Vivamos en la adversidad, luchando con brío; arriesguémonos a agotarnos antes que a herrumbrarnos.
Los gritos sonaban como el maíz en la sartén: al principio uno o dos, y después cientos de ellos amontonándose, hasta que por fin iban disminuyendo y se apagaban por completo, y entonces todo había terminado.
Jubas Meyer intentaba no pensar en ello. Incluso muchos de los bastardos al mando lo intentaban. A sólo cuarenta metros, una banda de músicos judíos tocaba a punta de pistola para acallar con sus canciones los gritos de los moribundos, pues el rumor del motor diesel en la Maschinehaus no bastaba para ocultarlos.
Finalmente, mientras Jubas y los otros esperaban ya preparados, los dos operadores ucranianos abrieron trabajosamente las enormes puertas. Un humo azul salió de la abertura.
Como solía ocurrir, los cadáveres desnudos aún se mantenían en pie. La gente había sido apiñada de tal forma —hasta quinientos en aquella pequeña cámara— que no había espacio para que cayera. Pero al abrirse las puertas, los muertos más próximos a la salida se desplomaron bajo el cálido sol del verano, con los rostros moteados e hinchados por el monóxido de carbono. La peste a sudor, orina y vómito llenaba el aire.
Jubas y su compañero Shlomo Malamud avanzaron llevando su camilla de madera, con ella podían cargar a dos niños o un adulto en cada viaje. No tenían fuerzas para llevar más. Jubas podía contarse fácilmente las costillas a través de la piel, y los piojos atormentaban su cuero cabelludo.
Empezaron por una mujer de unos cuarenta años: su pecho izquierdo tenía una larga cuchillada. Llevaron el cadáver hasta el puesto dental; allí, un hombre pálido de poco más de treinta años llamado Yehiel Reichman le echó la cabeza hacia atrás abriéndole la boca. Vio un brillo de oro, cogió unas tenazas manchadas de sangre y extrajo el diente.
Shlomo y Jubas arrojaron el cadáver a la fosa junto con los demás, intentando ignorar el zumbido de las moscas y el hedor de la carne podrida y las evacuaciones postmortem. Volvieron a la cámara y…
No…
¡No!
Dios, no.
Rachel no…
Pero lo era. La propia hermana de Jubas, yaciendo desnuda entre los muertos, mirándole con unos ojos tan verdes y vacíos de vida como las esmeraldas.
Él había rezado por que escapase, por que estuviese a salvo, por…
Jubas retrocedió tambaleándose, tropezó y cayó al suelo, con lágrimas en los ojos que al resbalar por sus mejillas abrían surcos en la mugre que le cubría el rostro.
Shlomo acudió en ayuda de su amigo.
—Vamos —susurró—. Deprisa, antes de que vengan…
Pero Jubas estaba llorando ahora, incapaz de controlarse.
—Nos pasa a todos —dijo Shlomo para tranquilizarle.
Jubas sacudió la cabeza. Shlomo no lo entendía. Tragó aire, y por fin pudo forzarse a hablar.
—Es Rachel —dijo estremeciéndose entre sollozos mientras señalaba el cadáver. Las moscas ya estaban caminando sobre la cara de su hermana.
Shlomo puso una mano en el hombro de Jubas: le habían separado de su hermano Saúl, y lo único que le mantenía con vida era la esperanza de que él estuviese a salvo.
—¡Levanta! —gritó una voz familiar. Un alto y robusto ucraniano calzado con botas se acercaba a ellos. Llevaba un rifle con una bayoneta calada… la misma bayoneta que Jubas le había visto afilar frecuentemente hasta dejarla como un escalpelo.
Jubas alzó la mirada. Podía distinguir aquel rostro incluso a través de las lágrimas: una cara redonda de unos treinta años, de orejas protuberantes, labios finos y calvicie incipiente.
Shlomo se acercó al ucraniano, arriesgándolo todo. Pudo oler el licor barato en el aliento del hombre.
—Un momento, Iván, ten compasión… es la hermana de Jubas.
La ancha boca de Iván se abrió en una mueca terrible. Inclinándose, cortó el pezón derecho de Rachel con su bayoneta, haciéndolo saltar de la hoja con un golpe del dedo. El pezón cayó girando hasta acabar con el lado sangrante sobre el regazo de Jubas.
—Quédatelo de recuerdo —dijo Iván.
Era un monstruo.
Un demonio.
El mal hecho carne.
Su nombre era Iván. Nadie sabía su apellido, y los judíos le apodaban Iván el Terrible. Había llegado al campo un año antes, en julio de 1942. Algunos decían que había recibido una buena educación antes de la guerra: hablaba mejor que los demás guardias. Unos pocos llegaban a afirmar que había sido médico, viendo la precisión con que cortaba la carne humana. Pero lo que hubiese hecho en la vida civil había quedado atrás.
Jubas Meyer había calculado cuántos cadáveres sacaban de las cámaras cada día él y Shlomo, cuántos otros pares de judíos eran obligados a hacer lo mismo, cuántos trenes de carga habían llegado hasta la fecha.
Los resultados eran estremecedores. Allí, en aquel pequeño campo, se ejecutaba cada día a entre diez y doce mil personas; algunos días, la cifra alcanzaba las quince mil. Hasta el momento se habría exterminado a más de medio millón de personas. Y había rumores de otros campos: uno en Belzac, otro en Sobibor, quizá otros más.
No cabía duda: los nazis pretendían matar a todos los judíos, borrarlos de la faz de la tierra.
Y allí en Treblinka, a ochenta kilómetros al nordeste de Varsovia, Iván el Terrible era el principal agente de tal destrucción. Sí, tenía un compañero llamado Nikolai que le ayudaba a operar las cámaras, pero era Iván el sádico más allá de lo creíble, quien violaba a las mujeres antes de gasearlas, quien les hacía cortes —sobre todo en los pechos— mientras marchaban desnudas hacia las cámaras, quien obligaba a los judíos a copular con cadáveres mientras soltaba una fría risa gutural y les golpeaba con una cañería de plomo.
Iván disfrutaba de ello, y sus frecuentes borracheras no hacían sino incrementar su crueldad natural. Como ucraniano, probablemente había sido un prisionero de guerra, pero se había presentado como Wachmann voluntario, demostrando una notable pericia técnica que le hizo quedar a cargo de las cámaras de gas. Los alemanes confiaban tanto en él que le dejaban salir del campo. Jubas le había oído fanfarroneando con Nikolai sobre la puta a la que frecuentaba en el cercano pueblo de Wolga Okranik. “Si crees que los judíos chillan mucho,” había dicho Iván, “tendrías que oír a mi María”.
Fue un milagro.
Iván y Nikolai abrieron las puertas, y…
…Dios, era increíble…
…una niña rubia de unos doce años, apenas en la pubertad, salió desnuda y tambaleándose de la cámara, todavía viva.
A sus espaldas, los cadáveres empezaron a caer como fichas de dominó.
Pero ella estaba viva. Los hombres y mujeres habían estado tan apretados esa vez que sus mismos cuerpos habían formado una bolsa de aire.
La niña, con los ojos abiertos de terror, se quedó en pie bajo el sol, boqueando en busca de oxígeno. Y cuando por fin tuvo aliento para hacerlo, gritó “¡Ma-ma! ¡Ma-ma!”.
Pero su madre estaba entre los muertos.
Jubas Meyer y Shlomo Malamud se quedaron apartando cadáveres, agitando los brazos para espantar a las moscas, respirando por la boca para evitar el hedor. Iván se dirigió hacia la niña con un látigo en la mano, Y Jubas le dirigió una mirada de reproche. El ucraniano debió verla, pues se olvidó de la niña por un momento y empezó a azotar a Jubas. El prisionero se mordió la lengua hasta saborear la salada sangre; gritar sólo prolongaría la tortura.
Cuando Iván se hartó de azotarle, dio un paso atrás y contempló a Jubas, encorvado por el dolor.
—¡Davay yebatsa! —gritó.
Incluso la niña conocía aquellas obscenas palabras: empezó a retroceder, pero Iván se puso junto a ella, agarrando brutalmente su hombro desnudo y derribándola al suelo.
—¡Davay yebatsa! —gritó de nuevo a Jubas. Arrastró a la niña hasta el lugar donde había dejado su rifle, apoyado en la pared de la Maschinehaus. Apuntó el arma hacia Jubas—. ¡Davay yebatsa!
Jubas cerró los ojos.
Eran noticias horribles, devastadoras.
El ritmo de las ejecuciones estaba aflojando.
No significó que los alemanes hubieran cambiado de idea.
No significaba que hubiesen abandonado su loco plan.
Significaba que se estaban quedando sin judíos que matar.
El campo no tardaría en perder su utilidad. Al principio, los alemanes habían ordenado enterrar los cadáveres, pero últimamente estaban removiendo la tierra para exhumarlos e incinerarlos. Las cenizas flotaban continuamente por el aire, y el acre olor de la carne quemada aguijoneaba las fosas nasales. Los nazis no querían dejar pruebas de lo que había ocurrido allí.
Y tampoco querían testigos. Pronto ordenarían entrar en las cámaras a los propios cargadores de cadáveres.
—Tenemos que huir —dijo Jubas Meyer—. Tenemos que salir de aquí.
Shlomo miró a su amigo.
—Nos matarán si lo intentamos.
—Nos matarán de todas formas.
La revuelta se planeó en cuchicheos, un hombre pasando la voz al siguiente. El lunes, 2 de agosto de 1943, sería el día. No todos escaparían, estaba claro. Pero algunos sí… seguramente algunos sí. Y contarían al mundo lo que había ocurrido.
El sol ardía furiosamente, como si el mismo Dios estuviese ayudando a los nazis a incinerar cadáveres. Pero Dios no haría algo así: el calor se convirtió en una ventaja cuando el ayudante del comandante del campo se llevó a un grupo de guardias ucranianos para darse un baño refrescante en el río Bug.
Los judíos del campo inferior —la zona donde los prisioneros eran descargados y preparados— habían reunido algunas armas hechas por ellos mismos. Uno había llenado de gasolina unas grandes latas. Otro había robado algunos cortaalambres. Un tercero se las había arreglado para ocultar un hacha entre la basura que le habían ordenado apartar. Incluso tenían algunas pistolas.
Unos pocos habían ocultado tiempo atrás oro o dinero en agujeros de los árboles, o lo habían enterrado. Tal y como eran exhumados los cuerpos, lo mismo ocurría con algunos tesoros.
Todo estaba listo para empezar a las 4:30 de la tarde. Había tensión en el ambiente, y todos estaban nerviosos. Y entonces, justo antes de las 4:00…
—¡Chico! —gritó Kuttner, un gordo miembro de las SS.
El niño, de unos once años, se quedó quieto. Temblaba de la cabeza a los pies. El SS se acercó, con una fusta en la mano.
—¡Chico! —dijo de nuevo—. ¿Qué llevas en los bolsillos?
Jubas Meyer y Shlomo Malamud estaban a unos cinco metros, llevando un cadáver exhumado al horno crematorio. Se detuvieron para contemplar la escena. Los bolsillos del mugriento y andrajoso sobretodo del muchacho abultaban ligeramente.
El niño no dijo nada. Sus ojos estaban muy abiertos y sus labios se habían retraído a causa del miedo, mostrando unos dientes podridos. A pesar del fuerte calor, temblaba como si estuviese bajo cero. El guardia se acercó a él y le golpeó el muslo con la fusta: pudo oírse un inconfundible tintineo de monedas. Kuttner entornó los ojos.
—Vacía los bolsillos, judío.
El niño se dio la vuelta a medias para encararse al hombre. Sus dientes castañeteaban. Intentó meter la mano en el bolsillo, pero le temblaba tanto que no conseguía acertar. El nazi le golpeó en el hombro con la fusta, y el ruido espantó a los pájaros, cuyos vuelos y llamadas fueron un contrapunto para el grito del niño. Kuttner le metió su propia mano gorda en el bolsillo y extrajo varias monedas alemanas. Volvió a meter la mano: el bolsillo parecía estar vacío, pero Jubas pudo ver cómo le acariciaba los genitales a través de la tela.
—¿De dónde has sacado ese dinero?
Sacudiendo la cabeza, el niño señaló más allá del camuflaje de árboles y cercados, hacia el campo superior donde las cámaras de gas y los hornos estaban ocultos a la vista.
El guardia le agarró del hombro.
—Ven conmigo, chico. Stangl se ocupará de ti.
Pero el niño no era el único que escondía algo. Jubas Meyer tenía una de las seis pistolas robadas. Si llevaban al muchacho ante el comandante Franz Stangl, revelaría los planes para la revuelta, a sólo treinta minutos de su inicio.
Meyer no podía permitir que ocurriese. Sacó el arma de entre los pliegues de su propio delantal, apuntó al gordo alemán y…
…fue como eyacular, la liberación, el instante, la recompensa…
…apretó el gatillo, y vio los ojos del alemán abrirse de par en par, vio su boca formando una O, vio su gorda, fea, odiosa forma caer al suelo.
La señal para iniciar la revuelta debía haber sido la detonación de una granada, pero el disparo de Meyer puso todo en marcha. Gritos de “¡Ahora!” recorrieron el campo inferior. Las bombonas de gas estallaron. Había 850 judíos en el campo aquel día; todos corrieron hacia las alambradas. Algunos llevaban mantas, que arrojaron sobre las crueles espinas de metal; otros tenían cortaalambres y los usaron furiosamente. Los que tenían pistolas mataron a todos los guardias que pudieron. Había fuego y humo por todas partes. Los guardias que habían ido a nadar volvieron rápidamente y montaron a caballo o subieron a vehículos blindados. Trescientos cincuenta judíos saltaron las vallas y llegaron al bosque: muchos fueron rodeados con facilidad y muertos a tiros, siendo los ecos de los disparos y los gritos de pájaros y animales salvajes lo último que oyeron en su vida.
Pero algunos consiguieron aprovechar la fuga, corrieron a los bosques, y siguieron corriendo para salvar la vida. Jubas Meyer estaba entre ellos. Shlomo Malamud huyó también, y consagró su vida a buscar a su hermano Saúl. Y otros a los que Jubas conocía o de los que había oído hablar consiguieron escapar: Eliahu Rosenberg y Pinhas Epstein; Casinúr Landowski y Zalmon Chudzik. Y David Solomon, también.
Pero ellos, y quizá otros cuarenta y cinco, fueron todos los supervivientes de Treblinka.
Comienzos de los 80. Ronald Reagan había jurado hacía poco el cargo de presidente, y, momentos después, Irán había liberado a los rehenes americanos cautivos durante 444 días. Aquí en Canadá, Pierre Trudeau estaba en medio de su período de vuelta como primer ministro, esforzándose por llevar a casa de Gran Bretaña una Constitución canadiense.
Un Pierre Tardivel de dieciocho años estaba frente a una casa desconocida en los suburbios de Toronto, el cuello de su cazadora roja de la Universidad McGill subido para protegerse del frío y seco viento que bajaba por la calle cubierta de sal.
Ahora que estaba allí, no parecía tan buena idea. Quizá debería darse la vuelta y regresar a la estación de autobuses, regresar a Montreal. Su madre estaría encantada si se rindiese ahora, y, bueno, si la esposa de Henry Spade le había dicho la verdad sobre su marido, Pierre no estaba seguro de poder enfrentarse al hombre. Debería limitarse a…
No. No, ya había llegado hasta allí. Tenía que verlo por sí mismo.
Pierre inspiró profundamente, inhalando el vigorizante aire, intentando calmar las mariposas en su estómago. Recorrió el porche hasta la puerta principal de la casa adosada, pulsó el timbre y oyó un amortiguado sonido de campanas desde el interior.
Unos momentos después, la puerta se abrió para mostrar a una mujer guapa, de mediana edad.
—Hola, señora Spade. Soy Pierre Tardivel —era consciente de lo fuera de lugar que debía de sonar su acento quebequés… otro recordatorio de que era un intruso.
Durante un momento, la señora Spade le miró de arriba abajo con lo que a Pierre le pareció una expresión de reconocimiento. Él sólo le había dicho por teléfono que sus padres habían sido amigos de su marido años atrás cuando Spade vivió en Montreal por los años sesenta. Pero tenía que haberse dado cuenta de que Pierre tenía una razón especial para hacer aquella visita. ¿Qué le había dicho su madre cuando la enfrentó a la evidencia? “Sabía que eras de Henry: eres su vivo retrato.”
—Hola, Pierre —dijo la mujer. La voz era más amable de lo que le había parecido por teléfono, pero seguía habiendo un rastro de cautela en ella—. Llámame Dorothy. Y pasa, por favor. —Se hizo a un lado y Pierre entró en el vestíbulo. Dorothy se parecía un poco a su madre: pelo oscuro, fríos ojos azul-grises, labios carnosos… Quizá Henry Spade se sentía atraído por un tipo específico de mujer. Pierre abrió la cremallera de su chaqueta, pero no hizo ningún movimiento para quitársela.
—Henry está arriba, en su habitación —dijo Dorothy. Su habitación. ¿Dormitorios separados? Qué impersonal—. Es más fácil para él si está tumbado. ¿Te importa verle allí?
Pierre negó con la cabeza.
—Muy bien —siguió ella—. Ven conmigo.
Entraron en el salón brillantemente iluminado. Dos paredes estaban completamente cubiertas por estanterías para libros hechas de madera oscura. Una escalera llevaba al piso superior. A lo largo de la barandilla había un raíl para una pequeña silla eléctrica. La propia silla estaba en lo alto. Dorothy guió a Pierre arriba, hasta la primera puerta a la izquierda.
Pierre se esforzó por mantener su expresión neutra.
En la cama, un hombre parecía estar bailando sobre su espalda. Sus brazos y piernas se movían constantemente, girando en hombros y caderas, codos y rodillas, muñecas y tobillos. Su cabeza oscilaba de izquierda a derecha en la almohada. Su pelo era de color gris acero, y, por supuesto, sus ojos eran castaños.
—Bonjour —dijo Pierre, tan sorprendido que olvidó hablar en inglés. Empezó de nuevo—. Hola. Soy Pierre Tardivel.
La voz del hombre era débil y confusa. Hablar era claramente un esfuerzo.
—Hola, P-Pierre —dijo. Hizo una pausa, pero Pierre no supo si para ordenar sus pensamientos o sencillamente para que su cuerpo cediese un poco a sus órdenes—. ¿Cómo está tu madre?
Pierre pestañeó repetidamente. No quería insultar al hombre llorando delante de él.
—Está muy bien.
La cabeza de Henry rodó de lado a lado, pero mantuvo los ojos fijos en Pierre. Pierre se dio cuenta de que esperaba más que una frase hecha.
—Está bien de salud. Trabaja en la sección de préstamos de una gran oficina del Banco de Montreal.
—¿Es feliz? —preguntó Henry trabajosamente.
—Le gusta su trabajo, y el dinero no es ningún problema. Cobramos un buen seguro cuando Papá murió.
Henry tragó saliva con lo que pareció una considerable dificultad.
—No… no sabía que hubiese muerto. Dile… que lo siento mucho.
Las palabras parecían sinceras. Ningún sarcasmo, ningún doble sentido. Alain Tardivel había sido su rival, pero Henry parecía de verdad entristecido. Pierre apretó su mandíbula por un momento, y asintió.
—Se lo diré.
—Es una mujer maravillosa —dijo Henry.
—Tengo una foto suya. —Pierre sacó su cartera y buscó el pequeño retrato de su madre con una blusa de seda blanca. Sostuvo la cartera dónde Henry pudiese verla.
Henry la miró fijamente un buen rato.
—Supongo que yo he cambiado más que ella.
Pierre forzó una débil sonrisa.
—¿Eres… único hijo? —algunas palabras se perdieron en la convulsión que pasó por el cuerpo de Henry como una ola.
—Sí… —no tenía sentido mencionar a su hermana pequeña, Marie-Claire, que había muerto a los dos años de edad—. Sí, el único.
—Eres un joven bien parecido.
Pierre sonrió, sinceramente esa vez, y Henry pareció devolverle la sonrisa.
Dorothy, quizá consciente de lo que no se decía, o simplemente aburrida por la conversación sobre personas desconocidas, rompió el silencio.
—Bueno, veo que tenéis cosas de las que hablar. ¿Quieres tomar algo, Pierre? ¿Un café?
—No, gracias.
—Bien —dijo ella al salir.
Pierre se quedó en pie junto a la cama. Era lógico que Henry tuviese su propia habitación. ¿Cómo no iba a tenerla? Nadie podría dormir a su lado, con las constantes sacudidas de sus miembros.
El hombre en la cama alzó el brazo derecho hacia él. Lo movió poco a poco de un lado a otro, como la rama de un árbol oscilando con el viento. Pierre le tomó la mano, sujetándola firmemente. Henry sonrió.
—Te pareces… mucho a mí… cuando tenía tu edad.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Pierre.
—¿Sabe quién soy?
Henry asintió.
—Cuando tu madre quedó embarazada, creí que había esperanzas. Pero ella terminó con nuestra relación. Creí… que, si estaba en lo cierto, tendría noticias antes de ahora —su cabeza estaba moviéndose, pero consiguió mantener los ojos fijos en Pierre—. Ojalá lo hubiese sabido.
Pierre le apretó la mano.
—Lo mismo digo —hubo una pausa—. ¿Tienes… más hijos?
—Dos hijas. Adoptadas. Dorothy… Dorothy no podía…
Pierre asintió.
—En cierto modo, es mejor así —dijo Henry, dejando que su mirada se apartase—. La enfermedad de Huntington es…
Pierre tragó saliva.
—Hereditaria. Lo sé.
La cabeza de Henry se movió adelante y atrás más rápido de lo normal, una señal deliberada perdida en los espasmos musculares.
—Si hubiese sabido que la tenía, nunca… nunca me hubiese permitido engendrar un hijo. Lo siento. Lo siento m-mucho.
Pierre asintió.
—Tú también puedes tenerla.
Pierre no dijo nada.
—No hay ningún test —dijo su padre—. Lo siento.
Pierre miró a Henry moviéndose sobre la cama, sus rodillas doblándose, el brazo libre ondeando en el aire. Y en medio de todo aquello había una cara no muy distinta a la suya, amplia y de rasgos suaves, con profundos ojos pardos. Se dio cuenta de que no sabía la edad de Henry. ¿Cuarenta y cinco? Quizá incluso cincuenta. Ciertamente no más de eso. El brazo derecho de Henry empezó a agitarse rápidamente. Pierre, no seguro de qué hacer, le soltó la mano.
—Me… me alegro de haberte conocido por fin —dijo Pierre. Y sabiendo que nunca tendría otra oportunidad, añadió una sola palabra—. Papá.
Los ojos de Henry estaban húmedos.
—¿Necesitas algo? ¿Dinero?
Pierre sacudió la cabeza.
