9

El Gran Rey se sentó en la cama. Había escuchado un ruido tras las cortinas. Cassandane, la reina, se estremeció entre sueños. Una delgada mano le había rozado la cara. Pregunto:

—¿Qué pasa, sol de mi cielo?

—No sé —contestó él.

Su mano buscó el arma que siempre ponía bajo la almohada.

La mano de ella se le posó a él en el pecho y murmuré, súbitamente alarmada:

—No, es mucho. Tu corazón bate como un tambor de guerra.

—Quédate ahí —le ordenó él, saltando del lecho. La luz de la luna resplandecía sobre un cielo de púrpura intenso, visible a través de la ventana, rasgada hasta el suelo. Lanzó una confusa mirada a un espejo de bronce pulido, sintiendo el frío aire sobre la piel desnuda.

Un objeto metálico y oscuro, cuyo ocupante agarraba dos manivelas y, ocasionalmente, oprimía los diminutos controles de un cuadro de mandos, se deslizó por la ventana como una sombra. Aterrizó en la alfombra sin un sonido, y su ocupante salió de él. Era un hombre corpulento, que vestía una túnica griega y un casco.

—¡Manse! ¿Has vuelto?

—¡Habla más alto! —le reprendió Everard, sarcástico—. ¿Crees que nadie puede oírnos? Espero que no se fijasen en mí. Me posé directamente en el tejado y me dejé deslizar suavemente por antigravitación.

—Hay guardias junto a la puerta —explicó Dennison—, pero no entrarán mientras yo no grite o toque este batintín.

—Bueno. Vístete.

Dennison soltó su espada y quedó inmóvil un instante. Luego preguntó:

—¿Has encontrado salida?

—Quizá, quizá.

Everard apartó su mirada de Keith y sus dedos tabalearon sobre el cuadro de mandos de la máquina. Por fin dijo:

—Mira, Keith. Tengo una idea que puede resultar o no. Necesitaré tu ayuda para ponerla en práctica. Si resulta, puedes volver a casa. La oficina central de la Patrulla aceptará el hecho consumado y pasará por alto el quebrantamiento de algunas normas. Pero si falla, tendrás que volver a esta misma noche y seguir siendo Ciro toda tu vida. ¿Podrás hacerlo?

Dennison tembló de algo más que de frío. Respondió muy bajo:

—Creo que sí.

—Soy más fuerte que tú —explicó Everard rudamente—, y solo yo llevaré armas. Te volveré aquí por la fuerza. ¿Me obligarás a hacerlo? No; por favor.

—No lo haré —afirmó Dennison con un gran suspiro.

—Entonces, esperemos que las normas nos ayuden. Vamos, vístete. Te explicaré mi plan mientras viajamos. Di adiós a este año y confía en que no haya de ser «Hasta luego», porque si mi plan resulta, ni tú, ni yo, ni nadie volverá a verlo jamás.

Dennison, que se dirigía hacia un montón de ropas arrinconadas, para que un esclavo las retirase por la mañana, se detuvo y preguntó:

—¿Qué?

—Vamos a volver a escribir la Historia —explicó Everard—. O quizá a restaurarla tal como habría sido antes. No lo sé. Ven; salta a bordo.

—Pero…

—¡Rápido, hombre, rápido! Comprende que retrocedo al mismo día en que nos separamos, que en este momento me estoy arrastrando por las montañas con una pierna herida, con objeto de ayudarte. ¡Vamos, muévete!

La decisión se pintó en los ojos de Dennison. Sus facciones no eran visibles en la oscuridad, pero se le ovó decir, muy bajo y claro:

—Tengo que dar un adiós personalísimo.

—¿A quién?

—A Cassandane. Ha sido mi mujer aquí durante, ¡Dios mío!, catorce años, me ha dado tres hijos, me ha cuidado durante dos enfermedades y en un montón de accesos de desesperación, y una vez, con los medos a nuestras puertas, sacó a las mujeres de Pasargadae en nuestro apoyo, ¡y los vencimos! Dame cinco minutos, Manse.

—¡Conforme, conforme! Aunque temo que se tarde más en enviar a un eunuco a un cuarto y…

—Está aquí.

Everard quedó un momento como fulminado, pensando:

«Me esperabas esta noche y creías que podría llevarte junto a Cynthia. ¡Y ahora piensas en Cassandane!»

