Libro IV La Torre del Mar Sangriento

1

Chemosh se encontraba en las murallas de su castillo fortificado y contemplaba la parodia que estaba teniendo lugar en un trozo de terreno chamuscado que había delante de él. El Señor de la Muerte tenía la hermosa frente arrugada y los brazos cruzados sobre el pecho. De vez en cuando se sentía tan frustrado que tenía que dejar de mirar y ponerse a pasear de un lado a otro del adarve. Después se paraba y volvía a mirar con la esperanza de que las cosas hubiesen cambiado para mejor. En cambio, parecían ir de mal en peor.

—Oh, estáis aquí, mi señor —dijo Mina, que salió por una puerta instalada en una de las torres de las esquinas—. Te he buscado por todas partes.

Se acercó a él y lo abrazó, pero Chemosh, rechazando su contacto, la apartó.

—No estoy de buen humor —dijo—. Harías bien en dejarme solo.

Mina siguió su mirada airada hacia donde el Caballero de la Muerte, Ausric Krell, intentaba adiestrar a los Predilectos de Chemosh y convertirlos en una fuerza de combate.

—¡Velo por ti misma! —señaló el dios—. Esa chusma indisciplinada es mi ejército. El ejército que va a marchar al fondo del mar para conquistar la torre de Nuitari. ¡Bah! —Se giró, disgustado—. ¡Ese ejército sería incapaz de asaltar una merienda campestre kender!

Krell trataba de formar en filas a los Predilectos; muchos de los muertos vivientes se limitaban a no hacerle el menor caso. Los que obedecían sus órdenes ocupaban un lugar en la fila hasta que al cabo de unos instantes olvidaban por qué se encontraban allí y echaban a andar. Krell intentaba intimidar y amenazar a los que se negaban a obedecer, pero eran inmunes a su aterradora presencia. Podía romperles todos los huesos del cuerpo, y se encogerían de hombros sin darle importancia para luego echar otro trago de la petaca que llevaban encima.

Krell fue a reunir a los que se habían alejado y les ordenó que volvieran a ponerse en fila. Mientras estuvo ausente, otros desertaron y obligaron al Caballero de la Muerte a ir pesadamente tras ellos. Algunos de los Predilectos se limitaban a quedarse allí donde les había dicho que se pusieran, sin atisbo de interés en nada, alzada la vista al cielo o clavada en la hierba o mirándose unos a otros.

—¡Esto es lo que hago con los reclutas que no obedecen mis órdenes! —bramó Krell, fuera de sí—. ¡Que esto os sirva de lección!

Desenvainando la espada, empezó a descargar tajos sobre los Predilectos, a los que cercenaba brazos, manos o cabezas. Los Predilectos se desplomaban en el suelo, muertos, donde empezaban a retorcerse de forma horrible hasta recomponer el cuerpo en cuestión de segundos.

—¡Ea! ¿Lo habéis visto los demás? —Krell se daba media vuelta y entonces descubría que el resto de la compañía se había marchado en dirección a la ciudad más próxima, empujados por su acuciante necesidad de matar.

—He creado el ejército perfecto. Soldados insensibles al dolor, diez veces más fuertes que el más fuerte mortal, inmunes a cualquier tipo de magia. Soldados que no conocen el miedo, a los que no se puede matar y que matarían a su propia madre. Sólo hay un problema. ¡Que todos son idiotas! —Chemosh estaba que echaba chispas.

Mina recordó que en otro tiempo había imaginado un ejército de muertos, cadáveres marchando a la batalla. Al igual que el Señor de la Muerte, había supuesto que sería el ejército perfecto. Al igual que él ahora empezaba a darse cuenta de que las mismas peculiaridades que podían hacer débil a un hombre eran aquellas que también lo hacían un buen soldado.

—¡Nada me sale bien! —Chemosh dejó de observar la ridícula escena en el campo de instrucción y se dirigió a la puerta que conducía al interior del castillo—. Todos me han fallado. Hasta tú, que afirmas que me amas.

—No digas que te he fallado, mi señor —suplicó Mina.

Lo alcanzó y enlazó las manos en torno al brazo del dios.

—¿Acaso no lo has hecho? —La miró furioso y la apartó de un empellón—. ¿Dónde están mis reliquias sagradas? Estuviste dentro del Solio Febalas, tuviste los artefactos a tu alcance y saliste sin nada. ¡Nada! Y te niegas a volver allí.

Mina bajó los ojos ante la ira de Chemosh. Le miró las manos, miró el encaje que caía sobre los dedos esbeltos. Hacía muchas noches que ya no la acariciaban y ella anhelaba su tacto.

—No te enfades conmigo, mi amado señor. He intentado explicártelo. El Solio Febalas es un lugar... sagrado. Santificado. El poder y la majestad de los dioses, de todos ellos, están presentes en la cámara. No pude tocar nada. ¡No osé tocar nada! Lo único que fui capaz de hacer fue caer de hinojos en pleitesía...

—¡Ahórrame esas estupideces! —bramó Chemosh—. Quizá embaucaras a Takhisis con tu actuación de fingida piedad. ¡Pero a mí no me engañas!

Echó a andar y dejó a Mina sumida en un dolido silencio. Al llegar a la puerta hizo un alto, se dio media vuelta y desanduvo sus pasos.

—¿Sabes lo que creo, señora? —inquirió fríamente—. Creo que cogiste alguno de esos artefactos y te los has quedado para ti.

—¡Jamás haría algo así, mi señor! —exclamó Mina, conmocionada.

—O quizá se los diste a Zeboim. Las dos sois tan amigas...

—¡No, mi señor!

Chemosh la aferró con fuerza y Mina se encogió de dolor.

—¡Entonces vuelve a la Torre del Mar Sangriento! Demuestra que me amas. La magia de Nuitari no puede detenerte, el guardián te dejará pasar...

—No puedo volver allí, mi señor —contestó Mina en voz baja y temblorosa. Pareció encogerse entre sus manos—. Te amo, haría cualquier cosa por ti, pero... Eso no puedo hacerlo.

La apartó violentamente, y la joven chocó contra el muro de piedra.

—Lo que imaginaba. Tienes las reliquias y quieres su poder para ti. —Chemosh la apuntó con un dedo—. ¡Las encontraré, señora! No puedes ocultármelas, y cuando las tenga...

Dejando la amenaza inconclusa, le asestó una mirada feroz, sombría e intimidatoria. Después, girando sobre sus talones, se alejó. Abrió la puerta con tal violencia que retumbó el golpe, entró y cerró tras de sí con otro portazo.

Mina se deslizó de espaldas contra el muro, demasiado débil para sostenerse de pie. Estaba agotada, aturdida y confusa. Chemosh se había mostrado complacido con su descripción de las maravillas que había descubierto en la Sala del Sacrilegio, pero la complacencia se había evaporado rápidamente cuando le habló de su reverencia y sobrecogimiento.

—Eso no importa. ¿Cuáles de mis maravillas has traído contigo? —había demandado.

—Ninguna, mi señor —había contestado, vacilante—. ¿Cómo iba a osar tocar nada?

Él se había levantado del lecho compartido, se había ido y no había regresado.

Ahora creía que le mentía, que le ocultaba cosas. Peor aún, estaba celoso de Zeboim, que había hecho todo cuanto estaba a su alcance para propiciar esos celos, aunque Mina no había sido consciente de ello.

—Disculpa que no te haya traído a esta encantadora joven de inmediato —había dicho Zeboim a su regreso—. Hicimos un pequeño viaje adicional. Quería que conociera a mi monje, Rhys Alarife, ¿recuerdas? Me lo cambiaste por Krell. Resultó ser una experiencia interesante.

Chemosh se habría arrojado en brazos de Caos antes que dar a Zeboim la satisfacción de preguntarle qué había ocurrido. Había preguntado a Mina sobre el monje, pero ella se había mostrado vaga y evasiva, con lo que se avivaron más sus sospechas.

Mina no había querido hablar de la fugaz y perturbadora visita. No podía quitarse de la cabeza el rostro del monje. Incluso en ese momento, en su estado de amargura, desdicha y congoja, Mina seguía viendo los ojos del hombre. No amaba al monje; no pensaba en él de ese modo en absoluto. Lo había mirado a los ojos y había visto que la conocía. Igual que la hembra de dragón.

«Estoy guardando secretos a mi señor —reconoció para sus adentros, consumida por la culpa—. No los secretos de los que me acusa, pero ¿acaso importa eso? Quizá debería contarle la verdad, decirle la razón por la que no puedo volver a la torre. Decirle que es la hembra de dragón la que me asusta. Ella y sus terribles enigmas.

Terribles porque no era capaz de resolverlos.

Pero el monje sí podía.

Chemosh no lo entendería. Se mofaría de ella o, lo que era peor, no le creería. Mina, que había matado a la poderosa Malys, ¿se asustaba de una vieja y prácticamente desdentada dragona del mar? Pero tenía miedo. El estómago se le encogía cada vez que evocaba la voz del reptil preguntando «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes?».


Chemosh salió al gran salón y encontró a Krell que entraba en ese momento. Varios Predilectos deambulaban de aquí para allí sin propósito, algunos pidiendo cerveza y otros, comida. Unos pocos alzaron los ojos hacia el Señor de la Muerte, pero apartaron la mirada con desinterés. No prestaban la menor atención a Krell, que los maldecía y los amenazaba con el puño cerrado. Tampoco hacían caso los unos de los otros, y eso era lo más extraño.

—Daría igual si reúnes un ejército de gullys, mi señor —gruñó el Caballero de la Muerte—. Estos zopencos que has creado...

—Cállate —ordenó Chemosh porque, en ese momento, Mina bajaba la escalera.

Estaba muy pálida y era evidente que había llorado porque tenía los ojos enrojecidos y quedaba el rastro de las lágrimas en sus mejillas. Chemosh sintió un atisbo de remordimiento; sabía que había sido injusto con ella.

No creía realmente que hubiera robado artefactos sagrados y que se los estuviera ocultando. Había dicho eso para herirla. Necesitaba descargar su ira, hacerle daño a alguien.

Nada le salía bien. Ninguno de sus grandes planes estaba resultando como había esperado. Nuitari se reía de él, Zeboim se mofaba. Sargonnas, que era actualmente el dios más poderoso del panteón oscuro, lo comandaba por encima de él. La Sanadora, Mishakal, había ido a verlo recientemente hecha una furia y le exigió que destruyera a los Predilectos o se atuviera a las consecuencias. Él la había zaherido, naturalmente, y Mishakal se marchó tras advertirle que sus clérigos les habían declarado la guerra abierta a sus seguidores y que ella tenía intención de borrar de la faz de Krynn a todos sus discípulos.

No podría destruir fácilmente a sus Predilectos; ya se había ocupado él de que no resultara sencillo. Pero no tenía muchos seguidores vivos y ahora había empezado a darse cuenta de su valor.

Cavilaba sobre todo eso y sobre sus otros problemas, cuando Krell le dio un codazo de repente.

—Mi señor-susurró el caballero muerto—. ¡Fíjate en eso!

Los Predilectos, que sólo unos instantes antes deambulaban al tuntún por el salón hasta el punto de que algunos habían tropezado con el Señor de la Muerte y ni se habían dado cuenta, ahora se habían quedado inmóviles. Y callados. Tenían fija la atención en algo.

—¡Mina!

Algunos pronunciaron el nombre con tono reverente. —¡Mina!

Otros lo clamaron con angustia. —Mina...

Lo dijeran con admiración o en tono suplicante o con espanto, el nombre de la joven estaba en labios de todos los Predilectos.

Su nombre. No el de su dios, su señor. No el nombre de Chemosh.

Mina contemplaba, estupefacta, a la horda de Predilectos que se apiñaban en torno al hueco de la escalera, alzaban las manos hacia ella y clamaban su nombre.

—No —les dijo, desconcertada—. No vengáis a mí. No soy vuestro señor... Sentía la presencia de Chemosh, la sentía atravesándola como una lanza arrojada. Alzó la cabeza, angustiada, para buscar su mirada. La sangre se le agolpó en la cara, el sonrojo de la culpabilidad. —Mina, Mina... —Los Predilectos entonaban su nombre. —¡Bésame otra vez! —gritaban algunos. —¡Destrúyeme! —plañían otros.

Chemosh contemplaba la escena, estupefacto. —¡Mi señor! —La voz desesperada de Mina se elevó por encima del creciente tumulto. La joven bajó corriendo la escalera e intentó acercarse a él, pero los Predilectos se apelotonaron a su alrededor, desesperados por tocarla mientras le suplicaban o la maldecían.

Chemosh recordó una conversación oída casualmente entre Mina y el minotauro Galdar, que había sido su fiel amigo.

Puse en marcha un ejército de muertos-había, dicho Mina—. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.

Todo en nombre de Takhisis, había contestado Galdar.

Quería que fuera en mi nombre...

Quería que fuera en mi nombre.

—¡Silencio! —resonó la voz de Mina en el salón—. Apartaos. No me toquéis.

Los Predilectos obedecieron la orden dada.

—Chemosh es vuestro señor —continuó la joven, y su mirada rebosante de culpabilidad se desvió hacia él, erguido al otro lado del salón—. Es él quien os hizo el regalo de una vida perdurable y yo sólo soy la portadora de su don. No olvidéis eso jamás.

Ninguno de los Predilectos habló; se quedaron apartados para dejarla pasar.

—Se cree muy lista —resopló Krell, desdeñoso—. Déjala que comande tu lastimoso remedo de ejército, mi señor.

El Caballero de la Muerte ignoraba lo cerca que había estado de acabar partido en dos y arrojado al olvido eterno. Sin embargo, Chemosh refrenó la ira.

Pasando rápidamente entre la muchedumbre de Predilectos, Mina apretó el paso para cruzar el salón y al llegar ante él se postró de rodillas.

—¡Mi señor, no te enfades conmigo, por favor! No saben lo que dicen...

—No estoy enfadado, Mina. —Chemosh la tomó de las manos y la hizo ponerse de pie—. A decir verdad, soy yo quien debería pedirte perdón, amor mío. —Le besó las manos y después los labios.

»Estos días estoy de mal humor y he descargado la frustración y la rabia contigo. Lo lamento.

Los ambarinos ojos de Mina relucieron de placer y —advirtió Chemosh— alivio.

—Mi señor, te amo muchísimo —musitó la joven—. Cree eso aunque no creas nada más.

—Lo creo —le aseguró él mientras le acariciaba el rojizo cabello—. Ahora vuelve a tus aposentos y ponte preciosa para mí. En seguida me reuniré contigo.

—No tardes, mi señor —contestó Mina y, tras darle un prolongado beso, se marchó.

Chemosh dirigió una mirada irritada a los Predilectos, que ahora que Mina se había ido deambulaban de nuevo de aquí para allí al buen tuntún. Ceñudo, le hizo un gesto perentorio a Krell.

El Caballero de la Muerte olió a sangre y acudió con presteza a su llamada.

—¿Qué ordenas, mi señor?

—Se trae algo entre manos y he de descubrir qué es. Vigílala, Krell, día y noche —encomendó Chemosh—. Quiero saber todo lo que hace, quiero oír cada palabra que pronuncia.

—Tendrás la información, mi señor.

—No ha de sospechar que la estamos espiando —advirtió el dios—, así que no puedes ir arrastrándote por ahí, repicando y haciendo ruido como un ingenio gnomo movido por vapor. ¿Podrás hacerlo, Krell?

—Sí, mi señor —le aseguró el Caballero de la Muerte.

Chemosh advirtió el brillo de apasionado odio que ardía en las cuencas vacías, y sus dudas se disiparon. Krell no había olvidado que Mina lo había pillado por sorpresa y lo había vencido en su propia torre, que había estado casi a punto de destruirlo. Tampoco olvidaría que los Predilectos habían obedecido sumisamente las órdenes de la chica mientras que hacían mofa de las suyas.

—Puedes confiar en mí, mi señor.

—Estupendo.


Mina estaba sentada enfrente de un espejo, en su cuarto, y se cepillaba el largo cabello rojizo. Vestía un atuendo de fina seda que su señor le había regalado. El corazón le latía de prisa, expectante ante el contacto con él, alegre con la certeza de que Chemosh aún la amaba.

Quería estar hermosa para él y fue entonces cuando se fijó en un collar de perlas negras que reposaba en la mesilla. Pensando en su señor, Mina alzó las perlas. Sin embargo fue la voz de Zeboim la que oyó, y se encontró con que la diosa estaba a su espalda.

—Es un collar encantado —dijo la diosa del mar—. Hará realidad el anhelo de tu corazón.

Mina se sintió incómoda.

—Majestad, gracias, pero tengo todo cuanto deseo. No hay nada que... Se interrumpió sin acabar la frase. Acababa de recordar que había algo que deseaba. Que ansiaba fervientemente.

—Las perlas re conducirán a una gruta. Dentro hallarás lo que anhelas. No tienes que darme las gracias, pequeña —añadió la diosa—. Disfruto haciendo felices a los mortales.

Zeboim hizo muchos aspavientos con el collar y lo colocó en el esbelto cuello de Mina de forma que las perlas lucieran en todo su esplendor.

—Recuerda quién hizo esto por ti, pequeña —le dijo Zeboim mientras desaparecía, dejando tras de sí un persistente olor a aire de mar fresco y vigorizante.


Chemosh entró en la habitación y encontró a Mina cepillándose el cabello.

—¿Qué...? —Se quedó mirándola fijamente—. ¿De dónde has sacado ese collar?

—Me lo ha dado Zeboim, mi señor —contestó ella, que no apartó la vista de su reflejo en el espejo mientras se cepillaba el pelo—. Nunca había visto perlas negras e irradian un brillo precioso, ¿verdad? Como un arco iris azabache. Me parecen preciosas.

—Pues a mí me parecen cagadas de conejo ensartadas en un hilo —dijo fríamente Chemosh—. Quítatelas.

—Me parece que estás celoso, mi señor.

—¡He dicho que te las quites! —ordenó el dios.

Mina suspiró y alzó las manos hacia el broche, de mala gana. Hurgó y forcejeó, pero fue incapaz de soltarlo. —Mi señor, si quisieras ayudarme...

Chemosh iba a arrancarle las perlas de un tirón, pero entonces se detuvo.

«¿Desde cuándo la Arpía del Mar hace regalos a los mortales? —se preguntó—. ¿Desde cuándo esa zorra egoísta hace regalos a nadie, ya puestos? ¿Por qué iba a traerle a Mina unas perlas? Aquí hay algo más de lo que parece a simple vista. Traman algo contra mí. Me he equivocado al hacer objeciones. He de actuar como si fuera el estúpido que obviamente creen que soy.»

Chemosh alzó el frondoso cabello de la joven y lo apartó a un lado. Rozó las perlas con las yemas de los dedos.

—Esto tiene magia —dijo en tono acusador—. Magia divina.

El reflejo de Mina en el espejo lo miró. En los ambarinos ojos brillaban lágrimas contenidas.

—Las perlas están encantadas, mi señor. Zeboim me dijo que harían realidad lo que ansia mi corazón. —La joven tomó su mano y se la besó.

»Sé que he perdido tu estima y haría cualquier cosa por conquistar de nuevo tu consideración. Cualquier cosa por recobrar lo que compartimos en otto tiempo. Tú eres lo que anhela mi corazón. ¡Me puse las perlas para complacerte, para recuperarte, mi señor!

Estaba tan hermosa, se mostraba tan contrita... Casi podía creer que de cía la verdad. Casi.

—Quédatelas —aceptó con aire magnánimo. Le quitó el cepillo y lo dejó un lado. La estrechó entre sus brazos—. Es un collar bonito, pero no tan be lio como tú, querida mía.

La besó y la muchacha se rindió a sus caricias. Y él se entregó al placer.

Podía permitirse el lujo de disfrutar de ella.

Ausric Krell observaba desde las sombras.

2

Mina durmió profundamente y pasó de un sueño a otro de forma ininterrumpida. Al despertar se encontró sola; Chemosh se había marchado en algún momento durante la noche, no estaba segura de cuándo.

Incapaz de volver a dormirse, Mina contempló cómo se colaba poco a poco la sombra gris del alba a través de la ventana mientras pensaba en Zeboim y el regalo de la diosa. El anhelo de su corazón.

No había mentido a Chemosh; él era lo que anhelaba su corazón, pero había algo más, otra cosa que deseaba tanto como el amor del dios. Algo que necesitaba y que quizá ansiaba más que su amor.

Apartó las mantas y se levantó de la cama. Dejó a un lado el vestido de seda y se puso otro de sencillo lino que había encontrado abandonado en las dependencias de la servidumbre, así como un par de zapatos de cuero. Confiaba en poder salir del castillo sin llamar la atención de Chemosh. Ya tenía preparada una disculpa por si se tropezaba con él. Sin embargo, no le gustaba mentir a su señor y confiaba en poder eludirlo, así como también a los Predilectos que, si la veían, empezarían con sus clamores de súplicas y lamentaciones.

Se echó por encima un grueso y cálido chal y se cubrió la cabeza. Salió del dormitorio y caminó sin hacer ruido por los pasillos, que seguían envueltos en la oscuridad.

Pensó en las mentiras dichas a su señor. Le había dicho la verdad cuando afirmó que lo amaba y que haría cualquier cosa por recobrar su afecto. Lo amaba más que a su vida. ¿Por qué mentirle por esto? ¿Por qué no contarle la verdad?

Porque un dios no lo entendería.

Mina ni siquiera estaba segura de que ella misma lo entendiera del todo. Goldmoon le había repetido hasta la saciedad que no importaba quiénes habían sido sus padres. Lo pasado, pasado estaba. Era el aquí y el ahora de su vida lo que importaba. ¿Qué más daba que su padre hubiese sido un pescadero y su madre la esposa de un pescadero?

—Pero ¿y si mi padre era un rey y mi madre una reina? —había discutido la pequeña Mina—. ¿Y si yo fuera una princesa? ¿También daría igual?

—Yo era princesa, Mina, y creía que eso importaba —había contestado Goldmoon con una sonrisa—. Cuando le abrí el corazón a Mishakal comprendí que los títulos carecen de sentido. Lo que somos a los ojos de los dioses es lo que realmente importa. O, más bien, lo que alberga nuestro corazón —había añadido con un suspiro porque, para entonces, hacía mucho tiempo que los dioses habían desaparecido.

Mina había intentado entenderlo, había procurado apartar de su mente toda idea sobre sus padres y lo había conseguido durante un tiempo. Después, naturalmente, le había preguntado al Dios Único, pero Takhisis le había dado la misma respuesta que Goldmoon, sólo que con mucha menos delicadeza. El Dios Único había considerado una debilidad ese anhelo de Mina, un cáncer que la devoraría a menos que se acabara con él rápida y brutalmente.

Tal vez era el espantoso recuerdo del castigo de Takhisis lo que hacía que Mina fuese reacia a hablar de ello con Chemosh. Era un dios. No podía entenderlo. Su secreto era muy pequeño. E inofensivo. Una vez que supiera la verdad se lo contaría y entonces, los dos, se reirían por el hecho de que fuera la hija de un pescadero.

Utilizando sólo escaleras secundarias y corredores ruinosos, Mina se encaminó hacia lo que anraño había sido la cocina y, desde allí, a una despensa donde los anteriores dueños del castillo almacenaban barriles de cerveza, barricas de vino, cestos de manzanas y de patatas, carnes ahumadas, bolsas de cebollas. Aún quedaba el rastro de buenos olores como si fueran fantasmas del pasado, pero eran tantos los fantasmas que revoloteaban por el palacio del Señor de la Muerte, que Mina apenas le prestó atención. Tenía hambre, pero no de comida.

Ignoraba dónde se encontraba Chemosh. Quizá reclutaba discípulos o tal vez juzgaba almas o jugaba al khas con Krell o hacía las tres cosas a la vez. Sin embargo habría apostado a que sabía dónde no estaría: en la despensa. De ahí su pasmo cuando apareció de repente, justo delante de ella.

Esperaba oír recriminaciones, acusaciones, una invectiva. Chemosh la miró sin demasiado interés, como si se encontraran a la hora del desayuno.

—Vaya, qué temprano te has levantado, querida. ¿Vas a alguna parte?

Se me ocurrió ir a darme un baño en el mar, mi señor —contestó en voz débil Mina, recurriendo a la disculpa que tenía preparada.

Naturalmente no podía imaginar que ésa sería la excusa que le parecería más sospechosa a Chemosh.

—¿No hace un poco de frío para bañarse en el mar? —inquirió maliciosamente, con una extraña sonrisa en los labios.

—Aunque el aire es frío, el agua está caliente, por lo que la sensación de calidez será mayor —balbució la joven, encendidas las mejillas.

—Veo que sigues llevando las perlas. No van bien con un atuendo tan sencillo. ¿No te da miedo perderlas?

—El cierre está fuerte, mi señor. —Mina se llevó la mano al collar de forma involuntaria—. No creo que...

—¿Por qué estás en la despensa? —preguntó él mientras miraba a su alrededor.

