SEGUNDA PARTE Espejos pulidos de mercurio flotante

«Con una inteligencia de un grado tan enormemente vasto comparada con la del hombre, los decápodos eran incapaces de concebir el hecho de que el hombre terrestre era una entidad pensante. Posiblemente, para el os el hombre no era más que un nuevo tipo de animal; sus edificios y su industria no les habrían impresionado más de lo que la vida comunitaria de una hormiga impresiona al hombre medio, aparte de su asombro ante las analogías que esa forma de vida guarda con la suya».

—Leslie Frances Stone,

Los cachorros humanos de Marte, 1936.

10

—¿Chris Carmody? ¿Qué ha hecho, venir andando hasta aquí? Sacúdase esa nieve de encima y entre. Soy Charlie Grogan.

Charlie Grogan, ingeniero jefe en el Paseo Globo Ocular, era un hombre grande, más robusto que gordo, y extendió su mano de buey hacia Chris para saludarlo. La cabeza llena de cabello, con canas en las sienes. Seguro de sí mismo, pero no agresivo.

—En realidad sí —dijo Chris—, he venido andando hasta aquí.

—¿No tiene coche?

No tenía coche, y había ido a Blind Lake sin ropa de invierno. Incluso su chaqueta sin forro era prestada. La nieve tendía a meterse por dentro del cuello del abrigo.

—Cuando trabajas en un edificio sin ventanas —dijo Grogan— aprendes a identificar pistas del tiempo que hace en el exterior. ¿Todavía estamos en este lado de la ventisca?

—Se nos está echando bastante encima.

—Oh-oh. Bueno, usted sabe, diciembre, uno tiene que esperar un poco de nieve en esta parte del país. Tuvimos suerte de pasar el Día de Acción de Gracias con tan solo unos pocos centímetros. Cuelgue allí su abrigo. Quítese también los zapatos. Aquí tenemos esas pequeñas zapatillas de goma, coja un par del estante. Esa cosa que lleva, ¿es una grabadora?

—Sí, así es.

—¿Entonces la entrevista ya ha empezado?

—A no ser que me diga que la apague.

—No, supongo que para eso es para lo que estamos aquí. Temí que quisiera hablar de la cuarentena. No sé más que cualquier otro. Pero Ari Weingart me dice que usted está trabajando en un libro.

—Un artículo extenso para una revista. Quizás un libro. Depende.

—¿Depende de si alguna vez nos van a volver a dejar salir de aquí?

—De eso y de si todavía hay un público para leerlo.

—Es como jugar a las películas, ¿no? Fingir que todavía vivimos en un mundo cuerdo. Fingir que tenemos trabajos útiles que desempeñar.

—Llámelo un acto de fe —dijo Chris.

—Lo que estoy preparado para hacer, mi acto de fe, supongo, es hacerle un pequeño tour por el Paseo y hablarle de su historia. ¿Es eso lo que quiere?

—Eso es lo que quiero, señor Grogan.

—Llámeme Charlie. Ya ha escrito un libro, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Sí, he oído hablar de ello. Un libro sobre Ted Galliano, aquel biólogo. Hay gente que dice que fue una especie de asesinato.

—¿Lo ha leído?

—No, y no se ofenda, pero no quiero hacerlo. Me presentaron a Galliano en una conferencia sobre computación biocuántica. Quizás fuera un genio con los antivirales, pero también era un gilipol as. A veces, cuando la gente se hace famosa, también se comporta un poco como si estuviera encantada de haberse conocido. No estaba contento a no ser que hablara con los medios o con grandes inversores.

—Creo que necesitaba sentirse como un héroe, ya lo mereciera o no. Pero no he venido aquí para hablar de Galliano.

—Tan solo quería aclarar las cosas. No es que no quiera leer el libro por usted. Si Galliano decidió tirarse de aquel acantilado con su moto seguramente no fue por su culpa.

—Gracias. ¿Qué tal si empezamos el tour?


El Paseo Globo Ocular era una réplica de la instalación de Crossbank, que Chris ya había visitado también. Al menos la estructura era idéntica. Las diferencias estaban en los detal es: nombres en las puertas, el color de las paredes. Se había instalado hacía poco algo de decoración poco entusiasta de motivos navideños, un festín de crespones verdes y rojos a la entrada de la cafetería, una guirnalda de papel y menorah en la biblioteca del personal.

Charlie Grogan llevaba unas gafas que le mostraban cosas que Chris no podía ver, como pequeños marcadores locales que le decían quién estaba en qué despacho, y cuando pasaron junto a una puerta donde ponía «ENDOESTÁTICA» Charlie tuvo una breve conversación (a través del micrófono de la garganta) con la persona que estaba dentro.

—Eh, qué tal, Ellie… Dándole duro… No, Boomer está bien, gracias por preguntar…

—¿Boomer? —preguntó Chris.

—Mi sabueso —dijo Charlie—. Boomer ya está entrado en años.

Se montaron en un ascensor y bajaron varias plantas, hasta el ambiente controlado del corazón del Paseo.

—Nos pondremos los trajes y a los tanques —dijo Charlie, pero cuando se acercaron a una gran puerta con un letrero donde se leía «EQUIPO ESTERILIZADO» vieron una pequeña luz roja parpadeando encima del quicio.

—Mantenimiento fuera de programación —explicó Charlie—. Nada de turistas ¿Está preparado para esperar una hora o dos?

—Si podemos hablar…

Chris siguió al ingeniero jefe de vuelta a la cafetería. Charlie no había comido; ni, por cierto, tampoco Chris. La comida era la misma que servían en el centro de ocio, el mismo arroz chino prefabricado y pollo al curry, y sandwiches entregados por el mismo camión negro semanal. El ingeniero cogió una cuña de jamón con centeno. Chris, todavía con frío a causa de su caminata hasta el Paseo, se decidió por la comida caliente. El aire en la cafetería era satisfactoriamente cálido y el olor de la cocina era rico y tranquilizador.

—Llevo bastante tiempo en este negocio —dijo Charlie—. No es que haya muchos novatos en Blind Lake, aparte de los estudiantes licenciados que van rotando por aquí. ¿Le contó Ari que estuve en el laboratorio de Berkeley con el doctor Gupta?

Tommy Gupta había realizado un trabajo pionero en arquitectura de redes neuronales autoevolutivas y en interfaces cuánticas.

—Entonces usted debería ser tan solo un estudiante.

—Sí. Gracias por darse cuenta. Aquello era de cuando utilizábamos chips Butov para elementos lógicos. Tiempos interesantes, aunque nadie sabía exactamente lo interesantes que se iban a poner.

—La aplicación astronómica —dijo Chris—, ¿también estaba metido?

—Un poco. Pero todo aquello resultó algo inesperado, por supuesto.

A decir verdad, Chris no necesitaba aquella charla introductoria. La historia era familiar, y todo periodista de astronomía general y ciencia popular de los últimos años había escrito alguna versión de la historia. Realmente, pensó, tan solo era el capítulo más reciente de la larga ambición de humana de ver lo que no se podía ver, embellecido con tecnología del siglo XXI. Había comenzado cuando la primera generación de observatorios de planetas de la NASA, los l amados Buscadores de Planetas Terrestres, identificaron tres planetas que podrían asemejarse en condiciones a la Tierra, orbitando cerca de estrellas parecidas al sol. Los BPT crecieron los Interferómetros de Alta Definición, que a su vez dieron paso al más ambicioso de todos los proyectos interferométricos ópticos, la serie Galileo, seis pequeñas pero complejas dotaciones de autómatas espaciales que operaban más al á de la órbita de Júpiter, enlazadas para crear un telescopio virtual con un inmenso poder de resolución. La serie Galileo, se dijo con el tiempo, podría hacer mapas de la forma de los continentes de mundos situados a cientos de años luz de distancia.

Y funcionó. Durante un tiempo. Después, la telemetría del Galileo comenzó a deteriorarse. La señal comenzó a perderse lenta pero inexorablemente en un período de meses. Después de un estudio intensivo, la NASA pudo localizar la fuente del fallo en unas pocas líneas erróneas en un código tan profundamente vinculado al funcionamiento del Galileo que no podía escribirse de nuevo. Aquel era un riesgo que la NASA había asumido desde el principio. El Galileo era por un lado muy complejo y por otro radicalmente inaccesible. No podía ser reparado in situ. Un triunfo tecnológico estaba a punto de convertirse en una broma incalculablemente cara.

—La NASA no tenía en aquel entonces un procesador O/CBE —dijo Charlie—, pero Gencorp les permitió utilizar el suyo.

—¿Trabajaba usted en Gencorp?

—Mantenía su hardware, sí. Gencorp estaba obteniendo buenos resultados haciendo proteinómicos. Se podía hacer lo mismo con una serie cuántica estándar, claro. Los ingenieros tendían a pensar que el O/CBE era innecesariamente complicado e impredecible, un fantástico talón de Aquiles, como una aspiradora con apéndice, decía la gente. Pero uno no puede discutir sus resultados. Gencorp obtuvo resultados mucho más rápidamente con una máquina O/CBE que lo que el Instituto Tecnológico de Massachussets podía conseguir utilizando tecnología BEC. Resultados mágicos.

—¿Mágicos?

—Inesperados. Contraintuitivos. Cualquiera que trabaje con programas autoadaptativos le dirá que no es como manejar un BEC, y que un BEC ya puede ser bastante extraño de por sí. Lo que yo no puedo decir, porque se supone que estoy en el nivel directivo y soy un tipo de persona que se guía por los hechos, es que un O/CBE simplemente… piensa de forma extraña. Pero es una explicación tan buena como otra cualquiera, porque nadie sabe realmente por qué un procesador CBE con una arquitectura orgánica abierta puede superar el funcionamiento de un procesador CBE. Es el puto fantasma de la máquina, perdón por mi francés. Y lo que nosotros hacemos en el agujero no son amperios y voltios sin más. Estamos atendiendo a algo que está muy cerca de estar vivo. Tiene sus días buenos y sus días malos…

Charlie se detuvo, como si se diera cuenta de que había sobrepasado los límites concedidos a la ingeniería. No quiere que escriba sobre esto, pensó Chris.

—¿De modo que usted fue a la NASA con el procesador O/CBE?

—La NASA acabó por comprar unos pocos cilindros a Gencorp. Era parte del paquete. Pero esa es otra historia. Vea, básicamente, el problema era este: conforme la señal de Galileo se hacía más débil, cada vez era más difícil separar la señal propiamente del ruido. Nuestro trabajo era extraer la señal, buscarla, separarla del resto de la basura de ondas de radio que el universo va vomitando. La gente me pregunta: «¿y cómo lo hicisteis?». Y yo tengo que contestarles: no lo hicimos, nadie lo hizo, tan solo dejamos el problema en manos del O/CBE y le dejamos generar respuestas provisionales y esperar a que alguna diera resultado. Cientos de miles de pruebas por segundo, como una especie invisible de ley evolutiva de Darwin, la supervivencia de los mejor adaptados, donde la definición de «mejor adaptados» significa éxito en extraer la señal de una base con ruido. Código que escribe código que escribe código, y código que se marchita y muere. Más códigos que todas las personas que han vivido jamás en toda la Tierra, casi más códigos que vida sobre la Tierra. Números que se van haciendo tan complejos como el ADN. La belleza radica en su imprevisibilidad. ¿Lo entiende?

