Capítulo 12

Snook acababa de salir rumbo a la mina cuando un coche desconocido se le acercó, los platos de las ruedas chorreando agua barrosa y amarillenta. La portezuela se abrió y Prudence se asomó reclinada sobre el asiento.

— ¿Dónde está Boyce? — dijo—. No veo su coche.

— Está en la mina instalando un nuevo instrumental. Justamente iba a verle.

— Entre, le llevaré hasta allí. Está demasiado mojado para caminar — después que Snook entrara, Prudence vaciló—. ¿No será peligroso que yo vaya a la mina?

— No hay problemas… Mis amigos se han marchado con los jeeps hace aproximadamente una hora.

— No eran sus amigos, Gil. Nunca debí decirle algo así.

— Yo no debí recordárselo. Es sólo… — Snook contuvo las palabras que le mostrarían vulnerable.

— ¿Sólo qué? — los ojos de Prudence se fijaron en los de él. Ella seguía girada hacia Snook, la falda y la blusa le ceñían el cuerpo en pliegues oblicuos. Dentro del coche, la opaca luz de la tarde se reducía a la insinuación de un crepúsculo. Las ventanillas empañadas por la lluvia ocultaban el resto del mundo, y Prudence ensayaba una de sus sonrisas burlonas y perfectas.

— Es sólo que no puedo evitar — dijo Snook, mientras el corazón le palpitaba lenta y poderosamente— dejar de pensar constantemente en usted.

— ¿…elaborando nuevos insultos?

Snook meneó la cabeza.

— Estoy celoso de ustedes dos, y es algo que nunca me había ocurrido antes. Cuando entré en el Commodore y la vi sentada con Boyce, sufrí el aguijonazo de los celos. Sé que es un disparate, pero me sentí como si él me hubiera quitado algo. Desde entonces… — Snook dejó morir la frase, pues realmente le costaba hilvanar las palabras.

— ¿Qué, Gil?

— ¿Sabe qué estoy haciendo ahora? — le sonrió—. Estoy tratando de hacerle el amor sin tocarla… Y no es fácil.

Prudence le tocó la mano y él vio en su cara el inicio de una ternura única y especial. Los labios de ella se entreabrieron lenta, casi forzadamente, y Snook ya se inclinaba para besarla cuando una portezuela trasera se abrió de repente y George Murphy irrumpió en el coche, la ropa de plástico salpicada y el aliento con olor a menta. El impacto del cuerpo hizo que el coche se balanceara.

— A esto se le llama suerte — dijo entrecortadamente Murphy—. Creí que tendría que caminar de regreso hasta la mina en medio del barro. ¡Qué día del demonio!

— Qué tal, George — una sensación de pérdida oprimía a Snook, la sensación de puertas al futuro cerradas con estrepitosa contundencia.

— ¿Van a la mina, verdad?

— Naturalmente — Prudence arrancó y avanzó colina abajo, y cambiando de humor con una rapidez que provocó a Snook un oscuro dolor, dijo— : Gil quiere probar un nuevo pico de plástico.

— Sin duda será mejor que esos de madera y acero, tan anticuados — cloqueó Murphy—. A menos… A menos…, ¿y qué ocurriría si tratáramos de hacer los mangos de madera y las hojas de acero?

— Demasiado revolucionario — Prudence le sonrió por encima del hombro—. Todos saben que los picos tienen que tener la hoja de madera.

Sin ánimo para bromas, Snook dijo:

— Acabo de recibir una llamada de Ogilvie… Ha ordenado que nos marcháramos de la mina.

— ¿Por qué?

— Supongo que es una petición razonable, desde su punto de vista — presentar las exigencias de la oposición le produjo a Snook un triste placer—. A Boyce le enviaron a la mina a ver fantasmas, no a materializarlos.

Encontraron a Ambrose y Quig a trescientos metros al sur de la boca de la mina, trabajando en un terreno chato y desolado que se utilizaba para amontonar cajas de embalaje, trastos viejos y partes de máquinas rotas. Ambrose había calculado que los avernianos se elevarían a lo sumo dos metros sobre la superficie, y había construido una improvisada plataforma de esa altura para instalar el equipo. Él y Quig estaban empapados, pero trajinaban en el lodo con una extraña alegría que a Snook le recordó a los soldados de la Gran Guerra alzando el pulgar frente a las cámaras de los corresponsales. Ya instalado sobre la plataforma, y cubierto por un lienzo de plástico, había un cubo voluminoso que Snook pensó debía ser la máquina Moncaster. Ambrose salió al encuentro del coche, y sonrió con incertidumbre cuando vio a Prudence.

