Mi nombre es Innombrable…
Invocaciones, 9:7
Lejos de estar nivelado, el suelo del corredor se iba inclinando a intervalos irregulares; unas veces atravesaba corrientes de agua y otras se encajonaba hasta conformar una grieta tan estrecha que Maddy debió ladearse para poder proseguir el avance. La muchacha había invertido las runas a fin de cerrar la boca del túnel, por lo cual no contaba con ninguna luz del exterior y ahora el único medio para alumbrar la oscuridad era la runa Bjarkán que llevaba en la punta de los dedos.
Sin embargo, notó al cabo de unos cuantos minutos que el pasaje se había abierto un poco y que la tierra de las paredes daba paso a otro material duro, casi con la textura del vidrio. Se dio cuenta de que era roca cuando se adentró más en la ladera de la colina; se trataba de algún tipo de mineral oscuro y brillante, con la superficie interrumpida ocasionalmente por afloramientos cristalinos que brillaban como un racimo de agujas.
El suelo también empezó a cambiar tras media hora de caminata, momento en que apareció la misma roca vítrea y unas láminas fosforescentes salpicaron las paredes, a resultas de lo cual el camino se hallaba tenuemente iluminado.
Había coloridas firmas mágicas por doquier, como si fueran madejas de hilo de tela de araña. Eran demasiadas para contarlas o identificarlas. Muchas mostraban restos de magia -ensalmos, encantamientos, algunos elaborados y otros simples runas- tan fáciles de seguir como las marcas de las ruedas de un carro en un camino enlodado.
Digitó Yr, la runa de la protección, para mantenerse oculta, pero incluso así, estaba segura de que entre tantos artefactos tenía que haber disparado unas cuantas alarmas. Se preguntó con una cierta incomodidad qué clase de araña debía de vivir en una telaraña tan intrincada, y su mente se volvió hacia el Tuerto y a la persona -amigo o enemigo- que tanto temía, y que debía permanecer allí a la espera en el corazón de la montaña.
«¿Qué es lo que estoy buscando?», se preguntó. ¿Y qué era lo que podría saber el Tuerto sobre un tesoro de la Era Antigua?
«Bien -se dijo a sí misma-, hay una única manera de averiguarlo», y el simple hecho de estar bajo la colina era muy emocionante de por sí, al menos por el momento. Empezaba a especular sobre la posible profundidad del pasadizo en el preciso instante en que notó que el suelo descendía de forma abrupta ante sus pies y las paredes del túnel, que había sido muy angosto hasta ese momento, se abrían a ambos lados hasta revelar un vasto cañón subterráneo, que se ampliaba más allá del campo de visión de Maddy hasta formar un laberinto de túneles y una enorme extensión de cavernas y corredores.
Durante un buen rato fue incapaz de hacer otra cosa que no fuera observar con asombro aquel pasaje, que daba a una empinada escalera tallada en la pared de roca y descendía hasta llegar a una enorme galería cuyo trayecto se veía interrumpido de vez en cuando por otros pasillos y las bocas de cuevas que se abrían a intervalos en las paredes del cañón, con lo que parecían pasarelas suspendidas, iluminadas por antorchas o lámparas colgantes en el lado más lejano.
Ella había esperado hallar una sola caverna, quizás incluso un solo pasaje, pero en vez de eso había cientos, si no miles de cuevas y pasadizos. Oyó el burbujeo de una corriente de agua al fondo del cañón. Reinaba una oscuridad demasiado intensa a pesar de los fanales como para que ella pudiera ver el caudal en sí, pero podía adivinar que era ancho y de aguas rápidas. La voz del torrente sonaba como la de un lobo con la garganta llena de piedras.
También en esa zona había hechizos, firmas mágicas y dedos verdes fosforescentes por doquier, y las paredes estaban tachonadas de pepitas de mica. Hilillos de agua serpenteaban por los muros donde lanzaban sus zarcillos unas flores de intenso olor a almizcle, los lirios pálidos y tristes del Trasmundo.
– Dioses, ¿y por dónde empiezo?
«Bueno, quizá convendría empezar por iluminar esto un poco más», dijo en su fuero interno antes de alzar la mano y trazar Sol. Le centellearon las puntas de los dedos y los pequeños cristales embutidos en los escalones y en las paredes relumbraron con un brillo repentino.
Era manifiestamente insuficiente para alumbrar la totalidad del vasto techo, pero eso la hizo sentirse mucho mejor al aminorar las posibilidades de caerse por las escaleras. Al mismo tiempo tuvo la impresión de haber visto por el rabillo del ojo algo muy próximo al recodo. El ser buscó a toda velocidad el cobijo de las sombras en cuanto ella encendió la luz mágica. Prácticamente no se lo pensó antes de trazar a Naudr con forma de red y lanzarla con un giro de los dedos.
– ¡Tú otra vez! -exclamó la muchacha nada más ver lo que había capturado. El trasgo escupió, pero no pudo escaparse-. ¡Para ya! -le ordenó Maddy, dibujando la runa un poco más ceñida. El trasgo puso mala cara, pero se quedó tranquilo-. Eso está mejor. Y bien, ahora, Rastri-llero -la criatura hizo un bufido, puf-, quiero que te quedes aquí conmigo. Nada de escabullirte esta vez, ¿entiendes?
– Puf -repitió el cautivo-. Todo este escándalo por un traguito de cerveza…
Dio igual porque no se movió, pero miró a Maddy con sus ojos ambarinos, manteniendo los labios retraídos sobre sus dientes agudos.
– ¿Por qué me estás siguiendo?
El trasgo se encogió de hombros.
– ¿Qué, curiosidad, zagala?
Ella se echó a reír.
– Más aún, conozco tu nombre.
El ser no dijo nada, pero sus ojos llamearon.
– Aquello que nombras es aquello que dominas. Así es, ¿no?
El trasgo continuó sin decir nada.
Maddy sonrió ante aquel inesperado golpe de suerte. No estaba segura de cuánto duraría su control sobre él, pero su tarea se simplificaría si podía tener un aliado en el Trasmundo, aunque fuera algo renuente.
– Ahora escúchame, Rastri-llero…
– Me llaman Bolsa -intervino repentinamente el trasgo.
– ¿Qué?
– Bolsa, ¿estás sorda? Es un diminutivo para La-Bolsa-o-la-Vida, ¿vale? No te irás a pensar que vamos por ahí dándole al personal nuestros nombres verdaderos, ¿a que no?
– ¿La-Bolsa-o-la-Vida? -repitió Maddy.
Bolsa puso cara de pocos amigos.
– Los nombres de la gente de Faerie son así -le explicó-, La-Bolsa-o-la-Vida, Picotazo-en-la-Coronilla, Escabechado-en-el-Viento, y yo no me voy riendo de tu nombre por ahí, ¿a que no?
– Lo siento, Bolsa -se disculpó la muchacha mientras procuraba no reflejar la hilaridad en el rostro.
– De acuerdo. No ha habido ofensa -replicó Bolsa con dignidad-.Y ahora, ¿qué es exactamente lo que puedo hacer por ti?
Maddy se inclinó hacia delante.
– Necesito un guía.
– Lo que de verdad necesitas es que examinen a fondo esa cabezota tuya -repuso el trasgo-. En cuanto el Capitán sepa que estás aquí…
– Entonces, debes asegurarte de que no se entere -contestó ella-. Por otro lado, probablemente no podré encontrar mi camino en este sitio por mi cuenta…
– Mira -la interrumpió el trasgo-, si es de la cerveza detrás de lo que vas, podré devolvértela, no hay problema…
– No se trata de la cerveza -replicó la muchacha.
– Entonces, ¿qué es?
– No lo sé -replicó ella-, pero tú me vas a ayudar a encontrarlo.
Le llevó varios minutos convencer a Bolsa de que no le quedaba otra alternativa que ayudarla. Los trasgos eran criaturas simples, pero no tardó en quedarle claro que cuanto antes consiguiera la joven lo que buscaba, antes se libraría de ella.
Sin embargo, se sentía claramente intimidado por el individuo a quien llamaba «el Capitán» y Maddy pronto se dio cuenta de que le convendría más no enfrentar a su nuevo aliado con un conflicto de lealtades tan fuerte.
– Así que ¿quién es ese Capitán tuyo?
El trasgo resolló y miró hacia otro lado.
– Oh, vamos, Bolsa. Ha de tener un nombre.
– Claro que lo tiene.
– ¿Y bien?
El ser se encogió de hombros de forma muy expresiva. Su gesto comenzó en la punta de sus orejas peludas y bajó por todo su cuerpo hasta los pies en forma de garra, haciendo tintinear hasta el último eslabón de su cota de malla.
