Libro Dos

Cuanto más hacia atrás mires, más podrás ver hacia delante.

—Sir Winston Churchill,

Premio Nobel de Literatura 1953

CAPÍTULO 18

Era de noche. Dos oficiales de policía, una blanca y otro negro. Una acera salpicada de sangre. Un hombre llamado Chuck Hanratty muerto y su cadáver en una ambulancia. Pierre se estremeció en la brisa nocturna, su camisa convertida en un trapo empapado de sangre.

—Mire, es más de medianoche —dijo el policía negro a Molly— y, francamente, su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio su tarjeta.

—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, saliendo poco a poco del shock nervioso.

El policía encogió sus anchos hombros.

—Ningún misterio. Quería su cartera y su bolso.

Pero Molly había leído la mente del hombre, y sabía que no se trataba de un simple atraco, sino de un atentado deliberado contra la vida de Pierre. Cogió suavemente la mano de su marido y le guió hacia el coche patrulla.

Pierre y Molly estaban en la cama. Ella le abrazaba estrechamente.

—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —se preguntó Pierre de nuevo. Estaba todavía muy afectado—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al fin y al cabo… —Su voz se apagó, pero Molly pudo leer la frase ya formulada en inglés: Al fin y al cabo, pronto estaré muerto de todas formas.

Ella sacudió la cabeza tanto como se lo permitió su almohada.

—No sé por qué, pero iba a por ti. A por ti en particular.

—¿Estás segura? —La voz de Pierre al hacer la pregunta traicionaba su débil esperanza de que Molly se equivocase.

—Cuando pasamos junto a él, Hanratty estaba pensando “Ya era hora de que apareciese el jodido franchute”.

Pierre se envaró ligeramente.

—No puedes decirle eso a la policía.

—Claro que no. —Molly forzó una pequeña risa—. De todas formas, no me creerían. Pero alguien llamado Grozny le había encargado que te matase… y al parecer, ya había matado a otros por orden suya.

Pierre todavía estaba intentando digerirlo. Un hombre había muerto justo delante de él. Sí, había sido defensa propia, pero podía decirse que Pierre le había matado. Había cruzado el continente hasta el hogar del amor libre y el movimiento pacifista, y había terminado con las manos manchadas de la sangre de un ser humano.

Un cuchillo cortando el cuerpo del hombre; Molly sobre su espalda, Pierre haciéndole caer.

Si Hanratty hubiese dejado caer el cuchillo. Si sólo…

Muerto.

Muerto.

No podía sacudirse el espanto, no podía escapar del dolor.

Se tomaría el día libre… algo que nunca había hecho antes salvo en su luna de miel.

—Quizá debas hablar con algún profesional —dijo Molly—. Ingrid hizo un estudio con los veteranos de la Tormenta del Desierto, y podría recomendarnos a alguien que trate la tensión postraumática.

Pierre sacudió la cabeza. También habían intentado llevarle a un psicólogo cuando resultó ser un sujeto de riesgo de la enfermedad de Huntington. Pero parecía algo interminable: no había tenido tiempo para ello.

—Estaré bien —dijo, pero sus palabras sonaron huecas.

Molly asintió y siguió abrazándole.

Avi Meyer estaba sentado ante su escritorio metálico en la central de la OIE en Washington. Su ventana, con los estores en ángulo para bloquear la mayor parte de la luz solar, dominaba la cuadrícula de la calle K. Era mediodía y ya se notaba la barbilla áspera, al pasarse la mano.

Entró Susan Tuttle, su ayudante.

—Pasternak acaba de mandarnos un fax… puede que te interese.

—¿Qué es?

—Hace dos días mataron a un neonazi de San Francisco llamado Chuck Hanratty.

—¿Qué edad tenía?

—¿Hanratty? Veinticuatro.

Avi hizo un gesto de rechazo con la mano.

—No era lo bastante viejo para ser un criminal de guerra. ¿Y aparte de que hay un capullo menos en el mundo, por qué cree Pasternak que puede interesarme?

—Hanratty murió en una pelea al intentar atracar a un francocanadiense llamado Pierre Tardivel.

Avi frunció el ceño.

—¿Y?

—Y el tal Tardivel trabaja en Berkeley, en el Centro Genoma Humano, así que su jefe es…

Las pobladas cejas de Avi se elevaron.

—Burian Klimus.

—Exacto.

Avi apuñaló el botón del intercomunicador de su escritorio.

—¿Pam?

—¿Sí? —respondió una voz femenina.

—Necesito un vuelo a California…

Cuando Pierre fue a la comisaría de Berkeley para cumplimentar su declaración, pidió al policía negro (resultó llamarse Munroe) más información sobre Chuck Hanratty. Realmente, Munroe no tenía mucho que agregar. Hanratty había vivido, y sido arrestado con frecuencia, en San Francisco. Tras pensarlo durante un día, Pierre decidió conducir a través del puente de Oakland Bay y probar suerte en la central de policía de San Francisco.

Llovía. El puente daba a la 101, y la central estaba justo al sur, en el 850 de Bryant, entre las calles Sexta y Séptima. Pierre plegó su paraguas, entró en el edificio y recorrió un corto pasillo hasta el mostrador del sargento de entrada, un corpulento hombre blanco de pelo negro y rizado sobre una cabeza en forma de torta. Tenía un monitor de ordenador bajo el escritorio, visible a través de un cristal en el tablero. Estaba leyendo algo en él, pero levantó la vista cuando Pierre carraspeó.

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

Pierre no estaba seguro de cómo empezar.

—Sufrí un atraco hace poco.

—¿Oh, sí? ¿Quiere presentar una denuncia?

—No, no. Ya he hecho la declaración, allí en Berkeley. Sólo estaba buscando algo más de información. El tipo que me atacó vivía aquí, y… bueno… murió en la pelea. Cayó sobre su propio cuchillo.

—¿Cómo ha dicho usted que se llama?

—Tardivel. T-A-R-D-I-V-E-L.

El sargento tecleó en su ordenador.

—¿Puedo ver alguna identificación?

Pierre abrió la cartera y encontró su permiso de conducir de Québec. El sargento lo miró, asintió y volvió a su monitor.

—Bien, señor, no sé qué tipo de información desea. Si el atracador murió, no vamos a estar buscando sospechosos.

—Claro, lo entiendo. Simplemente me interesan los demás casos en los que estuviese implicado.

El sargento le miró con sospecha.

—¿Por qué?

Pierre pensó que la verdad sería lo más sencillo.

—Los policías de Berkeley me dijeron que Hanratty era miembro de un grupo neonazi. Me he roto la cabeza pensando qué podría tener contra mí.

—¿Es usted judío?

Pierre meneó su cabeza.

—Pero es extranjero. A los cabezas rapadas no les gustan los inmigrantes.

—Ya lo supongo, pero… bueno, me pregunto si podría ver su expediente.

El policía miró a Pierre durante unos momentos.

—Lo dudo —dijo por fin.

—Pero…

—Esto no es una biblioteca pública. Su caso está cerrado. Si su compañía de seguros necesita algún documento para una reclamación, puede ponerse en contacto con nosotros o con la policía de Berkeley por los canales habituales. Olvídese de otra cosa.

Pierre pensó por un momento en insistir, pero comprendió que no serviría de nada. Dejó caer un sarcástico “Merci beaucoup” y se volvió hacia la salida. Todavía estaba lloviendo, por lo que se detuvo en la puerta para abrir el paraguas. Mientras lo hacía, su mirada pasó por el directorio del edificio, hecho de pequeñas letras blancas de plástico en un panel negro cubierto por un cristal.

Forense, 314.

Pierre enarcó las cejas y miró hacia atrás. El sargento estaba leyendo con la cabeza inclinada hacia abajo. Pierre pasó disimuladamente y entró en el ascensor.

Bajó en el tercer piso. En la puerta de la sala 314 había un letrero de “Forense”, con dos nombres en letra más pequeña: H. Kawabata y J. Howells. Abrió la puerta y asomó la cabeza al interior.

—¿Hola?

Una alta y cuarentona mujer asiática apareció desde un panel de separación. Llevaba el pelo rubio cortado a lo paje, tres anillos en la mano derecha, una pulsera de cadena en la misma muñeca, una gargantilla a juego, y dos pequeños remaches en la oreja izquierda. Tenía puesta sin abotonar su bata blanca de laboratorio, encima de un traje pantalón rosa. Su lápiz de labios hacía juego con el traje.

—¿Qué desea? —dijo sin preámbulos.

A Pierre no le gustaba presuponer, pero aquello parecía una apuesta segura.

—¿Señorita Kawabata?

—Sí, soy yo.

Pierre sonrió y pasó al interior.

—Perdone. Estaba en el edificio por otro asunto y no he podido resistirme a pasar. Sé que tenía que haber concertado una cita, pero…

La voz de la mujer asiática se endureció un poco.

—Todas las compras se hacen a través de la oficina del cuarto piso.

Pierre meneó la cabeza. Quizá tendría que mejorar su gusto para las chaquetas deportivas.

—No soy un vendedor, sino un genetista. Trabajo en el Centro Genoma Humano del LLB.

Ella se llevó una mano a los labios.

—¡Oh, lo siento! Pase, pase, ¿señor…?

—Tardivel. Doctor Pierre Tardivel.

—Yo soy Helen —dijo la mujer extendiendo su mano—. Hice mi trabajo de graduación en la UCB. He oído que ahora tienen a ese ganador del Nobel a cargo de todo, cómo se llama…

—Burian Klimus.

Helen asintió.

—Eso es, la Técnica Klimus… Un gran método; estamos empezando a usarla aquí. ¿Cómo es trabajar para él? —Pierre decidió ser sincero—. Es un bruto. Por suerte, últimamente pasa mucho tiempo en el Instituto de los Orígenes Humanos; se ha interesado por el ADN de Neanderthal.

Ella sonrió.

—Una vez le vi en la tele: parecía lo bastante viejo para conocerlo por experiencia propia.

Pierre rió y echó una mirada a la sala. Como casi todos los laboratorios que había visto, tenía algunos chistes de Far Side pegados a los archivadores.

—Tienen un buen equipo.

Helen miró los centrifugadores, microscopios y demás aparatos, como si estuviese evaluándolos.

—Cumple con su función. No tenemos tanto trabajo con ADN como me gustaría, pero es emocionante cuando testifico ante el tribunal. Crucificamos a un violador múltiple la semana pasada: no se merecía nada mejor.

—Leí sobre el caso en el Chronicle. Enhorabuena.

—Gracias.

—Sabe, me pregunto si podría ayudarme. Yo… fui atacado la semana pasada; por eso estoy aquí. Quería descubrir qué podía tener contra mí esa persona en particular, y…

—Y le han mandado a paseo, ¿no?

Pierre sonrió.

—Exactamente.

—¿Qué quiere saber?

—Uno de los policías que llegaron me dijo que el atacante era un neonazi, y que tenía muchos antecedentes. Me preguntaba si no habría algo más de información disponible.

Helen frunció el ceño.

—¿De verdad está en el Centro Genoma Humano?

Pierre iba a sacar su cartera, pero en lugar de ello, sonrió.

—Póngame a prueba.

Los ojos de Helen lanzaron un destello.

—Veamos… ¿Qué es un riflip?

—Polimorfismo de longitud de fragmento restringido —dijo él de inmediato—. Es la variación de una persona a otra en el tamaño de las piezas de ADN cortadas por una enzima de restricción específica.

—Me encantaría visitar tu laboratorio, Pierre.

Esa vez, él sacó la cartera y le dio una de sus tarjetas. Tenía tarjetas nuevas desde el mes pasado, cuando el laboratorio cambió su nombre a Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

—Cuando quieras.

Ella se acercó a su escritorio y guardó la tarjeta en una cajita de metal. Después se colocó ante su terminal.

—¿Por dónde empezamos?

—El hombre que me atacó se llamaba Chuck Hanratty. Aún no sé por qué iba a por mí en particular. Pone un poco nervioso saber que alguien quiere matarte.

Helen tecleó con dos dedos, enarcando sus delicadas cejas.

—Te lo cargaste.

—En realidad, cayó sobre su propio cuchillo. ¿Dice que le maté?

—No, no, lo siento. Dice que murió en una pelea con su víctima. ¿Qué es lo que buscas?

—Cualquier cosa. Otras personas a las que hubiese atacado, por ejemplo.

—Te imprimiré una copia de su expediente; pero no le digas a nadie de dónde la has sacado. Mira… esto es interesante: tras su muerte, mandamos unos agentes a la casa donde se alojaba. El tipo vivía en un mal barrio… Entre sus cosas encontraron una cartera con tarjetas de crédito a nombre de un tal Bryan Proctor, con y griega. La referencia cruzada en el archivo dice que Proctor murió en San Francisco dos días antes de tu ataque: un desconocido le disparó. También encontraron una pistola en casa de Hanratty, y el informe de balística confirmó que era el arma homicida del caso Proctor.

—¿Ha dejado Proctor algún familiar?

Helen presionó algunas teclas.

—Una esposa.

—¿Hay alguna forma de que hablemos?

—Eso depende de ella.

CAPÍTULO 19

—¿Pierre Tardivel?

Pierre, que estaba inclinado sobre su mesa de laboratorio, alzó la mirada.

—¿Sí?

Un hombre de baja estatura, cara de bulldog y mentón oscurecido por la barba entró en la sala.

—Me llamo Avi Meyer. —Le mostró una identificación—. Soy agente federal, Departamento de Justicia. Me gustaría hablar con usted.

Pierre se incorporó.

—Oh… claro. Por supuesto. Siéntese. —Le indicó un taburete del laboratorio.

Avi permaneció de pie.

—Usted no es estadounidense, ¿verdad?

—No, soy…

—De Canadá, ¿cierto?

—Sí, nací en…

—En Québec.

—Québec, sí. Montreal. ¿Qué es lo que…?

—¿Qué le trajo a los Estados Unidos?

Pierre pensó en decir “Air Canada”, pero decidió no hacerlo.

—Tengo una beca de postdoctorado.

—¿Es usted un genetista?

—Sí. Bueno, mi doctorado es en biología molecular, pero…

—¿Qué relación tiene con los demás genetistas de aquí?

—No sé a qué se refiere. Son mis colegas, y algunos mis amigos…

—El profesor Sinclair: ¿cuál es su relación?

—¿Toby? Me cae bien, pero apenas le conozco.

—¿Y qué hay de Donna Yamasaki?

Pierre enarcó las cejas.

—Es muy agradable, pero su apellido…

—¿Se conocían antes de que usted viniese a Berkeley?

—No.

—Su jefe es Burian Klimus.

—Sí. Quiero decir, hay bastantes niveles entre él y yo, pero sí, él es quien manda aquí.

—¿Cuándo le conoció?

—Más o menos a los tres días de empezar aquí.

—¿No le conocía de antes?

—Conocía su reputación, por supuesto, pero…

—No es pariente suyo, ¿verdad?

—¿Klimus? Es checo, ¿no? Yo no…

—Ucraniano, en realidad. ¿No tuvo contacto con él antes de venir a Berkeley?

—Ninguno.

—¿Pertenece usted a alguno de los mismos grupos que los demás genetistas del centro?

—Casi todos estamos en alguna asociación profesional y cosas así, pero…

—No. Fuera de su profesión.

—No pertenezco a ningún grupo.

—¿Ninguno?

Pierre meneó la cabeza.

—Usted sufrió una agresión hace poco.

—¿Es por eso? Porque…

—¿Conocía…

—…ya declaré en la comisaría. Fue en defensa propia.

—…al hombre que le atacó?

—¿Conocerle? ¿Quiere decir personalmente? No, no le había visto en mi vida.

—¿Entonces, por qué le atacó? ¿Por qué precisamente a usted?

—Eso es lo que me gustaría saber.

—¿Así que no cree que fuese cuestión de azar?

—La policía cree que sí, pero…

—¿Pero qué?

—No, nada. Sólo…

—¿Tiene alguna razón para pensar que no fue así?

—…me pareció… ¿qué? No, la verdad es que no.

—¿Y usted nunca había visto a su atacante rondando por aquí?

—Nunca le había visto en ninguna parte.

—¿Con el profesor Klimus, por ejemplo?

—No.

—¿O con la doctora Yamasaki? ¿O el doctor Sinclair?

—No. Oiga, ¿a qué viene todo esto?

—El hombre que le atacó pertenecía a una organización neonazi.

—El Reich Milenario, sí.

—¿Conoce el grupo? —preguntó Avi con los ojos entornados.

—No, no, no. Uno de los policías lo mencionó.

—¿Tiene alguna conexión con el Reich Milenario?

—¿Qué? No, claro que no.

—¿Cuáles son sus ideas políticas, señor Tardivel?

—NDP. ¿Qué impor…?

—¿Qué cojones significa “NDP”?

—Un partido socialdemócrata canadiense. ¿Qué importa…?

—¿Socialista? ¿Como en nacional-socialista?

—No, no. El NDP es…

—¿Qué opina de… no sé, la inmigración?

Soy un inmigrante. Llegué aquí hace menos de un año.

—Sí, y ya ha matado a un ciudadano americano.

—Fue en defensa propia, maldición. Pregúntele a la policía.

—Ya he leído el informe. ¿Por qué iba a querer atacarle un neonazi, señor Tardivel?

—No tengo ni idea.

—¿Tiene alguna relación con organizaciones neonazis?

—Claro que no.

—Hay muchos antisemitas entre los franceses de Montreal.

Pierre suspiró.

—Ha leído demasiado a Mordecai Richler; yo no soy antisemita.

—¿Y qué hay de los demás genetistas?

—¿Qué tipo de pregunta es esa?

—¿Sabe si alguno de los genetistas del laboratorio o de la universidad tiene contactos con organizaciones nazis?

—Por supuesto que no. Bueno…

—¿Sí?

—No, nada.

—Señor Tardivel, sus evasivas están agotando mi paciencia. Usted no es todavía ciudadano estadounidense… y no querrá ninguna anotación especial en su expediente de inmigración. Podría hacer que le devolviesen a Canadá en menos de lo que se tarda en decir Anne Murray.

—Cristo… Mire, el único que yo sepa que se acerca a ser un nazi es…

—¿Sí?

—No quiero causarle problemas, pero… bueno, Felix Sousa es un profesor de la UCB.

—¿Sousa? ¿Nadie más?

—No. ¿Conoce a Sousa?

Avi hizo una mueca.

—El tipo de los-blancos-son-superiores-a-los-negros.

Pierre asintió.

—Es profesor con plaza fija. No pueden hacer nada para callarle. Pero si alguien es un nazi aquí, es él.

—Muy bien, gracias. No mencione esta conversación a nadie.

—Sigo sin saber…

Pero Avi Meyer ya había salido.

—¿Susan? Soy Avi. Sí… vale. ¿Qué? Corrina, Corrina, con Whoopi Goldberg. Bah, no ha estado mal; mejor que la comida del avión, en todo caso. Sí, he visto a Tardivel. No lo dijo a las claras, pero creo que piensa que el ataque iba dirigido específicamente contra él. Mañana revisaré los expedientes de la policía de San Francisco y del departamento del sheriff de Alameda County sobre el Reich Milenario. No, voy a evitar Klimus, al menos de momento. No quiero enseñar nuestras cartas…

CAPÍTULO 20

—Ya que vamos a tener un bebé, —dijo Molly, sentada en el sofá del salón— hay algo que quiero que hagas.

Pierre dejó el mando a distancia.

—¿Qué?

—Nunca he dejado que nadie estudie mi… don. Pero como vamos a tener un hijo, creo que deberíamos saber algo más. No sé si quiero que el niño sea telépata o no; una parte de mí lo desea, pero otra prefiere que no. Pero si resulta que también puede hacerlo, quiero poder avisarle antes de que desarrolle la capacidad. Lo pasé muy mal cuando empezó a ocurrirme a los trece años… Creía que me estaba volviendo loca.

Pierre asintió.

—La verdad es que me intriga, pero no quería fisgar.

—Y yo te quiero por ello. Pero deberíamos saberlo. Debe de haber algo distinto en mi ADN. ¿Podrías descubrirlo?

Él frunció el ceño.

—Es casi imposible encontrar la causa genética de algo con sólo un caso. Si supiésemos de un gran grupo de gente con tu capacidad, podríamos seguir el rastro del gen responsable. Así es como se descubrió el gen de Huntington: usaron muestras de sangre de setenta y cinco familias de todo el mundo con casos de Huntington. Pero como eres la única telépata de la que tenemos noticia, no creo que podamos hacer nada para encontrar el gen.

—Bien, si no podemos saberlo a partir del ADN, ¿qué hay de la ingeniería inversa? Supongo que debe de haber algo distinto en la química de mi cerebro… un neurotransmisor o algo así que no tenga nadie, algo químico que me permite usar mi red de neuronas como un receptor. Si pudiéramos aislarlo y establecer su secuencia de aminoácidos, ¿podrías buscar en mi ADN el código de esos aminoácidos?

—Supongo que podría hacerse, si es un neurotransmisor basado en una proteína. Pero ninguno de los dos tiene la suficiente experiencia para hacer ese tipo de trabajo. Deberíamos meter a alguien más para tomar muestras de los fluidos y separar los neurotransmisores. Y aun así, es sólo una corazonada. No obstante, —dijo con la voz un tanto ausente— si pudiéramos identificar el neurotransmisor, quizá lográsemos sintetizarlo algún día. Puede que lo único necesario para leer las mentes sean ciertos compuestos químicos en el cerebro.

Pero Molly negaba con la cabeza.

—No quiero parecer sexista, pero creo que la única razón por la que he sobrevivido tanto tiempo a esto es porque soy una mujer. Me estremezco al pensar lo que un machote loco de testosterona podría hacer al captar pensamientos ofensivos… seguramente mataría a todo el mundo. —Se volvió para mirar a Pierre—. No. Tal vez algún día, en el futuro lejano, la humanidad sea capaz de manejar algo así. Pero no ahora; no es el momento adecuado.

Pierre estaba preparando un gel de electrofóresis cuando sonó el teléfono por tercera vez aquella mañana. Suspiró e hizo rodar la silla a través de la habitación hasta llegar al auricular.

—Tardivel —contestó secamente.

—Hola, Pierre. Soy Jasmine Lucarelli, de endocrinología.

Él suavizó el tono de inmediato.

—Oh, hola, Jasmine. Gracias por llamar.

—Uh, uh. Escucha… ¿de dónde sale esa muestra de fluidos que nos enviaste?

Pierre vaciló.

—Ah, era… de una mujer.

—Nunca había visto nada igual. El espécimen contenía todos los neurotransmisores habituales: serotonina, acetilcolina, GABA, dopamina… Pero también una proteína que nunca había visto antes. Y muy compleja. Supongo que es un neurotransmisor por su estructura básica… la colina es uno de sus principales componentes.

—¿Has completado el análisis?

—No personalmente: lo hizo uno de mis estudiantes de grado.

—¿Puedes enviarme una copia?

—Por supuesto. Pero me gustaría saber de dónde has sacado esto.

Pierre suspiró.

—Es… una broma, me temo. Un estudiante de bioquímica lo preparó para poner en evidencia a su profe.

—Mierda. Son como críos, ¿verdad?

—Sí. De todas formas, gracias por echarle un vistazo. Pero mándame tus notas sobre su estructura química, por favor… quiero poner una copia en el expediente del estudiante por si intenta repetir el numerito.

—Cuenta con ello.

—Muchas gracias, Jasmine.

—No hay problema.

Pierre colgó el teléfono, con el corazón a todo gas.

Había pasado los últimos catorce días estudiando el inusual neurotransmisor del cerebro de Molly. No sabía si era el origen de la telepatía o un producto de la misma. Pero la sustancia, a pesar de su complejidad, no era sino una proteína y, como todas las proteínas, estaba formada por aminoácidos. Pierre estudió las diversas secuencias de ADN que podían ser el código de la cadena de aminoácidos más característica de la molécula. Había muchas combinaciones posibles a causa de los sinónimos de los codones, pero las desarrolló todas. Después construyó segmentos de ARN que pudieran complementar las diversas secuencias de ADN que buscaba.

Pierre tomó un tubo de ensayo lleno de sangre de Molly y utilizó hidrógeno líquido para congelarlo a setenta grados bajo cero. Eso rompió las membranas celulares de los glóbulos rojos, pero dejó intactos a los glóbulos blancos, más resistentes. Después descongeló la muestra y los glóbulos rojos rotos se disolvieron en diminutos fragmentos.

A continuación, puso el tubo de ensayo en la centrifugadora a 1600 rpm. Los millones de glóbulos blancos, los únicos objetos grandes que quedaban en la muestra de sangre, quedaron apiñados en el fondo del tubo, formando una costra sólida blanca. La extrajo y la dejó durante un par de horas en una solución de proteinasa K, que digirió las membranas celulares de los glóbulos blancos y otras proteínas. Después añadió fenol y cloroformo, limpiando los restos de proteínas en veinte minutos. Acto seguido añadió etanol, que a lo largo de las dos horas siguientes precipitó las delicadas fibras del ADN purificado de Molly.

Pierre unió sus segmentos especiales de ARN al ADN de Molly para ver si se fijaban en alguna parte. Necesitó más de cien intentos, pero por fin resultó que la secuencia que codificaba la producción del neurotransmisor relacionado con la telepatía estaba en el brazo corto del cromosoma 13.

Pierre usó su terminal para conectar con la base de datos de secuencias del genoma, que contenía todas las secuencias genéticas transcritas por los cientos de laboratorios y universidades de todo el mundo que se afanaban en descodificar el genoma humano. Quería ver cómo era esa parte del cromosoma 13 en las personas normales. Por suerte, el gen ya había sido secuenciado en detalle por el equipo de Leeds. El valor normal era CAT CAG GGT GTC CAT, pero el espécimen de Molly empezaba por TCA TCA GGG TGT CCA, algo del todo distinto, así que…

No.

No, no era del todo distinto. Simplemente estaba desplazado un lugar a la derecha. Se había añadido accidentalmente un nucleótido (una T en este caso), al duplicar el ADN de Molly.

Una mutación por desplazamiento, un cambio de esquema. Al quitar o poner un nucleótido, todas las palabras genéticas quedaban alteradas a partir de aquel punto. El TCA TCA GGG TGT CCA de Molly codificaba los aminoácidos serina, serina, glicina, cisteína y prolina, mientras que la secuencia estándar CAT CAG GGT GTC CAT era el código de histiclina, glutamina, glicina, valina y arginina. Ambas cadenas tenían glicina en el centro, pues GGG y GGT eran sinónimos.

Habitualmente los desplazamientos lo estropeaban todo, convirtiendo el código genético en una jerigonza sin sentido. Muchos embriones humanos sufrían un aborto espontáneo temprano, antes incluso de que las madres se percatasen del embarazo. Esos cambios de esquema eran una causa probable de tales abortos. Pero en aquel caso…

Una mutación por desplazamiento que podía causar la telepatía.

Pierre se recostó en su silla, aturdido.

CAPÍTULO 21

Aunque se había asignado un terreno para construir una instalación de genoma en el LLB, por el momento el Centro Genoma Humano estaba encajonado en el tercer piso del edificio 74, que formaba parte de la División de Ciencias de la Vida. En el edificio también se hacía investigación médica, lo que significaba que ni siquiera tenían que salir de él para encontrar un pequeño quirófano.

Fue la noche del viernes del largo fin de semana del Día del Trabajo[2], la última fiesta del verano. Casi todos habían salido de la ciudad o estaban en casa, disfrutando del tiempo libre. Molly y Pierre se reunieron con Burian Klimus en su despacho. También estaban la doctora Gwendolyn Bacon y sus dos ayudantes, y los seis se dirigieron al piso inferior.

Pierre se quedó fuera con Klimus mientras Molly yacía en el quirófano. La doctora Bacon, una mujer flaca y bronceada de unos cincuenta años, con el cabello blanco como la nieve, esperó mientras uno de sus ayudantes administraba un sedante intravenoso a Molly. Después, la doctora insertó una larga y hueca aguja en la vagina de Molly. Observando con el equipo de ultrasonidos, usó succión para extraer una muestra de material. Las hormonas con las que había tratado a Molly debían haberle hecho madurar múltiples ovocitos en aquel ciclo, en vez de sólo uno como era habitual. El material fue transferido rápidamente a un vaso de Petri que contenía un caldo de cultivo, y el otro ayudante lo comprobó con el microscopio para asegurarse de que tuviera óvulos.

Cuando todo hubo terminado, Molly se vistió y Pierre y Klimus entraron en el quirófano.

—Tenemos quince óvulos —dijo la doctora—. ¡Buen trabajo, Molly!

Ella asintió, pero se apartó un poco, frotándose la sien derecha. Pierre reconoció las señales: le dolía la cabeza y quería poner una cierta distancia con los demás para conseguir algo de paz y silencio mental. El dolor de cabeza se debía sin duda a lo incómodo del procedimiento y aquellas luces tan brillantes, y probablemente se había intensificado por tener que escuchar los intensos pensamientos clínicos de la doctora mientras realizaba la extracción.

—De acuerdo —dijo Klimus desde el extremo de la habitación—. Ahora, si me dejan solo, me ocuparé de… del resto del procedimiento.

Pierre miró al hombre. Parecía un poco… bueno, embarazado era probablemente la palabra correcta. Al fin y al cabo, el viejo tenía que meneársela en un vaso de precipitados. Se preguntó por un momento qué usaría como ayuda. ¿El Playboy? ¿El Penthouse? ¿Las Actas de la Academia Nacional? El semen podía haberse recogido semanas antes, pero el esperma fresco tenía un noventa por ciento de posibilidades de fertilizar los óvulos, frente al sesenta por ciento del congelado.

—No fertilice todos los óvulos —dijo la doctora Bacon a Klimus—. Reserve la mitad.

Era un buen consejo. Era posible que el esperma de Klimus tuviera escasa movilidad (algo frecuente en los hombres de más edad) y no pudiera fertilizar los óvulos. Así, sería posible almacenar los óvulos para repetir el intento con otro donante, evitando a Molly otra sesión con la aguja. Una vez añadido el esperma de Klimus, la mezcla se pondría en una incubadora. Klimus volvería al día siguiente por la noche para comprobar el resultado: la fertilización debería ocurrir muy pronto, pero pasaría como mínimo un día antes de que pudiera ser detectada. Klimus llamaría a Pierre y Molly y a la doctora Bacon para decirles el resultado, y si disponían de óvulos fertilizados, volverían todos la noche siguiente, la del domingo, momento en el que los embriones estarían ya en la fase de cuatro células, listos para su implantación: la doctora Bacon insertaría cuatro o cinco directamente en el útero de Molly a través del canal cervical.

Si ninguno se implantaba, volverían a intentarlo. Si uno o dos lo conseguían, un test de embarazo corriente daría resultado positivo entre diez y catorce días después. Si resultaban implantados más óvulos… bueno, Pierre había oído hablar de un método llamado “reducción selectiva”, (otra razón para negarse a utilizar su propio esperma): la reducción selectiva se hacía a las pocas semanas de embarazo, utilizando ultrasonidos para localizar los fetos más accesibles e inyectar veneno directamente en sus corazones.

—Bueno —dijo la doctora Bacon—. Yo me voy a casa. Mantengan los dedos cruzados.

Muchas gracias —respondió Molly, sentada en una silla al otro lado de la habitación.

—Sí, muchas gracias —dijo Pierre—. De verdad.

—Lo he hecho encantada —contestó ella, marchándose con sus ayudantes.

—Ustedes dos también deberían marcharse —dijo Klimus—. Salgan a cenar, distráiganse. Les llamaré mañana por la noche.

El teléfono sonó en la sala de estar de Pierre y Molly a las 8:52 de la noche siguiente. Se miraron uno a otro con ansiedad, dudando de quién debía atender la llamada.

Pierre asintió y Molly se lanzó a coger el teléfono, llevándose el auricular a la cara.

—¿Diga? ¿Sí? ¿De verdad? ¡Oh, es magnífico! ¡Maravilloso! Muchas gracias, Burian. ¡Muchísimas gracias! Sí, sí, mañana. Estaremos ahí a las ocho. ¡Un millón de gracias! Hasta mañana.

Pierre ya se había levantado y abrazaba la cintura de su esposa desde atrás. Molly dejó el auricular.

—¡Tenemos siete óvulos fertilizados!

Pierre hizo que se girase y le dio un apasionado beso. Sus lenguas bailaron un tiempo y él le acarició los pechos. Cayeron sobre el sofá e hicieron el amor de forma caliente y salvaje, primero lamiéndose y besándose. Ella le tomó en su boca mientras él le daba lengüetazos y, después, por supuesto, Pierre introdujo su pene en el cuerpo de Molly, empujando, empujando como si intentase impulsar su propio esperma a través de las bloqueadas trompas de Falopio de ella, explotando al final en un orgasmo. Después los dos se quedaron tumbados, acariciándose agotados.

Pierre supo que, durante el resto de su vida, pensaría en aquella espectacular sesión de amor como el momento en que su hijo había sido concebido.

Craig Bullen entró en el ultramoderno despacho del 37º piso del edificio de Seguros Médicos Cóndor en San Francisco. Sentado a su escritorio como cada día laborable de los últimos cuarenta años estaba Abraham Danielson, el fundador de la compañía. Bullen tenía unos sentimientos mezclados hacia el viejo. Era un bastardo costroso, desde luego, pero le había escogido quince años atrás, cuando Bullen se graduó en la Escuela de Negocios Empresarial de Harvard. Le había dicho “eres el chaval más codicioso que he visto en muchos años”. Danielson ya era viejo entonces, y se lo había dicho como un cumplido. Le había hecho ascender en la compañía, y ahora Bullen era el Consejero Delegado. Pero Danielson seguía al timón, y Bullen solía hacer comprobaciones con él. Pero aquel día la cara de Danielson estaba más arrugada de lo habitual, y su ceño fruncido realzaba el efecto.

—¿Cuál es el problema?

Danielson hizo un gesto hacia la copia impresa que tenía sobre el escritorio.

—Proyecciones para el próximo año fiscal —dijo con voz ruda y seca—. Aún nos va bastante bien en Oregón y Washington, pero esa nueva ley antidiscriminación genética nos va a hacer polvo aquí en el norte de California. Tenemos muchas nuevas pólizas de gente que nunca se había asegurado antes, así que eso ha subido un poco el nivel. Pero el año siguiente y todos los demás, muchas de esas personas empezarán a mostrar síntomas, y a presentar reclamaciones. —Suspiró con un sonido áspero, como el papel—. Creí que estábamos a salvo cuando esa zorra presuntuosa de Hillary Clinton se cayó de morros, pero si los estados de Oregón o Washington adoptan una ley parecida, demonios, puede que tengamos que cerrar el quiosco.

Bullen meneó ligeramente la cabeza. Ya había oído cosas así de Danielson, pero empeoraba con los años.

—Estamos presionando como locos en Salem y Olympia —dijo intentando tranquilizar al viejo—. Y la Asociación de Compañías Aseguradoras está luchando duro en Washington D.C. contra cualquier regulación federal similar. La ley de California es una aberración, seguro.

—¿Dónde está ese realismo de ojos de acero, Craig? Los días de ganancias están contados. Cristo, si pudiera conseguir un buen precio, vendería mi treinta y tres por ciento y me largaría. —Danielson volvió a suspirar y levantó la mirada—. ¿Querías verme por algo?

—Sí, y está relacionado con el tema, en cierto modo. Tenemos una carta de un genetista del —consultó la hoja que llevaba— Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley. Pone objeciones a la cláusula que anima a interrumpir los embarazos genéticamente defectuosos.

El viejo alargó una huesuda mano hacia la carta y echó un vistazo al texto.

—“Bioética” —dijo despectivo—. Y “el lado humano de la ecuación”. —Soltó un bufido—. Al menos, no menciona Un mundo feliz.

—Sí, sí que lo hace. Donde dice “pesadilla huxleyana”.

—Dile que se vaya al infierno —dijo Danielson, devolviéndole la carta a su protegido—. Ese tipo en su torre de marfil no sabe nada del mundo real.

Pierre había conservado la copia del expediente de Chuck Hanratty durante ocho semanas. Ansiaba hablar con la viuda de Bryan Proctor, pero no había querido molestarla hasta que hubiese pasado un período de tiempo decente desde el asesinato de su marido.

Pero ahora lamentaba la espera: la viuda parecía haberse mudado. Volvió a comprobar la dirección. No había duda: aquel oscuro edificio de apartamentos unas pocas manzanas al sur de Chinatown, era el lugar donde había vivido Bryan Proctor. Pero aunque había veintiún nombres en el llamador del portal, ninguno de ellos era Proctor. Pierre estaba a punto de rendirse y volver a casa cuando decidió probar con el encargado: apretó el botón y esperó.

—¿Sí? —dijo una voz femenina entre la ruidosa estática.

—Hola, busco a la señora Proctor.

—Pase. Puerta uno-cero-uno.

Oyó un chasquido en la puerta, seguido por un molesto zumbido. Se le hizo la luz… ¡por supuesto! Bryan Proctor debía de ser el encargado; por eso no aparecía su nombre.

Caminó por el corredor. Era un edificio en malas condiciones, con la moqueta sucia y gastada. La puerta 101 estaba junto al único ascensor. Una mujer grande con una de esas barbillas como pelotas de golf que tiene a veces la gente estaba en la puerta abierta. Llevaba unos vaqueros viejos y una andrajosa camiseta blanca.

—¿Sí? —dijo a guisa de saludo—. El apartamento vacante está en el segundo piso. Necesitamos el alquiler del primer mes y el último, más referencias.

Pierre había visto el anuncio de un apartamento de dos habitaciones al acercarse al edificio.

—No he venido por eso. Perdone que no llamase antes, pero su número no está en la guía, y… bueno, no sé por dónde empezar. Lamento mucho la pérdida de su marido.

—Gracias —dijo ella con cautela, estrechando los ojos—. ¿Conocía usted a Bryan?

—No, no.

—Entonces, si está intentando venderme algo, le ruego que me deje en paz.

Pierre negó, asombrado; debía de parecer Willy Loman[3].

—No es nada de eso. Sólo… verá me llamo Pierre Tardivel.

La mujer le miró inexpresivamente.

—¿Y?

—Soy la última persona a la que atacó Chuck Hanratty. Estaba allí cuando murió.

—¿Usted mató a ese bastardo?

—Mmm… sí.

Ella se hizo a un lado.

—Pase por favor. ¿Quiere tomar algo? ¿Café? ¿Una cerveza?

Le guió hasta la salita. Sólo había dos librerías, una estaba llena de trofeos de bolos y la otra de CDs. Había un libro de bolsillo abierto boca abajo sobre la mesita: una novela rosa de la colección Arlequín.

—Una cerveza estaría bien.

—Siéntese en el sofá y ahora se la traigo. —La mujer despareció durante unos momentos, y Pierre siguió observando la estancia. Había ejemplares del National Enquirer y TV Guide[4] sobre un televisor que parecía tener quince años. No había cuadros enmarcados, pero sí un póster del Gran Cañón sujeto con cinta adhesiva amarillenta. No había indicios de que los Proctor hubiesen tenido hijos. Pudo ver tarjetas de pésame alineadas a lo largo de la tapa de un viejo tocadiscos.

La señora Proctor volvió con una lata de Budweiser. Él tiró de la anilla, tomó un trago, y contuvo una mueca: nunca se acostumbraría al pis de vaca que los estadounidenses llamaban cerveza.

—Es mejor así —dijo la señora Proctor, sentándose en una silla—. Aunque hubieran cogido a Hanratty, hubiera vuelto a la calle en un par de años. Mi marido está muerto, pero no era nadie importante. No habrían llevado a Hanratty a la silla por eso.

Pierre no dijo nada durante un rato, pero al fin habló.

—Hanratty me atacó… pero no fue un atraco cualquiera. Iba a por mí expresamente.

—¿De veras? La policía me dijo…

—No, iba a por mí. Él… bueno, lo dijo.

Sus ojillos porcinos se ensancharon.

—¿En serio?

—Pero yo no le había visto en mi vida. Demonios, sólo llevo un año en California.

—No me sorprende.

—¿Perdón?

—Tiene un acento del carajo.

—Oh, bueno, soy de Montreal.

—¿De ahí arriba en Canadá?

—Sí.

—Uno de nuestros antiguos inquilinos encontró trabajo en Vancouver. Quizá le conozca.

Pierre sonrió indulgentemente.

—Señora, Canadá es más grande que los Estados Unidos. Vancouver está bastante lejos de donde yo vivía.

—¿Más grande que Estados Unidos? Venga ya. Éste es el país más grande del mundo.

Pierre puso los ojos en blanco, pero decidió no insistir.

—En todo caso, Hanratty iba a por mí en particular. Me preguntaba si también tendría algo contra su marido.

—No me lo imagino. La policía dijo que fue un robo. El tipo no esperaba que mi marido estuviese en casa. Probablemente pensaba que al ser encargado tendría herramientas que valdría la pena robar. Sí que las tenía, pero las guardaba en el cuarto de las calderas, no aquí. Se ve que Bryan sorprendió al bastardo, y él le pegó un tiro.

—Ya veo. ¿Pero y si iba a por su marido, no a por las herramientas?

—¿Por qué?

—Bueno, no lo sé. Simplemente me pregunto si él y yo teníamos algo en común. Hanratty era miembro de un grupo neonazi. Puede que yo no le gustase por ser extranjero, por ejemplo.

—Mi Bryan nació aquí en los buenos y viejos Estados Unidos. En Lincoln, Nebraska, para ser exactos.

—¿Y en cuanto a política?

—Republicano… aunque a veces le costaba mover el culo para votar.

—¿Religión?

—Presbiteriano.

—¿Fue a la universidad?

—¿Bryan? —rió ella—. Dejó el colegio en octavo. Pero no era tonto, ojo. Era un buen hombre, y podía arreglar casi cualquier cosa. Pero no fue mucho a la escuela.

—Era mayor que yo, ¿no?

—Depende. ¿Es usted tan joven como parece?

—Tengo treinta y tres años.

—Mi Bryan tenía cuarenta y nueve. —Ella pareció entristecerse un poco—. No hay nada peor que morir joven, ¿verdad?

Él asintió. Nada peor.

Pierre miró la mesa del laboratorio. Desde que era pequeño, había odiado limpiar y ordenar las cosas. Volverlas a poner en su sitio no era tan divertido como sacarlas. Pero era algo que tenía que hacerse. Había vasos y retortas por todas partes, y muchos de los recipientes debían ser cuidadosamente lavados: al fin y al cabo, un laboratorio de biología molecular era un perfecto criadero de gérmenes.

Desmontó la retorta y la puso en uno de los armarios. Después tomó un vaso de precipitado y lo llevó al fregadero, enjuagándolo con agua fría y poniéndolo a secar en un soporte. Después cogió los vasos de Petri y los puso en una bolsa de desechos especial. Volvió a la mesa y, al coger una gran redoma, vio cómo caía de su mano temblorosa. Había cristales rotos por todas partes, y el contenido salpicó de amarillo las baldosas.

Pierre soltó un taco en francés. Sólo estoy cansado, se dijo. Ha sido un día muy largo, y estoy distraído por mi charla con la viuda de Proctor. Necesito una buena noche de sueño.

Cansado. Nada más que eso.

Y, sin embargo… Dios, ¿tendría que pasar por eso cada vez que se le cayese algo? ¿Cada vez que tropezase? ¿Cada vez que chocase con una pared?

¡Joder! ¡Sólo-estaba-cansado! Cansado. Punto.

A menos que…

A menos fuese la puta enfermedad de enfermedad de Huntington asomando por fin su monstruosa cabeza.

No. No era nada.

Nada.

Llevó el recogedor al cubo de basura y lo vació.

Mañana todo iría bien.

Seguro, estupendo.

CAPÍTULO 22

Era temprano, Pierre y Molly contemplaban juntos en su cuarto de baño la tira de papel de la prueba. Una segunda señal azul apareció en la superficie blanca.

Oui? —dijo Pierre.

—Uau… Uau.

Pierre besó a su esposa.

—Felicidades.

—Vamos a ser padres —dijo ella en tono soñador.

Pierre le acarició el pelo.

—No creí que me pudiera pasar. No a mí.

—Será maravilloso.

—Vas a ser una madre estupenda.

—Y tú un padrazo.

Pierre sonrió ante la idea.

—¿Prefieres que sea niño o niña?

—Podíamos habérselo dicho a Burian, para que eligiese el esperma. Hay una diferencia, ¿no?

Pierre asintió.

—No lo sé. Supongo que una niña, pero es sólo por mi familia, mi madre, mi hermana y yo estuvimos solas bastante tiempo antes de que Paul apareciera. No sé cómo me las apañaría con un niño.

—Estupendamente, seguro.