—Es el camino más corto a la orilla, mi señor —repuso Mina. Ya había superado la sorpresa y ahora empezaba a estar irritada—. Mi señor, ¿acaso soy tu prisionera para que tengas que preguntar sobre mis idas y venidas?

—Te perdí una vez, Mina, y no quiero volver a perderte —dijo quedamente Chemosh.

La joven se sintió repentinamente abrumada por la culpa.

—Soy tuya, mi señor, y siempre lo seré hasta que...

—Hasta que mueras. Algún día morirás, Mina.

—Es cierto, mi señor. —Lo miró, incómoda ante la duda de si aquello sería una amenaza.

La expresión del dios era impenetrable, indescifrable.

—Que disfrutes del baño, querida —le deseó al tiempo que le besaba la mejilla.

Mina siguió sin moverse del sitio unos segundos después de que él se hubo ido, asido fuertemente el collar. Estaba acobardada. La conciencia la recriminaba. Estuvo a punto de dar media vuelta y correr a sus aposentos.

¿Para hacer qué? ¿Pasear durante horas, como había hecho en la Torre de la Alta Hechicería? ¿Para ser un peón, primero de un dios y después de otro, y luego de otro y de otro más? Takhisis, Chemosh, Zeboim, Nuitari...

—¿Qué quieren de mí? —demandó, frustrada.

Permaneció sola en la fría y vacía despensa, mirando sin ver la oscuridad.

—¡No lo entiendo! Les doy y les doy y a cambio no me dan nada. Oh, dicen que me dan. Chemosh afirma que me dio poder sobre los Predilectos y, no obstante, cuando ve que tengo poder sobre ellos se muestra claramente celoso. Zeboim me da perlas y me promete que me otorgarán el anhelo de mi corazón, pero sólo me traen problemas. No sé cómo complacer a estos dioses. ¡A ninguno de ellos!

»Es hora de que haga algo por mí. Por Mina. He de saber quién soy.

Resuelta, prosiguió su camino.


Chemosh le había desvelado el secreto de los portales mágicos que permitían entrar y salir del castillo. La joven temió que el dios hubiese invalidado la magia y sintió alivio cuando el portal funcionó y pudo salir. La despensa daba a un patio lleno de dependencias ruinosas. Más allá, una puerta en la muralla se abría a un camino que conducía a la playa. La puerta en sí había desaparecido; sólo quedaban bandas de hierro oxidado y tablones ennegrecidos.

Una vez fuera de la muralla Mina se detuvo para mirar alrededor. No tenía una idea clara de dónde ir a buscar esa gruta. Zeboim había dicho únicamente que las perlas la guiarían. Mina las tocó con la idea de que quizá notaría alguna sensación o le llegaría una imagen a la mente.

El sol de primeras horas de la mañana brillaba en el agua. El castillo se encontraba construido en un promontorio rocoso. Allí, donde se hallaba Mina, la costa trazaba un arco que formaba una ensenada excavada en la roca, con una playa arenosa en la parte delantera en forma de media luna y que se extendía alrededor de ochocientos metros para acabar en un espigón rocoso que se adentraba en el agua. El espigón a un extremo y los acantilados al otro rompían la fuerza de las olas, de manera que para cuando llegaban a la playa rodaban dócilmente sobre la arena, donde dejaban rastros de espuma y algas.

La arena estaba mojada, al igual que las paredes rocosas que había detrás. Mina —hija del mar— se dio cuenta de que cuando la marea estuviera alta el agua cubriría la playa. Sólo durante la marea baja se podía caminar o jugar por la orilla.

La joven escudriñó la pared del acantilado y no atisbo ninguna gruta. Experimentó un desolado sentimiento de decepción. Pasó los dedos sobre las perlas, de una en una.

Eran irregulares al tacto; como perlas.

Un movimiento en el mar atrajo su atención. Una nave —un barco minotauro a juzgar por la vela pintada con colores chillones— surcaba el océano. Pensando que quizá navegaba en su dirección, lo observó con curiosidad y se dio cuenta de que se alejaba velozmente. Estuvo mirando el barco hasta que desapareció en el horizonte y lo perdió de vista.

Mina suspiró y volvió a mirar a su alrededor al tiempo que se preguntaba qué hacer. Al final decidió darse un baño.

Ya que había urdido una excusa, sería mejor atenerse a ella. Chemosh podría estar vigilándola. Al ocurrírsele esa idea volvió la cabeza para echar un vistazo a las murallas del castillo. El dios no estaba allí o, si estaba, tenía cuidado de que no se lo viera.

Pisó el camino que bajaba a la playa. En el momento en que lo tocó con el pie, Mina supo exactamente dónde ir. Aunque nunca había estado en ese sendero sintió que lo conocía tan bien como si lo hubiera recorrido rodos los días durante el último año.

Musitando una disculpa a Zeboim por haber dudado de ella, la joven se dirigió apresuradamente hacia la playa. No sabía hacia dónde se encaminaba, pero aun así sabía dónde se encontraba y sabía que cada paso la acercaba más. Era una sensación muy desconcertante.

Siguió adelante, corriendo por la húmeda arena que estaba firme bajo sus pies. Miraba las olas en un intento de dilucidar si la marea subía o bajaba en ese momento. A juzgar por la humedad en las rocas, la marea empezaba a subir. Cuando estuviera alta, el nivel del agua le llegaría a los hombros, como mínimo, tal vez más arriba, dependiendo del ciclo de las lunas.

Llegó al espigón rocoso sin divisar el menor rastro de la gruta. Trepó por las rocas de afiladas aristas y maldijo el hecho de que los zapatos de suave cuero no fueran adecuados para escalar.

En el extremo opuesto del espigón la costa trazaba una pronunciada curva. Mina miró atrás, pero no alcanzó a ver el castillo, por lo que cualquiera que estuviera en las murallas tampoco podría verla a ella.

Más allá del espigón se extendían dunas. En lo alto, el terreno se aplanaba. Era como si allí hubiese una calzada, la que conducía al castillo. Mina dio un paso en dirección a las dunas y supo de inmediato que no era por allí. Se había perdido y no tenía ni idea de dónde estaba ni adonde iba.

Cambió de dirección, de vuelta a los acantilados, y la sensación de encontrarse en un terreno conocido reapareció. Siguió adelante, dejando atrás las dunas, y trepó por el terreno sembrado de rocas; de vez en cuando hacía una pausa para mirar a los acantilados e intentar distinguir alguna abertura.

No divisó nada, pero ahora tenía la seguridad de ir por buen camino, de modo que continuó. Su convencimiento se afirmó al descubrir señales en el suelo de que alguien más había pasado recientemente por allí. Vio una huella muy grande en un rodal de arena.

Mina empezó a pensar que debería haber llevado un arma. Siguió caminando, ahora con más cautela, aguzando oído y vista.

La gruta resultó estar tan bien disimulada que pasó ante la entrada sin darse cuenta. Únicamente cuando el siguiente paso le produjo la desalentadora sensación de que se había perdido cayó en la cuenta de que se le había pasado por alto alguna señal. Se volvió y escudriñó atentamente la pared del acantilado, pero siguió sin verla.

Finalmente, se aventuró alrededor de un amontonamiento de rocas y allí estaba la boca de la gruta, medio enterrada por el desprendimiento. Al acercarse se percató de que la gruta tenía que haber estado totalmente taponada en cierto momento. Se notaba que se habían retirado cascotes y se habían apilado a uno y otro lado. Por las apariencias, el trabajo se había realizado recientemente, pues el terreno despejado del desprendimiento de rocas todavía seguía húmedo.

Se detuvo delante la gruta. Ahora que había llegado allí dudaba si entrar o no. Era el sitio ideal para una emboscada al no estar visible desde las murallas del castillo. Si necesitaba ayuda nadie la vería ni la oiría. Recordó la huella de la bota grande, tres veces mayor que su propio pie.

Mina posó la mano sobre las perlas y notó su tranquilizadora calidez. Se había arriesgado a despertar la ira de su señor para ir hasta allí y ahora no podía echarse atrás.

La abertura era lo bastante amplia para que entraran juntos dos hombres corpulentos, pero el techo era bajo y tuvo que inclinar la cabeza y los hombros para pasar. Estaba en esa postura inclinada cuando, en alguna parte del interior, se oyó el ladrido de un perro.

El corazón le latió más de prisa por la excitación. El miedo se desvaneció. Había tenido presente al monje desde que se conocieron. Conservaba claro el recuerdo de su rostro; tanto que habría sido capaz de dibujarlo. Podía ver su cara delgada, de rasgos cincelados; los ojos grandes y tranquilos como agua oscura; la túnica anaranjada, del color sagrado de Majere y decorada con el símbolo de la rosa, le colgaba de los delgados y musculosos hombros y se le ceñía a la esbelta cintura con un cinturón. Todos y cada uno de sus movimientos, cada palabra pronunciada, eran controlados y disciplinados.

Y la perra negra y blanca, que contemplaba al monje como a su amo.

—Gracias, majestad —musitó Mina, que se llevó las perlas a los labios y las besó.

Entonces entró en la gruta.


Ausric Krell, con movimientos silenciosos y sigilosos, seguía a Mina a una distancia prudencial. Sorprendentemente, Krell era capaz de moverse en silencio y con sigilo cuando quería hacerlo. Al Caballero de la Muerte no le hacía gracia actuar furtivamente como un asqueroso ladrón arrabalero. Le gustaba hacer ruido con su armadura; el tableteo metálico significaba la muerte, infundía pavor en aquellos que lo oían llegar. Pero sabía cómo moverse con sigilo cuando era necesario. Al igual que su «vida», la armadura también era producto de la infausta magia, y aunque estaba vinculado para siempre a ella, podía hacer ruido con ella o no, a su antojo.

Krell habría sacrificado mucho más con tal de derribar a Mina de la posición privilegiada que ocupaba y desde la que lo contemplaba con sorna.

Mina nunca había ocultado que lo despreciaba por su traición a lord Ariakan. Y no sólo eso, sino que lo había vencido en combate y lo había humillado delante del Señor de la Muerte. Los Predilectos no le tenían respeto a él, ni siquiera cuando los cortaba en pedazos, pero Mina sólo tenía que mover el meñique y ellos la adulaban y clamaban su nombre.

Krell la habría matado en el acto, pero sabía que nunca saldría impune de eso. Chemosh estaría encolerizado con ella y la maldeciría, pero todavía se metía en su cama todas las noches. Por si fuera poco, Zeboim, su archienemiga, colmaba de regalos a esa chica. La diosa podría ofenderse si mataba a su favorita y, en consecuencia, no le quedaba más remedio que refrenarse, actuar con sutileza. Una tarea nada fácil, pero el odio podía mover montañas.

Ahora lo único que tenía que hacer era pillar a Mina en un acto de traición. Sabía por propia y triste experiencia lo que pasaba cuando uno encolerizaba a un dios y, mientras la seguía, Krell se recreaba al imaginar con todo lujo de detalles el tormento que Mina tendría que soportar. Era sorprendente cuánto tiempo podía seguir viva una persona después de destaparla.

Cuando Krell vio que Mina entraba en la gruta llegó a la conclusión de que iba a reunirse con un amante. Se acercó con precaución y se sintió inmensamente complacido al oír la voz de un hombre. Lo desconcertó en cierta medida el timbre agudo de otra voz que sonaba sospechosamente como la de un kender. Claro que, como había sido siempre su lema: Si tienes un capricho, dátelo.

Se frotó las manos enguantadas con regocijo y se deslizó hacia la entrada con la esperanza de oír con más claridad. Para su desilusión, descubrió que los sonidos que salían de la gruta llegaban apagados e ininteligibles. Eso no le preocupó; daba igual lo que estuviera ocurriendo realmente allí dentro. Siempre podía inventarse algo. El celoso Chemosh se creería lo peor a pies juntillas. Krell se puso en cuclillas para esperar a que Mina saliera.

3

Rhys perdió la noción del tiempo a bordo del barco minotauro. La singladura a través de las azotadoras olas de la noche, arrojados a las tormentas de la magia, parecía interminable. Los vientos aullaban entre los aparejos, las velas se hinchaban a reventar, la nave escoraba de un modo precario. El capitán bramaba y la tripulación vitoreaba y gritaba al viento, desafiante.

En cuanto a él, se pasó la oscura noche rezando. Rhys había dado la espalda al dios, pero su dios se había negado a darle la espalda a él. Se arrodilló en cubierta, gacha la cabeza en un gesto contrito y avergonzado, húmedas las mejillas por las lágrimas, y le pidió perdón. Aunque la noche y el fantasmal viaje fueron horribles, él se sintió en paz.

Llegó el nuevo día y el barco navegó fuera del mar de magia para posarse sobre aguas calmas. El capitán minotauro sacó al tembloroso kender y a la desmadejada perra de las jaulas y se los entregó a sus tripulantes. Miró a Rhys, que seguía arrodillado en cubierta.

—Has estado rezando, imagino —dijo con un aprobador asentimiento de cabeza—. Bueno, hermano, tus plegarias han sido escuchadas. Saliste sano y salvo de la noche.

—Ciertamente, señor —repuso Rhys en tono quedo, y se puso de pie. Los minotauros los metieron en el bote sin contemplaciones y los llevaron hasta un lugar de desembarco desconocido. Rhys miró el agua de mar, que tenía el color de la sangre. Alzó la vista hacia un sol que salía sobre el mar y la comprensión le llegó como un impacto. A lo largo de la tumultuosa noche el barco había navegado a través del tiempo y el espacio y ahora se hallaban al otro lado del continente.

Divisó un castillo fortificado que se recortaba contra un cielo donde las estrellas se desvanecían, pero eso fue todo lo que alcanzó a ver antes de que los minotauros lo sacaran del bote y lo arrastraran por una playa húmeda y sobre unas dunas hasta la cara de un acantilado.

Una vez que llegaron al punto donde se había producido un desprendimiento de rocas, los minotauros tiraron a Rhys, al kender y a la perra al suelo y se pusieron a levantar enormes piedras y a arrojarlas a un lado. No entendía su lenguaje, pero oyó las palabras «gruta» y «Zeboim» y tuvo la impresión, a juzgar por su actitud silenciosa y reverente, que detrás del desprendimiento había algún tipo de santuario de la diosa del mar.

Finalmente, los minotauros despejaron parte del derrumbamiento y entraron en la gruta; a Rhys lo dejaron fuera con un guardia. El monje oyó golpes y martilleos y entrechocar de hierro. Los minotauros regresaron, levantaron a Rhys y lo echaron dentro, junto con Beleño y Atta.

De la pared colgaban cadenas sujetas a argollas de hierro que acababan de clavar en el muro de piedra. Trabajando con la escasa luz que penetraba en la gruta, los minotauros encadenaron a Rhys y a Beleño, dejaron en el suelo una bolsa con algo de comida y un cubo de agua, y se marcharon sin decir palabra ni responder a las preguntas de Rhys.

Las cadenas terminaban en pesados grilletes que se ceñían a los tobillos y las muñecas, y eran lo bastante largas para permitir a Rhys y a Beleño ciertos movimientos, como tenderse en el suelo de piedra o ponerse de pie y caminar cuatro o cinco pasos.

Traumatizada por los acontecimientos ocurridos a bordo del barco, Atta estaba tan temblorosa que no podía incorporarse. Se tumbó sobre el costado y yació, jadeante, en el suelo de la caverna. Exhausto, Rhys tomó a la aterrada perra en sus brazos e hizo todo lo posible para tranquilizarla. Beleño tenía las ropas empapadas y en la gruta hacía frío, por lo que se había acurrucado en un lastimoso ovillo y se daba palmadas en los brazos en un intento de entrar en calor.

—Esos minotauros no eran fantasmas, Rhys —dijo el kender—. Al principio pensé que tal vez lo eran, pero no. Eran tremendamente reales. Demasiado, diría yo. —Se frotó el hombro que le había pellizcado uno de los minotauros—. Lo voy a tener negro y morado durante un mes.

No tuvo respuesta y Beleño vio que Rhys se había quedado dormido, sentado y con la espalda recostada en la pared de piedra.

—Supongo que aparte de dormir poco más se puede hacer —se dijo Beleño, que cerró los ojos con la esperanza de que al despertarse todo aquello resultara ser un sueño y que se encontraría en la posada El Ultimo Hogar el día que había buñuelos de pollo de menú...

Rhys se despertó de repente, sacado de su sueño por un intenso rayo de sol que le daba directamente en la cara. La luz iluminaba la gruta y pudo ver al fondo, a unos pasos de distancia, un altar excavado en la roca. El altar se hallaba cubierto de polvo y aparentemente llevaba mucho tiempo abandonado. Las paredes rocosas aparecían adornadas con frescos, pero los colores estaban tan desvaídos que era imposible discernir qué habían representado. Una enorme caracola adornaba el altar.

Beleño yacía en el suelo, a su lado, y Atta se había enroscado entre sus piernas. Y contra una de las paredes se encontraba apoyado el bastón, a cierta distancia. Siguiendo órdenes de su capitán, los minotauros habían llevado el cayado envuelto en un trozo grande de cuero. Se lo habían dejado allí, pero fuera de su alcance.

La gruta en la que estaban prisioneros era de forma circular, de unos veinte pasos de diámetro. El techo era lo bastante alto para que los minotauros hubieran estado de pie sin necesidad de inclinarse, aunque Rhys recordaba que las corpulentas bestias habían tenido dificultades para entrar por el angosto acceso que desembocaba en esa cámara.

El aire fresco penetraba en la gruta por un respiradero. Rhys no recordaba haber visto otros pasadizos, pero reconocía que había estado exhausto para prestar mucha atención a lo que lo rodeaba.

Atta se despertó reanimada, se incorporó de un salto y miró a Rhys con expectación, moviendo la cola, lista para que el monje dijera que iban a salir de allí camino de la calzada. Rhys se puso de pie con movimientos agarrotados y en medio del tintineo de las cadenas. El ruido asustó a la perra, que se apartó de un brinco cuando las cadenas se arrastraron por el suelo de piedra. Luego, cautelosamente, avanzó a rastras para olisquear las cadenas y observó, sorprendida y desconcertada, que Rhys cruzaba el suelo de piedra, entumecido, hacia el cubo de agua.

Los minotauros habían dejado una taza de hojalata para coger agua del cubo y beber. Rhys le dio agua a la perra y después bebió él. Tenía cierto regusto salobre, pero le quitó la sed. Echó un vistazo a la bolsa de comida, pero olía a rancio y decidió que no tenía apetito. Regresó a su sitio caminando con dificultad y se sentó recostado en la pared rocosa.

Atta seguía de pie y lo miraba fijamente. Lo empujó con el hocico.

—Lo siento, chica —dijo el monje mientras le rascaba las orejas. Luego le enseñó las manos encadenas por los grilletes a pesar de saber que el animal no entendería—. Me temo que...

Despertando con un aterrado jipido, Beleño se incorporó bruscamente y miró a su alrededor.

—¡Nos hundimos! —chilló—. ¡Nos vamos a pique!

—Beleño —llamó Rhys con firmeza—, estás a salvo, ya no nos encontramos en el barco.

A Beleño le costó unos segundos asimilar aquello. Volvió a mirar en derredor y contempló la gruta, perplejo, antes de bajar la vista a las manos. Sintió el peso de los grilletes y oyó el tintineo de las cadenas; entonces soltó un suspiro de contento.

—¡Vaya, una prisión! ¡Qué alivio!

—¿Por qué te parece un alivio que sea una prisión? —preguntó el monje, que no pudo evitar sonreír.

—Porque es un lugar seguro y está sobre suelo sólido —repuso Beleño mientras palmeaba el piso rocoso con gesto agradecido—. ¿Dónde hemos venido a parar?

Rhys hizo una pausa para pensar cómo decírselo, pero decidió que sería mejor no andarse por las ramas.

—Creo que estamos en la costa del Mar Sangriento.

—El Mar Sangriento. —Beleño lo miró boquiabierto.

—Eso creo. Aunque no puedo afirmarlo rotundamente, claro.

—El Mar Sangriento —repitió el kender—. ¿El que hay al otro lado del continente? —Dio énfasis a las palabras «al otro lado».

—¿Es que hay más de un Mar Sangriento? —preguntó Rhys.

—Quién sabe, podría ser. Agua rojiza, del color de la sangre, y...

—...y el sol saliendo sobre ella —concluyó Rhys—. Todo lo cual me llevó a la conclusión de que estamos en la costa este de Ansalon.

—Bueno, así me convierta en un sucio perro amarillo —musitó Beleño—. Sin ánimo de ofender —añadió al tiempo que palmeaba a Atta. Dejó pasar unos segundos mientras asumía todo aquello y después, olisqueando el aire, localizó la bolsa y se animó su expresión—. Al menos no van a dejar que nos muramos de hambre. Veamos qué hay de desayuno.

Se puso de pie y, de golpe e inadvertidamente, volvió a sentarse.

—¡Cómo pesan! —gruñó, refiriéndose a los grilletes.

Volvió a intentarlo, esta vez levantándose despacio, y luego arrastró los pies y tiró con los brazos para mover las cadenas. Consiguió llegar a la bolsa, pero le costó lo suyo el esfuerzo y tuvo que parar allí para descansar. Abrió la bolsa y miró dentro.

—Cerdo salado. —Torció el gesto y añadió con tristeza-: Espero que no fuera mi vecino de jaula, el que tenía al lado. Puede decirse que él, Atta y yo nos hicimos amigos, más o menos. —Hizo intención de meter la mano en la bolsa—. Con todo, convertirse en panceta es el destino de un cerdo, supongo. ¿Tienes hambre, Rhys?

Antes de que el monje tuviera tiempo de responder, Atta se puso a ladrar.

—Hay alguien ahí fuera —previno Rhys—. Quizá deberías sentarte. —Pero nos dejaron alimento para comer —arguyó Beleño—. A lo mejor se molestan si no lo probamos. —Beleño, por favor...

—Oh, está bien. —El kender desanduvo el camino hacia su sitio junto al muro y se acuclilló.

—¡Atta, calla! —ordenó el monje—. ¡Ven aquí!

La perra se tragó los ladridos y volvió a su lado para tumbarse, si bien permaneció alerta, tiesas las orejas y el cuerpo en tensión, presta para saltar. Mina entró en la cueva.

Rhys ignoraba qué había esperado ver —a Zeboim, al capitán minotauro o a uno de los Predilectos— pero no a ella. La miró sin salir de su asombro.

La joven, por su parte, también lo miró de hito en hito. La luz en el interior de la pequeña cámara había aumentado considerablemente a medida que el sol ascendía en el cielo, pero a pesar de todo Mina tardó unos segundos hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra de la gruta.

Pasados unos instantes siguió caminando y se paró delante de Rhys. Los ojos ambarinos lo observaron intensamente y después la joven frunció el entrecejo.

—Estás distinto —le dijo en tono acusador.

Rhys sacudió la cabeza. Tenía la mente embotada por el agotamiento y en el proceso de razonar daba tantos tumbos como el kender al caminar con las cadenas.

—Me temo que no sé a qué te refieres, señora...

—¡Claro que lo sabes! —lo interrumpió Mina, furiosa—. ¡Llevas una túnica diferente! Vestías una de color naranja y adornada con motivos de rosas cuando te vi en la taberna, y ahora vistes una de un tono verde desvaído. Y tus ojos también son diferentes.

—Mis ojos son como siempre, señora —repuso el monje, desconcertado. Se preguntó de dónde habría sacado esa imagen de su aspecto de antes, no de cómo era ahora—. Difícilmente podría cambiarlos. Y mi túnica es la misma que llevaba cuando nos conocimos...

—¡No me mientas! —Mina le propinó una bofetada.

—¡Atta, no! —Rhys aferró a la enfurecida perra por el collar y tiró de ella para frenar el ataque.

—Haz algo con ese chucho o le romperé el cuello —advirtió fríamente Mina.

A Rhys le ardía la mejilla y el pómulo le dolía. Asió con firmeza a la iracunda perra.

Atta, ve con Beleño.

La perra lo miró para asegurarse de que hablaba en serio y luego, gacha la cabeza y caída la cola, se escabulló junto al kender y se tendió a su lado.

—Te estoy diciendo la verdad, señora —insistió sosegadamente Rhys—. No miento.

—Pues claro que mientes —replicó la joven con desdén—. Todo el mundo lo hace. Nos mentimos a nosotros mismos, si no hay nadie más a quien mentir. La última vez que te vi llevabas túnica naranja y me reconociste. Me miraste y vi en tus ojos que sabías todo sobre mí.

—Señora, aquel día te vi por primera vez —manifestó el monje con impotencia.

—Esa expresión ya no está en tus ojos, pero lo estaba cuando nos encontramos. —Mina apretó los puños tanto que se clavó las uñas en las palmas de las manos—. ¡Dime lo que sabes sobre mí!

—Lo único que sé es que le quitaste la vida a mi hermano y lo convertiste en uno de tus esclavos...

