Había sido una buena vida.
Donald Halifax contempló el salón de la modesta casa que su esposa Sarah y él habían compartido durante sesenta años, y no dejó de pensar en eso. Oh, habían tenido sus más y sus menos, y los menos habían parecido viajes al infierno en su momento: la lenta agonía de su madre, la batalla de Sarah con el cáncer de mama, los períodos difíciles por los que había pasado su matrimonio… pero, en conjunto, cuando se hacía balance, había sido una buena vida.
Cuando se hacía balance…
Don sacudió la cabeza, pero no por tristeza. Siempre había sido realista, pragmático, y sabía que ya no quedaba más que resumir y mirar atrás. A los ochenta y siete años es lo que le queda a todo el mundo.
El salón era alargado. Había una chimenea en el centro de una de las paredes largas, flanqueada por ventanas autopolarizantes, pero no podía acordarse de la última vez que la habían encendido. Costaba mucho trabajo encenderla y luego limpiarla.
En la repisa había fotos enmarcadas, entre ellas una de Sarah y Don el día de su boda, allá por 1988. Ella vestía de blanco y él llevaba un esmoquin negro que parecía gris porque se había descolorido igual que el resto de la fotografía. En otras fotos salía su hijo Carl de niño y en la graduación de su máster de dirección de empresas en McGill. Había dos imágenes de su hija Emily, una de cuando tenía veinte años, y otra, holográfica, a los cuarenta y tantos. Y varios holos de sus dos nietos. También unos cuantos trofeos: un par de premios pequeños que Don había ganado en torneos de Scrabble y el grande que la Unión Astronómica Internacional le había concedido a Sarah. No recordaba qué decía exactamente, así que se acercó a pasitos cortos y echó un vistazo:
Asintió, recordando lo orgulloso que se había sentido aquel día, aunque la fama hubiera puesto sus vidas brevemente patas arriba.
Sobre la repisa había montada una pantalla plana magfótica que, cuando no estaban viendo nada, indicaba la hora en grandes números rojos de un palmo de altura, lo bastante grandes para que Sarah pudiera verlos desde el otro lado de la habitación; como decía a menudo, menos mal que no era astrónoma óptica. Eran las 3.17 de la tarde. Mientras Don miraba, los segmentos restantes del dígito situado más a la derecha se iluminaron: las 3.18. Se suponía que la fiesta tendría que haber empezado a las tres, pero aún no había llegado nadie y Sarah todavía estaba arriba arreglándose.
Don juró mentalmente tratar de no ser duro con los nietos. Nunca pretendía reñirlos, pero de algún modo siempre lo hacía; a su edad, había un nivel constante de dolor de fondo, y eso influía en su temperamento.
Oyó abrirse la puerta principal. La casa conocía los datos biométricos de los chicos, que siempre entraban sin llamar al timbre. El salón tenía una corta escalera en un extremo que conducía a la entrada y una más larga que llevaba a los dormitorios. Don se acercó al pie de la que subía.
—¡Sarah! —llamó—. ¡Ya están aquí!
Luego se dirigió al otro extremo de la habitación, cada pisada recalcada por una punzadita de dolor. No había subido nadie todavía: estaban en Toronto y era febrero y, maldito fuera el calentamiento global, aún tenían que quitarse las botas y los chaquetones. Antes de llegar a las escaleras, captó el lío de voces: eran Carl y los suyos.
Los miró desde su puesto de observación y notó que sonreía. Su hijo, su nuera, su nieto y su nieta: parte de su inmortalidad. Carl estaba inclinado de un modo que a él le hubiese resultado imposible para quitarse una bota. Desde ese ángulo veía claramente la considerable calva de la coronilla de su hijo, una cosa trivial de corregir, de haber sido Carl vanidoso, pero ni a él ni a su hijo, que tenía entonces cincuenta y cuatro años, podrían acusarlos jamás de eso.
Ángela, la rubia esposa de Carl, era diez años más joven que su marido. Intentaba quitarle las botas a la pequeña Cassie, que estaba sentada en una silla de la entrada. La niña, que no colaboraba precisamente, alzó la cabeza y le vio, y una gran sonrisa se extendió por su Carita redonda.
—¡Abuelo!
El la saludó. Cuando terminaron de quitarse la ropa de abrigo, todos subieron las escaleras. Ángela lo besó en la mejilla al pasar, cargada con la caja rectangular de una tarta. Entró en la cocina. Percy, de doce años, subió a continuación, y luego Cassie, apoyándose en el pasamanos que apenas alcanzaba para ayudarse a subir los seis escalones.
Don se agachó, sintiendo calambres en la espalda. Hubiese querido tomar en brazos a Cassie, pero era imposible. Se contentó con dejar que ella le rodeara el cuello con sus bracitos y le diera un apretón. Cassie no era consciente de que le estaba haciendo daño y él lo soportó hasta que lo soltó. Entones la niña cruzó el salón y siguió a su madre a la cocina. Él se volvió a mirarla y vio que Sarah bajaba las escaleras, pasito a pasito, agarrándose dolorosamente a la barandilla con ambas manos.
A punto de alcanzar el último escalón, Don oyó de nuevo abrirse la puerta principal, y su hija Emily (divorciada, sin hijos) entró. Pronto todos abarrotaron el salón. Con los implantes de los oídos, la capacidad de audición de Don no era mala en circunstancias normales, pero no distinguía ninguna conversación con el runrún que llenaba el aire. Pero era su familia, y estaban todos juntos. Se sentía feliz por ello, sin embargo…
Quizá sería la última vez. Se habían reunido hacía apenas seis semanas para celebrar la Navidad en casa de Carl, en Ajax. Sus hijos y nietos normalmente no hubiesen vuelto a reunirse hasta la siguiente Navidad, pero…
El ya no podía contar con que hubiera una próxima Navidad; no a su edad…
No; no tendría que haber estado pensando en eso. Aquél era un día de fiesta, de celebración. Debía disfrutarlo y…
Y de repente se encontró con una copa de champán en la mano. Emily recorría la habitación, repartiéndolas a los adultos, mientras Carl les ofrecía a los niños vasos de plástico llenos de zumo.
—Papá, ponte junto a mamá —dijo Carl.
Y el obedeció y cruzó la habitación hasta donde estaba ella: no de pie, no podía estar de pie mucho tiempo. Estaba sentada en el viejo sillón reclinable. Ninguno de los dos lo reclinaba ya, aunque a los nietos les encantaba manejar el mecanismo. Don se colocó junto a Sarah, mirando su pelo blanco como la nieve. Ella dobló el cuello tanto como pudo para mirarlo y una sonrisa surcó su rostro, una arruga más en un paisaje de arrugas y pliegues.
—¡Todo el mundo, por favor, atento todo el mundo! —gritó Carl. Era el mayor de los hijos de Don y Sarah y siempre dirigía—. ¡Atención, por favor!
La conversación y las risas se apagaron rápidamente, y Don vio que Carl alzaba su copa de champán.
—Me gustaría proponer un brindis. ¡Por mamá y papá, en su sexagésimo aniversario de bodas!
Los adultos alzaron sus copas y, un momento después, los niños los imitaron con sus vasos.
—¡Por Don y Sarah! —dijo Emily.
—Por el abuelo y la abuela —declaró Percy.
Don tomó un sorbo de champán, el primero que probaba desde la pasada Nochevieja. Notó que la mano le temblaba todavía más que de costumbre, aunque en esta ocasión no por la edad sino por la emoción.
—Bien, papá, ¿qué dices? —le preguntó Carl. Sonreía de oreja a oreja. Emily, por su parte, lo estaba grabando todo con su datacom—. ¿Lo volverías a repetir todo?
Carl había hecho la pregunta, pero la respuesta de Don fue realmente para Sarah. Dejó la copa en la mesita de café que había junto al sillón reclinable y, luego, lenta y dolorosamente, se apoyó en una rodilla, de modo que se quedó mirando a los ojos a su esposa sentada. Con una mano tomó la de ella, notando la piel fina, casi transparente, deslizarse sobre las articulaciones hinchadas, y la miró a los ojos celestes.
—Sin dudarlo un segundo —dijo en voz baja.
Emily dejó escapar un largo y teatral «oooooohhhh».
Sarah le apretó la mano y le sonrió, con la misma sonrisa triste de la que él se había enamorado cuando ambos tenían veintipocos años. Luego dijo, con una firmeza que su voz casi nunca tenía ya:
—Yo también.
La exuberancia de Carl se impuso entonces.
—¡Por otros sesenta años! —dijo, alzando de nuevo su copa, y Don se echó a reír por lo ridículo de la propuesta.
—¿Por qué no? —dijo, levantándose de nuevo despacio antes de recuperar su copa—. ¿Por qué demonios no?
Sonó el teléfono. Sabía que sus hijos pensaban que los teléfonos sólo de voz eran una antigualla, pero ni Sarah ni él tenían ningún deseo de tener teléfonos de imágenes en 2-D, mucho menos holófonos. Su primera idea fue no atenderlo: fuera quien fuese, que dejara un mensaje. Pero probablemente sería alguien que querría felicitarlos, tal vez su hermano Bill, que llamaba desde Florida, donde pasaba los inviernos.
El receptor inalámbrico estaba al otro lado de la habitación. Don alzó las cejas y le hizo un gesto a Percy, quien pareció encantado de encargarse de semejante tarea. Cruzó corriendo la habitación y, en vez de traerle el receptor, lo activó y dijo muy amablemente:
—Residencia Halifax.
Era posible que Emily, que estaba de pie junto a Percy, pudiera oír a la persona que hablaba al otro lado de la línea, pero Don no captó nada. Al cabo de un momento, oyó que Percy decía «un momentito» y el niño cruzó de nuevo la habitación.
Don tendió la mano para tomar el receptor, pero Percy negó con la cabeza.
—Es para la abuela.
Sarah pareció sorprendida mientras aceptaba el teléfono. El aparato, tras reconocer sus huellas dactilares, automáticamente subió de volumen.
—¿Diga?
Don la observó con interés, pero Carl hablaba con Emily mientras Ángela se aseguraba de que sus hijos tuvieran cuidado con las bebidas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sarah.
—¿Qué ocurre? —preguntó Don.
—¿Estás segura? —dijo Sarah, al teléfono—. ¿Estás segura de que no es…? No, no, claro que lo habrás comprobado. Lo siento. Pero… ¡Dios mío!
—Sarah —insistió Don—, ¿qué ocurre?
—Espera, Lenore —dijo Sarah al teléfono, y luego cubrió el fonocular con una mano temblorosa—. Es Lenore Darby —dijo, mirándolo.
Don comprendió que tendría que haber reconocido el nombre, pero no pudo situarlo inmediatamente (como de costumbre, de un tiempo a esa parte) y en la cara debió notársele.
—Ya sabes —dijo Sarah—. Está haciendo un máster. La conociste en la última fiesta de Navidad del astrodepartamento.
—Bueno —dijo Sarah, y hablaba como si no pudiera creer que estuviera murmurando aquellas palabras—. Lenore dice que se ha recibido una respuesta.
—¿Qué? —dijo Carl, que ahora estaba de pie al otro lado del sillón.
Sarah se volvió para mirar a su hijo, pero Don entendió lo que quería decir antes de que volviera a hablar; sabía exactamente qué es lo que quería decir, y retrocedió tambaleándose medio paso hasta que tuvo que agarrarse a una estantería.
—Se ha recibido una respuesta —repitió Sarah—. Los alienígenas de Sigma Draconis han respondido al mensaje de radio que mi equipo envió hace tantos años.
La mayoría de los chistes pierden la gracia de tanto repetirlos, pero algunos se convierten en viejos amigos que provocan una sonrisa cada vez que se recuerdan. Para Don Halifax, uno de ellos era un comentario que Conan O'Brien había hecho hacía décadas. Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones acababan de anunciar el nacimiento de su hija.
—Enhorabuena —dijo O'Brien—. Y si la niña sale a su madre, en este mismo instante su futuro marido tiene cuarenta y tantos años.
Entre Don y Sarah no existía esa diferencia de edad. Ambos habían nacido en 1960 y habían pasado la vida juntos. Los dos tenían veintisiete años cuando se casaron; treinta y dos cuando nació Carl, su primer hijo, y cuarenta y ocho cuando…
Mientras Don estaba allí de pie, contemplando a Sarah, recordó aquel momento y cabeceó asombrado. Había sido noticia de primera plana, en una época en la que todavía existían las primeras planas, en el mundo entero. El 1 de marzo de 2009 se recibió un mensaje de radio de un planeta que orbitaba la estrella Sigma Draconis.
El mundo se hizo preguntas sobre el mensaje durante meses, tratando de encontrar sentido a lo que habían dicho los alienígenas. Y entonces, finalmente, Sarah Halifax había descubierto lo que querían decir y había sido ella quien había dirigido el equipo redactor de la respuesta oficial que se envió en el primer aniversario de la recepción de la señal.
El público se había mostrado en principio ansioso de más noticias, pero Sigma Draconis estaba a 18,8 años luz de la Tierra, lo que significaba que la respuesta no llegaría allí hasta 2028 y, cualquier respuesta que los dracos pudieran dar no llegaría de vuelta hasta octubre de 2047, como muy pronto.
Y unos cuantos programas de televisión y webs de noticias habían emitido diligentemente unos cuantos reportajes el otoño anterior advirtiendo que la respuesta podía recibirse «un día de éstos». Pero no había sido así. No había llegado en octubre, ni en noviembre, ni en diciembre, ni en enero, ni…
Hasta ese mismo momento.
En cuanto Sarah dejó de hablar con Lenore, el teléfono volvió a sonar. La llamada que estaba contestando, como reveló en un susurro mientras cubría con la mano el fonocular, era de la CNN. Don recordó el pandemónium de la última vez, cuando ella había descubierto el sentido del primer mensaje. Dios, ¿se habían esfumado las décadas?
Todos se hallaban de pie o sentados formando un semicírculo, contemplando a Sarah. Incluso los niños se habían dado cuenta de que estaba sucediendo algo importante, aunque no tenían ni idea de qué.
—No —estaba diciendo Sarah—. No, no tengo nada que comentar. No, no pueden. Hoy es mi aniversario. No voy a dejar que lo estropeen unos desconocidos viniendo a casa. ¿Qué? No, no. Mire, de verdad que tengo que dejarlo. Muy bien. Muy bien. Sí, sí. Adiós.
Pulsó el botón que ponía fin a la llamada, luego miró a Don y alzó un poquito sus débiles hombros.
—Lamento toda la molestia —dijo—. Es…
El teléfono volvió a sonar, con un pitido electrónico que a Don no solía hacerle gracia. Fue Carl quien tomó el receptor de la mano de su madre y lo apagó.
—Pueden dejar un mensaje si quieren.
Sarah frunció el ceño.
—Pero ¿y si alguien necesita ayuda?
Carl extendió los brazos.
—Aquí tienes a toda tu familia. ¿Quién más puede llamar pidiendo ayuda? Relájate, mamá. Y, por favor, disfrutemos del resto de la fiesta.
Don contempló la habitación. Carl tenía dieciséis años cuando su madre había sido brevemente famosa, pero Emily acababa de cumplir diez y no había llegado a comprender del todo lo que estaba pasando. En aquel momento miraba a Sarah con el asombro pintado en su alargado rostro.
Los teléfonos de las otras habitaciones sonaban, pero no les costó ignorarlos.
—Bien —dijo Don—. ¿Cómo se llamaba? ¿Lenore? ¿Ha dicho algo sobre el contenido del mensaje?
Sarah negó con la cabeza.
—No. Sólo que era decididamente de Sigma Draconis, y que parece que empieza, al menos, con el mismo conjunto de símbolos empleados la última vez.
—¿No te mueres por saber qué dice la respuesta? —preguntó Ángela.
Sarah extendió los brazos de un modo que decía «ayudadme a levantarme». Carl dio un paso al frente y lo hizo, ayudándola suavemente a ponerse en pie.
—Pues claro que me gustaría saberlo —dijo—. Pero todavía está llegando. —Miró a su nuera—. Así que vamos a preparar la cena.
Los hijos y nietos se marcharon a eso de las nueve. Carl, Ángela y Emily habían hecho limpieza después de la cena, así que Don y Sarah simplemente se sentaron en el sofá del salón disfrutando de la recuperada calma. En un momento determinado, Emily se había dedicado a desconectar la función de llamada de todos los teléfonos, y todavía estaban apagados. Pero la pantalla digital del contestador automático seguía cambiando cada pocos minutos. Don recordó otro viejo chiste, éste de sus años de adolescente, sobre un individuo al que le gustaba seguir a Elizabeth Taylor a los McDonald's para ver cambiar las cifras. Esas cifras habían estado en «cerca de noventa y nueve mil millones de raciones servidas» durante décadas, pero él recordaba la conmoción cuando por fin fueron sustituidas por «un billón servido».
A veces era mejor dejar de contar, pensó, sobre todo cuando cuentas hacia atrás en vez de hacia delante. Ambos habían llegado a los ochenta y siete años y llevaban sesenta juntos. Pero sin duda no estarían juntos para un septuagésimo aniversario; no era sólo cuestión de buenos deseos. De hecho…
De hecho, le sorprendía que hubieran vivido tanto, aunque tal vez hubieran estado aferrándose, esforzándose por llegar a las bodas de diamante. Toda su vida había leído sobre gente que se moría días después de cumplir ochenta, noventa o cien años. Se habían aferrado a la vida, literalmente a fuerza de voluntad, hasta el gran día, y luego se dejaban ir.
