Libro II La Sala del Sacrilegio

1

Krell! —La voz levantó ecos en los cavernosos corredores del Alcázar de las Tormentas; siguió retumbando incluso después de que los ecos se hubieron apagado y rebotó dentro del yelmo vacío del Caballero de la Muerte—. Muéstrate.

Krell reconoció la voz y se metió más hondo en el agujero. También allí, a gran profundidad bajo tierra, el agua de las constantes tormentas que azotaban la isla se abría camino a través de grietas y hendiduras. La lluvia corría en arroyuelos pared de piedra abajo. El agua se colaba en las botas vacías y a través de las espinilleras.

—Krell —llamó severamente la voz—. Sé que estás ahí abajo. No me hagas ir a buscarte.

—Sí, mi señor —farfulló Krell—. Ya salgo.

Chapoteando en el agua, el Caballero de la Muerte avanzó por el corto corredor que conducía a un acceso cerrado por una reja de hierro con goznes para que los esclavos pudieran abrirla cuando se les ordenaba bajar a limpiar.

Krell subió pesadamente la peligrosa escalera tallada en la cara del acantilado. Escudriñando por las hendiduras del yelmo abiertas a la altura de los ojos, el Caballero de la Muerte atisbo la capa negra y el cuello de encaje blanco del Señor de la Muerte. No vio nada más; le faltó valor para mirar al dios a la cara.

Se arrodilló con presteza.

—Mi señor Chemosh —entonó el acobardado caballero—, sé que os he defraudado; confieso que he perdido la pieza de khas, pero no fue culpa mía. Había un kender y un bastón que se convirtió en un insecto gigante. Además ¿cómo iba yo a saber que ese monje era un suicida?

El Señor de la Muerte permaneció callado.

Metafóricamente hablando, Krell empezó a sudar.

—Mi señor Chemosh, os compensaré. Estaré en deuda con vos para siempre, haré todo lo que me ordenéis —suplicó—. ¡Cualquier cosa! ¡No desatéis vuestra ira conmigo!

—Tienes suerte de que te necesite, miserable gusano. —Chemosh suspiró—. ¡Ponte de pie! Estás chorreando agua en mis botas.

Krell se incorporó trabajosamente.

—¿Me salvaréis también de ella? —Movió el pulgar hacia lo alto para referirse a la vengativa diosa. La furia de Zeboim iluminaba el cielo con relámpagos y su puño se descargaba en el suelo con la contundencia del trueno.

—Supongo que no me queda más remedio —dijo Chemosh con una voz que sonaba aletargada, como si estuviera demasiado cansado para darle importancia—. Como he dicho antes, te necesito.

Krell se sentía inquieto; no le gustaba el tono del dios. El Caballero de la Muerte se atrevió a echar una ojeada más directa y lo que vio lo sobresaltó.

El señor de los muertos tenía peor aspecto que cualquiera de sus seguidores. Se diría que parecía vivo; vivo y víctima de un gran sufrimiento. Tenía el semblante demacrado, pálido, ojeroso; el cabello, enmarañado y las ropas, desaseadas. El encaje de los puños estaba desgarrado y manchado. Llevaba el cuello desabrochado y la camisa abierta hasta la mitad. Los ojos carecían de expresión, y la voz le sonaba hueca. Se movía con apatía, como si hasta levantar una mano le costara un gran esfuerzo. Aunque le hablaba a Krell, en realidad no parecía verlo ni que le interesara gran cosa.

—Mi señor, ¿qué ocurre? —preguntó Krell— No tenéis buen aspecto...

—Soy un dios y siempre estoy bien —replicó en tono glacial—. ¡Desgraciadamente!

A Krell sólo se le ocurría que tenía que haber habido alguna clase de derrota aplastante en la guerra.

—Decid quién es vuestro enemigo, mi señor, el que os hizo esto —pidió Krell, deseoso de complacer—. Lo encontraré y lo haré pedazos...

—Mi enemigo es Nuitari —contestó Chemosh.

—Nuitari —repitió el Caballero de la Muerte con inquietud; ya lamentaba su precipitada promesa—. El Señor de la Luna Oscura. ¿Por qué precisamente él?

—Mina está muerta.

—¿Que ha muerto Mina?

Faltó poco para que a Krell se le escapara el comentario de «¡ya era hora!», pero recordó justo a tiempo que Chemosh se había mostrado curiosamente enamorado de la humana.

—Lo lamento profundamente, mi señor —dijo en cambio, procurando dar un tono pesaroso a su voz—. ¿Cómo ocurrió esta... eh... tragedia?

—Nuitari la mató —respondió Chemosh con timbre enconado—. ¡Pagará por ello! ¡Tú se lo harás pagar!

Krell estaba alarmado. Nuitari, el poderoso dios de la magia oscura, no era exactamente el enemigo que había tenido en mente.

—Lo haría, mi señor, pero estoy convencido de que querréis vengar personalmente su muerte. ¿Qué tal si yo busco venganza con Chislev o con Hiddukel? Sin duda estaban metidos en la maquinación...

Chemosh movió un dedo, y Krell salió lanzado por el aire hacia atrás para acabar chocando contra el muro de piedra. Resbaló pared abajo y se quedó tendido en un revoltijo de piezas de armadura a los pies del Señor de la Muerte.

—Tú, gusano gemebundo, cobarde y rastrero —espetó fríamente Chemosh—. Harás lo que yo te diga que hagas o te convertiré en la babosa sin arrestos que eres y te entregaré a la diosa del mar con un saludo cordial. ¿Qué tienes que decir al respecto?

Krell masculló algo.

—No te he oído bien. —Chemosh se agachó.

—Como siempre, mi señor, estoy a vuestro servicio para lo que gustéis mandar —respondió el Caballero de la Muerte, abatido.

—No esperaba menos de ti —dijo Chemosh—. Y ahora, sígueme.

—No será a visitar a... Nuitari, ¿verdad? —se acobardó Krell.

—A mi morada, zoquete. Necesito que hagas algo para mí antes que nada.


Habiendo decidido interesarse más en el mundo de los vivos con miras al día en que gobernara ese mundo, el Señor de la Muerte había abandonado su oscuro palacio en el plano del Abismo. Había buscado un lugar adecuado como su nueva morada y lo había encontrado en un castillo abandonado con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como la Desolación.

Cuando la dragona suprema Malys tomó posesión de esa parte de AnsaIon, arrasó el campo, devastó labrantíos y granjas, aldeas, villas y ciudades. La región estuvo maldita mientras ella permaneció en el poder. No crecía nada, se secaron ríos y arroyos, los campos otrora fértiles se convirtieron en un desierto barrido por el viento; la hambruna y las enfermedades se propagaron. Ciudades como Flotsam perdieron gran parte de su población a medida que la gente huía de la maldición del dragón. El conjunto de la zona acabó conociéndose como la Desolación.

Con la muerte de Malys a manos de Mina, los espantosos efectos de la magia maligna de la dragona sobre la Desolación experimentaron una reversión. Casi en el mismo instante de la muerte de Malys los ríos empezaron a Huir y los lagos a llenarse. Pequeños brotes de vegetación asomaron en el suelo árido como si la vida hubiese permanecido allí todo aquel tiempo, a la espera de que se quitara el encantamiento que la tenía subyugada.

Con el regreso de los dioses, el proceso se aceleró, de manera que algunas áreas ya habían vuelto casi a la normalidad. La gente retornaba y empezaba a reconstruir. Flotsam, situada a unos doscientos cincuenta kilómetros del castillo de Chemosh, no era exactamente el bullicioso y animado centro de comercio —tanto legal como ilegal— que había sido antaño, pero ya no era una ciudad fantasma. Piratas y marineros legales de todas las razas deambulaban por las calles de la famosa ciudad portuaria. Mercados y tiendas se reabrieron y Flotsam volvió a estar preparada para los negocios.

Zonas más extensas de la Desolación seguían bajo el azote de la maldición, sin embargo. Nadie habría imaginado el porqué ni el cómo. Una druida consagrada a Chislev, diosa de la naturaleza, exploraba esas áreas cuando se topó con una de las escamas de Malys. La druida teorizó que la presencia de la escama podría tener algo que ver con que la maldición continuara. Quemó la escama en una ceremonia sagrada y se cuenta que Chislev, molesta por aquella alteración de la naturaleza, bendijo la ceremonia. La destrucción de la escama no cambió las cosas en nada, pero la historia se difundió y la teoría cobró consistencia, de forma que a esas zonas malditas se las conocía como «escamaderos».

Una de esas zonas de escamadero fue la que Chemosh reclamó como suya. El castillo se alzaba en un promontorio con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como Costa Sombría.

A Chemosh no le importaba en absoluto la continuidad de la maldición, no le interesaba el verdor ni las cosas que crecían, de modo que le daba igual que las colinas y los valles que había en torno al castillo fueran unos yermos pelados, extensiones desiertas de suelo ceniciento y roca calcinada.

El castillo que había ocupado estaba en ruinas cuando lo encontró; la dragona había matado a sus habitantes y lo había incendiado y arrasado. El dios había elegido esa ubicación porque sólo lo separaban unos ochenta kilómetros de la Torre del Mar Sangriento. Su intención había sido usar el castillo como una base de operaciones y había planeado almacenar en él los artefactos sagrados que sacaría de los escombros de la torre. Había acariciado la idea de que pasaría el tiempo allí clasificando, catalogando y calculando el inmenso valor de esos artilugios sacros que databan de la época del Príncipe de los Sacerdotes de Istar.

El castillo no serviría sólo como depósito para los objetos sagrados, sino como fortaleza para guardarlos. Valiéndose de la roca extraída en el Abismo por las almas perdidas, Chemosh reconstruyó el castillo, haciéndolo tan resistente que ni siquiera los propios dioses podrían asaltarlo. La roca abisal era más negra que el mármol negro y mucho más dura. Sólo la mano de Chemosh podía darle forma en bloques, y éstos eran tan pesados que sólo él era capaz de colocarlos en su sitio. El castillo contaba con cuatro torres de vigía, una en cada esquina. Dos murallas —una interior y otra exterior— lo rodeaban. El rasgo más excepcional de la construcción era que ninguna puerta rompía la lisa superficie de las murallas. No parecía haber entradas ni salidas.

Los muertos que guardaban el castillo no precisaban puertas. Los espectros, fantasmas y espíritus sin sosiego que Chemosh había llevado para que defendieran su morada podían atravesar la roca abisal con la facilidad con la que un mortal se abría paso a través de una frondosa enramada. No obstante, Chemosh necesitaba un acceso para sus nuevos discípulos. Los Predilectos estaban muertos, pero conservaban la forma corporal. Entraban por un portal mágico situado en un punto al norte de la muralla. El portal lo controlaba Chemosh, señor del castillo, y otra persona que era quien habría tenido que ser la señora del castillo: Mina.

La intención de Chemosh había sido ofrecerle el castillo como regalo. Había elegido el nombre en honor a ella y como tributo a sus nuevos discípulos. Lo llamaba Castillo Predilecto.

Pero sólo el fantasma de Mina había acudido a instalarse allí.

Mina había muerto a manos de Nuitari, Señor de la Luna Oscura, el mismo dios que había acabado con los ambiciosos designios de Chemosh. Nuitari había levantado en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería de Istar y se había apoderado del valioso tesoro de artefactos sagrados que habría instalado a Chemosh en el trono como dirigente del reino celestial y todos sus dioses. Nuitari había capturado a Mina, la había retenido como prisionera y, para demostrar su poder sobre el Señor de la Muerte, la había matado.

Ahora Chemosh vivía solo en el Castillo Predilecto. El lugar le resultaba detestable porque era un recordatorio constante de la destrucción de sus planes y designios. A pesar de lo mucho que detestaba el castillo, descubrió que no podía abandonarlo porque Mina estaba allí. Su espíritu acudía a él allí. Rondaba cerca del lecho; del lecho de ambos. Los ojos ambarinos lo contemplaban aunque no lo veían. Su mano se tendía hacia él, pero no lo hallaba. Su voz sonaba, pero no podía hablarle. Escuchaba para oír la voz de él, pero no lo oía cuando la llamaba.

La visión de su forma fantasmagórica lo atormentaba, e incontables veces intentó alejarse de ella. Regresaba a su morada abandonada en el Abismo, donde el espíritu de Mina no podía seguirlo, si bien su recuerdo perduraba allí también y esa remembranza le dejaba una sensación de dolor tan acerbo que se veía obligado a retornar al Castillo Predilecto para hallar solaz en la contemplación de su fantasma errabundo.

Chemosh se vengaría de Nuitari, de eso no le cabía la menor duda. No obstante, sus planes eran imprecisos, todavía en formación. El Caballero de la Muerte por sí solo no podía desalojar de la torre al poderoso dios, aunque eso no se lo dijo Chemosh a Krell. Planeaba dejar que Krell estuviera en ascuas durante un tiempo; le debía unas cuantas horas de inquietud por haber perdido a Ariakan.

Tampoco le dijo al Caballero de la Muerte que el resultado de su chapucería al final había sido para bien. Zeboim era hermana de Nuitari, pero los hermanos no se profesaban el menor afecto. Ahora Chemosh había encontrado la forma de conseguir hacer de Zeboim una poderosa aliada.

El Señor de la Muerte, acompañado por un reacio Ausric Krell, se abrió paso a través de la muralla interior y la exterior del castillo y entró en la cámara principal, vacía salvo por un trono que se alzaba sobre un estrado situado en el centro. En el estrado había espacio para dos tronos, y cuando Chemosh había construido el castillo había habido dos solios. El mayor y más magnífico de ellos era el del dios; uno más pequeño y más delicado estaba destinado a Mina. Chemosh había reducido a trizas ese trono.

Los restos se encontraban desperdigados por la cámara. Krell, que lo seguía con ruidosas zancadas, pisó algunos de esos desperdicios. Con la esperanza de recobrar el favor del dios, Krell empezó a hablar efusivamente de la arquitectura del castillo.

Chemosh no hizo el menor caso de las lisonjas del Caballero de la Muerte. Tomó asiento en el trono y aguardó en tensión a que el fantasma de Mina acudiera ante él. La espera siempre era un tormento; en secreto, una parte de él esperaba que Mina no se materializara, que no la volviera a ver nunca más, porque entonces, quizá, la olvidaría. Pero si por alguna razón transcurría más tiempo de lo que era habitual y el fantasma no aparecía, entonces creía que se volvería loco.

Entonces apareció y Chemosh soltó un suspiro que era mezcla de desesperación y de alivio. La forma de la mujer, fluctuante, delicada y pálida como si estuviese tejida con telarañas, se desplazó a través del salón hacia él. Vestía una especie de atavío holgado de seda negra que parecía agitarse al impulso de profundas corrientes subterráneas, porque se ondulaba suavemente alrededor de la fantasmagórica figura. Alzó una mano espectral al aproximarse a él y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la muerte sofocaba sus palabras.

—Krell —llamó, cortante, Chemosh—. Resides en el plano de los muertos, igual que ella. Habla con el espíritu de Mina en mi nombre, pregúntale qué es lo que tan fervientemente desea decirme. Siempre ocurre lo mismo —masculló con nerviosismo mientras tironeaba del encaje de la bocamanga—. Se me aparece y parece que quiere decirme algo ¡pero no la oigo! A lo mejor tú puedes comunicarte con ella.

Krell había odiado a Mina en vida; se había enfrentado a él sin temor la primera vez que se habían visto y jamás se lo había perdonado. Se alegraba de que estuviera muerta, y lo que menos deseaba era convertirse en intermediario entre ella y su amante.

—Mi señor —se aventuró a señalar—, vos regís el plano de la muerte y de la muerte en vida. Si vos no os podéis comunicar...

Chemosh asestó una mirada envenenada al Caballero de la Muerte, el cual hizo una reverencia y masculló algo sobre sentirse muy satisfecho de hablar con Mina cuando tuviera a bien manifestarse.

—Está ahora aquí, Krell. ¡Habla con ella! ¿A qué esperas? ¡Pregúntale qué quiere!

Krell miró a su alrededor y no vio nada, pero como no quería indisponerse con su señor empezó a hablarle a una grieta de la pared.

—Mina —dijo en tono sonoro y apesadumbrado—, lord Chemosh quiere saber...

—¡Ahí no! —gritó Chemosh, exasperado, y señaló—. ¡Está aquí! ¡Junto a mí! Krell recorrió la cámara con la vista y después habló lo más diplomáticamente posible.

—Mi señor, el viaje desde el Alcázar de las Tormentas ha sido extenuante. Quizá deberíais acostaros...

Chemosh se levantó bruscamente del trono y se dirigió, furioso, hacia el Caballero de la Muerte.

—No queda mucho de ti, Krell, pero lo que queda lo desgarraré en pedacitos infinitesimales que desperdigaré a los cuatro vientos en el Abismo...

—¡Os juro, mi señor, que no sé de qué habláis! —gritó Krell al tiempo que retrocedía precipitadamente—. ¡Ordenasteis que hablara con Mina y estaría encantado de obedeceros, pero no veo a ninguna Mina a quien dirigirme!

Chemosh se detuvo.

—¿No la ves? —Señaló donde el fantasma de la mujer flotaba—. Si extiendo el brazo puedo tocarla. —Así lo hizo, y alargó la mano hacia ella.

Krell giró la cabeza en la dirección indicada y observó con toda atención. —Oh, sí, ahora que la señaláis...

—¡No me mientas, Krell! —gritó el dios a voz en cuello, prietos los puños. El Caballero de la Muerte reculó.

—Mi señor, lo lamento de veras, quiero verla, pero no la veo... Chemosh desvió la vista de Krell a la aparición. Entrecerró los ojos. —De modo que no la ves. Qué extraño. Me pregunto... —Entonces alzó la voz de forma que retumbó en el reino de los muertos. »¡A mí! ¡Servidores, esclavos! ¡A mí! ¡Venid!

El salón se llenó de una multitud fantasmal forzada a acudir a la llamada de su señor. Espectros y fantasmas se reunieron en torno a Chemosh y esperaron sus órdenes envueltos en su habitual silencio.

—Ves a estos seguidores míos, ¿verdad, Krell? —Chemosh hizo un gesto con el brazo.

Dejados atrás por el río de los espíritus en su curso hacia la eternidad, los muertos vivientes que habían caído presa de la persuasión embaucadora del Señor de la Muerte flotaban en el cenagal estancado de su propia maldad.

—Sí, mi señor —contestó Krell—. Los veo. —Eran criaturas inferiores y les lanzó una mirada despectiva.

—¿Y no ves a Mina entre ellos?

El Caballero de la Muerte titubeó, angustiado.

—Mi señor, desde que morí mi vista no es tan buena como solía...

—¡Krell! —gritó Chemosh.

Los hombros del Caballero de la Muerte se encorvaron. —No, mi señor. Sé que no queréis oírlo, pero no está entre estos... El Señor de la Muerte estrechó a Krell entre sus brazos, con fuerza, tanta que estrujó la armadura y abolló el peto. —¡Krell, me has salvado de perder la cordura! Los ojos del Caballero de la Muerte irradiaron estupefacción. —¿Perdón, mi señor?

—¡Qué necio he sido! —manifestó Chemosh—. Pero ya se acabó. ¡Pagará por esto! ¡Juro por el Dios Supremo, que me expulsó del cielo, y por Caos, que me salvó, que Nuitari lo pagará!

Soltó a Krell y mandó retirarse a los orros muertos vivientes con un gesto de impaciencia. Se quedó mirando fijamente la imagen de Mina que seguía flotando delante de él.

—Dame tu espada, Krell —ordenó al tiempo que extendía la mano.

El Caballero de la Muerte desenvainó la espada y se la tendió al dios.

Asiéndola, Chemosh siguió mirando fijamente al fantasma de Mina unos instantes más y luego enarboló la espada y arremetió contra la imagen.

La imagen ilusoria de Mina desapareció. Chemosh volvió sobre sus pasos mientras cavilaba en voz alta.

—Un espejismo extraordinario que me engañó incluso a mí, pero a ti no podía engañarte, mi querido hermano, mi gran amigo, lord Krell.

—Me alegra haberos complacido, mi señor. —Krell estaba confuso; agradecido, pero confuso—. Pero no acabo de entenderos...

—¡Era una ilusión, Krell! ¡El fantasma de Mina era una ilusión! Por eso no la veías, porque Mina no está en tu reino, el reino de la muerte. Mina está viva, Krell. Viva y prisionera. —La expresión del dios se tornó sombría.

«Nuitari me mintió. No la mató, como fingió haberlo hecho. La tiene prisionera en su torre, en el fondo del Mar Sangriento. Mas ¿por qué? ¿Qué motivo tiene? ¿Acaso la quiere para él? ¿Es que supuso que la olvidaría una vez que la creyera muerta? Ah, ahora entiendo su juego. Probablemente le ha dicho que la he abandonado, pero ella no le creería. Mina me ama, me seguirá siendo leal. He de reunirme con ella...

Hizo una pausa.

—¿Y si ha tenido éxito en seducirla? Después de todo es una simple mortal —continuó el dios, endurecido el tono de voz—. Mina juró una vez amar y seguir a la Reina Takhisis, y luego le dio la espalda para venir conmigo. Tal vez Mina me haya sustituido por Nuitari, quizás ambos traman algo contra mí. Podría ir derecho hacia una trampa... —Giró bruscamente sobre sus talones—. ¡Krell!

—¿Sí, mi señor? —Desesperado, el Caballero de la Muerte trataba de seguir el hilo de los peregrinos pensamientos del dios.

—Dijiste que Zeboim recuperó la pieza de khas que contenía el alma de su hijo, ¿verdad? —preguntó Chemosh.

—¡No fue culpa mía! —se apresuró a decir Krell—. Había un kender y un bicho gigante...

—¡Deja de gimotear! De hecho hiciste algo bien, para variar. Te voy a mandar un encargo.

—¿Qué encargo, mi señor? —preguntó el Caballero de la Muerte con cautela—. ¿Dónde voy?

—A llevar un recado a Zeboim...

Krell cayó de hinojos.

—Tanto da si acabáis conmigo ahora mismo, lord Chemosh, y así terminamos de una vez.

—Vamos, vamos, Krell —dijo Chemosh en tono tranquilizador. De repente estaba de muy buen humor—. La diosa del mar estará encantada de verte porque serás portador de excelentes noticias... siempre y cuando te permita vivir lo suficiente para que se las cuentes...

2

El enano y el semielfo estaban escudriñando en el gran cuenco de metal dragontino; los dos reían entre dientes al ver a Chemosh con sus lamentos por su amante «muerta» y se mofaban del Señor de la Muerte haciendo burla de él —como llevaban haciendo muchos días—, cuando las cosas empezaron a ir terriblemente mal.

—¡Está sobre nuestra pista! —dijo el enano, alarmado. —No, no lo está —lo contradijo el semielfo, con sorna. —¡Te digo que lo ha adivinado! —chilló el enano—. ¡Fíjate en eso! ¡Tiene una espada! ¡Pon fin al conjuro, Caele! ¡De prisa!

—No corremos peligro, Basalto, pedazo de cobarde —replicó Caele con una mueca retorcida en los labios—. ¿Acaso crees que va a saltar a través de tiempo y espacio para cortarnos las orejas?

—¿Y cómo estás tan seguro de que no puede hacerlo? —bramó el enano—. ¡Es un dios! ¡Interrumpe el hechizo!

Caele echó un vistazo al semblante del dios —lívido de ira, los ojos ardientes como los fuegos eternos del Abismo— y decidió que su compañero mago podría tener razón. El semielfo puso las manos sobre el pesado cuenco de metal dragontino, plantó bien los pies y empujó el recipiente fuera del pedestal, de forma que el contenido se vertió en el suelo. Se derramó sangre en los pies descalzos de Caele y salpicó la negra túnica del enano. El dios y su espada se desvanecieron. —¡Por qué poco! —Basalto se enjugó la cara con una manga. —Sigo pensando que no habría podido hacernos nada —masculló Caele. —Más vale no correr el riesgo.

Caele recordó la enorme espada que el dios había blandido y no tuvo más remedio que estar de acuerdo. Basalto y él se quedaron mirando en silencio y con aire sombrío el vacío recipiente de metal dragontino, así como el charco de sangre. Ambos pensaban en otro dios que se iba a enfadar, un dios que estaba mucho más cerca.

—No fue culpa nuestra —murmuró Caele mientras se mordía las uñas—. Eso tenemos que dejarlo bien claro.

—Sólo era cuestión de tiempo que Chemosh descubriera el engaño —convino Basalto.

—Me sorprende que haya tardado tanto —añadió Caele—. Después de todo, es un dios. Asegúrate de señalar eso al señor cuando le cuentes lo que ha ocurrido...

—¡Cuando le cuente, dices! —gruñó Basalto.

—Sí, por supuesto, deberías contárselo —afirmó fríamente el semielfo—. Al fin y al cabo eres el Celador de la Torre, el responsable que tiene todo a su cargo. Yo sólo soy tu subordinado, de modo que has de ser tú quien se lo cuente al señor.

—Soy el Celador de la Torre, sí. Y fue a ti a quien se encomendó la tarea de realizar el conjuro de ilusión. ¡A mi entender, ha sido culpa tuya que Chemosh lo descubriera! Quizá cometiste un error...

Caele dejó de morderse las uñas. Los largos y esbeltos dedos se crisparon como garras.

—Tal vez si a ti no te hubiera entrado pánico y no me hubieses ordenado que pusiera fin al hechizo prematuramente...

—¡Ponerle fin al hechizo! ¿De qué diablos habláis?

La voz severa sonó a espaldas de los magos. Los dos Túnicas Negras intercambiaron una mirada alarmada y luego, acobardados, se volvieron hacia Nuitari, Señor de la Luna Negra.

Ambos hechiceros se inclinaron en una profunda reverencia. Los dos vestían la negra túnica, símbolo de su dedicación a Nuitari. Aparte de eso, no había más semejanza entre ellos. Caele era alto y delgado, con cabello desgreñado y grasiento que rara vez se molestaba en lavar. Era medio humano y medio elfo, y profesaba un profundo odio hacia ambas razas. Basalto, el enano, era achaparrado y conservaba limpia la negra túnica y la barba arreglada. No le caía bien nadie de ninguna raza.

Al enderezarse tras la reverencia, los dos trataron de aparentar tranquilidad, como si no fueran conscientes en absoluto de encontrarse de pie en un suelo de piedra empapado con sangre de dragón, con el cuenco de metal dragontino volcado y cabeceando a sus pies.

El alto Caele contempló desde arriba, con desprecio, a Basalto, que a su vez alzaba la vista hacia él y le asestaba una mirada fulminante por debajo de las tupidas y negras cejas.

—Díselo —articuló Caele.

—Díselo tú —gruñó Basalto.

Más vale que alguno lo haga y mejor cuanto antes —dijo con irritación Nuitari.

—Chemosh descubrió la ilusión —informó el enano, que trató de sostener la oscura e implacable mirada del dios, cosa harto difícil.

—Venía directamente hacia nosotros y blandía una espada enorme —añadió el semielfo en tono quejumbroso—. Le dije a Basalto que el dios no podía hacernos daño alguno, pero al enano le entró el pánico e insistió en poner fin al conjuro...

—Pero no insistí en que volcaras el cuenco —barbotó Basalto.

—Eras tú el que chillaba como un wyvern herido...

—¡Y tú estabas tan asustado como yo!

Nuitari hizo un ademán brusco con las manos.

—Señor, ¿vendrá Chemosh a buscarla? —preguntó en voz baja Basalto, acobardado.

No hacía falta precisar a quién se refería.

—Quizá —respondió Nuitari—. A menos que la sabiduría del Señor de la Muerte sea mayor que su obsesión.

Caele miró de reojo a Basalto, que se encogió de hombros.

La cara de luna llena del dios, con ojos de párpados cargados y boca carnosa, no denotaba la menor expresión. Los magos no sabían discernir si estaba disgustado o sorprendido o alarmado o simplemente aburrido de todo el proceso.

—Limpiad este desbarajuste —fue todo lo que Nuitari dijo antes de girar sobre sus talones y marcharse.

Caele y Basalto tuvieron que levantar entre los dos el pesado recipiente en forma de dragón serpentino, cuya cola enroscada conformaba el cuenco, de vuelta al pedestal. Una vez que el cuenco estuvo de nuevo en su sitio, bajaron la vista hacia el charco que se extendía por el suelo de losas de piedra.

—¿Intentamos recuperar parte de la sangre? —preguntó Basalto. La sangre de dragón, sobre todo aquella que el reptil entregaba de buen grado, era un artículo extremadamente escaso y valioso.

—No —dijo Caele, sacudiendo la cabeza—. Ahora está contaminada. Además, la sangre pierde su capacidad para ejecutar conjuros después de cuarenta y ocho horas. Dudo que el señor tenga intención de llevar a cabo de nuevo este hechizo en mucho tiempo.

—Bien, entonces ve a traer trapos y un cubo y nos...

—¡Seré tu subordinado, Basalto, pero no soy tu perro faldero! —replicó el semielfo, furioso—. ¡Yo no voy a traer nada! Consigue tú mismo tus trapos y tu cubo. Yo tengo que inspeccionar el cuenco por si ha sufrido algún daño.

Basalto gruñó. El cuenco estaba hecho con metal dragontino; aunque lo hubiera tirado desde lo más alto de los Señores de la Muerte, habría caído en tierra sin sufrir una sola abolladura. Sin embargo, sabía por experiencia que podía pasarse la siguiente media hora enzarzado en una agria discusión con Caele de la que nunca saldría victorioso o podía ir a buscar los trapos y el cubo. El cuarto donde guardaban objetos tan mundanos estaba ubicado unos tres niveles más arriba de donde se encontraban en ese momento, una larga caminata escaleras arriba y escaleras abajo para sus cortas piernas. Basalto se planteó hacer desaparecer la sangre mediante la magia o conjurar unos trapos. No obstante, desechó tanto una cosa como la otra por miedo a que Nuitari se enterara.