– Llámale Caminante de las Estrellas, si te gusta, o Fuego Desatado, o Boca Torcida, u Ojo de Águila, o Estrella-Perro. Llámale Etéreo, llámale Precavido…
– No quiero sus apodos, Bolsa. Su nombre real.
El trasgo torció el gesto.
– ¿Acaso crees que me lo ha dicho?
Maddy se devanó los sesos durante un buen rato. El Tuerto la había avisado de que él no sería el único con intereses en el interior de la colina y la telaraña de hechizos que había encontrado en el camino confirmaba esas sospechas, pero ¿podía ser ese gerifalte de los trasgos el hombre contra quien le había prevenido el Tuerto? Parecía harto improbable, ya que no era un trasgo quien había urdido la maraña de hechizos; seguramente el tal Capitán debía de ser otro trasgo o quizás un gran troll de las cavernas.
Aun así, merecía la pena averiguar más sobre la persona de ese Capitán y sobre la posible amenaza. El inconveniente era la irritante imprecisión mostrada por Bolsa, cuya capacidad de atención se parecía a la de un gato la mayoría de las veces, y tan pronto derivaba la conversación hacia el cómo, el dónde y el porqué, como lisa y llanamente perdía todo interés.
– Cuéntame, ¿cómo es tu Capitán? -inquirió ella.
Bolsa frunció el ceño y se rascó la cabeza.
– Creo que la palabra es voluble -contestó al final-. Ah, sí, ésa es la palabra que estoy buscando. Voluble y desagradable, y también astuto.
– Quiero saber cuál es su aspecto -insistió Maddy.
– Simplemente ruega por que no llegues a verlo -sugirió Bolsa misteriosamente.
– Vaya, pues qué bien -comentó Maddy.
Se pusieron en marcha en silencio.
Según cuentan las leyendas, el mundo situado debajo de las Tierras Medias se divide en tres niveles, conectados entre sí por un gran río. El Trasmundo es el reino del Pueblo de la Montaña, trasgos, trolls y enanos. Debajo de aquél se encuentra el reino de Hel, lugar donde tradicionalmente se sitúa a los muertos, y luego el Sueño, uno de los tres grandes afluentes del Caldero de los Ríos, y por último, justo ante la puerta del Caos, el Averno, conocido por algunos como la Fortaleza Negra, donde Surt el Destructor guarda las murallas y donde los dioses no tienen poder alguno.
Maddy ya sabía todo esto, claro. Las enseñanzas del Tuerto habían sido concienzudas en todas las materias concernientes a la geografía de los Nueve Mundos, pero lo que ella no había sospechado era la escala desmedida del Trasmundo ni los incontables pasajes, túneles, cavernas y guaridas que conformaban el interior de la colina. Había grietas y fisuras, ranuras y rincones; también refugios subterráneos y cubiles; y pasadizos laterales, almacenes, pasarelas y simas, madrigueras, conejeras, alacenas y pozos. La excitación de la muchacha por verse al fin entre las paredes de ese recinto fabuloso había decrecido de forma considerable después de lo que se le hicieron horas interminables de búsqueda a través de semejante laberinto, pues empezó a comprender que no iba a ser capaz de cubrir ni siquiera la centésima parte a pesar de contar con la ayuda que Bolsa le brindaba a regañadientes.
Únicamente en la zona alta de la vasta galería hallaron trasgos, unos seres de rostros gatunos, ojos dorados y cola de ardilla. Iban ataviados con una mezcolanza de harapos, cuero y cotas de malla. En general, apenas prestaron atención a la intrusa o a su acompañante.
No eran los únicos habitantes de ese nivel. Maddy pasó junto a docenas de otras criaturas, todas tan atareadas y poco curiosas como los mismos trasgos, mientras cruzaba a toda prisa los atestados pasajes. Había miembros del Pueblo del Túnel, del mismo color de la arcilla de su zona natal, con grandes mandíbulas y ojillos desprovistos de pestañas, el Pueblo del Cielo y también el del Bosque, e incluso un par de hombres de la Gente ocultos bajo sus capuchas y de aspecto furtivo, que se ayudaban de cayados al andar y acarreaban mochilas de mercader a las espaldas.
– Ah, sí, señorita, siempre hay alguno que comercia con la Gente -contestó Bolsa a las preguntas de Maddy-. No creerás que eres la única que ha encontrado la forma de entrar aquí ni que el Ojo es el único acceso para entrar a la colina, ¿a que no?
Había menos tráfico y menos hechizos en los niveles inferiores, donde se hallaban los almacenes, los sótanos, los dormitorios y las tiendas de comida. Maddy empezaba a tener hambre, por lo que se sintió tentada de robar algo, pero los trasgos no eran especialmente cuidadosos en lo tocante a los alimentos y había oído demasiados cuentos al respecto para correr el riesgo. En vez de ello, se rebuscó en los bolsillos y encontró el corazón de una manzana y un puñado de avellanas con lo que pudo comer un poco, aunque no quedó satisfecha. Tendría tiempo de lamentar esa decisión más adelante.
Continuaron el descenso en dirección al río, donde había al menos callejas de piedra atestadas de paquetes con restos de botines y saqueos. La intrusa recordó las palabras del Tuerto y digitó Bjarkán para guiar su búsqueda, mas no logró encontrar ni rastro de nada que guardara parecido alguno con un tesoro de la Era Antigua entre la maraña de pequeños hechizos y firmas mágicas que atravesaba los túneles por todos lados ni entre los bultos con plumas, baúles de harapos, pucheros y cacerolas, además de dagas rotas y escudos abollados.
Los trasgos eran unos auténticos acaparadores y a diferencia de los enanos, robaban cuanto caía en sus manos sin tener en cuenta su valor, pero Maddy no se desalentó. Estaba segura de que encontraría al Susurrante en algún rincón de todo aquel barullo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que era un nombre bastante extraño para un tesoro, pero luego reparó en el Gotero, el anillo de Odín; la lanza de éste, Gúngnir la Cimbreante; y en Mióllnir, el Machacador, el martillo de Tor, por lo que acabó deduciendo que, fuera como fuese, los tesoros de la Era Antigua solían llevar esa clase de nombres misteriosos.
Ella prosiguió la búsqueda dentro de viejos colchones, huesos secos y vajillas rotas; entre los palos, las piedras y las cabezas de muñecas, zapatos desparejados, dados cargados, uñas postizas de los pies, trozos de papel, adornos de porcelana de mal gusto, pañuelos sucios, poemas de amor olvidados, alfombras orientales peladas, libros del colegio perdidos y ratones sin cabeza…
…pero aun así, no encontró nada de valor, ni oro, ni plata ni siquiera un penique de níquel, tal como el Tuerto le había advertido.
– Aquí no hay nada. -El trasgo se había puesto más nervioso conforme se adentraban más en el vientre de la colina-. Aquí no hay nada y además corremos un peligro de mil pares de narices. -Maddy se encogió de hombros y continuó hacia delante-. Claro que si supiera qué es lo que estás buscando… -insinuó Bolsa.
– Te lo diré cuando lo encuentre.
– Ni siquiera sabes qué aspecto tiene, ¿a que no? -preguntó él.
– Cierra el pico y mira por dónde vamos.
– ¡No tienes ni maldita idea!
Cuanto más se adentraban en lo hondo de la colina, más temía la joven que Bolsa estuviera en lo cierto. El dédalo subterráneo era el paraíso de un trapero y estaba atestado hasta los topes de basura sin valor. Allí no había nada mágico ni precioso, nada parecido a un tesoro, nada que se acercara a la descripción del Tuerto.
Maddy también había sacado en claro que Bolsa estaba tan frustrado por la búsqueda como ella misma. El le había negado repetidamente que existiera ningún tesoro bajo la colina, y después de considerarlo, se inclinaba a creerle a pesar de que los trasgos no entendían bien el concepto de riqueza y consideraban de idéntico valor el robo de una tetera rota que el de media corona o un anillo de diamantes. Además, ella no podía imaginar cómo un tesoro de la Era Antigua, una cosa de tal importancia que el Tuerto había pasado años intentando localizarla, podría permanecer durante tanto tiempo en las manos de Bolsa y sus amigos.
No. Cuanto más lo pensaba, menos lógico le parecía que el Pueblo Feliz tuviera nada que ver con él. El tesoro, si es que después de todo existía, se encontraba en un lugar más profundo que las madrigueras de los trasgos.
En el transcurso de las horas siguientes tuvo que formar dos veces Naudr sobre su desganado compañero, consiguiendo cada vez menos efecto. Ahora tenía ya mucha hambre y hubiera deseado haberse aprovechado de las tiendas de comida de los trasgos; pero éstas habían quedado ya muy atrás y el hambre, la fatiga y la tensión por controlar al trasgo, formando y volviendo a formar Sol, además del esfuerzo por pasar desapercibida por el laberinto de hechizos, estaban empezando a hacerse sentir. Su energía mágica se estaba debilitando como una lámpara a la que se le estuviera acabando el aceite. Pronto estaría gastada.