Don había cumplido ochenta y siete años hacía tres meses y Sarah lo había hecho cinco meses antes. No era esa fecha la que habían estado esperando. Pero ¡un sexagésimo aniversario de boda! ¡Qué raro era!
A él le hubiera gustado pasar el brazo por encima de los hombros de Sarah y permanecer sentado a su lado en el sofá, pero le dolía girar tanto el hombro y…
Y entonces se le ocurrió. Tal vez ella no hubiera estado aferrándose a su aniversario. Tal vez lo que la había mantenido con vida todo ese tiempo había sido esperar a ver qué respuesta enviaban los draconianos. Don deseó que el contacto se hubiera establecido con una estrella situada a treinta o cuarenta años luz de distancia, en vez de sólo a diecinueve. Quería que ella siguiera aguantando. No sabía qué haría si Sarah se dejaba ir y…
Y había leído esa noticia también, docenas de veces a lo largo de los años: el marido muere sólo días después que su esposa; la esposa finalmente parece renunciar y fallece poco después que su marido.
Don sabía que un día como aquél requería algún comentario, pero cuando abrió la boca lo que le salió fueron sólo dos palabras que, supuso, lo resumían todo:
—Sesenta años.
Ella asintió.
—Mucho tiempo.
El permaneció en silencio un buen rato antes de decir:
—Gracias.
Ella giró la cabeza para mirarlo.
—¿Por qué?
—Por… —Don enarcó una ceja y alzó un poco los hombros mientras buscaba una respuesta. Y luego, finalmente, dijo en voz muy baja—: Por todo.
Junto a ellos, en la mesita del sofá, el contador del contestador automático registró otra llamada.
—Me preguntó qué dirá la respuesta de los alienígenas —comentó Don—. Espero que no sea sólo una de esas malditas respuestas automáticas. «Lo siento, pero estaré fuera del planeta durante el próximo millón de años.»
Sarah se echó a reír y Don continuó con la broma.
—«Si necesitan ayuda, por favor contacten inmediatamente con mi ayudante Zagdorf en…»
—Eres un hombre extraordinariamente tonto —dijo ella, dándole una palmadita en el dorso de la mano.
Aunque sólo tenían teléfonos de voz, Sarah y Don disponían de un contestador automático moderno.
—Se han recibido cuarenta y ocho llamadas desde la última vez que revisó sus mensajes —dijo la suave voz masculina del aparato a la mañana siguiente, cuando estaban sentados en el comedor—. Treinta y nueve han dejado mensaje. Los treinta y nueve son para Sarah. Treinta y uno son de medios de comunicación. En vez de pasarlos por el orden recibido, sugiero que me dejen ordenarlos por cantidad de audiencia, empezando por las cadenas de televisión, la CNN…
—Y ¿las llamadas que no eran de periodistas? —preguntó Sarah.
—La primera era de su peluquera. La segunda del instituto SETI. La tercera es del Departamento de Astronomía y Astrofísica de la Universidad de Toronto. La cuarta…
—Reproduce la de la universidad.
Se escuchó una temblorosa voz femenina.
—Buenos días, profesora Halifax. Soy Lenore otra vez… ya sabe, Lenore Darby. Lamento telefonearle tan temprano, pero me ha parecido que alguien debía hacerlo. Todo el mundo está trabajando para interpretar el mensaje a medida que llega… aquí, a Mountain View, en el Alien, en todas partes… y, bueno, no va a creérselo, profesora Halifax, pero creemos que el mensaje está… —bajó la voz un poco, como si le diera vergüenza continuar—, cifrado. No sólo codificado para la transmisión, sino cifrado… ya sabe, revuelto de modo que no puede leerse sin una clave.
Sarah miró a Don, asombrada. Lenore continuó:
—Sé que no tiene ningún sentido que nos envíen un mensaje cifrado, pero parece que eso han hecho los draconianos. El principio del mensaje es matemático, redactado con ese conjunto de símbolos que usaron la otra vez, y los expertos informáticos dicen que es un algoritmo de cifrado. El resto del mensaje es un completo galimatías, presumiblemente porque en efecto ha sido cifrado. ¿Lo entiende? Nos han dicho cómo está cifrado el mensaje y nos han dado el algoritmo para descifrarlo, pero no nos han dado la clave para aplicarla al algoritmo. Es la locura más grande que…
—Pausa —dijo Sarah—. ¿Cuánto dura el mensaje?
—Otros dos minutos y dieciséis segundos —respondió la máquina. Luego añadió—: Es bastante charlatana.
Sarah sacudió la cabeza y miró a Don.
—¡Cifrado! —exclamó—. Esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué motivo, en nombre de Dios, nos enviarían los alienígenas un mensaje que no podemos leer?
Sarah recordaba con cariño Seinfeld, aunque, lamentablemente, no había envejecido bien. A pesar de todo, uno de los monólogos de Jerry seguía siendo tan cierto hoy como lo había sido medio siglo antes. Cuando se trata de televisión, la mayoría de los hombres son cazadores que pasan de canal en canal, siempre al acecho de algo mejor, mientras que las mujeres son cuidadoras, contentas de quedarse en un solo programa. Pero aquel día Sarah se encontró cambiando de canal constantemente; el enigma del mensaje cifrado de Sigma Draconis aparecía en todas las televisiones y en la red. Vio reportajes de recaudadores de apuestas que pagaban a los ganadores que habían acertado el día en que se recibiría la respuesta, a fundamentalistas asegurando que la nueva señal era una tentación de Satán y a chiflados que declaraban haber descifrado ya la transmisión secreta.
Naturalmente, a ella le encantaba que hubiera habido una respuesta, pero mientras continuaba pasando canales en el gigantesco monitor de la repisa de la chimenea, reflexionó acerca de que también estaba decepcionada porque en todos los años transcurridos desde la detección del primer mensaje, no se había hallado ninguna otra fuente de radio alienígena. Como ella había dicho una vez en una entrevista muy similar a las que estaba buscando en aquel momento, era cierto que no estaban solos… pero seguían bastante aislados.
Su zapeo se interrumpía cada vez que alguien se acercaba a la puerta principal y llamaba al timbre; una imagen de quien fuera aparecía automáticamente en el monitor. Casi siempre tenían aspecto de periodistas; todavía quedaban unos cuantos que hacían algo más que enviar correos electrónicos, hacer llamadas telefónicas y navegar por la red.
Sus vecinos de la calle Betty Aun hacía cuatro décadas conocían la fama de Sarah, pero la mayoría de las casas habían cambiado de dueño varias veces desde entonces. Se preguntó qué pensarían los nuevos vecinos de la caravana de furgonetas de noticias aparcadas en la acera. Ah, bueno, al menos no era algo de lo que avergonzarse, como los coches de policía que aparecían constantemente en el local Kuchma de la acera de enfrente y, hasta el momento, había ignorado sencillamente que hubiesen llamado a la puerta, pero…
«Dios mío.»
Pero no podía ignorar eso.
La cara que de pronto apareció en el monitor no era humana.
—¡Don! —llamó, con la boca seca—. ¡Don, ven aquí!
Él había ido a la cocina a preparar café. Descafeinado, naturalmente: era todo lo que el doctor Bonhoff les permitía tomar a los dos. Entró en el salón con una chaqueta de lana sobre una camisa roja sin remeter.
—¿Qué?
Ella indicó el monitor.
—Santo Dios —dijo él en voz baja—. ¿Cómo ha llegado aquí?
Ella señaló la pantalla. Parcialmente visible tras la extraña cabeza estaba su camino de acceso, que Carl había despejado antes de marcharse el día anterior. Un coche verde de aspecto caro esperaba allí.
—En eso, supongo.
El timbre sonó una vez más. Ella dudó que el ser que pulsaba el botón se estuviera impacientando realmente. Más bien, sospechó, algún desapasionado reloj le indicaba que lo intentara de nuevo.
—¿Quieres que lo deje entrar? —le preguntó Don, todavía mirando la imagen de la cara redonda y azul, con sus ojos fijos.
—Hum, claro —respondió Sarah—. Supongo.
Vio cómo su esposo se dirigía a la escalera de la entrada y empezaba la lenta peregrinación para bajar, paso a paso, dolorosa-mente. Lo siguió y se detuvo en lo alto de la escalera… y advirtió que uno de sus nietos se había olvidado allí una bufanda. Cuando Don llegó a la puerta, el timbre había sonado por tercera vez, que era el número máximo de veces que la programación le permitía. Descorrió el cerrojo y la cadena y abrió hacia dentro la pesada puerta de roble, revelando…
Habían pasado semanas desde que Sarah había visto uno en carne y… bueno, «en carne y hueso» no era la expresión más adecuada.
Ante ellos, reluciente a la luz del sol, había un robot, uno de los últimos modelos, supuso, más sofisticado y estilizado que cualquiera de los que hubiera visto.
—Hola —le dijo el robot a Don, con una voz masculina completamente normal. Medía metro setenta de estatura: era lo suficientemente alto para desenvolverse bien, pero no tanto como para resultar intimidatorio—. ¿Está en casa la doctora Sarah Halifax?
—Yo soy Sarah Halifax —dijo ella. La cabeza del robot giró para mirarla. Sarah sospechó que estaba analizando su cara y su voz para asegurarse de que era realmente ella.
—Hola, doctora Halifax —dijo el robot—. No contestaba usted al teléfono de casa, así que le he traído un sustituto. A alguien le gustaría hablar con usted.
El robot alzó la mano derecha y Sarah distinguió un datacom en forma de almeja.
—¿Y quién puede ser? —preguntó.
El robot ladeó levemente la cabeza, como si escuchara a alguien que estaba en otra parte.
—Cody McGavin —respondió.
Sarah sintió que el corazón le daba un vuelco: deseó haber estado en medio de la escalera, en vez de allí arriba, para poder agarrarse al pasamanos.
—¿Acepta su llamada?
Don se volvió a mirar a Sarah con los ojos como platos, boquiabierto.
—Sí —respondió ella.
Pronunció la palabra en voz muy baja, pero al parecer el robot no tuvo ninguna dificultad para oírla.
—¿Puedo? —preguntó.
Don asintió y se apartó. El robot entró en el recibidor. Para asombro de Sarah, llevaba botas de agua que, en un fluido movimiento, se quitó tras agacharse dejando al descubierto sus pies de metal azul. La máquina cruzó el vestíbulo, con los talones chasqueando contra la vieja madera gastada, y subió fácilmente el primer par de escalones, la distancia necesaria para ofrecerle el datacom a Sarah. Ella lo aceptó.
—Ábralo —la invitó el robot.
Ella lo hizo y oyó un timbrecito en el pequeño auricular. Se llevó rápidamente el aparato al oído.
—Hola, doctora Halifax —dijo una nítida voz femenina. A Sarah le costó un poco entenderla; hubiese querido saber cómo ajustar el volumen—. Por favor, espere a que se ponga el señor McGavin.
Sarah miró a su marido. Le había dicho muchas veces cuánto odiaba a la gente que la hacía esperar de aquel modo. Casi siempre era algún capullo engreído que consideraba que su tiempo era más valioso que el de los demás. Pero en ese caso, supuso Sarah, era cierto. Bueno, podía haber unas cuantas personas en la Tierra que ganaran más por hora que Cody McGavin, pero, así de entrada, no podía nombrar a ninguna.
Como solía decir, el SETI es la Blanche Dubois de las empresas científicas: siempre había dependido de la generosidad de desconocidos. Ya fuese del cofundador de Microsoft Paul Allen, que había donado 13,5 millones de dólares en 2004 para financiar un grupo de radiotelescopios, o de los cientos de miles de usuarios particulares de ordenadores que cedían el tiempo muerto de sus ordenadores al proyecto SETI @home, la Búsqueda de Inteligencia Artificial había conseguido sobrevivir década tras década gracias a la generosidad de aquellos que creyeron, en primer lugar, que podíamos no estar solos y, además, que importaba que no lo estuviéramos.
Cody McGavin había ganado miles de millones antes de cumplir cuarenta años, desarrollando tecnología robótica. Sus redes de sensores proprioceptivos estaban detrás de todos los robots sofisticados del planeta. Nacido en 1985, le había fascinado la astronomía, la ciencia ficción y los viajes espaciales toda la vida. Su colección de artilugios del programa Apolo, una empresa que había dejado de existir antes de que él naciera, era la más grande del mundo. Y, tras la muerte de Paul Allen, se había convertido en el principal benefactor del SETI.
En cuanto Sarah quedó a la espera, empezó a sonar música. Reconoció que era de Bach y le pilló la gracia: era probablemente una de las pocas personas vivas que podía hacerlo. Años atrás, mucho antes de que se recibiera la primera señal de Draconis, durante una discusión acerca de qué mensaje debía ser lanzado a las estrellas, Carl Sagan había vetado la sugerencia de que fuera música de Bach, porque, según dijo: «Eso sería alardear.»
En mitad del concierto sonó la famosa voz: McGavin hablaba con tanto acento de Boston que conseguía decir «Harvard» sin que sonara ninguna «r».
—Hola, doctora Halifax. Lamento haberla hecho esperar.
Ella notó que le fallaba la voz sin que tuviera nada que ver con la edad.
—No importa.
—Bueno, lo han hecho, ¿verdad? —dijo él, con alivio—. Han contestado.
—Eso parece, señor. —No hay muchas personas de ochenta y siete años que digan «señor», pero la palabra se había formado espontáneamente en sus labios.
—Sabía que lo harían —dijo McGavin—. Lo sabía. Tenemos un diálogo en marcha.
Ella sonrió.
—Y ahora nos toca el turno de responder de nuevo… cuando descubramos cómo se decodifica el mensaje.
Don ya había cruzado el recibidor y subía los seis escalones. Cuando llegó arriba, ella colocó el datacom al lado de su mejilla para que también él pudiera oír a McGavin. El robot, mientras tanto, se había situado justo en la puerta principal.
—Exactamente, exactamente —dijo McGavin—. Tenemos que continuar con la conversación. Y para eso la llamo, Sarah… No le importa que la llame Sarah, ¿verdad?
A ella en realidad le gustaba que la gente más joven la llamara por su nombre. La hacía sentirse más viva.
—En absoluto.
—Sarah, tengo… llamémoslo una proposición que hacerle.
Sarah no pudo evitar bromear.
—Mi marido está justo a mi lado.
McGavin se echó a reír.
—Una propuesta, entonces.
—Sigo aquí—dijo Don.
—Ja, ja —respondió McGavin—. Entonces llamémoslo una oferta. Una oferta que creo que no podrá rechazar.
En su juventud, Don hacía una buena imitación de Brando. Hinchó las mejillas, frunció el ceño y movió la cabeza como si sacudiera las quijadas, pero no dijo nada. Sarah se rio en silencio y le dio una palmada afectuosa en el brazo.
—¿Sí? —le dijo al datacom.
—Me gustaría discutirlo con usted cara a cara. Está en Toronto, ¿verdad?
—Sí.
—¿Le importaría venir aquí, a Cambridge? Le enviaría uno de mis aviones.
—Yo… no querría viajar sin mi marido.
—Por supuesto que no; por supuesto que no. Esto también le afecta a él, en cierto modo. ¿Querrán venir los dos?
—Hum, ah, concédanos un momento para discutirlo.
—Naturalmente.
Ella cubrió el micrófono y miró a Don alzando las cejas.
—En el instituto —dijo él— tuvimos que hacer una lista de las veinte cosas que queríamos hacer antes de morir. Encontré la mía hace algún tiempo. Una de las cosas que no he tachado todavía es «volar en un reactor privado».
—Muy bien —le dijo ella al datacom—. Claro. ¿Por qué no?
—Magnífico, magnífico —contestó McGavin—. Haré que una limusina los recoja y los lleve al Trudeau por la mañana, si les viene bien.
El Trudeau estaba en Montreal; el aeropuerto de Toronto era el Pearson… pero Sarah sabía a qué se refería.
—Bien, sí.
—Maravilloso. Mi secretaria se encargará de todos los detalles. Nos veremos mañana a tiempo para almorzar.
Y Bach empezó a sonar de nuevo.
Ahora que Don lo pensaba, resultaba irónico cuántas veces habían hablado Sarah y él del fracaso del SETI antes de su éxito. Llegó un día a casa, allá por… veamos, tenían cuarenta y tantos años, así que debió de ser allá por 2005, y la encontró sentada en su sillón reclinable recién comprado, escuchando su iPod. Don se dio cuenta de que no estaba escuchando música: siempre marcaba el compás con los dedos de las manos o con los pies cuando lo hacía.
—¿Qué estás escuchando? —le preguntó.
—Una conferencia —gritó Sarah.
—¡Oh, no me digas! —contestó él a gritos también, sonriendo.
Ella miró los pequeños auriculares blancos, algo cortada.
—Lo siento —dijo, a un volumen normal—. Es una conferencia que Jill dio en la Fundación Largo Ahora.
Don pensaba a menudo que el SETI era como Hollywood, con sus estrellas. En Tinsel Town, si tenías que usar tu apellido eras un paria, y lo mismo sucedía en los círculos de Sarah, donde Frank era Frank Drake, Paul era Paul Shuch, Seth era Seth Shostak, Sarah era Sarah Halifax y Jill era Jill Tarter.
—¿El largo qué? —dijo Don.