—Creo que sí —dijo Chris. Le gustaba la elocuencia de Charlie. A él siempre le gustaba que sus entrevistados mostraran signos de pasión.

—Quiero decir, hicimos algo que era hermoso y misterioso. Muy hermoso. Muy misterioso.

—Y funcionó —apuntó Chris—. Señales sin ruido de fondo.

—Todo el mundo sabe que funcionó. Por supuesto, nosotros mismos no estábamos convencidos del todo, ni siquiera cuando estaba sucediendo. Tuvimos unos pocos de los que llamamos episodios de umbral. Casi lo llegamos a perder todo. Logramos una imagen muy clara, luego comenzamos a perderla, casi píxel a píxel. Aquello era el ruido que se sobreponía. Perdimos inteligibilidad. Pero en cada ocasión, el O/CBE logró salvar la situación. Sin nuestra intervención, ya sabe. Yo dirigía a los chalados de las matemáticas, porque hay obviamente un nivel en el que uno ya simplemente no puede extraer una señal que tenga sentido, cuando se ha perdido demasiado, pero las máquinas seguían apartando el ruido, conejo fuera del sombrero, presto. Hasta que un buen día…

—¿Hasta que un buen día?

—Hasta que un buen día un hombre trajeado entró en el laboratorio y dijo: «Chicos, tenemos confirmación de arriba, todas las terminales de Galileo han dejado de golpe de enviar señales, se han venido abajo, podéis preparar las maletas porque se cierra el chiringuito». Y mi jefa en aquel entonces, Kelly Fletcher, que ahora trabaja en Crossbank, se giró dando la espalda al monitor y dijo: «Bueno, puede ser, pero el caso es que todavía estamos procesando datos».

Charlie acabó su sandwich, se limpió la boca con una servilleta, apartó la silla de la mesa.

—Probablemente ahora ya podremos entrar en los tanques.


En Crossbank, Chris había hecho una visita guiada a los O/CBE desde el nivel de la galería. Pero no le habían invitado a las zonas de trabajo.

El traje esterilizado era cómodo y versátil (se le inyectaba aire fresco, tenía un amplio visor transparente), pero se sentía un poco claustrofóbico dentro de él. Charlie lo condujo a través de una puerta de acceso hasta la silenciosa cámara de ambiente misterioso del O/CBE. Los tanques eran cilindros de esmalte blanco, cada uno de ellos del tamaño de un camión pequeño. Estaban suspendidos en plataformas de aislamiento que filtraban cualquier vibración del suelo de la intensidad de un terremoto. Extrañas y delicadas máquinas.

—Podría acabar en cualquier momento —murmuró Chris.

—¿Qué quiere decir?

—Es algo que me contó un ingeniero en Crossbank. Me dijo que le gustaban las prisas, trabajar en un proceso que podría acabar en cualquier momento.

—Eso es una parte importante, seguro. Estas tecnologías son de un orden totalmente nuevo. —Pasó la pierna por encima de un montón de cables aislantes de teflón—. Estas máquinas están mirando planetas, pero diez años después de la primera conexión de la NASA todavía no sabemos cómo lo están haciendo.

O si lo están haciendo, pensó Chris. Había un buen número de escépticos que no creían que hubiera información real detrás de aquel as imágenes: que los O/CBE estaban simplemente… bueno, soñando.

—De modo que —dijo Charlie— estamos llevando a cabo dos proyectos de investigación a la vez: tipos en el Plaza intentando ordenar los datos, y gente aquí intentando formarse la idea de cómo obtenemos los datos. Pero no podemos observar con demasiado rigor. No podemos desmontar los O/CBE ni aplicarles rayos X o algo así de agresivo. Si lo mides, lo estropeas. Blind Lake no duplicó sin más las instalaciones de Crossbank: tuvimos que conducir nuestras máquinas a través del mismo proceso, a excepción de que aquí utilizamos los viejos interferómetros de alta definición en lugar de la serie Galileo. Fuimos bajando la intensidad de la señal a propósito hasta que las máquinas aprendieron el truco, cualquiera que este sea. Tan solo hay dos instalaciones como esta en el mundo, y los esfuerzos por crear una tercera han sido consistentemente infructuosos. Estamos haciendo equilibrios sobre la cabeza de un alfiler. Eso es de lo que hablaba el tipo de Crossbank. Algo absolutamente extraño y maravilloso está sucediendo aquí, y no lo comprendemos. Todo lo que podemos hacer es cuidarlo y esperar que no se canse y se desconecte. Podría acabar en cualquier momento. Claro que podría. Y por cualquier motivo.

Caminó con Chris, dejando atrás el último de los tanques de O/CBE, a través de una serie de salas hasta una habitación donde se quitaron los trajes esterilizados.

—Lo que tiene que recordar —le dijo Charlie— es que no diseñamos estas máquinas para que hicieran lo que hacen. No hay un proceso lineal, no hay un A luego un B y después un C. Simplemente lo pusimos en marcha, y lo que sucedió después fue un acto de Dios.

Se quitó el traje esterilizado sin dificultad y lo dejó en un montón de ropa para lavar.

Charlie lo condujo a través del sector más atareado del Paseo, dos gigantescas cámaras con las paredes prácticamente embaldosadas de monitores de video, habitaciones l enas de hombres y mujeres atentos revoloteando sobre pantallas cambiantes de ordenadores. A Chris le recordó las instalaciones de la NASA en Houston.

—Se parece a la sala de control de una misión espacial.

—Por una buena razón —dijo Charlie—, la NASA solía controlar la serie Galileo con interfaces como estas. Cuando los problemas se hicieron imposibles de manejar trasladaron su material a los O/CBE. Aquí es donde nos comunicamos con los tanques en materia de alineamiento, profundidad de campo, factores de enfoque y cosas de ese tipo.

Trabajando hasta el más mínimo detalle. Un monitor en la pared más alejada mostraba un video. Villa langosta. Excepto que Elaine tenía razón. Era un nombre que no le hacía ninguna justicia. Los aborígenes no se parecían ni remotamente a una langosta, excepto quizás por la textura rugosa de su piel. De hecho, Chris a menudo había pensado que había algo más de bovino en ellos, algo sobre su lentitud de movimientos de aire indiferente, aquellos grandes ojos blancos.

El Sujeto estaba en un cónclave de comida, bien metido en un pozo de comida débilmente iluminado. Había musgo y vainas vegetales por todas partes, y criaturas parecidas a gusanos arrastrándose a través de los húmedos desperdicios. Observar comer a aquellas criaturas, pensó Chris, era una forma genial de perder el apetito. Se volvió a Charlie Grogan.

—Sí —dijo Charlie—, podría acabar en cualquier momento, esa es la verdad. ¿Ustedes están en el centro de ocio, me dice Ari?

—Por ahora, en cualquier caso.

—¿Quiere que lo lleve de vuelta? Básicamente ya he acabado aquí por hoy.

Chris miró su reloj. Casi las cinco.

—Parece mejor que caminar.

—Si damos por hecho que han despejado la carretera de nieve.


Habían caído sus buenos cinco centímetros de nieve mientras Chris estuvo dentro del Paseo, y el viento había arreciado. Chris se encogió por el frío tan pronto salió al exterior. Había nacido y se había criado en el sur de California, y a pesar de todo el tiempo que había pasado en el este, aquel os duros inviernos todavía le afectaban. No era mal tiempo sin más, era un tiempo que te podía matar. Caminar en la dirección equivocada, perderse, morir de hipotermia antes del amanecer.

—Es malo este año —admitió Charlie—. La gente dice que son los casquetes de hielo que se están reduciendo, toda esa agua helada que fluye por el Pacífico. Tenemos todos esos frentes canadienses supercargados pasándose por aquí. Se irá acostumbrando después de un tiempo.

Quizás sea así, pensó Chris. De la misma forma en la que uno se acostumbra a vivir sitiado.

El coche de Charlie Grogan estaba estacionado en la planta más alta del aparcamiento, conectado a una toma de electricidad. Chris se deslizó con satisfacción en el asiento del pasajero. Era el coche de un soltero: el asiento trasero estaba lleno de revistas de crucigramas y juguetes para perros. En cuanto Charlie salió de la plaza de aparcamiento, los neumáticos resbalaron sobre la nieve condensada y la parte trasera del coche fue oscilando de un lado a otro hasta que finalmente se agarró al asfalto. Unas columnas de una luz áspera de sulfuro señalaban el camino hasta la carretera principal, centinelas abrigados en vórtices de nieve.

—Podría acabar en cualquier momento —dijo Chris—. Igual que la cuarentena. Podría acabar. Pero no lo hace.

—¿Ya ha apagado aquella grabadora?

—Sí. Quiere decir, ¿esto es para grabar? No. Es conversación.

—Viniendo de un periodista…

—No trabajo para los periódicos. Sinceramente, tan solo estaba pensando en voz alta. Podemos seguir hablando del tiempo si quiere.

—No pretendía faltarle al respeto.

—No lo ha hecho.

—El asunto Galliano acabó quemándolo, ¿eh? —Ahora, ¿quién estaba avasallando a quién? Pero sentía que le debía una respuesta sincera a aquel hombre—. No sé si se pueden decir esas cosas o no. Supongo que si uno cuenta los aspectos negativos de un héroe nacional, se expone a ciertos riesgos.

—Yo no pretendía empañar su reputación. Mucho de todo aquel o se lo merecía. —Ted Galliano había saltado a la fama nacional hacía veinte años al patentar una familia de medicinas antivirales de amplio espectro. También había hecho una fortuna fundando un trust farmacéutico de próxima generación para explotar aquellas patentes. Galliano era el prototipo del científico-empresario del siglo XXI, como Edison o Marconi en el XIX, también productos a su vez del ambiente comercial de su época, también bril antes. Como Edison o Marconi, se había convertido en un héroe público. Se había rodeado de los mejores expertos en genomas y proteínas. Una persona que naciera aquel día en la Commonwealth Continental tenía una esperanza de vida de cien años o más, y parte de el o se debía en no poca medida a las medicinas antivirales y antigeriátricas de Galliano.

Lo que Chris había descubierto era que Gal iano fue un cruel hombre de negocios y en ocasiones falto de escrúpulos, como lo había sido Edison. Había creado un grupo de presión en Washington para extender la protección de sus patentes; había expulsado fuera del mercado a competidores o los había absorbido a través de fusiones dudosas y sistemas de influencia; peor aún, Chris había encontrado fuentes que aseguraban que Galliano había estado implicado en evidentes manipulaciones ilegales de existencias. Su último gran esfuerzo comercial había sido una vacuna genómica contra la placa arteriosclerótica para nada perfecta y muy discutida, y su prospecto, sin embargo muy inflado, había hecho que Galtech almacenara existencias hasta un nivel enorme. Al final la burbuja había explotado, pero no antes de que Galliano y sus amigos se llevaran su buen montón de dinero.

