabelle. Luego la cerró, apretando los labios en una fina línea blanca, como una cuchillada dibujada en tiza sobre la cara.

—Lo sé, Malik —contestó—. Éstos son mis hijos.

La espada mortal

Un quedo murmullo recorrió al grupo. Los que iban encapuchados se echaron las capuchas hacia atrás, y Clary pudo ver, por las expresiones de Jace, Alec e Isabelle, que muchos de los cazadores de sombras les eran conocidos.

—Por el Ángel. —La mirada incrédula de Maryse pasó de Alec a Jace, cruzó por encima de Clary y regresó a su hija. Jace se había apartado de Alec cuando Maryse comenzó a hablar, y se mantenía un poco alejado de los otros tres, con las manos en los bolsillos. Isabelle retorcía nerviosamente el látigo que tenía en las manos. Alec parecía juguetear con su teléfono móvil, aunque Clary no podía ni imaginar a quién estaría llamando—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Alec? ¿Isabelle? Ha habido una llamada de auxilio procedente de la Ciudad Silenciosa...

—Nosotros respondimos a ella —contestó Alec.

La mirada del muchacho se movió ansiosamente por el grupo allí reunido. Clary no podía culparle por su nerviosismo. Se trataba del grupo más grande de cazadores de sombras adultos, bueno de cazadores de sombras en general, que ella había visto nunca. No dejaba de mirar de rostro en rostro, registrando las diferencias entre ellos: variaban ampliamente en edad, raza y aspecto general, y sin embargo todos daban la misma impresión de poder inmenso y contenido. Podía percibir sus sutiles miradas puestas en ella, examinándola, evaluándola. Uno de ellos, una mujer con ondulantes cabellos canosos, la miraba fijamente con una fiereza que no tenía nada de sutil. Clary parpadeó y apartó los ojos.

—No estabas en el Instituto... —prosiguió Alec— y no podíamos ponernos en contacto con nadie... así que vinimos nosotros.

—Alec...

—No importa, de todos modos —concluyó Alec—. Están muertos. Los Hermanos Silenciosos. Están todos muertos. Los han asesinado.

Esta vez no surgió ningún sonido de los allí reunidos. Todos se quedaron inmóviles, del mismo modo en que una manada de leones podría quedarse inmóvil al descubrir una gacela.

—¿Muertos? —repitió Maryse—. ¿Qué quieres decir con que están muertos?

—Creo que está muy claro lo que quiere decir. —Una mujer que llevaba un largo abrigo gris había aparecido de improviso junto a Maryse. Bajo la parpadeante luz, a Clary le pareció una especie de caricatura de Edward Gorey, toda ángulos agudos, cabellos recogidos hacia atrás y ojos igual que pozos negros cavados en la cara. Sostenía un refulgente pedazo de luz mágica sujeto a una larga cadena de plata, pasada a través de los dedos más delgados que Clary había visto nunca.

—¿Están todos muertos? —preguntó, dirigiéndose a Alec—. ¿No habéis hallado a nadie con vida en la Ciudad?

Alec negó con la cabeza.

—No que nosotros viéramos, Inquisidora.

De modo que ésa era la Inquisidora, pensó Clary. Ciertamente parecía alguien capaz de arrojar a un chico adolescente a una mazmorra sin más motivo que el no gustarle su actitud.

—Que vierais —repitió la Inquisidora, con los ojos igual que centelleantes cuentas, antes de volver la cabeza hacia Maryse—. Aún podría haber supervivientes. Yo enviaría a tu gente al interior de la Ciudad para que hicieran una comprobación a fondo.

Maryse apretó los labios. Por lo poco que Clary había averiguado sobre Maryse, sabía que a la madre adoptiva de Jace no le gustaba que le dijesen qué hacer.

—Muy bien —aceptó Maryse. Se volvió hacia el resto de cazadores de sombras, que no eran tantos como Clary había pensado en un principio; más cerca de veinte que de treinta, aunque la impresión que le había causado su aparición los había hecho parecer una multitud ingente.

Maryse habló con Malik en voz baja. Él asintió y, cogiendo por el brazo a la mujer de cabellos plateados, condujo a los cazadores de sombras hacia la entrada de la Ciudad de Hueso. A medida que uno tras otro descendían por la escalera, con sus respectivas luces mágicas en la mano, el resplandor del patio empezó a desvanecerse. La última en bajar fue la mujer del cabello canoso. A mitad de la escalera, la mujer se detuvo, se volvió y miró hacia atrás... directamente a Clary. Sus ojos estaban cargados de un terrible anhelo, como si ansiase desesperadamente decirle algo. Después de un momento, volvió a echarse la capucha sobre el rostro y desapareció en las sombras.