— ¿Qué haces aquí? — dijo, abriendo la portezuela. Prudence se sacó un pañuelo de la manga y enjugó las gotas de la cara de Ambrose.

— Tengo olfato para la historia, mon ami. No pienso perderme este espectáculo… es decir, siempre que haya espectáculo.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó Ambrose, frunciendo el ceño.

Mientras Murphy se apeaba del coche y distribuía impermeables de plástico azul, Snook le explicó a Ambrose la llamada telefónica del presidente Ogilvie. Ambrose aceptó un impermeable, pero no hizo ademán de ponérselo, y la boca se le estiró en una línea dura y delgada mientras Snook le pasaba el informe. Había empezado a menear la cabeza lentamente, como un autómata, con monotonía, mucho antes que Snook terminara de hablar.

— No voy a detenerme — dijo con voz áspera e irreconocible—. Pese al presidente Ogilvie, y pese a quien fuere.


El teniente Curt Freeborn escuchó las palabras con una satisfacción profunda que contribuyó a aplacarle la angustia que le consumía desde hacía muchas horas.

Se quitó los auriculares del sistema de micrófonos, cuidando de no cambiar de posición el parche de gasa del ojo derecho, y los depositó en el maletín al lado del visor que acompañaba el equipo. Los extranjeros estaban a cientos de metros, completamente absortos en sus problemas, pero sin embargo el teniente se arrastró un largo trecho sobre las manos y las rodillas, para evitar el riesgo de que le vieran mientras abandonaba su puesto de observación. En cuanto salió de la jungla de ángulos del vertedero de basura, se puso de pie, se limpió el cieno y la hierba del impermeable, y avanzó apresuradamente hacia el portón de entrada. Ninguno de los guardias del edificio de seguridad se habría atrevido a interceptar sus movimientos, pero él les saludó amistosamente al dejar el perímetro alambrado. Tenía evidencias que justificarían una acción firme contra Snook y los demás y esa perspectiva le había levantado el ánimo. Más importante aún, tenía evidencias de su propia eficacia y valor como oficial del regimiento de Leopardos, evidencias que su tío tendría que aceptar.

Cruzó la calle sembrada de charcos, se guareció en un portal y sacó la radio de un bolsillo interior. Hubo una demora de escasos segundos mientras el operador local le conectaba con el despacho de su tío en Kisumu.

— Habla Curt — dijo llanamente al oír que su tío se identificaba—. ¿Puedes hablar tranquilo?

— Puedo hablar tranquilo, teniente. Pero no tengo ganas de hacerlo con usted — replicó el coronel Freeborn con la voz de un extraño; el hecho de que le interpelara formalmente era una mala señal.

— Acabo de hacer un reconocimiento de la mina por mi propia cuenta — dijo apresuradamente Curt—. He llegado lo bastante cerca para oír lo que decían Snook y el daktari…

— ¿Cómo ha logrado oírles, teniente?

— Eh…, con uno de los equipos K.80 de espionaje electrónico.

— Ya veo… ¿Y lo ha traído de vuelta?

— Desde luego — dijo indignado Curt—. ¿Por qué me lo preguntas?

— Simplemente quería saber si el señor Snook o su amigo Murphy no habían decidido quitárselo. Por lo que he sabido, usted les ha iniciado en el oficio de reventa de material del ejército…

Curt sintió que una aguja de hielo se le clavaba en la frente.

— Te has enterado de…

— Creo que todo Barandi se ha enterado… Incluso el presidente.

La sensación de frío punzante le hizo tiritar.

— No fue culpa mía. Mis hombres…

— Nada de llantos, teniente. Usted quiso divertirse con una blanca, olvidando cuál es mi opinión al respecto, y dejó que un par de civiles le desarmaran en un lugar público.

— Recobré las Uzi pocos minutos después — Curt no mencionó que su automática no había sido encontrada en el jeep.

— Podremos discutir la brillantez de su contraataque en otra ocasión, cuando usted me explique por qué no me informó del incidente — vociferó el coronel Freeborn—. Ahora esfúmese y no me haga perder más tiempo.

