Libro III El beso de Mina

1

La taberna, si se la podía honrar con tal nombre, funcionaba dentro de una embarcación volcada boca abajo en la playa, durante una tormenta. El nombre de la taberna era La Barca, aunque la gente del lugar la conocía como La Basca.

La Basca estaba a la altura de su nombre. No había mesas ni sillas ni ventanas. Los asiduos se reunían alrededor del mostrador que se había improvisado con vigas de madera podridas, o se acuclillaban sobre cajas de verduras vueltas boca abajo. Las grietas en el casco proporcionaban toda la luz que conseguía colarse con esfuerzo, así como el poquito aire fresco que sostenía una batalla perdida con la peste a aguardiente enano, orines y vómitos. Los que frecuentaban La Basca iban allí principalmente porque los habían echado de todos los demás sitios.

Rhys y Beleño se sentaran en cajas, tan cerca de las grietas como les fue posible; el olor casi consiguió acabar con el apetito del kender. Atta no dejaba de encoger la nariz y estornudaba y resollaba.

Además de no haber mesas ni ventanas tampoco había risas ni diversión. El que atendía en el mostrador servía un licor sospechoso que él afirmaba que era aguardiente enano, pero que seguramente no lo era; lo vertía en jarras de hojalata abolladas que se habían salvado del naufragio. Casi todos los parroquianos bebían solos, hundidos en la miseria y observando, en estado de estupor, a las tatas que iban y venían por el suelo y que eran las únicas que lo pasaban bien, al menos hasta que vieron a Atta. Al prohibirle que las cazara, la perra observaba a las dañinas criaturas con los ojos entrecerrados y cuando alguna se acercaba demasiado, le gruñía. Uno de los clientes que estaba allí ese día era Lleu. Rhys y Beleño habían perdido el rastro de Lleu durante un corto tiempo y luego, por pura casualidad, volvieron a encontrarlo en dirección al sur desde Solace, en lugar de al este. Lo siguieron hasta la ciudad de Nuevo Puerto, en Nueva Bahía, en la parte meridional del Nuevo Mar. Rhys se preguntó por qué viajaría su hermano hacia el sur cuando los otros Predilectos eran atraídos hacia el este. Tuvo la respuesta cuando llegaron a Nuevo Puerto. Lleu había reservado pasaje en un barco que zarparía con destino a Flotsam al cabo de unos pocos días.

Dar con su hermano no había sido difícil. El monje se había limitado a ir de un local de mala reputación a otro y a dar la descripción de Lleu a los taberneros. En Nuevo Puerto dieron con él al tercer intento.

Los taberneros siempre se acordaban de Lleu porque se salía de lo común con los otros parroquianos, quienes por lo general eran un montón de desastrados, esclavos del aguardiente enano que dirigía sus vidas. Los «enganchados al enano», como rezaba el dicho, normalmente estaban flacos y demacrados poique pata ellos el aguardiente era pan y carne, tenían los ojos mortecinos y las mejillas hundidas. En contraste, el aspecto de Lleu era robusto y saludable, apuesto y encantador. Hacía mucho que había desechado los ropajes de clérigo de Kiri-Jolith y ahora vestía camisa y jubón, botas de cuero y calzas de lana, ropas propias de un joven de origen distinguido.

De un modo u otro había conseguido dinero, ya que sus ropas eran para gente pudiente y había pagado el desmesurado precio del pasaje. A lo mejor una de sus víctimas había sido adinerada. O era eso o se había dedicado a robar, cosa que no sería de sorprender. Después de todo, Lleu no tenía nada que temer de los representantes de la ley, quienes recibirían un buen susto si intentaban ahorcarlo.

Cuando Rhys entró en La Basca, Lleu lo miró y luego apartó la vista. En los ojos muertos no hubo reconocimiento; Lleu no se acordaba de Rhys ni de nada. Sabía su nombre y eso era todo. Probablemente Chemosh le decía quién era; quién había sido ya se había perdido para siempre.

Los otros parroquianos de la taberna estaban absortos en beber y no querían tener nada que ver con un forastero, de modo que Lleu mantenía una animada conversación consigo mismo. Alardeaba de sus continuas juergas y de las mujeres que se echaban en sus brazos. Reía sus propios chistes y entonaba canciones obscenas; a Rhys se le partía el corazón. Lleu bebió hasta quedarse sin dinero con el que pagar el aguardiente y entonces intentó beber a crédito, peto el tabernero no quería saber nada de créditos. Aun así, Lleu siguió sentado allí, con la jarra en la mano.

La situación se prolongó a lo largo de la tarde. Lleu olvidaba de un momento a otto que no tenía bebida y se llevaba la jarra a los labios. Al encontrarla vacía la golpeaba contra la caja y pedía más a voces. El tabernero, sabiendo que no podía pagar, se limitaba a no hacerle caso. Lleu seguía golpeando con la jarra en la caja hasta que olvidaba por qué hacía eso y entonces la soltaba. Al cabo de un rato la asía de nuevo y volvía a pedir más a voz en cuello.

Rhys observaba a aquel ser que otrora había sido su hermano y de vez en cuando fingía echar un trago del licor que no había tenido más remedio que comprar para apaciguar al tabernero. Beleño se había aburrido al principio y después se dedicó a intentat dat a las tatas con las judías secas que había encontrado en un saco metido dentro de la caja de madera sobre la que estaba sentado. El kender había conseguido un tirachinas (Rhys no le preguntó cómo) y, aunque lo había usado con torpeza al principio, desde entonces había adquirido cierta destreza, de manera que era capaz de dar a una rata con una judía a veinte pasos de distancia y lanzada dando volteretas a través del sucio suelo. Sin embargo, empezaba a cansarse con el juego. Las inteligentes ratas no salían de sus madrigueras ahora y, además, se había quedado sin judías.

—Rhys —dijo Beleño mientras enrollaba el tirachinas y se lo metía en el cinturón—, es hora de cenar.

—Creía que habías perdido el apetito —comentó el monje, sonriente.

—Lo perdió mi nariz, pero no mi estómago —repuso el kender—. Atta piensa también que es hora de cenar, ¿verdad que sí, chica? —Dio unas palmaditas en la cabeza a la perra.

Atta levantó la cabeza y movió la cola con la esperanza de que se marcharían pronto de allí.

—Aún no podernos irnos —empezó Rhys, aunque al ver que Beleño ponía mala cara y que Atta agachaba las orejas, añadió-: Pero los dos podéis salir a dar un paseo. Y me queda esto de la comida.

Le tendió un paquete con un trozo de tasajo al kender. Esa mañana Beleño y él habían ayudado a un granjero a poner una rueda a la carreta, de camino a la ciudad, y aunque Rhys se había negado a aceptar dinero el hombre había compartido su comida con ellos.

—Me lo llevaré fuera para comerlo —dijo Beleño—. De ese modo mi nariz tendrá hambre como el estómago.

Se puso de pie y se estiró para desentumecer los músculos. Atta se sacudió entera, empezando por el hocico y acabando en la cola, tras lo cual miró hacia la puerta con afán.

—¿Y tú? —preguntó Beleño al ver que Rhys seguía sentado—. ¿No tienes hambre?

El monje negó con la cabeza.

—Me quedaré aquí y vigilaré a Lleu. Dijo algo sobre reunirse con una joven más tarde.

El kender cogió la comida, pero no se marchó de inmediato. Se quedó mirando a Rhys y pareció que trataba de decidir si decir algo o no. —Sí, amigo mío, ¿qué ocurre? —preguntó suavemente Rhys. —Se marcha en un barco dentro de dos días —dijo Beleño. Rhys asintió con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cruzar a nado el Nuevo Mar tras él?

—He hablado con el capitán y me he ofrecido para trabajar a bordo del barco a cambio de pasaje.

—Y luego ¿qué? —El kender se echó hacia adelante y miró a su amigo a los ojos.

»¡Rhys, sé realista y afróntalo! ¡Podríamos continuar persiguiendo a tu hermano cuando tengas noventa años y uses ese bastón como garrote! Lleu seguirá siendo igual de joven, irá de taberna en taberna pimplando aguardiente como si no hubiera un mañana, porque ¿sabes qué, Rhys? ¡Para él no hay ningún mañana! —Beleño suspiró y negó con la cabeza.

»Llevas una vida que no es vida. Es todo lo que digo.

Rhys no se defendió porque no podía hacerlo. El kender tenía razón. Llevaba una vida que no era tal, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Hasta que alguien sabio hallase la forma de parar a los Predilectos, al menos intentaría que Lleu no causara más víctimas y la única maneta de conseguirlo era seguirlo como seguiría un cazador las huellas de un lobo merodeador.

Beleño vio que el semblante de su amigo se ensombrecía y de inmediato sintió remordimientos.

—Rhys, lo lamento. —Le palmeó la mano—. No era mi intención herir tus sentimientos, es sólo que eres un buen hombre y a mí me parece que deberías ir por ahí haciendo cosas buenas en lugar de pasarte el tiempo impidiendo que tu hermano haga cosas malas.

—No has herido mis sentimientos —le aseguró el monje, que posó la mano suavemente en el hombro del kender—. ¿Alguien te ha dicho que eres sabio, amigo mío?

—Últimamente no —contestó Beleño con una sonrisa.

—Bueno, pues lo eres. Tendré en cuenta lo que me has dicho. Anda, ve y tómate la cena.

Beleño asintió con la cabeza y apretó la mano a Rhys. Atta y él dieron media vuelta y se encaminaban hacia afuera cuando, de repente, la puerta se abrió bruscamente con un sonoro batacazo que sacó de su estupor a los ebrios e hizo que varios dejaran caer las jarras al suelo. Una ráfaga de viento que traía un intenso olor a mar entró arremolinada en la taberna, levantó el polvo y lo hizo girar como ciclones en miniatura que dieron paso a Zeboim.

Con indiferencia, la diosa apartó de un empellón al kender, que estaba en su camino, y recorrió la sombría estancia con la mirada en busca de Rhys.

—Monje, sé que estás aquí —llamó con una voz retumbante que hizo temblar las vigas y puso en fuga a las ratas—. ¿Dónde te metes?

El vestido verde mar rompía como olas alrededor de sus tobillos, y el cabello de espuma de mar se agitaba con el viento que silbaba a través de las grietas del casco. El tabernero estaba boquiabierto. Los beodos la miraban de hito en hito. Lleu, ante la aparición de una hermosa mujer, se incorporó de un salto e hizo una galante reverencia.

Rhys, terriblemente sobresaltado, se levantó de la caja de madera y fue al encuentro de la diosa.

—Aquí estoy, majestad —contestó.

Atta se metió entre las piernas del monje y, agazapada, se puso a gruñir. Beleño se levantó del suelo. Merced a alguna diestra acrobacia, había conseguido salvar la cena y se guardó el paquete de tasajo en el bolsillo.

—Yo estoy aquí también, diosa —gritó alegremente.

—Cierra el pico, kender —espetó Zeboim—. Y tú... —Alzó una mano en gesto de advertencia para señalar a Lleu—. Tú cierra el pico también, pedazo de carroña repugnante.

Los ojos de Zeboim se enfocaron en Rhys y la diosa le sonrió dulcemente.

—Traigo a alguien que quiero que conozcas, monje.

La diosa gesticuló y, tras un instante de vacilación, otra mujer entró en la taberna.

—Rhys, ésta es Mina —presentó Zeboim como sin darle importancia—. Mina, éste es Rhys Alarife, mi monje.

Rhys estaba tan sorprendido que reculó, tropezó con el bastón y pisó a Atta, que aulló una protesta. Era incapaz de hablar; su cerebro se debatía en semejante confusión que no entendía lo que veía. Tuvo la fugaz impresión de una joven que más que hermosa era llamativa, con el cabello rojo como el fuego y unos ojos como no había visto en su vida.

Eran del color del ámbar y el monje tuvo la espeluznante sensación de que, al igual que el ámbar, retenían apresado en ellos a todo aquel que contemplaban. La mirada ambarina se clavó en él y Rhys se sintió arrastrado hacia ellos como todos los demás, cientos de miles de personas atrapadas y retenidas como insectos en dorada resina.

El ámbar se filtró a su alrededor, cálido y dulce.

Rhys gritó y alzó velozmente los brazos para bloquear la mirada de la chica del mismo modo que los habría levantado para frenar un golpe.

El ámbar se resquebrajó. Los ojos siguieron reteniendo a sus pobres prisioneros, pero ahora Rhys distinguía fallos, grietas minúsculas y estrías que se ramificaban a partir de las oscuras pupilas.

Rhys Alarife —dijo Mina a la par que le tendía la mano—. ¡Tú sabes la respuesta al enigma!

—¿El? —se mofó Zeboim—. El no sabe nada, pequeña. Bien, ahora tenemos que irnos, en serio. Ésta ha sido una visita relámpago, Rhys, cariño. Siento que no podamos quedarnos, pero quería que los dos os conocieseis. Era lo menos que podía hacer ya que fui yo quien te ordenó que revolvieras cielo y tierra para encontrarla. De modo que adiós...

Lleu emitió un grito apagado, un gemido inhumano y se abalanzó hacia Mina, a quien intentó asir, pero la joven retrocedió y se apartó de él.

—Desgraciado —increpó fríamente—. ¿Qué diablos haces?

Lleu cayó de hinojos y alzó las manos hacia ella en un gesto de súplica.

—¡Mina, no me rehúyas! ¡Me conoces! —clamó Lleu con acento desgarrador.

Rhys lo miró de hito en hito y Beleño se quedó boquiabierto. Lleu, que no se acordaba de Rhys, recordaba a Mina.

En cuanto a ella, le dirigió una mirada semejante a la que habría dirigido a una de las ratas del local.

—Te equivocas...

—¡Me besaste! —Lleu desganó la pechera de la camisa para mostrar la señal de sus labios marcados a fuego en su carne—. ¡Mira!

—Ah, eres uno de los Predilectos —dijo Mina, que se encogió de hombros—. Tienes la bendición de mi señor...

—¡No la quiero! —chilló Lleu—. ¡Quítamela!

—No te entiendo —dijo Mina, que parecía realmente desconcertada por su petición—. Te di lo que querías, lo que quieten todos los mortales... Vida eterna, eterna juventud, eterna belleza...

—Eterna desventura —gimió él—. No soporto tu voz atronando mis oídos constantemente. No soporto el dolor que me empuja a salir a la noche, el dolor que nada, ni el brebaje más fuerte, puede ahogar... —Lleu enlazó las manos—. Quítame la «bendición», Mina. Déjame ir.

Ella se apartó, altiva y distante. El ámbar se endureció, las grietas se cerraron.