—¿Tú tienes alguna preferencia?

—¿Yo? No, creo que no. Ya sé que se supone que cada hombre quiere un hijo para jugar a la pelota con él, pero… —Se calló, decidido a no completar el pensamiento—. Creo que una niña sería más sencillo.

Molly no se había dado cuenta de aquello, o había preferido pasarlo por alto.

—En realidad no me importa lo que sea —dijo al fin, con la voz todavía embelesada— mientras esté sano.

Después de un largo día en el Centro Genoma Humano, Joan Dawson estaba contenta de volver a casa. Como todas las noches, había caminado aproximadamente un kilómetro y medio desde la estación de la Bahía. A su edad no estaba para muchos trotes, pero se pasaba el día tras su escritorio, y los diabéticos tienen que vigilar su peso.

No había nadie por los alrededores; vivía en un vecindario muy tranquilo. Cuando ella y su marido compraron la casa en 1959, había muchas familias jóvenes. El barrio había crecido con ellos, pero las casas ya estaban fuera del alcance de las parejas jóvenes modernas. Ahora era una zona sobre todo para gente mayor… los más afortunados seguían juntos, pero muchos otros, como Joan, habían perdido a sus cónyuges con los años. Su Bud había muerto en 1987.

Joan recorrió el camino delantero de su casa, abrió el buzón, pasó la facturas, sonrió al ver que había llegado el último número del Ellery Queen's Mystery Magazine, buscó sus llaves y entró. Encendió la luz del porche, se dirigió a su salita, y…

—¿Joan Dawson?

El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Se dio la vuelta. Un joven blanco de cabeza rapada y calaveras tatuadas en los antebrazos la estaba mirando con sus pálidos ojos azules.

Joan todavía sujetaba su bolso. Se lo alargó.

—¡Cójalo! ¡Cójalo! ¡Puede quedarse con el dinero!

El hombre llevaba una camiseta negra de Megadeath, un chaleco vaquero, pantalones vaqueros con artísticos cortes y zapatillas Adidas grises. Meneó la cabeza.

—No es su dinero lo que quiero.

Joan empezó a retroceder, sosteniendo todavía el bolso ante ella, pero ahora como si fuese un escudo.

—¡No! No… hay joyas arriba. Montones de joyas. Puede quedárselas.

—Tampoco quiero sus joyas. —Empezó a acercarse a ella.

Joan había llegado a la mesita de café. Tropezó, cayendo sobre el tablero de cristal, que se rompió con el sonido de un disparo. Se puso en pie como pudo, sintiendo un agudo dolor en el tobillo: se lo había torcido al caer.

—Por favor. Por favor, eso no.

El cabeza rapada se quedó quieto por un momento, con una expresión de disgusto en la cara.

—Joder, señora, no sea asquerosa. Podría ser mi abuela.

Joan sintió una oleada de esperanza luchando por salir a la superficie.

—Gracias —dijo—. Gracias, gracias, gracias. —Estaba con la espalda contra el áspero ladrillo de la chimenea.

El hombre abrió su chaleco. Llevaba un largo cuchillo de caza de un solo filo y empuñadura negra en una vaina bajo el brazo. Sacó el arma y se divirtió durante un segundo enviando un reflejo de brillo a la cara horrorizada de la mujer.

Joan alargó la mano en busca del atizador, lo cogió y lo alzó en el aire.

—¡Atrás! ¿Qué es lo que quiere?

El hombre sonrió abiertamente, mostrando los dientes manchados de tabaco.

—Quiero que muera.

Ella tomó aire como preludio a un grito, pero antes de que pudiera lanzarlo, el hombre arrojó su cuchillo, que se clavó en el pecho de Joan hasta la mitad de la hoja. Ella cayó al suelo ante la chimenea, con la boca abierta en la perfecta O del grito muerto antes de nacer.

Pierre sentado ante su terminal UNIX. El monitor estaba encendido, pero no lo leía; estaba hojeando el Daily Californian, el periódico de los estudiantes de la UCB. Noticias sobre el equipo de fútbol americano del campus; grandes debates sobre la supresión de las cuotas raciales para los estudiantes; una carta al director protestando contra Felix Sousa.

La mente de Pierre vagó de vuelta a la última vez que había hablado con alguien sobre Sousa. Había sido aquel extraño tipo con cara de bulldog que irrumpió en el laboratorio tres meses atrás. Ari algo. No, no… Ari no. Avi. Avi… Avi Meyer, eso era.

Pierre no había llegado a saber de qué iba todo aquello. Cerró el periódico y volvió a su ordenador, abriendo una ventana al banco de datos de teléfonos gubernamentales en CD-ROM, accesible desde la red de área local.

Avi Meyer le había dicho que trabajaba para el Departamento de Justicia. La base de datos no tenía listados de agentes, pero Pierre encontró un número de consulta general en Washington. Resaltó el número, apretó la tecla para abrir su programa de teléfono, señaló la opción de llamada personal en la ventana que acababa de abrirse y dejó que su módem hiciese la llamada por él mientras cogía el auricular.

—Justicia —dijo una voz femenina al otro extremo de la línea. Faltan la Verdad y el Modo de Vida Americano, pensó Pierre.

—Hola —dijo—. ¿Tienen ahí a alguien llamado Avi Meyer?

Ruido de teclado.

—Sí. Ahora está fuera de la ciudad, pero puedo pasarle a su buzón de voz, o ponerle con una recepcionista de la OIE.

—¿OIE?

—Oficina de Investigaciones Especiales —dijo la voz.

—Oh, claro. Bueno, si no está ya volveré a llamar, gracias. —Colgó, hizo clic en su icono de CompuServe y conectó con Magazine Database Plus, que se había convertido en su herramienta de investigación favorita desde que la descubriera un par de meses atrás. Tenía el texto completo de todos los artículos de más de doscientas revistas de información general y especializada, incluyendo publicaciones como Science y Nature, desde 1986. Introdujo dos órdenes de búsqueda: “Investigaciones Especiales” y “OIE”, especificando en ese último caso que se trataba de una palabra.

El primer resultado de la búsqueda fue un artículo de People sobre el actor Lee Majors. En su serie de los años 70 El hombre de los seis millones de dólares había trabajado para una ficticia agencia gubernamental llamada la OIE. Pierre continuó buscando.

El segundo resultado dio en el blanco: era un artículo de 1993 aparecido en el New Republic. La frase resaltada empezaba: “La conducta del mayor enemigo de Demjanjuk en este país, la Oficina de Investigaciones Especiales, que puso en marcha las redes de la injusticia contra él…”

Pierre leyó, fascinado. La OIE era de hecho parte del Departamento de Justicia: una división fundada en 1979, consagrada a descubrir a los criminales de guerra nazis y sus colaboradores en los Estados Unidos.

El caso contra el tal Demjanjuk, un obrero del automóvil jubilado de Cleveland, un hombre sencillo que sólo había asistido cuatro años al colegio, había empezado como el primer gran éxito de la OIE. Se acusaba a Demjanjuk de ser Iván el Terrible, un guardia en el campo de la muerte de Treblinka. Había sido extraditado a Israel, donde se le declaró culpable en 1988, tras el segundo de los dos juicios por crímenes de guerra celebrados allí. Como en el primero, el de Adolf Eichmann, Demjanjuk fue sentenciado a muerte.

Pero la reputación de la OIE quedó en entredicho cuando, en la apelación, el Tribunal Supremo de Israel revocó la condena de John Demjanjuk. En una revisión de lo ocurrido, el juez federal Thomas Wiseman señaló que la OIE no había cubierto “los mínimos requerimientos de la conducta profesional” en su actuación contra Demjanjuk, considerándole culpable de antemano e ignorando todas las pruebas de lo contrario.

Pierre siguió leyendo. La OIE había sabido que el hombre a quien buscaba se llamaba en realidad Marchenko, no Demjanjuk. Sí, John Demjanjuk había dado incorrectamente Marchenko como nombre de soltera de su madre al pedir la condición de refugiado, pero posteriormente dijo que no recordaba cuál era y por eso había dado un nombre habitual ucraniano.

Encontró más artículos sobre el asunto Demjanjuk en Time, Maclean's, The Economist, National Review, People y otras revistas. En parte encontraba interesante la historia de la vida de Demjanjuk por el matrimonio de sus propios padres, Elisabeth y Alain Tardivel. Demjanjuk se había casado con una mujer llamada Vera en un campo de refugiados el 1 de septiembre de 1947. No tenía nada de raro… salvo por el hecho de que cuando Vera y Demjanjuk se conocieron, ella ya estaba casada con otro expatriado, Eugene Sakowski. Sakowski se fue a Bélgica por tres semanas, y en su ausencia Demjanjuk le arrebató a Vera; cuando volvió, Vera se divorció de él y se casó con John.

Pierre dejó escapar su aliento en un largo suspiro. Parecía haber triángulos por todas partes. Se preguntó qué habría sido de su propia vida de haberse divorciado su madre de Alain Tardivel para poder casarse con Henry Spade.

Una frase en la pantalla atrajo su atención: era la descripción de Demjanjuk. La base de datos sólo contenía textos, no fotografías, pero empezó a formarse una imagen en la mente de Pierre: un ucraniano calvo, fornido, de cuello grueso, labios finos, ojos almendrados y orejas protuberantes.

Mierda…

No podía ser.

No podía ser.

A fin de cuentas, había ganado un premio Nobel.

Sí… y el jodido Kurt Waldheim había acabado como secretario general de la ONU.

Calvo, orejas salientes. Ucraniano.

Demjanjuk había sido identificado por aquellos rasgos. Pero Demjanjuk no había sido Iván el Terrible.

Lo que significaba que otro lo había sido.

Alguien a quien los artículos llamaban Iván Marchenko. Alguien que podía seguir vivo.

Burian Klimus era ucraniano, y él mismo había dicho que era calvo desde su juventud. Tenía las orejas grandes (lo que no era raro en un hombre de su edad), aunque a Pierre nunca le habían parecido protuberantes. Pero podía haberlas corregido con una pequeña operación años atrás.

Y Avi Meyer era un cazador de nazis.

Un cazador de nazis que había estado husmeando por el LLB…

Meyer había preguntado por varios genetistas, pero sin estar realmente interesado en todos ellos. Incluso se había referido a Donna Yamashita como Donna Yamasaki; no había forma de confundir el nombre de alguien a quien se estaba investigando de verdad.

Además, ni Yamashita ni Toby Sinclair eran lo bastante viejos para ser criminales de guerra.

Pero Burian Klimus lo era.

Pierre meneó la cabeza.

Dios.

Si tenía razón, si Meyer tenía razón…

…Molly llevaba en su seno al hijo de un monstruo.

CAPÍTULO 23

Pierre sabía dónde encontrar cualquier publicación de biología en el campus, pero no tenía idea de en qué biblioteca de la UCB habría cosas como Time y National Review. Buscaba fotos de Demjanjuk, tanto actuales como las viejas por las que se le confundió con Iván. Joan Dawson parecía saberlo casi todo sobre la universidad; sin duda sabría dónde encontrar esas revistas. Pierre dejó su laboratorio y se encaminó hacia la oficina principal del Centro.

Se detuvo en el umbral. Burian Klimus estaba allí, sacando su correo del casillero con su nombre. A su espalda, Pierre podía ver la unión de sus orejas con la cabeza. Había unos pequeños pliegues blancos. ¿Eran las cicatrices? ¿O todos los ancianos los tenían?

—Buenos días, señor —dijo, entrando en la oficina.

Klimus se giró y miró a Pierre. Ojos castaño oscuro, labios finos… ¿era el rostro del mal? ¿Podía ser el hombre que había matado a tantas personas?

—Tardivel —dijo a modo de saludo.

Pierre se encontró cara a cara con el hombre, y apartó un poco la mirada.

—¿No está Joan?

—No.

Pierre miró el reloj sobre la puerta y frunció el ceño. Entonces se le ocurrió una cosa.

—Por cierto, señor, hace un par de meses me encontré con alguien a quien puede que conozca… un tal señor Meyer.

—¿Jacob Meyer? Ese usurero mierdecilla… No es amigo mío.

Desde luego, aquello sonaba como un comentario antisemita, el tipo de frase que usaría un nazi sin pensar… a menos, claro, que Jacob Meyer fuese precisamente un usurero mierdecilla.

—Uh… no. Se llamaba Avi Meyer.

Klimus negó con la cabeza.

—Nunca he oído hablar de él.

Pierre parpadeó.

—Más o menos así de alto —dijo poniéndose la mano al la altura de la nuez—. Con cejas muy pobladas y cara de bulldog.

—No.

Pierre volvió a mirar el reloj.

—Hace tres horas que Joan debería estar aquí.

Klimus abrió un sobre con el dedo.

—¿No sabe si tenía algo que hacer en otro sitio?

El viejo se encogió de hombros.

—Es diabética, y vive sola.

Klimus estaba leyendo la carta que había sacado del sobre. No contestó.

—¿Tenemos su número de teléfono? —preguntó Pierre.

—Supongo que sí, en algún sitio. Pero no tengo ni idea de dónde.

Pierre miró a su alrededor en busca de una guía telefónica. Encontró una en el estante inferior de una estantería baja tras el escritorio de Joan y empezó a pasar hojas.

—No hay ninguna J. Dawson.

—Puede que esté todavía a nombre de su difunto marido —dijo Klimus.

—¿Que era?

Klimus hizo ondear la carta que estaba sosteniendo.

—Bud, creo.

—Tampoco hay ningún B. Dawson.

El viejo hizo un áspero ruido con la garganta.

—En realidad, Bud no es un nombre. Nadie se llama así.

—¿Es un diminutivo? ¿Para qué nombre?

—William, generalmente.

—Hay un W. P. Dawson en Delbert.

Klimus no contestó. Pierre marcó el número y le atendió un contestador automático.

—Es un contestador —dijo—, pero es la voz de Joan, y… Hola Joan, soy Pierre Tardivel, del LLB. Llamo para ver si estás bien. Es casi la una, y estamos un poco preocupados por ti. Si estás ahí, ¿puedes coger el teléfono? —Esperó unos treinta segundos, y colgó. Se mordió el labio—. Delbert. Eso no está demasiado lejos, ¿verdad?

Klimus hizo un gesto de negación.

—Unos ocho kilómetros.

Pierre volvió a mirar el reloj. Una anciana diabética, viviendo sola. Si sufría una reacción de insulina…

—Creo que voy a pasarme por allí.

Klimus no dijo nada.

Pierre abrió la entrada de coches de Joan. Algo iba mal: la luz del porche estaba encendida, aunque ya había llegado la tarde. Anduvo hasta la puerta delantera, había un periódico matutino, el San Francisco Chronicle, sobre el felpudo. Pierre pulsó el timbre y esperó dando golpecitos con el pie. Nada. Lo intentó de nuevo. Ninguna respuesta.

Pierre exhaló ruidosamente, inseguro de qué hacer. Echó una mirada a su alrededor. Había varias piedras grandes en el pequeño arriate de flores frente a la casa. Las levantó una por una, esperando encontrar una llave, pero no vio más que una gran salamandra gris, otra cosa de Berkeley a la que todavía tenía que acostumbrarse. Sopesó la piedra más grande, pensando en usarla para romper el cristal de la puerta, pero no quería exagerar…

Anduvo por el ancho tramo de césped entre la casa de Joan y la de al lado, muy preocupado. Había una pequeña cerca de madera, cubierta en su mayor parte de pintura blanca descascarillada, entre el patio delantero y la parte de atrás. Parte de la cerca era una puerta, y Pierre movió la oxidada manilla, la hizo girar y entró en el patio trasero, ocupado en su mayoría por bien atendidos cultivos de hortalizas. La parte trasera de la casa tenía pequeñas ventanas, y una puerta corrediza de cristal que dominaba el patio. Se acercó a la primera ventana y apretó la cara contra cristal, cubriéndose con las manos para evitar el reflejo del cielo. Nada. Sólo una pequeña habitación empapelada con un televisor y un sillón tapizado en pana.

Probó en la segunda ventana. La cocina. Joan tenía todos los aparatos concebibles: triturador de basura, licuadora, batidora, horno de pan, dos microondas, y más.

Miró por la puerta de cristal, y…

Santo Dios

Joan estaba al otro lado, la cara vuelta hacia él y los ojos todavía abiertos. Bajo ella se extendía un charco oscuro de más de un metro de diámetro; su forma era irregular en la alfombra, pero había llenado el área despejada frente a la chimenea. Pierre sintió que el desayuno subía por su garganta. Corrió de vuelta a su coche, condujo hasta encontrar un teléfono público en un 7-Eleven, y marcó el 9-1-1.

Pierre esperaba sentado en el porche de Joan, con la barbilla sobre los brazos. Un coche de policía de Berkeley se detuvo junto a la acera. Pierre alzó la mirada, poniéndose una mano en la frente a modo de visera, y guiñó para distinguir las figuras uniformadas que se acercaban contra el resplandor del sol de la tarde: un negro corpulento y una esbelta mujer blanca.

—Señor Tardivel, ¿no? —dijo el policía, quitándose unas gafas de sol y guardándolas en el bolsillo de su chaqueta.

Él se puso en pie.

—¿Oficial…?

—Munroe. Y Granatstein. —Añadió haciendo un gesto hacia su compañera.

—Claro —respondió Pierre, saludándoles con un gesto de la cabeza—. Hola.

—Vamos a verlo —dijo Munroe. Pierre los guió por el camino entre las casas, a través de la cerca, que había dejado abierta, y hasta el patio trasero. Munroe había sacado su porra por si tenía que romper una ventana, pero al llegar a la puerta vio que la cerradura estaba forzada—. ¿Ha entrado?

—No.

Munroe pasó y examinó rápidamente el cuerpo. Mientras tanto, Granatstein empezó a buscar por el patio cualquier cosa que el asaltante pudiese haber dejado caer al huir. El policía salió al exterior y sacó un pequeño cuaderno de notas, con una espiral de alambre en la parte superior. Buscó una página en blanco.

—¿A qué hora llegó usted?

—A las trece quince —dijo Pierre—. O sea, a la una y cuarto.

—¿Está seguro?

—Miro mucho mi reloj.

—¿Y ella estaba muerta ya?

—Por supuesto…

—¿Había estado aquí alguna vez?

—No.

—¿Y por qué vino hoy?

—No se había presentado en el trabajo. Pensé que debía comprobar si le pasaba algo.

—¿Por qué? ¿Qué le importaba a usted?

—Es una amiga. Y es diabética. Pensé que podía estar sufriendo una reacción de insulina.

—¿Qué estaba haciendo usted por la parte de atrás de la casa?

—Bueno, ella no contestaba, así que…

—¿Así que se puso a fisgar?

—Yo…

—El cuchillo ha desaparecido, pero a juzgar por el corte, es muy similar al que mató a Chuck Hanratty.

—Espere un momento —dijo Pierre.

—Y usted está presente en ambas escenas…

Espere un jodido momento…

—Creo que debería venir con nosotros y hacer otra declaración.

—Yo no lo hice. Ya estaba muerta cuando la encontré. Mírela; debe de llevar horas muerta.

La larga ceja única de Munroe se abultó en el centro.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Estoy doctorado en biología molecular; sé cuánto tarda la sangre en ponerse tan negra.

—Otra coincidencia, ¿no?

—Sí. Sí.

—¿Dice que trabajaban juntos?

—Así es. En el Centro Genoma Humano, Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

—Alguien intentó matarle, y ahora, cuatro meses después, alguien la mata a ella. ¿Es eso?

—Supongo.

Munroe parecía escéptico.

—Tendrá que esperar a que llegue el forense; después vendrá con nosotros.

Pierre estaba sentado en una silla de madera, en una pequeña sala de interrogatorios en la comisaría de Berkeley. El cuarto olía a sudor; Pierre también podía oler el café del oficial Munroe. Las luces del techo eran fluorescentes, y una parpadeaba un poco, dándole dolor de cabeza.

La puerta metálica tenía un pequeño ventanuco. Pierre vio un destello de pelo rubio, la puerta se abrió y…

—¡Molly!

—Pierre, yo…

—Hola, señora Tardivel —dijo Munroe, poniéndose entre ellos—. Gracias por venir. —Hizo un gesto con la cabeza al sargento que había escoltado a Molly hasta allí.

Que Molly no corrigiese automáticamente al policía sobre su nombre era una señal de lo preocupada que estaba.

—¿Qué pasa?

—¿Estuvo usted con su marido anoche entre las cinco y las siete? —El análisis preliminar del forense sugería que Joan Dawson había muerto en algún momento de aquel período.

Molly llevaba una sudadera naranja y pantalones vaqueros.

—Sí. Salimos a cenar.

—¿Dónde?

—Chez Panisse.

La ceja de Munroe se elevó hacia la frente al oír el nombre del caro restaurante.

—¿Celebraban algo?

—Acabábamos de enterarnos de que vamos a tener un hijo. Mire, ¿qué es lo que…?

—¿Y estuvieron allí desde las cinco?

—Sí. Tuvimos que ir pronto para conseguir mesa sin una reserva. Docenas de personas nos vieron.

Munroe frunció los labios, pensativo.

—De acuerdo, de acuerdo. Déjenme hacer una llamada. —Salió de la habitación, y Molly corrió hacia Pierre, abrazándole.

—¿Qué demonios pasa?

—He estado en casa de Joan Dawson, y ha sido asesinada.

—¡Asesinada! —Los ojos de Molly estaban muy abiertos.

Pierre asintió.

—Asesinada… —repitió Molly, como si la palabra fuera tan extranjera como las frases en francés que a veces se le escapaban a Pierre—. ¿Y sospechan de ti? Es una locura.

—Ya lo sé, pero…

—¿Qué estabas haciendo en casa de Joan?

Le contó lo sucedido.

—Dios, es horrible. Ella era tan…

Munroe volvió a entrar en el cuarto.

—De acuerdo. Es una suerte que tenga usted ese acento, señor Tardivel. Todo el mundo en Chez Panisse les recordaba. Puede irse, pero…

Pierre hizo un sonido exasperado.

—¿Pero qué? ¿No acaba de decir que puedo irme?

Munroe alzó su mano carnosa.

—Sí, sí. Todo está conforme. Sólo iba a decirle que tuviese cuidado. Quizá sea sólo una coincidencia, pero…

Pierre asintió torvamente.

—Sí. Gracias.

Salieron de la comisaría. Molly había tomado un taxi, y subieron al Toyota de Pierre, que estaba sofocantemente caliente después de haber pasado dos horas al sol en el aparcamiento de la policía. Mientras volvían a la universidad, Pierre le preguntó qué bibliotecas del campus podían tener People o Time.

—La Doe, probablemente… en el cuarto piso. ¿Por qué?

—Ya lo verás.

Se dirigieron allí. Pierre se negó a decirle a su esposa qué buscaba, y procuró pensar en francés para que no pudiese leerle la mente. Un bibliotecario le dejó los números que quería Pierre, y éste pasó las hojas rápidamente, asintiendo ante lo que encontraba. Abrió un ejemplar de People sobre un escritorio, cogió algunas hojas de papel (folletos sobre las multas por retraso de la biblioteca), y las usó para ocultar toda la página excepto una pequeña fotografía: un retrato de 1942 de John Demjanjuk.

—Muy bien —dijo señalando la foto—. Mira y dime si le reconoces.

Molly se inclinó y estudió la fotografía.

—No sé…

—Es una foto vieja, de 1942. ¿Le conoces?

—Eso es mucho tiempo, y… oh, ya lo veo. Es Burian Klimus, ¿verdad? Vaya, debe de haberse operado las orejas.

Pierre suspiró.

—Vamos a dar un paseo. Tenemos que hablar de algo.

—¿No deberías avisar en el laboratorio de la muerte de Joan?

—Más tarde. Esto no puede esperar.

—Esa fotografía no era de Burian Klimus —dijo Pierre cuando salieron de la Biblioteca Doe y empezaron a andar hacia el sur. Era una hermosa tarde de otoño, y el sol se deslizaba hacia el horizonte—. Es de un hombre llamado John Demjanjuk.

Se cruzaron con un grupo de estudiantes.

—Ese nombre me suena de algo —dijo Molly.

Pierre asintió.

—Ha salido unas cuantas veces en las noticias. Le juzgaron en Israel por ser Iván el Terrible, el operador de la cámara de gas en el campo de la muerte de Treblinka, en Polonia.

—Sí, sí. Pero era inocente, ¿no?

—Así es. Un caso de identidad confundida. Otra persona que se parecía mucho a Demjanjuk era el verdadero Iván el Terrible. Y sigue vivo.

—Oh —dijo Molly—. Oh.

—Exacto: Burian Klimus se parece a Demjanjuk… al menos un poco.

—Pero eso no es razón suficiente para pensar que puede ser un criminal de guerra.

Pierre miró hacia arriba. La estela de un avión había partido por la mitad el cielo sin nubes.

—¿Recuerdas que te conté que un agente federal vino a verme después del ataque de Chuck Hanratty? Bien, pues he descubierto que trabaja para la sección del Departamento de Justicia que persigue a los nazis.

—Me cuesta creer que un hombre que ha ganado el Premio Nobel pueda ser tan malo.

—En fin, no ganó el Nobel de la Paz. De todas formas, el encargado de las cámaras de gas, Iván Marchenko, había sido un prisionero de guerra antes de presentarse voluntario con los nazis. ¿Quién sabe lo que hacía antes de la guerra, o qué hizo después? ¿Quién sabe qué nivel de educación tenía?

—Pero un Premio Nobel…

—¿Sabes quién era William Shockley?

—Mmm… ¿el inventeur del transistor?

Pierre sonrió.

—Tramposa.

Molly se ruborizó un poco.

—Bueno, pues sí, Shockley inventó el transistor, y ganó el Premio Nobel por ello en 1956. También era un racista fanático. Decía que los negros eran genéticamente inferiores a los blancos, y que los únicos negros listos lo eran porque tenían algo de sangre blanca. Defendía la esterilización de los pobres, así como la de cualquiera con un CI inferior a la media. Créeme, he leído bastantes biografías de ganadores del Premio Nobel como para saber que no todos eran buenas personas.

—Pero si Klimus es ese Iván Marchenko…

—Si es Marchenko, entonces… —Pierre miró hacia el estómago de su mujer—. Entonces el niño es de Marchenko.

—Oh, mierda… ni siquiera se me había ocurrido. —Ella bajó la mirada—. Pienso en él como tu hijo…

Pierre sonrió.

—Yo también. Pero si es el hijo de Iván el Terrible, puede… puede que no queramos continuar con el embarazo.

Habían llegado a la plaza interior de Sather Gate. Pierre se movió hacia uno de los bancos. Los dos se sentaron, y él le rodeó los hombros con el brazo.

Ella le miró.

—Ya sé que sólo hace un día que sabemos con seguridad que estoy embarazada, pero yo me he sentido embarazada desde la implantación. Y lo había esperado tanto tiempo…

Pierre le acarició el brazo.

—Podríamos intentarlo de nuevo, ir a una clínica normal.

Molly cerró los ojos.

—Es mucho dinero. Y tuvimos suerte de que la implantación funcionase a la primera.

—Pero si el niño es de Marchenko…

Molly miró a su alrededor. La gente caminaba en todas las direcciones. Algunas palomas estaban contoneándose a unos pocos metros.

—Sabes que te quiero, Pierre, y admiro el trabajo que haces como genetista. Y sé que los genetistas piensan “de tal palo, tal astilla”. Pero sabes cuál es mi especialidad: la psicología del comportamiento, como la enseñaba el buen y viejo B.F. Skinner. Creo sinceramente que no importa quiénes sean los padres biológicos, mientras el niño tenga un padre cariñoso y una madre que le cuide.

Pierre pensó en ello. Habían discutido el tema algunas veces durante sus largos paseos, pero nunca había esperado que se convirtiese en algo más que un debate intelectual. Pero ahora…

—Tú podrías saberlo con certeza. Podrías leer la mente de Klimus.

Molly se encogió de hombros.

—Lo intentaré, pero sabes que no puedo escudriñar en su mente. Tiene que estar pensando (en inglés, y de forma articulada) sobre el tema. Eso es todo lo que puedo leer, no lo olvides. Podríamos intentar manipular la conversación para que sus pensamientos se volviesen hacia su pasado nazi, pero a menos que formule una frase, no podré leerlo. —Cogió la mano de Pierre y la puso sobre su estómago—. Pero aunque Klimus sea un monstruo, este niño es nuestro.

Era la última hora de la tarde en la Costa Oeste, y en Washington debía de haber anochecido. Pierre se abrió camino por el sistema de buzones de voz del Departamento de Justicia hasta llegar al que buscaba.

—Aquí el agente Avi Meyer. Estaré en Lexington, Kentucky, hasta el lunes 8 de octubre, pero compruebo mi buzón de voz con frecuencia. Por favor, deje su mensaje al oír la señal.

¡Beeep!

—Señor Meyer, soy el doctor Pierre Tardivel, del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley… ¿Me recuerda? Mire, una mujer de nuestro personal fue asesinada anoche. Necesito hablar con usted. Llámeme aquí o a mi casa. El número es el…

CAPÍTULO 24

El funeral de Joan Dawson se celebró dos días después en una iglesia episcopaliana. Pierre y Molly asistieron. Mientras esperaban a que empezase el servicio, Pierre se encontró luchando para contener las lágrimas; Joan había sido siempre tan amable, tan amistosa, tan servicial…

Burian Klimus llegó a la iglesia. No parecía correcto aprovechar una ocasión tan solemne, pero Molly no tenía muchas oportunidades de verle. Cuando el anciano se sentó en un banco al fondo, ellos se pusieron a su lado, con Molly junto a él.

—Es una pena —dijo ella en voz baja.

Klimus asintió.

—Pero qué vida tuvo. Alguien me ha dicho que Joan nació en 1929. No puedo imaginar lo aterrador que debió de ser para una niña de diez años ver cómo el mundo iba a la guerra.

—No más difícil que para un hombre de veintiocho años —dijo secamente Klimus.

—Perdone —contestó Molly—. ¿Dónde estuvo usted durante la guerra?

—En Ucrania, sobre todo. —Y Polonia.

—¿Estuvo usted en Polonia? —Klimus la miró—. La, bueno, la familia de mi padre estuvo allí.

—Sí, durante un tiempo.

—Había un campo allí… Treblinka.

—Había varios campos.

—Unos lugares terribles. —Molly intentó otra aproximación—. “Burian”… ¿es el equivalente ucraniano de “John”? Todos los idiomas parecen tener su versión de ese nombre: “Jean” en francés, “Iván” en ruso…

—No. En ucraniano, “John” también es “Iván”. —Klimus pareció embarazado por un momento—. “Burian” significa en realidad “vive cerca de las hierbas”.

—Oh, me encantan los nombres ucranianos. Son tan musicales. Klimus, Marcynuk, Toronchuk, Mymryk… Marchenko.

Iván Marchenko, pensó Klimus, formando espontáneamente el nombre.

—Sí, supongo que lo son.

—La guerra debió de ser terrible, y…

—No me gusta pensar en ello, y… oh, discúlpeme. Allí está el Decano Cowles; tendría que ir a saludarle. —Klimus se levantó y se alejó de ellos.

Mientras circulaban hacia el cementerio, Pierre se volvió para mirar a su esposa.

—¿Qué tal? ¿Hubo suerte?

Molly se encogió de hombros.

—No sé qué decir. Desde luego, no pensaba nada como, “eh, en realidad soy Iván el Terrible y maté a cientos de miles de personas”. Tampoco es ninguna sorpresa, mucha gente que ha hecho cosas terribles en el pasado ha elaborado complejos mecanismos de defensa psicológica para impedir que los recuerdos afloren a su mente. Eso sí, conoce el nombre “Iván Marchenko”: enseguida unió las palabras en su cabeza.

Pierre frunció el ceño.

—Bien, veré a Avi Meyer esta tarde. Puede que tenga respuestas concretas sobre el pasado de Klimus.

Avi Meyer voló directamente a San Francisco desde Kentucky, donde había estado investigando a algunos miembros octogenarios del KKK. Había acordado reunirse con Pierre en Skates, en el paseo marítimo de Seawall Drive. El restaurante daba a la Bahía, apoyado en unos pilares que no parecían lo bastante fuertes para sostenerlo. Las gaviotas se posaban en el borde del tejado, intentando mantenerse a pesar del viento. Era media tarde, y el cielo estaba oscurecido. Consiguieron una mesa junto a uno de los ventanales, viendo San Francisco al otro lado de las aguas.

—Muy bien, agente Meyer —dijo Pierre en cuanto se sentaron—. Sé que es usted una especie de cazador de nazis. También sé que fui atacado, y que mi amiga Joan Dawson está muerta. Dígame cuál es la relación, y por qué está fisgando en el LNLB.

Avi sorbió su café. Miró más allá de las plantas colgantes, hacia el exterior. Un avión de carga volaba a través de la Bahía, en dirección a Alameda.

—Vigilamos sistemáticamente los laboratorios genéticos de universidades y corporaciones.

—¿Qué?

—También echamos una mirada a los departamentos de física, ciencias políticas, y algunas otras áreas.

—¿Para qué?

—Son los sitios donde hay más posibilidad de que acabe un nazi. No hace falta que le diga que siempre ha habido una cierta controversia acerca de la investigación genética. Crear una raza superior, discriminación basada en la composición genética…

—¡Oh, venga!

—Usted mismo mencionó a Felix Sousa…

—Él no pertenece al CGH; es sólo un profesor de bioquímica de la universidad, y además…

—…y además está Philippe Rushton, en su Canadá natal, dándole un nuevo significado a lo del “Gran Norte Blanco”

—Rushton y Sousa son demasiado jóvenes para ser nazis.

—Las universidades están llenas de gente que se oculta de una cosa o de otra; en Canadá, la mitad de sus profesores llegaron huyendo del reclutamiento para la guerra de Vietnam.

—Igual que su presidente, por amor de Dios.

Avi se encogió de hombros.

—¿Ha visto El extraño, la película de Orson Welles? Es sobre un nazi que trabaja como profesor en un colegio americano. Podría contarle cien casos reales parecidos.

—Y por eso piensa que Burian Klimus es Iván Marchenko.

La pequeña boca de Avi se quedó abierta.

—Es usted bueno —dijo por fin.

—Necesito saber si es cierto.

—¿Por qué tanto interés? He revisado sus expedientes de McGill y la Universidad de Toron…

¿Que ha hecho qué?

—No fue un activista universitario, ni pertenecía a ningún grupo de justicia social. ¿Por qué le importa lo que pudo hacer Klimus hace medio siglo? Un francófono de Montreal… ¿Por qué iba a preocuparse?

—Maldita sea, ya le dije que no soy antisemita. Puede que haya un problema con eso en Québec, pero yo no soy parte de él. —Pierre intentó tranquilizarse—. Mire, he visto fotos de Demjanjuk. Sé el aspecto que tenía en su juventud, y que se parecía a Klimus.

Una camarera se acercó a ellos.

—Sprite —dijo Pierre. Ella asintió y se marchó.

—Klimus se parece todavía más a Marchenko que Demjanjuk —explicó Avi.

Pierre parpadeó.

—¿Tienen fotografías de Marchenko? —Ninguno de los artículos del banco de datos mencionaba su existencia.

—Los israelíes tienen el expediente SS de Marchenko desde 1991. —Abrió su maletín, sacó un sobre de papel manila, y extrajo dos hojas. La primera era una fotocopia de un formulario de aspecto antiguo, con una pequeña foto de cabeza y hombros en el ángulo superior izquierdo. La segunda era una ampliación de la foto: mostraba a un hombre de unos treinta años, cara ancha (retorcida por un ceño cruel), calvicie incipiente y orejas protuberantes.

Las cejas de Pierre se elevaron.

—Puede ver que se parece a Demjanjuk.

Avi frunció el entrecejo tristemente.

—Dígame.

Pierre estudió las fotocopias.

—¿Es Burian Klimus? —preguntó Avi, dando golpecitos en la foto ampliada.

—Las orejas son distintas.

—Las de Klimus no sobresalen. Pero es bastante fácil de arreglar.

Pierre asintió y volvió a mirar la foto.

—Sí. Sí, podría ser Klimus.

—Es lo que pensé yo al ver la foto de Klimus en People, cuando le nombraron director del Centro Genoma Humano. Si es Marchenko, no tiene usted idea de la clase de monstruo que era. No sólo gaseaba a la gente: la torturaba, la violaba. Le gustaba cortar los pezones a las mujeres.

Pierre hizo una mueca.

—¿Pero aparte del parecido, tiene alguna prueba de que Klimus sea Marchenko?

—Es un genetista.

—Eso no es un crimen. —El tono de Pierre fue cortante.

—Y nació en el mismo pueblo de Ucrania que Iván Marchenko… y el mismo año, 1911.

—¿De veras?

—Uh-huh. Y también está lo que le ocurrió a usted. Su ataque fue la primera conexión directa entre el movimiento nazi y la tarea genética que se realiza en el laboratorio.

—Pero Chuck Hanratty era un neonazi.

—Cierto. Pero muchos grupos neonazis fueron fundados por auténticos nazis de la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabe cómo se llama el fundador del Reich Milenario?

—No.

—En los documentos incautados por la policía de San Francisco, aparece con el nombre en clave de Grozny.

El estómago de Pierre dio un vuelco. Alguien llamado Grozny le había encargado que te matase, le había dicho Molly tras leer la mente de Hanratty.

—Grozny —repitió—. ¿Qué significa?

—Iván Grozny es como se dice en ruso Iván el Terrible. Así llamaban los prisioneros de Treblinka a Iván Marchenko.

Pierre se sentía confuso.

—Pero es una locura. ¿Qué podría tener Grozny contra mí?

La camarera apareció con el Sprite de Pierre.

—Es una buena pregunta.

—¿Y qué hay de Joan Dawson? ¿Por qué iba a querer matarla Klimus?

Avi meneó la cabeza.

—No tengo ni idea. Pero si fuese usted, vigilaría mi espalda.

Pierre frunció el ceño y contempló las olas de la Bahía.

—Es el segundo que me lo dice últimamente. —Tomó un sorbo de su bebida—. ¿Y qué hacemos ahora?

—No hay nada que podamos hacer, al menos hasta tener alguna prueba sólida. Pero estos casos no se resuelven de la noche a la mañana: si Klimus es Marchenko, ha evitado ser descubierto durante más de cincuenta años. Tenga los ojos bien abiertos y avíseme de todo lo que descubra.

CAPÍTULO 25

Siete meses después

—Gracias por recibirme —dijo Pierre, manteniendo las manos firmes a base de aferrar el borde del escritorio. Aunque aún se sentía como si no perteneciera allí, ya no podía negar la verdad: estaba manifestando síntomas de la enfermedad de Huntington. La reunión del grupo de apoyo se celebraba en un aula de instituto del distrito de Richmond de San Francisco, a medio camino entre Presidio y el Golden Gate Park.

La cabeza de Carl Berringer osciló hacia delante y hacia atrás, y pasaron unos momentos hasta que pudo contestar. Pero cuando lo hizo, sus palabras estaban llenas de calor.

—Nos alegramos de que hayas venido. ¿Qué te parece la oradora? —Berringer era un hombre de pelo blanco, piel pálida y ojos azules, que aparentaba unos cuarenta y cinco años. La oradora invitada había hablado de cómo afrontar la forma juvenil de la enfermedad.

—Estupenda —dijo Pierre, que se había desentendido de la charla y había dedicado el tiempo a mirar subrepticiamente a los demás, muchos de los cuales estaban en fases posteriores de la enfermedad. Después de todo, aparte de su padre Henry Spade, Pierre nunca había visto a nadie con un Huntington avanzado de cerca. Observó su dolor, su sufrimiento, las caras contorsionadas, la incapacidad para hablar claramente, la tortura de algo tan simple como intentar tragar, y llegó el pensamiento de que quizá algunos de ellos estarían mejor muertos. Era horrible pensar aquello, lo sabía, pero…

…pero ahí, porque no hay gracia de Dios, voy yo. La condición de Pierre empeoraba progresivamente; ya había roto montones de vasos y probetas. Pero sólo quienes le conocían bien sospechaban que le ocurriese algo serio. Sólo una tendencia a las manos temblonas, ocasionales tics faciales, ligeros errores al hablar…

—Trabajas en el LLB, ¿verdad? —preguntó Carl, su cabeza moviéndose todavía.

—En realidad, ahora es el LNLB. Agregaron la palabra Nacional hace casi un año.

—Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio Nobel.

Pierre enarcó las cejas.

—¿Burian Klimus?

—Eso es. Chico, tuvimos suerte de conseguirlo. Todo lo que podemos ofrecer a los oradores es una taza de la Asociación. Pero acababa de entrar en el Lawrence Berkeley, y la universidad estaba mandándole a dar charlas. —Las manos de Carl habían empezado a moverse, como si estuviese haciendo ejercicios de flexión de dedos. Pierre intentó no mirarlo fijamente—. De todas formas, estoy contento de que hayas venido. Espero verte mucho por aquí. A todos nos viene bien algo de apoyo.

Pierre asintió. No estaba seguro de si le alegraba haber cedido finalmente e ido allí: parecía un recordatorio innecesariamente gráfico de lo que le aguardaba en el futuro. Echó una mirada a su alrededor. Molly, enormemente embarazada, estaba apartada en un rincón sorbiendo agua mineral en compañía de una mujer de edad mediana, al parecer una cuidadora. Sin duda estaba escuchando lo que se le avecinaba.

Los casos realmente temidos ni siquiera estaban allí; estarían en cama en sus casas o en un hospital. Pierre contó a dieciocho personas: siete eran obvios enfermos de Huntington, siete más eran sus cuidadores, y quedaban cuatro de estado por determinar. Podían ser enfermos a quienes se había diagnosticado el gen de Huntington recientemente, o cuidadores de pacientes demasiado enfermos para asistir.

—¿Es la asistencia normal?

La cabeza de Berringer todavía estaba dando tirones, y su brazo derecho había empezado a moverse adelante y atrás, como si estuviese caminando.

—Últimamente sí. Perdimos cinco miembros el año pasado.

Pierre miró al suelo. La enfermedad era terminal; era una realidad inquebrantable.

—Lo siento.

—Lo esperábamos en algunos de ellos. Sally Banas, por ejemplo. De hecho, había aguantado más de los que pensábamos que haría. —Los movimientos de cabeza de Berringer le distraían; Pierre luchó contra la irritación creciente—. Otro fue un suicidio. Un hombre joven, sólo había venido a un par de encuentros. Se lo acababan de diagnosticar. Ya sabes cómo es eso.

Pierre asintió. Y tanto que lo sabía.

—Pero los otros tres… —Berringer había alargado la mano izquierda para cogerse la derecha—. El mundo es un lugar loco, Pierre. Quizá no sea tan malo en Canadá, pero aquí…

—¿Qué pasó?

—Bueno, todos eran miembros bastante nuevos, que apenas habían empezado a manifestar la enfermedad. Les quedaban años por delante. Uno de ellos, Peter Mansbridge, murió de un disparo. Otros dos fueron acuchillados, con seis meses de diferencia. Parece que fueron atracos.

—Dios —dijo Pierre. ¿Qué había hecho trasladándose allí? Le habían atacado, Joan Dawson había sido asesinada, y a cada paso se encontraba con más crímenes violentos.

Berringer intentó menear la cabeza, pero el gesto quedó semioculto por los tirones.

—No pido piedad, —dijo despacio— pero pensarías que quien nos viera movernos como lo hacemos nos dejaría en paz, en vez de matarnos por los pocos dólares que podamos llevar en la cartera.

CAPÍTULO 26

Por fin llegó el gran día. Pierre llevó a Molly al hospital Alta Bates en Colby Street. En el maletero del Toyota había desde dos semanas atrás una maleta con ropa para ella y una cámara de vídeo… un inesperado regalo de Burian Klimus, que había insistido en que grabar los nacimientos en vídeo era lo más moderno.

Alta Bates tenía magníficas salas de parto, más parecidas a suites de hotel que a instalaciones hospitalarias. Pierre tenía que admitir que en los hospitales públicos de Canadá se echaba en falta algo de lujo, pero allí… demonios, daba gracias a que el seguro de Molly cubriese los gastos.

Pierre se sentó en una silla acolchada, contemplando a su mujer y su hija recién nacida.

Una enfermera negra de mediana edad llegó para comprobar su estado.

—¿Han elegido nombre?

Molly miró a Pierre para asegurarse de que estaba conforme con la elección. Él asintió.

—Amanda. Amanda Hélène.

—Un nombre inglés y uno francés —dijo Pierre, sonriendo a la enfermera.

—Los dos son muy bonitos.

—Amanda quiere decir “digna de ser amada” —explicó Molly. Alguien dio un golpe para llamar a la puerta, abriéndola a continuación.