Nuitari había prohibido a sus magos utilizar la magia para tareas triviales. Sostenía que el hecho de que un hechicero usara la magia para fregar los platos de la comida era un insulto a los dioses. Se suponía que Basalto y Caele tenían que hacerse la colada, conseguir su comida (una de las razones por las que habían desarrollado el artefacto con el que habían atrapado a Mina), cocinar y limpiar, todo ello sin la ayuda de hechizos. Otros magos que con el tiempo llegaran para instalarse en la torre tendrían que vivir con las mismas restricciones. Se les exigiría realizar todas esas tareas serviles mediante un esfuerzo físico, no mágico. Basalto salió a hacer el recado y regresó con los músculos de las pantorrillas doloridos y de muy mal humor.

Al volver se encontró con Caele entretenido en dibujar monigotes con el dedo gordo del pie en la sangre del dragón.

—Toma —dijo el enano al tiempo que le lanzaba un trapo—. Ahora que has revisado el cuenco, puedes limpiarlo.

Caele lamentó no haber aprovechado la ausencia de Basalto para marcharse. El semielfo se había quedado perdiendo el tiempo en la cámara de ejecución de hechizos con la esperanza de que Nuitari regresara y se quedara impresionado al encontrarlo cuidando con tanto esmero el cuenco, que era uno de los artefactos favoritos del dios. Puesto que todavía existía la posibilidad de que Nuitari apareciera por allí, Caele se puso a limpiar los restos de la sangre de dragón.

—Bien, pues ¿qué quiso decir el señor con lo de que la sabiduría de Chemosh fuera mayor que su obsesión? —inquirió Basalto. El enano estaba a cuatro patas y restregaba enérgicamente la piedra manchada con un cepillo de cerdas.

—Está obsesionado con Mina, eso es evidente. Por ello nos fue posible perpetrar ese engaño con él.

—Algo que nunca he entendido, de todas formas —rezongó Basalto. Caele, consciente de que el señor podía estar escuchando, fue efusivo con sus elogios.

—En realidad considero brillante la estratagema de Nuitari —dijo el semielfo—. Cuando capturamos a Mina, el señor amenazó con matarla a fin de que Chemosh mantuviera la boca cerrada. Porque Chemosh, ¿sabes? amenazó con contar a los dos primos de Nuitari que éste había reconstruido en secreto la torre y que intentaba establecer su propia base de poder independiente de ellos. Amenazó con decirles a todos los dioses que el señor tiene en su posesión un depósito oculto de reliquias sagradas que les pertenecen a todos ellos.

—Pero la amenaza de muerte no funcionó —señaló el enano—. Chemosh abandonó a Mina a su suerte.

—Y ahí es donde la brillantez del señor relumbró realmente —dijo Caele—. Nuitari la mató mientras Chemosh lo presenciaba o, más bien, el señor fingió matarla.

Caele hizo una pausa con la esperanza de que Nuitari entrara y le agradeciera a su fiel seguidor sus elogios. Sin embargo, el dios no apareció y no hubo indicio alguno de que hubiese oído casualmente los comentarios halagadores del semielfo. Como estaba aburrido de limpiar, Caele tiró el trapo.

—Ea, he terminado.

—¡Terminado! —exclamó el enano, que se había puesto de pie para inspeccionar el trabajo—. ¿Es que habías empezado? Fíjate en eso. Hay sangre en las escamas de alrededor de la cola y en los ojos y en los dientes, y se ha escurrido por todas las pequeñas hendiduras que hay entre las escamas...

—Eso es por el ángulo en el que incide la luz —replicó el semielfo con despreocupación—. Pero, si no te gusta, hazlo tú. Yo tengo que ir a estudiar mis hechizos.

—¡Ésa es precisamente la razón por la que se me nombró Celador! —le gritó Basalto a la espalda del semielfo, que se encaminaba hacia la puerta—. ¡Eres un cerdo! ¡Todos los elfos lo son!

Caele se volvió, prietos los puños; en los ojos rasgados hubo un destello de animosidad.

—He matado a hombres por insultos como ése, enano.

—Mataste a una mujer por ello, al menos —contestó Basalto—. La estrangulaste y la arrojaste a una cascada.

—¡Tuvo lo que se merecía, como te pasará a ti si sigues hablando así!

—¿Así, cómo? Tú mismo no puedes ni ver a los elfos, dices cosas peores que ésas sobre ellos todo el tiempo. —Basalto frotó el cuenco al tiempo que intentaba meter el trapo por los recovecos de las escamas.

—Puesto que la zorra que me parió era una elfa, yo puedo decir lo que guste sobre ellos —replicó Caele.

—Bonito modo de hablar de tu madre.

—Cumplió con su parte. Me trajo a este mundo, y bien que se lo pasó haciéndolo. Al menos yo tuve una madre, no broté en una cueva oscura como un hongo cualquiera...

—¡Has ido demasiado lejos! —aulló el enano.

—¡No lo suficiente! —exclamó Caele, enfurecido, crispados los largos dedos.

El enano arrojó el trapo al suelo, el semielfo olvidó el estudio de sus hechizos, y ambos se dirigieron una mirada fulminante. El aire chisporroteó con la magia.

Nuitari, que observaba desde las sombras, sonrió. Le gustaba que sus magos fuesen combativos; así se conservaban aguzados los filos cortantes.

Basalto estaba medio loco; Caele lo estaba del todo. Nuitari lo sabía desde mucho antes de llevarlos a la torre que se alzaba en el fondo del Mar Sangriento, pero lo traía sin cuidado. Eso no importaba siempre y cuando realizaran bien su trabajo, y los dos eran extraordinariamente buenos en lo suyo, ya que habían dispuesto de muchos años para perfeccionar sus aptitudes.

Debido a su longevidad, el semielfo y el enano se contaban entre los pocos hechiceros que quedaban en Krynn de entre los que habían servido al Señor de la Luna Oscura con anterioridad al hurto del mundo perpetrado por su madre. Los dos tenían una memoria excelente y habían conservado el conocimiento de la práctica de su arte a lo largo de los años intermedios.

Esos dos se encontraban entre los primeros que alzaron los ojos al cielo y vieron la luna negra, como también estaban entre los primeros en caer de rodillas y ofrecer sus servicios a su dios. Nuitari los había transportado a la torre con una condición: que no se matarían el uno al otro. Tanto el enano como el semielfo eran hechiceros muy poderosos y una batalla entre ambos sólo tendría como colofón la pérdida de dos valiosos servidores, además de correr el riesgo de que la recién reconstruida torre sufriera daños.

Caele —medio kalanesti, medio ergothiano— era propenso a sufrir violentos arrebatos de cólera. Ya había asesinado con anterioridad y no le causaba ningún desasosiego asesinar de nuevo. Habiendo renunciado tanto a su parte humana como a su parte elfa, había abandonado la civilización para vagar por terrenos agrestes como una bestia salvaje, hasta que la recuperación de su magia hizo que volviera a merecer la pena vivir. En cuanto a Basalto, el uso de la magia oscura le había granjeado muchos enemigos que, cuando los dioses de la magia desaparecieron, se sintieron eufóricos al descubrir que, de repente, su enemigo estaba desvalido. Basalto se había visto obligado a ocultarse a gran profundidad bajo la superficie, donde vivió durante años desesperado y lamentando la pérdida de su arte. Nuitari le había devuelto la vida al enano.

Nuitari esperó pacientemente el desenlace. Tales brotes de violencia se daban con frecuencia entre los dos. Sin embargo, el desagrado y la desconfianza que sentían el uno por el otro palidecían en comparación con el temor que le tenían a él y, hasta el momento, los altercados no habían tenido consecuencias. El enfrentamiento presente era más tenso de lo habitual ya que ambos estaban alterados y con los nervios de punta tras el encuentro con Chemosh. No habría sido extraño que hubiesen empezado a saltar chispas y alguno que otro hechizo, pero Nuitari tosió fuerte.

Basalto giró bruscamente la cabeza y los ojos de Caele parpadearon con temor. La tensión mágica pareció abandonar la estancia con un silbido, como haría el aire al escapar de una vejiga de cerdo inflada.

El enano metió las manos en las bocamangas de la túnica para no sentirse tentado de utilizarlas, en tanto que Caele tragaba saliva varias veces y la mandíbula se le contraía y aflojaba, como si hubiese tenido que masticar literalmente la ira antes de tragársela.

—¿Queréis saber por qué me tomé tantas molestias para crear esa imagen ilusoria de Mina? —inquirió Nuitari al tiempo que accedía a la estancia.

—Sólo si queréis contárnoslo, señor—dijo humildemente Basalto.

—Me tiene intrigado esa tal Mina —comentó el dios—. Me cuesta creer que la muerte de una simple mortal tuviera un efecto tan devastador en un dios, ¡pero faltó poco para que el pesar acabara con Chemosh! ¿Qué clase de poder ejerce esa Mina sobre él? También despierta mi curiosidad la relación que mantuvo con Takhisis. Corren rumores de que la Reina de la Oscuridad estaba celosa de esa chica. ¡Mi madre celosa de una mortal! Imposible. Por eso os ordené que siguieseis utilizando el conjuro de ilusión, para evitar que Chemosh viniera a rescatarla y así poder estudiarla.

—¿Has descubierto algo sobre ella, señor? —preguntó Caele—. Creo que mis informes tienen que haberte resultado muy esclarecedores...

—Los he leído —lo interrumpió Nuitari. Los informes sobre el comportamiento de Mina en cautividad le habían parecido extremadamente esclarecedores, sobre todo en un aspecto, pero no pensaba decírselo a ninguno de los dos—. Ahora que he satisfecho vuestra curiosidad, volved a vuestras ocupaciones.

Caele recogió un trapo y se puso a frotar el cuenco; Basalto aclaró su bayeta en el agua —que había adquirido un tinte rosáceo— y volvió a ponerse a gatas en el suelo.

Cuando los ecos de las pisadas de Nuitari dejaron de oírse por los corredores de las estancias de la magia, el semielfo arrojó el trapo al cubo con agua.

—Termina tú. Yo tengo que estudiar los conjuros. Si el Señor de la Muerte viene de camino para destruir la torre, los voy a necesitar.

—Ve, pues —dijo Basalto, sombrío—. De todos modos no me sirves de nada, pero lávate los pies antes de abandonar la cámara. ¡No quiero ver huellas de sangre marcando mis pasillos limpios!

Caele, que jamás usaba calzado, metió los pies descalzos en el cubo de agua. Basalto vio saltar la sangre seca a la túnica del semielfo, que estaba ya asquerosa, pero no dijo nada porque sabía que sería gastar saliva en balde. El enano se consideraba afortunado de que Caele se dignara ponerse al menos la túnica. Había pasado muchos años en el bosque tan desnudo como un lobo e igualmente salvaje.

El semielfo echó a andar hacia la puerta, pero se paró y se volvió.

—Llevo tiempo queriendo hacerte una pregunta. Cuando estás solo con Mina, ¿te ha intentado convencer para que te hagas discípulo de Chemosh?

—Sí —contestó el enano—. Me burlé de ella, por supuesto. ¿Y a ti?

—Me reí en su cara —repuso Caele.

Los dos se miraron con desconfianza.

—Bueno, me marcho —dijo Caele.

—Vete con viento fresco —farfulló Basalto, aunque en voz tan baja que sólo lo oyó su barba.

Sacudiendo la cabeza, reanudó la tarea de restregar el suelo sin dejar de refunfuñar.

—Ese Caele es un cerdo y no me importa que me oiga. Esa nariz larga que tiene siempre está apuntando hacia arriba. Se cree las pelotas de Reorx, eso es lo que piensa. Y es un cabrón perezoso, por si fuera poco. Me deja a mí todo el trabajo y luego se lleva los laureles. —El enano restregó enérgicamente.

»No puedo dejar que la sangre impregne la lechada, porque quedaría una mancha perenne. El señor me arrancaría la barba. Me pregunto si Caele se rió realmente de Mina o si aceptó su oferta de convertirse en uno de los elegidos de Chemosh —añadió—. Tal vez debería mencionarle este asunto al señor...

Caele se encerró en su habitación y tomó un libro de conjuros, pero en vez de abrirlo se quedó mirándolo fijamente.

—Me pregunto si Basalto se tragaría las mentiras de Mina. En él no me extrañaría nada. Los enanos son tan crédulos... Que no se me olvide informar a Nuitari que Basalto podría ser un traidor...

3

La torre siguió en pie, sin sufrir daños. Chemosh no fue a derribarla piedra mágica a piedra mágica para rescatar a su adorada amante. —Dale tiempo —dijo Nuitari. El dios se había apostado fuera de la estancia en la que tenía retenida a Mina, a la espera de que el Señor de la Muerte apareciera.

Pasaba el tiempo. Mina permanecía aislada en su celda, incomunicada, sin contacto con dioses ni con mortales, y su amado seguía sin acudir a liberarla.

—Te he subestimado, milord —murmuró Nuitari a su invisible enemigo—. Y me disculpo por ello.

Chemosh estaría eufórico al saber que la mujer a la que amaba seguía viva. Estaría furioso por el engaño del que había sido víctima. El Señor de la Muerte no era, al parecer, de los que dejaban que la alegría o la ira los ofuscaran. Chemosh quería a Mina, pero también quería los poderosos artefactos sagrados que Nuitari guardaba bajo llave y candado dentro de la torre. A buen seguro, el Señor de la Muerte estaba buscando la forma de conseguir ambos.

—¿Qué haces? —preguntó Nuitari a su igual—. ¿Has corrido a parlotear con los otros dioses? ¿Les estás contando que el grande y perverso Nuitari ha reconstruido la Torre de la Alta Hechicería de Istar?, ¿que ha recuperado y reclamado como suyo un valioso tesoro de reliquias sagradas? ¿Les has contado eso? —Nuitari sonrió.

»No, creo que no. ¿Por qué? Porque entonces todos los dioses sabrían el secreto de las reliquias y, una vez que lo supieran, todos querrían recuperar sus juguetes. ¿Dónde dejaría eso a Chemosh? De vuelta en el frío y oscuro Abismo.

En las postrimerías de la Era del Poder, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había decretado que todos los artefactos mágicos de aquellos dioses que no fuesen dioses buenos y justos (siempre a juicio del Príncipe de los Sacerdotes) serían confiscados por sus ejércitos de guerreros ungidos. Además de los que se confiscaron, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció ricas recompensas por todas las reliquias que se considerara que se usaban con fines perversos. Entre guerreros ungidos, «buenos» ciudadanos, ladrones y saqueadores, los templos de casi todos los dioses de Ansalon fueron despojados de reliquias.

Al principio, la gente se apoderaba de las que procedían de los templos de dioses claramente malignos, como Chemosh y Takhisis, Sargonnas y Morgion. Los templos de los dioses neutrales fueron los siguientes en ser víctimas de los cazadores de reliquias bajo el lema de «cualquier dios que no está con nosotros está contra nosotros».

Finalmente, conforme el fervor religioso (y la avaricia) se extendía, guerreros ungidos asaltaron los templos de dioses de la luz, incluidos los de la diosa de la curación, Mishakal, porque, a pesar de ser consorte de Paladine, la Sanadora había incurrido en el pecado de abrir sus puertas de curación a todos los mortales, incluso a los que no eran considerados dignos de la bendición de una deidad. Se sabía que sus clérigos habían impuesto las manos sanadoras sobre ladrones y prostitutas, kenders y enanos, e incluso hechiceros. Cuando los clérigos de Majere, dios de la justicia, supieron que a los clérigos de Mishakal se los golpeaba y se les robaban sus reliquias, manifestaron su protesta. Entonces se asaltaron sus monasterios y sus reliquias fueron las siguientes en sumarse a las confiscadas y robadas.

A no tardar, los artefactos sagrados de todos los dioses, con excepción de Paladine, quedaron guardados bajo llave en la que otrora había sido la Torre de la Alta Hechicería de Istar, en una inmensa sala a la que se dio el nombre de Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Se cuchicheaba que los sacerdotes de Paladine empezaban a estar nerviosos y que no pocos habían guardado las sagradas reliquias en almacenes bajo llave. Pero ni siquiera allí estaban a salvo.

Cuando el Cataclismo devastó Istar, la Sala del Sacrilegio fue destruida por el fuego de la ira de los dioses, quienes estaban convencidos de que las reliquias se habían consumido en la conflagración. Querían que la humanidad viviera con sus propios recursos durante un tiempo.

Nadie se había sorprendido más que Nuitari al descubrir intactas las reliquias. Su única idea había sido reclamar como suya la torre; encontrar los artefactos había sido un regalo extra. Sabía que era imposible mantener indefinidamente un secreto de ese calibre, que sólo sería cuestión de tiempo que otros dioses descubrieran la verdad y se presentaran ante él para exigirle que les entregara sus reliquias. Los artefactos se encontraban a buen recaudo, guardados tanto por conjuros como por Midori, un viejo dragón marino con muy mal genio. Esas salvaguardias cerrarían el paso a los mortales, pero no a un dios.

Nuitari no tenía que preocuparse por eso.

Los dioses frenarían a los dioses.

Cada cual querría sus reliquias, naturalmente. Cada cual también querría asegurarse de recuperar las suyas y de qué ninguno de los otros dioses hiciera lo propio.

Por ejemplo, Mishakal no querría que Sargonnas, en la actualidad el dios más poderoso de la oscuridad, recobrara sus artefactos sagrados. Buscaría aliados que aunaran esfuerzos para impedírselo, aliados insólitos, como Chemosh, que apoyaría a Mishakal en eso porque el Señor de la Muerte estaba enzarzado en una lucha de poder con Sargonnas y no querría que el dios de los grandes cuernos se hiciera más fuerte de lo que ya era. Estaba Gilean, el Fiel de la Balanza, que muy bien podría oponerse tanto a los dioses de la luz como a los de la oscuridad por miedo a que la vuelta de esas reliquias a manos de cualquiera de los dioses alterara un equilibrio ya inestable. Se organizaría una buena cuando los dioses se enteraran de que Nuitari estaba en posesión de las reliquias de Takhisis, la Reina de la Oscuridad fallecida, y las del dios autoexiliado, Paladine. Aunque sus creadores ya no estaban, los artefactos perduraban, al igual que su sagrado poder, que podía resultar inmensamente útil a cualquier dios o mortal que les echara mano. La trifulca por esos objetos podría prolongarse siglos.

Entretanto, el plan de Nuitari era recorrer el cielo y llegar a acuerdos secretos al tiempo que soltaba discretamente un artefacto aquí y otro allí a fin de enfrentar a unos dioses contra otros, mientras que él reforzaba su posición.

Aunque Nuitari había odiado a Takhisis y había hecho todo lo posible para oponerse a ella en todo lo que la diosa había llevado a cabo en cualquier momento, era como su madre en un aspecto: tenía su misma y oscura ambición.

Oponiéndose a esa ambición estaban sus dos primos, Lunitari y Solinari. Los dioses de la magia roja y la magia blanca no darían ni un céntimo falso por las sagradas reliquias. El Príncipe de los Sacerdotes, que no se fiaba de los magos ni de su magia, no había conservado ningún artefacto perteneciente a los hechiceros. Los objetos mágicos que se encontraron (y eran contados, ya que los magos los habían escondido casi todos) se destruyeron de inmediato. Los primos de Nuitari se pondrían furiosos cuando descubrieran que se había ido y se había construido su propia torre. Se enfurecerían... y los asaltaría la consternación y el pesar. Desde el principio de los tiempos, los dioses de las tres lunas se habían mantenido unidos para guardar lo que les era más preciado: la magia.

Los tres primos no tenían secretos los unos para los otros. Hasta ese momento.

Nuitari se sentía mal por traicionar la confianza de sus primos, sólo que no lo bastante para no hacerlo. Desde que su madre, Takhisis, lo había traicionado al hurtar el mundo —¡su mundo!— había decidido que a partir de ese momento no confiaría en nadie. Además, había ideado la forma de apaciguar a sus primos. Entre ellos las cosas ya no serían igual, naturalmente; claro que nada volvería a ser lo mismo para ninguno de los dioses. El mundo —y el cielo— habían cambiado para siempre.

Nuitari se preguntó qué se traería entre manos Chemosh, y esa idea lo hizo pensar de nuevo en Mina. Nuitari iba allí a menudo, pero no para interrogarla. Sus Túnicas Negras ya lo habían estado haciendo por él y habían descubierto muy poco. Nuitari se había conformado con observarla. Ahora, guiado por un impulso (y también con la idea de que Chemosh aún podía darle una sorpresa), Nuitari decidió interrogar personalmente a la chica.

La había sacado de la celda de cristal en la que la había puesto al principio. Verla ir de aquí para allí había resultado una molesta distracción para sus hechiceros. La había envuelto en un capullo mágico de aislamiento, de manera que no podía comunicarse con nadie en ninguna parte, y la había trasladado a unas habitaciones destinadas a ser la vivienda de los archimagos Túnicas Negras elegidos para poblar la torre bajo el Mar Sangriento.

Mina se albergaba en unos aposentos designados a un hechicero de alta categoría. Consistían en dos estancias, una sala y un estudio revestidos del techo al suelo con estanterías de libros, y un dormitorio.

Caminaba por los aposentos como un minotauro enjaulado; recorría la sala en toda su longitud y de allí pasaba al dormitorio, tras lo cual volvía sobre sus pasos, de regreso a la sala. Los hechiceros informaban que a veces se pasaba así horas; caminaba y caminaba hasta quedar exhausta. No hacía nada más que caminar a despecho de que Nuitari le había proporcionado libros de distinta temática y que iban de la doctrina religiosa hasta la poesía, de la filosofía a las matemáticas. Ni una sola vez había abierto siquiera un libro, comunicaban los magos; al menos, que ellos hubiesen visto.

El dios le había proporcionado otras formas de entretenimiento. Un tablero de khas descansaba sobre un pedestal en un rincón. Las piezas estaban cubiertas de polvo; nunca las había tocado. Comía poco, justo lo suficiente para conservar las fuerzas para caminar. Nuitari se alegraba de no haber hecho el gasto de poner una alfombra allí. A esas alturas la chica la habría desgastado hasta hacerle un agujero.

El dios de la magia negra habría podido deslizarse a través de la pared de haber querido y la habría pillado por sorpresa, pero decidió que no empezaría su relación de una forma tan hostil; así pues, quitó el poderoso cierre mágico de la puerta, llamó a ésta y pidió cortésmente permiso para entrar.

Mina no interrumpió su incansable ir y venir; como mucho, miró a la puerta, si acaso. Divertido, Nuitari abrió y entró en el cuarto. La chica no lo miró.

—Vete y déjame sola. He contestado a todas las absurdas preguntas que me has hecho y que estoy dispuesta a contestar. O si no, será mejor que le digas a tu señor que quiero verlo.

—Tus deseos son órdenes, Mina —contestó Nuitari—. El señor está aquí.

Mina dejó de caminar. No se sobresaltó ni pareció desconcertada en lo más mínimo. Lo miró a la cara audazmente, con gesto desafiante.

—¡Déjame marchar! —demandó y entonces añadió inesperadamente, en voz baja y apasionada-: O mátame.

—¿Matarte? —Nuitari se permitió abrir los cargados párpados, que siempre parecían entrecerrados—. ¿Tan malo es el trato que te he dado que deseas la muerte?

—¡No puedo estar confinada! —gritó Mina, y su mirada recorrió la estancia como si quisiera abrir un agujero a través de la sólida roca meramente con los ojos. Recobró el dominio de sí misma al instante. Se mordisqueó el labio y pareció lamentar su estallido.

»No tienes derecho a retenerme aquí —añadió.

—Ninguno —convino con ella Nuitari—. Claro que soy un dios y hago lo que quiero con los mortales, y al Abismo con tus derechos. Aunque ni siquiera yo voy por ahí matando inocentes, como hace Chemosh. He recibido informes acerca de sus Predilectos, como los llama él.

—Mi señor no los mata, sino que les otorga el don de la vida eterna —replicó Mina—, siempre jóvenes y hermosos. Les quita el miedo a la muerte.

—Tengo que reconocer que eso sí que lo hace —dijo Nuitari con sequedad—. Por lo que tengo entendido, una vez que uno está muerto el miedo a morir se reduce de manera considerable. Al menos, así se lo explicaste a Basalto y a Caele cuando intentaste seducirlos.

Mina le sostuvo la mirada, cosa que a Nuitari le resultaba desconcertante porque eran muy pocos los mortales o los dioses capaces de hacerlo. Se preguntó, con un destello de irritación, si esta muchachuela había sido tan osada con su madre.

—Les hablé de Chemosh —admitió Mina sin asomo de disculpa—. Eso es cierto.

—Ni Basalto ni Caele aceptaron tu oferta, sin embargo, ¿verdad?

—No —repuso Mina—. Te reverencian y te tienen un gran respeto.

—Digamos que les gusta el poder que les otorgo. A la mayoría de los hechiceros les gusta el poder y serían muy reacios a perderlo, ni aun a cambio de una «vida eterna» que, por lo que he observado, es más la muerte infundida de cierta calidez. Dudo que conviertas a muchos hechiceros al culto de tu señor.

—También lo dudo yo —dijo Mina, que sonrió.

La sonrisa le transformó el rostro, hizo que los ojos ambarinos resplandecieran, y Nuitari se sintió atraído hacia su cálido encanto. De hecho se sintió como si se deslizara hacia su interior, sintió que la calidez lo envolvía...

Se repuso con un sobresalto y contempló a la mujer con los ojos entrecerrados, escrutadoramente. ¿Qué poder poseía esa mortal que la hacía capaz de seducir a un dios con su sonrisa? Había visto mujeres mucho más atractivas que ella. Una de sus Túnicas Negras, una hechicera llamada Ladonna, había sido famosa por su belleza, muy superior a la de Mina. Con todo, tenía algo, incluso en ese instante, que lo turbaba profundamente.

—Compréndelo, mi señor, por favor. Tenía que intentar convertirlos, era la única posibilidad de poder escapar.

—¿Por qué quieres dejarnos, Mina? —inquirió Nuitari, que fingió sentirse dolido—. ¿Te hemos tratado mal de algún modo? Aparte de tenerte aislada, claro, y eso es por tu propia seguridad. Confieso que Basalto y Caele, los dos, están un poco locos. Caele, en especial, no es de fiar, aparte del hecho de que hay pergaminos y artefactos por todas partes que podrían dañarte. He intentado hacer tu estancia lo más agradable posible. Tienes todos esos libros para leer...

Mina echó una ojeada a las estanterías y las descartó con un ademán. —Ya los he leído.

—¿Todos? —Nuitari la miró, divertido—. Discúlpame, pero no te creo.

—Elige uno —lo desafió Mina.

Nuitari lo hizo y sacó un libro de una estantería.

—¿Cómo se titula? —preguntó la mujer.

—Draconianos: estudio. ¿Puede salir Bien del Mal?

—Ábrelo por la primera página.

Así lo hizo el dios.

—«Los estudiosos —empezó a recitar Mina— han mantenido desde hace mucho tiempo que, puesto que a los draconianos se los creó mediante magia perversa, que nacieron de los huevos corrompidos de los dragones del Bien, son y siempre serán perversos, criaturas que no pueden poseer cualidades de redención. No obstante, el estudio de un grupo de draconianos que están establecidos actualmente en la ciudad de Teyr revela...» —Se interrumpió—. ¿Cito correctamente el texto?

—Palabra por palabra —contestó Nuitari, que cerró bruscamente el libro.

—Leí mucho de pequeña, en la Ciudadela —dijo Mina, que frunció el entrecejo—, o creo que debí de hacerlo. En realidad no recuerdo haber leído, sólo me acuerdo de la luz del sol y las olas lamiéndome los pies y a Goldmoon cepillándome el cabello... Pero aun así creo que tengo que haber pasado mucho tiempo leyendo, porque cada vez que cojo un libro me encuentro con que ya lo he leído.

—Apuesto que a éste no lo has leído. —Nuitari hizo aparecer un volumen que se materializó en su mano—. Hechizos de invocaciones para Túnicas Blancas. Niveles avanzados.

—¿Para qué iba a leerlo? —dijo ella al tiempo que se encogía de hombros—. La magia no me interesa.

—Dame este capricho —pidió Nuitari—. Lee el primer capítulo. Si me complaces, te dejaré salir de la habitación una hora cada día. Puedes deambular por los corredores y las estancias de la torre. Vigilada, naturalmente. Por tu propia seguridad.

Mina lo miró como si se preguntara a qué jugaba, a la par que tendía la mano.

Nuitari no sabía bien qué esperaba conseguir del experimento; tal vez el mero placer de humillar a esa joven mortal que era excesivamente arrogante y atrevida para su gusto.

—Debería advertirte que el libro tiene un hechizo... —comentó mientras le tendía el ejemplar.

—¿Qué clase de hechizo? —inquirió Mina, que le cogió el libro de las manos y lo abrió.

—Uno de salvaguardia —contestó el dios, asombrado.

Recordaba cuando Caele había cogido ese mismo libro. Su autor, un Túnica Blanca, le había puesto un encantamiento de salvaguardia para que sólo los hechiceros de su Orden pudieran usar los conjuros. Caele, de los Túnicas Negras, había dejado caer el ejemplar con una maldición y se pasó los siguientes instantes retorciéndose los dedos quemados y mascullando juramentos. Se había pasado día y medio malhumorado a costa del incidente y se había negado a volver con Basalto para ayudarlo a desembalar.

Con certeza, una discípula de Chemosh no podría sostener ese libro sin sufrir el castigo.

