Epílogo

Octubre de 2067

—¡Venga! ¡Todo el mundo en marcha!

Don había aparcado la gran furgoneta en la acera de la plaza de hormigón del muelle. Cientos de turistas paseaban a la espera de subir a uno de los transbordadores de alta velocidad o, como la familia de Don, acababan de bajar de uno. La plaza estaba flanqueada de puestos de camisetas, perritos calientes y chucherías. Lenore se encontraba de pie, cerca de la barrera que impedía que acercara más la furgoneta.

—¡Ya habéis oído a vuestro padre! —exclamó—. ¡Queremos salir de aquí mientras todavía es de día!

Don no podía reprocharles que tardaran. Ese lugar, al pie de la calle Hurontario, era el único lugar desde donde podían ver bien toda la feria, extendida sobre dos islas artificiales en el lago Ontario. El pabellón estadounidense era un diamante gigantesco (literalmente), y el pabellón chino honraba tanto a la cultura de su nación como a los dos ciudadanos no-humanos más famosos de la Tierra al haber sido construido en forma de dragón rampante cuyo cuerpo se curvaba y retorcía para encajar con el que formaba la constelación de Draco. Alzándose entre ambos brillaba la Torre de la Esperanza, de nanotubos de carbono, que había devuelto a Toronto el honor de ser el hogar del edificio más alto del mundo.

Don estaba acostumbrado al paso de tres piernas de sus hijos, pero los turistas que habían estado mirándolos con discreción se quedaron boquiabiertos con el espectáculo sorprendentemente elegante de verlos en movimiento. Sin embargo, su hija se quedó quieta. Gillian, de quince años, que tenía las pecas de su madre y el pelo color arena de su padre, estaba a punto de terminar la cola para llegar al vendedor de algodón de azúcar. Miró a su padre con expresión ansiosa, preguntándose si tendría que marcharse antes de conseguir su objetivo.

—Vale —exclamó Don—. Pero ¡date prisa!

Lenore y él habían hecho cuanto había sido posible para educar a Gillian, y a Don le encantó descubrir lo relajante que había sido ser padre por segunda vez; con la tranquila confianza de la experiencia, sabía diferenciar mucho mejor las verdaderas crisis de lo que podía pasar por alto sin que llegara la sangre al río.

Los niños, que con dos metros y medio de estatura y doscientos kilos de peso cada uno no tenían ningún problema para abrirse paso entre la multitud, también les habían salido bien. Se habían criado con Gillian en una casa pagada por Cody McGavin; en Winnipeg, por cierto, ya que la prudencia sugería que fuera en algún lugar cercano a un laboratorio de contención de biorriesgos de nivel cuatro, y el que había allí era el único en toda América del Norte diseñado para encargarse de ganado y otras formas de vida grandes. Cientos de expertos vigilaban lo que pasaba en la casa a través de webcams y proporcionaban los consejos que podían. Pero Don y Lenore eran los padres de los chicos, y al final, como todos los padres, seguían su instinto.

Don tocó el control que abría el compartimento trasero de pasajeros. La furgoneta (el Dracmóvil, como la había llamado la prensa) tenía el techo lo bastante alto para que cupieran los chicos, ninguno de los cuales podía sentarse; sus dos piernas delanteras y su gruesa pierna trasera no estaban pensadas para eso. Una vez dentro, Don cerró el compartimento y dejó que los eliminadores de dióxido de carbono hicieran su trabajo. Cuando llegó Gillian, sosteniendo con torpeza su gigantesca bola de algodón de azúcar, la luz verde del salpicadero se había encendido y los chicos se habían quitado sus máscaras filtradoras.

Don nunca había pensado que llegaría a tener una furgoneta semejante, pero, claro, los días de preocuparse por la gasolina habían quedado atrás. Tardó un poco, pero al final se cansó de exclamar cada vez que subía a bordo, como hacía Robin en la serie Batman de los años sesenta: «¡Baterías atómicas en marcha! ¡Turbinas a toda potencia!» Lenore se sentó delante y Gillian y Gunter (los Ges, como los llamaban todos en casa de los Halifax-Darby) ocuparon la segunda fila de asientos.

—¿A qué hora empieza la ceremonia esta noche? —preguntó Don.

—A las nueve —informó Gunter.

—Perfecto. —Arrancó—. Hay tiempo de sobra.

Podría haber dejado conducir al Mozo, pero, qué demontres, sacar a la familia a dar un paseo en el viejo vehículo familiar es uno de los placeres de la paternidad.