—El Largo Ahora —repitió Sarah—. Son un grupo que intenta potenciar el pensamiento a largo plazo, pensar en el ahora como en una época en vez de como en un punto del tiempo. Están construyendo un reloj gigantesco (el Reloj del Largo Ahora) que hace tic una vez al año, da una campanada cada siglo y tiene un cuco que asoma cada milenio.
—Buen trabajo, si puedes conseguirlo —dijo él—. Por cierto, ¿dónde están los niños?
Por aquel entonces Carl tenía doce años y Emily seis.
—Carl está abajo viendo la tele. Y he enviado a Emily a su cuarto para que vuelva a dibujar en la pared.
Él asintió.
—Y ¿de qué está hablando Jill?
No conocía a Jill personalmente, aunque Sarah sí.
—De por qué el SETI es, por necesidad, una propuesta a largo plazo —dijo Sarah—. Sólo que está sorteando el tema.
—Ella y tú sois prácticamente las únicas investigadoras capaces de hacer eso.
—¿Qué? Oh.
—Paso aquí toda la semana.
—Afortunada de mí. De cualquier forma, parece que no va al grano, porque el SETI será necesariamente una obra multigeneracional, como construir una gran catedral. Es algo que transmitimos a nuestros hijos y ellos transmiten a los suyos.
—No tenemos un historial impoluto en ese tipo de cuestiones —dijo él, encaramándose en el ancho brazo acolchado del sillón reclinable—. Ya sabes, el medio ambiente es algo heredado que nosotros legaremos a Carl y Emily. Y mira lo poco que ha hecho nuestra generación para combatir el calentamiento global.
Ella suspiró.
—Lo sé. Pero el protocolo de Kioto es un paso adelante.
—Apenas surtirá efecto.
—Sí, bueno.
—Pero no estamos hechos para eso de… ¿cómo lo has llamado? El pensamiento tipo «Largo Ahora». No es darwiniano. Estamos predispuestos genéticamente en contra.
Ella pareció sorprendida.
—¿Qué?
—Emitimos algo sobre la selección de familiares en Quirks y Quarks el mes pasado; me pasé una eternidad montando la entrevista. —Don era ingeniero de sonido en la CBC Radio—. Tuvimos de nuevo en antena a Richard Dawkins, por satélite, a través del Beeb. Dijo que en una situación competitiva, uno favorece automáticamente a su propio hijo antes que al hijo de su hermano. Naturalmente, ¿no?: tu hijo lleva la mitad de tu ADN y el hijo de tu hermano sólo una cuarta parte. Pero si las cosas se ponen difíciles entre tu sobrino y tu primo, bueno, entonces favoreces al hijo de tu hermano (o sea, a tu sobrino), porque tu primo sólo tiene una octava parle de (u ADN.
—Así es —dijo Sararí. Se estaba rascando la espalda. Se sentía muy cómoda.
El continuó:
—Y un primo segundo sólo tiene un treintaidosavo de tu ADN. Y un primo tercero sólo un sesentaicuatroavo de tu ADN. Bien, ¿cuándo fue la última vez que oíste que alguien donara un riñón para salvar a un primo tercero? La mayoría de la gente no sólo no tiene ni idea de quiénes son sus primos terceros, sino que además, dicho burdamente, le importa una mierda lo que les pase. No comparten suficiente ADN para que les importe.
—Me encanta cuando hablas en términos matemáticos —se burló ella. Las fracciones eran todo lo que comprendía Don.
—Y con el tiempo, el porcentaje de ADN compartido disminuye, como pasa con la coca adulterada. —Sonrió, encantado con el símil, aunque ella sabía bien que toda su experiencia con la coca tenía que ver con latas rojas y plateadas—. Sólo son necesarias seis generaciones para que tus propios descendientes estén tan poco relacionados contigo como un primo tercero… y seis generaciones es menos de dos siglos.
—Yo puedo darte los nombres de mis primos terceros. Están Helena y Dillon y…
—Pero tú eres especial. Por eso te interesa el SETI. Para el resto del mundo no tienen ningún interés darwiniano. La evolución nos ha moldeado para que no nos importe nada que no vaya a manifestarse pronto, porque ningún pariente cercano nuestro estará vivo para entonces. Jill probablemente está esquivando el tema porque es un planteamiento que no quiere reconocer: para el público en general el SETI no tiene sentido. Demonios, ¿no envió Frank una señal a un lugar situado a miles de años luz de distancia?
Miró a Sarah y la vio asentir.
—El mensaje de Arecibo, enviado en 1974, destinado a M13, un cúmulo globular.
—¿Y a qué distancia está MI3?
—A veinticinco mil años luz —respondió ella.
—Así que pasarán cincuenta mil años antes de que podamos recibir una respuesta. ¿Quién tiene paciencia para una cosa así? Demonios, hoy he recibido un correo electrónico con un PDF adjunto y lie pensado si merecía la pena leerlo, porque, ya sabes, iba a tardar, digamos, diez segundos enteros en que el adjunto se cargara y se abriera. Queremos una gratificación instantánea: cualquier retraso nos parece intolerable. ¿Cómo puede el SEI'I encajar en un mundo en el que impera esa forma de pensar? ¿Enviar un mensaje y esperar décadas o siglos para una respuesta? —Don negó con la cabeza—. ¿Quién demonios querría jugar a ese juego? ¿Quién tiene tiempo para eso?
Mientras el reactor de lujo aterrizaba, Don Halifax lo tachó mentalmente de la lista de cosas que todavía no había hecho. Las pocas restantes, como «acostarme con una top model» y «conocer al Dalai Lama», parecían imposibles en aquel momento, por no mencionar que ya no le interesaban.
Hacía un frío glacial cuando bajaron la escalerilla de metal hasta la pista. El asistente de vuelo ayudó a Don a bajar cada peldaño, mientras que el piloto auxiliaba a Sarah. La pega de los aviones privados es que no usan finger. Como tantas cosas de la lista de Don, ésa resultaba menos maravillosa de lo esperado.
Una limusina blanca los estaba esperando. El conductor robot llevaba una de esas gorras que se supone que han de llevar los conductores de limusina, pero nada más. Los condujo diestramente a Robótica McGavin, haciendo comentarios sobre el paisaje y la historia de la zona por el camino, en voz lo bastante alta para que lo oyeran con claridad.
El campus empresarial de Robótica McGavin consistía en siete amplios edificios separados por terrenos en aquel momento nevados; la compañía tenía montones de conexiones con el laboratorio de inteligencia artificial del cercano MIT. La limusina pudo ir directamente a un aparcamiento subterráneo, de modo que Don y Sarah no tuvieron que enfrentarse de nuevo al frío. El conductor robot los escoltó mientras se acercaban despacio a un ascensor inmaculado que los llevó al vestíbulo. Allí se hicieron cargo de ellos seres humanos que recogieron sus abrigos, les dieron la bienvenida y los llevaron en otro ascensor hasta la cuarta planta del edificio principal.
El despacho de Cody McGavin era largo y estrecho y ocupaba un ala entera del edificio, con ventanas que daban al resto del campus. A la izquierda de su escritorio, de granito pulido, había una mesa de conferencias a juego con lujosas sillas. Un bar bien surtido, atendido por un robot camarero, se extendía en la otra dirección.
—¡Sarah Halifax! —dijo McGavin, levantándose de su sillón de cuero.
—Hola, señor.
McGavin recorrió rápidamente la distancia que los separaba.
—Es un honor —dijo—. Un verdadero honor.
Llevaba lo que Don supuso que solían llevar los ejecutivos que iban a la última moda: una camisa deportiva verde oscuro sin solapas y una camisa verde más clara con una franja vertical de color en la parte delantera que hacía las veces de corbata. Nadie usaba ya corbata.
—Y él debe de ser su marido —dijo McGavin.
—Don Halifax —dijo éste. Le tendió la mano, algo que no le gustaba hacer ya. Muchos jóvenes apretaban demasiado fuerte, causándole auténtico dolor. Pero el apretón de McGavin fue suave y lo soltó después de apenas un momento.
—Es un placer conocerle, Don. Por favor, ¿no quieren sentarse?
Indicó su escritorio y, para sorpresa de Don, dos lujosos sillones tapizados en cuero salieron de unas trampillas del suelo alfombrado. McGavin ayudó a Sarah a cruzar la habitación, ofreciéndole el brazo, y la ayudó a sentarse. Don los siguió y ocupó el sillón restante, que parecía sólidamente anclado.
—¿Café? —preguntó McGavin—. ¿Una copa?
—Sólo agua, gracias —respondió Sarah.
—Lo mismo —dijo Don.
El millonario le hizo un gesto con la cabeza al robot que había detrás de la barra y la máquina se puso a llenar vasos. McGavin se sentó en el borde del escritorio de granito y miró a Don y Sarah. No era un hombre particularmente atractivo, pensó Don. Tenía las facciones regordetas y una barbilla pequeña y hundida que hacía que su frente ya grande de por sí lo pareciera aún más. Desde luego se había hecho algún tratamiento estético. Don sabía que tenía sesenta y tantos años, y no aparentaba más de veinticinco.
El robot apareció de pronto y le tendió a Don un precioso vaso de cristal lleno de agua, con dos cubitos de hielo flotando. La máquina le entregó a Sarah un vaso similar y otro a McGavin, y luego se retiró en silencio detrás de la barra.
—Bueno, vayamos al grano —dijo McGavin—. Dije que tengo una… —Hizo una pausa y le dio a la palabra un especial énfasis, recordando la broma del día anterior—: Una proposición para usted. —Sólo miraba a Sarah, según advirtió Don—. Y la tengo.
Sarah sonrió.
—Como solíamos decir sobre el Very Large Array[1], soy toda oídos.
McGavin asintió.
—El primer mensaje que recibimos de Sig Drac era un verdadero galimatías, hasta que usted le encontró sentido. Y éste parece que es aún más complicado. ¡Cifrado! ¿Quién lo hubiera imaginado?
—Es desconcertante —reconoció ella.
—Sí que lo es. Sí que lo es —dijo McGavin—. Pero estoy seguro de que usted podrá ayudarnos a descifrarlo.
—No soy ninguna experta en descifrar códigos ni cosas por el estilo —respondió ella—. Mi experiencia, si tengo alguna, es en precisamente lo contrario: en comprender cosas ideadas para que las lea cualquiera.
—Cierto, cierto. Pero usted tuvo la capacidad de entender lo que enviaron los draconianos la última vez. Y queremos saber cómo descifrar el mensaje actual. Me han dicho que los alienígenas han dejado muy claro el sistema. Todo lo que tenemos que hacer es descubrir la clave de cifrado, y sospecho que su capacidad nos resultará muy útil.
—Es usted muy amable, pero…
—No, en serio —dijo McGavin—. Fue usted una pieza crucial entonces y estoy seguro de que lo será ahora, y que continuará siéndolo en el futuro.
Ella parpadeó.
—¿El futuro?
—Sí, sí, el futuro. Tenemos un diálogo en marcha, y necesitamos continuidad. Estoy seguro de que abriremos el mensaje actual y, aunque no lo hagamos, enviaremos una respuesta. Y quiero que usted esté presente cuando llegue la respuesta a nuestra respuesta.
Don notó que entornaba los ojos, pero Sarah simplemente se echó a reír.
—No sea tonto. Para entonces llevaré muerta mucho tiempo.
—No necesariamente —dijo McGavin.
—Pasarán como mínimo treinta y ocho años antes de que recibamos una respuesta a cualquier mensaje que enviemos hoy.
—Así es —respondió McGavin, tranquilo.
—Y yo tendría… bueno, unos…
—Ciento veintisiete años —informó McGavin.
Don ya tenía suficiente.
—Señor McGavin, no sea cruel. A mi esposa y a mí sólo nos quedan unos pocos años, como mucho. Ambos lo sabemos.
Sarah había apurado su vaso de agua. El robot apareció silenciosamente con otro y lo sustituyó por el vaso vacío.
McGavin miró a Don.
—La prensa lo ha interpretado todo mal desde el primer día. La mayor parte de la comunidad del SETI tampoco lo ha entendido. No se trata de que la Tierra esté hablando con el segundo planeta de la estrella Sigma Draconis. Los planetas no hablan entre sí, lo hacen las personas. Una persona concreta de Sigma Draconis II envió el mensaje y una persona concreta de este planeta (usted, doctora Sarah Halifax) descubrió lo que había preguntado y organizó la respuesta. Los demás, todos los demás de aquí y todos los de Sigma Draconis que puedan sentir curiosidad por lo que dicen, hemos estado leyendo por encima de su hombro. Tiene usted un amigo por correspondencia, doctora Halifax. Da la casualidad de que soy yo, no usted, quien paga los sellos, pero es su amigo por correspondencia.
Sarah miró a Don y luego de nuevo a McGavin. Tomó otro sorbo de agua, quizá para concederse unos cuantos segundos para pensar.
—Es una interpretación… inusitada —dijo-—. Debido al tiempo que pasa entre que se envía un mensaje y se recibe la respuesta, el SETI es algo que depende de las civilizaciones, no de los individuos.
—No, no, se equivoca—dijo McGavin—=. Mire, ¿cuáles son los fundamentos del SETI? Sin duda uno de ellos es que casi cualquier raza con la que contactemos será más avanzada que nosotros. ¿Por qué? Porque, a estas alturas, sólo hace ciento cincuenta y tres años que desarrollamos la radio, cosa que no es nada en comparación con los catorce mil millones de años de edad que tiene el Universo. Es prácticamente una certeza que cualquier civilización con la que entremos en contacto será una que llevará usando la radio mucho más tiempo que nosotros.
—Sí—dijo Sarah.
—¿Y? —añadió Don.
—Pues que los lapsos breves de vida serán algo a lo que sólo estarán sometidas las razas poco sofisticadas. ¿Cuánto tiempo creen que pasa desde que una raza desarrolla la radio hasta que decodifica el ADN o sea cual sea su material genético? ¿Cuánto tiempo hasta que desarrolla las transfusiones de sangre y los trasplantes de órganos y la clonación de tejidos? ¿Cuánto antes de que pueda curar enfermedades cardíacas u otras comparables a las que la evolución la haya sometido? ¿Cien años? ¿Doscientos? Sin duda no más de trescientos o cuatrocientos, ¿no es así? ¿No es así? —Miró a Sarah, presumiblemente esperando que asintiera. No lo hizo y, al cabo de un momento, él continuó de todas formas—. Igual que todas las razas con las que contactemos conocerán casi con certeza la radio desde hace más tiempo que nosotros, cada raza con la que contactemos habrá expandido, casi con la misma certeza, su tiempo de vida más allá del exiguo puñado de años que la naturaleza le concedió originalmente. —Abrió los brazos—. No, no es razonable: la comunicación entre dos planetas no es algo que empiece una generación y continúe la siguiente y otra recoja todavía más tarde. Incluso con los amplios marcos de tiempo impuestos por la velocidad de la luz, la comunicación interestelar sigue siendo una comunicación entre individuos. Y usted, doctora Halifax, es nuestro individuo. Ya demostró, hace todos esos años, que sabía cómo piensan. Nadie más lo consiguió.
Ella respondió en voz baja.
—Yo… me alegro de ser el, bueno, el rostro público para nuestra respuesta al mensaje actual, si lo creen necesario, pero después…
Alzó sus estrechos hombros levemente, como diciendo que el resto era obvio.
—No —dijo McGavin—. Necesitamos tenerla aquí durante mucho tiempo.
Sarah se puso nerviosa; Don lo notó, aunque McGavin no pudiera. Alzó su vaso y agitó el contenido para que los cubitos de hielo tintinearan.
—¿Qué quieren hacer? ¿Disecarme y ponerme tras un cristal?
—Dios mío, no.
—Entonces, ¿qué? —exigió saber Don.
—Rejuvenecerla —respondió McGavin.
—¿Cómo?—dijo Sarah.
—Rejuvenecerla. Vuelta atrás. La volveremos a hacer joven. Sin duda habrá oído hablar del proceso.
Don sí que lo había oído y Sarah también, seguro. Pero sólo un par de cientos de personas se habían sometido hasta el momento al tratamiento, y todas eran apestosamente ricas.
Sarah dejó el vaso sobre la mesa de granito, cerca de donde se apoyaba McGavin. Le temblaba la mano.
—Eso… eso cuesta una fortuna —dijo.
—Yo tengo una fortuna —contestó McGavin simplemente.
—Pero… pero… no sé —dijo Sarah—. Yo… quiero decir, ¿funciona?
—Míreme —dijo McGavin, abriendo de nuevo los brazos—. Tengo sesenta y dos años, según mi partida de nacimiento. Pero mis células, mis telómeros, mis niveles de radicales libres y todos los indicadores dicen que tengo veinticinco. Y, si cabe, me siento aún más joven.
Don debió de quedarse boquiabierto ante la sorpresa.
—¿Creía que me había hecho un lifting facial o algo por el estilo? —dijo McGavin, mirándolo—. La cirugía plástica es un parche de software. Es un arreglo rápido y torpe que a menudo crea más problemas de los que resuelve. Pero el rejuvenecimiento… bueno, es como reescribir un código: es un verdadero arreglo. No sólo vuelves a parecer joven; eres joven. —Sus finas cejas escalaron hacia su ancha frente—. Y eso es lo que le estoy ofreciendo. El tratamiento de rejuvenecimiento completo.
Sarah parecía aturdida y pasó un momento antes de que respondiera.
—Pero… pero esto es ridículo —dijo por fin—. Nadie sabe siquiera si funciona de verdad. Quiero decir, que es cierto que usted parece más joven, tal vez incluso se sienta más joven, pero hace muy poco que existe el tratamiento. Nadie que lo haya probado ha vivido más allá del lapso de vida natural. No hay ninguna prueba de que este proceso alargue realmente la vida.