—Te entregaste a mi señor, le perteneces. No puedo hacer nada. Lleu se echó bruscamente hacia adelante, todavía de rodillas. —¡Te lo suplico!

Zeboim lanzó una mirada de desagrado al Predilecto y tiró de Mina. —Vamos, pequeña. Y, a propósito de Chemosh, debe de estar impacientándose. En cuanto a ti, monje —Zeboim volvió la vista hacia Rhys y su expresión no era amistosa—, ya hablaremos más tarde.

Vientos tormentosos soplaron en la taberna, apresaron a Rhys y lo arrojaron contra la pared. El monje sintió los pinchazos de la arena en el rostro, que no lo dejaba ver, como tampoco el azote de la lluvia, pero sí oyó maldecir a la gente y el ruido de las cajas de madera que golpeaban al salir lanzadas de aquí para allí. La tormenta bramó durante un momento más y después amainó. Rhys encontró a Atta escondida debajo de una caja de madera y vio que Lleu seguía arrodillado. Esperando contra toda esperanza que su hermano hubiera recuperado la memoria, el monje se acercó a él, presuroso.

—Lleu, soy yo, Rhys...

—Me importa un bledo quién eres. —Lleu lo apartó de un empellón—. Quítate de en medio. ¡Tabernero, más aguardiente!

El tabernero apareció asomándose por detrás del mostrador, miró en derredor a las cajas volcadas, a los borrachos tirados patas arriba, y luego echó una mirada torva a Lleu.

—Vaya amistades tienes. ¡Fíjate que desbarajuste! ¿Quién va a pagar los destrozos? Tú no, supongo. Lárgate —gritó al tiempo que agitaba el puño—. ¡Y no vuelvas!

Mascullando que tenía mejores cosas que hacer y mejores sitios a los que ir, Lleu salió de la taberna y cerró tras de sí de un portazo.

—Yo pagaré los daños —dijo Rhys, que ofreció la última moneda que le quedaba. Silbó a Atta y echó a andar en pos de Lleu—. ¡De prisa, tenemos que seguirlo! —le dijo a Beleño conforme pasaba ante el kender.

El gañido de Atta hizo que el monje se parara y mirase atrás.

Beleño miraba fijamente el sitio en el que Mina había estado parada. El kender tenía los ojos muy abiertos y Rhys vio, sorprendido, que unas lágrimas se deslizaban por las mejillas de su amigo.

—Oh, Rhys. —Beleño tragó saliva con esfuerzo—. Qué triste es. ¡Muy triste!

Enterró la cara en las manos y sollozó como si se le partiera el corazón.

2

Rhys regresó junto a su amigo con premura. —Beleño —dijo, preocupado—. Lamento haber sido tan desconsiderado. Has sufrido una mala caída. ¿Dónde te duele? —¡Qué triste! ¡No puedo soportarlo! —Fue lo único que Beleño era capaz de decir.

Rhys rodeó al kender con el brazo y lo condujo fuera de la taberna, con Atta detrás de ellos, al trote. La perra miraba a su amigo con ansiedad y de vez en cuando le daba un lametón en la mano.

Dividido entre la preocupación por su amigo y la inquietud de perder el rastro de su hermano, Rhys hizo todo lo posible por sosegar a Beleño, todo ello sin perder de vista a Lleu.

Su hermano caminaba a lo largo de los muelles con las manos metidas en los bolsillos y silbando una melodía desafinada, sin problema alguno. Saludaba a desconocidos como si fuesen viejos amigos y, a no tardar, mantenía una conversación con varios marineros. Rhys recordó que sólo unos minutos antes su desdichado hermano había suplicado la muerte, y creyó saber qué había motivado el llanto del kender.

Rhys palmeó a Beleño en el hombro para consolarlo, convencido de que recobraría la calma en seguida, pero el kender estaba completamente trastornado. Beleño no cesaba de repetir, entre sorbetones y gimoteos, que todo era muy triste, y entonces rompía a llorar con más fuerza. A Rhys le preocupaba la posibilidad de tener que dejar a su amigo en aquel estado, pero entonces vio a su hermano entrar en una taberna, en compañía de los marineros.

Sin duda Lleu se quedaría allí un buen rato, sobre todo si los marineros invitaban, de modo que condujo al kender hacia un callejón tranquilo. Beleño se dejó caer pesadamente al suelo y sollozó con gran aflicción.

—Beleño, sé que estás apenado por Lleu, pero llorar no arreglará nada... —empezó el monje.

—¿Lleu? —El kender alzó la cabeza y lo miró—. ¡No lloro por él, sino por ella!

—¿Por ella? ¿Te refieres a Mina? —preguntó Rhys sin salir de su asombro—. ¿Es por ella por quien lloras?

Beleño asintió con un cabeceo, lo que hizo que le corrieran más lágrimas.

—¿Qué pasa con ella? —De repente se le ocurrió una idea a Rhys—. ¿Es uno de los Predilectos? ¿Está muerta?

—¡Oh, no! —Beleño tragó saliva. Entonces vaciló y repitió de nuevo-: No... —sólo que esta vez lo negó más despacio.

—¿Lloras por todo el mal que ha hecho? —La voz de Rhys se endureció y apretó los dedos sobre el cayado con fuerza—. Si está viva, es una buena noticia. Se la puede matar.

Beleño alzó la cara surcada de lágrimas y lo miró sorprendido.

—¿Realmente acabas de decir eso? ¿Quieres matarla? ¿Tú...? ¿El monje que sacaba una mosca de un charco de cerveza para que no se ahogara?

Rhys revivió la desesperada súplica de su hermano y la respuesta cruel e insensible de Mina. Recordó al joven Cam de Solace, a todos los jóvenes, esclavos de Chemosh, empujados a matar; la marca de los labios de esa mujer sobre el corazón de todos ellos.

—Ojalá la hubiera matado cuando la tuve delante de mí —dijo.

Después alargó la mano y sacudió al kender asiéndolo fuertemente del hombro.

—¡Respóndeme! ¿Qué te pone tan triste por ella? Beleño se apartó de él, encogido.

—En realidad no lo sé —dijo con un hilo de voz—. ¡En serio! La emoción me sobrevino de repente. No te enfades, Rhys, intentaré dejar de llorar ya.

Soltó un hipido, pero las lágrimas siguieron corriéndole por las mejillas y escondió la cara contra el pelaje de Atta. La perra le rozó el cuello con el hocico y le limpió el llanto a lametones. Los ojos marrones del animal, clavados en Rhys, parecían hacerle un reproche.

El kender se frotó el hombro que el monje le había apretado, y Rhys se sintió como un monstruo.

—Iré a buscarte un poco de agua.

Le dio al kender una palmadita de disculpa, peto con ello sólo consiguió que el llanto de su amigo se recrudeciera. Dejándolo al cuidado de Atta, Rhys se encaminó hacia un pozo público cercano. Sacaba el cubo lleno cuando percibió la presencia divina como una respiración en la nuca.

—¿Qué secreto me escondes, monje? —demandó Zeboim.

—No tengo secretos, majestad —dijo con un suspiro.

—Entonces ¿qué es ese enigma del que hablaba la chica? ¿Cuál es la respuesta?

—No sé lo que Mina quiso decir con eso, majestad —repuso Rhys—. ¿Por qué no le preguntáis a ella?

—Porque es una mentirosilla. Tú, a pesar de tus faltas, no lo eres, así que dime el enigma y la respuesta.

—Os he dicho ya, majestad, que no sé de qué hablaba. Y, puesto que no soy mentiroso, doy por sentado que tenéis que creerme. —Rhys llenó el odre de agua y echó a andar hacia el callejón.

Zeboim lo siguió; la diosa echaba chispas.

—¡Tienes que saberlo! ¡Vamos, haz memoria!

Rhys oyó la voz de su hermano, su desesperada súplica de concederle la muerte. Sintió las lágrimas de Beleño en la piel. Perdida la paciencia, giró sobre sus talones para encarar a la diosa, enfadado.

—Lo único que sé, majestad, es que tenéis en vuestro poder a la persona que me ordenasteis que buscara. ¡No tenéis derecho a preguntarme nada!

Zeboim se paró, momentáneamente sorprendida por la cólera del monje. Rhys siguió caminando y la diosa apretó el paso para alcanzarlo. Deslizó el brazo por el de él y se asió con fuerza cuando Rhys intentó desprenderse de su mano.

—Me gusta cuando te muestras enérgico, pero no vuelvas a hacer eso nunca. —Le dio un cachete en broma que le dejó el brazo dormido hasta el codo—. En cuanto a Mina, ¿te la presenté, verdad? Ahora ya conoces su aspecto. La dejé ir, es cierto, pero no tuve más remedio que hacerlo. Te acuerdas de mi hijo, ¿verdad? ¿Recuerdas que su alma estaba atrapada en esa pieza de khas?

Rhys suspiró. Vaya si lo recordaba.

—Te alegrará saber que ha sido liberado —dijo Zeboim.

A Rhys esa noticia no le causaba júbilo alguno, por lo que no tuvo que esforzarse nada en contenerlo.

La diosa guardó silencio unos instantes mientras observaba al monje con los ojos entrecerrados en un intento de captar sus sentimientos.

Rhys le abrió el corazón. No tenía nada que ocultar y, al cabo, la diosa se dio por vencida.

—Dices la verdad. Tal vez no sepas la respuesta a ese enigma —musitó Zeboim en un siseante susurro—. Yo que tú, trataría de descubrirla. A Mina le preocupabas, de eso me di cuenta. No te inquietes si no puedes dar con ella, hermano Rhys. ¡Será Mina la que te encuentre a ti!

Dicho esto, desapareció en medio de una ráfaga de lluvia.

Beleño y Atta se habían quedado dormidos profundamente. El kender tenía los brazos alrededor del cuello de la perra, que había puesto una pata sobre el pecho de Beleño en un gesto protector. Rhys los miró, despatarrados sobre los adoquines de un asqueroso callejón atestado de basura. Atta tenía el pelaje enredado y sin rastro del lustre de antaño. Las almohadillas de las patas estaban ásperas y agrietadas. Cada vez que pasaban cerca de praderas suavemente onduladas y verdes colinas Atta las contemplaba con anhelo y Rhys sabía que el animal habría querido echar a correr a través de la verde campiña sin parar hasta que volviera trotando con él, exhausta y feliz.

En cuanto al kender, Beleño comía con regularidad, que era más de lo que había hecho antes de que Rhys lo encomiara. Pero tenía la ropa andrajosa y las botas tan desgastadas que los dedos empezaban a asomarle por la puntera. Lo que era peor, su carácter vivaz de antaño se lo había ido desgastando el roce de la calzada por la que viajaban, día tras día, en pos de un hombre muerto.

«Los kenders no deberían llorar nunca —pensó Rhys con remordimiento—. No están hechos para las lágrimas.»

Se dejó caer pesadamente sobre un barril y hundió la cara en las manos; se apretó los ojos con las palmas. Intentó, a fin de conseguir la serenidad de espíritu, evocar los verdes pastos, las ovejas blancas y la perra blanca y negra corriendo por la ladera de la colina. Pero todo había desaparecido, no veía nada excepto la calzada, una calzada de desolación, degradación, vacío, muerte y desesperanza.

La vergüenza y el desprecio por sí mismo lo embargaron.

—He sido tan arrogante, tan engreído... —musitó mientras unas lágrimas amargas le humedecían, ardientes, las pestañas—. Me creí capaz de coquetear con el mal sin tener que dejar mi camino. Ser capaz de alardear de servir a Zeboim sin que ella pudiera reclamar derecho alguno sobre mí. Ser capaz de recorrer un sendero de oscuridad sin perder de vista la luz del sol. Peto ahora esa luz se ha desvanecido y estoy perdido. No tengo farol ni compás para guiarme. Tropiezo en un camino tan atestado de malas hierbas que no veo dónde piso. Y no tiene fin.

El bastón de Majere, que había tomado como una bendición, ahora le parecía un reproche.

«Piensa en lo que podrías haber sido —parecía decirle Majere—. Piensa en lo que has desperdiciado. Conserva este bastón siempre para que te recuerde todo eso y sea un tormento para ti.»

Rhys oyó el desafinado canturreo de una voz que había llegado a reconocer de lejos. Cansado, levantó la cabeza y vio a Lleu pasar por delante de la boca del callejón, que ya empezaba a quedar sumido en la oscuridad de la noche.

Lleu... que acudía a una cita con alguna desdichada joven.

No tenía opción, así que alargó la mano y sacudió a Beleño hasta despertarlo. Atta, sobresaltada, se levantó de un brinco y, al captar el olor de Lleu, soltó un sordo gruñido.

—Tenemos que irnos —dijo Rhys.

Beleño asintió con la cabeza y se frotó los ojos, pegajosos de lágrimas. Rhys lo ayudó a levantarse del suelo.

—Beleño, lo siento —dijo, arrepentido—. No era mi intención gritarte y los dioses saben que jamás he querido hacerte daño.

—No pasa nada —contentó el kender con un remedo de sonrisa—. Seguramente es porque tienes hambre. Toma. —Hurgó en un bolsillo y sacó el maltrecho paquete de tasajo. Lo limpió de pelusillas del bolsillo y le quitó un clavo torcido—. Lo compartiremos.

Rhys no tenía hambre, pero aceptó el trozo de carne seca. Intentó cometió, pero el estómago se le revolvió con el olor y acabó dando su parte a Atta cuando Beleño miraba a otro lado.

Los tres echaron a andar por la calzada en medio de la noche, tras los pasos del Predilecto.

3

Siguieron a Lleu hasta un muelle en el que había acordado encontrarse con una joven. Sin embargo ella no apareció y, tras esperar más de una hora, Lleu la maldijo en voz alta y se marchó pata entrar en la primera taberna que tenía al paso. Rhys sabía por experiencia que su hermano se quedaría allí toda la noche y que al día siguiente lo encontraría allí o muy cerca de la taberna. Llevó al bostezante Beleño y a la encorvada Atta hasta un recogido umbral, donde, apiñados para darse calor, se dispusieron a disfrutar de las horas de sueño que pudieran.

El kender roncaba suavemente y Rhys empezaba a quedarse dormido cuando oyó gruñir a Atta. Un hombre vestido con ropajes en los que se reflejaba la luz del farol que sostenía en una mano se hallaba de pie delante de ellos mirándolos desde arriba. Tenía el rostro sonriente aunque también reflejaba preocupación e interés, y Rhys calmó los temores de la perra. —No pasa nada, chica —dijo—. Es un clérigo de Mishakal. —¿Eh? —Beleño se despertó sobresaltado y parpadeó, cegado por la luz del farol.

—Perdonadme por molestaros, amigos —dijo el hombre de blanca túnica—. Pero éste es un lugar peligroso para pasar la noche. Puedo ofreceros cobijo, una cama cálida y algo caliente para comer por la mañana.