—¿Puedo pasar?

—¡Burian!

—Doctor Klimus —dijo Pierre, un poco sorprendido—. Qué amable por su parte.

—No es nada, no es nada —contestó el hombre, entrando en la habitación.

—Les dejaré solos —dijo la enfermera con una sonrisa mientras salía.

—¿El parto fue bien? ¿Sin complicaciones?

—Estupendamente. Agotador, pero muy bien —dijo Molly.

—¿Lo grabó en vídeo?

Pierre asintió.

—¿Y el bebé es normal?

—Perfecto.

—¿Niño o niña? —Pierre sintió alzarse sus cejas: por lo general, aquella era la primera pregunta, no la cuarta.

—Una niña —contestó Molly.

Klimus se acercó para verla.

—Una buena mata de pelo —dijo pasándose la mano por su propia bola de billar, pero sin hacer más comentarios sobre la paternidad—. ¿Cuánto pesa?

—Tres kilos y medio.

—¿Y cuánto mide?

—Cuarenta y tres centímetros.

—Muy bien.

Molly se llevó discretamente a Amanda al pecho, oculto en su mayor parte por la bata de hospital. Entonces levantó la mirada.

—Quiero darle las gracias, Burian. Los dos queremos hacerlo, por todo lo que ha hecho por nosotros. No sabe cómo se lo agradecemos.

Oui —dijo Pierre, todos sus temores disipados. Su hija era un ángel, ¿cómo iba a tener los genes de un demonio?—. Mille fois merci.

El anciano asintió y apartó la mirada.

—No fue nada.

Je ne suis pas fou, pensó Pierre un mes después. No estoy loco.

Pero el desplazamiento había desaparecido. Él había querido hacer más estudios de la secuencia de ADN que producía el extraño neurotransmisor asociado con la telepatía de Molly. Había usado una enzima de restricción para cortar el tramo de cromosoma trece que codificaba su síntesis. Hasta ahí, todo bien. Entonces, para disponer de un suministro ilimitado de material genético, preparó una amplificación de RCP, la reacción en cadena de polimerasa que seguiría reproduciendo ese segmento de ADN una y otra vez. Sin necesitar nada más que un tubo de ensayo conteniendo el espécimen, un termociclo y unos reactivos, la RCP podía producir cien mil millones de copias de una molécula de ADN en una tarde. Y ahora tenía miles de millones de copias… pero, aunque las copias eran idénticas entre sí, no eran como el original. La base de timina que se había introducido en el código genético de Molly, causando el desplazamiento, no estaba presente en las copias. En el punto clave, los cortes de ADN producidos por RCP eran CAT CAG GGT GTC CAT. Como los de Pierre y los de cualquiera.

¿Habría metido la pata? ¿Y si había leído mal la secuencia de nucleótidos en la muestra original de ADN de Molly que había extraído de su sangre meses atrás? Hurgó en su cajón hasta encontrar la placa original. No había error: la timina intrusa estaba allí.

Pasó por el largo proceso de hacer otra placa original del ADN original de Molly. Justo, ahí estaba la timina, cambiando el esquema de CAT CAG GGT GTC CAT a TCA TCA GGG TGT CCA.

La RCP era un simple procedimiento químico: no sabía si la timina debía estar allí o no. Se suponía que tenía que reproducir fielmente la secuencia.

Pero no lo había hecho. O (o algo en el proceso de reproducción del ADN) había corregido la secuencia, volviéndola a poner como debía estar.

Pierre meneó la cabeza, asombrado.

—Buenos días, doctor Klimus —dijo Pierre entrando en la oficina para recoger su correo.

—Tardivel. ¿Cómo está el bebé?

—Muy bien, señor. Estupendamente.

—¿Tiene todavía todo ese pelo?

—Oh, sí. —Pierre sonrió—. De hecho, hasta tiene la espalda peluda. Ni siquiera yo la tengo así. Pero el pediatra dice que no es raro, y que desaparecerá en cuanto sus hormonas se equilibren.

—¿Es inteligente?

—Eso me parece.

—¿Bien ajustada?

—Para tener un mes es bastante callada, y en cierto modo es mejor así. Al menos podemos dormir un poco.

—Me gustaría ir a su casa este fin de semana para ver a la niña.

Era un tanto presuntuoso, pensó Pierre… pero maldición, era su padre biológico. Sintió un nudo en el estómago, y se maldijo por no haber previsto los problemas. Pero era su jefe, y su beca tenía que ser renovada.

—Oh… claro —dijo. Esperó que Klimus percibiese su falta de entusiasmo y no insistiese en ello. Cogió su correo del casillero.

—Entonces quizá vaya a cenar el domingo. ¿Qué tal a las seis? Convirtámoslo en una velada.

El corazón de Pierre se hundió. Pensó en algo que dijo Einstein una vez: “a veces se paga mucho por las cosas gratis”.

—Claro —dijo resignándose—. ¿Por qué no?

El viejo asintió sin más comentarios y volvió a su correo. Pierre se quedó quieto por un momento, hasta que, comprendiendo que habían terminado con él, cogió sus cartas y se dirigió de vuelta al laboratorio.

CAPÍTULO 27

Burian Klimus se sentó en el salón de Pierre y Molly. No parecía caerle bien a Amanda, pero tampoco hizo ningún intento de sostenerla o decirle cosas. Aquello molestó a Pierre: al fin y al cabo, el viejo había querido ver a la niña. Pero en vez de jugar con ella, se limitó a seguir preguntando cosas sobre sus hábitos de alimentación y sueño, mientras (para sorpresa de Pierre) tomaba notas en cirílico en un cuadernito de bolsillo.

Por fin llegó la hora de la cena. Habían acordado que, aunque le tocaba cocinar a Pierre, probablemente la velada saldría mejor con algo más elaborado que perritos calientes o platos precocinados. Molly preparó pollo a la Kiev (Klimus era ucraniano, después de todo), patatas al gratén y coles de Bruselas. Pierre abrió una botella de liebfraumilch como acompañamiento, y los tres adultos se sentaron a la mesa, dejando a Amanda, a la que Molly ya había dado el pecho, dormitando en su cuna.

Pierre probó todo tipo de temas adecuados para una conversación, pero Klimus no seguía ninguno de ellos, así que acabó preguntándole en qué trabajaba ahora.

—Bueno, ya sabe que últimamente paso mucho tiempo en el Instituto de los Orígenes Humanos. —El IOH también estaba en Berkeley; su director era Donald Johanson, descubridor de la famosa Australopithecus afarensis conocida como Lucy—. Espero hacer progresos con el ADN de la Triste Hannah para resolver la cuestión de la procedencia de África.

—Gran película[5] —dijo Molly en tono ligero, intentando evitar que la conversación girase en torno al trabajo—. Meryl Streep lo hacía muy bien.

Klimus enarcó una ceja.

—Sé que Pierre está al tanto del asunto de Hannah. Pero, ¿y usted, Molly?

Ella meneó la cabeza. Klimus le habló de su logro al extraer ADN intacto de los huesos de la Neandertal de Israel, y después hizo una pausa para reconfortarse con otro sorbo de vino. Pierre se levantó para abrir una segunda botella.

—Bien —explicó Klimus. Hay dos modelos enfrentados por el origen de los humanos modernos. Uno es el que conocemos como la procedencia de África; el otro es la hipótesis multiregional. Ambas coinciden en que el Homo erectus empezó a extenderse de África a Eurasia hace 1,8 millones de años: el hombre de Java, el de Pekín, el de Heidelberg, son todos especímenes de erectus. Pero la hipótesis de la procedencia de África dice que el hombre moderno, el Homo sapiens, que puede o no incluir a los Neandertal como subgrupo, evolucionó en el este de África, pero no se extendió hasta una segunda migración hace cien o doscientos mil años. Los defensores de esta teoría dicen que cuando esta segunda oleada se encontró con grupos erectus en Asia y Europa, los derrotó, dejando al Homo sapiens como la única especie existente de la humanidad.

Hizo una pausa el tiempo suficiente para que Pierre le sirviese otro vaso de vino.

—La hipótesis multiregional es bastante distinta: dice que todos esos grupos erectus evolucionaron, llegando independientemente al hombre moderno. Eso explicaría la presencia simultánea del Homo sapiens en fósiles de toda Eurasia.

—Pero —dijo Molly, intrigada a su pesar— si tienes poblaciones aisladas, acabarás con especies distintas evolucionando en cada lugar, como en las Islas Galápagos. —Se levantó para empezar a fregar los cacharros.

Klimus le dio su plato.

—Los partidarios de esta idea dicen que hubo numerosos cruces entre las diversas poblaciones, posibilitando así un desarrollo similar.

—¿Cruces desde Francia hasta Indonesia? —preguntó Molly, desapareciendo en la cocina por un momento—. Y yo que creí que mi hermana se lo montaba bien…

Pierre se rió, pero Molly meneaba la cabeza al volver.

—No se. Esa teoría multiregional me suena más a ejercicio de corrección política que a verdadera ciencia… un intento de evitar la cuestión quién-evolucionó-primero y decir “eh, todos lo hicimos juntos”.

Klimus asintió.

—Por lo general, estaría de acuerdo. Pero hay excelentes secuencias de cráneos todo el camino desde el Homo erectus pasando por el de Neandertal hasta llegar a humanos modernos en Java y China. Parece que hubo una evolución independiente hacia el Homo sapiens al menos en esas ocasiones, y probablemente también en otras partes.

—Pero eso es evolutivamente absurdo —dijo Molly—. El modelo clásico de evolución dice que, a través de la mutación, un individuo adquiere una ventaja para la supervivencia, y que sus descendientes, gracias a esa ventaja, se imponen a todos los demás y acaban creando una nueva especie.

Pierre se levantó para ayudar a Molly a servir el postre, una mousse de chocolate que había hecho ella misma.

—Siempre he tenido un problema con ese método —dijo—. Pensemos en ello: significa que, en unas pocas generaciones, toda la población descenderá de ese afortunado mutante. Eso da como resultado una reserva genética muy reducida y tiende a concentrar los trastornos genéticos recesivos. —Le dio un cuenco de cristal a Klimus y volvió a sentarse—. Es como la Reina Victoria, que tenía el gen de la hemofilia: sus descendientes se mezclaron con las casas reales de Europa, devastándolas. Suponer que poblaciones enteras descienden de un único padre cada vez que se da una ventaja a causa de una mutación haría la vida extraordinariamente precaria. Si el mutante no muriese por accidente, él y los suyos lo harían posiblemente a causa de las enfermedades genéticas. —Probó la mousse y asintió, impresionado—. Pero si la evolución pudiese, de alguna forma, ocurrir simultáneamente en poblaciones dispersas, como sugiere la hipótesis multiregional… Bueno, supongo que eso evitaría el problema. No se me ocurre ningún mecanismo que lo permitiese, aunque…

Amanda empezó a llorar. Pierre se levantó de inmediato y corrió hacia ella, abrazándola contra su hombro y meciéndola suavemente.

—Ea, ea, cariño. Ya está, no llores. —Sonrió a Klimus, al volver al comedor—. Lo siento.

—No pasa nada, no pasa nada. —Klimus sacó su cuaderno y apuntó algo.

CAPÍTULO 28

Seis semanas después

—Mira a Mamá, cariño. Venga, mira a Mamá. Buena chica. Ahora, Papá va a pincharte en el brazo. Sólo te dolerá un poquito, y se te pasará enseguida. ¿De acuerdo, tesoro? Aquí está mi dedo, dale un buen apretón. Muy bien. Vamos allá. No, no… no llores, mi amor. No llores, ya está. Todo va a ir bien, nena… Todo va a salir estupendamente.

Pierre comprobó una pequeña muestra del ADN de Amanda. Su hija carecía de la mutación por desplazamiento del cromosoma trece, por lo que probablemente no sería telépata. Curiosamente, Molly parecía tener sentimientos encontrados sobre ello, pero Pierre tenía que admitir que estaba aliviado.

El trabajo anterior de Pierre había demostrado que sólo uno de los dos cromosomas 13 de Molly tenía el desplazamiento de la telepatía, lo que significaba que Amanda había tenido sólo un cincuenta por ciento de posibilidades de heredarlo de su madre (habiendo recibido uno de los cromosomas de Molly y otro de Klimus). Así que no era raro que no hubiese heredado el gen, y sin embargo…

Sin embargo, durante la sencilla reproducción por RCP del ADN de Molly, el desplazamiento había sido corregido, así que…

Así que era posible que Amanda, por suerte o por desgracia, hubiese recibido de su madre el cromosoma 13 no desplazado, o…

O que ninguno de los óvulos de Molly contuviese el ADN mutado. ¿Habría sido corregido de algún modo allí también, como en la repetición de RCP?

Obviamente, el desplazamiento no podía ser corregido cada vez que apareciese, o habría quedado fijado cuando Molly se estaba desarrollando como un embrión. Pero estaba siendo corregido ahora. Pierre tenía que saber si la corrección estaba presente en los óvulos no fertilizados de Molly, o si la corrección sólo aparecía después de que el óvulo hubiera sido fertilizado y empezase a dividirse.

Gracias a los tratamientos de hormonas previos a la fertilización, Molly había desarrollado un gran número de óvulos en un mismo ciclo. Gwendolyn Bacon le había extraído quince, pero ella había dicho a Klimus que intentara fertilizar sólo la mitad de ellos, lo que significaba que siete u ocho de los óvulos no fertilizados de Molly podían seguir allí en el edificio 74.

Después de telefonear a Molly para conseguir su permiso, Pierre dejó su propio laboratorio y se encaminó al mismo quirófano donde se habían extraído los óvulos de Molly hacía más de un año. Conocía a uno de los técnicos: era hincha de los San José Sharks, y solían discutir sobre hockey. Pierre no tuvo ningún problema para que encontrase y le diese los óvulos fertilizados de Molly, siete de los cuales estaban todavía conservados en frío.

Por supuesto, era posible que en una selección aleatoria de siete óvulos, todos tuviesen el mismo cromosoma 13 materno, pero no era probable. Las posibilidades eran las mismas que tenía una familia de que los siete hijos fuesen todos varones: 50% x 50% x 50% x 50% x 50% x 50% x 50%, es decir, el 0.078%. Una posibilidad minúscula.

Pero había ocurrido. Ni uno de los óvulos tenía el desplazamiento.

A menos…

Que los dos cromosomas 13 de Molly difiriesen de otras maneras, claro. Pierre empezó a comparar otros puntos en los cromosomas extraídos de los óvulos, y…

No. No todos los óvulos tenían el mismo cromosoma 13.

Cuatro de ellos habían recibido uno de los cromosomas 13 de Molly, el mismo que, en ella, no tenía el desplazamiento.

Y tres habían recibido el otro cromosoma, el que, en el cuerpo de Molly, tenía la mutación.

Pero, increíblemente, los desplazamientos habían sido corregidos en cada uno de los óvulos…

Un mes después, Pierre y Molly fueron al Aeropuerto Internacional de San Francisco. Pierre estaba a punto de conocer a su suegra y su cuñada. Amanda iba a ser bautizada el día siguiente; aunque los Bond no eran católicos, la madre de Molly había insistido en estar presente para ello, al menos.

—¡Allí están! —dijo Molly señalando a través de un mar de personas ocupadas con sus maletas y carritos.

Pierre buscó entre la multitud. Había visto fotos de Barbara y Jessica Bond antes, pero ninguna de las caras le llamaba la atención. Dos mujeres estaban agitando los brazos al fondo, con una amplia sonrisa. Se abrieron paso a través de la pequeña puerta de salida donde se apiñaba la multitud. Molly corrió a abrazar a madre, y después de un momento de torpeza entre hermanas, también a Jessica.

—Mamá, Jess —dijo—. Éste es Pierre.

Hubo otro momento de vacilación; entonces la señora Bond se adelantó para estrecharle entre sus brazos.

—Me alegro de conocerte por fin —dijo, con un mínimo matiz de reproche. No le había gustado nada que Molly se casase sin siquiera invitarla.

—Es un placer para mí.

—Eh —dijo Jessica, con un tono de ligera provocación en su voz, intentando aliviar la tensión que pudiese haber causado el comentario de su madre—. Nos habías dicho que era francocanadiense, pero no que tuviese un acento tan seductor.

Molly soltó una risita, algo que Pierre no le había oído nunca. Ella y su hermana eran de nuevo adolescentes.

—Búscate tu propio inmigrante —dijo Molly, volviéndose hacia él—. Cariño, ésta es Jessica.

Jessica extendió su mano, el dorso hacia arriba.

Enchantée.

Pierre adoptó el papel que se le pedía, inclinándose y besando la mano de su cuñada.

C'est moi, qui est enchanté, mademoiselle. —Jessica rió. Desde luego, era un bombón. Molly le había dicho que había trabajado como modelo, y ahora podía ver por qué. Era una versión más alta y llamativa de su hermana. Llevaba un maquillaje expertamente aplicado: línea de ojos negra, un poco de color en las mejillas, y lápiz de labios rosa. Molly estaba junto a él, y Pierre se sintió preocupado, relajándose después al comprender que estaba pensando en francés.

—Me temo que hemos aparcado un poco lejos —dijo. Las maletas de las mujeres no eran muy grandes. Incluso unos meses atrás, Pierre hubiese cogido una con cada mano y empezado a andar. Pero su condición empeoraba un poco cada día, y era probable que se le cayesen. Aunque su pie había estado agitándose un poco, esperaba haber hecho un trabajo creíble haciéndolo pasar por un golpeteo propio de una inquieta personalidad tipo A.

Al lado, un hombre de gran tamaño estaba haciendo un numerito de machote desechando el carrito que había encontrado su compañera y acarreando él solo una enorme Samsonite. Pierre se apresuró a quedarse con el carro y puso los equipajes en él. Al menos, podría empujarlo por ellas. De hecho, era mejor tenerlo como una especie de discreto andador mientras recorrían el largo trecho hasta el coche.

—¿Qué tal el vuelo? —preguntó.

—Un vuelo —dijo Jessica. Pierre sonrió, sintiendo un espíritu afín. ¿Qué más podía decirse de pasar hora encerrado en una lata?

—¿Dónde está Amanda? —El tono de Barbara dejó muy claro que estaba en su papel de nueva abuela, ansiosa de ver a su primera nieta.

—Una vecina está cuidando de ella. Pensamos que todo esto —dijo Molly poniendo los ojos en blanco y señalando el ajetreo— sería demasiado para ella.

—Me hubiese encantado estar allí contigo —dijo Barbara. Pierre se permitió un ligero suspiro, que se perdió en el ruido de la terminal. Su suegra no iba a perdonar fácilmente que Molly se hubiese distanciado tanto de ella. Barbara y Jessica sólo iban a pasar cuatro días allí, pero supo que iba a parecer mucho más.

Salieron por unas puertas de cristal corredizas al sol de la tarde. Apenas estuvieron en el exterior, Jessica pescó un paquete de Virginia Slims de su bolso y encendió uno. Pierre maniobró ligeramente para que no le llegase el humo. De repente parecía mucho menos atractiva.

Molly abrió su boca como para reprocharle que fumase, pero al final no dijo nada. Su madre reconoció la expresión y se encogió de hombros.

—No hay manera. Le he dicho mil veces que lo deje.

Jessica dio una profunda, desafiante calada. Siguieron andando hacia el aparcamiento.

—¿Habéis estado antes en California? —preguntó Pierre, metiéndose en su papel.

—Estuve en Disney World de pequeña.

—Disneylandia —corrigió Molly, sonando a hermana mayor—. Disney World está en Florida.

—Bueno, lo que sea. Seguro que aún se acuerdan de ti vomitando en las tazas locas —contestó Jessica. Miró a Pierre con los ojos muy abiertos, como si todavía estuviese afectada por ello—. No entiendo cómo puede marearse nadie en las tazas locas.

Pierre encontró su coche.

—Ya estamos —dijo, señalando con la cabeza mientras empujaba el carrito.

, pensó. Va a hacerse muy largo.

Pierre se las arregló para llevar el equipaje escaleras arriba. Molly le miró con compasión. Aquellos escalones les habían preocupado al comprar la casa, y verle luchar con los bultos le dio una clara idea de lo que se avecinaba. La puerta trasera se abría al nivel del suelo. Los dos sabían que terminaría convirtiéndose en su entrada principal. Una vez dentro, la madre y la hermana de Molly se dejaron caer, exhaustas, en las sillas del salón.

—Bonita casa —dijo Jessica, mirando a su alrededor.

Molly sonrió. Era una bonita casa. El gusto en muebles de Pierre era abismal (Molly se estremecía al recordar aquel horrible sofá verde y naranja que había tenido), pero ella tenía buen ojo para aquellas cosas; incluso había impartido un curso sobre la psicología de la estética. Toda la habitación estaba amueblada en madera clara natural y toques de malaquita verde.

—Voy a por Amanda. Pierre, sirve algo de beber a Mamá y Jess.

Pierre asintió y se puso a ello. Molly salió al crepúsculo, disfrutando de la momentánea soledad. Había sido mucho más fácil reconstruir su relación con su madre y su hermana mediante cartas y conferencias telefónicas. Pero ahora que estaban allí, tenía que enfrentarse de nuevo a sus pensamientos: la desaprobación de su madre por la forma en que Molly había dejado Minnesota, su incertidumbre ante su rápido romance y matrimonio con un extranjero, sus mil pequeñas críticas a su forma de vestir y los dos kilos de más que no se había quitado tras el embarazo.

Y Jessica, con su irritante superficialidad… por no hablar de su descarado coqueteo con Pierre.

Había sido un error que viniese, no tenía duda. Intentaría mantenerlas fuera de su zona, no oír sus pensamientos, recordar que, como Amanda, eran de su misma carne y sangre.

Llegó a la puerta del bungalow rosa de al lado y tocó el timbre.

—Hola, Molly —dijo la señora Bailey al abrir la puerta—. ¿Vienes a llevarte a tu ángel?

Molly sonrió. La señora Bailey era una viuda de unos sesenta y cinco años que parecía tener una infinita afición a cuidar de Amanda. Su vista era bastante pobre, pero le encantaba acunar al bebé y cantarle de forma desafinada pero entusiasta. Pasó al vestíbulo, y la señora Bailey fue a por Amanda, que estaba dormida. Se la entregó a su madre, y Amanda accedió al traslado con un parpadeo de sus grandes ojos marrones.

—Muchas gracias, señora Bailey.

—Sabes que me encanta, querida.

Molly meció a Amanda en sus brazos mientras la llevaba a casa. Subió los escalones y entró por la puerta delantera.

La llegada del bebé hizo que Barbara y Jessica se levantasen. Aunque Pierre también quería ver a su hija, comprendió que no podía competir con las tres mujeres. Se quedó en su silla, sonriendo.

—Oooh —dijo Jessica, inclinándose para mirar al bebé en los brazos de Molly—. ¡Qué encanto!

Su madre se acercó.

—¡Es una monada! —Movió un dedo frente a los ojos del bebé. Amanda estaba satisfecha con toda aquella atención.

Molly sintió los latidos de su corazón y la ira que crecía dentro de ella. Apartó el bebé y se lo llevó al otro lado de la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó su hermana.

—Nada —dijo, demasiado cortante. Se dio la vuelta, forzando una sonrisa—. Nada —repitió más suavemente—. Amanda estaba durmiendo. No quiero agobiarla.

Fue a la escalera y empezó a subir. Vio que Pierre intentaba captar su mirada, pero continuó.

Menudo callo, había pensado Jessica.

¡Dios mío, qué niña tan fea! había pensado su madre.

Molly consiguió llegar al piso superior y el dormitorio antes de empezar a estremecerse de cólera. Se sentó al borde de la cama, meciendo a su hermosa hija en sus brazos.


Pasaron tres meses; estaban a mediados de diciembre.

Amanda, en una cuna al otro lado de la habitación, se despertó poco después de las 3 de la madrugada y empezó a llorar. El ruido despertó a sus padres. Molly se sentó en la silla junto a la ventana, y Pierre la miró en silencio bajo la luz de la luna, mientras daba el pecho a su hija. Era difícil imaginar algo más bonito.

Su muñeca izquierda empezó a moverse adelante y atrás. Molly volvió a acostar a Amanda, besó su frente, y regresó a la cama. Pierre no tardó en oír el sonido regular de la respiración de su esposa al dormirse de nuevo. Pero él estaba despierto por completo. Intentó calmar el movimiento de su muñeca sujetándola con su otra mano, que pronto empezó a sacudirse a su vez.

Recordó la reunión del grupo de apoyo de Huntington en San Francisco. Todas aquellas personas moviéndose, temblando, bailando. Todas como él. Toda esa pobre gente…

Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio Nobel.

Burian Klimus había hablado a aquel grupo, y…

Mierda puta. Jodida mierda puta.

Avi Meyer no lo había demostrado aún (de hecho, quizá nunca lo demostrase, después de medio siglo), pero Klimus podía ser muy bien un nazi.

Lo que significaba que podía estar involucrado en el movimiento neonazi local…

Los neonazis eran los responsables del intento de apuñalar a Pierre y del asesinato de Bryan Proctor y, dado el parecido del arma, muy posiblemente del de Joan Dawson. Klimus había dado una charla al grupo de apoyo, y probablemente conocido a los tres que habían sido asesinados.

Klimus trabajaba con Joan; seguro que había reparado en sus incipientes cataratas.

Y Klimus sabía que Pierre tenía un trastorno genético. Él mismo se lo había dicho al explicarle por qué él y Molly querían usar esperma donado.

Eugenesia voluntaria, había dicho Klimus. Lo apruebo.

¿Podía ser que el viejo estuviese intentando mejorar la reserva genética? ¿Eliminar a algún enfermo de Huntington, quizá un diabético o dos?

Pero no… aquello no tenía sentido.

Joan Dawson había dejado muy atrás la menopausia; aunque tenía una hija crecida, ella misma era incapaz de hacer más contribuciones a la reserva genética.

Y Klimus sabía que Pierre no iba a engendrar. Pero si no era eugenesia, ¿qué era?

Le llegó una imagen del pasado, de los primeros 80; un dibujo en la primera página de Le Devoir.

Doce bebés muertos. No por eugenesia.

Piedad… o, al menos, la versión de alguien de la piedad.

Al fin y al cabo, Pierre había tenido el mismo pensamiento; involuntario, mal recibido, injusto, pero allí estaba: algunos enfermos de Huntington estarían mejor muertos. Y lo mismo podía decirse de una anciana que vivía sola y que estaba a punto de perder la vista.

Pierre pasó despierto el resto de la noche, temblando.

CAPÍTULO 29

Pierre subió en ascensor al tercer piso de la central de policía de San Francisco y caminó hasta el laboratorio forense. Llamó a la puerta y se asomó al interior.

—Hola, Helen.

Helen Kawabata levantó la mirada de su escritorio. Llevaba un elegante traje verde, anillos de jade y pendientes esmeralda. También había cambiado su pelo: seguía siendo rubio, pero había dejado el corte a lo paje a favor de un estilo más corto y punk.

—Oh, hola, Pierre —dijo rápidamente—. Hacía tiempo que no te veía. Gracias por la visita a tus laboratorios, realmente la disfruté.

—Es un placer. —De vez en cuando, Pierre intentaba contestar a los agradecimientos con el “uh uh” californiano, pero no se sentía cómodo con él. Su sonrisa era un poco ovejuna—. Me temo que debo pedirte otro favor.

La sonrisa de Helen se desvaneció lo justo para indicar que daba las cuentas por igualadas: ella le había hecho un favor, y él se lo había pagado con un almuerzo y una visita al LNLB. No parecía ansiosa de volver a ayudarle.

—Hace unos meses fui a un encuentro de un grupo de apoyo de enfermos de Huntington. Me dijeron que tres miembros del mismo habían muerto en los dos últimos años.

—Bueno, es una enfermedad fatal.

—No murieron de Huntington. Fueron asesinados.

—Oh.

—¿Habría hecho la policía alguna investigación especial en un caso así?

—¿Tres personas que pertenecen a un mismo grupo asesinadas? Sí, lo comprobaríamos.

—Yo soy el cuarto, en cierto modo.

—¿Porque fuiste a una de esas reuniones? ¿Qué hiciste, dar una charla sobre genética?

—Tengo la enfermedad de Huntington, Helen.

—Oh —ella apartó la mirada—. Lo siento. Yo…

—Notaste el temblor de mis manos cuando te enseñé mi laboratorio.

Helen asintió.

—Creí… creí que habías bebido demasiado en el almuerzo. —Una pausa—. Lo siento.

Pierre se encogió de hombros.

—Yo también.

—¿Así que piensas que alguien va a por los enfermos de Huntington?

—Podría ser eso, o…

—¿O qué?

—Sé que parece una locura, pero el asesino podría creer estar haciéndoles un favor.

Helen alzó sus finas cejas negras.

—¿Qué?

—Hubo un caso famoso en Toronto a principios de los 80. En Canadá no se hablaba de otra cosa. ¿Conoces el Hospital para Niños Enfermos?

—Sí.

—En 1980 y 1981, una docena de bebés fueron asesinados en la sala de cuidados cardíacos. Una enfermera llamada Susan Nelles fue acusada y exculpada posteriormente. El caso nunca fue resuelto, pero la teoría más popular es que alguien del personal del hospital estaba matando a los bebés por una misericordia mal entendida. Todos eran enfermos congénitos del corazón, y alguien podía haber pensado que iban a llevar unas vidas cortas y agónicas, así que decidió acabar con su miseria.

—¿Y crees que es lo que está pasando con los miembros de tu grupo?

—Es una posibilidad.

—Pero el tipo que intentó matarte… ¿cómo se llama?

—Hanratty. Chuck Hanratty.

—Eso. ¿No era un neonazi? No es el tipo de persona dada a los gestos humanitarios… si es que puedes llamar humanitario a eso.

—No, pero estaba haciendo el trabajo por órdenes de algún otro.

—No recuerdo haber visto nada de eso en el informe del caso.

—Es… sólo especulaba.

—Asesinatos por compasión —dijo Helen, considerando la idea—. Es un ángulo interesante.

—Y no creo que se trate sólo de enfermos de Huntington. Joan Dawson, la secretaria del Centro Genoma Humano, también fue asesinada. La policía dijo que habían usado el mismo tipo de cuchillo que en el ataque contra mí. Era una anciana diabética, y estaba empezando a quedarse ciega.

—¿Así que piensas que tu ángel de misericordia está eliminando a todos los que sufren algún trastorno genético?

—Puede que sí.

—¿Pero cómo lo averiguaría el asesino? ¿Quién sabría de tu caso y del de, como se llamaba, Joan?

—Alguien con quien trabajásemos los dos… y que también hubiese dado una charla al grupo de apoyo.

—¿Y existe tal persona?

—Sí.

—¿Quién es?

—Prefiero no decirlo hasta estar seguro.

—Pero…

—¿Cuánto tiempo conserváis muestras de tejido de las autopsias?

—Depende. Años, en cualquier caso. Ya sabes lo lentos que van los tribunales. ¿Por qué?

—Así que tenéis muestras de asesinatos no resueltos cometidos en los dos últimos años…

—Si se realizó una autopsia… no siempre las hacemos, son muy caras. Y si el caso sigue sin estar resuelto. Pero seguro que habrá muestras por ahí.

—¿Puedo acceder a ellas?

—¿Para qué?

—Para ver si algunos de esos casos pueden ser también asesinatos “compasivos”.

—Pierre, no quiero sonar cruel, pero…

—¿Qué?

—Bueno, la enfermedad de Huntington afecta también a la mente, ¿no? ¿Seguro que no se trata de paranoia?

Pierre empezó a protestar, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Quizá, no lo sé. Pero puedes ayudarme a descubrirlo. Me basta con muestras pequeñas. Lo suficiente para sacar un juego completo de cromosomas.

Ella lo pensó durante un momento.

—Pides cosas muy raras.

—Por favor.

—Mira, te diré lo que haremos: puedo conseguirte las que tenemos aquí. Pero no voy a pedirlas a otros laboratorios; llamaría demasiado la atención.

—Gracias —dijo Pierre—. ¿Puedes asegurarte de incluir una muestra de Bryan Proctor?

—¿Quién?

—El encargado que fue asesinado por Chuck Hanratty.

—Ah, ya. —Helen tecleó en su ordenador—. No podrá ser. Aquí dice que un inquilino oyó el disparo que le mató, eso determinó la hora de su muerte, así que no tomamos muestras de tejidos.

—Mala suerte. De todas formas, me quedaré con lo que puedas conseguirme.

—De acuerdo, pero me debes una bien gorda. ¿Cuántas muestras necesitas?

—Todas las que puedas conseguir. —Pierre hizo una pausa, preguntándose hasta qué punto podía confiar en Helen. No quería hablar demasiado, pero maldición, necesitaba su ayuda—. La persona que tengo en mente también está siendo investigada por el Departamento de Justicia por ser un posible criminal de guerra nazi, y…

—¿En serio?

—Sí, y eso explica la conexión neonazi. Además, si mató a miles de personas hace cincuenta años, es muy posible que ordenara muchos más asesinatos de los que sabemos.

Helen lo pensó por un momento y se encogió de hombros.

—Veré qué puedo hacer. Pero ten en cuenta que es casi Navidad, la época en que estamos más ocupados. Tendrás que ser paciente.

Pierre supo que sería mejor no insistir.

—Gracias.

—Uh uh.


Dos meses después.

Pierre se apresuró a entrar en casa por la puerta de atrás. Había renunciado a enfrentarse a los escalones delanteros dos semanas antes. Eran las 17:35, y fue directo al sofá, cogiendo el control remoto y encendiendo el televisor.

—¡Molly! —gritó—. ¡Ven, rápido!

Molly apareció llevando en brazos a Amanda, que en ocho meses había adquirido aún más pelo castaño.

—¿Qué pasa?

—He oído al salir del trabajo que iban a emitir la entrevista con Felix Sousa. Creí que llegaría con tiempo de sobra, pero ha habido un accidente en Cedar.

El anuncio de minifurgonetas Chrysler estaba terminando. La bola giratoria de máquina de escribir de Hard Copy voló hacia ellos, haciendo un molesto ¡thunk-thunk!; la presentadora, una guapa rubia llamada Terry Murphy, apareció en pantalla.

—Bienvenidos de nuevo —dijo—, ¿Son los negros inferiores a los blancos? Un nuevo estudio dice que sí, y Wendy Di Maio nos lo cuenta. ¿Wendy?

Molly se sentó junto a Pierre en el sofá, sosteniendo a Amanda contra su hombro.

La imagen pasó a algunas tomas de archivo del patio de la UCB tras Sather Gate, con “niños de las flores” paseando y un hippie de pecho desnudo sentado bajo un árbol y tocando la guitarra.

—Gracias, Terry —dijo una voz femenina sobre las imágenes—. En 1967, la Universidad de California, Berkeley, fue el hogar del movimiento hippie, un movimiento que predicaba hacer el amor y no la guerra, un movimiento que abrazaba a toda la familia humana.

La imagen se disolvió, sustituida por una moderna toma de vídeo desde el mismo ángulo.

—Hoy, los hippies se han ido, y éstas son las nuevas caras de la UCB.

La cámara enfocó a un hombre blanco que caminaba hacia ella, en buen estado físico, de hombros anchos, con una cazadora negra de cuero con el cuello vuelto hacia arriba y gafas de espejo como las de un aviador. Pierre soltó un bufido.

—Cristo, si hasta se ha vestido de soldado de asalto.

La voz volvió a hablar.

—Éste es el Profesor Felix Sousa, un genetista de la UCB. No hay paz al paso de su investigación… ni amor para él por parte de muchos estudiantes y empleados de la universidad, que le tachan de racista.

La imagen cambió a Sousa en uno de los laboratorios de química de Latimer Hall, con vasos y probetas desplegados ante él sobre una mesa. Pierre resopló de nuevo; nunca había visto a Sousa en un laboratorio.

—He dedicado años a esta investigación, zeñorita Di Maio —dijo Sousa. Su voz era sonora y culta, de pronunciación muy cuidada y casi relamida—. Es difícil reducirla a unas cuantas afirmaciones, pero…

La imagen pasó a la periodista, una mujer atractiva de boca ancha y ondulado pelo oscuro, que asentía animando a Sousa a seguir. La cámara volvió a Sousa.

—En términos muy simplificados, mi investigación demuestra que las tres razas de la humanidad emergieron en épocas distintas. Los negros aparecieron como un grupo racialmente distinto hace unos doscientos mil años. Los blancos por otra parte, lo hicieron hace ciento diez mil años. Y los orientales entraron en escena hace cuarenta y un mil años. Bueno, ¿es sorprendente que la raza más vieja sea la más primitiva en términos de desarrollo cerebral? —Sousa extendió las manos, como si le pidiera al público que usara su sentido común—. Por término medio, la raza negra es la que tiene el cerebro más pequeño y el CI más bajo de todas. También tiene la mayor tasa de criminalidad y es la más promiscua. Los orientales, por otra parte, son los más brillantes, los menos propensos a la delincuencia y los más contenidos sexualmente hablando. Los blancos están en un punto medio entre los otros dos grupos.

La imagen pasó a Sousa dando una clase. Los alumnos, todos blancos, parecían embelesados.

—Las teorías de Sousa no se detienen aquí —dijo la periodista—. Incluso sugiere que los viejos mitos de vestuario pueden ser ciertos.

De vuelta a la entrevista.

—Los negros tienen el pene más grande que los blancos, por lo general —decía Sousa—. Y los blancos están más dotados que los orientales. Hay una relación inversa entre el tamaño de los genitales y la inteligencia. —Sousa hizo una pausa y sonrió, mostrando unos dientes perfectos—. Por supuesto, siempre hay excepciones.

La voz de Wendy Di Maio sonó de nuevo.

—Gran parte de la obra de Sousa recuerda a otros estudios igualmente controvertidos, como la investigación hecha pública en 1989 por Philippe Rushton, —imagen estática de Rushton, un hombre blanco sorprendentemente guapo de unos cuarenta y cinco años— psicólogo en la Universidad de Ontario Occidental en Canadá, y las conclusiones del polémico bestseller de 1994 La curva de campana. —La pantalla mostró la portada del libro.

Una toma de exteriores. Di Maio caminando por el campus entre Lewis y Hildebrand Hall.

—¿Es justo que esta investigación obviamente racista se realice en instituciones públicas? Se lo preguntamos al presidente de la universidad.

La cámara enfocó lo que se suponía que era la ventana del presidente, aunque su despacho estaba al otro lado del campus. Un plano corto del presidente sentado en una lujosa habitación con paneles de madera. Su nombre y título aparecieron sobreimpresos en la pantalla. El anciano extendió los brazos.

—El Profesor Sousa tiene plaza fija. Eso significa que tiene absoluta libertad para seguir cualquier línea de investigación intelectual, sin presiones administrativas…

Vieron el resto del reportaje, y después Pierre apagó el aparato. Meneó la cabeza suavemente.

—Dios, esto sí que me cabrea. Con todo el trabajo de calidad que se está haciendo en la UCB, y se dedican a enseñar estas mierdas. Y sabes que habrá gente que piense que Sousa tiene razón…

Cenaron en silencio una lasaña de microondas (era el turno de Pierre el gourmet), con papilla de manzana para Amanda. Con ocho meses, la niña tenía un apetito muy saludable.

Finalmente, después de que Molly acostase a Amanda, se sentaron a la mesa del comedor, tomando un café.

—Un penique por tus pensamientos —dijo ella, inquieta por el silencio de Pierre.

—Creí que podías cogerlos gratis —contestó él, un poco cortante. Su expresión demostró que lo lamentaba—. Lo siento, cariño. Perdóname. Es que estoy enfadado.

—¿Por?

—Bueno, por Felix Sousa, claro… y eso me ha hecho pensar en el artículo que él y Klimus escribieron hace unos años para Science sobre tecnologías reproductivas. Y pensar en ello me ha hecho pensar en Seguros Cóndor… ya sabes, ese negocio de imponer económicamente el aborto de fetos imperfectos. —Hizo una pausa—. Si no tuviese ya síntomas de Huntington, cancelaría mi póliza como protesta.

Molly mostró su simpatía.

—Lo siento.

—Y esa estúpida carta que me envió Cóndor… Una mierda paternalista de algún relaciones públicas. No me hicieron ni caso.

Molly tomó un sorbo de café.

—Bueno, hay una forma de conseguir un poco más de atención. Hazte accionista de Cóndor. Las compañías suelen ser más receptivas a las quejas de sus accionistas, pues saben que si no, podrían plantearlas en persona en las reuniones. Hice un curso de ética en la UM, y el profesor nos lo dijo.

—Pero yo no quiero apoyar a una compañía así.

—Bueno, no hace falta que inviertas mucho.

—¿Te refieres a comprar sólo una acción?

Molly se rió.

—Ya veo que no tocas mucho el mercado. Normalmente las acciones se compran y venden en múltiplos de cien.

—Oh.

—No tienes corredor de bolsa, ¿verdad?

Pierre negó con la cabeza.

—Puedes llamar a la mía: Laurie Lee, de Davis Adair. Es muy buena explicando las cosas.

Pierre la miraba sorprendido.

—¿De verdad crees que debería hacerlo?

—Claro. Aumentará tus posibilidades.

—¿Cuánto costarían cien acciones?

—Buena pregunta —dijo Molly. Fue al dormitorio, y Pierre la siguió, agarrándose cuidadosamente a la barandilla para no perder el equilibrio en las escaleras. En un rincón estaba su ordenador Dell Pentium. Molly lo encendió y se conectó a CompuServe, abriendo un par de menús y señalando la pantalla—. Cóndor ha cerrado hoy a once y tres octavos por acción.

—Así que cien acciones costarían… ¿cuánto? Mil ciento y…

—Mil ciento treinta y siete dólares con cincuenta centavos, más comisión.

—Eso es bastante dinero.

—Ya lo sé, pero será todo líquido. Podrás recuperarlo casi todo si decides vender más adelante. De hecho… —Apretó algunas teclas más—. Mira —dijo señalando la tabla de la pantalla—. Han estado subiendo firmemente. Estaban en sólo ocho y siete octavos a esta fecha del año pasado.

Pierre puso cara de estar impresionado.

—Así que podríamos acabar ganando dinero aunque vendiésemos. Pero, al menos por ahora, Cóndor tendrá que tomarte en serio.

Pierre asintió despacio, pensándolo.

—De acuerdo —dijo al fin—. Hagámoslo. ¿Cuál es el procedimiento?

Molly alcanzó el teléfono.

—Primero, llamamos a mi corredora.

—Puede que no esté tan tarde.

Ella sonrió con indulgencia.

—Puede que aquí sean las ocho de la tarde, pero en Tokio es mediodía. Laurie tiene muchos clientes aficionados al índice Nikkei. Es muy probable que la encontremos.

Marcó el número. Obviamente, conocía aquel mundo. Ya había mencionado sus inversiones en el pasado, pero Pierre nunca se había dado cuenta de hasta qué punto dominaba el tema.

—Hola. Con Laurie Lee, por favor. —Una pausa—. Hola, Laurie, soy Molly Bond. Muy bien, gracias. No, no es para mí… para mi marido. Le he dicho que eres la mejor en el negocio. —Risas—. Muy bien. De todas formas, ¿puedes hacerte cargo de él, por favor? Se llama Pierre Tardivel; ahora te lo paso.

Le dio el auricular a Pierre, que dudó por un momento pero al final se lo llevó a la oreja.

—Hola, señorita Lee.

Su voz era aguda, pero no chirriante.

—Hola, Pierre. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Bueno, me gustaría abrir una cuenta para comprar algunas acciones.

—Muy bien, muy bien. Necesitaré algunos detalles personales…

Le pidió datos sobre su patrón, y su número de la Seguridad Social (que Pierre tuvo que consultar, pues acababa de recibirlo).

—De acuerdo —dijo Laurie—. Ya está todo claro. ¿Hay algo que quiera que le compre?

Él tragó saliva.

—Sí. Cien acciones de Seguros Médicos Cóndor, por favor.

—Están en la Bolsa de California; no podré cursar la orden hasta mañana. Pero en cuanto abra, le conseguiré cien S-M-C Clase B. —Pierre pudo oír el ruido del teclado—. Una buena decisión, Pierre. Excelente. La compañía no sólo va muy bien por sí misma (está muy cerca de su punto más alto, que fue hace sólo dos semanas), sino que lo ha hecho significativamente mejor que su competencia en el último año. Le enviaré confirmación de la compra por correo.

Pierre le dio las gracias y colgó, sintiéndose como un magnate de la bolsa.

Tres semanas después, Pierre estaba trabajando en su laboratorio. El teléfono sonó.

—¿Allo?

—Hola, Pierre. Soy Helen Kawabata, de la policía de San Francisco.