McGavin hizo un gesto de rechazo.
—Se han hecho montones de pruebas con animales de laboratorio. Todos vuelven a ser jóvenes y luego han envejecido de manera perfectamente normal. Hay ratones e incluso prosimios que han vivido sin dificultad toda su vida ampliada. En cuanto a los humanos, bueno, a excepción de unos cuantos indicadores extraños como anillos de crecimiento en mis dientes, mis médicos me dicen que ahora tengo físicamente veinticinco años y que envejezco de manera natural a partir de ese punto. —Abrió los brazos—. Créanme, funciona. Y se lo estoy ofreciendo.
—Señor McGavin —dijo Don—, de verdad que no uro que…
—No sin Don —dijo Sarah.
—¿Qué? —dijeron McGavin y Don a la vez.
—No sin Don —repitió Sarah. Su voz tenía una firmeza que Don no oía desde hacía años—. Ni siquiera lo tomaré en consideración a menos que también le ofrezca lo mismo a mi marido.
McGavin se echó hacia delante hasta ponerse de pie. Se situó detrás de la mesa, dándoles la espalda, y contempló su creciente imperio.
—Es un tratamiento muy caro, Sarah.
—Y usted es un hombre muy rico —respondió ella.
Don contempló la espalda de McGavin, más o menos recortada contra el cielo brillante. Por fin, McGavin habló.
—Le envidio, Don.
—¿Por qué?
—Por tener una esposa que lo ama tanto. Tengo entendido que ustedes dos llevan casados más de cincuenta años.
—Sesenta —dijo Don—. Lo celebramos hace dos días.
—Yo nunca… —empezó a decir McGavin, pero volvió a guardar silencio.
Don tenía un vago recuerdo de un sonado divorcio de McGavin, años antes, y de un desagradable pleito para intentar invalidar los acuerdos prenupciales.
—Sesenta años —continuó McGavin por fin—. Cuánto tiempo…
—Yo no lo he notado —dijo Sarah.
Don oyó a McGavin inhalar y resoplar.
—Muy bien —dijo, dándose la vuelta y asintiendo—. Muy bien, pagaré el tratamiento para los dos. —Caminó hacia ellos, pero se quedó de pie—. Bien, ¿hemos hecho un trato?
Sarah abrió la boca para decir algo, pero Don intervino antes de que pudiera hacerlo.
—Tenemos que discutirlo —dijo.
—Pues discutámoslo —dijo McGavin.
—Sarah y yo. Tenemos que discutir esto a solas.
McGavin pareció momentáneamente molesto, como si sintiera que se estaban mostrando desagradecidos con él. Pero luego asintió.
—Muy bien, tómense su tiempo.
Hizo una pausa y Don pensó que iba a decir algo estúpido como «pero no demasiado». En cambio, añadió:
—Le diré a mi conductor que los lleve a Pauli's. Es el mejor restaurante de Boston. Yo invito, por supuesto. Discútanlo. Y háganme saber su decisión.
El chofer robot llevó a Sarah y a Don al restaurante. Don se apeó primero del coche, lo rodeó cuidadosamente hasta la puerta de Sarah para ayudarla a bajar y la tomó del brazo mientras cruzaban la acera y entraban.
—Hola —dijo la joven blanca que esperaba ante un pequeño atril de la entrada—. Ustedes deben de ser el señor y la señora Halifax, ¿no? Bienvenidos a Pauli's.
Los ayudó a quitarse las parkas. La piel volvía a estar de moda (pieles cultivadas en laboratorio, sin tener que criar el animal entero), pero Sarah y Don pertenecían a una generación que veía con mala cara las pieles y ninguno de los dos era capaz de llevarlas. Sus abrigos forrados de nailon de Mark's Work Wearhouse, el de él azul marino y el de ella beige, desentonaban bastante en las perchas del guardarropa.
La mujer tomó a Don por el codo y Don hizo lo propio con Sarah, en una conga de perfil que avanzó lentamente hasta un reservado amplio situado junto a una chisporroteante chimenea.
Pauli's resultó ser un restaurante especializado en marisco y, aunque a Don le encantaba la poesía de John Masefield, odiaba el marisco. Bueno; seguramente en el menú habría pollo o filete.
La decoración era la habitual en este tipo de sitios: un acuario de langostas, redes de pesca colgando de las paredes, un casco de buzo de latón sobre un viejo barril de madera. Pero el efecto resultante era mucho más espectacular que en el Red Lobster: todo aquello parecían antigüedades caras, no baratijas compradas en un mercadillo casero.
Cuando consiguieron sentarse y la joven hubo tomado nota de las bebidas (dos descafeinados), Don se acomodó en la tapicería de suave cuero.
—Bien —dijo, mirando a su esposa, las arrugas de su rostro resaltadas por el baile de las llamas—, ¿qué te parece?
—Es una oferta increíble.
—Sí que lo es —respondió él, frunciendo el ceño—. Pero…
Se calló cuando apareció el camarero, un negro alto de unos cincuenta años vestido de esmoquin. Le entregó a Sarah un menú impreso en papel pergamino con tapas de cuero, y luego le dio otro a Don, que se lo quedó mirando. Aunque aquel restaurante tenía sin duda un montón de clientes mayores (habían visto a varios cuando iban hacia a la mesa), cualquiera que cenara allí probablemente podía permitirse unos ojos nuevos y…
—Eh —dijo, alzando la cabeza—. No vienen los precios.
—Naturalmente que no, señor —respondió el camarero. Tenía acento haitiano—. Son ustedes invitados del señor McGavin. Por favor, pidan lo que deseen.
—Concédanos un momento —dijo Don.
—Por supuesto, señor —contestó el camarero, y desapareció.
—Lo que McGavin nos está ofreciendo es… —empezó a decir Don, y guardó silencio—. Es… no lo sé. Una locura.
—Una locura —repitió Sarah, devolviéndole las palabras.
—Lo que quiero decir es que, cuando era joven, creía que iba a vivir para siempre, pero…
—Pero te has reconciliado con la idea de que…
—¿De que voy a morir pronto? —dijo él, alzando las cejas—. No le tengo miedo a la gran M. Y, sí, supongo que lo he aceptado, como todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando Ivan Krehmer estuvo en la ciudad el otoño pasado? Mi viejo amigo de juergas. Tomamos café y, bueno, ambos sabíamos que era la última vez que nos veríamos o hablaríamos. Charlamos de nuestra vida, de nuestra carrera, de nuestros hijos y nietos. Fue un… —Buscó una expresión y la encontró—. Un balance final.
Ella asintió.
—Muchas veces, en estos últimos años, he pensado: «Bueno, es la última vez que visitaré este lugar». —Miró a los otros comensales—. Ni siquiera es triste. En muchas ocasiones he pensado: «Gracias a Dios no tendré que volver a hacer esto». Renovarme el pasaporte o esas pruebas médicas a las que te sometes tú cada cinco años. Ese tipo de cosas.
Él estaba a punto de responder cuando regresó el camarero.
—¿Hemos decidido ya?
«Ni mucho menos», pensó Don.
—Necesitamos más tiempo —dijo Sarah. El camarero asintió respetuosamente y desapareció de nuevo.
«Más tiempo», pensó Don. De eso se trataba, de tener de pronto más tiempo.
—Exactamente de qué está hablando, ¿de rejuvenecerte treinta y ocho años para que todavía estés por aquí cuando se reciba la próxima respuesta?
—De rejuvenecernos a los dos —dijo Sarah con rotundidad, o al menos con lo que él sabía que consideraba firmeza; el temblor ya nunca abandonaba su voz—. Y en realidad no tenemos por qué conformarnos con eso, que nos llevaría a tener de nuevo cincuenta años o así. —Hizo una pausa para ordenar sus ideas—. Recuerdo haber leído algo sobre esto. Dicen que pueden devolverte a cualquier momento posterior al cese de tu crecimiento. No se puede volver a la pubertad y probablemente no se debería regresar a mucho antes de los veinticinco años, antes de que hayan salido las muelas del juicio y los huesos del cráneo se hayan soldado completamente.
—Veinticinco —se pronunció Don saboreándolo, imaginándolo—. Y ¿luego se vuelve a envejecer a ritmo normal?
Ella asintió.
—Con lo cual nos daría tiempo suficiente para recibir dos respuestas más de… —Bajó la voz, quizá sorprendida de adoptar el término de McGavin—: De mi amigo por correspondencia.
El estaba a punto de objetar que Sarah tendría más de ciento sesenta años cuando se hubieran recibido otras dos respuestas, pero, claro, ésa sólo sería su edad biológica: físicamente sólo tendría cien. Sacudió la cabeza, mareado, desorientado. ¡Sólo cien!
—Parece que sabes mucho sobre este tema —dijo.
Ella ladeó la cabeza.
—Leí unos cuantos artículos cuando se anunció el tratamiento. Por simple curiosidad.
Don entornó los ojos.
—¿Sólo por eso?
—Claro. Desde luego.
—Yo nunca he pensado en vivir más de cien años.
—Pues claro que no. ¿Por qué ibas a hacerlo? La idea de ser una anciana arrugada, sin fuerzas, enferma, años y años… ¿quién fantasearía con eso? Pero esto es distinto.
El la miró, estudiando su rostro de una manera que no había hecho desde hacía tiempo. Era el rostro de una anciana, igual que el suyo, lo sabía, era el de un anciano, con arrugas, grietas y pliegues.
Se le ocurrió, de pronto, que su primera cita, hacía tantísimos años, había terminado en un restaurante con chimenea, después de que él la llevara al estreno de Star Trek IV. Misión: salvar la Tierra. Recordó lo hermosos que le parecían sus suaves rasgos, cómo brillaba su pelo castaño a la luz danzante, cómo hubiese querido quedarse mirándola para siempre. También la edad había salido aquella vez a colación, cuando Sarah le preguntó cuántos años tenía. Él le dijo que veintiséis.
—¡Eh, yo también! —dijo, complacida—. ¿Cuándo es tu cumpleaños?
—El quince de octubre.
—El mío fue en mayo.
—Ah —había respondido él, malicioso—, una mujer mayor.
Eso había ocurrido hacía muchísimo tiempo. ¡Y volver a esa edad! Era una locura.
—Pero… ¿qué harías… qué haríamos con todo ese tiempo? —le preguntó.
—Viajar —respondió Sarah de inmediato—. Dedicarnos a la jardinería. Leer grandes libros. Seguir cursos.
—Uf—dijo Don.
Sarah asintió, reconociendo al parecer que no había logrado entusiasmarlo. Pero entonces rebuscó en su bolso y sacó su datacom, pulsó un par de teclas y le entregó el fino aparato. En la pantalla había una imagen de Cassie con un vestido azul y el pelo rubio recogido en dos coletas.
—Ver crecer a nuestros nietos —dijo ella—. Poder jugar con nuestros bisnietos, cuando vengan.
El resopló. Asistir a la graduación universitaria de sus nietos, estar en su boda. Eso sí que era tentador. Y hacer todo eso con buena salud, pero…
—Pero ¿de veras quieres asistir a los funerales de tus propios hijos? Porque eso es lo que pasará. Oh, estoy seguro de que el tratamiento bajará de precio tarde o temprano, pero no a tiempo para que Carl o Emily puedan permitírselo.
Pensó en añadir «puede que incluso acabemos enterrando a nuestros nietos», pero descubrió que ni siquiera podía dar voz a esa idea.
—¿Quién sabe a qué velocidad bajará el coste? —dijo Sarah—. Pero la idea de pasar más décadas con mis hijos y nietos es muy atractiva, pase lo que pase al final.
—Tal vez —dijo él—. Tal vez. Sólo estoy…
Ella extendió la mano sobre la oscura madera pulida de la mesa y tocó la suya.
—¿Asustado?
No era una acusación: Sarah sentía por él una preocupación fruto del amor.
—Sí, supongo. Un poco.
—Yo también —dijo ella—. Pero pasaremos por todo eso juntos.
El alzó las cejas.
—¿Estás segura de poder soportarme varias décadas más?
—No lo querría de otra forma.
«Volver a ser jóvenes.» Era una idea mareante y, sí, daba un poco de miedo. Pero también, tenía que admitirlo, resultaba intrigante. Sin embargo, nunca le había gustado aceptar la caridad de nadie. Si hubieran podido permitirse el tratamiento, al menos remotamente, tal vez su entusiasmo habría sido mayor. Pero aunque vendieran la casa, todas las acciones y los bonos que poseían y liquidaran todos sus bienes, no hubiesen podido pagar el tratamiento para uno de los dos, y mucho menos para ambos. Demonios, incluso Cody McGavin había tenido que pensárselo dos veces antes de gastarse tanto dinero.
Esa idea de que Sarah era la única persona que podía comunicarse con los alienígenas le parecía a Don una tontería. Pero el proceso de rejuvenecimiento era irreversible: cuando estuviera hecho, hecho estaría. Si resultaba que McGavin se equivocaba respecto a la importancia de Sarah, seguirían teniendo todas aquellas décadas en su haber.
—Necesitaremos dinero para vivir —dijo él—. Quiero decir que no contábamos con cincuenta años de jubilación.
—Cierto. Le pediré a McGavin que me busque otra vez un puesto en la Universidad de Toronto, o que me proporcione honorarios de algún tipo.
—¿Y qué pensarán nuestros hijos? Seremos físicamente más jóvenes que ellos.
—Es verdad.
—Y se quedarán sin su herencia —añadió él.
—Que de todas formas tampoco iba a hacerlos ricos —respondió Sarah, sonriendo—. Estoy segura de que se sentirán encantados por nosotros.
El camarero regresó, quizás un poco consciente de que cabía la posibilidad de que fueran a rechazarlo.
—¿Hemos decidido ya?
Don miró a Sarah. Siempre le había parecido preciosa. Estaba preciosa entonces, había sido preciosa a los cincuenta años y a los veintitantos. Y, mientras sus rasgos cambiaban a la luz del baile de las llamas, vio su rostro como había sido a esas edades, en todas aquellas etapas de la vida que habían pasado juntos.
—Sí—dijo Sarah, sonriéndole a su marido—. Sí, creo que sí.
Don asintió y se centró en el menú. Elegiría algo rápidamente. Sin embargo, le pareció desconcertante ver las descripciones de los platos sin que las acompañara su valor en dólares. «Todo tiene un precio —pensó—, aunque no lo sepas.»
Don y Sarah habían tenido otra discusión sobre el SETI un año antes de que se detectara la señal de Sigma Draconis. Entonces tenían ya cuarenta y muchos años, y Sarah, deprimida porque no habían conseguido captar ningún mensaje, estaba preocupada por haber dedicado su vida a algo sin sentido.
—Tal vez estén ahí fuera —dijo Don una tarde que habían salido a dar un paseo. Se había tomado muy en serio su peso unos cuantos años antes, así que daban un paseo de media hora todas las tardes cuando hacía buen tiempo y él usaba una máquina para caminar en el sótano en invierno—. Pero a lo mejor sólo están callados. Ya sabes, para no contaminar nuestra cultura. La Primera Directiva y todo eso.
Sarah negó con la cabeza.
—No, no. Los alienígenas tienen la obligación de hacernos saber que están ahí.
—¿Por qué?
—Porque serían una prueba viviente de que es posible sobrevivir a la adolescencia tecnológica: ya sabes, al período durante el cual hay herramientas que podrían destruir a toda tu especie, pero ningún mecanismo para impedir que se utilicen. Desarrollamos la radio en 1895 y las armas nucleares tan sólo cincuenta años más tarde, en 1945. ¿Es posible que una civilización sobreviva durante siglos, o milenios, cuando sabe construir armas nucleares? Y si ésas no la aniquilan, las IA campando a sus anchas o la nanotecnología o las armas creadas genéticamente podrían hacerlo… a menos que se encuentre un modo de sobrevivir a todo eso. Bueno, cualquier civilización de la que detectemos señales será sin duda mucho más vieja que la nuestra: recibir una señal nos indicaría que es posible sobrevivir.
—Supongo —dijo Don. Habían llegado al cruce entre Betty Ann y Senlac, y giraron a la derecha. Senlac tenía aceras, pero Betty Ann no.
—Con toda seguridad —replicó ella—. Es la prueba definitiva según Marshal McLuhan: el medio es el mensaje. Sólo detectándolo, aunque no lo comprendamos, aprenderemos cosas importantísimas.
El reflexionó al respecto.
—Deberíamos invitar a Peter de Jager un día de éstos. Hace años que no juego al go. A Peter siempre le gusta echar una partida.
Ella pareció irritada.
—¿Qué tiene Peter que ver con todo esto?
—Bueno, ¿por qué se le recuerda?
—Por el efecto dos mil —dijo Sarah.
—¡Exactamente!
Peter de Jager vivía en Brampton, al oeste de Toronto. Se movía en algunos de los mismos círculos sociales que los Halifax. Allá por 1993 había escrito el artículo «El día del Apocalipsis» para la revista Computer World, alertando a la humanidad de la posibilidad de que hubiera una catástrofe informática cuando llegara el año 2000. Peter se pasó los siguientes siete años haciendo sonar la sirena de advertencia tan alto como pudo. Millones de horas de trabajo y miles de millones de dólares se invirtieron para corregir el problema, y cuando el sol salió el sábado, 1 de enero de 2000, no se produjo ningún desastre: los aviones siguieron volando, el dinero almacenado electrónicamente en los bancos no desapareció de repente, ni nada de nada.
