Al principio fue la Palabra.
Y la Palabra engendró al hombre,
y el hombre engendró al Sueño,
y el Sueño engendró a los dioses,
después de lo cual las cosas se volvieron algo,
un poco, o mucho, más complicadas…
Lokahrenna, 6:6:6
Nat Parsón se quedó de pie fuera de la cárcel, pero las piernas apenas le sostenían, ya que las sentía como cuerdas mojadas. Audun Briggs casi se había desmayado, aunque no sabía si había sido de miedo o por toda la cerveza que se había bebido; sin embargo, Jed Smith todavía estaba bastante sobrio, y había captado las implicaciones de lo que acababa de ver con una rapidez encomiable.
– ¿La has visto? -inquirió Nat-. ¿Has visto a la chica?
Jed asintió.
El párroco percibió cómo se esfumaba una parte de su excitación. Era consciente de que Maddy había estado con frecuencia en sus pensamientos durante los últimos días, y había temido en secreto que la obsesión le hubiera nublado la mente. Ahora se sentía justificado. La chica era un demonio y no habría nada más que alabanzas para quien la llevara ante la justicia.
Lo que no ponía en duda bajo ningún concepto era que ese héroe iba a ser él. El clérigo se proclamó unilateralmente a cargo de la situación tras la muerte del finismundés y nombró a Jed Smith su segundo al mando, pues no había nadie más a mano. Había otro motivo para esa elección. Jed tenía todas las razones del mundo para temer la sangre sucia que había caído sobre su familia, y cuando llegaran al final los refuerzos de Finismundi, querría dejar bien claro que sus lealtades habían estado siempre del lado de la Ley y el Orden desde el mismísimo principio.
Se volvió hacia Jed, que se había retrasado hacia el edificio de la cárcel y observaba a la Cazadora caída a través de la puerta abierta. Nat se volvió hacia el herrero. Jed había retrocedido hasta situarse cerca del edificio de la cárcel y observaba a la Cazadora a través de la puerta abierta. Este hombre nunca había sido un hombre perceptivo, y había sido bendecido con más músculo que la mayoría, aunque con algo menos de cerebro, y su expresión dejaba bien a las claras hasta qué punto los sucesos de esa noche le habían dejado perdido. El examinador estaba muerto, el agente de la ley, herido, y aquí estaban ellos, en el exterior de un edificio donde yacía un monstruo que podría despertarse de un momento a otro.
Los ojos de Jed se posaron en el arco, que se le había caído al suelo durante la lucha.
– ¿Entro y la remato?
– No -replicó el párroco. La cabeza le daba vueltas. Tenía al alcance de la mano ambiciones que hasta hacía poco le habían parecido tan lejanas como las estrellas. Pensó con rapidez y vio la oportunidad. Tendría que actuar con celeridad y quizá fuera peligroso, claro que sí, pero la recompensa merecía la pena-. Déjame aquí. Consigue algunas ropas para la mujer demonio. Encontrarás algunas en mi casa, toma alguno de los vestidos de Ethelberta. Lleva a Briggs a su casa y espabílalo, y sobre todo, no hables con nadie de este tema. Ni siquiera entre vosotros, ¿entendido?
– Por supuesto, señor párroco, pero ¿estaréis a salvo?
– Por supuesto que sí -replicó el párroco con impaciencia-. Ahora, lárgate, hombre, y déjame con mis asuntos.
Skadi se despertó en medio de la oscuridad. La puerta de la cárcel estaba cerrada, los æsir se habían ido, ella había recobrado la conciencia misteriosamente vestida y le dolía la cabeza. Sólo las runas que llevaba habían conseguido que no se sintiera peor, aunque su atacante la había tomado bastante desprevenida.
Gruñó una maldición y lanzó un hechizo; en el repentino destello de luz vio al párroco allí sentado. Estaba lívido, sin embargo ofrecía un aspecto bastante tranquilo, observándola a través del agujero de vigilancia de la runa Bjarkán.
En un segundo había conseguido hacer aparecer su artefacto mágico, pero el párroco comenzó a hablar cuando el látigo se materializó en su mano.
– Señora -dijo-. No tengáis miedo.
La presunción de aquel tipo dejó a Skadi atónita durante unos segundos. Que pudiera imaginar que la asustaba, ¡él! le hizo soltar una serie de carcajadas que sonaron como hielo al resquebrajarse…
…pero también tenía curiosidad. No menos sorprendente era el hecho de que tampoco pareciera estar atemorizado. Se preguntó cuánto habría visto y si podría identificar a la persona que la había noqueado. Y sobre todo, se preguntaba por qué no la había matado cuando había tenido la oportunidad de hacerlo.
– ¿Has sido tú quien me ha puesto esto?
Señaló con la mano el vestido que llevaba, de terciopelo azul, con un corpiño de plata labrada. Era uno de los mejores de Ethelberta y aunque Skadi despreciaba las galas femeninas, ya que prefería las pieles de un lobo salvaje o las plumas de un halcón cazador, era consciente de que alguien, por alguna razón, había intentado complacerla.
– Así es, señora -contestó Nat cuando la Cazadora alzó lentamente su látigo rúnico-. Claro, tienes todos los motivos para que esto te resulte sospechoso, pero te aseguro que la verdad es que no pretendo hacerte ningún daño. Más bien todo lo contrario, de hecho.
Usando la visión verdadera, la Cazadora le miró una vez más con una mezcla de curiosidad y desprecio. Estudió la firma mágica del clérigo, un fulgor de un marrón plateado, extrañamente moteado. Le sorprendió que no mostrara intención alguna de engañarla o traicionarla. El párroco le decía la verdad y se creía sus palabras. Descubrió que le embargaba una gran agitación bajo esa apariencia de calma. Tampoco sentía pánico, lo cual resultaba de lo más extraño.
– Puedo ayudarte, señora -dijo él-. En realidad, creo que podemos ayudarnos el uno al otro.
Y alzó la mano, donde tenía una llave, cuyos dientes aún estaban manchados con la sangre de su dueño.
Pese a todo, Nat siempre había sido un hombre ambicioso. Aunque era el hijo de un modesto alfarero, había decidido ya desde pequeño que no tenía deseo de seguir los pasos de su progenitor, y se había convertido en el aprendiz del párroco en un momento oportuno, cuando su maestro se había hecho demasiado mayor para desempeñar el cargo.
Se había casado bien, con Ethelberta Goodchild, la hija mayor de un rico ganadero del valle. Aunque no dejaba de ser cierto que ella era nueve años mayor que él y había algunos que la consideraban una insignificancia con cara de pan, traía consigo una bonita dote y magníficos contactos, y su padre, Owen Goodchild, tenía grandes esperanzas de promoción puestas en su nuevo yerno.
Pero los años pasaron sin que ese ascenso llegara nunca. Nat tenía ya casi treinta años, Ethelberta no había tenido ningún hijo y se había dicho a sí mismo que salvo que cogiera el toro por los cuernos, la oportunidad de hacerse con algo más que una simple parroquia en las montañas parecía de lo más lejana.
Fue entonces cuando Nat comenzó a considerar el Orden como una posibilidad de hacer carrera. Sabía poco de él, excepto que estaba reservado para una élite intelectual, así que fue en peregrinación a Finismundi, de modo oficial para reponer su fe, pero en realidad para descubrir cómo podía acceder a los secretos del Orden sin tener que dedicar mucho tiempo al estudio, la abstinencia y la oración.
Lo que encontró en Finismundi le llenó de emoción. Vio la catedral del Santo Sepulcro, con el chapitel de cristal y la cúpula de bronce, las esbeltas columnas y las ventanas pintadas. Había visto los Tribunales de la Ley, donde el Orden dispensaba justicia, y la Puerta de los Penitentes, donde se ahorcaba a los herejes, aunque por desgracia la Depuración propiamente dicha no se realizaba en público por miedo a que los presentes pudieran oír los cánticos. Además, frecuentó los lugares donde acudían los examinadores; caminó por sus jardines, comió en sus refectorios, bebió en sus cafeterías y pasó horas y horas observándolos en las calles, con sus hábitos negros revoloteando, sosteniendo discusiones teóricas o sobre algún manuscrito que hubieran estudiado, esperando su momento para descubrir la Palabra.
Empero, no halló pista alguna sobre la naturaleza de la misma. Al final, se abrió y narró la verdadera naturaleza de sus ambiciones a un anciano profesor. Éste le explicó que un aprendiz empleaba sus buenos doce años antes de alcanzar el nivel de subalterno en el Orden y no había certeza de obtener la llave dorada ni siquiera cuando se alcanzaba el nivel de examinador.
Nat retornó a su parroquia en las montañas con sus esperanzas hechas añicos, pero jamás había abandonado su mente la imagen de la llave. Se había convertido en una obsesión: el símbolo de cuanto la vida le había negado. Y cuando Maddy se negó a romper el encantamiento que había sobre la cerradura dorada…
El párroco observó la llave que sostenía en la mano, sonrió y Skadi se preguntó por un momento cómo era posible que una sonrisa tan necia pudiera parecer a la vez tan rapaz.
– ¿Tú? ¿Ayudarme a mí?
Se echó a reír, un sonido realmente perturbador.
El clérigo le dirigió una mirada repleta de paciencia.
– Podemos ayudarnos el uno al otro -le dijo-. Los videntes tienen algo que ambos queremos y tú también deseas vengarte de tus atacantes. A mí me gustaría llevar a la chica de los Smith ante la justicia. Cada uno de nosotros dos tiene algo que el otro necesita, ¿por qué no colaborar?
– Dioses -replicó la Cazadora-, tengo que concederte que no me había reído tanto desde que colgué aquella serpiente sobre la cabeza de Loki. Si no consigues convertirte en examinador, te aguarda una brillante carrera en la comedia. ¿Qué es lo que tú podrías tener que yo necesite, por todos los mundos?
Nat señaló el Libro destrozado, con las páginas desparramadas por el suelo de la cárcel.
– Todo lo que necesitamos está en ese Libro. Todos los nombres, los cánticos, las invocaciones de poder, una por una. Con tus conocimientos y las palabras de ese Libro podríamos poner de rodillas a todos los videntes y obligarles a que hicieran cualquier cosa que quisiéramos…
Skadi recogió una de las páginas chamuscadas.
Así que esa Palabra era una especie de magia, una serie de hechizos y encantamientos que podían ser asequibles incluso a la gente común. Recordó que Loki le había hablado de ello. También que le había dicho cuánto la temía, aunque la Cazadora no podía imaginar qué clase de magia procedente del Orden podía ser más poderosa que la del Pueblo del Hielo.
Escrutó la página, con el rostro inexpresivo, y después la dejó caer al suelo.
– No necesito ningún libro -comentó.
Fue entonces cuando Nat recibió una inspiración. Quizá fue algo que vio en sus ojos, o quizá la forma despectiva en la que había pronunciado la palabra libro, o a lo mejor el modo en que había sostenido la página del revés…
– No sabes leer, ¿es eso? -inquirió.
Skadi se enfrentó a él con unos ojos como cuchillos.
– No te preocupes -dijo el párroco-. Tengo la llave. Puedo leerlo por los dos. Al combinar tus poderes con los de la Palabra, juntos, podemos tener éxito allí donde el Orden ha fracasado. Y entonces ellos tendrán que meterme en el asunto, me convertirán en examinador, quizás incluso en profesor…
Skadi frunció el labio un poco.
– No le encuentro ninguna utilidad a un libro o una llave, pero ¿qué me impediría llevarme ambas cosas y matarte después si lo hago? Aunque sea sólo por diversión, o hacerte algo como esto que te estoy haciendo… -dejó la frase en suspenso mientras aferraba la mano del párroco y le forzaba los dedos hacia atrás uno por uno. Se le cayó la llave y se sintió un sonido como el de una rama pequeña al quebrarse…
– ¡Por favor! ¡Me necesitas! -chilló Nat Parson.
– ¿Por qué? -inquirió ella, preparándose para matarle.
– ¡Porque yo estaba allí! -gritó el párroco-. ¡Estaba allí cuando el examinador lanzó la Palabra contra el viajero tuerto!
La Cazadora hizo una pausa.
– ¿Ah, sí? -comentó.
– Sí, yo he estado dentro de la mente del General…
La Cazadora se quedó como paralizada, con los ojos brillantes como dos glaciares lejanos. A su lado, Nat cuidaba de su dedo roto, lloriqueando un poco de dolor y alivio. Él se lo había contado todo, aunque no de la forma que lo había imaginado, tomando un jerez, en la parroquia, sino a duras penas, chillando al tiempo que temía aterrorizado por su vida.
Tuvo suerte de que ella creyera su historia, pero la magia era algo volátil, como ella sabía muy bien, y la descripción de aquel cateto sobre lo ocurrido no le dejó duda alguna. Se había interpuesto en el camino de la Palabra y al hacer eso había atisbado los pensamientos del mismísimo Odín, las ideas y los planes que concernían a los æsir.
La Cazadora pensó en ellos con frialdad. Aunque se les había unido por el bien de la estrategia, no sentía ningún tipo de lealtad hacia el clan de Odín. Su padre y sus hermanos habían muerto a manos de los æsir, y el mismo Tuerto se las había arreglado para renegar de su promesa de compensarla de forma adecuada, amañando con trampas su matrimonio con Njord, cuando había sido en realidad Bálder el Bello el que le había robado el corazón. Y le había impedido vengarse de Loki, que había conducido a sus parientes a la muerte.
De todas formas, pensó, los vanir no eran mucho mejores, ya que le seguían ciegamente adonde él les condujera. La lealtad de Skadi estaba con el Pueblo del Hielo, a pesar de su matrimonio con el Hombre del Mar y ella siempre había sido feliz en las Tierras de Hielo, viviendo sola, cazando, tomando la forma de un águila y planeando sobre la nieve resplandeciente.
Si se iba a declarar una guerra, siguió pensando, esta vez no se aliaría con nadie. El General la había traicionado, Loki era su enemigo jurado y Maddy Smith, fuera quien fuera, había alineado sus colores en el bando enemigo.
Se volvió hacia Nat, que la estaba observando, con el dedo roto metido en la boca.
– ¿Y qué fue lo que viste? -le preguntó con suavidad.
– Primero dame tu palabra de que me quedaré con la chica y el poder que esté contenido en el Libro.
Skadi cabeceó, dando su aquiescencia.
– Muy bien -dijo ella-, pero a la primera señal de traición o incluso si simplemente tengo la sospecha de que intentas usar tu libro contra mí…
El párroco asintió a su vez.
– Entonces tenemos un trato. ¿Qué fue lo que viste?
– La vi a ella -replicó-. Vi a Maddy Smith. Cuando el examinador le preguntó: «¿Dónde está el Pueblo de los Videntes?», eso fue lo que apareció en la mente de tu General. Eso era lo que estaba tratando de ocultar. Y estaba dispuesto a morir antes que dar su nombre…
– ¿Nombre? -inquirió Skadi.
– Modi -contestó el párroco-. Así es como él la llamó. Modi, el Árbol Relámpago, el primer retoño de la Era Nueva.
Mientras tanto, Maddy pensaba furiosamente bajo la colina del Caballo Rojo. El Tuerto y Loki la habían dejado sola, el primero para irse a dormir y recuperar fuerzas antes de salir para recobrar al Susurrante y el segundo para emplearse en algún negocio sucio de los suyos. No había otra luz que la proporcionada por un reducido grupo de velas y la sombra de Maddy brincaba y saltaba entre las paredes pétreas mientras paseaba de arriba abajo una y otra vez.
Su reacción inicial a la revelación del Tuerto había sido un sentimiento inmediato y abrumador de cólera. No podía comprender que le hubiera ocultado algo como eso durante tanto tiempo, para revelarle únicamente la verdad cuando las líneas del frente de batalla estaban ya definidas con Maddy, lo quisiera ella o no.
Odiaba haber sido engañada, aunque, por otro lado, pensó mientras caminaba, ¿acaso una parte de ella no había ansiado esto? Tener un propósito, un clan, una familia, por el amor de los dioses. ¿No habían estado las señales claras desde el principio? ¿No había sabido una parte de ella desde siempre que ni Jed ni Mae eran de su sangre y que Odín, a pesar de ser un extraño, sí?
No oyó entrar a Loki en el salón. Se había cambiado las ropas que le había robado a Audun Briggs por una túnica limpia, una camisa y botas de suela suave y sólo cuando le tocó el brazo se dio cuenta de que estaba allí. Para entonces, su agitación era tan grande que estuvo a punto de golpearle antes de reconocer quién era.
– Maddy, soy yo -se quejó él, cuando vio Tyr a medio formar entre los dedos de la joven.
Ella deshizo la runa a desgana.
– No me apetece hablar, Loki -repuso.
– No puedo culparte por eso -suspiró él-. Odín debería haberte dicho la verdad, pero intenta verlo desde su punto de vista…
– ¿Te ha enviado para eso? ¿Para que defiendas su postura?
– Bueno, pues claro que sí -replicó él-. ¿Y qué pasa?
Maddy no pudo evitar sentirse algo desarmada ante esa muestra de inesperada franqueza. Sonrió y entonces recordó su encanto legendario.
– Olvídalo -dijo-, tú eres tan malo como él.
– ¿Por qué? ¿Qué es lo que hecho yo ahora?
Maddy le devolvió un resoplido desdeñoso.
– Todo el mundo sabía lo que pasaba menos yo -le espetó-. ¿Qué ocurre?, ¿es que soy una niña? Me pone mala. Y él también. Me enferma que me trate como si yo no importara. Pensé que yo le gustaba. -Bufó de nuevo, más violentamente que antes, y se limpió la nariz con la manga de su blusa-. Creí que era mi amigo -finalizó. Loki le dedicó su sonrisa torcida-. Así que ¿qué es lo que quiere? ¿Una guerra con el Orden? ¿Para eso es para lo que necesita al Susurrante?
Loki se encogió de hombros.
– Eso no me sorprendería nada.
– ¡Pero no tiene ninguna oportunidad contra ellos! -exclamó ella-. Incluso con los vanir de nuestra parte, seríamos diez de nosotros contra todo el Orden, y de todas formas -prosiguió bajando de manera elocuente la voz-, el Susurrante prácticamente me profetizó la derrota de Odín.
Los ojos de Loki se dilataron.
– ¿Quieres decir que hizo una profecía? ¿Hizo una profecía y a ti no se te ocurrió contarle a nadie lo que había dicho?
– Bueno, no tenía mucho sentido -repuso Maddy con torpeza-. Ni siquiera me di cuenta de que en realidad era una profecía. Se pasaba el tiempo diciendo cosas como «hablo cuando es mi deber, y no puedo callar».
– Dioses -dijo Loki, disgustado-. Eso era una profecía. Destinada a ti. Después de todos los años que me he pasado intentando persuadirle de que dijese algo, lo que fuera… -Se inclinó hacia delante con avidez-. ¿Me mencionó en algún momento?
– Quería que yo te matara. Dijo que tú nunca servías para nada más que para provocar problemas.
– Ah. Eso tiene sentido. ¿Qué más dijo?