—¡Hola, Helen! Me preguntaba qué sería de ti.

Lo siento, pero hemos estado muy liados con el caso de ese asesino en serie. De todas formas, por fin te he encontrado algunas muestras de tejido.

—¡Gracias! ¿Cuántas tienes?

—Ciento diecisiete.

—¡Estupendo!

—Bueno, no todas son de San Francisco. Mi laboratorio tiene un contrato de colaboración con algunas comunidades de los alrededores. Y algunas muestras tienen varios años.

—¿Pero son de asesinatos sin resolver?

—Exacto.

—Maravilloso. Muchas gracias, Helen. ¿Cuándo puedo pasar a por ellas?

—Oh, cuando te…

—Voy para allá.

Pierre recogió las muestras, las llevó al LNLB, y se las entregó a Shari Cohen y otros cinco estudiantes; siempre había muchos disponibles. Mediante la reacción en cadena de la polimerasa, los estudiantes podrían hacer copias de cada ADN, y después someter el material a pruebas para treinta y cinco desórdenes genéticos importantes listados por Pierre.

Al salir del edificio 74 aquella tarde, Pierre pasó junto a Klimus en un corredor. Respondió al breve “Buenas noches” del anciano con un discreto “Auf Wiedersehen”, pero Klimus no pareció oírle.

CAPÍTULO 30

Mientras esperaba que los estudiantes le informasen sobre las muestras de Helen Kawabata, Pierre localizó todas las citosinas en la porción del ADN de Molly que contenía el código del neurotransmisor de la telepatía. Repasó los números una y otra vez, buscando un patrón. Había querido romper el supuesto código que representaba la metilación de la citosina, y no podía pensar en un tramo de ADN más interesante para trabajar que aquella parte del cromosoma 13 de Molly.

Y por fin tuvo éxito.

Era increíble. Pero si pudiera verificarlo, si pudiera demostrarlo empíricamente…

Aquello lo cambiaría todo.

De acuerdo con su modelo, los estados metilados de la citosina proporcionaban una comprobación de seguridad, una prueba matemática de que la cadena de ADN hubiera sido copiada exactamente. Toleraba errores en algunas partes de la cadena (aunque esos errores tendían a convertirla en un lío inútil), pero en otras (notablemente en torno al desplazamiento de la telepatía), no permitía ningún error, invocando alguna clase de mecanismo de corrección enzimático en cuanto se iniciaba la copia. La suma de comprobación que efectuaba la citosina metilada actuaba casi como un guardián. El código para sintetizar el neurotransmisor especial estaba allí, de acuerdo, pero desactivado, y cualquier intento de activarlo era corregido a partir de la primera copia del ADN.

Pierre miró por la ventana del laboratorio.

Si en una región protegida se producía un desplazamiento accidental a causa de una adición o pérdida aleatoria de un par de bases del cromosoma, el control de la citosina metilada se aseguraba de corregirlo en cualquier copia futura, incluso las utilizadas en los óvulos o el esperma, impidiendo que el error en el código pasase a la siguiente generación. Los padres de Molly no habían sido telépatas, ni lo era su hermana, ni lo serían sus hijos.

Pierre entendió lo que significaba, pero la sorpresa no remitió. Las implicaciones eran asombrosas: un mecanismo interno que corregía las mutaciones por desplazamiento, una forma de impedir que ciertos tramos funcionales del código genético se volvieran activos.

De algún modo, el regulador enzimático había fallado en el desarrollo del cuerpo de Molly. Quizá se debiese a alguna droga o medicamento tomado por su madre durante el embarazo, o la falta de algún nutriente en su dieta. Había tantas variables, y había sido tanto tiempo atrás, que probablemente sería imposible duplicar las condiciones bioquímicas bajo las que se había desarrollado Molly entre la concepción y el nacimiento. Pero cualquier cosa que hubiese ocurrido entonces había permitido la expresión de algo que había sido (el lenguaje antropomórfico seguía saltando a la mente de Pierre, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo), que había sido diseñado para permanecer oculto.

Una tarde de sábado de junio. Sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién será? —preguntó Pierre a la pequeña Amanda, que estaba sentada en su regazo—. ¿Quién será? —repitió en voz alta y suave, con los tonos exagerados usados por generaciones de padres al hablar con sus niños. Mientras tanto, Molly se acercó a la puerta. Tras echar un vistazo por la mirilla, abrió para franquear la entrada a Ingrid y Sven Lagerkvist y su hijo Erik.

—¡Mira quién está aquí! —dijo Pierre, todavía hablando en tono infantil a Amanda—. ¡Mira quién es! Es Erik. Mira, es Erik.

Amanda sonrió.

Sven llevaba un gran paquete envuelto en papel de regalo. Besó a Molly en la mejilla, le dio el regalo y entró en la sala. Molly puso el paquete encima de la mesa de café y se acercó a Pierre para coger a Amanda. Aunque Pierre adoraba sostener a su hija en brazos mientras estaba sentado, había dejado de llevarla mientras andaba después de que casi se le cayese unas semanas antes.

Molly llevó a Amanda al centro del cuarto, dejándola en la alfombra, cerca de la mesita. Sven, sujetando la carnosa manita de Erik, lo llevó junto a la niña.

—Manda —dijo Erik, a su típica manera suave y gangosa. Como solía ocurrir con las víctimas del síndrome de Down, la lengua de Erik quedaba a medias fuera de su boca cuando no estaba hablando.

Amanda sonrió e hizo un pequeño ruido con la garganta.

Pierre volvió a su silla. Odiaba aquel ruido, aquella especie de rasgueo. Cada vez que Amanda lo emitía, su corazón saltaba. Quizá esa vez… quizá por fin…

Molly señaló la caja brillantemente envuelta y habló a su hija.

—Mira lo que te han traído Erik y tío Sven y tía Ingrid. ¡Mira! Un regalo para la niña del cumpleaños. —Se volvió hacia el matrimonio Lagerkvist—. Muchas gracias, chicos. Realmente apreciamos que hayáis venido.

—Oh, es un placer —dijo Ingrid. Llevaba su pelo rojo suelto sobre los hombros—. Erik y Amanda siempre parecen pasarlo muy bien juntos.

Pierre apartó la mirada. Erik tenía dos años y Amanda uno. Normalmente, no habrían sido buenos compañeros de juego, pero el síndrome de Down de Erik había retrasado su desarrollo mental y estaban más o menos al mismo nivel.

—¿Queréis café? —preguntó Pierre, levantándose con cuidado y aferrándose al respaldo de la silla hasta quedar en completo equilibrio.

—Me encantaría —dijo Sven.

—Por favor —contestó Ingrid.

Pierre cabeceó. Habían dejado atrás el punto, gracias a Dios, en que Ingrid insistía en ofrecerse a ayudar a Pierre en cada nimiedad. Podía ocuparse sin problemas de hacer café… aunque necesitase a alguien para llevar las humeantes tazas a la sala.

Puso café molido en la cafetera. Al lado estaba la tarta que había comprado Molly, un pastel de cumpleaños de los Picapiedra coronado con figuras de plástico de Pedro y Wilma rodeando a una pequeña Pebbles; Molly le había dicho que había una versión Pablo/Betty/Bamm Bamm para niños. Las letras rojas sobre el glaseado blanco decían “Feliz Primer Cumpleaños, Amanda”. Pierre se resistió al impulso de coger furtivamente algo de glaseado. Agregó agua a la cafetera y volvió al salón.

El regalo había sido puesto a un lado, aún sin abrir; esperarían a la tarta. Erik y Amanda estaban jugando con dos de los muñecos de peluche favoritos de la niña: un elefante rosa y un rinoceronte azul.

Molly sonrió a Pierre cuando éste entró.

—Están tan monos juntos…

Pierre asintió e intentó devolverle la sonrisa. Erik siempre se portaba muy bien; parecía estar pasando con calma por lo que para un niño normal serían los Terribles Dos. Pero todos sabían cuál era el problema de Erik. A Pierre le estaba destrozando no saber qué le ocurría a Amanda. Tras un año de vida, ni siquiera había dicho “mamá” o “papá”. No había duda de que era inteligente, y de que parecía entender el idioma hablado, pero no lo usaba. Era intrigante y a la vez descorazonador. Por supuesto, muchos niños no hablaban hasta después de su primer año. Pero el padre biológico de Amanda era un genio certificado, y su madre tenía un doctorado en Psicología; debería estar en el extremo más rápido del ciclo de desarrollo, y…

No, maldición. Estaban en una fiesta: un mal momento para pensar en todo aquello. Pierre volvió a la sala.

Ingrid, en el sofá, hizo un gesto hacia Erik y Amanda.

—El tiempo pasa tan rápido… Antes de que nos demos cuenta, ya serán mayores.

—Todos envejecemos —dijo Sven. Había estado limpiándose sus gafas de Ben Franklin con el faldón de su camisa de safari—. Por supuesto —continuó, mientras volvía a ponérselas en la nariz—, me he sentido viejo desde que las chicas del Playboy empezaron a ser más jóvenes que yo.

Pierre sonrió.

—En mi caso han sido las reposiciones de La familia Partridge. Cuando la veía a mediados de los setenta, la que me gustaba era Susan Dey. Pero hace poco vi un viejo capítulo, y no era más que una niña flacucha. Ahora no puedo apartar la mirada de Shirley Jones.

Todos rieron.

—Yo me di cuenta de que estaba envejeciendo —dijo Molly— cuando me encontré la primera cana.

Sven hizo un gesto desdeñoso.

—Las canas no son nada —dijo; tenía un buen puñado en su poblada barba—. Pero el vello púbico gris…

El timbre sonó de nuevo, y Pierre fue a abrir esta vez. Burian Klimus estaba de pie ante la puerta, su eterna libretita presente visible en el bolsillo de su pecho.

—Espero no haberme retrasado mucho —dijo el viejo.

Pierre sonrió sin calor. Había esperado que su jefe estuviese bromeando al decir que acudiría al cumpleaños de Amanda. Klimus seguía encontrando razones para visitarles en su casa, seguía observando a Amanda y seguía tomando notas. Pierre quería mandarle al infierno, pero aún no tenía una plaza fija en el LNLB. Suspirando, se hizo a un lado y le dejó pasar.

Todos se habían ido ya a casa. El pastel había sido devorado, pero su bandeja de cartón estaba todavía la mesa del salón, con un anillo de azúcar y migas sobre su superficie. Había vasos de vino vacíos encima de varios muebles y en uno de los altavoces del estéreo. Ya limpiarían luego; en aquel momento, Pierre sólo quería sentarse en el sofá y relajarse, rodeando los hombros de su esposa con el brazo. La pequeña Amanda estaba en el regazo de Molly, agarrando uno de los dedos de su padre con su mano regordeta izquierda.

—Hoy has sido una buena chica —dijo Pierre en tono agudo a su hija—. Sí, has sido muy buena.

Amanda le miró con sus grandes ojos castaños.

—Una buena chica —repitió él.

La niña sonrió.

—Pa-pa. Di Pa-pa.

La sonrisa de Amanda se desvaneció.

—Lo está pensando —dijo Molly—. Oigo las palabras: “Pa-pa, Pa-pa”. Puede articular el pensamiento.

Pierre sintió escozor en los ojos. Amanda podía articular el pensamiento, y Molly podía oírlo, pero para él sólo había silencio.


Pasó el tiempo.

Pierre se había pasado una mañana larga y en gran medida infructuosa probando diferentes modelos de ordenador para codificar esquemas en su estudio del ADN basura. Se echó hacia atrás en la silla, entrelazó los dedos tras la cabeza y estiró su columna vertebral. Su lata de Diet Pepsi estaba vacía; pensó en ir a la máquina para conseguir otra.

Shari Cohen entró en el laboratorio.

—Por fin hemos acabado con esos informes, Pierre. Siento que hayamos tardado tanto.

Pierre le hizo un gesto para que se acercase y los dejase en su mesa. Le dio las gracias, añadió los nuevos informes al montón de otras pruebas genéticas de asesinatos no resueltos que habían llegado antes y empezó a estudiarlos.

Nada raro en el primero. Nada en el segundo. Cero en el tercero. Oh, un Alzheimer en el cuarto. Nada en el quinto, nada en el sexto… Ah, un gen de cáncer de pecho. Y un pobre tipo con el gen del Alzheimer y el de la neurofibromatosis. Otros tres sin nada. Uno con un gen de enfermedad cardiaca, y otro con predisposición al cáncer de recto…

Pierre llevaba la cuenta en un papel cuadriculado. Cuando hubo terminado con los 117 casos, se echó hacia atrás en su silla, asombrado.

Veintidós de las víctimas de asesinato tenían trastornos genéticos importantes. Aquello era (hurgó en su desordenado cajón en busca de la calculadora) algo menos del 19%. Sólo un 7% de la población general tenía los desórdenes genéticos que Pierre había pedido a los estudiantes que buscasen.

Las muestras que le había dado Helen estaban etiquetadas, pero Pierre no reconoció ninguno de los 117 nombres, y menos los 22 que habían tenido enfermedades genéticas. Había esperado que algunos de ellos fuesen conocidos de la UCB o del LNLB, o gente a la que Klimus hubiese mencionado de pasada.

Y quedaba el caso de Bryan Proctor, el único asesinato concluyentemente relacionado con el intento de acabar con Pierre. Chuck Hanratty había estado involucrado en ambos. Pero no tenía muestras de tejido de Proctor, y nada de lo que le había dicho su viuda indicaba que sufriese un trastorno genético. Tendría que encontrar tiempo para visitar de nuevo a la señora Proctor, pero…

¡Merde! Ya eran las dos. Hora de salir para recoger a Molly. Su estómago empezó a agitarse. Los asesinatos podían esperar; aquella tarde iban a descubrir cuál era el problema de Amanda.

—Hola, señor y señora Tardivel —dijo el doctor Gainsley. Era un hombre bajito de bigote gris, con una franja de pelo gris-rojizo alrededor de la cabeza calva—. Gracias por venir.

Pierre echó un vistazo a su esposa para ver si corregía al doctor diciéndole que él era el señor Tardivel y ella la señora Bond, pero Molly no dijo una palabra. Pudo ver por su rostro que sólo pensaba en Amanda.

El doctor les miró a ambos con expresión seria.

—Francamente, creí que su pediatra bromeaba cuando les envió a mi consulta; después de todo, muchos niños no hablan hasta que tienen dieciocho meses o más. Pero… bueno, vean esta radiografía. —Les condujo hacia un panel iluminado con una radiografía colocada en el mismo. La imagen mostraba la parte inferior del cráneo de un niño, la mandíbula y el cuello—. Ésta es Amanda —dijo. Señaló una pequeña mancha en lo alto de la garganta—. Es difícil ver los tejidos blandos, pero ¿distinguen este huesecillo en forma de U? Es el hioides. A diferencia de la mayoría de los huesos, no está conectado directamente a ningún otro. Más bien, flota en la garganta, actuando como anclaje para los músculos que conectan la mandíbula, la laringe y la lengua. Bien, en un niño normal de la edad de Amanda, esperamos ver el hueso por aquí abajo. —Señaló un punto bastante más abajo en la garganta, en una línea detrás del centro de la mandíbula inferior.

—¿Y…? —preguntó Molly, con tono de perplejidad.

Gainsley hizo que se sentasen en las sillas ante su amplio escritorio de tablero de cristal.

—Veamos si puedo explicárselo de forma sencilla. Señora Tardivel, ¿dio usted el pecho a su hija?

—Por supuesto.

—Bueno, se daría cuenta de que podía mamar de forma continuada, sin necesitar pausas para respirar.

Molly asintió levemente.

—¿No es normal?

—Sí lo es, en los recién nacidos. En ellos, el camino de la boca a la garganta se curva ligeramente hacia abajo. Eso permite que el aire fluya directamente de la nariz a los pulmones sin pasar por la boca, de forma que puedan respirar y comer al mismo tiempo.

Molly asintió de nuevo.

—Pero cuando el bebé empieza a crecer, las cosas cambian. La laringe se desplaza garganta abajo, y el hioides con ella. El camino entre los labios y la faringe se convierte en un ángulo recto en vez de ser una curva suave. Lo malo es que se abre un espacio encima de la laringe, donde puede quedar atrapada la comida y asfixiarnos. La ventaja es que la recolocación de la laringe nos proporciona una gama vocal mucho mayor.

Pierre y Molly se miraron brevemente, pero no dijeron nada.

—Bien —continuó Gainsley—. Normalmente, el desplazamiento de la laringe ya está avanzado alrededor del primer año, y terminado a los dieciocho meses. Pero la laringe de Amanda no se ha movido en absoluto; sigue en la parte superior de la garganta. Aunque puede hacer algunos sonidos, otros muchos se le resistirán, especialmente las vocales “O”, “I” y “U”. También tendrá problemas con la G blanda y la K.

—Pero su laringe acabará por descender, ¿no? —preguntó Pierre. Uno de sus testículos no había bajado hasta que tuvo cinco o seis años… suponía que no sería ningún problema.

Gainsley meneó la cabeza.

—Lo dudo. En muchos aspectos, Amanda se desarrolla como una niña normal. De hecho, incluso es más bien grande para su edad. Pero en este particular, parece que no habrá cambios.

—¿Puede corregirse quirúrgicamente?

Gainsley se tiró ligeramente del bigote.

—Estamos hablando de una reestructuración masiva de la garganta. Habría muchos riesgos… y una mínima posibilidad de éxito. No lo aconsejo.

Pierre alargó la mano para coger la de su esposa.

—¿Y qué hay de… de las otras cosas?

Gainsley asintió.

—Bueno… muchos niños nacen muy peludos; hay más de una razón por la que a veces llamamos “monitos” a nuestros hijos. Sus hormonas cambiarán en la pubertad, y perderá la mayor parte de vello.

—¿Y… la cara?

—Le hice la prueba del síndrome de Down. No creí que fuera el problema, pero es bastante fácil de hacer: no lo tiene. Y sus hormonas pituitarias y la glándula tiroides parecen normales para una niña de su edad… —Gainsley miró al espacio vacío entre Pierre y Molly—. ¿Hay algo que, esto… que yo debiera saber?

Pierre robó una mirada a Molly, y después asintió levemente.

—No soy el padre biológico de Amanda. Utilizamos esperma de un donante.

Gainsley hizo un gesto con la cabeza.

—Pensé que se trataba de algo así. ¿Saben cuál es la etnia del padre?

—Ucraniano —dijo Pierre.

El doctor asintió de nuevo.

—Muchos europeos orientales tienen una complexión más fuerte, facciones más marcadas y más vello corporal que los occidentales. Así que, por lo que se refiere a la apariencia de Amanda, lo más seguro es que se estén preocupando por algo sin importancia. Simplemente ha salido a su padre biológico.

CAPÍTULO 31

Pierre condujo hasta el ruinoso edificio de San Francisco, y apretó el botón de ENCARGADO. Unos momentos después, respondió una familiar voz femenina.

—¿Sí?

—¿Señora Proctor? Soy Pierre Tardivel otra vez. Tengo una pregunta más, si no le importa.

—Deben de estar reponiendo Colombo en Canadá.

Pierre hizo una mueca, captando el chiste.

—Lo siento, pero si pudiera…

El zumbido de la puerta cortó su frase. Giró la manilla y se dirigió al apartamento 101 a través del vulgar corredor. Un anciano asiático estaba saliendo del pequeño ascensor junto a la puerta, miró a Pierre con suspicacia, pero siguió su camino. La señora Proctor abrió la puerta justo antes de que llamase.

—Gracias por recibirme de nuevo.

—Era una broma —dijo la gorda mujer con barbilla de pelota de golf. Se había cortado el pelo desde su anterior conversación—. Pase, pase. —Se hizo a un lado y tiró de Pierre hacia la salita. El viejo televisor estaba encendido, mostrando El precio justo.

—Quería hacerle una pregunta sobre su marido —dijo él, sentándose en el sofá—. Si usted…

—Jesús, hombre. ¿Está borracho?

Pierre sintió la sangre subiéndole a la cara.

—No. Tengo un trastorno neurológico, y…

—Oh, perdone. —Ella se encogió de hombros—. Tenemos muchos borrachos por aquí. Mal barrio.

Pierre inspiró profundamente, intentando tranquilizarse.

—Sólo tengo una pregunta rápida. Puede sonar extraño, pero ¿tenía su marido algún tipo de desorden genético? Ya sabe, algo que su médico dijese que era hereditario… ¿Hipertensión, diabetes, algo así?

—No.

Pierre frunció los labios, defraudado. Pero aún…

—¿Sabe de qué murieron sus padres? Si alguno de ellos sufría una enfermedad del corazón, por ejemplo, Bryan pudo haber heredado sus genes.

Ella le miró.

—Es una afirmación irreflexiva, joven.

Pierre pestañeó, desconcertado.

—¿Perdón?

—Los padres de Bryan no han muerto. Viven en Florida.

—Oh, lo siento.

—¿Qué siente, que estén vivos?

—No, no, no. Siento mi error. —Pero aún… aún…— ¿Están bien de salud? ¿Alguno de ellos tiene Alzheimer?

La señora Proctor rió.

—El padre de Bryan juega dieciocho hoyos todos los días, y su madre es dura como un clavo. No les pasa nada.

—¿Cuántos años tienen?

—Veamos… Ted tiene… ochenta y tres u ochenta y cuatro. Y Paula es dos años más joven.

Pierre asintió.

—Gracias. Una última pregunta: ¿conoce a un hombre llamado Burian Klimus?

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Ucraniano. Es un hombre viejo, de unos ochenta años, clavo, con tipo de luchador.

—No, no me suena de nada.

—Podría haber usado otro nombre. ¿Iván Marchenko?

Ella meneó la cabeza.

—¿O Grozny? ¿Iván Grozny?

—Lo siento.

Pierre asintió y se puso en pie. Quizá Bryan Proctor fuese una pista falsa, alguien a quien Hanratty había matado sólo por sus herramientas o su dinero. Al fin y al cabo, sonaba como un tipo con excelente perfil genético, y…

—Mmm… ¿puedo usar su baño antes de irme?

Ella señaló un corto pasillo, iluminado por una sola bombilla en una esfera blanca fijada al techo.

Pierre avanzó poco a poco hasta el baño, de paredes azul claro y adornos verde oscuro. Cerró la puerta, teniendo que empujar para conseguir que encajase en el marco; se había combado un poco tras años de exposición al vapor de la ducha. Sintiéndose como un canalla, abrió la puerta con espejo del botiquín y miró dentro. ¡Allí! Una maquinilla de afeitar Gillette para hombre. Se la metió en el bolsillo. Tiró de la cadena de la cisterna y dejó correr el agua del lavabo unos momentos antes de salir.

—Muchas gracias —dijo, preguntándose si parecería tan avergonzado como se sentía.

—¿Por qué me ha preguntado todo eso?

—Oh, nada. Sólo era una idea tonta. Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—No tiene importancia.

—No volveré a molestarla.

—No hay problema. Duermo mucho mejor desde que usted… desde que ese Hanratty murió. Vuelva cuando quiera. —Sonrió—. Además, me gusta Colombo.

Pierre salió del edificio y se dirigió a la central de policía.

Molly se había tomado un permiso por maternidad de dos años sin impartir clases (el máximo permitido sin perder su categoría), pero seguía yendo al campus medio día a la semana para reunirse con estudiantes cuyas tesis dirigía y asistir a reuniones del departamento.

Tras la última entrevista con un estudiante, usó el PC de su despacho para buscar información en el Magazine Database Plus, en cuyos placeres había sido iniciada por Pierre.

Estaba a punto de desconectarse cuando se le ocurrió una idea. Había tratado de encajar cuanto les había dicho el doctor Gainsley, pero aún no lo comprendía del todo. Tecleó una consulta sobre «trastornos del habla», pero había más de trescientos artículos sobre el tema. Borró esa búsqueda y siguió pensando. ¿Qué era lo que había dicho Gainsley? ¿Algo sobre el hueso hioides? Ni siquiera estaba segura de cómo deletrear esa palabra. Pero valía la pena intentarlo. Seleccionó «Búsqueda de palabras en el texto del artículo», y tecleó HIOIDES. Aparecieron catorce artículos. Contempló la pantalla, leyendo una y otra vez tres de las referencias.

“Nunca más, dijo el cavernícola” (estructuras laríngeas en los ancestros humanos) Speech Dynamics, enero-febrero de 1997, v6 n2 p24(3). Referencia #A19429340. Texto: Sí (1551 palabras); Resumen: Sí.

“Los huesos del cuello del Neanderthal inician un debate” (los fósiles de hioides pueden indicar la capacidad de hablar), Science News, 24 de abril de 1993, v143 n17 p262(l). Referencia #A13805017. Texto: Sí (557 palabras); Resumen: Sí.

“Debate sobre el lenguaje Neanderthal: lenguas revividas” (nueva reconstrucción del cráneo Neanderthal de La Chapelle), Science, 3 de abril de 1992, v256 n5053 p33(2). Referencia: #A12180871. Texto: Sí (1273 palabras); Resumen: No.

Molly seleccionó los tres artículos y los leyó hasta el final.

Los antropólogos habían debatido mucho tiempo sobre si los hombres de Neanderthal podían hablar o no, pero era difícil decidirlo, ya que no se conservaban tejidos blandos. En los años sesenta, el lingüista Philip Lieberman y el anatomista Edmund Crelin habían realizado un estudio del más famoso espécimen Neanderthal, el encontrado en 1908 en La Chapelle-aux-Saints. Basándose en él, concluyeron que los hombres de Neanderthal tenían la laringe muy alta en la garganta, con las vías respiratorias ligeramente curvadas hacia abajo desde la parte trasera de la boca, lo que significaba que los hombres de Neanderthal carecían de la gama vocal de los humanos modernos.

Esta postura fue rebatida en 1989, cuando se descubrió un esqueleto de Neandertal apodado Moisés cerca del monte Carmelo, en Israel. Por primera vez se había encontrado un hueso hioides de Neanderthal. Aunque era algo mayor que el hioides humano moderno, las proporciones eran idénticas. Por desgracia, el cráneo de Moisés no estaba entre sus restos, lo que hacía imposible la reconstrucción completa del tracto vocal y determinar la posición del hioides.

El artículo de Science incluía una cita de Alan Mann, de la universidad de Pennsylvania, según la cual, vistas las pruebas contradictorias, era imposible que “un observador imparcial” optase por una u otra teoría. Ian Tattersall, del Museo Americano de Historia Natural, se mostraba de acuerdo, diciendo que la mayoría de los antropólogos estaban “a la espera” de nuevas pruebas.

El cuerpo de Molly temblaba cuando terminó de leer los artículos. De una forma horrible, increíble, impensable, Burian Klimus parecía haber encontrado una forma de sacar esas nuevas pruebas a la luz.

—Hola, Helen.

Helen Kawabata levantó la vista.

—Jesús, Pierre. Deberías tener tu propia plaza de aparcamiento aquí.

Él sonrió con mansedumbre.

—Lo siento, pero…

—Pero vas a pedirme otro favor.

—Un día de estos pasaré sólo para decir hola.

—Sí, claro, ¿de qué se trata esta vez?

Pierre se sacó del bolsillo la maquinilla de afeitar.

—Conseguí esto de la señora Proctor. Es la maquinilla de afeitar de su marido, y se me ocurrió que podrías sacar una muestra de ADN. Yo no sé sacar muestras de manchas de sangre seca y esas cosas.

Helen fue a un armario, sacó una bolsa de plástico para especímenes y la sostuvo abierta.

—Métela ahí.

Pierre lo hizo.

—Puede que tarde unos días en poder echarle un vistazo.

—Gracias, Helen. Eres un melocotón.

Ella se rió.

—¿Un melocotón? Necesitas una edición más moderna del Berlitz, Pierre. Eso ya no lo dice nadie[6].

Molly, furiosa por lo que Klimus podía haber hecho, estaba saliendo del campus por North Gate Hall cuando oyó la discusión. Miró a su alrededor para ver qué pasaba. Había una pareja de estudiantes veinteañeros a unos veinte metros de distancia. El chico llevaba el largo pelo castaño recogido en una cola de caballo. Su cara era redonda y, en aquel momento, más bien roja. Estaba gritándole a una joven rubia de pequeña estatura, vestida con unos vaqueros lavados a la piedra y una sudadera amarilla de los Simpson. Él llevaba vaqueros negros y una cazadora de pana, cuya cremallera abierta permitía ver una camiseta blanca. Estaba gritando en un idioma que Molly no reconoció. Mientras hablaba, remarcaba cada punto apuntando con un dedo a la cara de la chica.

Molly frenó un poco el paso. Los problemas de acoso a las estudiantes no terminaban nunca, y quería asegurarse de si debía intervenir. Pero la chica parecía arreglárselas por sí misma. Devolvió los gritos en el mismo idioma. Su lenguaje corporal era distinto, pero igualmente hostil: tenía ambas manos extendidas ante ella, como si quisiese estrangular al otro.

Molly sólo pretendía mirar lo necesario para comprobar que no iba a haber violencia, y que la mujer participaba voluntariamente en la bronca. Algunos transeúntes se habían detenido a mirar, aunque la mayoría continuaba su camino tras un vistazo. La chica se quitó un anillo. No era de boda ni de compromiso, pues lo llevaba en otro dedo, pero claramente había sido un regalo del joven. Se lo tiró, marchándose enojada. El anillo le rebotó en el pecho y cayó en la hierba.

Molly se giró para marcharse, pero cuando el joven se arrodilló sobre la hierba en busca del anillo, gritó “¡Blyat!” a la chica. Molly se quedó paralizada, y su mente volvió a aquel lejano día en San Francisco: el carcamal que atormentaba al gato moribundo le había gritado la misma palabra.

Fue en busca de la chica, que caminaba resueltamente hacia la puerta del edificio más cercano, con la cabeza alta e ignorando las miradas. El hombre seguía buscando el anillo en el césped. Molly la alcanzó cuando estaba tirando de una de las manillas de la puerta, pulimentada por las manos de un millar de estudiantes al día.

—¿Estás bien?

Ella le miró con la cara roja de ira, pero no dijo nada.

—Me llamo Molly Bond, y soy profesora del Departamento de Psicología. Me preguntaba si estabas bien.

La chica mantuvo la mirada un poco más, y después hizo un gesto con la cabeza hacia el joven.

—Mejor que nunca —dijo con un marcado acento.

—¿Es tu novio? —preguntó Molly. El chico se puso en pie, con el anillo en alto y mirando hacia ellas.

—Era. Le cogí haciendo trampa.

—¿Eres una estudiante de intercambio?

—De Lituania. Aquí para estudiar informática.

Molly asintió. Parecía el momento natural para dar la conversación por terminada. Sabía que tocaba decir “Bueno, si estás bien…” y seguir su camino. Pero tenía que saberlo; intentó adoptar un tono despreocupado.

—Te llamó blyat. ¿Es una palabra…? —y se dio cuenta de que estaba a punto de parecer una ignorante. ¿Existiría un idioma lituano? Su educación del Medio Oeste le había dejado algunas lagunas. Pero siguió adelante—. ¿Es una palabra lituana?

Nyet. Es ruso.

—¿Qué significa?

—No es cosa bonita de decir.

—Lo siento, pero… —Qué demonios, ¿por qué no decir la verdad?— Alguien me lo llamó una vez. Siempre me he preguntado qué significa.

—No sé la palabra inglesa. Es la parte sexual femenina, ¿comprende? —Miró con rencor hacia el joven, que estaba desapareciendo—. No es que vaya a ver el mío de nuevo.

Molly miró también al joven.

—Capullo.

Da —dijo la estudiante. Tras un leve gesto de cabeza a Molly, entró en el edificio.

Pierre acompañó a Molly mientras ella cargaba con Amanda escaleras arriba y la acostaba en la cuna a los pies de su gran cama de matrimonio. Se inclinaron por turno para besar a la niña en la frente. Molly había estado extrañamente absorta toda la noche: estaba claro que rumiaba algo…

Amanda miró a su padre con expectación. Pierre sonrió, sabiendo que no se iba a librar fácilmente. Cogió de la estantería el ejemplar de Vamos al zoo. Amanda sacudió la cabeza. Pierre alzó las cejas, pero devolvió el libro a su sitio. Había sido el favorito cinco noches seguidas. Ignoraba el motivo del cambio, pero como ya se sabía el libro de memoria, le pareció perfecto. Cogió un librito cuadrado titulado La pequeña señorita Contrario, pero Amanda volvió a negar con la cabeza. Hizo un nuevo intento con un libro de Barrio Sésamo, El gran día de Coco. Amanda sonrió ampliamente. Pierre se sentó sobre la cama y empezó a leer. Mientras tanto, Molly bajó las escaleras. Pierre leyó todo el libro (unos diez minutos de lectura) antes de que Amanda pareciera lista para dormir. Se inclinó para besar a su hija una vez más, comprobó que el monitor de bebés estaba en marcha y salió sin hacer ruido de la habitación.

Cuando llegó a la sala de estar, Molly estaba sentada en el sofá, con una pierna bajo su cuerpo. Sostenía un ejemplar del New Yorker, pero no parecía mirarlo. Un CD de Shania Twain sonaba débilmente. Molly dejó la revista y le miró.

—¿Está dormida?

—Eso creo.

—Bien —dijo en tono serio—. He esperado a que estuviese dormida. Tenemos que hablar.

Pierre se acercó al sofá y se sentó junto a ella. Molly le miró un momento y después apartó los ojos.

—¿He hecho algo mal?

—No… no, tú no.

—¿Entonces?

Molly soltó aire.

—Estaba preocupada por Amanda y he investigado un poco.

Pierre sonrió, animándola a continuar.

—¿Y?

Ella volvió a apartar la mirada.

—Puede que sea una locura, pero… —Juntó las manos en su regazo y las miró fijamente—. Algunos antropólogos discuten sobre el hecho de que el hombre de Neanderthal tenía exactamente la misma estructura de la garganta que el doctor Gainsley nos dijo que tenía Amanda.

Pierre sintió que sus cejas se elevaban.

—¿Y?

—Y… resulta que tu jefe, el famoso Burian Klimus, tuvo éxito al extraer el ADN de ese espécimen de Neanderthal israelí.

—La Triste Hannah —dijo Pierre—. Pero no pensarás que…

Ella le miró.

—Quiero a Amanda tal y como es, pero…

Tabernac —dijo Pierre—. Tabernac.

Pudo verlo todo en su mente. Cuando Molly, Pierre, la doctora Bacon y sus dos ayudantes hubieron salido del quirófano, Klimus no se había masturbado en un vaso. En lugar de eso, había cogido uno de los óvulos de Molly con una pipeta de vidrio, manteniéndolo por succión. Trabajando cuidadosamente bajo el microscopio, había abierto el óvulo y, utilizando una pipeta más pequeña, había sacado los veintitrés cromosomas de la dotación haploide de Molly, sustituyéndolos por los cuarenta y seis cromosomas de la dotación diploide de Hannah. El resultado final: un óvulo fertilizado que contenía sólo el ADN de Hannah.

Por supuesto, abrir el óvulo podía haber dañado la zona pellucida, un recubrimiento gelatinoso imprescindible para que el embrión se implantara y desarrollara. Pero desde que Jerry Hall y Sandra Yee demostraron en 1991 que podía emplearse una zona pellucida sintética para recubrir las células de los óvulos, la clonación de seres humanos era teóricamente posible. Y sólo dos años más tarde, en un congreso de la Sociedad Americana de Fertilización celebrado precisamente en Montreal, Hall y sus colaboradores habían anunciado que lo habían hecho, aunque sin desarrollar los embriones más allá de su fase inicial.

Sí, era factible. Lo que estaba sugiriendo Molly era una posibilidad real. Klimus podía haber utilizado ese procedimiento para preparar varios huevos con una copia del ADN de Hannah, cultivarlos in vitro hasta el estado multicelular y, después, la doctora Bacon, seguramente sin saber su procedencia, los había insertado en Molly, esperando que al menos uno de ellos lograra implantarse.

—Si es cierto —dijo Molly, su mirada pasando del ojo izquierdo de Pierre al derecho una y otra vez— si es cierto, eso no cambiará lo que sientes por Amanda, ¿verdad?

Pierre guardó silencio.

La voz de Molly adquirió un tono apremiante.

—¿Verdad?

—Bueno, no. No, supongo que no. Es sólo que, bueno, quiero decir que ya sabía que no era mi hija biológica… Sabía que no era parte de mí. Pero siempre había pensado que sí era parte de ti. Pero si lo que estás sugiriendo es cierto, entonces… —dejó la frase sin terminar.

El CD de Shania Twain había dejado de sonar. Pierre se levantó, se acercó al estéreo, sacó el disco, lo puso de nuevo en su funda y desconectó el aparato. Intentaba pensar desesperadamente. Era una locura… una locura. Vale, Amanda tenía trastornos del habla, ¿y qué? Muchos niños tenían problemas mucho más graves. Pensó en el pequeño Erik Lagerkvist, que estaba infinitamente peor que Amanda. Guardó el CD en su sitio y volvió al sofá.

—Quiero a Amanda —dijo al sentarse. Tomó las manos de Molly entre las suyas—. Es nuestra hija.

Ella asintió, aliviada. Hubo una pausa.

—De todas formas, tenemos que saberlo. Puede afectar a muchas cosas… el colegio, enfermedades…

Pierre miró el reloj. Acababan de dar las nueve.

—Voy al laboratorio.

—¿Para qué?

—Casi todos se habrán ido ya a casa. Voy a robar una muestra del ADN de la Triste Hannah.

CAPÍTULO 32

Pierre usó su tarjeta electrónica para entrar en las oficinas del Centro Genoma Humano. Los huesos de la Triste Hannah solían guardarse en el Instituto de los Orígenes Humanos, y Pierre suponía que también habría algunas copias de su ADN allí. El material era demasiado precioso para tenerlo en sólo una instalación.

Tenía que haber un juego de llaves de emergencia en alguna parte. Se acercó a la antigua mesa de Joan Dawson, el cajón superior no estaba cerrado, y en él había un llavero con unas dos docenas de llaves distintas. Pierre lo cogió y avanzó por el corredor.

Probó con la cerradura de la puerta de Klimus, pero ninguna de las llaves encajaba. Lo intentó con una tras otra, procurando vanamente que no hiciesen demasiado ruido. Pierre se sentía infernalmente nervioso, y…

—¿Puedo ayudarle? —preguntó una voz con marcado acento.

El corazón de Pierre dio un vuelco. Levantó la vista.

—¡Carlos! —dijo, reconociendo al conserje—. Me ha asustado.

—Perdone, doctor Tardivel. No le había reconocido. ¿Necesita entrar en el despacho del doctor Klimus?

—Mmm… sí. Sí, necesito un libro de consulta y lo tiene él.

Carlos cogió su propio llavero, que llevaba sujeto al cinturón mediante un dispositivo que alargaba un cordón cuando tiraba y lo recogía al soltarlo. Se agachó, abrió la puerta y pasó al interior, encendiendo las luces. Los paneles luminosos vacilaron un poco al cobrar vida; su intensa luz se reflejó en el cristal que recubría las fotografías astronómicas enmarcadas. El conserje franqueó el paso a Pierre, que fingió buscar un libro en los estantes de roble que iban del suelo al techo.

—¿Lo encuentra? —preguntó Carlos.

—No… no están en orden alfabético. Me llevará un rato encontrarlo.

—Bueno, pues quédese y busque. Pero asegúrese de cerrar bien cuando salga, últimamente hemos tenido algunos problemas con intrusos.

—De acuerdo. Gracias.

Carlos se marchó. Pierre escuchó cómo sus pisadas se perdían en la distancia, y fue a la segunda puerta. También estaba cerrada, y ninguna de sus llaves la abría. Buscó en el cajón del escritorio de Klimus, esperando que hubiese más llaves. Nada. Cerró la puerta y se giró. Su brazo se movió inesperadamente, golpeando el globo de Marte que había sobre el anaquel. Durante un terrible momento, Pierre pensó que iba a caer al suelo, pero el planeta rojo se limitó a dar un par de vueltas sobre su eje y después se quedó quieto.

Pierre sacó su tarjeta de Macy's de la cartera y probó a meterla en el hueco entre la puerta y la jamba, como había visto en innumerables programas de televisión. El tiempo pasaba. Le aterrorizaba que Carlos volviese. Pero por fin consiguió mover el pequeño pestillo, abrió la puerta y entró, buscando el interruptor de la luz.

Había un pequeño refrigerador, colocado sobre lo que parecía un soporte para un horno microondas. Pegada a la puerta del refrigerador había una nota de impresora: “Especímenes biológicos altamente perecederos. No apagar ni desconectar esta unidad”.

Pierre abrió la puerta del refrigerador. Había tres estantes de alambre, todos con recipientes sellados de cristal. En las baldas de la puerta había latas de Dr. Pepper. Todos los recipientes estaban etiquetados, y le costó sólo unos minutos encontrar el que buscaba. La etiqueta adhesiva de uno de ellos tenía una palabra escrita a mano: “Hannah”.

Pierre tomó el frasco, cerró el refrigerador, apagó la luz de la habitación pequeña, y la del despacho de Klimus, y cerró, aunque sin llave, la puerta principal. Fue a su propio laboratorio y usó enzimas de restricción para cortar algunos fragmentos de prueba del ADN, preparándolos para hacer copias mediante la reacción en cadena de polimerasa. Cuando volviese al día siguiente, tendría millones de copias de los fragmentos.

Volvió a la oficina de Klimus, devolvió el recipiente al refrigerador, cerró las puertas de la habitación y el despacho, y regresó a casa, rebosante de adrenalina.

Al día siguiente, mientras Pierre avanzaba por el pasillo hacia su laboratorio, oyó sonar su teléfono. Corrió (lo que para él era correr; cualquiera le hubiese adelantado caminando a buen paso) a la puerta y agarró el auricular.

—¿Diga?

—Eh, Pierre. Soy Helen Kawabata.

—Hola, Helen.

—Estás de suerte. Había bastante ADN en la maquinilla de Bryan Proctor. La hoja estaba embotada; debió de usarla durante mucho tiempo. Esta mañana tengo que ir al juzgado, pero puedes pasar a recoger las muestras esta tarde si te viene bien.

—Gracias, Helen. Te lo agradezco de verdad.

—Es lo menos que puede hacer un melocotón. Hasta luego.

Pierre se puso a comparar el ADN de Amanda y Hannah: no era tan completo como un perfil genético, pero daría resultados en dos días y no en dos semanas. Una vez establecido el proceso, cogió su coche y condujo hasta la central de policía de San Francisco, recogió las muestras refrigeradas del ADN de Proctor, y volvió directamente al LNLB. Se encontró con Shari Cohen en el pasillo.

—Shari, ¿podrías hacer la misma serie de pruebas a una muestra más, por favor?

—Claro.

—Gracias, aquí la tienes. Y asegúrate de comprobar que hay un cromosoma Y. —Cabía la posibilidad de que la señora Proctor usase una maquinilla de hombre para afeitarse las piernas y axilas.

—Lo haré.

—Gracias. Avísame en cuanto tengas los resultados.

Aquella noche, Pierre llegó a casa, besó a Molly y Amanda, y se sentó en el sofá para leer su correo. Intentaba alejar sus pensamientos del ADN de Amanda; no tendría los resultados hasta dos días después…

Su ejemplar de Maclean's había llegado de Canadá, con noticias que tenían dos semanas de retraso, y también un número de Solaris. Procuraba leer revistas en francés para seguir pensando principalmente en su idioma. También había llegado la factura de la Visa, y…

…eh, algo de Seguros Médicos Cóndor. Un gran sobre de papel manila. Lo abrió, era el informe anual de la compañía, y una nota anunciando la próxima asamblea general.

Molly se sentó a su lado y empezó a hojear el informe mientras Pierre leía la nota de la asamblea. Era un libro fino y muy bien encuadernado, de cubierta amarilla y negra y tamaño folio.

—“Cóndor es la compañía líder del Pacífico Noroeste en el campo de la cobertura sanitaria” —dijo, leyendo la primera página—. “Consagrados a la previsión y la excelencia, proporcionamos tranquilidad de espíritu a 1.7 millones de asegurados en el norte de California, Oregón y el estado de Washington.”

—Tranquilidad de espíritu, un huevo —dijo Pierre—. No hay ninguna tranquilidad de espíritu en decirle a una madre embarazada que tiene que abortar o perder su cobertura, ni en decirle a un sujeto de riesgo de Huntington que tiene que hacerse una prueba genética. —Le enseñó la nota—. ¿Crees que debería ir?

—¿Cuándo es?

—El viernes, 18 de octubre. Eso es… dentro de tres meses.

—Claro que sí. Enséñales lo que es la tranquilidad de espíritu.