—¿Pudo probar algo de aquel o?

—Hasta los últimos detal es, no. En cualquier caso, nunca pensé en aquel o como una biografía escandalosa. Él era un científico brillante. Cuando el libro salió a la venta tuvo una buena reacción inicial, parte de ella motivada por la envidia (la gente rica tiene enemigos), pero de forma contenida. Después Galliano sufrió su accidente, o se suicidó, dependiendo de a quién haga caso, y su familia redactó una nota pública en contra del libro. «Prensa amarilla empuja a benefactor hacia su muerte». También es una bonita historia.

—Estuvo en los tribunales ¿No es cierto?

—Testifiqué en una comisión del Congreso.

—Creo que leí algo de eso.

—Me amenazaron con meterme en prisión por desacato. Por no revelar mis fuentes. Algo que no habría servido de nada, en cualquier caso. Mis fuentes eran todas figuras públicas bien conocidas, y en la época del interrogatorio todos habían hecho declaraciones a favor de la postura de Galliano. Para entonces, para la opinión pública, Galliano era un santo muerto. Nadie quiere hacer una autopsia a un santo muerto.

—Mala suerte —dijo Charlie—. O mala planificación.

Chris vio las cascadas de nieve a través de la ventanil a de pasajeros. Nieve atrapada en la carrocería de los coches, nieve apilándose detrás de los retrovisores.

—O mal juicio. Me lancé contra uno de los más grandes molinos de viento del planeta. Fui muy ingenuo, no sabía cómo funcionaban las cosas.

—Aja. —Charlie condujo en silencio durante un tiempo—. Esta vez tiene una buena, sin embargo. La historia de la cuarentena de Blind Lake contada desde dentro.

—Dando por supuesto que alguno de nosotros va a salir de aquí alguna vez para contarla.

—¿Quiere que le deje enfrente del centro de ocio?

—Si no le aparta demasiado de su camino…

—No tengo prisa. Aunque Boomer probablemente tenga hambre. Creía que a todos los que no tenían un alojamiento de verdad les habían conseguido sitio en casas de la ciudad.

—Estoy en lista de espera. De hecho, tengo una entrevista mañana.

—¿Con quién le ha tocado?

—Un tal doctor Hauser.

—¿Marguerite Hauser? —Charlie sonrió de forma inescrutable—. Deben de estar poniendo juntos a todos los parias en un mismo lugar.

—¿Parias?

—Nada, olvídelo. No debería hablar del politiqueo del Plaza. Eh, Chris, ¿sabes lo bueno que tiene Boomer, mi perro?

—¿El qué?

—No tiene ni idea de la cuarentena. No sabe nada y no le importa, siempre y cuando tenga su comida a la hora en punto.

Afortunado Boomer, pensó Chris.

11

Tess se levantó a las siete, a la hora normal en la que se levantaba por la mañana los días de colegio, pero antes incluso de abrir los ojos ya sabía que aquel día no habría clase.

Había l ovido durante todo el día anterior y toda la noche. Y entonces, aquella mañana, incluso sin abrir las cortinas decoradas con motivos infantiles que tenía en la ventana de su dormitorio, pudo oír la nieve. La oía cayendo sobre el cristal, un sonido tan suave y débil como los susurros de los ratones, y oía también el silencio que la rodeaba. Nada de palas limpiando carreteras, nada de coches forzando sus ruedas, tan solo una nada vacía y blanca. Lo que significaba una gran nevada.

Escuchó a su madre haciendo ruido en la cocina escaleras abajo, murmurando para sí misma. No había prisa al í tampoco. Si Tess se volvía a dormir su madre probablemente la dejaría quedarse en la cama hasta más tarde. Era como una mañana de fin de semana, pensó Tess. Nada de levantarse de golpe, sino dejar fluir el mundo lentamente. Poco a poco abrió los ojos. La luz del día en su cuarto era tenue, casi líquida.

Se sentó, bostezó, se puso bien el camisón. La alfombra estaba fría al contacto con su pie descalzo. Empujó la cama cerca de la ventana y descorrió la cortina. La ventana estaba toda blanca, opaca de blancura. La nieve se había amontonado de forma impresionante en el alféizar, y dentro la humedad se había condensado formando tracerías de escarcha. Tess extendió la mano inmediatamente, no para tocar la ventana helada sino para rozar el cristal con la palma de la mano y sentir su frío contra la piel. Era casi como si la ventana estuviera expirando frescor dentro de la habitación. Puso cuidado en no alterar las delicadas líneas de hielo, las huellas bidimensionales de los copos de nieve como mapas de ciudades mágicas. El hielo estaba en el lado interior de la ventana, no en el exterior. El invierno había atravesado el cristal con su mano derecha, pensó Tess. El invierno había alcanzado el interior de su dormitorio.

Estuvo observando las formas de la escarcha durante bastante tiempo. Eran como palabras escritas que se negaban a revelar su significado. La última semana en clase, el señor Fleischer les había hablado sobre la simetría. Había hablado sobre los espejos y los copos de nieve. Había enseñado a la clase a doblar una hoja de papel y cortar patrones con tijeras. Y cuando abrías el papel, los cortes al azar se volvían preciosos. Se convertían en máscaras enigmáticas y en mariposas. Podías hacer lo mismo con pinturas. Manchar el papel de tinta, después doblarlo por la mitad mientras la tinta todavía estaba húmeda. Al abrirlo las manchas de tinta serían ojos o bocas o arcos o rayos de arco iris.

Las formas de la escarcha sobre la ventana eran más como copos de nieve, como si uno no hubiera doblado el papel una vez, sino dos, tres, cuatro… Pero nadie había doblado el cristal. ¿Cómo sabía el hielo qué formas hacer? ¿Tenía el hielo espejos dentro de él?

—¿Tess?

Su madre, en la ventana.

—Tess, son más de las nueve… Hoy no hay clase, pero ¿no te quieres levantar?

¿Más de las nueve? Miró al reloj de su mesilla de noche para confirmarlo. Nueve cero ocho. ¿Pero no eran las siete en punto hacía un momento?

Se echó hacia delante impulsivamente y puso su mano sobre el cristal, dejando una huella que se iba desvaneciendo.

—¡Voy!

Su mano se enfrió al instante.

—¿Cereales para desayunar?

—¡Copos de avena!

Casi había dicho «copos de nieve».


En el desayuno, la madre de Tessa le recordó que iba a venir un huésped aquel día, «suponiendo que despejen las calles para el mediodía». Aquello agradó inmensamente a Tess. Su madre iba a trabajar en casa durante todo el día, lo que lo hacía más parecido aún a un fin de semana, excepto por la posibilidad de aquel a nueva persona viniendo a la casa. Su madre le había explicado que algunos de los trabajadores de día estaban todavía durmiendo en el gimnasio del centro de ocio, que no era nada cómodo, y que le habían pedido a la gente con habitaciones libres que les ayudasen si podían. La madre de Tessa había sacado su equipo de hacer ejercicio, una cinta para correr y una bicicleta estática, de la pequeña habitación enmoquetada en el sótano junto al calefactor del agua. Ahora había allí una cama plegable. Tess se preguntó cómo sería tener a un extraño en el sótano. Compartir las comidas con un extraño.

Después del desayuno, su madre subió escaleras arriba para trabajar en su despacho.

—Sube y dime si necesitas lo que sea —le dijo.

Tess había visto a su madre menos de lo normal en los últimos días. Algo estaba pasando en su trabajo, algo que tenía que ver con el Sujeto. El Sujeto se estaba comportando de manera extraña. Había gente que pensaba que estaba enfermo. Aquellas preocupaciones habían absorbido la atención de su madre.

Tess, todavía en camisón, leyó durante un rato en el salón de estar. El libro se titulaba Más allá del cielo estrel ado. Era un libro sobre estrellas para niños, sobre cómo se formaban, cómo las estrellas viejas creaban nuevas estrellas, cómo los planetas y la gente se formaban a partir de su polvo condensado. Cuando se le cansaron los ojos puso el libro boca abajo y observó a la nieve amontonarse contra el cristal de la puerta. El mediodía se iba acercando poco a poco, y el cielo todavía estaba oscuro. Podía haberse preparado un sandwich para comer, pero decidió que no tenía hambre. Subió las escaleras, se vistió y l amó a la puerta de su madre para decirle que se iba afuera durante un rato.

—Te has abrochado mal los botones de la camisa —le dijo su madre, y salió al pasil o para abotonárselos bien. Le desordenó el pelo con la mano—. No te alejes mucho de casa.

—No.

—Y sacúdete las botas antes de entrar.

—Sí.

—Pantalones de nieve, no solo la chaqueta.

Tess asintió con la cabeza.

Estaba entusiasmada por salir fuera, aunque aquello significara luchar contra su traje de nieve en el pasil o, cálido y sudoroso. La nieve era tan profunda, tan prodigiosa, que sentía la necesidad de verla y sentirla desde más cerca. En una noche, pensó Tess, el mundo más allá de la puerta se había convertido en un sitio diferente y mucho más extraño. Terminó de atarse las botas y salió fuera. El aire no era tan frío como había esperado. Se sentía bien cuando l enaba profundamente sus pulmones de él y después lo dejaba salir de nuevo en bocanadas de humo. Pero la nieve que caía aquella mañana era diminuta y dura, para nada suave. Le mordía la piel de la cara.

Hileras de casas de la ciudad se extendían a su izquierda y a su derecha. En la casa de enfrente, la señora Colangelo estaba despejando su acceso a la carretera. Tess fingió no verla, preocupada porque la señora Colangelo le pidiese ayuda. Pero la señora Colangelo no le prestó atención; parecía inmersa en su tarea, con la cara enrojecida y los ojos entrecerrados, como si la nieve fuera su propio enemigo personal. Nubes blancas saltaban de la hoja de su pala y se dispersaban en el viento.

La nieve amontonada al lado del jardincillo exterior le l egaba a Tessa casi hasta los hombros. Soy pequeña, pensó. Su cabeza se alzaba sobre las dunas de nieve poco más de un metro, haciéndola sentirse no más alta que un perro. El punto de vista de un perro. Se contuvo las ganas de saltar y enterrarse en la blancura. Sabía que la nieve se le metería por el cuello del abrigo y tendría que volver dentro mucho antes.

En lugar de eso caminó junto a la acera a grandes pasos, imitando a los astronautas en la Luna. Habían quitado la nieve de la carretera principal, aunque la recién caída ya formaba una fina sábana sobre el asfalto. Las palas habían apartado tanta nieve a los lados que no se podía ver más al á. El árbol del jardín estaba tan cargado que sus ramas se habían convertido en arcos de catedral. Tess pasó por debajo y se maravilló de estar en una especie de caverna nívea. Podía haber sido un escondrijo perfecto de no ser por el aire helado que se colaba en su traje invernal y le hacía temblar de frío.