Bolsa era plenamente consciente de esa circunstancia y un brillo calculador relampagueaba en sus ojos dorados mientras trotaba incansable y bajaba un pasaje tras otro, llevando a la intrusa más y más hondo en las entrañas de la colina, lejos de los almacenes y hacia la oscuridad.
Maddy iba tras él con verdadera osadía. La telaraña de firmas mágicas que tanto le habían asombrado en los primeros niveles ahora había perdido fuerza y prácticamente había desaparecido hasta quedar sólo una, un persistente rastro brillante y poderoso que se imponía a todo lo demás y la llenaba de curiosidad. Era de un color poco habitual: un trazo violeta y refulgente. Se superponía una y otra vez, como si alguien hubiera pasado por allí muchas, muchísimas veces, e iluminaba la oscuridad. Maddy lo siguió, sedienta y aturdida por la fatiga, pero con una creciente excitación y esperanza que la cegaba ante el decaimiento de su propia energía mágica y el destello furtivo que brillaba en la mirada del trasgo.
Atravesaron una enorme caverna de altísimos techos, donde las estalactitas formaban una especie de candelabro que recogía el fulgor de la luz rúnica de Maddy y se la devolvía multiplicada en un millar de varitas de fuego y sombra. Bolsa avanzaba al trote y de repente agachó la cabeza para pasar por debajo de una protuberante cornisa de piedra, lo cual obligó a Maddy a continuar agachada, haciéndola jadear.
– ¡Ve más despacio! -le indicó.
Pero el trasgo parecía no haberla oído. Ella le siguió con resolución y alzó la mano a fin de iluminar el rastro de Bolsa, sólo para ver cómo desaparecía detrás de un saliente de caliza resplandeciente.
– ¡He dicho que esperes!
Conforme avanzaba a todo correr, Maddy tomó conciencia de que la visibilidad era cada vez mayor gracias a la luminosidad proveniente de algún lugar en lo alto. No era luz rúnica ni una firma mágica ni la fría fosforescencia de las cavernas profundas, sino un resplandor cálido, rojizo y reconfortante.
– ¿Bolsa? -le llamó, pero o bien el trasgo no podía oírla, o bien la ignoraba de forma premeditada…
…porque no hubo más réplica que el eco de su propia voz, que sonaba débil y perdida definitivamente, rebotando con frialdad entre las grandes estalactitas.
La tierra se estremeció de pronto. Ella se tambaleó y extendió los brazos para no caer. Le cayeron sobre la espalda polvo y fragmentos de piedra, desprendidos por la sacudida. Empezaba a erguirse de nuevo cuando hubo otra sacudida y tuvo la suerte de verse arrojada contra la pared en el preciso instante en que se desprendía del techo una losa de roca del tamaño de un pernil de vaca.
La muchacha se lanzó de forma instintiva al interior de un túnel contiguo. Las estalactitas caían como lanzas desde el techo de la cámara principal mientras toda la montaña parecía estar sacudiéndose hasta las raíces. Maddy soportó una lluvia de chinas de piedra y nubes de polvo pero, por fortuna, la techumbre del corredor aguantó. Sacó la cabeza de la boca del túnel y miró hacia fuera cuando se detuvo el temblor, que había sonado a oídos de Maddy como el rugido de una distante avalancha en los Siete Durmientes.
Ella lo sabía todo sobre los terremotos, por supuesto. La causante de los mismos era la Serpiente de los Mundos desde su morada en las raíces de Yggdrásil. Había crecido demasiado para que el Averno pudiera contenerla y sacudía las revueltas de su cuerpo en el río Sueño, o eso era lo que siempre había sostenido Nan Fey la Loca. En algún momento, aseguraba la comadrona, crecería tanto que le daría la vuelta al mundo como había hecho en los días anteriores a la Tribulación, y entonces terminaría de roer las raíces del Árbol del Mundo, causando el colapso de los Nueve Mundos, uno detrás de otro, de modo que el Caos podría llegar a dominar sobre todas las cosas para siempre jamás.
Nat Parson contaba una historia bien diferente; según decía él, los temblores los causaban las luchas de los vencidos en las mazmorras del Averno, donde los malvados, término con el cual se refería a los viejos dioses, yacían encadenados hasta el Final de los Días.
El Tuerto refutaba ambas explicaciones y hablaba de ríos de fuego fluyendo bajo la tierra y avalanchas de lodo caliente y montañas en cuyos vientres las rocas hervían como el agua de las teteras, pero a Maddy esta solución le parecía la menos plausible de todas, y se inclinaba a creer que había exagerado la historia, como hacía con tantas otras cosas.
Sin embargo, estaba segura de que era un terremoto lo que había causado los temblores, y por eso abandonó la seguridad de la boca del túnel con muchas precauciones. El candelabro de estalactitas se había caído en parte, dejando una traicionera escombrera de piezas destrozadas en el centro de la cámara. Más allá no había nada salvo calma y silencio, además del eco distante y el polvo que se filtraba de las paredes temblorosas.
– ¿Bolsa? -llamó Maddy.
No hubo réplica, pero le pareció escuchar el sonido de un correteo lejano a su derecha.
– ¿Bolsa?
Esta vez ningún sonido se hizo eco de su llamada. Maddy creyó distinguirle durante un instante fugaz a un centenar de pasos y se adelantó una zancada hacia el pasillo a tiempo de ver cómo la criatura hacía una cabriola para cruzar un pasaje curvo de techo resquebrajado y desaparecer acto seguido.
Enseguida volvió a trazar Naudr, pero había perdido concentración a raíz del terremoto. De repente, veía sus propios pies demasiado lejos. Fue entonces, conforme avanzaban las sombras y ya tarde, cuando se dio cuenta de que había caído víctima del más viejo truco de los trasgos.
Bolsa jamás había tenido intención de guiarla a un destino determinado. En vez de eso, y sin desobedecerla abiertamente, le había permitido penetrar más y más hondo en los peligrosos pasajes de debajo de la colina, minando sus fuerzas y esperando a que cediera su resistencia y fallara su poder sobre él, y de ese modo podría aprovechar la oportunidad para escapar, dejándola sola, exhausta y perdida en los recovecos del Trasmundo.
Por suerte, Maddy era una chica muy sensata. Cualquier otra persona habría intentado buscar a ciegas el camino de regreso a través de los pasadizos a oscuras, internándose cada vez más en las tortuosas entrañas de la colina, o se hubiera puesto a gritar pidiendo ayuda, con lo cual únicamente hubiera conseguido atraer a quién sabe qué criaturas desde la oscuridad.
Ella no cometió ninguno de esos errores y mantuvo la cabeza fría a pesar del miedo. Había consumido toda la energía mágica, lo cual era un grave revés, pero estaba segura de que bastaría el sueño para reponerla, el sueño y comida, si es que lograba conseguirla. El tramo de túnel donde se había cobijado parecía bastante seguro, era cálido y tenía un piso arenoso. Lo buscó a tientas y se acomodó para descansar.
Había perdido la noción de la hora. En el Supramundo podía ser de noche o haber amanecido ya, pero en los túneles no había días y el tiempo parecía tener vida propia. Daba la impresión de que se estiraba como el hilo de un tejedor en un telar que no tejía nada más que negrura.
Pensaba que no iba a conciliar el sueño a pesar del cansancio acumulado, pues el suelo temblaba debajo de ella cada pocos minutos, el techo no dejaba de desprender polvo y fuera de la boca del túnel podían escucharse susurros y pateos. Su imaginación sobrexcitada interpretaba aquellos sonidos como los correteos de ratas gigantes o los movimientos de grandes cucarachas sobre las piedras del derrumbamiento. Sin embargo, la extenuación terminó por imponerse al miedo y consiguió dormirse acurrucada en el suelo y tapada con la chaqueta.
No había forma de decir si habían transcurrido tres, cinco o incluso doce horas, pero lo cierto es que se despertó plenamente recuperada y Sol le refulgió en los dedos al primer intento. Sintió una ráfaga de placer y alivio cuando los colores volvieron a la vida a su alrededor pese al entumecimiento de los miembros y del voraz apetito.
Se puso de pie para mirar desde la boca del túnel y comprobó que la oscuridad no era completa. Las paredes de aquellos niveles inferiores no eran fosforescentes, pero el resplandor rojo de las cavernas se notaba aún más, como el reflejo del fuego sobre un banco de nubes bajas, y la firma mágica de color violeta que había seguido brillaba con más fuerza que nunca, llevándola directamente hacia el distante resplandor.