– Algo acerca de una guerra terrible. Miles de muertos a consecuencia de una simple palabra. Algo respecto a despertar a los Durmientes, un traidor… y un General, un General que permanecía solo…
– ¿Y cuándo planeabas decirle todo esto?
Maddy se quedó en silencio.
– ¿Y bien?
– No lo sé.
El as empezó a reírse por lo bajinis, pero Maddy apenas le prestaba atención. Con la boca seca, rememoraba las palabras del Susurrante y luchaba para recordar las frases exactas. Ahora le parecía que le sonaban en verso, un lenguaje profético con una rima sombría.
Veo un ejército listo para la batalla.
Un general solo a su frente veo.
Veo un traidor en la puerta.
Un sacrificio también veo.
Tras las murallas del Hel los muertos se levantarán,
el Innombrable se alzará y los Nueve Mundos se perderán,
a menos que los Siete Durmientes alguien despierte
y alionante del Averno alguien libere…
– Se está cumpliendo -concluyó ella al final-. Los Durmientes están despiertos, el Orden está en camino. Asegura que se perderán los Nueve Mundos… -Maddy tragó saliva, sintiéndose mal-.Y no puedo evitar pensar que todo es por mi culpa. Fui yo quien despertó a los Durmientes y recuperó al Susurrante. Ojalá lo hubiera dejado en la chimenea. -Perdió el aliento y frunció el ceño-. Pero ¿qué es eso de un general que está solo al frente? ¿Por qué no estamos nosotros con él? -Una vez más, Maddy comenzó a pasearse arriba y abajo en el salón oscuro-. ¡Esto no era lo que yo quería! -gritó.
– Te lo creas o no -replicó Loki con amargura-, tampoco yo estoy encantado de estar aquí, pero no tengo otra posibilidad, ya que sin Odín, prácticamente estoy acabado y la verdad, no me llena de entusiasmo el hecho de que a pesar de todo tenga grandes oportunidades de terminar muerto.
– Entonces, dime -le urgió Maddy-, cuéntame la verdad. ¿Quién soy yo realmente? ¿Y por qué estoy aquí?
Loki la observó mientras una sonrisita le cruzaba los labios llenos de cicatrices.
– ¿La verdad? -inquirió.
– Sí. Entera.
– Al General no le va a gustar -le contestó.
«Aunque ésa es la mejor razón para contárselo, claro», pensó y allí, en lo hondo de sus entrañas, Loki sonrió abiertamente.
– Así que dime, ¿quién soy? -preguntó Maddy-. ¿Y cuál es mi papel en todo esto?
Loki se sirvió vino.
– Tu nombre es Modi -comenzó-, y el Oráculo predijo tu nacimiento mucho antes del Ragnarók, aunque no se mostró muy preciso en cuanto al género, pero una cosa sí que fue cierta: Modi y su hermano Magni iban a ser los primeros niños de la Era Nueva; nacisteis para reconstruir Ásgard y para vencer a los enemigos de los dioses. Ese es el motivo por el cual llevas esa runa en la mano, Aesk, el Fresno, el símbolo del renacer y de todos los mundos.
Maddy bajó la mirada hasta su mano, donde Aesk brillaba de color rojo sangre en la palma.
– ¿Tengo un hermano? -consiguió preguntar al final.
– O quizás una hermana, ¿quién sabe? Y si es que ha nacido ya. Como te he dicho antes, el Oráculo no es muy preciso que digamos.
– ¿Y… mis padres? ¿Quiénes son?
– Tor, el Herrero del Trueno, y Jarnsaxa, que no era exactamente su esposa, sino una mujer guerrera procedente del otro lado de las montañas. Así que ya ves, hermanita, tienes sangre de demonios, al menos por parte de tu madre.
Pero Maddy aún estaba procesando la nueva información. Degustó los nombres en la lengua: Modi, Magni, Tor, Jarnsaxa, como si fuera algún tipo de plato exótico, de fábula.
– Pero si ellos son mis padres…
– ¿Cómo fue que naciste de una pareja de pueblerinos del valle? -Loki sonrió, disfrutando del momento-. Bueno, recuerda cuando eras pequeña, ¿acaso no te decían siempre que no soñaras, que los sueños eran peligrosos y que si lo hacías, los perversos y horribles videntes vendrían desde el Caos a robarte el alma?
Maddy asintió.
– Bien -repuso Loki-, pues resulta que casi tenían razón.
Maddy escuchó en silencio mientras Loki contaba su historia.
– Empecemos por el lado bueno -dijo él mientras se servía un poco más de vino-. Empecemos con el final del todo, con el Ragnarók, la maldición de los dioses. La caída tanto de los æsir como de los vanír, el triunfo del Caos y toda esa historia. Desde luego, un tiempo muy incómodo para este tu seguro servidor que aquí se encuentra contigo, que fue asesinado, y lo peor es que fue por ese pomposo hacedor de buenas obras de Héimdal, de entre todos…
– Para un poco -intervino Maddy-. Eso ya me lo has contado antes. ¿Realmente te mataron en el Ragnarók?
– Bueno -dijo Loki-, no es tan simple. Es cierto que uno de mis aspectos cayó allí, pero la Muerte es sólo uno de los Nueve Mundos. Algunos de los æsir encontraron refugio allí, donde incluso Surt carece de poder. Sin embargo, algunos de nosotros no gozamos de tanta suerte y nos arrojaron al Averno, lugar que tu pueblo conoce como la Condenación…
– ¿Cómo es la Fortaleza Negra?
La expresión de Loki se oscureció un tanto antes de proseguir su relato.
– Nada te prepara para el Averno, Maddy. Está más allá de cualquier cosa que yo haya conocido antes. Había visto el interior de mazmorras con anterioridad y hasta entonces había pensado que una prisión sencillamente era un lugar rodeado de paredes, ladrillos y guardias, es decir, esas cosas familiares, que son iguales en todo el mundo.
»Pero es el Desorden lo que manda en el Averno. Está demasiado cerca del Caos, donde casi cualquier cosa es posible: las reglas de la gravedad, la perspectiva, el sentido y la sustancia se tuercen y modifican; los días y las horas no tienen significado y la línea entre la realidad y la imaginación se borra por completo. ¿Que cómo es? Es como si te ahogaras, Maddy, como si te ahogaras en un océano de sueños perdidos.
– Pero tú saliste.
Él asintió misteriosamente.
– ¿Cómo? -inquirió ella.
– Hice un trato con un demonio.
– ¿Qué trato?
– El habitual -comentó el Embaucador-. Favor por favor. Como yo había traicionado a ambos bandos, decidieron convertirme en un ejemplo. Me encerraron en una celda sin puertas ni ventanas, ni arriba ni abajo. Nada podía acercárseme o al menos eso fue lo que ellos pensaron, pero el demonio me ofreció un medio para escapar.
– ¿Cómo? -preguntó Maddy.
– Hay un río -continuó- en el lado más lejano del Hel. El río Sueño descarga en el Averno acorazado y a galope tendido, revolviendo toda la materia prima de los desechos mentales de los Nueve Mundos. Tocar esa agua lleva a la muerte o a la locura y fue a través del Sueño como pude escapar. -Loki hizo una pausa para refrescarse-. Casi perdí la cabeza en la lucha, pero al final encontré mi camino hacia la mente de un niño, un hijo del pueblo de Las Caballerizas.
»He hecho lo que he podido con este aspecto -comentó mientras se señalaba a sí mismo con cierto malestar-, pero francamente, la verdad es que antes tenía uno mucho mejor. Aun así, es una mejora si pensamos en el Averno, y es la razón por la que he adoptado un perfil tan bajo en los últimos siglos. No es buena idea que Lord Surt empiece a buscar a los viejos amigos, ¿no te parece?
Pero los pensamientos de la nieta de Odín corrían raudos como nubes de invierno.
– Así que el Tuerto y tú escapasteis a través del Sueño. ¿No significa eso que también otros podrían haberlo hecho?
El as se encogió de hombros.
– Quizá -convino-, pero es peligroso.
Maddy le observó, con un relámpago súbito en la mirada.
– Pero no es de ahí de donde yo procedo, ¿a que no? Yo no pertenezco a la Era Antigua…
– No, tú eres posterior. Un brote nuevo del viejo árbol. -Loki le dedicó una sonrisa alegre-. Es un nuevo estilo de aspecto, sin propietario previo, justamente tal y como vaticinó el Oráculo. Es la gente como tú la que va a reconstruir Ásgard después de la guerra, mientras que Odín y yo terminaremos criando malvas. Estoy seguro de que me comprenderás si te digo que prefiero que eso ocurra más tarde que pronto, ¿no?
Ella asintió.
– Ya veo. Bueno, se me ha ocurrido una idea.
– ¿Cuál? -preguntó Loki.
Ella se le encaró, con los ojos brillantes.
– Vamos a coger al Susurrante. Ahora mismo, antes de que se despierte el Tuerto. Nos lo traemos otra vez a la colina del Caballo Rojo y luego lo devolvemos otra vez a la hoya. De ese modo, nadie lo tendrá y las aguas volverán a su cauce, a ser como antes.
Loki la observó con curiosidad.
– ¿Eso crees?
– Loki, debo intentarlo. No puedo quedarme quieta mientras el Tuerto se deja matar en alguna guerra estúpida que va a perder con toda seguridad. Está cansado, es temerario y aún vive en el pasado. Está tan obsesionado con el Susurrante que se ha creído que tiene alguna oportunidad. Y si él pierde, perdemos todos. El Oráculo profetizó la pérdida de los Nueve Mundos. Así que ya ves, si me ayudas a devolverlo…
Loki soltó una risita burlona.
– Una lógica impecable, como siempre, Maddy. -El as se volvió con un pesar aparente-. Lo lamento, pero no me siento implicado.
– Por favor, Loki, te salvé la vida.
– Y me gustaría conservarla si no tienes inconveniente. El General me desmembrará pieza por pieza…
– El Tuerto está dormido y estará así durante un montón de horas. Además, no dejaré que te haga daño.
Los ojos de Loki lanzaron un rayo de fuego verde.
– ¿Quieres decir que me brindarás tu protección? -preguntó.
– Claro que lo haré. Si me ayudas.
Loki pareció pensativo.
– ¿Lo juras? -inquirió de nuevo.
– Por el nombre de mi padre.
– Trato hecho -repuso, y se terminó el vino.
Era tanto el entusiasmo de Maddy, su emoción, y estaba tan impaciente por comenzar su búsqueda que casi estuvo a punto de no ver la mirada en los ojos del Embaucador, o la sonrisa que se formó lentamente en sus labios llenos de cicatrices.
En el Salón de los Durmientes se creó la confusión entre los vanir. Todos estaban completamente despiertos; y todos estaban allí, salvo Skadi. Idún había hablado con la Cazadora, y Freya no, pero ninguna de las dos era capaz de proporcionar una explicación satisfactoria acerca de lo ocurrido realmente.
– Dijiste que Loki se hallaba aquí -masculló Héimdal entre sus dientes dorados.
– Así es -replicó Idún-, y en muy mal estado.
– Se habría encontrado aún peor de haber estado yo aquí -aseguró Héimdal con un hilo de voz-. ¿Y en qué anda metido? ¿Y cómo es que Skadi le ha dejado con vida?
– ¿Y quién era la chica? -preguntó Freya, por tercera o cuarta vez-. Fíjate en lo que te digo, si no hubiera tenido tanto sueño y estado tan confusa, nunca le habría dejado mi vestido de plumas…
– Narices con tu traje -la atajó Héimdal-. Quiero saber qué tiene que ver Loki en todo esto.
– Bueno -intervino Idún-, creo que mencionó al Susurrante…
Cinco pares de ojos se fijaron en la diosa de la abundancia.
– ¿El Susurrante? -repitió Frey.
De modo que Idún le explicó lo que sabía acerca de la liberación del Susurrante, el aprisionamiento de Odín, la posible alianza de Loki con éste y los rumores sobre la Palabra, además de la chica misteriosa capaz de disolver el hielo y únicamente los dioses sabrían qué otros hechizos más pudiera tener en su poder…
– Yo digo que salgamos mientras aún podamos -consideró Frey-. Aquí estamos demasiado expuestos si un rival intenta tendernos una emboscada.
– Yo propongo esperar a Skadi -intervino Njord.
– Y yo que vayamos tras Loki -se opuso Héimdal.
– ¿Y qué pasa con el General? -inquirió Bragi.
– ¿Y con mi traje de plumas? -insistió Freya.
Idún no dijo nada en absoluto, sino que simplemente se puso a canturrear entre dientes…
…mientras dos figuras ocultas en las sombras del pasadizo que desembocaba en la caverna intercambiaban una mirada de entendimiento y se disponían a poner en práctica su plan.
El Embaucador contuvo el aliento tras lanzar Yr. Cuanto más lejos, mejor; Maddy y él habían llegado hasta los picos sin incidentes y sin alertar a los vanir de sus intenciones, que era todavía más importante.
En el Salón de los Durmientes se oía ya un rumor de voces y usando la runa Bjarkán pudo atisbar sus colores: dorado, verde y azul océano. Notó con satisfacción que la Cazadora no figuraba entre ellos. Perfecto.
Había llegado el momento de representar su papel en el ardid, el que iba a colocarle en una situación de mayor riesgo, pero necesitaban una maniobra de diversión que provocara la ausencia de los vanir y le diera a Maddy la oportunidad de recobrar al Susurrante. En otras palabras, un cebo.
Y de ese modo, Loki inhaló aire profundamente y comenzó a caminar hacia la entrada del Salón de los Durmientes con paso raudo y aire desenvuelto.
El primero en verle fue Frey, el de la armadura dorada. Entornó los ojos durante unos instantes e intentó fijar la mirada entre la maraña de hechizos de la caverna a fin de descifrar los colores del intruso.
Apenas logró verle, lo cual ya era motivo suficiente de preocupación, aunque no en demasía a juzgar por el tamaño de la figura situada en la boca de la caverna. Cuando los otros se volvieron también para mirar, la intrusa, una niñita de unos tres o cuatro años, alzó un rostro con una expresión de súplica tan inocente hacia donde ellos estaban que incluso Héimdal quedó desconcertado.
– ¿Quién eres tú? -la increpó con brusquedad, cuando al fin se recuperó de la sorpresa.
La chiquilla descalza sonrió con dulzura y le tendió una mano. Vestía únicamente una camisa de hombre.
– Soy Lucy -dijo-, ¿queréis jugar conmigo?
Los vanir la observaron en silencio durante un momento. Estaba claro para todos, a excepción de Idún, que se trataba de un truco, algún tipo de avanzadilla, una distracción o incluso una trampa. Exploraron con cautela el salón, pero no había señal de nadie más, sólo aquella muchacha de pelo rizado allí de pie.
Héimdal mostró sus dientes dorados.
– Eso no es una niña -contestó en voz baja-, si no estoy equivocado, eso es…
– Lo serás tú -repuso Loki, sonriente.
Y antes de que Héimdal pudiera reaccionar, se deshizo del disfraz, cambió a toda velocidad a su aspecto de fuego desatado, y huyó para salvar la vida a través del salón.
Los vanir no desaprovecharon el tiempo. En menos de un segundo el aire se llenó con los disparos de rayos mentales, dagas volantes de luz rúnica y redes arrojadizas con púas de fuego azul, pero Loki era rápido y hábil a la hora de usar los témpanos y grietas de la caverna de hielo para esquivar, untar y desconcertar a los atacantes.
– ¿Dónde está? -aulló Héimdal, mirando a través de la luz rúnica con los ojos entrecerrados.
– Cucú -soltó Lucy, desde detrás de un pilar de hielo al otro lado de la caverna.
La pilastra saltó destrozada en una catarata de diamantes, bajo el fuego cruzado de Isa, lanzada desde cuatro sitios distintos, pero el Embaucador ya se había ido para entonces. Con su aspecto de fuego desatado los alejó hacia el extremo más apartado del salón, esquivando encantamientos y runas, reapareciendo dos veces más como Lucy desde detrás de una de aquellas fabulosas construcciones de hielo. Como los vanir se le acercaron desde todos lados a la vez, simuló tambalearse, mostrando ante el grupo de dioses enfadados una expresión de súplica angustiosa.
– ¡Cogedle! -bramó Frey-. No tiene salida…
– ¡Píllame! -le desafió Lucy y cambió de nuevo en este momento a la forma de pájaro y se dirigió derecho hacia el techo y la colosal araña central. En el centro, la pequeña abertura que había abierto la caída de Loki mostraba un resplandor pálido conforme se acercaba el amanecer.
Los vanir comprendieron demasiado tarde su plan.
– ¡Tras él! -gritó Frey, y cambió a su forma de aguilucho, bastante más grande que el aspecto de pájaro de Loki.
Njord se convirtió en un pigargo, con las alas blancas y garras como dagas; también Héimdal se transformó en un halcón de ojos amarillos y tan rápido como un rayo. Los tres se lanzaron como flechas en pos del as mientras Freya tiraba un misil tras otro hacia el hueco en el techo, y Bragi sacó una flauta de su bolsillo y tocó una ligera zarabanda que acribilló el aire con letales notas rápidas, que quemaron las plumas de Loki y estuvieron a punto de hacerle caer.
El fugitivo se puso a dar vueltas en el aire, perdió el control durante un momento para recuperarlo poco después y dirigirse hacia el cielo. El pigargo vio llegada su oportunidad y se le acercó, pero la envergadura de sus alas era demasiado grande para la caverna; esquivó una descarga de semicorcheas, se dio la vuelta y atravesó una antigua columna de hielo, destrozando su centro antes de volar fuera de control hacia el nido de carámbanos que conformaba la parte principal del techo. La araña de hielo tembló, se sacudió y finalmente comenzó a desintegrarse, arrojando hacia el suelo fragmentos de hielo que habían colgado intactos en el Salón de los Durmientes durante más de quinientos años.
La confusión reinó unos instantes. Una catarata de fragmentos helados, algunos afilados como cuchillos y otros tan grandes como balas de paja, había empezado a caer, primero lentamente, pero luego cada vez más rápido desde la brillante bóveda. Algunos se estrellaron contra el suelo pulido, disparando una rociada de fragmentos tan afilados y letales como trozos de metralla. Otros se pulverizaron antes de alcanzar el suelo, cerniéndose en el aire como partículas de color azul acero.
Ahora, Loki volaba para salvar la vida. Había ganado algo de tiempo, por supuesto. Los cazadores se habían rezagado a resultas de la caída de la araña de luces y por su propia envergadura, que les dificultaba la salida por la pequeña abertura de la techumbre.
Así fue como obtuvo una ventaja de un cuarto de hora sobre ellos. Luego localizó a sus tres perseguidores -el halcón, el pigargo y el aguilucho- sobrevolando los valles en formación de caza mientras le buscaban con las primeras luces del alba.
El Embaucador abandonó la apariencia de halcón y se deslizó a través de un pequeño bosquecillo situado justo a las afueras de la Posta de la Fragua, donde había una pequeña cabaña de madera con un tendedero en la parte posterior y una mujer entrada en años que dormitaba en la mecedora del porche.