Estaba debajo del árbol cuando vio a un hombre caminando por la carretera (las aceras eran impracticables) hacia la casa.

Tess adivinó enseguida que aquel era el huésped. No l evaba mucha ropa de abrigo. El hombre se detuvo para comprobar los semilegibles números cubiertos de nieve de las casas. Caminó hasta que estuvo frente a la casa de Tessa; después sacó las manos de los bolsil os, fue avanzando a duras penas entre los montículos de nieve y se dirigió a la puerta. Tess se acurrucó en la sombra del árbol para que no la pudiera ver. Para cuando llamó al timbre, el hombre tenía nieve hasta las rodillas de sus pantalones vaqueros.

La madre de Tessa abrió la puerta. Le estrechó la mano al extraño. El hombre se sacudió la nieve y entró. La madre de Tessa se quedó durante un momento en la puerta, siguiendo con la mirada las huellas de las pisadas de su hija. Luego la localizó y le apuntó con la mano como si fuera una pistola. «Te tengo, vaquera», solía decirle en ocasiones como aquel a. Aquel a vez vocalizó las palabras sin hablar.

Tess se quedó bajo el refugio del árbol durante un rato. Observó cómo la señora Colangelo acababa de retirar la nieve de su acceso a la carretera. Vio un par de coches bajar por la calle con cuidado, como tanteando la velocidad. Decidió que le gustaban los días nevados de invierno. Cada superficie, incluso la gran ventana de la fachada frontal de su casa, estaba opaca y de una textura más rugosa, nada reflectante. Y en aquella escasez de superficies reflectantes no tenía miedo de ver de repente a la Chica del Espejo.

La Chica del Espejo a menudo posaba como un reflejo de Tess. Tess, sin saberlo, le devolvía la mirada a la Chica del Espejo desde el espejo del baño o del dormitorio, virtualmente indistinguible de su propio reflejo a excepción de los ojos, que eran inquisitivos, acuciantes y entrometidos. La Chica del Espejo hacía preguntas que nadie más podía oír. Preguntas tontas, a veces; en ocasiones preguntas adultas que Tess no sabía responder; a veces preguntas que la hacían sentirse inquieta e incómoda. Precisamente el día anterior la Chica del Espejo le había preguntado por qué las plantas del interior de la casa eran verdes y estaban vivas, mientras las de la cal e eran marrones y no tenían hojas. («Porque es invierno», había dicho Tess, exasperada. «Vete. No creo en ti».)

Pensar en la Chica del Espejo la ponía incómoda.

Comenzó a volver a casa. El césped del jardín que daba a la cal e estaba todavía repleto de zonas de nieve que nadie había pisado. Tess se detuvo y se quitó los guantes. Sus manos estaban ya frías, pero como se iba a meter en casa no le importaba. Las puso sobre la nieve impoluta, del color de una cuartil a en blanco. Las huellas de las manos quedaron impecablemente impresas, como imágenes en un espejo. Simétricas, pensó Tess.

Cuando l egó hasta la puerta oyó voces que provenían de dentro. Voces en alto. La voz enfadada de su madre. Tess entró en casa sin hacer ruido. Cerró con cuidado la puerta a su espalda. Sus botas dejaron caer montoncitos de nieve helada sobre la alfombrilla de entrada. Su gorro de lana de repente le picaba y era incómodo. Se lo quitó y lo tiró al suelo.

Su madre y el huésped estaban en la cocina, fuera de su vista. Tess escuchó cuidadosamente. El huésped estaba hablando.

—Mire, si es un problema para usted…

—Me crea un problema. —La voz de la madre de Tessa sonaba ultrajada y a la defensiva—. ¡Puto Ray…!

—¿Ray? Lo siento… ¿Quién es Ray?

—Mi ex.

—¿Y qué tiene que ver con esto?

—Ray Scutter. ¿El nombre le resulta familiar?

—Obviamente, pero…

—¿Cree que ha sido Ari Weingart el que lo ha enviado aquí?

—Él me dio su nombre y su dirección.

—Las intenciones de Ari son buenas, pero es la marioneta de Ray. Oh, joder. Lo siento. No, ya sé que no comprende lo que está ocurriendo…

—Podría explicarse —dijo el huésped.

Tess comprendió que su madre estaba hablando de su padre. Normalmente cuando eso ocurría no prestaba atención. Como cuando solían pelearse. Se lo sacaba de la cabeza. Pero aquella vez parecía interesante. Aquello tenía que ver con el huésped, que había adquirido un estatus intrigante simplemente por ser el objeto del enfado de su madre.

—No es por usted —dijo la madre de Tessa—. Quiero decir, mire, lo siento, no le conozco de nada… Es tan solo que su nombre circula mucho por ahí.

—Quizás debería irme.

—A causa de su libro. Esa es la razón por la cual Ray lo ha enviado aquí. No es que yo tenga mucha credibilidad en Blind Lake ahora mismo, señor Carmody, y Ray está poniendo lo mejor de sí mismo para acabar con cualquier apoyo que tenga. Si circula la noticia de que usted está viviendo aquí, serviría para confirmar muchas ideas preconcebidas.

—Sería poner juntos a todos los parias.

—Más o menos. Bueno, es extraño. Comprenda, no es que lo odie ni nada, es tan solo…

Tess se imaginó a su madre gesticulando con las manos como diciendo «bueno, ¿qué le vamos a hacer?».

—Doctora Hauser…

—Por favor, llámeme Marguerite.

—Marguerite, todo lo que estoy buscando realmente es alojamiento. Hablaré con Ari y veré si me puede conseguir algo más.

Hubo un largo momento de silencio que Tess asoció con la periódica infelicidad de su madre. Después el a continuó hablando.

—¿Está durmiendo en el gimnasio?

—Sí.

—Aja. Bueno, siéntese. Al menos entrará un poco en calor. Prepararé algo de café, si quiere.

El huésped vaciló.

—Si no es mucha molestia…

Ruido de las sillas de la cocina arrastradas por el suelo. Sin hacer ruido, Tess se sacó las botas y colgó su abrigo de nieve en el armario.

—¿Tiene mucho equipaje? —preguntó la madre de Tessa.

—Viajo sin mucho a cuestas.

—Lo siento si he parecido hostil.

—Estoy acostumbrado.

—No he leído su libro. Pero una escucha cosas.

—Seguro que escucha montones de cosas. Es la directora de Observación e Interpretación, ¿verdad?

—Del comité interdepartamental.

—¿Y qué es lo que hace Ray para fastidiarla?

—Es una larga historia.

—A veces las cosas no son como uno cree al principio.

—No lo estoy juzgando, señor Carmody. De veras.

—Y yo no estoy aquí para ponerla en una situación difícil.

Otro silencio. Cucharas removiéndose en tazas. Después la madre de Tessa rompió el silencio.

—Es un cuarto en el sótano. Nada maravilloso. Mejor que el gimnasio, sin embargo, supongo. Quizás se pueda quedar aquí mientras Ari le prepara otros posibles alojamientos.

—¿Es una oferta genuina o una oferta por lástima?

La madre de Tessa, que ya no estaba enfadada, se rió un poco.

—Una oferta de culpabilidad, quizás. Pero sincera.

Otro silencio.

—Entonces acepto —dijo el extraño—. Gracias.

Tess entró en la cocina para que la presentasen. Estaba secretamente emocionada. ¡Un huésped! Y uno que había escrito un libro. Era más de lo que había esperado.

Tess le estrechó la mano al huésped, un hombre muy alto que tenía el pelo oscuro y rizado, y era serio y educado. El huésped se quedó tomando el café y charlando con la madre de Tessa hasta casi la puesta del sol, cuando se fue para recoger sus cosas.

—Supongo que tenemos compañía al menos durante un tiempo —le dijo su madre—. No creo que el señor Carmody nos moleste mucho. Quizás no esté aquí durante demasiado tiempo, en cualquier caso.

Tess dijo que le parecía bien.

Jugó en su cuarto hasta la hora de la cena. La cena consistía en espagueti con salsa de tomate enlatada. El camión negro entregaba comida cada semana, y la comida se distribuía por raciones en el supermercado donde la gente compraba antes de la cuarentena. Eso significaba que uno no podía elegir lo que le gustaba. Todo el mundo tenía asignada la misma porción de frutas y verduras, tomate en lata y carne congelada.

Pero a Tess no le importaba comer espagueti. Y había pan con mantequil a y queso, y después peras de postre.

Después de la cena, el padre de Tessa llamó por teléfono. Desde la cuarentena era imposible telefonear o mandar correos electrónicos al exterior, pero todavía existía la comunicación básica a través de los servidores centrales de Blind Lake. Tess cogió la llamada en su propio teléfono, un teléfono de plástico de Mattel sin pantal a y sin mucha memoria. La voz de su padre en el teléfono de juguete sonaba pequeña y lejana. La primera cosa que le dijo fue:

—¿Estás bien?

Preguntaba lo mismo cada vez que llamaba. Tess respondió como siempre hacía.

—Sí.

—¿Estás segura, Tessa?

—Sí.

—¿Qué has hecho hoy?

—Jugar —dijo ella.

—¿En la nieve?

—Sí.

—¿Tuviste cuidado?

—Sí —dijo Tess, aunque no sabía exactamente con qué había que tener cuidado.

—Oí que hoy habéis tenido una visita.

—El huésped —dijo Tess. Se preguntó cómo su padre se había enterado tan rápidamente.

—Sí. ¿Qué te parece tener un huésped?

—Bien. No lo sé.

—¿Te cuida bien tu madre?

Otra pregunta que le resultaba familiar.

—Sí.

—Eso espero. Ya sabes, si hay algún problema por ahí, solo tienes que llamarme. Puedo pasar a recogerte.

—Lo sé.

—En cualquier caso, la próxima semana vuelves a casa conmigo. ¿Puedes esperar otra semana?

—Sí —dijo Tess.

—¿Serás una niña buena hasta entonces?

—Lo seré.

—Llámame si hay algún problema con tu madre.

—Lo haré.

—Te quiero, Tessa.

—Lo sé.

Tess puso el teléfono rosa de nuevo en su bolsillo.


El huésped volvió a la tarde-noche con una bolsa de lona. Dijo que ya había cenado. Se fue al sótano a trabajar un poco. Tess se fue a su cuarto.

El intrincado hielo del alféizar se había derretido durante el día, pero se había vuelto a formar después de la puesta de sol, con nuevas y diferentes simetrías que crecían como un jardín oculto. Tess se imaginó carreteras de cristal, casas de cristal, y criaturas cristalinas viviendo en ellas: ciudades de hielo, mundos de hielo.

Fuera, la nieve había dejado de caer y la temperatura había descendido. El cielo estaba muy despejado, y cuando frotó el hielo para quitarlo pudo ver muchas estrel as de invierno más al á del árbol de ramas caídas por la nieve y las torres del Hubble Plaza.

