10

Keith Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía memoria del número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles, detalles… Trataba de dominar su temblor.

Cynthia en persona abrió la puerta al acercarse él.

—¡Keith! —exclamó, casi interrogando.

El no pudo decir sino esto:

—Ya te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.

—Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, amor mío!

Le hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.

El miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.

El hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que tenía que reaprender. Y no sería fácil.

Ella levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había vivido con ella pocos meses. Cassandane le había llamado aquella misma mañana su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él quiso durante catorce años.

¡Oh, Keith! ¡Bien venido a casa! —dijo la voz aguda y breve de ella.

«¡A casa! —pensó él—. ¡Dios!»

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