Se acercó un poco más y alzó el farol.

—¡Válganme los dioses! ¡Un monje! Hermano, acepta mi hospitalidad, por favor. Soy el Hijo Venerable Patricio.

—Comida caliente... —repitió el kender, que miró esperanzado a su amigo.

—Aceptamos tu invitación, Hijo Venerable —contestó Rhys, agradecido—. Me llamo Rhys Alarife y éstos son Beleño y Atta.

El clérigo les dedicó a todos un saludo afable, incluso a Atta, y aunque

Patricio observó con curiosidad la túnica verde azulada se abstuvo cortésmente de hacer comentario alguno y les alumbró el camino por las calles de la ciudad.

—Es una larga caminata, me temo —se disculpó—. Peto hallaréis paz y descanso al final del trayecto. Muy similar a la propia vida —añadió con una sonrisa dirigida a Rhys.

Mientras caminaban les contó que a esa zona de Nuevo Puerto se la conocía como Puerto Viejo porque era la parte más antigua de la nueva ciudad. Nuevo Puerto se había erigido cuando el Cataclismo había desgarrado el continente de Ansalon, elevando unas zonas y hundiendo otras, de forma que algunas áreas se hendieron y se separaron amplias distancias mientras que otras de desgajaron completamente de la masa continental. Una de esas enormes hendiduras permitió la creación de la vasta extensión de agua conocida como Nuevo Mar.

Los primeros pobladores que llegaron allí —refugiados que huían de la destrucción desatada al norte— fueron unos visionarios que comprendieron de inmediato las ventajas de construir una población en aquel lugar. La configuración del terreno formaba un puerto natural en el que fondearían los barcos que a no tardar estarían surcando las aguas del Nuevo Mar, cargarían mercancías y harían reparaciones o puestas a punto, lo que fuera necesario en cada caso.

La ciudad empezó modestamente, rodeada por una empalizada y con vista al abra. El rápido crecimiento de Nuevo Puerto no tardó en desbordar la empalizada y se expandió a lo largo de la línea costera y hacia el interior.

—Como hijas ingratas que descubren la riqueza y el éxito y entonces se niegan a reconocer sus orígenes humildes y a los padres que las trajeron al mundo, las zonas acomodadas de la ciudad se hallan ahora muy apartadas de los modestos muelles que fueron la causa de su auge —explicó Patricio a la par que sacudía tristemente la cabeza.

»Los florecientes mercaderes que financian los barcos y poseen los almacenes portuarios viven lejos del mal olor a cabezas de pescado y a brea. Los burdeles, los antros de juego y las tabernas como La Barca han desplazado del distrito a establecimientos de mejor reputación. A lo largo de la costa, cerca de los muelles, la vivienda es barata porque nadie quiere vivir allí.

Dejaron atrás hilera tras hilera de casas desvencijadas, construidas con la madera retirada de almacenes abandonados, y recorrieron calles lúgubres y embarradas al carecer de pavimento. Se cruzaron con marineros ebrios y mujeres desaliñadas que caminaban dando bandazos. Aunque era más de varios niños corrieron a su encuentro para mendigar monedas o revolvían en montones de basura con la esperanza de hallar algo de comer. Cada vez que topaban con niños así, Patricio se paraba para hablar con ellos antes de seguir su camino.

—Mi esposa y yo hemos abierto una escuela aquí abajo, en los muelles —explicó—. Enseñamos a los niños a leer y a escribir y los mandamos a su casa al menos con una comida caliente en el estómago. Con un poco de suerte podremos ayudar a que algunos lleven una vida mejor fuera de este mísero lugar.

—Los dioses bendicen la dádiva y al donante —musitó Rhys.

—Hacemos lo que podemos, hermano —dijo Patricio con una sonrisa y un suspiro—. Hacemos lo que podemos. Hemos llegado, entrad. Sí, Atta, tú también puedes pasar.

El Templo de Mishakal no era un edificio magnífico, sino uno modesto en el que sin duda se habían llevado a cabo recientes reparaciones ya que olía intensamente a lechada. La única indicación de que se trataba de un templo era el símbolo sagrado de Mishakal recién pintado en una de las paredes.

Rhys estaba a punto de entrar cuando, a la luz del farol, vio algo que lo hizo pararse de golpe, por lo que Beleño chocó contra él.

Expuesto en el exterior del pequeño templo, clavado en la pared, había un letrero escrito en letras prominentes de color rojo: ¡guardaos de los Predilectos de Chemosh!

Debajo seguía un párrafo en el que se describía a los Predilectos e instaba a la gente a buscar la marca del «Beso de Mina», a la vez que advertía que se abstuvieran de prestar cualquier juramento de servidumbre al Señor de la Muerte.

—Oh, ¿sabéis lo de esos Predilectos de Chemosh? —preguntó Patricio al advertir el ceño de Rhys.

—Muy a mi pesar, sí —contestó el monje.

—¿Crees que tu advertencia contribuirá a detener a los Predilectos? —le preguntó Beleño al clérigo.

—No, en realidad no —respondió tristemente Patricio—. Pocas personas de por aquí saben leer, pero hablamos con todos los que entran en nuestro templo y los instamos a que sean prudentes.

—¿Cuál ha sido la reacción? —quiso saber Rhys.

—La que era de esperar. Ahora algunos temen que cualquiera que se encuentran quiera matarlos. Otros piensan que es una artimaña para coaccionar a la gente pata que se una a la iglesia. —Patricio esbozó una sonrisa irónica y se encogió de hombros—. La mayoría se mofa de todo el asunto. Pero podemos hablar más a fondo sobre esto por la mañana. Ahora os mostraré vuestras camas.

Los llevó dentro y los condujo a una habitación en la que se había instalado una hilera de catres. Les entregó mantas y les dio las buenas noches.

—Que la bendición de Mishakal os guarde en vuestro descanso nocturno —les deseó antes de marcharse.

Rhys se tendió en un catre, y tal vez Mishakal lo tocara suavemente porque fue la primera noche en mucho, mucho tiempo que no soñó con su desdichado hermano.

En realidad no soñó con nada.


Rhys se levantó al rayar el día y vio que Beleño devoraba alegremente un cuenco de pan con leche en compañía de una mujer de aspecto agradable que se presentó como la Hija Venerable Galena. Invitó a Rhys a tomar asiento y desayunar, cosa a la que el monje accedió de buen grado, ya que descubrió que estaba inusitadamente hambriento.

—Sólo si me permites hacer algún trabajo a cambio —añadió con una sonrisa.

—No hace falta, hermano —contestó Galena—. Pero sé que no admitirás un «no» por respuesta, así que acepto tu oferta con agradecimiento. Mishakal sabe que necesitamos toda la ayuda que se nos pueda dar.

—El kender y yo hemos de ocuparnos de un asunto ahora —dijo Rhys mientras fregaba los platos—, pero regresaremos por la tarde.

—¿Puedo quedarme, Rhys? —pidió Beleño, anhelante—. ¡En realidad no necesitas que te ayude y la Hija Venerable dice que me va a enseñar a pintar paredes!

Rhys miró a la mujer con incertidumbre.

—Pues claro que puede quedarse —dijo ella con una gran sonrisa.

—De acuerdo —accedió Rhys, que hizo un aparte con el kender—. He de ir a buscar a Lleu, así que me reuniré contigo aquí. No digas que conoces a un Predilecto —añadió en voz baja—. No digas nada sobre Zeboim o Mina o que puedes hablar con muertos o que eres un acechador nocturno...

—Que no diga nada de nada —lo atajó Beleño a la par que asentía con aire enterado.

—Correcto. —Rhys sabía que su advertencia no serviría de nada, pero se sentía obligado a intentado—. Y cuidado dónde metes las manos. He de irme ya. ¡Atta, vigila! —Señaló al kender.

Beleño se había acercado a Galena para ayudarla a fregar y, ni que decir tiene, las primeras palabras que pronunció fueron:

—Por cierto, Hija Venerable, no habrá nadie de tu familia que haya fallecido recientemente, ¿verdad? Lo digo porque, en tal caso, yo...

Rhys sonrió y negó con la cabeza antes de salir en busca de Lleu.

Encontró a su hermano paseando por los muelles en compañía de una joven que llevaba un bebé en brazos y un niño pequeño, de unos cuatro años, que caminaba pegado a ella, agarrado a la larga falda. Lleu derrochaba encanto y la joven lo miraba con adoración, pendiente de cada palabra que decía.

Era bonita, aunque estaba delgada en exceso y tenía el semblante demacrado. Parecía decidida a que Lleu le gustara y aún más decidida a gustarle a él.

—No acudiste a nuestra cita de anoche —decía Lleu.

—Lo siento —se disculpó la muchacha, preocupada—. No estás enfadado conmigo, ¿verdad? La vieja bruja que se suponía que vendría a cuidar de los niños no apareció.

—No estoy enfadado. —Él se encogió de hombros—. Siempre se encuentra compañía agradable...

La joven pareció estar aún más preocupada.

—Tengo una idea. Puedes venir a casa esta noche, después de que acueste a los niños.

—De acuerdo, dime dónde vives —accedió Lleu.

La joven le dio la dirección y él la besó en la mejilla, dio unas palmaditas al niño en la cabeza y un toquecito en la barbilla al bebé.

A Rhys se le revolvieron las tripas al ver al Predilecto acariciar a los niños y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse y no intervenir allí mismo. Por fin Lleu se marchó; de camino a otra taberna, sin lugar a dudas. Rhys fue en pos de la joven, que se metió en una de las casuchas cercanas al puerto, y esperó un momento para plantearse cómo actuar. Por fin tomó una decisión, cruzó la calle y llamó a la puerta.

La hoja de madera se entreabrió y la joven echó un vistazo a través de la rendija.

—¿Y bien, hermano? ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me llamo Rhys Alarife y quiero hablarte de Lleu. ¿Puedo entrar?

La joven adoptó de repente una actitud fría.

—No, no puedes. En cuanto a Lleu, sé lo que me hago. No necesito que me sermonees sobre mis pecados, así que ocúpate de tus asuntos, hermano, que yo me ocúpate de los míos.

Iba a cerrar la puerta, pero Rhys metió el bastón entre la jamba y la hoja de madera para mantenerla abierta.

—Lo que tengo que decirte es importante, señora. Tu vida corre peligro.

Por encima del hombro de la joven, Rhys alcanzó a ver al bebé tendido en una manta sobre un jergón de paja, en un rincón de la pequeña pieza. El niño estaba detrás de ella y miraba a Rhys con los ojos muy abiertos. La mujer, al advertir los movimientos de sus ojos, abrió la puerta de par en par.

—¡Mi vida! —Soltó una risa amarga—. ¡Ésta es mi vida! Suciedad y miseria. Tú mismo puedes verlo, hermano. Soy una joven viuda desamparada, con dos niños pequeños y con apenas lo suficiente para mantener cuerpo y alma juntos. No puedo ir a trabajar porque me da miedo dejar solos a los niños, así que me traigo ropa para coser. Con eso apenas me llega para el alquiler de este horrible sitio.

—¿Cómo te llamas, señora? —preguntó suavemente Rhys.

—Camila —respondió, hosca.

—¿Crees que Lleu va a ayudarte, Camila?

—Necesito un marido —repuso en tono duro—. Mis hijos necesitan un padre.

—¿Y qué hay de tus padres? —preguntó Rhys.

—Estoy sola en el mundo, hermano, aunque no por mucho tiempo —dijo ella a la par que negaba con la cabeza—. Lleu ha prometido casarse conmigo y estoy dispuesta a hacer cualquier cosa para conservarlo. En cuanto a que mi vida corra peligro... —Resopló con sorna—. Puede que le guste demasiado la bebida, peto es inofensivo.

A su espalda el bebé empezó a llorar.

—Y ahora, he de atender a mi niño... —Intentó de nuevo cerrar la puerta.

—Lleu no es inofensivo —le dijo el monje con gran seriedad—. ¿Has oído hablar de Chemosh, el dios de la muerte?

—¡No sé nada sobre dioses, hermano, ni me importa! Y ahora ¿vas a marcharte o tendré que llamar a la guardia de la ciudad?

—Lleu no se casará contigo, Camila. Ha reservado pasaje en un barco con destino a Flotsam. Mañana se va de Nuevo Puerto.

La joven lo miró fijamente y palideció, temblorosos los labios.

—No te creo. ¡Lo prometió! ¡Márchate! ¡Vete!

El bebé lloraba ahora con frenética desesperación y el niño hacía lo que podía para calmarlo, pero el bebé no estaba dispuesto a callarse así como así.

—Piensa en lo que te he dicho, Camila —suplicó Rhys—. No estás sola. El templo de Mishakal no se encuentra lejos de aquí. Pasaste por delante cuando venías hacia aquí. Ve a hablar con los clérigos de Mishakal, que te ayudarán a ti y a tus hijos.

Ella lo empujó y propinó una patada al bastón.

—Lleu tiene una marca en el pecho —continuó el monje—. La señal de los labios de una mujer marcados a fuego en la piel. Intentará que entregues tu alma a Chemosh. ¡No lo hagas, Camila! ¡Si accedes, estás perdida! ¡Míralo a los ojos! —suplicó—. ¡Míralo a los ojos!

La mujer cerró de un portazo y Rhys se quedó plantado en la calle, desde donde oyó los plañidos del bebé y la voz de la madre que intentaba sosegarlo. Se preguntó qué hacer. Si esa joven caía víctima de Lleu, abandonaría a sus hijos para reunirse con el Señor de la Muerte.

Entonces recordó el anuncio clavado en la pared del templo y su corazón sintió alivio. No estaba solo en su lucha contra los Predilectos. Ya no. Buscaría ayuda.


Rhys regresó junto a los clérigos de Mishakal y su humilde templo, y allí encontró a Beleño blanqueando alegremente las paredes y a Atta tendida debajo de una mesa mordisqueando, satisfecha, un hueso. Agitó la cola al verlo llegar, pero no estaba dispuesta a renunciar al hueso el tiempo necesario para darle la bienvenida.

—¡Mira, Rhys, estoy trabajando! —entonó el kender, orgulloso, al tiempo que movía la brocha y se salpicaba a sí mismo y al suelo con la cal—. Ya hemos pagado por la comida.

—Le dije que dábamos de comer a todo el que lo necesitara, pero insistió —comentó Patricio—. Es un kender fuera de lo normal.

—Sí, lo es —convino Rhys, que hizo una pausa antes de añadir en voz queda-: Hijo Venerable, he de hablar contigo de un asunto muy importante.

—Pensé que lo harías —contestó Patricio—. Tu amigo nos ha estado contando algunas historias muy interesantes. Por favor, hermano, siéntate.