No había indicio alguno de Bolsa, excepto una firma mágica demasiado tenue para que fuera útil. Quizá diese la voz de alarma en cuanto regresara con los suyos, pero eso era inevitable. Maddy llegó a la conclusión de que la única alternativa posible era continuar el descenso, siguiendo la dirección del rastro violeta, con la esperanza de encontrar algún alimento, ya que su última comida, bastante frugal, parecía haber tenido lugar hacía demasiado tiempo.
El pasaje se bifurcaba en dos más allá de la caverna. Uno de los ramales era mayor y lo iluminaba ese tenue resplandor ardiente. La muchacha lo eligió sin vacilar cuando comprobó que allí el aire era más cálido que el de las cavernas más bajas y continuó el descenso. La pendiente era suave, pero se percibía con claridad. Tuvo la impresión de que más adelante, todavía a bastante distancia, se oía un siseo tenue similar al de las conchas que el Tuerto le había traído de las playas del mar Único.
Al acercarse, se dio cuenta de que el sonido no era constante. Iba y venía, como si flotara a lomos de un viento caprichoso, a intervalos de unos cinco minutos. También se percibía un olor cada vez más fuerte conforme se acercaba a la fuente. El aroma le resultaba curiosamente familiar, pues le encontraba cierta similitud con el de una casa de baños y lavandería, aunque tenía además un tufillo ocasional a azufre; luego, una gasa de vapor empezó a empañar las paredes del pasaje y el piso se volvió resbaladizo, todo lo cual sugería la proximidad de la fuente.
Aun así, debió andar durante casi una hora más hasta que llegó al final del pasadizo. Durante todo este tiempo había habido ligeros temblores de tierra, que no habían causado ningún daño, aunque los sonidos de cosas que caían se habían hecho progresivamente más fuertes y el aire estaba viciado con humos y vapor. El resplandor se fue haciendo cada vez más intenso y acabó por ser deslumbrante como la luz del día, pero de color sangre y menos constante, aunque lo bastante brillante para oscurecer cualquier otro color, si hubiera habido alguno que hubiera podido seguir.
La muchacha caminó en dirección a la luz y se fue adentrando en el seno de una caverna a medida que se abría el túnel. La gruta era mayor de lo concebible o imaginable ni en sueños.
Le calculó una anchura aproximada de kilómetro y medio. El techo desaparecía entre las sombras de las alturas y el suelo era un lecho de cenizas volcánicas y escombros de piedra. Un río atravesaba la gruta, al fondo de la cual había una cavidad por donde salía el agua. El centro estaba ocupado por un foso redondo en cuyo corazón ardía un fogón. «Está claro que ésa debe de ser la fuente de la luz rojiza, sin duda».
La boca del pozo rugió y expulsó un penacho de vapor en cuanto ella puso un pie en la gruta. Sonó como si estuvieran hirviendo a la vez un millón de teteras, que echaban vapor por el hueco. La muchacha echó a correr en busca del amparo del túnel. El olor a casa de baños se intensificó, el vapor sulfuroso envolvió a Maddy en un sudario ardiente, y las fisuras y pasajes del Trasmundo chillaron y bramaron como los tubos de un órgano gigante.
El estallido duró un minuto, tal vez menos, y se apagó al cabo del mismo.
Ella esperó casi media hora antes de acercarse al pozo con suma cautela.
Las erupciones ocurrían a intervalos regulares. Maddy estimó que se producían en secuencias de unos cinco minutos aproximadamente y no tardó en aprender cuáles eran los indicios delatores que le permitían correr en busca de cobijo en cuanto la amenazaba el peligro. Aun así, el cruce de la caverna resultó de lo más desagradable, pues el aire estaba saturado de vapor y apenas era respirable. Maddy no tardó en sentir el pelo y la camisa pegados a la piel a causa del vapor y el sudor. «Ha de haber un río subterráneo ahí abajo -aventuró-, quizá sea el río Sueño que se encuentra con ese caldero de fuego cuando fluye en su camino hacia el Averno». Supuso que fuego y agua luchaban por dominar al otro elemento hasta que al final ambos explotaban en un chorro de espuma y aire sobrecalentado.
Aun así, nunca pensó en darse por vencida. Había algo en el surtidor, alguna fuerza que la atraía con tanta seguridad como un pez en peligro. «Esto no es ninguna triquiñuela -se dijo a sí misma-. Jamás me he encontrado con un poder semejante». Fuera lo que fuese, estaba muy cerca, y Maddy tuvo que refrenar la impaciencia mientras avanzaba lentamente.
Una vez más se desató el geiser. Maddy se hallaba apenas a siete metros en ese momento, de modo que sintió la ráfaga en la parte inferior de la espalda y tan pronto como empezó a decrecer, cruzó el trecho restante de suelo rocoso hasta alcanzar su objetivo. Dio otro paso hacia el borde de la oquedad y se protegió el rostro con un doblez de la chaqueta antes de mirar dentro de la abertura.
Era más pequeño de lo imaginado en un principio. Su contorno era redondo y regular como el de un pozo de agua, pero el diámetro no llegaba al medio metro. La intensidad del horno situado allí abajo le había llevado a engañarse en cuanto a las dimensiones. En todo caso, fue una suerte para ella que se hubiera protegido la cara, porque su visión se había vuelto borrosa, como la de alguien que ha mirado de frente al sol de mediodía.
Aquel fogón emitía tanto calor que la fragua paterna a su lado no pasaba de ser una simple vela. Aquí, a unos trescientos metros debajo del borde de la hoya, los metales y las rocas burbujeaban como el contenido de un perol de sopa puesto al fuego, y el hedor del azufre le llegaba a Maddy en una columna de aire tan caliente que le achicharró los pelos de la nariz y le levantó ampollas en las manos desprotegidas.
Lo soportó durante unos cinco segundos, pero en esos momentos Maddy vio el corazón de la montaña, brillando con más intensidad que el sol. Contempló la grieta por donde el río desaparecía y el encuentro de ambas fuerzas debajo de la chimenea. Y vio algo más en aquella ardiente garganta; algo velado y difícil de apreciar, pero que le habló con tanta claridad como las firmas mágicas que había seguido a través de los túneles.
El objeto en cuestión era de forma redondeada y tendría más o menos el tamaño de un melón. Podría haber sido un bulto de roca refulgente, suspendido allí por alguien que conocía las fuerzas que había en el gaznate de la chimenea.
Seguramente habría poca esperanza de recuperar algo oculto en un lugar tan inalcanzable como ése. Ni el escalador más experimentado sería capaz de descender hasta allí; incluso aunque asumiéramos que podría soportar de algún modo el fuego, el geiser le expulsaría fuera de la chimenea como el corcho de una botella antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia.
Además, cualquier idiota podía ver que aquella cosa estaba bien sujeta; una telaraña flexible de encantamientos y runas la ataba con más eficacia que la más fuerte de las cadenas.
Mientras miraba, la roca empezó a brillar aún con más fuerza, como una brasa cerca del fuelle del herrero. Un pensamiento tan absurdo como preocupante la golpeó, «Esa cosa me ve», y mirando dentro de la chimenea casi podía creer que la estaba escuchando ahora, una llamada fuerte, insonora que parecía taladrar su mente.
(¡Maddy! ¡A mí!)
– El Susurrante.
El bochorno era tan intenso que estaba a punto de desvanecerse, de modo que se apartó del reborde entre jadeos y buscó de nuevo la protección de las rocas y las oquedades de la caverna. No podía hacer mucho más por el momento, salvo esperar a recobrar las fuerzas e idear algún tipo de plan para tomar el tesoro, o encontrar el camino de vuelta hacia el Caballo Rojo de no ser eso posible y decirle al Tuerto que, aunque sintiera una gran decepción por su fallo en la misión encomendada de traerle de vuelta al Susurrante, al menos podía tener la certeza de que nadie iba a poder apoderarse del mismo.
La temperatura era menos elevada en el confín de la caverna y resultaba más fácil respirar pese a que el aire seguía siendo pernicioso. Descansó allí durante un rato hasta que los ojos se le acostumbraron de nuevo a la penumbra, momento en que se percató de la existencia de cuevas más pequeñas en los laterales de la caverna. Algunas estancias apenas merecían ese nombre, más otras, bien grandes, eran piezas de gran tamaño y le podían proporcionar un refugio razonable en caso de que se produjeran nuevos temblores y erupciones.
Halló un hilillo de agua limpia en una de ellas y bebió de él con agrado, pues la sed había igualado ya el hambre que la acuciaba.
En otra localizó una veta de metal del grosor de su brazo y de tenue color amarillo que cruzaba la pared.
Y en la tercera, con gran sorpresa, encontró a un extraño de pie, con la espalda pegada a la pared y un arco cargado con una flecha apuntándole directamente al rostro.