— Espera — dijo Curt, impaciente—, aún no has oído mi informe sobre la mina.

— ¿Y de qué se trata?

— No se irán. Planean seguir trabajando.

— ¿Y con eso?

— Pero el presidente quería que se marcharan — la reacción del tío desconcertó a Curt—. ¿No era una orden irrevocable?

— Las órdenes irrevocables han pasado de moda en Barandi — dijo el coronel.

— Para ti, tal vez — Curt sintió que se acercaba a un precipicio, pero no se detuvo—. Pero algunos de nosotros no nos hemos reblandecido por estar todo el día detrás de un escritorio.

— A partir de este momento queda usted suspendido de su servicio — dijo el tío con voz fría y distante.

— No puedes hacerme eso.

— Lo habría hecho antes de saber donde te ocultabas. Ya he hecho azotar a los tres soldados a los que contagiaste tu ineptitud y los he degradado a cocineros de rancho. En tu caso, sin embargo, creo que se impone una corte marcial.

— ¡No, tío! ¡No!

— Ese no es modo de dirigirse a un superior.

— Pero puedo echarles de la mina — dijo Curt, luchando contra la nota gemebunda que se le filtraba en la voz—. El presidente quedará complacido, y así todo…

— Suénese la nariz, teniente — ordenó el coronel—. Y cuando haya terminado de hacerlo, preséntese en el cuartel. Es todo.

Curt Freeborn miró incrédulamente la radio por un instante, luego entreabrió los dedos y la dejó caer al suelo de cemento. La minúscula señal luminosa siguió brillando como una colilla encendida en la creciente oscuridad. La aplastó con el talón metálico y luego salió bajo la lluvia, la cara lisa y joven tan impenetrable como la de una estatuilla de ébano.


Al caer la noche Ambrose ordenó un descanso y el grupo se metió bajo la plataforma para beber el café que él sirvió de una jarra grande. La lluvia había empezado a amainar un poco y un refrigerio, unido a la apretujada camaradería, volvió acogedor el precario refugio. Se les había unido Gene Helig quien contribuyó a la atmósfera de picnic con una bolsa de papel llena de chocolate y una botella de brandy sudafricano. Culver y Quig no tardaron en ponerse alegres por efectos del alcohol.

Durante la amistosa escaramuza, Snook se encontró dos veces de pie al lado de Prudence. Con la timidez de un escolar, intentó tocarle la mano con la esperanza de recrear hasta cierto punto aquel instante de intimidad, pero en ambas ocasiones ella se alejó, al parecer sin reparar en su presencia, dejándole apesadumbrado y solitario.

Automáticamente, Snook acudió a las medidas defensivas que había adoptado con éxito durante muchos años y en muchos países. Tiró el café de la taza, la llenó hasta el borde de brandy, se retiró a un extremo del refugio y encendió un cigarrillo. La bebida le encendió un fuego por dentro, pero las llamas libraban una batalla imposible contra la oscuridad que se intensificaba en la desolación circundante. Snook empezó a sentir la sombría convicción de que el proyecto de Ambrose terminaría en un desastre. Desvió los ojos con indiferencia cuando Ambrose se le acercó.

— No se desanime — le dijo Ambrose—. Por la mañana nos iremos de aquí.

— ¿Está seguro?

— Absolutamente. Había planeado seguir los otros puntos muertos superiores del cielo, pero todo se está poniendo muy difícil… Hoy he cancelado lo del helicóptero, y de todos modos dudo que me hubieran permitido utilizarlo.

Snook tragó más alcohol.

— Boyce, ¿por qué está tan seguro de que Felleth estará listo para intentar una transferencia la próxima vez que…

— Es un científico. Sabe tan bien como yo que mañana por la mañana las condiciones serán óptimas para el experimento.

— Óptimas, pero no únicas. He estado pensando en lo que dijo usted, y veo que cuando la superficie de Averno emerja habrá dos puntos muertos superiores; uno apuntando al norte, y el otro al sur. Pero eso sólo es aplicable a esta longitud, ¿verdad? ¿Y si se estuvieran desplazando? Con un poco de tiempo y un fondo financiero internacional, usted podría resolver el problema. ¿Y los polos? Allí tiene que haber muy poco movimiento, salvo el lateral…

— Parece que ha estado pensando en serio — Ambrose alzó la taza parodiando un brindis—. ¿Dónde conseguiríamos apoyo financiero internacional? En este momento la que trata de frenarnos es nada menos que la ONU…

— Pero esa es sólo una reacción inicial.