Galena le llevó a Rhys un cuenco de estofado, y Patricio se sentó a su lado mientras comía para hacerle compañía. No dejó que el monje hablara de esas cuestiones hasta que terminó de comer porque, según le explicó, era malo para la digestión.

Al pensar lo que tenía que decir, Rhys no pudo estar más de acuerdo con él, de modo que animó a Patricio a que le contara su historia.

—Mi esposa y yo éramos ambos místicos de la Ciudadela de la Luz. Cuando los dioses regresaron, los cabecillas de la Ciudadela convinieron en que se nos diera a todos los místicos la opción de elegir: podíamos servir a los dioses o seguir siendo místicos. Nuestra fundadora, Goldmoon, había sido ambas cosas y los cabecillas creían que ella habría querido que nos dieran la posibilidad de escoger. Mi esposa y yo oramos pidiendo guía, y la Sanadora se nos apareció en nuestros sueños para pedirnos que la siguiéramos, y así lo hicimos.

«Somos originarios de Nuevo Puerto, por lo que sabíamos que aquí había muchas necesidades y decidimos regresar para hacer cuanto estuviera a nuestro alcance para ayudar. Hemos empezado con la escuela para niños y una casa de curación. Un comienzo humilde, pero al menos es un comienzo. Ninguno de los otros dioses tiene representación en esta ciudad... Excepto Zeboim, claro —añadió Patricio con un suspiro y una mirada de reojo a Rhys.

El monje no dijo nada y siguió comiendo.

—El templo de Zeboim fue el último que abandonó la gente después de la desaparición de los dioses y el primero al que acudieron a su regreso. De hecho, hubo quienes nunca lo llegaron a abandonar y siguieron llevándole presentes año tras año. «Nunca se sabe con la Arpía del Mar», decían por aquí. «Podría estar jugando uno de sus jueguecitos y más vale no correr riesgos con ella.»

Rhys miró a Beleño, que derramaba cal alegremente todo en derredor, aunque una cantidad considerable acababa llegando a la pared. Rhys se agachó y acarició la cabeza a Atta.

—Perdóname por preguntarte, hermano —dijo al cabo de un momento Patricio—. Es evidente tu condición de monje, peto no estoy familiarizado con tu Orden...

—Fui monje de Majere —contestó Rhys—. Peto ya no lo soy. Esto estaba riquísimo —le dijo a Galena, que recogía el cuenco del estofado—. Gracias. —¿De qué quieres hablar con nosotros, hermano? —preguntó Patricio. —De los Predilectos. La expresión del clérigo se ensombreció.

—Beleño nos ha contado que has ido persiguiendo a uno de ellos y que está aquí, en la ciudad. Son malas noticias, hermano.

—Y ahora ha empeorado la cosa. El Predilecto ha hecho amistad con una joven y me temo que quiere hacerle daño. He intentado avisada, pero es viuda y madre de dos pequeños y está pasando por un momento de extrema necesidad. Cree que va a casarse con ella y se niega a hacer caso de mis advertencias. Van a reunirse esta noche. Tenemos que detenerlo.

—A juzgar por la información que recibimos de la Ciudadela sobre los Predilectos, impedírselo no será nada fácil —comentó Galena, preocupada.

—Aun así debemos hacer algo —dijo Patricio—. ¿Se te ocurre alguna idea?

—Podríamos intentar reducirlo y meterlo en prisión, pero sin duda se escaparía de su celda —admitió Rhys—. Cerrojos y barrotes no representarían un gran obstáculo para él, pero al menos esa joven y sus pequeños estarían a salvo. Podríais tomarlos a vuestro cuidado, mantenerla a ella separada del Predilecto hasta que se haya ido de la ciudad.

—¿Y eso cuándo será?

—Lleu ha reservado pasaje en un barco con destino a Nuevo Puerto que zarpa mañana.

—Entonces atacará a otra persona. —Patricio frunció el entrecejo—. No me gusta dejarlo marchar.

—Estoy intentando adquirir un pasaje en el mismo barco. Seguiré haciendo todo lo posible para prevenir que haga daño a nadie. —Sigue sin gustarme la idea —reiteró Patricio.

—Sé cómo te sientes, esposo —intervino Galena, que posó la mano en el brazo del clérigo—. ¡Pero piensa en esa pobre madre! Tenemos que salvarla a ella y a sus pequeños.

—Por supuesto —convino de inmediato Patricio—. Nuestra prioridad es el bienestar de esa joven madre. Después decidiremos qué hacer con el Predilecto. ¿Dónde se encuentra ahora?

—Lo dejé en una taberna. Se pasará el día allí y saldrá de noche.

—¿Y no sería mejor para nosotros prenderlo allí?

—Me lo planteé —dijo Rhys—. Pero esa joven es el tipo de persona vulnerable que busca Chemosh. Podremos parar a este Predilecto, mas ¿qué pasará con el siguiente que tope con ella? Hay que hacer que vea el peligro por sí misma.

—¿Realmente hay tantos de esos monstruos deambulando por ahí? —inquinó Galena, conmocionada.

—No hay modo de saberlo —contestó el monje—. Pero lo que es seguro es que su número crece de día en día.

Beleño se acercó para reunirse con ellos; en el camino dejó un rastro de salpicaduras de cal por el suelo.

—Ayer vi diez —informó—. En la zona portuaria y en la zona residencial.

—¡Diez! —exclamó Galena, horrorizada—. Esto es atroz.

—Lleu se va a reunir con esa joven esta noche, en su casa. Podemos capturarlo cuando llegue.

—¿Estás seguro de que es un Predilecto? —preguntó Patricio, que miró intensamente a Rhys—. Perdona que te lo pregunte, pero nuestro temor es que, además de los culpables, haya inocentes que paguen las consecuencias.

—Lleu es, o más bien fue, mi hermano —repuso Rhys—. Asesinó a nuestros padres y a los hermanos de mi Orden. E intentó asesinarme a mí.

La expresión de Patricio se enterneció y miró a Rhys como si todo tuviera sentido ahora.

—Lo lamento mucho, hermano. ¿Dónde vive esa joven?

—No lejos. —Rhys sacudió la cabeza—. No te puedo describir la ubicación exacta porque su casa es una de las muchas que hay en esa calle y todas tienen un aspecto pateado. Seta más fácil llevarte allí. Deberías llamar a la guardia de la ciudad.

—Estaremos preparados, hermano.

—Volveré al caer la noche —dijo Rhys, que asió su bastón y se puso de pie—. Gracias por la comida.

No hace falta que te marches, hermano. Deberías quedarte y descansar. Pareces agotado.

—Ojalá pudiera —dijo el monje con fervor. La paz que se respiraba en aquel lugar era un bálsamo relajante para su alma atormentada—. Sin embargo he de reunirme de nuevo con el capitán del barco para intentar otra vez persuadirlo de que nos lleve de pasajeros.

—Cree que los kenders dan mala suerte —comentó Beleño con jovialidad—. Le dije que yo podía hacer el viaje más interesante. Vi las almas de un grupo de marineros que deambulaban por el barco y le informé que todos querían hablar con él, pero me pareció que eso no le hacía gracia. Se puso furioso, sobre todo cuando le mencioné el motín y el hecho de que los hiciera colgar a todos en los mástiles. Creo que aún le guardan rencor.

Rhys miró a Patricio y tosió.

—Supongo que no podréis ocuparos otro rato del kender... —Pues claro que sí. Hoy nos ha sido de gran ayuda. —Puede enjalbegar el suelo además de las paredes —añadió Galena a la par que echaba una ojeada al rastro de salpicaduras blancas. Rhys silbó a Atta, que dejó el hueso con pesar.

—Se lo guardaré —ofreció Galena, que recogió el hueso y lo puso en un estante. La perra no le quitó la vista de encima ni un instante.

—Hermano, podrías plantearte la posibilidad de conseguir la ayuda del clérigo de Zeboim —sugirió Patricio mientras lo acompañaba a la puerta—. Tiene un gran ascendiente sobre los capitanes de barco, que estarán dispuestos a escucharlo, y él estará más que dispuesto a escucharte a ti.

—Buena idea, Hijo Venerable —dijo Rhys quedamente—. Gracias.

—Rezaremos por ti, hermano —añadió Patricio cuando el monje y la perra salían del templo.

—Rezad por esa joven viuda —contestó Rhys—. Las preces tendrán así mejor empleo.

Patricio se quedó en la puerta viéndolos marchar. El cayado del monje resonaba contra los adoquines. La perra blanca y negra trotaba a su lado. Pensativo, el clérigo se dio media vuelta. —¿Dónde vas, querido? —preguntó Galena. —A hablar con Mishakal. —¿Sobre esa joven viuda?

—Tú y yo podemos ocuparnos de ella. —Patricio miró por la ventana justo a tiempo de ver desaparecer por la esquina a Rhys y a Atta—. Éste es un tipo de problema del que sólo se puede encargar la diosa.

—¿Y de qué se trata? —quiso saber su esposa.

—De un alma extraviada —contestó Patricio.

4

Rhys se planteó seriamente el consejo de Patricio respecto al clérigo de Zeboim. Finalmente decidió ir solo a hablar con el capitán del barco. A Rhys no le gustaba la idea de estar más en deuda con la diosa de lo que estaba ya; o más bien, de lo que ella creía que estaba. A decir verdad, él había hecho mucho más por ella que al revés.

Tuvo que esperar durante horas, ya que un capitán de barco con una nave que se prepara para zarpar es un hombre ocupado, sin tiempo para hablar con posibles pasajeros, sobre todo cuando no pueden pagar el pasaje, llegó el y pasó y, finalmente, a última hora del día el capitán le dijo que podía dedicarle unos minutos.

Rhys consiguió persuadir al hombre de que los aceptara a Atta y a él a bordo del barco. Sin embargo, en cuanto a Beleño el capitán se mostró inflexible; un kender a bordo traía mala suerte, todo el mundo sabía eso.

El monje sospechaba que era una superstición que el capitán acababa de inventarse muy convenientemente, ya que hacía oídos sordos a todos sus argumentos. Por último, Rhys aceptó de mala gana dejar al kender en tierra.

—Echaremos de menos a Beleño, ¿verdad, Atta?. —le dijo a la perra mientras regresaban al templo.

Atta alzó los dulces ojos marrones para mirarlo y movió lentamente la cola, tras lo cual se acercó más y caminó casi pegada a él. No entendía las palabras del monje, pero sí conocía el tono de tristeza y hacía cuanto sabía para reconfortarlo.

Rhys iba a echar de menos a Beleño realmente. Al no ser una persona que hiciera amigos con facilidad, había hallado consuelo en la compañía de otros monjes, aunque entre ellos no había tenido verdaderos amigos. Tampoco los había necesitado; tenía a su dios y a su perra.

Había perdido a su dios y a sus hermanos, pero había encontrado a un amigo en el kender. Al repasar lo ocurrido en las últimas semanas, Rhys supo con certeza que habría sido incapaz de seguir adelante sin Beleño, cuya perspectiva alegre de la vida y su inagotable optimismo lo habían mantenido a flote cuando las oscuras aguas parecían a punto de cerrarse sobre él. El valor de Beleño y su sentido común —por extraño que esto pudiera parecer tratándose de un kender— los habían mantenido con vida a ambos.

—Los clérigos de Mishakal lo acogerán —le dijo a Atta—. La diosa siempre ha sentido debilidad por los kenders. —Suspiró profundamente y sacudió la cabeza—. Lo duro será convencerlo de que se quede. Tendremos que escabullimos mientras está dormido, antes de que sepa que nos hemos marchado. Por suerte el barco zarpa con la marea alta y eso es al amanecer...

Pensando en Beleño, Rhys no prestaba mucha atención por dónde iba y de repente descubrió que se había equivocado de camino. Se encontraba en una parte de la ciudad que le era totalmente desconocida. Su error le molestó, pero el enfado dio paso a la preocupación cuando reparó en que era mucho más tarde de lo que había pensado. El cielo mostraba una tonalidad rojiza; el sol se metía detrás de los edificios y la gente a su alrededor caminaba presurosa hacia su casa para cenar.

Temeroso de llegar tarde a su cita con los dos clérigos y la guardia de la ciudad, Rhys volvió sobre sus pasos apresuradamente y, tras parar a varias personas para orientarse en la buena dirección, Atta y él se encontraron una vez más en la calle que conducía al templo.

Caminaba lo más de prisa posible, con Atta al trote detrás, y sin mirar por dónde andaba. Se dio cuenta de que algo iba mal cuando Atta trató de apartarlo a un lado empujándolo con el cuerpo. No era la primera vez que la perra hacía eso, ya que el monje se quedaba tan absorto en sus cavilaciones de vez en cuando que se habría dado de bruces contra árboles o se habría caído en arroyos si el animal no hubiera estado allí para tener cuidado de él.

Al sentir el peso de la perra contra su pierna, Rhys alzó la cabeza y miró directamente a la luz de un farol, que lo cegó, por lo que no puedo distinguir detalles de aquellos contra los que casi había tropezado, salvo que formaban un grupo de unos seis hombres.

Se desvió ágilmente hacia un lado para evitar el choque con el que iba a la cabeza.

—Lo siento mucho, señor —se disculpó, contrito—, llevo prisa y no iba pendiente de...

Enmudeció y sintió un nudo en la garganta. Los ojos ya se le habían acostumbrado a la luz y ahora veía claramente las túnicas sacerdotales color naranja tostado y el símbolo de la rosa de Majere.

El sacerdote alzó el farol de manera que la luz cayó sobre Rhys; éste no podía dar crédito a su mala suerte. Había ido siempre con todo cuidado para no toparse con los sacerdotes de Majere y ahora se había dado literalmente de bruces con seis ellos. Peor aún, el que iba a la cabeza, el del farol, era un Abad Supremo a juzgar por su vestimenta.

El abad lo miraba sin salir de su asombro, desconcertado al captar la imagen del monje que vestía túnica de Majere, pero con el color azul verdoso de Zeboim. La sorpresa dio paso a la desaprobación y, lo que era peor, al reconocimiento. El abad le acercó más el farol a la cara y Rhys tuvo que apartar los ojos para protegerlos de la luz.

—Rhys Alarife —dijo el abad, severo—. Te hemos estado buscando.

Rhys no tenía tiempo para eso, debía llegar al templo de Mishakal. Era el único que sabía dónde encontrar a Lleu, que seguramente ya iba de camino a la casa de la joven viuda.

—Discúlpame, reverendísimo, pero llego tarde a una cita. —Hizo una reverencia y se dispuso a alejarse.

El abad lo asió del brazo y lo detuvo.

