Libro I En el nombre de Chemosh

Prólogo

Timoteo Curtidor no era un hombre malo, sólo era débil.

Tenía esposa, Gerta, y un bebé recién nacido que estaba sano y era precioso. Los amaba entrañablemente a los dos y habría dado la vida por ellos. Lo malo es que era incapaz de ser fiel a su esposa. Se sentía terriblemente culpable por su «pindongueo», como lo llamaba él, y cuando el bebé nació se prometió a sí mismo que jamás volvería a mirar siquiera a otra mujer.

Pasaron tres meses y Timoteo mantuvo su promesa. De hecho había rechazado a un par de sus antiguas amantes, a quienes explicó que era un hombre nuevo, cosa que parecía verdad porque realmente adoraba a su hijo y sólo sentía gratitud y amor por su esposa.

Entonces, un día Lucy Ruedero entró en su tienda.

Aunque venía de una familia de curtidores, Timoteo había sido aprendiz de zapatero y se ganaba la vida haciendo y reparando calzado.

—Quiero saber si este zapato tiene arreglo —dijo Lucy.

Puso el pie en un taburete bajo y se remangó la falda hasta más arriba de la rodilla, de manera que dejó a la vista una pierna contorneada y aún más.

—¿Y bien, maese Curtidor? —inquirió pícaramente ella.

Timoteo apartó la vista de la pierna de la joven, no sin esfuerzo, y la bajó al zapato. Estaba completamente nuevo. Alzó los ojos hacia la chica, que le sonrió. Después ella se bajó la falda y se inclinó, supuestamente para atarse el zapato, si bien le mostró el generoso busto todo el rato. El zapatero se fijó en una señal que tenía en el pecho izquierdo; parecía la marca de un beso. Se imaginó posando los labios en aquel mismo lugar y se quedó sin aliento.

Lucy era una de las chicas más bonitas de Solace y también una de las más inalcanzables, si bien corrían rumores...

Al igual que Timoteo, estaba casada. Su esposo era una bestia de hombretón, amén de terriblemente celoso.

La joven se irguió y se colocó bien la blusa mientras echaba una ojeada a la puerta.

—¿Podrías ocuparte del zapato ahora? Realmente lo necesito. Lo necesito terriblemente...

—¿Y tu esposo? —preguntó Timoteo entre toses.

—Ha salido de cacería. Además, podrías echar el cerrojo para que nadie te interrumpiera en tu trabajo.

Timoteo pensó en su esposa y en su hijo, pero no estaban allí y Lucy sí. Se levantó de la banqueta y se dirigió a la puerta, que cerró con llave. Era casi cualquier cliente pensaría que había ido a casa a comer.

Para más segundad, condujo a Lucy a la trastienda. Ya mientras cruzaban la tienda la mujer se puso a besarlo, a acariciarlo, a desabrocharle la camisa y toquetearle los pantalones. En su vida había conocido a alguien tan ardiente, y a él lo consumía la pasión. Se tendieron sobre un montón de pieles apiladas. Lucy se despojó de la blusa y el zapatero le besó el pecho justo sobre la marca de los labios, pero ella le puso la mano sobre la boca.

—Quiero que hagas algo por mí, Timoteo —dijo, entre jadeos. —¡Cualquier cosa! —Apretó el cuerpo contra el de la mujer, pero ella lo mantuvo a raya.

—Quiero que te entregues a Chemosh.

—¿A Chemosh? —Timoteo rió. ¡No era el momento más oportuno para discutir sobre religión!—. ¿El dios de los muertos? ¿A qué viene eso?

—Sólo es algo que se me ha antojado —contestó Lucy mientras enroscaba el cabello del hombre en un dedo—. Soy una de sus seguidoras. Y es el dios de la vida, no de la muerte. Son esos horribles clérigos de Mishakal los que van diciendo cosas malas sobre él. No debes creerles.

—No sé... —A Timoteo aquello le parecía muy raro.

—Deseas complacerme ¿verdad? —preguntó Lucy a la par que le besaba el lóbulo de una oreja—. Soy muy agradecida con los hombres que me complacen.

Deslizó las manos hacia abajo por el cuerpo del hombre. Era muy diestra, y Timoteo gimió de deseo.

—Sólo tienes que decir: «Me entrego a Chemosh» —susurró Lucy—. A cambio tendrás vida eterna, juventud eterna... Y a mí. Si quieres podremos hacer el amor así todos los días.

Timoteo no era un hombre malo, sólo era débil. Jamás había deseado tanto a una mujer como deseaba a Lucy en ese momento. No era religioso en absoluto y no veía qué había de malo en prometer algo a Chemosh si con eso la hacía feliz.

—Me entrego a Chemosh... y a Lucy —dijo, bromeando.

Lucy le sonrió y presionó los labios contra el pecho izquierdo del hombre, sobre el corazón.

Un dolor espantoso acometió a Timoteo. El corazón empezó a latirle desbocado, irregularmente. El dolor se extendió por los brazos, torso abajo y por las piernas. Intentó apartar a Lucy, frenético, pero la mujer tenía una fuerza terrible y lo mantuvo inmóvil sin dejar de apretar los labios contra su pecho. Sintió un espasmo en el corazón. Quiso gritar, pero le faltaba el aliento. El cuerpo se le estremeció, lo sacudió una convulsión y se puso rígido a medida que el dolor, como si fuera la mano de un dios maligno, lo asía y lo estrujaba, lo retorcía, lo desgarraba y lo arrastraba a la oscuridad.

Timoteo salió de la oscuridad y entró en un mundo que parecía todo él penumbra. Vio objetos que le resultaban familiares pero que no conseguía reconocer. Sabía dónde estaba, pero eso no tenía importancia. Le daba igual. La mujer con la que había estado se había marchado. Intentó recordar su nombre, pero le fue imposible.

Sólo había un nombre en su mente, y fue el que pronunció:

—Mina...

Sabía quién era a pesar de que no la conocía. Tenía unos preciosos ojos ambarinos.

—Ven a mí —lo llamó Mina—. Mi señor Chemosh te necesita. —Iré —prometió Timoteo—. ¿Dónde te encontraré? —Sigue la calzada hacia el amanecer. —¿Quieres decir que abandone mi casa? No, no puedo... El dolor asaltó a Timoteo, un dolor espantoso que eta como la agonía de la muerte.

—Sigue la calzada hacia el amanecer —repitió Mina. —¡Lo haré! —jadeó, y el dolor cesó.

—Tráeme discípulos —le dijo—. Da a otros el regalo que se te ha dado a ti. Jamás morirás, Timoteo, jamás envejecerás, jamás sentirás temor. Da a otros ese regalo.

La imagen de su esposa acudió a su mente. Timoteo tuvo la vaga sensación de que no quería hacer eso, de que le causaría un gran daño a Gerta si le hacía eso. No, no lo...

El dolor lo desgarró, lo retorció, lo estrujó.

—¡Lo haré, Mina! —gimió—. ¡Lo haré!

Timoteo fue a casa con su familia. El bebé descansaba en la cuna echando la siesta de la tarde, pero Timoteo no le hizo el menor caso. No recordaba que fuera hijo suyo ni le importaba nada. Sólo veía a su esposa y sólo oía una voz, la de Mina, ordenándole: «Tráela...».

—¡Querido! —lo saludó Gerta, complacida pero sorprendida—. ¿Qué haces en casa a esta hora?

—Vine para estar contigo, amor mío —contestó Timoteo, que la estrechó entre sus brazos y la besó—. Vamos a la cama, esposa.

—¡Tim! —Gerta soltó una risita e intentó, sin demasiado empeño, apartarlo—. ¡Aún es de día!

—¿Y eso qué importa? —No dejaba de besarla, de tocarla, y sintió que ella se derretía entre sus brazos.

—El niño... —dijo Gerta, haciendo un último y débil intento.

—Está dormido. Vamos. —Timoteo llevó a su esposa al lecho—. ¡Déjame probarte que te amo!