Mina pasó las manos por la suave piel de la encuadernación. Con los dedos siguió el trazado del título estampado en oro en la cubierta.

Nuitari se preguntó si el efecto del hechizo se habría pasado. Mina abrió el libro y examinó la primera página. —¿Quieres que lea esto? —preguntó, escéptica. —Si haces el favor...

La chica se encogió de hombros y empezó a leer.

Nuitari estaba pasmado y no recordaba la última vez que un mortal lo había asombrado hasta ese punto. Mina leía las palabras del lenguaje de la magia, un logro que sólo un hechicero instruido en el arte era capaz de realizar.

La pronunciación de las palabras del hechizo era impecable. Incluso tras horas de estudio, los hechiceros Túnicas Blancas habrían leído a trompicones ese conjuro, y ahí estaba Mina, una discípula de Chemosh, sin un gramo de magia lunar en ella, leyéndolo a la perfección la primera vez. Las palabras enrevesadas tendrían que haberle atorado la garganta, tendrían que haberle abrasado la lengua. Oyéndola desgranar las palabras con un timbre monótono, aburrido, la contempló sin salir de su estupor.

El dios podría haber llegado a la conclusión de que Mina era una hechicera disfrazada de no ser por un detalle.

Leyó el conjuro a la perfección pero sin entenderlo.

De igual forma podría un estudioso humano leer en lenguaje elfo y en voz alta un poema elfo. Puede que el humano supiera y entendiera y fuera capaz de pronunciar las palabras, pero sólo un elfo les daría los delicados matices de significación que había pretendido el autor elfo. Mina sabía lo que leía, sólo que no le importaba un ápice. Recitar un conjuro era un ejercicio para ella, nada más.

¿Le habría enseñado magia a Mina su madre, Takhisis?

Nuitari reflexionó y después desechó la idea.

Takhisis detestaba la magia, desconfiaba de ella. Se habría sentido muy complacida en un mundo en el que no hubiera ni rastro de ella porque consideraba a la magia una amenaza para sus propios poderes. Takhisis no había enseñado magia a Mina y, desde luego, no habría aprendido a leer el lenguaje de la magia con los místicos de la Ciudadela de la Luz. Y tampoco con Chemosh, todavía.

Extraño. Muy extraño.

Mina se paró a mitad de una frase y alzó la vista hacia él. —¿Quieres que siga? El resto es más de lo mismo. —No, ya es suficiente. —Nuitari le cogió el libro de las manos. —Gané la apuesta, así que tengo una hora de libertad. —La mujer echó a andar hacia la puerta.

—Todo a su debido tiempo —dijo el dios, que la frenó—. No tengo a nadie que te sirva de escolta. Basalto está fregando sangre derramada y, como he dicho antes, Caele te resultaría un compañero peligroso. Me temo que tendrás que aguantarme un rato más.

Decidió ensayar otro experimento con Mina, una singularidad que sus Túnicas Negras habían observado en ella. Le lanzó un hechizo sin decir nada. Era un sencillo conjuro de sueño, uno de los primeros que aprendía un mago novicio. Nuitari habría podido lanzarlo en un abrir y cerrar de ojos, pero no quería que la chica sospechara que estaba realizando magia con ella. Hebra a hebra, trenzó los hilos de la magia atrás y adelante de manera que la cubrieran como una cálida manta. Durante todo el tiempo la mantuvo ocupada con una charla insustancial para que no se percatara de lo que estaba haciendo.

—No sabes nada de tu infancia —le dijo mientras trabajaba la magia—. Según lo que escribió Basalto, cuando tenías ocho años te encontraron a bordo de un barco abandonado que la marea arrastró hasta la costa de la isla de Schallsea, cerca de la Ciudadela de la Luz. No recordabas nada, ni siquiera tu nombre ni a tus padres ni lo que había ocurrido en el barco...

—Es cierto —dijo Mina, fruncido el entrecejo, y añadió con impaciencia-: No veo qué tiene que ver eso con todo lo demás.

—Sígueme la corriente, querida. Te adoptó Goldmoon, una antigua seguidora de Mishakal, que fue la primera en traer de nuevo al mundo el culto a los verdaderos dioses después del Cataclismo. Fue ella la que trajo al mundo el poder del corazón durante la Quinta Era. Goldmoon era una buena mujer, una mujer devota. Se ocupó de ti, te quiso como a una hija.

Acabó el conjuro de sueño y lo lanzó sobre Mina. Observó y esperó.

Mina dio golpecitos con el pie en el suelo y dirigió una mirada significativa a la puerta cerrada.

—Me prometiste una hora de libertad —repitió.

—Todo a su debido tiempo. De pequeña sentías curiosidad por muchas cosas —dijo suavemente Nuitari, a la par que el asombro y el desconcierto iban en aumento—. Siempre estabas haciendo preguntas. Sentías una especial curiosidad por los dioses. ¿Por qué se fueron? ¿Dónde han ido? Goldmoon lloraba la ausencia de los dioses y, por el cariño que le tenías, deseabas complacerla. Le dijiste que irías a buscar a los dioses y a traerlos de vuelta para ella. ¿No tienes nada de sueño?

Ella le asestó una mirada acusadora.

—No puedo dormir en esta jaula. Me paso la mitad de la noche paseando en un intento de agotarme...

—Tendrías que haberme dicho antes que sufrías de insomnio. Puedo ayudarte.

Asió la magia y obtuvo unos pétalos de rosa del éter. Siendo un dios, no necesitaba componentes de hechizos para que funcionara la magia, pero a los mortales les impresionaba eso.

—Realizaré un conjuro de sueño sobre ti. Deberías tumbarte, no vayas a caerte y hacerte daño.

—¡No te atrevas a usar tu inmunda magia conmigo! —gritó Mina, furiosa, al tiempo que se acercaba hacia él—. No voy a...

Nuitari lanzó al aire los pétalos de rosa, que cayeron alrededor de Mina mientras recitaba las palabras del conjuro de sueño, el mismo hechizo que le había echado antes.

Esta vez funcionó. A Mina se le cerraron los ojos; se tambaleó y después se desplomó en el suelo. Tendría moretones en las rodillas y en los codos y un buen golpe en la cabeza cuando despertara, pero él le había advertido que se tumbara.

Se arrodilló a su lado y la estudió.

Según todas las apariencias, estaba profundamente dormida, arropada por el encantamiento del conjuro.

Le pellizcó el brazo con fuerza para comprobar si fingía. Ella no reaccionó.

Nuitari se puso de pie y después, tras echar un último vistazo a la chica, salió del cuarto. Repasó mentalmente, una vez más, el informe realizado por Basalto y en el que había un fragmento destacado:

El sujeto, Mina, es inmune a la magia, pero con esta salvedad: ¡sólo es inmune si ignora que se está practicando magia con ella! Si se le lanza un hechizo sin su conocimiento, la magia —incluso la más poderosa— no surte efecto en ella. No obstante, si se le dice con anterioridad, entonces cae víctima de él inmediatamente sin hacer siquiera el menor intento de defenderse.

En los varios cientos de años de práctica de magia nunca había visto un sujeto como el que nos ocupa ahora, y tampoco mi colega hechicero.

Nuitari se detuvo delante de la puerta de Caele; el dios escudriñó a través de las paredes y vio al hechicero repantigado en la cama echando la siesta. Nuitati llamó a la puerta y pronunció el nombre del semielfo en tono perentorio. Contempló, divertido, que Caele despertaba con un sobresalto. Sofocando un bostezo, el hechicero fue a la puerta y la abrió.

—Señor —dijo—, estaba estudiando los hechizos...

—Entonces debes de tenerlos apuntados en la parte interior de los párpados —dijo el dios—. Toma, haz algo útil, lleva este libro a la biblioteca por mí.

Le lanzó el libro de conjuros encuadernado en blanco del hechicero Túnica Blanca.

El semielfo lo atrapó en el aire en un gesto instintivo.

Chispas azules y amarillas saltaron de la encuadernación blanca. Con un aullido, Caele dejó caer el libro de conjuros al suelo y luego se metió los dedos quemados en la boca.

Nuitari refunfuñó, giró sobre sus talones y se alejó.

Todo aquello era muy raro.

4

Chemosh se encontraba en las almenas de su castillo, ubicado en lo alto del acantilado; contemplaba, malhumorado, el Mar Sangriento mientras cavilaba diversas formas de vengarse de Nuitari, rescatar a Mina, robar la torre y conseguir las valiosas reliquias atesoradas en su interior. Concibió y después descartó varios planes y, tras mucho reflexionar, no tuvo más remedio que admitir que la perspectiva de alcanzar todos esos objetivos era poco menos que imposible. Nuitari era listo, el muy maldito. En la eterna partida de khas entablada entre los dioses, Nuitari se había anticipado a cada uno de sus movimientos y los había frustrado.

Chemosh observaba las olas que rompían en la costa rocosa. Debajo de esas olas Mina languidecía atrapada en la prisión de Nuitari. Chemosh ardía en un intenso deseo de descender al fondo del océano, entrar en la torre y arrebatarle a la joven, pero eludió la tentación. No le daría a Nuitari la satisfacción de mofarse de él. Haría que Nuitari lo pagara y conseguiría recuperar a Mina. Aún tenía que resolver cómo iba a hacerlo; Nuitari tenía todas las de ganar de momento.

Casi. Había una pieza en el tablero sobre la que nadie ejercía ningún control, una pieza que tal vez le daría la victoria a Chemosh.

El dios de la muerte repasaba un plan y otro plan cuando reparó en que una ola más grande que el resto se alzaba y avanzaba rápidamente hacia la costa.

—Krell —llamó al Caballero de la Muerte, que merodeaba por allí para atender obsequiosamente a su señor—. Zeboim viene a hacerme una visita.

Krell dio un salto en el aire; si el acero hubiera podido palidecer, el yelmo se habría quedado blanco.

—Mira esa ola —señaló Chemosh.

Zeboim se erguía grácilmente en lo alto de la gigantesca ola. El agua se enroscaba bajo sus pies descalzos, el cabello de la diosa ondeaba tras ella, la espuma del mar la vestía. Sostenía el viento en sus manos y lo proyectaba hacia adelante conforme se acercaba. Las ráfagas empezaron a sacudir el castillo.

—Podrías intentar esconderte en la bodega —sugirió Chemosh—, o en la cámara del tesoro o debajo de la cama, si consigues meterte. La mantendré ocupada. Será mejor que te des prisa...

No hacía falta que apremiara a Krell, porque éste ya corría hacia la escalera en medio de un escandaloso matraqueo metálico de la armadura.

La ola rompió sobre las almenas del Castillo Predilecto. El torrente de agua azul verdosa, teñida de rojo, habría empapado al dios que estaba allí de haber permitido éste que el agua lo tocara. Tal como eran las cosas, el mar formó remolinos alrededor de las botas y cayó por la escalera como una cascada. Chemosh oyó un bramido y un golpeteo metálico. La avenida de agua había arrastrado a Krell.

Zeboim bajó a las almenas con tranquilidad; con un ademán hizo retirarse al mar y lo mandó de nuevo a batir con furia interminable las rocas de la base del acantilado donde el dios se había construido su castillo.

—¿A qué debo el honor de tu visita? —preguntó suavemente Chemosh.

—¡Tienes el alma de mi hijo prisionera! —En los ojos azul-verdosos de Zeboim ardía la ira—. ¡Libéralo... ya!

—Lo haré, pero quiero algo a cambio. Entrégame a Mina —repuso fríamente Chemosh.

—¿Es que crees que llevo a tu preciada mortal en un bolsillo de aquí para allí? —increpó Zeboim—. No tengo ni idea de dónde se halla tu muchachuela. Ni me importa.

—Pues debería importarte —dijo el dios—. Tu hermano retiene a Mina contra su voluntad. Devuélveme a Mina y liberaré a tu hijo... si es que quiere marcharse.

—Se marchará —aseguró Zeboim—. Él y yo tuvimos una pequeña charla. Está preparado para seguir adelante. —Reflexionó sobre la negociación—. Entrégame a ese desgraciado de Krell —pronunció el nombre como si lo moliera entre los dientes—, y cerraremos el trato.

—Sólo si me entregas a ese incordiante monje de Majere —adujo Chemosh al tiempo que sacudía la cabeza—. Sin embargo, lo primero es lo primero. Tienes que devolverme a Mina. Tu hermano la tiene encerrada en la Torre de la Alta Hechicería, en el fondo del Mar Sangriento.

—Rhys Alarife no es un monje de Majere —gritó Zeboim, ofendida—. Es mi monje y está apasionadamente dedicado a mí. Me adora. Haría cualquier cosa por mí. De no haber sido por él y su fiel entrega a mí, mi hijo seguiría prisionero de ese... —Zeboim hizo un alto cuando lo último que había dicho Chemosh se abrió paso en su mente.

»¿Cómo que la Torre de la Alta Hechicería del Mar Sangriento? —barbotó—. ¿Desde cuándo?

—Desde que tu hermano restauró la torre que se alzaba antiguamente en Istar. Su recién construida torre está ahora en el fondo del Mar Sangriento.

—¿Una torre en el Mar Sangriento? —se mofó la diosa—. ¿En mi mar? ¿Sin mi permiso? Me tomas por una estúpida, milord.

—Lo siento, pensé que lo sabías —dijo con fingida sorpresa—. Unos hermanos tan unidos y apegados... Creía que él te lo contaba todo. Te aseguro, mi señora, que tu hermano Nuitari ha levantado la torre que otrora se erguía en Istar. Le está devolviendo su antigua gloria y planea llevar hechiceros Túnicas Negras bajo el océano para poblarla.

Zeboim estaba muda por la sorpresa. Abrió la boca pero no emitió una sola palabra. Asestó una feroz mirada a Chemosh, convencida de que le mentía, pero aun así miró con incertidumbre a su espalda, hacia el mar que parecía temblar con su indignación.

—La torre no se encuentra lejos de aquí —añadió Chemosh al tiempo que gesticulaba—. A tiro de piedra. Mira hacia el este. ¿Recuerdas donde solía estar el Remolino? A unos ochenta kilómetros de la costa. Puedes verla desde donde estamos...

Zeboim miró bajo el agua. Ahora que el dios le había señalado el lugar, constató que estaba en lo cierto. Podía ver la torre.

—¿Cómo se atreve? —estalló.

El trueno sacudió los muros del castillo; Krell, agazapado en el fondo de un pozo, tembló del yelmo a las botas. La impetuosa diosa se dispuso a saltar de cabeza desde las almenas.

—¡Ahora veremos!

—¡Espera! —gritó Chemosh para hacerse oír por encima de rugido de la ira de la diosa—. ¿Qué pasa con nuestro trato?

—Es cierto. —Zeboim reflexionó con más calma—. Tenemos un asunto que concluir antes de que le arranque los ojos a mi hermano y se los dé al gato de comida. Liberarás a mi hijo.

—Si tú liberas a Mina.

—Me entregarás a Krell.

—Si me entregas al monje.

—Y tú —agregó Zeboim con altanería— tendrás que acabar con esos a los que llamas Predilectos.

—¿Es que se me va a negar el derecho a tener discípulos? —demandó Chemosh, ofendido—. Ya puestos, podría pedirte que dejaras de abordar a los marineros.

—Yo no los abordo —estalló Zeboim—. Ellos deciden rendirme culto voluntariamente.

Los dos se miraron fijamente, ambos maquinando cómo conseguir lo que el otro quería.

«Por fin Mina estará en mi podet —reflexionó Zeboim—. Al final tendré que entregársela a Chemosh, pero puedo utilizarla para mis propósitos durante un tiempo.»

«¿Debería confiar en la Arpía del Mar en cuanto a Mina? —se preguntó Chemosh, pero a continuación pensó, más seguro de sí mismo—. Zeboim no se atrevería a hacerle daño. Tendré de rehén el alma de su hijo hasta que se cumpla el trato.»

«En cuanto a Krell, atormentarlo ha acabado siendo un aburrimiento —comprendió Zeboim—. Mi monje es mucho más valioso para mí, y no digamos divertido. Lo conservaré.»

«Majere es una clara amenaza—pensaba Chemosh—, en tanto que Zeboim es un estorbo secundario. Si, como ella afirma, el monje ha cambiado su lealtad del dios Mantis a la Arpía del Mar, entonces Rhys Alarife ya no representa una amenaza para mí. Sé cómo trata Zeboim a sus adeptos. El pobre hombre tendrá suerte si sobrevive. Y tener a Krell a mi disposición en lugar de que esté escondido constantemente debajo de la cama sería una ventaja considerable.»

«En cuanto a la torre... —Zeboim pasó al siguiente tema irritante—. No me sorprende nada de lo que haga ese hermanito mío cara de luna. Aunque pagará por su descaro, naturalmente. ¡Demoleré esa torre! Mas, ¿por qué se interesa el Señor de la Muerte en una Torre de la Alta Hechicería? ¿Por qué le iba a importar a Chemosh en uno u otro sentido? Aquí hay algo más de lo que parece a primera vista y he de descubrir qué es.»

«Así que Zeboim no sabía lo de la torre. —A Chemosh le pareció interesante eso—. Temía que los hermanos estuvieran confabulados, pero parece ser que no. ¿Qué hará Zeboim? ¿Qué puede hacer? Nuitari no es un dios a quien convenga contrariar, aunque lo haga su propia hermana.»

El mar se movía, las olas iban y venían mientras los dos dioses contemplaban su trato desde todos los ángulos. Por fin habló Zeboim.

—Prometo que Mina te será devuelta —concedió gentilmente—. Sé cómo tratat con mi hermano. Siempre y cuando, por supuesto, tú liberes el alma de mi hijo a cambio.

Chemosh se mostró igualmente gentil.

—Estoy de acuerdo en eso. Quiero a Krell para mí y, a cambio, te dejo al monje.

«Chemosh se trae algo entre manos. Está dando su brazo a torcer con demasiada facilidad», pensó Zeboim sin dejar de observarlo atentamente.

«Se está dando por vencida muy fácilmente. Zeboim trama algo», pensó Chemosh con la mirada clavada en la diosa.

«Con todo —pensaron ambos—, la mejor parte del trato es para mí.»

Zeboim le tendió la mano.

Chemosh se la estrechó y cerraron el trato.

—Tráeme a Mina y pondré al alma de tu hijo en camino a su siguiente conquista sangrienta —dijo el Señor de la Muerte.

—Volveré con ella —dijo Zeboim—, y te informaré de lo que descubra sobre esa torre. Estoy segura de que debe de haber una equivocación. Mi hermano nunca me engañaría.

«Embustera», pensó Chemosh.

—Comentártelo fue simple cuestión de cortesía —contestó despreocupadamente—. Lo que Nuitari haga o no haga con su torre no me interesa. «Embustero», pensó Zeboim.

—Hasta la vista, querido amigo —fue su efusiva despedida. —Hasta entonces —repuso él con suavidad.

«¡Puf, cómo odio a ese miserable! —se dijo para sus adentros Zeboim mientras caminaba por el fondo marino—. ¡Se lo haré pagar!»

—Bruja intrigante. Ya le ajustaré cuentas —bisbiseó Chemosh, que alzó la voz—. ¡Krell! ¡Ya puedes salir! Tendremos a Mina de vuelta muy pronto y cuando eso ocurra quiero estar preparado para actual.

5

Ignorante de que la diosa había usado su vida como moneda de cambio en una negociación, Rhys se quedó en Solace como le había prometido a Gerard. Transcurrieron varios días después de la conversación que habían tenido en su casa, y durante ese tiempo Rhys apenas vio al alguacil. Cada vez que topaba con él, Gerard siempre pasaba a toda prisa, agitaba la mano y mascullaba unas palabras apresuradas:

—No puedo hablar ahora, pero lo haré dentro de poco. De muy poco. Rhys volvió a su trabajo en la posada, donde recibió una cálida bienvenida por parte de la propietaria del establecimiento.

—Me alegra que hayas vuelto, hermano —dijo Laura mientras se secaba las manos en el delantal—. Te echábamos de menos y no sólo por la forma en que cortas las patatas, aunque nadie más de por aquí sabe cortarlas en esos cuadraditos pequeños tan bien como tú.

—Yo también me alegro de haber vuelto —contestó Rhys. —Tienes algo especial, hermano —continuó Laura, que trajinaba de un lado a otro de la cocina. Levantó una tapadera, y una bocanada de vapor con olor a especias salió de la cazuela. La mujer miró dentro del recipiente, metió una cuchara y sacudió la cabeza—. Le falta un poco de sal. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Irradias una especie de tranquilidad que se contagia a todos cuantos están a tu alrededor, hermano, y que se esfuma cuando no estás.

Sacó una bola de masa de pan de un cacharro y se puso a amasarla diestramente, trabajando al tiempo que charlaba.

—El día que te fuiste, la cocineta se peleó con la moza de la antecocina, que se puso tan nerviosa que tiró una olla de judías con jamón y casi se escaldó. Además hubo dos peleas callejeras en el patio, y luego lo de ese jovenzuelo al que se le ocurrió deslizarse barandilla abajo desde la plataforma hasta el suelo y acabó rompiéndose un brazo. Cuando estabas aquí, hermano, nunca pasaban cosas así. Todo parecía ir tan suave como el trasero de una dama.

»¡Oh, vaya! —Laura se tapó la boca con la mano y enrojeció hasta la raíz del cabello—. Te pido disculpas, hermano, no era mi intención mencionar el trasero de nadie.

—Creo que sobrestimas mi influencia, señora Laura —dijo Rhys con una sonrisa—. Bien, ya que se acerca la hora de la comida, me pondré con esas patatas...

Rhys cortó patatas y cebollas en rodajas, subió agua y escuchó comprensivamente las quejas de la cocineta sobre la moza de la antecocina y después tranquilizó a la moza de la antecocina, que no sabía qué diantre podía hacer para conseguir complacer a la cocinera. Rhys disfrutaba trabajando en la cocina de la posada; le gustaban las horas de ajetreo, como la de la comida y la de la cena, en las que a menudo se encontraba haciendo tres cosas a la vez, remangadas las mangas hasta más arriba del codo mientras corría de aquí para allí sin tiempo para pensar en nada excepto en ocuparse de que las patatas no estuviesen poco hechas o que un pernil que se asaba en el espetón sobre el hogar abierto no se hiciera más por unos sitios que por otros.

Cuando la clientela se marchó y las puertas de la posada se cerraron hasta el día siguiente, Rhys se deleitó con la paz y la tranquilidad a pesar de que había montañas de cacharros que lavar y ollas y cazuelas que restregar, además de tener que barrer el suelo, acarrear agua y preparar masa de pan para que creciera a lo largo de la noche. Las sencillas tareas domésticas le hacían rememorar la vida en el monasterio. Metidos los brazos hasta los codos en agua jabonosa, se puso a lavar jarras de cerveza; se le vino a la mente Majere y se preguntó qué se traería entre manos el enigmático dios y por qué lo hacía.

Cuando se le rompió una jarra se dio cuenta de que seguía enfadado con Majere y que, en lugar de menguar su enojo, la machacona insistencia del dios en estar presente en su existencia sólo conseguía avivarlo. Igual que un niño consentido y maleducado cuyos padres se empeñan en mimarlo a pesar de que se comporte muy mal, Rhys no merecía que el dios se preocupara por él; se sentía culpable de aceptarlo cuando él no podía corresponder a esa atención.

Casi llegó a estar molesto por el emmide. El día anterior se lo había dejado en su cuarto y descubrió que se sentía raro e incómodo sin él; era casi como ir desnudo por Solace. Además, Atta se mostró tan inquieta por la ausencia del bastón (se paraba cada dos por tres para volverse a mirarlo con expresión desconcertada) que al final se dio por vencido y regresó a buscarlo.

Pasó otras pruebas de fe. A veces Laura lo mandaba al mercado a hacer la compra diaria si estaba demasiado ocupada para ir ella. De camino allí, Rhys pasaba por la calle a la que los ciudadanos llamaban en broma Ringlera de Dioses. Allí, los clérigos de varias deidades de Krynn construían los nuevos templos de culto pata dar la bienvenida a los dioses que habían estado ausentes del mundo tanto tiempo. El templo de Majere era una construcción modesta situada más o menos a mitad de la calle. Rhys veía frecuentemente a los monjes que trabajaban en los jardines o que iban de aquí para allí por el recinto, y se sentía tremendamente tentado de entrar en el templo para agradecer humildemente a Majere que cuidara de su indigno servidor y pedirle perdón.

Cada vez que pensaba en eso, cada vez que los pies empezaban a conducirlo en esa dirección, Rhys revivía la escena de sus hermanos de orden tendidos sin vida en el suelo del monasterio, los cuerpos retorcidos en la agonía de la muerte. Pensaba en su hermano y en todos aquellos a los que su hermano había embaucado y asesinado. Hasta Zeboim —cruel, arrogante, arbitraria y voluble— había hecho más para ayudarlo a encontrar respuestas a sus preguntas que el bueno y sabio Majere. Entonces daba la espalda al templo y seguía con su ocupación de comprar cebollas.

Mientras Rhys troceaba verduras y se debatía con su dios, Beleño iba pollas calles de Solace a la caza de los Predilectos y Atta acompañaba al kender para vigilarlo a él, aunque la perra no tenía que esforzarse para que el kender no dejara de ser honrado. Beleño era especialmente inepto en el respetado y ensalzado arte —al menos entre los kenders— de «tomar prestado».

—En vez de manos tengo pies, soy muy patoso —admitía Beleño con muy buen humor.

No era bueno en tomar prestado nada porque no le interesaban las cosas que interesaban a los demás kenders. Suponía que no era curioso o, más bien, tenía curiosidad, pero no por las posesiones de los demás. Sentía curiosidad por sus almas, sobre todo por aquellas que aún no habían avanzado a la siguiente etapa del viaje de su vida. Beleño poseía la habilidad de comunicarse con esos espíritus, que deambulaban por el mundo perdidos, furiosos, desdichados, vengativos o destructivos. También era capaz, como le había contado Rhys a Gerard, de ver a los Predilectos tal como eran: cadáveres andantes.

Sin embargo, a veces las manos del kender cobraban vida propia y empezaban a actuar por sí mismas, y entonces descubrían la forma de colarse en los bolsillos de alguien o en el monedero, o meter inconscientemente una bolsa de quinotos por la pernera de sus calzas o llevarse una empanada de la que sólo quedaban migas antes de que Beleño se diera cuenta de que no la había pagado.

Atta estaba entrenada para vigilar kenders, y cada vez que veía que Beleño se hallaba demasiado cerca de alguien o se desviaba hacia el puesto del panadero, la perra se interponía ágilmente entre el kender y la víctima potencial y lo llevaba suavemente de vuelta al buen camino.

Y así era como Beleño podía mantenerse lejos de los ayudantes del alguacil y concentrarse en su búsqueda de uno de los Predilectos a fin de tenderle una trampa.

Por desgracia, tuvo éxito en su misión.

Tres días después de su reunión, alrededor de media tarde y mientras Rhys troceaba patatas, Gerard abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza.

—¿Hermano Rhys? —llamó a la par que escudriñaba entre el vaho—. Oh, ahí estás. Si Laura puede prescindir de ti un rato, me gustaría que me acompañaras.

—Ve, hermano —dijo Laura—. Hoy ya has trabajado por seis monjes.

—Volveré a tiempo de ayudar con la cena —respondió Rhys.

—Eh... —Gerard, carraspeó—. No, me temo que no estarás de vuelta para entonces, hermano.

—Nos las arreglaremos —tranquilizó Laura a Rhys, que se quitaba el delantal y miraba a Gerard con el entrecejo fruncido—. Cuídalo bien, alguacil.

—Sí, señora —contestó Gerard, que rebulló inquieto mientras el monje colgaba el delantal y se bajaba las mangas.

Laura se limpió la cata sudorosa con la mano manchada de harina.

—Os he visto a ti, alguacil, y a mi hermano Palin con las cabezas juntas y cuchicheando en susurros. No andáis detrás de nada bueno vosotros dos, no señor, y no quiero que metáis al hermano en lo que sea.

—No, señora, tendremos cuidado —le aseguró Gerard.

Asiendo a Rhys, Gerard lo sacó apresuradamente de la posada.

—Todo está listo —anunció mientras bajaban rápidamente el largo tramo de peldaños. El kender y Atta esperaban al pie de la escalera—. Beleño ha encontrado a un candidato y vamos a tenderle la trampa esta noche.

Rhys sintió un escalofrío. Habría preferido volver a su trabajo en la cocina.

—¿Qué tiene que ver Palin Majere con esto? —inquirió secamente.

—Bueno, aparte del hecho de que es el alcalde de Solace y de que como alguacil estoy en la obligación de informarle de cualquier peligro que amenace nuestra ciudad, es (o era) uno de los hechiceros de Ansalon. Antaño fue Túnica Blanca, y quería que me aconsejara.

—Tenía entendido que había renunciado a la magia —comentó Rhys.

—Es cierto, hermano —confirmó Gerard, que añadió con un guiño-: Pero no ha renunciado a quienes la practican. Bien, aquí nos tienes, Beleño. ¿Adonde nos llevas?

—A una escalera de las pasarelas —contestó el kender—. Lamento decirte esto, alguacil, pero es uno de los guardias de los vallenwoods. Seguramente lo conocerás. Se llama Cam.

—¡Cam! ¡Maldita sea! —barbotó Gerard, sombrío el semblante—. ¿Estás seguro?

—Lo estoy—afirmó Beleño con un solemne cabeceo. Posó la mano en la cabeza de Atta—. Y ella también. Gerard soltó otra maldición.

—¡Esto va a ser duro! —Miró al kender, ceñudo—. Quiera el cielo que te hayas equivocado.