Se sintió confusa durante unos segundos. La figura sombreada por la penumbra parecía no tener forma ni sustancia. Únicamente eran visibles los ojos y la boca gracias al haz de luz que incidía sobre el arquero. Maddy tenía la mente en blanco, pero las manos parecían saber exactamente qué hacer, pues las alzó por instinto y formó Kaen, el Fuego Desatado, sin dudar un momento y lo lanzó con toda la fuerza posible al rostro del extraño.
Ella no hubiera podido decir por qué había escogido esa runa en particular, pero el efecto fue inmediato y devastador. Golpeó al posible atacante como un látigo. El desconocido aulló mientras bajaba el arma y cayó de rodillas en el suelo de la caverna.
La muchacha se quedó casi tan sorprendida como él. Había actuado por puro instinto, sin ira ni deseo de herirle. Luego, cuando pudo verle con más claridad, se sorprendió al descubrir que su asaltante no era el trasgo gigante que había imaginado, sino un hombre pelirrojo de constitución fibrosa y no mucho más grande que ella.
– Levántate -ordenó Maddy al tiempo que propinaba una patada al arco para ponerlo fuera del alcance del hombre.
– Mis ojos -se quejó el desconocido detrás de sus brazos alzados-. Por favor, mis ojos.
– Levántate -repitió ella-. Muéstrame tu rostro.
El desconocido no tendría más de diecisiete años a juzgar por la apariencia. Llevaba el cabello rojo tirante hacia atrás, revelando unos rasgos afilados, pero no desagradables, ahora crispados por el dolor y la angustia. Le lloraban los ojos y presentaba un verdugón sanguinolento en el puente de la nariz, donde le había golpeado el rayo mental, pero por otro lado, para alivio de Maddy, no parecía haber ningún otro daño permanente.
– Mis ojos -se quejó; las pupilas del joven tenían un aspecto curioso, de un verde llameante, a unos trescientos metros debajo del borde de la hoya-. ¡Dioses! ¿Con qué me has atizado?
Quedaba claro a todos los efectos que no era un trasgo, pero también que no procedía del valle, aunque no había nada extranjero en el porte ni en la ropa. Tenía un aspecto algo harapiento, como si hubiese viajado mucho. La chaqueta de cuero estaba llena de lamparones y las suelas de las botas, muy gastadas.
Se puso de pie con lentitud y no dejó de mirarla con los párpados entornados. Mantuvo una mano alzada a la defensiva por si se producía otro ataque.
– De todos modos, ¿tú quién eres? -Su acento le delataba como extranjero, alguien procedente del norte quizás, a tenor del color de su pelo, pero Maddy, que al principio se había sentido alarmada al encontrarle, ahora estaba sorprendida por la profundidad de su alivio. El hecho de ver a otro ser humano después de haber pasado tantas horas a solas en las cavernas era una alegría inesperada, incluso aunque el extraño no la compartiera-. ¿Quién eres? -repitió con voz aguda.
Maddy se lo dijo.
– ¿No estás con ellos? -replicó, haciendo un gesto con la cabeza refiriéndose a los niveles superiores.
– No. ¿Y tú?
– Eres una furia -afirmó-. Veo tu energía mágica.
– ¿Una furia? -Maddy se miró la runiforma y la vio relumbrar débilmente en la palma de la mano-. Ah, esto. No te hará daño, te lo prometo. -El extraño parecía poco convencido, y a juzgar por la tensión de los músculos daba la impresión de no saber si luchar o echar a correr, pero no apartaba la vista de la mano de la muchacha-. De acuerdo, no te echaré ningún encantamiento. ¿Cómo te llamas?
– Llámame Afortunado -repuso-. Y mantén las distancias.
Ella se sentó en una roca a la entrada.
– ¿Así está mejor?
– Por ahora, sí.
Durante un momento se encararon, uno frente a otro.
– ¿Todavía te duelen los ojos?
– ¿Tú qué crees? -preguntó con brusquedad.
– Lo siento -se disculpó Maddy-. Supuse que ibas a dispararme.
– Pues podrías haberme preguntado en vez de darme con lo que sea en la cara.
Se pasó un dedo con cuidado por la nariz dañada.
– Conozco un hechizo rúnico que podría ayudarte.
– No, gracias. -Pareció relajarse un poco-. En cualquier caso, ¿qué es lo que haces aquí?
Maddy vaciló sólo un instante.
– Me he perdido -le dijo-. Entré aquí a través del Ojo del Caballo y me perdí en los túneles.
– ¿Por qué has venido?
Ella dudó de nuevo, y se decantó por contarle una verdad a medias.
– ¿No lo sabías? -dijo ella-.Toda la colina es un gran túmulo de tesoros. Hay oro aquí de la Era Antigua. ¿Acaso no es por eso por lo que estás tú aquí?
Afortunado se encogió de hombros.
– He oído la historia -contestó-, pero aquí no hay nada más que basura y trasgos.
El joven le explicó que llevaba casi dos semanas escondido en los túneles. Había entrado en el Trasmundo desde el otro lado de las montañas, más allá del Hindarfial; había conseguido evitar que le capturasen varias veces a lo largo de su camino, hasta que finalmente le cayó encima un grupo de trasgos. Le atraparon y le condujeron hasta el Capitán.
– ¿El Capitán? -preguntó Maddy.
Él asintió.
– Un gañán enorme y desalmado. Parecía creer que yo era alguna especie de espía. Montó en cólera y juró que me sacaría la verdad cuando le expliqué que sólo era un aprendiz de vidriero de la parte alta de Las Caballerizas. Entonces me arrojó a un agujero y me dejó allí.
Afortunado tuvo un golpe de suerte al tercer día cuando descubrió en el suelo de su celda una rejilla, que alguna vez había sido la entrada a un túnel de drenaje, por donde se las arregló para escapar. Famélico, mugriento y asustado, robó lo que pudo de las tiendas de los trasgos antes de encontrar un camino hacia una seguridad relativa, donde se había estado ocultando desde entonces, subsistiendo gracias al pescado y el agua fresca del río, además de lo que le quedaba de los suministros robados.
– He estado intentando volver arriba -le contó a Maddy-, pero ahora tengo detrás a todos los trasgos que hay debajo de la colina. Sin embargo, no vendrán aquí -continuó, mirando más allá de ella hacia la chimenea ardiente-. Ninguno de esa chusma viene nunca tan lejos.
Pero la atención de Maddy estaba en otra cosa.
– ¿Comida? -inquirió-. ¿Tienes comida aquí?
– ¿Por qué? ¿Tienes hambre?
– ¿Tú qué crees?
Afortunado pareció dubitativo durante un momento, pero después tomó una decisión.
– Vale. Por aquí. -Dicho esto, la sacó de la cueva y la guió por un extremo de la caverna del geiser hasta el punto donde un desprendimiento de rocas había dividido en dos el caudal del río, cuyas agitadas aguas oscuras borbotaban desde la abertura de la pared-. Espera aquí -le ordenó a Maddy antes de correr hacia la orilla del agua.
Se aupó en lo alto de un amasijo de peñascos caídos y saltó hacia la oscuridad.
Ella se alarmó mucho durante unos segundos, ya que desde su posición daba la impresión óptica de que Afortunado se hubiera arrojado a los rápidos, pero respiró aliviada cuando le vio de pie en un saliente plano como a mitad de camino de la corriente, con las aguas de espumas blancas alzándose a su alrededor. Él tenía que haber conocido el saliente, estimó Maddy, aunque aun así, era un salto peligroso. De todas formas, cualquier pescador diría que los peces de río prefieren las aguas rápidas por encima de cualesquiera otras, y Maddy no se sintió sorprendida cuando unos segundos más tarde Afortunado se agachó y sacó con rapidez algo a sus pies.
Era una trampa para peces, hábilmente tejida con sogas y cordeles. Afortunado inspeccionó el interior, la levantó con esfuerzo, se la echó al hombro y regresó, moviéndose con rapidez y destreza sobre las rocas ocultas.
Mientras él estaba ocupado con esto, la muchacha le observaba atentamente a través de Bjarkán, el círculo mágico formado por los dedos índice y pulgar. Se aseguró de que él no pudiera verla realizar el gesto mágico; no quería atemorizarle. Sin embargo, el Tuerto le había advertido: «No confíes en nadie»; y ella quería estar segura de que ese joven vidriero era todo lo que aparentaba ser.
Pero Bjarkán confirmó lo que ella ya había intuido. Afortunado no mostraba ningún tipo de colores. Su primera impresión fugaz, la de alguien mayor, más alto, con ojos ardientes y sonrisa torcida, no había sido nada más que un truco mezcla de la luz y sus propios miedos. Y cuando Afortunado llegó a la orilla del agua, sonriente, con su captura sobre el hombro, Maddy suspiró aliviada y se permitió a sí misma, por fin, relajarse.