—Sé que me amas —repuso Gerta, que se acurrucó contra él y empezó a responder a sus besos.

Comenzó a desabrocharle la túnica, pero Timoteo le asió las manos.

—Hay algo que has de hacer como prueba de que me amas, esposa. Recientemente me he convertido en seguidor de un dios, Chemosh, y quiero que compartas el gozo que yo he hallado en servirlo.

—Oh, pues claro que sí, esposo, si eso es lo que quieres —respondió Gerta—. Pero no sé nada sobre dioses. ¿Qué clase de dios es Chemosh?

—Un dios de vida eterna —dijo Timoteo—. ¿Te entregarás a él?

—Haré lo que sea por ti, esposo.

Él abrió la boca para decir algo, pero se frenó. Notaba una lucha en su interior. El rostro se le contrajo en un gesto de dolor. —¿Qué te ocurre? —preguntó ella, alarmada.

—¡Nada! Me ha dado un calambre en el pie, eso es todo. Di las palabras: «Me entrego a Chemosh».

Gerta hizo lo que le pedía y añadió: —Te amo.

Entonces Timoteo musitó algo muy raro mientras se inclinaba sobre ella y apretaba los labios contra su pecho, sobre el corazón. —Perdóname...

1

Ausric Krell, Caballero de la Muerte, contempló atónito cómo una pieza blanca del khas, el kender, corría a través del tablero, se abalanzaba a toda velocidad contra el caballero oscuro de sus fichas y luchaba a brazo partido con él. Ambas piezas cayeron del tablero y empezaron a rodar por el suelo.

«¡Eh, un momento! Eso va contra las reglas», fue el primer pensamiento indignado de Krell.

El segundo pensamiento, estupefacto, fue: «Jamás había visto hacer eso a una pieza de khas».

El tercer pensamiento incluía una conclusión reveladora: «Ésa no es una pieza de khas normal y corriente».

El cuarto pensamiento fue profundamente receloso: «Aquí está pasando algo muy raro».

Después de eso, los pensamientos que tuvo fueron tremendamente embarullados, sin duda debido al hecho de que estaba enzarzado en un combate contra una mantis gigantesca para salvar su existencia como muerto viviente.

Krell siempre había detestado a los bichos, y esa mantis en particular resultaba realmente aterradora con sus tres metros de longitud, esos ojos bulbosos, el caparazón verde y seis patas enormes del mismo color, dos de las cuales asían a Krell mientras las mandíbulas se cerraban como un cepo sobre su espíritu acobardado y el bicho empezaba a mascar ruidosamente su cerebro.

Tras un instante aterrador, Krell comprendió que aquél no era un insecto normal. En alguna parte había un dios involucrado en aquello, un dios al que no le caía muy bien, lo cual no era nada fuera de lo normal. Krell se las había ingeniado para indisponerse con varios dioses a lo largo de su vida, incluidas la fallecida y no llorada Takhisis, Reina de la Oscuridad, y su caótica y vengativa hija, esa diosa del mar, Zeboim, que se había indignado cuando descubrió que Krell era el responsable de la traición y el asesinato de su amado hijo, lord Ariakan.

Zeboim lo había capturado y lo había matado lentamente, sin apresurarse lo más mínimo. Cuando finalmente no quedó una sola chispa de vida en el cuerpo mutilado, le había echado una maldición por la que lo convirtió en un Caballero de la Muerte, y lo encerró en la incomunicada y execrable isla del Alcázar de las Tormentas, donde otrora había servido al hombre al que traicionó, para que permaneciera allí durante toda la eternidad con el recuerdo de su crimen siempre presente.

El castigo de Zeboim no había causado exactamente el impacto que había esperado obtener. Otro famoso Caballero de la Muerte, lord Soth, había sido una figura trágica, consumida por el remordimiento que, a la larga, había hallado la salvación. A Krell, por otro lado, le gustaba su actual condición de muerto viviente. En la muerte había encontrado lo que siempre le había gustado en vida: la habilidad de intimidar y atormentar a los que eran más débiles. En vida, el aguafiestas de Ariakan le había impedido dar rienda suelta a esos placeres sádicos. Krell se había convertido en uno de los seres más poderosos de Krynn, y sacaba de ello un gozoso provecho.

Su mera presencia, embutido en la negra armadura y el yelmo con cuernos de carnero tras el cual ardían los rojos ojos de un muerto viviente, infundía el terror en el corazón de aquellos tan necios o atrevidos que se aventuraban en el Alcázar de las Tormentas para buscar el tesoro que, según se suponía, habían dejado allí los caballeros. Krell gozaba inmensamente de la compañía de esos aventureros. Obligaba a sus víctimas a jugar al khas con él y animaba las partidas torturándolos hasta que al fin sucumbían.

Zeboim había sido un fastidio por tenerlo prisionero en el Alcázar de las Tormentas, hasta que Krell despertó el interés de Chemosh, Señor de la Muerte. Krell había llegado a un acuerdo con Chemosh y se había ganado la libertad del Alcázar de las Tormentas. Con la protección del dios de los muertos, Krell había podido incluso hacerle burla a Zeboim.

Chemosh tenía en su posesión el alma de lord Ariakan, el amado hijo de la diosa del mar. El alma se hallaba atrapada en una pieza de khas. Chemosh tenía esa alma como rehén para asegurarse el «buen comportamiento» de Zeboim. Tenía planes respecto a cierta torre ubicada en el Mar Sangriento y no quería que la diosa del mar se entrometiera.

Zeboim, sulfurada, había enviado a uno de sus fieles —un miserable monje— al Alcázar de las Tormentas para que rescatara a su hijo. Krell había descubierto al monje merodeando y, feliz como siempre de tener visita, había «invitado» al monje a jugar al khas con él.

Para ser justos con Krell, el caballero muerto ignoraba que al monje lo enviaba la diosa, y la idea de que hubiese ido allí con el propósito de robar la pieza de khas que retenía el alma de Ariakan jamás se le pasó por la cabeza. Para empezar, su cerebro nunca había sido gran cosa y ahora parecía haberse reducido más al estar embutido en un pesado y aterrador yelmo de acero; un cerebro con el que un insecto gigante, enviado por un dios, se daba un banquete en ese momento.

El dios era del condenado monje, un monje que no había jugado limpio. En primer lugar, había llevado consigo una pieza de khas ilícita; en segundo lugar, esa pieza de khas había realizado un movimiento ilegal; y en tercer lugar, el monje —en lugar de retorcerse y gemir de dolor después de que Krell le hubo roto varios dedos— lo había atacado físicamente con un bastón que resultó ser un dios.

Krell luchó con la mantis dominado por un pánico ciego, con puñetazos, patadas y golpes hasta que, de repente, el insecto desapareció.

El bastón del monje volvía a ser un bastón tirado en el suelo. Krell estaba a punto de pisotearlo para hacerlo astillas cuando se le ocurrió un quinto pensamiento.

¿Y si, al tocar el bastón, éste volvía a convertirse en una mantis?

Sin quitarle ojo, Krell sorteó el bastón con un amplio rodeo mientras evaluaba la situación. El monje había huido, cosa que era de esperar. Ya se ocuparía de él luego. Después de todo, no iba a ir a ningún sitio, ya que no podía abandonar aquella condenada roca. La inmensa fortaleza se erguía en lo alto de unos acantilados cortados a pico y azotados por las olas del turbulento mar. Krell levantó el tablero que el monje había tirado y recogió las piezas sólo para asegurarse de que la preciada pieza de khas que le había entregado Chemosh se hallaba a salvo.

No era así.

Febril, Krell colocó todas las piezas en el tablero de khas. Faltaban dos; una era la que albergaba el alma de Ariakan, la pieza que Chemosh le había ordenado guardar aún a costa de su existencia de muerto viviente.

El Caballero de la Muerte empezó a transpirar un sudor helado, algo nada fácil de hacer cuando no se tenía carne que se estremeciera ni entrañas que se agarrotaran. Krell cayó de hinojos. La pieza del caballero no estaba; tampoco la del kender.