—Perdóname, reverendísimo, llego tarde —explicó Rhys cortésmente, pero con firmeza.

Realizó un rápido y ágil movimiento para soltarse de la mano del abad. Por desgracia, el abad también estaba entrenado en el arte de la «disciplina benévola» y ejecutó un diestro contrataque con el que lo mantuvo asido. Atta, a los pies de Rhys, emitió un gruñido amenazador.

El abad dirigió a la perra una mirada y alzó la mano en un gesto imperioso. Atta se tumbó en el suelo con la cabeza entre las patas delanteras. Dejó de gruñir y empezó a mover débilmente la cola.

El abad puso de nuevo su atención en Rhys.

—¿Huyes de mí, hermano? —inquirió en un tono que era más apenado que reprobatorio.

—Perdona, reverendísimo —dijo de nuevo Rhys—. Tengo prisa, es un asunto de vida o muerte. Suéltame, por favor.

—El alma inmortal es más importante que el cuerpo, hermano Rhys. Esta vida es fugaz, pero el alma es eterna. He recibido informes de que tu alma está en peligro. —El abad le asía con firmeza el brazo—. Regresa con nosotros a nuestro templo. Hablaremos contigo y hallaremos un modo de hacer que la oveja descarriada vuelva al rebaño.

—Es lo que más me gustaría hacer, reverendísimo —contestó muy seriamente—, y te prometo que iré a vuestro templo más avanzada la noche. Ahora, como ya he dicho, se me necesita urgentemente en otro lugar. La vida que corre peligro no es la mía...

—Disculpa si no confío en ti, hermano Rhys —arguyó el abad. Los sacerdotes de Majere lo rodearon y asintieron con la encapuchada cabeza.

—Miembros de nuestro Orden te han estado buscando por Ansalon y ahora que te hemos encontrado no estamos dispuestos a dejarte marchar. Vamos, camina con nosotros, hermano.

—¡No puedo, reverendísimo! —Rhys empezaba a enfadarse—. ¡Venid conmigo si no me crees! Voy al templo de Mishakal. Sus clérigos y yo perseguimos a uno de los Predilectos que intenta arrebatarle la vida a esa joven viuda.

—¿Es que eres el alguacil de esta ciudad, hermano? —inquirió el abad—. ¿Es responsabilidad tuya prender a los criminales? —¡En este caso, sí! —replicó Rhys.

El cielo estaba oscuro ya y las estrellas habían aparecido. La joven viuda habría acostado a sus pequeños y estaría atenta a la llegada de Lleu.

—El Predilecto es, era, mi desdichado hermano. Yo soy quien puede identificarlo.

—Beleño lo conoce —argumentó el abad, imperturbable—. El kender se lo podrá señalar a los guardias.

Rhys se quedó desconcertado. Por lo visto el abad sabía todo lo referente a él.

—El kender conoce a Lleu pero no sabe dónde vive esa joven. No se lo dije a él ni a los clérigos de Mishakal.

—¿Por qué no? —quiso saber el abad—. Podrías haberles indicado la ubicación de la casa de la joven viuda a los clérigos.

Rhys titubeó al buscar una respuesta.

—Todas las casas se parecen, habría sido difícil...

—Miente a los demás si tienes que hacerlo, hermano Rhys, pero jamás te mientas a ti mismo. Quieres estar allí, quieres destruir con tus propias manos al monstruo que otrora era tu hermano. Has hecho de esto algo personal, Rhys Alarife, te consume el odio y el deseo de venganza. Y, sin embargo —añadió el abad, dulcificado el tono—, Majere sigue amándote.

Rozó con aire reverente el bastón que Rhys sostenía en la mano.

Como si un relámpago hubiese alumbrado la oscuridad tornando la noche en día, Rhys se vio a sí mismo con absoluta claridad. El abad tenía razón. Podría haber dado a Patricio las indicaciones necesarias para que localizara la casa de la joven viuda, pero había retenido la información a propósito porque quería estar allí. Quería enfrentarse a su hermano y había estado dispuesto a sacrificar la vida de la joven en pro de su odiosa necesidad.

Rhys anhelaba echarse al suelo a los pies del abad, anhelaba escupir el veneno que lo estaba devorando por dentro, anhelaba suplicar clemencia, pedir perdón.

El abad lo sujetaba por el brazo. Dejando caer el bastón, Rhys asió el brazo del abad con la mano libre y, con un tirón, hizo perder el equilibro al abad y lo arrojó al suelo.

—¡Atta, vigílalo! —ordenó Rhys.

La perra se incorporó velozmente. No atacó al abad, pero se puso sobre él y, enseñando los dientes, soltó un gruñido de advertencia. El abad le dijo algo, pero ahora Atta tenía órdenes directas de su amo y no estaba dispuesta a desobedecerle.

—Hermano Rhys... —empezó el abad.

—No te hará daño si no te mueves, reverendísimo —dijo fríamente Rhys mientras observaba a los otros sacerdotes que ahora lo rodeaban.

Levantó el bastón con el pie y lo lanzó hacia su mano. Se preguntó, inquieto, si el emmide seguiría luchando para él. Después de todo se estaba enfrentando a los servidores de Majere. Sostuvo el bastón ante sí, casi esperando que se resquebrajara y se partiera, pero la vara permaneció firme, cálida y reconfortante entre sus dedos.

—No quiero haceros daño a ninguno —les dijo a los sacerdotes—. Dejadme pasar.

—Tampoco nosotros queremos hacerte daño, hermano —dijo uno de ellos—, pero no estamos dispuestos a dejar que te vayas.

Iban a intentar reducirlo, a dejarlo indefenso. Rhys evocó la imagen de la joven viuda y el terrible destino que le aguardaba. Los cinco sacerdotes se abalanzaron sobre él con el propósito de arrastrarlo al suelo.

Rhys arremetió con el emmide; propinó un bastonazo en un lado de la cabeza a uno de los sacerdotes y lo derribó, dirigió la punta del cayado contra el diafragma de otro, que se dobló por la cintura, y golpeó a un tercero en la parte posterior de la cabeza, todo ello en una sucesión de movimientos relampagueantes que no le ocuparon más que unos segundos.

En seguida se dio cuenta de que los sacerdotes no estaban tan bien entrenados en el arte de la disciplina benévola como su abad, ya que los dos que quedaban de pie retrocedieron y lo observaron con cautela. El abad debió de intentar levantarse porque Rhys oyó ladrar a Atta y el chasquido de un mordisco. Echó una ojeada atrás y vio que el abad se apretaba una mano ensangrentada.

Deseando no haber ido por esa calle ni haber pisado jamás esa ciudad, Rhys plantó firmemente la punta del bastón en los adoquines y, asiéndolo con las dos manos, lo usó para impulsarse por el aire. Saltó por encima de las cabezas de los sorprendidos sacerdotes y aterrizó en el pavimento detrás de ellos. Llamando con un silbido a Atta, Rhys echó a correr calle adelante.

Se arriesgó a echar un vistazo atrás, convencido de que lo perseguirían, pero sólo vio a Atta lanzada a la carrera en pos de él. Dos de los sacerdotes daban asistencia a los que estaban caídos, mientras que el abad se sujetaba la mano herida y lo miraba con expresión pesarosa.

Rhys borró de su mente todos los pecados que había cometido y corrió.

Llegó al templo de Mishakal y encontró a Patricio, a su esposa y a Beleño, junto con la guardia de la ciudad, reunidos delante del edificio. El kender caminaba arriba y abajo y de vez en cuando echaba una ojeada a la calle.

—¡Hermano, llegas tarde! —gritó Patricio.

—¿Dónde has estado? —chillo Beleño, que se aferró a él—. ¡Hace mucho que anocheció!

—¡Seguidme! —jadeó Rhys, que se sacudió de encima al kender y siguió corriendo.

5

La joven madre se llamaba Camila. Hija única de un próspero mercader viudo que la había criado con excesiva complacencia, era testaruda y consentida. Cuando a los dieciséis años se enamoró de un marinero, hizo caso omiso de la orden de su padre y huyó para casarse con el marinero. Poco después ya habían tenido dos niños.

Su padre se había negado a tener nada que ver con ella e incluso llegó a cambiar el testamento para dejar su dinero a sus socios. Quizá el tiempo habría ablandado al anciano, que amaba profundamente a su hija, pero murió a la semana de haber realizado esos cambios. Poco después de la muerte de su padre, el esposo de Camila se cayó del aparejo del barco y se rompió el cuello.

Ahora era una viuda indigente con dos niños pequeños a su cargo. Su señora de compañía le había enseñado costura fina y selecta y Camila, tragándose el orgullo, se vio obligada a ir por las casas de las jóvenes ricas que antaño habían sido sus iguales para pedir trabajo.

No se ganaba mucho dinero con eso. Tenía veintiún años, estaba sola, medio muerta de hambre y desesperada. Lo único que le quedaba por vender era su cuerpo y se enfrentaba a la terrible elección de dedicarse a la prostitución o ver a sus hijos morirse de hambre, cuando conoció a Lleu.

Con su talante encantador y su atractivo aspecto, Lleu habría sido la respuesta a sus plegarias, sólo que Camila nunca rezaba. Había oído hablar de los dioses —alguna vaga mención de que habían regresado tras una larga ausencia— pero eso era todo. Lejanos y distantes, los dioses no tenían nada que ver con ella.

Él era la solución a su problema, sin embargo. Camila no lo amaba pero estaba dispuesta a casarse con él. Los mantendría a ella y a sus hijos y, a cambio, sería una buena esposa para él. La idea de que le estuviese jugando una mala pasada no se le había pasado por la cabeza. Aunque sólo hacía dos días que lo conocía parecía que los adoraba a ella y a los niños. Cuando el monje le contó que Lleu había reservado pasaje en un barco, Camila había sentido como un puñetazo en la boca del estómago y no le resultó difícil convencerse de que el monje le había mentido.

Repartió entre los niños la poca comida que quedaba en la casa sin apartar nada para ella. Acostó al bebé en la cama para pasar un rato hablando con su hijo mayor, una criatura de cuatro años, y le prometió que muy pronto tendría un papá nuevo que lo querría muchísimo y que tendrían montones de comida y ropas de abrigo y una bonita casa nueva donde todos vivirían juntos.

El pequeño se le quedó dormido en brazos y lo llevó al jergón de paja que había en un rincón de la única habitación de la casucha, lo acostó y lo cubrió con una manta. Luego, tras hacer todo lo posible para ponerse guapa, se sentó en la única y destartalada silla para esperar a Lleu.

Llegó más tarde de lo que esperaba. Apestaba a aguardiente enano, pero no parecía estar borracho. La saludó con su habitual sonrisa encantadora y la besó en la mejilla. Camila cerró la puerta tras él y echó el cerrojo. Lleu estaba en mitad de la habitación con los brazos tendidos hacia ella.

—Ven aquí, cariño —dijo alegremente.

Camila se refugió en sus brazos. Los besos de Lleu eran ardientes y apasionados. Sin embargo, cuando las manos calientes del hombre empezaron a explorar su cuerpo, Camila se apartó de él.

—Lleu, tenemos que hablar. Prometiste casarte conmigo y no quiero esperar. Prométeme que nos casaremos mañana.

—Nos casaremos, pero tú has de prometerme algo a cambio —respondió él, risueño.

—¿Nos casaremos? —gritó Camila, eufórica—. ¿Mañana?

—Mañana, pasado, cuando sea —dijo Lleu con despreocupación.

—¿Qué quieres que haga? —inquirió Camila mientras regresaba junto a él.

Creía saber la respuesta y estaba preparada para entregar su cuerpo al hombre que iba a ser su esposo, así que la contestación de Lleu la pilló por sorpresa.

—Soy seguidor de Chemosh y quiero que te unas a mí en su culto. Eso es todo lo que te pido. Hazlo y serás mi esposa.

—¿Chemosh? —repitió Camila, que se apartó de nuevo, inquieta y sobresaltada—. No me habías hablado nunca de un dios llamado Chemosh. ¿Quién es?

—El Señor de la Vida Interminable —contestó Lleu—. Sólo tienes que jurarle que le servirás y a cambio él te concederá juventud eterna, belleza eterna, vida eterna...

Sus palabras sonaban locuaces, una perorata que había aprendido de memoria y que recitaba por rutina, como un mal actor en una mala obra. La advertencia del monje le vino a la mente.

—Oh, vamos, Lleu. La gente inteligente no cree en los dioses —argumentó con una risa fingida—. Adorar a los dioses es para bobos, para supersticiosos.

—Mi esposa ha de creer en mi dios, Camila —dijo Lleu, y su sonrisa encantadora se borró—. Si vamos a casarnos, has de jurar seguir a Chemosh. Él te recompensará con juventud eterna, belleza...

—Sí, todo eso ya lo dijiste antes —espetó Camila, aunque de inmediato trató de contemporizar—. Después de casarnos estaré encantada de aprender todo lo relacionado con Chemosh. Tú me enseñarás.

—Te enseñaré ahora —dijo Lleu, que se inclinó sobre ella, enterró la cara en el cuello de la joven y empezó a besarla.

Sus besos eran dulces y le había prometido casarse con ella. ¿Qué había de malo en acceder a su absurda petición? Jurar servir a Chemosh. Al fin y al cabo sólo era pronunciar unas palabras. Metió las manos por el cuello abierto de la camisa y vio debajo de sus dedos la señal de unos labios de mujer marcados a fuego en la carne.

Camila lo apartó de un empellón.

Lo miró; lo miró a los ojos.

No había nada en ellos, ni amor ni deseo ni vida. El miedo la atenazó, le estrujó las entrañas.

—¡Vete! —ordenó, temblorosa—. ¡Márchate, seas lo que seas! ¡Sal de mi casa!

—No puedo —contestó Lleu con voz destemplada—. Mina no me dejará. El dolor es imposible de soportar. Tienes que jurar fidelidad a Chemosh. Él te dará juventud eterna, belleza eterna...

Camila estaba atrapada. Lleu se encontraba entre la puerta y ella y, aun en el caso de que pudiera escapar, no lo dejaría solo con sus hijos.

—Lleu, márchate, por favor —suplicó.

—Vida eterna —siguió él—. Belleza eterna...

Si pudiera llegar a la puerta, la abriría y gritaría pidiendo auxilio. Camila intentó esquivarlo con un quiebro, pero él era demasiado rápido y la asió de las muñecas para atraerla hacia sí. —¡Jura servir a Chemosh! —le ordenó.

Le apretó las muñecas con tanta fuerza que las articulaciones crujieron y la joven gritó de dolor. La arrojó al suelo y se echó sobre ella de forma que le inmovilizó las muñecas con las rodillas. Le desgarró la blusa y dejó los senos al aire, tras lo cual se agachó para besarla. Camila forcejeaba y se retorcía debajo de él para intentar quitárselo de encima, pero Lleu era increíblemente fuerte.