—No, nada. En serio. Sólo quería conocerte.
El labio inferior de Henry temblaba. Al principio, Pierre no supo si era sólo parte de la corea o tenía un significado más profundo. Pero cuando Henry volvió a hablar, su voz estaba llena de dolor.
—He… he olvidado tu nombre.
—Pierre. Pierre Jacques Tardivel.
—Pierre —repitió Henry—. Un buen nombre —hizo una larga pausa, y después dijo—: ¿Cómo está tu madre? ¿Tienes alguna foto suya?
Pierre bajó a la sala. Dorothy estaba sentada en una silla, leyendo una novela de Jackie Collins. Le miró con una pálida sonrisa.
—Gracias —dijo Pierre—. Gracias por todo.
Ella asintió.
—Tenía muchas ganas de verte.
—Y yo me alegro de haberle visto. Pero debo irme ya.
—Espera —dijo Dorothy, cogiendo un sobre de la mesita y poniéndose en pie—. Tengo algo para ti.
—Le he dicho que no necesito dinero.
—No es eso. Son fotografías. De Henry, de hace una docena de años. Tú serías un niño entonces. Fotografías de cómo era. De como sé que le gustaría que le recordases.
Pierre tomó el sobre. Los ojos le picaban.
—Gracias —dijo.
Dorothy asintió, sin que su cara ocultase realmente su dolor.
Pierre volvió a Montreal. Su médico de cabecera le remitió a un especialista en enfermedades genéticas. Pierre fue a su consulta, no lejos del Estadio Olímpico.
—La enfermedad de Huntington se transmite en un gen dominante —le dijo el doctor Laviolette, en francés—. Hay exactamente un cincuenta por ciento de posibilidades de que la hayas heredado —hizo una pausa, atusándose el pelo gris—. Tu caso es muy raro… descubrir el riesgo en la edad adulta; la mayoría de los sujetos de riesgo lo han sabido durante años. ¿Cómo te enteraste?
Pierre guardó silencio por un momento, pensando. ¿Hacía falta entrar en detalles? ¿Que había descubierto en una clase de genética de primer curso que era imposible que dos padres de ojos azules tuviesen un niño de ojos pardos? ¿Que pidió explicaciones a su madre Elisabeth? ¿Que ella le confesó haber tenido una aventura con un tal Henry Spade durante los primeros años de matrimonio con Alain Tardivel, el hombre al que Pierre había creído su padre, un hombre que llevaba dos años muerto? ¿Que Elisabeth, una católica, había sido incapaz de divorciarse de Alain? ¿Que había ocultado con éxito a su marido que aquel niño de ojos pardos no era su hijo biológico? ¿Y que Henry Spade se había mudado a Toronto, sin llegar a saber que había engendrado un hijo?
Era demasiado, y demasiado personal.
—No conocí a mi verdadero padre hasta hace poco —se limitó a decir.
Laviolette asintió.
—¿Cuántos años tienes, Pierre?
—Cumplo diecinueve el mes que viene.
El doctor frunció el ceño.
—Me temo que no hay una prueba para determinar si tienes la enfermedad. Puede que no la tengas, pero sólo lo sabrás cuando superes la mediana edad sin mostrar síntomas. Por otra parte, podrías empezar a desarrollarlos en cuestión de diez o quince años.
Laviolette le miró en silencio. Ya habían repasado lo peor de todo. La enfermedad de Huntington (también conocida como corea de Huntington) afecta a más o menos un millón de personas en todo el mundo. Destruye selectivamente dos partes del cerebro que ayudan a controlar el movimiento. Los síntomas, que por lo general empiezan a manifestarse entre los treinta y los cincuenta años, incluyen posturas anormales, demencia progresiva, y actividad muscular involuntaria; el nombre de “corea” se refiere a los movimientos típicos de la enfermedad. La enfermedad misma, o mejor dicho sus complicaciones, acaba matando a la victima: los enfermos suelen morir atragantados con la comida porque han perdido el control muscular para tragar.
—¿Has pensado alguna vez en el suicidio, Pierre?
Las cejas de Pierre se elevaron ante la inesperada pregunta.
—No.
—No me refiero a que lo hayas hecho por la posibilidad de tener la enfermedad de Huntington. Quiero decir en general. ¿Has pensado en matarte?
—No. No seriamente.
—¿Eres propenso a la depresión?
—No más que cualquiera, supongo.
—¿Hastío? ¿Falta de interés?
Pierre pensó en mentir, pero no lo hizo.
—Hummm, sí. He de admitir algo de eso —se encogió de hombros—. La gente dice que no estoy motivado, que me dejo llevar.
Laviolette asintió.
—¿Sabes quién era Woody Guthrie?
—¿Quién?
El doctor puso una cara de “estos chicos de ahora…”
—Compuso This Land is Your Land.
—Ah, sí. Claro.
—Murió de la enfermedad de Huntington en 1967. Su hijo Arlo… has oído hablar de él, ¿no?
Pierre sacudió la cabeza. Laviolette suspiró.
—Me haces sentir viejo. Arlo compuso Alice's Restaurant.
Pierre parecía en blanco.
—Música folk —dijo Laviolette.
—En inglés, claro —respondió Pierre, despectivo.
—Todavía peor —dijo el doctor con un guiño—. Inglés americano. De todas formas, Arlo es probablemente la persona más famosa en tu situación. Tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de haber heredado el gen, igual que tú. Habló de ello en una entrevista de la revista People: te daré una fotocopia antes de que te vayas.
Pierre, inseguro de qué decir, se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
Laviolette cogió su pluma y su cuaderno de recetas.
—Voy a darte el número del grupo local de apoyo a enfermos de Huntington; quiero que llames —copió un número de teléfono de una guía de los servicios sanitarios de Montreal, arrancó la hoja y se la entregó a Pierre. Hizo una pausa, como si estuviese pensando algo, y cogió una de sus tarjetas del soporte de latón de la mesa, escribiendo otro número de teléfono bajo el de la consulta—. Y voy a hacer algo que no hago nunca. Éste es el número de mi casa. Si no me encuentras en la consulta, llámame allí. A la hora que sea. A veces… a veces la gente no encaja bien estas cosas. Por favor, si alguna vez piensas en hacer una tontería, llámame. Prométeme que lo harás, Pierre.
—Quiere decir si se me ocurre suicidarme, ¿no?
El doctor asintió.
Pierre tomó la tarjeta. Para su sorpresa, le temblaba la mano.
De noche, solo en su habitación, ni siquiera había conseguido desvestirse del todo para acostarse. Se limitó a mirar fijamente a la nada, sin enfocar, sin pensar.
Era injusto, mierda. Totalmente injusto.
¿Qué había hecho para merecer aquello?
Había un pequeño crucifijo sobre la puerta de su habitación; estaba allí desde su infancia. Miró al pequeño Jesús… pero rezar no tenía sentido. La suerte estaba echada: lo que fuese, sería. Si tenía o no el gen se había decidido casi veinte años atrás, en el momento de su concepción.
Pierre había comprado un LP de Arlo Guthrie. No había encontrado nada de Woody Guthrie en A A's, pero la biblioteca de Montreal tenía un viejo disco de un grupo llamado los Almanac Singers del que Woody había formado parte una vez. Lo escuchó también.
La música de los Almanac Singers parecía llena de esperanza; la de Arlo sonaba triste. Podía ser cualquier cosa.
Pierre había leído que la mayoría de los enfermos de Huntington acababan sus vidas en el hospital. La estancia media antes de la muerte era de siete años.
Fuera, el viento silbaba. Una rama del árbol al lado de la casa pasaba una y otra vez por la ventana, como una mano retorcida y huesuda que le llamase.
No quería morir. Pero tampoco quería vivir años de sufrimiento.
Pensó en su padre… su verdadero padre, Henry Spade. Sacudiéndose en la cama mientras sus facultades desaparecían.
Sus ojos se detuvieron sobre su escritorio, un trasto blanco de imitación a madera. Sobre él estaba su ejemplar de Les Misérables, que acababa de leer para su clase de literatura francesa. Jean Valjean había robado un pedazo de pan, y no importaba lo que hiciera, no podría deshacer lo hecho; estaría marcado hasta el día de su muerte. Pierre también estaba marcado, de una forma o de otra, pero no había manera de saberlo. Si fuese como Valjean, si fuese un convicto, entonces también tendría un Javert que le persiguiese incansable, destinado a atraparle.
En el libro, las tornas cambiaban al fin, con el inspector Javert como víctima. Incapaz de cambiar lo que era, tomaba la única salida, arrojándose desde un puente a las aguas heladas del Sena.
La única salida…
Pierre se levantó, encendió su flexo color hueso y buscó la tarjeta del doctor Laviolette. La miró fijamente, leyéndola una y otra vez.
La única salida…
Volvió a la cama y se sentó, escuchando el viento un poco más. Sin fijarse siquiera en lo que estaba haciendo, empezó a pasarse el borde de la tarjeta por la muñeca izquierda, adelante y atrás, como si fuera una cuchilla.
A los dieciocho años, Molly Bond era una estudiante de subgrado de Psicología en la Universidad de Minnesota. Se alojaba en una residencia aunque su familia viviese en Minneapolis. Pero ni aun así aguantaba estar en la misma casa que ellos: su desaprobadora madre, su superficial hermana Jessica, y el nuevo marido de su madre, Paul, cuyos pensamientos sobre ella eran cualquier cosa menos paternales.
Pero algunos acontecimientos familiares le obligaban a volver a casa. Hoy era uno de ellos.
—Feliz cumpleaños, Paul —dijo inclinándose para darle un beso en la mejilla—. Te quiero.
Debería contestar lo mismo.
—Yo también te quiero, encanto.
Molly retrocedió, intentando evitar que se oyese su suspiro. No era una gran fiesta, pero quizá lo hiciesen mejor el año siguiente. Era el cuadragésimo noveno cumpleaños de Paul; intentarían conmemorar el gran cinco-cero con un poco más de estilo.
Si Paul todavía estaba por allí, claro. Lo que Molly había querido detectar al inclinarse sobre Paul era un Yo también te quiero espontáneo, no preparado, genuino. Pero no. Ella había oído Debería contestar lo mismo, y entonces, un momento después, las palabras pronunciadas, falsas, prefabricadas, sin emoción.
La madre de Molly salió de la cocina con un pastel… de zanahoria, el favorito de Paul, coronado con el debido número de velas, incluyendo una para la buena suerte, dispuestas como las estrellas de la bandera de Estados Unidos. Jessica ayudó a Paul a apartar sus regalos.
Molly no pudo resistirse. Mientras su madre trasteaba con la cámara, se acercó a su padrastro, poniéndole de nuevo en su zona.
—Ahora piensa un deseo y apaga las velas —dijo su madre.
Paul cerró los ojos. Desearía, pensó, no haberme casado. Sopló hacia las pequeñas llamas, y el humo se elevó hacia el techo.
Molly no estaba verdaderamente sorprendida. Al principio había pensado que Paul estaba teniendo una aventura: solía quedarse en el trabajo hasta tarde, o desaparecer durante todo el sábado, diciendo que iba a la oficina. Pero la verdad, en cierto modo, era igual de mala. No era que quisiera irse con otra persona: sencillamente, no quería estar con ellas.
Cantaron “Cumpleaños Feliz”, y Paul cortó el pastel. Los pensamientos de la madre de Molly no eran mejores. Sospechaba que su hija podía ser lesbiana, pues raramente se la veía con hombres. Odiaba su trabajo, pero fingía lo contrario, y aunque puso dinero para ayudar a Molly con los gastos de la universidad, había lamentado cada dólar. Le recordaba lo duro que había trabajado hasta que su primer marido, el padre de Molly, acabó sus estudios en la escuela de comercio.
Molly miró de nuevo a Paul y descubrió que en el fondo no podía culparle. Ella también quería alejarse de aquella familia… lejos, muy lejos, para poder pasar por alto los cumpleaños y Navidades. Paul le dio un pedazo de pastel, y Molly se lo llevó al extremo más apartado de la mesa, sentándose sola.
Absorto en sus problemas personales, Pierre suspendió todas sus asignaturas de primero. Fue a ver al decano de estudios de subgrado y le explicó su situación. El decano le dio una segunda oportunidad: la Universidad McGill ofrecía un plan de estudios reducido durante el verano. Pierre conseguiría sólo un par de créditos, pero sería bastante para devolverle al buen camino de cara a septiembre.
Y Pierre se encontró de nuevo en un curso de introducción a la genética. Por casualidad, daba las clases el mismo profesor ayudante anglo de cuello de lápiz que le había hablado de la herencia en el color de los ojos. Pierre nunca prestaba mucha atención en clase: sus viejos cuadernos de apuntes estaban llenos sobre todo de garabatos parecidos a insignias de equipos de hockey. Pero aquel día estaba intentando escuchar… por lo menos con una oreja.
—Fue el mayor enigma de la ciencia a comienzos de los cincuenta. ¿Qué forma tenía la molécula de ADN? Fue una carrera contra el tiempo, con muchas luminarias, Linus Pauling incluido, trabajando en el problema. Sabían que quien descubriese la respuesta sería recordado para siempre…
O quizá con ambas orejas…
—Un joven biólogo, no mayor que cualquiera de vosotros, llamado James Watson, empezó a buscar la respuesta con Francis Crick. Trabajando sobre la obra de Maurice Wilkins y los estudios cristalográficos de rayos X hechos por Rosalind Franklin…
Pierre se sentó bien, atento.
—…Watson y Crick sabían que las cuatro bases usadas en ADN (adenina, guanina, timina y citosina) tenían distintos tamaños. Pero usando modelos de cartón de las bases, pudieron demostrar que, al unirse, la adenina y la timina creaban una forma combinada de la misma longitud que la formada por la unión de la adenina y la citosina. Y también demostraron que esas formas combinadas podían ser los peldaños de una escalera en espiral…
Atento.
—Fue un avance asombroso… y todavía es más asombroso que James Watson sólo tuviese veinticinco años cuando él y Crick demostraron que la molécula de ADN tenía la forma de una doble hélice…
De mañana, tras una noche pasada más despierto que dormido, Pierre estaba sentado al borde de su cama.
Había cumplido diecinueve años en abril.
Muchos de los sujetos de riesgo de la enfermedad de Huntington habían desarrollado los síntomas a los treinta y ocho años, por decir una cifra. Justo el doble de su edad.
Tan poco tiempo.
Pero había ocurrido mucho en los últimos diecinueve años.
Recuerdos vagos y tempranos de niñeras y triciclos y canicas y veranos interminables y Batman en su primera temporada en la televisión.
El jardín de infancia. Dios, parecía tanto tiempo. La clase de Mademoiselle Renault. Tenues recuerdos de las celebraciones del centenario de Canadá.
Ser un Louveteau, un boy-scout Lobezno, pero sin conseguir nunca una insignia de mérito.
Dos años de campamento de verano.
El traslado familiar de Clearpoint a Outrement, y el tener que adaptarse a un colegio nuevo.
Romperse el brazo jugando al hockey callejero.
Y la crisis del Frente Quebequés de Liberación en octubre de 1970, y sus padres intentando explicar a un chico muy asustado lo que significaban las noticias de la televisión, y por qué había soldados en las calles.
Robert Apollinaire, su amigo cuando tenía diez años, que se había mudado a veinte manzanas de distancia, y al que nunca volvió a ver.
Y la pubertad, y todo lo que aquello trajo consigo.
El alboroto cuando los juegos olímpicos de 1976 fueron celebrados en Montreal.
Su primer beso, en una fiesta, jugando a la botella.
Y ver La guerra de las galaxias por primera vez y pensar que era la mejor película de todos los tiempos.
Su primera novia, Marie… se preguntaba dónde estaría ahora.
Conseguir su permiso de conducir, y chocar con el coche de Papá dos meses después.
Descubrir las palabras mágicas Je t'aime, y lo eficaces que eran para introducir la mano bajo un jersey o una falda. Y aprender su verdadero significado el verano de sus diecisiete años, con Danielle. Y llorar solo en una esquina después de que ella rompiera con él.
Aprender a beber cerveza, y después a disfrutar del sabor. Fiestas. Trabajos de verano. Una función escolar en la que se ocupó de la iluminación. Ganar entradas para los partidos en casa de los Canadiens en un concurso de la radio… ¡qué año había sido! Pasar, desmotivado, por el instituto. Escribir artículos deportivos para L'Informateur, el periódico escolar. La gran pelea con Roch Laval: quince años de amistad acabados en una tarde, y nunca recuperados.
El ataque cardíaco de papá. Pierre había pensado que el dolor de perderle nunca desaparecería, pero sí lo hizo. El tiempo cura todas las heridas.
Casi todas.
Todo aquello en diecinueve años. Era mucho tiempo, era un período largo, era… era, quizá, todo lo que le quedaba. El profesor de cuello de lápiz había hablado en su última clase de James D. Watson. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la naturaleza helicoidal del ADN. Y había ganado el Premio Nobel a los treinta y cuatro.
Pierre sabía que era brillante. Había pasado el instituto porque podía hacerlo. Fuese cual fuese la asignatura, no tenía problemas. ¿Estudiar? Menuda broma. ¿Llevar a casa un montón de libros? ¿Y qué más?
Una vida que podía ser muy breve.
Un Premio Nobel a los treinta y cuatro años.
Pierre empezó a vestirse, poniéndose la ropa interior y una camisa.
Sentía un vacío en el corazón, un inmenso sentimiento de pérdida. Pero tras unos momentos, comprendió que no era la posible pérdida futura lo que lamentaba. Era el pasado perdido, el tiempo malgastado, las horas quemadas, los días sin logros, dejándose llevar.
Se puso los calcetines.
Haría que le cundiese… cada minuto.
Pierre Jacques Tardivel sería recordado.
Miró su reloj.
No tenía tiempo que perder.
Nada de tiempo.
El padre de Avi Meyer, Jubas Meyer, había sido uno de los cincuenta prisioneros que escaparon del campo de exterminio de Treblinka. Jubas había vivido tres años más, pero murió antes del nacimiento de Avi. Criado en Chicago, donde sus padres se habían establecido tras un tiempo en un campamento de refugiados, Avi había acusado la ausencia de su padre. Pero poco después de su bar mitzvah, en 1960, su madre le dijo “Ya eres un hombre, Avi. Debes saber por lo que pasó tu padre… por lo que pasó todo nuestro pueblo.”
Y se lo contó. Todo.
Los nazis.
Treblinka.
Sí, su padre había escapado del campo, pero su hermano y tres hermanas habían muerto allí, como los abuelos de Avi, e innumerables parientes y conocidos.
Todos muertos. Fantasmas.
Pero ahora, quizá, los fantasmas podrían descansar. Tenían al hombre que les había atormentado, el hombre que les había torturado, al hombre que les había gaseado hasta la muerte.
Iván el Terrible. Tenían al bastardo. Y ahora iba a pagar.
Avi, un hombre feo y robusto con cara de bulldog, era un agente de la Oficina de Investigaciones Especiales, la división del Departamento de Justicia de Estados Unidos consagrada a perseguir a los criminales de guerra nazis. Él y sus colegas de la OIE habían identificado a un peón obrero de automoción de Cleveland llamado John Demjanjuk como Iván el Terrible.
Oh, ahora Demjanjuk no parecía malvado. Era un ucraniano calvo y rechoncho de casi setenta años, con orejas protuberantes y ojos almendrados tras unas gafas de concha. Y, cierto, no parecía tan astuto como decían algunos informes, pero no era el primer hombre cuyo intelecto se embotaba con los años.
Los agentes de la OIE habían mostrado fotografías incluyendo la de Demjanjuk entre otros a los supervivientes de Treblinka. Basándose en sus identificaciones, y en una tarjeta de identidad de las SS recuperada de los soviéticos, la ciudadanía estadounidense de Demjanjuk había sido revocada en 1981. Había sido extraditado a Israel, y ahora estaba siendo sometido a juicio por el único crimen capital de la ley israelí.
La sala del tribunal en el centro de convenciones de Binyanei Ha'uma de Jerusalén era grande… de hecho, era en realidad la Sala Dos, un teatro alquilado para celebrar aquel juicio, el más importante desde el de Eichmann, para que tantos espectadores como fuese posible pudieran ver cómo se hacía historia. Gran parte del público eran supervivientes del Holocausto y sus familias. Los supervivientes eran cada vez menos: desde el juicio de desnaturalización de Demjanjuk en Cleveland, tres de los que le habían identificado como Iván el Terrible habían fallecido.
El banco de los jueces estaba en el escenario: tres altas sillas de cuero negro, con la del centro todavía más elevada que las otras dos. A cada lado había una bandera israelí azul y blanca. A la izquierda del escenario, los asientos de la acusación y la silla de los testigos; a la derecha, la mesa para los abogados defensores; y, detrás, el espacio donde Demjanjuk, con una camisa de cuello abierto y una chaqueta deportiva azul, estaba sentado con su intérprete y un guardia. Todos los muebles eran de madera clara pulida. El escenario se elevaba un metro sobre los asientos del público. Los equipos de televisión estaban al fondo de la sala: el juicio se transmitía en directo.
Ya había pasado una semana de juicio. Avi Meyer, presente como observador de la OIE, mataba el tiempo hasta que se llamase a audiencia releyendo una edición de bolsillo de Matar a un ruiseñor. El cuento de Harper Lee le había afectado profundamente cuando lo leyó en la universidad. No es que las experiencias de Scout, es decir la señorita Jean Louise Finch, en el Profundo Sur tuviesen nada que ver con su infancia en Chicago. Pero la historia, la historia de las verdades que escondemos, de la búsqueda de la justicia, era intemporal.
De hecho, quizá el libro tuviera tanto que ver con su incorporación a la OIE como los fantasmas de los parientes a los que nunca había conocido. Tom Robinson, un hombre negro, era acusado de la violación de una muchacha blanca llamada Mayella Ewell. La única prueba física era la cara magullada de Mayella: había sido golpeada repetidamente por un zurdo. Su padre, un sucio borracho empobrecido, era zurdo. Tom Robinson era un tullido: su brazo izquierdo era veinticinco centímetros más corto que el derecho, y acababa en una diminuta mano arrugada. Tom declaró que Mayella se había arrojado sobre él, que había rechazado sus avances, y que su padre le había golpeado por tentar a un negro. No había la menor prueba de violación, y Tom Robinson era físicamente incapaz de infligir aquellos golpes.
Pero en aquel soñoliento pueblo sureño de Maycomb, Alabama, el jurado compuesto exclusivamente por varones blancos había encontrado culpable a Tom Robinson. El testimonio de una muchacha blanca debía ser tenido en mayor consideración que el de un negro y, bueno, aunque Robinson no fuera culpable de aquel crimen en particular, era un negro haragán culpable sin duda de alguna otra cosa.