La anciana en cuestión era Nan Fey la Loca, el ama de Maddy cuando era niña. Abrió un ojo cuando el halcón se posó en tierra y prestó más atención cuando el ave se convirtió en un joven desnudo que se puso a revolver entre las cuerdas del tendedero en busca de alguna prenda que ponerse. Fey pensó que su obligación sería intervenir, pero la pérdida de un vestido viejo, un delantal y un chal parecían un pequeño precio por el espectáculo, por lo que decidió hacer justo lo contrario.
Una segunda anciana de pies descalzos y cubierta por un grueso chal se alejó en dirección al pueblo de Malbry al cabo de dos minutos. Andaba a un ritmo sospechosamente atlético.
Una observación más detenida habría revelado que la mano izquierda estaba crispada de un modo extraño, aunque pocos habrían reconocido la forma de la runa Yr.
Unos pájaros volaron en lo alto durante un tiempo, pero no se posaron en el suelo, al menos que viera Fey la Loca.
Maddy y Loki habían acordado encontrarse en el bosque del Osezno. La muchacha tomó el camino que cruzaba el Trasmundo y llegó primero, por lo que se sentó sobre la hierba y se dispuso a esperar. Entretanto, intentó poner en orden sus ideas sobre lo sucedido y cuanto concernía al Susurrante…
…cuya conversación no era precisamente cómoda, pues éste echaba chispas por haber sido abandonado en el Salón de los Durmientes, según sus propias palabras, «como un maldito guijarro cualquiera», y Maddy estaba resentida por que le hubieran ocultado la verdad sobre su sangre æsir.
– Quiero decir, no es algo que simplemente se te pasa por alto -dijo ella con brusquedad-. Ah, por cierto, eres la nieta del Padre de Todo. ¿A nadie se le ha ocurrido que quizá me interesara saberlo? -El Susurrante refulgió de un modo que daba a entender un gran aburrimiento-. Y otra cosa más -continuó la muchacha-, si yo soy Modi, la hija de Tor, y se supone que voy a reconstruir Asgard según la profecía, entonces es de imaginar que estoy con el bando ganador, ¿no es así?
El Susurrante bostezó de forma exagerada.
Entonces, la muchacha soltó la pregunta que le había estado quemando en la punta de la lengua desde la primera vez que Odín le reveló su verdadera identidad.
– ¿Es ésa la razón por la que me encontró el Tuerto? -se preguntó-. ¿Por eso me ha enseñado como lo hizo? ¿O sólo pretendía granjearse mi confianza para poderme usar contra el enemigo cuando llegara el momento? ¿Y cómo pretende hacerlo? No soy una guerrera.
De pronto, recordó vividamente la imagen de Loki cuando decía: «Un hombre puede plantar un árbol por muchas razones». La muchacha no pudo reprimir un escalofrío a pesar de la agradable temperatura del bosquecillo.
El Susurrante le dedicó una seca risotada.
– Te prevengo -la aleccionó-. Eso es lo que él hace, aprovecharse de los demás. Se sirvió de mí cuando le convino y luego me abandonó a mi suerte. Eso mismo te sucederá a ti si se lo permites, chica. A sus ojos no eres más que otro peldaño en la escalera de regreso a Ásgard. Al final, te sacrificará como hizo conmigo, a menos que…
– ¿Eso es otra profecía? -le interrumpió Maddy.
– No, es una predicción -contestó el Susurrante.
– ¿Cuál es la diferencia?
– Las predicciones pueden estar equivocadas; las profecías, no.
– Entonces, en este momento, ¿tampoco tú sabes qué va a suceder? -quiso saber Maddy.
– No con exactitud, pero tengo buen ojo para intuir cosas.
Maddy se mordió una uña.
– «Veo un ejército listo para la batalla. Un general solo a su frente veo. Veo un traidor en la puerta. Un sacrificio también veo». -Se volvió hacia el Susurrante-. ¿Eso soy yo? ¿Se supone que yo voy a ser el sacrificio y el Tuerto, un traidor?
– No sabría decirlo -replicó el interpelado con un tono de suficiencia en la voz.
– «Tras las murallas del Hel los muertos se levantarán, el Innombrable se alzará y los Nueve Mundos se perderán, a menos que los Siete Durmientes alguien despierte y al Tonante del Averno alguien libere». ¿Liberado del Averno? -se preguntó ella-. ¿Acaso es eso posible? -Destellos de luz rúnica centellearon y giraron en el interior del vítreo caparazón del Susurrante-. Yo te pregunto, ¿es posible liberar a mi padre del Averno? -repitió ella.
Loki la había considerado infantil e irracional, pero de hecho, desde que había oído la descripción de cómo el Embaucador se había escapado del Averno, Maddy había estado pensando con suma lucidez. Ella se había arriesgado a confiar en la predisposición del Embaucador para ayudarla no porque confiase en la buena naturaleza de éste, sino porque esperaba de él una mentira. Ella estaba segura de que él no iba a permitirle arrojar al Susurrante a un abismo de fuego, pero la tarea de recuperarlo del Salón de los Durmientes era cosa de dos, y antes que permitir que cayera en manos de los vanir, estaba convencida de que el as estaría dispuesto a seguirle la corriente, al menos hasta que llegaran al Trasmundo, donde él pondría al Susurrante y a Maddy en manos de Odín. A cambio de un precio, por supuesto.
Bueno, a ese juego podían jugar dos.
Maddy había efectuado una profunda reflexión mientras regresaba del Salón de los Durmientes. Una parte de ella deseaba correr junto al Tuerto y acosarle a preguntas, como siempre había hecho de pequeña, pero la profecía del Susurrante la había vuelto cauta como mínimo, ya que si ella la había interpretado correctamente, la derrota de Odín supondría el fin de los mundos.
Deseaba no haber oído hablar jamás del Susurrante, pero eso era lo que había, sin posibilidad de vuelta atrás, y aunque era un pobre sustituto para el consejo de su viejo amigo, al menos una profecía no podía mentirle.
Ella sabía la opinión que le merecería su plan al Tuerto y le hería decepcionarle, pero no había nada que pudiera hacer. Debía salvarle de sí mismo, pensó, y así salvaría a los mundos.
– Siempre que Loki acceda a echar una mano…
– No te preocupes ni pizca por eso -la atajó el Susurrante-. Le convenceré. Puedo ser muy… persuasivo.
Maddy le dedicó una prolongada mirada.
– La última noticia que tuve era que deseabas verle muerto.
– Puede sacarse provecho incluso de los muertos -replicó él.
Loki llegó media hora después con los pies doloridos y las faldas de Fey la Loca cubiertas de polvo.
– Vaya, vaya, mira eso -celebró el Susurrante con la más desagradable de las voces-. Hemos pillado a Sirio con un vestido puesto. ¿Qué va a ser lo próximo, eh? ¿Una tiara y un collar de perlas?
– Ja, ja, muy divertido -replicó Loki mientras desanudaba el chal con el cual se cubría la cabeza-. Lamento el retraso -se disculpó ante Maddy-, pero he tenido que venir a pie.
– Eso ahora da igual -sentenció la muchacha-, lo importante es que tenemos al Susurrante.
El Embaucador la miró con curiosidad. Esperaba verla con las mejillas encendidas por el entusiasmo o el miedo, pero había algo en el color que lucían, un entusiasmo, que le incomodaba.
– ¿Qué ocurre? -quiso saber.
– Hemos estado hablando -le informó Maddy.
Loki pareció sentirse violento.
– ¿Sobre qué?
– He tenido una idea -contestó Maddy.
Ella empezó a exponer el plan, al principio de forma dubitativa, pero luego fue ganando confianza conforme su interlocutor palidecía más y más y el Susurrante refulgía como un enjambre de luciérnagas y daba la impresión de ir a explotar.
– ¿El Averno? -respondió él finalmente-. ¿Quieres que vaya al Averno?
– Ya has oído las palabras del Oráculo.
– Eso es una licencia poética -replicó con fuerza-. A los oráculos les encantan ese tipo de cosas.
– «Un general solo a su frente veo. El Innombrable se alzará y los Nueve Mundos se perderán». Estamos hablando de guerra, Loki, y una terrible. Y no hay otra forma de detenerla que liberar a mi padre del Averno. Prometiste ayudarme…
– …a recobrar al Susurrante, pero no dije nada de salvar a los mundos -rechazó el as-. Quiero decir, de todos modos, ¿qué tiene de malo una guerra?
La muchacha pensó en el valle del río Strond y en las tierras de laboreo y las granjas dispersas por todo el camino que iba desde Malbry hasta la Posta de la Fragua, y en todos los senderos, y en los setos, y en el olor del humo durante la quema de matojos en otoño. Pensó en Nan la Loca sentada en la mecedora, en un día de mercado en Pease Green y en Jed Smith, que había hecho todo lo humanamente posible para que las inofensivas y pacíficas gentes del valle continuaran con sus vidas cotidianas y la estúpida convicción que sostenían de ser el centro de los mundos.
Maddy Smith lo comprendió todo por vez primera en su vida. Los sermones, la intimidación, las señales hechas a sus espaldas, el millar de pequeñas crueldades que le habían obligado a correr al bosque del Osezno más veces de las que era capaz de recordar. Ella pensó que la odiaban por ser diferente, pero ahora sabía la verdad. Estaban asustados, temían la posibilidad de haber metido a un cuco en su nido, les asustaba que creciera y un día trajera el Caos sobre su minúsculo mundo.
Y así había sido, caviló. Ella había comenzado todo, pues sin su concurso, los Durmientes jamás habrían despertado ni el Susurrante habría dejado de estar seguro en la fosa, y faltarían cincuenta o tal vez cien años para que estallara la guerra, quizás incluso más…
Se volvió hacia el Embaucador.
– Como tú mismo dijiste, puede hacerse.
Loki soltó una seca carcajada.
– No tienes ni idea de lo que sugieres. Nunca has puesto el pie fuera del valle y ahora planeas irrumpir en la Fortaleza Negra. ¿No te parece que pretendes dar un salto demasiado grande?
– Tienes miedo -le reprochó la muchacha. Él volvió a reírse.
– ¿Miedo? -repitió-. Por supuesto que sí. Se me da muy bien estar asustado, sigo de una pieza precisamente por eso, y hablando de estar asustado -continuó, mirando esta vez al Susurrante-, ¿te haces una idea de lo que me hará el General si…? No, no me respondas a eso -se apresuró a rectificar-. Prefiero no saberlo. Por ahora basta con acudir a él y entregarle ese maldito trasto, se lo entregamos y le dejamos negociar con los vanir, bla, bla, bla.
– El Caos se abalanzará sobre los Nueve Mundos cuando se encuentren Odín y Mímir el Sabio -anunció el Susurrante casi con desidia, pero relumbraba como la llamarada de un dragón.
– ¿Qué es lo que has dicho? -inquirió Loki, volviéndose.
– Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar.
– Oh, no -exclamó Loki, levantando las manos-. Ni se te ocurra hacer una profecía ahora. No quiero oírla ni enterarme de nada.
Pero el Susurrante había empezado a hablar de nuevo con una voz baja que les conminaba a prestar atención, y ambos le escucharon, Maddy con perplejidad y Loki con creciente incredulidad y pavor.
– Veo un fresno ante la puerta abierta -anunció el Susurrante-. Le ha alcanzado un rayo, pero reverdecen nuevos brotes. Veo un encuentro entre alguien instruido y alguien ignorante a las puertas del Averno. Veo un barco funerario en las costas del Hel y, con el perro a sus pies, al hijo de Bor en él…
– Dioses -exclamó Loki-, no me digas más…
– Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar.
– Has permanecido mudo durante cinco siglos -protestó el Embaucador, que estaba aún más pálido-, y te da por romper ese hábito justo ahora, ¿por qué?
– Espera un momento -terció Maddy-, ¿no es «hijo de Bor» uno de los nombres de Odín?
Loki asintió. Tenía muy mal aspecto.
– ¿Y qué hay del perro?
El as tragó saliva a duras penas. Había palidecido incluso su aura y unos plateados hilos de miedo cruzaban por sus colores.
– Olvídalo -logró decir con voz tensa.
Maddy se volvió hacia el Susurrante.
– ¿Y bien…? ¿Qué significa?
– Me limito a profetizar -repuso con voz aterciopelada- y dejo a otros la interpretación.
Maddy torció el gesto.
– Supongo que el fresno se refiere a mí, yo soy el brote que reverdece del árbol hendido por el rayo. Lo más probable es que con el instruido se refiera al Susurrante. El hijo de Bor a bordo de la nave de la muerte y con el perro a sus pies… -Posó los ojos en las facciones de Loki-. A Sirio también se le conoce como la estrella del Perro. Sirio…, ya veo.
– Eso significa mi muerte. -Loki suspiró-. ¿Vas a repetirlo?
– Bueno, eso no quiere decir necesariamente que vayas a morir…
– ¿Ah, no? ¿De veras? -espetó el Embaucador-. ¿Qué otra cosa puedo hacer yo en las costas del Hel? -Echó a caminar mientras se remetía las faldas en la pretina y dejaba suelto el chal-. ¿Por qué no me has dicho todo esto antes? -inquirió al Susurrante.
El Oráculo refulgió con mofa, pero no dijo nada.
Loki ocultó el rostro entre las manos.
– Venga, todavía no has muerto -le animó la muchacha-. De hecho… -Enmudeció durante unos instantes y su rostro se encendió-. Déjame expresarlo con palabras más sencillas. Según la profecía, tú mueres si Odín también perece. -Loki profirió un sonido de muda desesperación-. El Caos vendrá cuando se encuentren Odín y Mímir. Entonces es cuando cae Odín. -El as clavó la vista en ella-. A menos que liberemos a Tor del Averno, en cuyo caso no estallará guerra alguna, el General no morirá, los Nueve Mundos se salvarán y mi padre…
Se hizo un prolongado silencio durante el cual un paralizado Loki mantuvo la mirada fija en la muchacha, cuyo corazón palpitó cada vez más deprisa. Entretanto, el Susurrante titiló como un fragmento de estrella.
– Así que ya lo ves -insistió ella-, has de venir. Conoces el camino hacia el Averno y el Susurrante asegura que el intento es factible. Además, Odín no podrá reunirse con el Susurrante si lo conservamos en nuestro poder, y no habrá guerra, y…
– Escúchame, Maddy -la interrumpió Loki-, por mucho que me seduzca la idea de suicidarme en un intento de salvar los Nueve Mundos, tengo un plan más sencillo. El Oráculo me ha visto muerto en el Hel, ¿verdad? Pues siempre y cuando me mantenga bien apartado de allí…
Enmudeció de pronto al notar un dolor pequeño pero intenso encima de la ceja izquierda. Pensó que le había picado algún insecto durante unos segundos, hasta que notó la presencia del Susurrante que cruzaba por su mente como un rastrillo punzante sobre la tierra. Dio un paso atrás y estuvo a punto de caer.
«Ay, ¡eso duele!»
Notó cómo el intruso prendía sus pensamientos igual que una uña se engancha y desgarra la seda. Era una sensación de lo más incómoda, pero cuando intentaba cerrar su mente, sintió una punzada de dolor más aguda que se hundió en su cabeza.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Maddy al verle flaquear.
Pero Loki no estaba en condiciones de dar explicación alguna. Dio otro paso de beodo con los ojos cerrados mientras a sus pies el Susurrante centelleaba de puro júbilo.
«¿Qué es lo que quieres?», preguntó el Embaucador con la mente.
«Tu atención, Sirio, y tu promesa».
– ¿Mi promesa?
«Habla en silencio si valoras la vida».
Loki hizo un esfuerzo, se contuvo y asintió.
«Sé lo que te ronda por la sesera -dijo la voz en su mente-. Te asusta que pueda leer tus pensamientos y te sorprende lo mucho que han aumentado mis poderes».
Loki permaneció en silencio, salvo el rechinar de dientes.
«Ahora te preguntas si pretendo castigarte».
El Embaucador se mantuvo inmóvil y en silencio.
«Debería hacerlo -continuó el Susurrante-, pero voy a darte la oportunidad de redimirte».
«¿De redimirme? -repitió Loki, sorprendido-. ¿Desde cuándo te preocupa la salvación de mi alma?»
Loki notó en su mente la hilaridad del Susurrante.
«Tu alma no me preocupa, pero en todo caso harás lo que yo diga. Acompaña a la chica al Averno y llévame lo más adentro posible del Hel. Libera al Tonante… Impide la guerra».
«¿Y por qué iba yo a querer entrar en el Hel? ¿Qué te propones, viejo farsante?»
Una fortísima descarga de dolor traspasó la mente de Loki, que cayó de rodillas, incapaz de gritar mientras la voz dejaba en su mente un último aviso.
«Nada de preguntas. Limítate a hacer lo que te digo», le ordenó el Susurrante.
Entonces, la presencia intrusa desapareció de su cabeza, dejándole turbado, sin aliento y maravillado ante lo mucho que habían aumentado sus poderes. Siglos atrás, el forcejeo para controlar a la cosa se había prolongado varios días y había dejado exhaustos a ambos, además de causar la devastación del Trasmundo, pero ese día le había postrado de rodillas en cuestión de segundos…
…y relucía con un destello de advertencia. Loki no dejaba de oír en el fondo de su mente un murmullo débil pero imperativo.
«Nada de trucos. ¿Me das tu palabra?»
«De acuerdo».
Loki abrió los ojos y respiró con inspiraciones lentas y profundas.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Maddy con aspecto preocupado.
Loki se encogió de hombros.
– Me caí -contestó-. Malditas faldas. -Se puso en pie después de pronunciar esas palabras y volvió toda la fuerza de su sonrisa llena de cicatrices hacia Maddy-. Y ahora, ¿vamos o no al Averno?
Se retiraron a la casa parroquial a las dos de la mañana en lo que más que una alianza era casi una profanación. Por un lado el reverendo con su llave dorada, y por otro la Cazadora, vestida con el traje de terciopelo azul de Ethelberta, que se quedó confusa y disgustada al ver cómo se dirigían de inmediato al estudio de Nat y se encerraban en él.
Allí, Nat le refirió a la Cazadora todo cuanto sabía sobre Maddy Smith, el trabajador tuerto de quien se había hecho amiga y en especial acerca del Orden y su funcionamiento, y le leyó algún pasaje del Buen Libro y le recitó varios cánticos menores del Capítulo Reservado.
Skadi presenció y escuchó con fría satisfacción los esfuerzos del hombrecillo por domeñar el encantamiento, al que él llamaba la Palabra. Sin embargo, su curiosidad aumentó a medida que transcurrían las horas. Era un tipo torpe y sin formación, pero tenía una chispa, un poder que ella veía en los colores de su aura, pero era incapaz de comprender. Parecía que hubiese dos firmas mágicas en vez de una; la primera era muy normal de color marrón, pero luego, en el interior de ésa, había una hebra más brillante. Parecía una madeja de plata tejida en el interior de una seda de poco valor. Por lo tanto, daba la impresión de que Nat Parson, a pesar de todo su engreimiento y autocompasión, tenía poderes que, o podían ser una ayuda, o una amenaza para ella si permitía que crecieran sin tutela.