Pero ¿le dieron las gracias a Peter de Jager? No. En cambio, fue vilipendiado. Hubo quien lo tachó de charlatán, entre ellos el National Post de Canadá, en el resumen de los grandes acontecimientos del 2000… y su argumento fue que no había sucedido nada malo.
Don y Sarah pasaban ante el instituto Willowdale, donde Carl terminaba octavo.
—Pero ¿qué tiene que ver el efecto dos mil con que los alienígenas no den pruebas de su existencia? —preguntó ella.
—Tal vez comprendan lo peligroso que sería para nosotros saber que algunas razas consiguieron sobrevivir a la adolescencia tecnológica. Superamos el efecto dos mil gracias al trabajo duro de mucha gente entregada, pero cuando lo hubimos superado dimos por supuesto que lo habríamos hecho de todas formas. Sobrevivir al año dos mil fue considerado… ¿cuál es la frase que usas? «La prueba viviente» de que esa supervivencia era inevitable. Bien, si detectáramos razas alienígenas que hayan sobrevivido a la adolescencia tecnológica sucedería lo mismo. En vez de pensar que es muy difícil sobrevivir a la etapa en la que estamos, pensaríamos que está chupado. Ellos han sobrevivido, así que seguramente nosotros lo haremos también. —Don hizo una pausa—. Pongamos por ejemplo alienígenas de un planeta de… bueno, ¿qué estrella parecida al Sol hay cerca?
—Epsilon Indi —respondió Sarah.
—Bien, vale. Imagina a los alienígenas de Epsilon Indi que detectan las emisiones televisivas de otra estrella cercana en, hum…
—Tau Ceti.
—Magnífico. La gente de Epsilon Indi capta la tele de Tau Ceti. No es que Tau Ceti esté enviando deliberadamente señales a Epsilon Indi, ya me entiendes: sólo se está filtrando material al espacio. Y Epsilon Indi dice: eh, estos tipos acaban de despertar tecnológicamente y nosotros lo hicimos hace tiempo; deben de estar pasando tiempos difíciles… Tal vez los tipos de Epsilon Indi lo notan incluso en esas señales de televisión. Así que dicen, contactemos con ellos para que sepan que todo va a salir bien. Y ¿qué ocurre? Unas cuantas décadas más tarde Tau Ceti guarda silencio. ¿Por qué?
—¿Todo el mundo tiene televisión por cable?
—Qué graciosa. No, no todos tienen televisión por cable. Dejaron de preocuparse por tener que sobrevivir de algún modo a la bomba y todo eso y han desaparecido, porque se volvieron descuidados. Ese error se comete una vez: le dices a una raza, eh, mirad, podéis sobrevivir porque nosotros lo hicimos… y esa raza deja de intentar resolver sus problemas. Creo que no cometerían ese error de nuevo.
Habían llegado a la avenida Churchill, giraron hacia el este y pasaron ante la escuela pública a la que asistía Emily, que estaba en segundo.
—Pero podrían decirnos cómo sobrevivieron, enseñarnos la respuesta —dijo Sarah.
—La respuesta es obvia —contestó Don—. ¿Sabes cuál es el libro de dietas de adelgazamiento menos vendido de todos los tiempos? Pierda peso lentamente comiendo menos y haciendo más ejercicio.
—Sí, señor Atkins.
Él adoptó un tono burlón.
—¡Disculpa! ¡Estoy dando un paseo! Y además, como menos y de manera más sensata, mucho más sensata que antes de empezar a reducir los hidratos de carbono. Pero ¿quieres saber cuál es la diferencia que hay entre yo y todos los otros que perdieron peso rápidamente siguiendo la dieta de Atkins y después lo recuperaron en cuanto la dejaron? Han pasado cuatro años ya y no lo he dejado… y no voy a hacerlo nunca. Esa es la otra parte de perder peso que nadie quiere oír. No puedes hacer dieta temporalmente: tienes que hacer un cambio permanente de estilo de vida. Yo lo he hecho y voy a vivir más tiempo gracias a ello. No hay un arreglo rápido para nada. —Dejó de hablar mientras cruzaban Claywood, y luego continuó—: No, la respuesta es obvia. La manera de sobrevivir es dejar de luchar unos contra otros, aprender a ser tolerantes y salvar el abismo entre ricos y pobres, para que algunas personas no nos odien tanto al resto que sean capaces de cualquier cosa, incluso de suicidarse, para hacernos daño.
—Pero necesitamos un arreglo rápido —dijo Sarah—. Teniendo los terroristas acceso a armas nucleares y biotecnológicas, no podemos esperar a que todo el mundo vea la luz. Hay que resolver rapidísimamente el problema del terrorismo de alta tecnología, en cuanto se plantee, o no sobrevivirá nadie. Esas razas alienígenas que han sobrevivido deben de haber encontrado una solución.
—Claro —dijo Don—. Pero aunque nos contaran lo que han hecho, a nosotros no nos gustaría.
—¿Por qué?
—Porque la solución es el antiguo tópico de la ciencia ficción: la mentecolmena. En Star Trek, el verdadero motivo por el que los borg absorben a todo el mundo en el Colectivo, creo, es porque es la única opción segura. No tienes que preocuparte por los terroristas ni por los científicos locos si todos piensan con una sola mente. Naturalmente, con el pensamiento único podrías incluso perder toda noción de que tal vez haya individuos distintos por ahí. Nunca se te ocurriría tratar de contactar con otros, porque la idea en sí de «alguien más» te resulta extraña. Eso podría explicar el fracaso del SETI. Y, si te encontraras con otra forma de vida inteligente, tal vez por azar, harías exactamente lo que hacían los borg: absorberla, porque es el único modo de estar seguro de que no te haga daño.
—Vaya, eso es casi más deprimente como pensar que no hay alienígenas.
—También hay otra solución —dijo Don—. El totalitarismo absoluto. Todo el mundo sigue teniendo libre albedrío, pero se le impide usarlo. Porque sólo hace falta una persona loca y una pila de antimateria y… ¡catapún!, todo el planeta a hacer puñetas.
Un coche que se acercaba tocó dos veces el claxon. Don alzó la cabeza y vio a Julie Fein que saludaba al pasar. Le devolvieron el saludo.
—No es un panorama mucho mejor que el de los borg —dijo Sarah—. Incluso así, resulta deprimente no haber detectado nada. Cuando apuntamos al cielo con nuestros telescopios por primera vez creíamos que captaríamos montones de señales de los alienígenas; en cambio, en todo ese tiempo (casi cincuenta años ya), ni un bip.
—Bueno, cincuenta años no es tanto —dijo él, tratando de consolarla.
Sarah tenía la mirada perdida.
—No, desde luego que no -—dijo—. Casi toda una vida, solamente.
Carl, el mayor de los dos hijos de Don y Sarah, era famoso por su histrionismo, así que Don agradeció que no derramara el café por toda la mesa. Con todo, después de deglutir, consiguió exclamar:
—¿Que vais a hacer qué?
Lo dijo con el énfasis propio de una comedia televisiva. Su esposa, Ángela, estaba sentada a su lado. Percy y Cassie (cuyos nombres completos eran Perseo y Casiopea y, sí, la abuela había sido quien los había sugerido) habían sido enviados a ver una película en el sótano de la casa.
—Vamos a rejuvenecer —repitió Sarah, como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Pero eso cuesta… no sé —dijo Carl, mirando a Ángela, como si ella tuviera la obligación de suministrarle al instante la cifra. Puesto que no lo hizo, él añadió—: Eso cuesta miles de millones.
Don vio a su esposa sonreír. La gente pensaba a veces que habían llamado Carl a su hijo en honor a Carl Sagan, pero no era así. Llevaba el nombre de su abuelo materno.
—Sí que los cuesta —respondió Sarah—. Pero nosotros no vamos a pagarlos. Lo hará Cody McGavin.
—¿Conocéis a Cody McGavin? —Ángela usó el mismo tono que si Sarah hubiera dicho que conocía al Papa.
—No lo conocíamos hasta la semana pasada. Pero él había oído hablar de mí. Subvenciona gran parte de la investigación del SETI. —Sarah se encogió un poco de hombros—. Es una de sus causas.
—Y ¿está dispuesto a pagar para que te rejuvenezcan? —preguntó Carl, escéptico.
Sarah asintió.
—Y a vuestro padre también.
Les contó lo de su reunión con McGavin. Ángela se quedó boquiabierta y asombrada, aunque tenía la vaga idea de que su suegra era una venerable ancianita, en los sitios de noticias seguían llamándola «la Gran Anciana del SETI».
—Pero, aunque lo pague todo —dijo Carl—, nadie sabe cuáles son los efectos a largo plazo de una… de una… ¿cómo la llaman?
—Una vuelta atrás —dijo Don.
—Eso es. Nadie sabe cuáles son los efectos a largo plazo de una vuelta atrás.
—Eso es lo que todo el mundo dice cuando algo es nuevo —respondió Sarah—. Nadie sabía cuáles serían los efectos a largo plazo de una dieta baja en hidratos de carbono, pero mirad a vuestro padre. Lleva siguiéndola cuarenta años y mantiene su peso, el colesterol, la tensión arterial y el azúcar en la sangre dentro de los niveles normales.
A Don le dio un poco de vergüenza que sacara eso a colación: no estaba seguro de que Ángela supiera que antes estaba gordo. Había empezado a engordar durante sus años en Ryerson y, a los cuarenta y pocos, había llegado a los ciento ocho kilos, demasiado para su metro sesenta y cinco. Pero Atkins le había ayudado a desprenderse del peso sobrante y se había mantenido en setenta y nueve kilos durante décadas. Mientras los demás disfrutaban de puré de patatas con ajo y roast beef esa noche, él se había servido dos platos de habichuelas verdes.
—Además —continuó Sarah—, si no hacemos esto, nada de lo que empiece hoy tendrá ningún efecto a largo plazo… porque no estaré aquí para verlo. Aunque dentro de veinte o treinta años desarrolle un cáncer o una enfermedad coronaria, seguirán siendo veinte o treinta años adicionales que de otro modo no tendría.
Don vio que el atisbo de una objeción cruzaba el rostro de su hijo. Sin duda, estaba pensando que su madre ya había tenido cáncer, cuando él tenía nueve años. Pero estaba claro que no tenía réplica para los argumentos de Sarah.
—Está bien —dijo por fin. Miró a Ángela y luego de nuevo a su madre—. Está bien. —Entones sonrió, con una sonrisa que Sarah siempre decía que era igual que la de Don, aunque el propio Don no podía verlo—. Pero tendréis que acceder a seguir haciendo de canguros.
Después todo sucedió con rapidez. Nadie lo dijo, pero sin duda todos tenían la sensación de que el tiempo apremiaba. Si no se sometía al tratamiento, Sarah (o Don, aunque por lo visto él no le preocupaba a nadie) podía fallecer cualquier día o sufrir un colapso o cualquier daño neurológico severo que el proceso de rejuvenecimiento no pudiera sanar.
Como Don había aprendido en la red, una compañía llamada Rejuvenex tenía las patentes de la tecnología de vuelta atrás y podía fijar el precio que se le antojara para que sus inversores consiguieran los mayores beneficios. Sorprendentemente, en los casi dos años que el tratamiento llevaba comercializándose, menos de un tercio de todas las vueltas atrás habían sido de hombres y mujeres tan o más viejos que Sarah y él… y más de una docena habían sido de cuarentones que presumiblemente se habían dejado llevar por el pánico al ver las primeras canas y que tenían unos cuantos miles de millones sueltos.
Don había leído que la primera compañía biotecnológica dedicada a tratar de invertir el envejecimiento humano había sido Ge-ron, de Michael West, fundada en 1992. Estaba en Houston, lo cual tenía sentido en aquella época: su capital inicial lo habían aportado un puñado de ricos petroleros de Tejas ansiosos de lo único que no podían comprar todavía sus fortunas.
El petróleo era algo tan del milenio anterior… En la actualidad la mayor cantidad de multimillonarios estaba en Chicago, donde se había instalado la floreciente industria de la fusión fría, surgida de Fermilab, y por eso la sede de Rejuvenex estaba allí. Carl había acompañado a Don y Sarah en el viaje hasta Chicago. Todavía tenía dudas y quería asegurarse de que sus padres fueran atendidos adecuadamente.
Ni Don ni Sarah habían estado nunca en un hospital privado: esas cosas eran desconocidas en Canadá. En su país tampoco había universidades privadas, algo que Sarah defendía con pasión: tanto la educación como la sanidad debían ser públicas, decía a menudo. A pesar de todo, algunos de sus amigos mejor situados se habían saltado las habituales colas para que los intervinieran en los hospitales canadienses y a su vuelta hablaban de las lujosas instalaciones para ricos que había al sur de la frontera.
Pero los clientes de Rejuvenex eran una raza aparte. Ni siquiera las estrellas de cine (el referente de Don para los asquerosamente ricos) podían permitirse aquel tratamiento, y la opulencia del complejo de Rejuvenex resultaba increíble. Las zonas públicas dejaban en ridículo las de los mejores hoteles; los laboratorios e instalaciones médicas tenían un aspecto más avanzado tecnológicamente que los que Don había visto en las películas recientes de ciencia ficción que su nieto Percy le pasaba.
El tratamiento de vuelta atrás empezaba con un escaneado de cuerpo entero para catalogar los problemas que tendrían que ser corregidos: articulaciones dañadas, arterias parcialmente obstruidas y demás. Los que no constituían una amenaza inminente para la vida se atendían en posteriores operaciones, cuando el rejuvenecimiento se hubiera completado; los que requerían atención inmediata la recibían.
Sarah necesitaba una nueva cadera y que le repararan ambas rodillas, además de una infusión de calcio en todo el esqueleto; eso se haría después del rejuvenecimiento. A Don, por su parte, le convenía un riñón nuevo (uno casi no le funcionaba), pero cuando hubiera rejuvenecido clonarían uno a partir de sus nuevas células y se lo trasplantarían. También necesitaba cristalinos nuevos para los ojos, otra próstata y ese tipo de cosas; le recordaba la lista de la compra que el doctor Frankenstein solía entregarle a Igor.
Usando una combinación de técnicas laparoscópicas, zánganos robóticos nanotecnológicos inyectados en el torrente sanguíneo y el trabajo tradicional con el bisturí, las reparaciones estructurales urgentes se realizaron en diecinueve horas de intervención en el caso de Sarah y dieciséis en el de Don. Era el tipo de puesta a punto que normalmente los médicos no recomendaban a gente tan vieja como ellos, ya que la tensión de las operaciones podía no compensar los beneficios. De hecho les dijeron que habían pasado por un momento peliagudo mientras trabajaban en una de las válvulas del corazón de Sarah, pero al final ambos salieron de sus operaciones razonablemente bien.
Sólo eso ya les hubiera costado una fortuna (y el plan de salud provincial de Don y Sarah no cubría tratamientos selectivos realizados en Estados Unidos), pero hubiera sido una minucia en comparación con las terapias genéticas, que implicaban reparar billones de cromosomas de las células somáticas de sus cuerpos. Alargar los telómeros era una parte fundamental de todo aquello, pero aún había que hacer más: cada copia de ADN tenía que ser comprobada en busca de errores que se hubieran colado durante las copias previas y, cuando se encontraban (y había miles de millones de esos errores en un ser humano mayor) tenían que ser reparados reescribiendo las cadenas nucleótido a nucleótido, un proceso complejo y delicado con células vivas. Luego los radicales libres tenían que ser localizados y eliminados, las secuencias reguladoras reiniciadas, y etcétera, etcétera, un centenar de tratamientos, cada uno para reparar algún tipo de daño.
Cuando todo terminó, no hubo ningún cambio inmediato en el aspecto de Don ni en el de Sarah. Pero les dijeron que éstos se producirían poco a poco, a lo largo de los meses siguientes, un refuerzo por aquí, la desaparición de una arruga por allá, el crecimiento de un músculo.
Así que Don, Sarah y Carl regresaron a Toronto. Cody McGavin pagó una vez más la factura; los vuelos de ida y vuelta a Chicago fueron las únicas veces en su vida que Don voló en primera clase. Irónicamente, a causa de todas las pequeñas operaciones y las indignidades médicas, se sentía mucho más cansado que antes de empezar todo aquello.
Sarah y él tomarían una infusión hormonal dos veces al día durante los meses siguientes y un doctor de Rejuvenex viajaría para visitarlos una vez por semana (estaba incluido en el precio) y comprobar cómo progresaban en su vuelta atrás. Don tenía vagos recuerdos de la infancia del médico de cabecera de su familia visitando de vez en cuando la casa en 1960, pero aquello era un grado de atención médica casi pecaminoso para su sensibilidad canadiense.
Durante años había evitado mirarse en el espejo, excepto de la manera más perentoria cuando se afeitaba. No le gustaba su aspecto cuando estaba gordo y tampoco le gustaba el que tenía en ese momento: arrugado, lleno de manchas de la edad, cansado, viejo. Pero ahora, cada mañana examinaba su cara minuciosamente en el espejo del cuarto de baño y se tiraba de la piel, buscando signos de nueva resistencia. También examinaba su calva en busca de nuevo pelo. Le habían prometido que recuperaría el cabello y que sería rubio arenoso como en su juventud, no gris como a sus cincuenta años ni la pelusilla blanca que le quedaba a los ochenta.