—Ojalá, señor —contestó cortésmente Beleño, que añadió entre dientes, muy bajo-: Pero sé que no.

—¿Qué es un guardia de los vallenwoods? —preguntó Rhys para distraer a Gerard, al que estaba costando mucho asimilar la noticia.

—Vigilan las escaleras que conducen a las pasarelas —explicó el alguacil mientras señalaba hacia arriba, a los estrechos puentes que se extendían de las ramas de un árbol a las de otro. Era una hora del día muy ajetreada y montones de gente recorrían las pasarelas, ya fuera desde sus casas o de camino a ellas o a los establecimientos construidos en las copas de los árboles.

»Con el rápido crecimiento de la ciudad se llegó a un punto en el que eran demasiadas personas pateando las pasarelas de aquí para allí. No se construyeron para aguantar tanto peso, así que empezaron a soltarse tablas que les caían en la cabeza a los que caminaban por el suelo. Una de las pasarelas estuvo a punto de irse abajo. Varias cuerdas se partieron y la pasarela se hundió de repente. La gente se quedó colgando con riesgo de perder la vida.

«Decidimos limitar el número de persona que subía a ellas. O uno es propietario de una casa en la copa de un árbol, en cuyo caso se le entrega un pase, o hay que demostrar que se ha de llevar a cabo algún asunto o negocio ahí arriba. Los guardias están apostados al pie de las escaleras y siguen la pista a los que suben y a los que bajan.

Llegaron a un punto desde donde tenían a la vista la escalera de madera que conducía hacia las ramas del árbol. Dos hombres jóvenes, ambos de uniforme verde con una hoja de vallenwood bordada en la pechera, se encontraban al pie de la escalera y hacían preguntas a la gente para permitirles subir o mandarles que siguieran su camino.

—Es ése —dijo Beleño a la par que señalaba con el dedo—. Es uno de los Predilectos.

—¿Cuál de ellos? —inquirió Gerard, fija la vista en el kender—. Hay dos hombres jóvenes de guardia. ¿Cuál de ellos es el Predilecto?

—El de cabello pelirrojo y rizado y que tiene pecas —respondió sin tardanza el kender.

—Sí que es Cam —dijo el alguacil con un suspiro—. ¡Maldito sea el Abismo y otra vez maldito!

—Lo siento —musitó Beleño—. Tiene una sonrisa muy bonita. Debe de haber sido un buen chico.

—Lo es —contestó Gerard, abatido—. O lo era, mejor dicho. ¿Qué dices tú, hermano? ¿Puedes constatar la afirmación del kender?

—Si Beleño dice que es uno de los Predilectos, entonces acepto su palabra —contestó Rhys.

—¿Y Atta?. —preguntó Gerard.

Todos bajaron la vista hacia la perra. El animal se mantenía alerta junto al monje y todos advirtieron que tenía fija la mirada en el joven pelirrojo, que charlaba y reía con dos chicas. Un quedo gruñido retumbaba en el pecho de la perra, que tenía las comisuras de la boca tensas y fruncidas.

—Coincide con Beleño —dijo Rhys.

—Perdóname, hermano —se encrespó el alguacil—, pero me estás pidiendo que confíe en la palabra de un kender y en el gruñido de una perra. Me sentiría mejor si tuviese tu opinión personal. Conozco al joven Cam y conozco a sus padres. Son buenas personas. Si voy a tener que prenderlo quiero estar convencido de que es uno de esos Predilectos.

—No estoy muy seguro de que me guste todo esto, alguacil —contestó Rhys, sin moverse de donde estaba—. ¿Qué clase de trampa es la que tienes intención de tender?

Gerard no contestó. En cambio, señaló hacia donde charlaban y reían el joven Cam y las dos chicas.

—Cabe la posibilidad de que esté arreglando un encuentro con una de esas muchachas esta misma noche, hermano.

—Llévate a Atta-dijo el monje tras vacilar un momento—. Si me ve acercarme a uno de los Predilectos es muy posible que lo ataque. Nos encontraremos en la posada.

Cuando Atta estuvo fuera de su vista, Rhys asió el bastón y echó a andar hacia la escalera. Sabía lo que iba a encontrarse; ni Beleño ni Atta se habían equivocado una sola vez antes. Caminó hasta donde se encontraba el joven justo cuando él y las muchachas prorrumpían en carcajadas.

Al ver acercarse a Rhys, Cam dejó de tontear con las chicas para ocuparse de su tarea.

—Buenas tardes, hermano —saludó a la par que le dedicaba una encantadora sonrisa—. ¿Qué negocio te lleva arriba?

Rhys miró directamente a los verdes ojos del joven.

No vio luz en ellos, sólo sombras; sombras de esperanzas no cumplidas, sombras de un futuro que jamás se haría realidad.

—¿Te sientes mal, hermano? —preguntó Cam, que posó la mano en el brazo de Rhys en actitud solícita—. No tienes buen aspecto. Quizá deberías sentarte aquí, a la sombra, y descansar. Puedo traerte agua...

—Gracias, pero no será necesario —repuso el monje—. Descansaré un poco aquí, al fresco.

Varios comerciantes habían instalado puestos cerca de la escalera para aprovechar la casi constante afluencia de gente. Entre ellos había un emprendedor vendedor de empanadas de carne que había colocado mesas y bancos para comodidad de sus clientes. Las dos chicas que charlaban con Cam se suponía que vendían cintas del puesto que tenían, aunque en ese momento se dedicaban más a soltar risitas tontas que a comerciar.

—Como gustes, hermano —dijo Cam, que reanudó la conversación con las dos jóvenes.

Sin hacer caso de las miradas furiosas y los comentarios cortantes del vendedor de empanadas, al que no le hacía gracia que ocupara sitio en una mesa alguien que no había hecho gasto, Rhys tomó asiento en el banco y escuchó la conversación que mantenía Cam con las chicas. No tuvo que escuchar mucho tiempo; una de ellas accedió a reunirse con Cam esa misma noche.

Rhys se puso de pie y se marchó, con gran satisfacción del vendedor de empanadas de carne, que se acercó apresuradamente al banco en el que el andrajoso monje se había sentado y lo limpió con un trapo.

6

Rhys encontró a Gerard y a Beleño al pie de la posada en compañía de dos personas a las que el monje no conocía. —¿Y bien, hermano? —preguntó el alguacil. No hizo falta que Rhys contestara. Gerard supo por la expresión de su semblante que no eran buenas noticias. Juró entre dientes y pateó un montón de tierra con la puntera de la bota.

—El muchacho ha quedado en verse esta noche con una de las chicas en un sitio que se llama el Mirador de Flint una hora después de la Oscurecida —informó Rhys.

—Nos ocuparemos de ese asunto luego —dijo una de las dos personas desconocidas, una mujer—. Olvidaste que esperaba tener el placer de que nos presentaras, alguacil.

—Es la señora Jenna, jefa del Cónclave de Hechiceros —la presentó Gerard—. Y este caballero es Dominique Timonel, guerrero ungido de Kiri-Jolith. Os presento al hermano Rhys Alarife, ex monje de Majere.

—¿Ex monje? —repitió la señora Jenna a la par que enarcaba una ceja con gesto inquisitivo.

A pesar de su edad, la mujer seguía siendo lo bastante atractiva para llegar a fascinar. Tenía los ojos grandes y brillantes; las finas arrugas que los rodeaban parecían desdibujarse a la luz de su esplendor. Vestía ropas de terciopelo decoradas con hilo de oro y plata, y en los dedos le brillaban anillos. Los saquillos que llevaba colgados del cinturón eran de piel de la mejor calidad, con flores y bestias fantásticas pintadas primorosamente. Una esmeralda de gran calidad le colgaba de una cadena de oro al cuello. La señora Jenna no sólo era una de las hechiceras más poderosas de Ansalon, sino también una de las más ricas.

—Nunca había conocido a un «ex» monje de Majere —prosiguió la mujer con sorna.

Rhys hizo una reverencia pero se mantuvo callado.

—El hermano Alarife goza ahora del favor de Zeboim —dijo Gerard.

—No de mucho favor, supongo —dijo la señora Jenna mientras contemplaba la túnica verde mar de Rhys con expresión divertida.

—Eres afortunado por contar con la consideración de Zeboim, hermano. —Dominique Timonel se adelantó para tenderle la mano—. Es mejor tener a favor a la Arpía del Mar que en contra, como mi pueblo sabe bien.

Dominique no tenía que precisar el nombre de su pueblo. Tanto su apellido, Timonel, así como su tez negra como el azabache, proclamaban su procedencia ergothiana, una raza de armadores y marineros que vivían en la isla de Ergoth, en la parte occidental de Ansalon. Por ser Ergoth una isla y sus habitantes depender del mar para ganarse la vida, los ergothianos construían numerosos templos a Zeboim y se contaban entre sus más fieles seguidores. De ahí que hasta un guerrero ungido de Kiri-Jolith ergothiano pudiera proclamar su respeto por la oscura y caprichosa diosa del mar sin entrar en conflicto.

Rhys había oído hablar de esos paladines de Kiri-Jolith, dios de la guerra por causas justas, aunque hasta ese momento no había conocido a ninguno. Dominique, que parecía estar mediando la treintena, era alto y musculoso, de rostro atractivo, si bien parecía un tanto adusto e inabordable, como si estuviera reflexionando constantemente sobre el lado serio de la vida. Sobre la reluciente cota de malla vestía una sobreveste marrón y blanca adornada con el escudo de armas de una cabeza de un bisonte, símbolo de Kiri-Jolith. Llevaba el cabello negro peinado en una trenza que le colgaba a la espalda, como era costumbre entre su pueblo, y portaba espada larga, el arma sagrada del dios, ceñida a la cintura en una vaina con símbolos sagrados grabados. La mano del caballero nunca se hallaba lejos de la empuñadura. Por esas y otras señales (un chillido de Beleño), Rhys consideró que la espada era un objeto sagrado bendecido por el dios.

—Es un honor conoceros a los dos.

Rhys hizo otra reverencia a la dama hechicera y al guerrero ungido. Después se irguió, bastón en mano, y los miró. Atta, bien entrenada, permaneció sentada a su lado sin meter ruido ni moverse. Rhys se vio a sí mismo reflejado en los ojos de los dos: un monje alto y muy delgado, vestido con una túnica raída de un deplorable color verde; sus únicas posesiones de valor: una perra negra y blanca y un sencillo bastón de madera; su único compañero: un kender que se chupaba los dedos quemados, compungido. Beleño había cometido el error de intentar examinar la espada sagrada de Dominique.

Rhys entendía muy bien que esas dos personas importantes albergaran dudas sobre él, si bien eran demasiado educadas para demostrarlo.

La señora Jenna rompió el silencio, que empezaba a ser incómodo.

—Es todo un misterio esto que nos planteas, hermano Rhys Alarife. El alguacil nos ha contado algo sobre esos «Predilectos de Chemosh». Es un informe que me parece fascinante, sobre todo la idea de que no se los puede destruir. —La hechicera esbozó una sonrisa de superioridad—. Al menos a manos de un monje y de un místico kender.

—No tengo nada contra los místicos —agregó Dominique en un tono serio y estricto—. Ni contra los kenders. Es sólo que tus poderes para vértelas con los muertos vivientes están comprensiblemente limitados.

—Lo que pasa es que está enfadado porque toqué su estúpida espada —gruñó Beleño, que asestó al paladín una mirada torva—. Es culpa de Atta, por no tenerme vigilado. Los miraba a ellos. Y me parece que no le gusta ninguno de los dos, sobre todo la hechicera.

Rhys se percató de que la perra evitaba a la señora Jenna. No gruñía, como habría hecho con uno de los Predilectos, pero se apretaba contra su pierna y no dejaba de observar a la hechicera con desconfianza.

Se suponía que la mujer no tendría que haber oído el comentario, pero resultó que sí ya que se encogió de hombros y dijo:

—Tiene razón, no soy de su agrado. Me temo que les caigo mal a los perros.

—Lo siento, señora... —empezó Rhys,

—¡Oh, no te disculpes! —Jenna sonrió—. A la mayoría de los perros les resulta difícil estar cerca de hechiceros. Creo que tiene que ver con los ingredientes de conjuros que llevamos encima: guano de murciélago, ojos de tritón, colas secas de lagartijas... A los perros no les gusta el olor. Por otro lado, a los gatos no parece importarles. Razón por la que los magos suelen tener felinos como familiares, supongo.

Gerard carraspeó.

—Todo eso es muy interesante, pero los dos habéis viajado desde muy lejos y hay asuntos que tenemos que discutir...

—Muy cierto, alguacil —lo interrumpió en tono enérgico la señora Jenna—. Volvamos al tema que nos interesa. Sobre perros podremos charlar después. Tengo cuarto reservado en la posada y allí podremos hablar con más comodidad y en privado. Hermano Alarife, si me ofreces el brazo para ayudarme a caminar con mis débiles piernas, te lo agradeceré.

La hechicera deslizó la mano enjoyada en el doblez del brazo de Rhys a pesar de que sus pasos eran tan firmes como los de Atta. No obstante, saltaba a la vista que era una mujer acostumbrada a que se la obedeciera, por lo que el monje hizo lo que le pedía.

La señora Jenna tiró de Rhys hacia sí y luego echó una ojeada hacia atrás y vio a Atta que caminaba junto a Beleño.

—Gerard no ha dejado de entonar alabanzas sobre esa maravillosa perra tuya, hermano. Tengo entendido que está entrenada para conducir tanto un rebaño de ovejas como a unos kenders.

—Sobre todo rebaños de ovejas, señora —contestó Rhys, sonriente.

—¿Se la entrenó para ello desde que era cachorra?

—Podría decirse que es algo innato en ella —repuso el monje—. Sus padres eran perros pastores experimentados.

—La razón por la que te lo pregunto no es simple curiosidad. ¡Poseo una tienda de productos mágicos en Palanthas y tengo un gran problema con los kenders! ¡No te lo imaginas! Empleo un guardia, pero el gasto es considerable y esas espabiladas bestezuelas siempre son más listas que él. Estaba pensando que quizá un perro resultara mucho más fiable y, desde luego, un perro comería menos que ese bruto al que tengo contratado. ¿Sería posible eso?

Jenna parecía seria respecto a su necesidad y realmente interesada en lo que Rhys tuviese que decir. El monje supuso que esa mujer era muy capaz de embrujar a los pájaros para que salieran de los vallenwoods si se lo proponía, y no sólo merced al uso de su magia. También era extremadamente peligrosa. Como jefa del Cónclave de Hechiceros, Jenna dominaba la magia divina de Ansalon —magia que había desaparecido durante años con la ausencia de los dioses en este mundo— y el monje veía ese poder en los ojos de la mujer, un parpadeo de fuego latente que ardía a gran profundidad bajo la superficie plácida y lisa, un fuego que hablaba de mortíferas batallas disputadas y victorias obtenidas pero sólo a un alto precio.

Rhys respondió cortésmente que sin duda a un perro se lo podría entrenar para realizar ese trabajo, si bien —a diferencia de lo hecho con Gerard-no se ofreció a ocuparse él del entrenamiento. Una vez que el tema de conversación se hubo agotado y mientras subían por la escalera que conducía a los pisos altos de la posada, Jenna ofreció sus disculpas.

—Realmente no era mi intención insultarte cuando mencioné que al kender y a ti os faltaba poder para ocuparos de esos Predilectos, hermano, pero me temo que te ofendí.

—Tal vez un poco —reconoció.

—Lo noté. —Jenna le dio unas palmaditas en el brazo—. Mi falta de tacto es deplorable, según me han dicho a menudo. O quizá, como le ocurre a tu perra, tampoco te gusta el hedor de la magia. —Lo miró de reojo.

Rhys no sabía qué decir. Estaba desconcertado por la forma en que la mujer parecía taladrarlo hasta el fondo del alma para ver qué había en su interior.

—En cualquier caso —continuó ella antes de que el monje hubiese sacado a relucir una excusa—, espero que me perdones. Ésta es mi habitación. ¡Cuidado, hermano! —avisó bruscamente Jenna a la par que levantaba la mano en un gesto de advertencia—. No toques el picaporte. Será mejor que te eches hacia atrás.

Rhys retrocedió y faltó poco para que tropezara con Gerard y el paladín, que subían la escalera a su espalda, los dos tan enfrascados en una conversación sobre el tristemente célebre forajido barón Samuval, que se había apoderado de la mitad de Abanasinia, que ninguno prestaba mucha atención de por dónde caminaban. Beleño subía detrás y rezongaba algo sobre haberse perdido la cena.

Todos esperaron a que Jenna pronunciara unas palabras en el extraño lenguaje de la magia que Rhys, encerrado en el monasterio gran parte de su vida, no había oído nunca. Le recordó patas de arañas y campanillas de plata. Beleño tarareaba una canción y miraba en derredor con aire aburrido. La puerta emitió un breve fulgor de color azul pálido y después se abrió.

—Supongo que piensa que con eso nos ha impresionado —dijo Beleño a Atta en un aparte—. Yo podría hacerlo... si quisiera.

A juzgar por su actitud, se habría dicho que la perra compartía la opinión del kender.

—Siempre utilizo magia para cerrar mi puerta —explicó Jenna mientras los invitaba a entrar en el cuarto, que era el mejor que tenía la posada—. No porque tenga cosas valiosas que proteger, sino simplemente porque siempre acabo extraviando las llaves. Hablaba en serio cuando dije que quería uno de esos perros —añadió cuando Rhys pasaba ante ella—. No lo dije para hacerme la agradable.

Jenna se ganó a Beleño al pasar una bandeja con dulces de uno a otro y ofrecerles cerveza o un vino claro y frío. Una vez que se hubieron acomodado, con el kender inmovilizado en una esquina por Atta, todos se volvieron hacia Rhys.

—Gerard nos ha contado parte de tu historia, hermano —dijo el paladín—, pero nos gustaría oírla de tus propios labios.

Rhys relató lo ocurrido de mala gana. Imaginaba que no le creerían y lo entendía perfectamente. De estar en su lugar le habría parecido una historia difícil de tragarse. Decidió que no perdería tiempo en discutir con ellos ni intentaría convencerlos de que lo que decía era verdad. Si se mofaban, se pondría en camino. Tenía que encontrar a Lleu; tal y como estaban las cosas, ya había perdido mucho tiempo.

Ni Jenna ni Dominique dijeron nada mientras Rhys habló. No lo interrumpieron. Los dos lo miraban con seria atención. En el punto en el que

Rhys describió brevemente el asesinato de los monjes, Dominique musitó unas pocas palabras y el monje comprendió que el paladín alzaba una plegaria por las almas de los seguidores de Majere. Dominique frunció el entrecejo cuando oyó a Rhys decir que había vuelto la espalda a Majere y había cambiado su lealtad a Zeboim, pero el paladín no le dirigió una sola palabra de reproche.

A sabiendas, el monje invitó a Beleño a ofrecer su propia versión de los hechos. Rhys había llegado a valorar el coraje y la decisión del kender y quería dejar claro que eran amigos y compañeros. El relato de Beleño fue largo y divagador; saltaba de una idea a otra, de forma que a veces resultaba incoherente. Jenna y Dominique escucharon pacientemente, si bien en ocasiones la hechicera se vio obligada a taparse la boca con la mano para contener la risa.

Cuando Rhys y Beleño no tuvieron nada más que decir, la mujer y el paladín siguieron callados un momento. Ambos se mostraban muy serios. Gerard tampoco habló, a la espeta de que lo hicieran ellos.

El kender rebulló en la silla hasta conseguir que Rhys lo mirara y entonces meneó la cabeza en un gesto significativo, en dirección a la puerta, mientras articulaba en silencio las palabras: «¡Salgamos de aquí!».

El monje sacudió la cabeza y Beleño soltó un sonoro suspiro, tras lo cual se puso a dar patadas en el travesaño de la silla con los talones.

—Bien, hermano, menuda historia —dijo Jenna al cabo de un momento.

Rhys inclinó la cabeza pero no hizo comentario alguno.

Beleño carraspeó para aclararse la garganta.

—Vaya, me huele a chuletas de cerdo. ¿Alguien más las huele?

—Creemos haber localizado a uno de esos Predilectos. —Gerard se sentó echado hacia adelante—. Mi propuesta es que preparemos una trampa para ese chico...

—Para eso —lo corrigió Dominique—. Esos Predilectos son envolturas de carne vacías, nada más. El alma ha conseguido escapar, o eso espero fervientemente y rezo para que así sea.

—Vale, para eso —aceptó torvamente Gerard al recordar que «eso» había sido un amigo—. Tenderemos una trampa y hemos de intentar pillar desprevenido a Cam e interrogar al chico... a eso.

—Podemos intentar interrogar al Predilecto, pero no creo que descubramos nada que merezca la pena —opinó Jenna, escéptica— Como dice el paladín, el alma ha partido. Lo que queda sólo es un esclavo autómata de Chemosh. Si se lo deja vivir cometerá más crímenes atroces en nombre del señor de los muertos vivientes. Creo que debemos destruirlo.

—Estoy de acuerdo —manifestó firmemente Dominique—. Aunque, por lo que nos ha contado el hermano Rhys, destruirlo tal vez no sea fácil.

Rhys miró a uno y a otro con una expresión estupefacta que caldeó una sensación de alivio arrollador. Le creían. Había tenido que combatir esa batalla terrible con la única ayuda de dos amigos: una perra y un kender. Ahora tenía aliados, unos aliados formidables. Ahora podría compartir al menos parte de aquella carga insoportablemente pesada.

Cuando Gerard le pidió su opinión, Rhys fue incapaz de contestar de inmediato, aunque finalmente habló con voz enronquecida.

—Me temo que estoy de acuerdo con ellos, alguacil. Sé que conoces a Cam, pero el paladín de Kiri-Jolith tiene razón. Ese ser ya no es el joven que conocías, sino un monstruo sin alma ni discernimiento que volverá a matar si no se lo detiene.

—¡Eso es muy fácil de decir para vosotros tres, pero yo no puedo ir por ahí matando ciudadanos de Solace! —exclamó el alguacil, encolerizado—. ¡Los vecinos se levantarán en armas si dejo que una hechicera reduzca a cenizas al pobre Cam o que un paladín lo atraviese con una espada sagrada! Maldita sea, tengo que poder hablar con él, necesito pruebas de que es uno de los Predilectos. Había imaginado que los dos necesitaríais pruebas también. Quiero decir, todos confiamos en el hermano Rhys, pero...

La señora Jenna alzó una mano.

—Lo entiendo, alguacil —dijo suavemente—. Si necesitas que capturemos viva a esa cosa, haremos todo lo posible por capturarla.

Intercambió una mirada con Dominique como si le dijera que debían complacer al pobre hombre.

—¿Qué plan tienes para tenderle esa trampa, alguacil? —se interesó después.

—Pensaba en interceptarlo de camino a casa desde el trabajo y llevarlo a mi oficina, donde podríamos mantener una charla.

—Eso es muy peligroso, alguacil —protestó Dominique—. No sólo para ti, sino para transeúntes inocentes.

Gerard suspiró y se pasó la mano por el pelo amarillo, con lo que sólo consiguió que se le pusiera de punta y le diera el aspecto de una mazorca tras soplar un ventarrón.

—Bien, pues ¿-qué sugieres tú? —inquirió, hosco.

—Tengo una idea —intervino Rhys—. El Predilecto acordó reunirse con esa chica en un sitio que aquí llaman el Mirador de Flint. Es un lugar situado fuera de Solace, justo a un lado de la calzada que conduce a la ciudad. Es el punto más alto en kilómetros a la redonda, con una buena vista de la ciudad. Podríamos esperar al Predilecto allí. Poca gente va por la calzada de noche; es un sitio aislado y a una distancia segura de la población.

La señora Jenna asintió con un cabeceo.

—Un buen plan —convino Dominique.

—Quiero dejar clara una cosa —dijo Gerard mientras los miraba a todos—. Me daréis ocasión de hablar a solas con Cam. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —aceptó la hechicera, con demasiada facilidad en opinión del monje—. En lo que a mí respecta, estoy interesada en oír lo que una de esas criaturas tiene que decir.

Gerard gruñó. Aunque hacer que esos dos viajaran a Solace había sido idea suya, saltaba a la vista que no le gustaba cómo iban las cosas. Acordaron una hora para reunirse, y después la señora Jenna se levantó e indicó educadamente que era hora de que se fueran.

—Tengo que estudiar unos hechizos —dijo y añadió con una mirada de disculpa a Gerard-: Por si acaso.

—Y yo he de hacer mis rezos vespertinos en el templo —dijo Dominique.

—¡Y yo tengo chuletas de cerdo en la cocina! —gritó alegremente el kender.

Beleño fue el primero en salir por la puerta y bajar la escalera. Atta miró a Rhys, que le dio permiso para acompañar al kender. El paladín fue tras ellos, y la señora Jenna cerró la puerta y echó el cerrojo, dejando a Gerard y a Rhys a solas.

—¡Realmente odio esto! —murmuró el alguacil—. Sí, ya lo sé, fui yo quien trajo a estos dos para detener a esos Predilectos, ¡pero no sabía que sería Cam! Cuando me destinaron aquí antes de la Guerra de los Espíritus, Cam andaba siempre rondando los barracones. De lo único que hablaba era de cuánto deseaba ser un caballero. Le enseñé a usar la espada. Pueden decir todo lo que quieran de que ese monstruo no es él, pero tiene su semblante, su risa...

Gerard dejó de despotricar, miró a Rhys y soltó un suspiro pesaroso mientras volvía a pasarse los dedos por el pelo.

—Estás en una posición difícil, alguacil —dijo el monje en tono quedo—. Haré cuanto pueda para ayudarte.

—Gracias, hermano —contestó Gerard, agradecido—. ¿Sabes? A veces querría haber nacido kender. Ni preocupaciones, ni obligaciones, ni responsabilidades. Nada excepto chuletas de cerdo. Te veré esta noche, hermano. Te pediría que rezaras una plegaria, pero estamos hasta las narices de dioses tal como van las cosas.

Bajó la escalera a toda prisa para ocuparse de sus asuntos. Rhys lo siguió más despacio; meditó, pesaroso, en aquella sensación de alivio que había experimentado.

No había durado mucho.

7

El Mirador de Flint estaba en lo alto de una colina desde la que se divisaba Solace. Gerard y su equipo se reunieron cerca de la roca que había allí y en la que, según la leyenda local, un día al caer la tarde se había sentado a descansar el famoso Héroe de la Lanza, Flint Fireforge, horas antes de la noche en la que una mujer de las Llanuras y una Vara de Cristal Azul habían llevado la nueva del regreso de los dioses verdaderos, y en que la Guerra de la Lanza había comenzado.

La vista era espectacular. El humo de las lumbres de las cocinas se elevaba perezosamente en el aire. Los rayos del sol poniente destellaban anaranjados sobre el lago Crystalmir y resplandecían en las ventanas de cristales con forma de rombo de la posada El Ultimo Hogar, uno de los pocos edificios visibles a través del denso follaje de los vallenwoods.

—Es precioso —dijo la señora Jenna mientras miraba en derredor—. Tan tranquilo y apacible... Aquí el pasado parece muy cercano. Casi espera uno que el viejo enano aparezca caminando por la ladera de la colina junto con su amigo el kender. Tendrían más derecho a estar aquí que nosotros.

—Tenemos problemas de sobra con los muertos vivientes como para conjurar a más fantasmas, señora—comentó Gerard. Su intención era bromear, pero en el tenso ambiente no tuvo el efecto deseado y nadie se rió—. Más vale que ocupemos nuestros puestos antes de que caiga la noche.

Dejaron atrás la piedra del viejo enano y salieron de la calzada para internarse en el bosque que cubría la ladera. Caminaron entre abetos y robles, arces y castaños y se pararon cuando Gerard consideró que nadie los avistaría desde la calzada aunque ellos la seguían divisando.

—Disponemos de un poco de tiempo antes de que Cam llegue —dijo Gerard.

El alguacil había recorrido el camino en un silencio sombrío interrumpido sólo de vez en cuando por un suspiro suave, contenido. Rhys sufría por su amigo, pero sabía de sobra que nada de lo que le dijera lo confortaría.

—He traído una manta para evitar la humedad. —Gerard desenrolló la manta y la extendió sobre una capa de agujas de pino secas—. Podemos ponernos cómodos mientras esperamos. —Gesticuló hacia la manta con campechana galantería.

«Señora Jenna, toma asiento, por favor.

—Gracias, alguacil —respondió ella con una sonrisa—. Pero no estoy tan ágil como cuanto era una veinteañera. Si me siento en esa manta harán falta tres gullys y un ingenio gnomo infernal para volver a ponerme de pie. Si nadie tiene nada que objetar, me apropiaré de este tronco de árbol.

Jenna se sentó en el tocón de un roble, se arregló los pliegues de la falda de la túnica y colocó cuidadosamente en el suelo, a sus pies, un farol que había llevado consigo. El farol era pequeño y delicado, hecho de cristal soplado engastado en una armadura elaboradamente afiligranada de plata forjada. Dentro ardía la llama azul blanquecina de una vela.

—Veo que te llama la atención mi farol, hermano —dijo Jenna al advertir que Rhys contemplaba el farol con franca curiosidad—. Tienes buen ojo para la belleza. Y para lo valioso. Es un farol muy antiguo; data de la era de los Príncipes de los Sacerdotes.

—Es precioso —convino el monje—. Más bello que útil, da la impresión. Sólo proporciona una luz débil.

—No está hecho para alumbrar la oscuridad, hermano. —La hechicera soltó una risita—. Escuda la llama que utilizo para mi magia. El farol en sí es mágico, ¿comprendes? Ese trocito de vela, una vez colocado dentro del farol, arderá durante horas y horas. La llama no se puede apagar, ni siquiera aunque sople un ciclón o se caiga al mar. Puedes acercarte para verlo mejor, hermano. Cógelo si quieres, no te morderá.