—¡Mi esclavo no! —gritó Mina con una inesperada vehemencia, y miró a su alrededor con aire culpable, como si temiera que hubiese alguien escuchando—. No es mi esclavo. Ninguno de ellos lo es. Son seguidores de mi señor Chemosh. ¡Y tú, kender, deja de lloriquear! ¿Qué diablos te pasa? ¡Gimoteabas igual la última vez que te vi!

Se volvió hacia Beleño, que estaba acuclillado y tenía los ojos anegados en lágrimas que le corrían por la cara. Intentaba no hacer ruido, por lo que apretaba los labios, pero de vez en cuando se le escapaba un sollozo.

—No puedo evitarlo, señora. —Beleño se limpió la nariz con la manga—. Es tan triste...

—¿Qué es tan triste? Como no dejes de gimotear te daré un motivo para que llores.

—Ya me lo has dado —repuso el kender—. Eres tú. Qué tristeza. Mina se echó a reír.

—¡No seas ridículo! No estoy triste. Tengo todo cuanto deseo. Tengo el amor y la confianza de mi señor y tengo poder...

Se calló y su risa se apagó. Se arrebujó más en el chal. El ambiente de la gruta era frío después de haber estado al calor del sol.

—No estoy triste.

—No me refiero a que tú estés triste. —Beleño titubeó y miró a Rhys en busca de ayuda.

El monje no podía dársela porque no tenía ni idea de lo que hablaba su amigo.

—Cuando te miro me siento triste.

—Haces bien —dijo Mina con tono ominoso y luego se volvió hacia Rhys—. Dime, monje, dame la respuesta del enigma.

—¿De qué enigma, señora? —preguntó fatigadamente él.

—La dragona pareció sorprenderse al verme. No estaba colérica ni furiosa, sino sorprendida. Dijo: «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes tú?». —Mina se arrodilló para estar cara a cara con el monje.

«Ese es el enigma. Yo no conozco la respuesta, pero tú sí. Tú sabes quién soy.

—Señora —intentó explicar Rhys—, la hembra de dragón te planteó el eterno enigma, el enigma de la humanidad y para el que nadie tiene respuesta: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Durante toda nuestra vida nos esforzamos por entender...

La mirada de Mina se tornó abstraída. Lo contemplaba fijamente pero no lo veía a él, sino que estaba viendo a la dragona.

—No —susurró—. Eso no es así. No es como lo dijo ella. La inflexión está mal.

—¿La inflexión? —Rhys sacudió la cabeza—. No sé qué quieres decir.

—La dragona puso el énfasis en «tú»: ¿quién eres tú? ¿De dónde vienes tú? —Los ojos de Mina se enfocaron de nuevo en él—. ¿Te das cuenta de la diferencia?

—No sé la respuesta. —Rhys se encogió de hombros—. Es con la dragona con quien deberías hablar, no conmigo.

—Se enfadó. Creyó que me burlaba de ella y no quiso tener nada más que ver conmigo. Realmente no sé qué quería decir, pero tú sí. Y me lo dirás.

Mina lo asió por la barbilla y le golpeó la cabeza contra el irregular muro de piedra. El impacto le provocó punzadas dolorosas por todo el cráneo. Se le emborronó la vista y, durante un instante, tuvo miedo de perder el sentido. Saboreó sangre en la boca porque se había mordido el carrillo por dentro. La cabeza le zumbaba.

—No puedo decirte algo que ignoro —manifestó el monje, que escupió sangre.

—Que no quieres decirme, te refieres. —Mina le asestó una mirada furibunda.

»Me han contado que vosotros, los monjes, estáis preparados para soportar el dolor, pero eso es sólo mientras estáis vivos.

Se inclinó sobre él y apoyó las manos en el suelo, a ambos costados del monje. Los ojos ambarinos, vistos tan de cerca, parecieron engullirlo.

—Cualquiera de los Predilectos me diría todo lo que yo quisiera que me contara. Ningún Predilecto me mentiría. Podrías probar el Beso de Mina, monje.

Sus labios le rozaron la mejilla.

A Rhys se le hizo un nudo el estómago y el corazón se le puso en un puño, Recordó a Lleu, un monstruo torturado por un dolor abrasador que sólo hallaba alivio en el asesinato. Inhaló aire y procuró hablar con toda la serenidad que fue capaz.

—Antes tendría que prestar un juramento a Chemosh y eso jamás lo haré.

—No finjas ser tan virtuoso, monje —sonrió Mina con desdén—. Estás comprometido por juramento a Zeboim, me lo contó ella. Si se lo pido, venderá tu alma a Chemosh...

—Mi compromiso es con Majere —manifestó serenamente Rhys.

Mina se sentó sobre los talones y frunció los labios.

—¡Mentiroso! Le diste la espalda a Majere, Zeboim me lo dijo.

—Gracias a la sabiduría de un kender y a la negativa de mi dios a darme la espalda a mí he aprendido la lección —afirmó Rhys—. Pedí perdón a Majere y él me otorgó su bendición.

Mina se echó a reír de nuevo al tiempo que señalaba a Rhys.

—Y aquí estás, encadenado a una pared de una gruta en mitad de ninguna parte. Te encuentras totalmente a mi merced. Es un modo extraño de que un dios demuestre su amor.

—Como bien dices, señora, estoy encadenado a una pared. No tengo dudas de que tu intención sea matarme ni de que mi dios me ama. Porque por fin tengo la respuesta a mi enigma. Yo sé quién soy. —Alzó la vista hacia la mujer.

»Lo siento, señora, pero no te conozco.

Mina lo contempló en silencio airado; los ojos ambarinos echaban chispas.

—Te equivocas, monje —dijo cuando por fin fue capaz de hablar—. No voy a matarte. Los mataré a ellos. —Señaló a Beleño y a Atta—. Tienes todo el día para reflexionar sobre mi enigma, monje... Un día en el que podrás imaginar su agonía. Morirán en medio de atroces dolores. La perra primero y después, el kender. Volveré cuando se ponga el sol.

Los dejó y salió de la gruta pisando con rabia.

Escondido cerca de la gruta, Krell oyó a Mina anunciar su marcha y tuvo el tiempo justo de apartarse antes de que la mujer saliera. Tenía el rostro pálido y prietos los labios, y los ojos ambarinos echaban chispas. Su expresión no era la de una mujer enamorada. Era patente que se sentía furiosa, furiosa y frustrada. Sin embargo, a Krell lo tenían si cuidado esos detalles. Sabía lo que su señor quería oír y estaba dispuesto a decírselo. Ahora lo único que necesitaba era un nombre.

Había procurado por todos los medios captar algo de la conversación, pero las palabras sonaban apagadas, indescifrables. Entendió poco de lo que se habló, pero al cabo de unos instantes se le ocurrió que la voz masculina le sonaba familiar.

Krell tenía el convencimiento de que la había oído con anterioridad, aunque no recordaba dónde. Últimamente había oído tantas voces que todas ellas resonaban en un confuso revoltijo dentro de su yelmo vacío. De lo que sí estaba seguro era de que el sonido de la voz sosegada del hombre le provocaba sentimientos muy violentos. Esa voz despertaba rencor en él; ojalá pudiera recordar el porqué.

El Caballero de la Muerte siguió a Mina hasta que vio que la mujer se dirigía de vuelta al castillo y entonces regresó a la gruta. Tenía intención de entrar, de ver a ese hombre y descubrir dónde y cuándo se habían conocido...

Una ráfaga de viento y de lluvia, de espuma e ira salió violentamente de la gruta.

—¿Qué has querido decir con que tu compromiso es con Majere? —gritó la diosa, que aulló—. ¡Me perteneces! ¡Te entregaste a mí!

Krell conocía esa voz mejor que ninguna otra. Zeboim. Y estaba hecha una furia.

El Caballero de la Muerte no tenía la menor idea de por qué esa Némesis, su pesadilla, se hallaba allí; y tampoco le importaba, porque acababa de ocurrírsele que Chemosh estaría impaciente por recibir su informe.

—No debo hacer esperar a mi señor —se dijo antes de dar media vuelta y salir disparado.

4

Qué has querido decir con que tu compromiso es con Majere? —gritó tempestuosamente Zeboim—. ¡Me perteneces! ¡Te entregaste a mí!

La diosa se había materializado en la gruta en medio de un vendaval acompañado por un aguacero. El vestido verde espumaba a su alrededor, mientras el largo cabello, sacudido por el ventarrón, azotaba el rostro de Rhys y lo hacía sangrar. Los ojos, de color gris verdoso, lo chamuscaban. Rechinando los dientes, la diosa golpeó al monje con las uñas convertidas en zarpas.

—¡Tú, ingrato miserable! ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Te arrancaría los ojos de cuajo! ¡Qué digo los ojos! ¡Te arrancaría el hígado!

Beleño estaba encogido contra la pared y Atta gimoteaba. Rhys elevó una plegaria a Majere en silencio y esperó.

Zeboim se puso erguida mientras abría y cerraba las manos. Inhaló profundamente dos veces y, poco a poco, controló la rabia. Incluso se las arregló para esbozar una sonrisa tirante.

Después se arrodilló al lado de Rhys, enlazó la mano en su brazo con aire seductor y le susurró:

—Te daré otra oportunidad de volver a mí, monje. Te salvaré de Mina. Te salvaré de Chemosh. A cambio sólo pido un pequeño favor.

—Majestad, yo...

Zeboim le puso el dedo sobre los labios.

—No, no, espera hasta que hayas oído lo que quiero. Es algo pequeño, más que pequeño. Infinitesimal. Una nimiedad de nada... Dime la respuesta.

El semblante de Rhys denotó perplejidad.

—La respuesta al enigma—aclaró Zeboim—. ¿Quién es Mina? ¿De donde viene?

Rhys suspiró y cerró los ojos.

—Con toda sinceridad, no lo sé, majestad. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué importa eso?

Zeboim se puso de pie, se cruzó de brazos y, tamborileando los dedos, empezó a caminar de un lado a otro de la gruta con el vestido verde arremolinado en torno a los tobillos en un torbellino exacerbado.

—¿Que por qué importa? Es lo que me he preguntado a mí misma. ¿Qué importa quién trajo al mundo a esta humana irritante? A mí me trae sin cuidado, pero, por alguna extraña razón, a mi hermano sí le interesa. Nuitari llegó incluso a visitar a Sargonnas para preguntarle qué sabía sobre Mina. Al parecer esa chica tenía un amigo que era minotauro o algo por el estilo. Se localizó al tal Galdar, pero no ayudó en nada. —La diosa soltó un suspiro de exasperación.

»En resumidas cuentas, que ahora todos los dioses estamos dándole vueltas a este estúpido asunto. La dragona que empezó todo ha desaparecido sin dejar rastro, como si los mares se la hubiesen tragado, cosa que no ha ocurrido. Eso al menos puedo garantizarlo. Lo cual te deja a ti exclusivamente como opción.

—Majestad, no sé... —empezó el monje.

Zeboim interrumpió su ir y venir por la gruta y se volvió para mirarlo. —Ella dice que sí...

—También dice que yo llevaba la túnica naranja de Majere cuando nos conocimos. Vos estabais allí, majestad, y sabéis que vestía la túnica verde que me disteis.

Zeboim lo miró; miró sus ropas. De nuevo alzó la vista hacia su rostro. Dejó de verlo; la expresión de su mirada se había vuelto abstraída. —Me pregunto... —musitó.

Entrecerró los ojos, enfocados de nuevo en él, y se acuclilló enfrente, ligera, grácil y letal.

—Entrégate a mí, monje, y te liberaré. Ahora mismo. Incluso liberaré al kender y a ese chucho. Entrégame tu fe y emplazaré al barco minotauro. La tripulación te llevará a cualquier parte de este mundo adonde quieras ir.

—No puedo entregarte algo que ya no me pertenece, señora —repuso suavemente Rhys—. Mi fe, mi alma, está en las manos de Majere.

—Mina cumple lo que promete —replicó Zeboim, iracunda. Señaló a Beleño—. Matará a los dos, a tu perra y a ese desgraciado kender. Morirán lentamente y con sufrimiento, todo por tu culpa.

—Majere cuida de los suyos —dijo Rhys, que miró el bastón apoyado contra la pared rocosa.

¡Dejarás que los que confían en ti mueran torturados para poder hallar tú la salvación! ¡Qué gran amigo eres, hermano!

¡Rhys no va a dejar que muramos torturados! —gritó Beleño con decisión—. ¡Somos nosotros lo que queremos morir así! ¿Verdad, Atta?. ¡Huy! —añadió en voz baja—. Eso no me ha salido precisamente bien. Zeboim se puso de pie, majestuosa y fría.

—Sea, monje. Te mataría yo misma en este momento, pero no quiero privar a Mina de ese placer. ¡Ten por seguro que estaré observando y saboreando cada gota de sangre! Oh, y sólo por si acaso pensabas que esto podría ayudarte...

Apuntó con el dedo al bastón, que estalló en una fea explosión verdosa. Pequeñas astillas volaron por la caverna y una de ellas le abrió un corte en la mano a Rhys. Se la tapó al instante para que Zeboim no lo viera.

La diosa desapareció en medio del estruendo del trueno, una ráfaga de viento cargada de lluvia y una risa sarcástica.

Rhys se miró la mano y la larga e irregular herida abierta por la astilla. De la herida manaba sangre, y el monje la presionó con el repulgo de la túnica. A su lado yacía todo cuanto quedaba del bastón: el fragmento de madera que le había cortado. Lo recogió y cerró la mano sobre él.

Tenía la respuesta de Majere y se conformaba con ella.

—No estés triste, Rhys —le dijo alegremente Beleño—. No me importa morir y a Atta tampoco. Puede resultar divertido ser un fantasma... Eso de deslizarse a través de las paredes y ponerse a dar golpes de noche. Atta y yo vendremos a visitarte en nuestras formas fantasmales. No es que haya visto muchos fantasmas de perros, ojo. ¿Por qué será? Tal vez las almas de los perros han terminado ya su viaje y son libres de ir a jugar y correr para siempre por prados verdes. Quizá persiguen almas de conejos. Si es que los conejos tienen alma, claro, y no es que me meta con los conejos...

Rhys esperó pacientemente a que el kender terminara sus divagaciones metafísicas. Cuando Beleño se hartó de hablar y se dispuso a jugar a «roca, paño y cuchillo» con Atta, el monje dijo:

—Puedes sacar las manos de los grilletes estrujándolas un poco, ¿verdad?

—El paño cubre la roca. Has perdido otra vez, Atta. —El kender fingió no haberlo oído.

—Beleño... —insistió Rhys.

—No nos interrumpas, Rhys. Este juego es muy serio. —Beleño, sé que... —lo intentó de nuevo el monje.

—¡No, no lo sabes! —gritó el kender, que asestó una mirada furiosa a su amigo. Se centró de nuevo en el juego y dio un manotazo a la perra en la pata—. Eso es trampa. ¡Has cambiado de parecer a la mitad! Dijiste «roca» la primera vez...

Rhys guardó silencio.

Beleño siguió echándole miradas ceñudas de reojo al tiempo que rebullía, incómodo. Siguió jugando, pero olvidó qué había elegido, si roca, paño o cuchillo, y eso creó confusión en el juego.

—¡Vale, está bien! —gritó de repente—. Es posible que los grilletes de las muñecas estén un poco holgados. —Bajó la vista a los pies y la expresión le cambió a otra alegre.

«¡Pero jamás podría sacar los pies de los grilletes que tengo en los tobillos!

—Claro que podrías —lo contradijo Rhys— Si te untas un poco de grasa del cerdo salado, sí.

—Me estropearía las botas —objetó el kender, que frunció los labios con gesto de fastidio.

Rhys le miró las botas. Dos sonrosados dedos del pie le asomaban por sendos agujeros en las suelas.

—Cuando oscurezca, te sueltas de los grilletes, coges a Atta y os marcháis —dijo.

—Sin ti, no. —El kender hizo hincapié sacudiendo la cabeza—. Usaremos la grasa para sacarte las manos y...

—Los grilletes me ciñen las muñecas muy justos y aún más justos me están en los tobillos. No puedo escaparme, pero tú y Atta sí.

—¡No me obligues a marcharme! —suplicó Beleño.

Rhys rodeó los hombros del kender con el brazo.

—Eres un amigo bueno y leal, Beleño, el mejor amigo que he tenido en mi vida. Tu sabiduría me hizo volver con mi dios. Mírame.

Beleño alzó la cara. Las lágrimas le mojaban las mejillas.

—Yo puedo soportar el dolor —dijo el monje—. No le temo a la muerte, porque Majere me espera para recibirme. Lo que no podría soportar sería veros sufrir a vosotros dos. Morir me será mucho más fácil sabiendo que tú y Atta estáis a salvo. ¿Querrás hacer este último sacrificio por mí, Beleño?

El kender tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar.

—Sí, Rhys —dijo con aire desdichado.

Atta miraba a su amo, y fue una suerte que no entendiera lo que Rhys decía, porque se habría negado en redondo a obedecer.

—Estupendo. Ahora creo que deberías comer y beber algo, y luego dormir un rato.

—No tengo hambre —masculló Beleño.

—Yo sí —manifestó el monje—. Y sé que Atta también.

Al mencionar la comida, la perra se lamió el hocico y se puso de pie al tiempo que movía la cola.

—Creo que quizá tú también tengas hambre —añadió Rhys, sonriente.

Bueno, un poco —admitió el kender que, con un suspiro apesadumbrado, sacó las manos de los grilletes y se acercó, acompañado por el ruido metálico de las cadenas, a la bolsa donde estaba el cerdo salado.

5

El océano borbotaba al paso majestuoso de Zeboim, que abordó el barco minotauro rodeada por espuma. El capitán le hizo una profunda reverencia, y los tripulantes se llevaron la mano a la peluda frente.

—¿Dónde os dirigís, oh, Gloria de Glorias? —preguntó sumisamente el capitán.

—Al templo de Majere —dijo la diosa.

El capitán se frotó el hocico y la miró con aire de disculpa.

—Me temo que no sé...

—Está en alguna montaña en algún sitio —dijo Zeboim al tiempo que agitaba la mano—. Se me ha olvidado el nombre. Yo os guiaré. Y daos prisa.

—Sí, Gloria de Glorias. —El capitán hizo otra reverencia y luego empezó a impartir órdenes a voces, y la tripulación corrió a trepar por las jarcias.

Zeboim alzó las manos, invocó al viento y las velas se hincharon.

—Norte —indicó, y las olas crecieron bajo la proa cuando el viento impulsó al barco por encima del agua y a las nubes.

Los vientos de la voluntad de la diosa condujeron su barco a través del éter espumeante bajo la quilla y la llevaron a un reino remoto que no aparecía en ningún mapa de Krynn porque pocos mortales lo habían visto jamás o sabían de su existencia. Los que sí lo conocían no necesitaban hacer un mapa porque sabían dónde estaba.

Era una tierra de elevadas montañas y profundos valles. En las altísimas montañas no crecía nada y los valles eran tajos abiertos en la roca con un puñado de herbosos montículos dispersos y alguno que otro pino raquítico o abeto torcido por el viento. Los nómadas que habitaban esta desolada región vagaban por las montañas con sus hatos de cabras y llevaban una vida dura.

A medida que la diosa se acercaba a su punto de destino, envolvió el barco en nubes por miedo a que Majere, que era un dios solitario y huraño, descubriera que llegaba y se fuera antes de que hubiese podido hablar con él.

—Clemente señora, esto es una locura —dijo el capitán minotauro, que echó una mirada angustiada por encima de la proa. Cada vez que las nubes se abrían un poco, veía que su barco flotaba peligrosamente cerca de picos dentados y cubiertos de nieve—. ¡Nos estrellaremos contra una montaña y ése será nuestro fin!

—Ancla aquí —ordenó Zeboim—. Estamos cerca de mi destino y lo que queda de viaje lo haré sola.

El capitán obedeció más que contento, puso el barco al pairo y flotaron entre las nubes.

Envolviéndose en una bruma gris que se ciñó a su alrededor como un manto de seda, Zeboim descendió a la ladera de la montaña y buscó la morada de Majere. Hacía eones que no iba allí y había olvidado el punto exacto de su emplazamiento. Llegó a una meseta que abarcaba la distancia entre dos picos y le pareció que el sitio le era familiar, por lo que alzó el velo de niebla con las dos manos y escudriñó en derredor. Entonces esbozó una sonrisa de satisfacción.

Una sencilla casa construida con la esencia del tiempo y de líneas austeras y elegantes se alzaba en la meseta. Además de la casa había un patio pavimentado y un jardín, todo ello rodeado por un muro que el dueño había levantado piedra a piedra con sus propias manos. Esas mismas manos habían construido la casa y se ocupaban del jardín.

—Dioses, me volvería loca como un pez globo si estuviera atrapada aquí sola —masculló Zeboim—. Nadie que te escuche cuando hablas. Nadie que obedezca tus órdenes. Ninguna vida mortal que enredar y manejar. Excepto... que eso no es totalmente cierto, ¿verdad, amigo mío? —Zeboim esbozó una mueca cruel, sarcástica, aunque luego sufrió un escalofrío.

»Pero ¿te das cuenta? ¡Llevo aquí sólo unos segundos y ya estoy hablando sola! Lo siguiente será ponerme a cantar y a pavonearme de aquí para allí mientras sacudo las manos y hago sonar campanillas. Ah, ahí estás.

Encontró a su presa sola en el patio, donde realizaba lo que parecía ser algún tipo de ejercicio o quizá una lenta y sinuosa danza. A despecho del intenso frío, que hacía dar diente con diente a la diosa del mar, Majere llevaba el torso al aire e iba descalzo, y sólo se cubría con unos pantalones holgados atados a la cintura con un ceñidor de tela. El cabello, de color gris acerado, lo llevaba tejido en una trenza que le llegaba a la cintura. Tenía la mirada ensimismada, cuerpo y mente fundidos en uno mientras se movía con la música de las esferas.

Zeboim se lanzó en picado como un cormorán que se zambulle en el agua y aterrizó justo delante de él.

La diosa del mar supo que Majere era consciente de su presencia por el levísimo parpadeo de sus ojos. Quizá estaba al tanto de su aparición desde hacía rato, pero tampoco lo podía asegurar porque él no se dio por enterado de su llegada, ni siquiera cuando dijo su nombre.

—Majere, tenemos que hablar —dijo seriamente.

Los dioses no tenían formas corpóreas ni las necesitaban. Se comunicaban entre sí de mente a mente y sus pensamientos deambulaban por el universo sin trabas ni limitaciones. Sin embargo, al igual que los mortales, los dioses guardaban secretos —ideas que no deseaban compartir, planes y estratagemas que no querían revelar—, de modo que preferían utilizar sus avatares no sólo para comunicarse con los mortales, sino también entre ellos. Un dios o una diosa sólo permitía que entrara una parte de esencia divina en el avatar, y así mantenía oculta su mente.

El avatar de Majere continuó haciendo el ejercicio —el grácil movimiento de las manos en el aire tenue y frío, el deslizamiento de los pies descalzos sobre las losas del piso— y Zeboim se vio obligada a ejecutar su propia danza —un salto hacia un lado pata quitarse de su camino y esquivarlo— si quería mantener su ritmo y no perder de vista su rostro.

—Supongo que no querrás pararte un momento —dijo finalmente, irritada. Acababa de tropezar con el repulgo del vestido.

Majere prosiguió con su ritual diario, la mirada prendida en las montañas, no en ella.

—Los dos sabemos por qué he venido. Por ese monje tuyo, el mismo al que Mina está a punto de sacarle las tripas o de desollarlo o lo que quiera que tenga planeado hacer con él.

Majere se dio la vuelta con movimientos lentos y precisos, pero no antes de que la diosa advirtiera un parpadeo en sus ojos grises.

—¡Aja! —gritó Zeboim, que se apresuró a desplazarse para ponerse de nuevo delante de él—. Mina. Ese nombre te resulta conocido, ¿verdad? ¿Por qué? Ésa es la cuestión. Creo que sabes algo sobre ella. Creo que sabes mucho sobre ella.

La mano del dios se movió en un grácil arco a través del aire. Zeboim alargó la suya y lo asió por la muñeca, así que Majere se vio obligado a mirarla.

—Creo que has cometido un error —dijo la Señora del Mar.

Majere continuó completamente inmóvil, sereno y dueño de sí mismo. Tenía toda la apariencia de que seguiría de pie en esa postura durante el próximo siglo, y la impaciente Zeboim le soltó el brazo. Majere prosiguió con el ejercicio como si nada lo hubiese interrumpido.

lista es mi teoría —dijo Zeboim, que estaba agotada de intentar mantener el ritmo del dios y se sentó en el muro de piedra mientras exponía sus deducciones— O sabías algo sobre Mina o caíste en la cuenta de algo. Fuera una cosa o la otra, decidiste que tus monjes se ocupasen del tema y, en consecuencia, el primer discípulo de la chica, el patético hermano del monje, fue al monasterio. ¿Qué se suponía que tenía que ocurrir? ¿Que los monjes le devolvieran la vida con plegarias? ¿Que le quitaran la maldición?