Maryse rompió el silencio.

—¿Por qué querría nadie asesinar a los Hermanos Silenciosos? No son guerreros, no llevan Marcas de combate...

—No seas ingenua, Maryse —le cortó la Inquisidora—. Esto no ha sido un ataque al azar. Puede que los Hermanos Silenciosos no sean guerreros, pero son ante todo guardianes, y muy buenos en su trabajo. Por no decir difíciles de matar. Alguien quería algo de la Ciudad de Hueso y estaba dispuesto a matar a los Hermanos Silenciosos para obtenerlo. Esto ha sido premeditado.

—¿Qué hace que estés tan segura?

—¿Esa pérdida de tiempo que nos ha llevado a todos a Central Park? ¿La niña hada muerta?

—Yo no llamaría a eso una pérdida de tiempo. A la niña hada le habían sacado toda la sangre, como a los otros. Estos asesinatos podrían ocasionar serios problemas entre los Hijos de la Noche y otros subterráneos...

—Distracciones —replicó la Inquisidora, desdeñosa—. Quería que estuviésemos fuera del Instituto para que nadie respondiera a los Hermanos cuando llamaran pidiendo ayuda. Ingenioso, en realidad. Pero claro, él siempre fue muy ingenioso.

—¿Él? —Fue Isabelle quien habló, con el rostro muy pálido entre las negras alas de sus cabellos—. Se refiere...

Las siguientes palabras de Jace provocaron una sacudida en Clary, como si hubiese entrado en contacto con una corriente eléctrica.

—Valentine —dijo el muchacho—. Valentine ha cogido la Espada Mortal. Por eso ha matado a los Hermanos Silenciosos.

Una fina y repentina sonrisa se curvó en el rostro de la Inquisidora, como si Jace hubiese dicho algo que la complaciera enormemente.

Alec dio un brinco y se volvió para mirar a Jace boquiabierto.

—¿Valentine? Pero tú no nos has dicho que estaba aquí.

—Nadie me lo ha preguntado.

—Pero él no puede haber matado a los Hermanos. Los han hecho pedazos. Ninguna persona podría haber hecho todo eso.

—Probablemente tuvo ayuda demoníaca —repuso la Inquisidora—. Ya ha usado antes demonios para que le ayuden. Y con la protección de la Copa, podría invocar a algunas criaturas muy peligrosas. Más peligrosas que los rapiñadores —añadió haciendo una mueca con el labio, y aunque no miró a Clary al decirlo, las palabras fueron, en cierto modo, un bofetón verbal; la tenue esperanza de Clary de que la Inquisidora no la hubiese visto o reconocido se desvaneció—. O los patéticos repudiados.

—No sé nada sobre eso. —Jace estaba muy pálido, con manchas rojizas como de fiebre en los pómulos—. Pero ha sido Valentine. Lo he visto. De hecho, llevaba la Espada cuando bajó a las celdas y se burló de mí a través de los barrotes. Era como una película mala, sólo le ha faltado retorcerse el bigote.

Clary le miró preocupada. Hablaba demasiado de prisa, pensó, y parecía mantenerse en pie con dificultad.

La Inquisidora no pareció advertirlo.

—¿Así que dices que Valentine te ha contado todo esto? ¿Te ha contado que mató a los Hermanos Silenciosos porque quería la Espada del Ángel?

—¿Qué más te ha contado? ¿Te dijo adónde iba? ¿Qué planea hacer con los dos Instrumentos Mortales? —preguntó apresuradamente Maryse.

Jace negó con la cabeza.

La Inquisidora avanzó hacia él, con el abrigo arremolinándose a su alrededor como humo en movimiento. Los ojos grises y la boca eran tirantes líneas horizontales.

—No te creo —dijo.

Jace se limitó a mirarla.

—No esperaba que lo hiciera.

—Dudo que la Clave te crea.

—Jace no es un mentiroso... —empezó a decir Alec con vehemencia.

—Usa tu cerebro, Alexander —replicó la Inquisidora, sin apartar los ojos de Jace—. Deja a un lado tu lealtad hacia tu amigo por un momento. ¿Qué probabilidades existen de que Valentine pasara por la celda de su hijo para una charla paternal sobre la Espada—Alma y no mencionara lo que planeaba hacer con ella, o incluso adónde iba?

S'io credesse che mia risposta fosse —dijo Jace en un idioma que Clary no conocía—, a persona che mai tornasse al mondo...

—Dante. —La Inquisidora pareció fríamente divertida—. El Inferno. Aún no estás en el infierno, Jonathan Morgenstern, aunque si insistes en mentirle a la Clave, desearás estarlo. —Volvió la cabeza hacia los demás—. ¿Y no le parece curioso a nadie que la Espada—Alma haya desaparecido la noche antes de que Jonathan Morgenstern tenga que someterse a juicio por su hoja... y que haya sido su padre quien la ha cogido?