Rhys se acuclilló. A pesar de lo que había dicho la hechicera, no tenía intención de asir el farol.

—Una reliquia que data de la Tercera Era debe de tener un valor inmenso.

—Si lo vendiera seguramente podría comprarme la mitad de Solace con lo que sacara —manifestó Jenna.

—Pero sin embargo pones en riesgo un artefacto tan valioso al traerlo aquí esta noche —comentó Rhys, que alzó la vista hacia ella.

Jenna lo observó atentamente. El monje reparó en que las finas arrugas que le rodeaban los ojos conseguían hacer más intensa su mirada al concentrarla como un rayo de sol a través de un prisma.

—O es que no comprendes la seriedad de esta amenaza, hermano, o es que piensas que yo no la comprendo —dijo secamente—. No estoy aquí como Jenna, antigua amiga de Palin Majere. He venido como jefa del Cónclave de Hechiceros y pasaré un informe completo al Cónclave tan pronto como haya regresado, ya que hemos de determinar la mejor forma de afrontar esta crisis. Otro tanto ocurre con el guerrero ungido. El informará a clérigos y sacerdotes de todos los dioses de la Luz, así como al Consejo de Caballeros de Solamnia reunido. Para nosotros esto no es una gira campestre kender, hermano. Dominique y yo hemos venido preparados para la batalla, llevamos encima las mejores armas que tenemos a nuestra disposición.

—Lo siento, señora, no era mi intención faltar al respeto a nadie —musitó Rhys.

Tendría que estar agradecido. Eso era lo que había querido, pero ahora lo abrumaba la inquietud. Por un lado, se alegraba de que por fin el mundo conociera la amenaza. Por otto lado, el miedo podía llevar a inquisiciones, torturas, persecuciones de inocentes. El remedio podía ser peor que la enfermedad.

—Para bien o para mal, el asunto ya no está en tus manos, hermano —dijo la hechicera, adivinando lo que pensaba—. ¡Oh, de eso nada, ni por asomo, señor!

Apartó una mano pequeña, la de Beleño, cuando alargaba los dedos hacia el farol.

—Mira allí —señaló Jenna—. Me parecer haber visto un espíritu errante por la base de aquel roble.

—¿Un espíritu errante? —preguntó Beleño, anhelante—. ¿Dónde?

—Por allí —indicó la hechicera—. No, más a la izquierda.

El kender salió disparado en esa dirección con Atta pegada a sus talones, aunque la perra no parecía muy convencida. Jenna se volvió hacia Rhys.

—Tienes que prometerme que mantendrás a ese kender tan lejos de mí como sea humanamente posible —le dijo—. Por cierto, ¿es verdad que puede hablar con los muertos?

—Sí, señora. Lo he visto con mis propios ojos.

—Extraordinario. Tienes que llevarlo a Palanthas de visita en algún momento. Hay varias personas muertas con las que me gustaría entrar en contacto. Una de ellas tiene en su poder un libro de conjuros que se supone que escribió mi padre, Justarius. Intenté comprárselo, pero el viejo tonto dijo que prefería llevárselo a la tumba antes que vendérmelo a mí. Y por lo visto fue lo que hizo, porque busqué en su casa después de que murió y no lo encontré. —Jenna alzó la vista al cielo.

»Lunitari estará llena esta noche. Excelente para la ejecución de hechizos. —Clavó los penetrantes ojos en Rhys. Tenía la expresión seria y su voz sonó grave—. El paladín y yo nos ocuparemos del Predilecto, hermano. Tú estate pendiente de tu amigo el alguacil. —Miró a Gerard al añadir:

»No se le puede permitir que interfiera en nuestro trabajo. Si lo hace, será responsable de las consecuencias. Y ahora, déjame sola, hermano, porque he de repasar una vez más mis conjuros.

La mujer cerró los ojos y enlazó las manos sobre el regazo.

—Ni rastro del fantasma-dijo Beleño, desilusionado, al regresar.

Rhys condujo a su amigo lejos de Jenna y de Dominique, y no porque el paladín se hubiera percatado de la presencia del kender; no lo habría notado aunque hubiese habido un centenar de ellos. Dominique se encontraba allí en cuerpo, pero no en espíritu. Equipado con armadura completa y yelmo de acero, llevaba puesto el tabardo marcado con el símbolo de Kiri-Jolith. Se hallaba de rodillas en el suelo, con la espada ante sí, y los ojos le brillaban con sagrado fervor mientras musitaba las palabras de una oración con la que pedía a su dios fortaleza en la hora de tribulación que se acercaba.

El frío viento vespertino que soplaba desde las montañas levantaba las hojas secas y las empujaba en medio de saltos y susurros por la desierta calzada. El mismo viento frío sopló a través del alma vacía de Rhys cuando vio orar al caballero.

—Hubo un tiempo en el que conocí una fe semejante —musitó pata sí.

Como seguidor de Zeboim tendría que estar invocando a la diosa para que lo ayudara en aquella hora de dificultad. Sin embargo, no creía que la señora diera su aprobación a los compañeros que tenía, así que prefirió no molestarla. Su tarea, a su entender, era asegurarse de que todos salieran de aquello tan ¡lesos como fuera posible incluido —por bien de Gerard— el miserable ser que otrora había sido un joven alegre y de buen corazón al que le gustaba divertirse.

Gerard rondaba desasosegadamente entre los árboles y sin quitar ojo de la calzada. Se mantenía a cierta distancia de los demás, con lo que dejaba claro que no quería compañía. Rhys miró hacia atrás y vio que Beleño se acercaba sigilosamente hacia el farol otra vez, por lo que se apresuró a proponer que el kender, Atta y él jugaran a «roca, paño, cuchillo».

Hacía poco que Beleño había enseñado a la perra ese juego en el que hacía falta que cada jugador eligiera en tres turnos si era «roca» (el puño cerrado), «paño» (el puño abierto) o «cuchillo» (dos dedos extendidos). El ganador se decidía de acuerdo con las siguientes premisas: la roca rompía el cuchillo. El paño tapaba la roca. El cuchillo cortaba el paño.

Atta ponía la pata sobre la rodilla del kender y Beleño interpretaba esa acción como que era lo que él pensaba que la perra quería decir, de modo que por turnos Atta podía ser «paño» que tapaba la roca, o «cuchillo» que cortaba el paño.

—Qué serios están todos —comentó Beleño—. Atta tiene cuchillo, Rhys. Tú tienes paño, así que pierdes. Yo tengo roca, Atta. Tú pierdes también. Lo siento, quizá ganes a la próxima. —Dio una palmadita a la perra para aliviar sus sentimientos heridos—. He visto reuniones más alegres en los cementerios. ¿De verdad creen que van a poder matarlo?

—Chitón, baja la voz —le advirtió Rhys a la par que echaba una ojeada a Gerard—. Los dos hemos luchado contra los Predilectos anteriormente. ¿Qué probabilidades crees tú que tienen?

Beleño reflexionó.

—Sé que la hechicera no tiene en mucho a mi magia, y ese guerrero ungido mira de reojo tu bastón. Si quieres saber mi opinión, no creo que lo hagan mucho mejor. ¡Atta, has ganado! ¡El paño de cocina nos vence a ambos!

El sol se había puesto y una tenue luz amarilla iluminaba el cielo y se fundía con el trémulo azul que se oscurecía progresivamente hasta llegar a la negrura salpicada de estrellas sobre las montañas. La luna roja reverberaba anaranjada con el arrebol; la llamita del farol de Jenna parecía mucho más brillante ahora que la oscuridad los rodeaba.

La hechicera estaba sentada muy quieta y con los ojos cerrados, mientras repasaba los conjuros acompañándose con complejos movimientos de las manos. Dominique había terminado sus rezos y se incorporó un tanto entorpecido por haber estado de rodillas; envainó la espada con gesto reverente.

Gerard rompió la quietud de la noche.

—¡Cam viene hacia aquí! ¡Beleño, te necesito! Ven conmigo. No, la perra se queda.

El kender se incorporó de un brinco y se reunió con el alguacil. Rhys también se puso de pie; una palabra y un roce en la cabeza de Atta bastaron para que la perra se quedara a su lado.

Con expresión sosegada, concentrada, la señora Jenna salió de debajo de las ramas del árbol y se detuvo en un punto bañado por la luz de la luna roja. Alzó el rostro hacia Lunitari y sonrió como si gozara de la caricia de sus benditos rayos. Dominique se situó cerca de ella y le susurró algo, a lo que Jenna respondió con un silencioso asentimiento de cabeza; después sacó un objeto de uno de los bolsillos y lo asió fuertemente. Dominique se dirigió a ocupar su posición a cierta distancia de la hechicera, aunque sin perderla de vista.

Los dos habían desarrollado una estrategia en secreto, comprendió Rhys; una estrategia que seguramente no se habían molestado en discutir con Gerard.

El monje aferró el emmide con fuerza.


Gerard y Beleño estaban junto a la roca que había a un lado de la calzada.

—Ahí viene —dijo el alguacil, que posó la mano en el hombro del kender.

Un joven caminaba briosamente colina arriba. No había error posible, ya que portaba una antorcha para alumbrar el camino y la luz brillaba con fuerza en el cabello pelirrojo.

—Míralo bien, Beleño —dijo Gerard—. Mira muy bien dentro de él.

—Lo siento, alguacil —dijo el kender—. Sé lo que quieres que vea, pero no lo veo. Dentro de él no hay nada. Ya no.

Gerard encorvó los hombros.

—Está bien. Regresa y quédate con Rhys.

—Puedo ayudarte a hablar con él —se ofreció Beleño, que sentía lástima de su amigo—. Se me da bien hablar con los muertos.

—Tú vuelve, eso es todo —ordenó Gerard. Un tic nervioso le crispó un músculo de la mandíbula.

Beleño se alejó de prisa.

—Cam se acerca —informó y añadió tristemente-: No puede estar más muerto.

Jenna y Dominique intercambiaron una mirada.

—Beleño —Rhys se inclinó para susurrar al oído del kender—, voy a reunirme con Gerard. —Iré contigo...

—No. —Rhys echó una mirada a la hechicera y al paladín—. Creo que deberías quedarte aquí.

Dominique posó la mano en la empuñadura de la espada y extrajo parcialmente el arma de la vaina. La hoja empezó a emitir una extraña luz blanca.

—Tienes razón. Todavía tengo ampollas en los dedos. —Beleño estrechó los ojos para escudriñar las ramas de los árboles—. Tendré una vista excelente de lo que pase desde ahí arriba y también puedo realizar mis hechizos, si me necesitas. Aúpame, ¿quieres?

Rhys alzó al kender hasta las ramas más bajas del castaño. Beleño se encaramó de rama en rama, y a no tardar se perdió de vista.

El monje se deslizó entre las sombras con pasos ligeros, sin hacer ruido. Atta se movía a su lado, tan sigilosa como él; las manchas blancas del pelaje tenían un tono rosáceo por la luz de la luna roja. Ni Jenna ni Dominique estaban pendientes de Rhys.

—Toma, hermano, sujeta la antorcha —le dijo Gerard cuando el monje llegó a su lado—. Y ahora, retírate.

—Creo que debería quedarme contigo —objetó Rhys.

—¡He dicho que te retires! —espetó Gerard—. Es mi amigo, así que yo me ocuparé de esto.

El monje albergaba serias dudas al respecto, pero hizo lo que le ordenaba y retrocedió hacia las sombras.

—¿Quién anda ahí? —inquirió Cam al tiempo que alzaba la antorcha—. ¿Alguacil? ¿Eres tú?

—Soy yo, Cam —contestó Gerard.

—En nombre del Abismo, ¿qué haces aquí? —demandó el joven. —Te esperaba.

—¿Por qué? Ahora no estoy de servicio y soy libre de hacer lo que me plazca —replicó Cam, irritado—. Por si te interesa, he quedado con alguien aquí, una joven dama. De modo que te deseo buenas noches, alguacil...

—Jenny no va a venir, Cam —anunció sosegadamente Gerard—. Les conté a sus padres lo tuyo.

—¿Qué les contaste? —lo desafió el joven.

—Que habías prestado juramento a Chemosh, el Señor de la Muerte.

—¿Y qué si lo hice? —demandó Cam—. Solace es una ciudad libre, o eso es lo que no deja de repetir el viejo chocho del alcalde. Puedo venerar a cualquier dios que quiera...

—Desabróchate la camisa, muchacho, hazme ese favor—pidió Gerard.

—¿La camisa? —Cam se echó a reír—. ¿Qué tiene que ver la camisa con todo esto?

—Anda, compláceme y hazlo.

—Complácete tú mismo —replicó groseramente Cam. El joven se dio media vuelta y empezó a alejarse.

Gerard alargó la mano, asió la camisa del joven y le dio un fuerte tirón.

Cam giró sobre sus talones; tenía el rostro pecoso crispado por la ira y los puños prietos. La camisa se había desgarrado y estaba totalmente abierta.

—¿Qué es eso? —inquirió Gerard, que le señaló el pecho.

Cam bajó la vista hacia la marca estampada en la parte izquierda del torso. Sonrió y después la tocó con aire reverente. Alzó la vista hacia Gerard.

—El Beso de Mina —musitó el chico.

—¡Mina! —El alguacil sufrió un sobresalto—. ¿Conoces a Mina?

—No, pero veo su rostro todo el tiempo. Es como llamamos a la marca de su amor por nosotros. El Beso de Mina.

—Cam —empezó Gerard, grave la expresión—, hijo, estás metido en un buen lío. Un lío mayor de lo que te puedas imaginar. Quiero ayudarte...

—No, no es eso lo que quieres —gruñó Cam—. Lo que quieres es pararme.

Rhys ya había oído unas palabras muy parecidas anteriormente: «Habría intentado pararme, ese viejo de ahí». Las palabras que Lleu había pronunciado mientras él contemplaba el cadáver de su maestro. Luego fue el marido de la pobre Lucy, cortado en pedacitos. A lo mejor había intentado pararla.

—Escúchame, Cam... —¡Cuidado, Gerard! —gritó Rhys.

Su advertencia llegó tarde. Cam se abalanzó sobre el alguacil dispuesto a estrangularlo.

El ataque pilló completamente por sorpresa a Gerard, que manoteó en busca de su espada, pero no tuvo tiempo de desenvainarla antes de que las manos del joven se cerraran con una fuerza demoledora alrededor de su garganta.

Clamando el nombre de Kiri-Jolith, Dominique corrió al rescate del alguacil con la espada llameante por el sagrado fervor. Rhys también corrió en auxilio de su amigo, pero el Predilecto poseía una fuerza que hacía de la presa de sus manos tan inclemente e implacable como la presa de la muerte. Gerard habría perecido con la tráquea aplastada antes de que Dominique o Rhys hubiesen llegado hasta ellos.

Un cuerpo peludo, blanco y negro, pasó a Rhys como un rayo. Atta se lanzó por el aire contra los dos hombres que se debatían. Chocó con fuerza y los derribó a los dos al suelo, con lo que consiguió que Cam aflojara la presa en el cuello de su víctima.

Gerard rodó y se puso boca arriba al tiempo que boqueaba para inhalar.

Cam luchaba con la perra, que lo atacaba enconadamente y le lanzaba dentelladas a la yugular.

—¡Monje, haz que la perra se aparte! —gritó Dominique.

—¡Atta! A mí! —gritó Rhys.

La perra estaba hecha una furia, centrada en dar muerte al zombi. La sangre del lobo que era su lejano ancestro le palpitaba en los oídos y ahogaba el sonido de la orden de su amo.

Cam aferró a Atta por la nuca y se la quitó de encima con brusquedad, le retorció el cuello y arrojó el cuerpo fláccido lejos de sí.

Rhys no podía dejar solo a Gerard, que aún boqueaba para respirar, y volvió la cabeza para mirar hacia la perra, angustiado. No la veía bien, porque estaba tendida fuera del trecho que alumbraba su antorcha, pero parecía que no se movía.

Se oyó un susurro de hojas y luego el sonido de un batacazo cuando Beleño saltó desde la rama en la que se había encaramado.

—¡Está muy malherida, Rhys, pero yo la cuidaré! —gritó el kender con la voz entrecortada.

Beleño tomó al animal en brazos y, con lágrimas rodándole por las mejillas, empezó canturrearle suavemente mientras la mecía atrás y adelante.

Rhys arrancó la mirada de Atta para dirigirla hacia el enfrentamiento entre Dominique y el Predilecto. Cam había conseguido ponerse de pie con sorprendente rapidez. Tenía la garganta desgarrada por la mitad, pero de la herida sólo salía un poco de sangre.

Esbozó un remedo de sonrisa al paladín.

—¿Qué se supone que eres? ¿El fantasma de Huma?

Dominique sacó un medallón sagrado que llevaba colgado al cuello y lo sostuvo frente a Cam.

—¡En nombre de Kiri-Jolith, te ordeno que vuelvas al Abismo del que has salido!

—No he salido del Abismo —replicó Cam—. ¡Vengo de Solace, y quítame esa cosa de la cara!

Propinó un manotazo a Dominique con suficiente fuerza para arrancarle el sagrado medallón de los dedos y lanzarlo por el aire.

Fría y sosegadamente, el paladín hundió la espada en el esternón de Cam.

El Predilecto soltó un grito estrangulado y miró con incredulidad el arma hincada en su pecho hasta la empuñadura.

Dominique sacó de un tifón el acero teñido de sangre y a Cam se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas y después se desplomó de bruces y quedó tendido en el suelo, inmóvil.

—Bendito sea Kiri-Jolith —entonó reverentemente el paladín, que empezó a envainar la espada.

Cam levantó la cabeza.

—Eh, tú, Huma. ¡Has fallado!

Dominique reculó a trompicones y, en su estupefacción, faltó poco para que dejara caer el arma. Se recobró de la sorpresa y se abalanzó contra el Predilecto mientras descargaba la espada en un tajo fulgurante que semejó un arco de fuego blanco. El corte cercenó el cuello de Cam y lo descabezó.

El cuerpo yació en el suelo, sacudido por convulsiones. La cabeza rodó un trecho y acabó boca arriba, mirando a Gerard.

Para entonces, el alguacil ya había recobrado la respiración.

—Cam, lo siento... —empezó a decir, pero entonces soltó un grito sofocado de terror.

Uno de los ojos de la cabeza cortada le hizo un guiño.

La boca se abrió y se echó a reír. El cuerpo descabezado se levantó sobre manos y rodillas y gateó hacia la testa cercenada. Gerard emitió un sonido semejante a un gorgoteo.

—¡Oh, dioses! —exclamó, ronca la voz al tener la garganta en carne viva—. ¡Matadlo, matadlo!

Dominique, que miraba de hito en hito el cuerpo que se retorcía por el suelo, enarboló de nuevo la espada para asestar otro golpe.

—¡Quitaos de en medio! —gritó Jenna—. ¡Apartaos todos!

Rhys asió a Gerard por un brazo mientras Dominique le agarraba el otro y, entre los dos, medio llevaron y medio arrastraron al alguacil hacia el interior de la floresta.

Jenna sostenía una reluciente gema naranja en una mano y la vela roja encendida en la otra. Empezó a entonar unas palabras mágicas.

Rhys contempló, hipnotizado, que la llama de la vela crecía más y más, crecía cada vez con más fuerza hasta que ardió con tanta intensidad que la luz hizo que le lloraran los ojos.

A la brillante luz vio una escena grotesca. Los brazos del cadáver alzaron la cabeza cercenada y la colocaron sobre los hombros. Testa y tronco se fundieron en uno y Cam, con el mismo aspecto de siempre salvo por llevar la camisa salpicada de sangre, echó a andar hacia ellos.

Jenna gritó y señaló al Predilecto.

Una esfera de luz saltó desde la vela y cruzó la oscuridad, llameante, hasta impactar contra el Predilecto.

Cam gritó y cerró los ojos para protegerlos del intenso resplandor. De nuevo cayó de rodillas y se quedó acuclillado, con una mano tapándose los ojos y la otra extendida como si intentara rechazar el hechizo.

Siguió en la misma postura, inmóvil, los ojos cerrados por el resplandor, hasta que Jenna soltó un gemido y cayó de hinojos, exhausta. La brillante luz se desvaneció como si un inmenso soplido la hubiese apagado dejándolos sumidos en una oscuridad tan intensa que Rhys no pudo menos que parpadear.

De la oscuridad llegó la voz de Cam.

—Creo que voy a irme ya, alguacil, a no ser que hayas traído a alguien más que quiera matarme...

8

Gerard rechazó los intentos de Rhys de sujetarlo y se puso de pie, tambaleándose.

—Puede que no sea capaz de destruirte... o acabar con lo que queda de ti —dijo el alguacil, que hablaba a duras penas—. Pero te mantendré vigilado día y noche. No harás daño a nadie más, al menos no lo harás en Solace.

—Como he dicho —contestó Cam a la par que se encogía de hombros—, de todas formas me marcho. Aquí ya no queda nada para mí. —Su mirada pasó por todos los componentes del grupo.

«Habéis sido testigos del poder de Chemosh. Llevad este mensaje a vuestros hechiceros y a vuestros sagrados paladines: se nos puede destruir, pero el precio por ello sería tan elevado que ninguno de vosotros tendría aguante para pagarlo.

Cam sonrió y agitó la mano en un alegre gesto de despedida, tras lo cual giró sobre sus talones y se marchó. No tomó la calzada de vuelta a la ciudad, sino que se encaminó hacia el este.

—¡Haz algo, paladín! —gritó Gerard, furioso—. ¡Eleva una plegaria! ¡Arrójale agua bendita! ¡Haz algo!

—He hecho todo lo que estaba en mi mano, alguacil —contestó Dominique—. Pásame la antorcha —le pidió a Rhys.

Sostuvo la antorcha en alto mientras recorría la zona donde la hierba pisoteada y ensangrentada daba testimonio de la lucha que había librado con el Predilecto. Se puso a buscar algo y por fin encontró el sagrado medallón que el muerto viviente le había arrebatado de un manotazo. Dominique lo contempló con aire pensativo y después sacudió la cabeza.

—Percibo la cólera de mi dios. Y también percibo su impotencia.

Rhys se arrodilló al lado de Jenna, que estaba de rodillas y encogida; tenía los ojos clavados con expresión de incredulidad en el lugar donde el Predilecto había estado de pie.

—¿Te encuentras bien, señora? —preguntó el monje, preocupado.

—Ese hechizo tendría que haberlo reducido a cenizas —dijo Jenna, que parecía aturdida—. Sin embargo...

Alzó la mano. Una fina cernidura de cenizas, lo que quedaba de lo que había sido una gema naranja, se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo junto a un charquito de cera roja, que era todo lo que quedaba de la vela. Un fino hilillo de humo ascendía en espiral de los restos ennegrecidos del pabilo.

—Te has quemado la palma de la mano —dijo Rhys.

—No es nada —contestó Jenna mientras se cubría apresuradamente la mano con la manga—. Ayúdame a ponerme de pie, hermano. Gracias. Estoy bien. Ve a ver a tu pobre perra.

Rhys no necesitaba que lo apremiara; se dirigió rápidamente hacia donde Beleño estaba sentado debajo del árbol y estrechaba al animal contra sí. Atta no se movía y tenía los ojos cerrados.

Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del kender.

Con el corazón en un puño por la pena, Rhys se arrodilló a su lado. Alargó la mano para acariciarla.

Atta rebulló entre los brazos de Beleño, levantó la cabeza y abrió los ojos al tiempo que movía débilmente la cola.

—¡La traje de vuelta, Rhys! —exclamó Beleño con la voz ahogada en lágrimas—. ¡No respiraba, y había sido tan valiente, había intentado con todas sus fuerzas matar a esa cosa, que no podía soportar la idea de perderla!

Tuvo que dejar de hablar un instante para contener el llanto; de hecho, el monje también estaba llorando.

—Pensé en todo eso y en que los dos habíamos compartido una chuleta de cerdo esta noche, sólo que yo realmente no quería compartirla. Se me cayó y ella es muy rápida cuando se trata de pillar chuletas de cerdo. En fin, sea como sea, todo esto lo tenía en el corazón y pronuncié ese hechizo sencillo que mis padres me enseñaron, el que usé para que te sintieras mejor esa vez que luchaste con tu hermano. Fue como si todo lo que tenía en el corazón se desbordara y se derramara sobre Atta. Soltó un resuello y después resopló. Entonces abrió la boca, bostezó y me dio un lengüetazo en la cara. Creo que debía de tener algo de grasa de la chuleta de cerdo en la barbilla.

Rhys tenía su propio corazón tan rebosante de emoción que era incapaz de hablar; lo intentó, pero no consiguió pronunciar ni una palabra.

—Cuánto me alegro de que no esté muerta —prosiguió Beleño al tiempo que estrechaba a Atta, que no dejaba de lamerle la cara—. ¿Quién iba a evitar que me metiera en líos?

La perra rebulló y se escapó de los brazos del kender. Se sacudió de la cabeza a la cola y se sentó sobre los pies de Rhys, alzada la vista hacia él y meneando enérgicamente la cola. Beleño se puso de pie y se sacudió la ropa, tras lo cual se limpió las lágrimas y la baba de Atta. Alzó la vista hacia Jenna, que lo miraba asombrada, de pie delante de él.

La hechicera le tendió la mano (antes se había quitado todos los anillos).

—Te pido disculpas, Beleño, por lanzar calumnias contra ti antes —dijo Jenna muy seria—. Quiero estrecharte la mano. Eres el único que ha conseguido que su encantamiento funcione esta noche.

—Gracias, señora Jenna. Y no te preocupes por esas calumnias que me lanzaste —la tranquilizó el kender—. Estaba subido al árbol y no me ha dado ninguna. ¡En cuanto a tu hechizo, fue abracadabrante! Todavía veo puntitos azules bailándome en la retina.

—Puntitos azules. Para eso es para lo único que sirvió —rezongó Jenna, abatida—. He usado ese hechizo contra muertos vivientes incontables veces. Jamás me había fallado.

—Al menos el Predilecto admitió que se los puede destruir —comentó el monje en tono pensativo.

—Aja —masculló Gerard—. A un precio tan grande que ninguno de nosotros tendría arrestos para pagarlo.

—Pues claro que ha de haber un modo de destruirlos. Chemosh prometerá la vida eterna, pero ni siquiera él puede otorgar la inmortalidad —manifestó Dominique.

—Entonces ¿por qué nos lo ha dicho? —inquirió Jenna, frustrada—. ¿Por qué no dejarnos en la ignorancia?

—El dios confía en acobardarnos para que dejemos este asunto —conjeturó Dominique.

—Se está mofando de nosotros —dijo Gerard, que hizo un gesto de dolor al frotarse el dolorido cuello—. Como un asesino que deja a propósito una pista cerca del cadáver.

—¿Tú qué opinas, hermano? —preguntó la hechicera, que no parecía satisfecha con esas explicaciones.

—El dios sabe que su secreto se ha descubierto. De ahora en adelante todos los hechiceros y los clérigos de Ansalon estarán ojo avizor a esos Predilectos. La noticia se difundirá y cundirá el pánico. El vecino acusará al vecino. Los padres se revolverán contra sus hijos. La única forma de demostrar que una persona es inocente será acabar con ella. Si sigue muerta, entonces no era un Predilecto. El precio de destruir a esas criaturas será muy alto, sí.

—Y Chemosh consigue más almas —añadió Beleño—. Muy inteligente por su parte.

—Creo que nos subestimas, hermano —adujo Dominique, ceñudo—. Nos ocuparemos de que no haya inocentes que paguen las consecuencias.

—¡Entonces supongo que nosotros, los hechiceros, estaremos entre los primeros en ser acusados! Siempre ocurre lo mismo —le replicó Jenna.

—Señora Jenna —respondió el paladín con gesto estirado—, te aseguro que colaboraremos estrechamente con nuestros hermanos de las Torres.

La hechicera lo miró intensamente y después suspiró.

—No me hagas caso, estoy cansada y me aguarda una larga noche. —Se puso de nuevo los anillos que se había quitado un poco antes—. He de regresar al Cónclave para presentar mi informe. Me alegro de haberte conocido, Rhys Alarife, «ex» monje de Majere.

Dio énfasis a esa palabra; sus ojos, brillantes a la luz roja de Lunitari, parecían retarlo.

Rhys no aceptó el reto ni le preguntó qué quería decir con eso. Temía que le diera una respuesta burlona. Al menos, eso fue lo que se dijo a sí mismo.

—A ti también, Beleño. Que tus saquillos estén siempre llenos y las celdas de la cárcel, vacías. Dominique, amigo mío, lamento haber hablado de esa forma tan rencorosa. Estaremos en contacto. Alguacil Gerard, gracias por llamar nuestra atención sobre este asunto tan horrible. Y por último, adiós a ti también, lady Atta. —Jenna se agachó para dar unas palmaditas a la perra, que se encogió al sentir la mano de la mujer aunque le permitió que la tocara.

»Cuida a tu amo extraviado y ocúpate de que encuentra el camino a casa. Y ahora, amigos y conocidos, os deseo buenas noches.

Jenna posó la mano derecha sobre el anillo que llevaba en el pulgar de la izquierda, pronunció una palabra y desapareció.

—¡Ooooh! —exclamó el kender—. Recuerdo cuando hicimos eso. ¿Y tú, Rhys? Esa vez que Zeboim nos trasladó mágicamente al castillo del Caballero de la Muerte...

Rhys puso la mano en el hombro del kender.

Beleño pilló la indirecta y se calló.

Dominique escuchaba atento y miró a Rhys con expresión severa; no le gustaba recordar que el monje seguía a una diosa del mal. Parecía a punto de decir algo cuando Gerard se le adelantó.