No cabía duda de que la justicia necesitaba allí guardianes virtuosos. Y había uno en Matar a un ruiseñor: el padre abogado de Jean Louise, Atticus Finch, que defendía a Tom a pesar de las calumnias de los lugareños, haciendo una defensa animosa, inteligente, digna.
En los años treinta, el palacio de justicia, como todo lo demás, estaba segregado. Los negros tenían que sentarse en la platea.
Jean Louise y su hermano Jem se habían colado en el tribunal y encontrado un sitio desde el que mirar, cerca del amable Reverendo Sykes.
Cuando el juicio terminó y Tom Robinson fue llevado a la cárcel, cuando todos los blancos hubieron salido, los negros esperaron en silencio mientras Atticus Finch recogía sus libros de leyes. Mientras salía, los hombres y mujeres negros, sabiendo en sus corazones que Tom era inocente, que aquella era su carga y que Atticus había hecho todo lo posible, se levantaron en un silencioso saludo. El Reverendo Sykes habló a la joven hija de Atticus: Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.
Incluso en la derrota, un hombre virtuoso es honrado por aquellos que saben que hizo cuanto pudo por una causa honorable. Su padre está pasando…
El Juez del Tribunal Supremo Dov Levin y los jueces del distrito de Jerusalén Zvi Tal y Dalia Dorner, el tribunal que decidiría el destino de John Demjanjuk, entraron en el teatro. Cuando estuvieron sentados, el alguacil anunció el comienzo de la sesión.
—¡Beit Hamishpat! El Estado de Israel contra Iván, “John”, hijo de Nikolai Demjanjuk, expediente criminal 373/86 en el Tribunal del Distrito de Jerusalén, constituido como Tribunal Especial bajo la Ley para el Castigo de Nazis y Colaboradores. Sesión matutina de 24 de Shevat de 5747, 23 de febrero de 1987.
Avi Meyer dobló la esquina de la página para marcarla.
—Mi nombre es Epstein, Pinhas, hijo de Dov y Sara. Nací en Czestochowa, Polonia, el 3 de marzo de 1925. Viví allí con mis padres hasta el día en que fuimos llevados a Treblinka.
Avi Meyer, que acababa de cumplir los cuarenta y por lo tanto era particularmente consciente de las señales del envejecimiento, pensó que Epstein parecía diez años más joven de sus sesenta y dos. Era alto, con una cabeza cubierta de pelo castaño rojizo peinado hacia atrás.
Los tres jueces escuchaban con atención: el barbudo Zvi Tal, con un yarmulke sobre su fuerte pelo gris; Dov Levin, severo, calvo, con gafas de concha; y Dalia Dorner, con el pelo corto y vestida con chaqueta y corbata como sus colegas masculinos.
—Señorías —dijo Epstein, volviéndose hacia ellos—. Recuerdo un incidente… todavía tengo pesadillas con él. Un día, una niña logró escapar con vida de la cámara de gas. Tendría doce o catorce años. Como Jubas Meyer, Shlomo Malamud y otros, yo era un portador de cadáveres, que sacaba a los muertos de las cámaras. —Avi Meyer se irguió en su asiento al oír el nombre de su padre—. Las palabras de aquella niña siguen sonando en mis oídos. Decía “¡Madre! ¡Madre!” —Epstein hizo una pausa para secarse las lágrimas—. Bien, Iván fue a por Jubas y…
Avi Meyer sentía los latidos de su corazón. Epstein se había callado, y miraba de un juez a otro, sobre todo a Dalia Dorner, como si le intimidase una presencia femenina.
—Lo siento. Me da vergüenza repetir lo que dijo Iván.
Dov Levin frunció el ceño y se quitó las gafas.
—Si es importante que oigamos sus palabras, dígalas.
Epstein tomó aire.
—Iván golpeó a Jubas, y gritó Davay yebatsa…
Levin enarcó sus pobladas cejas negras.
—¿Qué significa eso?
Epstein se retorció en su silla.
—“Ven a follar”, en ruso. Le dijo a Jubas “Quítate los pantalones y ven a follar”. Y señaló a la muchacha.
Avi Meyer sintió la bilis en el fondo de su garganta. Creía haber oído todos los horrores veintisiete años atrás, después de su bar mitzvah. Su madre estaba muerta ya; esperó que ella nunca lo hubiera sabido.
Mickey Shaked, uno de los tres fiscales de Israel, tenía el pelo rizado y unos ojos tristes, espirituales. Puso una serie de fotos sobre un cartón ante Epstein. Era una hoja con ocho fotografías: dos filas de tres fotos y una fila final de dos. Las cinco primeras eran fotos de pasaporte; la sexta procedía de algún otro documento. Sólo la séptima y la octava eran instantáneas, casi el doble de grandes que las otras. De las ocho fotografías, sólo la séptima mostraba un hombre casi totalmente calvo, sólo la séptima era la de un hombre de cara redonda.
—¿Reconoce a alguien en estas fotografías?
Epstein asintió, pero al principio fue incapaz de dar voz a sus pensamientos. Por fin puso un dedo sobre la séptima foto.
—Le conozco.
—¿En qué?
—La frente, la cara redonda, el cuello muy corto, los hombros anchos, las orejas salientes… Es Iván el Terrible, tal y como le recuerdo de Treblinka.
—¿Y ve ahora a ese hombre en esta sala? —preguntó Shaked, mirando a su alrededor como si no tuviese idea de dónde podía estar el monstruo.
Epstein elevó la voz al señalar a Demjanjuk.
—¡Sí, está sentado ahí mismo!
Los espectadores aplaudieron realmente. El abogado israelí de Demjanjuk, Yoram Sheftel, extendió implorante los brazos hacia el tribunal. El juez Levin frunció el ceño, como si no quisiera interrumpir una buena función, pero acabó por pedir orden en la sala.
Había otro testigo declarando: Eliahu Rosenberg, un hombre bajo y compacto, de pelo gris y pobladas cejas oscuras.
—Le ruego que mire al acusado. Fíjese en él. —dijo Shaked.
Rosenberg se volvió hacia los jueces.
—¿Pueden pedirle que se quite las gafas?
Demjanjuk se las quitó de inmediato, pero cuando Mark O'Connor, su abogado americano, se puso en pie para protestar, volvió a ponérselas.
—Señor O'Connor —dijo ceñudo el Juez Levin—. ¿Cuál es su objeción?
O'Connor miró a Demjanjuk, después a Rosenberg, y por fin de nuevo a Levin. Se encogió de hombros.
—Mi cliente no tiene nada que ocultar.
Demjanjuk se puso en pie y volvió a quitarse las gafas. Después se inclinó hacia O'Connor.
—Está bien —le dijo—. Haga que se acerque —señaló el borde de su estrado—. Que venga aquí.
Al principio, O'Connor chistó a Demjanjuk, pero después pareció pensar que quizá fuese buena idea.
—Mar Rosenberg, ¿por qué no viene para mirarle de cerca?
Rosenberg dejó el asiento de los testigos y se acercó a Demjanjuk sin apartar la mirada de él. Puso una mano sobre la barandilla del estrado para sostenerse.
—¡Posmotree! —gritó—. ¡Mírame!
Demjanjuk le miró a los ojos y ofreció su mano.
—Shalom.
Rosenberg retrocedió tambaleándose.
—¡Asesino! ¿Cómo te atreves a ofrecerme la mano? —Avi Meyer vio cómo Adina, la esposa de Rosenberg, se desmayaba en la tercera fila. Su hija la cogió en brazos. Rosenberg volvió airado a su asiento.
—Se le ha pedido que mire de cerca al acusado —dijo el Juez Dov Levin—. ¿Qué ha visto?
La voz de Rosenberg temblaba.
—Es Iván —musitó intentando recobrar la compostura—. Lo digo sin vacilar y sin la menor duda. Es Iván de Treblinka… Iván el de las cámaras de gas. Nunca olvidaré esos ojos… esos ojos de asesino.
Demjanjuk gritó algo. Avi Meyer no lo entendió bien, y O'Connor, entorpecido por el audífono traductor, tampoco pareció captarlo. Se quitó los auriculares y se dio la vuelta para mirar a su cliente.
Avi aguzó el oído.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado.
Demjanjuk, con la cara roja, cruzó los brazos sin contestar. El abogado israelí, Yoram Sheftel, se acercó a O'Connor y tradujo.
—Ha dicho Atah shakran, “es un mentiroso”.
—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Rosenberg—. ¡Es Iván el Terrible!
Molly Bond se sentía… bueno, no estaba segura de cómo se sentía. Barata, pero excitada; llena de miedo, pero también de esperanza.
Había cumplido veintiséis años aquel verano, e iba camino de doctorarse en psicología del comportamiento. Pero esa noche no estaba estudiando. Estaba sentada en un bar a unas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, y el aire lleno de humo le picaba en los ojos. Ya había tomado té helado de Long Island, intentando hacer acopio de valor. Llevaba una ajustada blusa roja de seda, sin sujetador debajo. Si se miraba el pecho, podía ver los puntos de los pezones apretados contra la tela. Se había desabrochado un botón antes de entrar, e hizo lo mismo con el segundo. Además llevaba una falda negra de cuero que no le llegaba ni a medio muslo, medias oscuras, y zapatos negros de tacón de aguja. El pelo rubio le caía suelto sobre los hombros, y se había puesto sombra de ojos verde, y un pintalabios tan rojo como su blusa de seda.
Vio a un tío que entraba en el bar: no estaba mal, moreno, de unos veinticinco años, ojos marrones y abundante pelo oscuro. Italiano, quizá. Llevaba una cazadora de la UM, con las letras MED en una manga. Perfecto.
Molly notó que la miraba. Su estómago se agitó. Le devolvió la mirada con una pequeña sonrisa y apartó la vista.
Bastó con eso. Él se acercó y ocupó el taburete junto al suyo, dentro de su zona.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Té helado de Long Island —asintió ella, señalando su vaso vacío. Él hizo señas al camarero.
Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando creía que no le miraba, Molly pudo verle estudiando su escote. Cruzó las piernas sobre el taburete, haciendo botar sus pechos.
No tardaron en ir a su casa. Era el típico apartamento de estudiante, no lejos del campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de texto por encima de los muebles. Él se disculpó por el desorden y empezó a despejar el sofá.
—No es necesario —dijo Molly. Sólo había dos puertas, y ninguna estaba cerrada: se dirigió a la que daba al dormitorio.
Él se aproximó, sus manos encontrando los pechos a través de la blusa, y bajo ella, y después ayudando a Molly a quitársela. Ella le desabrochó el cinturón, y se quitaron el resto de la ropa de camino a la cama, bastándoles con la luz que llegaba del salón. Él sacó un paquete de tres condones de la mesita de noche y miró a Molly.
—Odio estas cosas —dijo tanteando las aguas, esperando que ella estuviese de acuerdo—. Matan la sensación.
Molly le acarició el pecho peludo y musculoso brazo hasta llegar a la mano, cogiendo los condones y dejándolos de nuevo en el cajón de la mesilla.
—¿Para qué molestarse, entonces? —dijo sonriente. Le acarició el pene hasta que estuvo completamente erecto.
Avi Meyer estaba sentado en su apartamento, con la boca abierta.
Demjanjuk había sido declarado culpable, por supuesto, y sentenciado a muerte. Había estado claro desde el comienzo del juicio. Habría una apelación, tal y como exigía la ley de Israel. Avi no sería enviado de nuevo para el segundo juicio: sus jefes de la OIE estaban seguros de que nada cambiaría. Seguro que todas las declaraciones que llegaban a la prensa eran sólo astutas jugadas de los abogados de altos vuelos de Demjanjuk. Como la entrevista emitida en 60 minutos con María Dudek, una flaca mujer de setenta años, con el pelo blanco cubierto con un pañuelo, ropas raídas y sólo unos pocos dientes, una mujer que había sido prostituta en los años 40 en el pueblo de Wolga Okranik, cerca de Treblinka, una mujer que había tenido un cliente regular que operaba las cámaras de gas, una mujer que había gritado de pasión comprada por él… Estaba claro que aquella anciana se equivocaba al decir que el nombre de su cliente no era Iván Demjanjuk sino Iván Marchenko.
Pero no. Avi Meyer contempló en la CNN cómo se deshacía el trabajo de la OIE. El Tribunal Supremo israelí, presidido por Meir Shamgar, había revocado la condena de John Demjanjuk.
Demjanjuk llevaba cinco años y medio prisionero en Israel. Su apelación se había retrasado tres años debido a un ataque cardíaco del Juez Zvi Tal. Y durante esos tres años, la Unión Soviética había caído, saliendo a la luz antiguos archivos secretos.
Como decía María Dudek, el operario de la cámara de gas de Treblinka había sido Iván Marchenko, un ucraniano que se parecía a Demjanjuk. Pero el parecido era sólo pasajero. Demjanjuk había nacido el 3 de abril de 1920, y Marchenko el 2 de febrero de 1911. Demjanjuk tenía los ojos azules, mientras que los de Marchenko eran marrones.
Marchenko había estado casado antes de la guerra. El yerno de Demjanjuk, Ed Nishnic, había ido a Rusia, encontrando a la familia de Marchenko en Seryovka, un pueblo del distrito de Dnepropetrovsk. La familia no había visto a Marchenko desde que se alistó en el Ejército Rojo en julio de 1941. La esposa abandonada de Marchenko había muerto apenas un mes antes de la visita de Nishnic, y su hija se derrumbó entre lágrimas al saber de los horrores cometidos por su padre en Treblinka. “Me alegro de que madre muriese sin saberlo,” se dijo que había explicado.
Al oír aquellas palabras, Avi sintió que el corazón le daba un vuelco. Era el mismo sentimiento que había tenido al saber que Iván había obligado a su padre a violar a una niña.
Los archivos de la KGB tenían una declaración jurada de Nikolai Shelaiev, el otro operador de la cámara de gas de Treblinka, que había sido, bastante literalmente, el menor de dos males. Capturado por los soviéticos en 1950, Shelaiev había sido juzgado y ejecutado como criminal de guerra en 1952. Su declaración contenía la última referencia a Marchenko, visto saliendo de un burdel de Fiume en 1945. Le había dicho a Nikolai que no tenía ninguna intención de volver a casa con su familia.
Antes incluso de que María Dudek hablase con Mike Wallace, antes de que Demjanjuk fuese despojado de su ciudadanía americana, Avi había sabido que el apellido usado por Iván el Terrible en Treblinka podía haber sido Marchenko. Pero aquello no tenía importancia, se había dicho: el apellido Marchenko estaba de todas formas íntimamente ligado a Demjanjuk. En un formulario cumplimentado por Demjanjuk para pedir la condición de refugiado, lo había dado como apellido de soltera de su madre.
Pero antes del primer juicio había salido a la luz la licencia matrimonial de los padres de Demjanjuk, de 24 de enero de 1910. Demostraba que el nombre de soltera de su madre no era Marchenko, sino Tabachuk. Interrogado al respecto, Demjanjuk explicó que había olvidado el apellido de soltera de su madre, y, sin considerarlo importante, se había limitado a poner un apellido ucraniano muy corriente para terminar con el papeleo.
Claro, había pensado Avi. Seguro.
Pero ahora parecía que era la verdad. John Demjanjuk no era Iván…
…y Avi Meyer y el resto de la OIE habían estado a punto de convertirse en los responsables de la ejecución de un inocente.
Avi necesitaba relajarse, apartar su mente de todo aquello.
Cruzó el salón hasta el armario donde guardaba sus cintas de vídeo. Recuerdos de Brighton Beach siempre le animaba, y Golfus de Roma, y…
Sin pensarlo, cogió un estuche de dos cintas.
Vencedores y vencidos.
No era precisamente alegre, pero al menos mantendría su mente ocupada durante tres horas, hasta que fuese el momento de acostarse, Avi introdujo la primera cinta en el vídeo, y, mientras sonaba la emocionante obertura, puso algunas palomitas en el microondas.
La película fue avanzando. Avi bebió tres cervezas.
Los papeles se habían invertido en Nuremberg: Burt Lancaster interpretaba a Ernst Janning, uno de los cuatro jueces alemanes encausados. Parecía un papel pequeño, secundario, hasta que Janning subía al estrado en la última media hora de metraje…
El caso contra Janning giraba sobre Feldenstein, un judío a quien había hecho ejecutar basándose en falsas acusaciones de inmoralidad. Janning reclamaba su derecho a hablar, a pesar de las objeciones de su abogado. Cuando subía a su estrado, Avi sintió un nudo en el estómago. Janning contaba las mentiras de Hitler a la sociedad alemana: “Hay diablos entre nosotros: comunistas, liberales, judíos, gitanos… Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida.” Janning meneaba la cabeza. Era la vieja historia del chivo expiatorio.
Lancaster hablaba trabajosamente, poniendo todo su oficio en el monólogo. No es fácil decir la verdad, decía, pero si hay alguna salvación para Alemania, los que conocemos nuestra culpa debemos admitirla, por doloroso y humillante que sea. Hacía una pausa. Ya tenía mi veredicto en el caso de Feldenstein antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No era un juicio, sino un ritual de sacrificio en que Feldenstein el judío era víctima desvalida.
Avi detuvo la cinta, decidiendo no ver el resto aunque casi había terminado. Fue al baño para lavarse los dientes.
Pero había pulsado PAUSA en lugar de STOP. A los cinco minutos, la cinta se puso de nuevo en marcha: más CNN. Avi volvió al salón, buscando el mando a distancia…
…y decidió acabar de ver la película. Algo en él necesitaba ver el final otra vez.
Después del juicio y de que Janning y los otros tres juristas nazis fuesen condenados a cadena perpetua, Spencer Tracy, en el papel del juez americano Haywood, visitaba a Janning en la cárcel a petición de éste. Janning había escrito memorias de los casos de los que aún se enorgullecía, los justos, aquellos por los que quería ser recordado. Daba los papeles a Haywood para que los guardase.
Y entonces, con una mínima nota de súplica en su voz, Lancaster controlando su papel a la perfección, decía: Juez Haywood… la razón por la que le he pedido que venga… Esas personas, esos millones de personas… Nunca pensé que llegaría a aquello. Debe creerlo. Debe creerlo.
Había un momento de silencio, y entonces Spencer Tracy decía con tristeza, suavemente: Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi Meyer apagó el televisor y se quedó sentado en la oscuridad, hundido en el sofá.
Diablos entre nosotros, la frase de Hitler, según decía Janning. Volvió a mirar en su armario: junto al hueco de Vencedores y vencidos estaba Asesinos entre nosotros: La historia de Simon Wiesenthal.
Ecos. Ecos incómodos, pero ecos al fin y al cabo.
Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida.
Avi había querido creerlo. Destruye la miseria, deja que los fantasmas descansen.
Y Demjanjuk… Demjanjuk…
Era la vieja historia del chivo expiatorio.
No. No, había sido un buen caso, un caso justo, un…
Ya tenía mi veredicto antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No fue un juicio, sino un ritual de sacrificio.
Sí, en el fondo, Avi Meyer lo había sabido. Y sin duda los jueces Dov Levin, Zvi Tal y Dalia Dorner lo habían sabido también.
Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Mar Levin, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Mar Tal, llegó a aquello…
Giveret Dorner, llegó a aquello…
Avi sintió que se le revolvía el estómago.
Agente Meyer, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi se levantó y miró por la ventana hacia la Calle D. Su visión estaba borrosa. Queríamos justicia. Queríamos que alguien pagase. Puso la mano contra el frío cristal. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho?
Ahora, los fiscales de Israel estaban diciendo, bueno, si Demjanjuk no fue Iván el Terrible, quizá fuera un guardia en Sobibor o algún otro campo nazi.
Avi pensó en Tom Robinson, con su mano negra y lisiada. Negro haragán… si no era culpable de violar a Mayella Ewell, probablemente lo sería de alguna otra cosa.
La CNN había mostrado el teatro convertido en sala del tribunal, el mismo teatro en el que Avi se había sentado cinco años antes, observando el desarrollo del caso. Demjanjuk, todavía cautivo, estaba siendo llevado a la celda donde había pasado las últimas dos mil noches.
Avi salió del salón, hacia la oscuridad.
Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.
Pero ni siquiera los fantasmas se pusieron en pie para señalar la salida de Avi Meyer.
Pierre Tardivel se convirtió en un hombre consagrado a sus estudios. Decidió especializarse en genética, el campo que, después de todo, había supuesto un giro en su vida. No tardó en distinguirse y comenzar una brillante carrera como investigador en Canadá.
En marzo de 1993, supo que se había descubierto el gen de la enfermedad de Huntington, bastando con una sencilla y barata prueba de ADN para determinar si uno tenía el gen y, por consiguiente, si sufriría la enfermedad en el futuro. Pero Pierre no se hizo la prueba. Casi tenía miedo de hacerlo. ¿No aflojaría el ritmo si estaba sano? ¿Volvería a malgastar su vida? ¿A dejarse llevar por las décadas?
A los treinta y dos años, Pierre recibió una beca distinguida de postdoctorado en el Laboratorio Lawrence Berkeley, situado en una colina sobre la Universidad de California, Berkeley. Se le asignó al Proyecto Genoma Humano, el esfuerzo internacional por delimitar y secuenciar todo el ADN que constituye a un ser humano.
El campus de Berkeley era exactamente como un campus universitario debería ser: soleado y verde y lleno de espacios abiertos, precisamente el tipo de lugar donde uno podría imaginar el nacimiento del amor libre.
Menos maravilloso resultaba el nuevo jefe de Pierre, el antipático Burian Klimus, que había ganado un Premio Nobel por sus descubrimientos para secuenciar el ADN: la llamada Técnica Klimus, usada en laboratorios de todo el mundo.
Si el Profesor Kingsfield de The Paper Chase hubiese sido un luchador, hubiese sido la perfecta imagen de Klimus, un hombre grueso y completamente calvo de ochenta y un años, con un cuello de medio metro de circunferencia. Sus ojos eran pardos, y su cara, aunque arrugada, sólo mostraba las arrugas de un cuerpo en contracción; no había líneas de la risa… de hecho, Pierre no vio señales de que Klimus riese alguna vez.
—No se preocupe por el doctor Klimus —le había dicho Joan Dawson, la secretaria general del Centro Genoma Humano, el primer día de Pierre en su nuevo trabajo. Aunque el título completo de Klimus era Profesor de Bioquímica del William M. Stanley (más o menos una cuarta parte de los mil cien científicos e ingenieros del LLB tenían deberes académicos en los campus de Berkeley o San Francisco de la Universidad de California), habían dicho a Pierre que el viejo prefería que le llamasen “Doctor”, no “Profesor”. Era un pensador, no un simple maestro.
Joan le cayó bien de inmediato a Pierre, aunque se sentía extraño tuteando a una mujer que le doblaba en edad. Era amable y dulce: la acogedora madre canosa y con gafas de todos los distraídos profesores y estudiantes de la UCB que trabajaban en el Proyecto Genoma Humano. Joan llevaba a menudo galletas o bizcochos caseros, dejándolos para que todo el mundo los disfrutase junto a la siempre presente cafetera.