El primer día de agosto, Pierre fue temprano a su laboratorio, preparado para comprobar las huellas de ADN de la Triste Hannah y Amanda Tardivel-Bond.

Todo lo que tenía que hacer era mirar las placas, y…

Joder. Mierda puta, joder.

Eran idénticas.

Encontró una silla y consiguió sentarse antes de caer al suelo.

Su hija, su bebé, era un clon de una mujer Neanderthal que había vivido y muerto en Oriente Medio sesenta y dos mil años atrás. Todo era…

—¿Pierre?

Levantó la mirada, tardando unos momentos en enfocarla. Cubrió las placas que había estado mirando con las manos.

—Oh, hola, Shari.

—He terminado de hacer las pruebas a la última muestra de ADN.

La cabeza de Pierre todavía daba vueltas. Estuvo a punto de preguntar “¿Qué muestra?”. Claro, la de Bryan Proctor, la que Helen Kawabata había recuperado de su maquinilla.

—¿Y?

Shari se encogió de hombros.

—Nada. Negativo en todas. Y sí era un hombre.

—¿Diabetes? ¿Enfermedad del corazón? ¿Alzheimer? ¿Huntington?

—Limpio como una patena.

Pierre suspiró.

—Gracias, Shari. Me has ayudado mucho.

—¿Estás bien, Pierre?

—Perfectamente. No hay problema. —No pudo mirarle a los ojos.

Ella le observó durante un momento más, pero acabó por volver a su mesa del laboratorio y ponerse a trabajar. Pierre se recostó en su silla. Estaba tan seguro de que había descubierto algo… alguna vasta conspiración que incluía el asesinato piadoso de quienes se enfrentaban a un siniestro futuro genético. Pero Chuck Hanratty había matado a Bryan Proctor, un hombre sin trastornos hereditarios graves. No tenía sentido.

Volvió a mirar las placas del ADN de Hannah y Amanda, y se puso en pie.

—Me voy a casa —le dijo a Shari al pasar junto a ella.

—¿Seguro que estás bien?

Pierre la oyó, pero no confió en su capacidad para responder. Anduvo hasta el aparcamiento y subió a su coche.

CAPÍTULO 33

Pierre entró por la puerta principal. Molly se apresuró a recibirle, con la pequeña Amanda gateando tras ella.

—¿Qué?

Pierre resopló, sin saber cómo dar la noticia.

—Es un clon.

Aunque había sido la primera en sospecharlo, Molly puso unos ojos como platos.

—Ese cabronazo.

Pierre asintió.

Amanda había llegado hasta su padre. Le miró con sus grandes ojos pardos, levantando los brazos hacia él.

Pierre miró hacia abajo.

Amanda.

Amanda Hélène Tardivel-Bond.

O…

O la Triste Hannah II.

La niña seguía levantando los brazos. Parecía confusa al ver que no la recogía.

No, maldita sea, pensó Pierre. Es Amanda… es mi hija.

Se agachó y la levantó del suelo. Ella le puso los brazos alrededor del cuello y se retorció de alegría. Pierre la sujetaba con una mano y revolvía su pelo castaño con la otra.

—¿Cómo te va? ¿Cómo está la chica de Papá?

Amanda le sonrió. Hubiese querido llevarla al sofá del salón, pero era arriesgado. En lugar de ello la bajó al suelo, cogió su manita y recorrieron juntos el largo trecho. Pierre se sentó y Amanda se puso sobre su regazo.

Molly entró en la habitación y se sentó en la butaca de enfrente.

—¿Y qué hacemos ahora?

—No lo sé. Ni siquiera sé si debemos hacer algo.

—¿Después de lo que ha hecho?

Pierre levantó una mano.

—Lo sé. ¿Crees que no me importa? Dios, me siento como si hubiese violado a mi mujer. Quiero retorcerle el cuello, matarle con mis propias manos, pero…

—¿Pero qué?

—Pero hay que pensar en Amanda. —Acarició la cabeza de su hija, arreglando el pelo que él había revuelto antes—. Si vamos a por Klimus, puede que se sepa la verdad sobre ella.

Molly reflexionó.

—Tenemos que sacarle de nuestras vidas… no quiero que venga aquí para estudiarla. Mira, cuando se entere de que sabemos la verdad, tendrá que ceder. Lo que hizo fue contrario a la ética…

—Absolutamente.

—…así que se arriesga a perderlo todo si se descubre: su posición en el LNLB, sus contratos de consultoría… todo.

—¿Pero y si se descubre la verdad sobre Amanda?

—No lo sé. ¿No podríamos irnos de aquí? ¿Ir a Canadá y cambiar nuestros nombres? ¿Puedes volver a Canadá, no?

Pierre asintió.

—Sé que querías quedarte aquí, pero…

Pierre meneó la cabeza.

—Eso no importa. Haré lo que sea por mi hija… lo que sea. —Abrazó contra su pecho a Amanda, que ronroneó de placer.

—Profesor Klimus —dijo Pierre, en tono seco. Había pretendido mostrarse tranquilo y razonable, pero bastó con la visión del viejo para hacer que le hirviese la sangre.

Klimus levantó la vista. Sus ojos pardos pasaron de Pierre a Molly. Echó atrás su cabeza calva abajo y volvió la página de la revista abierta sobre su mesa.

—Estoy muy ocupado. Si quieren verme, tendrán que concertar una cita con mi secretaria.

Molly cerró la puerta del despacho.

—¿Cómo pudo hacerlo? —preguntó Pierre apretando los dientes.

Klimus alargó la mano hacia el teléfono.

—Creo que llamaré a seguridad.

Pierre le arrebató el auricular y lo puso violentamente en su sitio.

—No va a llamar a nadie. Le he preguntado cómo fue capaz de hacerlo.

—¿Hacer qué? —dijo Klimus, intentando fingir inocencia. Se frotó la mano de la que Pierre le había arrancado el teléfono.

—No intente jugar con nosotros. Conseguí una muestra del ADN de la Triste Hannah. Es el mismo que el de Amanda.

Klimus se inclinó hacia delante.

—Sí, es el mismo. ¿Qué le hizo sospecharlo?

—¿Y eso qué mierda importa ahora?

—Es el centro de la cuestión, ¿no? —dijo Klimus, abriendo los brazos—. Algo les hizo ver que el espécimen infantil no era un Homo sapiens sapiens. ¿Qué fue?

—“Espécimen infantil” —repitió Molly, estremecida—. No la llame así.

—¿Cómo supo que no era su hija?

—¡Maldita sea! ¡Dios…! —Pierre soltó un torrente de obscenidades en francés, incapaz de contenerse—. ¡Se sienta tan tranquilo, haciéndonos preguntas! ¡Debería partirle en dos, viejo de mierda!

Klimus encogió sus anchos hombros.

—Hacer preguntas es el trabajo de un científico.

¿Científico? Usted no es un científico, es un monstruo.

Klimus se levantó.

—Usted, mocoso… Soy Burian Klimus. —Pronunció su nombre como una oración—. No se atreva a hablarme así. Puedo hacer que no vuelva a trabajar en ningún laboratorio del mundo.

Molly tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.

—Burian… confiábamos en usted.

—Querían un bebé, y lo tuvieron. Querían fertilización in vitro, un proceso caro, y la consiguieron gratis.

Pierre abría y cerraba los puños.

—Bastardo… no siente ningún remordimiento por lo que ha hecho.

—Lo que he hecho es maravilloso. No ha habido un niño como el espécimen infantil desde la Edad de Piedra.

—Deje de llamarla así, maldita sea —dijo Molly—. Es mi hija.

—Dígalo de nuevo.

—Basta… ni lo intente —dijo Pierre—. Sí, queremos a Amanda… pero eso no tiene nada que ver.

—Lo tiene todo que ver con ello. Y también con que usted, doctor Tardivel, va a sentarse y cerrar la boca.

—No voy a callarme. Voy a hablar con el director del LNLB y con la policía.

—No va a hacer nada de eso. Tendría que explicar la naturaleza de su queja… y eso significaría desvelar la naturaleza de la niña. —Klimus se volvió hacia Molly, con expresión de suficiencia—. ¿De verdad quiere que su hija se convierta en una atracción pública, señora Bond?

—Cree que es su as en la manga, ¿verdad? —dijo Pierre—. Pues se equivoca. Estamos preparados para contar la verdad a cualquiera que pueda encerrarle.

—Haremos que le metan en la cárcel —siguió Molly—. Y después iremos a Canadá y cambiaremos de nombre… estoy segura de que le suena.

Klimus no pestañeó.

—Les aconsejo que no lo hagan. Si quieren lo mejor para el espécimen infantil…

—Ya me he hartado, hijo de puta —dijo Pierre. Cogió el teléfono, marcando el número del director del LNLB.

—Es decisión suya —dijo Klimus, encogiéndose de hombros—. Por supuesto, creí que ustedes preferirían evitar una batalla legal por la custodia.

—Cust… —los ojos de Molly se ensancharon—. No sería capaz.

—La niña es un clon, doctora Bond. Puede que usted la alumbrase, pero no es su madre biológica; no está emparentada con ninguno de ustedes.

—¿Dígame? —se oyó una voz masculina al otro extremo del teléfono.

—Usted decide, Tardivel. Estoy preparado para luchar hasta el final.

Pierre le miró fijamente, pero colgó el teléfono.

—Nunca podría ganar.

—¿No? El pariente más cercano de Amanda es la Triste Hannah… y los restos de Hannah están bajo la custodia legal del Instituto de los Orígenes Humanos, por un acuerdo con el gobierno de Israel. La doctora Bond no es más que una madre sustituta… y por lo general los tribunales no les reconocen muchos derechos.

Molly se volvió a Pierre.

—No puede hacerlo, ¿verdad? No puede llevarse a Amanda.

—Es usted un bastardo —dijo Pierre.

—Yo no —contestó Klimus, encogiéndose de hombros—. Si está en duda la filiación de alguien, es la de Amanda. Ahora, creo que les he preguntado cómo se dieron cuenta de que no era hija suya. Espero una respuesta. —Alargó la mano hacia el teléfono—. O puede que sea yo quien llame al director. Cuanto antes empecemos esta batalla legal, antes la terminaremos.

Pierre volvió a tirar del aparato.

—Veo que prefieren mantener la discreción. Muy bien, díganme cómo descubrieron la genealogía de Amanda.

La cara de Pierre estaba roja, y sus puños se abrían y cerraban espasmódicamente. Molly no dijo nada.

—Es una niña muy fea, ya lo sé —dijo Klimus.

—Maldito sea… monstruo —contestó Molly—. Es preciosa.

Klimus no pareció oírlo. Hablaba en tono circunspecto, mirando a uno y a otro.

—Sí, teníamos ADN de Neanderthal, pero quedaban muchas preguntas que no podíamos contestar. ¿Eran capaces de hablar, por ejemplo? Hay un gran debate al respecto entre los antropólogos… deberían oír a Leakey y Johanson discutiéndolo. Bueno, ahora lo sabemos, no podían hablar en voz alta. Probablemente tenían su propio y eficaz lenguaje de signos. Veremos si Amanda aprende el Ameslan[7] más rápido de lo normal. Puede que tenga más aptitudes que nosotros para comunicarse mediante signos. Y la mayor pregunta de todas: ¿son la misma especie que nosotros? Es decir, ¿era el hombre de Neanderthal el Homo sapiens neanderthalensis, sólo una subespecie, capaz de producir descendencia fértil con un humano moderno? O era algo totalmente distinto, Homo neanderthalensis. Quizás capaz de tener un hijo estéril con un humano moderno, de la misma forma en que un caballo y un asno pueden producir una mula, pero no de tener descendientes fértiles. Bueno, lo averiguaremos en cuanto Amanda llegue a la pubertad.

—Que le jodan —dijo Molly.

—Sería una opción.

Ella se abalanzó contra Klimus, dispuesta a matarle. Pierre se interpuso, agarrando a su mujer y haciendo que se sentase de nuevo.

—Ahora no —le dijo.

—Seguiremos con la charada de que es su hija —dijo Klimus sin inmutarse—. Pero la visitaré cada semana y llevaré un registro de su crecimiento y sus aptitudes intelectuales. Cuando llegue el momento de publicar esa información, lo haré como haría usted, doctora Bond, en un caso de estudio psicológico, refiriéndome al espécimen infantil meramente como “niño A”. Ustedes no emprenderán ninguna acción contra mí; si lo hacen, entablaré una lucha por la custodia que hará que la defensa de O.J. Simpson parezca el primer caso de un abogado del turno de oficio. —Se volvió hacia Pierre—. Y usted, doctor Tardivel, no volverá a hablarme en ese tono nunca más. ¿Estamos de acuerdo?

Pierre, furioso, no dijo nada.

Molly miró a su marido.

—No dejes que se la lleve. Cuando…

Se detuvo bruscamente, pero a veces es posible leer las mentes sin tener el beneficio de un capricho genético. Cuando tú no estés, será todo lo que me quede.

—De acuerdo —dijo él, con la mandíbula crispada—. Vámonos, Molly.

—Pero…

Vámonos.

—Hasta el sábado —dijo Klimus—. Ah, llevaré equipo para tomar muestras de sangre. Supongo que no les importará.

—Jodido cabrón.

—Palos y piedras rompen los huesos —repuso Klimus, encogiéndose de hombros—. Pero los de Amanda me pertenecen.[8]

Molly se levantó, con la cara completamente roja.

Vamos —dijo Pierre.

Salieron del despacho. Pierre dio un portazo y aferró la mano de su esposa antes de empezar a andar por el pasillo. Llegaron a su laboratorio; Shari no estaba.

—Maldito sea —dijo Molly, rompiendo a llorar—. Maldito sea, maldito sea, maldito sea. Tenemos que encontrar alguna forma de librarnos de él. Si hubiese un caso de asesinato justificado, sería éste.

—No digas eso.

—¿Por qué no? que piensas lo mismo.

—Antes no estaba seguro, pero ahora sí. Este tipo de experimentos es puro y jodido Hitler. Klimus tiene que ser Marchenko. —Abrazó a su esposa—. No te preocupes, va a morir, sí. Pero no le mataremos nosotros. Lo harán los israelíes, colgándole por sus crímenes de guerra.

CAPÍTULO 34

—Justicia —dijo la voz femenina al otro extremo de la línea.

—Con Avi Meyer, OIE.

—Lo siento, el Agente Meyer está fuera. Si quiere…

—Su buzón de voz, entonces.

—Le paso.

—Aquí el Agente Avi Meyer. Estoy en una reunión en Quantico, y no volveré a la oficina hasta mañana. Por favor, deje su mensaje al oír la señal.

¡Beep!

—Avi, llámeme en cuanto pueda. Soy Pierre Tardivel, el genetista del Lawrence Berkeley. Llámeme enseguida, es importante. —Pierre dio su número y colgó.

—Hoy está fuera de la ciudad —le dijo a Molly, que aguardaba sentada en un taburete del laboratorio—. Volveré a llamarle el lunes si no lo hace él antes. —Se acercó a ella, abrazándola—. Todo irá bien… lo arreglaremos.

Los ojos de Molly todavía estaban inyectados en sangre.

—Lo sé —dijo—. Lo sé. —Miró su reloj—. Vamos a por Amanda. Quiero estar con mi hija.

Pierre la abrazó de nuevo.

La conciencia de Pierre llevaba varios días acosándole. No era como si se hubiera llevado algo valioso. Pero era algo muy personal. Quizá fuese algo importante para la viuda de Bryan Proctor, una forma de recordar a su marido. Y, bueno, si las cosas salían mal con Klimus y tenían que huir a Canadá, Pierre no quería quedarse con aquel remordimiento. No sabía qué pretexto usar, pero si lograba volver al apartamento, quizá pudiera dejar de nuevo la maquinilla en el botiquín, escondiéndola entre otros objetos para que su reaparición no fuese muy descarada.

Llegó al edificio y apretó el botón ENCARGADO.

—¿Sí?

—¿Señora Proctor? Soy Pierre Tardivel. —Tras unos segundos de silencio, la puerta zumbó por fin. Pierre se encaminó lentamente hasta el apartamento 101. La señora Proctor le esperaba en la puerta, con las manos en las caderas.

—Cogió la maquinilla de mi marido —dijo en tono neutro.

Pierre sintió que se ruborizaba.

—Lo siento. No pretendía disgustarla. —Sacó una bolsita de plástico conteniendo la maquinilla—. Soy… soy genetista; necesitaba una muestra del ADN de su marido.

—¿Para qué demonios?

—Pensé que podía tener un trastorno genético que usted ignorase.

—¿Y?

—No lo tenía. Al menos, no uno común y que se pudiese detectar fácilmente con una prueba.

—Ya se lo dije yo. ¿De qué va todo esto, señor Tardivel?

Pierre quiso estar a un millón de kilómetros de allí.

—Lo siento. Es una tontería. Me siento fatal.

Ella siguió mirándole fijamente, sin parpadear, adelantando su barbilla en forma de pelota de golf.

—Tenía la estúpida teoría de que la muerte de su marido y el intento de asesinarme podían estar relacionados. Ya sabe que tengo una enfermedad genética, y pensé que quizá él también tuviese una.

—Pero no la tenía.

—No, su salud era perfecta.

La mujer le miró sorprendida.

—No creo que yo le dijera eso. Estaba en lista de espera para un trasplante de riñón.

Pierre sintió que su corazón daba un respingo.

¿Qué?

—Los riñones no le funcionaban bien.

Él se enfadó.

—Le pregunté si tenía alguna enfermedad hereditaria…

—No era hereditario. Sufrió un accidente de coche hace unos diez años y se lesionó los riñones. Cada vez estaba peor.

—Dios —dijo Pierre—. Santo Dios.

—Justicia.

—Con Avi Meyer, OIE, por favor.

—Un segundo.

—Meyer.

—Avi, soy Pierre Tardivel.

—Hola, Pierre. Perdone que no le llamase, estaba fuera de la ciudad. ¿Ha tenido suerte con su queja contra Seguros Cóndor? —Pierre le había preguntado tiempo atrás si la política abortiva de Cóndor estaba dentro de la ley federal; lo estaba.

—No —respondió—. Pero no le llamo por eso. Se trata de Burian Klimus.

—No tenemos nada nuevo —dijo Avi con un suspiro.

—Quizá ustedes no, pero yo sí. Tenían razón, es Iván Grozny.

La voz de Avi sonó interesada, pero cauta.

—¿Qué le hace pensarlo?

—¿Recuerda que intentaron matarme? El tipo que lo hizo era un neonazi llamado Chuck Hanratty, ¿verdad?

—Uh-huh.

—Bien, Hanratty había matado antes a alguien llamado Bryan Proctor… y Proctor tenía una lesión en los riñones.

—¿Y qué?

—Y Joan Dawson, una diabética que trabajaba en el LNLB, fue asesinada también, con un cuchillo muy parecido al que usó Hanratty contra mí. No fue él, por supuesto, ya estaba muerto cuando ocurrió. Pero pudo haber sido alguien relacionado con él… es decir, relacionado con el Reich Milenario.

—Vale, pero…

—Y tres enfermos de Huntington fueron asesinados recientemente en San Francisco… y Burian Klimus conocía a los tres.

—¿En serio?

—Y he comprobado muestras de tejido de ciento diecisiete víctimas de asesinatos sin resolver aquí en la Bahía: un número muy elevado de ellas tenían genes defectuosos.

—Así que usted cree… mierda, usted cree que Klimus está limpiando la sociedad de individuos defectuosos.

Mein Kampf, capítulo primero, versículo uno.

—¿Está seguro de todo esto?

—Positivamente.

—Más le vale estar en lo cierto.

—Lo estoy.

—Porque si esto es alguna mierda de empleado descontento que quiere causarle problemas a su jefe, está cometiendo un grave error. La OIE es parte del Departamento de Justicia, y nadie jode a Justicia.

El tono de Pierre era resuelto.

—Klimus es Iván el Terrible. Estoy convencido.

CAPÍTULO 35

Pierre quería a su hija… no tenía duda. Pero, bueno, era un científico, y no podía evitar sentirse intrigado por su herencia especial. Sabía que su ADN diferiría menos de un 1% del de un humano moderno. Demonios, el ADN de chimpancé se diferenciaba sólo en un 1.6% del humano (habiéndose separado ambas especies unos seis millones de años atrás). Las diferencias entre Amanda y otros niños que no se hubiesen saltado los últimos sesenta mil años de evolución humana serían seguramente muy sutiles. Pero algo, algún diminuto cambio genético, había dado a los físicamente menos poderosos humanos modernos una ventaja sobre los Neanderthal, llevando a la desaparición de estos últimos. Las áreas de sujeción de los músculos pectorales del Neanderthal doblaban en tamaño a las de los humanos modernos; seguramente habían tenido el físico de Arnold Schwarzenegger sin tener que trabajar su musculatura. Pero algo inclinó la balanza a favor del Homo sapiens sapiens. Aunque se sentía ultrajado por el experimento de Klimus, Pierre podía entender la fascinación de estudiar el ADN Neanderthal.

Usando enzimas de restricción para romper el ADN de Amanda en fragmentos manejables, empezó a buscar diferencias, sorprendiéndose al encontrar algunas inesperadas. No estaban en el ADN de la síntesis de proteínas, sino en diversos tramos de ADN basura.

Intrigado, decidió hacer una visita al Zoo de San Francisco. Seguro que podría convencer al cuidador para que le diese algunas muestras de tejido de primate…

Pierre y Molly asistieron a otra reunión del grupo de apoyo de enfermos de Huntington. A esas alturas, realmente necesitaba el apoyo.

La oradora invitada era una locuaz relaciones públicas de una compañía que fabricaba sillas de ruedas, andadores y otras ayudas para los que tuviesen problemas de movilidad. Pierre no había imaginado que hubiese tantas opciones tecnológicas.

Después de la charla, habló de nuevo con Carl Berringer.

—Buena reunión —dijo—. La charla ha sido interesante.

Toda la mitad superior del cuerpo de Berringer estaba temblando.

—Ya nos conocemos, ¿verdad?

—Mmm… sí. Pierre Tardivel, de Montreal, originalmente. Vine a otra reunión hace unos quince meses.

—Perdóneme. Mi memoria no es lo que era.

Pierre asintió. Él no había sufrido muchas dificultades mentales, pero era consciente de que solían darse en su enfermedad.

—Estas charlas son un arma de doble filo —dijo Berringer, apuntando con la cabeza en dirección a la oradora, que hablaba con algunas personas al otro lado del aula—. Para los que tenemos un seguro está muy bien… mire qué aparatos tan ingeniosos. Pero muchos de nuestros miembros no están cubiertos por un seguro, y probablemente no pueden pagarse ninguna de estas cosas.

Aunque la ley de California que había entrado en vigor dos años antes permitía a quienes tuviesen el gen de Huntington suscribir un seguro siempre que no mostrasen síntomas de la enfermedad, los que ya los mostraban solían quedar al descubierto.

—Se lo digo yo. Ese sistema que tienen en Canadá es lo único con sentido en la época genética: cobertura universal, con la población compartiendo los riesgos conjuntamente. —Hizo una pausa—. ¿Está asegurado?

—Sí.

—Qué suerte. Yo estoy bajo el plan de mi esposa, pero tuve que dejar mi trabajo para conseguirlo; sólo cubre a los cónyuges dependientes.

Pierre asintió gravemente.

—Lo lamento.

—Probablemente no valía la pena. La compañía de mi mujer es Seguros Bay Area, pero nosotros la llamamos “Seguros Bah”. Tienen unos límites ridículos para las enfermedades catastróficas. ¿Con quién está usted?

—Cóndor.

—Ah, sí. Me rechazaron.

—De hecho, tengo algunas acciones de la compañía —dijo Pierre—. Estaba pensando en asistir a la asamblea de accionistas de este año y armar un poco de jaleo sobre su política. ¿Sabe si hay algún otro miembro que esté asegurado con ellos?

Berringer detuvo sus temblores agarrándose fuertemente al soporte de aluminio que había bajo la pizarra del aula. Contempló a los reunidos.

—Bien, veamos… Peter Mansbridge lo estaba.

Aquel nombre se había quedado grabado en la memoria de Pierre la primera vez que lo mencionó Berringer, pues casualmente era el del presentador de The National, el noticiario nocturno de la CBC[9].

—¿Peter Mansbridge? ¿No es a quien mataron a tiros?

Berringer asintió.

—Una lástima. La persona más agradable que pudiese imaginar.

—¿Alguien más?

Berringer levantó la mano izquierda para rascarse la cabeza. Su mano se movió como un pájaro revoloteando.

—Solía recordar estas cosas —dijo tristemente—. Tenía una memoria de elefante.

—No se preocupe. No tiene importancia.

—No, no, espere… —Berringer se volvió para encararse a los asistentes—. ¡Por favor! —exclamó—. ¡Atención, por favor!

La gente se dio la vuelta para mirarle; los cuidadores del grupo dejaron de moverse.

—Disculpad un momento, por favor. Este amigo, hmm…

—Pierre.

—Pierre se pregunta si alguien está asegurado con Cóndor.

Pierre se sintió turbado al ver que su sencilla pregunta causaba tanto interés, pero sonrió débilmente.

—Yo —dijo una guapa mujer negra de unos cuarenta años, levantando una mano muy cuidada. Estaba junto a una silla de ruedas; un hombre de color se sentaba en ella, con las piernas en continuo movimiento—. Por supuesto, no cubren a Burt.

—¿Alguien más?

Un hombre blanco con Huntington levantó el brazo, que oscilaba como un arbolillo bajo un viento variable.

—¿No tenía una póliza Cathy Jurima?

—Es verdad —dijo otro cuidador—. Era huérfana y no tenía antecedentes familiares. La aceptaron muchos años atrás.

—¿Quién es Cathy Jurima?

Carl frunció el ceño.

—Otra de nuestros miembros asesinados.

Un loco pensamiento asaltó a Pierre.

—¿Y el otro al que mataron? ¿Tenía seguro?

Carl volvió a preguntar.

—¿Alguien recuerda en qué compañía estaba… oh, cómo se llamaba… Juan Kahlo?

Las cabezas se menearon por toda la sala… algunas en negación.

Carl se encogió de hombros.

—Lo siento.

—Gracias, de todas formas —contestó Pierre, intentando sonar tranquilo.

Dejaron la reunión. Pierre guardó silencio durante el viaje de vuelta, pensando. Molly conducía. Aparcaron en su paseo de entrada y fueron a la casa de al lado a recoger a Amanda. Ya eran las 10:40, y rechazaron la invitación a café y pastel de la señora Bailey.

Amanda había estado durmiendo, pero despertó al oír llegar a sus padres. Molly agarró a la niña: era peligroso que Pierre cargase con ella si tenían que bajar por los escalones de cemento del porche de la vecina. Mientras volvían a casa, Molly abrazó a Amanda.

—No, cariño, está bien… ¿Lo hiciste? ¿De verdad? ¡Seguro que la señora Bailey se quedó sorprendida de lo bien que dibujas!

Pierre sintió que el corazón le pesaba. Quería a Amanda con toda su alma, pero siempre se sentía como si hubiese un muro entre los dos. Sobre todo cuando Molly tenía aquellas conversaciones con ella, leyendo sus pensamientos y contestándolos.

Entraron en su casa, y Molly se sentó en el sofá, con Amanda sobre su regazo.

—¿Tendría Joan Dawson el mismo plan sanitario que tú?

Molly acariciaba con ternura el pelo castaño de Amanda.

—No necesariamente. Yo soy profesora, y ella era personal no docente. Son sindicatos distintos.

—¿Recuerdas su funeral?

Al parecer, Amanda estaba pensando algo a su madre.

—Un momento, cariño —le dijo Molly—. Sí, lo recuerdo.

—Conocimos a su hija allí. Beth… ¿verdad?

—¿Una pelirroja delgada? Sí.

—¿Cómo se llamaba su marido?

—Christopher, creo.

—Sí, pero ¿cuál era el apellido?

—Por Dios, no tengo la menor…

Pierre insistió.

—Era irlandés… O'Connor, O'Brien, algo así…

Molly arrugó la frente.

—Christopher… Christopher… Christopher O'Malley.

—¡O'Malley, sí! —Entró en el comedor y buscó la guía telefónica.

—Es muy tarde para llamar —dijo Molly.

Pierre no pareció oírlo. Ya estaba marcando.

—¿Hola? ¿Hola, Beth? Beth, perdone que llame tan tarde. Soy Pierre Tardivel; nos conocimos en el funeral de su madre, ¿recuerda? Trabajaba con ella en el LNLB. Eso es. Escuche, necesito saber qué compañía cubría el seguro médico de su madre. No, no… eso es un seguro de vida; su seguro médico. Exacto, médico. ¿Está segura? De acuerdo, muchas gracias. Lamento haberla molestado. ¿Qué? No, no, qué va. No es nada de lo que tenga que preocuparse. Sólo… sólo un poco de papeleo en el despacho. Gracias. Adiós.

Colgó el teléfono. La mano le temblaba.

—¿Sí? —preguntó Molly.

—Cóndor —dijo él como si fuese una palabrota.

—Cristo.

—Uno más —dijo él, apartando la guía de Berkeley y cogiendo la de San Francisco, mucho más gruesa.

—¿Hola? Hola, señora Proctor. Soy Pierre Tardivel. Perdone que llame a estas horas, pero… sí, exacto. —Hizo su mejor imitación de Peter Falk—. “Sólo una cosa más”. —Volvió a su voz normal—. Me pregunto si podría decirme con qué compañía tenía su marido el seguro médico. No, no me importa esperar. —Cubrió el auricular con la mano—. Va a mirarlo.

Molly asintió. Amanda se estaba durmiendo en sus brazos.

—Sí, sigo aquí. ¿De verdad? Gracias. Muchísimas gracias. Y perdone. Adiós.

—¿Y bien?

—¿Te suena de algo “la compañía líder del Pacífico Noroeste en el campo de la cobertura sanitaria”?

—Joder —dijo Molly.

—¿Dónde está ese informe anual de Cóndor?

—Allí, en el revistero de la salita.

Pierre salió del comedor, apresurándose por los escalones, y tropezó por culpa de un movimiento inesperado de su pie izquierdo. Molly se acercó sosteniendo a Amanda, que lloraba despertada por el ruido del golpe.

—¿Estás bien? —preguntó, con la cara distorsionada por el miedo.

Pierre usó la barandilla para ponerse de nuevo en pie.

—Perfectamente —dijo. Siguió avanzando y volvió poco después con el informe. Subió por las escaleras con más cuidado y se sentó en el sofá. Amanda había dejado de llorar y miraba con curiosidad.

Molly se sentó al lado de su marido, que estaba frotándose la espinilla. Él le pasó el informe.

—Busca aquello que me leíste cuando lo recibimos… la parte sobre cuántas pólizas tiene la compañía.

Ella abrió la cubierta amarilla y negra y pasó unas cuantas páginas.

—Aquí está. “Consagrados a la previsión y la excelencia, proporcionamos tranquilidad de espíritu a 1.7 millones de asegurados en el norte de California, Oregón y el estado de Washington.”

Pierre sintió un gusto a bilis en el fondo de su garganta.

—No me extraña que sus acciones vayan tan bien. Bonita manera de aumentar los beneficios: eliminar a todos los que vayan a hacer una reclamación importante. Enfermos de Huntington, diabéticos que están quedándose ciegos, un encargado de mantenimiento que necesita un trasplante de riñón…

—¿Eliminar?

—Eliminar… y quiero decir “matar”

—Es una locura, Pierre.

—Para mí o para ti, quizá. ¿Pero para una compañía que obliga a abortar? ¿Una compañía que exige a las personas que se sometan a pruebas genéticas que pueden llevarlas al suicidio?

—Pero —dijo Molly, intentando poner una nota de cordura en la conversación— Cóndor es una gran compañía. Piensa en cuánta gente tendrían que matar para que tuviese un verdadero efecto en su cuenta de beneficios.

Pierre pensó un momento.

—Si se cargasen a mil asegurados, cada uno de los cuales reclamaría una cobertura media de unos cien mil dólares, el coste de una operación de bypass, o de un par de años de enfermera a domicilio, aumentarían sus beneficios en cien millones de dólares.

—¿Mil asesinatos? Es una tontería.

—¿De verdad? Repártelos en tres estados a lo largo de varios años, y nadie lo notará.

—¿Pero cómo sabrían a por quién ir? De acuerdo, sabían que tú ibas a desarrollar la enfermedad de Huntington porque se lo dijiste, pero no tendrían forma de saberlo de antemano en la mayoría de los casos.

—Por las pruebas genéticas de los asegurados.

—No en este estado. Es parte de la misma ley que impide la discriminación genética. Las compañías aseguradoras no pueden pedir datos genéticos a los médicos de los asegurados.

Pierre se levantó y empezó a andar de forma insegura.

—La única forma sería hacer sus propias pruebas genéticas, detectando de antemano las posibles reclamaciones. Al fin y al cabo, si esperasen a que el asegurado hiciese la reclamación antes de matarle, alguien se daría cuenta.

—Pero las aseguradoras no toman muestras de tejidos de forma sistemática. Por lo general trabajan con cuestionarios, y si hace falta un chequeo médico, se ocupa el médico de cabecera. Y volvemos a lo mismo, la ley prohíbe que el médico dé los resultados de las pruebas genéticas a la compañía, por lo menos aquí en California.

—Entonces deben de conseguir las muestras de tejidos de alguna otra forma… de forma clandestina.

—Oh, venga, Pierre. ¿Cómo podrían hacerlo?

—Supongo que durante la entrevista inicial con el cliente… normalmente, es el único momento en que alguien de la compañía de seguros está físicamente cerca de él.

—¿Qué hay de tu entrevista? ¿Te tocó el vendedor?

—No. Ni siquiera nos dimos la mano.

—¿Seguro?

Él asintió.

—No recuerdo a todo el mundo, pero bueno, a ella sí. —Se encogió de hombros—. Era… ah, bastante llamativa.

—Bueno, si no te tocó, no pudo tomar una muestra de tejido.

—Quizá. Pero hay una forma de averiguarlo.

—Hola, señorita Jacobs. Soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.

—Pase, por favor —dijo Molly.

—Muchas gracias… vaya, qué casa tan bonita.

—Gracias. ¿Le apetece un café?

—No, está bien así.

—Bien. Pero siéntese, por favor.

Tiffany se sentó en el sofá y sacó unos cuantos folletos de su maletín. Los dejó sobre la mesita, junto al transmisor azul y blanco del monitor de bebés. Molly se sentó a su lado, para tenerla dentro de su zona.

—Debería darme algunos datos más sobre usted, señorita Jacobs.

—Por favor —dijo Molly—, llámeme Karen.

—Karen.

—Bueno, estoy divorciada. Y trabajo por cuenta propia. Tengo una niña —dijo señalando el transmisor— pero ahora está con una vecina. En todo caso, creo que debería hacerme un seguro médico.

—No puede equivocarse con Seguros Cóndor. Déjeme que le hable de nuestro Plan Oro. Es nuestro plan más amplio…

Molly escuchó intensamente lo que decía Tiffany. Todos sus pensamientos eran benignos: la comisión que conseguiría por la póliza (se sorprendió al descubrir que era más de un año entero de primas), las demás citas que tenía para el resto del día, y así sucesivamente.

—De acuerdo, suscribiré la póliza Oro —dijo cuando Tiffany hubo terminado su discurso.

—Oh, no lo lamentará. Necesito que rellene un formulario. —Tiffany sacó una hoja de su maletín y la puso sobre la mesa. Después abrió su chaqueta, revelando un bolsillo interior con una hilera de bolígrafos. Escogió uno y se lo dio a Molly. Era de punta retráctil. Molly apretó el botón con el pulgar y empezó a rellenar el impreso.

De pronto se oyó el sonido de una puerta al abrirse en el piso de arriba.

—Creí que estábamos solas.

—Oh, sólo es mi marido.

—¿Su marido? Pero me había dicho… ¡Oh, Dios!

Pierre bajaba tambaleándose; por una vez, no le molestó la visión sacada de una película de monstruos que debía de estar ofreciendo. Su mano izquierda se agarraba firmemente a la barandilla, y con la derecha, que se agitaba salvajemente, sujetaba el receptor del bebé.

—Hola, Tiffany —dijo. La boca pintada de la vendedora estaba abierta por la sorpresa—. ¿Se acuerda de mí?

—¡Usted es Pierre Trudeau! —dijo ella, con los ojos muy abiertos.

—Casi. En realidad es Tardivel. —Se volvió a su esposa—. Molly, quiero echarle un vistazo a ese bolígrafo.

Tiffany intentó quitárselo, pero Molly apartó la mano. Pierre tomó el bolígrafo y se sentó en una butaca para desmontarlo. Esparció las piezas sobre la mesita: había un depósito de tinta con un muelle alrededor, pero los componentes del botón del extremo eran muy raros. Pierre sostuvo el botón cromado a la luz. Había una pequeña púa, casi imperceptible. Guiñando los ojos, pudo ver que estaba hueca.

Adoptó una expresión impresionada.

—Bonito juguete —dijo mirando a Tiffany—. Cuando el cliente aprieta el botón con el pulgar, le saca un pequeño núcleo de células superficiales. No siente nada.

Los ojos de Tiffany estaban muy abiertos, y su voz tenía un tono suplicante.

—Por favor, señor Tardivel, devuélvame el bolígrafo o tendré problemas.

—Y tanto que los va a tener —dijo Pierre torvamente—. En este estado es ilegal la discriminación genética… y apuesto a que robar células de un cuerpo encaja en la definición legal de asalto.

—¡Pero no hacemos ninguna discriminación! Las muestras de tejido son sólo para fines actuariales.

—¿Qué?

—Miren, la nueva ley está perjudicando a las compañías aseguradoras. No se nos permite recibir información genética de los médicos a menos que carezca de los demás datos personales del sujeto. ¿Cómo vamos a mantener actualizadas nuestras tablas actuariales? Necesitamos nuestra propia base de datos de tejido, hacer nuestras propias pruebas.

—Pero están haciendo mucho más que eso. Van a por los asegurados.

—¿Qué?

—Los asegurados —repitió Pierre—. Si tienen genes defectuosos, ustedes…

—No guardamos registros que relacionen las muestras de tejido con individuos específicos. Ya se lo he dicho, es sólo para estudios actuariales… simple estadística.

—Pero…

—No —dijo Molly, sentada todavía junto a Tiffany—. Lo cree de verdad.

—Es la verdad —dijo ella enfáticamente.

—Pero entonces… —Pierre se calló. Maudit, ella no lo sabía.

—Por favor, no se lo cuenten a nadie. Perdería mi empleo.

—¿Usan estos bolígrafos todos los vendedores de Cóndor?

—No, sólo los mejores. Recibimos comisiones extra, así…

—Así nadie deja nunca la compañía. ¿Quiere un consejo? Deje su trabajo. Déjelo hoy, ahora mismo, y empiece a buscar empleo en otro sitio… antes de que todos los demás de Cóndor se encuentren en la calle con usted.

—Por favor, mi secretaria ni siquiera sabe a quién iba a ver hoy. Sólo le pido que no diga que el bolígrafo era mío.

Pierre la miró un momento.

—De acuerdo: si usted no le dice a nadie que tenemos el bolígrafo, yo no diré de dónde lo sacamos. ¿Qué le parece?

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Pierre asintió, y señaló la puerta principal con un dedo tembloroso.

—Y ahora, largo de mi casa.

Tiffany se puso en pie, cogió su maletín y se escabulló por la puerta. Pierre se echó hacia atrás en la silla y miró Molly. Ambos guardaron silencio durante un rato.

—Bien, ¿qué hacemos ahora?

Pierre miró al techo, pensando.

—Bueno, esta conspiración tiene que llegar a los niveles más altos de la compañía, así que tendremos que ver al presidente. ¿Cómo se llama?

Molly cogió el informe anual de Cóndor y pasó las páginas hasta que encontrar la lista de directivos.

—“Craig D. Bullen, MBA (Harvard), Presidente y Consejero Delegado.”

—De acuerdo, entramos para ver a ese Craig Bullen, y…

—¿Cómo hacemos eso?

—Puede que no les importase lo que tenía que decir sobre sus abortos forzosos, pero te aseguro que me prestarán atención como genetista.

—¿Uh?

—Le enviaré otra carta con membrete del Centro Genoma Humano diciendo que hay un descubrimiento… un hallazgo que revolucionará la ciencia actuarial, y que estoy dispuesto a enseñárselo. Demonios, hasta los vendedores como Tiffany saben del Proyecto Genoma Humano; puedes apostar que el presidente de la compañía lo sigue de cerca y saltará a la oportunidad de ponerse por delante de la competencia.

Molly asintió, impresionada.

—¿Pero qué haremos cuando acepte verte?

Pierre sonrió.

—Pondremos a Wonder Woman manos a la obra.

CAPÍTULO 36

Condujeron hasta el edificio de Seguros Cóndor en el Toyota de Pierre. Estaba en un terreno bien arbolado de doce hectáreas a las afueras de San Francisco, no lejos del océano. Era un monolito de cristal y acero estilo Bauhaus que se alzaba cuarenta pisos por encima del paisaje y estaba rodeado de aparcamientos. La propiedad entera quedaba delimitada por una cadena.

Llegaron hasta la cabina de entrada, dijeron al guardia que tenían una cita con Craig Bullen, y esperaron mientras lo confirmaba por teléfono. La barrera, pintada con cheurones amarillos y negros, se levantó, y pudieron aparcar y acceder a la puerta principal.

El espacioso vestíbulo estaba decorado con bronce y mármol rojo. Había dos grandes banderas estadounidenses en el atrio, que también contenía un estanque con peces de colores del tamaño del antebrazo de Pierre. Había otro guardia sentado tras una amplia mesa de mármol. Fueron hasta allí y recibieron sendas insignias de visitantes con la fecha puesta.

—Las oficinas ejecutivas están en el piso 37 —dijo el guardia, señalando una hilera de ascensores. El cartel sobre las puertas de falso mármol decía “Pisos 31-40 exclusivamente”

Ellos entraron en la cabina, que tenía espejos en las paredes y lámparas en el suelo. Sonaba una versión instrumental de Reflections, el viejo éxito de las Supremes.

Cuando salieron del ascensor, una señal les dirigió a la oficina del presidente. Pierre se metió las manos en los bolsillos para controlar el temblor. Al llegar a las altas puertas de cristal, sus ojos se abrieron como platos. La morena recepcionista de Bullen era impresionante… al nivel de la Playmate del Año de Playboy. Ella les sonrió con unos dientes blanquísimos.

—Hola —dijo Pierre—. Los doctores Tardivel y Bond, para una cita con el señor Bullen.

Ella cogió el auricular del teléfono. Pierre pensó que debía ser parte del Valle de la Silicona. Molly captó la palabra y le dio una ligera palmada en el brazo.

Habiendo recibido el visto bueno, la secretaria se puso en pie y oscilando las caderas sobre sus tacones de aguja, escoltó a Pierre y Molly hasta el santuario interior, abriendo la pesada puerta de madera.

Estaba claro que se había gastado una buena parte de las ganancias de Seguros Cóndor en la oficina de Craig Bullen. Medía unos seis metros de ancho por doce de largo, y estaba cubierto de paneles de madera (pino de California, supuso Pierre) con intrincados grabados de ciervos y perros de caza. Ocho paisajes al óleo, sin duda originales, colgaban de las paredes. Pierre se quedó pasmado al ver que el más cercano, que representaba los páramos escoceses, era de John Constable, y como buen canadiense, reconoció a su lado las distintivas líneas estilizadas de la obra de Emily Carr, el cuadro incluía uno de sus característicos postes tótem Haida.

Bullen se levantó tras su amplio escritorio de caoba y cruzó la amplia habitación. Era un hombre atlético y ancho de espaldas, de unos cuarenta años, con el rostro moreno y marcado de alguien que pasaba mucho tiempo en la playa. Tenía una cabeza imponente, ojos pardos, y una línea del pelo en retirada, que le dejaba un grisáceo copete en lo alto de la frente. Su traje a medida era azul oscuro, y llevaba unos intrigantes gemelos de dos centímetros de ancho hechos de piezas de reloj bañadas en oro.

—Doctor Tardivel —dijo con voz profunda al extender su manaza—. Me alegra que haya venido.

—Gracias —dijo Pierre, tomando la mano rápidamente y sacudiéndola con vigor para que no se notase que la suya temblaba.

El apretón de Bullen era firme, quizá demasiado, una agresiva exhibición de masculinidad. Se volvió hacia Molly, y sus cejas se reunieron para celebrar una conferencia con su copete.

—¿Y usted es?

—Mi esposa, la doctora Molly Bond —dijo Pierre, devolviendo las manos a los bolsillos. Se pisó el pie izquierdo con el derecho, intentando impedir que se moviese.