Hizo una pausa para que Majere pudiera darle respuestas, pero el dios no dijo nada.

—Sea como sea —continuó Zeboim—, lo que quiera que se suponía que tendría que pasar no tuvo lugar y sí ocurrió algo desastroso. Quizá Chemosh descubrió tus planes y actuó para que fracasaran. Su discípulo asesinó a los monjes. A todos salvo a uno: Rhys Alarife. El estaba destinado a ser tu campeón, pero ¡ay! lo perdiste. Estaba, y con razón, furioso contigo. ¿En qué andabas ocupado mientras masacraban a tus monjes? ¿En ejecutar tu bonita danza?

«Todo tiene que ver con la potestad de obrar por propia elección. —La diosa se frotó los brazos para conservar el calor—. Vosotros, los dioses de la Luz, estáis fomentando siempre el libre albedrío y hete aquí un ejemplo perfecto de por qué esa idea es absolutamente ridícula. Necesitabas desesperadamente a tu discípulo, ¿y qué hizo él? Ejercer su libre albedrío. Te dio la espalda y se volvió a mí en busca de ayuda.

«Sin embargo te niegas a abandonarlo, una actitud muy indulgente y comprensiva por tu parte, he de admitir —añadió Zeboim al tiempo que se encogía de hombros—. Si uno de mis discípulos hubiese hecho eso lo habría ahogado en su propia sangre. Pero tú no. Tú caminas pacientemente a su lado, intentas guiarlo pacientemente pero, de nuevo, otra vez, algo va mal. No sé bien qué, pero algo.

Majere continuaba con su ejercicio, sin hablar, sin mirarla. Pero la estaba escuchando, de eso estaba segura.

—Te eché encima a Mina o, más bien, se la eché a Rhys. En realidad no era ésa mi intención. Íbamos con prisa, tenía que entregársela a Chemosh como parte del trato que habíamos hecho. No obstante, pensé que debería presentarlos el uno al otro ya que había sido yo la que insistió en que Rhys la encontrara. Quería que él supiera qué aspecto tenía la chica. ¡Bueno, pues, imagina mi pasmo cuando Mina aseguró que el monje la conocía! Él asegura que no y para mí es evidente que dice la verdad. El pobre diablo no sabe mentir. Yo le creí, pero Mina, no.

«Hablo en serio. Total, yo había decidido que esos dos volvieran a verse y de ese modo, por añadidura, le amargaría la vida a Chemosh, pero eso no viene al caso. Mina se ha rencontrado con Rhys y ahora resulta que él no la conoce y ella sabe que él no la conoce. Está confusa, pobrecita, y es lógico. Aun así, le dijo algo muy interesante al monje. Dijo que la primera vez que lo vio vestía una túnica naranja, pero Rhys no llevaba tal cosa, sino una preciosa túnica verde que yo le había dado. Conclusión: o Mina es daltónica o está chiflada.

Zeboim hizo una pausa para respirar. El mero hecho de observar a Majere la agotaba; ya no esperaba que el dios le hablara.

—No creo que Mina sea daltónica ni que esté loca. Lo que creo es que realmente vio lo que vio. Creo que vio a Rhys Alarife en un momento de su vida en el que él llevaba la túnica naranja y sabía quién era ella. Ahora no, porque no lo sabe. Tampoco en el pasado, porque no lo sabía. Lo que nos deja... un tiempo que está por llegar. —Zeboim hizo una pausa efectista.

«Mina vio a tu monje en el futuro, un futuro en el que él ha vuelto a ti, un futuro en el que sabe algo sobre la chica. Y lo sabe porque tú se lo habrás dicho. —La diosa se encogió de hombros.

«El problema que tienes, Majere, es que ahora ese futuro nunca llegará a realizarse porque Mina planea torturar a tu pobre monje hasta matarlo.

«Luego está el tema del kender, que rompe a llorar y empieza con balbuceos sensibleros cada vez que ve a Mina, pero no quiero aburrirte con eso. Es un kender, después de todo. De ellos no se puede esperar un comportamiento racional. —Zeboim miró al dios.

«Adelante, sigue con tu baile, finge que estás por encima de todo esto. La verdad es que estás en un lío. No soy la única que se pregunta qué pasa con esa mortal, Mina. Mi hermano Nuitari puede ser más enfadoso que un grano en el trasero, pero no es estúpido. Él y los extraños primos están haciendo preguntas. A Sargonnas no le hace gracia que esos Predilectos se estén congregando al este de Ansalon, tan cerca de su imperio. A Nuitari no le gusta tenerlos tan cerca de su torre. Mishakal está furiosa porque hace falta la mano de un niño para destruirlos, un toque maravilloso por parte de Chemosh, tengo que admitir. Me divierte bastante la idea de que unos dulces y tiernos chiquillos tengan que convertirse en asesinos sanguinarios.

«¿Que por qué estoy aquí, Majere? Veo que te estás haciendo esa pregunta. He venido a prevenirte. Soy la primera deidad que te visita, pero no seré la última. Todos los postes indicadores señalan en tu dirección. Los demás encontrarán el camino a tu fortaleza en la montaña y algunos (estoy pensando concretamente en mi padre) no se mostrarán tan dulces y encantadores como he sido yo. Será mejor que hagas algo antes de que pierdas completamente el control de la situación. Es decir, si es que no lo has perdido ya.

« ¿Quizá te gustaría desahogarte, contarme la verdad? Me encantaría ayudar a Rhys Alarife... por un precio. Apaciguaré a mi padre y a mi hermano y evitaré que te molesten. Cuéntame lo que sabes sobre Mina. Será nuestro secreto, ¡lo juro!

Zeboim esperó al tiempo que se frotaba los brazos y pateaba el suelo.

Majere seguía con movimientos con los que se deslizaba sobre las heladas losas del pavimento, el semblante inexpresivo, inescrutable.

—¡Guarda tu secreto, pues! —gritó Zeboim en tono desapacible—. No tendrás ningún problema para conseguirlo porque tu pobre monje preferirá morir antes que revelarlo. ¡Huy, se me olvidaba! —Dio una palmada—. ¡No puede desvelarlo porque no lo sabe! Será torturado para sacarle una información que no tiene, así que no podrá decirlo. Qué broma tan maravillosa a costa del pobre tipo. ¡Eso le enseñará de qué vale poner su fe en un dios como tú!

Dejando tras de sí una estela de niebla y bruma, Zeboim se marchó ofendida. Regresó al barco y ordenó a los minotauros que zarparan rápidamente y pusieran rumbo a climas más cálidos.

En el patio, Majere intentó proseguir con el ritual, pero le fue imposible. La mente tenía que estar serena para meditar, y la suya se hallaba sumida en el caos.

—Paladine —musitó—, tu cuerpo mortal no puedo oírme, pero quizá tu alma sí. Te he fallado y te pido perdón. Trataré de rectificar. «Aunque me temo que ya es demasiado tarde.

6

Chemosh se encontraba en las almenas del Castillo Predilecto (estaba considerando seriamente cambiarle el nombre) y observaba a Mina que corría por la playa. Se volvió y casi tropezó con Ausric Krell. Chemosh maldijo y retrocedió. —¿Qué te propones al acercarte a mí con tanto sigilo? —Fuiste tú quien me ordenó que fuese discreto —replicó malhumorado Krell.

—¡Al seguir a Mina, olla sopera andante! Cuando estés cerca de mí puedes tintinear y meter tanto ruido como quieras. ¿Y bien? —añadió tras una pausa—. ¿Qué nuevas traes?

—Tenías razón, mi señor-contestó Krell, exultante—. ¡Fue a reunirse con Zeboim!

—¿No con un amante? —inquirió Chemosh, estupefacto.

El Caballero de la Muerte comprendió que había cometido un error.

—Eso también —agregó con premura—. Mina fue a reunirse con la Arpía del Mar y con un amante. —Se encogió de hombros—. Probablemente algún sacerdote de Zeboim.

—¿Probablemente? —repitió Chemosh, ceñudo—. ¿Es que no lo sabes? ¿No lo viste?

Krell se puso nervioso.

—Yo... eh... Difícilmente podía hacer tal cosa, mi señor. Zeboim se encontraba allí y... Imagino que no querrías que supiera que estábamos espiando...

—Lo que quieres decir es que no querías que ella supiera que debajo de toda esa armadura de acero se esconde un redomado cobarde. —El dios echó a andar hacia la torre de la escalera—. Ven. Me enseñarás dónde se halla ese amante. Tendré mucho gusto en conocerlo.

Krell se encontraba en un dilema. Su historia era verosímil... de momento. Pero no había metido al kender y al perro que, cuanto más pensaba en ello, menos veía que pudieran respaldar su cuento sobre amantes y citas clandestinas. Luego estaba la libertad que se había tomado en la sucesión de los hechos; Zeboim había llegado, pero lo había hecho después de que Mina se hubiera marchado, algo que sonaba raro entre dos supuestos conspiradores.

—¡Espera, mi señor! —llamó con urgencia.

—¿A qué? —Chemosh se volvió a mirarlo con impaciencia.

—A... la caída de la noche —contestó Krell, salvado por la inspiración—. Oí a Mina decirle a ese hombre que regresaría a su lado por la noche. Podríamos pillarlos in fraganti —añadió, seguro de que eso sería del agrado de su señor.

Chemosh se había puesto muy pálido y abría y cerraba las manos debajo del andrajoso encaje de los puños. El viento le enredaba el cabello desgreñado.

—Tienes razón —dijo con una voz carente de matices.

Krell soltó un enorme suspiro de alivio, aunque lo hizo para sus adentros. Saludó a su señor y giró sobre sus talones. Regresaría a la cueva para asegurarse de que cuando Chemosh llegara allí encontrara lo que le había dicho.

—Krell —llamó bruscamente Chemosh—, estoy aburrido, ven a jugar al khas conmigo. Así me quitará algunas cosas de la cabeza.

El Caballero de la Muerte encorvó los hombros. Detestaba jugar al khas con Chemosh. Para empezar, el dios siempre ganaba, cosa nada difícil cuando uno puede ver de golpe todos los movimientos posibles y todos los resultados posibles. En segundo lugar, tenía cosas urgentes de las que ocuparse en la gruta, como un kender y un perro a los que despachar.

—Me encantaría disputar una partida contigo, mi señor, pero he de entrenar a los Predilectos. ¿Por qué no retozas un poco con Mina? No estaría de más sacarle provecho a tu dinero...

Krell comprendió mientras hablaba que había metido la pata. Se habría tragado las palabras y, de paso, a sí mismo, pero ya era demasiado tarde para eso. Los oscuros ojos de Chemosh tenían una expresión que hizo que el Caballero de la Muerte deseara reptar dentro de la armadura y no volver a salir jamás.

Se produjo un terrible silencio y después Chemosh habló fríamente. —De ahora en adelante Mina entrenará a los Predilectos y tú jugarás al khas.

—Sí, señor —farfulló Krell.

El Caballero de la Muerte siguió con pasos pesados a Chemosh por la escalera hasta el salón. Puede que él hubiera caído en desgracia, pero tenía un consuelo: ahora no querría estar en las botas de Mina ni por todo lo que el cielo o el Abismo pudieran ofrecerle.


Mina se dio un baño en el océano aunque no fue de forma intencionada. Las olas que la ira de Zeboim había levantado cubrieron la franja de arena que se extendía desde el espigón rocoso hasta el acantilado donde se alzaba el castillo. El agua no era profunda y la fuerza de las olas se rompía en las rocas. Mina era buena nadadora y disfrutó con el ejercicio, que le calentó los músculos y le liberó la mente, obligándola a reconocer la desagradable verdad.

Creía al monje. Él no mentía. Conocía a los hombres y ése era de los que no sabían mentir. Le recordaba en cierto modo a Galdar, su oficial y leal amigo. También Galdar había sido incapaz de decir una mentira ni siquiera sabiendo que ella la habría preferido a la verdad. Con una punzada de remordimiento, se preguntó qué sería de Galdar. Esperaba que todo le fuera bien. De repente sintió el deseo de verlo. Durante un instante quiso que estuviera allí y le dijera que todo saldría bien.

Saliendo del mar, se escurrió el agua del cabello y de la empapada ropa y dejó de desear lo imposible. Tenía que decidir qué hacer con el monje. Ahora no la conocía, pero la había conocido cuando se habían encontrado la primera vez. En sus ojos había visto que la reconocía, lo que ocurría era que se había olvidado o había sucedido algo que lo había hecho olvidar.

Una forma de recuperar la memoria era a través del dolor. Ella había ordenado utilizar la tortura con sus prisioneros, y los caballeros negros eran expertos en esos menesteres. Había presenciado el sufrimiento de los hombres y a veces los había visto morir, convencida de que actuaba correctamente, al servicio de una causa loable: la causa del Dios Único.

Ahora la convicción había sido sustituida por la incertidumbre. Empezaba a dudar. Esa mañana se había sentido tan furiosa que habría azotado al monje hasta despellejarlo vivo sin el menor remordimiento. Pensándolo bien se preguntó si sería capaz de torturar a sangre fría y, de hacerlo, si podría fiarse de la información obtenida bajo coacción.

Galdar siempre había dudado de la efectividad de la tortura como medio para obtener información.

—Un hombre dirá cualquier cosa con tal de que cese el dolor —le había advertido el minotauro en una ocasión.

Mina sabía que eso era cierto porque estaba padeciendo un tormento y haría lo que fuera para acabar con el dolor.

I labia otra forma. La muerte no tenía secretos, no para el Señor de la Muerte. Podía contarle todo a Chemosh, desnudarle su alma. El la ayudaría a arrancarle la verdad al monje.

Mina aferró el collar de perlas, lo rompió de un tirón y lo arrojó al mar. Apaciguado su corazón, regresó al castillo, se puso un bonito atuendo y fue en busca de Chemosh.


Encontró al Señor de la Muerte en su estudio jugando al khas con Krell.

Mina y el Caballero de la Muerte intercambiaron una mirada que expresaba claramente el aborrecimiento que se profesaban y después Krell enfocó de nuevo la atención en el tablero. Mina lo observó con más detenimiento. Parecía el mismo bruto cruel y grosero de siempre, pero había en él una especie de suficiencia enmascarada que era nueva y preocupante. También le resultaba inquietante que él y su señor parecieran estar muy cómodos juntos. De hecho, Chemosh reía por algo que decía Krell cuando ella entró en el estudio.

Mina iba a hablar, pero Chemosh se le adelantó.

—¿Disfrutaste del baño, señora? —preguntó con una mirada apática.

El corazón le tembló. El tono de Chemosh era gélido y sus palabras parecían un insulto. ¡Señora! Como si le estuviera hablando a una desconocida.

—Sí —contestó, y siguió hablando rápidamente, antes de perder los nervios—. Mi señor, tengo que hablar contigo. —Dirigió una fugaz mirada a Krell—. En privado.

—Estoy en mitad de una partida —repuso lánguidamente el dios—. Parece que Krell tiene posibilidad de ganarme. ¿Tú qué dices, Krell?

—Te estás batiendo en retirada, mi señor —contestó el Caballero de la Muerte, sin entusiasmo.

—Entonces ¿después de la partida, mi señor? —preguntó Mina, que tragó saliva con esfuerzo.

—Me temo que no. —Chemosh alargó la mano y desplazó a un caballero por todo el tablero; lo usó para tirar al suelo a uno de los peones de Krell—. Sé todo sobre tu amante, Mina, así que no hace falta que me sigas mintiendo.

—¿Amante? —repitió ella, estupefacta—. No sé de qué hablas, mi señor. No tengo ningún amante.

—¿Y qué hay del hombre que se oculta en la gruta? —inquirió Chemosh, que se giró en la silla para mirarla directamente a la cara.

Mina tembló. Pensó en diez cosas distintas que alegar en su defensa, pero ninguna sonaba verosímil. Abrió la boca, pero no emitió ninguna palabra. La sangre se le agolpó en las mejillas y supo que su silencio y su enrojecimiento señalaban su culpabilidad.

—Mi señor —arguyó con desesperación, cuando recuperó la voz—. Puedo explicar...

—No me interesan tus explicaciones —la interrumpió fríamente Chemosh, que volvió de nuevo a la partida—. Podría matarte por tu traición, señora, pero entonces tu lastimero fantasma me estaría incomodando toda la eternidad. Además, tu muerte sería la pérdida de una mercancía valiosa.

No la miró mientras hablaba, sino que sopesó el siguiente movimiento en el tablero.

—Te pondrás al mando de los Predilectos, señora. Te escuchan y te obedecen. Tienes experiencia en campos de batalla. En consecuencia, eres la comandante adecuada para convertirlos en un ejército y prepararlos para el asalto a la torre de Nuitari. Organizarás a los Predilectos y los conducirás a un campamento que he establecido en un lugar lejos de aquí.

El cuarto se oscureció, el suelo se ladeó y las paredes se movieron. Mina tuvo que asirse a una mesa para mantener de pie.

—¿Me estás desterrando de tu presencia, mi señor? —preguntó débilmente, apenas capaz de encontrar aliento para hacer la pregunta.

El dios no se dignó contestar.

—Podría instruirlos aquí —dijo la joven.

—No sería de mi agrado. Me he dado cuenta de que me aburre verlos. Y verte a ti.

Mina caminó como sonámbula por un suelo que parecía sacudirse y alabear bajo sus pies. Al llegar ante Chemosh cayó de hinojos a su lado y lo asió del brazo.

—¡Mi señor, déjame que te lo explique! ¡Te lo suplico!

—Te he dicho, Mina, que estoy en mitad de una partida...

—¡Me he desprendido de las perlas! —gritó—. Sé que te desagradaban. Tengo que decirte...

Chemosh libró el brazo de los dedos de la joven y se arregló el puño de encaje, que se había arrugado.

—Partirás mañana por la mañana y hoy permanecerás encerrada en tus aposentos, bajo guardia. Me propongo visitar a tu amante esta noche y no quiero que te escabullas e intentes prevenirlo.

Mina estaba a punto de desmoronarse. Las piernas no la sostenían y las manos le temblaban. Un sudor frío la cubría de pies a cabeza. Entonces Krell hizo un ruido. Se reía, una risa baja y profunda. La joven miró los ojos ardientes, porcinos, del Caballero de la Muerte, y vio el triunfo en ellos. Ahora sabía quién la había espiado.

Su odio por Krell le dio fuerzas para ponerse de pie, hacer que se evaporaran sus lágrimas y prestarle coraje para hablar.

—Como ordenes, mi señor.

—Tienes permiso para retirarte. —El dios movió otra pieza. Mina salió del estudio, aunque no tenía ni idea de cómo lo había hecho. No veía nada, no sentía nada, estaba completamente insensibilizada. Caminó a trompicones hasta donde fue capaz y se las ingenió para llegar a sus aposentos antes de desmayarse y desplomarse en el suelo, donde yació tendida como algo muerto.


Después de que la chica se hubo marchado, Krell bajó la vista al tablero y, para su sorpresa, comprendió que había ganado.

El Caballero de la Muerte movió un peón, se apoderó de la reina negra y la apartó del tablero.

—Tu rey está atrapado, mi señor —manifestó, exultante—. No tiene dónde ir. La partida es mía.

Chemosh lo miró y Krell tragó saliva con esfuerzo.

—O tal vez no. Ese último movimiento... Me he equivocado. Era un movimiento ilegal. —Volvió a colocar rápidamente a la reina negra en su casilla—. Te pido disculpas, mi señor, no sé en qué estaría pensando...

Chemosh asió el tablero de khas y se lo arrojó a Krell a la cara.

—Si me necesitas, estaré en la Sala del Tránsito de Almas. ¡No pierdas de vista a Mina! Y recoge esas piezas —añadió Chemosh mientras se marchaba.

—Sí, mi señor —masculló Ausric Krell.

7

El frío del suelo de piedra sacó a Mina del desvanecimiento. Tiritaba de tal modo que se sostuvo erguida a duras penas. Arrastrando los pies, se envolvió en una manta de la cama y fue hacia la ventana.

Soplaba una brisa moderada y el Mar Sangriento estaba en calma. Las olas rompían en las rocas de la orilla sin apenas salpicar. Los pelícanos, volando en formación como un Ala de Dragones Azules, andaban de pesca. El cuerpo brillante de un delfín rompió la superficie del agua y se sumergió de nuevo.

Tenía que hablar con Chemosh, tenía que conseguir que la escuchara. Todo aquello era una equivocación o, más bien, una mala pasada.

Mina caminó hacia la puerta de la habitación y descubrió que no estaba cerrada como había temido. La abrió de golpe.

Ausric Krell se encontraba ante ella.

Mina le asestó una mirada cáustica y dio un paso con intención de sobrepasarlo.

Krell se desplazó para cerrarle el camino.

—Quítate de en medio —increpó, obligada a enfrentarse a él.

—Tengo órdenes —se regodeó el Caballero de la Muerte—. Tienes que quedarte en tus aposentos. Si quieres ocupar el tiempo te sugiero que empieces a preparar el equipaje para tu marcha mañana. Quizá quieras llevarte todo lo que posees, porque no volverás.

Mina lo miró con fría rabia.

—Sabes que el hombre que está en la cueva no es mi amante. —Yo no sé nada de eso —replicó Krell.

—Una mujer no encadena a su amante a una pared y lo amenaza de muerte —manifestó mordazmente la joven—. ¿Y qué pasa con el kender? ¿También él es mi amante?

La gente tiene sus rarezas—comentó, magnánimo, Krell—. Cuando estaba vivo me gustaba que mis mujeres se resistieran, que chillaran un poco, así que no soy el más indicado para juzgar a nadie.

—Mi señor no es estúpido. Cuando vaya a la cueva esta noche y se encuentre con un monje demacrado y a un pequeño kender lloroso encadenados a una pared comprenderá que le has mentido.

—Tal vez sí —contestó Krell, impasible—. O tal vez no.

—¿Eres tan necio como aparentas, Krell? —increpó Mina, prietos los puños—. Cuando Chemosh descubra que le has mentido sobre mí se pondrá furioso contigo. Es muy posible que te entregue a Zeboim. Pero aún estás a tiempo de salvarte. Ve y cuéntale a Chemosh que has pensado bien las cosas y que estabas equivocado...

Krell no era tonto; ya había pensado bien las cosas y sabía lo que tenía que hacer exactamente para protegerse.

—Mi señor Chemosh ha dado orden de que no se lo moleste —contestó, y le propinó un empellón a Mina que la mandó de vuelta al interior de la habitación.

Cerró de un portazo, atrancó por fuera la puerta y siguió montando guardia delante.

Mina regresó a la ventana. Sabía lo que Krell planeaba: sólo tenía que ir a la cueva, disponer del kender y de la perra, matar al monje, quitarle las cadenas y dejar el cadáver para que Chemosh lo encontrara, junto con alguna evidencia que demostrase que la gruta había sido su nido de amor.

Quizá ya lo había hecho. Eso explicaría su aire de satisfacción. Mina ignoraba cuánto tiempo había estado desmayada; horas, como poco. El castillo estaba orientado al este y su sombra se proyectaba, oscura, sobre las olas rojas. El sol se metía ya y el día llegaba a su fin.

Mina se quedó en la ventana.

«He de recuperar la confianza y el afecto de mi señor. Tiene que haber un modo de demostrarle mi amor. Si pudiera hacerle un regalo, algo que ansiara poseer...»

Mas ¿qué podía haber que quisiera un dios y no pudiera tenerlo?

Una cosa. Había algo que Chemosh deseaba y que no podía tener.

La torre de Nuitari.

—Si estuviese en mi mano, lo haría —musitó la joven—, aunque en ello me fuese la vida...

Cerró los ojos y se encontró en el fondo del mar. La Torre de la Alta Hechicería se alzaba ante ella; las cristalinas paredes reflejaban el agua azul, el coral rojo, las algas verdes y la multitud de criaturas marinas multicolores, un continuo panorama de vida marina que desfilaba sobre su superficie facetada.

Estaba dentro de la torre, en su prisión, hablando con Nuitari. Estaba en el agua de la esfera, hablando con la dragona. Estaba en el Solio Febalas, abrumada por el sobrecogimiento, rodeada por el milagro sublime que eran los dioses.

Mina extendió las manos. Su anhelo se intensificó, brotó impetuoso en su interior. El corazón le martilleó, los músculos se le quedaron agarrotados. Cayó de rodillas con un gemido y siguió con las manos extendidas hacia la torre que la colmaba toda por dentro.

El anhelo la controló y la arrastró. No podía ni quería frenarse. Se entregó al anhelo y fue como si el corazón se le desgarrara. Jadeó, falta de aliento. Saboreó sangre en la boca. Se estremeció y volvió a gemir y, de repente, algo se rompió dentro de ella.

El anhelo, el deseo, fluyó a través de sus manos extendidas y ella se quedó tranquila y en paz...