De hecho, poco después de empezar en su nuevo trabajo, Pierre se encontró sentado frente al escritorio de Joan, masticando una enorme galleta de mantequilla con M Ms puestos en la masa, mientras esperaba para una cita con Klimus. Joan estaba mirando una hoja de papel.
—Esto está delicioso —dijo Pierre. Hizo un gesto hacia el plato, en el que todavía quedaban cinco grandes galletas—. No sé cómo puedes resistirlo. Tiene que ser una tentación comérselas todas.
Joan levantó la vista, sonriendo.
—Oh, no como ninguna. Soy diabética, ¿sabes? Desde hace unos veinte años. Pero me encanta hornear, y a la gente parece gustarle lo que traigo. Me gusta ver que disfrutan con ello.
Pierre cabeceó, impresionado por el autosacrificio. Ya había visto que Joan llevaba una pulsera de Alerta Médica; ahora entendía por qué. Joan volvió a bizquear ante la hoja de su escritorio, pero acabó por suspirar y alargársela a Pierre.
—¿Serías tan amable de leerme la última línea? No consigo verla.
—Dice: “Todos los informes de personal Q-4 deben llegar a la oficina del director no más tarde del 15 de septiembre”.
—Gracias —dijo Joan—. Me temo que estoy empezando a sufrir cataratas. Tendré que operarme un día de estos.
Pierre asintió con simpatía: las cataratas eran comunes entre los diabéticos de mayor edad.
Miró su reloj: su cita llevaba ya cuatro minutos de retraso. Mierda, odiaba perder el tiempo.
Aunque Molly había jugado con la idea de intentar conseguir un trabajo en la Universidad Duke, famosa por sus investigaciones de supuestos fenómenos psíquicos, aceptó un puesto de profesora adjunta en la Universidad de California, Berkeley. Había escogido la UCB porque estaba lo bastante lejos de su madre y Paul (que seguía allí, para la sorpresa de Molly), y de su hermana Jessica (que acababa de pasar por un breve matrimonio y un divorcio) como para que las visitas fuesen muy improbables.
Una nueva vida, una nueva ciudad… pero maldición, seguía cometiendo los mismos errores estúpidos, empeñada en pensar que, de alguna forma las cosas serían distintas esa vez, que podría pasar una tarde sentada frente a un tipo que no dejaba de pensar marranadas sobre ella.
Rudy no había sido peor que cualquiera de sus esporádicas citas anteriores, hasta que se tomó un par de copas… y sus pensamientos superficiales se convirtieron en un simple torrente de pornografía. Tío, me encantaría follarla. Comerme su coñito. Abre las piernas, nena, ábrelas bien…
Ella había probado a cambiar de tema de conversación, pero no importaba de qué hablasen, los pensamientos en la superficie de la mente de Rudy eran como pintadas de urinario. Molly comentó que los Oakland As iban bastante bien esa temporada. Yo sí que correría una carrera contigo, nena, bien adentro. Le preguntó a Rudy por su trabajo. ¡Trabájate esto, guarra! Chúpala entera… Parecía que iba a llover. Mi lefa es lo que te va a llover encima, nena…
Finalmente, no pudo aguantarlo más. Eran sólo las 8:40… muy temprano para dar por terminada una cita que había empezado a las 7:30, pero tenía que salir de allí.
—Discúlpame —dijo Molly—. Creo… creo que esa salsa al pesto me ha sentado fatal. No estoy bien. Creo que debería irme a casa.
Rudy parecía preocupado.
—Lo siento —dijo. Le hizo una seña al camarero—. Vamos, te llevaré a tu casa.
—No. No, gracias. Prefiero andar… seguro que me vendrá bien un paseo.
—Te acompaño.
—No, de verdad, estaré bien. Pero gracias por ofrecerte —sacó la cartera de su pequeño bolso—. Con impuestos y propina, mi parte debería ser unos quince dólares —dijo poniendo esa cantidad en la mesa.
Rudy parecía defraudado, pero al menos su preocupación por su salud era lo bastante genuina como para haberle borrado el Foro Penthouse de la mente.
—Lo siento —dijo de nuevo.
Molly forzó una sonrisa.
—Yo también.
—Te llamaré.
Ella asintió y salió del restaurante a toda prisa.
El aire nocturno era cálido y agradable. Molly empezó a caminar sin preocuparse por la dirección. Lo único que sabía era que no quería volver a su apartamento. No una noche de viernes: demasiado solitario, demasiado vacío.
Estaba en University Avenue, que lógicamente acabaría por llevarla al campus. Se cruzó con varias parejas (algunas gay, otras hetero) en dirección contraria, captando los pensamientos claramente sexuales de quienes entraban en su zona… pero no había problema, pues no se referían a ella. Llegó hasta la Biblioteca Doe, y decidió entrar. De hecho, la salsa al pesto estaba haciendo gruñir sus intestinos, así que una visita al lavabo no sería mala idea.
Después subió a la planta principal. La biblioteca estaba casi vacía. ¿Quién iba a estar estudiando un viernes por la noche, y con el curso recién empezado?
—Buenas, Profesora Bond —dijo un bibliotecario sentado en la mesa de información. Era un hombre flaco, de mediana edad.
—Hola, Pablo. No hay mucha gente esta noche.
Pablo asintió, sonriendo.
—Desde luego. Pero tenemos nuestros habituales. El guardia nocturno está aquí, como siempre —señaló con el pulgar hacia una mesa de roble algo apartada. Un hombre bien parecido, de unos treinta años y pelo color chocolate, estaba absorto en un libro.
—¿El guardia nocturno?
—El doctor Tardivel, del LLB —explicó Pablo—. Viene casi todas las noches y se queda hasta que cerramos. Siempre me está mandando a buscarle revistas.
Molly volvió a mirar al tipo. No le sonaba su nombre y no recordaba haberle visto por el campus. Dejó a Pablo y se encaminó hacia la sala de lectura principal. Casualmente, los últimos ejemplares de muchas revistas estaban en unos estantes cerca de la mesa del tal Tardivel. Empezó a buscar un número reciente de Developmental Psychology o Cognition para matar una hora o dos. Cuando se agachó para inspeccionar las revistas del estante inferior, sus pantalones se tensaron.
Un pensamiento acarició su consciencia como el roce de una pluma sobre la piel desnuda… pero era ininteligible.
Las revistas estaban desordenadas, y las puso en orden cronológico, con las más recientes en lo alto de la pila.
Otro pensamiento cruzó por su mente… y de pronto se dio cuenta de por qué no lo entendía. El pensamiento estaba en francés; Molly reconoció el sonido mental del idioma.
Encontró el último número de DP, se puso en pie y buscó un lugar para sentarse. Había un montón de sillas libres, por supuesto, pero, bueno…
Francés.
El tío pensaba en francés.
Y además era bastante atractivo.
Se sentó a su lado y abrió su revista. Él levantó la mirada, con una expresión de sorpresa. Molly le sonrió.
—Bonita noche —dijo, sin pensarlo siquiera.
Él le devolvió la sonrisa.
—Sí que lo es.
Molly sintió que le latía el corazón: todavía pensaba en francés. Había conocido a otros extranjeros, pero todos pasaban a pensar en inglés cuando hablaban en ese idioma.
—Qué acento tan bonito. ¿Francés?
—Franco-canadiense. De Montreal.
—¿Eres un estudiante de intercambio? —preguntó Molly, aunque sabía que no lo era.
—No, no. Tengo una beca postdoctorado en el LLB.
—Ah, entonces conocerás a Burian Klimus —ella fingió un estremecimiento—. Es un tipo frío.
Pierre se rió.
—Y tanto.
—Me llamo Molly Bond. Soy profesora adjunta del departamento de Psicología.
—Enchanté. Yo soy Pierre Tardivel —hizo una pausa—. Psicología, ¿eh? Siempre me ha interesado.
—Uau.
—¿Uau?
—Es verdad que decís eso. Me refiero a los canadienses. Decís “eh”.
Pierre pareció sonrojarse un poco.
—También decimos “es un placer”.
—¿Qué?
—Aquí, si le dices “gracias” a alguien, todos contestan “uh, uh”. Nosotros decimos “es un placer”.
Molly se rió.
—Touché —y se llevó la mano a la boca—. Vaya, supongo que sé algo de francés, después de todo.
Pierre sonrió. Era una sonrisa realmente agradable.
—¿Y qué? —preguntó Molly, mirando las viejas estanterías—. ¿Vienes mucho por aquí?
Pierre asintió. Había montones de pensamientos en la superficie de su mente, pero para su deleite, Molly no entendía ni uno de ellos. Y el francés era un idioma tan bonito… casi como una suave música de fondo en lugar del irritante ruido de los pensamientos articulados de la mayoría de las personas.
Las palabras de Molly salieron antes de que pudiera pensar lo que decía.
—¿Te apetece un café? Hacen unos cappuccinos estupendos en Bancroft —añadió, como si hiciese falta justificarse de alguna forma.
Pierre tenía una extraña expresión, una mezcla de incredulidad y agradable sorpresa por su inesperada suerte.
—Sería delicioso.
Sí, pensó Molly. Ya lo creo.
Hablaron durante horas, sin que el constante acompañamiento de los pensamientos en francés de Pierre fuesen molestos. Quizá fuese tan cerdo como muchos hombres, pero Molly lo dudaba. Pierre parecía genuinamente interesado en lo que ella decía, escuchando atentamente. Y tenía un maravilloso sentido de humor; Molly no podía recordar la última vez que había disfrutado tanto de la compañía de alguien.
Molly había oído que los franceses (y los franco-canadienses) tenían una actitud hacia las mujeres distinta de los americanos. Se mostraban más relajados con ellas, menos obligados a estar probándose continuamente. Sólo se lo había creído a medias. Sospechaba que aquella pose tan tranquila hacia el desnudo femenino era parte de una vasta conspiración: ¡poned cara de póquer, y harán botar las tetas delante de vosotros! Pero Pierre parecía de verdad interesado en su mente y su trabajo… y aquello encendía más a Molly que cualquier exhibición de machote.
De pronto llegó la medianoche y el café empezó a cerrar.
—Dios mío, ¿adónde se ha ido el tiempo?
—Se ha ido al pasado —dijo Pierre—. Y he gozado de cada momento. No había disfrutado de un descanso como éste en semanas —sus ojos se encontraron—. Merci beaucoup.
Molly sonrió.
—A estas horas, alguien debería escoltarte hasta tu coche o tu casa. ¿Me permites?
Ella sonrió de nuevo.
—Me encantaría. Vivo a unas pocas manzanas. —Salieron del café. Pierre andaba con las manos a la espalda. Molly se preguntó si intentaría cogerle la mano, pero no lo hizo.
—La verdad es que tengo que ver más de todo esto —dijo él—. Había pensado ir a San Francisco mañana, hacer un poco de turismo.
—¿Aceptas compañía?
Habían llegado a la entrada del bloque de apartamentos.
—Desde luego —dijo Pierre—. Gracias.
Hubo un momento de silencio. Bueno, pensó Molly, volveremos a vernos por la mañana, a menos… la idea, o quizá fuese la brisa nocturna, hizo que se estremeciera… a menos que se quede esta noche. Pero lo que pensaba aquel Pierre era un completo misterio.
—¿Te parece bien que almorcemos juntos a las once?
—Perfecto —dijo ella—. Allí, al otro lado de la calle.
Se preguntó si le iba a dar un beso. Era excitante no saber lo que pensaba hacer. El momento se alargó. Él no hizo su jugada… y aquello también era excitante.
—Hasta mañana, entonces. Au revoir.
Molly entró. Sonreía de oreja a oreja.
Su relación avanzaba muy bien. Habían estado tres veces en el apartamento de Molly, pero ella no había visto aún su casa: aquella fue la gran noche; la A E emitía otro telefilme de Cracker con Robbie Coltrane, y a los dos les encantaba la serie. Pero Molly sólo tenía un televisor de trece pulgadas, y el de Pierre tenía veintisiete… lo mínimo para ver los partidos de hockey de forma decente.
Pierre hizo un poco de limpieza, recogiendo los calcetines y la ropa interior del suelo del salón, quitando los periódicos del sofá verde y naranja, y limpiando el polvo en lo que consideraba un trabajo respetable… pasando la manga de su jersey de los Montreal Canadiens por encima del televisor y el estéreo.
Encargaron una pizza de La Val durante el último intermedio, y al terminar la película charlaron sobre ella mientras esperaban. A Molly le gustaba mucho el uso de la psicología en la serie; el personaje de Coltrane, Fitz, era un psicólogo forense que trabajaba con la policía de Manchester.
—Desde luego, es un tipo asombroso.
—Y sexy —añadió Molly.
—¿Quién, Fitz?
—Sí.
—¡Si le sobran cuarenta kilos, es un alcohólico, un ludópata y fuma como una chimenea!
—Pero esa mente… esa intensidad…
—Acabará en urgencias con un ataque al corazón.
—Lo sé —suspiró Molly—. Espero que tenga un buen seguro médico.
—Gran Bretaña es como Canadá: hay seguridad social.
—Eso no suena muy bien por aquí. Pero debo decir que me gusta la idea de una medicina socializada. Es una pena que Hillary no lo consiguiera. —Una pausa—. Supongo que no te hizo ninguna gracia tener que pagar por tu seguro médico.
—Seguramente no me la hará. Todavía no me he hecho un seguro.
Molly se quedó boquiabierta.
—¿No tienes seguro médico?
—Pues… no.
—Estarás cubierto por el plan de la facultad.
—No. Al fin y al cabo, no soy miembro de la facultad, sino un simple postdoctorado.
—Pierre, deberías hacerte algún seguro médico. ¿Y si te pasa algo?
—Supongo que no había pensado en ello. Estoy tan acostumbrado al sistema canadiense, que me cubría de forma automática, que no se me había ocurrido hacer nada al respecto.
—¿Todavía te cubre el plan canadiense?
—En realidad es un plan provincial, el de Québec. Pero este año no he cumplido los requisitos de residencia, así que no, no estoy cubierto.
—Más vale que hagas algo pronto. Un accidente podría dejarte en la ruina.
—¿Puedes recomendarme a alguien?
—Yo no tengo ni idea. Estoy bajo el plan de la facultad. Creo que es Sanidad Secoya. Pero no sé qué compañía es mejor para seguros individuales. He visto anuncios de una que se llama Bay Area, y otra… ¿cómo era? Cóndor, creo.
—Les llamaré.
—Mañana. Hazlo mañana mismo. Mi tío se rompió una pierna y tuvieron que ponerle en tracción. No tenía seguro, y la factura fue de treinta y cinco mil dólares. No le quedó más remedio que vender su casa para pagarla.
Pierre le dio unas palmaditas en la mano.
—De acuerdo entonces. Será lo primero que haga mañana.
Por fin llegó su pizza. Pierre llevó la caja a la mesa del comedor y la abrió. Molly comía sus porciones directamente de la caja, pero a él le gustaba que le quemase el cielo del paladar, así que metía cada porción en el microondas durante treinta segundos antes de atacarla. La cocina olía a queso y pepperoni, junto con el aroma del cartón ligeramente húmedo de la caja.
Tras terminar su tercera porción, Molly preguntó, como caído del cielo:
—¿Qué opinas de los niños?
Pierre se sirvió un cuarto pedazo.
—Me gustan.
—A mí también. Siempre he querido ser madre.
Pierre asintió, sin saber qué se esperaba que dijese.
—Quiero decir —continuó Molly— que el doctorado me ocupó mucho tiempo, y… bueno, no encontraba a la persona adecuada.
—Eso pasa a veces.
Molly picó de su pizza.
—Oh, sí. Por supuesto, no es ningún problema insuperable… Me refiero a no tener un marido. Tengo un montón de amigas que son madres solteras. Sí, en su mayoría no lo planearon así, pero de todas formas lo hacen muy bien. De hecho, yo…
—¿Qué?
Ella apartó la vista.
—No, nada.
Pierre sintió curiosidad.
—Dime.
Molly lo pensó durante un rato.
—Hice algo muy estúpido… hace unos seis años, más o menos.
Pierre enarcó las cejas.
—Tenía veinticinco años y, francamente, había perdido la esperanza de encontrar un hombre con el que pudiera tener una relación a largo plazo. —Levantó la mano—. Sí, ya sé que veinticinco años son pocos, pero ya tenía seis más que mi madre cuando ella me tuvo a mí, y… bueno, no quiero entrar en detalles ahora, pero lo había pasado muy mal con los chicos, y no parecía que eso fuese a cambiar. Pero yo quería un niño, y… bueno, me acosté con algunos hombres… cuatro o cinco ligues de una noche. —Volvió a alzar la mano, como si sintiese la necesidad de hacer que pareciese menos sórdido—. Todos eran estudiantes de medicina; procuraba elegir con cuidado. Lo hice cada vez en el mejor momento de mi ciclo; sólo quería quedarme embarazada. Entiéndeme, no buscaba un marido… sino un poco de esperma.
Pierre tenía la cabeza ladeada. Estaba claro que no sabía cómo responder.
Molly se encogió de hombros.
—Pero no funcionó; no me quedé embarazada. —Miró al techo por unos momentos y tomó aire—. Sólo conseguí una gonorrea. —Suspiró ruidosamente—. Supongo que tuve suerte de no coger el sida. Dios, qué idiota fui.
La cara de Pierre debió de reflejar su sorpresa. Ya se habían acostado juntos algunas veces.
—No te preocupes. Estoy completamente curada, gracias a Dios. Hice todas las pruebas de seguimiento después de la cura con penicilina. Estoy limpia. Fue una estupidez, pero… quería un hijo.
—¿Por qué paraste?
Molly miró al suelo. Apenas se oía su voz.
—La gonorrea afectó a mis trompas de Falopio. No puedo quedarme embarazada de la manera normal; si alguna vez lo hago, tendrá que ser por fertilización in vitro…, y eso cuesta dinero. Unos diez mil por intento la última vez que miré. Mi seguro no lo cubre, pues mis trompas obturadas no son una condición congénita. Pero he estado ahorrando arriba.
—Oh.
—Yo… bueno, pensé que debías saberlo… —Calló, y se encogió de hombros otra vez—. Lo siento.
Pierre miró su porción de pizza, que ya se había enfriado, y cogió distraídamente un pimiento verde. Se suponía que estaban cortados por la mitad, pero aquel había llegado entero a una de sus porciones.
—No sé si es lo mejor, pero supongo que soy lo bastante anticuado como para creer que un niño debería tener padre y madre.
Molly encontró su mirada, y la sostuvo.
—Opino exactamente lo mismo.
A las dos de la tarde, Pierre entró en la oficina del Centro Genoma Humano… y descubrió sorprendido que había una fiesta. No bastaba con el habitual suministro de golosinas caseras de Joan Dawson: alguien había salido y comprado bolsas de nachos y galletitas de queso, y varias botellas de champán.
Apenas había entrado cuando otra genetista, Donna Yamashita, le dio un vaso.
—¿Qué celebramos? —preguntó por encima del ruido.
—Por fin han conseguido lo que querían de la Triste Hannah —contestó Yamashita con una sonrisa.
—¿Qué Hannah? —preguntó él, pero Yamashita ya se había ido para saludar a alguien. Pierre se acercó a la mesa de Joan. Ella tenía un líquido oscuro en su copa. Probablemente cola sin azúcar: como diabética, no podía beber alcohol—. ¿Qué pasa? ¿Quién es la Triste Hannah?
Joan sonrió amablemente.
—Es el esqueleto de Neanderthal prestado por la Universidad Hebrea de Givat Ram. El doctor Klimus llevaba meses intentando extraer ADN de los huesos, y hoy ha conseguido una serie completa.
El propio viejo se había acercado a ellos… y por una vez había una sonrisa en su cara ancha y con manchas hepáticas.
—Así es —dijo con su fría y seca voz. Miró a un rechoncho paleontólogo de la UCB que estaba a su lado—. Ahora que tenemos ADN Neanderthal, podremos hacer algo de verdadera ciencia sobre los orígenes humanos, en lugar de aventuradas especulaciones.
—Eso es maravilloso —replicó Pierre por encima del estruendo de los reunidos—. ¿Qué antigüedad tienen los huesos?
—Sesenta y dos mil años —dijo Klimus triunfalmente.
—Pero el ADN se habrá degradado tras todo ese tiempo.
—Eso es lo bueno del lugar donde encontraron a la Triste Hannah. Murió en una cueva, quedando completamente aislada… Era toda una buena mujer de las cavernas. Las bacterias aeróbicas de la cueva consumieron todo el oxígeno, así que ha pasado los últimos sesenta mil años en un entorno libre de oxígeno, lo que impidió que sus pirimidinas se oxidasen. Hemos recuperado veintitrés pares de cromosomas.
—¡Menuda suerte! —dijo Pierre.
—Claro que sí —contestó Dona Yamashita, que había vuelto a aparecer junto al codo de Pierre—. Hannah contestará a muchas preguntas, incluyendo la gran cuestión de si los Neandertal eran una especie separada, Homo neanderthalensis, o sólo una subespecie de la humanidad moderna, Homo sapiens neanderthalensis, y…
Klimus cortó a Yamashita.
—… y podremos decir si murieron sin dejar descendencia, o si se cruzaron con el hombre de Cro-magnon, mezclando sus genes con los nuestros.
—Es estupendo.
—Por supuesto, quedarán muchas preguntas sin contestar sobre los Neandertal, como detalles de su aspecto físico, cultura y demás. Pero hoy es un día notable. —Klimus dio la espalda a Pierre, y en una inesperada muestra de exuberancia, golpeó el borde de su copa con su pluma Mont Blanc—. ¡Escuchen todos! ¡Atiendan, por favor! ¡Quisiera proponer un brindis…! ¡por la Triste Hannah, que pronto será la Neandertal mejor conocida de la historia!
El laboratorio de Pierre era casi como cualquier otro que hubiese visto: un póster de la tabla periódica en una pared; un ajado ejemplar de la Biblia Rubber abierto sobre un escritorio; montones de recipientes de laboratorio en sus soportes; una pequeña centrifugadora; una terminal UNIX con notas Post-it pegadas al borde del monitor; una ducha de emergencia, para casos de accidentes químicos; un área de trabajo rodeada de cristal bajo una campana extractora de humo. Las paredes eran de ese enfermizo amarillo crema que parece tan común en los ambientes universitarios. La iluminación era fluorescente; el suelo, de baldosines.