—Bien —dijo Lenore, mirando hacia atrás por encima del hombro—, ¿todo el mundo se lo ha pasado bien?

—¡Oh, sí! —dijo Anfión, y sus crestas ondularon de entusiasmo—. ¡Magnífico!

Los chicos no tenían ningún problema para reproducir los sonidos del inglés: su gama vocal era mucho más amplia que la de los humanos. Pero, a pesar de los mayores esfuerzos de aprendizaje, parecían físicamente incapaces de emplear la voz pasiva. Algunos opinaban que ésa era la clave de la moralidad draconiana: la incapacidad de concebir que una acción se produjera sin que hubiese un responsable.

—La demo de nieblautilidad me ha parecido sorprendente —añadió Zeto.

Habían celebrado un concurso para poner nombre a los draconitos cuando nacieron: los nombres ganadores fueron Anfión y Zeto: los hijos gemelos de Zeus que fueron criados en la Tierra por padres adoptivos.

Don asintió. La niebla nanotecnológica había sido increíble, pero para él lo más emocionante de todo habían sido los coches voladores… un milagro de la tecnología que por fin había podido ver.

Canadá había cumplido doscientos años el verano anterior y celebraba el centenario igual que había celebrado el último: con una feria mundial. Don recordaba haber visitado la primera con sus padres siendo niño, y haberse sorprendido con los láseres gigantescos, los teléfonos de teclado, los monorraíles y una enorme esfera geodésica llena de cápsulas espaciales americanas. Aquella feria, como la de ahora, se había llamado Expo'67, con sólo dos dígitos para el año; a dos tercios del primer siglo del nuevo milenio las lecciones que el viejo Peter de Jager había tratado de enseñar al mundo se habían olvidado por completo. Pero, también como la primera, aquella feria era al menos en parte un escaparate para las últimas tecnologías, algunas de las cuales habían derivado de los planos del vientre artificial y la incubadora que los draconianos habían enviado a la Tierra.

Don se incorporó al tráfico. Unos cuantos conductores tocaron amablemente el claxon y saludaron; Anfión y Zeto eran famosos, el Dracmóvil verde era inconfundible… y la matrícula personalizada de Manitoba que decía NIÑOSESTELARES también ayudaba.

Don tenía seis años cuando Canadá había cumplido su siglo de existencia, en 1967. Entonces, el Gobierno se había puesto en contacto con gente nacida el mismo año que el país y había preparado visitas escolares a los que se encontraban en buena forma. Incluso después de tantísimos años, Don recordaba vivamente haber conocido a su primer centenario entonces, un hombre tremendamente anciano que vivía confinado en una silla de ruedas.

Habían pasado otros cien años y el propio Don era centenario; de hecho, tenía ciento seis años y pronto cumpliría ciento siete. Gente más joven que él (hombres y mujeres nacidos en 1967) recorrían las escuelas, entre ellos Pamela Anderson. Ella había sido la primera niña nacida en su localidad de la Columbia Británica el día en que Canadá celebraba su centenario, y en su propia vuelta atrás, realizada hacía sólo unos años, cuando el precio había bajado lo suficiente para que las simples estrellas de la televisión pudieran permitírselo, había recuperado toda la belleza de la primera vez que había salido en las páginas de Playboy.

Don ya no parecía tan joven; físicamente tenía cuarenta y cuatro o así. Había vuelto a quedarse casi calvo, pero no le importaba. Se sentía mejor a esos cuarenta años que la primera vez: habían pasado seis décadas desde que tuviera su primer y único ataque al corazón.

Lenore también tenía cuarenta y tantos… pero sin duda no era una mujer madura todavía. El coste de la vuelta atrás continuaría bajando; siete millones de personas ya se habían sometido al tratamiento. Cuando ella lo necesitara, podrían pagarle una vuelta atrás, y (la idea era mareante, pero sin duda cierta) podrían permitirse una segunda vuelta atrás para Don.

Mientras seguían conduciendo, Anfión y Gillian discutían, y Zeto miraba por la ventanilla las atestadas calles de Toronto. A pesar de tener nombres de gemelos, los draconitos eran individuos bien diferenciados. Anfión tenía la piel de un negro azulado y dos pequeñas crestas en la parte trasera de la cabeza, mientras que Zeto tenía la piel verdiazul y plateada y tres crestas. De carácter tampoco se parecían. Anfión era aventurero y expresivo, incapaz de dejar pasar ni siquiera la ironía más pequeña, mientras que Zeto era cauteloso y tímido con los desconocidos pero disfrutaba con los juegos de palabras casi tanto como su padre.