– Ahora, enciéndela.
Estaban sentados al escritorio de Nat con la vela apagada de un candelabro entre ellos. Kaen, la runa del fuego, refulgió levemente torcida entre los dedos del clérigo.
– No te concentras -le recriminó Skadi con impaciencia-. Sujétala con firmeza, centra tu pensamiento, recita el ensalmo y enciende la llama.
Nat contempló el candelabro con el ceño fruncido durante varios segundos.
– No funciona -se quejó al fin-. Soy incapaz de conseguir que funcionen estos ensalmos paganos. ¿Por qué no puedo limitarme a usar la Palabra?
– ¿La Palabra? -Ella soltó una carcajada a pesar de sí misma-. Escucha, amigo -le explicó con la mayor paciencia posible-. ¿Utilizas un olifante para arar el jardín? ¿Quemas un bosque para encender tu pipa?
Nat se encogió de hombros.
– Deseo obtener lo importante, no estoy interesado en aprender truquitos.
Skadi volvió a reírse. «Has de reconocerle una cosa a este hombre -dijo para sus adentros-. Quizá sea corto de entendederas, pero de ambiciones anda sobrado». Ella había aceptado sellar aquel pacto con el propósito de llevarle la corriente el tiempo preciso para sonsacarle los secretos del Orden, pero ahora él había conseguido despertar su curiosidad; quizá podía serle útil después de todo.
– ¿Truquitos? Esos truquitos, como tú los llamas, forman parte de tu aprendizaje. Si sigues despreciándolos, nuestro acuerdo habrá concluido -le espetó-. Ahora, deja de quejarte y enciende la vela.
Nat profirió un sonido de disgusto.
– No puedo -murmuró enojado, pero…
…una intensa llama prendió en ese mismo momento, esparciendo los papeles y tirando al suelo el candelabro, y enviando tal llamarada contra el techo que dejó una mancha de hollín en el yeso.
Skadi enarcó una ceja de forma desapasionada.
– Te falta control -observó-. Otra vez.
Pero Nat contemplaba la renegrida vela con expresión de júbilo incontrolable.
– Lo hice -anunció.
– A medias -le replicó la Cazadora.
– Pero ¿lo notaste…? -insistió Nat-. Ese… poder… -Hizo una repentina pausa y se llevó la mano a las sienes, como si sufriera una jaqueca-. Ese poder -repitió distraídamente, como si tuviera la mente puesta en otra cosa.
– Otra vez, por favor -repuso Skadi con frialdad-, y en esta ocasión procura contenerte un poquito.
Enderezó el candelabro, que todavía quemaba, y colocó otra vela alargada en la punta.
Nat Parson sonrió con gesto ausente y comenzó a formar la runa Kaen, que esta vez surgió de entre sus dedos bastante menos torcida.
– ¡Ojo! -le advirtió la Cazadora-. Date un margen de tiempo. -Kaen refulgía con fuerza, parecía una pepita de fuego en la mano del sacerdote-. Es demasiado grande. ¡Redúcela! -le instruyó.
Sin embargo, Nat no la oyó o no atendió al aviso, ya que Kaen brilló una vez y con una intensidad mayor, tanta que Skadi pudo sentirla, ya que irradiaba un calor intenso como el de un trozo de cristal fundido.
Los ojos de Nat eran dos puntitos de fuego voraz. Los papeles desordenados del escritorio que tenía delante empezaron a curvarse y crujir. El mismo cirio, que había permanecido inmaculado en el brazo del candelabro, empezó a escupir cera y a derretirse conforme aumentaba la temperatura.
– Detente o vas a ser tú quien arda -le conminó ella.
Nat Parson se limitó a seguir sonriendo.
Skadi comenzó a sentirse inexplicablemente nerviosa.
Al otro lado de la mesa, Kaen se había convertido en el minúsculo corazón de un horno y su tonalidad amarilla había empezado a adquirir unas inquietantes coloraciones blanquiazules.
– Basta -le ordenó ella.
Aun así, él siguió sin contestarle, por lo que Skadi formó la runa Isa en los dedos con la intención de apagar el fuego rúnico antes de que éste quedara fuera de control y ocasionara algún daño.
Entonces, Nat contempló a la Cazadora. La helada runa azul Isa y la candente Kaen se enfrentaban equilibradas encima de los papeles carbonizados. Skadi experimentó esa desazón fastidiosa e inefable.
«Se supone que esto no ha de suceder -pensó-. El tipo carece de adiestramiento y energía mágica, así que ¿de dónde obtiene semejante flujo de poder?»
Isa comenzaba a flaquear en su mano, por lo que la Cazadora volvió a conformarla de nuevo, y esta vez con más energía, poniendo en la creación toda la fuerza de su propia energía mágica.
La sonrisa de Nat se ensanchó y cerró los ojos con un gesto que recordaba a un hombre que está en el trance de alcanzar el máximo placer. Skadi presionó con más fuerza…
Todo terminó de pronto y con tanta rapidez que a la Cazadora hasta le costó creérselo. Isa heló por completo a Kaen y la runa se quebró y astilló en una docena de fragmentos que terminaron golpeando contra la pared más lejana, dejando restos de carboncillo en el revoque del muro. Nat abrió unos ojos bien grandes, expresando un asombro que habría resultado cómico en cualquier otra circunstancia, y Skadi soltó un suspiro de alivio, lo cual resultaba absurdo, pues no era lógico esperar otro desenlace.
Aun así, ¿no había apreciado otra cosa mientras él le plantaba cara al otro lado del escritorio? Había tenido la impresión de que un poder, quizás incluso un poder superior, le había prestado esa pujanza o una mirada increíblemente penetrante había alterado de forma fugaz aquel duelo de voluntades.
En cualquier caso, había desaparecido. Nat parecía haber despertado del trance y observaba los restos de su obra en el techo y las paredes como si no las hubiera apreciado con anterioridad. Skadi se percató de que volvía a frotarse la frente con las yemas de los dedos, como si intentara rechazar una migraña inminente.
– ¿Lo hice? -inquirió al fin.
Skadi asintió.
– Me pegaste un buen susto. Dime, ¿cómo te sentiste?
Nat se lo pensó durante unos instantes sin dejar de frotarse las sienes. Luego, le dedicó una sonrisilla de confusión, como la de un hombre que intenta recordar los excesos de una juerga reciente.
– Bien -respondió al fin. Las miradas de ambos se encontraron y ella creyó ver en las pupilas plateadas del hombre el reflejo de un gran júbilo-. Muy bien -repitió con voz suave.
La Cazadora del Hielo se estremeció por primera vez desde el Final de los Días.
Había planeado presentar a los vanir a su nuevo aliado sin demora, pero ahora se lo estaba pensando mejor. Después de todo, ellos no eran de su sangre, salvo por vía conyugal, y eso había sido un error. El viejo le seguía profesando mucho cariño, por supuesto, pero las naturalezas de ambos eran demasiado diferentes para que pudiera durar el matrimonio. Ella era incapaz de aguantar mucho tiempo en el hogar que Njord tenía junto al mar y a él le resultaba igualmente insoportable la estancia en las montañas, donde ella se sentía a gusto. Lo mismo podía aplicarse a Frey y Freya, cuyas lealtades estaban con su padre y no con ella, y sabía perfectamente que la persecución de Odín y su nieta quizá no contara con un respaldo unánime.
Quizá las cosas hubieran tomado un cariz muy distinto si ella hubiera logrado apoderarse del Susurrante, pero lo más probable fuera que se encontrase con alguna oposición en la situación actual. Héimdal al menos iba a mantenerse leal a Odín y ella no deseaba enfrentarse con los vanir, de modo que, al menos por el momento, el Tuerto seguía teniendo todas las bazas: el Oráculo y sobre todo, la chica. Los vanir conocían la profecía tan bien como él, y ninguno de ellos iba a oponerse de forma consciente a la hija de Tor, y aunque Skadi no profesara un gran cariño por Ásgard, supuso que los demás considerarían bueno cualquier trato que les diera la oportunidad de recuperar la Ciudadela del Cielo.
Por ese motivo, esa misma mañana adoptó forma de ave tras desayunar con el clérigo y voló de regreso al Salón de los Durmientes. Pasó justo por encima de Loki, pero por aquel entonces éste ya se hallaba de camino al lugar de su encuentro en el bosque del Osezno y al aguilucho jamás se le pasó por la imaginación que la vieja que había visto en el camino a Malbry pudiera ser el Embaucador disfrazado.
Skadi se vistió con la misma túnica y las botas que había dejado antes allí y luego dio a los vanir una explicación cuidadosamente revisada sobre lo acaecido tras esa noche de trabajo. Odín y Loki estaban juntos con una muchacha, les anunció, cuya verdadera identidad era desconocida. El Susurrante obraba en su poder y había frustrado el intento de los examinadores y, por último, habían logrado escapar a pesar de que ella no había dejado de vigilar.
No mencionó la promesa hecha a Nat Parson ni los planes que le tenía reservados a Maddy Smith.
– Pero ¿por qué no nos despertó el propio Odín? -preguntó Héimdal cuando ella hubo terminado de hablar.
– Quizá tenga miedo -aventuró Skadi.
– ¿Miedo?… ¿Miedo de qué?
Ella se encogió de hombros.
– Es evidente que trama algo -observó Frey.
– ¿Sin decírnoslo? -saltó Bragi, ofendido.
– ¿Y por qué? -replicó Skadi-. Así es como se las gasta. Los engaños y las falacias han sido siempre su emblema.
– Eso es falso -refutó Héimdal-. Ha sido muy leal con nosotros.
– Vamos, por favor -replicó Skadi, impaciente-. Afróntalo, Dientes de Oro, el General siempre flirteó con el Caos, y más que eso, ahora vemos que está a partir un piñón con ladrones de la catadura de Loki… otra vez. De entre todos, ha escogido a Loki. ¿Qué más necesitas? Te habría despertado a ti de haberte querido elegir, ¿no te parece? -Los vanir parecían intranquilos-. El mundo ha cambiado -prosiguió ella-. Hay nuevos dioses, dioses poderosos que trabajan contra nosotros. ¿Por qué creéis que ha tomado al Susurrante? ¿Por qué pensáis que ha dejado dormir a los vanir?
Se hizo el silencio.
– Quizás esté fraguando una alianza -aventuró Frey dubitativamente.
– ¿Eso crees…? -replicó Skadi-. Me pregunto con quién… -Acto seguido procedió a describirles la información recopilada sobre los examinadores de Finismundi, el Innombrable y el mundo. La escucharon en silencio todos, salvo Idún, que parecía estar en las musarañas, pero cuando Skadi terminó su alocución, hasta-la voluble Freya mostraba una expresión deprimida-. Lo que ellos llaman la Palabra tiene más poder que nuestros encantamientos -aseguró-. Están en condiciones de derrotarnos, controlarnos y esclavizarnos. Son el Orden. ¿Quién sabe a qué clase de arreglo ha podido llegar Odín con ellos para salvarse?
– Pero tú nos dijiste que le tenían prisionero -dijo Bragi.
– Fue un simple truco para atraerme a la aldea.
Entonces les explicó cómo se habían vuelto contra ella en el preciso momento en que estaba a punto de liberar a Odín. La habían derribado gracias a un vil golpe y se habían escapado hacia las montañas con el Susurrante.
– ¿Y por qué tú? -preguntó Héimdal, todavía receloso.
– Porque no soy una de vosotros -contestó Skadi-. Todos vosotros sois vanir, pero habéis estado con él tanto tiempo que os habéis acostumbrado a pensar en él como uno de los vuestros; sin embargo, no lo es. Las lealtades de Odín están primero con los æsir y luego con los vanir, si es que mantiene alguna lealtad hacia vosotros… ¿Acaso pensáis que no os va a sacrificar si es necesario para salvar a los æsir? ¿De veras os lo imagináis dudando ni un solo instante?
Héimdal torció el gesto.
– ¿Sospechas que ha cerrado un acuerdo?
Skadi asintió.
– Creo que ellos le obligaron -declaró-. Su vida a cambio de las nuestras, pero su plan se torció cuando maté al examinador. El Orden perdió su oportunidad cuando me marché, pero eso no significa que haya cejado en su empeño.
»Hemos de asumir que van a venir a por nosotros con refuerzos, que conocen nuestro paradero y nuestra identidad.
Eso bastó. La semilla estaba sembrada. Skadi observó cómo crecía en los ojos de los vanir recién despertados. Héimdal entreabrió los labios y expuso a la vista sus dientes de oro; la mirada de Frey se aceró; los ojos del amable Njord se oscurecieron igual que el cielo cuando se puebla de nubarrones de tormenta; Bragi entonó una canción triste; Freya lloró e Idún se limitó a sentarse sobre un bloque de hielo y sonreír con el rostro tan terso y sereno como de costumbre.
– Muy bien -admitió Héimdal, volviéndose a Skadi-.Aceptemos por ahora que estás en lo cierto.-Entrecerró los ojos y estudió con detenimiento a la Cazadora como si percibiera en su firma mágica algún matiz que se les había escapado a los demás, algún cambio de colores o algo inadecuado en su brillo-. Admitamos que Odín tiene algún plan que tal vez no nos beneficie. Eso es cuanto estoy dispuesto a asumir -atajó cuando Skadi parecía a punto de protestar-, pero estoy de acuerdo en la necesidad de ser cauto.
– De acuerdo -repuso Skadi.
– Los superamos en número a pesar de todo -recordó Héimdal-. Somos siete contra ellos tres, dando por hecho que incluimos a la chica en el cómputo, por supuesto…
– No te olvides del Susurrante -le recordó Skadi.
– Sí, por supuesto -aceptó Héimdal con aspecto pensativo-. Ellos tienen en su poder al Oráculo, y éste no tiene motivo alguno para apreciar a los vanir. Después de todo, fuimos nosotros quienes decapitamos a Mímir en primer lugar.
Los demás intercambiaron miradas.
– Está en lo cierto -admitió Frey.
– Pero Odín controla al Susurrante -objetó Njord.
– Tal vez -repuso Héimdal.
– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Freya-. No podemos andar dando vueltas siempre. Propongo ir a hablar con Odín.
Skadi la fulminó con una mirada cargada de desprecio.
– ¿Te ofreces voluntaria para el trabajo?
Freya desvió la vista.
– ¿Qué hay de ti, Dientes de Oro? ¿Quieres caminar hasta meterte de cabeza en alguna de las trampas que Odín te ha preparado y averiguar sus planes por las malas?
Héimdal puso cara de pocos amigos, pero permaneció en silencio.
– ¿Y tú qué dices, Bragi? Sueles tener mucho que decir sobre ti mismo; habla ahora, ¿qué sugieres?
– ¿Qué solución propones tú? -la interrumpió Njord.
– Bueno, pues da la casualidad… -comenzó ella…
…y les refirió tanto como se atrevió. Habló de Nat Parson y sus ambiciones, reduciéndolas a la categoría de los sueños imposibles de un hombre inútil y estúpido. Recalcó su potencial utilidad como aliado e hizo referencia a sus vínculos con el Orden y la Iglesia, revelándoles que ya les había ayudado al darles acceso al Buen Libro.
La Cazadora no mencionó los poderes recién adquiridos por el clérigo ni la intranquilidad que le causaban los mismos. El hombre tenía un atisbo de poder, eso era todo, pero se trataba de un poder inestable que a veces apenas llegaba a ser poco más que una chispa. Nada por lo que debieran sentirse amenazados. Y podía ser útil.
– ¿Cómo va a ser de utilidad? -quiso saber Héimdal.
– Necesitamos nuevos aliados para los nuevos tiempos -contestó a la vez que se encogía de hombros-. De lo contrario, ¿cómo vamos a luchar contra el Orden? Además, el Innombrable tiene un nombre. Me gustaría conocerlo antes de que estalle la guerra.
Héimdal le dio la razón a regañadientes.
– ¿Y qué es lo que quiere ese curita tuyo?
– Desea vengarse de un renegado de la Gente -explicó ella, con una sonrisa-. A cambio, va a proporcionarnos información que nos permitirá actuar contra el Orden y la Palabra. El sólo quiere a la chica… Yo diría que nos ha ofrecido una ganga.
– ¿La chica…? -preguntó Bragi-. ¿Y quién es?
– Nadie -contestó ella-. Ya conoces las costumbres de Odín, siente debilidad por la Gente. Imagino que la estará usando como espía o algo por el estilo.
Héimdal volvió a clavar en la Cazadora una mirada inquisitiva.
– Freya asegura que la chica tiene energía mágica.
– ¿Y qué? -le atajó Skadi con brusquedad-.Te lo repito, ella no tiene importancia. Lo trascendente es que Odín nos ha engañado y nuestra prioridad ha de ser averiguar la razón.
Se produjo una larga pausa mientras los vanir sopesaban las palabras de Skadi.
– De acuerdo -resolvió Frey al fin-, pero antes tendremos un encuentro con el General y aclararemos las cosas de una vez por todas, y como nos haya traicionado…
– Por lo que sé, es lo que ha hecho…
– En tal caso -concluyó Frey-, le daremos su venganza a ese clérigo tuyo.
El pasadizo elegido era bajo y muy angosto, y en algunas partes estaba casi bloqueado por derrubios. Afilados salientes de roca afloraban ocasionalmente en la techumbre, amenazando con arrancarles el cuero cabelludo si alzaban la cabeza. La entrada se hallaba oculta en el bosque del Osezno, y el camino de descenso era más largo y tortuoso de lo que les habría supuesto si hubieran escogido el Ojo del Caballo.
Sin embargo, este itinerario era más seguro, tal y como había asegurado el as, y las pocas firmas de luz que Maddy había detectado eran muy tenues y muy antiguas, lo que significaba que el Tuerto podría tener dificultades al localizar su rastro, incluso si las runas que habían dejado fallaban a la hora de ocultarlos por completo.
Empero el Embaucador no dejaba ni un solo detalle al azar y trabajaba con esmero a fin de ocultar su pista con pequeños encantamientos y runas de ocultación, y Maddy se habría sentido impresionada por ese amor al detalle de no haber sabido que estaba totalmente motivado por el interés propio. Su periplo era de lo más peligroso, y por primera vez en su vida el as se mostraba interesado por la seguridad de otros, a saber, en este caso la de Odín, que, si conseguía seguirlos, podría verse atrapado en las peligrosas ruedas de una profecía que Loki, de forma devota y egoísta, esperaba que nunca se cumpliera.
– Al final, terminará hasta por ser útil y todo -le había dicho el Susurrante a Maddy mientras Loki exploraba algo más adelante-. Puedo llevarte a través del Trasmundo, pero luego viene la Tierra de los Muertos, donde no puedo guiarte a pesar de todos mis conocimientos, pero él, sin embargo, tiene allí un contacto.
– ¿Qué contacto? -inquirió Maddy.
– Un contacto familiar -respondió el Susurrante.
Maddy se le quedó mirando fijamente.
– ¿Un contacto familiar?
– Sí, claro, por qué no -replicó el Susurrante-. ¿Acaso no le conoces? El padre pródigo que regresa a casa.