Pierre estaba trabajando en uno de los contadores que se alineaban a lo largo de las cuatro paredes de la sala, mirando las posiciones de ADN en un panel iluminado encima del contador. Llevaba una manchada bata blanca de laboratorio, pero sin abotonar por arriba, de forma que podía verse su camiseta del Carnaval de Invierno de Québec. Nunca había quedado más sorprendido que cuando un estudiante americano confundió al Bonhomme de su camiseta con el gigante de malvavisco de Los Cazafantasmas… algo semejante a confundir al Tío Sam con el Coronel Sanders del pollo frito.
Burian Klimus apareció en la puerta, con aspecto desconcertado. Junto a él había una atractiva mujer asiático-americana de cabello negro, que llevaba moldeado como un crespo halo alrededor de la cara.
—Ahí lo tiene —dijo Klimus.
—Sr. Tardivel, soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.
Pierre asintió en dirección a Klimus.
—Gracias por traerla, señor. —El viejo genetista frunció el ceño y se marchó.
Tiffany tendría poco menos de treinta años. Llevaba un maletín negro, chaqueta azul y pantalones a juego. Su blusa blanca estaba abierta en el escote más de lo que uno podría esperar. A Pierre le hizo gracia: sospechó que Tiffany se vestiría de forma distinta según su cliente fuese hombre o mujer.
—Lamento el retraso, había un tráfico terrible en el puente. —Ella le entregó una tarjeta profesional amarilla y negra, y estudió apreciativamente el laboratorio—. Obviamente, es usted un científico.
—Soy biólogo molecular. Trabajo en el Proyecto Genoma Humano.
—¿De veras? ¡Es fascinante!
—¿Sabe algo de ello?
—Hemos tenido algunas buenas conferencias en el trabajo. —Ella sonrió—. Creo que está usted interesado en hablar sobre opciones de seguro.
Pierre hizo un gesto a Tiffany para que tomase asiento.
—Así es. Soy de Canadá, y nunca he tenido un seguro médico. El plan de Québec para residentes me cubrirá todavía durante algún tiempo, pero…
Tiffany asintió.
—He ayudado a varios canadienses en su caso. Su plan provincial de salud cubre sólo el valor monetario que tendrían los mismos servicios en Canadá, donde el gobierno fija los precios. Pero aquí no hay ese control: como verá, los gastos son más elevados y su plan de Québec no cubre el extra. Además, los planes provinciales cubren los gastos médicos, pero no cosas como habitaciones de hospital privadas. — Hizo una pausa—. ¿Tiene algún seguro bajo el plan de la asociación de la facultad?
—No pertenezco a su personal: sólo soy un investigador visitante.
Ella puso su maletín sobre el banco y lo abrió.
—Bien, entonces necesita un programa global. Nosotros ofrecemos lo que llamamos nuestro Plan Oro, que cubre el cien por cien de todas sus facturas hospitalarias por emergencias, incluyendo traslados en ambulancia y todo lo que pueda necesitar, como sillas de ruedas o muletas. También cubre sus necesidades médicas rutinarias, como chequeos médicos anuales, tratamientos y demás. —Le entregó un tríptico ribeteado en oro.
Pierre tomó el folleto y le echó un vistazo. Los enfermos de Huntington solían acabar sus vidas con una larga estancia en el hospital. Si tenía la enfermedad, querría una habitación privada, por supuesto, y… ah, bien. El seguro cubría servicios de enfermería a domicilio e incluso tratamientos experimentales.
—Suena bien. ¿Qué hay de las primas?
—Siguen una escala. —Ella sacó una carpeta amarilla y negra del maletín—. ¿Puedo preguntarle su edad?
—Treinta y dos.
—¿Fuma?
—No.
—¿Tiene algún problema médico, como diabetes, sida o un soplo cardíaco?
—No.
—¿Viven todavía sus padres?
—Mi madre sí.
—¿De qué murió su padre?
—Mmm… se refiere a mi padre biológico, supongo.
Tiffany pestañeó.
—Sí.
Henry Spade había muerto cuatro años atrás; Pierre había asistido al funeral en Toronto.
—Complicaciones de la enfermedad de Huntington.
Ella cerró la carpeta, mirando a Pierre por un momento.
—Oh, eso complica bastante las cosas. ¿Tiene usted la enfermedad?
—No lo sé.
—¿No tiene síntomas?
—Ninguno.
—La enfermedad se transmite en un gen dominante, ¿verdad? Así que tiene usted un cincuenta por ciento de posibilidades de haberla heredado.
—Correcto.
—¿Pero no se ha hecho la prueba?
—No.
Ella suspiró.
—Esto es muy irregular, Pierre. Yo no decido a quién se cubre y a quién no, pero puedo decirle lo que va a pasar si cursamos su solicitud ahora: la rechazarán en base a su historial familiar.
—¿De verdad? Supongo que debería haber tenido la boca cerrada.
—No le hubiese hecho ningún bien a largo plazo: una reclamación relacionada con su enfermedad de Huntington sería investigada. Si comprobásemos que conocía usted su historial familiar al hacer la solicitud, perdería sus derechos. No, ha hecho bien en decírmelo, pero…
—¿Pero qué?
—Como ya le he dicho, esto es muy irregular. —Volvió a abrir la carpeta, yendo a una de las últimas secciones—. No suelo enseñar esta tabla a los clientes, pero… bien, lo explica claramente. Como puede ver, tenemos tres niveles básicos de primas en cada categoría por edad/sexo. En la compañía los llamamos niveles A, M, y B, por alto, medio y bajo. Si usted tuviera un historial familiar que mostrase, digamos, una predisposición al infarto a partir de los cuarenta años, algo así, le extenderíamos la póliza, pero al nivel A, el superior. Si su historial familiar fuese favorable, le ofreceríamos el nivel M, que también es bastante elevado…
—¡Y tanto! —dijo Pierre, mirando las cifras de la columna “Hombres 30-34”.
—Sí, pero eso es porque no se nos permite exigir pruebas genéticas a los solicitantes. Por tanto, debemos asumir que usted podría tener un serio desorden genético. Ahora, se supone que después de enseñarle ese nivel tengo que decirle: “Bien, como sabe no está obligado a hacerse una prueba genética, pero si lo hace voluntariamente, y los resultados son favorables, puedo ofrecerle este nivel, el B”.
—Es sólo la mitad que el M.
—Exactamente. Es un incentivo para hacerse la prueba. No le obligamos a ello, pero si lo hace voluntariamente, puede ahorrarse un montón de dinero.
—No parece muy justo.
Tiffany se encogió de hombros.
—Muchas compañías de seguros lo hacen así ahora.
—Pero usted está diciendo que no puede conseguir cualquier seguro médico debido a mi historial familiar.
—Cierto. La enfermedad de Huntington es simplemente demasiado costosa, y su nivel de riesgo, un cincuenta por ciento, es demasiado alto para considerar la idea de cubrirle. Pero si la prueba demuestra que no tiene el gen…
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—Bueno, entonces se complica todavía más —suspiró ella, intentando explicarlo mejor—. El mes pasado, el Gobernador Wilson firmó un proyecto de ley del Senado. Entrará en vigor el primero de enero, dentro de diez semanas. La nueva ley dice que las aseguradoras médicas de California no podrán seguir usando pruebas genéticas para discriminar a quienes tienen el gen portador de una enfermedad pero no muestran síntomas de ella. En otras palabras, no podremos considerar la posibilidad de tener el gen de Huntington o el ALS o cualquier otra enfermedad tardía como condición preexistente en personas por lo demás sanas.
—Bueno, es que no es una condición preexistente.
—Con todos los respetos, señor Tardivel, eso es una cuestión de interpretación. La nueva ley es la primera en todo el país. En los demás estados, tener los genes es una condición preexistente, aunque no muestre los síntomas. Incluso los pocos estados que tienen leyes antidiscriminación genética, como Florida, Ohio, Iowa y un par más, hacen excepciones para las compañías de seguros, permitiéndoles recurrir a los actuarios y precedentes para decidir a quién aseguran y con qué primas.
Pierre frunció el ceño.
—Pero lo que está diciendo es que, como estamos en California, si espero hasta el uno de enero, no podrán rechazarme por mi historial familiar.
—Se equivoca: sí que podremos. Hay información válida de que es usted un solicitante de alto riesgo, y no estamos obligados a asegurarle en ese caso.
—Entonces, ¿qué diferencia hay?
—La diferencia es que la información genética tiene prioridad sobre el historial familiar. ¿Ve? Si tenemos información genética concreta, tiene prioridad sobre cualquier otra cosa que podamos inferir de los historiales médicos de sus padres o hermanos. Si se hace usted la prueba, de acuerdo con la nueva ley estatal tenemos que darle una póliza sin tener en cuenta sus resultados relacionados con la enfermedad de Huntington. Aunque la prueba demuestre que tiene el gen del Huntington, tendremos que aceptar su solicitud siempre que la presente antes de mostrar síntomas: no podremos rechazarle o gravarle basándonos en información genética.
—Espere, es una tontería: si no me hago la prueba, hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que acabe reclamándoles un montón de dinero a causa de mi Huntington, así que me rechazan por mi historial familiar. Pero si me hago la prueba, y aunque se demuestre que hay un cien por ciento de posibilidades de que vaya a tener la enfermedad y costarles mucho dinero, ¿tendrán que asegurarme?
—Así es, o al menos así será cuando la nueva ley entre en vigor.
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—¿No? Pensaba que le gustaría saberlo.
—No. No me gustaría. Es muy raro que los casos de riesgo se hagan la prueba. No queremos saberlo con seguridad.
Tiffany se encogió de hombros.
—Bien, si usted quiere estar asegurado, sólo tiene esas opciones. Mire, podemos llenar ahora los formularios, pero ponerles fecha de uno de enero… bueno, dos de enero, el primer día laborable del año. Yo le llamaré ese día, y usted me dirá lo que quiere. Si ya se ha hecho la prueba, o ha decidido hacérsela, cursaré la solicitud. Si no, me limitaré a romperla.
Era obvio que Tiffany no quería arriesgarse a perder una venta, pero demonios, aquello ya les había llevado demasiado tiempo; Pierre no quería pasar por la misma charla otra vez.
—Me gustaría ver otros planes antes de tomar una decisión —dijo.
—Por supuesto. —Tiffany le mostró varias pólizas: los predecibles Planes Plata y Bronce, con beneficios más reducidos, un plan exclusivamente hospitalario, otro sólo de medicinas, y otros. Pero ella le recomendó el Plan Oro, y Pierre estuvo de acuerdo, diciéndose que el escote de Tiffany no había tenido nada que ver en su decisión.
—No lo lamentará —dijo ella—. No sólo está comprando un seguro médico: está comprando tranquilidad mental. —Sacó un formulario de su maletín—. Si puede rellenar esto… y no olvide ponerle fecha de dos de enero del año que viene. —Se abrió la chaqueta: en su bolsillo interior tenía una hilera de bolígrafos idénticos de punta retráctil. Sacó uno y se lo entregó a Pierre.
Él apretó el botón con el pulgar para sacar la punta, y llenó el formulario. Al terminar, le entregó el papel a Tiffany, pero empezó a guardarse distraídamente el bolígrafo en su bolsillo.
Ella le hizo un gesto.
—¿Mi bolígrafo?
Pierre sonrió con mansedumbre y se lo devolvió.
—Perdone.
—Bien, le llamaré a principio de año. Pero tenga cuidado hasta entonces: no queremos que le pase nada antes de estar asegurado.
—Aún no sé si me haré la prueba.
—Eso depende de usted.
A mí no me lo parece, pensó Pierre, pero decidió no alargar la cuestión.
Pierre había buscado cuidadosamente un campo de especialización. Su primer impulso fue investigar directamente la enfermedad de Huntington, pero desde que se había descubierto el gen, muchos científicos estaban concentrándose en ello. Naturalmente, Pierre esperaba que encontrasen una cura… y lo bastante pronto para ayudarle, claro, si resultaba tener la enfermedad. Pero también conocía la necesidad de ser objetivo en la ciencia: no podía perder tiempo siguiendo tenues pistas que probablemente no le llevarían a nada… pistas que alguien sin Huntington no vacilaría en abandonar, pero a las que él, por desesperación, concedería demasiado tiempo.
Pierre decidió concentrarse en un campo poco estudiado por los demás genetistas. Tenia la esperanza de que ese campo le permitiera lograr un descubrimiento importante que valiese un premio Nobel. Centró su investigación en lo que se llama el “ADN basura” o intrones: el noventa por ciento del genoma humano que no actúa como código para la síntesis de proteínas.
Nadie sabía con certeza para qué servía todo ese ADN. Algunas partes parecían proceder de secuencias de virus que hubieran invadido el genoma en el pasado; otras eran como repeticiones de un incesante tartamudeo (irónicamente parecido en estructura al raro gen causante de la enfermedad de Huntington); otras eran restos desactivados procedentes de nuestro pasado evolutivo. La mayoría de los genetistas opinaban que el Proyecto Genoma Humano podría completarse antes si aquellas nueve décimas partes de basura fueran simplemente ignoradas. Pero Pierre albergaba la sospecha de que había algo significativo codificado y todavía sin descifrar en aquel enredo de nucleótidos.
Su nueva ayudante de investigación, una estudiante de postgrado de la UCB llamada Shari Cohen, no estaba de acuerdo con él.
Shari era pequeña, y siempre iba inmaculadamente vestida, como una muñeca de porcelana de piel pálida y brillante cabello negro… y con un gran anillo de compromiso de diamantes.
—¿Has tenido suerte en la biblioteca? —preguntó Pierre.
Ella sacudió la cabeza.
—No, y debo decir que me parece un tiro a ciegas, Pierre. —Hablaba con acento de Brooklyn—. Después de todo, el código genético es simple y bien comprendido.
Y así parecía ser. Cuatro bases formaban los peldaños de la escalera del ADN: adenina, citosina, guanina y timina. Cada una de ellas era una letra del alfabeto genético. En realidad se hacía referencia a ellas sólo con sus iniciales: A, C, G y T. Esas letras combinadas formaban las palabras de tres letras del lenguaje genético.
—Bueno —dijo Pierre—. Veámoslo así: el alfabeto genético dispone de cuatro letras, y todas sus palabras son de tres letras. Por lo tanto, ¿cuántas palabras posibles hay en el lenguaje genético?
—Cuatro elevado al cubo —contestó Shari—. Es decir, sesenta y cuatro.
—De acuerdo. ¿Y qué hacen realmente esas sesenta y cuatro palabras?
—Especifican los aminoácidos utilizados en la síntesis de proteínas. La palabra AAA especifica la lisina, AAC la asparagina, y así sucesivamente.
—¿Cuántos aminoácidos diferentes se utilizan para crear proteínas?
—Veinte.
—Pero hemos dicho que hay sesenta y cuatro palabras en el vocabulario genético.
—Bueno, tres de esas palabras son signos de puntuación.
—Pero aun teniendo en cuenta esas tres, todavía quedan sesenta y una palabras para expresar sólo veinte conceptos. —Pierre fue al otro lado de la habitación y señaló un diagrama titulado El código genético.
Shari se puso a su lado.
—El lenguaje genético tiene sinónimos, como el inglés. —Señaló el primer recuadro del diagrama—. La alanina, por ejemplo, está especificada por GCA, GCC, GCG y GCT.
—Bien, pero ¿por qué existen esos sinónimos? ¿Por qué no usar sólo veinte palabras, una para cada aminoácido?
Shari se encogió de hombros.
—Probablemente se trate de un mecanismo de seguridad, para reducir la probabilidad de errores de transcripción que puedan alterar el mensaje.
Pierre hizo un gesto hacia el diagrama.
—Pero algunos aminoácidos pueden especificarse hasta de seis formas diferentes, y otros sólo de una. Si los sinónimos protegen contra los errores de transcripción, asignarías algunos para cada palabra. Si diseñases un código de sesenta y cuatro palabras simplemente por redundancia, asignarías tres palabras a cada uno de los veinte aminoácidos, y usarías las cuatro restantes como signos de puntuación.
—Supongo. Pero el sistema de códigos del ADN no fue diseñado: evolucionó.
—De acuerdo, de acuerdo, pero la naturaleza tiende a hallar la solución óptima a base de la prueba y el error. Como la misma doble hélice: ¿recuerdas cómo supieron Crick y Watson que habían encontrado la respuesta a cuál era la estructura del ADN? No es que su versión fuera la única posible, sino que se trataba de la más hermosa. ¿Por qué algunos aspectos del ADN han de ser tan elegantes y otros, incluso el propio código genético, tan chapuceros? Apuesto a que Dios, la naturaleza, o lo que sea que haya creado el ADN no es en absoluto chapucero.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que, tal vez, elegir uno u otro sinónimo al especificar un aminoácido dé información adicional.
Las delicadas cejas de Shari se elevaron de golpe.
—Como “si es un embrión, inserta este aminoácido, pero si se trata de un ser ya nacido, no lo insertes”. —Aplaudió. El misterio de cómo se diferencian las células a lo largo del desarrollo de un feto no había sido resuelto todavía.
—No puede ser algo tan directo, o los genetistas lo sabrían desde hace mucho. Pero la elección de sinónimos en un tramo largo de ADN, ya sea en sus partes activas o en los intrones, puede ser importante.
—O puede que no —dijo Shari, un poco resentida por el rechazo de su idea.
Pierre sonrió.
—O puede que no. Pero averigüémoslo, sea lo que sea.
A Molly le encantaba ir a San Francisco: adoraba sus restaurantes de marisco, sus barrios, sus colinas, sus tranvías, su arquitectura…
La calle donde se encontraba estaba desierta; no era raro, teniendo en cuenta lo temprano de la hora. Molly había ido a San Francisco para asistir a una asamblea unitaria; no era particularmente religiosa, y había encontrado insufrible la hipocresía de muchos clérigos a los que había conocido, pero disfrutaba de la perspectiva de la Iglesia Unitaria, y el conferenciante invitado de hoy, un experto en inteligencia artificial, sonaba fascinante.
Había aparcado a unas manzanas del salón comunal. La reunión no empezaba hasta las nueve, y se le ocurrió ir a McDonald para tomar un Huevo McMuffin antes… la comida rápida era el único vicio que intentaba abandonar periódicamente, pero sin ganas. Mientras caminaba a lo largo de una empinada acera hacia el restaurante, reparó en un viejo un poco más arriba, vestido con una gabardina negra. Estaba inclinado, hurgando con su bastón en algo que había junto a la base de un árbol.
Molly continuó andando, mientras disfrutaba del vivificante aire de la mañana. El cielo estaba despejado, una prístina bóveda azul por encima de los edificios estucados.
Ya sólo estaba a una docena de pasos del hombre de negro. Su gabardina era un caro modelo London Fog, y sus zapatos negros habían sido lustrados recientemente. Tenía por lo menos ochenta años, pero era alto para su edad. Llevaba una gorra azul marino que le ceñía las orejas. Aunque llevaba subido el cuello de la gabardina, podía verse que era un hombre de cuello grueso, con fofos pliegues colgantes. El viejo estaba demasiado absorto para notar que se acercaba. Molly oyó un suave sonido quejumbroso: miró hacia abajo y su boca quedó abierta por el horror. El hombre de negro estaba torturando a un gato con su bastón.
Era obvio que el gato había sido atropellado por un coche y estaba agonizando. Su pelaje moteado blanco, negro, anaranjado y crema, estaba cubierto de sangre por todo el lado izquierdo. Había pasado algo de tiempo desde el golpe (gran parte de la sangre se había secado en una costra marrón), pero aún goteaba un fluido rojo de un largo corte. Uno de los ojos se le había salido a medias del cráneo, cobrando un tono gris azulado.
—¡Eh! ¿Está loco? ¡Deje en paz al pobre animal!
El hombre debía de haberse encontrado con el gato por casualidad, y parecía que se había estado divirtiendo con sus patéticos lamentos cuando le pinchaba con el bastón. Se volvió hacia Molly. Ella se sintió asqueada al ver que su viejo pene, blanco y erecto como un hueso, salía por la cremallera bajada de los pantalones, y que su otra mano había estado asiéndolo.
—¡Blyat! —gritó el hombre con un fuerte acento, sus ojos estrechados como siniestras ranuras—. ¡Blyat!
—¡Largo de aquí! ¡Voy a llamar a la policía!
El hombre le gritó Blyat una vez más y se alejó renqueando. Molly pensó en perseguirle y retenerle hasta que llegase la policía, pero tocar a aquel tipo era lo último que quería hacer. Se inclinó para mirar al gato: estaba fatal; deseó conocer alguna forma de acabar rápidamente con su miseria, pero probablemente sólo conseguiría atormentar más a la pobre criatura.
—Ya está, ya está… —dijo en tono consolador—. Se ha ido, ya no te molestará. —El gato se movió ligeramente. Su respiración era trabajosa.
Molly echó una mirada en derredor: había un teléfono público al final de la manzana. Corrió hacia él y buscó el número de emergencia de la Sociedad Protectora de Animales.
—Hay un gato agonizando junto a la carretera. —Levantó la vista para comprobar la dirección—. En la acera de Portola Drive, a media manzana de la esquina con Swanson. Supongo que le atropelló un coche, quizá hace una hora o dos… No, yo esperaré con el animal, gracias. Muchas gracias… y, por favor, dense prisa.
Se sentó en la acera con las piernas cruzadas al lado del gato, deseando poder encontrar ánimos para acariciar al pobre animal, pero era demasiado repugnante. Miró calle abajo, furiosa y confusa. El viejo de negro se había ido.
Pierre estaba sentado en su laboratorio, mirando el reloj. Shari le había dicho que quizá volviese tarde del almuerzo, pero eran las 14:45, y un almuerzo de tres horas parecía excesivo incluso para la Costa Oeste. Quizá había sido un idiota al contratar a alguien a punto de casarse. Ella tendría un millón de cosas que hacer antes de la boda, al fin y al cabo…
La puerta se abrió, y Shari pasó al interior. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y aunque obviamente se había tomado un momento para intentar arreglarse, había llorado mucho.
—¡Shari! —dijo Pierre, levantándose y yendo hacia ella—. ¿Qué pasa?
Ella le miró, con el labio inferior temblando. Pierre no pudo recordar la última vez que vio a alguien de aspecto tan triste. Su voz era baja y temblorosa.
—Howard y yo hemos roto. —Había lágrimas en sus ojos.
—Oh, Shari. Lo siento mucho. —Él no la conocía tanto y no estaba seguro de si debía entrometerse… aunque probablemente ella necesitaba hablar con alguien. Todo había ido bien antes de que se marchase a almorzar; era muy posible que Pierre fuese la primera cara amistosa que veía desde lo que hubiese pasado—. ¿Habéis… os habéis peleado?
Las lágrimas rodaron despacio por las mejillas de Shari. Ella meneó su cabeza.
Pierre no sabía qué hacer. Pensó en acercarse y darle un abrazo para consolarla, pero era su jefe… no podía hacer eso. Finalmente se quedó en el sitio.
—Debe de ser doloroso.