—¿Mamá? —La voz temblorosa del niño llegó de alguna parte, a su espalda.

—¡Jeremías! —dijo jadeante—. Por favor, Lleu, no. No me hagas daño... Mientras mira el niño, no...

—¡Entrégate a Chemosh, júralo! —repitió él; el aliento caliente del hombre parecía quemarle la cara. Le apretó los brazos con una fuerza aplastante—. O mataré a tu mocoso.

—¡Lo juro! —gimió Camila—. No le hagas daño a mi pequeño.

—¡Dilo!

El dolor y el miedo eran más de lo que la joven podía soportar. —Me entrego...

Un golpe sacudió la puerta, tras la cual se oyeron los ladridos feroces de un perro.

—¡Señora, soy el hermano Rhys Alarife! —gritó una voz—. ¿Te encuentras bien?

—¡Socorro, hermano! —chilló Camila, a quien la esperanza le había proporcionado nuevas energías—. ¡Ayúdame!

—¡Abajo con ella! —ordenó el monje y se oyó la carrera de unos pies, seguida de un impacto muy fuerte. La puerta de madera tembló.

Lleu seguía a horcajadas sobre ella, seguía haciéndole daño, al parecer ajeno al tumulto.

—¡Júralo! —repitió con la boca espumajosa, y la saliva le goteó encima a la joven.

—¡Otro empellón más será suficiente! —dijo el monje.

De nuevo el impacto y, esta vez, la puerta saltó en pedazos.

El monje y un kender entraron trastabillando por el impulso. El monje saltó sobre Lleu, pero el niño, Jeremías, llegó antes.

—¡No le hagas daño a mamá! —gritó el chiquillo, que golpeó al Predilecto con el pequeño puño.

Lleu soltó un chillido horrendo. La carne se le ennegreció y se le arrugó. Los globos oculares se le secaron y cayeron de las cuencas. Los labios se le tensaron sobre los dientes en un rictus que remedaba una sonrisa. Las manos que sujetaban a Camila eran las manos putrefactas de un cadáver. El repugnante hedor a muerte impregnaba la pequeña habitación, pero Lleu no moría. Su cadáver seguía sujetándola, la calavera la miraba con malevolencia, la boca no dejaba de moverse.

—¡Di que te entregas a Chemosh!

Camila estaba loca de terror, chillaba histéricamente y se sacudía llevada por el pánico con el propósito de quitarse de encima el cadáver.

El niño, tras un instante de quedarse paralizado por la impresión, asió al muerto viviente para apartarlo de su madre. A su contacto, Lleu estalló en llamas y el fuego consumió el cuerpo en un instante. Cenizas y hollín grasientos flotaron horriblemente por la habitación, cayeron sobre el pequeño y le cubrieron el cabello y la piel.

El chiquillo no emitió sonido alguno. Empezó a temblar y luego los ojos se le pusieron en blanco. Se quedó rígido.

—¡Jeremías! —sollozó Camila, que intentó arrastrarse hacia su hijo, pero todo se volvió oscuro y se desmayó.

Rhys presenció el atroz final del Predilecto con la mente y el alma consumidas por el terror mientras el cadáver de su hermano se consumía en el fuego contranatural. Sintió a Patricio, plantado en la puerta detrás de él, soltar un respingo y oyó que uno de los guardias vomitaba. Beleño tenía la mirada clavada en la nada, sobrecogido. El niño estaba como petrificado en el sitio y la mujer yacía en un montón de cenizas negras. Nada parecía moverse en la habitación salvo el hollín que flotaba todavía en el aire.

El pequeño se desplomó en el suelo entonces; las extremidades se le sacudían y se le retorcían mientras la lengua le salía de la boca.

—¡Tiene un ataque! Rhys, ¿qué hacemos? —chilló Beleño, que se había acercado al niño.

—Quítate de en medio —ordenó Patricio, que apartó a Beleño empujándolo con el codo—. Yo me ocuparé de él.

El clérigo sujetó al pequeño por la cabeza, le forzó a abrir la boca y le metió un pañuelo, prietamente enrollado, para evitar que se mordiera la lengua. Después tomó en sus brazos el cuerpecillo agitado por los espasmos y musitó las palabras de una plegaria a Mishakal.

Al ver al pequeño en buenas manos, Rhys fue a ayudar a la madre inconsciente mientras Galena corría para tomar en brazos al bebé.

—¡Tenemos que sacarlos de este sitio horrible! —dijo Patricio en tono urgente, y Rhys estuvo completamente de acuerdo con él.

Le tendió el emmide a Beleño y luego tomó en brazos a la joven, tras lo cual salió a la calle. Patricio iba detrás con el niño y Galena cerraba la marcha con el bebé. Rhys dejó a la joven viuda al cuidado de los clérigos y después se obligó a regresar al interior de la casucha.

El alguacil de Nuevo Puerto, un canoso veterano de la última guerra, lo acompañó. Los dos se quedaron en el centro de la habitación y miraron en derredor; todo tenía una capa macabra de cenizas negras y grasientas.

—Jamás había visto cosa igual —comentó el alguacil, sobrecogido—. ¿Qué utilizaste para destruir a ese monstruo, hermano? ¿El bastón es mágico o tu imposición de manos es sagrada o qué?

—No fui yo —repuso el monje.

Justo en ese momento empezaba a asimilar lo que había visto y a atar cabos entre eso y lo que había descubierto, y la conclusión a la que había llegado lo asqueaba. Recordaba las palabras de Cam respecto a que el precio que tendrían que pagar para destruir a uno de los Predilectos sería más de lo que eran capaces de soportar.

Echó una ojeada hacia atrás, a la calle donde yacía tendido el pequeño, todavía sacudido por los espasmos, mientras Patricio rezaba por él.

—Fue el niño.

—¿A qué te refieres con que fue el niño? ¿Estás diciendo que ese pequeño hizo... esto? —El alguacil señaló unos pocos huesos carbonizados que se mezclaban con las cenizas—. ¿Que un niño fue el causante de que esa cosa estallara en llamas?

—El contacto de la inocencia. Los Predilectos pueden destruirse, pero sólo a manos de un niño.

—¡Los dioses nos asistan! —musitó el alguacil—. Si lo que dices es cierto... Los dioses nos asistan. —Se puso en cuclillas para mirar fijamente la inmundicia ennegrecida que cubría el suelo.

Rhys regresó al exterior, al aire fresco. La joven madre volvió en sí con un grito y miró a su alrededor con expresión frenética mientras intentaba desasirse de Galena, que intentaba tranquilizarla. Cuando se dio cuenta de que sus pequeños y ella se encontraban a salvo, apretó al bebé contra su pecho y rompió a llorar incontrolablemente.

—¿Cómo está? —se interesó Rhys, acuclillado al lado de Patricio y del niño.

—Su cuerpo se ha sanado —respondió quedamente el clérigo a la par que acariciaba el cabello cubierto de ceniza del pequeño—. Ha sido obra de Mishakal, pero su mente... Ha presenciado tal horror que quizá nunca se recupere.

Galena miró a Rhys con expresión suplicante.

—He oído lo que le has dicho al alguacil, hermano. No puedo creerlo. Sin duda te has equivocado. Crees que sólo los niños tienen la capacidad de matar a esos Predilectos. Es algo demasiado horrible.

—Sé lo que vi —insistió Rhys—. En el momento en el que el niño lo golpeó, el Predilecto «murió».

—Yo también lo vi —anunció Beleño.

Bajo los negros churretes de ceniza se notaba que el kender estaba muy pálido. Tenía un brazo echado sobre el cuello de Atta y con la otra mano se frotaba las mejillas.

—El niño golpeó a Lleu en la pierna y... «¡pssssss!», Lleu se pudrió en un instante y después se prendió fuego. Fue horrible. —A Beleño le temblaba la voz—. Ojalá no lo hubiese visto; y me paso la vida cerca de gente muerta.

—La inocencia los destruye y, a la inversa, destruyen la inocencia —manifestó Rhys.

El alguacil salió de la casucha a la par que se limpiaba las manos en los pantalones.

—La única forma de probar esa teoría es volver a intentarlo. Galena se giró hacia él con gesto enfadado.

—¿Cómo se te puede ocurrir semejante cosa? ¿Harías pasar a tu propio hijo por lo que este niño ha pasado esta noche?

—Con todo mi respeto, señora —contestó el alguacil—, pero esa cosa tenía intención de asesinar a esta joven y tal vez a sus hijos, por añadidura. Los dioses saben a cuántas personas había matado hasta ahora ese Predilecto de ahí. Ahora hemos encontrado la forma de parar esto.

Rhys pensó en la señora Jenna. Seguramente sentiría lástima de tener que obligar a un niño a matar a uno de los Predilectos, pero no vacilaría en hacerlo.

—No podemos guardar para nosotros esta información vital —seguía diciendo el alguacil—. Aquí, Patricio, me dijo que el kender ha visto a diez de esos Predilectos sólo en el día de hoy. Bien, aun dando por sentado que probablemente el kender exagera...

—¡No exagero! —protesto Beleño, indignado.

—... eso nos deja con dos o tres al menos recorriendo mi ciudad y asesinando inocentes como esa pobre joven de ahí. Si hay un modo de impedírselo, tengo derecho a intentarlo, al igual que los representantes de la ley de otras ciudades y poblaciones.

—Creo que todos nosotros estamos demasiado conturbados para tomar cualquier decisión ahora mismo —intervino Patricio—. Reunámonos por la mañana, después de que el horror de esta terrible escena se haya desvanecido, y entonces podremos discutirlo. Entretanto, nosotros daremos cobijo a la madre y a los niños. Y tú también estás invitado a regresar con nosotros, hermano Rhys. Al igual que tú, Beleño.

—Te lo agradezco, pero debo partir esta noche —respondió Rhys—. Mi barco zarpa...

—No, qué va —lo interrumpió el kender.

Rhys miró desconcertado a su amigo, sin saber de qué hablaba.

—Que tu barco no zarpa —repitió Beleño—. Bueno, sí, seguramente lo haga, pero ya no hace falta que tú viajes en él. Lleu ha muerto, Rhys. Ya no tienes que perseguirlo más. Eso ha terminado ya. —El kender asió la mano de Rhys y añadió en voz queda...

«Podemos volver a casa tú, yo y Atta. Podemos volver a casa.

6

Rhys se quedó mirando a Beleño en la oscuridad. Sentía el tacto de la mano del kender, oía sus palabras, palabras que para una parte de su ser tenían sentido. Otra parte aún pensaba que tenía que partir en ese barco, que tenía que seguir a su hermano. Tenía que impedir que matara a alguien más. Tenía que... Tenía que... —Se acabó —dijo—. Lleu ha muerto.

Rhys no sentía pena por la muerte de su hermano, ya que su hermano llevaba muerto mucho tiempo. Ese monstruo no era Lleu, aunque siguiera llamándolo así.

—Sí, Rhys —afirmó Beleño. No le gustaba el aspecto que tenía su amigo, como si se sintiera perdido y aturdido, y el kender continuó asido fuertemente a su mano.

El monje miró la calle arriba y abajo y, de repente, se dio cuenta de que esa calle y las demás ya no eran caminos hacia la sombría desesperanza. Todas conducían a un lugar. Como Beleño había dicho, llevaban a casa. Asió el bastón con más fuerza. Anhelaba regresar a casa, pero no estaba preparado para que lo recibieran allí. No podía presentarse en la puerta con unas ropas sucias y descoloridas, manchadas con la sangre de inocentes y con las negras cenizas de la muerte. Tenía que apartarse del mundo, purificar cuerpo y alma. Desnudo como un recién nacido, escarmentado y humillado, se presentaría ante su dios y le pediría perdón. Entonces regresaría a casa.

—Gracias, Beleño —dijo. Se agachó y besó al kender en la frente—. Eres un amigo de verdad.

Beleño se pasó la mano por los ojos y se limpió disimuladamente la nariz con la manga.

Asiendo firmemente el bastón, Rhys echó una mirada penetrante en derredor. Una multitud se había apiñado en la calle. El relato de lo que había ocurrido se propalaba rápidamente y se iba haciendo cada vez más descabellado conforme pasaba de boca en boca. El alguacil ordenó repetidamente a la muchedumbre que se dispersara y volviera a casa, pero nadie le hacía caso y el gentío aumentaba y se hacía más ingobernable. Varios jóvenes granujas decidieron que querían ver personalmente el macabro espectáculo e intentaron llegar a la casucha de una carrera, con lo que provocaron un enfrentamiento con la guardia.

El alguacil, imaginando que la muchedumbre crecería más y más una vez que saliera el sol, decidió que la mejor forma de poner fin a la situación era echar abajo la casucha y dejar a los curiosos sin nada que mirar salvo un montón de escombros. Mandó hombres a buscar herramientas; algunos guardias fueron incapaces de esperar a que volvieran y se pusieron a desbaratar la casucha arrancando trozos con las propias manos mientras que los otros mantenían a raya al gentío. A Patricio y Galena no se los veía por ninguna parte.

—Les dije que se llevaran a esa pobre mujer y a sus niños al templo —le explicó a Rhys el alguacil—. Ya han sufrido de sobra con todo esto. —Lanzó una mirada furibunda a la muchedumbre plantada en la calle, que estiraba el cuello, propinaba empujones y daba codazos para tener una vista mejor.

«Gracias por ayudar en esto, hermano —añadió el alguacil—. Lástima que no llegásemos un poco antes, pero lo hecho, hecho está y al menos nos hemos librado de uno de esos monstruos. —Se volvió para ocuparse de la tarea que tenía entre manos.

Rhys se mantuvo silencioso y pensativo de camino al templo, como también iba callado Beleño, que miraba a su amigo con frecuencia y luego soltaba un suspiro. Atta iba detrás, al trote, y los miraba a uno y a otro alternativamente, sin entender qué pasaba.

Entraron en el templo, que tenía un fuerte olor a encalado reciente. El interior era un remanso de silencio y paz en comparación con la barahúnda de la calle.

—¿Cómo se encuentra la joven? —se interesó Rhys.

—Galena la ha llevado a la cocina y le está insistiendo para que coma algo. Por si fuera poco, la pobre mujer está, además, medio muerta de hambre. Se sentirá mejor una vez que haya ingerido algo de alimento.

—¿Y el niño?

Patricio negó con la cabeza.

—Rezaremos a Mishakal y dejaremos al chiquillo en las benditas manos de la diosa. ¿Qué piensas hacer tú, hermano, ahora que tu sombría misión ha terminado?