Bullen le estrechó también la mano.

—Es usted muy hermosa. —dijo sonriendo—. No sabía que el doctor Tardivel fuese a traer compañía, pero ahora me alegro de ello.

Molly se ruborizó ligeramente.

—Gracias.

Bullen empezó a andar.

—Vengan, por favor.

Una larga mesa de conferencias de madera pulida ocupaba parte de la habitación; tenía asientos para catorce. Bullen se acercó un antiguo globo terráqueo gigante y apartó el hemisferio norte, revelando una serie de botellas de licor en el interior.

—¿Les apetece algo?

Pierre meneó la cabeza.

—No, gracias —dijo Molly.

—¿Café? ¿Un refresco, quizá? Rosalee estará encantada de traerles lo que les apetezca.

Pierre pensó durante un momento en pedir algo, sólo para echarle otra mirada a la espectacular secretaria. Sonrió tristemente. No puedes escapar de tus genes.

—No, gracias.

—Muy bien —dijo Bullen. Cerró la Tierra y tomó asiento en la mesa—. Ahora, doctor Tardivel, creo que han hecho un descubrimiento en su laboratorio.

Pierre asintió y le hizo un gesto a Molly para que se sentase. Ella cogió la silla forrada de cuero que había junto a Bullen y se acercó un poco más a él para tenerle en su zona. Su rodilla derecha estaba prácticamente rozando la del hombre. Pierre se puso al otro lado de la mesa, usando los respaldos de las sillas como soportes. Se quitó la chaqueta sport (debajo llevaba una camisa azul claro de manga corta) y se sentó junto a ellos.

—Creo que puede decirse que lo que hemos descubierto hará estremecerse a toda la industria de los seguros.

Bullen asintió, interesado.

—Siga, soy todo oídos. —Había un bloque de hojas para notas encuadernado en cuero sobre la mesa. Bullen lo abrió y sacó una pluma de color oro y negro del bolsillo de su chaqueta.

—Lo que hemos descubierto, bien, tiene la naturaleza de una anomalía estadística. —Hizo una pausa, mirando a Bullen significativamente.

—Las estadísticas son la sangre vital de los seguros, doctor Tardivel.

—Bien dicho, porque la sangre tiene un papel muy importante en todo esto. —Pierre miró a Molly y levantó mínimamente las cejas. Su esposa asintió, podía leer la mente de Bullen. Pierre siguió adelante—. Bien, hemos descubierto que su compañía tiene una proporción muy baja de reclamaciones de grandes cantidades.

Unas pocas arrugas verticales se unieron a las horizontales en la frente bronceada de Bullen cuando juntó las cejas.

—Hemos tenido mucha suerte últimamente.

—¿No ha sido algo más que simple suerte, señor Bullen?

Bullen estaba obviamente molesto.

—Procuramos realizar una buena gestión. Supongo que no habrá leído a Milton Friedman, pero…

—Ya que lo menciona, lo he hecho —dijo Pierre, disfrutando al ver cómo se elevaban las cejas de Bullen… Friedman había ganado el Premio Nobel de economía en 1976—. Sé que planteó la pregunta “¿Tienen los ejecutivos, siempre que se mantengan dentro de los límites de la ley, alguna responsabilidad en sus actividades empresariales aparte de ganar tanto dinero como sea posible para sus accionistas?”

Bullen asintió.

—Sí, y su respuesta fue que no.

—Pero la clave está en mantenerse dentro de la ley, ¿no? Y eso es muy difícil de conseguir.

—Creí que tenía algo que decirme sobre el Proyecto Genoma Humano —dijo Bullen, con la cara roja. Volvió a poner el capuchón sobre su pluma.

El corazón de Pierre latía tan fuerte que temió que Bullen y Molly pudiesen oírlo. De pronto se sentía confuso. Le ocurría cada vez con más frecuencia, pero había estado negando la evidencia. Podía aceptar que su enfermedad le hubiese arrebatado la mayor parte de sus aptitudes físicas, pero se negaba a pensar que pudiese ocurrir lo mismo con su mente. Cerró los ojos por un momento y tomó aire, intentando recordar lo que debía decir a continuación.

—Señor Bullen, creo que su compañía está tomando ilegalmente muestras genéticas de sus solicitantes de pólizas.

Molly abrió mucho los ojos. Apenas pronunciadas las palabras, Pierre comprendió que había dicho precisamente lo que no debía decir. Debía intentar conducir la conversación alrededor del tema y dejar que Molly leyese los pensamientos de Bullen. Pero ahora…

Bullen le miró primero a él, después a Molly y luego otra vez a él.

—No sé de qué me habla —dijo poco a poco.

¿Qué podían hacer? ¿Intentar retroceder? Pero la acusación ya estaba hecha, y Bullen claramente en guardia.

—He visto los bolígrafos.

Bullen se encogió de hombros.

—No tienen nada de ilegal.

¿Seguir presionando? Seguramente era lo único que podían hacer.

—Están recogiendo muestras de tejido sin permiso.

Bullen se recostó en su silla y abrió los brazos.

—Doctor Tardivel, la silla en la que está sentado está tapizada en cuero, y hoy es un bonito y caluroso día de verano, incluso con el aire acondicionando. Probablemente, su antebrazo está pegado al brazo de la silla, ¿no? Cuando se levante, dejará allí centenares de células de su piel. Yo podría recogerlas sin ningún problema. Si usase usted mi baño —hizo un gesto hacia la puerta entre los paneles de madera— y dejase sus heces en la taza, habría miles y miles de células epiteliales de sus intestinos sobre ellas, y también podría recogerlas. Si dejase pelos con folículos, o si escupiese en mi lavabo, o se sonase la nariz, o cientos de otras cosas, podría recoger muestras de su ADN sin que usted lo supiese. Mis abogados me han dicho que no hay nada ilegal en recoger material que la gente deja de todas formas.

—Pero no sólo recogen células. Están usando la información para determinar qué asegurados tienen más probabilidades de reclamar grandes sumas.

Bullen alzó la mano con la palma hacia fuera.

—Sólo en términos generales, para poder planificar de forma responsable. Eso permite a mis estadísticos prever el valor en dólares de las reclamaciones que tendremos que cubrir en el futuro, lo que redunda en beneficio de los asegurados. Por ejemplo, estábamos totalmente desprevenidos para todas las reclamaciones relacionadas con el SIDA; hubo un momento a finales de los ochenta en que pareció que íbamos al Capítulo Once.

—¿Capítulo Once?

—La quiebra, doctor Tardivel. A nadie le sirve tener una póliza con un asegurador en quiebra. Así, podemos planificar con antelación las reclamaciones que habremos de cubrir.

—No creo que sea así, señor Bullen. Pienso que lo hacen para evitar pagar las reclamaciones. Identifican de antemano y eliminan a los asegurados que harán reclamaciones sustanciosas en el futuro.

Molly dio un pequeño respingo, y Pierre supo que había ido demasiado lejos. Mierda, ¿por qué no podía pensar a derechas?

Bullen inclinó su cabeza a un lado.

—¿Qué?

Pierre miró a Molly, y después a Bullen. Tomó aire, pero ya era demasiado tarde para detenerse.

—Su compañía está matando gente, ¿verdad, señor Bullen? Usted ordena el asesinato de cualquiera que descubra que puede reclamarles mucho dinero.

—Doctor Tardivel… si es de verdad un doctor… creo que debería marcharse.

—Es verdad, ¿no? —dijo Pierre, queriendo resolverlo de una vez.

—Usted mató a Joan Dawson. Usted mató a Bryan Proctor. Usted mató a Peter Mansbridge. Usted mató a Cathy Jurima. Y también intentó matarme a mí… y hubiesen vuelto a intentarlo si no fuese a levantar sospechas.

Bullen se había puesto en pie.

—¡Rosalee! ¡Rosalee!

La pesada puerta se abrió un poco, y la impresionante morena asomó la cabeza.

—¿Señor?

—¡Llame a seguridad! Esta gente está loca. —Bullen retrocedió rápidamente hasta su mesa—. ¡Largo, ustedes dos! Fuera de aquí. —Rosalee ya estaba en el teléfono. Bullen sacó un pequeño revólver de un cajón—. ¡Fuera!

Pierre se sentó sobre la mesa, deslizándose rápidamente por su pulida superficie para interponerse entre Molly y el arma.

—Ya nos vamos. Ya nos vamos. Baje eso.

Rosalee reapareció. Sus labios inyectados de colágeno se abrieron al ver el arma de Bullen.

—S-s-seguridad está en camino —tartamudeó.

No tardaron en llegar cuatro corpulentos guardias de uniforme gris. Dos de ellos habían desenfundado grandes revólveres.

—Sáquenlos de las instalaciones —ordenó Bullen.

—Venga —ordenó uno de los guardias haciendo un gesto con su arma.

Pierre empezó a andar, y Molly le siguió. Los guardias les condujeron hasta los ascensores. Uno de ellos estaba bloqueado, y fue donde les hicieron entrar. Un guardia giró una llave en el panel de control, y el ascensor bajó a toda prisa los treinta y siete pisos hasta el suelo. A Pierre se le taponaron los oídos con el descenso.

—Fuera —dijo el mismo guardia que había hablado antes.

Pierre y Molly se dirigieron al aparcamiento, con dos guardias siguiéndoles. Subieron a su Toyota y salieron de la propiedad.

Pierre temblaba de los pies a la cabeza, su corea agravada por la adrenalina que recorría su sistema.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Molly.

—Me… me confundí.

—Has hablado demasiado.

Pierre cerró los ojos.

—Lo sé, lo sé. Lo siento. Sólo… Mierda, odio esta puta enfermedad.

Los neumáticos chirriaron ligeramente al tomar una curva a la izquierda.

—¿Qué hay de Bullen?

Molly meneó la cabeza.

—Nada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No hizo más que pensar cosas como “Dios mío, está loco” y “Ha perdido el juicio”, y…

—¿Sí?

—Y “Mira cómo tiembla: debe de estar borracho”.

—¿Pero no pensó nada sobre los asesinatos?

Ella cogió otra carretera.

—Nada.

—¿Ninguna culpa? ¿Ninguna sorpresa de que le hubiesen cogido?

—No, nada de eso. Te digo que no tenía ni idea de qué hablabas.

—Pero estaba tan seguro… Todas las pruebas…

Llegaron a un semáforo y Molly detuvo el coche.

—Pruebas que has visto tú —dijo en voz baja. Le miró un momento y bajó los ojos.

—No, joder. Lo que ha pasado ahí no significa nada. Esto no es una alucinación, no me he vuelto loco.

La luz se puso verde, y Molly pisó el acelerador.

Recorrieron el resto del camino a casa en silencio.

CAPÍTULO 37

Un mes después

Pierre, exhausto, entró por la puerta de atrás y de inmediato se sintió más animado. Su casa no era cara, y su mobiliario de IKEA era sencillo. Pero era cómoda… la clase de vida que nunca había pensado que tendría: una esposa, el olor de la cena en la cocina, juguetes diseminados por el suelo, una chimenea…

Molly entró en el salón, llevando a Amanda.

—¡Mira quién ha venido! ¡Es Papá!… No lo sé, voy a preguntárselo. —Miró a su marido—. Quiere saber si te han gustado las galletas.

Últimamente, Pierre se llevaba al trabajo una bolsa con el almuerzo; era más fácil comer en su laboratorio que recorrer los largos pasillos del edificio 74 hasta la cafetería.

—Estaban deliciosas. Gracias por prepararlas.

Amanda sonrió.

Molly besó a Pierre, que se había sentado en el sofá, y puso a Amanda en sus brazos. Él levantó a la niña por encima de su cabeza, y Amanda hizo pequeños gorgoteos de alegría.

—¿Cómo está mi chica?

Molly fue un momento a la cocina para remover el estofado, y se reunió de nuevo con ellos. Pierre sentó a Amanda en sus rodillas y las movió arriba y abajo. El televisor mostraba imágenes de Barrio Sésamo, pero sin sonido.

—¿Has sido buena hoy? ¿Te has portado bien con Mamá?

Amanda se retorció alegremente, como si le complaciese la sugerencia de que podía portarse mal.

—La cena estará lista en veinte minutos —dijo Molly.

Pierre sonrió.

—Gracias. Lamento no haber estado en casa a tiempo. Sé que era mi turno.

—No te preocupes, cariño. Me gusta hacerlo.

Parecía un poco melancólica. Ninguno de los dos sabía exactamente qué harían con Amanda cuando acabase la excedencia de dos años de Molly. No podían llevar a una niña muda a una guardería normal, y no habían encontrado ninguna para casos especiales que pareciese adecuada. Había una cerca para niños sordos, pero ninguna para niños que pudiesen oír pero no hablar. Molly había hablado de no volver a la universidad, pero los dos sabían que debía hacerlo. Estaba a punto de conseguir una plaza fija, y necesitaría una carrera sólida cuando Pierre no estuviera con ellas.

Pierre cogió a Amanda de nuevo y la sostuvo ante él. Empezó a ponerle caras raras y ella se rió como una loca. Pero después de unos momentos, empezó a mover las manos, como si intentase decirle algo. Pierre se la puso en el regazo para que pudiera mover las manos libremente. Bebida, decía.

Pierre respondió con otros signos. ¿Qué dices?

Por favor. Bebida, por favor.

Molly sonrió.

—Ahora la traigo. ¿Zumo de manzana?

Amanda asintió. Durante algún tiempo, se había resistido a aprender el lenguaje de signos; parecía una molestia innecesaria… hasta que se dio cuenta de que, aunque su madre podía oír lo que estaba pensando, su padre no podía hacerlo, ni nadie más.

Molly volvió con un vasito de plástico medio lleno de zumo. Amanda lo cogió, vaciándolo en un par de tragos, y se lo devolvió a su madre.

—Tengo que hacer la ensalada.

—Gracias.

Ella sonrió y se marchó. Pierre se quitó a Amanda del regazo y la sentó a su lado en el sofá. Sabía que el lenguaje de signos era, en el mejor de los casos, un pobre sustituto del habla, y todavía peor de la telepatía, pero poder comunicarse con su hija lo era todo para él. Cuando intercambiaban gestos, era como si el muro entre ellos desapareciese. ¿Qué has hecho hoy?

Jugado, respondió Amanda. Visto la tele. Dibujado.

¿Qué has dibujado?

Amanda le miró inexpresiva.

Pierre repitió los signos. ¿Qué has dibujado?

Ella se encogió de hombros.

Pierre no tenía tanta práctica como le gustaría con los signos. Supuso que habría cometido algún error, y repitió la pregunta de otra forma. ¿Tú has dibujado qué?

Los ojos de Amanda estaban muy abiertos.

Pierre se miró las manos… y vio que estaban temblando. No se había dado cuenta. Se cogió la mano izquierda, intentando contener los temblores. Probó a repetir los signos, pero no le salían. No podía abrir la palma izquierda para decir “dibujado”, ni podía hacer que su índice derecho se moviese a través de los dedos de la otra mano para decir “qué”.

Amanda tenía el ceño fruncido. Podía ver claramente que Pierre estaba disgustado. Él lo intentó de nuevo, pero sus signos parecían hostiles, como hechos con garras. Se dio cuenta de que estaba asustando a su hija, pero maldición, si pudiese controlar sus dedos…

Amanda empezó a llorar.

—Cariño, la asamblea de accionistas de Cóndor es el mes que viene —dijo Molly. Estaban comiendo carne hecha a la barbacoa en su patio trasero. Ella le había cortado su ración en pedacitos manejables; aunque Pierre podía cortar la comida blanda, tenía problemas para hacer cortes consecutivos en el mismo sitio.

Él asintió. Sus manos se movían ya constantemente, y sus piernas lo hacían casi todo el tiempo.

—No nos dejarán pasar después de lo que pasó con Craig Bullen.

—No pueden impedirte asistir, eres un accionista.

—De todas formas, sería más fácil si no llamásemos la atención.

—Podríamos ir disfrazados.

—¿Disfrazados? —El tono de Pierre mostraba su sorpresa.

—Exacto. Nada excesivo, pero… bueno, podrías dejarte barba. Aún faltan cuatro semanas, y… —No terminó la frase, pero Pierre supo lo que estaba pensando: sus afeitados eran cada vez peores a causa del temblor de sus manos. Una barba simplificaría su vida de todas formas.

—De acuerdo, me dejaré barba. ¿Y tú?

—No, yo tendría que tomar píldoras de testosterona para hacerlo.

Pierre sonrió.

—¿Qué vas a hacer para disfrazarte?

—Bueno, conozco bastante a Constance Brinkley, del Centro de Arte Dramático. Muchos de sus alumnos siguen cursos de psicología. Seguro que me dejará una peluca castaña.

—Una verdadera operación de incógnito, ¿eh?

—¿Por qué no? Siempre ha sido uno de tus puntos más fuertes…

Un mes después, la barba de Pierre resultó ser mucho más satisfactoria de lo que había imaginado. Molly había llevado la peluca a casa la noche anterior, sorprendiendo a Pierre con su cambio de aspecto: su piel parecía casi de porcelana por el contraste, y sus ojos color aciano resaltaban vivamente. Convenció a Molly para que se dejase la peluca puesta aquella noche, lo que le inspiró nuevos niveles de creatividad. Molly bromeó llamándole su vibrador de metro ochenta.

El día siguiente, Molly condujo hasta San Francisco. Pierre había renunciado discretamente a conducir desde que un incontrolable movimiento del brazo estuvo a punto de hacerle caer al Pacífico desde la Autopista 1.

Mientras se acercaban al edificio de Seguros Cóndor, Pierre pudo ver un pequeño helicóptero volando por la zona, aunque no distinguió las marcas, estaba pintado de negro y oro, los colores de la compañía. Meneó la cabeza al ver que aterrizaba en lo alto del edificio: más primas bien gastadas.

Aparcaron su coche y entraron.

Bajaron del ascensor en el sótano del edificio. Durante las últimas semanas, Pierre había empezado a caminar con la ayuda de un bastón. Había largas mesas para que los accionistas se registrasen, y Pierre se acercó lentamente a ellas, donde recibió una copia de la agenda de la reunión. Había cientos de personas dando vueltas, bebiendo café o agua mineral y comiendo canapés servidos por mujeres elegantemente uniformadas. Molly y Pierre entraron en la sala de conferencias, que tendría unos setecientos asientos. Encontraron dos asientos juntos en el centro, uno de ellos junto al pasillo. Pierre ocupó el asiento y agarró firmemente el puño de su bastón, intentando controlar los temblores. Molly se sentó a su lado, ajustándose ligeramente la peluca, y estudió la agenda.

En el escenario, había nueve hombres y una mujer, todos blancos, sentados tras una larga mesa de caoba. Craig Bullen estaba en el centro. Llevaba un traje gris antracita con un clavel rojo en la solapa. Habló con los hombres que tenía a los lados, y después fue hacia el estrado.

—Damas y caballeros —dijo ante el micrófono—. Bienvenidos a la Asamblea General Anual de Seguros Médicos Cóndor. Me llamo Craig Bullen y soy el presidente de la compañía.

Unos pocos rezagados todavía estaban sentándose, pero todos los demás rompieron a aplaudir. Pierre resistió el impulso de abuchear. El aplauso se alargó más de lo que la cortesía hubiese requerido. La sala de conferencias estaba llena hasta tres cuartas partes de su capacidad. Muchos de los presentes parecían accionistas individuales, pero Molly se había fijado en varios tipos trajeados que probablemente representaban a fondos de inversión con intereses en la compañía.

Bullen sonreía de oreja a oreja.

—Gracias —dijo cuando cesaron los aplausos—. Muchas gracias. Ha sido un año espectacular, ¿no es cierto?

Más aplausos.

—Nuestro jefe financiero, Garrett Sims, les dirá algunas cosas sobre eso más adelante, pero dejen que les hable de nuestros progresos. Empezaré por presentarles a los interventores…

Se sucedieron los informes habituales y fueron planteadas tres mociones, aunque estaba claro que la junta tenía los votos suficientes para decidir lo que quisiese. Algunos miembros del público hicieron preguntas. Un joven protestó por el hecho de que el informe anual no estuviese impreso en papel reciclado. Pierre sonrió: el espíritu del radicalismo californiano seguía vivo.

Bullen volvió al estrado.

—Por supuesto, el mayor impacto en nuestra cuenta de beneficios ha sido el proyecto de ley once cuarenta y seis del senador Patrick Johnston, que entró en vigor el uno de enero de hace tres años. Esa ley nos ha impedido negar pólizas a quienes tienen serios trastornos genéticos basándonos en sus pruebas, siempre que no hayan manifestado los síntomas. Las compañías aseguradoras de California han presionado intensamente en Sacramento oponiéndose a esa ley, y de hecho habían conseguido que el Gobernador Wilson la vetase, pero el senador Johnston siguió presentándola hasta que Wilson tuvo que firmarla. —Miró al público—. Ésas son las malas noticias. Las buenas son que seguimos presionando en los estados de Oregón y Washington para asegurarnos de que no se introduce ningún proyecto similar. Hasta ahora, la ley de California sigue siendo la única de su tipo en el país… y pretendemos que siga siéndolo.

El público aplaudió. Pierre se sintió irritado.

Al final de las presentaciones formales, Bullen, cuya voz grave sonaba notablemente ronca, preguntó si había algún otro asunto. Pierre tocó con el codo a Molly, que levantó la mano por él. No quería que le viesen agitar el brazo como un pelota de sexto curso. Otras dos personas fueron escuchadas primero, y entonces Bullen señaló a Molly.

Ella se levantó un momento.

—En realidad —dijo en voz alta— es mi marido quien quiere hablar. —Lenta, trabajosamente, Pierre se levantó apoyándose sobre su bastón. Anduvo hasta el micrófono que había en el centro del pasillo. Sus pies vacilaban al moverse, y el brazo que no sujetaba el bastón se alzaba y caía continuamente. Algunas personas boquearon sorprendidas. Alguien de unas filas más atrás dijo a su acompañante que aquel tipo debía de estar borracho; Molly se dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina.

Pierre llegó por fin al micrófono. Estaba demasiado bajo para él, pero sabía que le faltaba coordinación para mover la pieza que le permitiría estirar una de las secciones telescópicas. Se agarró al soporte con la mano izquierda mientras se apoyaba en el bastón con la derecha.

—Hola —dijo—. No sólo soy un accionista; también soy ingeniero genético. —Bullen se irguió en su asiento, reconociendo quizá el acento de Pierre. Hizo señas a alguien entre bastidores—. He oído que el señor Bullen les dice lo mala que es la ley contra la discriminación genética. Pero eso no es cierto: es algo maravilloso. Yo procedo de Canadá, donde creemos que el derecho a la atención médica es algo tan inalienable como la libertad de expresión. La ley del senador Johnston reconoce que ninguno de nosotros puede controlar su composición genética.

Hizo una pausa para tomar aliento, su diafragma sufría espasmos a veces. Vio que dos guardias de seguridad habían aparecido en la sala; ambos iban armados.

—Trabajo en el Proyecto Genoma Humano. Estamos secuenciando todo el ADN que forma al ser humano. Ya conocemos la localización del gen de la enfermedad de Huntington, que es lo que yo tengo, así como los de algunas formas de Alzheimer, el cáncer de pecho y ciertas enfermedades cardíacas. Pero en el futuro sabremos dónde está cada gen y qué es lo que hace. Puede que lo consigamos mientras muchos de ustedes siguen vivos. Hoy sólo podemos hacer pruebas genéticas para unas cuantas cosas, pero mañana podremos decir quién va a ser obeso, quién desarrollará mucho colesterol, quién tendrá cáncer de colon. Entonces, si no fuera por leyes como la del senador Johnston, podrían ser ustedes o sus hijos o nietos quienes se quedasen sin red de seguridad, en nombre del beneficio. —Su instinto natural era extender los brazos en un gesto implorante, pero no podía hacerlo sin perder el equilibrio—. No deberíamos oponernos a que otros estados adopten leyes como la de California, sino que deberíamos ayudarles a aceptar los mismos principios. Deberíamos…

Craig Bullen habló con firmeza por su propio micrófono.

—Los seguros son un negocio, doctor Tardivel.

Pierre se sorprendió ante el uso de su nombre. Las cartas estaban boca arriba.

—Sí, pero…

—Y esta buena gente —Bullen abrió los brazos, y Pierre se preguntó por un momento si estaba burlándose del gesto que él no había podido hacer— también tiene derechos. El derecho de ver que su dinero duramente ganado rinde beneficios. El derecho de beneficiarse con el sudor de su frente. Invierten su dinero aquí, en esta compañía, porque quieren seguridad financiera… seguridad para jubilarse cómodamente, seguridad para capear los malos tiempos. Ha dicho usted que es genetista, ¿no?

—Sí.

—¿Pero por qué no dice también a estas personas que tiene una póliza? ¿Por qué no les dice que solicitó el seguro un día después de que la ley del senador Johnston entrase en vigor? ¿Por qué no les habla de los miles de dólares que ha reclamado a esta compañía, para pagar desde los fármacos para combatir su corea hasta el bastón que lleva? Es usted una carga, señor… una carga para cada uno de los aquí reunidos. Su seguro representa la caridad que nos impone el estado.

—Pero yo…

—Y hay un lugar para la caridad, estoy de acuerdo. Le sorprenderá saber, doctor Tardivel, que el año pasado doné personalmente, de mi propio bolsillo, diez mil dólares a un hospital de SIDA aquí en San Francisco. Pero nuestra generosidad debe tener unos límites razonables. La atención médica cuesta dinero. Su querido sistema socializado canadiense podría venirse abajo por la subida constante de los costes.

—Eso no…

—Por favor, señor, ya ha hecho uso de la palabra. Ahora tome asiento.

Un hombre de voz grave gritó desde el fondo.

—¡Siéntate, franchute!

—¡Vuélvete a tu casa si no te gusta esto! —gritó una mujer.

¡Une minute! —dijo Pierre.

—¡Cancela tu póliza! ¡Deja de chuparnos la sangre!

—Ustedes no lo entienden —intentó explicar—. Es…

Un tipo empezó a abuchearle, y pronto se le unieron otros.

Alguien le tiró una agenda enrollada. Bullen hizo señas con los dedos a los guardias de seguridad, que empezaron a avanzar. Pierre suspiró ruidosamente y emprendió el largo y arduo camino de vuelta a su asiento. Molly le dio unas palmaditas en el brazo.

—Tienes los huevos cuadrados, tío —dijo el hombre que se sentaba detrás de ellos.

Molly, que había estado detectando algunos pensamientos de aquel hombre y su mujer a lo largo de la velada, se dio la vuelta.

—Y usted tiene un lío con su secretaria Rebecca.

El hombre quedó boquiabierto y empezó a balbucear mientras su esposa se inclinaba hacia él.

—Vámonos, Pierre. No tiene sentido que nos quedemos más tiempo.

Pierre asintió y empezó el complejo proceso de levantarse. Bullen seguía con la asamblea.

—Lamento esta desdichada exhibición. Ahora, damas y caballeros, como cada año, terminaremos con unas palabras del fundador de la compañía, el señor Abraham Danielson.

Pierre estaba a medio camino por el pasillo. En el escenario, un octogenario completamente calvo se levantó de la mesa y emprendió su propio y lento camino hacia el estrado. Molly, que estaba cogiendo su bolso, levantó la mirada y…

¡Oh, Dios mío!

Aquella cara, aquellos ojos oscuros y crueles…

Llevaba una gorra la otra vez que le vio, ocultando su calvicie y apretándole las orejas contra la cabeza, pero era él, no cabía duda…

—¡Pierre, espera! —Su marido se giró para mirarla. Molly estaba boquiabierta.

—Fundé esta compañía hace cuarenta y ocho años —dijo Danielson, con una voz aflautada y de acento europeo oriental—. Por aquel entonces…

—Es él —susurró Molly mientras Pierre volvía a sentarse—. ¡Es el hombre que vi torturando a un gato!

—¿Estás segura?

Molly asintió vigorosamente.

—¡Es él!

Pierre entornó los ojos para verle mejor: cuello grueso, calvo. Sí, todos los carcamales se parecían un poco, pero aquel tipo recordaba mucho a Burian Klimus, aunque Klimus no tenía las orejas así. De hecho, a quien se parecía era a…

Jesús, era la viva imagen de John Demjanjuk.

—Dios santo. —Cayó de golpe en su asiento, como si alguien le hubiese quitado el aliento—. Dios santo, Molly, ¡Es Iván Marchenko!

—Pero… pero cuando le vi aquella mañana en san Francisco me gritó en ruso, no en ucraniano.

—Mucha gente habla ruso en Ucrania. —Pierre sacudió la cabeza atrás y adelante. Tenía sentido. ¿Qué mejor empleo para un nazi sin trabajo que el de actuario? Había pasado los años de guerra dividiendo a las personas en clases buenas y malas (ario, judío, amo, esclavo), y ahora tenía otra forma de hacerlo. Y los asesinatos, cometidos por neonazis a las órdenes de alguien llamado Grozny. ¿Cuánta gente debía ser eliminada para asegurar los obscenos beneficios de Cóndor? Por alta que fuese la cifra, no era sino calderilla comparada con todos los que Marchenko había matado medio siglo antes.

Si tuviese una cámara… si pudiese mostrar a Avi Meyer la cara de aquel jodido cabrón hijo de puta…

Se levantaron de nuevo, con Pierre moviéndose tan rápido como podía. Llegaron a los ascensores y Molly apretó el botón de llamada. Mientras esperaban, un hombretón negro vestido con chaqueta de paño salió tras ellos.

—¡Esperen! —gritó. Llevaba una gran bolsa de cuero colgada del hombro.

Molly miró las filas de números iluminados sobre las puertas de los cuatro ascensores. El más próximo estaba todavía a ocho pisos de distancia.

—¡Esperen! —repitió el hombre, trotando para cubrir la distancia—. Doctor Tardivel, quiero hablar un momento con usted.

Molly se acercó a su marido.

—Ya ha dicho cuanto tenía que decir ahí dentro.

El hombre negó con la cabeza. Tenía poco más de cuarenta años, con unas pinceladas blancas en su pelo corto.

—No lo creo. Pienso que tiene muchas más cosas que decir. —Miró directamente a Pierre—. ¿Verdad?

Las piernas de Pierre estaban intentando alejarse de él.

—Bueno…

—¿Qué es lo que quiere? —cortó Molly. El ascensor había llegado ya, y las puertas estaban abiertas.

El negro se llevó la mano a la chaqueta, y por un horrible momento Pierre pensó que iba a sacar una pistola… pero se trataba de un gastado tarjetero de piel. Le dio una tarjeta a Molly.

—Me llamo Barnaby Lincoln. Soy redactor financiero del San Francisco Chronicle.

—¿Qué está hacien…? —empezó a decir Pierre.

—Estaba cubriendo la asamblea de accionistas. Pero hay una historia mejor en lo que decía usted.

—No pueden ver el futuro… no se dan cuenta de dónde irá a parar.

—Exacto. Llevo años cubriendo historias de aseguradoras; todas están fuera de control. Hace falta una ley federal que impida el uso de perfiles genéticos para decidir si se acepta o no una póliza.

Pierre se sintió intrigado. Iván Marchenko llevaba libre cincuenta años; unos minutos más no importarían.

D'accord.

—¿Podemos ir a tomar un café a alguna parte?

—Sí —respondió Pierre—. Pero antes, necesito que me haga un favor. Necesito una foto de Abraham Danielson.

Lincoln frunció el ceño.

—Al viejo no le gusta que le tomen fotos. Ni siquiera tenemos una fotografía de archivo en el Chronicle.

—No me sorprende. ¿Tiene un teleobjetivo? Podría tomarla desde el fondo de la sala, necesito una imagen clara de cabeza y hombros.

—¿Para qué?

Pierre se quedó callado un momento.

—No puedo decírselo ahora, pero si toma esa foto y me da unas cuantas copias, le prometo que será el primero a quien llame cuando… —conocía la expresión francesa, pero tuvo que esforzarse para recordar el equivalente en inglés—… cuando salte la historia.

Lincoln se encogió de hombros.

—Esperen aquí. —Volvió a la sala de conferencias. Cuando abrió la puerta, Pierre pudo reconocer la voz de Craig Bullen saliendo de los altavoces. Tanto mejor: Danielson se habría sentado y no esperaría que le tomasen una foto entonces. Lincoln salió a los pocos minutos—. La tengo —dijo.

—Bien. Salgamos de aquí.

CAPÍTULO 38

—Avi Meyer —dijo una voz familiar con acento de Chicago.

—Avi, soy Pierre Tardivel, del LNLB. —Pierre apretó el botón de transmisión de su fax.

—Eh, Pierre. ¿Qué hay de nuevo con Klimus?

—Nada, pero…

—Nosotros tampoco tenemos nada todavía. Tengo un agente en Kiev, trabajando con archivos de su época en campamentos de refugiados, aunque…

—No, no, no. Klimus no es Iván Marchenko.

—¿Qué?

—Estaba equivocado. No es Marchenko.

—¿Seguro?

—Positivamente.

—Maldita sea, Pierre. Llevamos meses en esto por su insistencia…

—He visto a Marchenko. Cara a cara.

—¿En Berkeley?

—No, en San Francisco. Y Molly le vio en la calle, con una gabardina.

—¿Qué es esto? ¿La nueva versión de las apariciones de Elvis? —Avi resopló ruidosamente. Su tono dejaba claro que lamentaba haberse dejado liar por un sabueso aficionado—. Mierda, ¿a quién va a señalar ahora? ¿A Ross Perot? Tiene orejas de jarra, después de todo. ¿O a Patrick Stewart? Ése sí que es un calvo de aspecto sospechoso. ¿Qué tal el Papa? El muy jodido tiene acento de Europa Oriental, y…

—En serio, Avi. Le he visto. Ahora se hace llamar Abraham Danielson. Es el fundador de una compañía llamada Seguros Médicos Cóndor.

Ruido de teclas al fondo.

—No tenemos expediente de nadie con ese nombre, y… ¿Cóndor? ¿No es la gente de esa póliza de aborto que no le gusta? Maldita sea, Pierre, le dije que no fuese jodiendo al Departamento de Justicia. Podría hacer que le encerrasen por esto. Primero nos pone sobre la pista de su jefe porque le ha cabreado de alguna forma, y ahora nos azuza contra el tipo cuya compañía ofende su delicada sensibilidad…

—No, le digo que esta vez no hay duda.

—Claro, claro.

—Hablo en serio, joder. Ese tipo es un monstruo…

—Porque fomenta los abortos.

—Porque es Iván Grozny. Porque dirige el Reich Milenario. Y porque ha ordenado la ejecución de miles de personas aquí en California.

—¿Puede probarlo? ¿Puede probar una palabra de todo eso? Porque si no puede…

—Compruebe su fax, Avi.

—¿Qué? Oh… un segundo. —Pierre pudo oír cómo Avi dejaba el auricular y se movía por su despacho. Un momento después volvió a coger el aparato—. ¿De dónde ha sacado esta foto?

—La tomó un periodista del San Francisco Chronicle.

—¿Es… cómo ha dicho que se llamaba, Abraham Danielson?

—El mismo.

—Mierda, se parece a Marchenko.

—A mí me lo va a contar —dijo Pierre con satisfacción.

—Haré que mi ayudante revise sus papeles de inmigración; puede que lleve un par de semanas. Pero si esto no funciona, Pierre…

—Ya sé, ya sé… deportación instantánea.

Amanda todavía no había dicho nada en voz alta, aunque, de acuerdo con Molly, podía articular mentalmente varios cientos de palabras… muchas más de las que tenía que aprender en el lenguaje de signos.

Era sábado por la tarde, la hora de la visita semanal de Klimus. El viejo llegó a las tres. No llevaba ningún regalo para Amanda (nunca lo hacía), pero sí su habitual libretita de notas en el bolsillo delantero. Se sentaba en el sofá, tomando notas sobre el comportamiento de Amanda y su aptitud para comunicarse con las manos. Molly debía mantener a la niña alejada de su zona: Amanda entendía que, a menos que estuviese cerca de su madre, ella no podía leer sus pensamientos, pero no entendía que tal habilidad era un secreto, así que Molly mantenía las distancias, esperando que nada en el comportamiento de la niña le diese una pista a Klimus.

A las dos horas, Klimus se levantó para marcharse, pero Molly se puso a su lado.

—Por favor, quédese.

Klimus parecía sorprendido. Estaba acostumbrado a la hostilidad de Molly y Pierre.

—¿Para qué?

—Para charlar un poco, nada más —dijo Molly, inclinándose más hacia él.

—¿Sobre qué?

—Oh, esto y aquello… Cosas. Realmente no nos conocemos mucho… y bueno, si va a ser parte de la familia, creí que deberíamos…

—Soy un hombre muy ocupado.

Pero Pierre se sentó también, en una silla frente a la cama.

—Hemos puesto más café. Estará en un minuto.

Klimus exhaló y extendió los brazos.

—Muy bien.

Amanda gateó hasta su madre y empezó a subírsele al regazo, pero Molly impidió que siguiera avanzando.

—Ve con tu padre —dijo. Obviamente, Amanda pensaba que aquel regazo a mano era tan bueno como el de su padre, pero al fin pareció encogerse de hombros y se acercó a Pierre, que la sentó sobre él.

—Cuéntenos algo de usted.

—¿Por ejemplo?

—Oh, no sé. ¿Qué programas de televisión le gustan?

—Sólo veo 60 minutos. Todo lo demás es basura.

Las cejas de Pierre se alzaron. 60 minutos había sido el primer programa en hablar de Iván Marchenko. Por eso Klimus conocía el nombre.

—Pues bien —dijo Klimus torpemente—. ¿Y cómo están sus amigos los Lagerkvist?

—Estupendamente. Ingrid está hablando de pasarse a la práctica privada.

—Ah. ¿Se quedaría en Berkeley?

—Si los Lagerkvist tienen algún plan de mudarse, lo guardan en secreto. —Molly hizo una pausa—. Los secretos son muy interesantes, ¿verdad? —Miraba directamente a Klimus—. Lo que quiero decir es que todos tenemos secretos: yo los tengo, Pierre también… incluso la pequeña Amanda, estoy segura. ¿Y qué hay de usted, Burian? ¿Cuál es su secreto?

¿De qué va? pensaba Klimus.

—Ya sabe… algo profundo, escondido…

Está loca si piensa que voy a hablarle de mi vida privada…

—No sé qué espera que le diga, Molly.

—Bueno, nada en realidad. Sólo estoy divagando. Me preguntaba qué es lo que hace ponerse en marcha a un hombre como usted. Ya sabe que soy psicóloga. Tendrá que perdonarme que me sienta intrigada por la mente de un genio.

Así está mejor. Un poco de respeto.

—La gente normal tiene todo tipo de secretos… cosas sexuales…

Cristo, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice…

—Secretos financieros… tal vez alguna pequeña trampa en la declaración…

No más que cualquier otro…

—O secretos relacionados con sus trabajos…

El de profesor universitario es el mejor trabajo del mundo: viajes, respeto, un dinero decente, poder…

—…o con su investigación…

No últimamente.

—Su investigación más temprana…

De todas formas, el premio tenía que ser para mí.

—¿Su… su Premio Nobel, quizá?

Tottenham se llevó el secreto a la tumba…

Molly le miró directamente a los ojos.

—¿Tottenham?

La piel de pergamino de Klimus adquirió un poco de color.

—Tottenham…

—¿Quién es ese hombre?

Mujer.

—¿O esa mujer?

Cristo, qué es…

No conozco a nadie que se llame…

Amanda estaba jugando con los dedos de Pierre. Él habló en voz alta.

—Tottenham… ¿no será Myra Tottenham?

Molly miró a su marido.

—¿Conoces ese nombre?

Pierre frunció el ceño, pensando. ¿Dónde lo había oído antes?

—Una bioquímica de Stanford en los años sesenta. Hace poco leí un viejo artículo suyo sobre mutaciones sin sentido.

Los ojos de Molly se estrecharon. Había estudiado la biografía de Klimus en el Quién es quién como preparación para aquello.

—¿No estuvo usted en Stanford durante los sesenta? ¿Qué le pasó a Myra Tottenham?

—Oh, esa Tottenham —dijo Klimus encogiéndose de hombros. Murió en 1969, creo. Leucemia.

Puta frígida.

Molly arrugó la frente.

—Myra Tottenham. Un nombre bonito. ¿Trabajaban juntos?

Intenté trabajármela.

No.

—Es triste cuando alguien muere así.

No para mí.

Las personas mueren todo el tiempo, Molly. —Klimus se puso en pie—. Ahora, tengo que irme.

—Pero el café… —dijo Pierre.

—No, no. Me voy ya. Adiós.

Molly acompañó a Klimus a la puerta. Una vez se hubo ido, ella volvió al salón y dio una palmada. Todavía en brazos de su padre, Amanda se volvió para mirarla, sorprendida por el ruido.

—¿Y bien?

—Sé que nunca podré sacarte del hockey… pero la pesca es mi deporte favorito.

—¿Está muy lejos Stanford?

Molly se encogió de hombros.

—No mucho. Unos sesenta kilómetros.

Pierre besó a su hija en la mejilla y le habló con voz consoladora.

—Pronto no tendrás que ver a ese viejo malo.

Pierre no podía hacer el trabajo por sí mismo, ya que requería una mano demasiado firme. Pero el LNLB tenía un estupendo taller: se hacía una gran variedad de trabajo en el laboratorio, y las peticiones de herramientas y piezas de diseño especial eran muy habituales. Pierre hizo que Shari dibujase un esquema según su descripción verbal, y después tomó el autobús hasta la UCB, donde hizo una visita a Stanley Hall, sede del laboratorio de virus de la universidad. Había acertado: allí tenían las jeringuillas más estrechas que había visto jamás. Consiguió unas cuantas y volvió al taller.

El responsable del taller, un ingeniero mecánico llamado Jesús DiMarco, examinó el tosco esquema de Pierre y sugirió tres o cuatro refinamientos, tras lo cual cursó la orden de trabajo. El LNLB era un laboratorio del gobierno, y todo generaba papeleo… aunque no tanto como hubiese hecho en Canadá.

—¿Cómo va a llamar a este aparato? —preguntó.

Pierre frunció el ceño, pensando.

—Digamos que es un zumbador de broma.

DiMarco rió entre dientes.

—Bastante ingenioso —dijo.

—Llámeme Q.

—¿Cómo?

—Ya sabe… —Pierre silbó el tema musical de James Bond.

DiMarco se rió.

—Ah, ya. Venga a partir de las tres. Estará listo.

—Redacción —dijo la voz masculina.

—Con Barnaby Lincoln, por favor. Es un redactor financiero.

—Ha salido, y… oh, espere. Ahí viene. —La voz gritó en el teléfono; Pierre odiaba a la gente que no se apartaba el auricular de la boca al gritar—. ¡Barney! ¡Tienes una llamada! —El auricular cayó sobre una superficie dura, y alguien lo recogió momentos después.

—Aquí Lincoln.

—Barnaby, soy Pierre Tardivel.

—¡Pierre! Me alegra oírle. ¿Ha pensado en lo que hablamos?

—Suena interesante, sí. Pero no le llamo por eso. Ante todo, gracias por las fotos de Danielson, eran estupendas.

—Por eso me pagan la fortuna que me pagan —dijo Lincoln en tono de póquer.

—Necesito que haga algo más por mí.

—¿Sí?

—¿Va a entrevistar pronto a Abraham Danielson?

—Buenooo… no he entrevistado al viejo desde… demonios desde hace seis años.

—¿Le atendería si llamase?

—Supongo que sí.

—¿Puede organizar una entrevista? ¿Puede verle, aunque sean cinco minutos?

—Claro, ¿pero por qué?

—Hágalo. Pero pase por mi laboratorio antes de ir. Se lo explicaré todo aquí.

Lincoln se lo pensó por un momento.

—Más vale que sea una buena historia.

—¿Puede decir “Pulitzer”? —contestó Pierre.

La recepcionista acompañó a Barnaby Lincoln hasta el despacho.

—Barney —dijo Abraham Danielson, levantándose de su silla de cuero.

Lincoln avanzó, tendiendo la mano.

—Gracias por recibirme con tan poca antelación.

Danielson miró la mano de Lincoln. Éste la mantuvo extendida. Finalmente, le dio un firme apretón.

