Es mejor ser odiado por lo que eres que amado por lo que no eres.
Parecía un lugar improbable para morir.
Durante el curso académico, veintitrés mil estudiantes a jornada completa recorrían los bien arbolados terrenos de la Universidad de California, Berkeley. Pero aquella fresca noche de junio el campus estaba casi vacío.
Pierre Tardivel alargó la mano para coger la de Molly. Era un hombre de treinta y tres años, esbelto, fibroso y bien parecido, con el pelo del mismo color chocolate que los ojos. Molly, que cumpliría los treinta y tres en un par de semanas, era hermosa… asombrosamente hermosa, aun sin maquillaje. Tenía unos pómulos altos, labios sensuales y ojos azul oscuro, y llevaba el pelo rubio natural con raya al medio, corto por delante pero cayéndole sobre los hombros por detrás. Apretó la mano de Pierre, y empezaron a caminar juntos.
Acababan de sonar las once de la noche en el Campanario. Molly había estado trabajando hasta tarde en el departamento de Psicología, donde era profesora adjunta. A Pierre no le gustaba que volviese a casa sola, así que se había quedado en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, situado en una colina que dominaba el campus, hasta que ella le telefoneó diciendo que estaba lista para salir. No suponía una molestia para él; al contrario, el problema habitual de Molly era conseguir que se tomase un respiro en su investigación.
Molly no tenía ninguna duda sobre los sentimientos de Pierre hacia ella; era una de las pocas ventajas de su don. A veces deseaba que le pasara el brazo alrededor mientras caminaba, pero a Pierre no le gustaba hacerlo. No era que no fuese afectuoso: era francocanadiense, después de todo, y tenía la naturaleza expansiva de la primera parte de esa dualidad, y el deseo de protegerse contra el frío de la segunda. Pero él decía que ya habría tiempo de que Molly le ayudase, cada uno con el brazo alrededor de la cintura del otro. Por el momento, y mientras todavía pudiera, prefería caminar libremente.
Mientras cruzaban el puente a la altura de la bifurcación norte de Strawberry Creek, Molly preguntó:
—¿Qué tal el trabajo?
—Burian Klimus se ha puesto muy pesado —dijo Pierre con su sonoro acento.
Molly rió con un sonido gutural. Cuando hablaba, su voz era aguda y femenina, pero su risa tenía un toque vulgar que según Pierre resultaba muy sexy.
—O sea, como siempre.
—Exacto —contestó Pierre—. Klimus quiere la perfección, y supongo que él puede exigirla. Pero el objetivo básico del Proyecto Genoma Humano es descubrir qué nos hace humanos, y a veces los humanos cometen errores —Molly estaba bastante acostumbrada al acento de Pierre, pero la repetición de “huma-nó” tres veces en una misma frase hizo aflorar una sonrisa en sus labios—. Ha estado a punto de arrancarle el pellejo a Shari esta tarde.
Molly asintió.
—Ayer oí a alguien haciendo una imitación de Klimus en el Club de la Facultad. —Se aclaró la garganta y fingió un acento alemán—. “No sólo soy miembro del Herr Club… también soy su canciller.”
Pierre soltó una carcajada.
Había un banco de hierro forjado un poco más adelante. Un hombre corpulento de algo menos de treinta años, vestido con unos vaqueros gastados y una cazadora de cuero desabrochada, estaba sentado en él. Tenía una barbilla como dos pequeños puños que brotasen de la parte inferior de su cara, y llevaba muy corto, más o menos un centímetro, el pelo color rubio sucio. Qué falta de respeto, pensó Molly, estás en el hogar del movimiento hippie de los 60, así que deberías dejarte crecer un poco el pelo.
Siguieron andando. Normalmente, se habrían apartado del banco, dejando al desconocido un generoso espacio libre: Molly procuraba evitar que los extraños entrasen en su zona. Pero un poste de luz y un arbusto limitaban el borde del camino, así que acabaron pasando a medio metro del hombre, Molly más cerca incluso que Pierre.
Ya era hora de que apareciese el puto franchute.
Molly apretó la mano, sus uñas cortas y sin pintar clavándose en el dorso de la de Pierre.
Mala suerte, no está solo… pero puede que Grozny lo prefiera así.
El tembloroso susurro de Molly fue tan bajo que estuvo a punto de perderse en la brisa.
—Vámonos de aquí —Pierre enarcó las cejas, pero aceleró su paso. Ella lanzó una mirada atrás—. Se ha levantado —dijo en voz baja—. Viene hacia nosotros.
Molly examinó el terreno. La puerta norte del campus estaba a unos treinta metros frente a ellos, y más allá los cafés desiertos de Euclid Avenue. A la izquierda había una valla que separaba la universidad de Hearst Avenue. A la derecha, más árboles y Haviland Hall, sede de la Escuela de Graduados Sociales. La mayor parte de sus ventanas estaban a oscuras. Oyeron el sonido de un autobús al otro lado de la verja… por la hora, sería el último en mucho tiempo. Pierre se mordió el labio. Las pisadas se acercaban suavemente. Metió la mano en el bolsillo, y Molly pudo oír el tintineo de las llaves cuando se las puso entre los dedos.