Krell había hallado una forma de salir del aprieto, aunque no era la forma que Mina había imaginado, ya que ese plan requería que Krell se ausentara del castillo y a él lo aterraba hacerlo por miedo a que Chemosh regresara en cualquier momento y lo descubriera. El Caballero de la Muerte tendría el cerebro de un roedor, pero era sobradamente astuto para compensarlo. Su plan era sencillo y directo.

No tenía que matar al kender, al monje ni a la perra. Lo único que tenía que hacer era matar a Mina.

Muerta ella, se acababa la historia. Chemosh no tendría razón para ir a la cueva a enfrentarse a su amante y el problema de Krell quedaría resuelto.

Krell la detestaba y la habría matado hacía tiempo, pero temía que Chemosh acabara con él, algo nada fácil de lograr puesto que ya estaba muerto, pero el Caballero de la Muerte tenía la convicción de que el Señor de la Muerte hallaría la forma y que ésta no sería agradable.

Consideraba que matar a Mina ahora era seguro. Chemosh la despreciaba, la detestaba. No soportaba verla.

—Trató de escapar, mi señor —repasó lo que pensaba decirle—. No era mi intención matarla, pero no soy consciente de mi fuerza.

Habiendo decidido matar a Mina, a Krell sólo le quedaba determinar cuándo. En cuanto a eso, vacilaba. Chemosh había dicho que iba a la Sala del Tránsito de Almas, pero ¿hablaría en serio? ¿Se habría marchado el dios o aún andaría al acecho por el castillo?

Cada vez que Krell acercaba la mano al pestillo de la puerta se imaginaba a Chemosh entrando en la habitación a tiempo de presenciar cómo le rebanaba el cuello a su amante. Chemosh la despreciaría, pero algo tan horripilante todavía podía causarle impresión.

Krell no se atrevía a abandonar su puesto para comprobarlo. Finalmente, enganchó a un espectral secuaz que pasaba por allí y le ordenó que realizara averiguaciones. El secuaz estuvo ausente un buen rato durante el cual Krell paseó por el corredor e imaginó su revancha con Mina, cada vez más entusiasmado con la idea.

El secuaz le llevó la noticia de que Chemosh se hallaba en la Sala del Tránsito de Almas y que aparentemente no tenía prisa en regresar.

Perfecto. Chemosh se encontraría allí para ver llegar el espíritu de Mina. Así no tendría razón para ir a la cueva. Ninguna en absoluto.

Krell alargó la mano hacia el picaporte y entonces se detuvo. Una luz ambarina empezó a brillar alrededor del marco de la puerta. Miró el fenómeno, desconcertado, mientras el resplandor se hacía más y más intenso.

El Caballero de la Muerte sonrió. Las cosas marchaban mejor de lo que podría esperar. Por lo visto Mina había prendido fuego a la habitación.

Golpeó la puerta con el puño, desenvainó la espada y penetró en el cuarto.

8

La gruta olía a cerdo salado. Atta relamía los huesos de las costillas que se había comido y miraba, anhelante, a Beleño, que restregaba obedientemente, aunque con aire triste, el interior de sus botas con un trozo de carne grasienta. Rhys había razonado que al kender le sería más fácil sacar los pies de las botas que intentar sacar las botas de los grilletes.

—¡Ya está, acabé! —anunció Beleño. Le dio lo que quedaba del trozo de cerdo destrozado a la perra, que lo engulló de una tacada y después se puso a olisquear las botas, hambrienta.

Atta, vale ya —ordenó Rhys, y la perra se le acercó, obediente, y se tumbó a su lado.

Beleño giró el pie derecho y soltó un gruñido.

—Nada —dijo, tras forcejear un momento—. No cede. Lo siento, Rhys, valió la pena intentarlo...

—Lo que tienes que hacer es mover el pie, Beleño —comentó el monje con una sonrisa.

—Lo moví —protestó el kender—. Las botas están bien ajustadas en esa parte. Siempre me han quedado un poco pequeñas, por eso los dedos abrieron un agujero en la punta. Bien, pensemos ahora cómo podemos escapar los dos.

—Hablaremos de ello después de que tú estés libre —replicó Rhys. —¿Prometido? —Beleño miró a su amigo con desconfianza. —Prometido.

El kender asió el aro metálico que tenía ceñido ai tobillo y empezó a tirar de él y de la bota.

—Dobla el pie —instruyó pacientemente Rhys.

—¿Quién te crees que soy? —demandó Beleño— ¿Uno de esos tipos del circo que hacen un nudo con las piernas detrás del cuello y caminan sobre las manos? Sé que eso lo puedo hacer porque lo intenté una vez. Mi padre tuvo que desengancharme...

Beleño, el tiempo se nos está acabando —dijo Rhys. La luz del día menguaba en el exterior y la gruta estaba cada vez más oscura.

El kender suspiró profundamente. Arrugando la cara, se puso a tirar y a tirar. El pie derecho salió de la bota y después le siguió el izquierdo. Sacó las botas de los grilletes y las miró con tristeza.

—Todos los perros que haya en seis condados a la redonda me perseguirán —rezongó. Se metió las botas grasientas y, cogiendo otro trozo de cerdo salado, se agachó junto a Rhys—. Te toca a ti.

—Mira, Beleño. —El monje señaló los grilletes que se ajustaban muy prietos a sus tobillos huesudos, luego alzó los que le ceñían las muñecas, tan ajustados que le habían excoriado la piel.

Beleño miró y el labio inferior le tembló.

—Es culpa mía.

—Pues claro que no es culpa ruya, Beleño —arguyó Rhys, sorprendido—. ¿Por qué dices eso?

—¡Si fuera un kender como es debido no estarías atascado aquí para que te mataran! —gritó Beleño—. Tendría ganzúas, ¿sabes?, y abriría esos cierres así. —Chasqueó los dedos, o lo intentó, porque debido a la grasa el chasquido no sonó muy allá—. Mi padre me dio un juego de ganzúas cuando cumplí los doce e intentó enseñarme a utilizarlas. No se me daba nada bien. Una vez se me cayeron y, ¡zas!, el ruido despertó a toda la casa. Otra vez la ganzúa se coló del todo por la cerradura, aún no entiendo cómo, y acabó al otro lado de la puerta, y ésa la perdí...

»¡No me iré! —El kender se cruzó de brazos—. ¡No puedes obligarme!

—Beleño, tienes que irte —dijo Rhys con firmeza.

—No, no tengo que hacerlo.

—Es la única forma de salvarme —indicó el monje en tono solemne. Beleño levantó la cabeza.

—He estado pensado —prosiguió el monje—. Estamos en el Mar Sangriento, así que debemos de encontrarnos en algún lugar cercano a Flotsam. Hay un templo de Majere en Flotsam...

—¿Lo hay? ¡Eso es maravilloso! —gritó Beleño, entusiasmado—. ¡Puedo ir corriendo a Flotsam y encontrar el templo, reunir a los monjes, traerlos aquí para que repartan leña y te rescataremos!

—Es un plan excelente.

—¡Me marcho ahora mismo! —Beleño se incorporó precipitadamente. —Llévate a Atta —dijo Rhys—. Como protección. Flotsam es una ciudad sin ley o eso he oído decir.

—¡Vale! ¡Vamos, Atta!. —El kender silbó.

La perra se levantó, pero no lo siguió y miró a Rhys. Notaba que algo no iba bien.

Atta, vigila-dijo el monje, que señaló al kender.

A menudo le daba la orden de «vigilar» algo, lo que significaba que tenía que proteger lo que fuera, no dejar que se acercara nadie. La había dejado guardando ovejas enfermas mientras él iba a buscar ayuda y a menudo le había encomendado guardar a Beleño.

En este caso, sin embargo, Rhys no se marchaba, sino que se quedaba, y el sujeto al que supuestamente tenía que guardar, se marchaba. Rhys ignoraba si el animal entendería y obedecería. Sin embargo, la perra estaba acostumbrada a cuidar del kender y Rhys confiaba en que ahora se avendría a esto igual que había hecho en el pasado. Había pensado en intentar hacer una correa para ella, pero la perra jamás había estado atada, por lo que Rhys imaginaba que se resistiría contra la correa y no había tiempo para eso. La noche avanzaba a pasos agigantados.

Atta, aquí.

La perra se acercó a él y el monje la tomó por la cabeza con las manos y miró los ojos marrones.

—Ve con Beleño —le dijo—. Cuida de él. Vigila.

Rhys la acercó hacia sí y la besó suavemente en la frente. Luego la soltó.

—Llámala otra vez.

Atta, ven —repitió Beleño.

La perra miró a Rhys, que gesticuló en dirección al kender. —Sal ahora —le ordenó Rhys a Beleño—. De prisa.

El kender obedeció y se encaminó hacia la boca de la gruta. Tras mirar de nuevo a Rhys, Atta fue en pos de Beleño obedientemente. Rhys soltó un suave suspiro. Beleño se paró un instante.

—Volveremos pronto, Rhys. No... no te muevas de aquí.

—Sé prudente, amigo mío —contestó el monje—. Tú y Atta cuidad uno del otro.

—Lo haremos. —Beleño vaciló un instante pero luego salió disparado de la cueva. La perra corrió tras él, igual que había hecho tantas veces antes.

Rhys se recostó en la pared rocosa mientras las lágrimas acudían a sus ojos, si bien sonrió.

—Perdóname por mentir, señor —musitó.

En toda su larga historial los monjes de Majere jamás habían construido un templo en Flotsam.


Chemosh se encontraba siempre en la Sala del Tránsito de Almas aunque iba allí en contadas ocasiones, una contradicción que se explicaba por el hecho de que una de las facetas del Señor de la Muerte se hallaba siempre presente en la Sala, sentada en el oscuro trono mientras ponía a prueba a las almas de quienes habían dejado el cuerpo mortal atrás y se disponían a emprender la siguiente etapa del eterno viaje.

Rara vez ocupaba esa faceta de sí mismo. Aquel lugar estaba demasiado aislado, demasiado lejos del mundo de dioses y mortales. Los otros dioses tenían prohibido ir a la sala para que no influyeran de forma indebida en las almas sometidas a juicio.

Al Señor de la Muerte se le daba una última oportunidad de intentar inclinar a las almas hacia la causa del Mal, evitar que continuaran el viaje, hacerse con ellas y quedárselas. Las almas que habían aprendido las lecciones de la vida eludían fácilmente sus añagazas, al igual que las almas inocentes, como las de los niños.

Uno de los dioses del Bien o de la Neutralidad podía interceder a favor de un alma, pero únicamente si echaba una bendición a esa alma antes de que entrara en la sala. Justo en ese instante, un alma así se hallaba ante el trono de ónice y plata, un alma que estaba ennegrecida pero que aun así irradiaba luz azul. El hombre había cometido actos viles, pero había sacrificado la vida por salvar a unos niños atrapados en un incendio. El viaje de su alma no sería sencillo porque aún le quedaba mucho por aprender, pero Mishakal lo bendijo y el espíritu consiguió escabullirse de la mano huesuda y anhelante del Señor de la Muerte. Cuando Chemosh enredaba a un alma, la apresaba y la arrojaba al Abismo o la mandaba de vuelta al cuerpo muerto, que a partir de ese instante se convertía en su atroz prisión.

Los dioses de Mal también podían reclamar almas. Almas que ya se habían comprometido con Morgion o que llevaban la marca de Zeboim entraban en la sala cargadas de cadenas para que el Señor de la Muerte se las entregara a aquellos dioses a quienes habían jurado servir.

Chemosh sólo acudía a la sala en su forma «mortal» en los momentos en los que estaba profundamente conturbado. Le gustaba recordar su poder. No importaba a qué dios hubiese servido un mortal en vida, porque cuando esa vida acababa todas las almas pasaban ante él. Incluso las que negaban la existencia de los dioses se encontraban allí, lo que era una gran impresión para la mayoría. Se las juzgaba conforme al modo en que habían vivido, no porque hubiesen profesado fe a tal o cual deidad en vida. Una hechicera que hubiese ayudado a la gente durante su vida proseguía su camino, en tanto que el alma codiciosa, avara, que había engañado regularmente a sus clientes pero que nunca se perdía un servicio religioso, caía víctima de las lisonjas del Señor de la Muerte y acababa en el Abismo.

Algunas almas podrían haber proseguido viaje, pero decidían no hacerlo. Una madre era reacia a abandonar a sus pequeños; un esposo no quería separarse de su esposa. Estos espíritus permanecían atados a quienes amaban hasta que se los persuadía de que continuar era lo correcto y lo mejor para ellos, que los vivos habían de continuar con su vida y los muertos también debían seguir adelante.

Chemosh se encontraba en la sala observando la fila que formaban las almas, una hilera que teóricamente había de ser eterna, y recordó los tiempos horribles en los que la fila había acabado de un modo repentino e inesperado, esos tiempos en los que la última alma se había presentado ante él y había mirado esa alma y luego en derredor con una estupefacción sin límites. Montando en cólera, el Señor de la Muerte se había levantado del trono por primera vez desde que lo había ocupado al inicio de la creación, y había salido de la sala sólo para descubrir que Takhisis había robado el mundo y se había llevado las almas consigo.

Fue entonces cuando Chemosh comprendió la máxima mortal de «No se valora lo que se tiene hasta que se pierde».

Y también que se juraba que no se volvería a perder.

Chemosh observó a las almas que se presentaban ante él y escuchó sus historias, hizo negocios sucios y dictó sentencias; atrapó unas cuantas y dejó ir a otras pocas, y esperó sentir el cálido placer de la satisfacción.

Ese día no lo experimentó. Se sentía claramente descontento. Lo que se suponía que debería ir bien marchaba rematadamente mal. Había perdido el control y no tenía ni idea de cómo se le había escapado. Era como si estuviese maldito...

Esa palabra le hizo comprender de repente la razón de que se hubiese sentido atraído hacia allí, comprender qué buscaba.

Se hallaba en la Sala del Tránsito de Almas y volvió a ver a la primera que se había presentado ante él cuando el mundo se recuperó: el alma mortal de Takhisis. Todos los dioses habían presenciado su muerte. Volvió a oír sus palabras, en parte una desesperada súplica y en parte un gruñido desafiante.

—¡Estáis cometiendo un error! —les había gritado—. Lo que he hecho no se puede deshacer. La maldición está entre vosotros. Destruidme, y os destruiréis a vosotros mismos.

Chemosh no podía juzgarla. Ninguno de los dioses podía hacer eso. Había sido uno de ellos, después de todo. El Dios Supremo acudió a reclamar el alma de su hija perdida, y el reino de Takhisis, Reina de la Oscuridad, terminó y el tiempo y el universo continuaron.

En aquel entonces el Señor de la Muerte no había dado importancia a su predicción. Despotriques, desvaríos, amenazas... Takhisis había escupido ese veneno durante eones. Ahora pensó en ello sin poder evitarlo, pensó en ello y se preguntó con inquietud qué habría querido decir la difunta y no llorada Reina Oscura.

Había una persona que quizá lo supiera, una persona que había estado más cerca de ella que cualquier otro ser en la historia. La persona a la que había desterrado de su presencia. Mina.

9

Beleño abandonó la gruta con el corazón triste; una tristeza tan agobiante que el corazón no podía sostenerse como era debido en el pecho y se le hundió hasta la boca del estómago, donde se trastornó con el cerdo salado y le provocó retortijones. Desde allí, el corazón se hundió todavía más y sumó su peso al de los pies, de forma que éstos se movieron cada vez más despacio hasta que le resultó un esfuerzo colosal moverlos ni mucho ni poco. El corazón le pesaba más y más a medida que avanzaba.

El cerebro le decía al kender que estaba en una misión urgente para salvar a Rhys, pero el problema era que el corazón no lo creía, de forma que el corazón no sólo se le había caído a los pies, confundiéndolos, sino que además discutía con el cerebro, por no hablar del cerdo salado.

Beleño no le hizo caso al corazón y obedeció al cerebro. La mente era lógica y a los humanos les impresionaba la lógica hasta el punto de hacer siempre hincapié en lo importante que era actuar lógicamente. La lógica le dictaba a Beleño que tendría más oportunidades de rescatar a Rhys si volvía con ayuda en la forma de monjes de Majere, que si él —un simple kender-se quedaba con Rhys en la gruta. Era la lógica de la argumentación de Rhys la que lo había persuadido para que se fuera, y esa misma lógica lo hacía seguir adelante cuando el corazón lo instaba a dar media vuelta y regresar a todo correr.

Atta iba pisándole los talones, como le habían ordenado que hiciera. También a ella el corazón debía de estar incordiándola porque no dejaba de pararse, con lo que se ganaba miradas severas de reproche por parte del kender.

—¡Atta!¡Aquí, chica! ¡Tienes que mantener el ritmo! —la reprendió Beleño—. No tenemos tiempo para haraganear.

La perra trotaba tras él porque eso era lo que le habían dicho que hiciera, pero no estaba contenta, como tampoco lo estaba Beleño.

El hecho de caminar en sí era otro problema. Solinari y Lunitari resplandecían en el cielo esa noche, Solinari medio llena y Lunitari llena del todo, de modo que parecía que las lunas le estuvieran haciendo un guiño con ojos disparejos. Divisaba el perfil de la costa acantilada recortada contra el cielo y dedujo —lógicamente— que allí arriba encontraría una calzada que lo conduciría a Flotsam. Los acantilados no parecían estar muy lejos, sólo un salto, un brinco y un bore por encima de algunas dunas, seguido de gatear un poco entre peñascos.

Las dunas resultaron difíciles de cruzar, sin embargo. Salto, brinco y bote funcionaron rematadamente mal. La arena estaba suelta y sonaba como si pisara fango, como si las botas no estuvieran ya bastante resbaladizas con la grasa de cerdo. El kender envidiaba a Atta, que avanzaba sobre la arena con facilidad, y deseó tener cuatro patas. Beleño trastabilló por las dunas lo que le pareció una eternidad y se pasó más tiempo a cuatro patas que erguido. Le entró calor y se cansó, y cada vez que miraba al acantilado le parecía que se encontraba más lejos.

No obstante, todo llega a su fin, incluso las dunas. Y dieron paso a los peñascos. Beleño supuso que andar por los peñascos sería mejor que por las dunas y emprendió la escalada con alivio.

Un alivio que en seguida desapareció.

No sabía que los peñascos tuvieran un tamaño tan enorme ni aristas afiladas ni que trepar por ellos fuera tan difícil ni que las ratas que vivían entre los peñascos fuesen tan grandes y tan desagradables. Menos mal que Atta iba con él o, en caso contrario, quizá las ratas se lo habrían llevado ya que era obvio que no le tenían ningún miedo. La perra, en cambio, no les hizo gracia. Atta les ladró, ellas la miraron con los ojos rojos, le chillaron y después se escabulleron.

A poco de estar entre los peñascos, el kender tenía las manos cortadas y sangrantes, y le dolía un tobillo porque había resbalado y el pie se le había metido en una grieta. Tuvo que pararse una vez para vomitar, pero eso al menos acabó con el problema del cerdo salado.

Entonces, justo cuando creía que aquellos pedruscos no se acabarían nunca, llegó a lo alto del acantilado.

Beleño salió a la calzada que lo llevaría a Flotsam y a los monjes, y miró a un lado y a otro. Su primer pensamiento fue que la palabra «calzada» era un cumplido inmerecido para esa franja rocosa de rodaduras de carreta. La segunda idea que se le vino a la cabeza fue más sombría. La mal llamada calzada se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista en el horizonte.

No había ninguna ciudad ni a un extremo ni al otro.

Flotsam era inmensa. Había oído contar cosas sobre esa ciudad durante toda su vida. Flotsam era una urbe que jamás dormía. Era una ciudad de luces de antorchas, luces de tabernas, fogatas en la playa y fuegos de hogares brillando en las ventanas de las casas. Beleño había dado por supuesto que cuando llegase a la calzada divisaría las luces de Flotsam.

Las únicas luces que alcanzó a ver eran las de las pálidas estrellas y la del demencial guiño de ojos de las dos lunas.

—Bien, pues ¿dónde está? —Beleño se giró hacia un lado y después hacia el otro—. ¿En qué dirección voy?

Entonces la verdad se abrió paso en su mente. En su corazón. En la lógica.

—Da igual en qué dirección esté Flotsam —dijo con una certeza repentina, horrible—, porque, sea en una u otra dirección, está demasiado lejos. ¡Rhys lo sabía! Sabía que jamás volveríamos de Flotsam a tiempo. ¡Nos mandó irnos porque sabía que iba a morir!

Se sentó pesadamente en el suelo, rodeó el cuello de la perra con los brazos y la estrechó contra sí.

—¿Qué vamos a hacer, Atta!

En respuesta, la perra se soltó de su abrazo y regresó corriendo a los peñascos. Se detuvo y se volvió a mirarlo, anhelante, mientras movía la cola.

—Ya no servirá de nada regresar, Atta— dijo Beleño con tristeza—. Aun en el caso de que pudiera descender por esos estúpidos pedruscos sin romperme el cuello, algo que dudo que fuese capaz de hacer, ya daría igual.

Se limpió el sudor de la cara.

—Nosotros no podemos salvar a Rhys. Solos no. Soy un kender y tú eres una perra. Necesitamos ayuda.

Siguió sentado en la calzada, sumido en la desesperación, con la cabeza entre las manos. Atta le lamió la mejilla y le metió el hocico en la axila en un intento de empujarlo a que se pusiera en marcha.

Beleño levantó la cabeza. Se le había ocurrido algo, una idea que lo puso frenético.

—Aquí estamos tú y yo, Atta, casi matándonos para ayudar a Rhys, y ¿qué ha hecho su dios durante todo este tiempo? ¡Nada, eso es lo que ha hecho! ¡Los dioses pueden hacer cualquier cosa! Majere habría podido situar Flotsam donde pudiéramos encontrarla. Majere habría podido endurecer esa arena resbaladiza y suavizar esos peñascos cortantes. ¡Majere habría podido hacer que cayeran las cadenas de Rhys! Majere podría mandarme seis monjes ahora mismo, que llegaran por la calzada para salvar a Rhys. ¿Me oyes, Majere? —gritó el kender al cielo.

Esperó unos instantes para darle una oportunidad al dios, pero los seis monjes no aparecieron.

Ahora sí que la has hecho buena—dijo en tono ominoso el kender, que se levantó de un brinco y, con la vista prendida en el cielo y puesto en jarras, le soltó un buen sermón al dios.

«No sé si me escuchas o no, Majere —empezó en tono severo—. Probablemente no, ya que soy un kender y nadie nos hace caso, y también soy un místico, lo que significa que no te rendiré pleitesía. Aun así, eso no tendría que importar. Eres un dios del Bien, por lo que dijo Rhys, y eso significa que tendrías que escuchar a la gente, a todo el mundo, incluidos kenders y místicos, tanto si son seguidores tuyos como si no.

«Vale, entiendo que pueda parecerte injusto por mi parte pedirte ayuda ya que nunca he hecho nada por ti, pero tú eres mucho más grande que yo y mucho más poderoso, así que creo que podrías permitirte el lujo de ser magenta o magnesio o comoquiera que sea esa palabra que significa que uno es generoso con la gente aunque no se lo merezca.

»Y quizá yo no merezca tu ayuda, pero Rhys sí. Cierto, abandonó tu culto por el de Zeboim, pero has de saber que lo hizo sólo porque lo decepcionaste. Oh, ya he oído todo eso de que nosotros no tenemos que entender los designios de los dioses, pero vosotros, los dioses, sí tendríais que entender el corazón de los hombres, así que deberías entender que Rhys se marchó porque estaba enfadado y dolido. Ahora lo acoges de nuevo y eso ha estado muy bien, pero, al fin y al cabo, es lo que se supone que tendrías que haber hecho desde el principio, porque eres un dios del Bien, así que, a mi modo de ver, eso no es ningún mérito por tu parte.

Beleño hizo una pausa para tomarse un respiro al tiempo que intentaba aclarar las ideas, que se le habían embrollado bastante. Hecho esto, prosiguió con su argumentación y se fue acalorando a medida que hablaba.

—Rhys demostró su lealtad a ti al renunciar a Zeboim cuando la diosa nos podría haber rescatado, a él y a nosotros también, y está demostrando su fidelidad al permanecer en esa cueva esperando la muerte cuando Mina vuelva para torturarlo. Y tú ¿qué haces a cambio? ¡Dejarlo encadenado en esa gruta! —Beleño levantó los brazos y gritó.

«¿Le encuentras algún sentido a todo esto, Majere? Se calló para así dar tiempo al dios de responder. El kender oyó los chillidos de las gaviotas que peleaban por un pez muerto, el ruido de las olas al romper contra la costa y el silbido del viento que hacía crujir la hierba seca. Nada de eso le sonó como la voz de un dios. Dio un suspiro.