—He de dar muchas explicaciones —contestó Rhys con pesar—. Y he de rezar muchas oraciones de contrición y he de arrepentirme de mis pecados. ¿Me puedes indicar dónde se halla el templo de Majere?

—¿Te refieres al de Solace? —inquirió Patricio.

—No, Hijo Venerable, al de aquí, en Nuevo Puerto.

—En Nuevo Puerto no hay templo de Majere —dijo Patricio—. ¿No recuerdas nuestra conversación de ayer, hermano? Sólo hay dos templos dedicados a los dioses en Nuevo Puerto: el nuestro y el de Zeboim.

—Tienes que estar equivocado, Hijo Venerable —insistió seriamente el monje—. Esta noche me encontré con un grupo de sacerdotes de Majere, uno de los cuales era un abad. Se refirió a un templo aquí...

—Puedes preguntarle al alguacil si quieres, hermano, pero que yo sepa el templo de Majere más cercano es el de Solace. No he oído comentarios de la presencia de sacerdotes de Majere por los alrededores. Si los hubiera, a buen seguro que nos habrían buscado. ¿Dices que te encontraste con ellos esta noche?

—Sí. No fue un encuentro cordial precisamente. Eso fue lo que me retrasó. El abad me conocía y sabía mi nombre.

—¿Y tú conocías a ese abad? —Patricio lo observaba de un modo extraño.

—No, nunca lo había visto. En aquel momento no lo pensé, estaba demasiado alterado; pero, ahora que recuerdo todo el episodio, me parece muy raro que supiera quién soy. ¿Cómo podía conocerme?

Beleño le dio tirones de la manga.

—Rhys —empezó el kender, pero entonces se calló.

—¿Qué pasa? —preguntó el monje con cierta impaciencia.

—Es sólo que... si no te hubieses retrasado, habríamos llegado a la casucha a tiempo de impedir que Lleu hiciera daño a la madre, entonces el niño no habría golpeado al Predilecto y éste no se habría prendido fuego.

Rhys se quedó callado, prieto el bastón entre los dedos.

—Los sacerdotes te retuvieron justo el tiempo suficiente, Rhys —persistió el kender—. Justo lo suficiente para que llegases tarde, pero no tanto como para que llegaras demasiado tarde. Ahora, aquí, el Hijo Venerable Patricio, nos dice que no hay sacerdotes de Majere en al menos ochenta kilómetros a la redonda y... bueno... No puedo evitar preguntarme si...

Beleño dejó de hablar. No le gustaba el gesto de su amigo.

—¿Preguntarte qué? —inquirió el monje con aspereza.

Beleño no sabía si continuar o no.

—Creo que esto debería esperar hasta mañana.

—Habla —insistió Rhys.

—Que a lo mejor esos sacerdotes no eran reales —sugirió tímidamente el kender.

—¿Crees que he mentido sobre eso? —demandó Rhys.

—No, no, no es eso, Rhys. —Beleño se trabucaba en su prisa por hablar—. Creo que tú crees que los sacerdotes eran de verdad. Es sólo que... —No sabía cómo explicarse y miró a Patricio en busca de ayuda.

—Lo que intenta decir es que los sacerdotes son reales, hermano. Tan reales como los hizo Majere —intervino Patricio.

Rhys se sentía en paz dentro del templo de Mishakal y podía pensar en los horrendos acontecimientos de esa noche, pero de repente se puso terriblemente furioso.

—¿Qué quieren los dioses de mí? —gritó.

Patricio adoptó un gesto serio mientras que Atta se encogía por el tono de voz y Beleño retrocedía un paso.

—Están jugando con mi vida y con la vida de otros —prosiguió el monje, iracundo—. Ese pobre niño y su madre. ¿Era necesario hacerlos sufrir así? Están condenados a evocar el espantoso recuerdo de esta noche durante el resto de sus vidas. Si Majere quería indicarme cómo destruir a esos Predilectos, ¿por qué no se me apareció y me lo dijo, simplemente? ¿Por qué Zeboim me trajo a Mina y después se la llevó?

—Hermano Rhys, los caminos de los dioses son inescrutables para los mortales —adujo Patricio mientras ponía la mano en el brazo del monje.

—Ahórrame el sermón, Hijo Venerable —dijo fríamente Rhys—. Todo eso ya lo he oído antes.

Se volvió de modo tan repentino que pisó a Atta y la perra soltó un gañido de dolor, tras lo cual se dio un rápido lametón en la pata dolida y corrió en pos de su amo sin tenérselo en cuenta. Beleño vaciló. Lanzó una fugaz y atormentada mirada a Patricio.

—Creo que está realmente enfadado conmigo —dijo el kender.

—No. Está enfadado con el cielo —dijo el clérigo—. Nos pasa a todos en un momento u otro. —Esbozó un atisbo de sonrisa—. Ele de admitir que yo tampoco estoy muy complacido con los dioses en este momento, pero ellos lo entienden. Ve con él. Necesita a un amigo.

Rhys debía de haber caminado muy de prisa porque Beleño no vio señales del monje ni de la perra en la calle. Llamó a Rhys, pero no tuvo respuesta. Entonces llamó a Atta y la oyó ladrar.

Se dirigió hacia donde había sonado el ladrido y vio el bastón de Rhys tirado en el pavimento; el monje se sacaba el hábito azul verdoso por la cabeza, a tirones.

—Rhys —dijo Beleño, asustado—, ¿qué haces?

—Renuncio —contestó Rhys.

Arrojó la túnica encima del bastón y echó a andar, vestido únicamente con las polainas y las botas, desnudos torso y brazos. Miró hacia atrás y vio a Beleño clavado en el sitio mientras que Atta olisqueaba el hábito.

—¿Vienes o no? —inquirió con frialdad.

—Eh, sí, claro Rhys —contestó el kender.

—¡Atta! —llamó.

La perra lo miró y luego agachó la cabeza y recogió el bastón. —¡Deja eso! —ordenó con ferocidad Rhys.

Atta retrocedió de un brinco, sobresaltada por su tono, y lo miró fijamente.

—¡Atta!, aquí!

El animal dio por sentado que había hecho algo malo, pero no sabía qué. Gacha la cabeza y con la cola caída, la perra se acercó lenta y sigilosamente hacia él. Rhys la esperó, pero no se disculpó —ni con ella ni con el kender— por su estallido de mal genio. Echó a andar calle abajo.

Rhys no tenía ni idea de hacia dónde iba. Necesitaba caminar para consumir la ira y dejó que la fresca brisa marina le refrescara la piel encendida como si tuviese fiebre. Oía los jadeos de Beleño detrás de él y el repicar de las uñas de Atta en el pavimento, así que sabía que los dos lo seguían y no miró atrás, sino que siguió caminando.

—Rhys —dijo Beleño al cabo de unos instantes—, no creo que se pueda dar la espalda a un dios.

El monje oyó que el kender le decía algo y que la perra ladraba, pero esos sonidos le llegaban amortiguados e intangibles, como si los envolviera una espesa niebla.

—Rhys —insistió el kender.

—Por favor... ¡cállate! —pidió el monje con los dientes apretados—. Y haz que Atta se calle también.

—De acuerdo, pero antes de que los dos nos callemos puede que quieras saber que alguien nos sigue.

Rhys se paró. Había roto la primera regla de Majere: se había entregado a sus emociones. Había dejado que la ira lo dominara y, en su ciega furia, había olvidado completamente que el kender y él se hallaban a solas en mitad de una oscura noche y en la peor zona de la ciudad. Empezó a volverse para hacer frente a la amenaza cuando se dio cuenta de que también llegaba otra por delante.

Un enorme minotauro había salido de un callejón.

Rhys no había visto nunca a uno de esos hombres bestia y se quedó impresionado por el tamaño y la fuerza bruta del ser. Rhys era alto para la media de los varones humanos, pero sólo le llegaba al pecho al minotauro. Vestido con un chaleco de cuero y pantalones sueltos, el minotauro ofrecía una estampa atemorizante. No iba calzado y las extremidades estaban cubiertas de pelaje. Un aro dorado ceñía la parte superior de uno de los afilados cuernos y también el oro le brillaba en una oreja. Los ojos oscuros, demasiado juntos encima del hocico velludo, lo observaban fríamente desde arriba.

—Los que vienen detrás son mis muchachos —comentó el minotauro, que bajó la vista hacia Atta porque la perra ladrada frenéticamente. El minotauro posó una mano inmensa en la empuñadura de una daga enorme que llevaba metida en un ancho fajín ceñido a la cintura—. Haz callar a ese animal o seré yo quien lo haga.

Atta, calla —ordenó Rhys y los ladridos de la perra se redujeron a gruñidos intercalados con resoplidos. El monje sentía temblar el cuerpo de la perra contra su pierna.

—No tenemos dinero —dijo Rhys con toda la calma que fue capaz—. Sería una pérdida de tiempo robarnos.

—¿Dinero? —El minotauro resopló y luego se echó a reír de manera que el aro de oro que lucía en el cuerno destelló rojizo a la luz de varias antorchas que ahora rodeaban a Rhys y a Beleño—. No buscamos dinero. ¡Nosotros tenemos dinero! —La bestia acercó el hocico a la cara de Rhys.

»Lo que necesitamos son manos, piernas y espaldas fuertes. —Se irguió e hizo un ademán—. Cogedlos, muchachos.

—A la orden, capitán —respondieron varias voces guturales.

Dos corpulentos minotauros se acercaron a Rhys, que ahora se daba cuenta del tipo de problema que les había salido al paso. Se habían topado con una leva de piratas minotauros que buscaban esclavos para sus barcos.

7

Es un kender, capitán —señaló uno de los minotauros, con asco. Sostuvo la antorcha tan cerca de la cabeza de Beleño que el aire se llenó de olor a pelo quemado—. ¿Lo quieres también?

—Claro, me gustan los kenders —contestó el capitán con una carcajada—. Asados y con una manzana en la boca. Y agarra a la perra. También me gustan.

—¡Yo que tú no me agarraría! —advirtió Beleño con su tono de voz más grave y que sonaba como si sufriera una congestión nasal. Alzó la mano izquierda y apuntó con el dedo al minotauro—. Cualquiera que se atreva a tocarme se encontrará con que se ha quedado tan débil como un bebé recién nacido. Bueno, digamos, de un becerrillo recién nacido.

Todos los minotauros estallaron en carcajadas al oír eso último, y uno de ellos fue hacia Beleño.

—So, Tosh, yo que tú iría con cuidado —dijo el capitán con un guiño—. Estos kenders son muy feroces. ¡Ojo, no te vaya a pisar un callo!

Los minotauros sonrieron con la broma del capitán y uno se ofreció a escribir a la viuda de Tosh si él no regresaba con vida, lo que provocó más risas. Rhys no tenía idea de lo que Beleño se traía entre manos, pero confiaba en su amigo. Observó y esperó en silencio.

—Te lo advertí —dijo Beleño y, entonando una cancioncilla, empezó a menear el dedo apuntado a Tosh al ver que el minotauro se acercaba a él—. «Por los huesos de Krynn que hay debajo de mí, te golpeo en la frente y te vuelves endeble.»

Los minotauros reían a más no poder y el regocijo aumentó cuando, de repente, Tosh se desplomó y cayó de rodillas con pesadez.

—Venga, Tosh —dijo el capitán cuando la risa lo permitió hablar—. Déjate de tonterías y ponte de pie.

¡No puedo capitán! —aulló Tosh—. Me ha hecho algo. No puedo levantarme ni puedo andar ni nada.

El capitán dejó de reírse. Miró fijamente a su hombre, en silencio, al igual que el resto de los minotauros. Ninguno de ellos pronunció una sola palabra y entonces, de repente, todos empezaron a reír con más fuerza que antes. El capitán se dobló por la cintura y se limpió los ojos llorosos.

Tosh volvió a rugir, pero esta vez de rabia.

El capitán se irguió y, todavía entre risitas, alargó la enorme manaza para aferrar al kender. Rhys saltó en el aire y descargó una patada que impactó en el diafragma del minotauro.

El golpe habría paralizado a un humano y lo habría dejado sin aire, lanzándolo hacia atrás. El capitán minotauro boqueó, tosió una vez y se miró el torso sin salir de su asombro. Después alzó la astada cabeza para asestar una mirada colérica a Rhys.

—¡Me has golpeado con el pie! —El capitán estaba indignado—. ¡Así no pelea un hombre! No es... honroso.

Apretó los puños, que eran grandes como mazas de guerra.

A Rhys le dolía el pie y sentía cosquilleo en la pierna, como si hubiese golpeado contra un muro de piedra. Al oír que los otros minotauros se le acercaban por detrás intentó mantener el equilibrio, dispuesto a luchar. Atta se agazapó sobre el vientre a la par que gruñía y enseñaba los dientes. Beleño se mantuvo firme al tiempo que el dedo con el que había realizado el hechizo se movía amenazadoramente de un minotauro a otro.

El capitán los observó a los tres y de pronto aflojó los puños y con la palma de la mano asestó un guantazo a Rhys en el hombro que lo hizo trastabillar.

—No me tenéis miedo. Eso está bien. Me caes bien, humano. Y también me gusta el kender. ¡Un kender con cuernos, por Sargas! ¡Mirad al viejo Tosh, dando coletazos como un pez en el anzuelo!

Bajó la manaza y, asiendo a Beleño por el cuello de la camisa, lo alzó en el aire, donde lo sostuvo mientras el kender pataleaba y forcejeaba.

—Al saco con él, muchachos.

Uno de los minotauros extrajo de alguna parte un saco de yute y el capitán soltó a Beleño dentro. Luego se agachó, agarró a Atta por el pellejo del cogote y la echó al saco, junto al kender. Beleño soltó un grito que perdió fuerza cuando el saco se cerró sobre su cabeza. El minotauro apretó el cordel, levantó el saco y se lo echó al hombro.

—Llevadlos al barco —ordenó el capitán.

—A la orden, señor. ¿Y qué pasa con Tosh? —preguntó el minotauro cuando sus compañeros y él se disponían a salir corriendo.

Tosh rodó por el suelo con impotencia y los miró con ojos suplicantes.

—Dejádselo a la guardia de la ciudad —gruñó el capitán—. Le está bien empleado, por tonto. Quizá nombre al kender primer oficial en su lugar.

—¡No, capitán, por favor! —gimió Tosh, que se debatió aunque sólo consiguió parecer más patético.

—Los demás, regresad al barco antes de que la guardia nos descubra. Dejadme una de esas antorchas.

Los otros minotauros echaron a correr y se llevaron a Beleño y a Atta. El capitán se giró hacia Rhys.

—¿Y tú qué, humano? —preguntó con un brillo regocijado en los ojos—. ¿Vas a patearme otra vez?