Y luego, cuando las yemas de sus dedos empezaron a lastimarse por lo fuertemente que asía el puño de su espada, rectificó.

«¡Oh, cállate, Everard! No seas tan moralista.» Ya volvía Dennison. Sin decir palabra, se vistió y trepó al asiento trasero del vehículo. Everard arrancó; instantáneamente, la habitación se desvaneció a sus ojos, y la luz de la luna les inundó ya sobre las lejanas colinas. Una ráfaga de aire frío los envolvía.

—¡Y ahora, a Ecbatana!

—Everard encendió el proyector y ajustó los mandos según los rumbos marcados en su mapa.

Dennison preguntó:

—Ec… ¡Ah!, ¿quieres decir Hagmatan, la antigua capital de la Media?

En su voz se advertía el asombro.

—Pero ¡si aquel palacio es sólo una residencia de verano ahora!

—Me refiero a la Ecbatana de hace treinta y seis años.

—¡Eh!

—Mira; todos los historiadores científicos estarán, en lo futuro, convencidos de que la historia de Ciro, tal como la relatan Herodoto y los persas, es pura fábula. Bien; quizá estén completamente en lo cierto. Quizá tus experiencias en el espacio-tiempo solo hayan sido ligeras desviaciones de aquellas que la Patrulla trata de corregir.

—Comprendo… —contestó Dennison lentamente.

—Tú has estado bastantes veces en la corte de Astiages, mientras fuiste su vasallo, supongo. Muy bien; guiame. Buscamos al viejo mamarracho, con preferencia solo y de noche.

—Dieciséis años es mucho tiempo —dijo Keith.

—¿Cómo?

—Si vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme ahora? Ven a buscarme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me sea familiar Ecbatana, pero…

—Lo siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos enviaría desterrados a otro planeta por correr tal riesgo.

—Bien; comprendo.

—Y tú —prosiguió Everard— no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo actual no hubiera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.

Accionó sus mandos. Keith se estremeció al exclamar:

—¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!

—Ya llegamos —afirmó Everard, girando el conmutador principal.

Se hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edificaciones. Everard buscó en las bolsas. Dijo:

—Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del Medio Mohenjodaro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a menudo este tipo de disfraces.

El aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.

Dennison pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:

—Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.

El edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiempo de los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más próxima. Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia, especialmente porque entonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se cree en las píldoras de vitaminas, y, posiblemente, con más razón. Unas lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron aterrados. A la puerta del regio dormitorio sacó la espada y llamó con el pomo.

—Empieza a hablar, Keith —ordenó—. Tú conoces la versión meda del ario.

—Abre, Astiages —rugió Dennison—. Abre al mensajero de Ahuramazda.

Con cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció. Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosamente vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.

Everard oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo seguir, diciendo:

¡Oh vasallo inicuo; la cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees que tu menor pensamiento, aunque se oculte en la oscuridad que lo engendró, está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el omnipotente Ahuramazda permitirá un hecho tan vil como el que meditas?…

Everard no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba, probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.

«Aún está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté; hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene todavía cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como rey.»

—Sabe, Astiages —proseguía Keith— que ese niño, Ciro, es el favorito del cielo. Y el cielo es misericordioso; estás advertido de que si manchas tu alma con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!

Astiages se arrastraba con la cara pegada al suelo.

¡Vámonos! —concluyó Dennison en inglés.

Everard saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior. La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carretera y de una corriente de agua. Hacía frío y aullaba un lobo.

Hizo aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de extrañeza.

—Me pregunto… —dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña— si no habremos puesto demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.

—Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que le infunda confianza —arguyó Everard tratando de ser realista—. Pero no creo que sea necesario. Apartará sus manos del príncipe; pero cuando un vasallo se rebela, ¡bueno!, será… bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso… ¿No tiene el rey que presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?

—Sí. Vamos de prisa.

—La luz del sol brillaba ardiente sobre Pasargadae. Dejaron su vehículo oculto y anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que formaban una corriente, celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocurrido, pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron, concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la Historia no ha recogido.

Al fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e hicieron acatamiento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de Persia.

—Es más joven que yo murmuró Dennison—. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más bajo… Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.

—¿Quieres quedarte a la fiesta? —propuso Everard.

—No —respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo—. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.

—¡Eso! —pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un rescatador.

«Como si nunca hubiera sucedido…»

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