12

Chris había quedado con Elaine para cenar en el restaurante Sawyer, en la zona comercial. A pesar del racionamiento, Ari Weingart había presionado para mantener abiertos los restaurantes locales como lugares de encuentro, para sostener la moral de la población. Comidas calientes estrictamente al mediodía, tan solo sandwiches después de las tres de la tarde, nada de bebidas alcohólicas, nada de segundos platos, pero tampoco nada de cuentas: como nadie cobraba hubiera sido inútil intentar mantener la economía local sobre la base del dinero en metálico. Le habían dicho al personal que sus salarios les serían pagados en su totalidad cuando acabara la cuarentena, y a los clientes con cambio se les animaba a que dieran propina cuando lo consideran oportuno.

Aquel a tarde Chris y Elaine eran los únicos clientes. La nevada del día anterior había mantenido a la gente en casa. La única camarera que había aparecido era una adolescente que trabajaba a jornada partida, Laurel Brank, que se pasaba la mayor parte del tiempo en una esquina del cuarto leyendo La casa del horror en un lector de bolsillo y picando de una bolsa de Fritos.

—He oído que te han buscado alojamiento —dijo Elaine.

Un frente frío había seguido a la tormenta. El aire era limpio y amargo y el viento había arreciado, volviendo a extender la nieve del día anterior y haciendo vibrar las ventanas del restaurante.

—Estoy metido en medio de algo que no acabo de comprender. Weingart me citó con una mujer que se llama Marguerite Hauser y que vive con su hija en una casa al oeste de la ciudad.

—Conozco el nombre. Ha venido hace poco de Crossbank, dirige Observación e Interpretación. —Elaine había estado entrevistando a todos los altos cargos de Blind Lake. El tipo de entrevistas que Chris tendía a no poder conseguir, dada su reputación—. No he hablado con el a directamente, pero no parece tener muchos amigos.

—¿Enemigos?

—No exactamente enemigos. Es una recién llegada. Todavía es una especie de extraña. El problema con ella es…

—Su ex-marido.

—Eso es. Ray Scutter. Deduzco que fue un divorcio cáustico. Scutter ha estado hablando de el a a sus espaldas. Él no cree que esté cualificada para dirigir un departamento.

—¿Crees que tiene razón?

—No lo sé, pero su historial de trabajo es impecable. Ella nunca ha sido un gran talento como Ray y no tiene las mismas credenciales académicas, pero tampoco se ha equivocado tan espectacularmente como Ray. ¿Conoces el debate sobre inteligibilidad cultural?

—Algunas personas creen que eventualmente comprenderemos Villa langosta. Otros no.

—Si las langostas nos estuvieran observando a nosotros, ¿cuánto de lo que hacemos podrían el os comprender? Los pesimistas dicen que nada, o muy poco. Quizás podrían llegar a entender nuestro sistema de intercambio económico y algo de nuestra biología y tecnología, pero ¿cómo podrían interpretar a Picasso, o el cristianismo, o la guerra de los Boer, o Los hermanos Karamazov, o incluso el contenido emocional de una sonrisa? Pensamos todas nuestras señales para otras personas, y nuestras señales están implicadas en todos los tipos de idiosincrasias humanas, desde nuestra fisiología externa hasta la estructura de nuestro cerebro. Esa es la razón por la cual para hablar de las langostas los investigadores utilizan nomenclaturas tan extrañas como compartición de comida, intercambio económico, construcción de símbolos… Es como los europeos del siglo XIX, cuando intentaban comprender los lazos de parentesco de los Kwakiutl sin aprender su idioma y sin ser capaces de comunicarse con el os. Excepto que los europeos comparten impulsos y necesidades fundamentales con los indios, y nosotros no compartimos nada con las langostas.

—¿De modo que intentarlo es inútil?

—Un pesimista te diría que sí. Diría que recogiéramos información, la cotejáramos y aprendiéramos de el a, pero que nos olvidáramos de la idea de una comprensión última. Ray Scutter es una de estas personas. En una conferencia, una vez denominó a la idea de comprensión exocultural «un romántico espejismo comparable a la moda victoriana de contactar con los espíritus con tableros de ouija». Se ve a sí mismo como un materialista de pura cepa.

—No todo el mundo en Blind Lake comparte ese punto de vista —dijo Chris.

—Obviamente no. Existe otra escuela de pensamiento. De la cual la ex de Ray resulta ser uno de los miembros destacados.

—Optimistas.

—Podrías l amarlos así. El os argumentan que, aunque las langostas tienen formas psicológicas únicas en su comportamiento, son observables y pueden ser comprendidas. Una cultura es simplemente conducta aprendida modificada por la fisiología y el entorno. Se puede aprender, y por lo tanto es comprensible. Esta corriente piensa que si conocemos lo suficiente sobre la vida diaria de las langostas, la comprensión vendrá después inevitablemente. Defienden que todas las criaturas vivas comparten ciertas metas comunes, como la necesidad de reproducirse, la necesidad de alimentarse y de defecar, etcétera, y que ese es un espacio común suficiente como para pensar en las langostas como primos lejanos, antes que como formas de vida desconocida.

—Interesante. ¿Tú qué piensas?

—¿Qué pienso yo? —Elaine pareció asustarse por la pregunta—. Yo soy agnóstica. — Inclinó la cabeza—. Digamos que es 1944. Digamos que un extraterrestre está observando la Tierra, y supongamos que casualmente comienza por estudiar un campo de exterminio en Polonia. Observa cómo los nazis arrancan los dientes de oro de los judíos muertos, y se pregunta: ¿esto es conducta económica, o es parte de la cadena alimenticia, o qué? Trata de verle el sentido, pero nunca va a poder. Nunca. Porque algunas cosas simplemente no tienen sentido. Algunas cosas no tienen ningún puto sentido.

—¿Es eso lo que hay entre Ray y Marguerite? ¿Un debate filosófico?

—Es mucho más que meramente filosófico, al menos tal y como va la vida política de Blind Lake. Se crean y se destruyen carreras. El enorme interés que suscitó UMa47 vino dado por el descubrimiento de una cultura viva e inteligente, y allí es donde se concentra la mayor parte del tiempo y se prodiga la atención. Pero si la cultura de las langostas es estática y al final incomprensible, quizás eso sea un error. Hay planetólogos que mejor deberían estudiar la geología y el clima del planeta, hay incluso exozoólogos a los que les gustaría observar otras formas de vida. Estamos ignorando mucho a fin de observar a esos bichos. Los otros cinco planetas del sistema, por ejemplo. Ninguno de el os es habitable, pero todos son novedosos. Los astrónomos y cosmólogos han estado demandando una diversificación desde hace años.

—¿Quieres decir que Marguerite está en una posición minoritaria?

—No… La pluralidad de opinión ha formado parte intrínseca del estudio de Vil a langosta, al menos hasta el momento, pero el apoyo ya no es tan fuerte como solía serlo. Lo que Ray Scutter ha estado haciendo es intentar debilitar el apoyo a través de la diversificación. A él no le gusta estar limitado a un único sujeto, que ha sido la política de Marguerite.

—Ese es el quid de toda la cuestión, ¿no? Desde el bloqueo, quiero decir.

—Tan solo ha asumido una forma diferente. Algunas personas están empezando a proponer que se desconecte el Ojo.

—Si lo desconectas, no hay ninguna garantía de que vaya a funcionar de nuevo. Incluso Ray debe de saber eso.

—Por ahora tan solo son rumores. Pero la lógica es: estamos en un bloqueo a causa del Ojo, a causa de que alguien tiene miedo de lo que vayamos a ver. Desconecta el Ojo y el problema desaparece.

—Si la gente del exterior quisiera que lo desconectáramos, habrían podido acabar con el suministro de energía. Con tan solo una l amada a Minnesota Edison.

—Quizás quieren que sigamos corriendo para ver qué pasa. No sabemos la lógica de esto. El argumento dice que quizás seamos conejillos de indias. Quizás deberíamos apagar el interruptor del Ojo y ver si eso abre la celda.

—Sería una pérdida increíble para la ciencia.

—Pero a los trabajadores diurnos y el personal civil no tiene necesariamente por qué importarles. El os solo quieren ver a sus hijos o a sus parientes moribundos o a sus queridas. Incluso entre el personal investigador, algunas personas están comenzando a hablar de «opciones».

—¿Incluido Ray?

—Ray se guarda sus opiniones para sí mismo. Pero él fue un converso tardío a la causa de la Astrobiología. Ray creía en un universo estéril e inhabitable. Se arrimó al sol que más calentaba cuando tenía sentido para promocionar su carrera, pero sospecho que a una parte de él le disgusta toda este jaleo orgánico. De acuerdo con mis fuentes, no ha movido un solo dedo para que no se desconecte el Ojo. Pero tampoco ha dicho nada en el otro sentido. Es un político consumado. Probablemente está esperando a ver de dónde sopla el viento.

El viento golpeó la ventana. Elaine sonrió.

—Del norte —dijo Chris—, y con fuerza. Lo mejor será que vuelva.

—Lo que me recuerda algo. Tengo algo para ti. —Se agachó hacia su bolsa, que descansaba junto a sus pies—. Fui a sacar el «objetos perdidos» del centro de ocio.

Sacó una bufanda de punto de color marrón. Chris la aceptó agradecido.

—Para mantener el viento lejos del cuello —dijo Elaine—. Oí que saliste de expedición al Paseo para hablar con Charlie Grogan.

—Sí.

—Entonces, ¿has vuelto a trabajar?

—En cierto modo.

—Tienes talento para acabar.

—Elaine…

—No te preocupes. He terminado. Abrígate, Chris.

Pagó una propina por los dos y salió a la noche.


Marguerite le había dado una llave. Llamó a la puerta del unifamiliar después de venir desde el Sawyer. Agradecía la bufanda que le había dado Elaine, pero el viento era casi quirúrgico, y se clavaba desde una docena de ángulos. Las estrel as murmuraban en el cielo nocturno, brutalmente despejado.

Tuvo que l amar dos veces, y no fue Marguerite la que finalmente abrió la puerta, sino Tessa. La chica lo miró con solemnidad.

—¿Puedo entrar? —dijo él.

—Supongo que sí. —Dejó la puerta entreabierta.

Él cerró la puerta rápidamente a su espalda. Los dedos le quemaban en el aire cálido. Se quitó el abrigo y los zapatos llenos de nieve. Era una lástima que Elaine no le hubiera conseguido también un par de botas.

—¿Tu mamá no está en casa?

—Está en el piso de arriba —dijo Tess—. Trabajando.

La chica parecía agradable pero poco comunicativa, un poco mofletuda y de ojos grandes. A Chris le recordó a su hermana pequeña Porcia. Excepto por el hecho de que Porcia era una parlanchina. Observó con interés cómo Chris colgaba el abrigo.

—Hace frío fuera —dijo el a.

—Así es.

—Deberías conseguir ropas más abrigadas.