—Menudo trabajo nocturno hemos hecho —comentó con acritud—. Todo lo que tenemos como prueba es esta hierba aplastada, un poco de sangre y cera de vela derretida. —Suspiró—. Tendré que informar de todo esto al alcalde. Agradecería, sir Dominique, que me acompañases. A ti Palin te creerá, aunque a mí no me crea.

—Tendré mucho gusto en ir contigo, alguacil —contestó el paladín.

—No sé qué decidirá hacer, naturalmente, pero voy a sugerirle que convoque una asamblea de la ciudad mañana para poner sobre aviso a la gente.

—Una idea excelente. Podéis celebrar la asamblea en nuestro templo. Al final de la teunión rezaremos para pedir fortaleza y guía. Enviaremos mensajeros a todos nuestros clérigos, al igual que a los de Mishakal y Majere...

—A propósito de Majere... —Gerard vaciló un momento—. ¿Dónde está el hermano Rhys? —Giró sobre sus talones y vio que el monje, el kender y la perra seguían parados bajo los árboles—. ¿No vas a regresar con nosotros a Solace, hermano?

—Creo que me quedaré aquí un rato —contestó Rhys—. Para dar a Atta ocasión de descansar.

—Yo me quedo con él —añadió Beleño, aunque nadie le había preguntado.

—Como quieras. Te veré por la mañana, hermano —dijo Gerard—. Gracias por tu ayuda esta noche y gracias a Atta por salvarme la vida. Mañana encontrará un gran hueso de vaca en su escudilla.

Dominique y él retomaron el camino mientras proseguían con sus planes y en seguida se perdieron de vista.

La noche se había tornado muy oscura. Las luces de Solace se habían apagado de forma que la ciudad había desaparecido, tragada por el sueño. Parecía que Lunitari hubiese perdido intetés en ellos ahora que Jenna se había marchado; la luna roja se había envuelto en un tormentoso cúmulo de nubes y se negaba a reaparecer. Cayeron unas pocas gotas de lluvia; el trueno retumbó a lo lejos.

—No vamos a volver a Solace, ¿verdad? —Beleño soltó un suspiro.

—¿Crees que deberíamos? —inquirió Rhys en voz queda.

—Mañana el plato del día es pudín de carne de pollo —dijo el kender en tono melancólico—. Y Atta iba a tener un hueso de vaca. Pero supongo que tienes razón. La gente impottante ha tomado el mando y nosotros sólo estorbaríamos. Además —añadió, más animoso—, tiene que haber pudín de carne de pollo allí dondequiera que vayamos a parar. ¿Hacia dónde nos dirigimos?

—Al este —contestó Rhys—. Tras los Predilectos.

Monje, kender y perra emprendieron la marcha calzada adelante justo cuando estallaba la tormenta y se ponía a llover.

9

Nuitari llegó tarde al Cónclave de Hechiceros que se había convocado precipitadamente en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Se encontró con que sus dos primos, Solinari y Lunitari, ya estaban allí. La expresión en el semblante de los dioses era sombría, reflejo de la plasmada en los rostros de sus hechiceros. Al parecer, fuera cual fuera el asunto que se estaba tratando, las cosas no auguraban nada bueno para los magos de Ansalon.

Nuitari sólo tuvo que oír las palabras «Predilectos de Chemosh» para saber el porqué. Sus primos lo miraron cuando entró pero no dijeron nada a fin de no perderse palabra del informe que Jenna presentaba a sus colegas.

Esta reunión de hechiceros que formaba el Cónclave no era una asamblea formal. La asamblea formal del Cónclave, celebrada a intervalos regulares, se planeaba con meses de antelación. Eran acontecimientos fastuosos que se desarrollaban en la Sala de los Magos de la Torre, conforme a rituales y ceremonias preceptuados. Esta reunión de emergencia se había convocado apresuradamente, sin tiempo que perder en rituales formales, y se celebraba en la biblioteca de la torre, donde los hechiceros tenían acceso inmediato a libros de consulta y pergaminos que se remontaban a épocas lejanas. Los hechiceros se agrupaban alrededor de una mesa de madera; los Túnicas Negras estaban sentados junto a los Túnicas Blancas, sentados a su vez al lado de los Túnicas Rojas.

Por lo general, una convocatoria urgente de la jefa del Cónclave se consideraba como un asunto de vida o muerte y exigía que cualquier miembro del Cónclave dejara lo que quiera que estuviera haciendo y viajara de inmediato por los caminos de la magia hacia la Torre de la Alta Hechicería de

Wayreth. La falta de asistencia se castigaba severamente, y el hechicero podía acabar incluso expulsado del Cónclave.

Un antiguo conjuro que sólo conocía el jefe o la jefa del Cónclave le permitía emitir dicha convocatoria urgente. Ya de vuelta en su hogar de Palanthas, Jenna había sacado una caja de palisandro de su escondrijo, entre los pliegues del tiempo. Dentro de la caja había un estilo de plata. Lo mojó en sangre de cabra y escribió las palabras de la convocatoria sobre una piel de cordero. Pasó la mano por encima de las palabras, de izquierda a derecha y viceversa, varias veces. Las palabras se disiparon, la piel de cordero se arrugó y se consumió hasta desaparecer.

En cuestión de instantes el emplazamiento se le aparecería a cada miembro del Cónclave como letras de sangre y fuego. A una Túnica Blanca que dormitaba en la cama la despertó la intensa luz de trazos llameantes en el techo del dormitorio. Un Túnica Negra vio materializarse las palabras en la pared de su laboratorio. Partió de inmediato aunque de mala gana, ya que acababa de invocar a un demonio del Abismo que sin duda haría trizas el mobiliario durante su ausencia. Un Túnica Roja estaba peleando con unos goblins cuando vio las palabras dibujadas en la frente del enemigo con el que combatía en ese momento. El Túnica Roja llegó magullado, falto de aliento y con las manos embadurnadas de sangre. Se había visto obligado a abandonar a un grupo de cazadores de goblins, quienes ahora miraban en derredor, aturullados por la sorpresa y preguntándose qué había sido del mago.

—Adiós a mi parte del botín —masculló mientras ocupaba su asiento.

—Verás cuando mi marido se despierte y descubra que no estoy —dijo la Túnica Blanca a su lado—. Tendré que dar muchas explicaciones cuando vuelva a casa.

—No sabéis lo que es tener problemas —rezongó el Túnica Negra, que suspiró al pensar en el destrozo que estaría haciendo el demonio en su laboratorio. Eso si es que todavía tenía un laboratorio.

Sin embargo, todos los trastornos personales se olvidaron cuando los hechiceros escucharon el relato de Jenna, mudos por la impresión. Empezó por contar la historia de Rhys tal como el monje se la había relatado a ella y acabó con el malogrado ataque al Predilecto.

—El conjuro que le lancé era «estallido solar» —les dijo—. Presumo que todos lo conocéis, ¿no es así?

Hubo un asentimiento general de cabezas encapuchadas.

—Como sabéis, este conjuro es especialmente eficaz contra los muertos vivientes. Tendría que haber dejado churruscado a ese cadáver andante. No surtió efecto alguno en él. El Predilecto se rió de mí.

—Puesto que fuiste tú quien ejecutó el hechizo, Jenna, entiendo que no cabe la posibilidad de que cometieses un error o que pronunciases mal ninguna palabra o que usaras un ingrediente de conjuros adulterado.

El que había hablado era Dalamar el Oscuro, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras. Aunque era elfo y relativamente joven para su longeva raza, Dalamar daba la impresión de ser más viejo que el humano de más edad que había sentado a la mesa. Tenía el negro cabello surcado de canas y los ojos muy hundidos en las cuencas oculares. El rostro de estructura delicada semejaba una talla de marfil. Pese a que parecía débil, se encontraba en la cúspide de su poder y gozaba del respeto de todas las Órdenes.

Le habría correspondido ser el jefe del Cónclave excepto por algunas equivocaciones cometidas en el pasado que habían conducido a dioses y hechiceros a ponerse en su contra y ascender a Jenna en vez de a él. Los dos habían sido amantes muchos años atrás y aún seguían siendo amigos cuando no eran rivales.

—Puesto que fui yo quien ejecutó el conjuro, estoy en disposición de aseguraros que no hay posibilidad de que cometiera ningún error —repuso fríamente la mujer.

Dalamar parecía escéptico. Jenna alzó una mano hacia el cielo.

—Con Lunitari como testigo —declaró—. Que la diosa nos envíe una señal si erré el conjuro.

—Jenna no cometió ningún error —manifestó Lunitari a la par que miraba ceñuda a Nuitari.

—Dalamar no dijo que lo cometiera —repuso Nuitari—. De hecho, afirme) lo contrario.

—Pero no era eso lo que quería decir.

—Basta ya, vosotros dos —intervino Solinari— Éste es un asunto grave, quizá el más grave al que nos hemos enfrentado desde nuestro regreso. Sosiega tu ira, prima. Dalamar el Oscuro actuó correctamente al pedir una confirmación que despejara las dudas.

—Y la tendrá —dijo Lunitari.

Una repentina y cálida luz roja bañó la biblioteca, y Jenna sonrió con satisfacción. Dalamar echó una ojeada al cielo e inclinó la encapuchada cabeza como muestra de respeto a la diosa.

—Ninguno de nosotros duda de las habilidades de la señora Jenna, pero incluso ella tiene que admitir que ha de haber un modo de destruir a esos muertos vivientes —manifestó un Túnica Blanca—. Como dijo el paladín de Kiri-Jolith, ni siquiera Chemosh tiene el poder de hacer indestructible a un mortal.

—Siempre hay una primera vez para todo —replicó mordazmente Dalamar—. Hace cien años jamás habría pensado que una deidad robaría el mundo y, sin embargo, ocurrió.

—Quizá el hechizo de algún jorguín podría destruirlos —sugirió Coryn la Blanca, el miembro más reciente del Cónclave. Aunque joven, tenía un gran talento y se decía que era una de las mayores favoritas del dios Solinari.

Sus colegas hechiceros, incluso los que vestían de blanco, la miraron con desaprobación.

Los jorguines eran aquellos que se servían de la magia primigenia, proveniente del propio mundo, no la mágica divina que provenía de los cielos. Los jorguines habían practicado la magia en Krynn durante la ausencia de los dioses. No estaban sujetos a las reglas de la Alta Hechicería, sino que actuaban independientemente. En los días precedentes al Segundo Cataclismo, a tales practicantes libres se los habría considerado renegados y los habrían perseguido los miembros de las tres Órdenes. A muchos miembros de este Cónclave les habría gustado que se hubiese hecho así de nuevo, pero no se hacía por varias razones: la magia divina hacía poco que había vuelto a Krynn; los hechiceros aún seguían buscando el camino a las antiguas prácticas; su número era reducido y no estaban bien organizados.

La señora Jenna, jefa del Cónclave, propugnaba la política de «vive y deja vivir» y era la que se seguía por la mayoría. Sin embargo, ello no significaba que los hechiceros albergaran sentimientos amistosos hacia los jorguines. Todo lo contrario.

Coryn la Blanca había sido una jorguina que había renunciado a la magia primigenia hacía relativamente poco tiempo a favor de la magia de los dioses, más disciplinada. Sabía la opinión que tenían los otros magos respecto a los jorguines y encontraba cierto placer malicioso en tomarles el pelo. No obstante, en esta ocasión no bromeaba; hablaba muy en serio.

—La señora Coryn tiene razón —manifestó de mala gana Jenna. Todos los hechiceros la miraron estupefactos. Unos cuantos Túnicas Negras fruncieron el entrecejo y mutmutaron.

«Tengo varios clientes que son jorguines —prosiguió Jenna—. Me pondré en contacto con ellos y los instaré a que prueben sus habilidades contra esas criaturas. Aun así, no albergo muchas esperanzas de que tengan más suerte que nosotros.

—¡Esperanzas! —repitió un Túnica Roja, iracundo—. ¡Esperemos que esos Predilectos pisoteen a los jorguines! ¿Te das cuenta de lo que significaría para nosotros si un jorguín fuera capaz de matar a esas criaturas atroces mientras que nosotros no podemos? ¡Seríamos el hazmerreír de Ansalon! Yo digo que mantengamos este asunto de los Predilectos en secreto. Y nada de decírselo a los jorguines.

—Demasiado tarde —adujo un Túnica Negra—. Ahora que los clérigos lo saben, celebrarán rogativas, con los fieles rodando por el suelo en trances histéricos y los sacerdotes echando agua sagrada sobre cualquier cosa que se mueva. Encontrarán la forma de culpar a los hechiceros. Esperad y veréis si tengo o no tengo razón.

—Y ésa es la razón por la que hemos de establecer directrices en cuanto a la forma de ocuparnos del problema de los Predilectos y hacer pública nuestra posición —arguyó Jenna—. A los hechiceros se los tiene que ver trabajando con todos los demás a fin de hallar una solución a este misterio, incluso si ello significa aunar fuerzas con clérigos, jorguines y místicos.

—En consecuencia, estaremos reconociendo que no podemos ocuparnos de ellos nosotros solos —comentó un Túnica Blanca con acritud—. ¿Tú qué opinas, señora Coryn?

—Coincido con la señora Jenna. Deberíamos ser sinceros respecto a esos Predilectos. Los problemas que los hechiceros hemos afrontado en el pasado surgieron como resultado de encubrirnos tras un manto de misterio y secretismo.

—Oh, totalmente de acuerdo —intervino Dalamar—. Yo digo que abramos las puertas de la torre e invitemos a la chusma a que venga a pasar el día. Podemos hacer demostraciones, lanzar bolas de fuego y similares y servir ponche de leche y pastas en el prado.

—Puedes mostrarte todo lo sarcástico que quieras, amigo mío —repuso fríamente Jenna—. Pero con eso no conseguirás que esta terrible situación desaparezca. ¿Tienes alguna sugerencia constructiva, señor de los Túnicas Negras?

Dalamar guardó silencio un momento, ensimismado, mientras trazaba un signo sobre la mesa con los esbeltos dedos.

—Lo que más me intriga es la implicación de Mina —dijo finalmente.

—¡Mina! —repito Jenna, sorprendida—. No entiendo que ves en ella para que te intrigue tanto. Esa chica no tiene criterio propio. En otro tiempo fue un peón de Takhisis y ahora es un peón de Chemosh. Se ha limitado a pasar de un amo a otro.

—Me intriga el hecho de que sea la señal de sus labios la que se queda marcada a fuego en la carne de esas miserables criaturas —repuso Dalamar.

—¡Deja de garabatear, por favor! —dijo Jenna al tiempo que plantaba las manos sobre las de él—. La última vez que hiciste eso abriste un agujero en la mesa. En cuanto a Mina, no es más que una cara bonita que Chemosh utiliza para engatusar a jóvenes y arrastrarlos a su perdición.

Dalamar frotó el signo con la manga de la negra túnica.

—Así y todo, creo que ella es la clave que daría acceso a este misterio.

A Nuitari no le sorprendió que las reflexiones de su hechicero tendieran a apuntar en la misma dirección que las suyas. El vínculo entre Nuitari y Dalamar era muy estrecho. Ambos, el dios y el mortal, habían soportado muchas pruebas juntos. Nuitari tenía pensado erigir a Dalamar como el Señor de la Torre del Mar Sangriento. Aunque todavía no. No hasta que todo quedara resuelto con sus dos primos.

—Apostaría a que Mina no te interesaría tanto si fuese una vieja bruja como yo —comentó Jenna a la par que daba a Dalamar un cachete en broma.

El Túnica Negra le asió la mano y se la llevó a los labios.

—Tu jamás serás una vieja bruja, querida. Y lo sabes muy bien.

Jenna, que sí lo sabía, le sonrió y volvió a centrarse en el asunto que tenían entre manos.

—¿Algo más que añadir, señora Coryn?

—A juzgar por la pista que el Predilecto te dio, el modo de destruir a esos seres no será un descubrimiento fácil para nadie, sea clérigo, hechicero o jorguín. Propongo que se den instrucciones a los aprendices que estudian actualmente en la torre para que busquen entre los legajos antiguos alguna mención sobre criaturas similares, en especial relacionadas con Chemosh.

—Ya están en ello —contestó Jenna—. También me he puesto en contacto con los Estetas y les he pedido que investiguen en los libros de la Gran Biblioteca, aunque no creo que tengan éxito. Que yo sepa, nunca se habían visto en Ansalon seres como esos Predilectos. ¿Alguna otra cosa? ¿Hay más preguntas?

Jenna recorrió con la mirada a los hechiceros sentados en torno a la mesa. Éstos, sumidos en un silencio sombrío, sacudieron la encapuchada cabeza.

—Entonces, de acuerdo, sigamos adelante. El Cónclave considerará ahora las pautas que se pedirán a los hechiceros que sigan si se encuentran con alguno de esos Predilectos. La primera y principal, hay que encontrar una forma de detectarlos.

—Y la forma de proteger a los inocentes que están abocados a ser víctimas de acusaciones falsas —dijo un Túnica Blanca.

—Y de protegernos a nosotros mismos, que estamos abocados a que se nos acuse falsamente —abundó un Túnica Negra.

—Así parece... —intervino un Túnica Roja.

Nuitari se dio media vuelta. Esas discusiones se prolongaban durante hotas antes de que se alcanzara un consenso.

—Primos —empezó—, querría hablar con vosotros.

—Tienes toda nuestra atención, primo —respondió Lunitari, y Solinari, que se situó junto a su prima, asintió con la cabeza.

Los tres dioses habían presenciado los procedimientos desde el plano celestial y, a despecho de que ningún ojo mortal podía verlos, los tres habían adoptado su aspecto preferido. Lunitari tenía el de una mujer pelirroja y vivaz ataviada con ropajes encarnados que estaban orlados con armiño e hilos de oro. Solinari había adoptado la forma de un hombre joven y físicamente poderoso; sus vestiduras eran blancas, orladas con hilos de plata. Por su parte, Nuitari tenía la apariencia de siempre: un hombre de cara redonda como una luna llena, ojos entrecerrados por los pesados párpados y labios carnosos. Los ropajes negros como el azabache eran lisos y sin adornos.

Lunitari sospechó de inmediato que ocurría algo.

—Tienes información sobre esos Predilectos, primo —dijo, excitada—. Chemosh te ha contado algo.

—Chemosh está demasiado ocupado pavoneándose como un gallito de corral para hablar conmigo —respondió Nuitari con sorna—. Se cree muy listo, pero, personalmente, no estoy en absoluto impresionado. Se hallará el modo de destruir a esos cadáveres andantes y se pondrá fin a todo este asunto.

—Entonces ¿de qué quieres hablar con nosotros? —preguntó Solinari. —He construido una Torre de la Alta Hechicería —dijo Nuitari—. Mi propia torre.

Sus dos primos lo miraron de hito en hito, el gesto inexpresivo.

—¿Qué? —inquirió Lunitari, que no daba crédito a sus oídos.

—He construido una Torre de la Alta Hechicería —repitió Nuitari—. O, más bien, he reconstruido una antigua torre, la que se alzaba en Istar. He reedificado las ruinas y he añadido algunos toques personales. La torre se halla situada en el fondo del Mar Sangriento y dos de mis Túnicas Negras ya la habitan. Mi plan es invitar a más hechiceros a trasladarse a ella más adelante.

—¡Hiciste eso en secreto! —barbotó Lunitari—. ¡A nuestra espalda!

—Sí, lo hice —reconoció Nuitari. ¿Qué otra cosa podía decir?

Lunitari estaba furiosa y se lanzó sobre él; a saber qué habría ocurrido si su primo, Solinari, no la hubiese sujetado y apartado.

—A lo largo de los siglos, desde nuestro nacimiento, los tres hemos estado juntos, hombro con hombro —habló Solinari, que seguía asiendo con fuerza a su enfurecida prima—. Hemos colaborado en la causa de la magia y, gracias a ese frente común, la magia prosperó. Cuando tu madre nos traicionó lo lamentamos juntos y unimos nuestras fuerzas para intentar encontrar el mundo. Cuando lo conseguimos, actuamos conjuntamente para restaurar la magia en Krynn. Y ahora descubrimos que nos has traicionado.

—Preguntémonos quién de nosotros es el verdadero traidor —replicó Nuitari—. Mi madre, Takhisis, fue depuesta por su mala acción, se la rebajó a ser mortal y después murió asesinada ignominiosamente a manos de un mortal. Tu padre, primo Solinari, fue un dios antaño, pero ahora es un mendigo que deambula por Ansalon viviendo de la caridad de la gente. —Nuitari sacudió la cabeza.

»¿Y qué hay de mí? Mi madre, muerta. Mi padre, Sargonnas, un violento toro, ¡está volcado en el logro de que sus minotauros gobiernen Ansalon! Ha expulsado a los elfos de su tierra y ahora envía barcos cargados de colonos minotauros. Yo no le importo nada, le da igual lo que es de mí. Todos sabemos que los minotauros tienen mala opinión de los hechiceros, y eso incluye a mi padre. —Los ojos de gruesos párpados se desviaron hacia Lunitari.

«Mientras que tu padre, Gilean, es ahora el dios más poderoso en el cielo. ¿Será coincidencia que los Túnicas Rojas de su hija dirijan el Cónclave?

—¡El equilibrio ha de mantenerse! —dijo Lunitari, que todavía estaba que echaba chispas—. Suéltame, primo, no voy a hacerle nada. Aunque me gustaría arrancar su luna negra del firmamento y metérsela por...

—Calma, prima —intentó tranquilizarla Solinari. Luego se volvió hacia Nuitari—. Que los Túnicas Rojas sean muy poderosos podría ser cierto. Aunque yo no afirmo nada —añadió en un comentario aparte al tiempo que dedicaba una fría mirada a Lunitari—. Con todo, eso no es excusa para lo que has hecho.

—No, no lo es —admitió Nuitari—. Y quiero resarciros por ello. Tengo una propuesta, una que creo que os gustará a ambos.

—Te escucho, primo —dijo Solinari, que parecía más dolido que enfadado.

Lunitari indicó con un seco cabeceo que a ella también le interesaba oír lo que tuviera que decir.

—Ahora hay tres Torres de la Alta Hechicería en Ansalon —empezó Nuitari—. La de Wayreth, la de Foscaterra y mi torre en el Mar Sangriento. Sugiero que, tal como ocurría en tiempos del Príncipe de los Sacerdotes, cada una de las Órdenes posea su propia torre. Los Túnicas Rojas ocuparán la Torre de Wayreth, los Túnicas Blancas tendrán la Torre de Foscaterra bajo su control y mis Túnicas Negras tomarán el mando de la Torre del Mar Sangriento.

Los otros dos dioses sopesaron la sugerencia. La Torre de Wayreth estaba, a todos los efectos, bajo el control de los Túnicas Rojas, ya que Jenna era la jefa del Cónclave y la torre era la sede del poder de ese cuerpo rector. La Torre de Foscaterra había permanecido cerrada desde que a Dalamar se lo expulsó de allí como castigo. No se había permitido a ningún hechicero entrar en ella, precisamente por la razón de que los dioses temían que la torre se convirtiera en la manzana de la discordia, ya que tanto Túnicas Blancas como Túnicas Negras buscaban un modo de reclamarla como suya.

Nuitari acababa de ofrecer una solución al problema. Lunitari reflexionó sobre el hecho de que la nueva torre de su primo se hallaba en el fondo de un océano. No tendría fácil acceso y, en consecuencia, no era probable que representara una amenaza para su propia base en la Torre de Wayreth. En cuando a la Torre de Foscaterra, estaba ubicada en mitad de uno de los lugares más letales de Krynn. Si los Túnicas Blancas reclamaban su posesión, lo primero que tendrían que hacer sería luchar a brazo partido pata abrirse paso hasta ella.

Las cavilaciones de Solinari sobre la Torre del Mar Sangriento eran muy semejantes a las de su prima. También las reflexiones sobre la Torre de Foscaterra eran similares a excepción de que se sentía intrigado ante la posibilidad de rehabilitar la zona maldita que ahora languidecía bajo oscuras sombras. Si sus Túnicas Blancas conseguían quitar la maldición que afectaba a Foscaterra, la gente volvería a vivir y a prosperar allí. Todo Ansalon estaría en deuda con sus Túnicas Blancas.

—Es una proposición para tener en cuenta —dijo a regañadientes Lunitari.

—Querría pensarlo detenidamente, pero me interesa —dijo Solinari.

Nuitari miró en derredor como si temiera que otros oídos inmortales estuvieran escuchando y luego, con un gesto, indicó a sus primos que se acercaran más.

—Tuve que mantener esto en secreto —dijo—. Incluso de vosotros, en quienes más confío.

—¿Por qué? —Lunitari tenía fruncido el entrecejo pero era obvio que sentía curiosidad.

—El Solio Febalas... La Sala del Sacrilegio.

—Se destruyó —manifestó rotundamente Lunitari.

—Cierto —convino Nuitari—. Pero las reliquias sagradas que había dentro no. Ahora las tengo bajo llave, guardadas por un dragón marino con un carácter particularmente desagradable.

—Las reliquias sagradas que robó el Príncipe de los Sacerdotes —dijo Solinari, asombrado—. ¿Las tienes tú?

—Quizá debería decir que ahora, puesto que hemos llegado a un acuerdo, las tenemos los tres.

—¿Alguno de los otros dioses sabe esto? —inquirió Lunitari.

—Chemosh es el único y ha mantenido cefrada la boca hasta ahora, aunque sólo es cuestión de tiempo que difunda la noticia.

—¡Los otros dioses darían cualquier cosa con tal de recuperar esos artefactos! —exclamó Lunitari, exultante—. A partir de ahora, nosotros los hechiceros, antaño vilipendiados, seremos un poder en el mundo.

—De ahora en adelante ningún clérigo osará levantar su mano contra nosotros —convino Solinari.

Los tres se quedaron callados. Nuitari estaba pensando que aquello había salido inesperadamente bien cuando Solinari rompió el silencio.

—Comprenderás, primo, que jamás confiaré en ti respecto a nada.

—Nada volverá a ser igual entre nosotros —se lamentó con tristeza Lunitari.

Nuitari miró a uno y a otro alternativamente. Tenía los carnosos labios apretados y la capucha le velaba los ojos de párpados cargados.

—Afrontadlo, primos, ha nacido una nueva era. Fijaos en Mishakal. Ya no es la dulce diosa de la curación, ahora va por los cielos enarbolando una espada de fuego azul. Los sacerdotes de Kiri-Jolith marchan a la guerra. Incluso Majere ha dejado de mirarse el ombligo y se ha involucrado en los asuntos del mundo, aunque no tengo la menor idea de lo que se trae entre manos. La confianza entre todos nosotros acabó en el momento en el que mi madre robó el mundo. Tienes razón, prima, nada volverá a ser lo mismo. Sois unos necios si pensabais lo contrario.

Mientras se echaba más la capucha sobre la cara de luna llena, Nuitari se preguntó qué habrían dicho si les hubiese contado que tenía a Mina prisionera...

10

Basalto! —Caele abordó al enano mientras caminaba por un pasillo—. ¿Es cierto que el señor se ha marchado de la torre? —Es cierto —contestó Basalto. —¿Adonde ha ido?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —demandó malhumoradamente Basalto—. ¡Como si tuviera que pedirme permiso a mí!

El enano siguió caminando de forma que las botas claveteadas resonaban en el suelo de piedra al tiempo que pateaba el repulgo de la túnica para no tropezar con él. Caele apretó el paso para seguirlo.

—Quizá el señor ha ido a hacer un trato con Chemosh —aventuró el semielfo con optimismo.

—O tal vez nos ha dejado para enfrentarnos solos al Señor de la Muerte —replicó Basalto, que estaba de muy mal humor.

—¿Eso crees? —Caele palideció.

A Basalto le habría gustado responder afirmativamente por el simple placer de poner nervioso al semielfo. Sin embargo necesitaba que Caele lo ayúdala, así que, de muy mala gana, sacudió la cabeza.

—Tiene algo que ver con Chemosh, aunque ignoro qué es.

A Caele eso no lo tranquilizó y no se apartó de Basalto.

—¿Adonde vas?

—Venía a buscarte. Hay que dejar libre a Mina para que camine una hora arriba y abajo por el corredor... bajo nuestra supervisión, claro.

—Bajo tu supervisión —lo rectificó Caele, que se dio media vuelta—. No pienso hacer de niñera de esa zorra intrigante.

—De acuerdo —respondió Basalto satisfecho—. Cuando el señor regrese, ¿dónde le digo que estás? ¿En tu cuarto estudiando tus hechizos?

Caele se paró. Maldiciendo entre dientes, giró sobre sus talones.

—Pensándolo mejor, te acompañaré. Me sentiría muy mal si te ocurriera algo tetrible a manos de esa mujer.

—¿Y qué crees que podría ocurrirme? —lo increpó el enano, encrespado—. No hay ni pizca de magia en ella.

—Por lo visto el señor no comparte tu certidumbre, ya que ha mandado que estemos los dos para vigilarla...

—Deja de hablar de ella, ¿quieres? —gruñó Basalto.

—¡Le tienes miedo! —dijo con suficiencia Caele.

—No es cierto. Es sólo que... Bueno, si te interesa, no me gusta estar cerca de ella. Hay algo raro en esa mujer. No he dormido bien una sola noche desde que la confundimos con un pez y la atrapamos en la red. Por la luna negra, ojalá Chemosh viniera y se la llevara y punto final.

—Alguien podría matarla y arrojar su cadáver a los tiburones —sugirió Caele.

Parados frente a la puerta del cuarto de Mina la oyeron ir de aquí para allí en el interior.

—Podríamos decirle al señor que intentó escapar... Basalto soltó un resoplido.