Don siempre había tenido la nariz grande, y se le había vuelto aún más grande a medida que se hacía mayor, como las orejas: los cartílagos siguen creciendo a lo largo de toda la vida. Cuando la vuelta atrás estuviera completa, Rejuvenex le recortaría la nariz y las orejas al tamaño que tenían a los veinticinco años.
Susan, la hermana de Don, que llevaba muerta quince años, también había sido maldecida con la napia de la familia Halifax, y a los dieciocho, después de habérselo suplicado a sus padres durante años, le habían pagado una rinoplastia.
Don recordaba el gran momento en la clínica, cuando le habían quitado las vendas después de semanas de curación para descubrir el delicado trabajo del doctor Jack Carnaty, a quien Toronto Life había llamado el mejor especialista en narices de la ciudad del año anterior.
Deseaba que hubiera un momento mágico como aquél en su caso, una especie de revelación, ¡tachan!, el súbito regreso de la vitalidad y el vigor, una especie de epifanía. Pero no la hubo. El proceso tardaría semanas y los cambios irían produciéndose poco a poco; las células se dividirían a ritmo creciente, los niveles de hormonas cambiarían, los tejidos se regenerarían, las enzimas…
«Dios mío —pensó—. Dios mío.» Tenía más pelo, una pelusa apenas visible, como piel de melocotón, que surgía de la borla de nieve y que conquistaba la cabeza, reclamando territorio que antaño había considerado irremediablemente perdido.
—¡Sarah! —gritó Don y, por primera vez en años, se dio cuenta de que estaba gritando sin que se le cascara la garganta—. ¡Sarah!
Echó a correr (sí, en efecto corrió) escaleras abajo hasta el salón, donde ella estaba sentada en el sillón reclinable contemplando la chimenea helada.
—¡Sarah! —dijo, agachando la cabeza—. ¡Mira!
Ella salió del ensimismamiento en el que se hallaba y, aunque con la cabeza agachada él no podía verla, oyó el asombro en su voz.
—No veo nada.
—Muy bien—dijo él, decepcionado—. ¡Pero pálpalo!
Notó la piel fría, suelta y arrugada de sus dedos tocarle el cuero cabelludo, y las yemas seguir diminutos caminos por el nuevo pelo.
—Dios mío —susurró Sarah.
El volvió a erguir la cabeza, consciente de que sonreía de oreja a oreja. Había soportado estoicamente su incipiente calvicie a eso de los treinta años. Sin embargo, se sentía inmoderadamente feliz de aquella recuperación casi imperceptible de cabello.
—¿Y tú? —preguntó, sentándose en el ancho brazo del sofá—. ¿Algún signo ya?
Sarah negó con la cabeza lentamente y, según le pareció, con cierta tristeza.
—No —dijo su esposa—. Nada todavía.
—Ah, bueno —dijo él, dándole una palmadita en el brazo para darle ánimos—. Seguro que empezarás a notarlo pronto.
Sarah siempre recordaría el 1 de marzo de 2009. Entonces tenía cuarenta y ocho años, hacía cinco que había sobrevivido a un cáncer de mama y diez que había conseguido la cátedra en la Universidad de Toronto. Recorría el pasillo de la planta catorce cuando oyó, tenuemente, el teléfono de su despacho que sonaba. Corrió el resto del camino alegre como siempre de trabajar en un campo que nunca requería que llevara tacones. Por fortuna, ya tenía la llave en la mano, o nunca hubiera atravesado la puerta antes de que el sistema de correo de voz de la universidad grabara el mensaje.
—Sarah Halifax —le dijo al auricular de color beige.
—Sarah, soy Don. ¿Has oído las noticias?
—Hola, cariño. No. ¿Por qué?
—Hay un mensaje de Sigma Draconis.
—¿De qué estás hablando?
—Hay un mensaje de Sigma Draconis —repitió Don, como si la dificultad de Sarah para comprender se debiera simplemente a que no lo había oído—. Estoy en el trabajo. Lo dicen todos los servicios por cable y en internet.
—No puede ser —dijo ella, pero de todas formas prestó atención al ordenador—. Me habrían informado de ello antes de hacer ningún anuncio público.
—Hay un mensaje —repitió él—. Quieren que salgas esta noche en Tal como pasa.
—Ya, claro. Pero tiene que ser una broma. Según la Declaración de Principios…
—Seth Shostak está ahora mismo en la NPR hablando del tema. Al parecer lo detectaron anoche y alguien lo ha filtrado.
El ordenador de Sarah todavía estaba cargando el sistema operativo. La melodía de Windows sonó por los altavoces.
—¿Qué dice el mensaje?
—Nadie lo sabe. Es abierto, y todo el mundo, en todas partes, está intentando comprender lo que significa.
Ella se dio cuenta de que tamborileaba con los dedos rápidamente en el borde del escritorio, murmurando quejas sobre la lentitud del ordenador. Los iconos grandes llenaban el escritorio y los más pequeños aparecían en la barra del sistema.
—Bueno, tengo que irme —dijo Don—. Me necesitan en la sala de control. Te llamarán más tarde para una entrevista previa. El mensaje está en todas partes en la red, incluso en Slashdot. Adiós.
—Adiós.
Ella colgó el teléfono con la mano izquierda mientras manejaba el ratón con la derecha. Pronto tuvo en pantalla el mensaje, una enorme pauta de ceros y unos. Todavía dubitativa, abrió tres ventanas más y empezó a buscar información sobre cuándo y cómo se había recibido el mensaje, qué se sabía hasta el momento y ese tipo de cosas.
No había ningún error. El mensaje era auténtico.
No tenía a nadie cerca con quien hablar, pero se hundió en su asiento y lo dijo de todas formas. Aquélla era la frase sagrada de los investigadores del SETI desde que Walter Sullivan la había utilizado como título de su famoso libro:
—No estamos solos…
—Pero profesora Halifax, ¿no es cierto que quizá nunca podamos descubrir lo que dicen los alienígenas? —preguntó la presentadora, una mujer llamada Carol Off, en 2009, durante la entrevista radiofónica para Tal como pasa—. Compartimos este planeta con los delfines y no los entendemos. ¿Cómo vamos a comprender entonces lo que intenta decir alguien de otro mundo?
Sarah le sonrió a Don, que estaba al otro lado de la pecera; habían discutido sobre aquello antes.
—En primer lugar, puede que los delfines no tengan lenguaje, al menos no un lenguaje rico y abstracto como el nuestro. Los delfines tienen el cerebro más pequeño que los humanos en relación a su peso corporal y casi todo lo que dicen está enfocado a la colocación.
—Entonces, ¿es posible que no hayamos descifrado su mensaje porque no hay nada que descifrar?
—Exactamente. Además, que seamos del mismo planeta no significa necesariamente que debamos tener más cosas en común con ellos que con los alienígenas. En realidad, tenemos muy poco en común con los delfines, que ni siquiera tienen manos, aunque los alienígenas deben de tenerlas.
—Vaya, profesora Halifax. ¿Cómo sabe eso?
—Porque han construido transmisores de radio. Han demostrado que son una especie tecnológica. De hecho, casi con certeza viven en tierra firme, lo cual significa de nuevo que tenemos más en común con ellos que con los delfines. Hay que ser capaz de domeñar el fuego para dedicarse a la metalurgia y a todo lo necesario para construir una radio. Además, naturalmente, el uso de la radio implica saber matemáticas, así que obviamente también tienen eso en común con nosotros.
—No todos nosotros somos buenos en matemáticas —dijo amistosamente la presentadora—. Pero ¿lo que está usted diciendo es que, necesariamente, quien envió el mensaje tiene mucho en común con el tipo de persona que intentaba que lo recibiera?
Sarah guardó silencio unos segundos mientras reflexionaba.
—Bueno, pues… sí. Sí, supongo que así es.
La doctora Petra Jones era una mujer negra, alta e impecablemente vestida de unos treinta años. Aunque con los empleados de Rejuvenex… a Don le pareció que nunca se podía estar seguro de la edad. Era sorprendentemente hermosa, de pómulos altos y ojos vivaces, y llevaba rastas, un estilo que había estado de moda y desfasado varias veces ya. Había ido a hacerles la revisión semanal, como parte de su circuito de visitas a clientes de Rejuvenex en diversas ciudades.
Petra se sentó en el salón de la casa de Betty Ann Drive y cruzó sus largas piernas. Frente a ella había una ventana, una de las dos situadas a cada lado de la chimenea. Fuera, la nieve se había fundido; llegaba la primavera. Miró a Sarah, luego a Don y luego otra vez a Sarah. Finalmente dijo:
—Algo ha salido mal.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Don de inmediato.
Pero Sarah simplemente asintió y su voz sonó llena de tristeza.
—No estoy volviendo atrás, ¿verdad?
Él sintió que el corazón le daba un vuelco.
Petra negó con la cabeza y las perlas entretejidas en sus rastas tintinearon levemente.
—Lo siento muchísimo —dijo, en voz muy baja.
—Lo sabía —dijo Sarah—. Yo… en el fondo, lo sabía.
—¿Por qué no? —exigió Don—. ¿Por qué demonios no?
Petra se encogió levemente de hombros.
—Esa es la gran pregunta. Tenemos un equipo trabajando en ello ahora mismo y…
—¿No se puede arreglar? —preguntó él. «Por favor, Dios, di que se puede arreglar.»
—No lo sabemos —respondió Petra—. Nunca nos habíamos encontrado con un caso como éste.
Hizo una pausa, al parecer para recomponer las ideas.
—Conseguimos alargar sus telómeros, Sarah, pero por algún motivo las nuevas secuencias finales son ignoradas cuando sus cromosomas se reproducen. En vez de transcribir su ADN hasta el final, la enzima duplicadora se detiene en seco donde solían estar los brazos de sus cromosomas. —Hizo una pausa—. Algunos de los otros cambios bioquímicos que introdujimos están siendo rechazados también y, una vez más, no sabemos por qué.
Don se había puesto en pie.
—Esto son chorradas —dijo—. Nos dijeron que sabían lo que estaban haciendo.
Petra se acobardó, pero luego recuperó el aplomo. Tenía un leve acento; de Georgia, tal vez.
—Mire —dijo—. Soy médico, no relaciones públicas. Sabemos más sobre senectud y muerte celular programada que nadie. Pero hemos realizado menos de doscientos tratamientos de rejuvenecimiento multidécada en seres humanos. —Abrió un poco los brazos—. Esto sigue siendo territorio inexplorado.
Sarah se estaba mirando las manos hinchadas, manchadas, de piel transparente, dobladas en su regazo.
—Voy a seguir siendo vieja.
Era una afirmación, no una pregunta.
Petra cerró los ojos.
—Lo siento muchísimo, Sarah. —Luego animó un poco la voz, aunque a Don le pareció que fingía—. Pero parte de lo que hicimos ha sido beneficioso y nada parece haber sido perjudicial. ¿No me dijo la última vez que estuve aquí que su incomodidad física diaria había desaparecido parcialmente?
Sararí miró a Don y entornó los ojos, como si tratara de ver a alguien que estuviera muy, muy lejos. El se le acercó y se quedó de pie a su lado, colocando una mano sobre su huesudo hombro.
—Deben tener alguna idea acerca de cuál ha sido la causa de todo esto —le dijo Don bruscamente a Petra.
—Como decía, estamos trabajando en ello, pero…
—¿Qué?
—Bueno, es que usted tuvo cáncer de mama, señora Halifax…
Sarah entornó los ojos.
—Sí. ¿Y? Fue hace mucho tiempo.
—Cuando revisamos su historial médico, antes de comenzar nuestra aplicación, nos contó usted lo de su tratamiento. Un poco de quimioterapia. Radiación. Medicamentos. Una mastectomía.
—Sí.
—Bueno, uno de nuestros expertos opina que puede tener que ver con eso, aunque no con el tratamiento que dio resultado y que usted nos contó. Lo que quiere saber es si probaron ustedes algún tratamiento sin éxito.
—Santo cielo —dijo Sarah—. No recuerdo todos los detalles. Fue hace más de cuarenta años y he intentado olvidarlo.
—Naturalmente —dijo Petra con amabilidad—. Tal vez deberíamos hablar con los médicos que la atendieron.
—Nuestro médico de familia de entonces hace mucho tiempo que murió —dijo Don—. Y la oncóloga que trató a Sarah tenía sesenta años. Habrá muerto también.
Petra asintió.
—Y no creo que sus antiguos médicos pasaran los historiales a los nuevos.
—Cristo, ¿cómo vamos a saberlo? —dijo Don—. Cuando cambiamos de médico rellenamos los historiales y estoy seguro de que autorizamos la transferencia de nuestros datos, pero…
Petra volvió a asentir.
—Pero eso fue en la época en que los historiales médicos estaban en papel, ¿no? Quién sabe qué habrá sido de ellos después de todos estos años. A pesar de todo, nuestro investigador descubrió que aproximadamente por esa época (a principios de siglo, ¿verdad?), se aplicaron algunos tratamientos contra el cáncer con interferonas aquí, en Canadá, que no estaban aprobados por la FDA estadounidense; por eso no sabemos mucho sobre ellos. Hace tiempo que desaparecieron del mercado; aparecieron medicamentos mejores en dos mil diez. Pero estamos intentando encontrar un suministro en alguna parte, para realizar algunas pruebas. El opina que ese tratamiento podría ser la causa del fallo del nuestro, posiblemente porque eliminó de manera permanente algunos virus comensales cruciales.
—Jesús, tendrían que haberlo estudiado con más atención —dijo Don—. Podríamos demandarlos.
Petra se envaró y lo miró, retadora.
—¿Demandarnos por qué? ¿Por un tratamiento médico por el que no han pagado y que no tiene ningún efecto adverso?
—Don, por favor —dijo Sarah—. No quiero demandar a nadie. No-Guardó silencio, pero él supo lo que había estado a punto de decir: «No quiero desperdiciar el poco tiempo que me queda en un pleito.» Don le acarició el hombro.
—Muy bien —dijo—. Muy bien. Pero ¿no podemos intentarlo otra vez? Tal vez con otra ronda de tratamientos. Otro intento de vuelta atrás.
—Lo hemos intentado con muestras de tejido de su esposa—dijo Petra—. Pero no funciona.
El sintió que la bilis le subía por la garganta. Malditos… malditos fueran todos: Cody McGavin, por meter en sus vidas aquella idea demencial; la gente de Rejuvenex; los malditos alienígenas de Sigma Draconis II. Todos podían irse al infierno.
—Esto es ridículo —dijo Don, cabeceando. Apartó la mano del hombro de Sarah y luego, con ambas manos a la espalda, empezó a caminar por el estrecho saloncito, la habitación que había sido su hogar y el de su esposa, la habitación donde sus hijos habían aprendido a gatear, la habitación que contenía tanta historia, tantos recuerdos… recuerdos que Sarah y él habían compartido, década tras década, buenos y malos tiempos, alegrías y sinsabores.
Tomó aire, lo dejó escapar.
—Entonces quiero que detengan también para mí el proceso —dijo, dando brevemente la espalda a las dos mujeres.
—Cielos, no —dijo Sarah—. No hagas eso.
Él se dio media vuelta y se acercó a ellas.
—Es lo único que tiene sentido. Nunca quise esto, para empezar, y desde luego no lo quiero si tú no lo consigues también.
—Pero es una bendición —dijo Sarah—. Es todo lo que habíamos hablado: ver crecer a nuestros nietos, ver a sus hijos. No puedo… no consentiré que renuncies a eso.
Él negó con la cabeza.
—No. No lo quiero. Ya no. —Dejó de caminar y miró directamente a Petra—. Desháganlo.
Petra abrió mucho sus ojos castaños.
—No puedo. No podemos.
—¿Qué quiere decir con que no puede?
—El tratamiento ha sido aplicado —dijo Petra—. Sus telómeros han sido alargados, sus radicales libres están recargados, su ADN ha sido reparado y etcétera, etcétera. No hay manera de deshacerlo.
—Tiene que haberla.
Petra se encogió filosóficamente de hombros.
—No ha habido muchas subvenciones para encontrar medios de acortar el lapso de vida humano.
—Pero tienen que poder ustedes detener el rejuvenecimiento, ¿no? Sí, comprendo que no pueda volver a tener ochenta y siete años físicamente. Vale, de acuerdo. Tengo… ¿cuántos? Supongo que ahora parece que tengo setenta, ¿no? Detengan aquí la vuelta atrás. —Señaló con el índice hacia abajo, como marcando el lugar. Podía vivir con setenta años; no estaría tan mal, no sería un abismo infranqueable. Bastaba con ver al viejo Ivan Krehmer, casado con una mujer cincuenta años más joven que él. Así a bote pronto, Don no recordaba que ninguna pareja de su círculo social estuviera formada por una mujer quince años mayor que el hombre, pero seguramente aquello también se había convertido en algo corriente.
—No hay forma de detenerlo antes de que acabe —dijo Petra—. Codificamos en la terapia genética hasta dónde llegaría la vuelta atrás. Es inexorable una vez que ha comenzado. Cada vez que sus células se dividan, se hará usted físicamente más joven y más robusto basta que se alcance el objetivo.
—Sométanme entonces a otra sesión de terapia genética —-dijo Don—. Ya sabe, para contrarrestar…
—Lo hemos intentado con animales de laboratorio, sólo para ver qué pasaba —contestó Petra.
—¿Y?
Ella se encogió de hombros.