Ella abrió la cremallera de su bolso de cuero blanco y sacó su silbato antiviolación. Se arriesgó a mirar otra vez hacia atrás y… ¡Cristo, un cuchillo! “¡Corre!” gritó, girando a la derecha mientras se llevaba el silbato a los labios. El sonido rasgó la noche.
Pierre se lanzó hacia delante, directo a la puerta norte, pero miró por encima del hombro tras recorrer unos pocos metros. Perdido el elemento sorpresa, quizá el extraño se hubiese marchado, pero Pierre tenía que asegurarse de que no iba tras Molly…
…y fue un error. El hombre había perdido terreno (Pierre tenía las piernas más largas y había empezado a correr antes), pero aquello le dio la oportunidad de acercarse. A unos diez metros, Molly, que también había dejado de correr, gritó el nombre de Pierre.
El tipo llevaba un cuchillo de monte en la mano derecha. Era difícil distinguirlo en la oscuridad, salvo por el reflejo de la luz de las farolas en la hoja de treinta centímetros. Lo sujetaba con la punta hacia abajo, como si hubiese pensado clavárselo a Pierre en la espalda.
El hombre arremetió, y Pierre hizo lo mismo que cualquier buen muchacho de Montreal que hubiese crecido queriendo jugar con los Canadiens: fintó hacia la izquierda, y cuando el otro se movió en la misma dirección hizo un quiebro a la derecha, embistiéndole. El atacante perdió el equilibrio y Pierre avanzó, con la llave de su apartamento encajada entre sus dedos índice y medio. Golpeó en la cara al desconocido, que aulló de dolor cuando la llave le cortó la mejilla.
Molly corrió hacia el hombre por detrás, saltó sobre su espalda y empezó a golpearle con los puños crispados. El otro empezó a girar, como queriendo atrapar a la mujer que tenía encima, y Pierre aprovechó para usar otra maniobra de hockey y hacerle caer. Pero en lugar de soltar el cuchillo, como Pierre había pensado que haría, lo agarró todavía más fuerte. Al caer, su brazo se torció y su cazadora de cuero quedó abierta. El peso de Molly sobre su espalda hizo que la afilada hoja se le clavase a lo largo en el vientre.
De pronto hubo sangre por todas partes. Molly se apartó del hombre, haciendo una mueca de dolor. El otro no se movía, y su respiración sonaba de forma líquida, burbujeante.
Pierre agarró la mano de Molly y empezó a retroceder, pero entonces comprendió lo grave que era la herida, aquel hombre moriría desangrado si no se le atendía de inmediato.
—Busca un teléfono —le dijo a Molly—. Llama al nueve-uno-uno. —Ella partió hacia Haviland Hall.
Hizo rodar al hombre sobre su espalda y el cuchillo se salió de su lugar. Cogió el arma y la arrojó tan lejos como pudo, por si la herida no era tan grave. Después abrió la ligera camisa de algodón del asaltante, ahora empapada de sangre, exponiendo el corte. El hombre sufría un shock traumático: su tez, difícil de determinar a la pálida luz, estaba de un color blanco grisáceo. Pierre se quitó su propia camisa beige de la Universidad McGill y la enrolló para usarla como vendaje de presión.
Molly volvió a los pocos minutos, jadeando por la carrera.
—Ya viene una ambulancia, y la policía. ¿Cómo está?
Él mantuvo la presión sobre la herida, pero la tela estaba empapada.
—Se está muriendo —dijo con voz angustiada.
Molly se acercó, observando al asaltante.
—¿Le conoces?
Pierre meneó la cabeza.
—Recordaría esa barbilla.
Ella se arrodilló junto al hombre y cerró los ojos, escuchando la voz que sólo ella podría oír.
No es justo, estaba pensando. Sólo he matado a quien Grozny dijo que se lo merecía. Pero yo no merezco morir. No soy un jodido…
La frase no pronunciada se interrumpió abruptamente. Molly abrió los ojos y apartó suavemente de la camisa las manos cubiertas de sangre de Pierre.
—Ha muerto —dijo.
Pierre, todavía de rodillas, se echó hacia atrás muy despacio. Su cara estaba blanca como el hueso y la mandíbula le colgaba un poco. Molly reconoció las señales: ahora era él quien sufría un shock. Le ayudó a apartarse del cuerpo, y le hizo sentarse en la hierba junto a la base de una secoya.
Tras lo que pareció una eternidad, por fin oyeron las sirenas que se acercaban. La policía de la ciudad llegó por la puerta norte, seguida unos momentos después por un coche de la seguridad del campus procedente de la Biblioteca Moffit. Los dos vehículos aparcaron uno junto al otro, cerca de la arboleda.
Los policías de la ciudad eran un equipo sal-y-pimienta: un robusto hombre de color y una mujer blanca más alta y esbelta. El hombre parecía estar al mando. Sacó un paquete sellado de guantes de látex de su compartimiento y se los puso sobre las manos carnosas, acercándose para examinar el cadáver. Le buscó el pulso en las muñecas, después meneó la cabeza y probó en la base del cuello.