—¡El monje! —gruñó.

Espoleado por la vivida imagen de lo que Chemosh le haría si perdía la pieza del caballero que contenía el alma de Ariakan, Krell se lanzó en persecución del monje.

No esperaba que aquello le llevara mucho tiempo. El monje estaba destrozado, tanto física como anímicamente, y casi no podía caminar, cuanto menos correr.

Salió de la torre, en la que habían estado disputando una partida tan cómoda y amistosa hasta que el monje la había echado a perder, y entró en el patio central del Alcázar. Vio en seguida que el monje tenía una aliada: Zeboim, la diosa del mar. Cuando apareció Krell, las densas nubes tormentosas se cerraron en el cielo y un siseante rayo cayó en la torre que acababa de abandonar.

Krell no era una de las grandes mentes intelectuales del mundo, pero de vez en cuando, a la desesperada, tenía destellos de lucidez.

—No me pongas la mano encima, Zeboim —bramó—. ¡Ese monje tuyo cogió la pieza equivocada! Tu hijo sigue en mi poder. ¡Si haces algo para ayudar a escapar a ese ladrón, Chemosh hará que fundan a tu precioso chico de peltre y que batan su alma hasta que caiga en el olvido!

El farol de Krell funcionó. Los relámpagos saltaron, vacilantes, de nube en nube; el viento encalmó, el cielo se tornó más plomizo y unos cuantos granizos tintinearon sobre el yelmo de acero de Krell. La diosa le escupió lluvia, pero eso fue todo.

Zeboim no osó hacerle daño. No osó acudir en ayuda del monje.

En cuanto a éste, avanzaba animosamente sobre las rocas en un vano intento de escapar. Hundidos los hombros, el hombre inhalaba de manera entrecortada. Estaba casi acabado; su diosa lo había abandonado, y Krell esperaba que se rindiera, que capitulara, que suplicara por su miserable vida. Eso era exactamente lo que el propio Krell había hecho en una situación semejante, si bien a él no le funcionó. Y tampoco le iba a funcionar a ese monje.

Una vez más, el hombre no jugó limpio y, en lugar de darse por vencido, empleó la fuerza que le quedaba en avanzar directamente hacia el borde del acantilado con pasos inestables.

¡Madre del Abismo! Krell, conmocionado, adivinó su intención. ¡El imbécil iba a saltar al vacío!

Si saltaba se llevaría consigo la pieza de khas, sin posibilidad de que Krell pudiera recuperarla, ya que no tenía la menor intención de ponerse a nadar en las infestadas aguas de Zeboim.

Tenía que agarrar al monje e impedirle que saltara. Por desgracia, hacerlo no era una tarea fácil de conseguir. Su forma corpulenta, embutida en la armadura completa de un Caballero de la Muerte, se movió con pesada lentitud. No podía correr.

Las piezas de la armadura tintinearon y entrechocaron ruidosamente. Las pisadas retumbantes hicieron temblar el suelo. Contempló con creciente terror que el monje le iba sacando más distancia.

Krell halló una aliada inesperada en Zeboim. También ella temía por la pieza de khas que el monje llevaba encima e intentó detener al hombre. Dejó caer sobre él un aguacero y fuertes ráfagas de viento lo zarandearon, pero el miserable monje se levantó y siguió adelante.

Llegó al borde del acantilado. Krell sabía lo que había abajo: peñascos de granito aserrados tras una caída de más de veinte metros.

—¡Detenlo, Zeboim! —bramó Krell—. ¡Si no lo haces lo lamentarás!

El monje sostenía una bolsita de cuero en una mano y se la guardó debajo de la pechera de la ensangrentada túnica.

En medio de resbalones y juramentos, Krell avanzó a trancas y barrancas por las rocas a la par que blandía la espada.

El monje subió a una repisa que sobresalía por encima del mar, y alzó el rostro al cielo encapotado de negros nubarrones pero iluminado intensamente por el miedo de la diosa.

—Zeboim, estamos en tus manos —gritó el monje.

Krell soltó un rugido de rabia.

El monje saltó.

Krell avanzó a bandazos entre las rocas; el impulso que llevaba lo condujo a un paso tan frenético que llegó al borde del acantilado antes de que se diera cuenta y estuvo a punto de precipitarse al mar.

El Caballero de la Muerte se tambaleó adelante y atrás durante lo que fue un instante de pánico —que le habría hecho dar un vuelco al corazón de haberlo tenido— antes de conseguir recuperar el equilibrio. Retrocedió unos pasos inestables, a trompicones, y después se adelantó centímetro a centímetro y se asomó cautelosamente por el borde. Esperaba ver el cuerpo destrozado del monje tendido sobre las rocas y a Zeboim lamiendo a lengüetazos su sangre.

Nada.

—Estoy jodido —masculló Krell, taciturno.

El Caballero de la Muerte alzó la vista al cielo, donde los nubarrones se volvían más oscuros y más densos. El viento empezó a soplar, comenzaron a caerle encima lluvia y granizo, rayos y truenos, cellisca y nieve, grandes fragmentos de una torre cercana.

Krell habría corrido a pedir protección a Chemosh pero, por desgracia, Chemosh era el dios que le había entregado la pieza de khas que acababa de perder. Al Señor de la Muerte no se lo conocía por ser misericordioso o clemente.

—En algún lugar de esta isla tiene que haber un agujero lo bastante profundo y oscuro donde un dios no me pueda encontrar —razonó al tiempo que evitaba por un pelo que una gárgola de piedra lo aplastara al precipitarse sobre él.

Dio media vuelta y desanduvo sus pasos bajo la furiosa tormenta.

2

Rhys Alarife era el monje que había tomado la desesperada decisión de saltar por el acantilado del Alcázar de las Tormentas. Había apostado la vida y la de su amigo Beleño, el kender, confiando en que Zeboim no los dejaría morir. No podía, ya que Rhys tenía en su posesión el alma de su hijo.

Al menos eso era lo que Rhys esperaba. Su mente tenía presente la alternativa de que, si la diosa lo había abandonado, podía morir lentamente y torturado a capricho por el cruel Caballero de la Muerte, o podía morir rápidamente en las rocas de allá abajo.

Dejando que ocurriera lo que quisiera la suerte, Rhys saltó al mar en una zona del Alcázar de las Tormentas donde no había rocas. Se zambulló en el agua y se hundió a tanta profundidad que la luz diurna se desvaneció muy por encima de él. Manoteó en la heladora oscuridad, sin saber dónde era arriba y dónde abajo. Tampoco es que importara: jamás podría alcanzar la superficie. Se estaba ahogando, tenía los pulmones a punto de reventar. Cuando abriera la boca se tragaría una muerte gorgoteante y asfixiante...

La mano inmortal de una diosa iracunda penetró en las profundidades de su océano, aferró a Rhys Alarife por el cogote, lo sacó de las aguas y lo arrojó a la orilla.

—¿Cómo te atreves a poner en peligro a mi hijo? —gritó la diosa. Siguió dando rienda suelta a su ira, pero Rhys no la oía. Cerrándose como las aguas del mar, la furia de Zeboim se cernió sobre su cabeza y ya no supo nada.

Rhys yacía boca abajo en la cálida arena. La tánica de monje estaba empapada, al igual que los zapatos. El cabello mojado le caía sobre la cara, y tenía los labios con un cerco blanco de sal; sal que también notaba dentro de la boca y en la garganta.

De pronto unas manos fuertes le dieron la vuelta, lo pusieron boca arriba, le echaron los brazos por encima de la cabeza y empezaron a bajarlos y a subirlos en un movimiento de bombeo para sacarle el agua de los pulmones.

Escupió agua de mar entre toses.

—Ya era hora de que volvieras en ti —dijo Zeboim sin dejar de subirle y bajarle los brazos.

Gimiendo, Rhys consiguió emitir una protesta que más parecía un graznido.

—¡Basta! ¡Por favor! —De nuevo vomitó agua de mar. La diosa lo soltó y dejó que los brazos del hombre cayeran con flojedad en la arena.