—Iré contigo si me prometes no hacerles daño a mi amigo y a mi perra —dijo Rhys.

—Oh, sí, ya lo creo que vendrás conmigo.

El capitán plantó la manaza sobre el hombro del monje; los gruesos dedos se clavaron profunda y dolorosamente en los músculos del hombro de Rhys, a punto de paralizarle el brazo. El capitán empujó al humano para obligarlo a caminar y le propinó empellones y más pellizcos cuando le pareció que Rhys aflojaba el paso.

El capitán irguió la testa para asegurarse de que sus hombres estaban lo bastante lejos para no oírlo y entonces habló en voz baja.

—¿Podrías enseñarme a luchar así, con los pies? —Se frotó el diafragma y torció el gesto—. No es honroso pero sin duda pilla por sorpresa al adversario. Todavía noto ese golpe, humano.

Rhys intentó imaginarse a sí mismo enseñando el arte de la disciplina benévola a un minotauro, pero se dio por vencido. El capitán no aflojó los dedos en el brazo del monje y lo siguió conduciendo por la calle.

A corta distancia, calle abajo, llegaron al sitio donde Rhys había arrojado al suelo el bastón y se había despojado de la túnica.

El capitán se percató de que Rhys desviaba la vista hacia el bastón y se detuvo.

—Te vi tirar eso. ¿Por qué lo hiciste? —El práctico minotauro sacudió la cabeza—. El bastón parece bueno y sólido. La túnica es aprovechable y tiene el color de los ojos de nuestra diosa del mar. —Recogió la prenda y la alisó con aire reverente antes de echársela a Rhys.

—En el mar las noches son frías. Necesitarás ropa para conservar el calor. ¿Quieres el bastón?

Por lo que Rhys había oído, la esperanza de vida de los esclavos a bordo de un barco minotauro se calculaba en días. Si hubiese llevado el sagrado bastón, Beleño, Atta y él no se encontrarían en esos momentos en una situación tan peligrosa. Miró el bastón, lleno de remordimiento. Tomarlo ahora estaría mal, igual que un niño que patea a su padre en la espinilla y después corre lloriqueando junto a él cuando se mete en un lío. RJhys sacudió la cabeza.

—Entonces me lo quedaré yo —dijo el capitán—. Necesito algo con lo que limpiarme los dientes.

Riendo su propio chiste, el capitán se agachó para asir el cayado. Rhys metía los brazos por las mangas y tiraba de la prenda para sacar la cabeza por el escote cuando oyó un rugido. Alzó la cabeza y se encontró con el capitán que se chupaba los dedos a la par que asestaba una mirada furiosa al bastón.

En la madera crecían rosas y a la luz de la antorcha relucían espinas tan largas como el pulgar de un hombre.

—Cógelo tú —ordenó el capitán, que apretó los dientes sobre una espina clavada en la palma de la mano, la sacó de un tirón y la escupió en el suelo.

Rhys casi no veía el bastón por culpa de las lágrimas que lo cegaban. Esperando el pinchazo de las espinas en la carne, ya que merecía el castigo mucho más que el minotauro, cerró los dedos sobre el cayado, pero éste no lo hirió. La madera volvía a ser suave al tacto. El capitán dirigió una mirada recelosa al emmide.

—Ahora entiendo por qué lo tiraste. Eso está maldito por un dios. Suéltalo, déjalo para que otro necio lo encuentre.

—La maldición es mía. He de llevarlo —adujo Rhys.

—En mi barco no —bramó el minotauro, que escupió otra espina. Los ojos empezaban a brillarle—. O quizá deberíamos ver cómo blandes ese palo en un combate. Estamos solos ahora, los dos únicamente. Si me vences, te daré la libertad. —El capitán alargó la mano hacia la empuñadura de una espada enorme que llevaba metida por el fajín que le ceñía la amplia cintura—. ¡Vamos, monje, veamos cómo manejas ese bastón maldito por un dios!

—Tienes a mi amigo y a mi perra como rehenes —señaló Rhys—. Además, te di mi palabra de que iría contigo y lo haré.

Un hormigueo estremeció el hocico del capitán, que se lo rascó sin quitarle la vista a Rhys.

—Así que tu palabra tiene valor, ¿verdad, monje?

—Lo tiene —repuso Rhys.

—¿Qué dios te echó esa maldición?

—Majere.

—Puf. Un dios severo, ése. No es uno al que convenga contrariar. ¿Por qué lo encolerizaste?

—Traicioné a alguien que había puesto su fe y su confianza en mí —contestó serenamente Rhys—. Alguien que era bueno conmigo.

Los minotauros tenían fama de ser unos asesinos salvajes y brutales. Su dios, Sargonnas, era un dios cruel, concentrado en la conquista. Sin embargo, la raza de los minotauros sabía lo que era el honor, o eso había oído decir Rhys. El capitán se frotó de nuevo el hocico.

—Entonces te mereces la maldición.

—Sí. El bastón es un recordatorio constante.

—¿•No nos causará daño a mí ni a mi tripulación?

—No a menos que intentéis tocarlo.

—Nadie lo hará —aseguró el capitán, que lanzó una mirada torva al bastón. Se arrancó otra espina y después, alzando la cabeza, olisqueó el aire.

—La marea está cambiando. —Asintió con satisfacción y escupió la espina—. Date prisa, monje.

Rhys caminó al lado del minotauro, aunque tuvo que dar dos pasos por cada uno del hombre bestia para no quedarse atrás.


El barco minotauro estaba anclado a bastante distancia de la costa, en mar abierto. Un bote manejado por fornidos tripulantes minotauros los esperaba para llevarlos hasta la embarcación. Otro bote en el que iban Beleño y Atta ya había partido y se deslizaba sobre el agua.

Rhys se sentó al otro lado del capitán, que manejaba la caña del timón. El bote avanzaba a brincos sobre las olas y Rhys estuvo mirando la costa y sus brillantes luces hasta que se perdieron de vista. No maldecía su suerte; se la había buscado él mismo. De una u otra forma, esperaba encontrar el modo de negociar por la vida del kender y de Atta. No era justo que sufrieran por él.

El barco minotauro, cuya silueta se recortaba contra el mar iluminado por las estrellas, era precioso. Con tres mástiles, ostentaba una proa tallada en forma de cabeza de dragón. Los remos de una única hilera se hallaban fuera del agua, levantados. El monje observaba cómo la tripulación bogaba el bote de desembarco y vio marcárseles los músculos en las anchas espaldas. Esclavos a bordo del barco minotauro manejaban los remos y Rhys se preguntó cuánto tiempo sería capaz de aguantar en su lugar, encadenado al banco y moviendo el remo siguiendo el ritmo marcado por el tambor.

Rhys era fuerte; o lo había sido antes de que aquel viaje desgarrador le pasara factura. Mala comida, falta de alimentos, patear los caminos y sentarse en tabernas se habían cobrado un precio tanto en el cuerpo como en el espíritu.

Como para demostrar que estaba en lo cierto, la debilidad lo venció. Se le dobló la cabeza sobre el pecho y de lo siguiente que tuvo conciencia fue de los golpes y zarandeos con los que un tripulante trataba de hacerlo volver en sí a la par que señalaba una escala de cuerda que colgaba por un costado de la embarcación.

El pequeño bote se mecía arriba y abajo, atrás y adelante. La escala también se balanceaba, sólo que el bote y la escala no lo hacían en consonancia. A veces estaban próximos y otras veces se abría un gran abismo entre el bote y el barco, un abismo lleno con agua de mar negra como tinta.

El capitán ya había subido a bordo ascendiendo por la escala con fácil desenvoltura. Los tripulantes minotauros miraban ferozmente a Rhys sin dejar de señalar la escala de forma tajante. Uno de ellos le indicó mediante gestos que si Rhys no saltaba por sí mismo entonces lo lanzaría él.

—No puedo saltar con el bastón —dijo Rhys, que alzó el cayado con la esperanza de que entendiera el gesto si no entendía las palabras.

El minotauro se encogió de hombros e hizo un gesto de arrojar algo. Rhys tuvo la impresión de que lo que el minotauro quería decir era que tirara el bastón al mar, y el monje consideró más que probable que los dos fueran a parar allí al final. Miró el barandal de la nave, que parecía estar muy, muy por encima de él, y luego, sosteniendo el cayado como una lanza, apunto y lo lanzó.

El bastón trazó un grácil arco por encima del barandal y cayó en cubierta. Ahora le tocaba a él.

Se puso de pie en el banco e intentó acompasar el salto con el brusco balanceo del bote. La escala de cuerda se mecía cerca de él y Rhys se lanzó hacia ella, desesperado. La asió con una mano, aunque falló con la otra, y braceó para asirse a algo. Faltó poco para que se le soltara la mano y se zambullera en el mar, pero el minotauro lo impulsó desde abajo y Rhys consiguió trepar por la escala. Otros dos minotauros lo asieron cuando llegó al barandal, lo auparon sobre la borda y lo tiraron a la cubierta.

Todo parecía un caos a bordo, con el capitán bramando órdenes y los marineros corriendo por doquier en respuesta, desplazándose por la cubierta o trepando por las jarcias. Se largaron las velas y se izó el ancla a bordo. Rhys estorbaba a todo el mundo y recibía empellones, empujones, tropezones y maldiciones. Finalmente, un minotauro, siguiendo la orden del capitán, se lo cargó al hombro y lo llevó donde estaban trincadas las cajas que contenían la carga.

El minotauro gruñó algo que Rhys no entendió, aunque dedujo por los golpes secos que le propinó con un dedo que le decía que no se moviera de allí y dejara de estorbar.

Aferrado fuertemente al bastón, Rhys contempló el frenético aunque organizado ajetreo con no poco aturdimiento hasta que una voz familiar lo sacó de su estupor.

—¡Ahí estás! Me preguntaba dónde te habías metido. —¿Beleño? —llamó mientras miraba en derredor sin ver a nadie. —Aquí abajo —contestó el kender.

Rhys bajó la vista y localizó a su amigo encerrado dentro de una jaula de madera. Atta, cabizbaja, se hallaba metida en otra jaula. Rhys se acuclilló, metió con dificultad la mano por un hueco entre las tablillas y se las ingenió para acariciar a la perra en el hocico.

—Lo siento, Beleño—se disculpó tristemente—. Intentaré sacarnos de este lío.

—No va a ser nada fácil —repuso el kender, taciturno, fija la mirada en Rhys desde detrás de las tablillas.

Al kender y a Atta los habían puesto junto con el ganado vivo. Al lado del kender había una jaula que contenía un verraco que dormitaba.

—Aquí hay algo que apesta, Rhys, y no me refiero al olor. ¿A ti no te parece raro?

—Sí —admitió el monje, torvo—. Claro que no sé apenas nada sobre los minotauros.

—No me refiero a eso. Para empezar —explicó Beleño—, ¿ves más prisioneros? ¿Qué clase de leva sale para volver sólo con dos personas, una de ellas un kender? Aunque yo sea un kender con cuernos —agregó con bastante orgullo.

»En segundo lugar, la presencia de un barco pirata minotauro anclado cerca de una ciudad como Nuevo Puerto debería haber hecho que la gente pusiera el grito en el cielo, las campanas tocaran la alarma, las mujeres chillaran, los soldados se aprestaran a la lucha y las catapultas arrojaran piedras. En cambio, los minotauros recorrían las calles como si estuvieran en su casa.

—Tienes razón —convino Rhys, pensativo.

—Es como si nadie los viera salvo nosotros —dijo el kender en un susurro.

Se sentó en cuclillas dentro de la jaula y miró fijamente a su amigo.

El barco se había puesto en movimiento y navegaba por el océano, impulsado por una brisa refrescante. A favor del viento, la nave surcaba el agua y las negras olas se rizaban a los costados. La espuma salpicó el rostro de Rhys.

Como los empujaba un fuerte viento, retiraron los remos y los tambores enmudecieron.

La velocidad del barco aumentó, henchidas las velas por la tensión del empuje del viento, que sopló más y más fuerte, tanto que amenazó con tumbar a Rhys, y el monje tuvo que asirse a la batayola para mantenerse de pie. La cubierta cabeceaba, a punto de hundirse bajo las olas en cierto momento, y al siguiente las remontaba y se alzaba sobre las crestas. El agua salada barría la cubierta.

Convencido de que se hundirían sin remedio, Rhys se volvió hacia los minotauros para ver su reacción ante aquella pavorosa travesía.

El capitán se encontraba al timón, hinchado el pecho como las velas. Encarado al viento, lo inhalaba para llenar los pulmones con gratitud. La tripulación, como él, estaba animosa y absorbía el salvaje viento.

Se formó una ola inmensa debajo del barco, que remontó la cresta ascendiendo más y más hasta quedar suspendido en el aire.

La ola rompió con un ensordecedor estruendo por debajo de la quilla, y el barco minotauro abandonó el mar para navegar por las olas de la noche.

Atta aulló aterrorizada, mientras Beleño aporreaba las tablillas de su jaula.

—¡Rhys! ¿Qué pasa? ¡No veo nada! ¡No, espera! Si es algo horrible, no me lo digas, no quiero saberlo.

Beleño esperó una respuesta, pero Rhys permaneció callado.

—Es horrible, ¿verdad? —continuó el kender en tono lastimero, y se dejó caer pesadamente en el suelo de la jaula de madera.

Rhys se aferraba a la batayola con los dedos crispados. El aire batía salvajemente a su alrededor, el océano se hundía más y más, el agua hervía y espumajeaba debajo del barco. Jirones de nubes ondeaban como velas desgarradas en los mástiles.

—Te lo dije, Rhys —gritó Beleño—. ¡No se puede dar la espalda a un dios!

El monje deslizó la mano por el bastón. Conocía cada nudo y cada espiral, cada imperfección. Notaba las vetas de la madera, las bandas que señalaban los años del árbol y relataban la historia de su crecimiento, los veranos que eran cálidos y secos, las suaves lluvias de primavera, los gloriosos y atrevidos colores del otoño, y el silencio y la espera del invierno. Podía sentir dentro del bastón el aliento del dios y no sólo porque ese cayado lo hubiese bendecido el dios. El aliento divino se hallaba presente en todas las cosas vivas.

El aliento divino era la esperanza.

Rhys había perdido la esperanza o, más bien, la había desechado. Sin embargo, seguía viniendo a él, obstinada, persistente.

Siguió sujeto firmemente sobre la cubierta tambaleante, azotado por el viento de una negra y maligna noche, mientras el fantasmal barco lo conducía a un destino ignoto. Apoyó la frente en el bastón, cerró los ojos y miró dentro de sí.

El kender era sabio como a menudo lo son los kenders, al modo de quienes poseen la sabiduría para comprender. No se podía dar la espalda a un dios.

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