—Los mata. La división celular se detiene por completo. No, tiene usted que dejar que la vuelta atrás continúe. Bueno, podríamos cancelar las operaciones siguientes: el arreglo dental, el de las articulaciones de las rodillas y el trasplante de ese nuevo riñón cuando esté lo suficientemente fuerte para soportar someterse al bisturí. Pero ¿qué sentido tendría?
Don sintió que el pulso se le aceleraba.
—¿Así que voy a seguir teniendo físicamente veinticinco años?
Petra asintió.
—Transcurrirán un par de meses antes de que el rejuvenecimiento termine pero, cuando lo haga, ésa será su edad biológica, y entonces empezará a envejecer de nuevo hacia delante a partir de ese punto, a ritmo normal.
—Jesús —dijo él. Veinticinco años. Y Sarah seguiría teniendo ochenta y siete—. Dios mío.
Petra parecía anonadada, y lenta, casi imperceptiblemente, empezó a cabecear.
—¿Qué? —preguntó Don.
La doctora alzó la cabeza y tardó un momento en enfocar la mirada.
—Lo siento —dijo—. Es que… bueno, nunca había pensado que acabaría teniendo que pedir disculpas por darle a alguien otros sesenta o setenta años de vida.
Don se agachó junto a su esposa, que continuaba sentada. Qué terrible esfuerzo le habría significado hacer aquello hacía tan sólo… Sin embargo, hacerlo con facilidad no le dio ningún placer.
—Lo siento, cariño —dijo—. Lo siento muchísimo.
Pero Sarah negó con la cabeza.
—No lo sientas. Todo va a salir bien. Ya verás.
«¿Cómo puede salir bien?», se preguntó él. Habían vivido en sincronía: nacidos el mismo año, creciendo con los mismos acontecimientos de fondo. Ambos recordaban exactamente dónde estaban cuando Neil Armstrong pisó la Luna, el año en que cumplieron nueve años. Ambos eran adolescentes cuando estalló el escándalo Watergate; tenían veintitantos años cuando cayó el Muro de Berlín; treinta y pocos cuando se desplomó la Unión Soviética; cuarenta y pico cuando se detectó por primera vez vida alienígena. Incluso antes de conocerse, habían recorrido a la par las etapas de la vida, envejeciendo a la vez y mejorando, como dos botellas de vino de la misma cosecha.
La cabeza le daba vueltas y, momentáneamente, se le nubló la visión. El rostro de Sarah estaba borroso y, luego, las lágrimas hicieron lo que no había logrado la brujería de Rejuvenex: borrar sus arrugas, suavizar sus rasgos.
Como la mayoría, de los investigadores del SETI, tras haber recibido la primera transmisión alienígena, en 2009, Sarah se quedaba trabajando hasta tarde muchas noches. Don había ido a verla a su despacho de la Universidad de Toronto una de esas noches, después del trabajo en la CBC.
—¿Hay alguien en casa? —llamó.
Sarah se dio media vuelta, sonriendo, mientras él entraba cargado con una caja roja y blanca de Pizza Hut.
—¡Eres un ángel! —exclamó—. ¡Gracias!
—Oh —dijo él—. ¿También querías algo de comer?
—¡Cerdo! ¿Qué has traído?
—Una familiar de salami, porque… bueno, me gusta el salami y somos una familia…
—Oooohhh —dijo Sarah. En realidad prefería los champiñones, pero él no los soportaba. Eso y el asco que le daba el pescado eran la causa del discurso que ella, pacientemente, le escuchaba dar con frecuencia, una pseudojustificación que él creía ingeniosa para sus hábitos alimenticios.
—Sólo hay que comer comida tan evolucionada como uno. Sólo animales de sangre caliente, mamíferos y aves, y sólo plantas que hagan la fotosíntesis.
—Gracias por venir —dijo ella—, pero ¿y los niños?
—También he llamado a Carl. Le he dicho que encargara una pizza para él y para Emily, que podía pagarla con el dinero de mi mesilla de noche.
—Cuando Donald Halifax va de fiesta, todo el mundo va de fiesta —dijo ella, sonriendo.
Él buscó con la mirada un sitio donde dejar la caja que contenía la pizza. Sarah se puso en pie de un salto, sacó un globo de la esfera celeste de encima de un archivador y lo dejó en el suelo. Él lo sustituyó por la caja y abrió la tapa. A ella le encantó que todavía humeara. No era demasiado sorprendente, ya que Pizza Hut estaba allí mismo, en la calle Bloor.
—Bien, ¿cómo va? —preguntó Don. No era la primera vez que le llevaba la cena al despacho. Guardaba un plato, un cuchillo y un tenedor en un armario. Los sacó. Sarah, mientras tanto, tomó una porción de pizza cortando los hilos de queso con los dedos.
—Es una carrera —contestó ella, sentándose ante su ordenador—. Estoy haciendo verdaderos progresos, pero ¿quién sabe cuántos en comparación con lo que estarán consiguiendo otros? Se comparten un montón de notas on-line, pero dudo mucho que nadie esté revelando nada todavía.
El se sentó a su lado en la otra silla del despacho (una ajada silla de tijera). Sarah estaba acostumbrada a la manera de comer pizza de su marido, aunque no podía decir que le gustara. La masa no formaba parte de su dieta, aunque naturalmente la grasienta masa gruesa de Pizza Hut no debería formar parte de la dieta de nadie. A ella le resultaba irresistible, sin embargo. Don separaba con un tenedor todos los ingredientes, enroscándolos en el queso fundido casi como si estuviera comiendo espaguetis. También se comía los bocadillos de una manera similar: sacaba el relleno con un tenedor y dejaba el pan.
—Siempre hemos creído que las matemáticas son el lenguaje universal, y supongo que lo son —dijo Sarah—. Pero los alienígenas han conseguido hacer algo increíble con ellas.
—Muéstramelo —dijo Don con interés y acercando la silla al ordenador.
—Primero, crean una pareja de símbolos que todo el mundo que trabaja en esto considera que son llaves y que contienen otras cosas. ¿Ves esa secuencia de ahí?
Señaló una serie en la pantalla del ordenador.
—Esto es la llave inicial y, eso de ahí —señaló otro lugar de la pantalla—, la de cierre. Bueno, he estado haciendo una transliteración sobre la marcha de todo…ya sabes, convirtiéndolo en los símbolos que usamos nosotros. Bueno, aquí está la primera parte de lo que dice el mensaje.
Pasó a otra ventana. Mostraba lo siguiente:
{ } = 0
{*} = 1
{**} = 2
{***} = 3
{****} = 4
{*****} = 5
{******} = 6
{*******} = 7
{********} = 8
{*********} = 9
—¿Ves lo listos que son? —dijo Sarah—. Las llaves nos permiten advertir a simple vista que el primer conjunto es un conjunto vacío. Y ¿ves lo que hacen? Establecen dígitos para los números, de cero a nueve: los alienígenas calculan en base diez, lo cual puede significar que tienen el mismo número de dedos que nosotros, o que han descifrado nuestras señales de televisión y han visto cuántos dedos tenemos. Oh, y fíjate en esta gráfica, que nos muestra también cómo es el signo de igual.
El se levantó y se sirvió otra porción de pizza; cuando le quitas la masa, te comes la pizza en un periquete.
—Inmediatamente, nos dan los operadores matemáticos básicos —continuó ella—. Una vez más, los he volcado a notas familiares.
Giró la ruedecilla del ratón y en la pantalla apareció lo siguiente:
[Pregunta] 2+3 [Respuesta] 5
[Pregunta] 2–3 [Respuesta] –1
[Pregunta] 2x3 [Respuesta] 6
[Pregunta] 2/3 [Respuesta] 0,6&
—¿Ves lo que han hecho aquí? Han establecido un símbolo para «pregunta» y otro para «respuesta». Y también un símbolo para una posición decimal y uno para repetir hasta el infinito que yo he convertido en este simbolito.
—En un ampersand —la instruyó Don.
Ella lo miró con el ceño fruncido, como si dijera «ya lo sabía» y continuó:
Luego nos dan el símbolo para «la relación entre», que he convertido en dos puntos y que nos abre un montón de nuevas posibilidades.
Hizo aparecer lo siguiente:
[Pregunta] 2/3: 0,6& [Respuesta] =
[Pregunta] 5 : 3 [Respuesta] >
[Pregunta] 9 : 1 [Respuesta] >>
[Pregunta] 3 : 5 [Respuesta] <
[Pregunta] 1 : 9 [Respuesta] <<
[Pregunta] 1 : –1 [Respuesta] [opuesto]
—¿Ves? —dijo ella—. Ya estamos entrando en valoraciones. Consideran que nueve no es sólo mayor que uno, sino mucho mayor que uno, y uno, a su vez, mucho menor que nueve. A continuación nos dan sus símbolos para correcto e incorrecto.
Esto fue lo que apareció en la pantalla:
[Pregunta] 2 + 5 [Respuesta] 7 [correcto]
[Pregunta] 3*3 [Respuesta] 9 [correcto]
[Pregunta] 8; ms3 [Respuesta] 6 [incorrecto]
—Y entonces —dijo Sarah—, las cosas se ponen realmente emocionantes.
—Apenas puedo contener la impaciencia.
Ella le dio un golpecito en el brazo y mordisqueó su porción de pizza antes de cambiar la pantalla.
—Esto aparece más adelante en el mensaje. Mira.
[Pregunta] 8/12 [Respuesta 1] 4/7 [incorrecto] [Respuesta 2] 4/6 [correcto] [alfa] [Respuesta 3] 2/3 [correcto] [beta]
—¿Ves lo que están diciendo? Asigné las letras griegas a los dos nuevos símbolos que están estableciendo. ¿Puedes resolver lo que significan alfa y beta?
El dejó de meterse queso y salami en la boca y estudió la pantalla con atención.
—Bueeeeeno —dijo por fin—, las respuestas dos y tres son ambas correctas, pero, bien, la respuesta tres es más correcta, ¿no? Porque ha reducido la fracción.
—¡Bravo! ¡Exactamente! Ahora, piénsalo: nos han dado un modo de expresar algunos conceptos muy poderosos.
Pulsó una tecla y los términos alfa y beta fueron sustituidos por palabras.
[Pregunta] 8/12 [Respuesta 1] 4/7 [incorrecto] [Respuesta 2] 4/6 [correcto] [mal] [Respuesta 3] 2/3 [correcto] [bien]
—Es decir, nos han dado un término para distinguir entre una respuesta que, aunque técnicamente sea correcta, no es la preferible, y otra que sí es preferible… a distinguir entre una respuesta mala y una buena. Y, para recalcar el hecho de que están haciendo esa distinción, de que esos términos deberían ser traducidos como opuestos, nos dan esto:
[Pregunta] [mal] : [bien] [Respuesta] [opuesto]
Sarah tradujo.
—¿Cuál es la relación entre «mal» y «bien»? Bueno, pues que son términos opuestos, como lo son el uno y el menos uno que hemos visto antes. Están diciendo que estos términos deberían ser tratados como opuestos, en un sentido en que no lo son «acertado» y «más acertado», que es como habría sido posible traducir alfa y beta.
—Fascinante —dijo él.
Ella tocó el ratón y una nueva imagen apareció.
—Y ¿qué pasa ahora con las cosas que no están tan claras? Bien, intenta esto. ¿Qué significa gamma?
{3 5 7 11 13&} = [gamma]
—¿Números impares? —dijo él—. ¿Números alternos?
—Míralo bien. Falta el nueve.
—Ah, es verdad. Oh, y, vaya, ahí está de nuevo ese simbolito.
—El ampersand—dijo Sarah, imitando el tono de ayuda de Don de antes. Él sonrió.
—Bien, te daré una pista que he deducido a partir de otros ejemplos. Cuando el ampersand está junto a otro dígito, significa que ese dígito se repite infinitamente. Pero si hay un espacio delante (un huequecito en la transmisión, como aquí), creo que significa que es la secuencia la que se repite hasta el infinito.
—Tres, cinco, siete, once, trece…
—Te daré otra pista. El siguiente número en la secuencia sería el diecisiete.
—Um, ah…
—Son primos —dijo ella—. Gamma es su símbolo para los números primos.
—Ah. Pero ¿por qué empiezan por el tres?
Ella sonreía de oreja a oreja.
—Ya verás. Esto es lo más bonito. —Jugueteó con el ratón—. Hay una teoría, con la que no te aburriré, que establece un símbolo para «pertenece a este conjunto». Y entonces nos encontramos con esto…
[Pregunta] 5 [pertenece a] [números primos] [Respuesta] [correcto]
—¿Pertenece cinco al conjunto de números primos o, más coloquialmente, «es cinco un número primo»? Y la respuesta es que sí. En efecto, cinco era uno de los números de muestra que usamos para nombrar el conjunto de los números primos.
Ella hizo que apareciera en pantalla otra pregunta con su correspondiente respuesta.
[Pregunta] 4 [pertenece a] [números primos] [Respuesta] [incorrecto]
—¿Es cuatro un número primo? —interpretó Sarah—. No. —Giró de nuevo la ruedecilla del ratón.
[Pregunta] 3 [pertenece a] [números primos] [Respuesta] [correcto]
—¿Es primo el tres? ¡Claro que sí! ¿Y el dos? Ah, bueno, echemos un vistazo.
Más movimientos y apareció esto:
[Pregunta] 2 [pertenece a] [números primos] [Respuesta 1] [correcto] [bien] [Respuesta 2] [incorrecto] [bien] [Respuesta 3] [delta]
—¿Qué?
—Yo reaccioné exactamente igual —dijo Sarah, sonriendo.
—Entonces ¿qué es delta? —preguntó Don.
—A ver si puedes deducirlo. Mira la respuesta uno y la respuesta dos un momento.
Él frunció el ceño.
—Eh, espera. Las dos respuestas no pueden ser igualmente válidas. El dos es un número primo, así que decir que no lo es no puede ser una respuesta buena.
Ella sonrió enigmática.
—Nos dan exactamente las mismas tres respuesta para el número uno —dijo ella, haciendo correr la pantalla.
[Pregunta] 1 [pertenece a] [números primos] [Respuesta 1] [correcto] [bien] [Respuesta 2] [incorrecto] [bien] [Respuesta 3] [delta]
—Una vez más, es un galimatías —dijo él—. Uno es primo o no lo es. Y, bueno, lo es, ¿verdad? Quiero decir, un número primo es aquel que sólo es divisible por sí mismo o por uno, ¿no?
—¿Eso te enseñaron en Humberside? Antes definíamos al uno como primo; así consta en algunos libros de matemáticas antiguos. Pero hoy en día no lo consideramos primo. Se considera que los primos son números que tienen exactamente dos divisores enteros, ellos mismos y el uno. El uno sólo tiene como divisor el propio uno, así que no es primo.
—Me parece bastante arbitrario —dijo Don.
—Tienes razón. Es una cosa discutible. El uno es claramente una rareza de los primos. Y el dos… bueno, es el único número primo que es a la vez par. Bien se podría definir arbitrariamente el conjunto de primos como el de todos los números impares que tienen dos divisores enteros. Visto de esa forma, entonces el dos no es primo.
—Ah.
—¿Ves? Eso es lo que nos están diciendo. Delta es un símbolo que significa, creo, «es cuestión de opinión». Ninguna respuesta es incorrecta, es sólo una cuestión de preferencias personales. ¿Ves?
—Es fascinante.
Ella asintió.
—Ahora, la siguiente parte del mensaje es realmente interesante. Han establecido símbolos para «emisor» y «receptor», o para «yo», la persona que envía el mensaje, y «tú», la persona que lo recibe.
—Vale.
—Y con esto llegan al meollo del asunto. Mira.
La pantalla cambió.
[Pregunta] [bien] : [mal]
[Respuesta] [emisor] [opinión] [bien] >> [mal]
—¿Ves? La pregunta es cuál es la relación entre bien y mal. Y la respuesta del emisor, respuesta que ya había dado previamente cuando hablaba de la cuestión, era que bien es lo opuesto a mal. Ahora dice algo un poco más interesante: bueno es mucho mayor que malo… una significativa declaración filosófica.
—¿«No promete vuestro libro sagrado que el bien es más fuerte que el mal»?
Sarah abrió mucho los ojos, sorprendida.
—¿Estás citando la Biblia?
—Bueno, la verdad es que no. Star Trek, segunda temporada, «La gloria de Omega». —Se encogió de hombros—. «Sí, está escrito: el bien siempre destruirá al mal.»
Sarah sacudió la cabeza con cariñosa desesperación.
—Acabarás conmigo, Donald Halifax.
—Robótica McGavin —dijo una sobria y eficaz voz femenina—. Despacho del presidente.
Por una vez, Don deseó tener un teléfono de imagen. Por lo que sabía, estaba hablando con un robot.
—Me gustaría hablar con Cody McGavin, por favor.
—El señor Cody no puede ponerse. ¿Puedo preguntar quién llama?
—Sí. Soy Donald Halifax.
—¿Cuál es el motivo de su llamada?
—Soy el marido de Sarah Halifax.
—Ah, sí. La investigadora del SETI, ¿verdad?
—Así es.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Halifax?
—Necesito hablar con el señor McGavin.
—Como puede usted imaginar, el señor McGavin está muy ocupado. ¿Podría yo ayudarlo?
Don suspiró. Empezaba a comprender.
—¿A cuántos grados de distancia estoy?
—¿Disculpe?
—¿Cuánta distancia hay entre usted y el señor McGavin? Si le doy un mensaje y usted decide que merece la pena transmitirlo, no le llega directamente a McGavin, ¿verdad?
—No, normalmente no. Soy la recepcionista del despacho del presidente.