Pierre se había quedado trabajando en casa: últimamente era engorroso ir al LNLB, pues Molly tenía que llevarle en coche. Decidió ir al salón para reponer sus existencias de Diet Pepsi. El café era una forma demasiado peligrosa de conseguir su cafeína de la mañana: ahora volcaba su bebida al menos una vez por semana ahora, y no quería escaldarse. Y la Pepsi normal tenía mucho azúcar: arruinaría el teclado o el ordenador si se le cayese encima. Pero el aspartamo no era conductivo; aunque podía pringarlo todo, no arruinaría el sistema electrónico. Por supuesto, hizo bastante ruido al subir los escalones, pero el lavaplatos estaba en marcha y su traqueteo ahogaba los demás sonidos. Cuando entró en la sala, vio que Molly estaba sentada con Amanda en el sofá. Molly estaba diciéndole algo a la niña que Pierre no pudo entender, y Amanda parecía estar concentrándose mucho.

Las contempló por un momento, alegrándose de, al menos hasta cierto punto, haber dejado de sentir celos por la proximidad de su esposa con Amanda. Sí, seguía doliéndole no poder comunicarse con ella como le gustaría, pero había llegado a comprender lo importante que era aquella relación especial entre Molly y Amanda. Amanda parecía totalmente cómoda con la habilidad de Molly para meterse en su mente y oír sus pensamientos; casi era un alivio para la niña poder comunicarse sin esfuerzo con otro ser humano. Y el vínculo de Molly con su hija iba incluso más allá de lo normal entre madres e hijos; ella podía tocar la misma mente de Amanda.

Pierre seguía pensando principalmente en francés, y sabía, puesto que casi siempre hablaba en inglés, que a cierto nivel subconsciente lo hacía como defensa contra la lectura de sus pensamientos. Pero Amanda había aceptado la habilidad de su madre desde el principio, y no erigía ninguna barrera; tenían una intimidad que lo trascendía todo… y Pierre se alegraba al menos de eso. Su esposa ya no se sentía torturada por su don, sino que agradecía tenerlo. Y Pierre sabía que cuando él no estuviese, Molly y Amanda seguirían estando unidas para apoyarse entre sí y para enfrentarse juntas al futuro, casi como si fuesen una.

—Inténtalo otra vez —decía Molly, de espaldas a Pierre—. Puedes hacerlo.

Pierre entró en el salón.

—¿Qué estáis tramando?

Molly levantó la mirada, sorprendida.

—Nada —dijo con demasiada rapidez—. Nada. —Parecía avergonzada. Amanda tenía los ojos muy abiertos, como cuando era sorprendida haciendo algo malo.

—Pareces el gato que se comió el canario —dijo Pierre con una sonrisa divertida—. ¿Qué es…?

Sonó el teléfono, y Molly se levantó de un salto.

—Ya lo cojo yo —dijo yendo a la cocina—. ¡Pierre! ¡Es para ti!

Él entró cuidadosamente en la cocina. El ruido del lavaplatos era irritante, pero le llevaría varios minutos ir a otra habitación.

—¿Diga?

—¿Pierre? Soy Avi.

Molly volvió al salón; Pierre pudo oír que volvía a hablar con Amanda en tono de conspiración.

—Hemos encontrado los registros de inmigración de Abraham Danielson. Usted tenía razón, no es su verdadero nombre. Pero eso no es raro; muchos inmigrantes cambiaron sus nombres al llegar aquí después de la guerra. Según su solicitud de visado, su nombre es Avrom Darylchenko. Nacido en 1911, el mismo año que Iván Marchenko. Aunque Klimus también nació aquel año, y no demuestra nada. Estaba viviendo en Rijeka cuando solicitó venir aquí.

—De acuerdo.

—No encontramos nada anterior a 1945 sobre Avrom Darylchenko, pero eso tampoco prueba una mierda. Muchos archivos se perdieron durante la guerra, y hay toneladas de material en la vieja Unión Soviética que nadie ha mirado todavía. De todas formas, es interesante que lo último que tenemos sobre Iván Marchenko sea la declaración de Nikolai Shelaiev de que le vio en Fiume en 1944, y que lo primero de Avrom Darylchenko sea su solicitud de visado el año siguiente.

—¿Está muy lejos Rijeka de Fiume?

—Yo me preguntaba lo mismo; al principio no podía encontrar Fiume en mi atlas, y es que resulta que, no se lo pierda, Fiume y Rijeka son el mismo lugar. Fiume es el viejo nombre italiano de la ciudad.

—Jesús. ¿Y qué van a hacer ahora?

—Voy a enseñar la foto a los supervivientes de Treblinka. Mañana vuelo a Nuevo México para ver a uno de ellos, y después iré a Israel.

—¿No puede enviar la foto por fax a la policía de allí?

—No, quiero hacerlo personalmente. Quiero ver a los testigos cuando les enseñe la foto. La jodimos en el caso Demjanjuk por no llevar bien las identificaciones. Yoram Sheftel, el abogado israelí de Demjanjuk, dice que en todos sus años en el negocio no ha visto nunca a la policía de Israel llevar bien una identificación fotográfica. En el caso Demjanjuk, mezclaron su fotografía con otras siete, pero algunas de las fotos eran más grandes o más claras que otras, y muchas no se parecían en nada al hombre descrito por los testigos. Esta vez voy a supervisarlo todo, paso a paso. Así no habrá cagadas. —Una pausa—. En cualquier caso, tengo que ir.

—Espere… una cosa más.

—¿Quién es usted, Colombo?

Al menos era una mejora sobre la asunción generalizada de que era un vendedor.

—Cuando tienen a alguien en custodia, ¿qué registros de identificación guardan?

—¿A qué se refiere?

—Llevan archivos, ¿no? La caza de nazis consiste en demostrar identidades. Supongo que si tienen a alguien en custodia, tomarán medidas para asegurarse de que pueden identificar a esa persona años después si es necesario.

—Claro, tomamos las huellas digitales, incluso algún examen retinal…

—¿Toman muestras de tejido para la identificación del ADN?

—Ese tipo de pruebas no es legal.

—Eso no es una respuesta directa. ¿Lo hacen? Es bastante fácil, después de todo. Sólo hacen falta unas cuantas células. ¿Lo hacen?

—Entre nosotros, sí.

—¿Lo hacían ya en los 80?

—Sí.

—Entonces tendrán una muestra de tejido de John Demjanjuk en sus archivos.

—Supongo. ¿Por qué?

—Consígala. Haga que la envíen a mi laboratorio por mensajero.

—¿Por qué?

—Simplemente hágalo. Si tengo razón… si tengo razón, podré aclarar el misterio de lo que fue mal en el juicio de Iván el Terrible en Jerusalén hace tantos años.

CAPÍTULO 39

El teléfono volvió a sonar el día siguiente.

—Pierre, soy Avi. Llamo desde el aeropuerto O'Hare. He estado con Salmon Chudzik esta mañana; es un superviviente de Treblinka que vive en Estados Unidos.

—¿Y?

—El pobre bastardo tiene la enfermedad de Alzheimer.

Merde.

—Exactamente. Aunque… bueno, quizá suene cruel, pero en este caso puede que sea una bendición.

—¿Eh?

—Su hija dice que lo ha olvidado todo sobre Treblinka. Por primera vez en más de cincuenta años, puede dormir toda la noche.

Pierre no supo qué contestar.

—¿Cuándo sale para Israel?

—Dentro de unas tres horas.

—Espero que tenga más suerte allí.

La voz de Avi sonaba cansada.

—Yo también. Sólo hubo cincuenta supervivientes de Treblinka, y ya han muerto más de treinta y cinco de ellos. Sólo quedan cuatro que no hayan identificado erróneamente a Demjanjuk como Iván… y Chudzik era uno de ellos.

—¿Y qué pasa si no tenemos una identificación positiva?

—Que nos quedamos sin caso. Mire todas las pruebas que tenían contra O.J. Simpson: no significaron nada para el jurado. Sin testigos oculares, estamos hundidos. Y digo testigos, en plural. Los israelíes no prestarán atención a menos que tengamos como mínimo dos identificaciones independientes.

—Santo Cristo.

—En este momento —dijo Avi— aceptaría hasta su ayuda.

Avi Meyer había pasado los últimos días resolviendo asuntos jurisdiccionales con Izzy Tischler, un detective de paisano de la División de Investigación de Crímenes Nazis de la Policía de Israel. Por fin estaban listos para intentar su primera identificación. Tischler, un cuarentón alto, delgado y pelirrojo, llevaba un yarmulke; Avi se puso un sombrero de lona, intentando protegerse de aquel sol brutal. Caminaron por la estrecha calle, entre edificios de ladrillo amarillo y pequeños balcones pegados unos a otros. Dos judíos ortodoxos y un árabe se cruzaron en la acera, sin mirarse.

—Aquí es —dijo Tischler, comparando el número de la calle con una dirección que llevaba escrita en una nota Post-it, doblada por la mitad para que la tira adhesiva quedase cubierta. La puerta estaba a sólo un metro de la calzada. Había hierbas creciendo en las grietas del camino de piedra, pero la belleza del mezuzah de cerámica del umbral fascinó a Avi. Llamaron a la puerta, y al poco tiempo abrió una mujer de mediana edad.

Shalom —dijo Avi—. Me llamo Avi Meyer, y me acompaña el Detective Tischler, de la Policía de Israel. ¿Vive aquí Casimir Landowski?

—Está arriba. ¿De qué se trata?

—¿Podemos hablar con él?

—¿Sobre qué?

—Sólo necesitamos que identifique algunas fotos.

Ella les miró.

—Han encontrado a Iván Grozny —dijo en tono neutro.

Avi dio un respingo.

—Es importante que la identificación no esté condicionada. ¿Es usted hija de Casimir Landowski?

—Sí. Mi marido yo cuidamos de él desde que murió su esposa.

—Su padre no puede saber de antemano a quién vamos a pedirle que identifique. Si lo supiese, los abogados de la defensa podrían pedir que se desestimase la identificación. Por favor, no le diga nada.

—No podrá ayudarles.

—¿Por qué no?

—Porque se ha quedado ciego, por eso. Complicaciones de la diabetes.

—Oh —dijo Avi, sintiendo que se le hundía el corazón—. Lo lamento.

—Aunque pudiera ver, no sé si les dejaría hablar con él.

—¿Por qué?

—Siguió el juicio de John Demjanjuk en la televisión. ¿Cuándo fue, hace diez años? Aún podía ver, y sabía que tenían ustedes al tipo equivocado. Le habían mostrado fotos de Demjanjuk, y él había dicho que no era Iván.

—Lo sé. Por eso hubiese sido un gran testigo ahora.

—Pero ver aquel juicio acabó con él. Todos aquellos testimonios sobre Treblinka. Él nunca había hablado de ello, nunca me dijo ni una palabra. Pero se sentaba allí, transpuesto, día tras día, escuchando los testimonios. Conocía a algunos de los testigos, y les oyó hablar de todo lo que hizo ese carnicero… asesinatos, violaciones, torturas… Él creía que, si nunca hablaba de ello, de algún modo podría separarlo de su vida, mantenerlo aislado. Pero tener que vivirlo todo de nuevo, aunque fuese en el salón de su casa, estuvo a punto de matarle. Pedirle que lo hiciese otra vez… nunca haría algo así. Tiene noventa y tres años; no sobreviviría.

—Lo siento. —Avi miró a la mujer, intentando calibrarla. Se le ocurrió que quizá el hombre no estuviese ciego de verdad. Podía ser que sólo intentase protegerle—. Yo… de todas formas, me gustaría hablar con su padre, si es posible. Ya sabe, sólo para estrechar su mano. He venido desde Estados Unidos.

—No me cree —dijo ella en el mismo tono de antes. Pero se encogió de hombros—. Les dejaré hablar con él, pero no pueden decirle ni una palabra de por qué están aquí. No quiero que le trastornen.

—Lo prometo.

—Pasen, entonces. —Subió seguida por Avi y Tischler. Landowski estaba sentado ante un televisor. Avi pensó que había cogido a la mujer en una mentira, pero después se dio cuenta de que el hombre no estaba mirando la televisión, sino escuchándola. Era un programa en hebreo. La entrevistadora, una mujer joven, estaba preguntando a sus invitados por sus primeras experiencias sexuales. Landowski escuchaba atentamente. Su bastón blanco estaba apoyado contra la pared en un rincón.

Abba, quiero presentarte a unos viejos amigos míos. Sólo están de paso.

El hombre se puso en pie lenta y trabajosamente. Avi vio que sus ojos estaban completamente nublados.

—Es un placer conocerle —dijo estrechando su mano nudosa—. Un gran placer.

—Ese acento… ¿es usted americano?

—Sí.

—¿Qué le trae a Israel? —preguntó el hombre, en tono bajo.

—Los monumentos. Ya sabe, la historia.

—Oh, sí. Tenemos mucho de eso.

Pierre cogió un teléfono del laboratorio.

—¿Diga?

—¿Pierre?

—Hola, Avi. ¿Cómo va el tanteo?

—Fuerzas del bien cero, fuerzas del mal dos.

—¿Ninguna identificación?

—Todavía no. El segundo tipo es ciego. Complicaciones de la diabetes, dijo su hija.

Pierre bufó.

—¿Le parece divertido?

—Divertido no. Simplemente irónico. El primer testigo tenía Alzheimer, y el segundo tiene diabetes. Ambas son enfermedades de origen genético. Como Danielson, Marchenko discrimina a las personas que sufren esas mismas enfermedades, que ahora son lo que le está salvando.

—Sí —dijo Avi—. Bueno, esperemos que las cosas mejoren. Sólo nos quedan dos cartuchos.

—Téngame al tanto.

—Claro. Adiós.

Pierre volvió al panel luminoso, inclinándose sobre las dos radiografías. Pasó horas allí, pero al terminar asintió con satisfacción. Era exactamente lo que había esperado.

Cuando Avi volviese, tendría una buena sorpresa para él.

Avi y Tischler fueron a Jerusalén para su siguiente intento. Todos los edificios eran de piedra, de acuerdo con una ordenanza municipal; al ocaso, el reflejo de la luz convertía Jerusalén en la fabulosa Ciudad de Oro. Encontraron la vieja casa que buscaban y llamaron en la puerta. Abrió un chico de unos trece años que llevaba un yarmulke y una camiseta de Melrose Place. Avi meneó la cabeza: siempre le había sorprendido la omnipresencia de la cultura popular americana.

—¿Sí? —preguntó el chico en hebreo.

Avi sonrió.

Shalom. —Sabía que su hebreo era bastante tosco, pero le había dicho a Tischler que quería ocuparse de todas las conversaciones. No podía arriesgarse a que la policía israelí dijese algo que pudiera contaminar la identificación—. Me llamo Avi Meyer. Estoy buscando a Shlomo Malamud.

—Es mi zayde —dijo el chico. Pero sus ojos se estrecharon de inmediato—. ¿Qué quieren?

—Sólo hablar con él. Es un momento.

—¿Sobre qué?

Avi suspiró.

—Vengo de Estados Unidos…

—¿De verdad? No joda —interrumpió el chico, dejando claro que eso había sido obvio desde la primera sílaba de Meyer.

—…y este hombre es un agente de la policía israelí. Enséñeselo —dijo volviéndose a Tischler. Éste mostró su identificación.

—Mi zayde es muy viejo, y casi nunca sale de casa. No ha hecho nada.

—Lo sabemos. Sólo queremos hablar con él un momento.

—Será mejor que vengan cuando esté mi padre.

—¿Y cuándo será eso?

—Vendrá el viernes, por el Shabbat. Ahora está en Haifa, por negocios.

—Sólo será un momento. —Desde la puerta, Avi pudo ver a un anciano encorvado que se dirigía a la cocina, ignorante de su presencia.

—¿Es él?

El chico no tuvo que mirar atrás.

—Es muy viejo.

—¡Shlomo Malamud! —llamó Avi.

El hombre se giró poco a poco, con una expresión de sorpresa en su cara arrugada y curtida por el sol.

—¡Mar Malamud!

El anciano empezó a acercarse.

—Déjalo —le dijo el chico, intentando que no se acercase más—. Ya me ocupo yo.

—Mar Malamud —dijo Avi—. He venido desde muy lejos para hacerle sólo una pregunta, señor. Necesito que mire unas fotografías y me diga si reconoce a alguien.

Malamud se acercaba poco a poco, pero su nieto seguía bloqueando la entrada.

—Está perdiendo el tiempo. Es ciego.

Avi sintió que se le encogía el corazón. ¡Otra vez no! Mierda, ¿por qué no lo había comprobado antes de salir? ¿Cómo iba a explicarle aquello a su jefe? “Sí señor, efectivamente. Gasté tres mil dólares en volar al otro lado del mundo para enseñar unas fotos a un grupo de viejos ciegos.”

El anciano seguía acercándose por el pasillo.

—Siento haberle molestado —dijo Avi, dándose la vuelta para marcharse.

—¿Qué quieren ustedes dos? —preguntó Malamud con una voz tan seca como el desierto.

—Nada —contestó Avi. Pensó durante un segundo que su hebreo le había fallado—. ¿Ha dicho “ustedes dos”? —Tischler no había abierto la boca en todo el tiempo.

—Hable más alto, joven. Apenas puedo oírle.

Avi se volvió hacia el chico.

—¿Es ciego, o no?

—Claro que sí. Bueno, legalmente.

—¿Cuánta visión conserva, señor Malamud?

—No mucha.

—Si le muestro una serie de fotografías, ¿podría distinguirlas?

—Quizá.

—¿Podemos pasar?

El anciano lo pensó durante un buen rato.

—Supongo que sí —dijo al fin.

El adolescente, con aspecto mortificado por la derrota, se apartó a regañadientes. Avi y Tischler siguieron a Malamud a paso de tortuga hasta la cocina. Malamud cogió una silla (Avi no supo decir si la había visto o simplemente sabía dónde estaba) y se sentó, indicándoles que hicieran lo mismo. Avi sacó una pequeña grabadora de bolsillo de su maletín y la puso cerca de Malamud. Después desplegó las fotos ante el anciano. Eran tres filas de ocho fotografías cada una, veinticuatro en total.

—Son fotografías modernas. Todas muestran a hombres de ochenta o noventa años. Pero estamos intentando identificar a alguien que usted pudo haber conocido en su juventud… quizá a principios de los años 40.

Malamud levantó los ojos llenos de esperanza.

—¿Han encontrado a Saúl?

Avi miró al adolescente.

—¿Quién es Saúl?

—Su hermano. Desapareció en la guerra. Mi abuelo estuvo en Treblinka, y a su hermano le llevaron a Chelm.

—He estado buscándole desde entonces —dijo el anciano—. ¡Y ustedes le han encontrado!

Aquello era ideal. Si Malamud pensaba que estaban buscando a otra persona y con todo señalaba a Iván Grozny, sería difícil desacreditar la identificación ante el tribunal. Pero Avi no fue capaz de usar así al anciano.

—No —dijo—. Lo siento, pero esto no tiene nada que ver con su hermano.

La cara del hombre se hundió visiblemente.

—¿Entonces?

—Si pudiese mirar las fotografías…

Malamud se tomó un momento para recuperarse, y después sacó unas gafas de su bolsillo delantero. Tenían unas lentes muy gruesas.

—Sigo sin ver muy bien.

Avi soltó un suspiro. Pero Malamud continuó hablando.

—Ezra, ve a por mi lupa.

El chico, ahora un poco intrigado, parecía reacio a marcharse, pero tras vacilar un momento entró en otra habitación, volviendo con una lupa digna de Sherlock Holmes. El anciano se quitó las gafas y extendió la mano, dejando que Ezra se la pusiese allí. Acto seguido se inclinó de nuevo sobre las fotos.

—No —dijo tras mirar la primera fotografía—. No —repitió tras la segunda.

—Recuerde —dijo Avi, sabiendo que debía permanecer callado, pero incapaz de hacerlo— que busca a alguien de hace unos cincuenta o más años. Intente imaginarlos como hombres jóvenes.

Malamud gruñó, como diciendo que no había necesidad de recordárselo: podía ser viejo, pero no era idiota. Pasaba de una cara a otra, con el ojo a apenas unos centímetros de las fotos.

—No. No. Tampoco. No… ¡oh, señor! Señor, oh señor… —Su dedo estaba sobre la fotografía de Danielson—. ¡Es él! Después de tantos años…

Avi sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Quién? —dijo intentando controlar su voz—. ¿Quién es?

—Ese monstruo de Treblinka. —La cara de Malamud estaba completamente blanca, y su mano temblaba tanto que parecía que fuese a dejar caer la lupa. Ezra se la quitó con suavidad.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Iván —dijo el anciano, prácticamente escupiendo la palabra—. Iván Grozny.

—¿Está seguro? ¿Tiene alguna duda?

—Esos ojos. Esa boca. No… ninguna duda. Es él, el diablo en persona.

Avi cerró los ojos.

—Gracias —dijo—. Si preparamos una declaración en ese sentido, ¿la firmará?

—¿Dónde está? ¿Le han cogido?

—Está en los Estados Unidos.

—¿Le traerán aquí? ¿Para juzgarle?

—Sí.

El anciano guardó silencio durante un buen rato.

—Sí, firmaré una declaración. Tienen miedo de que muera antes del juicio, ¿verdad? De que no viva para declarar ante el tribunal.

Avi no dijo nada.

—Viviré. Usted me ha dado algo por lo que vivir. —Extendió la mano, buscando la de Avi. Él sintió la piel áspera, y floja. La manga de Malamud se había deslizado por su antebrazo, revelando el número de serie tatuado—. Gracias —dijo—. Gracias por traerlo a la justicia. —Hizo una pausa—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Meyer, señor. Agente Avi Meyer, del departamento de Justicia de los Estados Unidos.

—Conocí a alguien llamado Meyer en Treblinka. Jubas Meyer. Trabajábamos juntos acarreando cadáveres.

Avi sintió pinchazos en los ojos.

—Era mi padre.

—Un buen hombre, Jubas.

—Murió antes de que yo naciese. ¿Cómo… cómo era?

—Siéntese —dijo Malamud— y se lo contaré.

Meyer miró a Tischler, pidiéndole indulgencia.

—Adelante —dijo Tischler con amabilidad—. La familia es importante.

Avi tomó asiento, con el corazón acelerado.

Malamud le contó historias sobre Jubas, que escuchó con toda atención. Cuando el anciano terminó, volvió a estrecharle la mano.

—Gracias. Muchas gracias.

Malamud negó con la cabeza.

—No, hijo. Gracias a usted. Gracias, en mi nombre y en el de su padre. Él se sentiría orgulloso de usted.

Avi sonrió, parpadeando para contener las lágrimas.

Pierre había hecho pruebas sobre el ADN de varios tipos de primate recogido en el zoo, determinando no sólo el grado de divergencia genética, sino también la forma específica en que variaban segmentos clave de sus cromosomas 13. Él y Shari estaban absortos en el diseño de una simulación por ordenador. Integraron todos sus datos de metilación de la citosina, todos los patrones detectados en los intrones humanos y no humanos, y todas sus ideas sobre el significado de los codones sinónimos.

Era un proyecto colosal, con una enorme base de datos. La simulación era demasiado compleja para el PC de su laboratorio. Pero el LNLB tenía un superordenador Cray, una máquina capaz de procesar todo aquello en un abrir y cerrar de ojos. Pierre había pedido que se le asignase algo de tiempo de computación del Cray, y les tocaba dentro de dos semanas.

Necesitarían hasta el último minuto para tener la simulación preparada, pero si todo iba bien, conseguirían por fin las respuestas que habían estado buscando.

—¿David Solomon?

—¿Sí?

—Me llamo Avi Meyer, y trabajo para el gobierno de los Estados Unidos. Éste es el Detective Izzy Tischler, de la policía de Israel. Nos gustaría mostrarle algunas fotos y ver si reconoce a alguien.

La cara de Solomon era como una bolsa de papel arrugada, moreno y curtida por la exposición al sol y el viento. La única parte afilada era la nariz, una cosa enorme, curva y ganchuda como el pico de un águila, y con la superficie cubierta de pequeños capilares. Sus ojos eran de un marrón tan oscuro que apenas se le distinguían las pupilas, y el resto de sus ojos era más amarillo que blanco, recorrido por multitud de venillas.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo hasta que haya visto las fotos.

Solomon se encogió de hombros.

—De acuerdo.

—¿Podemos pasar?

Otro encogimiento.

—Claro. —El anciano entró en la salita y se sentó en el gastado sofá. No había aire acondicionado; el calor era asfixiante. Tischler apartó escrupulosamente un jarrón de la mesita y, al no encontrar dónde ponerlo, se quedó con él en la mano. Avi puso su grabadora en marcha y después extendió las fotos, en tres filas de ocho. Solomon se quitó las gafas que llevaba, sustituyéndolas por otras que sacó del bolsillo.

—Estas personas…

—¡Iván Marchenko! —dijo el hombre enseguida.

Avi se inclinó ansiosamente.

—¿Cuál?

—El tercero de la fila central.

Avi sintió que se le encogía el estómago. La tercera foto de la fila central era efectivamente la de un hombre calvo y de cara redonda, pero no se trataba de Marchenko, sino del conserje de la central de la OIE en Washington. Sabía que si hacía alguna pregunta capciosa, como “¿Está seguro? ¿No ve a nadie que se parezca más?”, los abogados defensores se reirían de aquella prueba. Incapaz de ocultar la decepción en su voz, se limitó a decir “Gracias”, disponiéndose a recoger las fotografías.

Pero Solomon seguía inclinado sobre ellas.

—Reconocería esta cara en cualquier parte —dijo. Alargó un nudoso dedo y dio unos golpecitos en la sexta foto de la fila.

Avi sintió fluir la adrenalina.

—Pero ha dicho la tercera…

—Claro. La tercera por la derecha. —El hombre miró a Avi—. Ese acento es americano, ¿verdad? ¿No lee hebreo[10]?

Avi soltó una carcajada.

—Está claro que no tanto como debería.

—Pierre, soy Avi Meyer.

—¿Cómo va todo?

—Tengo dos identificaciones positivas.

—¡Estupendo!

—Volaré de vuelta a Washington dentro de unos días. Todavía me queda algo de trabajo con la policía israelí para preparar la extradición.

—No. Venga directamente aquí, a San Francisco. Tengo algo que querrá ver.

CAPÍTULO 40

Pierre intentó ignorar la mirada de Avi Meyer. Habían pasado veintiséis meses desde la última vez que se vieron, y aunque Pierre le había explicado su condición por teléfono, su corea fue una sorpresa para Avi.

Despacio, con mucho cuidado, Pierre puso dos placas de radiografías en el panel luminoso del laboratorio, intentando hacer que sus lados coincidiesen. Se sentó en un taburete e hizo un gesto a Avi para que las mirase.

—¿Qué es lo que ve?

Avi se encogió de hombros, sin saber qué esperaba Pierre que dijera.

—¿Un grupo de líneas negras?

—Exacto… casi como una versión borrosa de los códigos de barras de los supermercados. Pero estos códigos de barras —señaló una de las placas con un dedo tembloroso— son huellas de ADN de dos personas distintas.

—¿De quién?

—Enseguida llegaremos a eso. Verá que los códigos son bastante distintos, ¿no?

Avi movió su cabeza de bulldog.

—Aquí, por ejemplo, hay una línea gruesa, pero en el mismo punto de la otra placa no hay otra igual, ¿cierto?

Avi asintió de nuevo.

—Pero algunas de las líneas son iguales. Aquí hay una línea fina y… ¡mire! la otra persona tiene una igual en el mismo sitio.

—Ya lo veo. —La voz de Avi sonaba impaciente.

—Ahora, compare las dos huellas, y dígame en qué proporción cree que coinciden.

—No veo qué…

—Hágalo, ¿quiere?

Avi suspiró resignado y entornó los pequeños ojos hacia las placas.

—No sé… Un veinte o treinta por ciento.

—Alrededor de una cuarta parte, en otras palabras.

—Eso me parece.

—Un cuarto. Bien. Usted debe saber algo de genética, como todo el mundo. ¿Cuánto ADN recibe usted de sus padres?

—Todo.

Pierre sonrió.

—No me refería a eso. ¿Qué proporción recibe de su padre y de su madre?

—Ah, mitad y mitad. ¿No?

—Exacto. Todo el ADN de un ser humano procede la mitad de su padre y la mitad de su madre. Ahora, dígame: ¿tiene usted un hermano?

—Sí.

—De acuerdo. Entonces, si usted tiene la mitad del ADN de su madre, también la tiene su hermano, ¿verdad?

—Claro.

—¿Pero es la misma mitad?

Avi se pasó la mano por el rastrojo de su cara.

—¿Qué quiere decir?

—¿El ADN que recibió usted de su madre es el mismo que recibió su hermano?

—No sé… supongo que si recibí una selección al azar de los genes de mi madre, y Barry también, algunos de ellos coincidirían. ¿Un cincuenta por ciento?

—Eso es —dijo Pierre. No estaba asintiendo deliberadamente, pero las sacudidas de su cabeza causaban esa impresión—. Una media del cincuenta por ciento. Así que, si ponemos juntas su huella de ADN y la de su hermano, ¿qué podemos esperar?

—Mmm… ¿la mitad de mis barras en el mismo sitio que la mitad de las suyas?

—¡Exactamente! ¿Pero qué tenemos aquí? —preguntó señalando el panel iluminado.

—Una coincidencia del veinticinco por ciento.

—Así que es improbable que estas personas sean hermanos.

Avi asintió.

—Pero de todas formas, parecen parientes, ¿no?

—Supongo.

—De acuerdo. Leí una cosa cuando empecé con este asunto que se me ha quedado grabada. En su solicitud de la condición de refugiado, John Demjanjuk dijo que el nombre de soltera de su madre era Marchenko.

—Sí, pero estaba equivocado. Su apellido de soltera era Tabachuk. Demjanjuk dijo que no lo recordaba, así que dio un apellido ucraniano corriente.

—Eso siempre me ha sonado raro. Yo sé cuál era el nombre de soltera de mi madre, Ménard… y el de su madre, Bergeron. ¿Cómo puede alguien no acordarse del apellido de soltera de su propia madre? Al fin y al cabo, Demjanjuk rellenó aquel formulario en los años 40, cuando tenía veintitantos años. No era un anciano cuya memoria estuviese flaqueando.

Avi se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Lo que está claro es que no lo recordaba.

—Oh, yo creo que lo recordaba muy bien… pero que no entendió la pregunta.

—¿Qué?

—No entendió la pregunta. Dígame: ¿qué significa el término “apellido de soltera”?

Avi frunció el ceño, irritado.

—El nombre de nacimiento de una mujer.

—Eso es. Pero supongamos que Demjanjuk, quien, de acuerdo con los artículos que leí, no pasó del cuarto año de colegio, supongamos que pensó que significaba el nombre de su madre antes de casarse con su padre.

—Es lo mismo.

—No necesariamente. Sólo sería lo mismo si su madre no hubiese estado casada antes.

—Pero… oh, mierda. Mierda, mierda, mierda.

—¿Lo ve? ¿Cuál era el nombre de pila de la madre de Demjanjuk?

—Olga. Murió en 1970.

—Si nació como Olga Tabachuk, pero se había casado y después divorciado de un hombre llamado Marchenko antes de casarse con el padre de John Demjanjuk…

—… Nikolai Demjanjuk…

—… cuando le preguntaron el apellido de soltera de su madre, John Demjanjuk pudo haberlo entendido como su apellido anterior, y por eso contestó “Marchenko”. Y si Olga tuvo un hijo llamado Iván en 1911 con Marchenko, y otro también llamado Iván 9 años después con Nikolai Demjanjuk, entonces…

—¡Entonces Iván Marchenko e Iván Demjanjuk serían medio hermanos!

—¡Exacto! Medio hermanos, teniendo aproximadamente el veinticinco por ciento de su ADN en común. De hecho, incluso tiene sentido que los dos sean calvos. El gen de la calvicie masculina se hereda de la madre; reside en el cromosoma X. Y eso explicaría por qué se parecen tanto, y por qué tantos testigos se confundieron.

—Pero… espere, espere. Eso no encaja. Nikolai y Olga Tabachuk se casaron el 24 de enero de 1910, e Iván Marchenko nació más tarde, el 2 de marzo de 1911. Eso significa que fue concebido en el verano de 1910, después de que Olga pasase a llamarse Demjanjuk.

Pierre frunció el ceño por un momento, pero pensando en su propia madre y Henry Spade, no tardó en dar con la respuesta.

—¡Un triángulo!

—¿Qué?

—Un triángulo, ¿no lo ve? Piense en el matrimonio del propio John Demjanjuk en 1947. Recuerdo haber leído que estuvo tonteando con la esposa de otro hombre mientras el marido estaba lejos. —Pierre hizo una pausa—. Ya sabe que a veces resumimos el credo de los genetistas como “de tal padre, tal hijo”… pero “de tal madre, tal hijo” es igual de válido para muchas cosas. Mi mujer es psicóloga del comportamiento y no le gusta admitirlo, pero ciertos tipos de infidelidad se transmiten en las familias. Digamos que Olga Tabachuk se casó con Marchenko padre, se divorció de él, y se casó con Nikolai Demjanjuk.

—De acuerdo.

—Pero Nikolai deja su pueblo y se marcha a… ¿dónde nació Demjanjuk?

—Dub Macharenzi.

—Se marcha a Dub-lo que sea. Va allí en busca de trabajo o algo por el estilo, diciendo que volverá a por su mujer cuando se haya establecido. Bien, cuando el gato está lejos… Olga vuelve a acostarse con su ex marido, Marchenko. Queda embarazada y da a luz al hijo de Marchenko, un niño al que llaman Iván. Pero entonces Nikolai envía un mensaje a su esposa para que se reúna con él en Dub como se llame. Olga abandona al bebé Iván, dejándole con Marchenko padre. De hecho, aquí hay algo que le gustaría a mi esposa: a Iván Marchenko le gustaba cortar los pezones a las mujeres. Podríamos considerarlo una venganza contra la madre que le abandonó.

Avi asintió lentamente.

—Tiene sentido. Si Olga abandonó al bebé Iván Marchenko, y si su segundo marido, Nikolai Demjanjuk, no llegó a enterarse de lo ocurrido, eso podría explicar por qué el hijo que tuvo con Demjanjuk se llamaba también Iván… le puso el mismo nombre para no ser descubierta si alguna vez llamaba sin querer a su hijo legítimo por el nombre del bastardo. —Avi contempló el panel—. Supongo que una de estas placas procede de la muestra de tejido de John Demjanjuk que le envié, ¿no?

—La de la izquierda, para ser exactos.

—Y la otra… ¿Abraham Danielson?

—Efectivamente.

—¿Cómo consiguió la muestra?

—Hice que me construyeran un aparatito. —Pierre se levantó poco a poco del taburete, agarrándose al borde para mantener el equilibrio. Después fue hasta un estante y cogió un pequeño objeto. Volvió junto a Avi y extendió la mano para que pudiera ver lo que tenía. Pero era imposible verlo bien a causa del temblor; Avi alargó la mano y lo cogió. Era como una pequeña chincheta color carne, con una punta muy corta y fina.

—Lo llamo “zumbador de broma” —dijo Pierre sentándose de nuevo—. Se pega a la palma de la mano con una gotita de pegamento de cianocrilato, y al estrecharle la mano a alguien, toma una muestra de células de la piel. La presión de la mano basta para disimular el diminuto pinchazo. —Levantó la mano—. No todo el mérito es mío, saqué la idea de un bolígrafo especial que usa Seguros Cóndor; parecía justicia poética usar un instrumento parecido. Un periodista que conozco, el mismo que tomó la foto de Danielson que le envié, lo llevó a una entrevista con Danielson y le estrechó la mano.

Avi asintió, impresionado.

—¿Puedo quedarme con una copia de estas placas?

—Claro ¿Para qué?

—Cuando hayamos terminado, quiero mandárselas al abogado de Demjanjuk en Cleveland. Quizá le ayuden a recuperar su ciudadanía. —Miró a Pierre y se encogió de hombros—. Es lo mínimo que puedo hacer.

—Entonces, ¿cómo estamos ahora?

—Tenemos dos identificaciones de testigos, ambas positivas. Pero los testigos son viejos, y uno de ellos es legalmente ciego. Me gustaría tener más. De todas formas, esto de los medio hermanos rehabilita hasta cierto punto las identificaciones erróneas de Demjanjuk.

—Entonces, ¿tenemos suficiente para actuar?

Avi suspiró.

—No lo sé. Danielson ni siquiera era sospechoso de ser un nazi. Ha hecho un buen trabajo ocultando sus huellas.

—Sin duda habrá podido pagar a la gente a lo largo de los años… haciendo que desapareciese cualquier archivo molesto.

—Muy probable. Los israelíes van a tomárselo con mucho cuidado, después de lo que pasó la última vez.

—¿Qué más necesita para el caso?

—¿En el mejor de los mundos posibles? Una confesión.

Pierre frunció el ceño. Por supuesto, Molly podría confirmar la culpa de Danielson con mucha facilidad, pero Pierre no quería que tuviese que testificar.

—Podría reunirme con él llevando un micrófono.

—¿Qué le hace pensar que le recibiría? —El tono de Avi era un tanto desdeñoso, como si dijese “¿Qué le hace pensar que recibiría a alguien en su estado?”

Pierre rechinó sus dientes.

—Ya se nos ocurrirá algo.

—Y aunque acepte recibirle, ¿por qué cree que confesará?

—No hace falta que confiese, basta con que diga algo lo bastante incriminatorio como para justificar su arresto. Entonces podrán interrogarle bien.

—Supongo. Exigiría algo de papeleo…

—Adelante, hágalo.

—No sé, Pierre. Usted es un civil, y…

—Soy un voluntario. ¿Acaso quiere que ese bastardo quede libre?

Avi lo pensó.

—De acuerdo —dijo al fin—. Probemos.

CAPÍTULO 41

—Despacho de Abraham Danielson —dijo una voz de mujer.

—¿Puedo hablar con él, por favor?

—¿Quién llama?

—El doctor Pierre Tardivel.

—Un momento.

Silencio.

—Lo siento, doctor Tardivel. El señor Danielson no puede atender su llamada ahora. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Dígale que una mujer de Polonia llamada María Dudek me dijo que le llamase. Dele el mensaje ahora; esperaré.

—Está realmente muy ocupado, señor y…

—Usted dele el mensaje. Estoy seguro de que querrá atender esta llamada.

—Yo no puedo…

—Hágalo.

Hubo un momento de silencio mientras la secretaria rumiaba aquello.

—Espere un segundo.

Un clic al quedar Pierre en espera. Pasaron tres minutos.

Otro clic.

—Abraham Danielson al habla.

—Hola Iván. María Dudek le envía recuerdos.

—No sé de qué…

—Reúnase conmigo dentro de una hora en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

—No voy a ir a ninguna parte. Usted está loco…

—Puede hablar conmigo, o yo empezaré a hablar con otra gente. Creo que el Departamento de Justicia tiene una oficina especial para buscar criminales de guerra.

El silencio duró casi treinta segundos.

—Si vamos a hablar —dijo Danielson— será aquí, en mi terreno.

—Pero…

—Tómelo o déjelo.

Pierre miró a Avi Meyer, que estaba escuchando por un supletorio. Avi alzó tres dedos.

—Estaré allí a las tres. Asegúrese de que el guardia sabe que me espera.

—Pierre Tardivel —dijo. Estaba frente a la mesa de la secretaria en la antecámara del fundador, situada en el piso 37 del edificio de 40 plantas de Seguros Cóndor—. Tengo una cita con Abraham Danielson.

La secretaria era dos décadas más vieja que Rosalee, el bombón que trabajaba en aquella misma planta para el Consejero Delegado Craig Bullen. Quedó claramente sorprendida por los miembros danzantes y los tics faciales de Pierre, pero recuperó rápidamente la compostura.

—Siéntese, por favor. El señor Danielson le recibirá en unos momentos.

Pierre entendió que estaban poniéndole en su lugar, que Danielson quería tener una ventaja psicológica: no pasas tres años durmiendo con una psicóloga todas las noches sin aprender una cosa o dos. Pero sus palmas seguían sudando. Con la ayuda de su bastón, se acercó lentamente al sofá. Los últimos números de varias revistas, incluyendo Forbes y Business Week, reposaban sobre la mesita de cristal; también había una copia del informe anual amarillo y negro de Cóndor.

Avi Meyer, otros cuatro agentes de la OIE y dos oficiales de la policía de San Francisco esperaban estacionados no muy lejos de allí, fuera de los límites de la propiedad. Estaban todos apiñados en una furgoneta alquilada llena de equipos de escucha.

Después de unos minutos, sonó el teléfono de la recepcionista.

—¿Sí, señor? Enseguida… El señor Danielson le verá ahora.

Pierre se puso en pie y caminó despacio hacia el despacho. Era más pequeño que el de Craig Bullen (no tenía mesa de reuniones), pero los muebles eran igualmente opulentos. Los gustos de Danielson eran irónicamente más modernos que los de Bullen, tendiendo al cuero negro y cromo, con acentos en turquesa y rosa.

—Señor Tardivel —dijo Danielson, sin rastro de amabilidad en su voz aguda y con acento—. ¿Qué significa esta tontería?

—Veo que reconoció el nombre de María Dudek —respondió Pierre, sentándose poco a poco ante el escritorio de Danielson.

—Ese nombre no significa nada para mí.

—¿Entonces por qué accedió a recibirme?

—Es usted un accionista; le recuerdo de su patético numerito en la asamblea. Siempre procuro atender a mis accionistas.

—Ya había estado aquí antes. Oh, no en este despacho, pero sí en este piso. Tuve una reunión con Craig Bullen. Pero elegí mal entonces: el títere en lugar del titiritero.

—Sinceramente, no sé de qué me habla.

—Y no sólo he descubierto que es usted Iván Marchenko… como si no fuese ya bastante malo. También sé que es el líder del Reich Milenario. Usted ha hecho algo más que discriminar a personas con desórdenes genéticos, como el mayor accionista individual de la compañía, aumenta sus beneficios matando a los asegurados que reclamarían en el futuro cuantiosas sumas.

Danielson miraba a Pierre con expresión neutra.

—Está loco.

Pierre no dijo nada. Sus manos bailaban.

Danielson extendió los brazos.

—Sufre usted la corea de Huntington, ¿no? Es un desorden nervioso degenerativo que tiene un profundo efecto en las facultades. Lo que sea que usted piensa que sabe es sin duda producto de su enfermedad.

Pierre frunció el ceño.

—¿De verdad? He investigado mucho, estudiando asesinatos sin resolver de los últimos años. Un número desproporcionado de víctimas tenía trastornos genéticos o estaba esperando caros tratamientos médicos. Y la mayoría de ese subconjunto estaba asegurada por Cóndor. Y sé que toman por sistema muestras de células de los nuevos asegurados; si alguno de ellos tiene malos genes o reclama un tratamiento caro, hace que le maten.

—Vamos, vamos, señor Tardivel. Lo que usted sugiere es monstruoso, y le aseguro que yo no soy un monstruo.

—¿No? ¿Qué hizo exactamente durante la Segunda Guerra Mundial?

—No creo que sea asunto suyo, pero era soldado del Ejército Rojo en Ucrania.

—Y una mierda. —Pierre dejó la palabra colgando entre ellos durante varios segundos—. Su verdadero nombre es Iván Marchenko. Fue adiestrado en Trawniki y destinado después a Treblinka.

—Iván Marchenko… —dijo Danielson, pronunciando cada sílaba con cuidado—. Ese nombre tampoco me suena.

—¿No? Y supongo que tampoco reconocerá el de Iván Grozny.

—Eso sería “Iván el Terrible”, ¿no? ¿No fue el primer zar de Rusia? —La cara de Danielson estaba tranquila.

—Iván el Terrible operaba la cámara de gas de Treblinka… el campo de exterminio en Polonia donde mataron a ochocientas setenta mil personas.

—No tengo nada que ver con eso.

—Hay testigos.

—¿De algo que pasó hace más de cincuenta años? Vamos…

—Puedo probar las dos acusaciones contra usted: los asesinatos de asegurados, y que es Iván. La pregunta es, ¿cuál prefiere admitir? ¿Cree que tendrá más posibilidades aquí en California o en un juicio por crímenes de guerra en Israel?

—Está usted loco.

—Eso ya lo ha dicho antes.

—Cualquier buen abogado podría hacer picadillo en el estrado a un testigo con un trastorno cerebral.

Pierre se encogió de hombros.

—Bien, si mi historia no le interesa, se la ofreceré a los periódicos. Conozco a Barnaby Lincoln, del Chronicle. —Inició el largo proceso de levantarse de su silla.

Danielson entornó los ojos.

—¿Qué es lo que quiere?

Pierre volvió a bajar.

—Ah, ahora empezamos a entendernos. Lo que quiero, Iván, son cinco millones de dólares… suficiente para que mi mujer y mi hija estén bien cuando mi enfermedad acabe conmigo.

—Eso es mucho dinero.

—Comprará mi silencio.