A Rhys le ardían los ojos a causa de la sal y apenas podía abrirlos. Atisbo entre los párpados entrecerrados el repulgo de un vestido verde que ondeaba sobre la arena, cerca de su cabeza. Los dedos de un pie descalzo y bien formado le dieron golpecitos.

—¿Dónde está, monje? —demandó Zeboim.

La diosa se arrodilló a su lado; los ojos verde-azulados relucían. Un viento constante agitaba la espuma marina que era su cabello. Zeboim lo agarró del pelo, le levantó la cabeza de un tirón y le asestó una mirada fulminante.

—¿Dónde está mi hijo?

Rhys intentó hablar, pero tenía la garganta en carne viva, reseca. Se pasó la lengua por los labios cubiertos de sal. —Agua —pidió con voz áspera.

—¡Agua! ¡Te has bebido la mitad de mi océano! —estalló Zeboim—. Oh, vale —añadió, enojada, mientras Rhys cerraba los ojos y dejaba caer la cabeza en la arena, desmadejado—. Toma. No bebas mucho o volverás a vomitar. Limítate a enjuagarte la boca.

Lo incorporó un poco mientras le acercaba a los labios la copa que sostenía en la otra mano. La diosa podía ser tierna cuando quería. El monje sorbió el fresco líquido con gratitud, y Zeboim le pasó los dedos humedecidos por los labios y los párpados para quitarles la sal.

—Ya está —dijo en tono tranquilizador—. Ya has tomado agua. —El timbre de su voz se endureció—. Ahora déjate de darme largas. Quiero a mi hijo.

Cuando Rhys alargó las manos hacia la pechera de la túnica, donde había guardado la bolsita de cuero, el dolor lo asaltó y no pudo menos que dar un respingo. Alzó las manos. Tenía los dedos de color púrpura y doblados en ángulos extraños. Era incapaz de moverlos.

Zeboim lo miró y aspiró por la nariz.

—¡Yo no soy la diosa de la curación, si es lo que estás pensando! —le dijo fríamente.

—No os he pedido que me sanéis, majestad —repuso Rhys, prietos los dientes.

Lentamente, metió la mano tullida en la pechera de la túnica y suspiró con alivio al tantear el cuero mojado. Había albergado el temor de que la bolsa se le hubiera perdido en la zambullida desde lo alto del acantilado. Tanteó la bolsa torpemente, pero no podía mover los dedos rotos lo suficiente para abrirla.

La diosa le asió la mano y, de uno en uno, tiró de los dedos y le colocó los huesos en su sitio. El dolor fue espantoso y por un instante Rhys creyó que iba a desmayarse. Sin embargo, una vez que Zeboim hubo terminado, los huesos rotos estaban curados. Las magulladuras amoratadas desaparecieron y la inflamación empezó a disminuir. Por lo visto Zeboim tenía su propio toque curativo.

Rhys permaneció tendido en la arena, bañado en sudor, a la espera de que las náuseas remitieran.

—Te lo advertí —dijo la diosa—. No soy Mishakal.

—No, majestad, pero gracias de todos modos —murmuró el monje.

Las manos sanadas buscaron bajo la túnica y sacaron la bolsa de cuero. Tras aflojar el lazo que la cerraba, la volcó boca abajo. Dos piezas de khas cayeron en la arena, un caballero montado en un dragón azul y un kender.

Zeboim se apoderó rápidamente de la pieza del caballero y la sostuvo en la mano mientras la acariciaba y le hablaba con dulzura.

—Hijo mío. Mi querido hijo. Tu alma será liberada, iremos a ver a Chemosh inmediatamente.

Se produjo una pausa en la que la diosa parecía estar escuchando, y a continuación habló de nuevo, la voz alterada:

—No discutas conmigo, Ariakan. ¡Tu madre sabe lo que es mejor!

Acunando en las manos la figura de khas, Zeboim se puso de pie. Las nubes tormentosas oscurecían el cielo. Se levantó aire y aventó los punzantes granos de arena contra la cara de Rhys.

—¡No os vayáis aún, majestad! —gritó el monje, desesperado—. ¡Quitad el hechizo al kender!

—¿Qué kender? —inquirió despreocupadamente Zeboim. Jirones de nubes se enroscaron a su alrededor, prestos a transportarla lejos.

Rhys se incorporó de un brinco, asió la figura del kender del khas y la sostuvo frente a la diosa.

—El kender arriesgó la vida por vos, al igual que yo —dijo Rhys—. Haceos esta pregunta, majestad: ¿por qué iba Chemosh a liberar el alma de vuestro hijo?

—¿Que por qué? ¡Porque yo lo ordeno, por eso! —replicó la diosa, aunque sin el brío habitual en ella. Parecía insegura.

—Chemosh hizo esto por una razón, majestad —continuó Rhys—. Lo hizo porque os teme.

—Pues claro que me teme —repuso Zeboim a la par que se encogía de hombros—. Como todo el mundo. —Hubo cierta vacilación antes de que la diosa añadiera-: Pero no me importaría oír lo que tengas que decir al respecto. ¿Por qué crees que Chemosh me teme?

—Porque habéis descubierto muchas cosas sobre los Predilectos, esos terribles muertos vivientes que ha creado. Habéis descubierto demasiadas cosas sobre Mina, la mujer que es su cabecilla.

—Tienes razón. Esa niñata, Mina. Me había olvidado de ella. —Zeboim lanzó a Rhys una mirada de reconocimiento reacio—. También tienes razón en cuanto a que el Señor de la Muerte no liberará el alma de mi hijo. No sin coerción. Necesito algo que lo obligue a hacerlo. Necesito a Mina. Tienes que encontrarla y traérmela. Tarea que, según recuerdo, te encargué en primer lugar. —Zeboim lo miró, ceñuda—. De modo que ¿por qué no lo has hecho?

—He estado ocupado salvando a vuestro hijo, majestad —respondió Rhys—. Reanudaré la búsqueda, pero para dar con Mina necesito la ayuda del kender...

—¿Qué kender?

—Beleño. Este kender, majestad —dijo el monje al tiempo que alzaba la pieza de khas, que agitaba frenéticamente los diminutos brazos—. El acechador nocturno.

—¡Oh, de acuerdo! —Zeboim esparció arena sobre la pieza de khas, y Beleño se desplegó en todos sus ciento treinta centímetros junto a Rhys.

—¡Devuélveme a mi tamaño normal! —gritaba en ese momento el kender, que miró a su alrededor y parpadeó—. Oh, ya lo has hecho. ¡Vaya! ¡Gracias!

Beleño se tanteó todo el cuerpo y se llevó las manos a la cabeza a fin de asegurarse de que el copete seguía en su sitio. Se miró la camisa para comprobar que seguía llevando puesta una, como así era. También vestía calzas; y eran de su color preferido, púrpura, o al menos ése era el color que habían tenido en su momento. Ahora mostraban una peculiar tonalidad malva. Escurrió el agua que le empapaba la camisa, las calzas y el copete, y entonces se sintió mejor.

—No volveré a quejarme de ser bajo —le confió a Rhys en un cuchicheo.

—Si eso es todo lo que puedo hacer por vosotros dos, tengo otros asuntos urgentes que... —empezó Zeboim en tono cortante.

—Una cosa más, majestad —la interrumpió Rhys—. ¿Dónde estamos?

Zeboim echó una vaga ojeada en derredor.

—Estáis en una playa junto al mar. ¿Cómo quieres que sepa dónde? Para mí todas son iguales, no presto atención a esas cosas.

—Hemos de volver a Solace, majestad, a fin de buscar a Mina. Sé que tenéis prisa, pero si pudieseis trasladarnos allí...

—¿Y no os gustaría que os llenara los bolsillos de esmeraldas? —inquirió la diosa con una mueca sarcástica—. ¿Y qué tal daros un castillo con vistas a las costas del mar de Sirrion?

—¡Sí! —gritó Beleño con entusiasmo.

—No, majestad —dijo Rhys—. Trasladadnos simplemente a...