—Supongo que podría ofrecerte algo para que esto te mereciera la pena. Podría ofrecerte convertirme en uno de tus fieles, peto, para ser sincero, sería una mentira. Me gusta ser un acechador nocturno. Me gusta ayudar a los muertos a encontrar su camino para salir de este mundo si es eso lo que quieren hacer o hacerles compañía si prefieren quedarse. Me gusta la sensación que noto cuando lanzo un hechizo místico y el espíritu de la tierra se cuela dentro de mí y me colma el corazón y se derrama por las puntas de mis dedos y las manos me cosquillean y yo, un kender, soy capaz de hacer que un minotauro se desplome.

«Así que supongo que no puedo hacer un trato contigo y tú lo sabes, Majere. No creo que la gente tenga que hacer tratos con los dioses. ¿Por qué? Pues porque eres un dios y eres grande, maravilloso y poderoso, y porque yo sólo soy un kender, y Atta sólo es una perra, y Rhys sólo es un hombre, y te necesitamos. Así que mándame ya a esos seis monjes.

Beleño bajó los brazos, soltó un suspiro trémulo y aguardó expectante.

La disputa de las gaviotas acabó cuando una de ellas alzó el vuelo llevándose el pez muerto. Las olas siguieron rompiendo en la orilla, pero eso lo llevaban haciendo una eternidad. El viento había encalmado, así que la hierba estaba silenciosa. Igual que el dios.

—Bueno, no hace falta que sean seis monjes —contemporizó Beleño—. ¿Y qué tal dos monjes y un caballero? ¿O un monje y un hechicero?

Atta gimió y le dio con la pata en la pierna. El kender se inclinó para palmearle la cabeza, pero la perra apartó la cabeza de su mano. Lo miraba con los ojos entrecerrados. No lo apremiaba, le decía algo: «Vale ya de tanta tontería. Regresamos».

La intensa mirada lo hizo rebullir de vergüenza.

—Vale, ahora sé cómo se siente una oveja —masculló mientras trataba de eludir la penetrante mirada—. Esperemos un minuto más, Atta. Démosle al dios una oportunidad. Es por esos peñascos, ¿sabes? No me queda piel en las palmas de las manos... ¿Qué es eso?

Beleño había atisbado movimiento por el rabillo del ojo. Giró velozmente sobre sus talones y oteó la calzada; bajo la parpadeante luz de las lunas vio a dos personas que venían hacia él.

—¡Gracias, Majere! —exclamó el kender, que echó a correr por la calzada al tiempo que agitaba los brazos y gritaba—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Atta salió disparada en pos de él mientras ladraba frenéticamente. El kender estaba tan excitado y aliviado que no prestó atención al tono del ladrido. Siguió corriendo y siguió gritando.

—¡Vaya, cómo me alegra veros!

Y sólo cuando se encontró mucho más cerca de las dos personas y las vio bien se dio cuenta de que no era así. No se alegraba ni pizca. Eran Predilectos.

10

Mina miraba fijamente el Mar Sangriento a través de la ventana, calmo en la oscuridad iluminada por la luz de las lunas. La roja de Lunitari resplandecía en las constantes olas formando un claro de luna, un camino rojizo a través del agua bermeja que la noche manchaba de púrpura. El anhelo de la joven la sacó de su prisión hacia el infinito mar eterno. Las olas le lamían los pies; se metió en el agua... Detrás, la puerta se abrió con un quedo chirrido. «¡Chemosh! —se dijo Mina con sincera alegría—. ¡Ha venido a mí!» Su mente regresó al cuarto, a la prisión, en un instante. Extendidos los brazos, se giró para recibir a su amante, lista para arrojarse a sus pies y suplicar su perdón.

—Mi señor... —gritó.

Las palabras murieron en sus labios, y la alegría, en su corazón. —Krell —dijo sin hacer el menor esfuerzo para disimular su desprecio—, ¿qué quieres?

El Caballero de la Muerte avanzó pesada y ruidosamente por la habitación. Tras el yelmo, adornado con los cuernos retorcidos de un carnero, los abrasadores ojos porcinos irradiaban una mirada maliciosa.

—Matarte.

Krell cerró la puerta de una patada. Desenvainó la espada y caminó hacia la joven.

Mina se irguió y le hizo frente con menosprecio. —¡Mi señor no te permitirá que me toques!

—A tu señor lo traes al fresco —se mofó Krell—. Vamos, llámalo. Veamos si responde.

Mina recordó la mirada de odio que Chemosh le había asestado, recordó que la había echado de su lado, que se había negado a escucharla. Se imaginó a sí misma llamándolo y pidiéndole ayuda, y oyó en su corazón el eco del silencio de su rechazo. Eso no lo soportaría.

Krell la había amenazado con anterioridad, pero sólo eran bravatas de un fanfarrón. No había osado hacerle daño mientras había tenido la protección de Chemosh. Aquélla era su oportunidad. Ella estaba sola y desprotegida, no tenía armas. Ni siquiera una plegaria, ya que Chemosh le había dado la espalda.

Mina recorrió el cuarto con la mirada para buscar algo, cualquier cosa, que pudiera utilizar en su defensa. Tampoco es que eso fuera a cambiar las cosas. Ni la espada más afilada que hubiera salido de las manos de un artesano conseguiría mellar la armadura del Caballero de la Muerte.

No obstante, la joven no estaba dispuesta a morir sin luchar. Llegaría a la Sala del Tránsito de Almas con la cabeza bien alta. Chemosh no se avergonzaría de ella.

También Krell miraba en derredor, aunque no por la misma razón.

—¿De dónde sale esa luz extraña? —demandó—. ¿Has prendido fuego a algo?

Sobre la mesa había una candelera de hierro forjado, con el pie en forma de garra y tres manos, que más parecían zarpas, para sostener las velas. Era grande y pesado. El problema era que lo tenía a varios pasos de distancia.

—Sí —contestó Mina—. He invocado a un espectro de fuego.

Señaló hacia una parte de la habitación opuesta al candelabro.

—¡Un espectro de fuego! —Sólo Krell se habría tragado algo así. El Caballero de la Muerte giró bruscamente la cabeza.

Mina saltó hacia la mesa para asir el candelabro. Cerró las manos alrededor de la base, lo levantó e, impulsándolo al tiempo que giraba, golpeó con todas sus fuerzas en el yelmo de Krell.

La última vez que había luchado con él en el Alcázar de las Tormentas le había arrancado la cabeza de los hombros. Pero en aquella ocasión Chemosh había estado con ella.

Esta vez no tenía a ningún dios de su parte. Ningún dios luchaba por ella.

El candelabro de hierro se estrelló contra el yelmo de Krell, pero el golpe no le hizo nada. Era como si no lo hubiese notado siquiera. La vibración del impacto y el mortífero tacto del Caballero de la Muerte le agarrotaron los brazos a Mina desde la muñeca hasta el hombro y se los paralizaron momentáneamente. El candelabro se le escapó de las manos, de repente entumecidas.

Krell se volvió hacia ella, la asió por el brazo, se lo retorció y la lanzó contra la pared. Mina jadeó de dolor, pero no gritó. La acorraló entre los brazos para que no escapara e inclinó hacia ella la fantasmal cabeza cubierta por el yelmo. Mina vio el vacío del interior y olió el hedor a corrupción y muerte.

—Ojalá fuese un hombre vivo —se regodeó él—. Me divertiría un rato contigo antes de matarte, igual que en los viejos tiempos. Me gustaba ver el miedo en sus ojos, sabían lo que les iba a hacer y chillaban y suplicaban que les perdonara su miserable vida, y yo les decía que si eran niñas buenas y dejaban que me divirtiera les permitiría vivir. Mentía, naturalmente. Cuando acababa, les apretaba la garganta con mis manos, una garganta suave, esbelta como la tuya, y las estrangulaba.

Empezó a acariciarle el cuello con hiriente brusquedad.

—Supongo que tendré que conformarme con estrangularte.

Los dedos se ciñeron como cepos alrededor de su cuello y empezaron a apretar.

La rabia —ardiente como lava y con sabor amargo— hirvió dentro de Mina. La luz ambarina destelló en sus ojos y le salió disparada por las puntas de los dedos. Aferró las manos de Krell, las retiró de su garganta de un tirón y apartó al Caballero de la Muerte de un empellón.

—¡Un hombre vivo! —le gritó y la furia sacudió los muros del castillo—. ¡Quieres ser un hombre vivo! ¡Te concedo tu deseo!

Señaló a Krell y la luz ambarina lo bañó de la cabeza a los pies. Krell chilló, empezó a retorcerse dentro de la armadura y, de repente, ésta se partió y desapareció.

Ausric Krell se hallaba ante ella, temblorosa la carne desnuda, tiritando el cuerpo sin ropa. Los ojillos de cerdo estaban inyectados en sangre, bordeados de blanco y la contemplaban con aterrada estupefacción.

—¡Arrodíllate ante mí! —ordenó Mina.

Krell cayó a sus pies hecho un ovillo fláccido y envilecido.

—¡De ahora en adelante, me servirás! —le dijo Mina.

Krell balbució algo ininteligible.

Mina lo pateó, y el hombre chilló de dolor.

—¡Sí, sí! ¡Te serviré! —gimoteó.

Mina pasó ante el encogido Krell y fue hacia la puerta. La tocó y la hizo estallar en una llamarada ambarina. Cruzó a través de una lluvia de cenizas y salió al corredor oscuro. Miró el muro de piedra y lo derritió dejando a la vista una escalera de caracol, por la que ascendió los escalones que giraban en espiral hasta llegar a las almenas.

—Cuando regrese mi señor Chemosh dile que he ido a conseguir lo que su corazón anhela —resonó su voz en los oídos de Krell.

Krell permaneció encogido en el suelo. Le daba pánico abrir los ojos por miedo a ver a Mina. Finalmente, sin embargo, el suelo de piedra empezó a hacerle daño en las huesudas rodillas. El frío le tenía la carne de gallina y le arrugaba las partes pudendas. Krell se pellizcó un brazo y soltó un chillido; después gimió y maldijo.

No cabía duda. Mediana edad, cabello canoso, calvicie incipiente, piel cetrina y estómago fofo; ya había cumplido su deseo.

Era, de nuevo, un hombre vivo.

11

Mientras Ausric Krell pasaba un mal rato dentro del Castillo Predilecto, Beleño lo pasaba peor aún fuera de él. Tendría que haber reconocido a los discípulos zombis de Chemosh nada más verlos. Si hubiese estado prestando atención se habría dado cuenta de que los dos hombres que se acercaban por la calzada —los que había creído que eran enviados del dios para salvar a Rhys— no eran hombres en absoluto. A su alrededor no había el reconfortante halo luminoso, en su interior no alentaba vida alguna. Sólo eran unos bultos en la noche. Atta se había dado cuenta, y sus ladridos habían sido de advertencia, no de bienvenida. Ahora la perra estaba a su lado, temblorosa, gruñendo y enseñando los dientes.

Los dos Predilectos se detuvieron, miraron fijamente a Beleño con los vacíos ojos y el kender empezó a sentir inquietud. No sabía muy bien por qué, aunque le parecía recordar algo que había dicho Gerard sobre el esposo de alguien a quien habían cortado en pedazos. Pero cuando el alguacil lo comentó, él estaba pensando en qué habría de cena y no le había prestado atención.

Los Predilectos que había visto con anterioridad se habían mostrado muy dóciles todos mientras no estuvieran intentando seducir a alguien, y hasta el momento ningún humano —fuera o no Predilecto— había intentado seducirlo a él (aparte de aquella ramera en un callejón de Palanthas, y se le notaba que estaba completamente borracha).

Con todo, a Beleño no le gustaba la forma en la que esos dos lo estaban mirando. Los Predilectos no solían molestarse siquiera en dedicarle una ojeada; simplemente hacían caso omiso de él, y el kender había acabado por preferir que fuera así.

—Lo siento, chicos —dijo Beleño al tiempo que hacía un gesto con la mano—. Me equivoqué, creía que erais otros. Alguien vivo. —Esto último lo masculló entre dientes.

No sabía qué hacer. ¿Debería pasar a su lado caminando con desenvoltura y un festivo «¡juju!» o sería mejor dar media vuelta y echar a correr? El instinto votaba por dar la vuelta y salir pitando, y Beleño estaba a punto de obedecer cuando vio que uno de los hombres sacaba un cuchillo.

—¿Qué haces? —preguntó su compañero—. Es un kender.

—Sí, soy un kender —ratificó Beleño mientras retrocedía.

—No me importa —replicó el hombre con voz desagradable—. Voy a mandarlo con Chemosh.

—Es un kender —reiteró su compañero con asco—. Chemosh no quiere kenders.

—Tiene razón, ¿sabes? —le aseguró Beleño al del cuchillo—. Es como ponen en las posadas, lo de «no servimos a kenders». No se admiten kenders en el Abismo.» He visto los letreros, los hay por todas partes.

Miró a su alrededor con inquietud, pero no había ayuda a la vista, sólo la calzada vacía. Continuó retrocediendo poco a poco.

—A Chemosh le da igual —insistió el Predilecto—. Para él, un muerto es un muerto, y matar hace que el dolor desaparezca. —Esgrimiendo el cuchillo, avanzó hacia Beleño. El kender reparó en unas manchas oscuras que tenía la hoja.

«Asesiné a una mujer anoche —añadió el Predilecto en tono coloquial—. Destripé a la zorra. No logré que jurara entregarse a Chemosh, pero el dolor cesó. Inténtalo tú. Ayúdame a matar a este renacuajo.

Encogiéndose de hombros, el otro Predilecto recogió un trozo de madera para usarlo como garrote y los dos se dirigieron hacia Beleño.

Los Predilectos ya no asesinaban para obtener conversos para Chemosh, comprendió el kender con consternación. ¡Ahora mataban por matar!

Estaba a punto de señalar a los Predilectos con el dedo, dispuesto a derrumbarlos como había hecho con el minotauro, cuando recordó de repente que su magia no funcionaría con ellos. El corazón, que se le había caído a los pies, le subió de repente por las entrañas para finalmente aferrado por la garganta y sacudirlo.

Beleño había perdido un tiempo precioso para huir con su amago de lanzar un hechizo. Lo compensó al girar sobre sus talones rápidamente y salir como alma que lleva un diablo... o dos.

—¡Atta!, corre! —dijo jadeante, y la perra salió disparada detrás de él.

Beleño era bueno en carreras cortas de velocidad; había practicado mucho a fuerza de superar a alguaciles, amas de casas enfadadas, granjeros furiosos y mercaderes iracundos. El repentino despliegue de velocidad pilló desprevenidos a los Predilectos y puso distancia entre él y sus perseguidores durante un poco de tiempo, pero ya estaba cansado por el esfuerzo de atravesar las dunas y trepar por peñascos afilados. Le faltaba energía para mantener la velocidad inicial y las fuerzas empezaron a flaquearle. Las rodadas en la calzada y alguno que otro parche de tierra y hierbas secas, así como las botas untadas con grasa de cerdo, no lo ayudaban precisamente.

Entretanto, los Predilectos habían aumentado su velocidad. Al estar muertos podían correr un mes seguido si querían, mientras que él imaginó que aguantaría sólo unos segundos más. No se molestó en mirar atrás, pero tampoco hacía falta ya que oía la respiración fuerte y las pisadas, y sabía que lo estaban alcanzando.

Atta ladraba con ferocidad, medio corriendo en pos de Beleño y medio girándose para amenazar a los Predilectos.

El kender respiraba ya con resuellos ásperos y dolorosos, tropezaba en el terreno irregular. Estaba a punto de caer rendido.

Uno de los Predilectos lo aferró por la punta de la camisa que ondeaba al viento, y Beleño pegó un tirón en un intento de soltarse, pero tropezó en un enorme parche de hierbas secas y se fue de bruces al suelo. Dispuesto a vender cara su vida, rodó sobre sí mismo y de repente se encontró en medio de lo que sólo podía describirse como una explosión de saltamontes.

Nubes de aquellos insectos saltadores y voladores zumbaron en el aire. Habían estado metidos entre las malas hierbas y se habían enfurecido al verse molestados tan bruscamente. Los saltamontes se le metían a Beleño en los ojos, por la nariz, se le colaban por el cuello de la camisa y por los pantalones. Rodó para quitarse del parche de hierba al tiempo que se daba palmetazos, cachetes y se retorcía. Atta corría en círculos mientras lanzabas dentelladas y mordiscos a los insectos. Beleño se quitó varios de los ojos y entonces vio, con gran asombro, que los saltamontes se habían lanzado al ataque contra los Predilectos.

Los dos hombres estaban literalmente cubiertos de insectos, con saltamontes prendidos por todas partes del cuerpo. Tenían dentro de la boca, se amontonaban sobre los ojos, se apelotonaban en los agujeros de la nariz. Los frenéticos insectos zumbaban al treparles por el cabello, los brazos, las piernas, y aún seguían saliendo más de las hierbas a todo lo largo del borde de la calzada.

Los Predilectos agitaban los brazos y saltaban mientras se esforzaban para espantar a los insectos pero, cuanto más se debatían, más parecía que los saltamontes se enfurecían y los atacaban con mayor ahínco.

Los saltamontes que habían molestado a Beleño parecieron darse cuenta de que se estaban perdiendo toda la diversión, porque se alejaron entre zumbidos para unirse a sus compañeros. En cuestión de segundos, a los Predilectos no se los veía, envueltos en una nube arremolinada de insectos.

—¡Cielos! —exclamó el kender sin salir de su asombro, y entonces añadió, dirigiéndose a. Atta-: Ahora es nuestra oportunidad. ¡Huyamos!

Le quedaba una pequeña reserva de energía, de modo que agachó la cabeza, propulsó los pies y salió por piernas calzada adelante.

Corrió, corrió, corrió sin mirar por dónde iba, y Atta jadeaba a su lado cuando chocó de cabeza contra algo: ¡cataplum!

El kender rebotó y cayó patas arriba en el suelo. Sacudiendo la cabeza, atontado, alzó la vista.

—Cielos —repitió.

—Lo siento, amigo —se disculpó el monje, que le tendió una mano solícita para ayudarlo a ponerse de pie—. Debería mirar por dónde voy.

El monje observó a Beleño y luego dirigió la vista carretera adelante, donde los Predilectos huían en dirección opuesta mientras trataban de librarse de los saltamontes, que seguían atacándolos. El monje esbozó una sonrisa y luego miró de nuevo al kender, preocupado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. ¿Te han hecho daño?

—N... no, hermano —tartamudeó Beleño—. Ha sido una gran suerte que esos saltamontes aparecieran...

El monje era enjuto, esbelto, todo músculo, como Beleño sabía con conocimiento de causa ya que topar con él había sido como chocar contra la falda de una montaña. Tenía el cabello de un color gris acerado y lo llevaba recogido en una sencilla trenza que le caía por la espalda. Vestía ropas sencillas, una especie de túnica de un tono anaranjado bruñido y decorada con un motivo de rosas en torno al repulgo y a las bocamangas. Tenía los pómulos altos, la mandíbula fuerte y ojos oscuros que ahora sonreían pero que seguramente podían ser muy fieros si el monje quería.

—¿Te ha enviado Majere, hermano? Pero qué preguntas hago. ¡Pues claro que te ha enviado, como también envió a esos saltamontes! —Beleño asió la mano del monje y tiró—. ¡Ven! ¡Te llevaré hasta Rhys!

—Busco a Mina —dijo el monje—. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—¡Mina! ¿Y a quién le importa ella? —gritó Beleño. Asestó al monje una mirada severa.

»Lo has entendido todo mal, hermano. No buscas a Mina, en ningún momento le pedí a Majere nada sobre Mina. A quien buscas es a Rhys. Rhys Alarife, seguidor de Majere. Mina trabaja para Chemosh... otro dios distinto por completo.

—A pesar de todo, busco a Mina —dijo el monje— y he de encontrarla en seguida, antes de que sea demasiado tarde,

—¿Demasiado tarde para qué? ¡Oh, demasiado tarde para Rhys! ¡Por eso es por lo que hemos de darnos prisa! ¡Vamos, hermano, pongámonos en marcha!

El monje no se movió y dirigió una mirada ceñuda al cielo.

—Sí, un color peculiar, ¿verdad? —comentó el kender con el cuello doblado hacia atrás—. También yo me he dado cuenta. Tiene una especie de brillo ambarino muy extraño. Creo que debe de ser el «aura borelás» o como la llamen. —El kender se puso tremendamente serio.

«Vamos a ver, hermano monje, agradezco lo de los saltamontes y todo eso, ¡pero no tenemos tiempo para quedarnos aquí parados y cascar sobre el color raro del cielo nocturno! Rhys corre peligro. ¡Tenemos que irnos! ¡Ya!

El monje no parecía oírlo; tenía la mirada perdida en la distancia, como si buscara algo. Al cabo, sacudió la cabeza.

—¡Ciego! —masculló—. ¡Estoy ciego! Todos nosotros... ciegos. Ella está aquí, pero no puedo verla. No puedo encontrarla.

Beleño percibió la angustia en la voz del monje y el corazón se le puso en un puño. También reparó en algo más, algo respecto al monje que, como le había ocurrido con los Predilectos, tendría que haber notado antes. Miró a Atta y la vio encogida, acobardada... algo que la valerosa perra no hacía nunca.

El monje tampoco irradiaba el brillo de la vida, pero, a diferencia de los Predilectos, su cuerpo tenía algo de etéreo, de insustancial, casi como si estuviese pintado en el lienzo de la noche. Las piezas del rompecabezas empezaron a encajar dentro de la cabeza de Beleño, y lo hicieron con tanta fuerza que fue como si recibiera un buen golpe.

—¡Oh, dios mío! —exclamó el kender y luego, al darse cuenta de lo que había dicho, se tapó la boca con la mano—. ¡Lo siento, señor! —farfulló a través de los dedos—. No quería tomar vuestro nombre en vano. ¡Es que se me escapó!

Cayó de rodillas e inclinó la cabeza.

—No pasa nada con lo de Rhys, vuestra divinidad —dijo con tristeza el kender—. Ahora sé por qué tenéis que ir con Mina. Bueno, quizá no lo sé, pero lo imagino. —Alzó la cabeza para ver al monje y se encontró con que éste lo observaba de un modo extraño—. Todo es tan triste, ¿verdad? Respecto a ella, me refiero.

—Sí —convino quedamente el monje—. Es muy, muy triste.

Majere se arrodilló al lado de Beleño y le puso la mano en la cabeza. La otra la puso sobre Atta, que agachó la cabeza al sentir el suave tacto del dios.

—Tenéis mi bendición, los dos, y Rhys Alarife tiene mi bendición. Posee fe y coraje, y cuenta con el amor de verdaderos amigos. Regresad con él, porque necesita vuestra ayuda. Mi deber está en otro lugar esta noche, pero sabed que estoy con vosotros.

Majere se incorporó y miró hacia el castillo y a los muros iluminados por el extraño y espeluznante fulgor. Echó a andar hacia allí.

Beleño se levantó de un brinco. Se sentía reanimado, lleno de energía, como si hubiese dormido una semana entera y, de paso, hubiese engullido catorce grandes comilonas. El cuerpo le vibraba con las fuerzas renovadas. Echó una ojeada hacia el borde del acantilado, en dirección a la cueva, y se esfumó su regocijo.

—¡Hermano dios! —llamó—. Siento molestaros otra vez, después de todo lo que habéis hecho por nosotros. Por cierto, gracias por lo de los saltamontes y por vuestra bendición. Me siento muchísimo mejor. Pero hay una cosa más. —Agitó la mano.

«Estos peñascos son muy difíciles de escalar y están durísimos, señor. Y afilados —añadió con timidez.

El monje sonrió y, mientras sonreía, los peñascos desaparecieron y la ladera del acantilado se cubrió con una lujuriante hierba verde.

—¡Viva! —gritó el kender, que en medio de gritos y agitar de brazos se lanzó cuesta abajo—. ¡Rhys, Rhys, aguanta! ¡Ya vamos a salvarte! ¡Majere nos ha bendecido, Rhys! ¡Me ha bendecido a mí, un kender!

Atta, contenta de poder enfilar por fin en la dirección correcta, se deslizó por el suelo y sobrepasó al entusiasmado kender y sus gritos, y en seguida lo dejó atrás.

12

Rhys seguía sentado en la oscuridad de la gruta y, conforme la muerte se acercaba, meditó sobre la vida. Su vida. Pensó en el miedo y en la cobardía, en la arrogancia y el orgullo y, asiendo con fuerza la astilla que lo había herido, se postró ante Majere y le pidió humildemente perdón.

Majere les pedía a todos sus monjes que abandonasen la vida enclaustrada en el monasterio y viajaran por el mundo al menos una vez en su vida. Emprender tal viaje era un acto voluntario, no preceptivo. A ningún monje se le obligaba a hacerlo, como tampoco se le obligaba a ninguna otra cosa. Todos los votos que prestaban los prestaban por amor y los cumplían porque merecía la pena cumplirlos. Muy sabiamente, el dios enseñaba que las promesas hechas bajo coacción o por miedo de recibir un castigo carecían de significado.

Rhys había elegido no marcharse del monasterio. En su momento no habría reconocido tal cosa, pero ahora se daba cuenta de la razón que había tenido para no marcharse. Había creído, en su orgullo y su arrogancia, que había alcanzado la perfección espiritual. El mundo no podía enseñarle nada. Majere ya no tenía nada más que enseñarle.