«Podría haber sido peor», pensó Loki. El camino era arduo pero seguro, y en breve llegarían a las galerías con forma de panal de miel del Trasmundo, donde podría hallar comida y ropa, ya que estaba más que harto de llevar las faldas de Nan la Loca, y desde donde podrían continuar el descenso desapercibidos y sin que nadie los molestara. Al menos iba a disminuir el riesgo de que los siguieran, ya que, al fin y al cabo, ¿quién iba a esperar que se dirigieran por propia voluntad hacia la misma garganta del Caos? Y en cuanto a cualquier otro peligro con el que pudieran encontrarse, no sabría decir; lo cierto es que hasta ahora su buena suerte no le había fallado y se inclinaba por confiar en ella un poco más.
Detrás de él sentía más que veía al Susurrante. No habían sido palabras, sino pensamientos los que habían asaltado su mente y minado su concentración. Se instó a sí mismo a actuar de forma precavida. Había habido ocasiones en la hoya, cuando estaba preso, en que su fuerza de voluntad había sido tan poderosa que apenas había sido capaz de soportarla. Ahora, a una distancia tan corta, le provocaba jaquecas y la idea de que fuera capaz de mirar dentro de su mente a su antojo no le ayudaba nada a sosegarse.
«¿Qué te hace pensar que tengo interés en leerte el pensamiento? -se burló el Susurrante-. De cualquier modo, me supera el hecho de que seas capaz de vivir en este nido de víboras».
El Embaucador sacudió su cabeza, dolorida. No tenía ningún sentido empeñarse en mantener un intercambio animado con aquella cosa; los insultos sólo conseguían hacerle reír e iba a necesitar toda su energía mágica para afrontar lo que pudiera ocurrir conforme el Caos se iba acercando.
«Cállate, Mímir», siseó entre los dientes apretados.
«¿Cuatrocientos años en ese pozo tuyo crees que pueden hacer que me interese algo tu bienestar? Te queda todavía mucho que expiar, Sirio. Harías bien en agradecer que tengamos intereses comunes. Ah, y no se te ocurra siquiera pensar en traicionarme».
El as no albergaba el menor propósito de intentarlo, al menos hasta que supiera con exactitud a qué se estaba enfrentando. Un trato tan largo con el Susurrante le había hecho precavido y su repentino deseo de que le llevaran ante Hel le preocupaba una barbaridad. Maddy creía que estaba ayudando a los dioses, pero Loki tenía una confianza infinitamente menor en ello y sabía que el Susurrante no acostumbraba a hacer favores.
Quería algo, pero…, «pero ¿qué, viejo amigo?».
«¿Qué es lo que te preocupa? Tenemos un trato».
Loki sabía que lo mejor era dejarlo estar; cuanto más hablara y más escuchara al Susurrante, más se adueñaría éste de su mente. Por lo pronto, todavía podía echarle fuera, porque a pesar de todo su poder, no se las había apañado para penetrar en los repliegues más profundos de sus pensamientos, lo cual le venía como anillo al dedo, y además…
«¿Por qué ayudar a los æsir? ¿Qué es lo que planeas?»
En su mente, el Susurrante se echó a reír. «Lo mismo podría preguntarte yo a ti. ¿Desde cuándo te preocupas por salvar los mundos? A ti sólo te ha interesado siempre salvar tu propio pellejo y a la más mínima oportunidad que tenga, terminarás encadenado a una roca del Averno y con los cuervos picoteándote las entrañas».
Loki se encogió de hombros con desprecio. «Ya me han roto los huesos con palos y piedras…»
«Allí te tratarán peor que en la Fortaleza Negra.»
«Primero tendrán que atraparme», replicó Loki.
«Oh, claro que lo harán», insistió el Susurrante.
Después de aquello, prosiguieron su viaje sin decirse ni una palabra.
Entretanto, en el Trasmundo, Odín el Tuerto se despertó al fin. El tiempo y las privaciones sufridas en la cárcel le habían debilitado y a pesar de que sanaba con gran rapidez de las heridas, necesitaba de más tiempo para recuperar su energía mágica. El resultado había sido que no descubrió la desaparición de Maddy y Loki hasta bien pasado el mediodía.
Nadie parecía saber adonde habían ido; desde luego, los trasgos no, porque éstos en ausencia del Capitán parecían haber perdido cualquier tipo de control si es que alguna vez habían tenido alguno, y estaban abandonando la colina del Caballo Rojo en estampida, llevándose todo el botín que eran capaces de acarrear.
Interceptó e interrogó a un buen número de estos fugitivos, pero apenas logró sacar nada en claro de sus palabras. Los rumores corrían como gansos salvajes. Se decía que el Orden estaba invadiendo la colina, que se había alzado el Innombrable, que el Fresno del Mundo había caído, que Surt el Destructor había venido desde el Caos y que estaba ya de camino para devorar el mundo.
También había otros rumores aún más plausibles: que el Capitán había muerto (Odín ubicó la posibilidad en el apartado de las ilusiones), que el Trasmundo había sido invadido, que había comida, cerveza y tesoros para todos los que se acercaran. Esto último al menos era bien cierto, como pronto descubrió Odín al entrar en los almacenes de comida, aunque la mayoría de los trasgos que encontró allí estaban demasiado bebidos para que tuviera sentido lo que dijeran.
Por contraste, en el Supramundo reinaba una calma ominosa. Las máquinas excavadoras yacían abandonadas en el Ojo abierto; en los campos iba y venía poca gente. Era como si fuera domingo, pero las campanas de la iglesia estaban enmudecidas e incluso los granjeros, que tenían muchas razones para estar ocupados, parecían haberse olvidado de sus quehaceres agrícolas. Observó el mundo a través de la runa Bjarkán y se preguntó a qué se debía esta extraña tranquilidad. Los gansos salvajes sobrevolaban la colina y las nubes de tormenta se acumulaban, bien hinchadas, sobre el valle del Strond.
Algo se agitaba, podía sentirlo con toda claridad. Se percibía un estremecimiento que llegaba hasta el Trasmundo, vibrando en los huesos y soplando a través de los umbrales. Tenía voz -en realidad, más bien siete voces- y Odín no necesitaba apelar a la visión verdadera ni a oráculo alguno para saber desde dónde soplaba ese viento.
Los Durmientes.
«Bien -pensó-, era inevitable». Una vez que se había despertado Skadi, que los demás lo hicieran también era simplemente una cuestión de tiempo. Y sin el Susurrante no podía tener la certeza de lo que sabían o de lo que estaban planeando. ¿Tenían ya al Susurrante? ¿Eran ellos los responsables de la desaparición de Maddy? ¿Y dónde estaba Loki? ¿Estaba vivo todavía? Y si así era, ¿a qué estaba jugando?
Era retorcido, claro, eso no había ni que decirlo, pero la única cosa de la que Odín estaba todavía seguro era de que los vanir se opondrían a cualquier pacto que implicara alguna forma de colaboración con el Embaucador. Y tendría que aproximarse a ellos con la máxima cautela si Skadi los había convencido de que Loki y él andaban juntos en esto.
Y debía acercarse a ellos si quería encontrar respuestas a sus preguntas.
Clavó la mirada en el Ojo del Caballo y allí encontró su llamamiento en forma de un cuervo de cabeza blanca que portaba un mensaje. Se posó en la piedra grande que había en lo alto de la colina, bajó la cabeza y habló:
Crack.
Al Tuerto le gustaban los cuervos y conocía su lenguaje a raíz de las muchas veces que había adoptado su forma. Se acercó al pájaro, y se aseguró a través de la runa Bjarkán de que realmente era un cuervo común y no uno de los vanir en su aspecto de pájaro.
Vanir, dijo. Parlamentar. Sin trampa.
El Tuerto asintió.
– ¿Dónde? -preguntó.
En la casa del párroco.
– ¿Cuándo?
Esta noche.
Un Odín pensativo dejó caer un puñado de sobras para el cuervo, que batió las alas hasta posarse en el suelo y comenzó a picotear la comida. «Sin trampa», habían dicho, pero la casa del párroco parecía un sitio bien extraño para encontrarse, como sí estuvieran pensando en aliarse con la Gente, y hoy por hoy, como él bien sabía, ni siquiera se podía confiar en los viejos amigos.
«Malditos fueran, malditos». Se estaba haciendo demasiado viejo para la diplomacia. Sentía arder todavía los hombros del disparo del arco de Jed Smith. Estaba preocupado también por Maddy, sospechaba de los vanir y se sentía penosamente debilitado por el poder de la Palabra.
La Palabra. Oh, él había sabido de su existencia ya muchos años atrás, pero nunca había sufrido los efectos de la misma en sus propias carnes. Ahora que había ocurrido, la temía más que nunca. Un simple examinador le había hecho sangrar hasta dejarlo inerme. Un hombre, ni siquiera un magistrado, había estado a punto de quebrar su mente.
«Imagina un ejército dotado con la Palabra». El Libro del Apocalipsis no parecía ahora tan lejano una vez que había visto las posibilidades de la Palabra. Y el Orden era fuerte, tanto en sus objetivos como en número, mientras que él y los suyos estaban dispersos y andaban enfrentados unos con otros, pero ¿qué podría hacer él, o incluso cualquiera de ellos, contra el Innombrable? Solo, quizá podría conseguir un indulto de unos cuantos años, incluso diez o doce si tenía suerte, antes de que el Orden le cazara. Juntos, aunque se las arreglara para ganar de nuevo la confianza de todos los vanir, ¿qué podían esperar, sino una derrota?
«Quizás el examinador tenía razón -pensó-. Quizá mi tiempo ya ha pasado». Pero aun con todo, la idea no le llenó de la desesperación que debía haber esperado. En vez de eso, fue consciente de una extraña sensación, una especie de aligeramiento del espíritu y en ese instante reconoció el sentimiento. Lo había sentido antes, en los días previos al Ragnarók, cuando los mundos colisionaban entre sí y las fuerzas del Caos aguardaban su turno. Era la alegría del jugador que arroja su última moneda. La certeza de que todo está por ganar o perder al darle la vuelta a una carta.
«Bien, ¿y qué ocurriría? -se dijo a sí mismo-. ¿Un indulto de unos cuantos años o una muerte misericordiosa? ¿Una esquirla de esperanza o un rayo procedente del cielo?»
Tenía pocas posibilidades a su favor, eso ya lo sabía. Los vanir no confiaban en él, Skadi había jurado vengarse de él, Loki había huido, Maddy había desaparecido, al igual que el Susurrante, la colina estaba abierta y la Gente iba tras su rastro. Y sin el Oráculo, la probabilidad de hablar, engatusar, negociar o directamente mentir para conseguir la obediencia de los vanir era muy pequeña.
Pero Odín era un jugador profesional. Le gustaba tener la suerte en contra porque le permitía apelar a su sentido del drama, de modo que cuando el sol estaba a punto de hundirse en el Oeste, recogió una vez más su bastón y su vieja mochila maltrecha y comenzó a descender por la colina del Caballo Rojo.
Nat Parson había podido dormir una vez que se marchó Skadi, exhausto tras la tarea nocturna, pero el sueño no había sido reparador, puesto que se había visto alterado de vez en cuando por pesadillas irritantes e incómodas que le habían dejado insatisfecho y con los nervios de punta.
Se despertó bien pasado el mediodía con una fuerte migraña y mareado de puro apetito, aunque el simple pensamiento de comer le daba náuseas, pero sobre todo estaba muy preocupado por si los poderes recientemente adquiridos, los que había exhibido ante la Cazadora, pudieran haberse disipado de alguna manera durante el sueño.
Para su alivio, sin embargo, el poder de la Palabra permanecía incólume. Si acaso, pensó que más bien había aumentado mientras dormía, como una especie de planta trepadora de rápido crecimiento que se hubiera abierto paso desde el interior de su cerebro. Encendió las velas del altar al primer intento, casi sin pensarlo, y el colorido que antes le había sobrecogido tanto ahora le parecía casi familiar, algo cotidiano.
No sabía cómo había ocurrido esto, pero de alguna manera, en el momento en que había dado un paso adelante cuando el examinador convocaba la Palabra contra el Tuerto, sus mentes se habían fundido. ¿Por accidente o por algún oculto designio? ¿Es que acaso había sido elegido para recibir este poder? Cualquier cosa era posible para el Orden, claro. Tal vez había sido cuestión de simple coincidencia, las secuelas de la comunión combinadas con cualquier otro elemento al azar. ¿Quién podía saber si era casualidad o elección? Pero fuera lo que fuese, Nat Parson estaba dispuesto a retenerlo.
Apenas habló con su esposa, excepto para pedirle que le prestara su segundo mejor vestido. El mejor estaba tirado por ahí en algún lugar en la colina del Caballo Rojo y Skadi podría necesitar otro cuando regresara de los Durmientes en forma de pájaro.
Ethelberta había sido renuente a desprenderse de la flor de su guardarropa de este modo, y mostró una cierta actitud desagradable de la que Nat escapó hacia el santuario de su estudio antes de que el deseo de usar la Palabra contra ella se hiciera demasiado fuerte y no fuese capaz de resistirlo.
Mientras tanto, Skadi había regresado con el resto de los Durmientes. Había necesitado algunas horas para convencer a los vanir de que compartieran su punto de vista y caía la tarde cuando llegó al pueblo con el propósito de observar la parroquia y comprobar el área para detectar una posible emboscada, Maddy y Loki hacia el Trasmundo, y Odín al Supramundo…
…Pero Odín no vio cómo Skadi, convertida en loba blanca, exploraba el laberinto de la colina del Caballo Rojo, olisqueando los pasadizos, calculando las defensas y buscando alguna pista fresca. Captó el olor de Loki de forma fugaz, pero era demasiado tenue y se enfrió pronto, y no fue capaz de encontrar rastro alguno de Maddy Smith.
«Bueno -se dijo a sí misma-, todo esto puede esperar».
Ahora estaba detrás de una presa de caza mayor.
Volvió de nuevo su atención hacia el alcor. Era una fortaleza natural, que en circunstancias normales podría haber resistido un asedio de cien años o más, pero ahora, con las puertas en ruinas y tras la deserción de sus tropas, bien podía convertirse en el cebo de una trampa. Naudr, la Recolectora, colocada en ángulo justo como el pestillo de una puerta, podía convertirse en una celada para un conejo despistado y saltar sobre cualquiera que pasara por allí, mientras que la runa Hagall podía colocarse como una carga de pólvora para que explotara en el rostro de la víctima desprevenida.
Entró en las ruinas del Ojo del Caballo y pasó la mayor parte de la tarde colocando el mayor número posible de trampas. Dejó caer runas en los cruces y en los pilares, en las aperturas de los túneles y en sus oscuras curvas. Trabajó la runa Naudr hasta convertirla en una red y la extendió a través de un corredor a oscuras, conformando luego la runa Tyr como una cruel púa que ensartaría a la víctima como un pez.
«Quizá funcione -pensó la Cazadora-. Un hombre en plena huida, o incluso una chica, pueden avanzar desprevenidos». Un momento de descuido, un paso dado al azar, y la víctima caería capturada o herida, debilitada, inerme; en definitiva, sería una presa fácil.
Eran casi las cuatro en el reloj del pueblo cuando Skadi regresó a la parroquia en su aspecto lupino. Ethelberta, que se había jurado a sí misma que esta vez no se sometería con tanta facilidad a las demandas de la mujer, no supo oponerse cuando llegó la Cazadora y pronto Skadi estuvo vestida con un suntuoso vestido de terciopelo blanco, que ya nunca podría volver a estar del todo limpio, pensó Ethel, mientras ella misma recibía órdenes de preparar la casa para seis huéspedes más, de los cuales esperaba que al menos vinieran decentemente vestidos.
Skadi, sin embargo, tenía otras preocupaciones. Había conseguido sembrar algunas sospechas entre los vanir y la implicación de Loki había hecho el resto, pero Héimdal y Frey, por lo menos, permanecían fieles al General. Si Odín conseguía hacerse con el Susurrante, y si Maddy era en verdad la hija de Tor, entonces quizá sería capaz de darle la vuelta a la situación. Salvo que, claro, ocurriera una casualidad…
Skadi reflexionó fríamente sobre los vanir. No se podía intentar eliminar a Héimdal, al menos por ahora, ya que era demasiado poderoso. Ni a Frey, por la misma razón. Ni a Idún, ya que no estaba tan indefensa como podía parecer a simple vista, y además, haría falta una sanadora en los tiempos que se avecinaban. ¿Y Bragi? ¿Y Njord? No le debía nada, se dijo a sí misma. Ya no estaban casados, pero aun así ella se resistía a sacrificar al Hombre del Mar. Además podría ser útil, después de todo. Por otro lado, Freya…
Skadi consideró a la diosa del deseo.
Bueno, tenía algunos poderes. No es que careciera de utilidad. Desde luego, era fastidiosa y Skadi tuvo que admitir ante sí misma que de todos los vanir que habían sobrevivido, Freya era la que menos habría echado de menos. Y no era por su belleza, ya que todo el mundo sabía que Skadi despreciaba esas cosas, ni siquiera por su naturaleza conflictiva, sino debido a la discordia que había sembrado cuando se habían despertado. Con Freya por allí, estallaban las disputas, los amigos se peleaban, y la gente más pacífica se volvía celosa y cascarrabias. Además, ella y Odín…
Pero Skadi rechazó ese pensamiento antes de que llegara a tomar forma de verdad. No era ninguna cuestión personal, se dijo a sí misma. Era una decisión táctica, que debía tomar por el bien de todos. El hecho de que Odín y Freya hubieran disfrutado de algo más que una intimidad pasajera no influía en sus cálculos para nada. La muerte de Freya afligiría a Odín, claro. Incluso le heriría en un lugar al que la Palabra nunca conseguiría llegar. ¿Dejaría ella que esto afectara a su decisión? Pensaba que no. Loki podría haber sido el causante directo de la muerte de su padre, pero había sido Odín quien la había ordenado; y también había sido Odín quien después había comprado su silencio con unos cuantos cumplidos y un matrimonio estratégico. Y conforme habían pasado los años, se había dado cuenta de cómo la había manipulado y cómo la había usado para fraguar una paz tan necesaria con el Pueblo del Hielo. Y también durante cuánto tiempo y cuan inteligentemente había dirigido su ira en otra dirección, haciéndola creer que Loki era el único culpable, él y sólo él…
«Y ahora los hermanos estaban juntos de nuevo».
Skadi cerró los puños y los apretó contra el segundo mejor traje de terciopelo blanco de Ethelberta Parson. No habría plancha en el mundo capaz de alisar aquellas arrugas, pero los pensamientos de Skadi estaban muy lejos de esa nimiedad. Las nubes se reunían en su mente, la sangre se derramaba y la venganza, tanto tiempo diferida, aunque más dulce por eso, le hizo abrir sus ojos soñolientos y sonreír.
