7

Everard se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza baja. Al fin, repuso:

—No veo cómo.

Dennison se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:

—Lo temía. Cada año temía más que si la Patrulla me encontraba alguna vez… Pero ¡tú tienes que ayudarme!

—¡Te digo que no puedo! —y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió—: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.

—¿Estás seguro? —arguyó Keith a su espalda.

—Me enteré bien de los hechos antes de saltar aquí —respondió Everard con las mandíbulas apretadas—. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió que obtuvimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los persas son, por lo menos, tan importantes como ellos.

—Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:

Persia fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus propias leyes; que pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente; que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito cristianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo, que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y permitirás a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las otras diez tribus. Aun cuando ahora sea decadente, el Imperio persa será una matriz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del siglo XX.

Y Everard se volvió a Keith:

—Si los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo los bosques de Europa, mientras América queda sin descubrir… a tres mil años de este momento.

Dennison cedió.

—Sí —repuso—; ya lo pensé.

Paseó un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por minutos.

—Trece años más —murmuró, casi para sí mismo—. Dentro de trece años moriré en una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por otro, las circunstancias me obligarán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado a realizar, quieras o no, cuanto hice… Pese a todo lo que yo pueda enseñarle, sé que mi hijo Cambises resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar el Imperio. ¡Dios! —y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de su túnica.

—Perdóname —siguió—. Desprecio la autocompasión, pero no pude remediarlo.

Everard se sentó, evitando mirarle. Oyó el ronquido del aire en los pulmones de Dennison.

Por último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo en tono seco:

—Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.

—Puedo exponer tu problema al Cuartel general —dijo Everard con un dejo sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:

—Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servidumbre, concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades ilimitadas…, y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que resolverlo entre tú y yo.

Everard apretó las manos hasta clavarse las uñas.

—Me estás atormentando, Keith —declaró.

—Solo te estoy pidiendo que pienses en el problema. Y lo harás, ¡qué diablo!

De nuevo los puños se cerraron hasta sentir las uñas en la carne al oír el imperioso mandato del conquistador de Oriente. «El antiguo Keith jamás habría usado ese tono», pensó Everard, casi colérico. Luego, siguiendo en sus meditaciones, se dijo:

«Si tú no vuelves a casa; a Cynthia le digo que nunca lo harás, capaz será de venir aquí. Una chica extranjera más en el harén del rey no afectará a la Historia. Pero si antes de verla informo en el Cuartel general que el problema es insoluble (como lo es), entonces prohibirán el acceso al reino de Ciro y ella no podrá reunírsete.»

—Yo también he pensado en ello —murmuró Dennison, más calmado—. Conozco las consecuencias igual que tú. Pero mira; puedo enseñarte la cueva donde quedó mi máquina durante aquellas horas. Tú volverías a esos momentos, y cuando yo apareciese me prevendrías.

—No —replicó Everard—. No puede ser eso, por dos razones. Primera, y poderosa: que está prohibido por nuestras reglas. Cabría hacer una excepción, en diferentes circunstancias, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a suprimir completamente el futuro por complacer a un hombre.

«¿Y a una mujer? —siguió pensando—. ¿Lo haría yo? No estoy seguro. Creo que no. Sería más fácil que Cynthia ignorase los verdaderos hechos. Yo podría, usando mi autoridad de agente libre, mantener la verdad en secreto para los agentes inferiores, y solo decir a Cynthia que Keith había muerto irrevocablemente en circunstancias tales que nos obligaban a prohibir el acceso a esta época. Ella se afligiría cierto tiempo, pero es demasiado joven y sana para guardarle luto perpetuo. Desde luego, es una mala partida, pero… ¿sería más caballeroso a la larga dejar que viniese para permanecer en condición humillante y compartir a su Keith con lo menos media docena de princesas que se ve él obligado a desposar por razones políticas? ¿No resultaría preferible para ella una franca renuncia y una posibilidad de empezar nuevamente?»

—¡Bien! —dijo Dennison, interrumpiendo las meditaciones—. Solo indiqué la idea para saber si era factible. Pero debe de haber otro camino. Mira, Manse: hace dieciséis años existió una situación de la que ha derivado todo lo que ha seguido, no por capricho, sino por la pura lógica de los hechos. Supongamos que yo no me hubiese dejado ver aquel día. ¿No podía Harpago haber encontrado otro supuesto Ciro? La identidad del rey no importa nada. Otro Ciro habría obrado de modo diferente al mío en mil detalles. Pero si no era tonto rematado o loco, y, por el contrario, fuera razonablemente capaz y honesto —concédeme al menos que yo lo sea—, entonces su carrera hubiera sido igual a la mía en todos los detalles importantes, los que llegan a reflejarse en los libros de Historia. Eso lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos fundamentales, el tiempo siempre vuelve a su propia forma. Las pequeñas diferencias se borran con los días o los años. Solo puede restablecerse la huella de los momentos claves y su efecto se perpetúa en lugar de desvanecerse. ¡Tú lo sabes!

Permite que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré… esta misma noche.

—¿Dónde está tu saltatiempos?

Everard hizo un vago ademán.

—Colinas arriba.

Dennison se mesó la barba.

—No vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es prudente. No estoy seguro de poder contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.

—¡Yo no he dicho…! —exclamó Everard.

—No importa. No discutamos por eso —y Dennison suspiró—. Ve; vuelve a la época y mira lo que se puede hacer. ¿Quieres una escolta?

—No. No la creo necesaria. ¿Y tú?

—Tampoco. Hemos dado a este espacio más seguridad que tiene el Central Park.

—Eso no es decir mucho —y Everard le tendió la mano—. Ahora devuélveme mi caballo. Me disgustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado —Su mirada se encontró con la de Keith y añadió:

—Volveré. En persona. Sea cual fuere la decisión.

—Estoy seguro, Manse.

Salieron juntos, y juntos cumplieron las formalidades de informar a guardias y porteros. Dennison indicó la alcoba de palacio a cuya ventana —dijo— esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió lentamente del palacio.

Sentía vacío por dentro. En realidad, nada quedaba por hacer; pero había prometido regresar y comunicar la sentencia al soberano.

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