—Lo sabía todo —musitó Rhys a la oscuridad—. Me sentía feliz y satisfecho. El camino que recorría era llano y fácil y daba vueltas y vueltas en círculo. Llevaba recorriéndolo tanto tiempo que ya ni lo veía. Podría haber caminado por él a ciegas. Sólo tenía que seguir adelante y siempre estaría allí para mí.

»Me decía que el camino giraba en torno a Majere. En realidad giraba en torno a nada. El centro estaba vacío. Inconscientemente caminaba al borde de un precipicio y, cuando sobrevino el desastre y el camino se resquebrajó bajo mis pies, no tuve adonde ir. Caí en la oscuridad.

«Incluso entonces, Majere intentó salvarme. Me tendió la mano, pero yo lo rechacé. Tenía miedo. Se me había arrebatado mi cómoda y soleada vida. Culpé al dios cuando tendría que haberme culpado a mí mismo. Quizá no habría podido impedir que Lleu asesinara a mis padres si hubiese estado presente, pero sí tendría que haber sido más comprensivo con el dolor de mis padres. Tendría que haberles tendido la mano cuando vinieron a mí en busca de ayuda. En cambio, los rechacé, me sentí molesto con ellos por incomodar mi vida con su miedo y su angustia. No pensé en sus sentimientos, sólo en los míos. —Rhys alzó los ojos hacia el cielo que no veía.

«Sólo hallé la fe cuando la perdí. ¿Cómo pudo ocurrir semejante milagro? Porque tú, mi dios, nunca perdiste la fe en mí. Camino por la oscuridad sin temor porque tengo tu luz dentro de mí...

Un frío y pálido resplandor alumbró la cueva, un fulgor semejante al que se conocía como «vela de muertos», la llama macilenta que a veces se veía arder encima de una tumba y que la gente supersticiosa interpretaba como un presagio de muerte.

Un hombre se materializó en la gruta. Era de tez pálida y de una belleza fría. Tenía el cabello largo y oscuro y vestía suntuosamente con terciopelo negro y camisa de fino lino con encaje en los puños. Miró a Rhys con unos ojos sin principio ni final.

—Soy Chemosh, el Señor de la Muerte. ¿Y tú quién eres? —añadió el dios, encolerizado.

Rhys se puso de pie e hizo una reverencia; las cadenas tintinearon a su alrededor. Que detestara a Chemosh por el mal que había llevado al mundo no quitaba que fuera un dios, un dios ante el que toda la humanidad había de presentarse algún día.

—Me llamo Rhys Alarife, mi señor.

—¡Me importa un bledo cómo te llamas! —repuso malévolamente—. ¡Eres el amante de Mina! ¡Eso es lo que eres!

El monje se quedó mirando a Chemosh tan pasmado que no se le ocurrió qué contestar a una acusación tan sorprendente.

El propio Chemosh parecía tener dudas. El Señor de la Muerte echó un vistazo a la oscura gruta y reparó en las cadenas y en los restos grasientos del cerdo salado, el agua fétida y el mal olor, porque Rhys no había podido hacer sus necesidades en otro sitio.

—Esto no es exactamente lo que yo llamaría un nido de amor —comentó el dios. Miró a Rhys con desagrado—. Ni tú tienes pinta de amante.

—Soy un monje de Majere, mi señor —aclaró Rhys.

—Eso ya lo veo —repuso Chemosh, que frunció los labios al echar un vil tazo a la túnica andrajosa de Rhys la cual había adquirido un matiz anaranjado con la luz espectral—. Entonces la cuestión que se plantea es: si no eres el amante de Mina, ¿qué significas para ella? Te trajo aquí, un monje larguirucho comido por las pulgas. —Chemosh se acercó más a él—. ¿Por qué?

—Tendrás que preguntárselo a ella, mi señor —dijo Rhys.

Habló con serenidad, aunque le costó esfuerzo. Asiendo firmemente el trozo de madera de su cayado, el monje le pidió en silencio a Majere que le diera valor. Su espíritu aceptaría la infalibilidad de la muerte, pero su carne mortal se estremecía y el estómago se le acalambraba.

—¿Por qué le eres leal? —demandó Chemosh, irritado—. ¿Por qué todo el mundo le es leal? ¡Juro por el Dios Supremo que nos creó y por Caos que nos destruirá que no lo entiendo!

Su ira se desató en la caverna como un viento tórrido. Sudoroso, Rhys se hincó la afilada punta de la astilla en la palma de la mano y se valió del dolor para evitar desmayarse.

—Te encadena a una pared y te atormenta... Veo la marca de su cólera en tu mejilla. O te ha abandonado aquí para que mueras de hambre o...

Chemosh hizo una pausa y miró al monje de hito en hito.

—Tiene pensado regresar. Para torturarte. ¿Por qué? Tienes algo que quiere, por eso lo hace. ¿Qué es, Rhys Alarife? Ha de tener un gran valor...

Rhys habría podido explicárselo, pero hacerlo iba en contra de sus convicciones. El alma de una persona era de su exclusiva propiedad, enseñaba Majere. Revelar o no sus misterios era decisión de cada cual. Mina, fuera por la razón que fuera, había decidido mantener su secreto, no se lo había contado a Chemosh. Aunque tuviera el alma negra por sus crímenes, le pertenecía a ella y a nadie más. Y revelar su secreto era cosa de ella.

Rhys guardó silencio. Un hilillo de sangre resbalaba por la palma de su mano y entre los dedos.

—Tu carne podrá desafiarme, pero tu espíritu no —dijo Chemosh con un timbre tan gélido como el aire de una tumba—. Los muertos no me pueden mentir. Cuanto tu espíritu se encuentre ante mí en la Sala del Tránsito de Almas me contarás todo lo que sabes.

«Y entonces os llevaréis una gran decepción, mi señor —pensó tristemente el monje—. Porque, a decir verdad, yo no sé nada.»

Chemosh se acercó más con la mano extendida hacia él.

—Te mataré rápidamente. No sufrirás, como te habría ocurrido en manos de Mina.

Rhys se dio por enterado con un leve asentimiento de cabeza. El corazón le latía de prisa y tenía la boca seca. Ya no podía hablar. Respiró hondo, sin duda lo que sería su última inhalación, y se preparó para lo que vendría a continuación. Cerró los ojos para no contemplar el horror del temible dios y encomendó su espíritu a Majere.

Sintió la bendición del dios fluir a través de él, y con su bendición llegó una serenidad sublime y un ladrido.

El ladrido de un perro. Justo fuera de la cueva. Y junto al ladrido de Atta sonó la voz aguda de Beleño.

—¡Rhys! ¡Hemos vuelto! ¡Eh, he conocido a tu dios! Me dio su bendición...

Rhys abrió los ojos, perdida por completo la serenidad. Chemosh se volvió a medias y miró hacia la boca de la gruta. —¿Qué es esto? ¿Un kender y un perro?

—Mis compañeros de viaje —contestó el monje—. Dejad que se vayan, señor. Son inocentes que se han visto envueltos en todo esto por casualidad.

—El kender afirma que ha conocido a tu dios... —Chemosh miraba a Beleño, intrigado.

—Es un kender, mi señor —adujo Rhys a la desesperada.

En ese inoportuno momento Beleño gritó...

—¡Eh, Rhys, he venido a negociar con esa tal Mina! —La voz y las pisadas del hombrecillo resonaron en la gruta—. ¡Atta, no tan rápido!

—¿Negociar con Mina? —repitió Chemosh—. No parece tan inocente. Me parece que ahora tendré dos almas a las que interrogar...

—¡Beleño, no entres aquí! —gritó Rhys—. ¡Huye! ¡Llévate Atta y...!

—Cállate, monje —ordenó el Chemosh, que le puso la mano sobre la boca.

El frío de la muerte penetró en los miembros del monje. El terrible frío era como agujas de hielo en el riego sanguíneo. Un dolor desgarrador, gélido, atormentó su cuerpo. Gimió y forcejeó.

El Señor de la Muerte lo sujetó firmemente, el tacto cruel le congelaba la sangre. Rhys cayó de rodillas.

Atta entró en la gruta a todo correr, vio a su amo arrodillado, obviamente atormentado por el dolor, y a un hombre inclinado sobre él. A Atta no le gustó ese hombre. Había en él algo cruel, algo que la asustaba. Para empezar, no tenía olor. Todas las cosas vivas y todas las cosas muertas tenían un olor, algunos agradables, y otros no tanto, pero ese hombre no, y eso la asustaba. En eso, el hombre era como esa mujer escandalosa y aborrecible del mar y como el monje que acababa de poner sobre ella las afables manos. Ninguno de los tres olía a nada, y para la perra eso era misterioso y aterrador.

Atta estaba asustada; el sencillo corazón se estremecía, el instinto la urgía a dar media vuelta y huir, pero ese hombre extraño le estaba haciendo daño a su amo y eso no podía permitirlo. La ira le hinchió el corazón y saltó para atacar. No se tiró a la garganta, porque el hombre estaba de espaldas a ella, inclinado sobre Rhys, así que en lugar de eso decidió lisiar a su enemigo. La sabiduría transmitida por su antiguo ancestro, el lobo, le indicó cómo derribar a un adversario más grande: tirarse a la pierna, romper el hueso o cortar un tendón.

La perra hincó los dientes en el tobillo de Chemosh.

La apariencia de un dios se formaba con la esencia de esa divinidad tejida en un avatar con aspecto mortal para las mentes humanas. Esa forma era visible para el ojo humano, era perceptible al tacto mortal. La imagen del dios podía hablarles a los mortales, oírlos y reaccionar ante ellos. Puesto que el avatar del dios estaba hecho de esencia inmortal no sentía el dolor ni el placer de la carne. A menudo el dios fingía que sí a fin de dar a los mortales una mayor impresión de estar vivo. En el caso de Chemosh y su amor por Mina, a veces el dios llegaba incluso a inducirse a sí mismo a creer esa mentira.

Era imposible que Chemosh hubiera sentido los afilados dientes de Atta hundirse en su pierna, pero los sintió. En realidad, los dientes que Chemosh notó no eran los de Atta, sino los de la ira de Majere. Así había sido como la Dragonlance de Huma, bendecida por todos los dioses del Bien, asestó un golpe al avatar de Takhisis que la diosa sintió y que la obligó a abandonar el mundo, escupiendo amenazas y desafíos. Los dioses tenían el poder de infligirse dolor unos a otros, aunque eran renuentes a hacerlo porque todos sabían las terribles consecuencias que podría tener semejante acción. Los dioses recurrían a medidas tan drásticas sólo cuando era evidente que el equilibrio estaba a punto de irse abajo, porque Caos se encontraba justo más allá y esperaba con ansia que la guerra estallara en los cielos. Si tal cosa ocurriera, los dioses se destruirían entre sí y darían a Caos la victoria largo tiempo pretendida: el fin de todas las cosas.

Un dios atacaba rara vez a otro dios de forma directa, y se circunscribía a actuar únicamente a través de los mortales. El ataque tenía un alcance limitado y no era probable que ocasionara a su avatar un daño grave, sólo lo suficiente para hacer que la otra deidad comprendiera que había cometido una transgresión, que había ido demasiado lejos, que había sobrepasado el límite.

La cólera de Majere mordió el tobillo de Chemosh con los dientes de Atta, y el Señor de la Muerte rugió de rabia. Le dio la espalda a Rhys y sacudió la pierna de forma que obligó a la perra a soltarlo. Alzando el pie sobre el animal, Chemosh iba a enseñarle a Majere lo que pensaba de él haciendo papilla a su chucho.

Rhys todavía sujetaba la astilla del bastón en la palma ensangrentada. Era su única arma y la clavó con todas sus fuerzas en la espalda del dios. La cólera de Majere hundió profundamente el afilado trozo de madera en el Señor de la Muerte. Chemosh dio un respingo; la pierna alzada para aplastar a la perra se sacudió violentamente, con descontrol. Atta se incorporó e interpuso el cuerpo entre él y Rhys. Enseñando los dientes, se enfrentó al dios, desafiante.

En ese momento Beleño entró corriendo en la gruta, prietos los puños.

—Rhys, aquí estoy... —El kender enmudeció y miró de hito en hito—. ¿Quién eres tú? ¡Espera! ¡Creo que te conozco! Me resultas muy familiar... ¡Oh, dioses! —Beleño se puso a temblar de pies a cabeza—. ¡Claro que te conozco! ¡Eres la muerte!

—Al menos, soy la tuya —repuso fríamente Chemosh, que alargó la mano parar estrangular al kender.

El suelo sufrió una repentina y violenta sacudida que tiró a Chemosh. Las paredes de la caverna se estremecieron y se resquebrajaron. Fragmentos de roca y polvo llovieron sobre ellos y entonces, con un ligero temblor, la tierra se asentó y volvió la tranquilidad.

Dios y mortales se miraron unos a otros. Chemosh estaba a gatas; Atta se había tumbado sobre la tripa y lloriqueaba.

El Señor de la Muerte se puso de pie y, haciendo caso omiso de mortales, alzó la vista hacia la oscuridad.

—¿Quién de vosotros sacude el mundo? —gritó, prietos los puños—. ¿Tú, Sargonnas? ¿Zeboim? ¿Tú, Majere?

Si hubo respuesta los mortales no la oyeron. Rhys estaba a punto de desmayarse, consumido por el dolor y apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Beleño tenía los ojos cerrados, esperando que a la siguiente sacudida el suelo se abriera y se lo tragara; mejor eso que tener la fría mirada de la muerte clavada en él.

—Nos veremos en el Abismo, monje —prometió Chemosh y desapareció.

—Uf, chico —dijo Beleño, tembloroso—, me alegro de que se haya ido. Pero ya podría habernos dejado un poco de luz. Esto está más negro que las tripas de un gobblin. Rhys...

La tierra volvió a sacudirse.

Tapándose con un brazo la cabeza y con el otro alrededor de Atta, Beleño se tiró aplastado contra el suelo.

Las grietas en las paredes de la gruta se ensancharon. Rocas, piedrecillas, pegotes de tierra y unos pocos escarabajos llovieron sobre el kender. Entonces se produjo un estruendo horroroso, chirridos y rozamientos, y Beleño apretó los ojos con fuerza y esperó el fin.

Los violentos zarandeos del suelo cesaron y, de nuevo, todo volvió I quedarse silencioso, tranquilo. Sin embargo el kender no se fiaba y mantuvo cenados los ojos. Atta empezó a retorcerse y a culebrear debajo del brazo con el que la ceñía prietamente. La soltó y la perra se zafó de él. Entonces Beleño sintió a uno de los escarabajos que le andaba por el pelo, y eso le hizo abrir los ojos. Atrapó al escarabajo y lo arrojó lejos.

Atta empezó a ladrar con fuerza y Beleño se limpió la arenilla de los párpados y miró a su alrededor; resultó que tanto daba si tenía los ojos abiertos o cerrados porque de una forma o de otra lo envolvía la oscuridad.

Atta seguía ladrando.

Al kender le daba miedo ponerse de pie por si se golpeaba la cabeza contra algo, así que fue tanteando con las manos y avanzó a gatas guiándose por los frenéticos ladridos de la perra.

—¿Atta?-Tendió la mano y tocó el cuerpo peludo del animal, que empujaba algo con la pata una y otra vez sin dejar de ladrar.

Beleño buscó a tientas y encontró los ojos y la nariz de su amigo; los ojos estaban cerrados, pero el antebrazo de Rhys tenía un tacto cálido. Respiraba, pero debía de estar inconsciente.

—¡Rhys! —exclamó el kender con alivio. La mano del kender tocó la cabeza de Rhys y notó algo cálido y suave.

La perra dejó de dar con la pata al monje y se puso a lamerle la mejilla.

—No creo que unos lametones le sirvan de mucho, Atta —comentó Beleño mientras la apartaba a un lado—. Tenemos que sacarlo de aquí.

Todavía percibía el aire con un leve olor a sal y confiaba en que eso significara que la gruta no se había derrumbado. Asió a su amigo por los hombros, dio un tirón de prueba y se animó al notar que el cuerpo del monje se deslizaba sobre el suelo. Le había preocupado que Rhys estuviera medio enterrado bajo cascotes.

Volvió a tirar y arrastró consigo a Rhys. El kender empezaba a pensar que conseguirían salir de allí vivos, cuando oyó un sonido que casi lo sumió en la desesperación.

Era el tintineo de las cadenas.

Beleño gimió. Se había olvidado de que Rhys estaba encadenado a la pared.

—A lo mejor el deslizamiento de rocas ha desencajado las argollas de hierro —musitó, esperanzado.

Tras encontrar el grillete que se cerraba en torno a la muñeca de Rhys, Beleño avanzó a lo largo de la cadena, de vuelta a donde estaba unida a la argolla de hierro, que seguía sujeta —y firmemente— a la pared.

Beleño masculló una palabrota y entonces se acordó. ¡Tenía la bendición de un dios!

—¡A lo mejor me ha dado la fuerza de diez dragones! —dijo muy excitado, y al aferrar la cadena hizo un gesto de dolor por las manos cortadas. Con la idea de que alguien con la fuerza de un dragón no debería desanimarse por un dolor punzante, plantó bien los pies en el suelo, ahuyentó a la perra para que se quitara de en medio, y tiró de la cadena con todas sus fuerzas.

Los eslabones le resbalaron en las manos y él acabó de culo en el suelo.

Volvió a repetir la palabrota. Se puso de pie, lo intentó de nuevo y, esta vez, no soltó la cadena.

La anilla de hierro no cedió.

Beleño se dio por vencido y, siguiendo la cadena, regresó junto a Rhys, se arrodilló junto a su amigo y retiró de la cara inerte el pelo apelmazado por la sangre. Atta se tumbó a su lado y empezó de nuevo a lamerle la mejilla sin parar.

—No nos vamos, Rhys —dijo Beleño—. ¿Verdad, Atta?. ¿Has visto, Rhys? Dice que no. Esta vez no nos marchamos. —Intentó dar un tono animado a la voz—. ¡A lo mejor, la próxima vez que el suelo tiemble la pared se raja y se sueltan esas argollas!

«Claro que si la pared se raja —se dijo para sus adentros— el techo se desplomará sobre nosotros y nos enterrará vivos, pero eso no lo mencionaré.»

—Estoy aquí, Rhys. —Beleño tomó la mano inerte de su amigo entre las suyas y la apretó con fuerza—. Y también está Atta.

El suelo empezó a temblar.

13

Bajo el agua teñida de rojo del Mar Sangriento, en el interior de la Torre de la Alta Hechicería, Basalto y Caele se afanaban en fregar y lustrar a fin de tenerlo todo preparado para la afluencia de hechiceros, alrededor de unos veinte Túnicas Negras escogidos que iban a abandonar su hogar en tierra firme para unirse a Nuitari.

La Torre del Mar Sangriento estaba ahora abierta y preparada para iniciar su actividad.

Tras la reunión con sus primos, Nuitari comprendió que ya no era preciso mantener en secreto la existencia de la torre. Le informó a Dalamar, portavoz de los Túnicas Negras, y le dijo al archimago elfo que transmitiera una invitación a cualquier Túnica Negra que deseara ir a estudiar en la nueva torre.

Esa invitación incluía a Dalamar, que la declinó respetuosamente alegando que era preciso que los Túnicas Negras mantuvieran su representación en Wayreth. En secreto, Dalamar opinaba que antes se metería en una tumba que enterrarse en el fondo del mar, lejos del aire y de los árboles, del cielo azul y la radiante luz del sol. Así se lo comentó a Jenna.

Como jefa del Cónclave, no le había gustado nada la decisión tomada por los dioses. Se oponía a que las tres Órdenes se separaran otra vez. Se había hecho lo mismo en los tiempos anteriores al Príncipe de los Sacerdotes, cuando cada Orden había reivindicado su propia torre, con trágicos resultados. Jenna hizo saber su oposición a Lunitari, pero la diosa de la luna roja estaba tan desmesuradamente complacida con tener la magnífica Torre de Wayreth toda para ella que no prestó atención. En cuanto a Solinari, su elegida, Coryn la Blanca, ya había empezado a organizar una expedición de Túnicas Blancas para ir a recuperar la torre maldita que anteriormente había estado en Palanthas y que ahora se hallaba en el centro del oscuro territorio de los muertos vivientes, Foscaterra.

En cuanto a Dalamar, sus reservas no tenían nada que ver con la torre en sí, sino con su ubicación. Consideraba que tendría que haber una torre de los Túnicas Negras desde hacía mucho. Sólo Jenna albergaba serias reservas y realmente no podía perder tiempo en ocuparse del tema como seguramente habría hecho en otro momento. El Cónclave estaba de lleno metido en una agria discusión respecto al modo de ocuparse del asunto de los Predilectos ahora que los medios para destruirlos se habían dado a conocer. Los Túnicas Negras eran partidarios de reclutar ejércitos de niños que fueran a combatirlos. Corría el rumor de que algunos ya lo habían hecho así.

A medida que la noticia y el miedo se propagaban, cualquier persona que tenía la desgracia de ser distinta de sus vecinos o que se había peleado con los ciudadanos o simplemente se encontraba en el sitio equivocado en el momento equivocado podía acabar acusada de ser un Predilecto y arrestada o atacada por la multitud. Puesto que los hechiceros solían ser gente misteriosa y reservada a la que generalmente se le tenía miedo, pasaron a ser objetivos fáciles. Jenna estaba trabajando con ahínco en desarrollar un conjuro con el que detener a los Predilectos, aunque sin resultado hasta el momento. Una torre en el fondo del mar era la preocupación que menos le quitaba el sueño, así que dejó a un lado el tema.

Nuitari había ganado y era algo que debía agradecerle a Chemosh, cosa que al Señor de la Luna Oscura le parecía tremendamente irónico.

Dentro de la torre, Basalto hacía las camas y Caele permanecía ocioso la mayor parte del tiempo, dedicado a mirar lo que hacía el enano. Se había subido un enorme montón de colchones del almacén. Los magos tenían que repartirlos por todas las habitaciones, ponerlos sobre los armazones de madera de las camas y a continuación cubrirlos con ropa blanca de cama y una manta.

Los dos trabajaban en las estancias donde residirían los Túnicas Negras de alto rango, cada cual en sus aposentos privados. Los colchones para esos lechos eran de plumón de ganso, con sábanas de lino fino y mantas de la lana más suave. Las habitaciones para hechiceros de rango menor, algo más pequeñas, tenían colchones de paja. Los aprendices de hechicero compartirían cuarto y, en algunos casos, cama. De momento, sólo los hechiceros de rango alto habían recibido la invitación del dios y se esperaba su llegada a la mañana siguiente.

—Vas a tener que ayudarme a mover ése —dijo Basalto, que señaló un colchón que estaba en lo alto del montón y que quedaba fuera del alcance de los cortos brazos del enano—. No llego.

Caele soltó un sufrido suspiro de agotamiento y asió el colchón por las esquinas. Hizo un intento poco entusiasta y luego gimió y se llevó las manos a los riñones.

—Con tanto subir y bajar cosas tengo una contracción muscular. —¿Y cómo le has hecho esa contracción? —Basalto le asestó una mirada feroz—. Lo más pesado que has levantado hasta ahora ha sido un vaso del mejor vino del señor. ¡Y no creas que no pienso decírselo!

—Lo he probado para ver si se había estropeado —replicó malhumoradamente Caele—. No querrías servir un vino en mal estado a cualquier archimago, ¿verdad?

—Limítate a ayudarme con ese maldito colchón —gruñó el enano.

Caele alzó las manos y, antes de que Basalto pudiera impedírselo, el elfo las movió mientras musitaba unas palabras. El colchón flotó por encima del montón y se quedó suspendido en el aire.

—¿Qué diantre haces? ¡Se supone que no tienes que usar la magia para tareas domésticas! —gritó el enano, escandalizado—. ¿Y si el señor te hubiera visto? ¡Corta ese hechizo!

—Como quieras. —Caele interrumpió la magia, con el resultado de que el colchón se desplomó encima del enano y lo aplastó.

Caele rió con disimulo y Basalto soltó un aullido ahogado. El enano salió de debajo del colchón con un brillo asesino en los ojos.

—Me dijiste que parara el conjuro. —Caele hizo una mueca de desprecio—. Me limité a cumplir tu orden. Después de todo, eres el Celador...

El elfo enmudeció de golpe y abrió los ojos como platos.

—¿Qué es eso? —inquirió.

—¡No lo sé! ¡Jamás había oído nada igual! —Las pupilas de Basalto tenían un borde blanco y el enano se estremecía con el horrendo sonido.

El ruido de tono bajo y retumbante, como si grandes peñascos rodaran y se rozaran unos con otros, procedía de muy, muy por debajo de sus pies. El sonido creció en intensidad progresivamente conforme se hacía más y más cercano. La pila de colchones empezó a trepidar y el suelo se sacudió. Escritorios y armazones de cama saltaron y se desplazaron por el suelo. Las paredes temblaron.