Don los miró por el espejo retrovisor.

—Anfión, deja de molestar a tu hermana.

Anfión volvió dos de sus cuatro ojos para mirar a Don.

—¡Ha empezado ella!

Cada ojo draconiano tenía una gama visual única: dos veían el espectro ultravioleta, el tercero captaba el infrarrojo y el cuarto veía ambos pero no en color; la combinación de ojos que los chicos elegían para mirar un objeto no sólo afectaba a cómo les parecía que era, sino también a la impresión que les causaba. También poseían un sentido que no tenía equivalente terrestre y que les permitía detectar objetos pesados incluso cuando no estaban a la vista.

Anfión y Zeus tenían cinco miembros: tres piernas y dos brazos. Si su desarrollo embrionario era una fuente de información fidedigna de su historia evolutiva, las dos piernas delanteras habían evolucionado a partir de lo que habían sido aletas pelvianas en una anterior forma acuática, y la más gruesa pierna trasera de una aleta caudal. Los brazos no se habían formado a partir de aletas pectorales, como en el caso de los humanos, sino más bien del complejo conjunto de huesos que sostenía dos agallas ancestrales.

Los draconianos sólo tenían tres dedos en cada mano, sin embargo, habían llegado a contar basándose en el diez como se había visto en sus mensajes de radio. Cada chico tenía diez tentáculos alimenticios alrededor de la rendija bucal: dos pares arriba y una fila de seis abajo; Zeto usaba sus tentáculos en aquel momento para agarrar un trozo de algodón de azúcar que Gillian le había pasado a través de una pequeña escotilla. Como sus cuatro ojos estaban alojados dentro de cuencas huesudas, los dracos no podían ver sus propios tentáculos, así que cualquier apoyo matemático que pudieran proporcionarles era más bien una idea mental sobre su despliegue que contarlos directamente.

La primera exposición, la de 1967, se llamó «El hombre y su mundo», una descripción tremendamente sexista para la sensibilidad de sólo unos cuantos años más tarde. La exposición de 2067 no tenía ningún subtítulo que Don supiera, pero «La humanidad y sus mundos» habría sido el adecuado: por fin se había regresado a la Luna y una pequeña colonia internacional se había establecido en Marte.

Y, naturalmente, existían otros mundos, aunque no pertenecieran a la humanidad. Habían pasado ya 18,8 años desde que Sarah Halifax enviara su último mensaje a las estrellas, reconociendo haber recibido el genoma draconiano y explicando que su sucesor designado se responsabilizaría de criar a los dracos en la Tierra. Eso significaba que el amigo por correspondencia de Sarah en Sigma Draconis II estaba recibiendo la noticia de que lo que había pedido iba a hacerse. Todo el mundo suponía que en aquel mundo alienígena estarían celebrando en aquellos momentos la noticia; parecía lo conveniente que hubiera una celebración paralela en casa y sería esa misma noche. Se podían transmitir señales a Sigma Draconis en cualquier momento del día desde Canadá, pero parecía lo adecuado mandar un mensaje a las estrellas cuando las estrellas eran visibles, aunque las luces de Toronto ahogaran el tenue sol del hogar ancestral de los chicos.

En la ceremonia se descubriría una estatua de Sarah, con el aspecto que tenía en 2009, cuando se había recibido el primer mensaje. Y en cuanto la Expo'67 terminara, sería trasladada a su emplazamiento definitivo, delante de los Laboratorios de Física McLennan. Tras la inauguración, emitirían mensajes a Sigma Draconis no sólo Anfión y Zeto (que llevaban ya diez años enviando informes semanales, aunque ninguno de ellos hubiera sido recibido todavía), sino también dignatarios de las docenas de países que tenían un pabellón en la feria.

El tráfico era moderado y, una hora más tarde, el Dracmóvil se acercaba a su destino. Don había visitado Toronto con frecuencia a lo largo de los años para visitar a sus nietos y (más recientemente, con gran dolor) para asistir al funeral de su hijo Carl, que había muerto a la edad obscenamente joven de setenta y dos años. Hacía aquella peregrinación en cada viaje, pero Gillian y los chicos nunca habían estado tan al norte de la ciudad.