—Si yo soy el monstruo que usted piensa, ¿qué le hace creer que podrá chantajearme impunemente? Si he matado a tanta gente como usted dice, nada me impide matarle también a usted. —Hizo una pausa y miró directamente a Pierre—. O a su mujer y su hija.

Por una vez, Pierre agradeció su corea, que enmascaraba el hecho de que estaba temblando de miedo.

—He tomado precauciones. La información está en manos de personas de confianza, tanto aquí en los Estados Unidos como en Canadá… personas a las que nunca encontrará. Si me ocurre algo, a mí o a mi familia, tienen instrucciones de hacerlo público.

Danielson guardó silencio por un buen rato.

—No soy un hombre al que le guste estar acorralado.

Pierre no dijo nada.

—Deme una semana para prepararlo, y…

La puerta del despacho se abrió de golpe y entró un robusto guardia de seguridad. Danielson se puso en pie.

—¿Qué pasa?

—Disculpe la interrupción, señor, pero hemos detectado un transmisor en el despacho.

Los ojos de Danielson se estrecharon.

—Regístrele —ordenó. Luego siguió hablando en voz alta, como para dejar constancia—. No he admitido nada. Sólo estaba siguiendo la corriente a un enfermo mental.

El guardia agarró a Pierre por debajo del hombro izquierdo, le alzó de la silla y empezó a cachearle. Sólo tardó unos momentos en encontrar el pequeño micrófono bajo la camisa de Pierre; lo arrancó y se lo tendió a Danielson.

Pierre intentó parecer valiente.

—Ya no importa. Hay siete policías y agentes del gobierno esperando que salga del edificio para interrogarle, y tenemos dos identificaciones positivas de supervivientes de Treblinka…

Danielson golpeó la mesa con el puño. Al principio Pierre pensó que era un gesto de frustración, pero una pequeña sección del tablero se elevó en ángulo, mostrando una consola de mando. Danielson pulsó varios botones, y de pronto una fina pared de metal descendió del techo, justo delante de las rótulas de Pierre. Si sus pies no hubieran estado moviéndose hacia atrás a causa de la corea, seguramente habrían sido cortados.

El guardia parecía sorprendido: o no conocía la existencia de la pared o nunca había esperado verla en funcionamiento. Pierre también estaba atónito, pero Marchenko/Danielson era un fugitivo multimillonario que había estado preparándose para cualquier eventualidad durante cinco décadas. Sin duda, habría una salida secreta.

—Vamos, tío —dijo el guardia, metiéndose el micro en el bolsillo y agarrando de nuevo a Pierre por el brazo. Le sacó del despacho, pasando ante la sorprendida secretaria y tirando de él hasta el ascensor. El guardia pulsó el botón de llamada, pero el pequeño cuadrado de plástico no se encendió. Probó de nuevo, maldiciendo. Marchenko debía de haber bloqueado los ascensores para retrasar a los agentes de la OIE; aunque pudieran abrirse paso a través de los guardias de seguridad, les llevaría un buen rato subir los treinta y siete pisos a pie.

El carnoso guardia soltó a Pierre que, habiendo dejado su bastón en el despacho de Marchenko, cayó pronto al suelo. El guardia le miró con expresión de disgusto.

—Cristo, es un jodido parala, ¿no? —dijo. Miró pensativo la puerta del ascensor—. Supongo que no podrá hacer nada malo si le dejo aquí. —Dio la vuelta a la esquina, y Pierre pudo oír el ruido de una puerta al abrirse y de los pies del guardia sobre los escalones mientras bajaba, probablemente para unirse a la defensa del edificio.

Pierre estaba solo en el corredor de los ascensores, pero vio a la secretaria de Marchenko a través de las puertas de cristal de la antecámara. Le estaba mirando, como si no supiese qué hacer. Extendió una mano hacia ella. La secretaria se levantó y entró en el despacho. Pierre dejó salir el aire. Deseó poder quedarse quieto, pero sus piernas estaban bailando continuamente y su cabeza no hacía más que sacudirse.

La mujer reapareció… ¡y con el bastón de Pierre! Se acercó a él y le ayudó a levantarse.

—No sé qué es lo que le pasa, pero nadie debería tratar a una persona como han hecho con usted.

Pierre tomó el bastón, apoyándose en él.

Merci.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué le ha pasado al señor Danielson?

—¿Sabía usted de esa pared de emergencia?

Ella meneó la cabeza.

—Me asusté al oír el golpe. Creí que era otro terremoto.

—Puede que haya tiros —dijo Pierre—. Debería salir de este piso. Baje unos cuantos y busque un lugar donde esconderse.

Ella le miró, superada por la situación.

—¿Y usted?

Pierre intentó encogerse de hombros, pero el gesto se perdió en su corea.

—Esto no tiene remedio. —Agitó un brazo hacia las escaleras—. Venga, búsquese un sitio seguro.

Ella asintió y desapareció tras la esquina. Pierre no estaba seguro de qué hacer a continuación. Decidió acercarse a la mesa de la secretaria. El teléfono tampoco funcionaba.

Intentó imaginar la escena abajo, los agentes y policías irrumpiendo en la entrada con las placas en alto… seguramente se habrían puesto en marcha al oír el descubrimiento del micrófono. Pierre recordaba más cosas del edificio de su visita anterior que de la reunión con Marchenko, había estado tan nervioso que realmente no había mirado el edificio mientras se acercaban. Una torre de cristal y acero, con una pista para helicópteros en el tejado…

Dulce Jesús… un helicóptero. Marchenko no estaba bajando: probablemente ya había subido al tejado, tres pisos más arriba.

Pierre dobló la esquina cojeando. La puerta de las escaleras estaba claramente marcada, junto a las de los lavabos. La empujó y sintió una corriente de aire frío. Las paredes eran de hormigón desnudo, y los escalones estaban pintados de gris. Empezó a subir lenta y dolorosamente, cada tramo cubría medio piso, así que habría al menos seis antes de llegar al tejado.

No necesitaba el bastón, ya que se apoyaba en la barandilla, pero no se atrevió a dejarlo. Lo sostuvo en su mano libre, haciendo que oscilase como el de Charlie Chaplin.

Podía oír ecos de pisadas muy, muy por debajo. Otros estaban usando las escaleras para subir. Pero treinta y siete pisos… era agotador incluso para un hombre joven. Siguió subiendo, pasando de un tramo de escaleras al siguiente. Esperó que Avi también dedujese que Marchenko había subido, no bajado.

Pierre continuó la ascensión. Sus pulmones estaban bombeando aire y su respiración se estremecía en jadeos. Su corazón saltó al oír un disparo abajo.

Estaba ya en el piso 39, el número había sido pintado toscamente sobre la puerta de incendios. Por un momento maldijo su crianza canadiense: ni siquiera se le había ocurrido pedirle un arma a Avi.

Pierre subió un poco más, pero de pronto cayó al moverse su pierna a la izquierda cuando él le había ordenado hacerlo hacia delante. Su bastón quedó trabado entre dos de los soportes metálicos de la barandilla, y Pierre se agarró a él. Hubo un crujido cuando un punto en medio del bastón soportó todo su peso durante un segundo, pero Pierre se soltó y cayó dando tumbos hasta el rellano. Su codo izquierdo se estrelló contra el suelo de hormigón. El dolor fue insoportable. Pierre se tocó el codo con la otra mano, que quedó manchada de sangre. Su bastón había aterrizado a un par de metros; se arrastró hasta él y luchó por levantarse. Ya de pie, aguardó a que sus pulmones recuperasen la normalidad antes de reiniciar la subida.

Un tramo, vuelta, y después otro. Ya estaba ante la puerta con un “40”. Pero… maldición, no estaba pensando con claridad. El helipuerto estaba en el tejado, otros dos tramos por encima. Y todos sus esfuerzos asumían que habría una salida al tejado. De lo contrario, tendría que volver a bajar y buscar el acceso a la pista.

Subió a tirones, escalón tras escalón. Las pisadas abajo sonaban más cerca; los agentes de Justicia debían de haber llegado más o menos al vigésimo piso.

Por fin llegó a lo alto. Había una puerta, pintada de azul en vez de gris, con la palabra TEJADO en ella. Pierre giró el pomo y la puerta se abrió al exterior. Después del rato pasado en la penumbra de las escaleras, el sol del atardecer le hirió la vista. Pierre se aferró al quicio de la puerta para no caer. El fuerte viento le azotó, ocultando el ruido de la puerta al abrirse.

Marchenko estaba de pie a unos veinte metros de distancia, de espaldas a Pierre. Esperaba junto a un pequeño cobertizo metálico verde y blanco que probablemente contenía las herramientas para el mantenimiento del helicóptero. No había ningún helicóptero a la vista, pero el suelo tenía pintado un círculo amarillo como punto de aterrizaje, y el viejo miraba el cielo con impaciencia.

El viento chilló al meterse por las escaleras. Pierre se adelantó. La azotea era cuadrada, con un parapeto de un metro de alto a lo largo del borde. Había gaviotas posadas es una ordenada hilera sobre el parapeto sur. Dos estructuras de cemento debían de albergar la maquinaria de los ascensores: una de ellas tenía una luz de posición roja en lo alto, y la otra dos focos apagados. En un rincón había tres antenas receptoras de satélite pequeñas y dos grandes, y un repetidor en otro.

Marchenko no había reparado en la llegada de Pierre. El viejo sostenía un teléfono móvil en la mano izquierda… sin duda lo había usado para llamar a un helicóptero.

Pierre intentó evaluar sus posibilidades. Tenía treinta y cinco años, por amor de Dios. Marchenko tenía ochenta y siete. No debía haber color, bastaría con agarrar al viejo carcamal y llevarle escaleras abajo hasta la justicia.

Pero… ¿quién podía decirlo? Pierre se apoyó en su bastón. Había bastantes posibilidades de que Marchenko le matase… sobre todo si iba armado. No había indicios de que llevase una pistola, y de hecho, el arma favorita de Iván el Terrible medio siglo atrás había sido un tubo de plomo. Pero, aun desarmado, podía ser que le derrotase.

Quizá no tuviese que hacer nada. Miró de nuevo el cielo. No había signos de que se acercase un helicóptero. Los agentes de Avi no tardarían en llegar, y…

—¡Usted! —Marchenko le había descubierto. El grito hizo que las gaviotas alzasen el vuelo, sus chillidos perdiéndose en el viento. El viejo se acercó a paso lento. Pierre comprendió que debía alejarse de la puerta de las escaleras. Todo lo que necesitaba Marchenko para derrotarle era un buen empujón escaleras abajo.

Pierre se tambaleó hacia el norte. Marchenko cambió el curso y continuó acortando la distancia. Pierre pensó en el Pequod y Moby Dick, surcando las olas y maniobrando cuidadosamente. Marchenko siguió describiendo un círculo.

Me reconoce, pensó Pierre, y voy a cogerle[11]. Cojeando como el capitán Ahab, su bastón sustituyendo a la pata de palo, Pierre avanzó tan rápido como pudo. Sabía que retroceder sería estúpido; si se dejaba acorralar, Marchenko no tendría problemas para levantarle por encima del parapeto y arrojarle a una pringosa muerte cuarenta pisos más abajo. Pierre se acercó al centro del tejado, con el viento azotando su pelo y cortándole con dedos de hielo.

La ancha cara de Marchenko estaba retorcida de furia… no sólo contra él, supuso Pierre, sino también contra quien tuviese que haber llegado para recogerle. Seguía sin haber señales de ningún helicóptero, aunque varias estelas de aviones a reacción se cruzaban en el cielo, como marcas de azotes en la espalda de un prisionero.

Sólo estaban a cinco metros de distancia. La cabeza calva de Marchenko brillaba con un lustre de sudor, que a la rojiza luz del atardecer casi parecía una capa. La ascensión al tejado también había sido difícil para él; la salida secreta de su despacho debía de dar acceso a las escaleras, no a los ascensores.

Marchenko abrió los brazos, como si él esperase que Pierre intentara eludirle. Pierre pretendía levantar el bastón lo suficiente para usarlo como arma… pero se dio cuenta de que sólo podría hacerlo si apoyaba la espalda en algún sitio. Se movió como un cangrejo hasta la más cercana de las estructuras de hormigón.

Marchenko acortó la distancia entre ambos. Aún sostenía el teléfono en la mano izquierda, pero atacó con la derecha. Su puño dio a Pierre en el hombro, aunque no lo bastante fuerte para doler de verdad. Al parecer, Marchenko se dio cuenta: buscó unas llaves en su bolsillo, poniéndolas de forma que sobresaliesen entre sus esqueléticos dedos… tal y como Pierre había hecho dos años antes para defenderse de Chuck Hanratty.

Estaban a unos tres metros de la pared. Pierre creyó oír otro disparo en las escaleras. Los hombres de la OIE debían de estar siendo contenidos por los guardias de seguridad en uno de los pisos más altos. Pero sin duda Avi habría pedido ya refuerzos.

Pierre apoyó la espalda contra la pared de hormigón. Levantó el bastón y golpeó con todas sus fuerzas. Había apuntado a la cabeza de Marchenko, pero los temblores desviaron su brazo, y el viejo recibió el impacto en el hombro derecho. Hubo un fuerte crujido. Pierre esperaba haberle roto la escápula, pero había sido el bastón. Vio que estaba parcialmente roto en el medio, en el mismo sitio donde había aguantado todo su peso al caerse escaleras abajo. El golpe había hecho que Marchenko soltase el teléfono móvil, que cayó al suelo perdiendo las pilas.

Más disparos en las escaleras. Pierre vio un helicóptero en el horizonte, pero no podía decir si se acercaba a ellos. Marchenko empezó a retroceder. No había reparado en el helicóptero, pero sí en que estaba en desventaja si dejaba que Pierre tuviese ambas manos libre.

—Ven, pedazo de mierda —le provocó con su voz aflautada—. Ven y cógeme, jodido pedazo de mierda. —Movió la mano y sus llaves relucieron al sol—. Vamos…

Morceau de merde —respondió Pierre, apartándose de la pared y apoyado en el bastón. Esperaba que siguiese sosteniéndole siempre que cargase el peso en vertical.

Marchenko estaba bailando hacia atrás, provocando a Pierre para que se acercase a… al cobertizo de las herramientas, parecía, donde podría encontrar un arma mejor que un juego de llaves. Pierre deseó que tropezase, quizá no pudiera derrotarle a golpes, pero aún le sacaba por lo menos diez kilos al viejo. Quizá bastase con sentarse encima de él para someterle.

Marchenko miró hacia atrás para asegurarse de que no había obstáculos y vio el helicóptero, ahora a sólo un par de kilómetros. Pierre aprovechó para mirar también a sus espaldas, pero no había nadie acercándose por las escaleras.

Continuaron arrastrándose por el tejado, azotados por las manos invisibles del viento. Por fin, haciendo acopio de sus fuerzas, Pierre saltó hacia delante. No fue un gran salto, pero dio en el pecho de Marchenko, y el viejo cayó sobre el suelo de hormigón, con Pierre detrás. La mano con las llaves golpeó a Pierre, que sintió cómo le rasgaban la mejilla. Él arqueó la espalda y probó a dar un puñetazo en la cara a Marchenko. El impacto sonó con un ruido de rotura. Marchenko abrió la boca para gritar de dolor, y Pierre puedo ver que los dientes superiores se le habían salido del sitio: el golpe le había roto la dentadura postiza.

Intentó repetir el ataque, pero perdió el equilibrio y Marchenko pudo apartarle y ponerse en pie. Su cabeza calva tenía raspones allí donde había golpeado el suelo de hormigón.

El viejo se tambaleó hacia el cobertizo. Había una cerradura en la puerta, pero una de las llaves ahora ensangrentadas de Marchenko pudo abrirla. Pierre, boca arriba, intentó tomar aire y recuperar el control de sus piernas, que se agitaban salvajemente. Marchenko salió del cobertizo con una larga palanca negra que debía de servir para abrir las cajas llevadas por helicóptero. Se acercó a Pierre.

—Antes de que muera —dijo mientras levantaba la palanca sobre su cabeza— necesito saberlo. ¿Es judío?

Pierre negó con la cabeza.

—Lástima. Hubiese resultado perfecto. —Marchenko descargó un golpe, pero Pierre rodó justo a tiempo. El extremo plano de la palanca hizo saltar esquirlas de hormigón.

Ya podía distinguirse el ruido del helicóptero. Pierre lo miró un momento. No era el aparato amarillo y negro que había visto meses atrás, sino uno privado, blanco y plata. Probablemente habría llamado a alguno de sus compinches del Reich Milenario para que acudiese al rescate.

El viejo volvió atacar con la palanca, que hizo brotar chispas del suelo. Pierre rodó de nuevo sobre sí mismo y alzó su bastón, pero Marchenko lo partió en dos con la palanca.

El siguiente golpe fue en las rodillas. Pierre gritó al sentir que se le rompía la rótula izquierda. La palanca volvió a elevarse, esta vez apuntándole a la cabeza. Pierre se retorció en el suelo, extendió el brazo y agarró a Marchenko por el tobillo, derribándole. La palanca cayó sobre el costado del viejo con un ruido de costillas rotas.

Pierre levantó la mirada. El helicóptero sobrevolaba la escena preparándose para aterrizar, levantando polvo sobre la azotea. El piloto en el asiento de la derecha… Cristo, incluso llevaba la cazadora y las gafas de espejo de Hard Copy. Felix Sousa. Aquel jodido no sólo pensaba como un nazi; era un miembro con carnet del Reich Milenario de Iván Marchenko.

El aparato empezó a bajar, y Pierre pudo sentir el empujón del aire desplazado por las aspas. Esperó que aquello mantuviese a Marchenko en el suelo, pero el viejo ya se estaba poniendo en pie. El helicóptero tocó el suelo.

Pierre vio que se acercaba otro helicóptero. Era difícil distinguir algo con todo el viento, pero las letras SFPD[12] del fuselaje eran bastante visibles.

Marchenko se inclinó sobre Pierre, claramente decidido a acabar con él, pero Sousa le hizo gestos frenéticos para que subiese; el helicóptero de la policía estaría allí enseguida. La cara redonda de Marchenko se contorsionó en una horrible sonrisa torcida, su dentadura postiza todavía suelta, y el nazi escupió un despectivo gargajo sanguinolento sobre el rostro de Pierre. Cojeó hacia el helicóptero sujetándose las costillas rotas, inclinado para evitar las aspas.

De pronto, Avi Meyer apareció en la puerta de la escalera. Estaba tan rojo como una remolacha después de haber subido cuarenta pisos a pie. Sacó una pistola de su chaqueta y apuntó al helicóptero, pero Marchenko ya había subido a bordo, cerrando su puerta curvada, y el aparato alzó el vuelo.

Sin embargo, el helicóptero de la policía intentaba obligarles a aterrizar volando directamente encima de ellos. Sousa se dirigió hacia el norte, moviéndose de lado unos pocos metros por encima de la azotea y casi rozando el parapeto. El helicóptero de la policía le siguió.

Pierre entornó los ojos, intentando mirar y a la vez protegerse del aire y el polvo. Avi se apartó de la puerta, y otros dos hombres aparecieron tras él, boqueando en busca de aire. Uno se agarraba el costado, haciendo muecas de agonía. Avi se tambaleó hasta el lado sur del tejado, lo más lejos posible del ruido de los helicópteros, y sacó su teléfono móvil.

Pierre, mientras tanto, recogió la palanca y, usándola como bastón y procurando no descargar su peso sobre la rodilla destrozada, se acercó al lado norte. Sentía náuseas y un dolor casi insoportable a cada paso. Al llegar al parapeto, cayó contra él y se llevó ambas manos a la rodilla. Podía oír el ruido de las aspas por debajo de él.

—Habla la policía —dijo una voz femenina desde un altavoz del segundo helicóptero. Casi era inaudible con todo el ruido—. Le ordeno que aterrice.

Pierre se obligó a ponerse en pie, apoyándose en el parapeto. Estaba a punto de desvanecerse de dolor. La agonía de la corea sacudía su cuerpo. Mirar hacia abajo le mareaba: cuarenta pisos hasta el asfalto del aparcamiento. Había cinco coches patrulla junto al edificio, con las luces encendidas. El helicóptero plateado estaba un poco a la derecha de Pierre y unos diez metros más abajo. Probablemente, Marchenko podía ver la oficina de Craig Bullen, con sus paneles de secoya y sus cuadros de valor incalculable.

El helicóptero de la policía se había apartado un poco, como si buscase un buen ángulo para disparar. Pierre pudo ver claramente a la piloto y su compañero, ambos uniformados, en la cabina similar a una burbuja, parecían estar discutiendo entre sí. Al final el helicóptero empezó a alejarse; quien pensase que era peligroso volar tan cerca del edificio había ganado la discusión.

El rotor del helicóptero de Sousa era un borrón redondo bajo Pierre. El ruido era ensordecedor, pero en cuestión de segundos Sousa se apartaría del edificio. Podría dirigirse en línea recta hacia el Pacífico, sobre aguas internacionales, más allá de la jurisdicción de la policía, o incluso del Departamento de Justicia, quizá posándose en un barco rumbo a México u otro país; seguramente el plan de huida de Marchenko contemplaba más cosas que simplemente el helicóptero.

Pierre agarró la palanca, sopesándola. Probablemente no funcionaría… probablemente sería desviada. Pero no iba a quedarse plantado sin hacer nada.

Pierre cerró los ojos, reuniendo todo el dominio y las fuerzas que le quedaban. Y entonces tiró la palanca tan fuerte como pudo para que cayese verticalmente sobre las aspas del helicóptero.

Estaba preparado para echarse atrás, en caso de que la palanca saliese despedida de vuelta hacia él.

Se oyó un terrible chasquido. El helicóptero empezó a vibrar, inclinándose hacia el edificio, y…

…las aspas tocaron el cristal, enviando una lluvia de astillas brillantes al asfalto…

…y empezaron a atravesar la estructura de metal entre dos ventanas, cortando el metal en pequeños fragmentos, lanzando chispas a cada contacto.

El helicóptero avanzaba ahora hacia delante, y el rotor golpeó una pared entre despachos adyacentes, astillando los paneles de madera con un ruido de sierra mecánica, y después el hormigón que había tras ellos. Las puntas de las aspas se rompieron, acortándose a cada revolución, pedacitos de metal volando como confeti.

El helicóptero se inclinó, girando lentamente en el sentido de las agujas del reloj, su rotor de cola entrando en el edificio y haciendo trizas más muebles y ventanas.

Las turbinas del aparato estaban gritando; salía humo del motor y llamas de los tubos. La cabina se inclinó hacia delante y el helicóptero empezó a caer, piso tras piso tras piso. Pierre pudo ver a la gente dispersándose e intentando apartarse de su caída.

Oyó pisadas, casi ahogadas por el estruendo del helicóptero de la policía. Avi estaba corriendo a través de la azotea.

El helicóptero de Sousa siguió cayendo, casi a cámara lenta, sus aspas rotas girando torpemente y frenando un poco la caída. Fue reduciendo aparentemente su tamaño hasta…

Se aplastó contra el pavimento como un huevo, esparciendo cristal y metal por todas partes…

…y, como una flor que se abriese, las llamas surgieron del aparato. Pronto, una columna de humo negro se elevó hasta la azotea y más allá.

El helicóptero de la policía voló en círculo sobre la escena, aterrizando después en el aparcamiento más alejado.

Pierre contempló aquel infierno rodeado de espectadores, iluminado por el rojo sol, las llamas reflejadas en las ventanas y las sirenas de los coches patrulla. Por fin, Iván Grozny estaba muerto.

Pierre se tambaleó hacia atrás y se derrumbó en agonía contra el parapeto.

—¿Está bien? —le preguntó Avi, inclinándose para mirarle después de ver la carnicería de abajo.

Las manos de Pierre estaban de nuevo sobre su rodilla destrozada. El dolor era increíble, como si le clavasen dagas a mazazos en la pierna. Asintió, estremeciéndose.

Avi cogió su teléfono móvil.

—Aquí Meyer. Necesitamos médicos en el tejado ahora mismo.

Otro agente de la OIE apareció en las escaleras… pero no estaba sin aliento. Trotó hasta Avi y Pierre.

—Hemos conseguido que funcione uno de los ascensores. Estaban bloqueados en el piso cuarenta, pero hemos podido poner uno en marcha con la llave de emergencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Avi.

El agente miró un momento a Pierre antes de contestar.

—Parece que alguien dejó caer una palanca desde aquí sobre las aspas del helicóptero, haciendo que chocase.

Avi asintió y alejó al agente con un gesto. Cuando se quedaron solos, se inclinó hacia Pierre, cogiéndole por los hombros.

—¿Tiró usted esa palanca?

Pierre no dijo nada.

—Maldita sea, Pierre… no tomamos atajos en la OIE. Danielson ni siquiera había sido acusado todavía.

Pierre se encogió de hombros.

—“La justicia —dijo entrecortadamente citando a otro ganador del Nobel, aunque en aquel momento no podía recordar de quién se trataba— siempre se retrasa y al final se hace sólo por error.” —Levantó su mano derecha de la rodilla y la elevó en el aire. Aunque estaban resguardados del viento, su brazo se movía como mecido por una brisa que sólo él pudiese sentir—. Échele la culpa a mi Huntington.

Avi entornó los ojos y asintió. Después se apoyó en la pared, agotado no sólo por la subida sino también por los años de caza de Ivanes y Adolfs y Heinrichs. Cerró los ojos y exhaló lentamente, esperando que llegasen los médicos.

CAPÍTULO 42

En cuanto empezaron las horas de visita, Molly acudió a la habitación de Pierre en el Hospital General de San Francisco. Él la miró desde la cama. Llevaba vendado el lado izquierdo de la cara, y sus piernas estaban en tracción.

—Hola, cariño.

—Hola, encanto —respondió Pierre. Hizo un gesto hacia todo el equipo que le rodeaba—. Después de que te fueras ayer alguien dijo que mi factura del hospital iba a estar en torno a los doscientos mil dólares. —Compuso una sonrisa—. Desde luego, me alegro de que Tiffany me aconsejase el Plan Oro.

—Te he comprado un periódico —dijo ella, sacando un ejemplar del San Francisco Chronicle de su bolsa de lona.

—Gracias, pero no me apetece mucho leer.

—Entonces te lo leeré yo. Hay un artículo en primera plana de aquel hombre al que conocimos, Barnaby Lincoln.

—¿De veras?

—Uh-huh. —Molly se aclaró la garganta—. Funcionarios de la Junta Estatal de Seguros de California, escoltados por fuerzas de seguridad del estado, han tomado el control de la compañía Seguros Médicos Cóndor de San Francisco, tras las sorprendentes revelaciones de la semana pasada. “Cóndor ha quedado fuera del negocio,” dijo el comisionado Clark Finchurst. “El fondo de emergencia de la industria aseguradora, creado para hacer frente a este tipo de cosas, se hará cargo de las reclamaciones hasta que las pólizas de Cóndor puedan ser traspasadas a otras compañías.”

—¡Muy bien!

—Dice que va a haber una investigación a fondo. Craig Bullen está colaborando con las autoridades.

—Me alegro por él.

—Ah, te he traído la impresión que querías. —Molly sacó de su bolsa una pila de papel de ordenador de cinco centímetros de grueso.

—Gracias.

Ella se sentó en el borde de la cama y agarró una de las manos temblorosas de Pierre.

—Te quiero.

—Y yo a ti —respondió él apretando la mano—. Te quiero más de lo que pueden decir las palabras.

Pierre estaba en su cama del hospital. Sus seis minutos de tiempo de computación con el superordenador Cray del LNLB habían llegado por fin, ejecutando la simulación que habían preparado él y Shari. Pierre empezó a recorrer las trescientas ochenta y cuatro páginas impresas.

Cuando terminó, operó el control manual de su cama y la echó hacia atrás, contemplando el techo.

Tenía sentido. Todo encajaba.

La existencia de los sinónimos de los codones permitía de veras añadir información a la que ya indicaban las A, C, G y T del código genético. Sí, tanto AAA como AAG indicaban la lisina, pero la forma AAA también actuaba como un cero en lo que Shari ya había bautizado, en una nota al margen, como “la función del portero”, que gobernaba la corrección o la invocación de mutaciones por desplazamiento. Mientras tanto, la forma AAG representaba un uno.

Pero eso no era más que la punta del iceberg. Había cuatro codones válidos de la prolina: CGA, CCC, CCG y CCT. En ellos, la última letra indicaba un orden de magnitud de desplazamiento en base dieciséis del cursor de corte, el cursor que indicaba la posición donde se añadiría o eliminaría un nucleótido en la cadena de ADN para formar un desplazamiento. La forma CCT movía el cursor dieciséis nucleótidos; la forma CCC lo movía 162, es decir, 256 nucleótidos; la forma CCA 163, 4.096 nucleótidos; y la forma CCG lo movía 164, o 65.536 nucleótidos.

Otros sinónimos realizaban funciones diferentes: GAA y GAG formaban glutamina, pero también indicaban la dirección de movimiento del cursor de corte. GAG lo movía hacia la “izquierda” (en la dirección que iba desde los tres átomos de carbono hacia los cinco átomos de carbono en cada desoxirribosa) y GAA lo movía hacia la “derecha” (desde los cinco átomos de carbono hacia los tres). TTT, que significaba fenilalanina, indicaba la inserción de un nucleótido, mientras que su sinónimo TTC era la instrucción para eliminar un nucleótido. Y los cuatro codones de la treonina —ACA, ACC, ACG y ACT— indicaban en la última letra cuál sería el nucleótido a insertar en la posición del cursor de corte.

La codificación basada en los sinónimos movía el cursor, pero el momento exacto del desplazamiento estaba gobernado por algunas secuencias al parecer tartamudeantes del ADN basura. A la pequeña escala de un individuo, ya había quedado demostrado que el número de repeticiones de CAG indicaba la edad a la que empezarían a manifestarse los síntomas de la enfermedad de Huntington, y tal y como Pierre le había explicado a Molly, el número de repeticiones variaba de generación en generación en un fenómeno llamado “anticipación”… un nombre irónicamente profético.

De hecho, la simulación informática sugería prometedoras líneas de investigación sobre cómo manipular los temporizadores genéticos, una investigación que podía llevar finalmente a la cura de la enfermedad de Huntington y dolencias relacionadas. No era probable ningún descubrimiento repentino, pero quizá en una década sería posible controlar los temporizadores genéticos aberrantes. Se había cerrado el círculo: al decidir no investigar la enfermedad de Huntington, Pierre podía haber logrado el descubrimiento que en definitiva conduciría a una cura para ella.

Si eso hubiera sido todo lo que su investigación sugería, se hubiese sentido intelectualmente satisfecho, pero aplastado por la cruel ironía: nada que no fuera una cura inmediata llegaría a tiempo para Pierre Jacques Tardivel.

Pero Pierre no sentía tristeza. Al contrario, se alegraba de que los temporizadores genéticos apuntasen a algo que estaba más allá de sus problemas personales, más allá de los problemas, por reales y dolorosos que fueran, de esa una de cada diez mil personas que sufrían la enfermedad de Huntington. Los temporizadores apuntaban una verdad, una revelación fundamental que afectaba a cada uno de los cinco mil millones de seres humanos vivos, a cada uno de los miles de millones que habían existido antes, y a cada uno de los innumerables trillones de seres humanos aún por nacer.

Según indicaba la simulación, los temporizadores de ADN, aumentando generación tras generación mediante la anticipación genética, podrían desaparecer en poblaciones enteras casi de forma simultánea. Los multirregionalistas estaban más cerca de la verdad de lo que habían imaginado: la investigación de Pierre demostraba que eran posibles los pasos evolutivos preprogramados en vastos grupos de seres al mismo tiempo.

Pierre recordó una cita de —por supuesto— un ganador del premio Nobel. El filósofo francés Henri Bergson había escrito en su obra de 1907 Evolución creativa que “el presente no contiene otra cosa que el pasado, y todo lo que se encuentra en el efecto ya estaba en la causa”. El ADN basura era un lenguaje, como sugería el artículo encontrado por Shari; el lenguaje en el que su diseñador había escrito el plan maestro de la vida. El corazón de Pierre se aceleró por la excitación y la adrenalina recorría sus venas, pero finalmente se acostó para dormir, con la impresión todavía contra el pecho y soñando con la mano de Dios.

Molly empujó la puerta de la oficina del despacho y pasó al interior.

—Doctor Klimus…

—Molly, estoy muy ocupado…

—¿Demasiado ocupado para hablar de Myra Tottenham?

Klimus levantó la mirada. Alguien pasaba por el corredor.

—Cierre la puerta.

Molly lo hizo y tomó asiento.

—Shari Cohen y yo hemos pasado un día en Stanford, rebuscando en los papeles de Myra; tienen montones de ellos en sus archivos.

Klimus se las arregló para componer una débil sonrisa.

—Las universidades adoran el papel.

—Desde luego. Myra Tottenham estaba trabajando en la forma de acelerar las secuencias de nucleótidos cuando murió.

—¿Sí? Verá, no sé qué tiene que ver esto…

—Lo tiene todo que ver, Burian. Su técnica, que usaba enzimas de restricción especializados, estaba años por delante de lo que hacían los demás.

—¿Qué puede saber una psicóloga de investigación genética?

—No mucho. Pero Shari dice que lo que estaba haciendo la doctora Tottenham se parece mucho a lo que hoy llamamos la Técnica Klimus… eso por lo que le dieron a usted el Premio Nobel. También repasamos sus papeles en Stanford. Usted iba en la dirección equivocada, intentando usar nucleótidos de carga iónica como técnica de clasificación…

—Podía haber funcionado…

—Podía haber funcionado en un universo donde el hidrógeno libre no se uniese a todo. Pero aquí estaba en un callejón sin salida… un callejón que no abandonó hasta la muerte de Myra Tottenham.

Hubo una pausa muy larga.

—El comité Nobel es muy reacio a dar premios a título póstumo —dijo Klimus como si lo justificase todo.

Molly se cruzó de brazos.

—Quiero sus notas sobre Amanda. Y su palabra de que nunca intentará verla de nuevo.

—Señora Bond…

—Amanda es mi hija… mía y de Pierre. En todos los sentidos que importan. Usted no volverá a molestarnos nunca.

—Pero…

—Sin peros. Deme los cuadernos.

—Necesito… necesito algo de tiempo para reunirlos.

—Tiempo para fotocopiarlos, querrá decir. Ni lo sueñe. Le acompañaré a donde quiera para recogerlos, pero no voy a dejarle solo ni un momento hasta que los hayamos encontrado y quemado todos.

Klimus se quedó sentado unos segundos, pensando. El único sonido era el suave rumor de un reloj eléctrico.

—Es usted una zorra dura de pelar —dijo por fin, abriendo el cajón de la izquierda de su mesa y sacando una docena de cuadernillos de espiral.

—No, no lo soy. Sólo soy la madre de mi hija.

Habían pasado cuatro meses. Mientras caminaba despacio por el laboratorio, Shari Cohen tenía aspecto de desear encontrarse en cualquier otro lugar del mundo. Pierre estaba sentado en un taburete del laboratorio.

—Pierre… no… no sé cómo decírtelo, pero los resultados más recientes de tu prueba… —Shari apartó la mirada—. Lo siento, Pierre, pero están equivocados.

Pierre alzó un tembloroso brazo.

—¿Equivocados?

—Hiciste mal el fraccionamiento. Me temo que voy a tener que repetirlo.

—Lo siento. A veces… a veces me confundo.

Shari asintió. Su labio superior temblaba.

—Lo sé —dijo. Estuvo callada un largo rato—. Pierre, quizá sea el momento de que…

—No —dijo él con tanta firmeza como pudo. Levantó sus manos temblorosas hacia Shari, como si quisiera detener sus palabras—. No me pidas que deje de venir al laboratorio. —Exhaló un largo suspiro—. Quizá tengas razón… quizá ya no pueda ocuparme de tareas complejas. Pero tienes que dejarme que ayude.

—Puedo seguir adelante con tu trabajo. Terminaré nuestro artículo —Shari sonrió. Aquel artículo iba a dejar asombrados a todos—. Te recordarán, Pierre. No sólo como a Crick y Watson, sino como a Darwin. Él nos dijo de dónde venimos, y tú nos has dicho adónde vamos…

Shari hizo una pausa. El último descubrimiento de Pierre (probablemente su descubrimiento final) era la secuencia de ADN que aparentemente controlaba el descenso del hueso hioides en la garganta, una secuencia desplazada en un sentido en el ADN de la Triste Hannah, y en el otro en el del Homo sapiens sapiens. Le había enseñado a Shari una muestra de ADN con el desplazamiento de la telepatía, aunque sin decirle a quién pertenecía, y ella sólo creía a medias las afirmaciones de Pierre sobre su propósito.

Pierre echó una patética mirada a su alrededor.

—Tiene que haber algo que pueda hacer. Lavar los recipientes, ordenar los archivos… lo que sea.

Shari miró el cubo de basura donde descansaban los restos de un frasco que Pierre había dejado caer el día anterior.

—Ya has dedicado mucho al proyecto… Sé que se supone que eres tú quien cita a los ganadores del premio Nobel, pero creo que Woodrow Wilson dijo una vez: “No sólo uso todo mi cerebro, sino también todos los que puedo tomar prestados”. Puedes tomar prestado el mío; yo seguiré por los dos. Ya es hora de que te relajes, de que pases algo de tiempo con tu mujer y tu hija.

Pierre sintió pinchazos en los ojos. Había sabido que aquel día llegaría, pero era demasiado pronto… demasiado pronto.

Hubo un momento de torpeza entre los dos, y Pierre recordó aquella tarde tres años y medio antes cuando él acabó abrazando a Shari mientras ella lloraba por la ruptura de su compromiso. Quizá ella también reconoció el parecido, pues, con una pequeña sonrisa, se acercó y le abrazó suavemente, sin apretar, sin constreñir el baile de su cuerpo.

Serás recordado, Pierre —dijo—. Lo sabes. Serás recordado para siempre por lo que has descubierto aquí.

Pierre asintió, intentando encontrar consuelo en sus palabras, pero las lágrimas no tardaron en rodar por sus mejillas.

—No llores. No llores.

Miró a Shari y meneó la cabeza.

—Sé que hicimos un buen trabajo, pero…

Ella se apartó el pelo de la frente.

—¿Pero qué?

—Partes y pedazos —contestó—. Puedo entender partes y pedazos de ello. Pero el conjunto, los nucleótidos, las enzimas, las reacciones, las secuencias genéticas… —se secó la mejilla con su mano temblorosa—. No lo recuerdo todo, y lo que recuerdo, ya no lo entiendo.

Shari le dio una palmadita en el hombro.

—No importa. Tú hiciste el trabajo. Tú hiciste los descubrimientos. Yo puedo acabarlo a partir de aquí.

—¿Pero qué voy a hacer yo ahora? No sé hacer otra cosa.

Shari habló suavemente.

—Tienes otro mensaje de Barnaby Lincoln, del Chronicle. ¿Por qué no le devuelves la llamada?

CAPÍTULO 43

Dieciocho meses después

Pierre estaba ocupado esos días. Barnaby Lincoln tenía razón: el trabajo en los grupos de presión era satisfactorio. ¿Y quién podía saberlo? Quizá algún día incluso diese fruto. Mientras tanto, Shari había terminado con su artículo conjunto “Un mecanismo intrónico del ADN para invocar mutaciones por desplazamiento como fuerza conductora en la evolución”, enviándolo a la revista Nature.

Pero hoy no era un día para preocuparse por lo que las autoridades de la revista fuesen a hacer con el artículo, ni para ocuparse de los teléfonos ni dictar cartas.

No podían limitarse a ir al estudio fotográfico de Sears; tomar fotos de la familia Tardivel-Bond era algo un poco más complicado. Pierre tenía buenos y malos momentos, y había que esperar más de una hora a que reuniese el control suficiente como para permanecer razonablemente quieto. Y Amanda… bueno, con tres años ya aceptaba mejor a la gente, pero seguía siendo más fácil mantenerla apartada de adultos bienintencionados pero estúpidos que decían constantemente cosas equivocadas, creyendo que al no ser capaz de hablar tampoco podía oír.

Molly había ayudado a Pierre a ponerse su ropa, como todos los días. Al principio había pensado en ponerle traje y corbata, todo serio y formal, pero aquel no era Pierre, y ella quería recordarle tal y como era. Así que le ayudó a ponerse el jersey rojo de los Montreal Canadiens que tanto le gustaba.

Por su parte, ella se vistió un poco mejor de lo que solía, con una blusa de seda azul pálido y una elegante falda negra. Incluso se puso lápiz de labios y sombra de ojos.

Habían tomado prestada la compleja cámara de la universidad. Molly preparó cuidadosamente el encuadre, poniendo dos sillas ante la chimenea.

Amanda llevaba un precioso vestido rosa de flores. Molly había jugado con la idea de combatir el estereotipo, pero aquel día, al menos, quería que su hija tuviese el mismo aspecto que cualquier niña. A veces aquellas cosas importaban.

—Creo… que ya estoy listo —dijo Pierre por fin.

Molly sonrió y le ayudó a sentarse en una de las sillas. Su antebrazo derecho se movía un poco, pero Pierre lo sujetó con la otra mano. Molly se sentó, se arregló la ropa y le hizo gestos a Amanda para que fuese a sentarse en su regazo; ella lo hizo pavoneándose con su falda por la habitación.

Molly besó su frente, y Amanda sonrió. En su mano izquierda, Molly sostenía el disparador de la cámara. Señaló la lente y le dijo a Amanda que mirase allí y sonriese.

Pierre se soltó el brazo y sonrió también al ver que, al menos por el momento, había dejado de sacudirse. Se las arregló para levantarlo poco a poco y pasarlo por encima de los hombros de su esposa. La pequeña Amanda alargó su manita y agarró tres de los dedos de su padre. Molly accionó el disparador, y la luz roja de aviso y después el flash se sucedieron.

Amanda saltó en el regazo de su madre, sorprendida y entusiasmada por las brillantes luces. Molly esperó a que se calmase un poco antes de tomar otra foto, y mientras tanto, pensó en el notable retrato de familia que componían. No eran simplemente una mujer y su marido y su hija que se querían mucho. También era, en un sentido muy real, un retrato de la raza humana: del silencio, del habla y de la telepatía; del pasado, el presente y el futuro; de dónde venía, dónde estaba y adónde iba.

La telepatía de Molly, aquí, ahora, al alba del siglo XXI, había sido un accidente, el resultado de un nucleótido que se había colado en su ADN. Pero el código genético del neurotransmisor de la telepatía estaba allí, oculto, cambiado en otro esquema, en el ADN de todos los hombres y mujeres de la Tierra.

Molly recordó sus palabras: “Tal vez algún día, en el futuro lejano, la humanidad sea capaz de manejar algo así. Pero no ahora; no es el momento adecuado”.

No es el momento adecuado.

Los descubrimientos de Pierre habían sido asombrosos: todo estaba allí. No sólo lo que habíamos sido. No sólo códigos de colas y escamas y huevos de cáscara dura. No sólo nuestro pasado como peces, anfibios y reptiles. No sólo las órdenes que iniciaban la danza de la ontogenia recapitulando aparentemente la filogenia durante el desarrollo del embrión. No sólo restos y desechos.

No sólo basura.

Sí, el pasado estaba allí. Pero también el futuro. También el plan, el diseño maestro, aquello en lo que nos convertiríamos.

¿Qué era lo que le había dicho a Pierre tantos años atrás? “Dios planificó por adelantado el gran esquema, la dirección general que iba a tomar la vida, el camino general del universo… pero, después de ponerlo todo en marcha, se conforma con ver cómo se va desplegando, dejando que crezca y se desarrolle por sí mismo, a lo largo del camino previsto.”

Accionó de nuevo el disparador de la cámara. La luz llenó la habitación.

Amanda miró a su padre y movió las manos. ¿Por qué hacemos esto?

—Lo hacemos —dijo Pierre— porque somos una familia. —Las palabras salieron despacio, pero con claridad.

Los grandes ojos pardos de Amanda le miraron. Su cara estaba contorsionada. Había pasado mucho tiempo practicando en secreto con su madre. Incluso habían estado a punto de ser sorprendidas un día que Pierre llegó al salón sin que se diesen cuenta. Aún no lo había conseguido nunca, pero sabía que era un momento muy especial, así que lo intentó con todas sus fuerzas.

El sonido era tosco, como el rasgar de un papel grueso, más una fuerte aspiración que otra cosa. Pero también era inconfundible, al menos para alguien que había ansiado oírlo.

—Te quiero —dijo Amanda mirando a su padre. Pierre pensó algo en francés, pero entonces, sonriendo a su mujer y estrechándola más fuerte, volvió a pensar lo mismo en francés.

La vida, pensó Pierre Tardivel, no puede ser mejor que esto.

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