El temblor entró por los pies de Basalto y se transmitió a los huesos. Los dientes le castañetearon y el enano se mordió la lengua. Caele se tambaleó, chocó con los colchones y se quedó pegado contra ellos.

Las sacudidas cesaron.

Basalto emitió un graznido entrecortado y señaló. El suelo, que unos instantes antes estaba perfectamente nivelado, ahora presentaba una pronunciada inclinación. Un armazón de cama se deslizó lentamente corredor abajo, seguido de cerca por un escritorio. Caele se apartó de la pila de colchones con un impulso.

—¡Zeboim! —bramó—. ¡Esa zorra del mar ha vuelto!

Basalto avanzó a trompicones sobre el suelo inclinado, cuesta arriba, y entró en una de las habitaciones. Todo el mobiliario había quedado apilado en un montón contra la pared del fondo, pero el enano hizo caso omiso de la destrucción y se dirigió a la ventana desde la que se tenía una vista espectacular del reino submarino de la torre. Caele le iba pisando los talones.

Los dos contemplaron el agua, enturbiada por el sedimento rojo que los temblores habían levantado del fondo. El sedimento en suspensión giraba en torno a la torre como mareas de sangre.

—No veo nada con ese enturbiamiento —protestó Caele.

—Yo tampoco —reconoció Basalto, frustrado.

La torre empezó a sacudirse otra vez. En esta ocasión el suelo se inclinó hacia el lado contrario.

A los dos hechiceros los arrolló una avalancha de muebles que se deslizaban por el suelo, y ambos se estrellaron contra la pared; Basalto se quedó atrapado por un escritorio mientras que a Caele lo dejaba inmovilizado un armazón de cama.

Los temblores cesaron y Basalto tuvo la extraña sensación de que quienquiera que estuviese causando las sacudidas se había tomado un descanso para recobrar el aliento.

Aparrando de un empujón el escritorio y desoyendo las súplicas de Caele pidiendo ayuda, regresó corriendo a la ventana y miró fuera.

Pegada la nariz al cristal, el enano vio un arrecife de coral que se mecía, serpenteante, en el fondo marino, entre el fango arremolinado, los trozos de algas y los bancos de peces que huían desesperadamente. Basalto había disfrutado a menudo con la contemplación de ese arrecife porque le recordaba las formaciones del mundo subterráneo en el que había vivido tanto tiempo y que, de vez en cuando, aún echaba de menos.

Desde su ventajosa posición tendría que haber visto el arrecife directamente enfrente.

Ahora, sin embargo, lo miraba desde arriba porque el arrecife se encontraba varias decenas de metros por debajo de él. Alzó la vista y vio el brillo de lunas y estrellas.

—Señor —dijo sin aliento el enano, que a continuación chilló— ¡Señor! ¡Nuitari! ¡Sálvanos!

La torre empezó a sacudirse de nuevo.

14

Mina se encontraba sola en las almenas del castillo del Señor de la Muerte. Un espeluznante fulgor ambarino iluminaba el cielo, el agua y la tierra. Ella era oscuridad en el centro y nadie podía verla, aunque la buscaban. Dioses y mortales, todos la buscaban porque la tierra temblaba.

La joven dirigió la vista hacia el mar. Su amor, su anhelo, su deseo fluyeron de su interior y se hicieron uno con las aguas. Ella lo quiso así, y el Mar Sangriento empezó a bullir y a borbotar. Ella lo quiso así, y el movimiento de las aguas se tornó irregular, imprevisible. Las olas se cruzaban y entrecruzaban y chocaban entre sí.

Mina metió las manos en el agua rojiza y asió su trofeo, el objeto de deseo de su señor, el regalo con el que conseguiría hacer que se enamorara de ella. Lo aflojó con sacudidas y luego lo soltó de sus anclajes. Los ímprobos esfuerzos la dejaron agotada y tuvo que parar para descansar y recuperarse, tras lo cual reanudó su tarea.

El agua del Mar Sangriento empezó a girar lentamente en torno a un punto central. El Remolino —creado por los dioses para servir de perpetua advertencia a la humanidad en la Cuarta Era— volvió y se movió perezosamente al principio y luego fue girando más y más de prisa alrededor del vórtice que era Mina. Las olas se estrellaban contra los acantilados y salpicaban espuma y agua salada. La joven sentía en la cara el frescor de las rociadas saladas. Se lamió los labios y saboreó la sal, amarga como las lágrimas, y el agua, dulce como la sangre.

Mina levantó la mano y del centro del vórtice salió una isla de roca volcánica negra. Conforme la isla ascendía en el centro del torbellino, el agua del mar se vertió en cascadas por los relucientes riscos negros. Mina colocó su trofeo en la isla, cual una preciada joya sobre una negra bandeja. La Torre de la Alta Hechicería, que otrora había estado bajo las aguas, ahora se alzaba sobre ellas.

La torre, con sus muros facetados de cristal, atrapaba y retenía la luz ambarina de los ojos de Mina, al igual que los ojos ambarinos atrapaban y retenían la torre.

El torbellino dejó de girar. El mar se calmó. El agua resbalaba entre las negras rocas de la recién nacida isla y se derramaba en torrentes por los tersos muros de cristal de la torre.

Mina sonrió. Entonces cayó redonda.

El resplandor ambarino se apagó. Sólo la luz de las dos lunas, una plateada y otra rojiza, se reflejó en los muros de la torre, sin parpadeos, porque aquellos ojos celestiales habían dejado de hacer guiños.

Se habían quedado abiertos de par en par por la impresión.

15

Beleño despertó al sentir agua fría en el rostro y un dolor palpitante en la cabeza. Ello lo llevó a la errónea conclusión de que era de nuevo un joven kender, de vuelta en su cama y con sus padres, que así lo despertaban tras descubrir que una combinación de agua y un buen cachete en la mejilla era la mejor forma de que se levantara el hijo que se pasaba las noches deambulando por cementerios.

—¡Todavía está oscuro, madre! —farfulló Beleño, irritado, y se dio la vuelta. Su madre ladró.

A Beleño le pareció que ese comportamiento era raro en una madre, aunque fuese una madre kender, pero la cabeza le dolía demasiado para pensar en ello. Sólo quería volver a dormirse, así que cerró los ojos e intentó no hacer caso del agua fría que se le colaba por las calzas.

Su madre lo mordió dolorosamente en una oreja.

—¡Oh, mamá, de verdad! —exclamó Beleño, indignado, tras lo cual se sentó y abrió los ojos—. ¿Madre?

No veía nada, pero advirtió que no descansaba en la cama, sino sobre un montón de piedras puntiagudas y cortantes que se le clavaban en los lugares más blandos. Además, la humedad las cubría y cada vez se mojaban más.

Un ladrido le respondió, una lengua áspera le lamió la cara, una zarpa con uñas duras lo rascó, y entonces Beleño recordó todo.

—¡Rhys! —Dio un respingo y alargó la mano para tocar la del monje. Su amigo estaba mojado también y su tacto sólo era ligeramente tibio.

Beleño no tenía ni idea de por qué la gruta que anteriormente había estado totalmente seca se iba llenando de agua de mar ahora, pero al parecer era justamente eso lo que ocurría. Oía el gorgoteo del agua entre los cascotes que alfombraban el suelo de la caverna. Todavía no era muy profunda; un chorrillo, de momento. Puede que el agua se quedara así, como un chorrillo, pero también podía ser que no, que decidiera ponerse a inundarlo todo. Si la gruta se inundaba no tendrían escapatoria; el agua seguiría subiendo más y más...

—Rhys —llamó firmemente el kender, y esta vez hablaba en serio—. Tenemos que salir de aquí.

Golpeó con la mano en las piedras para dar énfasis a sus palabras.

—¡Ay! —gritó, y al momento añadió un rotundo—: ¡Mierda!

Había dado con la mano en una astilla de madera que se le había clavado en la parte carnosa de la palma. Se la sacó y estaba a punto de lanzarla lejos, cuando se le ocurrió que encontrar una astilla de madera en esa gruta era muy raro. Siendo un kender, Beleño era curioso por naturaleza —incluso en una situación tan grave— y pasó suavemente los dedos sobre el trocito de madera. Notó que era alargado y suave y que acababa en puntas afiladas en los dos extremos.

—Ah, ya sé. Es parte del bastón de Rhys —dijo con tristeza al tiempo que cerraba la mano sobre el fragmento—. Se lo guardaré como recuerdo. Eso le gustará.

Beleño soltó un suspiro y reposó la dolida cabeza en los brazos mientras se preguntaba cómo iban a salir de aquel sitio horrible. Se sintió mareado y somnoliento, y de nuevo volvió a ser un kender pequeño, sólo que esta vez su padre intentaba enseñarle a forzar una cerradura.

—Se hace por el tacto y por el sonido —le explicaba su padre—. Pones la ganzúa aquí y la mueves a un lado y a otro hasta que notas que engancha...

Beleño alzó la cabeza tan de prisa que lo asaltó un intenso dolor en la parte posterior de los globos oculares, pero no se dio cuenta. No mucho. Bajó la vista hacia la astilla que tenía en la mano, a pesar de que no podía verla al estar tan oscuro dentro de la gruta, pero tampoco le hacía falta ver. Todo se hacía por el tacto y el sonido.

El único problema era que Beleño nunca había tenido éxito a la hora de forzar una cerradura. En muchos sentidos había sido, como su padre se lamentaba a menudo, un fracaso de kender.

—Esta vez no —se juró, decidido—. Esta vez tendré éxito. ¡He de hacerlo! He de hacerlo —repitió quedamente.

Buscó a tientas hasta dar con uno de los grilletes que ceñían las muñecas a Rhys. El agua seguía subiendo, pero Beleño rechazó esa idea.

Atta gimoteaba suavemente y lamía la cara a Rhys; se dejó caer a su lado y se pegó una panzada en el agua. El hecho de que hubiese chapoteado resultó desconcertante, pero Beleño no se permitió pensar en ello. Tenía otras cosas en las que pensar, la primera de todas convencer a su mano de que dejara de temblar, Eso le llevó unos segundos, y luego, conteniendo el aliento y sacando la lengua, cosa que era esencial para tener éxito en forzar con ganzúa, insertó la astilla en la cerradura del grillete.

—¡No te rompas, por favor!—le dijo a la astilla, y entonces recordó que el bastón habla sido un objeto bendecido por el dios, de modo que quizá la astilla también lo era.

»¡Y yo también!», se acordó de repente. Supongo que nunca habrás ayudado a nadie a forzar una cerradura —masculló, dirigiéndose al dios—, pero por favor, Majere, ¡por favor, ayúdame a hacer esto!

El sudor le goteaba a Beleño por la punta de la nariz. Meneó la astilla a uno y otro lado en el dispositivo de la cerradura intentando encontrar lo que quiera que fuera que se suponía que tenía que encontrar para que chascara y se abriera. Sólo sabía que lo sentiría, lo engancharía y, si tenía suerte, oiría el chasquido al deslizarse las muescas.

Se concentró, aislándose de todo, y de repente se apoderó de él una dulce sensación, una sensación de gozo, una sensación de que rodo en este mundo le pertenecía y de que si no hubiera cerrojos, puertas cerradas ni secretos, el mundo sería un lugar mucho mejor. Sintió el gozo de una calzada abierta, de no dormir nunca en el mismo sitio dos veces, de encontrar una prisión que era cálida y seca y un carcelero tan agradable como Gerard. Sintió el gozo de topar con cosas interesantes que relucían, que olían bien, o que eran suaves o brillantes. Sintió el gozo de saquillos llenos a rebosar.

La astilla tocó lo que se suponía que debía tocar y algo chasqueó, y aquél fue el sonido más maravilloso del universo.

El grillete se abrió en la mano de Beleño.

—¡Padre! —gritó, excitado—. Padre, ¿has visto esto?

No tuvo tiempo de esperar a tener respuesta, que sin duda habría tardado demasiado, ya que su padre se había ido hacía mucho tiempo a forzar cerraduras en otra existencia. Gateando sobre los cascotes y por el agua, sujetando firmemente la astilla, Beleño encontró el grillete que sujetaba la otra muñeca de Rhys y metió la astilla en la cerradura, en la que también sonó el chasquido.

El kender dedicó unos instantes a sacar la cabeza a Rhys del agua y a incorporarlo sobre una piedra, tras lo cual rebuscó debajo del agua hasta dar con los pies de su amigo. Tuvo que sacárselos de debajo de un montón de escombros, pero Atta lo ayudó y, tras más maniobras expertas de forzar cerraduras, oyó otros dos chasquidos inmensamente satisfactorios y Rhys quedó libre.

Algo estupendo, porque para entonces el nivel del agua en la gruta había subido tanto que, incluso con la cabeza levantada, el monje corría peligro de ahogarse.

Beleño se puso en cuclillas junto a su amigo.

—Rhys, si puedes recobrar el sentido ahora sería muy conveniente, porque me duele la cabeza y las piernas me flojean y hay un montón de piedras en el camino, por no hablar del agua. No creo que pueda sacarte de aquí, así que si puedes levantarte y caminar...

El kender aguardó, optimista, pero su amigo no se movió.

Entonces Beleño soltó otro profundo suspiro, se guardó la preciada astilla en un bolsillo, se agachó y, aferrando a Rhys por los hombros, intentó arrastrarlo por el suelo de la gruta.

Consiguió moverlo menos de un palmo y entonces los brazos y las piernas le fallaron. Se sentó en el agua con un chapoteo y se limpió el sudor.

Atta gruñó.

—No puedo, Atta —farfulló el kender—. Lo siento, lo he intentado, de verdad que sí, pero...

La perra no le gruñía a él. Beleño oyó el ruido de pies —de muchos pies-chapoteando en el agua. Entonces brilló una luz que le hizo daño en los ojos y seis monjes de Majere, vestidos con túnica naranja portando antorchas encendidas, pasaron presurosos junto al kender.

Dos de ellos sostuvieron las antorchas; los otros cuatro se agacharon, recogieron cuidadosamente a Rhys por brazos y piernas y lo sacaron de la gruta a toda prisa. Atta corrió en pos de ellos.

Beleño se quedó sentado en la oscuridad, solo, sin salir de su asombro. La luz de las antorchas volvió. Un monje se paró a su lado y lo miró.

—¿Estás herido, amigo?

—No —contestó el kender—. Sí. Bueno, tal vez un poco.

El monje posó la mano fresca en la frente de Beleño, y el dolor desapareció. La fuerza fluyó de nuevo a sus miembros.

—Gracias, hermano —dijo Beleño mientras el monje lo ayudaba a ponerse de pie. Todavía se sentía un poco inestable—. Supongo que os envía Majere, ¿verdad?

El monje no contestó, pero no dejó de sonreír, así que Beleño, que sabía que Rhys tampoco era hablador e imaginando que quizá eso fuese normal entre los monjes, interpretó ese silencio por una respuesta afirmativa.

Mientras Beleño y el monje caminaban hacia la boca de la gruta, el kender iba pensativo y, antes de salir, asió al monje por la manga y dio un tirón.

—Hablé con Majere en lo que podría decirse un tono incisivo —dijo con remordimiento— Fui muy descortés y tal vez herí sus sentimientos. ¿Querrás decirle que lo siento?

—Majere sabe que hablaste así impulsado por el cariño hacia tu amigo —contestó el monje—. No está enfadado. Cree que tu lealtad te honra.

—¿De veras? —Beleño enrojeció de satisfacción. Después lo asaltó la culpabilidad—. Me ayudó a forzar las cerraduras. Me bendijo. Supongo que debería rendirle culto, peto no puedo. No parece correcto.

—Lo que creamos no es importante —dijo el monje—. Lo importante es creer.

El monje hizo una inclinación de cabeza a Beleño, que se sintió muy azorado por semejante muestra de respeto e hizo una torpe reverencia a su vez, doblándose por la cintura, con lo que varios objetos valiosos que no recordaba que tenía se le cayeron del bolsillo de la camisa. Se agachó para buscarlos dentro del agua, y sólo después de haberlos recogido o haber aceptado que habían desaparecido fue cuando se dio cuenta de que el monje y la antorcha ya no estaban.

Para entonces, el kender no necesitaba luz. Se hallaba envuelto en un extraño fulgor ambarino en el que no había reparado hasta ese momento.

Salió de la gruta, convencido de que jamás se había alegrado tanto de marcharse de un sitio, mientras juraba que nunca volvería a pisar otra mientras viviera. Miró en derredor con la esperanza de hablar con el monje, ya que no había entendido muy bien eso de creer y en qué creer.

No había monjes.

Pero sí estaba Rhys, sentado en un altozano, e intentaba tranquilizar a Atta, que le lamía la cara y se le subía encima, a punto de tirarlo con sus frenéticas muestras de afecto.

Beleño soltó un grito de alegría y corrió colina arriba.

Rhys lo rodeó entre sus brazos y lo estrechó contra sí.

—Gracias, amigo mío —dijo con voz entrecortada.

El kender notó que le venía un resuello y no le habría importado dejarlo escapar, pero en ese momento Atta le saltó encima y lo derribó, y el resuello se ahogó en babas de perra.

Cuando Beleño pudo quitarse de encima a la excitada perra, vio que Rhys se ponía de pie y miraba hacia el mar con una expresión maravillada.

La plateada luz de Solinari brillaba fríamente sobre una isla en mitad del mar. La roja luz de Lunitari iluminaba una torre, negra contra las estrellas, que apuntaba hacia el cielo como una oscura acusación.

—¿Estaba eso ahí antes? —preguntó Beleño al tiempo que se rascaba la cabeza y se sacaba otro escarabajo del pelo.

—No —contestó Rhys.

—¡Jo, chico! —exclamó el kender, impresionado—. Me pregunto quién lo habrá puesto ahí.

Y, aunque nunca lo habría imaginado, sus palabras eran el eco de las de los dioses.

16

Lo primero que Chemosh vio al entrar en su castillo fue a Ausric Krell vivito y coleando; y tan en cueros como había llegado (de culo) al mundo. El formidable Caballero de la Muerte estaba acuclillado en una esquina del gran salón lamentándose de su mala fortuna y tiritando.

Al oír entrar al Señor de la Muerte, Krell se incorporó de un brinco y se puso a gritar con rabia.

—¡Mira lo que me ha hecho, mi señor! —La voz se alzó hasta ser un chillido estridente—. ¡Mira!

Chemosh miró y deseó no haberlo hecho. Ver el cuerpo desnudo, fofo, panzudo, pálido como la tripa de un pez, velludo, del hombre de mediana edad bastaba para revolver el estómago hasta a un dios. Miró a Krell con una expresión mezcla de asco y cólera.

—Así que Zeboim te ha echado el guante —comentó fríamente Chemosh—. ¿Dónde está?

—¡No fue Zeboim! —Krell arañaba el aire con las manos de pura furia, como si lanzara zarpazos al cuerpo de alguien—. ¡Esto me lo hizo Mina! ¡Mina!

—No me mientas, escoria —increpó Chemosh; pero, mientras refutaba la afirmación de Krell, el Señor de la Muerte sintió que una terrible duda asaltaba su mente—. ¿Dónde está Mina? ¿Sigue encerrada?

Krell se puso a reír y el semblante se le crispó con desprecio y miedo.

—¡Encerrada! —repitió mientras el regocijo gorjeaba en su garganta como si aquello fuera lo más divertido que había oído jamás.

—El miserable se ha vuelto loco —masculló Chemosh, que dejó al delirante Krell para ir en busca de Mina.

La noche estaba alumbrada por un fulgor ambarino que brillaba a través de las ventanas y que se colaba por las grietas de las paredes y las rajas de la mampostería. I ,e costaba trabajo ver por culpa de la cegadora luz y, mientras se protegía los inmortales ojos, sus dudas se acrecentaron.

Se dirigía a los aposentos de Mina cuando el castillo se sacudió y los muros temblaron. Un estruendo atronador y rechinante —un sonido como sólo había oído antes en una ocasión— hizo que se quedara inmóvil, estupefacto. La última vez que había oído semejante fragor fue cuando nació el mundo y las montañas se elevaron, los abismos se abrieron entre ellas y los mares hirvieron, blancos de espuma y de la gloria de la creación.

Chemosh intentó ver lo que ocurría, pero la luz era demasiado fuerte. Subió corriendo la escalera que llevaba a las almenas y, al llegar arriba, se frenó en seco.

Sobre una isla recién formada con roca negra se alzaba la Torre del Mar Sangriento. La torre reflejaba un brillo ambarino y allí, en las almenas, estaba Mina con los brazos extendidos; a los ojos deslumbrados del dios parecía que la joven la sostuviera en las manos. Entonces Mina se desplomó sobre las losas de piedra y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.

Chemosh era incapaz de hacer algo más que mirar de hito en hito.

Zeboim salió del mar, caminó por el éter y se detuvo junto a Mina.

Los tres primos abandonaron sus mansiones celestiales y descendieron para contemplar a Mina.

El hombre-toro, Sargonnas, pasó por encima de la muralla del castillo y se plantó en el patio, desde donde fulminó con la mirada a Chemosh. Kiri-Jolith, armado y equipado para la batalla, también apareció, acompañado por la Sanadora, Mishakal, hermosa y fuerte. Habbakuk acudió, y también Branchala, con su arpa, y el viento tocó las cuerdas y creó un sonido lúgubre.

Morgion observaba desde las sombras, los miraba a todos con aborrecimiento y sin embargo allí presente, entre ellos. Chislev, Shinare y Sirrion estaban juntos, unidos por el asombro. Reorx se atusaba la barba; abrió la boca para decir algo, pero después, consciente del peso del silencio, el dios de los enanos la cerró de golpe y pareció sentirse incómodo. Hiddukel se mostraba sombrío y nervioso, convencido de que aquello perjudicaría a sus negocios. Zivilyn y Gilean fueron los últimos en llegar, ambos muy metidos en una conversación a la que pusieron fin en cuanto vieron a los otros dioses.

—Falta uno de nosotros —dijo Gilean con tono grave—. ¿Dónde está Majere? —Estoy aquí. —Majere avanzó lentamente entre ellos, sin mirar a ninguno, fijos los ojos en Mina, y su semblante reflejaba una aflicción indecible. —Zivilyn me ha dicho que tú sabes algo de esto. —Así es, Guardián del Libro. —Majere no apartó la vista de Mina.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace muchos, muchísimos eones, Guardián del Libro. —¿Y por qué lo mantuviste en secreto? —inquirió Gilean. —No me correspondía a mí revelarlo —contestó Majere—. Lo juré solemnemente.

—¿A quién? —demandó Gilean.

—A alguien que ya no está entre nosotros.

Los dioses guardaron silencio.

—Supongo que te refieres a Paladine —manifestó Gilean—, pero hay alguien más que tampoco está entre nosotros. ¿Esto tiene algo que ver con ella?

—¿Con Takhisis? —La voz de Majere sonó cortante y se endureció aún más al añadir—: Fue responsable de esto.

—Sus últimas palabras, antes de que el Dios Supremo viniera a llevársela, fueron: «¡Estáis cometiendo un error! Lo que he hecho no se puede deshacer. La maldición está entre vosotros. Destruidme, y os destruiréis a vosotros mismos» —intervino Chemosh.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —bramó Sargonnas.

—Porque siempre estaba lanzando amenazas. —Chemosh se encogió de hombros—. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?

Los otros dioses no tenían nada que responder y guardaron silencio, esperando.

—Es culpa mía —manifestó finalmente Majere—. Actué de acuerdo con lo que creía que era para bien.

Mina yacía inmóvil y fría. Chemosh deseaba acercarse a ella, pero no podía estando todos ellos delante, observándolo.

—¿Está muerta? —le preguntó a Majere.

—No está muerta, porque no puede morir. —La mirada de Majere pasó de un dios a otro, por todos ellos—. Habéis estado ciegos, pero ahora veis la verdad.

—Vemos, pero no entendemos.

—Claro que entendéis —contradijo Majere. Enlazó las manos y su mirada se perdió en el firmamento—. Pero no queréis entender.

No veía las estrellas, sino la primera luz que habían irradiado.

—Empezó al comienzo de los tiempos —dijo—. Y empezó gozosamente. —Soltó un profundo suspiro—. Ahora, por no haber hablado yo, podría acabar con un amargo pesar.

—¡Explícate, Majere! —gruñó Sargonnas—. ¡No tenemos tiempo para tus tonterías.

Majere desvió la mirada del principio de los tiempos al presente y contempló a sus iguales.

—No necesitáis explicación alguna, podéis verlo por vosotros mismos. Ella es una diosa. Una diosa que no sabe que lo es. Una diosa a la que Takhisis engañó haciéndola creer que era humana.

—¡Una diosa de la oscuridad! —exclamó Sargonnas, exultante.

Majere hizo una pausa y cuando habló su voz sonó queda por la tristeza.

—Takhisis la embaucó para que sirviera a la oscuridad. Es, o era, una diosa de la luz.

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