—Cristo —dijo—. ¿Karen?
Su compañera enfocó la cara del muerto con una linterna.
—Le dieron un buen puñetazo, desde luego —dijo indicando la herida abierta por la llave de Pierre. Entonces parpadeó—. Oye, ¿no le detuvimos hace unas semanas?
El policía negro asintió.
—Chuck Hanratty. Basura. —Meneó la cabeza, pero parecía más intrigado que triste. Se puso en pie, se quitó los guantes y miró brevemente al vigilante del campus, un blanco regordete de pelo canoso que apartaba la vista del cadáver. Después se volvió hacia Pierre y Molly—. ¿Está herido alguno de ustedes?
—No —dijo Molly con la voz temblándole ligeramente—. Sólo algo aturdidos.
La otra policía estaba examinando la zona con su linterna.
—¿Es este el cuchillo? —preguntó mirando a Pierre y señalando el arma, que había caído junto a otra secoya.
Pierre levantó los ojos, pero no parecía oír.
—El cuchillo —repitió la policía—. El cuchillo que le mató.
Pierre asintió con la cabeza.
—Quería matarnos —dijo Molly.
El hombre negro la miró.
—¿Estudia usted aquí?
—No, trabajo en la facultad. Departamento de Psicología.
—¿Nombre?
—Molly Bond.
El policía señaló con la cabeza a Pierre, que seguía con la mirada fija en el espacio.
—¿Y él?
—Se llama Pierre Tardivel. Pertenece al Centro Genoma Humano, en el Laboratorio Lawrence Berkeley.
El oficial se volvió hacia el vigilante del campus.
—¿Conoce a estas personas?
El viejo se estaba recuperando poco a poco; aquel tipo de cosas no tenía nada que ver con llamar a la grúa para que se llevase los coches mal aparcados. Meneó la cabeza.
—Muéstrenme sus permisos de conducir y sus identificaciones de la universidad, por favor —dijo el policía a Molly y Pierre.
Molly abrió el bolso y enseñó sus papeles. Pierre, helado al no llevar camisa, estremecido todavía por la muerte del hombre y cubierto hasta los codos de sangre coagulada, se las arregló para sacar su cartera, pero se quedó mirándola como si no supiese abrirla. Molly la cogió suavemente y mostró su identificación.
—Canadiense —dijo el hombre, como si fuese algo sospechoso—. ¿Tiene papeles para estar en este país?
—Papeles… —repitió Pierre, todavía confuso.
—Tiene una carta verde —contestó Molly. Rebuscó en la cartera hasta encontrarla y se la mostró al policía, que asintió con la cabeza. La mujer había sacado una cámara Polaroid del coche patrulla y estaba tomando fotos de la escena.
Por fin llegó la ambulancia, entró por la puerta norte, pero no pudo pasar por el camino donde estaban ellos. Aunque los demás vehículos habían apagado sus sirenas una vez detenidos, la ambulancia dejó en marcha las luces del techo, proyectando unas sombras anaranjadas que danzaban por todo el lugar. El aire estaba lleno del sonido de las radios. Dos paramédicos corrieron hacia el hombre caído. También habían llegado algunos curiosos.
—No hay pulso ni signos de respiración —dijo el oficial.
Los paramédicos hicieron algunas comprobaciones, asintiendo entre ellos.
—Está listo —dijo uno—. De todas formas, tenemos que llevárnoslo.
—¿Karen?
—Sí. Ya tengo bastantes fotos.
—Adelante, entonces. —El policía se volvió hacia Pierre y Molly—. Tendrán que hacer una declaración.
—Fue en defensa propia —explicó Molly.
Por primera vez, el hombre mostró una cierta afabilidad.
—Por supuesto. No se preocupe, es pura rutina. El sujeto que les atacó tenía un buen expediente: robo, agresión, quema de cruces…
—¿Quema de cruces? —Molly quedó sorprendida.
El policía asintió.
—Un mal tipo, ese Hanratty. Estaba metido en un grupo neonazi llamado el Reich Milenario. Actúan sobre todo en San Francisco, por la zona de la Bahía, pero también han estado reclutando aquí en Berkeley —contempló los edificios de los alrededores—. ¿Tienen su coche por aquí?
—Íbamos a pie.
—Bien… mire, es más de medianoche y, francamente, su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio una tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, reaccionando por fin.
El policía se encogió de hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y el bolso de su amiga.
Pero Molly sabía que no era cierto. Tomó la mano sucia de sangre de Pierre y le guió hacia el coche patrulla.
Pierre entró en la ducha, lavándose la sangre del pecho y los brazos y tiñendo el agua de rojo. Se frotó hasta quedar en carne viva. Después de secarse, se metió en la cama junto a Molly, y ambos se abrazaron.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —preguntó en la oscuridad, bufando ruidosamente—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al fin y al cabo…
Se calló, la frase en inglés formada ya en su mente. Pero Molly sabía lo que había estado a punto de decir, y le atrajo hacia ella, abrazándole con fuerza.
Al fin y al cabo, había pensado Pierre Tardivel, pronto estaré muerto de todas formas.