—¿Y cómo planeas matarla? ¿Lanzándole un conjuro? ¡Eso funcionaría, aunque sólo después de que le explicaras por adelantado y con exactitud lo que pensabas hacerle y en qué forma iba a afectarla! De otro modo sería tanto como danzar ese salaz baile kender.

Caele se retiró la manga de la túnica para dejar a la vista un cuchillo que llevaba atado al antebrazo.

—No tendremos que decirle nada por adelantado ni cómo la afectará esto.

Basalto contempló el arma. Eta una idea tentadora.

—Si crees que Chemosh está furioso con nosotros ahora...

—¡Bah! Nuitari arreglará su chapuza. —Caele se acercó más y bajó la voz—. ¡Quizá sea esto lo que el señor quiere que hagamos! ¿Por qué otra razón nos iba a decir que la sacáramos de su prisión sino para tenderle una trampa y que intente escapar? Incluso nos dio instrucciones sobre qué hacer si tal cosa ocurría: «Si intenta huir, matadla». Eso es lo que dijo.

Basalto se había estado estrujando el cerebro para intentar comprender qué razón tenía Nuitari para acceder a que Mina saliera de su segura prisión. Por mucho que detestara admitirlo, las palabras de Caele tenían sentido.

—La mataremos sólo si intenta escapar —manifestó.

—Lo intentará —predijo el semielfo. En los ojos tenía el brillo del ansia de sangre y los labios salpicados de saliva.

—Eres un cerdo —dijo Basalto, que puso la mano en la puerta y empezó a entonar el conjuro que revocaría el cierre de hechicero.

Dentro del cuarto Mina dejó de caminar.

—Los dos Túnicas Negras vienen, mi señor —le informó a Chemosh—. Los oigo caminar por el corredor. ¿Estás seguro de que Nuitari se ha ido?

—De otro modo no estaría hablando contigo, amor mío. Sólo Nuitari es capaz de mantener un hechizo tan poderoso a tu alrededor. ¿Le tienes miedo, Mina?

—Nuitari no me da miedo, mi señor, pero me pone la piel de gallina, como cuando se toca a una serpiente o te cae una araña por el cuello.

—Los tres primos son así. Es por la magia. Algunos de nosotros se lo advertimos a sus padres: «¡No permitáis que vuestros hijos esgriman semejante poder! ¡Tenedlos subordinados a vosotros!». Pero Takhisis no hizo caso, como tampoco Paladine ni Gilean. Solamente después, cuando sus hijos se revolvieron contra ellos, empezaron a prestar oídos a nuestro buen juicio. Claro que, para entonces, ya era demasiado tarde. Ahora tengo la capacidad de humillar a los primos, de arrebatarles su poder, de arrancarles los colmillos.

—¿Y cómo te propones hacer tal cosa, mi señor? —inquirió Mina. Fuera del cuarto oyó que uno de los hechiceros hurgaba en la cerradura de la puerta.

—A no tardar, el mundo verá que los hechiceros están indefensos, impotentes contra mis Predilectos, y ¿qué hará el mundo? ¡Darles la espalda con desprecio! Ahora mismo los hechiceros buscan desesperadamente libros sobre conjuros, pergaminos y artefactos en un intento de hallar algún modo de detenerme. Fracasarán. Nada de lo que hagan surtirá el menor efecto en los Predilectos.

—¿Y qué pasa con Nuitari? —preguntó Mina, con lo que llevó de nuevo la conversación al punto donde la habían iniciado.

—Perdona por desviarme del tema, querida. Nuitari ha ido a la reunión de su cónclave, en el que, presumo, estará contando a sus primos que los ha traicionado al construir una torre para sí. No volverá pronto y, dentro de unos instantes, aquí se va a desatar el caos más absoluto. Estate preparada.

—Lo estoy, mi señor —contestó sosegadamente Mina.

Ahora oía la sonora voz del enano entonando palabras.

—¿Entiendes lo que tienes que hacer? —preguntó Chemosh.

—Sí, mi señor. —Mina reanudó su ir y venir por la estancia como si no pasara nada.

—La Sala del Sacrilegio se halla situada en lo más profundo de la torre.

Hay un guardián y probablemente la cámara esté repleta de trampas, pero yo te ayudaré.

—Mi señor... —empezó ella, pero se calló.

—Habla con toda libertad, amor mío.

—Esto es tan importante para ti, mi señor... ¿Por qué no vienes y te ocupas personalmente de ello? ¿Acaso es otra prueba? ¿Todavía dudas de mi amor y mi lealtad?

—No, Mina, en absoluto. Como dices, recuperar esos artefactos es de vital importancia pata mí. No hay ninguna otra cosa más importante. Pero no puedo acceder a la torre. Ya no. Nuitari ha obstruido la ratonera por la que conseguí escabullirme la última vez. Ha hecho de esta torre su dominio y ningún otro dios puede entrar en ella.

—Entonces ¿cómo tomarás el mando de la torre, mi señor?

—Muchos Predilectos ya están aquí y llegan más a diario. He puesto a Krell al mando y está formando una legión de guerreros como jamás se había visto en Krynn, guerreros que pueden matar pero a los que no se los puede matar. No debes preocuparte por esto. Haz lo que te he pedido y luego vuelve a mi lado lo antes posible. Te echo de menos, Mina.

El Señor de la Muerte se encontraba en el Castillo Predilecto, a orillas del Mar Sangriento, y Mina estaba en la torre, a mucha profundidad bajo la superficie, pero aun así la joven notó el contacto de sus manos y sus labios rozarle la mejilla.

—Yo también te echo de menos, mi señor —contestó. Al percibir el anhelo en su voz lejana, su propio corazón le dolió de ansiedad. El picaporte de la puerta se sacudió; sólo les quedaban unos instantes de estar juntos.

—Oh, Mina, cuando creí que te había perdido no podía soportar la idea de seguir adelante y empecé a lamentar mi inmortalidad. Recuerda, roba un artefacto, sólo uno, del Solio Febalas. De ese modo podré demostrar a los otros dioses que he hallado el tesoro. Entonces, lanza sobre la puerta el hechizo que te he enseñado. Después de eso Nuitari puede vociferar y rabiar todo lo que quiera, pero ya podré entrar en su torre.

—Sí, mi señor.

El dios ya no estaba.

Mina se volvió hacia los dos hechiceros que entraron, el uno con pasos pesados y el otro moviéndose furtivamente.

El enano, Basalto, era un bulto oscuro y peludo. Nunca le había visto la cara porque llevaba la capucha bien calada siempre que estaba cerca de ella, y entre eso y la desaseada barba negra todavía no sabía qué aspecto tenía. La cara del semielfo sí la veía, por desgracia. Caele nunca se echaba la sucia capucha que le colgaba a la espalda. A decir verdad, la capucha estaba tan mugrienta que la joven dudaba que el semielfo pudiera desprenderla de la negra túnica.

Basalto llevaba la suya echada, como era habitual, pero Mina se fijó en que Caele la miraba de hito en hito y eso la inquietó.

Hasta ese momento el semielfo nunca la había mirado a la cara; recorría la estancia con la vista hasta que creía que ella no lo miraba y entonces volvía los ojos en su dirección. La expresión que vio en ellos la sobrecogió. Denotaban tal malevolencia que llevó instintivamente la mano hacia la cadera para asir un arma.

La miraba directamente, con los labios separados de forma que mostraba los dientes en una mueca lobuna. Mantenía las manos enlazadas bajo las mangas de la túnica, otra cosa inusitada en él. Mina echó otro vistazo al enano. Basalto parecía intranquilo. Llevaba la capucha más calada de lo habitual y no dejaba de echar ojeadas por debajo del borde, primero a ella, luego al semielfo y de vuelta a ella.

«Van a matarme», comprendió Mina.

Se sintió más exasperada que asustada. Aquello podía interferir en los planes de su señor. Tendría que atacar primero, antes de que pudieran utilizar la magia contra ella. No disponía de ninguna arma y no había perspectivas de obtener una; al menos en ese cuarto donde la tenían prisionera.

—¿Qué hacéis aquí vosotros, sabandijas? —preguntó fríamente.

—Se te ha concedido una hora de libertad para pasear por los pasillos, señora —contestó el enano con brusquedad.

Señaló la puerta abierta y luego se apartó a un lado, al igual que el semielfo, para dejarla pasar entre los dos.

Iban a esperar a que les hubiera dado la espalda.

Se enfrentaría al semielfo primero. El enano parecía menos deseoso y quizá al ver a su compañero retorciéndose en el suelo, ahogándose en su propia sangre lo pensaría dos veces.

Mina se encontraba casi a la altura de Caele cuando vio que la mano del semielfo se movía debajo de la manga.

«Tiene un cuchillo ahí. Es lo que va a utilizar, no la magia. Por supuesto, disfruta matando con sus manos...»

Se puso en tensión, lista para atacar; entonces la torre se sacudió en sus cimientos y le hizo perder el equilibrio, de forma que salió lanzada contra Caele y los dos cayeron al suelo en un revoltijo.

Al compacto enano no era tan fácil derribarlo. Las sacudidas de las paredes, del techo y del suelo lo hicieron trastabillar, pero no se fue al suelo.

—Pero ¿qué...? —exclamó Basalto.

—¡Nuitari! —clamó una voz al tiempo que otro golpe se descargaba contra la torre—. ¡Sal de ahí! ¿Me has oído? ¡Sal a dar la cara!

—¡Chemosh! —gritó Caele, que rebulló torpemente debajo de Mina, ya que la joven había caído sobre él.

—¡No, es una voz femenina! —dijo Basalto, pálido y con los ojos desorbitados—. ¡Zeboim! Ha encontrado la torre —gimió—. ¡Qué momento para que el señor se halle ausente!

—¡Tienes que hablar con ella! —dijo jadeante el semielfo, que añadió con un gruñido y un empujón-: ¡Quítate de encima, zorra inepta!

A pesar de que Mina era esbelta, superaba en peso al flaco y huesudo semielfo, lo que impedía que éste llevara a cabo sus intentos de incorporarse. Tenían las piernas de uno enredadas en las del otro, y Mina lo zancadilleó. Luego le asestó un codazo y le propinó un rodillazo en la entrepierna.

El semielfo estaba a punto de estrangularla cuando otro golpe sacudió la tone y esta, vez el enano cayó. Oyeron el ruido de cristal al romperse. Las vigas de madera gimieron bajo la presión.

Tardíamente, Caele cayó en la cuenta de que aquél era el momento apropiado para matar a Mina y buscó el cuchillo debajo de la manga.

No estaba allí.

Al principio creyó que lo habría dejado caer, pero luego, al alzar la vista, encontró el arma.

Mina, que se había encaramado sobre él, sostenía el cuchillo en la mano. Se inclinó y apretó la punta de la hoja contra la garganta del hechicero.

—Si mueves los labios lo más mínimo, te rajo el cuello de oreja a oreja —dijo—. Y lo mismo reza para ti, enano. Si musitas una sola palabra mágica, tu compañero muere.

Al reparar en la expresión irresoluta de Basalto, que quizá estaba dispuesto a correr el riesgo de tan trágica pérdida, Mina añadió:

—Mi señor Chemosh, te lo suplico, custodia a estos dos mientras yo me ocupo de realizar tu encargo.

Dos sarcófagos de piedra aparecieron en la estancia; en uno había tallada la figura de Basalto, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. El otro llevaba una efigie similar de Caele.

—Métete ahí —dijo Mina a Basalto.

El enano miró el sarcófago y sacudió la cabeza encapuchada.

Caele se movió un poco justo entonces y la joven le hincó la punta del cuchillo un poco más. Un hilillo rojo se deslizó por el cuello del semielfo, que a partir de ese momento se quedó muy quieto.

—He dicho que te metas —repitió Mina. Cuando el enano no obedeció, la joven alzó la voz—. Mi señor...

Basalto se metió apresuradamente en el sarcófago; una losa de piedra cayó sobre el féretro y dejó al enano encerrado dentro.

—Ahora tú —le dijo Mina a Caele. Apartó la hoja del cuello del hechicero y se la puso en las costillas, tras lo cual lo obligó a caminar hacia el otro sarcófago. Cuando el semielfo vaciló le cortó un tajo suficiente pata persuadirlo de que obedeciera.

Caele se metió rápidamente, y una losa cayó sobre su sarcófago.

—¿Están muertos, mi señor? —preguntó Mina.

—No —contestó la voz de Chemosh, que resonó por encima del bramido de la ira de la diosa del mar—. Todavía no. Tienen aire suficiente para respirar un rato si no les entra el pánico y lo usan todo para chillar.

Los gritos ahogados que habían estado saliendo del sarcófago del semielfo cesaron de repente.

—Bien, ponte en marcha —le dijo a la joven.

—¿Y qué pasa con Zeboim?

—No te molestará. Por extraño que parezca ha venido a rescatarte. Otro temblor sacudió la torre e hizo que Mina trastabillara. —¿Y Nuitari?

—Asuntos familiares tendrán ocupado a Cara de Luna un tiempo considerable. Está intentando arreglar las cosas con sus primos. A su regreso se encontrará con que tiene que dar muchas explicaciones a su hermana. De momento, la Torre del Mar Sangriento es toda tuya, Mina. Te encuentras sola en ella.

—A excepción del guardián. Necesito un arma, mi señor.

—No, no la necesitas —dijo Chemosh—. Sólo una Dragonlance serviría de algo contra ese guardián y, por desgracia, no tengo ninguna a mi disposición. Cuentas con tu cerebro y con mi bendición, Mina. Úsalos.

—Sí, mi señor —repuso Mina, y se quedó sola.

11

Mina encontró la larga escalera de caracol que giraba en torno al hueco cenital de la torre e inició el descenso. La escalera estaba hecha de madreperla y se enroscaba en espiral, de manera que le recordaba el interior de una concha del nautilo. Aquí y allí se veían grietas en las paredes, probablemente por las sacudidas que la torre había sufrido a manos de la indignada diosa, y a Mina le preocupó que el siguiente zarandeo resquebrajara los muros. Afortunadamente, los sismos que zarandeaban la torre cesaron. Mina no veía el exterior pero supuso que Nuitari había regresado y ahora intentaba apaciguar a su enfurecida hermana.

Dentro de la torre reinaba el silencio. El agua que rodeaba la estructura parecía absorber el sonido, de forma que cualquier ruido que se hacía dentro se oía amortiguado.

El silencio resultaba relajante. Ahora que ya no estaba prisionera se sentía como en casa; era reconfortante saber que el mar la acunaba. Quizá había despertado algún recuerdo largo tiempo soterrado del naufragio que se había llevado a sus padres dejándola huérfana, un recuerdo que siempre permanecía allí, enterrado justo bajo la superficie, uno que nunca conseguía evocar realmente.

—Nuestras mentes bloquean sucesos traumáticos como ése para protegernos de ellos— le había dicho Goldmoon en una ocasión—. Quizá algún día recuerdes qué te pasó o puede que no lo recuerdes nunca. No te mortifiques por eso, pequeña. Es natural.

Pero a Mina siempre la había atormentado, se había sentido culpable y avergonzada por no recordar a esos padres que tanto la habían amado, que quizá incluso habían sacrificado la vida por ella, y había intentado con todas sus fuerzas evocar sus rostros o el sonido de la voz de su madre. Acabó obsesionada con tratar de recordar, una obsesión que sólo terminó cuando el Dios Único, Takhisis, la reprendió por perder el tiempo.

—¡Qué importa quién te dio a luz! —había dicho Takhisis, fría y furiosa—. Yo soy tu madre. Yo soy tu padre. Busca en mí protección, amparo y alimento.

Mina había obedecido la orden de la deidad y después obedeció todas las demás que le dio el Dios Único. No se había permitido pensar de nuevo en sus padres hasta que la tuvieron prisionera en esa torre bajo el mar. Disponía de tanto tiempo en la torre... Tiempo para pensar, tiempo para evocar su infancia. La frustración, la vergüenza y la necesidad de saber habían resurgido en ella. Sin embargo tuvo cuidado de guardar esas sensaciones para sí. No quería encolerizar a Chemosh como había encolerizado a Takhisis.

La escalera espiral estaba iluminada por pequeñas esferas de luz situadas a intervalos y que Basalto renovaba a diario. En la escalera había puertas que se abrían a otros pisos de la torre. Mina las miraba con curiosidad; le habría gustado explorar, ver cómo estaban construidas las estancias y qué aspecto tenían, ya que la torre la intrigaba. Pero no disponía de tiempo.

—Pospondré eso para otro día —se dijo, y la idea la hizo sonreír porque sabía perfectamente bien que lo más probable era que jamás volviera a ver el interior de la torre.

La escalera la llevó finalmente hasta la base de la estructura, y Mina se encontró ante una puerta de acero con bandas de bronce e inscripciones mágicas. Inscripciones que también aparecían alrededor del arco de piedra de la puerta. Mina identificó los signos como escritura mágica, la misma que había leído en el libro que Nuitari le había dado. Sabía lo que decían esos signos, pero no lo que significaban.

Desentendiéndose de las inscripciones, la joven examinó la puerta para descubrir algún modo de pasar por ella. No había cerradura ni picaporte. Seguramente los signos inscritos daban información de cómo abrirla y Mina lo intentó recitando las palabras en voz alta, pero fue en vano. La puerta no cedió.

Frustrada, Mina le dio una patada a la puerta.

La puerta giró suave y silenciosamente sobre un eje central y se abrió. Mina retrocedió un paso y miró la puerta con desconfianza. —Demasiado fácil. Esto es una trampa —masculló.

No la cruzó, aunque se acercó a la entrada en arco y la examinó con detenimiento.

—Pero ¡qué idiota soy! —se increpó—. Si es una trampa, será mágica y en tal caso nunca lo descubriré por mucho que mire. Más vale que lo intente y corra el albur.

Cruzó la puerta y se sorprendió agradablemente al ver que salía al otro lado sin incidentes. Lo que no le pareció tan agradable fue que la puerta girara sobre el eje y se cerrara con un sonoro golpe a su espalda. A ese lado del acceso no había inscripciones; por lo visto, una vez que uno entraba se suponía que sabía cómo salir de nuevo.

Mina se encogió de hombros y se dio la vuelta. Ya se ocuparía de ese problema a su debido tiempo. Ahora tenía una tarea que realizar, una fascinante tarea. Se encontraba delante de lo que parecía ser una inmensa pecera.

Mina y los otros niños del orfanato habían tenido peces en cuencos de cristal; a los niños les habían enseñado a alimentar a los peces y a cuidarlos. Observaban sus costumbres y se maravillaban ante el hecho de que aquellas criaturas respiraran agua con la facilidad con la que las personas respiraban aire. Esa esfera era semejante a esas peceras, sólo que muchísimo más grande, con la misma circunferencia que la torre. La pared de cristal estaba cubierta de signos grabados en el vidrio. Haces de luz iluminaban la esfera y a las criaturas que nadaban en ella.

—Qué hermoso —musitó quedamente Mina, pasmada—. Hermoso y letal.

Las gráciles medusas, que se desplazaban a la deriva a merced de los remolinos y de las corrientes, mataban a sus presas inyectándoles un veneno que las paralizaba e impedía que escaparan. Aquellas medusas eran enormes, varias veces más grandes que Mina, con tentáculos lo bastante grandes para atrapar a un hombre adulto.

Un calamar gigante, tan grande que podría arrastrar un barco bajo las olas, yacía sobre el suelo con los tentáculos estremeciéndose mientras dormía. Unas rayas venenosas, las pastinacas, se deslizaban pegadas a la pared de cristal. Monstruosos jaquetones toro nadaban de aquí para allí y abrían y cerraban las mandíbulas repletas de filas de dientes. El fondo estaba cubierto de coral de fuego, hermoso pero abrasador al tacto.

Dentro de la inmensa esfera, en el centro y rodeado por sus letales guardianes, se hallaba el Solio Febalas.

Mina lo miró, estupefacta. La Sala del Sacrilegio no era en absoluto como la había imaginado.

La estructura remedaba el castillo de arena de un niño. Era de diseño sencillo, con cuatro muros y una torre en cada esquina, así como murallas almenadas. No tenía ventanas. Desde ese ángulo, veía lo que parecía una puerta, aunque no alcanzaba a distinguir detalles. Lo que resultaba verdaderamente asombroso era que la Sala del Sacrilegio, que supuestamente contenía un número indefinido de artefactos, sólo medía alrededor de metro y medio de altura y otro tanto de anchura.

—Tiene que ser una imagen engañosa, una ilusión óptica del agua —se dijo Mina.

Pasó la mano sobre la superficie de cristal cubierta de signos que le cerraba el paso.

—La cuestión es ¿cómo llego hasta ella? Me encuentro fuera de una pared de cristal impenetrable que contiene agua en la que nadan cientos de criaturas mortíferas. No tengo ni idea de cómo entrar en la esfera y, aunque consiguiera eso, no respiro agua. Aun en el caso de que pudiera, tendría que enfrentarme a tiburones, medusas venenosas y...

Contuvo la respiración. Un arrecife de coral que formaba una elevación dentro de la esfera de cristal sufrió una sacudida que provocó la espantada de miles de pececillos, un banco de escamas centelleante que huyó aterrado. Una cabeza asomó por debajo del arrecife, que ahora se reveló como una gran concha, semejante al caparazón de una tortuga.

Unos ojos amarillos y relucientes se clavaron en Mina. La joven había encontrado al guardián, un dragón marino.

O más bien era el dragón marino el que había encontrado a Mina.


El guardián de la Sala del Sacrilegio era una hembra de dragón marino, conocida por el nombre de Midori. Solitaria, irascible y susceptible, Midori era la más vieja de su especie en Krynn, lo que la convertía en la criatura que había vivido en el mundo más tiempo que ningún otro ser mortal.

Contaba sus años por siglos, no por décadas. Ni siquiera sabía su verdadera edad. Había perdido la cuenta allá por los diez siglos, más o menos. El paso del tiempo significaba poco para ella. Midori marcaba su vida por sucesos trascendentales y sólo por aquellos que la afectaban directamente.

Uno de ellos había sido el Cataclismo, ya que le había causado una gran molestia. La montaña de fuego que había caído sobre el mundo, y que había matado a millares y destruido una ciudad, también había derrumbado un muro de su cueva marina y la había despertado violentamente de su siesta de cincuenta años. Las rocas que se desplomaron casi la enterraron a ella y sepultaron por completo su tesoro acumulado. Había conseguido extraer la mayor parte de su tesoro, pero algunos objetos valiosos se perdieron irremisiblemente. Enfurecida, Midori había abandonado su cubil para nadar hacia mar abierto y enterarse a qué se debía aquella conmoción.

Solitaria empedernida que no ocultaba el hecho de que detestaba y despreciaba a cualquier otro ser vivo del planeta, Midori se vio obligada a buscar a otros de su especie y mantener conversaciones con ellos, lo que no ayudó a mejorar su malhumor.

Oyó el relato del Cataclismo de boca de un joven y excitado dragón marino que le contó la historia del Príncipe de los Sacerdotes humano y sus transgresiones, así como el subsiguiente castigo de los dioses. Midori escuchó la historia con creciente ira. Los humanos eran como los peces, que estaban vivos ahora y un instante después habían desaparecido, y siempre había muchos más allí de donde habían venido los otros. No veía que hubiera una razón para que los dioses hubiesen destruido una estupenda guarida por un asunto tan insignificante. Hirviendo en cólera, Midori trasladó lo que le quedaba del tesoro a otro cubil y volvió a dormirse.

Durmió a lo largo de la Guerra de la Lanza, durante el verano del ocaso de los dragones, la Guerra de Caos, el robo del mundo y la llegada de los dragones supremos, que ni siquiera sospecharon su existencia. Y habría seguido sumida en un profundo sueño de no ser por un grito espantoso que la despertó bruscamente y le hizo abrir los ojos por primera vez tras varios siglos.

El grito fue el lanzado por Takhisis al morir.

Midori nunca había tenido muy buena opinión de la Reina Oscura. Algunos dragones marinos habían tomado parte en las guerras de Takhisis, pero Midori no había sido uno de ellos. Valoraba en mucho su vida y no veía qué necesidad tenía de arriesgarla por una causa que no era suya. Si Takhisis gobernaba o no gobernaba el mundo a Midori le traía sin cuidado. Pero ahora, como una hija que abandonó el hogar mucho tiempo atrás, pero que aun así le gusta saber que su madre sigue allí por si la necesita, Midori se sintió despojada e incluso un poco atemorizada.

Si a una deidad le podía sobrevenir tan horrible sino, nadie —ni siquiera un dragón— estaba a salvo.

Por segunda vez en su vida Midori abandonó el cubil y salió en busca de la verdad. Nadó lenta y pesadamente por las aguas, agobiada no tanto por sus muchos años como por el peso de la enorme concha sobre su espalda. Donde los dragones terrestres tenían protuberancias espinosas en la espalda y alas que los capacitaban para volar, los dragones marinos tenían una concha inmensa, semejante a la de una tortuga, y aletas en lugar de patas con garras. La concha tenía como fin la defensa. Midori podía esconder bajo ella la cabeza y las patas, y así era como había estado durmiendo. Con el paso de los siglos, mientras dormía, la concha había ido creciendo con corales y percebes, por lo que nadar con ella a cuestas era tanto como levantar y mover un arrecife de coral.

Pensando que esta última calamidad podría tener que ver con Istar y ese otro Cataclismo, Midori regresó al Mar Sangriento y allí topó con Nuitari, que se afanaba en levantar las ruinas de una vieja y derruida torre. El dios se sobresaltó y no pareció muy complacido de ver a un dragón marino, ya que ignoraba que hubiese uno por los alrededores y temía que pudiera ocasionar problemas.

No obstante, Nuitari se mostró respetuoso con Midori y le contó toda la historia —todo sobre los irdas, Caos, el mundo escamoteado, dragones de otro mundo, tótems de cráneos, un kender que viajaba a través del tiempo, una chica llamada Mina, la Guerra de los Espíritus, la muerte de una diosa y el exilio voluntario de un dios.

A medida que se desgranaba la historia, los temores de Midori crecieron. Un mundo donde hasta los dioses podían morir era, obviamente, un lugar mucho más peligroso de lo que había creído. Pensaba en eso y se preguntaba cómo iba a ser capaz de volver a disfrutar de un buen sueño durante toda una era cuando, inesperadamente, Nuitari le hizo una oferta. Él necesitaba un guardián para ciertas reliquias que había recogido en el fondo del mar. Si ella quería, el trabajo era suyo.

A Midori no le caía bien Nuitari. Lo consideraba un hijo desagradecido y quejicoso que no se merecía a la madre que le había dado la vida, pero tampoco le hacía gracia la idea de regresar a su cubil solitario. Tenía que estar ojo avizor a lo que pasaba. Además, si se aburría o si Nuitari la molestaba demasiado, siempre se podía marchar. Así pues, accedió a trasladarse a la recién restaurada torre para vigilar el cúmulo de valiosas reliquias sagradas del dios.

Nuitari le aseguró que, puesto que la torre estaba ubicada en el fondo del Mar Sangriento, no era probable que los mortales la molestaran. El único que había aparecido allí era Caele, un semielfo mestizó que tenía que visitada de vez en cuando para pedirle que le diera una o dos gotas de sangre.

Midori se habría negado, pero Caele actuaba tan servilmente y la adulaba tan pródigamente, además de sentirse tan evidentemente aterrado ante ella, que descubrió que disfrutaba con sus visitas. Salía de su cubil y jugaba con él durante un rato, el tiempo suficiente pata que el mestizo se rebajará totalmente y entonces le concedía a regañadientes su petición, si bien, cuando el semielfo recogía la sangre, le lanzaba un bocado por el mero placer de verlo brincar llevado por el pánico.

Nadie más había ido a interrumpir el descanso y las cavilaciones de la dragona. Nuitari había construido un cubil diseñado especialmente para ella, una gran esfera de cristal llena de agua de mar y situada en la base de la totre. Dentro de la inmensa esfera la hembra de dragón podía nadar a placer ya que iba y venía a través de un portal mágico situado en la pared de cristal.

En el centro de la esfera estaba la Sala del Sacrilegio, aunque en realidad no era una sala, sino más bien un pequeño castillo donde se guardaban las reliquias. Cualquier mortal que intentara acceder a los artefactos mágicos no sólo tendría que saber nadar, sino encontrar la forma de eludir al guardián y a otros habitantes de las profundidades. La hembra de dragón no toleraba el jaleo, de modo que sólo admitía en su esfera a aquellas criaturas que fueran silenciosas y esquivas, como las medusas y las pastinacas. Los tiburones eran estúpidos y groseros, pero le proporcionaban unos sabrosos tentempiés además de entretenerla cuando luchaban con los calamares gigantes. A los erizos de mar, con su constante cháchara, no se les permitía entrar allí. En resumen, era una forma agradable de pasar los años del ocaso de una vida.

Midori dormitaba con la cabeza medio metida y medio escondida en la concha, anullada tranquilamente con los ondulantes movimientos de las medusas, cuando oyó abrirse la puerta que conducía a la cámara bajo el agua. Entró una persona.

Creyendo que se trataba del semielfo para pedirle más sangre, Midori decidió que no quería que la molestara en ese momento. Estaba a punto de decirle que se desangrara él y que, si no podía, ella le haría ese favor, cuando de repente se dio cuenta de que no era Caele. Aquella persona era una intrusa.

Midori se metió en la concha y se quedó muy quieta, semejando una vasta formación coralina. Los peces nadaban tranquilamente a su alrededor. Las plantas marinas que le crecían en la espalda se mecían atrás y adelante con las corrientes que giraban en la esfera. Sólo un observador perspicaz que la hubiera observado con detenimiento habría reparado en los ojos amarillos que brillaban en las oscuras profundidades de la concha.