Isa era la única runa del Alfabeto Antiguo que no tenía ninguna posición inversa. El resultado de eso era que Skadi no había perdido ninguno de sus poderes al despertar tras el Ragnarók. Ella se consideraba una rival capaz para cualquiera de los vanir, incluidos Frey o Héimdal, pero contra los seis a la vez no tenía ninguna posibilidad. A menos, claro, que…
Un largo periodo había transcurrido desde que tuviera tiempo o ganas de crear un arma nueva y ésta, por lo que sabía, debía ser infalible. Grande no, eso no, pero cada hebra debía estar sujeta con runas de ocultación. Debía ser un arma elegante e indetectable.
Tal vez habría podido diseñar una camisa, o incluso una capa, si hubiera tenido un plazo mayor, y haber puesto en cada puntada runas de hielo y veneno, pero iba corta de tiempo, por lo que en vez de eso hizo un pañuelo pequeño, ribeteado con una cinta tan fina que apenas podía verse siquiera, y tan intrincada que los hechizos de la urdimbre y la trama quedaban ocultos entre los nudos de pescador y las flores bordadas. Era también tan letal que un simple ensalmo bastaba para desatar su poder. Y allí, con un alfabeto sencillo y claro, colocó la runa Fé.
Freya.
Skadi estaba encantada. Por lo general desdeñaba los trabajos hogareños con la aguja, pero como buena hija del Pueblo del Hielo los había aprendido a pesar de todo. Dobló cuidadosamente el pañuelo diminuto y lo colocó en un cajón del elegante escritorio. Los vanir llegarían antes de la caída del sol. Sonriendo, la Cazadora se sentó a esperar su llegada.
Odín los vio acercarse desde el punto ventajoso en el que se había apostado bajo unos cuantos árboles a menos de un kilómetro del pueblo de Malbry. Ya eran las seis de la tarde y podía ver sus firmas moviéndose en el campo contra los restos del crepúsculo, formando un arco en el cielo humeante. Los colores de Skadi no estaban entre ellos, pero era posible que estuviera escondida en una emboscada cerca del grupo y que los estuviera usando como un cebo para atraerle. No había signos de Loki y Maddy y tuvo que admitir en este momento la esperanza tan grande que había albergado de verlos.
Lanzó Yr y se escondió detrás de un seto. Allí estaban el Cosechador, el Vigilante, el Poeta, la Sanadora, el Hombre del Mar y por último la diosa del deseo, que los seguía desde lejos. ¿Por qué habían escogido venir a pie? ¿Qué asunto tenían entre manos en la casa parroquial? Y exactamente, ¿cuánto era lo que sabían?
Intentó detectar al Susurrante usando la runa Bjarkán, pero no había rastro de él, ni siquiera había llegado a escuchar su voz, lo cual no quería decir que ¡no estuviera allí. Se acercó más a ellos siguiendo el seto a lo largo y dio la vuelta tras el pequeño grupo de modo que no les daba oportunidad alguna de que le vieran. Se sentía mal por ocultarse de este modo, pero el mundo había cambiado y ni siquiera se podía confiar del todo en los viejos amigos.
Njord estaba hablando en ese momento.
– Ya sé que ella es imprudente… Incluso casi un poco salvaje…
– ¡Un poco salvaje! -intervino Freya, con su largo cabello brillando como la escarcha mientras los extremos de su gargantilla captaban la luz-. ¡Es un animal, Njord! Con todo ese merodeo que se trae por ahí en forma de lobo o de halcón…
– Siempre ha sido leal. En el Ragnarók…
Frey comentó:
– Entonces estábamos en guerra.
– Pues si Skadi lleva razón, también lo estamos ahora.
– Con la Gente. Con el Orden también, quizá -medió Héimdal-. Pero no con los nuestros.
– Los æsir no son de los nuestros -repuso Njord-. Haríamos bien en no olvidar eso.
Odín frunció el entrecejo detrás de la cerca. Así era como estaban las cosas; claro que Njord era el mayor de los vanir, el padre de los gemelos, y era comprensible que su lealtad fuera primero para ellos mismos y luego para los æsir. Además, sospechaba desde hacía ya mucho que Njord todavía sentía cierta ternura por su esposa, aunque ahora estuvieran separados, y como Odín sabía muy bien, no se puede razonar con los enamorados. El mismo no era inmune: había habido veces, más de unas cuantas, en que incluso el mismo Odín, el Gran Vidente, se había mostrado tan ciego como un hombre cualquiera…
Le echó una ojeada a Freya, que todavía se arrastraba tras ellos, con su vestido azul, negro de fango hasta las rodillas.
– ¿Cuánto queda todavía? -se quejó ella-. Llevo horas caminando, me ha salido una ampolla y mirad cómo ha quedado mi vestido…
– Como oiga una protesta más sobre tu vestido, tus zapatos o tu traje de plumas… -masculló Héimdal.
– Ya casi hemos llegado -respondió Idún con dulzura-, pero puedo darte una manzana si te duele el pie…
– No quiero una manzana. Quiero unos zapatos secos, un vestido limpio y un baño…
– Oh, cállate ya y usa un ensalmo -replicó Héimdal.
Freya le miró y bufó.
– No tienes ninguna pista, ¿a que no, Doradito?
Odín sonrió en su escondrijo.
En el Trasmundo, Maddy y Loki se habían encontrado con ciertos obstáculos materializados en forma de un precipicio a pico que cortaba todos los niveles, sin ningún camino de descenso ni ruta alternativa alguna, y con un hueco de unos cien pies hasta el otro lado.
La sima se hallaba al final de un interminable pasadizo de techo bajo en cuyo recorrido habían invertido tres horas llenas de penalidades, a veces habían avanzado a gatas y otras habían debido trepar. En estos momentos, al mirar hacia abajo en el desfiladero que parecía cortado con un hacha, y escuchar las aguas turbulentas a unos cuatrocientos pies de profundidad, Maddy se sentía al borde de las lágrimas de pura desesperación.
– ¡Creía que habías dicho que éste era el mejor camino para llegar abajo! -comentó, dirigiéndose al Susurrante.
– Dije que era la vía más rápida -replicó, mordaz-, y lo es. No es culpa mía si no puedes arreglártelas para escalar un poco.
– ¡Escalar un poco!
El Susurrante refulgió con un brillo anodino. La joven volvió a mirar hacia abajo, donde el río se arremolinaba como si fuera una espumosa crema. Era el río Strond, según Maddy sabía, henchido con las lluvias del otoño, abriéndose camino salvajemente entre las rocas hasta llegar al Caldero de los Ríos. El caudal parecía llenar la hondonada por completo y cuando sus ojos se habituaron del todo a la intensa penumbra, atisbo una grieta en la roca al otro lado, apenas visible en la distancia.
Suspiró profundamente, exhausta.
– Tendremos que regresar -indicó-, y encontrar alguna otra ruta de descenso.
Pero el as la estaba observando con una extraña expresión.
– No hay otro camino -repuso-. A menos que quieras compartirlo con miles de trasgos. Además…
– Además -le interrumpió el Susurrante-, nos están siguiendo.
– ¿Qué? -inquirió Maddy.
– Él lo sabe.
– ¿Que sabe qué?
Loki miró fijamente al Oráculo.
– Descubrí una firma hace una hora. Nada de qué preocuparse. Los perderemos un poco más abajo.
– A menos que él esté dejando alguna clase de rastro.
– ¿Un rastro? -preguntó Maddy-. ¿Y por qué iba a hacer algo así?
– ¿Quién sabe? -repuso-, ya te dije que sólo trae problemas.
Lokí siseó exasperado.
– ¿Problemas? -intervino-. Escucha, me estoy jugando el pellejo, y mira por dónde, es un pellejo estupendo, y no tengo prisa ninguna por verlo estropeado. Así que ¿por qué iba yo a querer dejar una pista? En el nombre del Hel, ¿y por qué iba yo a querer retrasarnos?
Maddy sacudió la cabeza, avergonzada.
– Es sólo que el hecho de pensar en dar la vuelta…
Una vez más, él le dedicó una mirada desconcertada.
– ¿Quién ha dicho nada de volvernos atrás?
– Pero yo pensé…
– Maddy -replicó él-, creía que lo habías entendido. Tienes sangre del Caos por parte de tu madre y de los æsir por tu padre. ¿Realmente te has creído que descender por esa pared era la mejor opción?
Ella se lo pensó durante un momento.
– Pero no conozco ningún tipo de hechizo que permita… -comenzó.
– No necesitas conocer ningún tipo de nada -contestó Loki-. El hechizo forma parte de ti, como tu pelo, tus ojos o el hecho de que eres zurda. ¿Es que Odín tuvo que enseñarte a lanzar rayos mentales?
Maddy torció el gesto y negó con la cabeza. Entonces recordó el traje emplumado de Freya y su rostro se iluminó.
– Puedo usar la capa de Freya -sugirió ella.
– Imposible. No hay pájaro con suficiente fuerza para transportar al Susurrante. Además, me he hartado de perder las ropas.
– Bueno, ¿y qué sugieres? -replicó ella, y justo en ese momento vio cómo podía hacerlo.
Le bastaba una cuerda, o incluso un hilo tejido con runas, que pudiera estirar desde lo alto de la garganta hasta la puerta de la cueva. Ur, el Toro Poderoso, lo fortalecería. Naudr, la Recolectora, lo mantendría en su lugar. Se necesitaría sólo un momento, pero que durara lo suficiente para que se pudiera retirar tan rápida y fácilmente como la tela de una araña. Pensó que podría aguantar, pero con todo, al mirar al agua rugiente, comenzó a sentir miedo. ¿Y qué pasaría si no podía? ¿Y qué si se caía como un polluelo demasiado impaciente por dejar el nido y se veía arrastrada hacia el Caldero de los Ríos?
Loki la observaba con diversión e impaciencia.
– Vamos, Maddy -dijo él-. Eso es un juego de niños comparado con lo que hiciste en la hoya.
Ella asintió despacio; después, abrió la mano y miró a Aesk inscrita en su palma. Titilaba tenuemente, pero mientras la observaba, relumbró del mismo modo que las brasas de un fuego bajo el soplo del viento. Cerró los ojos y comenzó a extraer las runas necesarias para su propósito, como antes había extraído la lana cruda de los corderos recién nacidos, hilo tras hilo, en torno al huso. Podía verlo ahora, creciendo en las puntas de los dedos, una madeja doble de luz rúnica, fuerte como una cadena de acero y ligera como un vilano de cardo. La trenzó en el aire crepuscular como una araña teje una tela, hasta que llegó a tierra firme en la orilla del río y se fijó con seguridad a la roca.
Verificó con esmero que aguantaba su peso. La sostuvo. La sentía deslizarse entre los dedos como la seda de la flor del maíz. A continuación, debía ocuparse también del Susurrante. Lo llevaba en la chaqueta. Pesaba, sí, pero no hasta el punto de ser insoportable. Tenía la impresión de que si hacía un pequeño ajuste podría llevarlo apretado contra el pecho mientras se agarraba a la cuerda con todas sus fuerzas y saltaba hacia la oscuridad.
El Embaucador la contemplaba con una curiosa expresión de admiración en sus facciones angulosas. A fuerza de ser sincero, sentía una notable inquietud. El trabajo realizado era sencillo, pero ella lo había ejecutado sin que nadie le hubiera enseñado, y había captado enseguida la esencia de la técnica. Se preguntó cuánto tardaría en descubrir sus restantes habilidades y cuánto poder acarrearía Maddy en esa reserva aparentemente inagotable de energía mágica. Él mismo se estaba debilitando a consecuencia del esfuerzo realizado para bloquear las intrusiones del Susurrante en sus pensamientos, y cuando le llegó el turno de agarrar la cuerda, pensó que podría encontrarse con problemas más adelante…
«¿Y por qué va a ocurrir eso?», le preguntó una voz en la mente.
Loki se estremeció ante la presencia inesperada. Las distracciones del descenso dificultaban cada vez más la tarea de preservar la intimidad de sus pensamientos. El río era un remolino a sus pies y no dejaba de lanzar salpicaduras hacia arriba. De pronto, el as deseó ser él y no Maddy quien llevara encima al Susurrante, ya que en esos instantes la criatura pendía en el aire como una cuenta en una sarta, totalmente indefensa. La cosa captó la incomodidad en su mente y él torció el gesto.
«Eh, tú, viejo voyeur, sal de mi mente».
«¿Qué es lo que va mal? ¿Te remuerde la conciencia?»
«¿Y por qué iba a remorderme?»
La cosa se echó a reír en silencio. Loki sentía esas carcajadas como uñas muertas que le arañaban el interior del cráneo y rompió a sudar. Maddy ya había llegado al otro lado del río, pero él apenas estaba a medio camino y las runas comenzaban ya a disolverse. Le dolían los brazos y la cabeza, y se sentía demasiado consciente del vacío que se abría debajo de él. También el Susurrante era consciente de ello, divertido y despiadado, mientras le observaba escurrirse…
«En serio, Mímir. Estoy tratando de concentrarme».
«En serio, Sirio, ¿cuál es tu plan?»
Loki trató de formar de nuevo las runas, pero la presencia del Susurrante era demasiado fuerte y le hacía retorcerse como un gusano en una cuerda.
«Te duele, Sirio, ¿a que sí?», dijo, presionándole con más crueldad…
El Susurrante llegó a lo más hondo de la mente de Loki confiado y sin adoptar precauciones. En ese momento, las mentes del as y del Oráculo se encontraron de tal modo que el primero fue capaz de atisbar algo especial tan profundamente enterrado en la mente del segundo que sólo era visible su sombra.
(¡!)
El Susurrante se retiró de inmediato.
Todo atisbo de jovialidad había desaparecido cuando regresó el Susurrante. Un doloroso relámpago de dolor le atravesó el cuerpo y luchó contra el invasor con todas sus fuerzas mientras aquella cosa asolaba su mente por lo que había visto.
«De modo que estabas espiándome, ¿eh, sabandija? ¿A que te gustaría?»
– ¡No! ¡Por favor! -aulló Loki.
«Un sonido más y te hago pedazos».
El Embaucador cerró con fuerza los labios llenos de cicatrices. Podía ver a Maddy allí abajo, extendiendo su mano a través del último tramo de agua, con la runa Naudr estirada casi hasta romperse entre ellos.
«Eso ya está mejor -dijo el Oráculo-. Ahora, en cuanto a ese plan…»
Durante un segundo más su presión aumentó, empapándole como un trapo mojado. Los dedos se le entorpecieron, la visión se le enturbió y una de sus manos abandonó la cuerda que se desintegraba para lanzar runas de fuerza hacia la oscuridad…
Y ése fue el momento en que la cuerda se rompió y Loki se precipitó hacia el Strond, cuya corriente bajaba a velocidad de vértigo. Saltó hacia el otro lado, lanzando runas ligeras como plumas; aterrizó con un pie en el agua en el lado rocoso más lejano del abismo rugiente, y descubrió para su alivio qué el Oráculo se había ido. Pálido y tembloroso, consiguió salir.
– ¿Qué ha ido mal? -preguntó Maddy al verle la cara desencajada.
– Nada. Dolor de cabeza. Debe de ser cosa del aire.
El as se tambaleó, manteniendo con cautela la mente en blanco. Aquel pequeño atisbo había sido lo bastante malo, pero él sabía que si el Susurrante había adivinado la extensión completa de su conocimiento, entonces nada, ni siquiera Maddy, podría salvarle.
Y así fue como cruzaron el río que marcaba el límite del Trasmundo y el comienzo del largo camino, bien transitado, hacia la Muerte, el Sueño y la Condenación.
Héimdal, el de los ojos de halcón, jamás dormía. Mantenía un ojo abierto incluso en esos momentos de menor actividad corporal, razón por la cual había sido elegido como el vigilante de los æsir en los días en los que cosas como los vigilantes aún eran necesarias. Esa noche, sin embargo, ninguno de los vanir osó descansar, excepto Idún, cuya naturaleza confiada era cosa aparte, y Freya, cuya especial complexión necesitaba al menos ocho horas de sueño. En su lugar se sentaron intranquilos a la espera de Odín.
– ¿Qué te hace pensar que al final vendrá? -inquirió Njord por fin, con la mirada puesta en la ventana del salón.
Se alzó la luna y eran ya las once, casi las doce, y nada se había movido desde justo después de las nueve, cuando un zorro había corrido a través del patio abierto y se había desvanecido en las sombras al lado de la parroquia. Había tenido lugar un momento de incertidumbre entonces, cuando los vanir habían tropezado unos con otros para asegurarse de que la criatura era de veras sólo un zorro normal y corriente; y después, durante horas, silencio, un silencio tenso, incómodo, que les oprimía los sentidos como un velo.
– Vendrá -comentó Skadi-. Quiere hablar. Ya ha recibido nuestro mensaje y además…
Héimdal la interrumpió.
– Si tú fueras Odín, ¿vendrías?
– Quizá no acuda solo -intervino Bragi.
– Sí, lo hará -aseveró rápidamente Skadi-. Querrá negociar. Intentará comprar vuestra vuelta a su servicio usando al Susurrante como cebo. -La Cazadora sonrió mientras lo decía, ya que sólo ella sabía que Odín no tenía nada con lo que negociar. El rastro de Loki llevaba hacia el interior de la colina y ella tenía todos los motivos del mundo para creer que era él quien tenía al Susurrante, estaba tan segura como que las ratas corren-. Pero es muy astuto -les advirtió-, y no se puede confiar en él. Su estilo ha consistido, simplemente, en llevarnos directos a una trampa.
– Alto el carro -la cortó Héimdal-, ya hemos oído tu opinión y comprendemos el riesgo. De lo contrario, ¿por qué íbamos a estar aquí, regateando con la Gente? -Suspiró, y pareció repentinamente cansado-. No veo nada honorable en todo esto, Cazadora, y si me preguntas, te diré que me parece que encuentras un gran placer en una visión tan oscura…
– Muy bien -repuso Skadi-, entonces dejaré que seáis vosotros los que habléis. Yo guardaré las distancias y únicamente intervendré en caso de que surjan problemas. ¿De acuerdo? ¿Os parece eso bien?
Héimdal pareció sorprendido.
– Gracias -contestó.
– De nada -respondió la Cazadora-, aunque quizás el párroco debería estar aquí. Si Odín viene armado…
Pero en ese asunto los vanir opinaron de forma unánime.
– Somos seis, por lo que creo que podemos lidiar con él nosotros solos -comentó Njord-. No necesitamos para nada al tipo ese, al predicador, ni a su Palabra.
Skadi se encogió de hombros. Estaba bastante segura de que al final de la noche pensarían de otro modo.
Odín llegó una hora más tarde, bajo el resplandor plateado de un falso amanecer. Con su aspecto genuino, un derroche de vanidad que debía de haberle costado la mayor parte de la energía mágica que le quedaba, alto, con una capa azul, la lanza en la mano y el único ojo refulgiendo como una estrella bajo el ala de su sombrero de viajero.
Skadi le había observado en las afueras del pueblo con su disfraz de lobo, sabiendo que él vendría preparado a este encuentro. Su firma brillaba y parecía relajado y descansado, todo lo cual formaba parte de una representación, por descontado, aunque debía admitir que era impresionante. Sólo sus agudos sentidos lupinos eran capaces de distinguir la verdad debajo del atractivo, el ligero olor a sudor de la ansiedad, del polvo y de la fatiga, y gruñó, sonriendo satisfecha.