Dejó de hablar porque ya no había una diosa que lo oyera. Sólo estaban Beleño y varias personas que parecían sobresaltadas, así como un inmenso vallenwood que sostenía un edificio de tejado de dos aguas sobre sus ramas robustas.

Un gozoso ladrido resonó en el aire. Una perra negra y blanca salió corriendo del rellano donde había estado dormitando al sol. El animal bajó la escalera precipitadamente, esquivando las piernas de la gente, a punto de tirar a varias personas patas arriba.

Corriendo a través del prado, Atta se abalanzó sobre Rhys y saltó a sus brazos.

El monje aferró el peludo cuerpo que se retorcía de contento y estrechó a la perra contra él con la cabeza hundida en el pelaje, húmedos los ojos de un líquido más dulce que el agua del mar.

Los cristales de colores de las ventanas captaron los últimos rayos del sol vespertino. La gente subía y bajaba la larga escalera que conducía desde el suelo hasta la posada de El Ultimo Hogar, asentada en la copa del árbol.

—Solace —exclamó Beleño con satisfacción.

3

Vaya, así me convierta en un ogro amante de elfas de ojos azules! —Gerard palmeó a Rhys en la espalda y después le estrechó la mano, aunque seguidamente volvió a darle palmadas en la espalda al tiempo que le sonreía—. Jamás pensé que volvería a verte a este lado del Abismo. —El alguacil hizo una pausa antes de agregar medio en broma, medio en serio-: Supongo que querrás que te devuelva a tu perra pastora de kenders.

Atta se acercó presurosa a Beleño para retorcerse junto a él y darle un rápido lametón, tras lo cual regresó corriendo con Rhys. Se sentó a sus pies, alzada la cabeza para mirarlo, abierta la boca y con la lengua colgando.

—Sí, quiero recuperar a mi perra —contestó el monje mientras se agachaba para rascarle las orejas.

—Me lo temía. Solace tiene ahora a los kenders más formales de todo Ansalon. Sin ánimo de ofender, amigo —añadió en favor de Beleño.

—No me he ofendido —repuso el kender alegremente. Olisqueó el aire—. ¿Qué especialidad hay en el menú de esta noche en la posada?

—Vale, ya está bien, vecinos, seguid con lo que estuvieseis haciendo —ordenó Gerard mientras agitaba las manos a la muchedumbre que se había agrupado cerca de ellos—. El espectáculo ha terminado. —Miró de reojo a Rhys y añadió en voz baja—. ¿Hago bien en suponer que se ha terminado, hermano? Imagino que no vas a experimentar una combustión espontánea ni nada por el estilo, ¿verdad?

—Espero que no —contestó Rhys con cierto recelo. Sabía bien que estando involucrada Zeboim sería mejor no prometer nada.

Unos cuantos vecinos remoloneaban por allí con la esperanza de disfrutar de más emociones; pero, conforme pasaba el tiempo y no ocurría nada más interesante que ver gotear la ropa mojada del monje y a un kender empapado, hasta los más ociosos siguieron su camino. Gerard se volvió hacia Rhys.

—¿Qué has estado haciendo, hermano? ¿Lavarte la ropa sin quitártela? Y el kender también. —Alargó la mano y sacó un trocito de planta viscosa, de color rojo pardusco, enredado en el pelo del kender—. ¡Algas! Y el océano más próximo se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de aquí. —Gerard los observó atentamente.

«Claro que ¿por qué me sorprendo? La última vez que os vi a los dos estabais metidos en una celda con una chiflada. Cuando quise darme cuenta, ambos habíais desaparecido y yo me encontraba solo con una lunática que me sacó de la celda lanzándome por el aire con un capirotazo y después me dejó fuera de mi propia cárcel sin dejarme entrar. ¡Tras lo cual también ella se esfumó!

—Creo que te debemos una explicación —dijo Rhys. —¡Me parece que sí! —gruñó el alguacil—. Vamos a la posada. Os podréis secar en la cocina y Laura os preparará algo de comer... —¿Qué es hoy? —lo interrumpió Beleño.

—¿Hoy? Día cuarto. ¿Por qué? —repuso Gerard con impaciencia.

—Día cuarto... ¡Oh, el menú especial son chuletas de cordero, con patatas hervidas y gelatina de menta! —exclamó Beleño, entusiasmado.

—Me parece que no es una buena idea ir a la posada —adujo Rhys—. Hemos de hablar en privado.

—¡Oh, pero, Rhys, son chuletas de cordero! —se lamentó Beleño.

—Iremos a mi casa —propuso Gerard—. No está lejos. No tengo chuletas de cordero —añadió al advertir la expresión sombría del kender—. Pero no ha)' nadie que haga el pollo guisado mejor que yo, en mi opinión.

La gente miraba al monje y al kender cuando pasaban a su lado por las calles de Solace; saltaba a la vista que se preguntaba cómo se las habían apañado esos dos para mojarse así en un día de sol radiante, sin una nube en el cielo. No habían llegado muy lejos, sin embargo, antes de que Beleño se frenara de golpe.

—¿Por qué nos dirigimos hacia la cárcel? —preguntó, desconfiado.

—No te preocupes, mi casa está cerca de la prisión —lo tranquilizó el alguacil—. Vivo cerca por si surgen problemas. La casa entra en mi salario.

—Ah, vale, entonces de acuerdo —respondió Beleño, aliviado.

—Comeremos y beberemos algo y tú podrás recuperar el bastón, hermano —añadió Gerard, como si acabara de recordarlo—. Te lo he guardado para dártelo cuando volvieras.

—¡Mi bastón! —Ahora le llegó el turno a Rhys de pararse de golpe, y miró a su amigo, estupefacto.

—Supongo que es tuyo. Lo encontré en la celda de la prisión después de que os fuisteis. Ibas con tanta prisa que se te olvidó —añadió con guasa. —¿Estás seguro de que el bastón es mío?

—Aunque yo no lo estuviera, Atta sí —contestó Gerard—. Duerme al lado todas las noches.

Beleño miró de hito en hito al monje. —Rhys... —empezó el kender.

El monje sacudió la cabeza con la esperanza de evitar la pregunta que sabía vendría a continuación.

—Pero, Rhys, tu bastón... —insistió el kender, perseverante.

—Ha estado en buenas manos todo este tiempo, a salvo —lo interrumpió el monje—. No tendría que haberme preocupado por lo que podía haberle pasado.

Beleño cedió, pero siguió echando miradas desconcertadas a Rhys mientras caminaban. El monje no había olvidado su bastón en la celda. Había llevado consigo el emmide —una especie de vara de combate— en el imprevisto viaje al castillo del Caballero de la Muerte. Lo más probable era que el cayado les hubiese salvado la vida al sufrir la milagrosa transformación de deslucido bastón de madera a una gigantesca mantis religiosa que había atacado al Caballero de la Muerte. Rhys había dado por perdido el cayado en el Alcázar de las Tormentas y sintió una dolorosa punzada de pena por dejárselo allí a pesar de que había sido una huida a la desesperada. El emmide era sagrado para Majere, el dios a quien Rhys había dado la espalda.

Al parecer, el dios se negaba a darle la espalda a Rhys.

Con humildad, agradecimiento y desconcierto, Rhys consideró la intervención de Majere en su vida. Había pensado que el sagrado bastón era un regalo de despedida de su dios, una señal de que Majere había comprendido y perdonado a su reincidente seguidor. Cuando el emmide se había transformado en una mantis religiosa para atacar a Krell, Rhys había tomado aquello como una gracia final del dios. Sin embargo, el emmide había reaparecido, le había sido entregado a Gerard —un antiguo Caballero de Solamnia— para que lo guardara a buen recaudo; tal vez fuera una señal de que ese hombre era digno de confianza, así como una señal de que Majere aún estaba interesado en el monje.

«El camino hacia mí pasa a través de ti. Conócete a ti mismo y me conocerás», enseñaba Majere.