Shari asintió casi imperceptiblemente. Pierre la llevó hasta un taburete del laboratorio. Ella se sentó, con las manos en el regazo. Pierre notó que el anillo de compromiso había desaparecido.
—Todo iba tan bien… —dijo, su voz llena de angustia. Se quedó un buen rato en silencio. De nuevo, Pierre pensó en establecer contacto con ella, poniéndole una mano en el hombro, por ejemplo. Odiaba ver sufrir tanto a alguien—. Pero… pero mis padres vinieron de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, y los padres de Howard son de los Balcanes.
Pierre la miró, sin entender nada.
—¿No lo ves? Los dos somos ashkenazi.
Él alzó los hombros, confuso.
—Judíos de Europa Oriental. Hacía falta un análisis.
Pierre no sabía mucho de judaísmo, aunque había muchos judíos angloparlantes en Montreal.
—¿Cómo?
—Por el Tay-Sachs —dijo Shari, sonando casi molesta por tener que pronunciarlo.
—Oh —respondió Pierre muy suavemente, entendiéndolo en el acto. El Tay-Sachs era una enfermedad genética que provocaba un fallo al producir la enzima hexosaminidasa-A, que, a su vez, hacía que una sustancia grasa se acumulase en las células nerviosas del cerebro. A diferencia del Huntington, el Tay-Sachs se manifestaba en la infancia, causando ceguera, demencia, convulsiones, parálisis generalizada, y muerte… normalmente hacia los cuatro años. Se encontraba casi exclusivamente entre los judíos de origen europeo oriental. Un cuatro por ciento de los judíos americanos procedentes de allí tenían el gen, pero en aquel caso era recesivo, lo que significaba que un niño tenía que recibir los genes de ambos padres para sufrir la enfermedad. Si los dos padres tenían el gen, cualquier hijo suyo tenía un veinticinco por ciento de posibilidades de tener Tay-Sachs.
Quizá Shari lo había entendido mal. Sí, era una estudiante de genética, pero…
—¿Los dos tenéis el gen? —le preguntó suavemente.
Shari asintió y se limpió las mejillas.
—Yo no tenía idea de que lo llevase. Pero Howard sospechaba que lo tenía y nunca me dijo una palabra. —Parecía resentida—. Su hermana descubrió que lo tenía cuando se casó, pero no pasó nada porque su novio no era portador. Pero Howard sabía que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades… y nunca me lo dijo. —Miró a Pierre brevemente, y después bajó la vista al suelo—. No puedes tener secretos con alguien a quien amas.
Pierre pensó en él y Molly, pero no dijo nada. Hubo silencio entre ambos quizá durante medio minuto.
—Pero hay otras opciones —dijo Pierre—. La amniocentesis puede determinar si un feto ha recibido dos genes de Tay-Sachs. En ese caso, podrías… —Pierre no pudo forzarse a decir “abortar” en voz alta.
Pero Shari lo entendió.
—Ya lo sé. —Ella sorbió unas cuantas veces. Se quedó callada un momento, como pensando si seguir o no—. Pero tengo endometriosis; mi ginecólogo me advirtió hace años que me costaría mucho quedarme embarazada. Se lo dije a Howard cuando empezamos a ir en serio. Yo quiero tener hijos, pero va a ser una batalla cuesta arriba, y…
Él asintió. Y no había forma de que ella pudiese permitirse el lujo de interrumpir los embarazos.
—Lo lamento mucho, Shari, pero… —hizo una pausa, inseguro de si debía decir algo más.
Ella le miró con expresión interrogativa.
—También está la adopción. No es tan malo: yo fui criado por alguien que no era mi padre biológico.
Shari se sonó la nariz, y soltó una fría risa.
—Tú no eres judío. —Era una afirmación, no una pregunta.
Pierre negó con la cabeza.
Ella exhaló ruidosamente, como acobardada ante la perspectiva de intentar explicar tanto.
—Seis millones de judíos murieron en la Segunda Guerra Mundial… incluyendo muchos familiares de mis padres. Desde la infancia, me han educado para creer que debo tener mis propios hijos, que debo hacer mi parte para ayudar a la recuperación de mi pueblo. —Parecía estar muy lejos—. No lo entiendes.
Pierre guardó silencio durante algún tiempo.
—Lo siento, Shari —dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro. Ella respondió de inmediato, derrumbándose contra su pecho, y sollozando suavemente un buen rato.
Pierre y Molly estaban sentados, juntos y abrazados, en el sofá verde y naranja de la salita de Pierre. Habían llegado al punto en que pasaban juntos casi todas las noches, ya fuera en el apartamento de él o en el de ella. Molly se acomodó en el hueco del hombro de Pierre. Dardos de ámbar del sol poniente entraban por la ventana. Pierre había pasado la aspiradora por segunda vez desde que estaba en el piso. La luz del sol resaltaba los senderos abiertos por su Hoover.
—Pierre… —dijo Molly, pero luego se quedó callada.
—¿Sí?
—Oh, nada. Yo… no, nada.
—No, dime. —Pierre alzó las cejas— ¿Qué estás pensando?
—La cuestión —dijo Molly con lentitud— es qué piensas tú.
—¿Cómo?
Molly parecía dudar sobre si seguir adelante o no. Después se irguió en el sofá, agarró el brazo de Pierre y atrajo su mano a su regazo, entrelazando sus dedos con los de él.
—Vamos a jugar a una cosa. Piensa una palabra, una palabra en inglés, y yo intentaré adivinarla.
Pierre sonrió.
—¿Cualquier palabra?
—Sí.
—Ya está.
—Ahora concéntrate en la palabra. Conc… es “oso hormiguero”.
—C'est vrai —dijo Pierre sorprendido—. ¿Cómo lo has hecho?
—Prueba otra vez.
—De acuerdo… ya.
—¿Qué es pi… pi-ri-mi-dín? ¿Es francés?
—¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué significa esa palabra?
—Pirimidina. Es un tipo de base orgánica. ¿Cómo lo haces?
—Probemos otra vez.
Pierre apartó su mano.
—No. Dime cómo lo haces.
Ella le miró. Estaban tan cerca uno de otro que la mirada de Molly iba de uno a otro de los ojos de Pierre. Abrió la boca como para hablar, la cerró, y lo volvió a intentar.
—Puedo… —Cerró los ojos—. Dios mío. Creía que contarte lo de mi gonorrea había sido difícil. Nunca le he contado esto a nadie. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Puedo leer las mentes, Pierre.
Pierre ladeó la cabeza. Tenía la boca un poco abierta. Estaba claro que no sabía qué decir.
—Es verdad. He podido desde los trece años.
—Ya —dijo Pierre, con tono de creer que era sólo un truco que podría descubrir si pensaba en ello—. Muy bien. ¿Qué estoy pensando ahora?
—Está en francés; no entiendo el francés. Vu-le-vu… cu… no sé qué más. Moi significa yo.
—¿Cuál es mi número de la Seguridad Social canadiense?
—Ahora no estás pensando en él. No puedo leerlo si no piensas en él. —Una pausa—. Estás pensando los números en francés. Cinq, eso es cinco, ¿no? Huit… ocho. Deux… dos. Eh, lo estás repitiendo. Me cuesta seguirte. Piénsalo una vez más ahora. Cinq huit deux… six un neuf, huit trois neuf.
—Leer las mentes no es… —se detuvo.
—“No es posible.” ¿No es eso lo que ibas a decir?
—¿Pero cómo lo haces?
—No lo sé.
Pierre estuvo callado largo rato, sentado y sin moverse.
—¿Has de estar en contacto físico con la persona?
—No. Pero tengo que estar cerca. La persona ha de estar en lo que yo llamo mi «zona», no más de un metro. Ha sido muy difícil estudiarlo de forma empírica, ya que soy al mismo tiempo el experimentador y el sujeto experimental. Y además sin revelar a quienes me rodean lo que intento hacer. Pero diría que el… efecto… sigue una ley del cuadrado inverso. Si estoy al doble de distancia sólo oigo, si “oír” es la palabra adecuada, los pensamientos a una cuarta parte del volumen, por decirlo de alguna forma.
—Has dicho “oír”. ¿No ves mis pensamientos? ¿No recibes imágenes mentales?
—Exacto. Si sólo hubieras pensado en la imagen de un oso hormiguero, no podría haberlo sabido. Pero cuando te concentraste en las palabras “oso hormiguero”… “oír” es una palabra tan buena como otra cualquiera, lo oí tan claramente como si me lo dijeras al oído.
—Es… increíble.
—Ibas a decir “asombroso”, pero cambiaste de idea antes de pronunciar las palabras.
Pierre se echó atrás en el sofá, aturdido.
—Puedo detectar lo que llamo “pensamientos articulados”, las palabras que usa tu cerebro. No puedo detectar imágenes. Ni emociones. Gracias a Dios, no recibo las emociones.
Pierre la miraba con una mezcla de asombro y fascinación.
—Debe de ser algo abrumador.
—A veces lo es —asintió Molly. Pero hago un esfuerzo consciente por no invadir la intimidad de los demás. Me han llamado “distante” varias veces, pero es literalmente cierto. Tiendo a guardar una cierta distancia, a no estar demasiado cerca de la gente para mantenerla fuera de mi zona.
—Leer las mentes —dijo Pierre de nuevo, como si repetirlo hiciese más fácil aceptar la idea—. Incroyable. —Meneó la cabeza— ¿Tienen otros miembros de tu familia esta… esta capacidad?
—No. Una vez se lo pregunté a mi hermana Jessica, y pensó que estaba loca. Y mi madre… mi madre no me hubiese dejado salir ciertas noches si hubiese podido leer mis pensamientos.
—¿Por qué lo ocultas?
Molly le miró como si no pudiese creer la pregunta.
—Quiero llevar una vida normal… al menos tan normal como sea posible. No quiero que me estudien, ni que me conviertan en un espectáculo de feria o, Dios me libre, que me ofrezcan trabajar para la CIA o algo así.
—¿Y nunca se lo has dicho a nadie antes?
—Nunca.
—¿Pero me lo has dicho a mí?
Ella le miró a los ojos.
—Sí.
Pierre entendió lo que significaba.
—Gracias —dijo. Le sonrió… pero la sonrisa no tardó en desvanecerse—. No sé… No sé si podré vivir con la idea de que mis pensamientos no son privados.
Molly se movió en el sofá, poniendo una de sus piernas bajo el cuerpo y tomando la otra mano de Pierre.
—Pero eso es lo bueno. No puedo leer tus pensamientos… porque piensas en francés.
—¿Sí? —se sorprendió Pierre—. No sabía que pensase en uno u otro idioma. Los pensamientos son… bueno, pensamientos.
—El pensamiento más complejo es articulado. Se formula en palabras. Créeme, es mi campo. Sólo piensas en francés.
—¿Así que puedes oír las palabras de mis pensamientos, pero no las entiendes?
—Sí. Ya sabes, entiendo algunas palabras francesas… como casi todo el mundo. Bonjour, au revoir, oui, non, esas cosas. Pero mientras sigas pensando en francés no podré leer tu mente.
—No sé. Es tal invasión de la intimidad…
Molly le cogió las manos con fuerza.
—Mira, siempre sabrás que tus pensamientos son privados cuando estés fuera de mi zona… a un metro, más o menos.
Pierre meneaba la cabeza.
—Es como… Mon Dieu, no lo sé. Es como descubrir que tu novia es Wonder Woman.
Molly rió.
—Ella tiene las tetas mucho más grandes.
Pierre sonrió, después se inclinó y le dio un beso. Pero se apartó enseguida.
—¿Sabías que iba a hacer eso?
Ella negó con la cabeza.
—En realidad, no. Tal vez medio segundo antes de que fuera evidente.
Pierre volvió a recostarse en el sofá.
—Esto cambia las cosas.
—No necesariamente, Pierre. Sólo si tú dejas que lo haga.
Él asintió.
—Yo…
Y ella oyó las palabras en su mente, las palabras que llevaba tanto tiempo queriendo oír, pero que aún tenían que ser pronunciadas en voz alta. Las palabras que tanto significaban.
—Yo también te quiero —dijo acurrucándose en sus brazos.
Pierre la abrazó con fuerza.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo tras unos momentos.
—Seguimos adelante. Intentamos construir un futuro juntos.
Él suspiró ruidosamente.
—Lo siento —dijo Molly, sentándose de nuevo y mirando a Pierre—. Ya te estoy presionando otra vez.
—No, no es eso. Es sólo que… —Se calló, pero después pensó en lo que le había dicho Shari Cohen aquella tarde: Howard nunca me lo dijo. No puedes tener secretos con alguien a quien amas. Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco—. Demonios, es una noche de grandes revelaciones, ¿no? No me estás presionando, Molly. Quiero construir un futuro contigo. Pero… en fin… puede que yo no tenga mucho futuro.
Molly le miró, confundida.
—¿Qué dices?
Pierre le mantuvo la mirada, esperando su reacción.
—Es posible que tenga la enfermedad de Huntington.
Molly se encogió un poco.
—¿De verdad?
—¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Un vecino de mi madre la tenía. Dios mío, Pierre. Lo siento.
Él se tensó un poco. Molly, aunque aturdida, tuvo la perspicacia de reconocer la reacción. Pierre no quería piedad. Le apretó la mano.
—Vi lo que le pasó al señor DeWitt… el vecino de mi madre, pero no sé los detalles. Esa enfermedad es hereditaria, ¿no? Uno de tus padres debió tenerla también.
—Mi padre —asintió Pierre.
—Sé que provoca dificultades musculares.
—Más que eso. También provoca deterioro mental.
Molly apartó la mirada.
—Oh.
—Los síntomas pueden aparecer en cualquier momento: a los treinta, a los cuarenta, o incluso más tarde. Puede que queden veinte años buenos, o podría empezar a tener síntomas mañana. O, si tengo suerte, no tendré el gen y no sufriré la enfermedad.
Molly sintió que los ojos le picaban. Lo educado habría sido hacerse a un lado, no dejar que Pierre supiera que estaba llorando, pero no habría sido honesto. No se trataba de piedad, al fin y al cabo. Le miró a la cara, después se inclinó y le besó.
Al separarse hubo un largo silencio entre ellos. Finalmente Molly alzó la mano para secarse la mejilla, y después acariciar suavemente la de Pierre, que también estaba húmeda.
—Mis padres —dijo con lentitud— se divorciaron cuando yo tenía cinco años. —Exhaló como si aquel viejo dolor pudiera salir con el aire—. En estos tiempos, cinco o diez años buenos juntos es todo lo que consigue la mayoría de la gente.
—Tú te mereces más. Te mereces algo mejor.
Ella meneó la cabeza.
—Nunca he tenido nada mejor que esto. No… no me ha ido muy bien con los hombres. Ser capaz de leer sus pensamientos… Tú eres distinto.
—No lo sabes. Podría ser tan malo como los demás.
Molly sonrió.
—No lo eres. He visto cómo me escuchas, cómo te interesas por mis opiniones. No eres un gorila macho.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.
Ella se rió, pero volvió a ponerse seria casi al momento.
—Mira, suena como si fuera una creída, pero sé que soy guapa…
—De hecho, creo que estás de muerte.
—No estoy buscando piropos. Déjame terminar. Sé que soy guapa… la gente me lo ha dicho desde que era pequeña. Mi hermana Jessica ha trabajado muchas veces como modelo, y mi madre aún hace que la gente gire la cabeza al verla pasar. Ella decía que el gran problema de su primer matrimonio era que su marido sólo estaba interesado en su aspecto. Papá es un ejecutivo: quería una esposa trofeo, y a mamá no le bastaba con eso. Tú eres el único hombre que he conocido que ha mirado más allá de mi aspecto exterior. Te gusto por mi mente, por…
—Por el conjunto de tu personalidad.
—¿Qué?
—Es de Martin Luther King. Los ganadores del premio Nobel son mi afición, y siempre me ha gustado la gran oratoria… aunque sea en inglés. —Pierre cerró los ojos, haciendo memoria—. “Tengo el sueño de que algún día esta nación se elevará al verdadero significado de su credo, de esa verdad evidente de que todos los hombres son creados iguales. Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán algún día en un país donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el conjunto de su personalidad.” —Miró a Molly y se encogió de hombros—. Quizá sea porque puedo tener la enfermedad de Huntington, pero intento ver más allá de los rasgos genéticos, como la belleza… Eso no quiere decir que tu belleza no me importe.
Molly le devolvió la sonrisa.
—Tengo que preguntártelo. ¿Qué significa joli petit cul?
Pierre se aclaró la garganta.
—Bueno… es un poco grosero. “Bonito culo” sería una buena aproximación. ¿Dónde lo has oído?
—En la Biblioteca Doe, la noche en que nos conocimos. Fue el primer pensamiento tuyo que recibí.
—Oh.
Molly rió.
—No te preocupes —dijo con picardía—. Me gusta que me encuentres atractiva físicamente, mientras no sea lo único que te interese.
—No lo es. —Pierre sonrió, pero la cara se le entristeció enseguida—. Pero sigo sin ver qué futuro podemos tener.
—Yo tampoco lo sé. Pero podemos descubrirlo juntos. Te quiero, Pierre Tardivel. —Molly le abrazó.
—Yo también te quiero —dijo él por fin en voz alta. Todavía abrazados, con la cabeza descansando en el hombro de Pierre, Molly habló de nuevo.
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? Molly, sólo hace unos meses que nos conocemos.
—Lo sé. Pero te quiero, y tú a mí. Y tal vez no tengamos mucho tiempo que perder.
—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no? ¿Porque no soy católica?
Pierre rió abiertamente.
—No, cariño, no. —La abrazó de nuevo—. Dios cómo te quiero. Pero no puedo pedirte que te metas en una relación conmigo.
—No me lo estás pidiendo. Yo te lo he pedido a ti.
—Pero…
—Pero nada. Sé dónde me meto.
—Pero seguramente…
—Ese argumento no servirá.
—¿Y qué hay de…?
—Tampoco me preocupa.
—Pero de todas formas…
—¡Venga! Ni tú te crees eso.
—¿Van a ser así todas nuestras discusiones?
—Por supuesto. No tenemos tiempo para perderlo en peleas.
Pierre calló un rato mientras se mordía el labio inferior.
—Hay una prueba —dijo al fin.
—Adelante, estoy preparada —contestó Molly.
Pierre rió.
—No, no, no. Quiero decir que hay una prueba para la enfermedad de Huntington. Hace ya un tiempo que existe. El gen de Huntington se descubrió en marzo de 1993.
—¿Y no te has hecho la prueba?
—No… yo… No.
—¿Por qué no? —El tono era de curiosidad, no de enfrentamiento.
Pierre soltó aire y miró hacia el techo.
—No hay cura para la enfermedad de Huntington. No hay nada que pueda ayudarme si lo sé. Y… y… —Suspiró—. No sé cómo explicártelo. Mi ayudante Shari me ha dicho hoy una cosa: “tú no eres judío”. Quiere decir que hay cosas de ella que no puedo entender porque no estoy en su lugar. La mayoría de los casos de riesgo de la enfermedad de Huntington no se ha hecho la prueba.
—¿Por qué? ¿Es dolorosa?
—No. Basta con una gota de sangre.
—¿Es cara?
—No. Demonios, podría hacerla yo mismo con el equipo de mi laboratorio.
—Entonces ¿por qué?
—¿Sabes quién es Arlo Guthrie?
—Claro.
Pierre enarcó las cejas; había esperado que lo ignorase, como le había ocurrido a él tantos años atrás.
—Bueno, pues su padre Woody murió de Huntington, pero él no se ha hecho la prueba. —Una pausa—. ¿Sabes quién es Nancy Wexler?
—No.
—Todos los que tienen la enfermedad de Huntington saben quién es. Es la presidenta de la Fundación de Enfermedades Hereditarias, que encabezó la búsqueda del gen de Huntington. Como Arlo, tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de tener la enfermedad de Huntington (su madre murió a causa de ella), y tampoco se ha hecho la prueba.
—No entiendo por qué la gente no se hace la prueba. Yo querría saberlo.
Pierre suspiró, pensando otra vez en lo que le había dicho Shari.
—Eso es lo que dicen todos los que no están en peligro de tenerla. Pero no es tan sencillo. Si descubres que tienes la enfermedad, pierdes toda esperanza. Es incurable. Por ahora, espero…
Molly asintió.
—Y… bueno, a veces las noches se me hacen difíciles. He pensado en el suicidio. Lo hacen muchos casos de riesgo. He estado… cerca un par de veces. Lo que me ha impedido hacerlo es la posibilidad de que tal vez no tenga la enfermedad. —Suspiró, intentando decidir qué diría a continuación—. Un estudio demostró que el veinticinco por ciento de quienes se hacen la prueba y tienen el gen defectuoso intentan suicidarse… y uno de cada cuatro de ellos lo consigue. No sé… no sé si podría superar todas las noches si lo supiera con seguridad.
—Pero la otra cara de la moneda es que, si resultase que no lo tienes, podrías relajarte.
—Exacto, la otra cara de la moneda. Es una cuestión de cara o cruz: hay un cincuenta por ciento de posibilidades. Pero te equivocas al creer que podría relajarme. Un diez por ciento de quienes se hacen la prueba y no tienen la enfermedad acaban sufriendo serios trastornos emocionales.
—¿Por qué?
Pierre apartó la mirada.
—Los que podemos tener la enfermedad vivimos pensando que nuestras vidas pueden ser muy cortas. Renunciamos a muchas cosas por ello. Antes de conocerte, llevaba nueve años sin haberme relacionado con ninguna mujer, y para ser sincero, no creía que fuese a hacerlo nunca.
Ella asintió, como si por fin quedase resuelto un misterio.
—Por eso estás tan entregado —dijo con sus ojos azules muy abiertos—. Por eso te esfuerzas tanto.
—Pero cuando haces sacrificios y luego descubres que eran innecesarios, el arrepentimiento puede ser insoportable. Por eso algunos de los que descubren que no tienen la enfermedad acaban suicidándose —se calló por unos momentos—. Pero ahora no se trata sólo de mí. Supongo que debería hacerme la prueba.
Molly se acercó y le acarició la mejilla.
—No —dijo—. No lo hagas por mí. Si alguna vez quieres hacerla, hazla por ti mismo. Hablaba en serio: quiero casarme contigo y, si resulta que tienes la enfermedad, ya nos enfrentaremos a ello en su momento. Mi propuesta no dependía de que te hicieras o no la prueba.
Pierre parpadeó. Estaba a punto de llorar.
—Tengo tanta suerte de haberte encontrado…
Molly sonrió.
—Yo siento lo mismo.
Se abrazaron con fuerza.
—Pero no sé… —dijo Pierre cuando se separaron—. Quizá debería hacerme la prueba de todas formas. Te hice caso y hablé con alguien de Seguros Cóndor hace un par de semanas. Pero no llegué a hacerme la póliza.