Mientras recorrían la avenida Park Home, Don se entristeció al ver que la biblioteca que con tanto cariño recordaba ya no existía. Había sucedido lo mismo con la mayoría de las bibliotecas, claro. Don era un poco ludista, y todavía tenía un datacom de bolsillo, pero Lenore y Gillian llevaban implantes enlazocerebrales de acceso a la red.

Entró con la furgoneta en el cementerio (otro anacronismo) y aparcó lo más cerca que pudo de la tumba de Sarah. Los chicos volvieron a ponerse sus máscaras filtrantes y todos recorrieron caminando el resto de la distancia, abriéndose paso entre las hojas caídas.

Don había traído un ramo virtual con batería de fusión fría: el holograma de rosas rojas duraría casi eternamente. Sus chicos, normalmente ruidosos, comprendieron que necesitaba un momento de silencio y se lo concedieron. A veces, cuando iba a aquel lugar, lo abrumaban los recuerdos: escenas de cuando él y Sarah estaban saliendo, detalles de los primeros años de su matrimonio, momentos con Carl y Emily de niños, el alboroto cuando Sarah había descifrado el primer mensaje. Pero aquella vez todo lo que se le pasó por la mente fue la celebración, casi veinte años antes, de su sexagésimo aniversario. Se había arrodillado entonces, como acababa de hacer para colocar las flores. Todavía echaba de menos a Sarah, todos y cada uno de los días de su vida.

Se levantó y se quedó mirando la lápida un rato, y luego leyó la inscripción. Contempló el espacio en blanco que tenía al lado. El epitafio que tenía pensado para sí mismo («Nunca se quedó con una "Q" colgada») no era tan bonito como el de ella, pero valdría.

Pasados unos instantes, miró a Lenore, preguntándose cómo se sentiría sabiendo que él acabaría en aquel lugar en vez de junto a ella. Leonore, cuyas pecas se habían ido desvaneciendo con los años y tenía unas cuantas arrugas en la cara, debió haberle leído la mente, porque le palmeó el brazo y le dijo:

—No importa, cariño. Ya no se entierra a nadie de mi generación. Lo has pagado, bien puedes usarlo… cuando pase el tiempo.

«Cuando pase el tiempo.» En el siglo veintidós, o tal vez en el siglo veintitrés o…

La era de los milagros y las maravillas. Sacudió la cabeza y se volvió a mirar a sus hijos. Supuso que Sarah no significaba nada para Gillian: no era más que la primera esposa de su padre, una mujer que había muerto años antes de que ella naciera y con quien no compartía ADN… aunque aquellas cosas tan triviales no le hubieran importado a Sarah. A pesar de todo, la sociedad no tenía nombre para ese tipo de relación.

Tampoco había nombre para lo que Sarah era para los chicos, pero no habrían existido sin ella. Anfión contemplaba pensativo los cuatro nombres de la lápida («Sarah Donna Enright Halifax»). Seguramente estaba pensando en lo mismo, porque preguntó:

—¿Cómo debería llamarla?

Don reflexionó. «Mamá» no era apropiado: Lenore era su madre. «Profesora Halifax» era demasiado formal; «Señora Halifax» era una posibilidad: Lenore, como la mayoría de las mujeres de su generación, había conservado su apellido. «Sarah» daba cierta sensación de intimidad, pero no era tampoco lo adecuado. Don se encogió de hombros.

—Yo no…

—Tía Sarah —dijo Lenore, que siempre la había llamado «profesora Halifax» en vida—. Creo que deberíais referiros a ella como «tía Sarah».

Los dracos no podían asentir, así que Anfión hizo el gesto que había adoptado para decir que sí.

—Gracias por traernos a ver a tía Sarah —dijo; uno de sus ojos miraba a Don mientras los otros tres contemplaban la lápida.

—A ella le habría encantado conoceros —dijo Don, y sonrió a cada uno de sus tres hijos.

—Ojalá hubiera podido conocerla —dijo Zeto.

Gunter ladeó la cabeza y dijo, en voz muy baja:

—Y yo.

—Era una mujer maravillosa —dijo Don.

Gillian se volvió para mirar a Lenore.

—Tú también la conocías, ¿verdad mamá? Os dedicabais a lo mismo. ¿Cómo era?

Lenore miró a Don y luego de nuevo a su hija. Buscó la palabra adecuada para describirla y, tras un momento, sonriéndole a su marido, dijo:

—Celestial.


Fin
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