Rhys había creído que se conocía a sí mismo; entonces había llegado aquel día terrible en el que su desdichado hermano había asesinado a sus padres y a los hermanos de la orden de Rhys. Ahora se daba cuenta de que sólo había conocido el lado suyo que caminaba bajo el sol a lo largo de la orilla del río. No conocía ese otro lado que se arrastraba por el oscuro abismo de su alma. No lo había descubierto hasta que prorrumpió en gritos de tabia y experimentó deseos de venganza.

Ese lado oscuro lo había impulsado a rechazar a Majere por ser un dios de «no intervención» y aunar fuerzas con Zeboim. Había partido del monasterio para salir al mundo a buscar a su execrable hermano, Lleu, y llevarlo ante los tribunales. Había encontrado a su hermano, pero las cosas no habían sido así de sencillas.

Tal vez Majere y sus enseñanzas tampoco eran tan fáciles. Tal vez el dios era mucho más complejo de lo que Rhys había creído. Desde luego, la vida resultaba bastante más complicada de lo que jamás habría imaginado.

Un brusco tirón en la manga lo sacó de sus cavilaciones. Miró a Beleño.

—Sí, ¿qué pasa?

—No fui yo —dijo el kender, que añadió a la par que señalaba-: Fue él.

Rhys cayó en la cuenta de que el alguacil debía de haberle estado hablando todo ese tiempo.

—Perdona, Gerard, mis pensamientos tomaron un curso y no daba con el camino de vuelta. ¿Me decías algo?

—Te preguntaba si has vuelto a ver a esa lunática que aparentemente se cree con derecho a encerrarse en mi prisión o salir de ella cuando le apetece.

—¿Está allí ahora? —preguntó el monje, alarmado.

—No lo sé —replicó secamente Gerard—. No he mirado en los últimos cinco minutos. ¿Qué sabes sobre ella?

Rhys tomó una decisión. Aunque todavía había muchas cosas turbias, la señal del dios parecía muy clara. El alguacil era un hombre en el que podía confiar. ¡Y los dioses sabían que necesitaba confiar en alguien! No podía seguir cargando solo con esa responsabilidad.

—Te lo explicaré todo, Gerard. Al menos todo aquello que se puede explicar.

—Que no es mucho —masculló Beleño.

—En este momento, agradeceré cualquier aclaración por pequeña que sea —manifestó Gerard con el corazón en la mano.


La explicación quedó aplazada durante un rato. El agua salada que formaba una costra en su piel empezó a picarles, así que los dos, Rhys y Beleño, decidieron bañarse en el lago Crystalmir. La diosa del mar, habiendo recobrado a su hijo, se había dignado generosamente quitar la maldición que le había echado y el lago había recuperado su estado de cristalina pureza. Los peces muertos que sofocaban sus aguas se habían retirado en carros y se habían echado en los campos como nutrientes de las cosechas, si bien la pestilencia aún no había desaparecido del todo y los dos se lavaron lo más de prisa posible. Después de asearse, Rhys limpió la sangre y la sal de su túnica mientras Beleño restregaba sus ropas. Gerard les proporcionó indumentaria para que se pusieran mientras las suyas se secaban al sol.

Mientras se bañaban, el alguacil guisó un pollo en caldo condimentado con cebollas, zanahorias, patatas y algo que llamó su propio ingrediente especial secreto: clavo.

La casa de Gerard era pequeña pero cómoda. Estaba construida en el suelo, no en las ramas de uno de los famosos vallenwoods de Solace.

—Sin intención de ofender a los que moran en los árboles —aclaró el alguacil mientras repartía el pollo con un cucharón en platos y se los ofrecía a sus invitados—, me gusta vivir en un sitio donde si resulta que soy sonámbulo no me romperé el cuello.

Le dio a Atta un hueso de vaca y la perra se acomodó sobre los pies de Rhys para roerlo, satisfecha. El cayado del monje se encontraba en el rincón junto a la chimenea.

—Es tu... ¿Cómo lo has llamado? —preguntó Gerard.

—Emmide.

Rhys pasó la mano por la madera. Recordaba cada imperfección, cada bulto y cada nudo, cada muesca y cada corte que el emmide había ido recopilando a lo largo de más de quinientos años de proteger a los inocentes.

—El cayado es imperfecto, pero el dios lo ama —susurró—. Majere podría tener una vara del mismo metal mágico con el que se forjan las Dragonlances, pero su bastón es de madera, simple madera defectuosa. A pesar de esas imperfecciones, jamás se ha quebrado.

—Si estás diciendo algo importante, hermano, entonces habla en voz alta —dijo Gerard.

Rhys echó otra lenta mirada a la vara y después volvió a su silla.

—El bastón es mío —dijo—. Gracias por guardármelo.

—No es gran cosa por su aspecto —comentó Gerard—. Sin embargo, tú pareces darle importancia. —Esperó a que Rhys se tragara la cucharada de guiso y entonces añadió suavemente—: Bien, hermano, oigamos tu historia.

El kender sostenía un trozo de pan en una mano y una pata de pollo en la otra. Alternaba bocados a uno y a otro y los engullía atropelladamente, tanto que en cierto momento se atragantó.

—Despacio, kender. ¿Qué prisa tienes? —le dijo Gerard.

—Temo que no nos quedemos mucho tiempo aquí —masculló Beleño, al que le escurría salsa barbilla abajo.

—¿Y eso por qué?

—Porque no nos vas a creer. Te doy unos tres minutos para que nos saques de un empellón por la puerta.

El alguacil frunció el entrecejo y se volvió hacia Rhys. —¿Y bien, hermano? ¿Os voy a echar de aquí?

El monje guardó silencio un momento mientras se preguntaba por dónde empezar.

—¿Recuerdas que hace unos cuantos días te planteé una pregunta hipotética? ¿Que qué dirías si te contaba que mi hermano era un asesino? ¿Te acuerdas de eso?

—¡Pues claro! —exclamó Gerard—. A punto estuve de encerrarte por no informar de un asesinato. Algo sobre tu hermano Lleu que había matado a una chica... Lucy Ruedero, ¿no es así? Hablabas como si lo dijeras en serio, hermano. Te habría creído si no hubiese visto a Lucy con mis propios ojos esa misma mañana, viva como tú. Y mucho más guapa.

—¿Has vuelto a verla desde entonces? —Rhys miró al alguacil con intensidad.

—No, qué va. Pero sí vi a su esposo. —Gerard puso un gesto sombrío—. O lo que quedaba de él. Troceado con un hacha y los pedazos metidos en un saco que apareció tirado en el bosque.

—¡Los dioses nos asistan! —exclamó Rhys, horrorizado.

—A lo mejor dijo que no quería servir a Chemosh —sugirió lúgubremente Beleño—. Como tus compañeros monjes.

—¿Qué monjes? —demandó Gerard.

—¿Dices que Lucy ha desaparecido? —preguntó a su vez Rhys.

—Aja. Le dijo a la gente que ella y su marido se iban de la ciudad para visitar un pueblo vecino, pero hice averiguaciones. Lucy no regresó, por supuesto, y ahora sabemos lo que le ocurrió a su esposo.

—¿Hiciste averiguaciones sobre ellos? —preguntó el monje, sorprendido—. Creía que no me habías tomado en serio.

—Al principio no lo hice —admitió Gerard, que se recostó cómodamente en la silla—. Pero después de que encontramos el cadáver de su marido me puse a pensar. Como te dije durante esa misma conversación, no eres muy hablador, hermano. Tenía que haber alguna razón para que dijeras lo que dijiste, de modo que, cuanto más pensaba en ello, menos me gustaba. Combatí en la Guerra de los Espíritus, luché contra un ejército de fantasmas. No me habría creído algo así si alguien me lo hubiera contado. Mandé a uno de mis hombres a ese pueblo para ver si podía encontrar a Lucy.

—Deduzco que no dio con ella.