— ¿Qué quiere apostar?

— De acuerdo… Pero, ¿y en cuanto a lo demás?

— ¿Pueden los avernianos viajar a voluntad por el ecuador? ¿Tienen tierra en las zonas templadas? ¿Pueden llegar siquiera a los polos norte y sur?

Snook sondeó en su fragmentaria segunda memoria.

— No lo creo, pero…

— Créame, Gil. Mañana por la mañana es el momento apropiado para el experimento.

Snook se llevaba la taza a los labios cuando captó la significación de la última frase de Ambrose.

— Oiga… Es la segunda vez que lo ha llamado como experimento. ¿Significa eso que no todo está planeado y seguro?

— Claro que no — dijo Ambrose con una sonrisa extraña y resignada—. Ese papel que usted escribió hará avanzar veinte años nuestra ciencia nuclear cuando lo lleve a Estados Unidos, pero su amigo Felleth ha llevado muy lejos su física teórica. He observado todas sus ecuaciones e interacciones, pero con toda franqueza no estoy capacitado para saber si funcionarán o no. A mí me parece que son correctas, pero no estoy seguro de que Felleth tenga éxito. Además existe la posibilidad de que lo logre y muera al llegar.

Esta novedad dejó pasmado a Snook.

— ¿Y de todos modos lo intentará?

— Creí que lo entendería, Gil — dijo Ambrose—. Felleth tiene que correr este riesgo para demostrar que la transferencia es posible. Su pueblo necesita un rayo de esperanza, y lo necesita pronto. Por eso debemos seguir.

— Entonces… ¿Usted piensa que si demostramos que el sistema funciona, la Tierra después los recibirá?

Ambrose sonrió con elegancia, inclinando el cigarrillo con los labios como un galán cinematográfico.

— Aprenda a pensar en grande, Gil. Los tiempos están cambiando… Queda casi un siglo para evaluar las decisiones a tomar. Dentro de cincuenta años podríamos recoger a los avernianos en el cielo con naves espaciales.

— Bueno, mald… — Snook se sintió obligado a estrecharle la mano al otro—. ¿Sabe? Lo tenía considerado como un grandísimo hijo de perra.

— Lo soy — le aseguró Ambrose—. Es por pura suerte que esta vez tengo la posibilidad de disimularlo bien.

En ese momento se les unió George Murphy, que se acariciaba el vendaje de la mano derecha.

— Iré al hospital de la mina para que me den una inyección o algo. Creo que he hecho demasiado esfuerzo con esta mano.

— Le llevaré en coche — le dijo Ambrose.

— No. A pie llegaré en un par de minutos, la lluvia casi ha parado — Murphy se marchó en la oscuridad.

— Iré contigo — le dijo Snook, corriendo para alcanzarle.

Cuando se alejaron del foco de las lámparas portátiles de Ambrose el paso se volvió más difícil y ambos tuvieron que caminar con cuidado, aun con los Amplite puestos, hasta que llegaron al brumoso resplandor verde que rodeaba los edificios de la mina. El del hospital estaba tan oscuro y muerto como los demás.

— Aquí están las llaves — Murphy le entregó a Snook un racimo tintineante—. ¿Puedes buscarme la número ocho?

— Creo que sí. Si puedo reconstruir un motor de aviación, tendría que poder… — Snook guardó silencio un segundo, sondeando con las gafas el lugar en sombras, luego bajó la voz—. No mires, George, pero hay alguien detrás de ti.

— Qué curioso — susurró Murphy, tanteándose los cordones del impermeable con la mano izquierda—. Te iba a decir lo mismo.

— ¡Quietos! — quien vociferó la orden era un hombre joven y alto que había salido de detrás de una esquina del bajo edificio. Vestía impermeable militar y un casco con barras de teniente. Un parche de gasa blanca le cubría el ojo derecho. Cuando Snook reconoció a Curt Freeborn le invadió una profunda tristeza; miró a su alrededor para estimar las posibilidades de escabullirse, y vio que se les acercaban tres soldados con machetes desenvainados. Eran los mismos hombres que habían encontrado en Cullinan, y esta vez, al parecer, estaban decididos a que las cosas salieran de otro modo.