Compartieron las capturas de la red. Afortunado enseñó a la muchacha el modo de cocinar esos pescados de ojos ciegos, llenos de espinas y carne de sabor amargo. Sin embargo, a pesar de ese gusto, Maddy devoró hasta el último trocito, chupándose los dedos y haciendo pequeños ruiditos apreciativos debidos al hambre.
Afortunado la observó comer con calma. Todo ese jaleo de capturar, cocinar y comerse el pescado había roto buena parte del hielo existente entre ambos, y él había abandonado sus maneras bruscas y se había vuelto bastante amable. Maddy supuso que el aprendiz se sentía tan aliviado como ella por haber encontrado un aliado en los túneles; y el hecho de que hubiera sobrevivido allí solo durante dos semanas decía mucho de su valor y su ingenio.
En ese tiempo, le contó, había encontrado comida y el modo de guisarla; había localizado una fuente de agua potable y otra para asearse. Sabía dónde el aire era más respirable y también había localizado el lugar más cómodo para dormir. Había estado haciendo un mapa de los túneles, uno por uno, intentando descubrir la forma de alcanzar la superficie sin pasar por la galería principal, pero no había gozado de éxito alguno hasta ese momento. Y todo sin contar siquiera con la ayuda de un ensalmo.
– ¿Qué harás si no encuentras un camino para salir? -preguntó Maddy cuando él terminó de contarle su historia.
– Arriesgarme, supongo. Algún día tendrán que bajar la guardia, aunque no me seduce la idea de caer otra vez en las garras de ese Capitán.
Maddy se quedó pensativa ante la mención del cacique trasgo. Había algo que no le cuadraba, pero no conseguía saber el qué.
– ¿Y qué me dices de ti? -continuó Afortunado-. ¿Cómo te abriste camino hasta llegar aquí abajo? ¿Y cómo es que has llegado a saber tanto de este lugar? -Era una pregunta previsible y Maddy sopesó la respuesta mientras Afortunado, con una media sonrisa, clavaba en ella esos ojos suyos flameantes como llamas verdes a la luz del fuego-. Vamos -la instó él al verla dudar-. Quizá yo no sea una furia, pero eso no me convierte en tonto. He visto tu energía mágica y sé lo que significa. Has venido aquí por algún motivo. Y no me cuentes tampoco esa vieja historia del tesoro de debajo de la colina. Aquí no hay oro y tú lo sabes.
No había mordido el anzuelo. Al pensarlo, no le sorprendió. Era demasiado avispado para pillarle desprevenido, lo cual hizo que se sintiera más segura. Ella podría usarle como aliado en las cuevas y sus conocimientos y sus recursos podrían serle de gran utilidad.
«No confíes en nadie», le había dicho el Tuerto, pero seguramente ella le debía alguna explicación, y además, quizá no hubiera peligro en contarle al vidriero ciertas cosas si el Capitán de los trasgos era también su enemigo.
– ¿Bien? -había un tono acerado en su voz-. ¿Confías en mí o no?
– No es que no me fíe de ti, pero… -empezó Maddy.
– Ah, sí -repuso Afortunado-. No tengo que ser una furia para ver qué es lo que hay. Quiero decir, ¿qué es lo que he hecho para que sospeches de mí? Además de pescar para ti, eso es, y mostrarte dónde es seguro beber, y…
– Por favor, Afortunado…
– Todo eso está bien, ¿a que sí? No estás en peligro. Puedes salir de aquí cuando quieras. Y yo estaré aquí hasta que me cojan. ¿Por qué me ibas a ayudar, después de todo? Sólo soy un pobre vidriero de Las Caballerizas. ¿Por qué te ibas a preocupar de lo que me sucediera?
Y después de decir eso, le dio la espalda y se quedó en silencio.
«No confíes en nadie». El apremio de esas palabras resonaba en los oídos de la joven incluso en ese momento, pero el Tuerto no estaba ahí abajo, ¿verdad? La había enviado a las entrañas de la colina sin previo aviso ni preparación alguna con la esperanza de que ella supiera qué hacer exactamente, pero ninguno de los dos había previsto esa contingencia. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Dejar abandonado a su suerte al vidriero?
– Afortunado -le llamó. El permaneció con los hombros hundidos. Incluso con aquella luz exigua y titilante, Maddy se percató de que estaba temblando-. Tienes miedo.
– ¿Ah, sí? ¡No me digas! -repuso Afortunado, sarcástico-. Te lo creas o no, el que los trasgos me desmiembren no figura en mi lista de prioridades para esta semana, pero si no tienes confianza en mí…
Maddy suspiró.
– Está bien -claudicó-. Confiaré en ti.
Esperaba que el Tuerto la comprendiera.
Así fue como Maddy le contó la historia completa, todo lo que quería revelarle y también buena parte de lo que había pensado ocultarle. Le habló de su infancia, de su padre, de la señora Scattergood, de la invasión de las ratas e insectos en la bodega, momento en que Afortunado se echó a reír con fuerza; de sus sueños y ambiciones, de sus miedos. El joven era un oyente de primera y cuando al fin cesó de hablar, estaba cansada y tenía la boca seca. Le invadió la certeza, no del todo desagradable, de no haber revelado nunca tantas cosas a nadie, ni siquiera al Tuerto, como a este chico.
– Así que -comentó él cuando terminó Maddy- abriste la entrada de la colina y buscaste el camino hasta aquí. -Ignoraba el motivo, pero había omitido la participación de Bolsa en todo aquello-. Dime, ¿qué vas a hacer ahora que has encontrado al Susurrante?
Maddy se encogió de hombros.
– El Tuerto me dijo que lo sacara de aquí.
– ¿Así de simple? -Esbozó una ancha sonrisa-. ¿Y te dio alguna idea de cómo podías conseguirlo? ¿Con una cuerda mágica, quizás, o con un ensalmo que te hiciera a prueba de fuego? -Maddy sacudió la cabeza en silencio-. Es algo mágico, ¿no? -dijo Afortunado-. Alguna chuchería de la Era Antigua, envuelto entero en runas paganas. ¿Cómo sabes que es algo seguro, Maddy? ¿Cómo sabes que no te hará saltar en pedazos en cuanto le pongas las manos encima?
– El Tuerto me lo habría advertido.
– Suponiendo que estuviera al tanto.
– Bueno, él sabía que el Susurrante se encontraba aquí.
– Mmm. -Afortunado parecía poco convencido-. El simple hecho de que te envíe a ti sola librada a tus propios medios ya me parece bastante extraño.
– Como ya te expliqué -repuso Maddy-, resultaba más seguro hacerlo así.
Hubo entonces una pausa bastante larga.
– No me arranques la cabeza por lo que voy a decir -le pidió el vidriero, hablando con lentitud-, pero me da la impresión de que ese amigo tuyo sabe un montón de cosas sobre este asunto y no te las ha contado. Primero te dice que hay oro debajo de la colina, después que es un tesoro del Viejo Mundo, pero no te cuenta lo que es, y más tarde te envía aquí sola sin una palabra de aviso… Quiero decir, ¿has oído alguna vez el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa?
Maddy empezó a sentirse molesta.
– El Tuerto es mi amigo. Confío en él -comentó.
– Allá tú.
Afortunado se encogió de hombros.
– Nadie me ha hecho venir hasta aquí, ¿sabes?
– Maddy, lleva llenándote la cabeza, con cuentos del Trasmundo desde que tenías siete años. Te digo que a estas alturas ya te tiene bien entrenada.
Los puños de Maddy se cerraron levemente.
– ¿Qué pretendes insinuar? ¿Que me ha engañado?
– Yo sólo digo que un hombre puede plantar un árbol por muchos motivos -replicó Afortunado-. Tal vez sea porque le gustan los árboles. A lo mejor busca refugio. O más aún, sabe que algún día podría necesitar la leña.
Ahora el rostro de Maddy había empalidecido de furia. Dio un paso adelante, con la runiforma de la palma de su mano llameando repentinamente en un tono que oscilaba del marrón cobrizo a un rojo vibrante.
– No sabes de lo que hablas.
– Mira, todo lo que he dicho es que…
En un instante la mano de Maddy estalló en llamas; una zarza de luz rúnica brotó de su palma. Era Thuris, la Espinosa, la más feroz de las runas, y Maddy podía sentirla hambrienta de morder, de pinchar, y de azotar a causa de su cólera…
Alarmada, la volvió contra la pared. Thuris se descargó sin daño contra la roca, dejando un olor acre a goma quemada en el aire.
– Buena puntería -comentó Afortunado-. ¿Te sientes mejor ahora?
Pero Maddy ya le había dado la espalda. ¡Por los Nueve Mundos!, ¿quién se creía él que era? No pasaba de ser un participante accidental en este juego, alguien que pasaba por allí, con la suficiente inteligencia para entrar en el Trasmundo, pero no con la necesaria para salir de allí, un simple aprendiz de vidriero sin magia ni energía mágica.