—Nadie sabía nada de la chica en el pueblo. Al final resultó que ni se había acercado por allí, además de no ser la única que desapareció. Hemos tenido una racha de gente joven desaparecida. Dejan casa, familia y trabajos bien remunerados sin una palabra. Una pareja joven, Timoteo y Gerta Curtidor, abandonó a su bebé de tres meses, un niño al que ambos querían entrañablemente. —Echó una mirada de soslayo a Beleño—. Así que no tienes que embucharte la comida, kender. No voy a echaros a la calle.

—Es un alivio —contestó Beleño al tiempo que se limpiaba las migas caídas en la camisa prestada. Echó mano a una manzana.

—Y ya no digamos vuestra misteriosa desaparición de la celda de la cárcel —añadió el alguacil—. Pero empecemos por Lucy y Lleu, tu hermano. Afirmas que él la mató...

—Lo hizo —corroboró sosegadamente Rhys, que de repente se sentía muy aliviado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima—. La asesinó en nombre de Chemosh, Señor de la Muerte.

Gerard se sentó derecho y se echó hacia adelante para mirar al monje a los ojos.

—Estaba viva cuando la vi, hermano.

—No, no lo estaba —replicó el monje—, y tampoco lo está mi hermano. Ambos estaban... están... muertos.

—Tan muertos como mi abuela —intervino Beleño, que dio un mordisco a la manzana con aire satisfecho. Se limpió el jugo con el envés de la mano—. Se nota en los ojos.

—Será mejor que empieces por el principio, hermano —pidió Gerard, que sacudió la cabeza, confuso.

—Ojalá pudiera—musitó Rhys.

4

Verás, alguacil, no sé dónde empieza la historia —explicó Rhys—. Es como si la historia me hubiese encontrado a mí cuando iba por la mitad. Eso ocurrió cuando mi hermano, Lleu, fue de visita al monasterio. Lo llevaron nuestros padres porque se estaba desmandando, se iba de juerga, frecuentaba malas compañías. No vi en ello nada más que el ímpetu y la irreflexión de la juventud. En realidad estaba ciego. El maestro de nuestra orden y Atta vieron claramente lo que yo no supe captar: que a Lleu le pasaba algo muy malo.

La perra alzó la cabeza y miró a Rhys mientras movía la cola. El monje acarició el suave pelaje del animal.

—Tendrías que haber visto a Atta. Al instante se dio cuenta de que mi hermano era una amenaza. Llegó incluso a morderlo, algo que jamás hace.

—Cierto. —Gerard miró a la perra y se frotó la barbilla—. Ni siquiera cuando se la provoca. —Calló, pensativo, sin quitar la vista del animal—. Me pregunto...

—¿Te preguntas qué, alguacil?

—No importa, hermano, dejemos eso ahora —dijo Gerard al tiempo que sacudía la mano—. Continúa.

—Esa noche —prosiguió Rhys—, mi hermano envenenó a los hermanos de la orden y a nuestros padres. Asesinó a veinte personas en nombre de Chemosh.

Gerard se levantó bruscamente de la silla y miró al monje, estupefacto.

—Intentó matarme a mí también, pero Atta me salvó la vida. —Rhys posó la mano en la cabeza de la perra con un gesto de agradecimiento—. Esa noche perdí la fe en mi dios. Estaba furioso con Majere por permitir que les sobreviniera algo tan malo a quienes eran sus leales y devotos servidores. Busqué un nuevo dios, uno que me ayudara a encontrar a mi hermano y a vengar las muertes de quienes amaba. Grité al cielo y una deidad me respondió.

—Que te responda un dios no es nada bueno, nunca —comentó Gerard, grave el gesto.

—Era la diosa Zeboim —explicó Rhys.

—Pero no aceptaste su patrocinio... —empezó Gerard—. ¡Por el cielo, lo aceptaste! ¡Esa es la razón de que ya no seas monje! Y esa mujer... Esa demente que estaba en mi cárcel... Y los peces muertos... Zeboim —acabó, sobrecogido.

—Estaba alterada —dijo Rhys como disculpándola—. Chemosh tenía esclavizada el alma de su hijo.

—Me convirtió en una pieza de khas —intervino Beleño—. ¡Sin pedirme permiso! —Indignado, el kender tomó otro trozo de pollo—. Entonces nos trasladó en un visto y no visto al Alcázar de las Tormentas para que nos enfrentásemos a un Caballero de la Muerte. ¡Un Caballero de la Muerte! ¡Alguien que va por ahí mutilando a la gente! ¿No es eso una locura? Y encima está el hijo, Ariakan. ¡No me hagas hablar mal de él!

—Lord Ariakan —repitió lentamente el alguacil—. El comandante de los caballeros negros durante la Guerra de Caos.

—Ese mismo.

—¿El que lleva muerto unos cincuenta años?

—Tal como pone en la lápida: «Muerto, pero no olvidado» —citó Beleño—. Ése era su problema. Lord Ariakan no pudo olvidar. ¿Y crees que se sintió agradecido porque Rhys y yo intentáramos salvarlo? Ni pizca. Lord Ariakan se negó en redondo a venir conmigo. Tuve que correr por el tablero y tirarlo al suelo. Esa parte tuvo su punto de emoción. —Beleño sonrió al recordarlo, pero de repente su gesto se tornó compungido.

«O lo habría tenido si Rhys no hubiera estado sangrando con los huesos rotos asomándole por la piel en los dedos que le había roto el caballero.

Gerard bajó la vista hacia las manos del monje. Los dedos parecían estar en perfecto estado.

—Entiendo. Dedos rotos —dijo.

—Lo que nos pasó a nosotros no tiene importancia, alguacil —afirmó Rhys—. Lo que importa es que hemos de encontrar la forma de parar a esos Predilectos de Chemosh, como se autodenominan. Son monstruos que van por ahí matando para vivir aunque, de hecho, están muertos...

—Eso puedo confirmarlo —dijo Beleño.

—Y, lo que es más, no se los puede destruir. Lo sé —añadió Rhys—. Lo intenté. Maté a mi hermano. Le rompí el cuello con el emmide. Se recuperó como te recuperarías tú tras chocar contra una puerta.

—Y yo intenté echarle uno de mis conjuros. Soy un místico, ¿sabes? —añadió Beleño, orgulloso. Después suspiró—. No creo que Lleu lo notara siquiera. Utilicé uno de mis conjuros más poderosos con él.

—Tienes que ser consciente de la gravedad de la situación, alguacil —prosiguió Rhys, muy seriamente—. Los Predilectos engatusan jóvenes y los conducen a su perdición sin que nadie pueda evitarlo... Al menos de la forma en la que lo hemos intentado. Lo que es más, tampoco podemos advertir a la gente sobre ellos porque nadie nos creería. Los Predilectos tienen la apariencia de una persona normal y actúan en todos los sentidos como cualquiera lo haría. Yo podría ser uno de ellos, alguacil, y no te darías cuenta.

—No lo es, por cierto —afirmó Beleño—. Yo sé distinguirlos.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Gerard.

—Los de mi clase vemos de inmediato que están muertos —contestó Beleño—. No tienen el halo cálido que irradia del cuerpo, como lo tenéis tú y Rhys y Atta y cualquiera que esté vivo.

—Los de tu clase, dices. ¿Te refieres a los kenders?

—No cualquier kender adulto. Los kenders acechadores nocturnos. Pero mi padre dice que hay muchos como nosotros.

—¿Y qué me dices de ti, hermano? ¿Lo sabes con sólo mirar? —Era obvio que Gerard procuraba por todos los medios que su tono no sonara escéptico.

—A primera vista no. Pero, si me acerco lo suficiente, lo noto en sus ojos. Como dice Beleño, no hay luz en ellos, no hay vida. Los ojos de los Predilectos son los ojos muertos y vacíos de un cadáver. Hay otras formas de identificarlos; por ejemplo, los Predilectos de Chemosh poseen una fuerza increíble. No se les puede hacer daño ni se los puede matar. Y creo bastante probable que todos lleven una marca en el pecho izquierdo, sobre el corazón. La marca del beso letal que los ha matado.

Rhys calló, pensativo, e intentó recordar todo cuanto podía acerca de su hermano.