—Buena idea. ¿Tú crees que a tu mamá le importará si me hago un café?

Tess se encogió de hombros y siguió a Chris hasta la cocina. Encontró cucharillas para el café junto al fregadero, y después se sentó en la pequeña mesa mientras el café se iba haciendo, y el calor iba regresando a sus extremidades. Tess se sentó enfrente.

—¿Han abierto la escuela hoy? —preguntó Chris.

—Solo por la tarde. —La chica puso los codos sobre la mesa con las manos bajo la barbilla—. ¿Eres escritor?

—Sí —dijo Chris. Probablemente. Quizás.

—¿Has escrito un libro?

Era una pregunta inocente.

—La mayor parte del tiempo escribo para revistas. Pero una vez escribí un libro.

—¿Puedo verlo?

—No me he traído una copia.

Tess estaba claramente decepcionada. Se empezó a mecer en la silla, moviendo la cabeza rítmicamente.

—Quizás deberías decirle a tu mamá que estoy aquí —dijo Chris.

—No le gusta que la molesten cuando está trabajando.

—¿Trabaja siempre hasta tarde?

—No.

—Quizás debería subir a decir hola.

—No le gusta que la molesten —repitió Tess.

—Tan solo le daré un toque a la puerta. Veré si quiere café.

Tess se encogió de hombros y se quedó en la cocina.

Marguerite le había hecho un pequeño tour por la casa el día anterior. La puerta de su despacho estaba entreabierta, y Chris se aclaró la garganta para anunciar su llegada. Marguerite estaba sentada en un escritorio desordenado. Garabateaba notas en una libreta de bolsillo, pero su atención estaba volcada en la pantalla de la pared de enfrente.

—No le he oído llegar —dijo sin levantar la vista.

—Lo siento si interrumpo su trabajo.

—No estoy trabajando. No oficialmente, por lo menos. Tan solo estoy tratando de imaginar qué es lo que está pasando. —Volvió el rostro hacia él—. Eche un vistazo.

En la pantal a, el así l amado Sujeto estaba subiendo por una rampa, iluminado por la luz de unas pocas bombil as de tungsteno. El encuadre virtual flotaba detrás de él, manteniendo su torso centrado. Desde detrás, pensó Chris, el Sujeto parecía un luchador con un burka de cuero rojo.

—¿Adonde va?

—No tengo ni idea.

—Pensaba que era un tipo de hábitos muy regulares.

—Se supone que no utilizamos pronombres de género, pero entre nosotros, sí, es un tipo de hábitos muy regulares. En su horario habitual debería estar durmiendo. Si «dormir» es lo que hacen cuando están inmóviles en la oscuridad.

Aquel era el tipo de forma de hablar que había esperado del personal de Blind Lake.

—Lo hemos estado siguiendo durante más de un año —dijo Marguerite—, y no se ha apartado de su horario normal más de unos pocos minutos. Hasta hace poco. Hace unos pocos días estuvo dos horas en un cónclave de comida donde debería haber estado la mitad de tiempo. Su dieta ha cambiado. Sus interacciones sociales están disminuyendo. Y esta noche parece que tiene insomnio. Siéntese y observe si le interesa, señor Carmody.

—Chris —dijo él. Quitó una pila de ejemplares de Astrological Review de una sil a.

Marguerite se acercó a la puerta.

—¡Tess! —gritó.

—¿Sí? —se oyó desde abajo.

—¡Es la hora de bañarse!

Sonido de pisadas subiendo por las escaleras.

—No creo que necesite un baño.

—Sin embargo, te lo vas a dar. ¿Puedes prepararlo tú sola? Estoy más o menos ocupada.

—Supongo que sí.

—Llámame cuando esté listo.

Poco después, el sonido distante de un chorro de agua corriente.

Chris observó al Sujeto subiendo por otro camino en espiral. Estaba completamente solo, lo cual era inusual en sí mismo. Los aborígenes tendían a hacer las cosas en multitudes, aunque nunca compartían cámaras de dormir.

—Además, estos tipos son básicamente diurnos —dijo Marguerite—. Otra anomalía. Por el lugar al que se dirige… Eh, mira.

El Sujeto llegó hasta una arcada al aire libre y salió a la noche estrel ada alienígena.

—Nunca había estado aquí antes.

—¿Aquí dónde?

—Un mirador, situado más arriba de su torre. ¡Dios mío, qué vista!

El Sujeto caminó hasta una pequeña barandil a al borde de la plataforma. El encuadre virtual vaciló a su espalda y Chris pudo ver la ciudad langosta extendiéndose más al á del torso granular del Sujeto. Las torres piramidales alargadas tenían las puertas y los miradores iluminados por luces en las sendas públicas. Hormigueros y conchas de cauríes, pensó Chris, adornados con oro. Cuando Chris era pequeño sus padres solían ir a Mulholland Drive una o dos noches al año para ver las luces de Los Ángeles extendiéndose bajo sus pies. Era algo parecido a aquello. Casi tan gigantesco. Casi tan solitario.

La pequeña y veloz luna del planeta estaba l ena, y pudo discernir algo de las secas tierras más al á de los límites de la ciudad, las bajas montañas lejos al oeste, y un rizo de nubes altas empujadas por un fuerte viento. Espirales de polvo electrostáticamente cargado atravesaban los campos irrigados, formándose y disipándose con igual rapidez, como inmensos fantasmas.

Vio a Marguerite reprimir un pequeño escalofrío, mirando.

El Sujeto se aproximó a la barandilla erosionada del mirador. Se quedó de pie, como vacilando.

—¿Se va a suicidar? —dijo Chris.

—Espero que no. —Marguerite estaba en tensión—. Nunca hemos visto una conducta autodestructiva, pero somos nuevos aquí. ¡Dios, espero que no!

Pero el Sujeto permaneció inmóvil, como atento a algo.

—Está contemplando la vista —dijo Chris.

—Podría ser.

—¿Qué más si no?

—No lo sabemos. Eso es por lo que no atribuimos motivación. Si yo estuviera allí, estaría mirando la vista; pero quizás él esté disfrutando la presión del aire, o quizás está esperando encontrarse con alguien, o quizás se ha perdido y esté confuso. Se trata de complejas criaturas inteligentes con historias y con imperativos biológicos que nadie pretende siquiera comprender. Ni siquiera sabemos lo buena que es su visión. Quizás no esté viendo lo que nosotros vemos.

—Aun y todo —dijo Chris—, si tuviera que apostar, diría que está admirando la vista.

Aquel o le valió una breve sonrisa.

—Nosotros podemos pensar cosas como esas —admitió Marguerite—, pero no debemos decirlas.

—¡Mamá! —desde el baño.

—Estaré allá en un segundo. ¡Sécate! —Se incorporó—. Hora de l evar a Tess a la cama, me temo.

—¿Le importa si me quedo mirando un poco más?

—Supongo que no. Llámeme si se pone interesante. Todo esto se está grabando, por supuesto, pero no hay nada como el directo. Pero quizás no haga nada de nada. Cuando se quedan quietos de pie a menudo están así durante horas.

—No es el planeta de la diversión —dijo Chris.

—Estaría muy bien que pudiéramos sacar partido de su tiempo estático y pudiéramos mirar la ciudad. Pero preparar al Ojo para seguir a un único individuo ha sido un pequeño milagro en sí mismo. Si miramos hacia otro lado quizás lo perdamos. No espere demasiado de él.

Ella tenía razón sobre el Sujeto: se quedó absolutamente inmóvil ante la gran vista de la noche. Chris observó los lejanos demonios de polvo, inmensos e inmateriales, cabalgando a través de las llanuras iluminadas por la luz de la luna. Se preguntó si hacían ruido en la relativamente fina atmósfera de aquel mundo. Se preguntó si el aire era cálido o frío, si el Sujeto era sensible a la temperatura. Toda aquel a conducta anómala, y sin forma de adivinar los pensamientos que circulaban por aquel a cabeza perfectamente captada pero inescrutable. ¿Qué significaba la soledad para unas criaturas que no estaban nunca solas excepto de noche?

Escuchó el agradable sonido de Marguerite y Tess hablando en voz baja, Marguerite metiendo a su hija en la cama. Una risa. Al rato, Marguerite apareció otra vez en la puerta.

—¿Se ha movido?

La luna se había movido. Las estrel as se habían movido. El Sujeto no.

—No.

—Estoy haciendo un poco de té, si quiere una taza…

—Gracias —dijo Chris—, me gustaría. Yo…

Pero entonces se escuchó el inconfundible sonido de un cristal roto, seguido del agudo y penetrante grito de Tess.


Chris entró en el dormitorio de la niña detrás de Marguerite.

Tess todavía estaba sol ozando con fuerza. Estaba sentada al borde de la cama, con la mano derecha apretando la cintura de su camisón de franela. Había manchas de sangre por el cubrecamas.

El cristal inferior de la ventana del dormitorio estaba roto. Varios fragmentos permanecían en el quicio de la ventana dándole un aspecto de sierra, mientras el aire helado entraba a ráfagas en la habitación. Marguerite se arrodilló junto a la cama, levantando a Tessa para apartarla de los cristales rotos.

—Enséñame la mano —dijo.

—¡No!

—Sí. No va a pasar nada. Enséñame.

Tess giró la cabeza hacia atrás, apretó los ojos y extendió su puño apretado. La sangre se escapaba de entre sus dedos y corría por los nudillos. El camisón estaba manchado de sangre roja fresca. Los ojos de Marguerite se abrieron de par en par, pero apartó con resolución los dedos a Tess para poder ver la herida.

—Tess, ¿qué ha pasado?

La niña tomó aire para responder.

—Me apoyé en la ventana.

—¿Te apoyaste en ella?

—¡Sí!

Chris comprendió que se trataba de una mentira y que Marguerite fingía creerla, como si las dos supieran lo que realmente había sucedido. Que era más de lo que él comprendía. Hizo una bola con una manta y la encajó en el hueco de la ventana.

La sangre seguía manando de la palma herida de la mano derecha de Tessa, como un pequeño lago. Esta vez Marguerite no pudo contener un gemido ahogado de asombro.

—¿Hay restos de cristales en la herida? —dijo Chris.

—No sabría decirlo… No, creo que no.

—Necesitamos hacer un poco de presión en la herida. Y le van a tener que dar unos puntos. —Tess emitió un quejido de alarma—. No pasa nada —le dijo Chris—. Esto mismo le pasó una vez a mi hermana pequeña. Se cayó con un vaso en la mano y se cortó. Más que tú. Después alardeaba de el o. Decía que era la única que no estaba asustada. El médico la curó.

—¿Cuántos años tenía?

—Trece.

—Yo tengo once —dijo Tess, calibrando su coraje contra aquella nueva marca.

—Hay una gasa en el armario del baño —dijo Marguerite—. ¿Podrías traerla, Chris?

Cogió la gasa y un vendaje elástico marrón. A Marguerite le temblaban las manos, de modo que Chris presionó la gasa sobre la palma de la mano de Tessa y le dijo que apretara el puño sobre el a. La gasa se tornó inmediatamente roja.