Así que, después de todo, ella tenía razón. Él iba de farol. Su energía mágica estaba a su nivel más bajo, venía solo y la única ventaja que aún poseía, la lealtad duradera de los otros, iba a acabarse en cuestión de poco tiempo.
Regresó corriendo a la casa parroquial, entró a través de la puerta lateral entornada y recorrió el camino con rapidez para despertar a Nat.
– Ya está aquí -le dijo.
El párroco replicó con un cortés asentimiento. No parecía confundido en absoluto a pesar de que acababa de despertarle, y de hecho, Skadi se preguntaba si realmente había estado dormido. Se levantó, y vio que se había acostado con la ropa puesta. Sus ojos relumbraban a la luz de la luna y mostraba los dientes al sonreír. Sus colores no revelaban nada salvo emoción y una mano se dirigió diligente hacia el Buen Libro que tenía al lado de la cama, mientras la otra aferraba la llave dorada en su cuerda de cuero.
– ¿Recuerdas lo que tienes que hacer? -le preguntó ella.
El asintió en silencio.
Ethelberta se había puesto a chillar cuando vio el lobo blanco al lado de la cama y volvió a gritar aún más fuerte cuando Skadi recuperó su forma natural. Ni la Cazadora ni el hombre le prestaron la menor atención.
Ahora, tumbada en el tálamo con su camisón, estaba temblando.
– Nat, por favor -dijo.
El párroco ni siquiera la miró. De hecho, en ese momento, ni siquiera se parecía a Nat en absoluto: de pie al lado de la cama con camisa y pantalones, su sombra alargada rozando el techo y un resplandor -ella estaba segura de que era algún tipo de resplandor- procedente de sus ojos ansiosos.
Ethelberta se sentó de un salto, todavía mortalmente asustada, pero luchando por expresar la rabia y la furia ante aquella criatura sin forma, esa arpía desnuda, que había seducido a su marido y le había conducido a la locura y aun a cosas peores. Ethelberta sabía que nunca había sido una belleza, ni siquiera en sus años de juventud, pero la hermosura no habría valido de nada, pues ni siquiera la misma reina de mayo habría podido sostener una vela ante el demonio que él llamaba la Cazadora. Sin embargo, Ethelberta amaba a su marido, por muy vanidoso y superficial que fuera, y no estaba por la labor de quedarse quieta mientras le veía consumirse.
– Por favor -repitió, cogiéndole del brazo-, por favor, Nat, dile que se vaya. Diles a todos que se vayan, Nat. Son demonios, y te han robado la mente…
El hombre se limitó a echarse a reír.
– Vuélvete a la cama -le indicó y en la oscuridad su voz había adquirido una resonancia que no había tenido a la luz del día-. Este no es asunto tuyo. Estoy aquí por asuntos del Orden, y no quiero que interfieras en ellos.
– Pero Nat, soy tu esposa…
El la miró entonces y sus ojos eran como remolinos de un fuego extraño.
– Un examinador del Orden no tiene mujer -replicó.
Y se desmayó.
Estuvo ausente sólo durante unos segundos. Skadi le revivió con un fuerte pellizco mientras Ethelberta se sentaba con los ojos llenos de lágrimas y las manos fuertemente apretadas contra la boca.
«Un examinador del Orden no tiene mujer».
¿Qué se suponía que significaba eso? A Ethel Parson no se la tenía en mejor consideración por su intelecto que por su belleza y todo el mundo sabía que había comprado su posición social con el dinero de su padre, y tampoco es que fuera una pensadora independiente. Nadie la había estimulado a que hablara por sí misma. Le habían dicho siempre que bastaba con que cada uno cumpliera con su deber, ser una buena hija de la Iglesia, una buena ama de casa, una buena anfitriona y una buena esposa. Ella también había aspirado a ser una buena madre, pero no se le había concedido esa alegría. Sin embargo, Ethel no tenía nada de tonta y ahora su mente se apresuraba a intentar comprender lo que estaba ocurriendo.
«Un examinador del Orden no tiene mujer».
¿Y qué quería decir eso? Desde luego Ethel no abrigaba ninguna ilusión respecto al afecto que pudiera tenerle su marido. Una chica fea rara vez se casa por amor. Y el dinero, a diferencia de la belleza, a menudo aumenta con los años. Aun así, verse rechazada de una manera tan ruda y delante de ella…
«No es momento para la autocompasión, Ethelberta. Recuerda quién eres».
La voz interior que decía esas palabras era áspera, pero de algún modo, familiar. Ethelberta la escuchó con una creciente sorpresa. «Qué más da, si es mi voz», pensó. Era la primera vez que ella había considerado una cosa semejante.
Miró a su esposo, que todavía yacía en el suelo. Era consciente en ese instante de una gran cantidad de sentimientos: ansiedad, miedo, traición, dolor. Los comprendía todos, aunque había aún algo más, algo que finalmente pudo reconocer, con algo de sorpresa, como desprecio.
– Ethel… -dijo Nat con voz débil-. Tráeme agua y algo de ropa. También las botas que están en la trasera de la cocina y un vestido para la señora, nuestra invitada. El tuyo de seda rosa irá bastante bien o quizás el lila.
Ethelberta dudó. La obediencia formaba parte de su naturaleza, después de todo, y le parecía que era muy desleal permanecer allí sin hacer nada mientras su esposo pasaba necesidad, pero era difícil de ignorar esa voz interior una vez oída.
– Ve tú -replicó con dureza.
Tras colocarse bien el camisón en los hombros, se volvió y salió a zancadas de la habitación.
Su marcha no preocupó a Nat en demasía. Tenía otras cosas en la cabeza, asuntos de importancia y el menor no era precisamente lo que había ocurrido justo antes de desvanecerse: esa explosión de energía, esa claridad de intenciones, el sentimiento sobrecogedor de ser alguna otra persona, no un simple párroco de pueblo en cuyas manos no había otra cosa que diezmos y confesiones, sino algo de naturaleza del todo diferente.
Tomó el Buen Libro del lado de su cama, extrañamente consolado por la familiaridad de su escaso peso en la mano y por la calidez y suavidad de la gastada cubierta. Entonces, sacó la llave dorada de su cuello y, de ese modo, Nat Parson abrió el Libro de las Palabras.
Esta vez la corriente de energía apenas le conmovió. Y las palabras en sí mismas, esos terribles y extraños cánticos de poder, tuvieron ahora más sentido para él, al pasar las páginas, que las sencillas y familiares cancioncillas que había aprendido en las rodillas de su madre. Esto le hizo percatarse, un tanto mareado, de que lo que ayer le había parecido nuevo e intimidante le resultaba ahora, sin embargo, algo encantadoramente familiar.
Skadi le observaba, de cerca y con suspicacia. ¿Qué había ocurrido? Un momento antes estaba tirado en el suelo, dándole órdenes a Ethel y pidiendo sus botas, y al minuto siguiente era simplemente… distinto. Como si alguien hubiera encendido una luz en su interior o una rueda hubiese girado hasta cambiarle del individuo blando y bastante superficial que había sido, a una criatura diferente. Y todo apenas en un pestañeo. ¿Podría ser la Palabra, quizás? ¿O simplemente la emoción anticipada de la acción?
Era un tema que le habría gustado explorar con más detenimiento, pero no había tiempo. Odín estaba ya de camino y de momento ella necesitaba a este hombre y su Palabra para que su plan tuviera éxito. Después, ya se vería. El párroco era alguien de quien se podía prescindir una vez que hubiera servido a sus propósitos. Skadi no tendría el más mínimo remordimiento en dar por terminado aquel acuerdo.
Y de hecho, pensó, incluso sería un alivio.
«En los tiempos antiguos -pensó Héimdal-, habríamos celebrado un consejo en el salón de Bragi, habríamos comido carne y bebido cerveza entre risas y canciones». Ahora, por supuesto, le deprimía el simple recuerdo de aquellos días pasados.
Miró por la ventana hacia el patio, donde Odín permanecía a la espera, pero ya no era un anciano encorvado, sino un hombre erguido y más alto que cualquier mortal, aureolado por el fulgor de su verdadero aspecto. A Héimdal le dio la impresión de que estaba hecho de luz, y que si cualquier humano de la Gente se hubiera atrevido a mirarlo habría visto esa firma mágica azul emanando del rostro de aquel mendigo tuerto, chorreando de las yemas de los dedos y chisporroteando en sus cabellos.
– Iré -dijo Héimdal.
– Todos iremos -aseveró Frey, y miró a los restantes vanir apostados a su alrededor, que también se mostraban con su verdadero aspecto, pletóricos de luz. Idún y Bragi refulgían como el sol del estío, Njord empuñaba el arpón y Freya, Freya…
Se apresuró a darse la vuelta, ya que no era prudente mirar directamente a la diosa del deseo cuando se manifestaba con su verdadera apariencia, ni siquiera aunque él fuera su propio hermano.
– Me pregunto si esto es del todo prudente, hermana…
La aludida rompió a reír con una hilaridad que sonó como el tintineo de las monedas y el último estertor de los moribundos.
– Tengo asuntos pendientes con Odín el Tuerto, querido hermano, y créeme, no me perdería este encuentro por nada del mundo.
Había una botella de vino en la mesa próxima. Bragi la tomó, pues las leyes de los Tiempos Antiguos prohibían el derramamiento de sangre allí donde se había compartido comida y bebida. Quizás el salón de Bragi hubiera quedado reducido a polvo, pero todavía pervivían las leyes del honor y la hospitalidad, y si Odín quería parlamentar, bueno… Cualquier cosa que se hiciera, debía hacerse conforme a la ley.
Los seis vanir se encararon con el Tuerto, que refulgía como alguien recién salido de una leyenda, como el reflejo de la luz del sol en las montañas.
Odín ofreció el pan y la sal.
Bragi escanció vino en una copa.
Los videntes bebieron uno tras otro…
…salvo Skadi, por supuesto, que permaneció en el interior de la casa observando desde la ventana en compañía de Nat Parson. El hormigueo del cuerpo le indicaba la inminencia del momento. Sostenía en la mano un vaporoso pañuelo de encaje en el cual estaba inscrita Fé, la runa de la riqueza. Junto a ella, Parson aferraba el Libro de las Palabras y permanecía con la vista fija en sus líneas. Y además, aunque ninguno de ellos estaba al tanto, ni siquiera los dioses cuyos destinos están tan peligrosamente entrelazados, había otra testigo de aquel encuentro, que contemplaba la escena oculta en las sombras del umbral de la puerta, aterrada y temblorosa de pura rabia.
Odín se dio el lujo de relajarse levemente cuando el último de los augures hubo honrado la antigua ley.
– Es bueno volver a veros, amigos míos, es magnífico a pesar de los tiempos aciagos que corren -los saludó. Su ojo fue pasando de un miembro a otro del grupo y, luego, añadió en voz baja-: Falta alguien, ¿no? ¿La Cazadora, tal vez?
– Considera más prudente mantenerse alejada. -Héimdal dejó entrever los dientes de oro-. Ya intentaste matarla en una ocasión.
– Aquello fue un malentendido.
– Me alegra oírlo, ya que Skadi tiene la impresión de que nos has traicionado, que Loki anda suelto y que vosotros dos volvéis a estar juntos -replicó Héimdal-, igual que en los viejos días, como si no hubiera sucedido nada, como si el Ragnarók no pasara de ser un juego que perdimos y ahora tuviera lugar otra partida. -Entrecerró los ojos y miró a Odín-. Por supuesto, es ahí donde Skadi se equivoca, porque tú nunca harías eso, ¿a que no? Jamás harías eso, sabiendo las consecuencias de ese acto para nuestra amistad y nuestra alianza.
Odín permaneció en silencio durante un tiempo. Ya había previsto la situación, sin duda: el fiero y leal Héimdal era el vanir a quien él más apreciaba, y también el que más aborrecía a Loki pero, por otra parte, debía tener en cuenta a Maddy y si ella había tomado al Susurrante…
– Viejo amigo… -empezó.
– Corta el rollo -le atajó el portavoz de los vanir-. ¿Es cierto?
– Bueno, sí, así es. -Odín sonrió-. Ahora, antes de que saques conclusiones precipitadas… -Héimdal se había quedado mudo de asombro, con la boca abierta, a media palabra-. Me gustaría explicaros mi punto de vista antes de que concluyáis algo erróneo -repitió Odín…
…y sonrió al grupo que estrechó el círculo a su alrededor.
Cuando empezó a hablar el Padre de Todo, nadie se percató de los movimientos de una pequeña criatura; un ratoncito marrón salió disparado desde detrás de uno de los edificios anexos a la casa parroquial y cruzó el patio sin que nadie viera el rastro que dejaba ni lo que llevaba entre los dientes con sumo cuidado, un jirón de algo luminoso como una telaraña y hermoso como las prímulas. El roedor lo dejó caer a menos de un pie de la posición de Odín, descansando por el lado sin adornos. Relucía tenuemente entre el aura de los encantamientos y el polvo del suelo, a la espera de que alguien lo recogiera y admirase. Era exquisito e inofensivo, un objeto deseable.
– Aunque el Ragnarók fue como si hubiera tenido lugar ayer para vosotros, amigos míos -comenzó Odín-, lo cierto es que muchas cosas han cambiado desde entonces. Los dioses de Ásgard están casi extinguidos. Hemos perdido nuestros territorios y nuestros nombres han sido olvidados. Fuimos lo bastante arrogantes como para creer que el mundo terminaría con nosotros en el Ragnarók, pero una edad no es más que otra estación en el crecimiento de Yggdrásil, el Fresno del Mundo, para el que somos simples hojas del pasado, hojas caídas a la espera de que nos retiren.
– ¿Es ésa la mejor noticia que puedes darnos después de quinientos años? -le interrumpió Frey.
– No tenía intención de que sonara como algo negativo -contestó Odín con una sonrisa.
– ¡Negativo! -estalló Héimdal.
– Por favor, te he dicho la verdad, pero debes tener en cuenta otras consideraciones. Quizá Skadi os haya hablado ya del Orden, pero ella ha dormido desde el Ragnarók, igual que vosotros.
El ratoncito correteó hacia atrás y cruzó la pared por un agujero en la valla, luego se detuvo y alzó la cabeza.
– Por el contrario, Héimdal, yo me he dedicado a estudiar y comprender el Orden desde su mismo comienzo.
– ¿Y a qué conclusiones has llegado? -inquirió el aludido mientras le dirigía una mirada llena de recelo.
– Bueno, a primera vista parece simple. A lo largo de la historia siempre ha habido dioses y éstos han tenido adversarios. El equilibrio existe gracias a la conjunción del Orden y el Caos. El mundo los necesita a ambos, precisa del cambio, igual que el Fresno del Mundo ha de mudar las hojas para poder crecer. Comprendimos eso cuando éramos dioses. Valorábamos el equilibrio entre el Orden y el Caos, y nos preocupamos de preservarlo, pero este nuevo Orden ve las cosas de un modo diferente. No busca conservar el equilibrio, sino destruirlo a fin de erradicar cualquier cosa que no sea Orden, y no estoy hablando de unas pocas hojas muertas. -Hizo una pausa y miró a los vanir que le rodeaban-. En suma, amigos míos, pretende que sea verano todo el año y está dispuesto a talar el árbol si eso no es posible. -Se irguió y acabó el vino de un trago, vertiendo las últimas gotas sobre la tierra como ofrenda a cualquiera de los antiguos dioses que pudiera haber por allí.
»No sé con exactitud qué os ha contado Skadi ni qué trato pretende cerrar con la Gente, pero os aseguro una cosa: este Orden no hace acuerdos. Todos sus componentes piensan lo mismo y dispone de poderes que únicamente ahora empiezo a apreciar. Debemos estar unidos si queremos tener una oportunidad de hacerle frente. No podemos permitirnos el lujo de andar con rencillas ni planear venganzas ni erigirnos en jueces de nuestros aliados. Nuestra posición es sencilla. Cualquiera que no sea miembro del Orden está de nuestro lado con independencia de que lo sepan o que les guste, y eso es así sea o no de nuestro agrado.
Un prolongado silencio acogió el discurso de Odín. Bragi se tendió de espaldas y alzó la vista mientras volvía el rostro hacia el manto estrellado del cielo. Frey cerró los ojos. Njord se acarició la luenga barba. Héimdal hizo chasquear los nudillos. Idún comenzó a tararear para sí misma mientras Freya recorría los anillos de su collar con los dedos, provocando un sonido tintineante que debía de parecerse mucho al sueño de todo avaro. Odín el Tuerto se obligó a esperar en silencio con la mirada fija en la oscuridad.
– Hice un juramento en lo tocante al Embaucador -dijo Héimdal al fin.
– Según recuerdo, lo cumpliste sobradamente en el Ragnarók -replicó Odín, que le miró con reprobación-. ¿Cuántas veces más vas a matarle?
– Con otra debería bastar -masculló Héimdal entre dientes.
– Te comportas como un chiquillo -replicó el Tuerto con firmeza-. Os guste o no, necesitamos a Loki. Además, hay algo que todavía no os he dicho. Nuestra rama del árbol no está tan seca como pensábamos. Ha surgido un nuevo brote en el Fresno del Mundo. Se llama Modi, y nos llevará directos a las estrellas si crece recto.
En el interior de la casa parroquial, Skadi esbozó una sonrisa al oír las palabras de Odin.
Nat estaba a su lado, listo y con el Libro de las Palabras abierto. Se volvió hacia ella y le dirigió una mirada inquisitiva. Ofrecía un aspecto pálido y febril, y parecía enloquecido de impaciencia. La Palabra chasqueaba en las yemas de sus dedos como astillas al resquebrajarse la madera.
– ¿Es el momento? -preguntó.
Skadi asintió mientras murmuraba un ensalmo muy corto. Se levantó un destello de respuesta a los pies del Tuerto y el pañuelo con encajes de telaraña, bordado con florones y nomeolvides, que ella había dejado abandonado, pareció pasar a ser el centro de atención. La runa Fé atrajo la mirada del Tuerto, tal y como ella había planeado. Odín tomó el jirón de encaje y lo sostuvo en alto durante un instante antes de dar una zancada con la prenda entre los dedos y hacer una reverencia para luego depositarla a los pies de la diosa del deseo.
– Ahora -ordenó Skadi.
Junto a ella, Nat comenzó a leer el Libro de las Invocaciones.
Entretanto, el tercer testigo de la entrada respiró hondo y dio un paso vacilante que la condujo fuera del amparo de las sombras.
Ethelberta Parson había tenido que soportar muchas cosas en las últimas veinticuatro horas. El verse arrinconada en su propia casa, el saqueo de su armario ropero, el registro de las bodegas y la aparente abducción de su aburrido esposo por una banda de degenerados que incluso ahora preparaban el regreso a la casa y acabar con las restantes existencias de vino.
Se dijo con resolución que era capaz de afrontar todo aquello, pero no, todo aquello era un enorme despropósito y había llegado el momento de hacerse cargo de esa situación y echar de su hogar a aquellos entrometidos. Nat podía irse con ellos si aquello no era de su agrado, le daba igual, pero aquella gente no iba a volver a poner un pie en su morada ni a tocar ninguno de sus vestidos… No, no, a menos que se lo ordenara el Innombrable en persona.