«Aun así -reflexionó Maddy para sus adentros-, ¿y si tuviera razón?»
Ladeó la cabeza para poder mirar hacia atrás y le espió por el rabillo del ojo. Afortunado estaba observándola con curiosidad. Le estaría bien empleado si le dejaba allí, para que se pudriera bajo tierra o los trasgos le volvieran a apresar. La verdad es que no se merecía menos. Se puso en pie de pronto y se volvió hacia la entrada de la cueva.
– ¿Adonde vas? -preguntó Afortunado.
– A por el Susurrante.
– ¿Qué, ahora?
– ¿Y por qué no?
La alarma se traslucía en la voz de Afortunado.
– Estás loca -comentó, cogiéndola del brazo-. Es tarde, estás cansada y no tienes una pista sobre cómo…
– Me las apañaré -repuso ella con brusquedad-. Soy bastante más lista de lo que tú te crees.
El joven suspiró atribulado.
– Maddy, lo siento -se disculpó-. Yo y esta bocaza mía… Mi hermano solía decir que le habría hecho un favor al mundo si me la hubiera cosido. -Ella le fulminó con la mirada, pero no se dio la vuelta-. Maddy. Por favor. No vayas. Te pido disculpas.
Ahora hasta sonaba compungido, y la muchacha se encontró dispuesta a transigir. Afortunado no podía esperar que se fiara de él. Su mundo era muy distinto del de ella y para él era natural mostrarse suspicaz. No poseía magia alguna ni sabía nada del Susurrante, y aún más importante, recordó ella en ese momento, tampoco conocía al Tuerto.
«A pesar de todo, la cuestión persiste -pensó Maddy-, ¿lo haría?»
No resultaba fácil desechar las dudas que el vidriero había sembrado en la mente de Maddy. Tras cenar en silencio el pescado sobrante de la comida, la muchacha se tendió extenuada, pero fue incapaz de conciliar el sueño. Mientras Afortunado parecía dormir a pierna suelta, ella buscaba sin cesar una postura cómoda sobre el suelo rocoso para adormecerse, pero no lograba cesar de darle vueltas a las mismas palabras.
«Un hombre puede plantar un árbol por muchos motivos».
¿Cuáles habían sido los del Tuerto? ¿Por qué le había enseñado tantas cosas y aun así le había ocultado tantas otras? Y por encima de todo, ¿cómo podía él saber algo de un tesoro que había estado perdido desde la Guerra del Invierno?
Detrás de ella, el joven continuaba adormecido. Maddy no podía entender cómo conseguía dormir con ese calor incesante y el eco de los sonidos del Trasmundo retumbando como truenos a su alrededor, pero allí estaba, removiéndose un poco, como si estuviera soñando, acurrucado cómodamente en un hueco de la roca con su chaqueta enrollada debajo de la cabeza.
«Puede que esté acostumbrado al calor», reflexionó. Un aprendiz de vidriero debía pasar muchas horas trabajando en los hornos, abanicando y avivando los fuegos para derretir el vidrio. Además, era una persona llena de recursos, y más siendo un simple aprendiz, y ya había dispuesto de tiempo para aclimatarse a unas condiciones de vida tan poco agradables.
Fue entonces cuando la muchacha cayó en la cuenta de que aunque Afortunado sabía muchas cosas sobre ella, ella no sabía casi nada de él. ¿Qué hacía exactamente debajo de la colina? Él mismo le había hablado de las dos semanas que llevaba allí abajo, lo cual constituía una grave violación de su contrato de aprendizaje, por lo que le podrían castigar a su regreso, pero ¿por qué iba a ir hasta aquel lugar un aprendiz? Y aún más importante y por encima de todo, ¿cómo se las había ingeniado un vidriero principiante para adentrarse en el Trasmundo?
El joven dormido a pocos metros de ella era la viva imagen de la inocencia. Maddy no lograba creer que no se le hubiera pasado por la imaginación cuestionar la historia de Afortunado hasta ese instante, aunque era cierto que había mucho trabajo pendiente, y además, no había ni magia ni energía mágica en Afortunado. Lo había confirmado con Bjarkán, él no dejaba ninguna huella.
Sin embargo, todo aquello la estaba poniendo, muy nerviosa e intentó recordar qué había visto exactamente cuando Afortunado regresó de las rocas con la red de pesca echada a la espalda. Seguramente allí debería haber habido algo, razonó, al menos sus colores. Afortunado era joven, fuerte y listo; debería haber dejado una firma mágica fuerte y brillante detrás de él, y ella no había visto nada ni siquiera con la ayuda de Bjarkán. Nada. Ni un reflejo. Ni un destello. ¿Podría haberlos ocultado de algún modo?
El pensamiento era demasiado alarmante. Eso sugería…
La joven se sentó de golpe, alzó la mano y digitó Bjarkán por segunda vez, y en este momento se concentró al máximo mientras miraba a través de la runa para buscar cualquier cosa que se saliera de lo normal.
El aprendiz de vidriero seguía durmiendo con una mano apretada al costado y la otra acomodada encima de la roca. Ahora sí vio su firma mágica, que era de un exuberante violeta luminoso; brillaba de manera irregular mientras dormía.
Maddy soltó un suspiro de alivio. Todo eran nervios, eso era todo, nervios y sus propios miedos que la hacían sobresaltarse ante la menor sombra. Ya relajada, dejó que su mirada bajara…
…hasta posarse sobre la mano izquierda de Afortunado, ya que al dormitar debía de haber bajado la guardia, dejando al descubierto un trío de runas trazadas a través de la palma de su mano como finas líneas de fuego coloreado. Estaba Yr, el Protector…
…cruzado con Bjarkán y Os; se trataba de un encantamiento complejo destinado a protegerle durante el sueño.
«Demasiado intrincado para parecer tan inocente», dedujo Maddy. Únicamente los dioses sabrían quién era Afortunado en realidad o por qué le había mentido, pero una cosa quedaba clara respecto a su nuevo amigo: no era ningún aprendiz, eso desde luego.
Era una furia, como ella.
Era posible neutralizar la mayoría de las runas, ya fuera invirtiéndolas, ya fuera usando otra capaz de combatir su efecto. Maddy se devanó los sesos. Tyr podía romper las defensas de Afortunado y revelar lo que el joven mantenía oculto, aunque hasta cierto punto eso dependía de la energía mágica del supuesto vidriero. Ahora bien, ella contaba con la ventaja de la iniciativa y el hecho de que la resistencia de su acompañante estuviera en este momento en su nivel más bajo.
Puso mucho cuidado en levantarse con sigilo a fin de no despertar al durmiente y digitó en silencio la runa. Luego, la lanzó con verdadera fuerza.
El hechizo del durmiente titiló sin desvanecerse.
Maddy volvió a hacer más fuerza y, al mismo tiempo, lanzó Bjarkán. Las runas se desvanecieron y la joven se encontró mirando un rostro que ya había visto antes y que, ahora que lo veía con sus colores originales, le resultaba inesperadamente familiar.
Su aspecto no se había visto alterado en exceso. En buena parte mantenía el mismo color y constitución, aunque era ligeramente más alto, y también mayor de lo que había parecido en un principio, e incluso en el sueño había menos inocencia en sus rasgos, más astucia. También tenía unas marcas que no habían estado antes, y una runiforma en el brazo desnudo…
…Kaen, invertida. Además, ahora pudo ver que su boca estaba atravesada por cicatrices pálidas y finas, demasiado regulares para ser accidentales.
Maddy dejó caer la mano a un costado. Lo había entendido todo demasiado tarde; había recordado demasiado tarde lo que le había dicho Bolsa; y también había sido demasiado tarde para rememorar las palabras del Tuerto.
«Un… amigo de antaño -le había explicado antes de despedirse-, de hace mucho tiempo. Uno que se convirtió en un traidor en la Guerra del Invierno. Le di por muerto, y quizá lo esté, pero los de su especie tienen nueve vidas y a él siempre le sonríe la suerte».
– Afortunado -susurró Maddy, intensamente pálida.
– Está bien -repuso el falso aprendiz al tiempo que abría aquellos ojos ardientes-, pero mejor llámame… Capitán.
Se movió muy rápido, demasiado para un hombre recién salido de un sueño profundo, pero para sorpresa de Maddy, no hizo ademán alguno de atacarla, sino que dio un brinco hacia la boca de la cueva. Ese movimiento repentino le permitió evitar el rayo mental de Maddy, que se estrelló contra la pared y provocó un pequeño desprendimiento.