— ¡Vaya suerte! — dijo Freeborn—. Mis amigos favoritos… El gracioso hombre blanco y su amigo Tom.

Snook y Murphy se miraron en silencio.

— ¿Ninguna ocurrencia graciosa, señor Snook? — sonrió Freeborn—. ¿No se encuentra bien?

— Lo que me gustaría saber — dijo Murphy, tratando aún de desatarse los rígidos y resbaladizos cordeles de plástico del impermeable con la mano izquierda— es por qué cuatro presuntos Leopardos van por la oscuridad arrastrándose como ratas.

— No te hablaba a ti, basura.

— Calma, George — dijo ansiosamente Snook.

— Pero sin embargo es interesante — insistió Murphy—. El coronel, por ejemplo, habría llegado con todas las luces encendidas. A mí me parece que…

Freeborn cabeceó ligeramente, y casi de inmediato algo le dio a Murphy en la espalda. El impacto fue tan ruidoso, acompañado por el crujido sordo del plástico, que Snook pensó que el cabo había golpeado a Murphy con el flanco del machete. Luego vio que Murphy caía de rodillas y, con el rabillo del ojo, que el cabo extraía la hoja con dificultad. Aferró a Murphy y palpó la alarmante flojedad de los músculos y brazos; un peso muerto que le arrastraba inexorablemente al suelo. Snook se arrodilló para acunar a Murphy con su brazo izquierdo, y le abrió el impermeable de un tirón. Metió la mano dentro para tocarle el pecho y descubrió horrorizado que aunque el tajo había sido por la espalda, toda la región del pecho estaba bañada por una humedad caliente. La boca de Murphy se entreabrió, y aun muerto olía a menta.

— Eso ha sido demasiado rápido — le dijo Freeborn al cabo, la voz vagamente recriminatoria, el rostro imperturbable detrás de los Amplite—. Has despachado muy pronto al tío Tom.

Snook se volvió para insultarle, pero la garganta le ahogó las palabras, las palabras que de todos modos no habrían atinado a expresar todo su dolor y su odio. Estrechó el cuerpo de Murphy y en la mano derecha, embadurnada de sangre, encontró una forma angulosa y familiar. En ese momento era la forma más hermosa del mundo, con una perfección metálica que excedía a la de la escultura más valiosa. Sin levantar la cabeza, Snook miró en torno. Pudo ver cuatro pares de piernas, y tal como lo había deseado, todas estaban en su marco de visión. En un solo movimiento, soltó el cuerpo de Murphy y se incorporó con la automática en la mano.

Hubo un momento prolongado de silencio tenso y palpitante cuando encaró a los cuatro hombres.

— Podemos llegar a un acuerdo — dijo con calma el teniente Freeborn—. Sé que no apretará ese gatillo, pues ya ha esperado demasiado. Los de su clase necesitan actuar con el impulso del momento. Lo que acaba de ocurrir es lamentable, lo admito. Pero no hay razones para que no podamos reparar…

Snook le descerrajó un tiro en el estómago, y el cuerpo arqueado saltó contra la pared. Luego se volvió hacia los tres soldados, que ya echaban a correr. Empuñando la automática con ambas manos, apuntó al cabo y apretó de nuevo el gatillo. La bala le atravesó el hombro y le hizo dar un ridículo giro sobre sí, de tal modo que quedaron frente a frente. Snook disparó dos veces más, y cada vez el plástico del impermeable del cabo cimbró como una vela en la tormenta. Siguió disparando hasta que el hombre cayó y pudo tener la seguridad de que ya no volvería a moverse. Los otros dos se perdieron de vista.

El sonido y el movimiento cesaron.

Cuando al fin Snook recobró el dominio de sí mismo, inhaló profundamente, temblando, y se guardó la automática en el bolsillo. Sin mirar de nuevo a Murphy, regresó al lugar donde había dejado a su grupo. Cuando estuvo cerca, le salieron al encuentro con caras de ansiedad.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó Ambrose—. ¿Dónde está George?

Snook siguió caminando hasta que pudo quitarle a Quig la botella de brandy de entre los dedos, sin encontrar gran resistencia.

— George ha muerto. Nos hemos topado con el joven Freeborn y tres de sus hombres, y han matado a George.