El primer paso con el que salió de la penumbra fue vacilante y la llevó hasta el círculo de luz. «No es la luna -pensó-, pues ya se ha puesto». Delante de ella se hallaba el mercachifle tuerto, haciéndole la venia a la mujerzuela de cabellos del color del lino que le había robado a Ethel el vestido de seda verde. El hecho de que a Freya le sentara mucho mejor que a ella le había provocado un rechinar de dientes de una intensidad impropia en una dama. Esa luz extraña y extemporánea relucía entre el buhonero y la buscona, confiriéndoles una apariencia más hermosa, radiante y apabullante de la que cualquier mortal tenía derecho a tener.
La boquiabierta Ethel dio otro paso en un éxtasis de maravilla y miedo.
El feriante tendió a la ramera la mano, en cuya palma sostenía el jirón de algo muy similar a las hebras plateadas de una telaraña, una seductora prenda de encaje del color de la luz de la luna. Se la ofreció a la mujer vestida de verde, diciendo:
– ¿Lo deseáis, mi señora?
Ése era el momento esperado por Nat.
– El le dará el pañuelo a Freya. Entonces, y sólo entonces, puedes liberar el poder de la Palabra. Se estropeará todo si te anticipas un segundo y perderemos a ese bastardo como tardes un instante de más -le había instruido Skadi-, pero la venganza será nuestra si lo haces bien, Parson, y contaremos con la bendición de los vanir como recompensa.
Skadi daba por seguro que la muerte de Freya iba a causar una honda mella en los videntes. Frunció el labio mientras lo consideraba. Lo cierto es que demostraban tener muy poco gusto, pero estaba convencida de que iban a encontrar cierto consuelo en el cumplimiento de la venganza.
«Intenta sellar una alianza con ellos después de eso», se instó a sí misma. Gruñó de placer cuando vio al tembloroso Nat Parson lleno del gran poder de la Palabra hasta el punto de relucir.
Era un sentimiento maravilloso notar el fuego en la sangre, pues parecía tener las venas y las arterias llenas de brandy caliente, como todo él. Quizás estuviera incluso un poco pirado, pero ¿por qué iba a preocuparse mientras experimentara aquello?
Entonces, Ethelberta salió a la luz.
– Esa es mi esposa -comentó él con sorpresa.
Skadi maldijo y lanzó su energía mágica.
– ¡Ahora! -ordenó de nuevo sin dejar de soltar imprecaciones contra Ethel por haberse interpuesto entre ellos y luego tomar lo que Freya sostenía en la mano.
– ¡No os quedaréis con nada más, ni un mísero trapo! -dijo a voz en grito.
Los vanir contemplaron la escena, algunos con una sonrisa en los labios, todavía sin percatarse del peligro. Esta vez, Skadi soltó por la boca sapos y culebras, ya que la Palabra, el ensalmo que habría congelado allí mismo a Odín y matado a Freya ante los ojos de los vanir, había fallado por culpa de Nat, que había dicho «Esa es mi esposa» con esa estúpida voz suya mientras la energía mágica fluía por sus dedos. El resultado de todo aquello fue que pasó rozando a Odín y acabó congelando a un pájaro del cielo a cinco kilómetros de la aldea mientras que en el patio de la casa parroquial pasaron varios eventos de forma simultánea.
El círculo de los vanir se deshizo en un instante.
Héimdal se hizo a un lado y aprestó descargas mágicas en las yemas de los dedos.
Bragi entonó una canción de protección.
Frey desenfundó la espada mental y se encaminó en dirección a la casa.
Freya se transformó en un halcón de cola roja y remontó el vuelo para alejarse del área de peligro, dejando atrás el vestido verde de Ethelberta.
En medio de aquel caos de ruido, movimiento y auras mágicas, nadie se percató de que la esposa del clérigo yacía agonizante en el suelo ni de que Odin había aprovechado la confusión para hacer mutis por el foro.
Nat vaciló.
– Ethel… -murmuró.
– Olvídala -ordenó Skadi-. Se puso en medio a estorbar. -Aferró a Nat por el brazo y le obligó a mirarla-. Ahora, dime, Parson, ¿eres capaz de hacerlo?
El interpelado contempló fijamente a la Cazadora, cuyo aspecto verdadero era una visión terrible incluso para los dioses. Se sintió mareado. Habían desaparecido la Palabra y los sentimientos que ésta producía en su interior. Quizá retornaran, se dijo para sí, pero él iba a necesitar tiempo para retomarla y disponerlo todo…
– Magistrado… -susurró.
– ¿Qué…? -inquirió ella.
– Un don por mis fieles servicios… -dijo Nat.
Skadi maldijo y soltó otra descarga mental en la noche. No había otra forma de tratar con la Gente, dijo para sí, airada. Había sido una estúpida al creer que él era diferente. El hombre era débil y desvariaba. Los vanir iban a descubrir de un momento a otro la identidad del traidor e iban a acudir a por ella.
Lanzó otra runa Isa contra el patio. Njord se quedó helado con el arpón en la mano, pero el efecto no duró mucho. Los vanir la aventajaban de largo si ella no contaba con la ayuda de la Palabra que los inmovilizara y los dejara indefensos.
Se volvió una última vez hacia Parson, pálido y con el rostro bañado en sudor. Pensó por un momento que se había quedado perplejo tras la muerte de su esposa, pero Skadi intuyó que no era así cuando estudió de cerca sus ojos obsesionados. Había visto expresiones similares en el pasado, en hombres que habían caído en trance mientras la adoraban. El horror llegaba tras el éxtasis. Eso fue lo que vio en las pupilas de Nat Parson, un enorme pavor, y supo que estaban perdidos. Odín se había escabullido y los vanir les iban a caer encima de un momento a otro.
«La próxima vez», se prometió la Cazadora al tiempo que sacudía por los hombros al religioso.
– Escúchame, amigo…
Nat volvió los ojos lentamente hacia ella.
– No… me… llames… amigo…-contestó con un hilo de voz.
Ah, por fin una reacción. «¡Bien!», dijo para sí.
– Haz lo que digo si quieres vivir. ¿Deseas salvar la piel?
Él asintió sin despegar los labios.
– Entonces, sígueme si puedes, Parson. Toma el Buen Libro y sígueme a la carrera.
Dicho esto, ella adoptó la forma de loba blanca como la nieve y salió como una flecha por la puerta de atrás. Los dedos acolchados de las pezuñas no hicieron ruido alguno al rozar el duro suelo y se desvaneció como el humo en la noche.
La vida que Nat había conocido había terminado para siempre en menos de un minuto. Habían desaparecido la casa, la esposa, la grey de feligreses, la comodidad y las ambiciones. Ahora era un fugitivo.
El lobo de pelambrera blanca corría delante de él en dirección a la seguridad que ofrecía la colina del Caballo Rojo. El viento era cortante y el aire estaba limpio. El suelo endurecido por la escarcha crujía a cada pisada mientras empezaba el canturreo de los pájaros y una palidez verdosa clareaba el color violeta del firmamento. De pronto, Nat cayó en la cuenta de que hacía años que no contemplaba un amanecer.
Ahora, iba a poder contemplarlo siempre que lo deseara.
De pronto, esa certeza, le abrumó hasta el punto de que rompió a reír. La loba blanca se detuvo durante unos segundos y gruñó antes de proseguir su avance.
Nat la ignoró. Al fin era libre, gozaba de la libertad por la que tanto había suspirado, libertad para usar sus talentos y su poder…
«Sí, sí, pero ya no lo tienes».
Torció el gesto. ¿Quién había hablado?
Sacudió la cabeza para aclararse las ideas. «He pasado por una situación muy tensa -dijo en su fuero interno para intentar tranquilizarse-. Es natural que esté un poco confuso y algo desorientado». Después de todo, había perdido a su esposa.
«Un examinador del Orden no tiene esposa».
Las palabras salieron de su mente de forma espontánea y luego las recordó como si las hubiera oído en un sueño. Recordaba haber dicho algo sobre Ethelberta cuando se derrumbó, exhausto, y la voz le habló, o mejor dicho, habló a través de él…
Era la misma voz, a pesar de que ahora sonaba más triste, aunque seguía teniendo un timbre de incuestionable autoridad, suave, preciso y con un leve deje de arrogancia, hasta el punto de que llegó a pensar que la había oído antes mientras intentaba recordarla del mismo modo que se hace con las canciones infantiles olvidadas cuando se las oye a lo lejos muchos años después y de un modo inesperado.
– ¿Quién eres? -murmuró Nat con ojos desorbitados-. ¿Eres un demonio? ¿Estoy poseído?
Un suspiro tan audible como el susurro de la brisa resonó en su mente.
«Me oye -suspiró la voz-, al menos me oye».
– ¿Quién eres? -repitió con brusquedad.
«Un hombre -contestó-, o eso creo».
– ¿Un hombre? ¿Quién?
«Elías Rede -le susurró la voz-, el examinador número 4.421.974».
Nat Parson se quedó petrificado durante un buen rato. El alba se reveló como una decepción, ya que no brilló el sol y la promesa de la luz diurna se perdió bajo un velo de nubes. Al clérigo le entraron unas ganas repentinas de orinar, pero no se atrevía a hacerlo tras los arbustos cercanos porque, aun sin ser capaz de definir las razones, le parecía indecoroso teniendo como tenía a aquel interlocutor en el interior de su mente.
– Se supone que estás muerto -replicó al fin.
«Quizá -concedió el examinador-, pero sigo aquí».
– Bueno, pues vete ya.
«¿Acaso piensas que no lo he intentado? -preguntó el examinador-, ¿crees que me apetece estar preso dentro de tu cabeza?»
– No es culpa mía que estés ahí dentro encerrado.
«¿Ah, no? -saltó el examinador-. ¿Quién se interpuso en mi camino cuando pronuncié la Palabra? ¿Quién robó el poder de mi último conjuro? ¿Y quién está utilizando el Libro de las Palabras sin control y sin ningún tiempo de práctica que respalde su autoridad, por no mencionar el ayuno, la meditación y ninguno de los estados intermedios o avanzados de la dicha espiritual?»
– Ah, eso -repuso el clérigo. Se produjo un largo silencio-. Quise hacer lo correcto.
«Nada de eso -le refutó el examinador-, ibas tras el poder».
– En tal caso, ¿por qué no me detuviste?
«Ah, eso», dijo el examinador.
Tuvo lugar otra pausa.
– ¿Y bien?
«Bueno, en vida tenía ciertos deberes y restricciones, unos protocolos que debía respetar como examinador, tales como el ayuno y la preparación, pero ahora…» Se detuvo y Nat escuchó las carcajadas en el interior de su mente. «Vamos, Parson, ¿de veras necesitas que te lo explique? Ya lo has probado y sabes cómo es…»
– Ya, eso de usar la Palabra sin autorización, tal y como acabas de hacer, es para que me sienta inferior, ¿no?
«Afróntalo, eres un simple cura de a pie, y yo…»
– ¡Un simple cura! Tienes que saber…
«Amigo mío, yo…»
– ¡Y no me llames amigo!
Dicho esto, se dio media vuelta, se desabotonó el pantalón y apuntó hacia los arbustos antes de evacuar al fin aguas menores mientras el examinador 4.421.974 farfullaba y protestaba en su cabeza. Skadi, todavía en su forma lupina, captó el aroma de su presa y echó a correr hacia el Ojo del Caballo, ignorando el drama acaecido en el camino a sus espaldas.
La partida de vigilancia los vio llegar desde su atalaya en lo alto de la montaña. Era un grupo de sólo cuatro miembros apostado allí por Nat con órdenes de informar acerca de cualquier tránsito inusual que entrara o saliera del Ojo del Caballo. No había pasado nadie para alivio de todos, salvo unas figuras que se habían escabullido a medianoche y que tal vez habían sido ratas, aunque lo más probable era que se tratase de trasgos.
Poco antes del alba, los hombres se habían quedado dormidos debajo de la rueda de una de las máquinas que ahora estaban en silencio mientras montaba guardia Adam Scattergood, que se había ofrecido bravamente a fin de que pudieran cumplir con más seguridad su deber. En este momento estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una piedra mientras comía tasajo y vigilaba el camino.
Se levantó de un salto de su puesto en cuanto vio a Nat.
– Eh, señor Parson, ¡aquí!
El grito alertó a los hombres dormidos, tal y como pretendía, pues su tío le había prometido darle un chelín si permanecía despierto.
Dorian Scattergood entreabrió un ojo mientras a su lado Jed Smith y Audun Briggs comenzaban a desperezarse. Cuando el párroco llegó al pie de la colina, daba la impresión de que los tres habían permanecido alerta durante horas. Fue entonces cuando distinguieron a la loba blanca, que corría por delante del clérigo y había coronado la colina por el lado ciego, de modo que la tuvieron prácticamente encima de ellos antes de saber lo que estaba sucediendo. Al ver una loba de pelaje de un blanco níveo moteado de gris y el hocico cubierto por una maraña aterciopelada que dejaba al descubierto dientes agudos como cuchillas y blancos como una hilera de carámbanos de hielo…
…se aterraron. Era poco habitual encontrar lobos en el valle del Strond y ninguno de ellos, salvo Dorian, había visto a uno tan de cerca. Esa experiencia le salvó la vida, ya que se revolvió y se fue hacia el animal con los brazos extendidos y un agudo grito. Skadi le eludió en cuanto olfateó el efluvio de una presa más sencilla y saltó sobre Audun, que se había alejado a por el petate sin tomar el cuchillo que llevaba al cinto. El carnívoro le desgarró la garganta con la misma facilidad con que los niños atrapan con los dientes las manzanas que flotan en agua.
Había sido una noche desquiciante para la Cazadora. El fracaso de sus planes, la debilidad de su cómplice, la fuga de la presa y el efecto acumulativo de pasar tanto tiempo bajo la piel de un animal conspiraron para fortalecer sus instintos lobunos, que la urgían a cazar y morder, a buscar el alivio en la sangre.
Además, tenía hambre. Zarandeó al hombre con energía hasta asegurarse de que estaba muerto y comenzó a comer tras haber olfateado la sangre con cuidado.
Los otros tres hombres contemplaron la escena sin dar crédito a sus ojos. Jed Smith sacudió la cabeza para salir del trance y echó mano a la ballesta que tenía al lado. Dorian comenzó a retroceder con sumo cuidado hacia la ladera más alejada de la colina sin perder de vista a la loba mientras ésta comía. Esa precaución también le salvó la vida.
Adam no era ningún héroe y sufrió un ataque de náusea.
Nat llegó junto a ellos en ese preciso momento.
– Señor Parson -le saludó Jed en voz baja.
Nat le ignoró. Seguía en trance, con la cabeza ligeramente inclinada y la mirada fija en la abertura de la colina. La loba levantó la vista de la carne durante un instante, enseñó los dientes y volvió a centrarse en la presa. El clérigo apenas pareció darse cuenta.
Adam Scattergood, que jamás se había mostrado propenso a pensamientos descabellados, se descubrió pensando: «Parece muerto».
Sin embargo, lo cierto era que Nat jamás se había sentido más rebosante de vida. El repentino descubrimiento en su mente del examinador 4.421.974 le había ofrecido una perspectiva totalmente nueva. La voz era real y él no estaba chiflado como había temido. Se habían aplacado el terror inicial y la indignación ante aquella intromisión en su mente tras comprender que no debía temer nada. El poder era suyo. Él ostentaba el control. «Tu loba se está papeando a ese hombre. Pensé que deberías saberlo».
Nat lanzó una mirada a Skadi. Tenía el hocico, el cuello y las patas delanteras manchados de sangre.
– Déjala -ordenó-. Necesita alimentarse.
Jed Smith oyó las palabras casi por casualidad, y sin bajar la ballesta, se volvió a mirar a Nat con cara de espanto. Había estado feliz de poder rehuir a Skadi, pero los relatos de sus poderes habían llegado lejos y él no albergaba duda alguna de que ésa era la misma mujer demoníaca que había asesinado al examinador y se había apoderado de la mente del clérigo.
– ¿Señor Parson? -le llamó.
El interpelado fijó en Jed unos ojos de un brillo muy extraño.
Jed tragó saliva y se dio la vuelta para descubrir que Dorian había huido. En la cima únicamente quedaban Adam y él.
– Ella va a necesitar ropa -comentó Parson- y las del otro hombre están manchadas de sangre.
Jed Smith meneó la cabeza. Le temblaba tanto la mano que la ballesta parecía un borrón.
– No dejéis que me mate. Os prometo que no diré ni mu -aseguró.
«¡Qué interesante!», pensó Nat Parson, que siempre había tenido a Jed por verdadera escoria, apto únicamente para romper cosas, pero ahí estaba demostrando una chispa de verdadera inteligencia. Y lo que decía era obvio, por supuesto. Ni se le pasaba por la cabeza que los más acérrimos partidarios de su rebaño de fieles pudieran aceptar el asesinato de un lugareño. Resultaría evidente que Audun había perecido a manos de un lobo que merodeaba por los alrededores, pero si Jed se iba de la lengua…
Nat sopesó con cierta sorpresa la facilidad con que puede matarse a un hombre. Quizás era la muerte de Ethel lo que le había endurecido o quizá se debía a la experiencia del examinador en ese ámbito. Nat Parson se había planteado el asesinato tanto como aparecer en misa completamente desnudo, pero ahora lo hizo y descubrió atónito que la verdad era que no le preocupaba.
«Bueno -le dijo el examinador-, hace falta coraje para llevar a cabo lo que hay que hacer».
– En tal caso, ¿no hay…?
Nat se interrumpió y de forma consciente continuó en su mente: «…¿no hay pecado en semejante acto?».
«Por supuesto que no -le replicó el examinador-. El único pecado es fallar al acometer una obligación».
«Pensamos lo mismo», contestó Nat, sorprendido.
«Quizá sea ésa la razón por la que nuestras mentes encajan tan bien».
Nat se quedó sumido en sus pensamientos durante un momento. ¿Había sucedido por ese motivo el encuentro entre dos mentes que perseguían un mismo objetivo en un momento tan crucial?
– Muy bien -le dijo a Jed, sonriéndole-, pero voy a necesitar tus ropas. Venga, rápido, hombre, no tengo todo el día.
– ¿Me lo prometéis? -inquirió Jed, cuyo temblor alcanzó tales proporciones que apenas era capaz de desatarse los cordones de las botas-. ¿Prometéis no dejar que ella me mate?
– Lo juro -dijo Nat, sin dejar de sonreír a Jed, que intentó descalzarse con más tranquilidad tras obtener esa promesa.
Tampoco le había mentido después de todo, se dijo para sus adentros cuando empezó a entonar el ensalmo pertinente. Jed Smith se desplomó a plomo sobre el suelo. Se quedó un tanto estupefacto al sentir el zarandeo de la cima de la colina por efecto de la Palabra. Además, ¿por qué motivo debían quedarse los videntes con toda la diversión?