Jace pareció escandalizado, y sus labios se entreabrieron ligeramente en una expresión de sorpresa, como si eso jamás se le hubiera ocurrido.

—Mi padre no ha cogido la Espada por mí. La ha cogido para él. Dudo que supiese siquiera lo del juicio.

—Qué terriblemente conveniente para ti, no obstante. Y para él. No tendrá que preocuparse de que cuentes sus secretos.

—Claro —replicó Jace—, le aterra que le cuente a todo el mundo que en realidad siempre ha querido ser una bailarina de ballet. —La Inquisidora se limitó a mirarle fijamente—. No conozco ninguno de los secretos de mi padre —afirmó, con menos acritud—. Jamás me contó nada.

La Inquisidora le contempló con algo parecido al tedio.

—Si tu padre no ha cogido la Espada para protegerte, entonces, ¿por qué?

—Es un Instrumento Mortal —dijo Clary—. Es poderosa. Como la Copa. A Valentine le gusta el poder.

—La Copa tiene una utilidad inmediata —replicó la Inquisidora—. Puede usarla para crear un ejército. La Espada se utiliza en juicios. No veo cómo podría interesarle.

—Podría haberlo hecho para desestabilizar la Clave —sugirió Maryse—. Para socavar nuestra moral. Para indicar que no hay nada que podamos proteger de él si lo desea lo suficiente. —Era un argumento sorprendentemente bueno, pensó Clary, pero Maryse no sonaba muy convencida—. El hecho es que...

Pero nunca llegaron a oír cuál era el hecho, porque en ese momento Jace alzó la mano como si fuera a hacer una pregunta, puso cara de sorpresa y se sentó en la hierba de golpe, como si sus piernas hubiesen cedido. Alec se arrodilló junto a él, pero Jace desechó su inquietud con un ademán.

—Déjame tranquilo. Estoy perfectamente.

—No lo estás.

Clary se unió a Alec, mientras Jace la contemplaba con unos ojos de pupilas enormes y oscuras, a pesar de la luz mágica que iluminaba la noche. La muchacha echó un vistazo a la muñeca de Jace, donde Alec le había dibujado el iratze. La Marca había desaparecido, ni siquiera quedaba una leve cicatriz para mostrar que había funcionado. Sus ojos se encontraron con los de Alec y vio su propia ansiedad reflejada allí.

—Algo le pasa —dijo—. Algo malo.

—Probablemente necesita una runa curativa. —La Inquisidora daba la impresión de estar exquisitamente molesta con Jace por estar herido durante acontecimientos de tal importancia—. Un iratze, o...

—Ya hemos probado eso —explicó Alec—. No está funcionando. Creo que hay algo de origen demoníaco actuando aquí.

—¿Como veneno de demonio? —Maryse avanzó como si tuviera intención de ir junto a Jace, pero la Inquisidora la retuvo.

—Está fingiendo —afirmó la mujer—. Debería estar en las celdas de la Ciudad Silenciosa en estos momentos.

Alec se puso en pie al oír aquello.

—Pero ¿qué está diciendo?... ¡Mírele! —Señaló a Jace, que había vuelto a desplomarse sobre la hierba, con los ojos cerrados—. Ni siquiera puede mantenerse en pie. Necesita médicos, necesita...

—Los Hermanos Silenciosos están muertos —dijo la Inquisidora—. ¿Estás sugiriendo un hospital mundano?

—No. —La voz de Alec sonó tensa—. Pensaba que podría ir a que le viera Magnus.

Isabelle profirió un sonido situado en algún punto entre un estornudo y una tos. Se volvió hacia otro lado mientras la Inquisidora miraba a Alec sin comprender.

—¿Magnus?

—Es un brujo —respondió Alec—. En realidad es el Gran Brujo de Brooklyn.

—Te refieres a Magnus Bañe —dijo Maryse—. Tiene una reputación como...

—Me curó después de que peleara contra un Demonio Mayor —replicó Alec—. Los Hermanos Silenciosos no pudieron hacer nada, pero Magnus...

—Es ridículo —replicó la Inquisidora—. Lo que quieres es ayudar a Jonathan a escapar.

—No se encuentra lo bastante bien como para escapar —intervino Isabelle—. ¿Es que no lo ve?

—Magnus jamás permitiría que eso sucediera —afirmó Alec, acallando con una mirada a su hermana—. No está interesado en contrariar a la Clave.

—¿Y qué haría para impedirlo? —La voz de la Inquisidora rezumaba ácido sarcasmo—. Jonathan es un cazador de sombras; no es tan fácil mantenernos bajo llave.