— Oh, no — murmuró Prudence, y Snook se preguntó si ella había adivinado que se trataba del mismo grupo de Cullinan.

— Pero no es posible — dijo Ambrose, pálido y tenso—. ¿Por qué iban a dispararle a George?

Snook empinó la botella antes de menear la cabeza.

— Con George han utilizado una panga. Quien ha disparado he sido yo… Con esto — sacó la automática del bolsillo y la sostuvo a la luz para que pudieran verla. Tenía la mano ennegrecida de sangre.

— ¿Le has dado a alguno? — preguntó Helig con voz profesional.

Prudence miró el rostro de Snook.

— Sí, ¿no es cierto?

Él asintió.

— Le he dado al teniente Freeborn. Y al hombre que mató a George. A quemarropa.

— Esto huele muy mal, muchacho… ¿Me permites? — el periodista tomó la botella, se sirvió brandy en una taza y se la devolvió a Snook—. En media hora más este lugar será un hervidero de tropas.

— No hay más que hacer, entonces — dijo Ambrose con voz apesadumbrada—. Se acabó.

— Especialmente para George.

— Sé como se siente, Gil… Pero George Murphy alentaba este proyecto.

Snook pensó en Murphy, el hombre con el que había entablado amistad hacía apenas unos días, y le asombró lo poco que sabía de él. No tenía idea de dónde vivía, o siquiera si tenía familia. Todo cuanto sabía con certeza era que a Murphy le habían matado porque era valeroso y honesto, porque era leal con los amigos y los mineros que trabajaban para él. George Murphy habría querido que el proyecto de transferencia continuara, y cuanto más asombroso el resultado, mejor, pues cuanto mayor interés suscitara en el mundo, menos oportunidades habría de que se empleara la fuerza con los mineros.

— Tal vez nos quede tiempo — dijo Snook—. No creo que el joven Freeborn y su pandilla hayan actuado bajo órdenes. Si es que ha sido una iniciativa personal, lo más probable es que no les echen de menos hasta mañana.

Helig frunció el ceño dubitativamente.

— Yo no contaría con eso, muchacho. Los guardias del portón tienen que haber oído el tiroteo. Podría ocurrir cualquier cosa.

— Quien prefiera irse, mejor que se vaya ahora — dijo Ambrose—, yo me quedaré todo lo que pueda. Quizá tengamos suerte.

«¡Suerte!», pensó Snook. Se preguntaba hasta qué punto se podía relativizar el significado de una palabra. La botella de brandy aún tenía un tercio del contenido; dando por descontado que le correspondía, Snook se retiró al mismo rincón donde hacía apenas diez minutos había estado conversando con Ambrose. Diez minutos era un lapso muy breve, y sin embargo podrían haber sido años o siglos, pues le separaban de una época personal en que Murphy aún vivía. Su propia suerte, comprendía ahora, había empezado a abandonarle aquel día en Malaq hacía tres años, cuando respondió a la llamada de emergencia de la base aérea. Si examinaba más atentamente el encadenamiento de circunstancias, la emergencia provocada por el paso del Planeta de Thornton no había sido un acontecimiento aislado. Él había olvidado rápidamente ese vistazo a la esfera lívida en el cielo, pero los antiguos y los primitivos de hoy eran muy sabios al contemplar esas cosas como presagios de calamidades futuras. Averno había sufrido en ese momento, arrastrado fuera de la órbita. Y él, sin saberlo, había sido atrapado en el mismo maelstrom gravitacional. Boyce Ambrose, Prudence, George Murphy, Felleth, Curt Freeborn, Helig, Culver, Quig, no eran más que nombres de los asteroides que habían sido impulsados a una espiral fatídica cuyas fuerzas directrices emanaban de otro universo.