—Tenemos que llevarla a la clínica —dijo él—. ¿Por qué no me das las l aves del coche? Yo lo iré arrancando mientras tú la vistes.

—De acuerdo. Las l aves están en mi monedero, en la cocina. Tess, ¿puedes venir conmigo? Ten cuidado con los pedazos de cristal del suelo.

Fue dejando manchas de sangre en la moqueta por todas las escaleras.


El centro médico de Blind Lake, un conjunto de oficinas al este del Hubble Plaza, tenía abierto un servicio de urgencia de veinticuatro horas. La enfermera del mostrador observó brevemente a Tess, y después las llevó a una sala de curas. Chris se sentó en recepción y hojeó revistas de viajes de hacía seis meses mientras escuchaba suaves canciones pop procedentes del techo.

Por lo que había visto, la herida de Tessa era de poca gravedad y la clínica estaba equipada para tratarla. Mejor no pensar en qué hubiera ocurrido si la herida hubiese sido más grave. La clínica estaba bien equipada, pero no era un hospital.

Ella se había «apoyado» en la ventana. Pero uno no rompe una ventana como esa solo por apoyarse. Tess había mentido, y Marguerite había reconocido la mentira y había adivinado de qué se trataba. Algo de lo que no había querido hablar delante de un extraño. Algún problema relacionado con su hija, supuso él. Enfado, depresión, trauma postdivorcio. Pero la chica no le había parecido irritable o depresiva cuando había hablado con ella en la cocina. Y recordaba el sonido de su risa fácil desde el dormitorio justo poco antes del accidente.

No es asunto mío, se dijo. Tess le recordaba un poco a su hermana Porcia; había algo de la misma afabilidad inocente en ella, pero eso no cambiaba las cosas. Él había renunciado a dar consuelo a los afligidos y afligir a los que no necesitaban consuelo. No era muy bueno en aquel a materia. Todas sus cruzadas habían terminado mal.

Marguerite salió de la sala de tratamientos temblando y manchada con la sangre de su hija, pero claramente más tranquila.

—Le han limpiado la herida y se la han suturado —le dijo a Chris—. Ha sido muy valiente una vez que ha visto al médico. La historia sobre tu hermana ha ayudado, creo.

—Me alegro.

—Gracias por tu ayuda. La podía haber traído hasta aquí yo misma, pero hubiera sido mucho más complicado. Y Tess se habría asustado más.

—No hay de qué.

—Le han dado un analgésico. El doctor dice que podemos irnos a casa en cuanto le haga efecto. Aunque tendrá que mantener la mano inmóvil durante unos pocos días.

—¿Has telefoneado a su padre?

Marguerite pareció instantáneamente abatida.

—No, pero supongo que debería. Tan solo espero que no sea demasiado cáustico. Ray es… —Se detuvo—. No creo que te interesen mis problemas.

Francamente no, no le interesaban.

—Lo siento —dijo ella, y sacó su teléfono para hablar en una esquina un poco alejada de la sala de espera.

A pesar de sus mejores intenciones, Chris prestó un poco de atención a la conversación. La forma en la que hablaba a su ex-marido era instructiva. Cuidadosamente despreocupada al principio. Explicando el accidente con tranquilidad, entendiéndolo, después dócil ante su respuesta.

—En la clínica —dijo el a finalmente—. Yo… —una pausa—. No. No. —Pausa—. No es necesario, Ray. No. Estás sacando las cosas de quicio. —Larga pausa—. Eso no es cierto. Sabes que no es cierto.

Cortó la comunicación sin decir adiós y se tomó un momento para serenarse. Después cruzó la sala de espera entre hileras de muebles genéricos de hospital con los labios apretados, el cabello desordenado y la ropa manchada de sangre. Había una rígida dignidad en la forma en la que se conducía, un rechazo implícito a lo que fuera que Ray Scutter le hubiera dicho.

—Lo siento —dijo—, pero ¿te importaría salir y arrancar el coche? Iré a recoger a Tess. Creo que estará mejor en casa.

Otra mentira educada, pero con una urgencia soterrada implícita. Él asintió.

En el camino que había entre la clínica y el aparcamiento hacía frío y soplaba el viento. Se alegró de meterse dentro del pequeño coche de Marguerite y encender el motor. El calor comenzó a emanar de los conductos del suelo. La calle estaba vacía, barrida por hileras sinuosas de nieve. Las estrellas todavía estaban brillantes, y en el horizonte del sureste pudo divisar las luces de posición de un distante reactor. De alguna forma los aviones continuaban volando; de alguna forma el mundo todavía seguía adelante con sus tareas.

Marguerite salió de la clínica con Tess unos diez minutos más tarde, pero todavía no había l egado hasta el coche cuando otro vehículo llegó rugiendo al aparcamiento y chilló al frenar.

El coche de Ray Scutter. Marguerite observó con visible aprensión a su ex-marido saliendo del vehículo y dirigiéndose hacia ella con paso rápido y agresivo.

Chris se aseguró de que la puerta del copiloto no tuviera el seguro puesto. Lo mejor era evitar una confrontación. Ray tenía una mirada de búfalo salvaje. Pero Marguerite no llegó al coche antes de que Ray le pusiera la mano en el hombro.

Marguerite mantuvo la mirada de su ex-marido, pero empujó a Tess detrás de ella, protegiéndola. Tess metió la mano herida dentro de su abrigo de invierno. Chris no podía entender lo que Ray estaba diciendo. Todo lo que podía oír por encima del ruido del motor eran algunas pocas consonantes a voz en grito.

Era la hora de ser valiente. Odiaba ser valiente. Eso era lo que la gente solía decirle sobre su libro, al menos antes de que Galliano se suicidase. «Qué valiente fuiste para escribirlo». La valentía nunca le había llevado a ningún lugar.

Salió del coche y abrió la puerta trasera para que Tess entrara.

Ray le dirigió una mirada de incredulidad.

—¿Quién coño eres tú?

—Chris Carmody.

—Me ayudó a traer a Tess hasta aquí —dijo rápidamente Marguerite.

—Ahora mismo lo que necesita es volver a casa —dijo Chris. Tess ya se había colado rápidamente en el asiento trasero, a pesar de la aparatosidad de la venda de su mano.

—Salta a la vista —dijo Scutter, con los ojos estrechados y fijados en Chris— que allí no está segura.

—Ray —le dijo Marguerite—, tenemos un acuerdo…

—Tenemos un acuerdo escrito antes del bloqueo por un abogado con el que no puedo contactar. —Ray había dominado los tonos vocales de su impaciencia de toro furioso para quejarse y ordenar a partes iguales—. No puedo confiar de ninguna manera en ti cuando permites que sucedan cosas como esta.

—Ha sido un accidente. Los accidentes pasan.

—Los accidentes pasan cuando a los niños no se los vigila. ¿Qué estabas haciendo, observando al puto Sujeto?

Marguerite comenzó a balbucir una respuesta.

—Sucedió después de que Tess se fuera a la cama —intervino Chris. Le hizo un gesto discreto a Marguerite para que subiera al coche.

—Tú eres aquel periodista… ¿Qué sabes de todo esto?

—Yo estaba allí.

Marguerite captó la insinuación y se subió al coche. Ray parecía frustrado y doblemente irritado cuando oyó el sonido del portazo.

—Me l evo a mi hija conmigo —dijo él.

—No, señor —dijo Chris—. Me temo que esta noche no.

Mantuvo el contacto visual con Ray mientras se sentaba detrás del volante. Tess comenzó a l orar en silencio en el asiento trasero. Ray se inclinó sobre la puerta del coche, pero lo que fuera que gritara era inaudible. Chris empezó a avanzar, pero no antes de que Scutter acertara a dar una patada al parachoques trasero.

Marguerite consoló a su hija. Chris condujo con cuidado a causa de las placas de hielo, hasta salir del aparcamiento de la clínica. Ray podía haberse montado en su coche y seguirlos, pero aparentemente había elegido no hacerlo; lo último que vio de él a través del espejo retrovisor era su figura de pie, l ena de una rabia impotente.

—Odia que lo vean en ese estado —dijo Marguerite—. Lo siento. Creo que te has hecho un enemigo esta noche.

Sin duda. Chris comprendía la alquimia por la cual un hombre podía ser una persona encantadora en público pero brutal de puertas adentro. La crueldad como un último recurso en la intimidad. A los hombres generalmente no les gustaba que los vieran en ese acto.

—Tengo que darte las gracias de nuevo —añadió ella—. Lo siento de veras.

—No es culpa tuya.

—Si quieres buscar otro sitio donde dormir, lo comprenderé.

—El sótano sigue siendo más cálido que el gimnasio. Si te parece bien.

Tess dio un resoplido y tosió. Marguerite le ayudó a sonarse la nariz.

—Me sigo preguntando… —dijo Marguerite—, ¿y qué hubiera pasado si hubiese sido peor? ¿Si hubiéramos necesitado un hospital de verdad? Me estoy cansando de este bloqueo.

Chris tomó la carretera que conducía a casa.

—Espero que sobrevivamos —dijo él. Estaba claro que Marguerite era una superviviente.


Tess, agotada, se fue a dormir a la cama de Marguerite. La casa estaba fría, pues el aire helado entraba en oleadas a través de la ventana rota de la habitación de la niña, y la calefacción luchaba contra él. Chris revolvió el sótano hasta que encontró una pesada tela de plástico y una chapa de madera de arce. Cubrió el marco vacío de la ventana con el plástico y después clavó la chapa de madera para asegurarlo.

Marguerite estaba en la cocina cuando bajó las escaleras.

—¿Quieres tomar algo antes de acostarte?

—Me encantaría.

Le sirvió café recién hecho mezclado con brandy. Chris miró su reloj. Medianoche pasada. No tenía ningunas ganas de irse a dormir.

—Supongo que estás cansado de oírme quejándome.

—Crecí con una hermana pequeña —dijo Chris—. Estas cosas pasan con los niños. Ya sabía eso.

—Tu hermana. La llamaste Porcia.

—Todos la llamábamos Porry.

—¿Todavía la ves? Antes del bloqueo, me refiero.

—Porry murió hace ya tiempo.

—Oh. Lo siento.

—En serio, tienes que dejar de pedir disculpas continuamente.

—Lo s… oh.

—¿Cuántos más problemas calculas que va a ocasionar Ray por lo de esta noche?

Marguerite se encogió de hombros.

—Eso es pregunta y media. Tantos como pueda.

—No es asunto mío. Tan solo quería estar avisado por si esperas que aparezca en la puerta con una escopeta.

—Él no es así. Ray es…, bueno, ¿qué puedo decir sobre Ray? Le gusta tener razón. Odia que le l even la contraria. Siempre está dispuesto a meterse en discusiones pero odia perderlas, y l eva perdiéndolas la mayor parte de su vida. No le gusta compartir la custodia conmigo. Él no hubiera firmado el acuerdo si no hubiera sido porque su abogado le dijo que era el mejor trato que iba a conseguir, y siempre está amenazando con l evar a cabo alguna acción legal para l evarse a Tess. Interpretará lo de esta noche como una prueba más de que soy una madre incapaz. Más munición.