—¿No tienes aún seguro médico?
Pierre negó con la cabeza.
—Ahora me habrían rechazado por mi historial familiar. Pero dentro de dos meses, a partir de Año Nuevo, entra en vigor una nueva ley en California. No prohíbe a las compañías el uso de información familiar, pero sí el de información genética, y ésta tiene prioridad. Si me hago la prueba, tendrán que asegurarme, independientemente de los resultados. Ni siquiera pueden cobrarme más, mientras no tenga los síntomas.
Molly se quedó callada por un momento, digiriendo eso.
—Ya sabes lo que te he dicho. No quiero que te hagas la prueba por mí. Además, si no te puedes asegurar aquí, siempre podemos irnos a Canadá, ¿no?
—Supongo, pero no quiero dejar el LLB: es la oportunidad de mi vida.
—Bueno, hay treinta millones de americanos sin seguro médico, pero se las apañan.
—No. Una cosa es dejar que te arriesgues a estar casada con alguien que puede ponerse muy enfermo, pero pedirte además que te arriesgues a arruinarte es otra. Debo hacerme la prueba.
—Si crees que es lo mejor, adelante. Pero me casaré contigo en cualquier caso.
—No lo digas ahora. Espera a que tengamos los resultados.
—¿Cuánto se tarda?
—Bueno, normalmente un laboratorio exige que pases por meses de asesoramiento antes de hacer la prueba, para asegurarse de que de verdad quieres hacerla y de que serás capaz de hacer frente al resultado. Pero…
—¿Sí?
—No es difícil. No más que cualquier otra prueba genética. Ya te he dicho que podría hacerla yo mismo en mi laboratorio.
—No quiero que te sientas presionado a hacerlo.
Pierre se encogió de hombros.
—No eres tú quien presiona, sino la compañía de seguros. —Guardó silencio unos instantes—. De acuerdo —dijo por fin—. Ya es hora de que lo sepa.
—Explícame qué vas a hacer —dijo Molly, sentada en un taburete del laboratorio de Pierre. Eran las diez de la mañana de un sábado—. Quiero entender lo que pasa.
Pierre asintió.
—Muy bien. El jueves extraje unas muestras de mi ADN de una gota de sangre. Separé dos copias del cromosoma cuatro, corté algunos segmentos usando ciertas enzimas, y preparé unas imágenes radiactivas de esos segmentos. El revelado lleva bastante tiempo, pero ya deberían estar listas. Así que ahora podremos ver lo que dice mi código genético respecto del gen asociado a la enfermedad de Huntington. Ese gen incluye un área llamada IT15 (por “transcripción interesante nº 15”), un nombre asignado cuando no se sabía para qué servía.
—¿Y si tienes IT15 tienes la enfermedad de Huntington?
—No es tan sencillo. Todo el mundo tiene la zona IT15. Como con todos los genes, la función del IT15 es la de código para la síntesis de una molécula de proteína. La proteína creada a partir del IT15 ha sido bautizada recientemente como “huntingtina”.
—Entonces, si todos tienen el IT15, y todos producen huntingtina, ¿qué es lo que determina si tienes o no la enfermedad?
—Los enfermos tienen una forma mutante del IT15 que les hace producir demasiada huntingtina. La huntingtina es esencial para la organización del sistema nervioso durante las primeras semanas del desarrollo del embrión. Debería dejar de producirse en un momento dado, pero en las personas que tienen la enfermedad de Huntington no ocurre así, y eso causa daños en el desarrollo del cerebro. Tanto en la versión normal como en la mutante del IT15 hay una repetición de tripletas de nucleótidos: citosina-adenina-guanina, o CAG, una y otra vez. En el código genético, cada tripleta especifica la producción de un determinado aminoácido, y los aminoácidos son los ladrillos para construir proteínas. Resulta que el CAG es uno de los códigos para producir el aminoácido llamado glutamina. En los individuos sanos, el IT15 contiene entre once y treinta y ocho repeticiones de esta tripleta. Pero los enfermos de Huntington tienen entre cuarenta y dos y cien repeticiones más o menos de CAG.
—De acuerdo. Así que miramos cada uno de tus cromosomas cuatro, encontramos el inicio de las repeticiones de las tripletas CAG, y simplemente contamos el número de repeticiones de esa tripleta. ¿No?
—Eso es.
—¿Seguro de quieres seguir con esto?
Pierre asintió.
—Seguro.
—Pues vamos allá.
Y empezaron. Era un trabajo pesado, que exigía examinar cuidadosamente la película. Unas tenues líneas representaban cada nucleótido. Pierre usaba un rotulador especial para escribir letras bajo cada tripleta: CAG, CAG. Mientras tanto, Molly anotaba el número de repeticiones en un papel.
Sin muestras de la sangre de Elisabeth Tardivel y Henry Spade, no era fácil decir cuál de los cromosomas cuatro procedía del padre. Así que Pierre tuvo que hacer la comprobación en ambos. En el primero, la cadena de tripletas CAG terminó tras diecisiete repeticiones.
Pierre suspiró aliviado.
—Uno listo, falta otro.
Empezó a comprobar la secuencia en el segundo cromosoma. No reaccionó al llegar a once, el mínimo normal. Pero al llegar a veinticinco, Pierre vio que la mano le temblaba.
Molly le tocó el brazo.
—No te preocupes. Has dicho que puedes tener hasta treinta y ocho y seguir siendo normal.
—Pero lo que no te he dicho es que el setenta por ciento de la gente sana tiene veinticuatro repeticiones o menos.
Molly se mordió el labio.
Pierre siguió con la secuencia. Veintiséis, veintisiete, veintiocho.
Su visión se hizo borrosa.
Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho.
Mierda. Puta mierda.
Treinta y nueve.
Dios, jodida puta mierda.
—Bueno, —dijo Molly intentando parecer valiente— treinta y ocho puede ser el límite normal, pero tiene que haber al menos cuarenta y dos…
Cuarenta.
Cuarenta y uno.
Cuarenta y dos.
—Lo siento, cariño. Lo siento tanto…
Pierre bajó el rotulador. Todo su cuerpo temblaba.
Una probabilidad del cincuenta por ciento.
La tirada de una moneda.
Cara o cruz.
Ahí va la moneda.
Pierre no dijo nada. El corazón le latía fuertemente.
—Vámonos a casa —dijo Molly, acariciándole el dorso de la mano.
—No. Todavía no.
—No hay nada más que hacer.
—Sí que lo hay. Quiero terminar la secuencia. Quiero saber cuántas repeticiones tengo.
—¿Qué importancia tiene?
—Tiene mucha importancia —dijo Pierre con la voz trémula—. Tiene toda la importancia del mundo.
Molly parecía perpleja.
—No te lo expliqué todo. Merde. Merde. Merde. No te lo expliqué todo.
—¿Qué?
—Hay una correlación inversa entre el número de repeticiones y la edad en que aparece la enfermedad.
Molly pareció no entenderlo, o no querer hacerlo.
—¿Qué? —preguntó de nuevo.
—Cuantas más repeticiones hay, más pronto pueden aparecer los síntomas. Algunos pacientes desarrollan la enfermedad en la infancia, otros no muestran los síntomas hasta los ochenta años. Debo… debo terminar la secuencia. Necesito saber cuántas repeticiones tengo.
Molly le miró. No había nada que decir.
Pierre se frotó los ojos, se sonó y volvió a estudiar la película. La cuenta siguió subiendo. Cuarenta y cinco.
Cincuenta.
Cincuenta y cinco.
Sesenta.
El tiempo pasaba. Pierre se sentía enfermo, pero siguió escribiendo las letras una y otra vez en la película: CAG, CAG, CAG…
Molly se levantó y anduvo por la habitación. Encontró una caja de “Kimwipes”, caros pañuelos de papel para trabajos de laboratorio. Los usó para secarse los ojos. Intentaba que Pierre no viera que estaba llorando.
Al fin, Pierre llegó a un codón que no era CAG. El total: setenta y nueve repeticiones.
Hubo un largo silencio. En algún lugar a lo lejos sonó la sirena de un camión de bomberos.
—¿Cuánto tiempo?
—Setenta y nueve es una cifra muy elevada —dijo Pierre en voz baja—. Mucho. —Tomó aire, pensando—. Ahora tengo treinta y dos años. No hay una correlación exacta. No puedo estar seguro… Pero supongo que los primeros síntomas no tardarán. Seguramente a los treinta y cinco o treinta y seis.
—Entonces, tú…
—Síntomas externos. —Levantó una mano—. La enfermedad puede tardar años o décadas. Los primeros síntomas podrían ser simplemente una menor coordinación, o tics faciales. Podrían pasar años hasta que las cosas empeorasen. O…
—¿O qué?
Pierre se encogió de hombros.
—Bueno —dijo tristemente—. Supongo que esto es todo.
Molly intentó cogerle la mano, pero Pierre la apartó.
—Por favor —dijo—. Se acabó.
—¿Qué es lo que se ha acabado?
—Por favor, no lo hagas más difícil.
—Te amo —dijo Molly con suavidad.
—Por favor, no…
—Y sé que tú me amas.
—Molly, me estoy muriendo.
Ella se acercó, le echó los brazos al cuello y dejó reposar la cabeza contra el pecho de Pierre. Todos sus pensamientos estaban en francés.
—Todavía quiero casarme contigo.
—Molly, sólo quiero lo mejor para ti. No quiero ser una carga.
Molly le estrechó entre sus brazos.
—Quiero casarme contigo, y quiero tener un hijo.
—No. No puedo tener hijos. El número de repeticiones tiende a crecer de generación en generación. Es un fenómeno llamado “anticipación”. Tengo setenta y nueve repeticiones: un hijo que heredara ese gen podría fácilmente tener más, y desarrollar la enfermedad en la adolescencia, o incluso antes.
—Pero…
—Sin peros. Lo siento, era una locura. No funcionaría. —Él vio su cara, vio el dolor, sintiendo cómo se rompía su propio corazón—. Por favor, no lo hagas más difícil para los dos. Vete a casa, ¿quieres? Se acabó.
—Pierre…
—Se acabó. Ya he perdido demasiado tiempo con esto.
Pudo sentir cómo le hirieron sus palabras. Molly fue hacia la puerta del laboratorio, pero le miró una vez más. Él no le devolvió la mirada.
Molly salió de la habitación. Pierre se sentó en un taburete del laboratorio, con las manos temblorosas.
Pierre llamó a Tiffany Feng y le dijo que cursase su solicitud. La compañía podía haber puesto objeciones al informal análisis si los resultados hubiesen sido negativos, pero no había ventaja concebible en fingir un resultado positivo. Tiffany dijo que la declaración de Pierre en papel oficial del Centro Genoma Humano, escriturada por el archivista del campus, sería prueba suficiente.
Pierre volvió a pasar las noches en la Biblioteca Doe. De vez en cuando alzaba la vista, mirando a su alrededor en busca de una cara familiar.
Ella nunca aparecía.
Pasó cada una de esas noches leyendo y buscando más información sobre el ADN basura. Ahora, más que nunca, sabía que corría contra el tiempo. Ya era siete años mayor que James D. Watson cuando éste hizo su gran descubrimiento, y sólo dos años menor que cuando recibió el premio Nobel.
El fuerte tictac de un reloj de pared encima de la silla de Pierre le hizo irse a otra mesa.
Había empezado con el material más reciente e iba retrocediendo. Una referencia en el índice de una revista atrajo su atención. “Otro tipo de herencia.”
Otro tipo de herencia…
¿Podría ser?
Pidió a Pablo que le buscara el Scientific American de junio de 1989.
Allí estaba… exactamente lo que buscaba. Otro nivel completamente distinto de información potencialmente codificada en el ADN, y un sistema plausible para la herencia fiable de esa información de una generación a otra.
El código genético consistía en cuatro letras: A, C, G y T. La C era la citosina, y la fórmula química de la citosina era C4H5N3O: cuatro carbonos, cinco hidrógenos, tres nitrógenos y un oxígeno.
Pero no toda la citosina era igual. Desde hacía tiempo se sabía que uno de esos cinco hidrógenos podía ser sustituido por un grupo metilo, CH3, un átomo de carbono unido a tres de hidrógeno. Lógicamente, el proceso se llamaba metilación de la citosina.
Así, al escribir una fórmula genética, por ejemplo el CAG repetido en los genes enfermos de Pierre, la C podía ser citosina normal o estar en la forma metilada, llamada 5-metilcitosina. Los genetistas no se preocupaban por cuál de las dos era, ya que resultaban en las mismas proteínas sintetizadas.
Pero en aquel artículo de Robin Holliday en el Scientific American se describía un hallazgo intrigante: casi siempre que la citosina sufre una metilación, la base siguiente en la cadena de ADN es guanina: un doblete CG.
Pero C y G unidas a un lado de una cadena de ADN significa que debe haber una G y una C en la cadena opuesta. Después de todo, la citosina siempre se une con la guanina, y la guanina con la citosina.
En su artículo, Holliday proponía una enzima hipotética a la que llamaba “metilasa de mantenimiento”. Esa enzima uniría un grupo metilo a una citosina adyacente a una guanina si y sólo si el doblete correspondiente del otro lado estaba ya metilado.
Todo era hipotético. La metilasa de mantenimiento podía no existir.
Pero si existía…
Pierre miró el reloj: era casi la hora de cerrar. Hizo una fotocopia del artículo, devolvió la revista a Pablo y se fue a casa.
Esa noche soñó con Estocolmo.
—Buenos días, Shari —dijo Pierre, al entrar en el laboratorio.
Shari llevaba una blusa beige bajo un traje de dos piezas color vino. Se había cortado el pelo oscuro hacía poco y ahora lo llevaba elegantemente corto, con raya a la izquierda, y curvándose hacia la base del cuello. Como Pierre, se estaba enterrando en el trabajo, en un intento de superar la pérdida de Howard.
—¿Qué es esto? —dijo sosteniendo una placa de rayos X que había encontrado mientras ordenaba todo. El laboratorio hubiese sido una pocilga de no ser por las periódicas limpiezas de Shari.
Pierre miró el pedazo de película e intentó sonar despreocupado.
—Nada. Sólo basura.
—Quien sea, tiene la enfermedad de Huntington.
—Sólo es una placa vieja.
—Es tuya, ¿no?
Pierre pensó en seguir mintiendo, pero se encogió de hombros.
—Creí que la había tirado.
—Lo siento, Pierre. Lo siento mucho.
—No se lo digas a nadie.
—No, claro no. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace unas semanas.
—¿Cómo se lo ha tomado Molly?
—Hemos… hemos terminado.
Shari metió la placa en un cubo de basura Rubbermaid.
—Oh.
Pierre se encogió de hombros.
Se miraron uno a otro por un momento. La mente de Pierre hizo lo que él suponía que hacían todas las mentes masculinas en momentos así. Pensó un instante en Shari y él, en las posibilidades existentes. Los dos tenían genes enfermos. Él tenía treinta y dos años y ella veintiséis: no era una diferencia ultrajante. Pero… pero había otras distancias entre ellos. Y él no vio en su cara ninguna indicación, ninguna sugerencia, ningún ánimo. La idea no se le había ocurrido.
Algunas distancias no son fáciles de cubrir.
—No pensemos en ello. Tengo algunos datos que quiero enseñarte. Algo que encontré anoche en la biblioteca.
Shari pareció querer seguir con el tema de su enfermedad, pero asintió y tomó asiento en un taburete.
Pierre le habló del artículo en el Scientific American; de las dos formas de citosina, la normal y la variante 5-metilcitosina; y de la enzima hipotética que podía transformar a la una en la otra, pero sólo si la citosina en el doblete CG del lado opuesto ya estaba metilado.
—Hipotéticamente —remarcó Shari—. Si es que existe.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero supón que lo hace. ¿Qué pasa cuando se reproduce el ADN? Por supuesto, la escalera se abre por el centro, formando dos hebras. Una contiene todos los componentes izquierdos de los pares, quizá algo así…
Escribió en la pizarra que cubría casi toda una pared:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T.
—¿Ves ese doblete CG? Muy bien, digamos que su citosina es metilada. —Repasó las letras con su tiza:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T.
—Ahora, en la reproducción del ADN, nucleótidos libres encajan en los lugares apropiados de cada hebra, de forma que el lado derecho acabará pareciéndose a esto… —su tiza voló por la pizarra, escribiendo la secuencia complementaria:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T.
Lado derecho: A-G-T-G-C-A.
—¿Vea? Justo en el lado opuesto del par zurdo CG está el par diestro GC. —Hizo una pausa, esperando a que Shari asintiese—. Ahora llega la metilasa de mantenimiento y ve que no hay paridad entre los dos lados, así que agrega un grupo de metilo a la derecha. —Repasó otras dos letras de la pizarra.
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T.
Lado derecho: A-G-T-G-C-A.
—Al mismo tiempo, la otra mitad de la hebra original se llena con nucleótidos libres flotantes. Pero la metilasa de mantenimiento hace la misma cosa, reproduciendo la metilación de la citosina en ambos lados, si originalmente estaba presente en uno de ellos.
Pierre palmeó para quitarse el polvo de tiza.
—¡Voilá! Postulando esa enzima, acabas con un mecanismo que preserva el estado de la metilación de la citosina de una generación celular a la siguiente.
—Y piensa en nuestro trabajo con los sinónimos. —Hizo un gesto en dirección a la tabla del código genético.
—¿Sí?
—Hay un posible nivel adicional de codificación oculto en el ADN, si la elección de sinónimo es significativa. Ahora tenemos un posible tipo segundo de código adicional en el ADN: el código de si la citosina está metilada o no. Apuesto a que uno o ambos de esos códigos adicionales es la clave del propósito de lo que llamamos el ADN basura.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Bien, como se supone que dijo Einstein, “Dios es sutil, pero no malicioso”. —Sonrió a Shari—. No importa lo complejos que sean los códigos, deberíamos poder descifrarlos.
Pierre se fue a casa. Su apartamento parecía inmenso. Se sentó en el sofá del salón, tirando ociosamente de un hilo naranja que salía de uno de los cojines.
Él y Shari estaban haciendo progresos. Estaban cerca de algo, lo sabía.
Pero no se sentía feliz. No estaba entusiasmado.
Dios, qué idiota soy.
Vio el programa de Letterman, y el de Conan O'Brien.
No se rió.
Empezó a prepararse para dormir, dejando sus calcetines y ropa interior tirados en el suelo… ya no había razón para no hacerlo.
Había vuelto a leer a Camus. Su grueso ejemplar de las Obras completas estaba abierto boca abajo sobre uno de los cojines verde y naranja. Camus, que había ganado el premio Nobel de Literatura en 1957; Camus, que hablaba de lo absurdo de la condición humana. “No quiero ser un genio,” había dicho. “Ya tengo bastantes problemas intentando ser un hombre.”
Pierre se sentó y exhaló en la oscuridad. Lo absurdo de la condición humana. Su total absurdo. Lo absurdo de ser un hombre.
Bertrand Russell pasó también por su mente… otro laureado con el Nobel, en 1950.
“Temer al amor es temer a la vida. Y quien teme a la vida ya está muerto en tres partes.”
Muerto en tres partes… bastante exacto para un enfermo de Huntington de treinta y dos años.
Pierre se arrastró a la cama, quedándose en una posición fetal.
Apenas durmió… pero cuando lo hizo no soñó con Estocolmo, sino con Molly.
—No puedo dejarte repetir el examen, —dijo Molly al estudiante sentado ante ella— pero si coges otro proyecto de investigación, puedo darte hasta diez marcas en créditos extra: si consigues ocho o más, aprobarás… por los pelos. Tú decides.
El estudiante se estaba mirando las manos, que descansaban en su regazo.
—Haré el proyecto. Gracias, Profesora Bond.
—No hay de qué, Alex. Todos merecemos una segunda oportunidad.
El estudiante se puso en pie y salió del atestado despacho. Pierre, que había estado esperando fuera a que Molly se quedase sola, se quedó en la puerta, sosteniendo una docena de rosas rojas.
—Lo siento mucho.
Molly alzó la mirada, atónita.
—Soy un impresentable. —En realidad dijo “anguila”[1], pero Molly supuso que quería decir lo otro, aunque también era aplicable. Siguió callada.
—¿Puedo pasar?
Molly asintió sin palabras.
Pierre entró y cerró la puerta.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, y soy un idiota.
El silencio se prolongó unos momentos.
—Bonitas flores —dijo Molly por fin.
Pierre la miraba como si intentase leer sus pensamientos en sus ojos.
—Si todavía me quieres como marido, me sentiré muy honrado.
Ella siguió callada un tiempo.
—Quiero tener un hijo.
Pierre lo había pensado mucho.
—Lo comprendo. Si quieres que adoptemos un niño, estaré encantado de ayudarte a criarlo mientras pueda.
—¿Adoptar? No. Quiero un hijo propio. Me haré la fertilización in vitro.
—Oh.
—No te preocupes por los genes defectuosos —dijo ella—. Leí un artículo en Cosmopolitan. Podrían cultivar los embriones fuera de mi cuerpo y hacer la prueba para ver si habían heredado el gen, para implantar sólo los saludables.
Pierre era católico; la idea de tal procedimiento le hacía sentir incómodo… desechar embriones viables para que no pasasen un defecto genético. Pero no era su principal objeción.
—Lo que te dije iba muy en serio. Creo que un niño debe tener tanto madre como padre… y probablemente no voy a vivir lo bastante para verle crecer. En conciencia no puedo dar inicio a una nueva vida a la que sé que no voy a poder ver ni siquiera durante su infancia. La adopción es un caso especial: en cualquier caso siempre será bueno para el niño, aunque no siempre vaya a tener un padre.
—Sea como sea, voy a hacerlo —dijo Molly con firmeza—. Voy a tener un bebé, y por fertilización in vitro.
Pierre sintió que perdía terreno.
—No puedo ser el donante del esperma. Lo… lo siento. Simplemente no puedo.
Molly se sentó sin decir una palabra. Pierre se sentía furioso consigo mismo. Se suponía que iba a ser una reconciliación, demonios. ¿Cómo se había desmadrado tanto?
Molly habló por fin.
—¿Podrías querer a un niño que no fuera biológicamente tuyo?
Pierre ya lo había pensado al considerar la adopción.
—Oui.
—Iba a tener un hijo sin marido en todo caso —dijo Molly—. Millones de niños han crecido sin padre. Yo misma no lo tuve durante la mayor parte de mi niñez.
—Lo sé.
—¿Y todavía quieres casarte conmigo, aunque siga adelante y tenga un hijo usando esperma donado?
Pierre asintió de nuevo con un gesto, pues no se fiaba de su voz.
—Y ¿podrías llegar a querer al niño?