—Hay algo más que resultaba chocante en Lleu y que podría aplicarse a todos los Predilectos. Con el tiempo, mi hermano, o más bien esa cosa que fue mi hermano, parece que ha ido perdiendo la memoria. Lleu no me recuerda en absoluto ahora. No se acuerda de haber matado a sus padres ni de ninguno de los otros crímenes que ha cometido. Parece incapaz de retener nada en la memoria durante un período largo. Lo he visto engullir una comida entera y al cabo de un momento protestar porque tenía mucha hambre.

—Sin embargo recuerda que tiene que matar en nombre de Chemosh —adujo Gerard.

—Sí —admitió Rhys, sombrío—. Es lo único que recuerdan.

Atta reconoce a los Predilectos cuando los ve —abundó Beleño al tiempo que daba una palmadita a la perra, la cual aceptó el gesto afectuoso de buen grado aunque saltaba a la vista que esperaba recibir otro hueso—. Si Atta los identifica, quizá otros perros también lo hagan.

—Eso explicaría un pequeño misterio al que he estado dándole vueltas —comentó Gerard, que miraba a Atta con interés. Sacudió la cabeza—. Aunque de ser así, entonces sería una noticia luctuosa. Veréis, la he llevado conmigo cuando realizaba mi trabajo. Me ayuda con el problema kender y también me es útil en otras cosas. Es una buena compañera y la voy a echar de menos, hermano. No me importa decírtelo.

—Quizá, cuando regrese al monasterio, pueda entrenar a otro perro, alguacil... —Rhys hizo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de decir. «Cuando regrese.» En ningún momento había tenido intención de volver allí.

—¿Lo harías, hermano? —A Gerard se le notaba complacido—. ¡Sería estupendo! En cualquier caso y retomando lo que os estaba diciendo, Atta y yo comemos a diario en El Ultimo Hogar. Todos los de allí, la clientela habitual, conocen a Atta. Mis amigos se acercan y le hacen caricias, y ella se comporta siempre como una dama, muy amable y educada.

Rhys acarició las sedosas orejas de la perra.

—Bien, pues un día, ayer de hecho, uno de los habituales, un granjero que viene a vender sus productos en el mercado, comió en la posada como tiene por costumbre. Se agachó para acariciar a Atta como hace siempre, sólo que esta vez ella le gruñó y le lanzó un mordisco. Él rió y se apartó comentando que debía de haberla pillado en un mal momento. Entonces hizo intención de sentarse a mi lado y Atta se levantó en un visto y no visto, e interpuso el cuerpo entre él y yo. Tenía el pelo erizado. Le gruñó de nuevo y esta vez le enseñó los dientes. ¡Yo no entendía qué le pasaba! —Gerard parecía sentirse embarazado.

»Me temo que le hablé con aspereza, hermano. Y me la llevé al establo, donde la dejé atada hasta que aprendiera a comportarse. Me parece que le debo una disculpa. —Arrancó una tira de pollo y se la dio a la perra—. Lo siento, Atta. Por lo visto sabías lo que hacías en todo momento.

—¿Qué pasó con el granjero?

Gerard negó con la cabeza.

—No he vuelto a verlo desde entonces. —Se recostó otra vez en la silla, fruncido el entrecejo.

—¿Qué piensas, alguacil? —preguntó Rhys.

—Que si estos dos son capaces de identificar a esos Predilectos sólo con verlos podríamos tender una trampa. Pillar a uno con las manos en la masa. —Eso ya lo hice yo —lo atajó el monje, sombrío—. Me quedé allí mirando, impotente, mientras mi hermano mataba a una joven inocente. No tomaré parte en el mismo error de nuevo.

—Eso no ocurrirá esta vez, hermano —arguyó Gerard—. Tengo un plan. Llevaremos guardias, mis mejores hombres. Le pediremos al Predilecto que se rinda y, si no funciona, tomaremos medidas más drásticas. Nadie saldrá herido. Yo me ocuparé de que sea así.

Rhys seguía sin convencerse.

—Una pregunta más —dijo Gerard—. ¿Qué tiene que ver Zeboim con todo esto?

—Por lo visto hay una guerra entre los dioses...

—Justo lo que nos hacía falta —estalló Gerard, enfadado—. Los mortales conseguimos por fin establecer la paz en Ansalon, relativamente hablando, y ahora los dioses empiezan a pelearse de nuevo. Apostaría a que es una pugna por el poder ahora que la Reina de la Oscuridad ha desaparecido. Y a nosotros, los pobres mortales, nos pilla en medio. ¿Por qué no nos dejan en paz los dioses, hermano? ¡Solventemos cada cual nuestros propios problemas!

—Lo hemos hecho de maravilla hasta ahora —dijo secamente Rhys.

—Todos los problemas que han azotado este mundo siempre los han causado los dioses —afirmó con vehemencia el alguacil.

—Los dioses no —lo contradijo suavemente Rhys—. Los mortales en nombre de los dioses.

Gerard soltó un resoplido.

—No digo que las cosas fueran mucho mejor cuando los dioses no estaban, pero al menos no teníamos muertos vivientes caminando por ahí y asesinando... —Vio que el monje parecía sentirse incómodo e interrumpió su perorata.

»Lo siento, hermano. No me hagas caso. Este asunto me exaspera. Continúa con tu historia. Necesito saber todo lo que sea posible si voy a combatir a esos seres.

Rhys vaciló antes de proseguir en voz queda.

—Cuando perdí la fe clamé para que un dios, cualquier dios, se pusiera de mi parte. Zeboim respondió a mi plegaria, una de las pocas veces que ha prestado oído a cualquiera de mis plegarias. La diosa me dijo que la persona que estaba detrás de todo esto era una mujer llamada Mina...

—¡Mina!

Gerard se puso de pie tan de prisa que volcó el cuenco de pollo y lo desparramó por el suelo, para alegría de Atta. Estaba bien entrenada para pedir, pero, según la Ley Inmortal de los Perros, si la comida caía al suelo, entonces se le echaba el guante.

Beleño soltó un grito consternado y se agachó para salvar algo, pero Atta demostró ser mucho más rápida que él. La perra se tragó lo que quedaba de pollo sin molestarse siquiera en masticarlo.

—¿Qué sabes de la tal Mina? —inquirió el monje, sobresaltado por la brusca reacción de Gerard.

—La conozco, hermano. La he visto —contestó Gerard, que se pasó los dedos por el pelo amarillo, con el resultado de que se le puso de punta—. Y te diré una cosa, Rhys Alarife. Es algo que no quiero volver a repetir. No parece de este mundo, ésa. Si está detrás de esto... —Enmudeció, caviloso.

—Sí —lo apremió Rhys—. Si está detrás de esto ¿qué?

—Entonces creo que más vale que me replantee mis planes —contestó Gerard, sombrío. Se dirigió hacia la puerta—. Tú y el kender no os mováis. Tengo trabajo que hacer. Os necesitaré en Solace unos cuantos días, hermano.

—Lo siento, alguacil —dijo Rhys al tiempo que sacudía la cabeza—, pero he de seguir buscando a mi hermano. Ya he perdido un tiempo precioso...

Gerard se paró en la puerta abierta y se volvió.

—Y cuando lo encuentres, hermano, ¿qué harás entonces? ¿Te limitarás a ir tras él y ser testigo de sus asesinatos? ¿O quieres pararlo de una vez por rodas?

Rhys no respondió, sólo miró a Gerard en silencio.

—Me vendría bien tu ayuda, hermano. La tuya, la de Attay, sí, incluso la del kender-añadió a regañadientes—. ¿Os quedaréis los tres unos pocos días?

—¡Un alguacil que pide ayuda a un kender! —exclamó Beleño, sin salir de su asombro—. Apuesto a que eso no ha ocurrido jamás en toda la historia del mundo. Quedémonos, Rhys.

Los ojos del monje se sintieron atraídos hacia el emmide, apoyado en el rincón.

—De acuerdo, alguacil, nos quedaremos.

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