—Quizá debería preguntárselo —sugirió Alec.

La Inquisidora sonrió con aquella cortante sonrisa suya.

—Por supuesto. ¿Dónde está?

Alec echó una ojeada al teléfono que tenía en la mano y luego volvió a mirar a la delgada mujer gris situada ante él.

—Está aquí —contestó, y alzó la voz—. ¡Magnus! Magnus, acércate.

Incluso las cejas de la Inquisidora se alzaron violentamente cuando Magnus cruzó majestuosamente la verja. El Gran Brujo vestía pantalones de cuero negro, un cinturón con una hebilla enjoyada en forma de «M» y una chaqueta militar prusiana azul cobalto abierta sobre una camisa blanca de encaje. Relucía cubierto de capas de purpurina. Su mirada descansó por un momento en el rostro de Alec con expresión divertida y una insinuación de algo más antes de ir hacia Jace, que estaba tendido bocabajo sobre la hierba.

—¿Está muerto? —preguntó—. Parece muerto.

—No —le espetó Maryse—. No está muerto.

—¿Lo habéis comprobado? Puedo patearle si queréis. —Magnus avanzó hacia Jace.

—¡Basta! —chilló airada la Inquisidora, sonando como la profesora de tercero de Clary cuando le ordenaba que dejara de garabatear en el pupitre con un rotulador—. No está muerto, pero está herido —añadió, casi de mala gana—. Se requieren tus habilidades médicas. Jonathan necesita estar en condiciones para el interrogatorio.

—Estupendo, pero eso tiene un precio.

—Yo lo pagaré —repuso Maryse.

—Muy bien. —La Inquisidora ni siquiera pestañeó—. Pero no puede quedarse en el Instituto. El hecho de que la Espada haya desaparecido no significa que el interrogatorio no vaya a tener lugar como estaba planeado. Y entretanto, el muchacho debe permanecer bajo observación. Existe un claro riesgo de fuga.

—¿Riesgo de fuga? —inquirió Isabelle—. Lo dice como si él hubiese intentado escapar de la Ciudad Silenciosa...

—Bueno —replicó la mujer—. Ya no está en su celda ahora, ¿verdad?

—¡Eso no es justo! ¡No esperaría dejarlo ahí abajo rodeado de cadáveres!

—¿No es justo? ¿No es justo? ¿De verdad esperas que me crea que el motivo por el que tú y tu hermano habéis ido a la Ciudad de Hueso fue por una llamada de auxilio, y no para liberar a Jonathan de lo que sin duda consideráis un confinamiento innecesario? ¿Y esperas que me crea que no vais a intentar liberarlo otra vez si se le permite permanecer en el Instituto? ¿Crees que podéis engañarme tan fácilmente como engañáis a vuestros padres, Isabelle Lightwood?

La muchacha enrojeció. Magnus intervino antes de que la chica pudiera replicar.

—Mirad, no hay ningún problema —dijo—. Jace se puede quedar en mi casa.

La Inquisidora volvió la cabeza hacia Alec.

—¿Sabe tu brujo —dijo— que Jonathan es un testigo de la mayor importancia para la Clave?

—Él no es mi brujo. —Los angulosos pómulos de Alec enrojecieron violentamente.

—He tenido a prisioneros de la Clave anteriormente —indicó Magnus, y el deje burlón había abandonado su voz—. Creo que descubrirá que tengo un excelente historial en ese terreno. El tipo de contrato que ofrezco es uno de los mejores.

¿Fue la imaginación de Clary, o los ojos de Magnus realmente se entretuvieron un instante en Maryse cuando dijo aquello? Clary no tuvo tiempo para conjeturar; la Inquisidora emitió un sonido agudo que podría haber sido de diversión o disgusto.

—Solucionado —dijo—. Hazme saber cuando esté lo bastante bien como para hablar, brujo. Todavía tengo muchas preguntas para él.

—Desde luego —respondió Magnus, pero a Clary le dio la impresión de que en realidad no la escuchaba.

Magnus cruzó el césped con elegancia y se detuvo junto a Jace; era tan alto como delgado, y cuando Clary alzó los ojos para mirarle, le sorprendió cuántas estrellas tapaba.

—¿Puede hablar? —preguntó Magnus a Clary, señalando a Jace.

Antes de que ésta pudiera responder, los ojos del muchacho se abrieron lentamente y alzó la mirada hacia el brujo, aturdido y mareado.

—¿Qué estás haciendo tú aquí?

Magnus dedicó una sonrisa burlona al muchacho, y sus dientes centellearon como diamantes afilados.

—Hola, compañero de piso —saludó.

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