—¿Y su nombre es?
—Señorita Hashimoto.
—¿Y a quién informa usted?
—Al señor Harse, que es secretario del secretario del señor McGavin.
—Entonces tengo que pasar por usted, luego por el secretario del secretario y luego por el secretario antes de llegar al señor McGavin, ¿no es así?
—Tenemos que seguir los procedimientos, señor. Estoy segura de que lo comprende. Pero, naturalmente, se puede escalar más rápido, si es adecuado. Ahora, si me dice usted qué necesita…
Don tomó aire y suspiró.
—El señor McGavin pagó para que mi esposa y yo nos sometiéramos al tratamiento de rejuvenecimiento… ya sabe usted, la vuelta atrás. Pero no ha funcionado con mi esposa, sólo conmigo. La doctora de Rejuvenex dice que no puede hacerse nada, pero tal vez si recibiera una petición directa del señor McGavin… El dinero habla. Lo sé. Si él les hiciera saber que no está satisfecho, estoy seguro…
—El señor McGavin tiene un informe completo al respecto.
—Por favor —dijo Don—. Por favor, mi esposa… mi esposa va a morir.
Silencio. Probablemente la recepcionista del secretario del secretario del presidente no estaba acostumbrada a oír palabras tan brutalmente sinceras.
—Lo siento —-dijo la señorita Hashimoto con lo que parecía sincero pesar.
—Por favor —repitió él—. Sin duda el informe que ha visto es de Rejuvenex y habrán tergiversado los hechos. Quiero que comprenda lo que nosotros… lo que Sarah está pasando.
—Le haré saber que ha llamado usted.
«No, no lo harás —pensó Don—. Sólo pasarás el mensaje al siguiente nivel.»
—Si pudiera hablar con el señor McGavin sólo un minuto. Yo…
No había suplicado nada desde hacía décadas, desde…
Entonces la verdad le golpeó como si fuera un derechazo en el estómago.
Desde hacía cuarenta y cinco años. En el pabellón de oncología del Princesa Margarita la doctora Gottlieb hablaba de terapias experimentales, de cosas nuevas que no habían sido probadas. Don había suplicado que las probaran con Sarah, que intentaran cualquier cosa que pudiera salvarla. Había olvidado los detalles con en el tiempo, pero de repente recordaba el tratamiento con interferonas, todavía sin aprobaren Estados Unidos. A lo mejor Gottlieb había accedido a intentarlo por sus súplicas, su insistencia en que hiciera todo lo posible.
El tratamiento experimental había fracasado. Pero cuatro décadas más tarde, sus efectos estaban bloqueando la efectividad de otro, y todo (tragó saliva) por su culpa.
—¿Señor Halifax? —dijo la señorita Hashimoto—. ¿Sigue ahí?
«Sí —pensó él—. Sí, sigo aquí. Y seguiré aquí durante años y años, mucho después de que Sarah haya muerto.»
—Sí.
—Comprendo que esté usted inquieto, y, créame, tiene toda mi simpatía. Marcaré este asunto como prioritario. Es lo más que puedo hacer. Espero que alguien se ponga pronto en contacto con usted.
Igual que había hecho hacía tantos años, cuando Sarah intentaba traducir el primer mensaje draco, Don se pasaba de vez en cuando para ver cómo le iba con la decodificación del segundo. Pero en vez de trabajar en la universidad, se enfrentaba a él en su estudio: la antigua habitación de Carl del piso de arriba.
El mensaje original draco, el recibido en 2009, estaba dividido en dos partes: una introducción para explicar el lenguaje simbólico usado y el meollo del mensaje (el MDM, como se hizo rápidamente conocido), que usaba esos símbolos de formas sorprendentes. Pero con el paso del tiempo Sarah descubrió cuál era el sentido del MDM, y se envió una respuesta.
El segundo mensaje de los alienígenas también tenía dos partes. Pero ahora el principio era la explicación de cómo descifrar el resto, suponiendo que pudiera hallarse la clave adecuada, y el resto, bueno, el resto quedaba en el aire. Como estaba cifrado, ni un sólo símbolo del primer mensaje aparecía en el segundo.
—Tal vez los alienígenas están respondiendo a una de las respuestas extraoficiales —dijo Don una noche, tarde, apoyado contra la puerta del estudio, con los brazos cruzados—. ¿No enviaron miles de personas su respuesta a los dracos antes incluso de que enviaras tú la respuesta oficial?
A la luz de su monitor magfótico Sarah parecía antigua, casi espectral, con el escaso pelo blanco iluminado desde su perspectiva.
—Sí que lo hicieron —respondió.
—Entonces tal vez la clave para descifrarlo sea algo que aparecía en uno de esos mensajes —dijo él—. Sé que trabajaste muy duro en ello, pero tal vez los dracos no estaban interesados en la respuesta del equipo oficial del SETI. Puede que quien pretendieran que leyera su último mensaje ya lo haya hecho.
Sarah negó con la cabeza.
—No, no. El mensaje draco de ahora es una respuesta a nuestro mensaje oficial. Estoy segura.
—Podría ser un simple deseo tuyo —dijo él amablemente.
—No, no lo es. Pusimos un encabezamiento especial en la primera parte de la respuesta oficial, una larga cadena numérica, para identificar ese mensaje. Es uno de los motivos por los que no publicamos en la web la respuesta completa que enviamos. Si lo hubiéramos hecho, todo el mundo tendría el encabezamiento y eso habría invalidado su propósito. El encabezamiento era como un logotipo oficial para identificar la respuesta que enviamos de parte de todo el planeta. Y esta contestación a nuestra respuesta se refiere a ese encabezamiento.
—¿Quieres decir que lo cita? —preguntó él—. Pero entonces, ¿no lo tiene ya todo el mundo? Cualquiera podría enviar otro mensaje a los dracos y hacer que pareciera oficial.
Los arrugados rasgos de ella cambiaron a la luz fría del monitor mientras hablaba.
—No. Los dracos comprendieron que intentábamos proporcionar un modo de distinguir las respuestas oficiales de las extraoficiales. Obviamente entendieron que no queríamos que todo el mundo que captara su último mensaje supiera cuál era el encabezamiento. Así que los dracos citaron un dígito sí y otro no para dejarnos claro que respondían a la respuesta oficial pero sin revelar los caracteres distintivos de la respuesta oficial.
—Bien, ahí tienes tu respuesta —dijo Don, bastante satisfecho consigo mismo—. La clave para descifrarlo deben ser los otros dígitos del encabezamiento, los que los dracos no repitieron.
Sarah sonrió.
—Fue lo primero que probamos. No funcionó.
—Oh —dijo él—. No era más que una idea. ¿Vas a acostarte?
Ella miró el reloj.
—No, yo… —Hizo una pausa y a Don se le encogió el estómago. Seguramente había estado a punto de decir: «No tengo tiempo para perderlo durmiendo»—. Voy a seguir peleándome con esto un rato más. Me acostaré dentro de poco. Ve tú.
Don llamó al despacho de McGavin cuatro veces más, sin suerte, pero por fin sonó su datacom. El tono de llamada eran las cinco notas de una película olvidada llamada Encuentros en la tercera fase, una de aquellas historias de alienígenas que visitaban la Tierra un poco pasadas de moda. Miró la identificación de llamada. Decía «McGavin, Cody»: no «Robótica McGavin», sino el nombre de su propietario.
—¿Sí? —dijo Don ansiosamente en cuanto abrió su datacom.
—¡Don! —dijo McGavin. Se hallaba en algún lugar ruidoso y estaba gritando—. Lamento haber tardado tanto en llamarlo.
—No importa, señor McGavin. Tengo que hablar con usted de Sarah.
—Sí—dijo McGavin, todavía gritando—. Lo siento, Don. Me han informado de todo. Es horrible. ¿Cómo lo lleva Sarah?
—Físicamente está bien. Pero nos está destrozando a ambos.
El tono de McGavin era el más amable posible, teniendo en cuenta que estaba gritando.
—Lo comprendo.
—Esperaba que pudiera hablar con la gente de Rejuvenex.
—Ya lo he hecho, repetidas veces y extensamente. Me dicen que no hay nada más que pueda hacerse.
—Pero tiene que haberlo. Cierto, Rejuvenex ha intentado todo tipo de cosas, pero estoy seguro de que tiene que haber un modo de hacer que la vuelta atrás funcione para Sarah si usted…
Dejó de hablar, cosa que probablemente era mejor. Había estado a punto de decir «si usted invierte suficiente dinero». Pero McGavin no estaba escuchando. Don oyó que le decía algo a otra persona; por la calidad del sonido, había colocado una mano sobre el micro de su datacom y le hablaba a un empleado. Por fin, McGavin volvió a ponerse.
—Están trabajando en ello, Don, y les he dicho que no reparen en gastos. Pero están completamente atascados.
—Creen que tal vez un medicamento experimental contra el cáncer es el culpable.
—Sí, me lo han dicho. Les he autorizado a que gasten lo que sea necesario para conseguir una muestra, o para sintetizarlo. Pero los investigadores con los que he hablado opinan que el daño es irreversible.
—Tienen que seguir intentándolo. No pueden dejarlo.
—No lo harán, Don. Créame, para ellos es un problema enorme. Influirá en el precio de sus acciones, si se corre la voz, a menos que encuentren una solución.
—Si se entera usted de algo, por favor, hágamelo saber de inmediato.
—Por supuesto —dijo McGavin—. Pero… —«Pero no tenga demasiadas esperanzas, sea realista»; ése era el comentario implícito. McGavin probablemente sólo había leído un resumen del informe que Don había conseguido sacarles a los de Rejuvenex, pero la conclusión era la misma: no había ninguna solución probable en un futuro cercano—. De todas formas —continuó McGavin—, si hay algo que Sarah necesite para el trabajo de descifrado, o si hay algo que usted o ella necesiten para cualquier otra cosa, comuníquenmelo.
—Ella necesita volver atrás.
—Lo siento, Don —dijo McGavin—. Mire, tengo que subir a un avión. Pero nos mantendremos en contacto, ¿de acuerdo?
Allá por 2009, los que formaban parte oficialmente del SETI habían montado un grupo de noticias para compartir sus progresos en el proceso de desentrañar las diversas partes de aquel primer radio-mensaje alienígena original. Se rumoreaba que también los astrónomos del Vaticano trabajaban a marchas forzadas para traducir el mensaje, igual que hacía, supuestamente, un equipo del Pentágono. Cientos de miles de aficionados lo estaban intentando.
Además del lenguaje matemático simbólico, partes del mensaje original resultaron ser mapas de bits; un investigador de Calcuta fue el primero en darse cuenta de eso. Alguien de Tokio demostró poco después que muchos de los gráficos eran en realidad fotogramas de películas breves de animación. Un nuevo símbolo en el último fotograma de cada película era supuestamente la palabra que había que usar en adelante para el concepto ilustrado: «crecimiento», «atracción», etcétera.
El mensaje también contenía muchas cosas sobre el ADN… y, sí, no había duda de que se trataba de eso porque daba su fórmula química específica. Al parecer, también era la molécula hereditaria en Sigma Draconis II… lo que inmediatamente reavivó el antiguo debate sobre la panspermia, la idea de que la vida en la Tierra había empezado cuando microorganismos del espacio exterior habían aterrizado por casualidad en su superficie. Alguien dijo que los dracos podían ser nuestros primos lejanos.
El mensaje también contenía una disertación sobre los cromosomas, aunque hizo falta que un biólogo (de Beijing, por cierto) se diera cuenta de que estaba hablando de eso, ya que los cromosomas se representaban como anillos en vez de como largas cadenas. Al parecer, según había aprendido Sarah, los cromosomas de las bacterias son circulares, y ellas en esencia inmortales, puesto que pueden dividirse eternamente. La innovación de romper el círculo para crear cromosomas parecidos a cordones de zapatos había llevado al desarrollo, al menos en la Tierra, de los telómeros, los extremos protectores que disminuían cada vez que una célula se dividía, llevando a una muerte celular programada. Nadie sabía con seguridad si los emisores del mensaje tenían los cromosomas anulares o si, simplemente, estaban describiendo lo que pensaban que era el cromosoma ancestral o el más común. En la Tierra, en términos de biomasa y número de organismos individuales, los anillos cromosómicos superaban a los de cordón de zapato.
Cuando esa parte del rompecabezas quedó resuelta, un puñado de personas expuso simultáneamente la teoría de que el siguiente conjunto de símbolos esbozaba las diversas etapas de la vida: gametos, concepción, desarrollo intrauterino, nacimiento, desarrollo posterior al nacimiento, madurez sexual, el final de la capacidad reproductora, la vejez y la muerte.
Montones de cosas fascinantes, cierto, pero no parecían ser otra cosa que el prólogo, sólo una lección de lengua para establecer un vocabulario. Ninguno de los primeros fragmentos, a excepción de la frase aquella de que «bien era mucho mayor que mal», parecía decir nada que tuviera sustancia.
Pero quedaba mucho sin descifrar: el MDM, el meollo del mensaje, un galimatías de símbolos y conceptos ya establecidos, cada uno marcado con varios símbolos. Nadie podía encontrarle sentido.
El logro se produjo un domingo por la tarde. En casa de los Halifax la noche de los domingos era la noche del Scrabble. Don y Sarah se sentaban en extremos opuestos de la mesa del comedor, con el bonito tablero que ella le había regalado hacía muchas Navidades entre ambos.
A ella no le gustaba el juego tanto como a Don, pero jugaba para hacerlo feliz. El, por su parte, no sentía tanta pasión por el bridge como Sarah… o, para ser exactos, como Julie y Howie, que vivían en la misma calle, pero se unía diligentemente a Sarah para echar una partida con ellos una vez por semana.
Estaban terminando la partida de Scrabble; quedaban menos de una docena de piezas para repartir. Don, como siempre, iba ganando. Ya había conseguido un bingo (en el Scrabble eso significa deshacerse de las siete letras que tienes en una sola tirada)), usando una de esas palabras retorcidas que sólo parecen existir para el juego y que Sarah, a sus cuarenta y ocho años, jamás había oído utilizar a nadie. Don era experto en lo que ella llamaba scrabblecháchara: había memorizado listas interminables de palabras raras sin molestarse en aprender su significado. Hacía tiempo que Sarah había dejado de pedirle explicaciones fuera cual fuese la cadena de letras que él empleara. Siempre aparecía en el Diccionario oficial de jugadores de Scrabble, aunque no estuviera en su veraz Oxford canadiense. Ya era bastante malo que usara palabras como «kazako», como acababa de hacer, que contenía dos kas y una zeta, pero que encima hiciera un triple…
Y de repente Sarah se puso en pie.
—¿Qué? —dijo Don, indignado—. ¡Es una palabra!
—¡No se trata sólo del símbolo sino de dónde aparece!
Salió corriendo del comedor y atravesó la cocina hacia la salita.
—¿Qué? —dijo él, levantándose para seguirla.
—¡En el mensaje! ¡La parte que no tiene sentido! —Hablaba sin detenerse—. El resto del mensaje define un… un espacio-idea, y los números son coordenadas que indican dónde van los símbolos. Son conceptos que se relacionan entre sí en una especie de disposición tridimensional…
Bajó corriendo las escaleras hasta el sótano, donde entonces tenían el ordenador familiar. El la siguió. Carl, que por aquella época tenía dieciséis años, estaba sentado delante del grueso monitor CRT, con los auriculares puestos, jugando a uno de aquellos malditos juegos en primera persona que Don tanto desaprobaba. Emily, de diez años, estaba viendo Mujeres desesperadas en la tele.
—Carl, necesito el ordenador…
—Un momentito, mamá. He llegado al nivel diez…
—¡Ahora!
Era tan raro que Sarah gritara que su hijo se levantó y le cedió la silla giratoria.
—¿Cómo se sale de esta maldita cosa? —estalló Sarah, sentándose.
Carl pasó la mano por encima del hombro de su madre e hizo algo con el ratón. Don, mientras, bajó el volumen de la tele, lo que le valió un petulante «¡eh!» de Emily.
—Es una parrilla X-Y-Z —dijo Sarah. Abrió Firefox y accedió a uno de los incontables sitios que tenían colgado el mensaje draco—. Estoy segura. Están definiendo la colocación de los términos.
—¿En un mapa? —dijo Don.
—¿Qué? No, no, no. En un mapa no… ¡en el espacio! Es como un lenguaje descrito en una página en 3-D. Ya sabes, como el Postscript, pero para documentos que no tienen sólo altura y anchura, sino también profundidad. —Tecleó rápidamente—. Si puedo encontrar los parámetros del volumen definido y…
Siguió tecleando. Don y Carl permanecieron a su lado, observando embelesados.
—¡Maldita sea! —dijo Sarah—. No es cúbico… eso sería demasiado sencillo. Un prisma rectangular entonces. Pero ¿de qué dimensiones?
El cursor del ratón corría por la pantalla como un cohete pilotado por un científico loco.
—Bien —dijo ella, evidentemente hablando sola—. Si no son números enteros, podrían ser raíces cuadradas…
—¿Papi…?
Don se volvió. Emily lo miraba con los ojos como platos.
—¿Sí, cariño?
—¿Qué hace mami?
El la miró de nuevo. Sarah había puesto en marcha un programa gráfico; sospechó que en aquel momento su mujer se alegraba de haber comprado la tarjeta de alta resolución que Carl había pedido para poder jugar a sus juegos.
—Creo —dijo Don, volviéndose hacia su hija— que está haciendo historia.