Ella avanzó hacia la entrada de la caverna para bloquearle la huida y volvió a alzar la mano, pero Afortunado no intentó escapar en esta ocasión. Formó la runa Kaen con un curioso y rápido giro de dedos y la lanzó, no hacia Maddy, sino hacia sí mismo y se desvaneció, o al menos eso fue lo que ella pensó, dejando sólo un rastro de fina pólvora de fuego donde había estado, un rastro que ahora se movía con gran rapidez hacia la salida de la cueva…
…pero le delataba la firma mágica de tonalidad violácea que le acompañaba. Maddy trazó Logr, el Agua, y arrojó la runa hacia el rastro de fuego, parándolo en seco. El aire se cargó de un espeso vapor de agua.
Afortunado reapareció al cabo de unos instantes, jadeante y chorreando agua.
Logr tembló una vez más en la punta de los dedos de Maddy, preparada para atacar. Lentamente, Afortunado alzó las manos en señal de rendición.
– Inténtalo otra vez y te mataré -le amenazó ella.
– Tranquila, Maddy, pensaba que éramos amigos.
– No eres amigo mío -repuso Maddy-. Me has mentido.
Afortunado hizo una mueca.
– Bueno, claro que he mentido. ¿Qué esperabas? Te acercaste a mí sigilosamente, me diste una paliza con algo que parecía una combinación entre un mazo y un relámpago, me interrogaste y luego empezaste a parlotear sobre lo buena amiga del Tuerto que eres, precisamente él de entre toda la gente…
– Así que yo llevaba razón -le interrumpió ella-. ¿Quién eres tú?
El falso aprendiz había abandonado el disfraz y ahora permanecía ante ella con su verdadero aspecto. Maddy tuvo la impresión por enésima vez de que esa apariencia le resultaba extremadamente familiar, aunque estaba segura de que nunca se había encontrado con él en persona. Sin embargo, tenía la certeza de haberle visto antes, quizás en una historia o en alguna ilustración de los libros del Tuerto, pero conocía esos ojos.
– Escucha. Ya sé que no confías en mí, pero hay un montón de cosas que el Tuerto no te ha contado. Cosas con las que yo te puedo ayudar.
– ¿Quién eres? -insistió ella.
– Un amigo.
– No, no lo eres -replicó Maddy-. Él me advirtió sobre ti. Tú eres el ladrón, el que va detrás del Susurrante.
– ¿Ladrón? ¿Yo? -Se echó a reír-. Maddy, yo tengo tanto derecho sobre el Susurrante como cualquiera, más que ninguno, de hecho.
– Entonces, ¿por qué me has mentido?
– En vez de eso, ¿por qué no te preguntas a ti misma la razón por la que lo ha hecho él?
– Esto no tiene nada que ver con el Tuerto -replicó ella.
– ¿Ah, no? -La mirada de Afortunado era difícil de sostener y su voz, baja y extrañamente persuasiva-. El estaba al corriente de mi presencia debajo de la colina -añadió-. Pregúntate a ti misma el porqué. Y en cuanto al Susurrante, aún no tienes idea de lo que es, ¿a que no? -Maddy sacudió la cabeza lentamente-. ¿Acaso eres consciente de lo que hace?
De nuevo, ella negó con la cabeza.
Afortunado rompió a reír. Era un sonido ligero y agradable, que se hacía instantáneamente simpático e irresistiblemente contagioso. Maddy se sorprendió a sí misma sonriéndole antes de que se diera cuenta del truco. La estaba hechizando.
– Déjalo ya -replicó con sequedad al tiempo que formaba Yr con los dedos.
Afortunado no pareció arrepentirse. Incluso desde detrás de la runa protectora percibía algo en su sonrisa que invitaba a sumarse a ella.
– Te conozco -habló ella con lentitud-.Y el Tuerto también te conoce.
Afortunado asintió.
– Te dijo que yo era un traidor, ¿a que sí?
– Cierto.
– ¿Y te contó que me cambié de bando cuando la guerra empezó a irle mal? -Maddy asintió otra vez sin dejar de pensar que había algo familiar en él; algo que ella sabía que debía recordar. Luchó con la idea, pero Afortunado seguía hablando con esa voz suave y persuasiva-. De acuerdo -dijo-. Sólo escucha esto. Voy a contarte un dato que me apuesto lo que quieras a que él no te ha dicho. -La sonrisa de Afortunado se volvió dura y acerada y sus ojos relumbraron en la oscuridad con un fuego verde y sutil-. A ver qué te parece, Maddy -añadió-. Él y yo somos hermanos. -Los ojos de la joven se abrieron lo indecible-. Hermanos de sangre, juramentados. Ya sabes lo que eso significa, ¿no?
Ella asintió.
– Y aun así, estuvo dispuesto a romper esa promesa y a traicionar a un hermano por el bien de su causa, de su guerra, de su poder. ¿Qué clase de lealtad es ésa? ¿No te parece? ¿Y realmente crees que un hombre al que no le ha importado inmolar a un hermano se lo pensaría dos veces antes de sacrificarte a ti?
La muchacha pensó que se ahogaba bajo el peso de las palabras que fluían sobre ella. La atraían de forma peligrosa, pues la dejaban inerme, pero incluso mientras luchaba contra el hechizo notó una vez más ese gusanillo del reconocimiento, y tuvo la sensación de que todas las piezas del puzzle encajarían en su sitio si lograba recordar de qué conocía a su interlocutor.
«Piensa, Maddy, piensa».
Una vez más formó el hechizo protector. Yr se iluminó en la punta de sus dedos, oscureciendo el encantamiento persuasivo de Kaen.
«Piensa, Maddy, piensa».
Esa voz, esos ojos, y sobre todo las zigzagueantes cicatrices plateadas de los labios, que parecían causadas mucho tiempo ha por alguien provisto de algo muy agudo.
Entonces, al fin, cayó en la cuenta de qué se trataba y recordó la vieja historia de cómo el Embaucador había desafiado a una prueba de habilidad al Pueblo del Túnel, los hijos de Ivaldi, los maestros de la forja. El truhán se jugó la cabeza a cambio de los tesoros y perdió, pero cuando fueron a cortársela, él había gritado: «¡La cabeza es vuestra pero el cuello no!».Y de ese modo los burló e hizo ademán de irse con el tesoro en liza. Sin embargo, los enanos montaron en cólera ante el engaño y decidieron tomarse cumplida venganza. Le cosieron la boca a Loki y desde aquel día en adelante, la sonrisa le había quedado tan torcida como los pensamientos.
Loki. El Embaucador. Un as. Uno de los æsir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Ella le conocía bien por su reputación y había visto su rostro en una docena de libros. El Tuerto la había advertido lo mejor que había podido; incluso Bolsa le había llamado Boca Torcida. Y la pista principal estaba allí, justo en el brazo del presunto vidriero.
Kaen. La runa ardiente. Invertida.
– Te conozco -dijo Maddy-.Tú eres…
– ¿Qué es un nombre? -repuso Loki con una sonrisa-. Un nombre es como un abrigo, puedes devolverlo, quemarlo, tirarlo y pedir otro prestado. El Tuerto lo sabe; deberías haberle preguntado.
– Pero Loki murió -intervino ella, sacudiendo la cabeza-. Murió en el campo de batalla del Ragnarók.
– No del todo. -Hizo un mohín-. Hay muchas cosas que el Oráculo no predijo, ¿sabes?, y las viejas historias tienen el hábito de torcerse.
– Pero de cualquier modo, eso ocurrió hace siglos -insistió Maddy, desconcertada-. Quiero decir, que eso fue el Fin del Mundo, ¿no?
– ¿Ah, sí? -replicó el as con impaciencia-. No es la primera vez que el mundo ha llegado al final, y tampoco va a ser la última. Por las barbas de Tor, Maddy, ¿es que el Tuerto no te ha enseñado nada?
– Pero eso os convierte…-contestó Maddy, perpleja-, quiero decir, al Pueblo de los Videntes, a los æsir me refiero, ¿no eran ellos… los dioses?
Loki hizo un gesto despectivo con la mano.
– ¿Dioses? No dejes que eso te impresione. Cualquiera puede ser un dios si tiene suficientes maestros. Ni siquiera tienes ya que poseer ningún tipo de poderes. En mis tiempos, he visto dioses del teatro, dioses gladiadores, incluso dioses cuentistas, Maddy… La gente ve dioses por todas partes. Les da una excusa para no tener que pensar por sí mismos.
– Pero yo pensé…
– Dios es sólo una palabra, Maddy. Como furia. Como demonio. Son sólo palabras que la gente aplica a las cosas que no entiende. Dios… Invierte las letras y obtendrás perro [7]. ¡Qué apropiado…!
– ¿Y qué hay del Tuerto? -intervino Maddy, frunciendo el ceño-. Si él es tu hermano… -Su boca se quedó abierta cuando recordó otra de aquellas viejas historias-. Entonces eso le convierte…
– Exactamente -dijo Loki, con su sonrisa torcida-. El Padre de Todo. El General. El mismo viejo Odín de siempre.