Lo que vio Midori la sorprendió más que todo cuanto había visto en varios milenios.

Salió para investigar más a fondo.


Mina contempló a la dragona presa de un terror que parecía paralizarla. La criatura abrió las fauces. En la espectral luz verdosa del sol brillaron los dientes cuando Midori aspiró e hizo que centenares de indefensos peces le desaparecieran gaznate abajo.

Las fauces de la dragona se cerraron con un seco chasquido. Dos inmensas patas palmeadas impulsaron la voluminosa concha hacia arriba desde el fondo cubierto de algas. La cola del dragón se sacudió en el agua y levantó nubes de sedimento, tras lo cual las patas palmeadas impulsaron a la bestia a través del agua. Con la cabeza erguida y el cuello estirado, la dragona se lanzó directamente hacia Mina.

La joven temió que la bestia tuviera intención de romper la pared de cristal y pasar a través de ella, así que corrió hacia la puerta y la empujó, frenética.

No se abrió. Mina miró hacia atrás. La dragona casi estaba encima de ella. Sus ojos eran enormes, con negras pupilas verticales rodeadas de un llameante iris verde dorado. Era como si sólo los ojos pudieran engullirla. Midori abrió las fauces.

Mina apretó la espalda contra la puerta, con una plegaria a Chemosh a punto de salir de sus labios.

La dragona llegó a la pared de cristal, dio un brusco giro siguiendo la curva de la esfera, y se quedó allí, flotando. Entonces habló y de sus fauces salieron palabras y peces.

—¿Quién eres? ¿De dónde sales?

Mina había esperado una muerte violenta, no una pregunta absurda. Le faltaba el aire para responder.

—¿Y bien? —demandó con impaciencia el dragón.

—Yo... de... la torre... —Mina señaló con un débil gesto la puerta que tenía detrás.

—No me refiero a eso —espetó la hembra de dragón, iracunda—. Quiero decir que quién eres tú, de dónde vienes tú.

Mina había oído decir que a los dragones les gustaba jugar con sus víctimas —por ejemplo, les planteaban adivinanzas— antes de matarlas. Sin embargo, parecía que esta dragona hablaba muy en serio.

«Obviamente no soy hechicera, pero estoy en esta torre. El guardián debe de pensar que he venido invitada por Nuitari. Por eso no me ha matado. Quizá pueda aprovecharme de ese equívoco.»

—Soy amiga del dios —contestó. Eso, al menos, era cierto, ya que no había mencionado de qué dios era amiga—. Cuando esos temblores sacudieron la tone me envió para comprobar que las reliquias no habían sufrido daños.

Los ojos de la hembra de dragón se entrecerraron; estaba molesta.

—¿Te niegas a responder a mi pregunta?

Mina se sintió desconcertada.

—No, simplemente es que... no creí que estuvieses interesada. No tengo inconveniente alguno en contestar. En cuanto a quién soy, me llamo Mina. Soy una huérfana que no guarda recuerdos de la infancia. Y, en respuesta a la pregunta de dónde vengo, he recorrido casi todo Ansalon. Tardaría mucho en explicarte mi historia y tengo que revisar las reliquias...

—Me estás haciendo perder el tiempo. Entra y comprueba los artefactos, pues. Nadie te lo impide —gruñó la hembra de dragón, irascible.

Mina se dio cuenta de que la bestia debía de pensar que Nuitari le había revelado el secreto para acceder al interior de la esfera.

Irritada, Mina pensó que había sido una estúpida al mencionar eso. ¿Qué iba a decir ahora? ¿Que había olvidado lo que le había dicho el dios? ¡Ni siquiera un enano gully se creería algo así!

—Bueno ¿a qué esperas? —espetó la dragona, que la fulminaba con la mirada—. En cuanto a ese galimatías que me has contado sobre que eres huérfana...

La hembra de dragón hizo una pausa y entonces abrió mucho los ojos, repentinamente, mientras adelantaba la cabeza con tal brusquedad que chocó contra el cristal.

—Por mis dientes y mis amígdalas —exclamó—. Por mis pulmones y mi hígado. ¡Por mi corazón y mi estómago y mi colmillo y mi garra del dedo gordo de la zarpa! ¡No lo sabes!

Mina no entendía a qué venía todo eso.

—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó a la hembra de dragón.

Pero la bestia seguía mascullando entre dientes sin prestarle atención ya.

Mina captó unas pocas palabras sueltas entre el despotricar de la criatura.

—¿Qué es lo que no sé? —volvió a preguntar. Algo se retorcía en su interior. Tenía la sensación de que aquello era terriblemente importante.

—No sabes... —la hembra de dragón hizo una pausa muy breve antes de continuar—... cómo entrar aquí, ¿verdad?

No era eso lo que la bestia había querido decir. Ahora le estaba tomando el pelo, se burlaba de ella. Los ojos le relucían y los verdes labios se curvaron en una mueca de desprecio.

—En realidad no tiene truco. Sólo hay que cruzar a través de la pared de cristal, simplemente. En cuanto a respirar bajo el agua, no tendrás problema alguno. Todo es parte de la magia, ¿verdad?

«La dragona intenta engatusarme para que entre —razonó Mina—. Podría quedarme aquí y estar a salvo de ella, pero eso significaría fallarle a mi señor.»

—¡Que Chemosh sea conmigo! —rezó un instante antes de dirigirse hacia la esfera.

Plantó las dos manos en el cristal y recorrió con los dedos los bordes afilados de los signos grabados en la superficie. Se concentró en su punto de destino, el castillo de arena en el centro de la esfera, y, fija la mirada en él y evitando desviarla hacia la dragona, Mina respiró hondo, cerró los ojos y echó a andar.

El vidrio se derritió como hielo a su contacto, y la joven se encontró dentro de la esfera.

Experimentó una extraña sensación. No se movía torpemente ni se ahogaba ni boqueaba para respirar. Era como si su cuerpo hubiese perdido la consistencia sólida. Más que respirar el agua parecía ser una con ella; ahora era agua, no carne. La sensación resultaba maravillosa, liberadora y aterradora, todo a la vez, pero no tenía tiempo para analizar lo que había ocurrido. Se puso en tensión y se giró hacia Midori, convencida de que ahora la criatura atacaría.

Los labios de la hembra de dragón se extendieron en una sonrisa que dejó a la vista los dientes. Pata sorpresa de Mina, la bestia se volteó pesadamente con un movimiento de las aletas y nadó hacia el fondo de la esfera, donde se acomodó sobre la arena.

—Me disculparás —dijo—, pero soy vieja y toda esta excitación me agota. Por favor, no te demores en tu tarea por mi causa.

Los tiburones nadaban alrededor de Mina mientras que las medusas flotaban a una distancia incómoda por su cercanía. Los ojos del calamar se abrieron. Todas las criaturas marinas la observaban, pero ninguna se le acercó.

Mina empezó a nadar en dirección al castillo de arena, sin perder de vista a sus enemigos.

Moviéndose perezosamente en círculos, los tiburones la acompañaron; el calamar se propulsó por el agua, aunque mantuvo las distancias.

Perpleja hasta lo indecible, Mina siguió nadando. Las criaturas marinas la siguieron, observándola, al igual que hacía Midori, cuyos ojos de color dorado verdoso brillaban con lo que quizá fuera regocijo.

Pues claro, habría trampas en el castillo.

Al acercarse a la estructura, Mina nadó a su alrededor hasta llegar a la parte delantera y allí se quedó flotando, mecida suavemente por las corrientes, y la contempló con desconcierto. No había sido una ilusión óptica creada por el agua. El Solio Febalas era un castillo de juguete de un niño, hecho con arena, que daba la impresión de que se desmoronaría en cuanto se lo tocara.

Tendría que ponerse a gatas para cruzar la puerta, e incluso con su esbelta figura le costaría pasar a través.

«¡No hay artefactos! Esto es una broma de mal gusto perpetrada por Nuitari, mas ¿por qué? ¿Por qué tomarse tantas molestias? Desde luego —reflexionó Mina— los actos de los dioses escapan a la comprensión humana. Mi señor se sentirá muy defraudado.»

Mina se volvió a mirar a la dragona, que parecía disfrutar con su desconcierto. La joven se preguntó si debería seguir investigando o si sería mejor renunciar y volver nadando por donde había venido.

«Al menos, debería mirar dentro —decidió—. Mi señor ya se sentirá de sobra contrariado tal como están las cosas. Tendría que darle más detalles.»

Mina se acercó al castillo de arena con precaución, atenta a cualquier trampa y casi temiendo echar abajo la estructura si chocaba contra ella. La parte alta de los muros le llegaba a los hombros.

Alargó la mano para tocar cautelosamente la estructura. Era arena que se había fusionado en un bloque duro como el mármol. No ocurrió nada cuando tocó el muro y de nuevo volvió la vista hacia la hembra de dragón y luego al exterior de la esfera, temerosa de que Nuitari apareciese en cualquier momento.

Fuera no había nadie y el guardián no se había movido.

Mina nadó de nuevo alrededor de la parte frontal del castillo y encontró la entrada, una puerta de unos noventa centímetros de altura y construida con un millar de perlas que brillaban con un lustre púrpura rosáceo. Había un solitario símbolo rallado en una gran esmeralda encastrada en el centro. La joven pasó las yemas de los dedos por la esmeralda.

El signo emitió un cegador destello verde y la puerta de perlas se abrió con una fuerza explosiva. Demasiado tarde, Mina comprendió la trampa. El castillo estaba cerrado herméticamente, estanco al aire para que no entrase el agua, y al abrirse la puerta el cierre hermético había saltado. El agua entraba a raudales y arrastró a Mina. El impulso de la corriente cesó cuando la puerta se cerró y dejó de nuevo al castillo estanco al aire.

Y dejó de nuevo a Mina encerrada en una prisión.

No era de extrañar que la hembra de dragón pareciera divertida.

La fuerza del agua había arrastrado a la joven y la había llevado dando tumbos. Ahora yacía boca abajo en el agua, que le llegaba a la barbilla, aunque el nivel bajaba con rapidez. Tenía que haber un desagüe en el suelo, porque Mina oía el gorgoteo del agua a medida que se iba por el sumidero.

Mina no veía nada en medio de la oscuridad total y se puso de pie despacio, con miedo a golpearse la cabeza contra el techo bajo. No sintió nada, así que alzó la mano, pero siguió sin tocar nada. Lo intentó poniéndose totalmente erguida.

No se golpeó la cabeza. Se quedó inmóvil, por miedo a moverse sin ver nada, hasta que los ojos se le fueron adaptando poco a poco a la penumbra. La estancia no estaba tan oscura como le había parecido al principio. No había luces, aunque algunos objetos de la estancia emitían un suave brillo, así que pudo distinguir su entorno.

Miró a su alrededor, miró arriba y miró abajo. Estaba sin respiración, y las lágrimas le escocieron en los ojos y tornaron borrosas las luces.

Se hallaba en una cámara inmensa, tanto que ni con cien pasos habría recorrido la mitad. El techo con el que había temido golpearse la cabeza era tan alto que apenas alcanzaba a distinguirlo.

Y a su alrededor estaban los dioses.

Cada uno de ellos tenía un nicho excavado en la pared y en cada nicho había un altar. Reliquias consagradas a cada dios se encontraban encima del altar o al pie de éste.

Algunos artefactos brillaban con una luz radiante, otros titilaban y algunos emitían un tenue fulgor. Algunos se hallaban a oscuras, mientras que otros parecían absorber la luz del resto.

Mina cayó de hinojos, temblorosa.

El poder sagrado de los dioses parecía aplastarla.

—Perdonadme, dioses —susurró—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

12

Cuando Nuitari regresó a la torre se la encontró bajo asedio. Al parecer, su hermana Zeboim, diosa de las profundidades, estaba decidida a echarla abajo en pedazos.

Aunque hermanos nacidos de Takhisis y de su consorte Sargonnas, el Señor de la Venganza, Nuitari y Zeboim eran tan diferentes como olas espumosas y luz de luna negra. Zeboim había heredado la naturaleza mudable y la fogosa ambición de su madre, pero carecía de la disciplina de su progenitora. Por el contrario, Nuitari había nacido con la astucia fría y calculadora de su madre, atemperada por su pasión por la magia. Zeboim estaba unida a su padre, Sargonnas, y a menudo colaboraba con él para favorecer la causa de sus amados minotauros, quienes se contaban entre los principales seguidores de la diosa del mar. Nuitari despreciaba a su padre y no lo guardaba en secreto. Tampoco sentía aprecio por los minotauros, razón por la cual había muy pocos hechiceros entre miembros de esa raza.

Nuitari supo de antemano que su hermana se molestaría por haber levantado la antigua Torre de la Alta Hechicería en su mar sin antes pedirle permiso. Conociéndola, sabía que habría sido muy capaz de negárselo llevada por un simple capricho. Temiendo también que aquello le dieta ideas, Nuitari había creído más aconsejable reconstruir la torre antes y pedirle disculpas a su hermana después.

Eso era justo lo que intentaba en ese momento, pero Zeboim se negaba a escucharlo.

—Te lo juro, hermano —dijo Zeboim, furiosa—, ¡que ninguno de tus Túnicas Negras ose poner un pie en el agua o afrontará mi ira! ¡Como uno de tus hechiceros intente darse un baño caliente, lo hundiré para que se ahogue! Cualquier barco que transporte a uno de tus hechiceros naufragará.

Las balsas que lleven a tus hechiceros a través de algún río, se hundirán. Si uno de tus hechiceros pisa un arroyo convertiré ese arroyo en un río embravecido. Si uno de tus hechiceros se atreve siquiera a beber un vaso de agua, se ahogará...

Continuó con lo mismo, vociferando enrabietada y pateando el suelo. Cada vez que soltaba un pisotón, el fondo del océano temblaba. Su ira hacía que la torre se sacudiera en sus cimientos, y Nuitari no quería imaginar siquiera los estragos que esos temblores estarían ocasionando dentro. Había perdido contacto con los dos hechiceros y eso le preocupaba.

—Lo siento, querida hermana, si te he molestado —dijo, contrito—. De verdad que no fue intencionadamente.

—¿Que levantar esta torre sin mi conocimiento no fue algo intencionado? —aulló Zeboim.

—¡Creía que lo sabías! —protestó Nuitari en una actitud que era la viva imagen de la inocencia—. ¡Pensé que estabas al corriente de todo lo que ocurría en tu océano! Si no es así y esto te pilla totalmente por sorpresa, ¿es acaso culpa mía?

Hirviendo en cólera, Zeboim le asestó una mirada fulminante. Se revolvía y se debatía pero no había manera de escapar de la red que con tanta firmeza la tenía atrapada. Si afirmaba que sabía que estaba construyendo la torre, entonces ¿por qué no se lo había impedido si con ello la ofendía? Admitir que no se había enterado de lo que hacía era tanto como admitir que ignoraba lo que sucedía en su reino.

—He estado ocupada con otros asuntos más importantes —arguyó con aire magnánimo—. Pero ahora que lo sé has de ofrecer compensación como desagravio.

—¿Y qué quieres? —preguntó suavemente Nuitari—. Estaré encantado de acceder a tus demandas, querida hermana. Siempre y cuando sean razonables, por supuesto.

Daba por sentado que había descubierto no sólo lo de la torre sino también lo de la Sala del Sacrilegio e imaginaba que le pediría que le devolviera sus reliquias sagradas a cambio de su permiso para conservar la torre. Nuitari estaba dispuesto a entregar uno o incluso dos artefactos si su hermana insistía en sus amenazas contra sus hechiceros. La respuesta de Zeboim fue completamente inesperada.

—Quiero a Mina —declaró.

—¿Mina? —repitió Nuitari, sorprendido. Primero Takhisis. Después Chemosh. Ahora Zeboim. ¿Es que todos los dioses del universo querían a esa chica?

—La tienes prisionera. Me la traerás y, a cambio, podrás conservar tu torre —ofreció Zeboim, magnánima—. No te obligaré a derribarla.

—Qué amable de tu parte, hermana —repuso Nuitari en un timbre melifluo, malévolo—. ¿Por qué quieres a esa chica, si no te importa que te pregunte?

Zeboim alzó la mirada hacia la superficie del océano bañada por el sol.

—¿Cuántos de tus Túnicas Negras crees que navegan por alta mar en este momento, hermano? —preguntó—. Que yo sepa, hay seis ahora mismo.

Alzó las manos y al agua empezó a hervir y a burbujear a su alrededor. La luz del sol se apagó, oculta por nubes tormentosas. Nuitari tuvo visiones de sus hechiceros, que rodaban por las cubiertas zarandeadas y salían arrojados por las bordas.

—¡De acuerdo! ¡La tendrás! —cedió, enfadado—. Aunque no sé para qué la quieres. Le pertenece a Chemosh en cuerpo y alma.

Zeboim esbozó una sonrisa enterada, y Nuitari dedujo de inmediato que ella y Chemosh habían llegado a alguna clase de acuerdo.

—He ahí la razón de que no viniera él a reclamar a su ramera —masculló Nuitari entre dientes—. Has hecho un pacto con Zeboim. Me pregunto con qué fin. Mi torre no, espero.

Miró a su hermana, que le sostuvo la mirada.

—Voy a buscarla —dijo finalmente el dios de la magia.

—Hazlo, y no tardes. Me aburro en seguida —repuso Zeboim.

Le dio a la torre otra pequeña sacudida, de propina.


Nada más entrar en la Torre del Mar Sangriento, Nuitari llamó a sus hechiceros.

No acudieron.

Eso le pareció ominoso. Caele siempre estaba a mano por lo general, desviviéndose para ser siempre el primero en celebrar el regreso de su señor, y Basalto, formal y cumplidor, normalmente lo estaría esperando para lanzarse a enumerar sus quejas contra el semielfo.

Ninguno de los dos apareció en respuesta a la llamada de su señor.

Nuitari volvió a convocarlos, esta vez en tono grave.

No hubo respuesta.

Nuitari se dirigió al laboratorio con la idea de que los hallaría allí. Se encontró con un desorden atroz, con el suelo inundado de pociones derramadas y cristales rotos, un pequeño fuego ardiendo en una esquina y varios diablillos escapados que deambulaban libremente por el laboratorio. Nuitari apagó el fuego con un soplido irritado, atrapó a los diablillos y volvió a encerrarlos en sus jaulas y después siguió buscando a los desaparecidos hechiceros. Presentía que sabía dónde tenía que buscarlos.

Llegó a los aposentos de Mina y encontró la puerta abierta de par en par. Entró en la estancia.

Dos féretros de piedra y ni rastro de Mina.

Retiró las losas que tapaban los sarcófagos. Caele, boqueando para respirar, se aferró a los costados del féretro y se impulsó hacia arriba. El semielfo parecía medio muerto. Intentó ponerse de pie pero las piernas no lo sostenían. Se sentó en el sarcófago y se estremeció. Como los enanos estaban acostumbrados a vivir en lugares oscuros, Basalto se había tomado con calma el confinamiento. Le preocupaba mucho más tener que afrontar la ira de su dios y mantuvo gacha la cabeza, con la capucha echada, mientras procuraba por todos los medios eludir la mirada torva de Nuitari

—Eh... si me disculpas, señor, he de ir a limpiar... —empezó a la par que intentaba abandonar furtivamente la estancia

—¿Dónde está Mina? —demandó el dios.

Basalto echó una mirada en derredor a hurtadillas con la esperanza de que la chica estuviera escondida debajo del sofá. Al no verla, volvió la vista hacia el señor y casi de inmediato la apartó.

—Fue culpa de Caele —masculló el enano en voz baja—. Intentó matarla, peto hizo una chapuza, como siempre, y ella le arrebató el cuchillo...

—¡Víbora! —escupió el semielfo, que salió del féretro casi a rastras y alzó la mano debilitada contra el enano.

—¡Basta ya, los dos! —ordenó Nuitari—. ¿Dónde está Mina?

—Todo ocurrió al mismo tiempo, señor —gimoteó Caele—. Zeboim empezó a zarandear la torre y cuando quise darme cuenta Mina tenía el cuchillo en la mano y amenazaba con matarme...

—Eso es verdad, señor —dijo Basalto—. Mina amenazó con matar al pobre Caele si yo hacía algo para detenerla y, naturalmente, no quise poner en peligro su vida. Entonces apareció Chemosh y nos obligó a meternos dentro de los sarcófagos...

—Mientes —lo interrumpió calmosamente Nuitari— El Señor de la Muerte no puede entrar en mi torre. Ya no.

—Oí su voz, señor —dijo Basalto sin aliento, acobardado—. Sonaba por todas partes. Le hablaba a Mina, le decía que la torre era de ella, salvo por el guardián...

—El guardián —repitió Nuitari, que en ese momento supo dónde había ido Mina: a la Sala del Sacrilegio. Se tranquilizó—. Midori se ocupará de ella, lo que significa que no quedará mucho. Tengo que discurrir algo para apaciguar a mi hermana. Meteré los restos de Mina en una bonita caja y que Zeboim la intercambie con Chemosh por lo que quiera que éste le haya prometido. Promesa, por otra parte, que no tendrá intención de cumplir de todos modos.

Volvió la vista hacia sus dos hechiceros, que se encogieron ante él, arredrados.

—Empezad a limpiar este desastre. —Echó un vistazo a los sarcófagos—. No os deshagáis de ésos. Podrían ser de utilidad en el futuro si osáis desobedecerme otra vez.

—No, señor —farfulló Basalto.

—Sí, señor. —Caele tragó saliva con esfuerzo.

Satisfecho, Nuitari salió para recuperar el cadáver de Mina.


Nuitari esperaba encontrar la esfera marina en gran desorden y confusión: sangre en el agua, la hembra de dragón con aspecto ahíto, los tiburones peleando por las sobras... En cambio, las medusas se mecían en el gigantesco acuario con una calma desquiciante y Midori dormía en el fondo arenoso.

Por lo visto se había preocupado sin motivo; después de todo, Mina no había ido allí. Envió un mensaje urgente a sus hechiceros para que registraran la torre en busca de la chica y se disponía a marcharse con el fin de ayudarlos cuando la hembra de dragón habló:

—Si buscas a la humana, está dentro de tu castillo de arena.

Nuitari se quedó estupefacto un momento y después se abalanzó a través de la pared de cristal para encararse con Midori. Ésta lo observaba desde las negras profundidades de su concha.

—¿Le permitiste entrar? —bramó el dios—. ¿Qué clase de guardián eres?

—Me dijo que la habías enviado tú —repuso la dragona; la concha se desplazó ligeramente—. Dijo que querías que comprobara que los artefactos sagrados no habían sufrido daño con los temblores.

—¿Y creíste sus mentiras? —Nuitari no salía de su asombro.

—No —admitió Midori, brillantes los ojos de color dorado verdoso—, (lomo tampoco creí las tuyas.

—¿Las mías? —Nuitari no le encomiaba sentido a ese comentario. Nunca había mentido a la hembra de dragón; al menos en cosas importantes—. ¿Qué...? ¡Da igual, déjalo! ¿Por qué la dejaste pasar?

—La próxima vez, haz tú mismo el trabajo sucio —gruñó Midori, que metió la cabeza en la concha, cerró los ojos y fingió que dormía.

Nuitari no tenía tiempo de descifrar qué era lo que irritaba al guardián. Debía impedir que Mina se marchara con sus reliquias. Inadvertido y en completo silencio, el dios penetró en el Solio Febalas.

Allí estaba la chica, pero no se dedicaba a saquear el lugar como él había esperado. Se hallaba de rodillas, inclinada la cabeza y las manos fuertemente enlazadas.

—Dioses de la oscuridad, dioses de la luz y dioses que amáis el crepúsculo que media entre unos y otros, perdonadme por profanar este lugar sagrado —rezaba quedamente Mina—. Perdonad la ignorancia de los mortales, la arrogancia y el temor que los conduce a cometer malos actos como éste contra vosotros. Aunque las almas de quienes robaron estos objetos sagrados partieron mucho tiempo atrás, la debilidad humana perdura. Pocos se inclinan ante vosotros. Pocos os veneran. Muchos niegan vuestra existencia o afirman que el ser humano ya no os necesita. Si pudiesen contemplar esta bendita visión y sentir vuestra presencia como la siento yo, toda la humanidad caería de hinojos a vuestros pies y os adorarían.

Nuitari, que —como inculcaba a sus hechiceros— no creía en el uso de la magia para propósitos frívolos, había pensado asirla por la nuca y retorcerle el cuerpo con sus propias manos hasta que se le quebraran los huesos y la sangre corriera roja.

Sin embargo, no la mató. Al mirar alrededor de la cámara vio lo que veía ella, no unas reliquias para trocarlas como cerdos en día de mercado, sino los altares sagrados, la luz divina, el sobrecogedor poder de los dioses. Sintió lo que sentía ella, una presencia sagrada. Nuitari retiró la mano extendida.

—Eres el ser humano más irritante que conozco —dijo, exasperado—. ¡No te entiendo!

Mina alzó la cabeza y la giró para mirarlo. Tenía el rostro húmedo pollas lágrimas; a Nuitari le recordaba una criatura perdida.

—No me entiendo ni yo misma, señor —dijo la chica, que volvió a agachar la cabeza—. Toma mi vida como castigo por mi transgresión al entrar en este lugar sagrado. Merezco morir.

—Mereces morir, sí —aseveró Nuitari, torvo el gesto—. Pero hoy es tu día de suerte. He prometido entregarte a mi hermana, que, a su vez, ha prometido entregarte a Chemosh.

Por el caso que le hizo ella, era como si le hubiese hablado a otra persona. Mina no se movió y siguió encogida en el suelo, abrumada, aplastada por el peso del cielo.

—¿Me has oído? Puedes irte, eres libre —dijo Nuitari—. Aunque he de advertirte que si por desventura te has guardado en la manga algún anillo bendito o algún frasco de una poción para devolver la vida, más te vale que te deshagas de ello antes de marcharte o descubrirás que hoy se te ha acabado la suerte.

—No he tocado nada, mi señor.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta, aunque despacio, como si fuera reacia a marcharse; y su mirada se rezagaba sobre las reliquias sagradas de los dioses.

—Supongo que no serviría de nada preguntar cómo has conseguido soslayar mis salvaguardias mágicas, ¿verdad? —inquirió Nuitari—. ¿Cómo entraste por una puerta sellada mágicamente y protegida con trampas y después pasaste a través de una pared de cristal revestida de signos y cómo es que puedes respirar agua de mar como si fuese aire? Supongo que Chemosh te ayudó en todo esto.

—Le recé a mi señor, sí —respondió Mina con aire absorto.

Nuitari espetó a que se explicara, pero ella no entró en detalles.

—Sin embargo —prosiguió el dios—, me gustaría saber cómo te las arreglaste para pasar ante la dragona. Midori me ha dicho que le contaste una historia inverosímil sobre que yo te había enviado. Creo que lo que pasó realmente fue que estaba dormida y le da miedo admitirlo ante mí.

Mina esbozó una sonrisa al oír aquello.

—Creo que sí dije alguna tontería así, mi señor. La hembra de dragón estaba completamente despierta. Me vio, me habló y me planteó enigmas para que los adivinara. Después me dejó entrar en la esfera.

—¿Enigmas? —Nuitari se mostraba escéptico—. ¿Qué enigmas?

Mina rememoró lo que había ocurrido.

—Eran dos: «¿Quién eres tú?» y «¿De dónde vienes tú?» me preguntó.

—De enigmas tienen poco —manifestó secamente Nuitari.

—Estoy de acuerdo, señor —asintió ella—. No obstante, la dragona se enfadó cuando creyó que eludía contestar a sus preguntas. Por eso me hizo pensar que eran enigmas para hacerme caer en una trampa.

El fondo del mar se sacudió arriba y abajo. La torre tembló en sus cimientos y una voz lanzó una advertencia:

—¡Date prisa, hermano! ¡Me estoy cansando de esperar!

Nuitari retiró el sello de la puerta e hizo un gesto a Mina.

—Esta vez te perdonaré la vida —dijo—. La próxima no seré tan generoso, así que procura que no haya una próxima.

La condujo a través de la puerta, que era la última trampa. Una trampa que no haría saltar el ladrón, sino el artefacto que el ladrón estuviera intentando sacar de la Sala del Sacrilegio. Mina había dicho que no había cogido nada y Nuitari la había creído, por lo que no se sorprendió al ver que pasaba por la puerta sin sufrir daño alguno. Volvió a cerrarla rápidamente al tiempo que tomaba nota mentalmente de reforzar los conjuros que había lanzado sobre ella. No tenía la menor idea de que Chemosh —incluso desde lejos— resultara ser tan experto en atravesar barreras mágicas.

Gesticuló levemente con la mano y Mina desapareció, transportada a través del agua, de la pared de cristal y de los muros de la torre hasta el mar que había más allá, donde la esperaba Zeboim.

Sin confiar realmente en su hermana, Nuitari no la perdió de vista a fin de asegurarse de que mantenía su palabra e interrumpía los ataques a la torre. En el momento en el que tuvo a Mina, Zeboim rodeó a la joven en un tierno abrazo y ambas desaparecieron.

Nuitari regresó a la esfera para interrogar a la hembra de dragón y se encontró con que Midori se había ido.

No era habitual que el guardián se ausentara, pues sólo salía de vez en cuando para cazar. Sin embargo, sospechó que esta vez se había ido sin tener intención de regresar. Se había mostrado muy enfadada con él.

Nuitari continuó en el interior de la esfera, fija la mirada en el Solio Fe-balas. Repasó todo aquello relacionado con Mina.

Acabó decidiendo que Mina sólo era un incordio.

—Vete y no vuelvas —masculló. Con un suspiro, salió para intentar encontrar a la dragona y aplacar su enfado.

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