Mientras contemplaba la oscuridad bebiendo de la botella a sorbos regulares, Snook se negaba a admitir que la astronomía — la más remota e inhumana de las ciencias— hubiera ejercido en su vida un efecto tan devastador. Pero por supuesto se equivocaba al pensar que se trataba de algo remoto, especialmente ahora, cuando en diversos puntos del ecuador se avecinaba la era de la astronomía próxima. La gente podría ahora contemplar otro mundo desde una distancia de sólo unos metros. Y en pocos años más, cuando una vasta medialuna de Averno haya emergido de la Tierra, la astronomía quizá llegue a ser un entretenimiento masivo. En una noche oscura sería posible ver desde una colina, con las gafas de magniluct, la vasta cúpula luminosa del planeta extraño que abarcaba el horizonte y se elevaba en el cielo. La rotación de la Tierra permitiría a los observadores apreciar cada vez mejor la enormidad traslúcida del planeta, revelando detalles de las islas, las casas, la gente, y finalmente hundiría a los espectadores bajo la superficie de otro mundo; más tarde emergerían a la faz diurna, donde Averno resultaría invisible.

Snook descubrió que juguetear con pensamientos extravagantes le aliviaba de la angustia causada por la muerte de Murphy. Trató de visualizar la situación en unos treinta y cinco años más, cuando los dos mundos se superpusieran en sólo la mitad de un diámetro planetario. Cerca de las regiones ecuatoriales las dos enormes esferas se tocarían en ángulo recto, en cuyo caso los espectadores verían una pared vertical lanzándose hacia ellos a velocidad supersónica. En la superficie de esa pared, elevándose hacia el cielo también a velocidad supersónica, habría una procesión continua de detalles geográficos de Averno vistos directamente desde arriba. Se requeriría firmeza para no cerrar los ojos en el momento de la silenciosa intersección; pero el mayor espectáculo vendría al cabo de otros cincuenta años, cuando los dos mundos se hubieran separado por completo. Las direcciones del movimiento de rotación serían recíprocamente opuestas en el punto de contacto final. Para esa época las lentes de magniluct quizá se hubieran perfeccionado tanto que Averno parecería totalmente sólido. En ese caso habría instantes vertiginosos y desconcertantes en que sería posible ver la superficie de un mundo invertido pasando por encima de la cabeza del observador a una velocidad combinada de más de tres mil kilómetros por hora, bombardeando la visión con edificios y árboles suspendidos del suelo que, aunque insustanciales, atravesarían la percepción humana como los dientes de una sierra circular cósmica.

Y después, en el año 2091, vendría el espectáculo último, con el regreso del Planeta de Thornton.

El abismo que les separaba se habría dilatado en ese momento a casi cuatro mil kilómetros, lo cual significaría que para quienes usaran Amplite, Averno llenaría el cielo entero. La Tierra sería un planeta óptimo para observar la destrucción de un mundo…

Snook regresó abruptamente al presente, donde ya tenía bastantes problemas. Se preguntó si el resto del grupo, Prudence en particular, comprendían que él moriría pronto. Si lo comprendían, si ella lo comprendía, no se lo daban a entender. Podría haber prescindido de la simpatía de los demás, pero le habría hecho bien, mucho bien, que Prudence se le acercara con palabras de amor y pesadumbre y le permitiera acunarle la cabeza dorada en el hueco del brazo izquierdo. «Tu ombligo es una copa redonda que no necesita licor — pensó, recordando el antiguo cantar—, tu vientre es como una parva de trigo adornada con lirios.»

Ahora que lo pensaba, Snook empezaba a dudar de que el momento de intimidad en el coche de Prudence hubiera sido real. Otra posibilidad era que ella hubiera reaccionado tan distraídamente como si palmeara la cabeza de un cachorro perdido, y sin otra intención. La ironía era que aparentemente el gozaba de un extraño don telepático, pero para adivinar qué pasaba por la mente de una muchacha era tan torpe como un adolescente en su primera cita. A menos que uno estuviera rodeado por seres semejantes, la telepatía sólo serviría para intensificar la soledad, concluyó. No hay apartamento más solitario que aquel donde oyes los rumores de la fiesta del vecino.

Snook advirtió que se estaba emborrachando rápidamente, pero continuó bebiendo. Un cierto grado de embriaguez le permitiría aceptar con mayor facilidad el hecho de que no tenía modo de salir vivo de Barandi. También le permitía llegar a una decisión importante. Cuando llegara, el coronel Freeborn se dedicaría a buscar a Gilbert Snook, no a los demás integrantes del grupo. Y una vez que tuviera a Snook, probablemente le dedique toda su atención a él durante un buen tiempo, lo cual permitiría a Ambrose completar el gran experimento.

Por lo tanto era perfectamente lógico decidir que cuando los Leopardos llegaran a la mina, él les saldría al paso para entregarse.

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