Se había preparado para querer a un niño adoptado. ¿Por qué aquello parecía tan distinto? Aunque… Aunque…
—Sí —dijo por fin—. Al fin y al cabo, será en parte tuyo. —Miró los ojos azules de Molly—. Y te quiero sin condiciones. —Aguardó mientras el corazón le latía unas cuantas veces más—. ¿Querrás ser la señora Tardivel?
Molly bajó la mirada y negó con la cabeza.
—No. No puedo. —Pero cuando alzó la cabeza, estaba sonriendo—. Pero acepto ser la señora Bond, que se ha casado con el señor Tardivel.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
Molly se levantó y se acercó a él, poniéndole los brazos alrededor del cuello.
—Oui.
Se besaron durante varios segundos, pero al separarse Pierre puso una condición.
—En cualquier momento, cualquier momento, si crees que mi enfermedad es demasiado para ti, o encuentras una oportunidad de ser feliz que pueda durar el resto de tu vida, más que el resto de la mía, quiero que me dejes.
Molly quedó en silencio, con la boca ligeramente abierta.
—Promételo.
—Lo prometo —dijo ella al fin.
Aquella noche, Pierre y Molly hicieron lo que habían hecho a menudo antes de romper: dieron un largo paseo. Habían picado algo en un café de Telegraph Avenue, ahora estaban dando una vuelta y parándose de vez en cuando ante los escaparates. Como muchas parejas jóvenes, todavía seguían intentando conocer cada faceta de la personalidad y el pasado del otro. En un largo paseo, habían hablado de sus anteriores experiencias sexuales; en otro, de las relaciones con sus padres; y en otros sobre control de armas o ecología. Noches de sondeo, de conversaciones estimulantes, en las que cada uno refinaba su imagen mental del otro.
Y aquella noche llegó la mayor de las preguntas, mientras paseaban disfrutando del calor del anochecer.
—¿Crees en Dios? —preguntó Molly.
Pierre bajó la mirada hacia la acera.
—No lo sé.
—¿No? —dijo ella, claramente intrigada.
Pierre sonaba un poco incómodo.
—Bueno, es difícil seguir creyendo en Dios cuando ocurre algo como esto. Ya sabes, mi enfermedad. No quiero decir que empezase a cuestionarme mi fe el mes pasado, cuando hicimos la prueba: empecé a dudar cuando conocí a mi verdadero padre. —Pierre ya le había contado aquello en el curso de otro largo paseo.
Molly asintió.
—¿Pero creías en Dios antes de descubrir que tenías la enfermedad de Huntington?
—Supongo. Como la mayoría de los francocanadienses, soy católico. Ahora sólo voy a misa en Pascua y Navidad, pero cuando vivía en Montreal iba todos los domingos. Incluso cantaba en el coro.
Molly hizo una mueca: le había oído cantar.
—Pero ahora te resulta difícil creer, porque un Dios misericordioso no te haría una cosa así.
Habían llegado a un banco del parque. Molly hizo un gesto para que se sentaran, y así lo hicieron, con Pierre rodeándole los hombros con el brazo.
—Más o menos.
Molly le tocó el brazo y pareció dudar un poco antes de contestarle.
—Perdona que te lo diga… no quiero parecer argumentativa… pero siempre me ha parecido que ese razonamiento era poco serio. —Levantó una mano—. Lo siento, no pretendo criticarte. Sólo que… bueno, la dureza de nuestro mundo es algo evidente para cualquiera. Gente muriendo de hambre en África, pobreza en Sudamérica, tiroteos aquí en Estados Unidos… Terremotos, tornados, guerras, enfermedades… —Meneó la cabeza—. Me parece, y hablo sólo por mí, raro que uno pueda aceptarlo sin cuestionarse la fe hasta que ocurre algo personal. ¿Me entiendes? Un millón de personas mueren de hambre en Etiopía, y decimos que es una desgracia. Pero si nosotros, o algún conocido, tiene cáncer, o un ataque al corazón, o la enfermedad de Huntington, o lo que sea, entonces decimos, “Hey, no puede haber un Dios” —Sonrió—. Lo siento, es una tontería. Perdóname.
Pierre asintió despacio.
—No, tienes razón. Resulta ridículo cuando se plantea así. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Crees en Dios?
Molly se encogió de hombros.
—Bueno, me crié en la Iglesia Unitaria, y a veces voy a una comunidad en San Francisco. No creo en un Dios personal, pero quizá sí en un creador. Soy lo que llaman una teísta evolucionista.
—Qu'est-ce que cest?
—Alguien que cree que Dios planificó por adelantado el gran esquema, la dirección general que iba a tomar la vida, el camino general del universo, y esas cosas, pero que, después de ponerlo todo en marcha, se conforma con ver cómo se va desplegando todo, dejando que crezca y se desarrolle por sí mismo, a lo largo del camino previsto.
Pierre sonrió.
—Bueno, el camino que hemos tomado nosotros lleva a mi apartamento… y ya es tarde.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No demasiado tarde para conocernos en sentido bíblico, espero.
Pierre se levantó y le ofreció su mano.
—Sí, en verdad te lo digo.
Fue una boda pequeña y tranquila. Pierre había pensado casarse en la capilla de la UCB, pero resultó que no la había… la corrección política californiana. En lugar de ello, acabaron casándose en la sala de estar de una compañera de Molly, la profesora Ingrid Lagerkvist, con el capellán de la comunidad unitaria de Molly como oficiante.
Ingrid, una pelirroja de treinta y cuatro años con los ojos azules más claros que Pierre había visto nunca, fue la dama de honor de Molly. Normalmente estaba bastante delgada, pero iba por el quinto mes de embarazo. Pierre, que llevaba menos de un año en California, reclutó como padrino al marido de Ingrid, Sven, un oso de hombre con larga melena castaña, una gran barba de reflejos rojizos y gafas estilo Ben Franklin. Entre los asistentes: la madre de Pierre, Elisabeth, llegada en avión desde Montreal; una burbujeante Joan Dawson y un serio Burian Klimus; y Shari Cohen, a quien Pierre no pudo dejar de ver un poco triste: quizá había sido un error invitarle a una boda tres meses después de su propia ruptura. No hubo miembros de la familia de Molly: ella ni siquiera había dicho a su madre que fuera a casarse.
Molly y Pierre habían discutido un poco sobre los votos que intercambiarían. Pierre no quería que Molly prometiera mantener el matrimonio “en la salud y en la enfermedad”, insistiendo en que debía sentirse libre para dejarle en cualquier momento si él caía enfermo. Y así:
—Pierre Tardivel, —preguntó el sacerdote unitario de pelo blanco, que llevaba un traje seglar de tres piezas con un clavel rojo en la solapa— ¿quieres a Molly Louise como tu legítima esposa, para cuidarla y honrarla, para amarla y protegerla, para respetarla y ayudarle a que realice todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo Pierre, y, sonriendo a su madre, añadió:
—Oui.
—Y tú, Molly Louise, ¿quieres a Pierre Tardivel como tu legítimo esposo, para cuidarle y honrarle, para amarle y protegerle, para respetarle y ayudarle a que realice todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo ella mirando a Pierre a los ojos.
—Por la autoridad que me ha conferido el estado de California, me siento orgulloso y feliz de proclamaros marido y mujer. Pierre y Molly, podéis…
Pero ya estaban haciéndolo. Y fue un beso largo y prolongado.
Su luna de miel, cinco días en la Columbia Británica, fue maravillosa. Pero pronto estuvieron de vuelta en el trabajo, con Pierre pasando sus acostumbradas largas horas en el laboratorio. Habían dejado sus apartamentos y comprado una casa de seis habitaciones y paredes de estuco blanco en Spruce Street, al lado de otra casa de estuco rosa. Los últimos vestigios de la herencia de Pierre del seguro de vida de Alain Tardivel cubrieron la entrada. Pierre se había llevado una decepción al cambiar el dinero a dólares estadounidenses, pero se alegró al descubrir que los intereses de la hipoteca eran deducibles, no como en Canadá. Además le encantaba tener un patio, y las plantas crecían espectacularmente en aquel clima, aunque los caracoles gigantes eran una maldición.
Aquella noche, una calurosa tarde de junio, Pierre se sentó a la mesa del comedor, cubierta de recipientes de comida china. Tiffany Feng le había enviado tiempo atrás una copia totalmente ejecutada de su póliza del Plan Oro, pero entre su boda, su mudanza y el trabajo del laboratorio, apenas le había echado un vistazo. Molly se había hartado de comida china y estaba sentada en un sofá en la salita contigua, hojeando el Newsweek.
—¡Eh, escucha esto! —dijo Pierre en voz alta—. En “Beneficio Estándar” dice: “En los casos en que la amniocentesis, el análisis genético o alguna otra prueba prenatal diagnostique que el niño requerirá amplios tratamientos médicos tras el nacimiento y a lo largo de su vida, Seguros Médicos Cóndor pagará todos los costes de la interrupción del embarazo en un hospital o clínica abortiva autorizada por el gobierno.”
Molly levantó la mirada.
—Es bastante normal. La póliza del personal de la universidad también lo incluye.
—Pero no me parece bien.
—¿Por qué no?
Pierre frunció el ceño.
—Simplemente… no sé, parece una especie de eugenesia económica. Si el niño no es perfecto, usted puede abortar gratis. Pero escucha esta otra cláusula, ésta es la que de verdad me molesta: “Aunque nuestros beneficios de salud prenatal normalmente se amplían hasta cubrir los cuidados postparto, si la amniocentesis, el análisis genético o alguna otra prueba prenatal indica que el niño nacerá con síntomas de un desorden genético, y la madre no ha aprovechado el beneficio descrito bajo la sección veintidós, párrafo seis (se refiere al aborto gratis de bebés defectuosos) la cobertura postparto quedará anulada”. ¿Ves lo que significa? Si no aceptas la oferta de un aborto gratis cuando está claro que no vas a tener un bebé perfecto, y sigues adelante y das a luz, tu seguro para cubrir los cuidados del niño es cancelado. La compañía proporciona un enorme incentivo económico para interrumpir todos los embarazos que no sean perfectos.
—Supongo. —Dijo Molly lentamente. Se había levantado y estaba en la puerta del comedor, apoyada contra la pared— ¿No leí sobre un caso que era exactamente opuesto? Una pareja, ambos genéticamente sordos, optó por el aborto cuando las pruebas prenatales demostraron que el niño no iba a ser sordo, pues pensaban que no podrían relacionarse con él. Estas cosas van en los dos sentidos.
—Aquello era distinto. No estoy seguro de considerar moral el aborto de un niño normal sólo por ser normal… pero al menos fue una decisión de los padres. Pero esto… —meneó la cabeza—. Decisiones que deberían ser asuntos privados de las familias, ya sea interrumpir un embarazo o, como en mi caso, someterme a una prueba genética, son tomadas en tu nombre por compañías de seguros: aborta, o pierde el seguro; hazte la prueba, o pierde el seguro. Apesta.
Cogió el recipiente de chop-suey, pero lo dejó sin comer nada. Su apetito había desaparecido.
Molly era esta vez la encargada de hacer la cena. Pierre solía intentar ayudarla, pero había aprendido que era mejor para ella si se limitaba a quedarse al margen. Ella estaba haciendo spaghetti… unos diez minutos de trabajo cuando se ocupaba Pierre, pues recurría al Ragú para la salsa y al queso preparado. Pero para Molly era una gran producción, con salsa hecha por ella misma y queso parmesano fresco rallado. Él estaba sentado en la sala de estar, haciendo zapping con los canales de televisión. Cuando Molly dijo que la cena estaba lista, Pierre se acercó. Tenían una mesa de mármol con sillas verdes de mimbre. Sin mirar, Pierre cogió el respaldo de la silla y fue a sentarse, pero se puso en pie casi de inmediato.
Había una gran abeja de peluche en su silla, con unos grandes ojos como los de Mickey Mouse y pelo negro y amarillo. Pierre la levantó de la silla.
—¿Qué es esto? —preguntó. Molly llegaba desde la cocina en aquel momento, con dos humeantes platos de spaghetti. Los puso en la mesa antes de hablar.
—Bueno, —dijo haciendo un gesto hacia la abeja— creo que ya es hora de fertilizar mis flores.
—¿Quieres seguir adelante con la fertilización in vitro?
Molly asintió.
—Si todavía te parece bien. —Alzó una mano—. Sé que cuesta un montón de dinero pero, francamente… estoy asustada por lo de Ingrid.
Ingrid Lagerkvist, la amiga de Molly, había dado a luz a un niño con el síndrome de Down; la probabilidad de tener un hijo así crecía con la edad.
—Encontraremos el dinero —dijo Pierre—. No te preocupes. —Mostró una amplia sonrisa—. ¡Vamos a tener un bebé! —Echó queso en los spaghetti, y después hizo algo que Molly siempre encontraba divertido: los cortó en trozos pequeños—. ¡Un bebé!
—Oui, monsieur.
El jefe de Pierre, el doctor Burian Klimus, alzó la mirada y les saludó asintiendo cortésmente a ambos.
—Tardivel, Molly.
—Gracias por recibirnos, señor. —Dijo Pierre, sentándose al extremo más alejado del amplio escritorio—. Sé lo ocupado que está. —Klimus no derrochaba energías confirmando lo obvio. Permaneció sentado en silencio tras el atestado escritorio, con una expresión ligeramente irritada en su ancha y avejentada cara, esperando que Pierre fuese al grano—. Necesitamos su consejo. Molly y yo quisiéramos tener un hijo.
—Las flores y el Chianti son un excelente comienzo —dijo Klimus secamente, sin ni siquiera parpadear.
Pierre rió, más por nerviosismo que por el chiste. Miró a su alrededor. Había una segunda puerta que daba a otra habitación. Tras el escritorio de Klimus había un anaquel con dos globos: uno era la Tierra, sin fronteras políticas, y el otro Marte, pensó Pierre por su color rojizo. Volvió la mirada a su jefe.
—Hemos decidido hacerlo por fertilización in vitro… y, bueno, como usted escribió aquel gran artículo de Science sobre las nuevas tecnologías reproductivas con el profesor Sousa, pues…
—¿Por qué la fertilización in vitro?
—Tengo bloqueadas las trompas de Falopio —dijo Molly.
—Ya veo. —Klimus se echó atrás en su silla, que crujió al hacerlo, y entrelazó los dedos tras la calva cabeza—. Supongo que conocen los rudimentos del procedimiento. Los óvulos serán extraídos de Molly y mezclados con el esperma de Pierre en un recipiente de Petri. Una vez formados los embriones, se implantan y a esperar lo mejor.
—En realidad, no pensamos usar mi esperma. —Se removió un poco en su asiento—. Yo… no estoy en disposición de ser el padre biológico.
—¿Es impotente?
La pregunta sorprendió a Pierre.
—No.
—¿Tiene un bajo nivel de esperma? Hay procedimientos…
—No tengo idea de cuál es mi nivel de esperma. Supongo que el normal.
—¿Entonces por qué? Tiene usted una mente adecuada.
Pierre tragó saliva.
—Tengo algunos… genes defectuosos.
—Eugenesia voluntaria. Lo apruebo. Pero ya sabe que cuando el embrión tiene ocho células de tamaño, podemos hacer pruebas genéticas y…
Pierre no veía motivo para debatir con el viejo.
—Usaremos esperma de un donante —dijo con firmeza.
—Es su decisión —Klimus se encogió de hombros.
—Pero estamos buscando una buena clínica. Usted visitó varias al escribir aquel artículo. ¿Hay alguna que pueda recomendarnos?
—Hay unas cuantas bastante buenas en la Bahía.
—¿Cuál sería la más barata? —preguntó Pierre. Klimus le miró inexpresivamente—. Bueno, sabemos que cuesta unos diez mil dólares.
—Por intento. Y la fertilización in vitro sólo tiene un porcentaje de éxito del veinte por ciento. En realidad, el coste medio de un bebé por ese procedimiento es de unos cuarenta mil dólares.
Pierre se quedó boquiabierto. ¿Cuarenta mil? Era muchísimo dinero, y la hipoteca les estaba matando. No podrían pagarlo.
Pero Molly siguió adelante.
—¿Elige la clínica al donante de esperma?
—A veces. Lo más frecuente es que la mujer elija en un catálogo que indica las potenciales características físicas, mentales y étnicas del padre, y… —Se detuvo en mitad de la frase, en blanco, como si su mente estuviera a millones de kilómetros de allí.
Al fin, Pierre se inclinó un poco hacia él.
—¿Sí?
—¿Y por qué no yo? —preguntó Klimus.
—¿Cómo dice?
—Yo. Como donante.
Molly abrió la boca. Klimus se dio cuenta de su sorpresa y extendió la mano.
—Podemos hacerlo aquí, en el LLB. Yo me encargaré de la fertilización y Gwendolyn Bacon, una especialista en fertilización in vitro que me debe un favor, puedo conseguir que haga la extracción del óvulo y la implantación del embrión.
—No sé… —dijo Pierre.
—Les propongo un trato: acéptenme como donante y pagaré todos los gastos del procedimiento, no importa cuántos intentos hagan falta. He invertido bien el dinero de mi premio Nobel, y tengo algunos contratos de consultaría muy lucrativos.
—Pero… —empezó Molly. Se calló, sin saber qué decir. Deseó que no hubiera aquel amplio escritorio entre ambos para poder leer la mente de Klimus. Todo lo que captaba era una batería de francés de Pierre.
—Soy viejo, ya sé. —dijo Klimus sin rastro de humor—. Pero eso importa poco en cuanto a mi esperma. Soy muy capaz de servir como padre biológico… y aportaré documentación completa para demostrar que no soy portador del HIV.
Pierre tragó aire.
—¿No sería irregular conocer al donante?
—Oh, será nuestro secreto —dijo Klimus, alzando la mano otra vez—. Quieren buen ADN, ¿no? Tengo el premio Nobel y un CI de 163. Mi longevidad está demostrada, y mi vista y reflejos son excelentes. No tengo los genes del Alzheimer ni de la diabetes, o cualquier otra enfermedad seria. —Sonrió un poco—. Lo peor de mi ADN es la calvicie, y debo confesar que fue bastante precoz.
Durante la propuesta de Klimus, Molly había empezado a sacudir la cabeza adelante y atrás, adelante y atrás, pero había dejado de hacerlo cuando Klimus calló. Miraba a Pierre, como si pretendiese medir su reacción.
Klimus también miraba a Pierre.
—Vamos, joven —dijo con una sonrisa seca y fría—. Más vale malo conocido…
—¿Pero por qué? —preguntó Pierre—. ¿Por qué quiere usted hacerlo?
—Tengo ochenta y cuatro años, y no tengo hijos. Simplemente no quiero que los genes Klimus desaparezcan de la reserva genética. —miró a ambos sucesivamente—. Son una pareja joven, que acaba de empezar. Sé cuánto gana usted, Tardivel, y puedo suponer lo que gana Molly. Decenas de miles de dólares es mucho dinero para ustedes.
Pierre miró a Molly y se encogió de hombros.
—Yo… supongo que no hay problema —dijo lentamente, como si no estuviera seguro de sí mismo.
Klimus juntó las manos en una palmada que sonó como un disparo.
—¡Maravilloso! Molly, le prepararé una cita con la doctora Bacon, que le prescribirá un tratamiento con hormonas para que desarrolle varios óvulos. —Se puso en pie, desechando toda discusión—. Felicidades, Madre —dijo a Molly, y después, en un inesperado gesto de campechanía, puso un huesudo brazo sobre los hombros de Pierre—. Y felicidades a usted, también, Padre.
—Tenemos problemas —dijo Shari, entrando en el laboratorio con una fotocopia—. He encontrado esta nota en un número atrasado de Physical Review Letters. —Parecía disgustada.
Pierre estaba trabajando con su centrifugadora. Dejó que siguiese girando por la inercia y miró a su ayudante.
—¿Qué dice?
—Algunos investigadores de Boston sostienen que aunque el ADN que codifica la síntesis proteínica está estructurada como un código (una palabra mal y el mensaje se desvirtúa) el ADN basura o intrónico está estructurado como un idioma, con suficientes redundancias como para que los pequeños errores no importen.
—¿Como un idioma? ¿Qué quieren decir?
—En las partes activas del ADN, descubrieron que la distribución de los diversos codones de tres letras es aleatoria. Pero en el ADN basura, si atiendes a la distribución de “palabras” de tres, cuatro, cinco, seis, siete, y ocho pares de bases, ves que es como un lenguaje humano. Si la palabra más común aparece diez mil veces, la décima más común aparece sólo mil veces, y la centésima más común sólo cien… muy parecido a la distribución relativa del inglés. La palabra “el” es un orden de magnitud más común que “su”, y a la vez “su” es un orden de magnitud más común que, por ejemplo, “ve”. Estadísticamente, es un esquema muy propio de un idioma real.
—¡Excelente!
Pero la frente de porcelana de Shari estaba marcada por las arrugas.
—Es terrible. Significa que hay otros haciendo progresos en esto. Esta nota fue publicada en el número de diciembre de 1994.
Pierre se encogió de hombros.
—¿Recuerdas a Watson y Crick, buscando la estructura del ADN? ¿Quién más trabajaba en el mismo problema?
—Linus Pauling, entre otros.
—Pauling, exacto, que ya había ganado un Nobel por su trabajo sobre los enlaces químicos. —Miró a Shari—. Pero ni siquiera el viejo Linus pudo ver la verdad: propuso un modelo triple de Rube Goldberg. —Pierre lo había aprendido todo sobre Goldberg desde su llegada a Berkeley: había sido alumno de la UCB y sus dibujos se exhibían en el campus—. Sí, hay otros trabajando en nuestro campo. Pero prefiero que vengas y me digas que hay buenas razones para pensar que hay algo importante codificado en el ADN que no procesa proteínas a que me digas que todos los que lo han mirado antes coinciden en que no es más que basura. Sé que estamos sobre la pista, Shari. Lo sé. —Hizo una pausa—. Buen trabajo. Ve a casa y duerme un poco.
—Tú también deberías irte a casa.
Pierre sonrió.
—En realidad esta noche los papeles han cambiado. Estoy esperando a Molly. Tenía una reunión del departamento, y voy a quedarme aquí hasta que llame.
—Muy bien, hasta mañana.
—Buenas noches, Shari. Y ve con cuidado: se ha hecho muy tarde.
Shari salió del laboratorio y empezó a andar por el corredor. Al salir, esperó a que llegase el autobús. Pero quería dar un paseo por el campus antes de irse a casa, y pasó cerca del edificio de Psicología, donde estaba la esposa de Pierre. En el exterior, Shari se sobresaltó al toparse con un joven de aspecto rudo que paseaba impaciente como si esperase a alguien. Iba vestido con una cazadora de cuero y vaqueros desgastados, llevaba el pelo rubio muy corto, y su extraña barbilla hacía pensar en dos puños protuberantes.
Un cliente desagradable, pensó Shari mientras se alejaba en la oscuridad…