—Esta noche no ha sido culpa tuya.

—Para Ray no importa lo que haya sucedido en realidad. Se convencerá a sí mismo de que yo fui responsable de el o, o al menos muy negligente.

—¿Cuánto tiempo habéis estado casados?

—Nueve años.

—¿Te maltrató?

—Físicamente no. En realidad no. Agitaba los puños, pero nunca me pegó. Aquel no era el estilo de Ray. Pero me hizo ver que no confiaba en mí, y puedes dar por seguro que no me daba su aprobación. Solía recibir l amadas suyas cada quince minutos para ver dónde estaba, qué estaba haciendo, cuándo volvería a casa, y para decirme que más valía que no llegara tarde. Yo no le gustaba, pero no quería que prestara atención a nadie más que a él. Al principio me dije que tan solo era una peculiaridad suya, un defecto de carácter, algo que se le pasaría con el tiempo.

—¿Tenías amigos, familia?

—Mis padres son gente caritativa. Dieron alojamiento a Ray hasta que resultó obvio que él no quería que lo alojaran. No le gustaba que fuera a verlos. Tampoco le gustaba que viera a mis amigos. Se suponía que teníamos que ser tan solo los dos. Nada que pudiera contrarrestarlo.

—Un buen matrimonio del que escapar —dijo Chris.

—No estoy segura de que él crea que se ha terminado.

—La gente puede acabar mal de verdad en situaciones como esta.

—Lo sé —dijo Marguerite—, he oído historias. Pero Ray nunca l egaría a lo físico.

Chris lo dejó estar.

—¿Cómo estaba Tessa cuando le diste las buenas noches?

—Parecía muy dormida. Agotada, la pobre criatura.

—¿Qué crees que ha hecho para romper la ventana?

Marguerite tomó un largo trago de café mientras parecía estudiar la mesa.

—Sinceramente no lo sé. Pero Tess ha tenido algunos problemas en el pasado. Tiene una historia sobre superficies bril antes, espejos y cosas así. Debe de haber visto algo que no le ha gustado.

¿Y atravesó el cristal con la mano? Chris no comprendía, pero resultaba obvio que para Marguerite hablar de aquello resultaba incómodo, y no quería presionarla. Ya había pasado por suficientes trances aquella noche.

—Me pregunto qué estará haciendo el Sujeto. Despierto en Villa langosta.

—Lo dejé todo encendido, ¿no es cierto? —Se levantó—. ¿Quieres echar un vistazo?

La siguió escaleras arriba hasta su despacho. Anduvieron de puntillas al pasar por la habitación donde Tess estaba durmiendo.

El despacho de Marguerite estaba exactamente como lo habían dejado, con las luces encendidas, las interfaces conectadas, la gran pantalla de la pared todavía siguiendo responsablemente al Sujeto. Pero Marguerite dio un respingo cuando vio la imagen.

Era ya de día en UMa47/E. El Sujeto había dejado el mirador y había bajado a una calle a nivel del suelo. El viento de la noche anterior había revestido todas las estructuras que estaban expuestas de una fina capa de arenisca, una fresca textura bajo la enfilada luz del sol.

El Sujeto se acercó a un arco de piedra de cinco veces su altura, caminando en dirección a la salida del sol.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Chris.

—No lo sé —dijo Marguerite—. Pero a no ser que se dé la vuelta, está dejando la ciudad.

13

—Ha telefoneado Charlie Grogan —le dijo Sue Sampel a Ray cuando pasaba a través del despacho exterior. También Dajit Gill, Julie Sook y dos jefes de sección más. Oh, y tiene una cita con Ari Weingart a las diez y con Shulgin a las once, además de…

—Envíeme la agenda del día a mi ordenador con un archivo vinculado —dijo Ray—, y todos los mensajes urgentes. No me pase l amadas. —Despareció en su sancta sanctorum y cerró la puerta.

Bendito silencio, pensó Sue. Acababa con la voz de Ray Scutter.


Sue había dejado una taza de café caliente sobre su escritorio, un tributo a su puntualidad. Muy bien, pensó Ray. Pero él se enfrentaba a un día difícil. Desde que el Sujeto había salido de peregrinación la última semana, los departamentos de interpretación habían caído en un estado de histeria. Incluso los astrozoólogos estaban divididos: algunos de el os querían seguir observando Vil a langosta y elegir otro nuevo Sujeto más representativo; otros (y Marguerite era uno de el os) estaban convencidos de que la conducta del Sujeto era significativa y debían seguirlo hasta su conclusión. El personal de Tecnología y Artefactos temía perder su contexto urbano, pero los astrogeólogos y los climatólogos daban la bienvenida a una larga excursión a través de los desiertos y las montañas. Las divisiones se estaban peleando como verduleras, y en ausencia de los altos cargos directos de Blind Lake o una conexión con Washington, no había una forma clara de resolver el conflicto.

Al final, toda aquel a gente acudiría a Ray para decidir qué línea de actuación seguir. Pero él no quería asumir aquella responsabilidad sin un gran número de consultas. Cualquier decisión que tomara, más pronto o más tarde se vería obligado a defenderla. Quería que la defensa fuera hermética. Necesitaba poder citar nombres y documentos, y si alguno de los partisanos más temperamentales de las divisiones pensaba que estaba esquivando la cuestión, y ya había oído esas palabras circulando por ahí, tanto peor para el os. Les había pedido a todos que prepararan informes refrendando sus posiciones.

Lo mejor era empezar el día del mejor modo posible. Puso una servilleta desplegada sobre su escritorio y abrió el cajón inferior de su escritorio con la l ave.

Desde que comenzó el bloqueo, Ray había estado guardando una reserva de DingDongs bajo l ave en su cajón del escritorio. Era embarazoso reconocerlo, pero resultaba que a él le gustaba la bollería para niños y especialmente le encantaban los DingDongs con su café del desayuno, y podía vivir sin los inevitables comentarios de listillos sobre el polisorbato 80 y las «cero calorías», muchas gracias. Le gustaba ir pelando el frágil envoltorio; le gustaba el olor a azúcar y maicena que hacía flotar en el aire; le gustaba la textura glutinosa del pastelillo y la forma en la que el café caliente acentuaba el suave regusto químico en su paladar.

Pero los DingDongs no estaban incluidos en las entregas semanales del camión negro. Ray había sido lo suficientemente prudente como para comprar todo el inventario remanente de la tienda de comestibles local y de la tienda de conservas y congelados del vestíbulo del Plaza. Había empezado con un par de cartones, pero se le habían acabado hacía mucho. Los últimos seis DingDongs de toda la comunidad en cuarentena de Blind Lake, al menos según las noticias de Ray, descansaban en el cajón de su escritorio. Después de aquel o, nada. Pavo frío. Obviamente, pasar sin el os no lo iba a matar. Pero le enervaba el hecho de que lo hubiera empujado a aquella situación una putada burocrática, aquel interminable y mudo encierro.

Sacó un DingDong del cajón. Cogía solo uno: le quedaban cinco, lo que duraba una semana de trabajo.

Pero todo lo que pudo ver eran cuatro paquetes esperando en las sombras.

Cuatro. Contó de nuevo. Rebuscó con la mano por el cajón. Cuatro.

Debería haber cinco. ¿Habría contado mal?

Imposible. Había registrado la suma en su diario nocturno.

Se sentó inmóvil durante un momento, procesando aquel a información tan desagradable, construyendo una furia sólida y legítima. Luego l amó por el intercomunicador a Sue Sampel y le dijo que entrara en su despacho.

—Sue —dijo cuando apareció en la puerta—, ¿tiene una l ave de mi escritorio?

—¿De su escritorio? —O estaba sorprendida por la pregunta o fingía de forma muy convincente—. No, claro que no.

—Porque cuando vine aquí la gente de mantenimiento me dijo que yo tenía la única llave.

—¿La ha perdido? Deben de tener una llave maestra en alguna parte. O se puede cambiar la cerradura, supongo.

—No, no la he perdido. —Ella retrocedió al oír su voz—. Tengo la l ave justo aquí. Han robado algo.

—¿Robado? ¿Qué han robado?

—No importa qué han robado. En realidad, no era nada de gran relevancia. Lo que importa es que alguien ha accedido a mi escritorio sin mi conocimiento. Seguramente incluso usted puede comprender la importancia del hecho.

Sue miró al escritorio. Ray se dio cuenta, demasiado tarde, de que se había dejado su DingDong de la mañana, sin abrir, sobre la mesa junto a su taza de café. Ella lo miró, y después a Ray, con una expresión en el rostro de «debe-de-estar-bromeando». Sintió cómo la sangre le subía a las mejillas.

—Quizás pueda hablar con el personal de limpieza —dijo Sue.

Ahora, todo lo que Ray quería era que ella desapareciera de allí.

—Bueno, de acuerdo, supongo que no importa. No lo debería haber mencionado…

—O con Seguridad. Shulgin va a venir más tarde.

¿Estaba escondiendo una sonrisa? ¿Se estaba en aquel momento riendo de él?

—Gracias —dijo con rigidez.

—¿Algo más?

—No. —Lárgate de una puta vez—. Por favor, cierre la puerta al salir.

La cerró con suavidad. Ray imaginó que podía oír su risa flotando tras ella, como una bandera.


Ray se consideraba realista. Sabía que parte de su conducta podía ser calificada de misógina por alguien que quisiera calumniarlo (y tenía una legión de enemigos). Pero no odiaba a las mujeres. Al contrario: les daba la oportunidad de reparar sus errores. El problema era que él no odiaba a las mujeres, pero ellas sí lo decepcionaban continuamente. Por ejemplo, Marguerite. Siempre Marguerite, para siempre Marguerite…

Ari Weingart llegó a las diez con una serie de propuestas para subir la moral. Cayti Lane, del departamento de Relaciones Públicas, quería crear un canal televisivo de noticias y eventos sociales, Blind Lake Television, en suma, que presentaría ella.

—Creo que es una buena idea —dijo Ari—. Cayti es brillante y fotogénica. Algo que también quiero hacer es reunir las descargas individuales que la gente tiene en sus casas para que podamos emitirlas de nuevo. Sería una televisión con una programación rígida, tipo siglo XX, pero podría ayudar a mantenernos unidos. O al menos le daría a la gente algo de que hablar.

Bien, todo aquello estaba bien. Ari continuó proponiendo series de debates y clases en el centro de ocio los sábados a la noche. También bien. Ari estaba intentando reconfigurar el bloqueo en una iglesia social. Dejémoslo, pensó Ray. Dejémosle distraer a los quejumbrosos habitantes con espectáculos de perros y ponis. Pero todo aquel énfasis era agotador en último término, y suspiró de alivio cuando Ari finalmente recogió su sonrisa y dejó el despacho. Ray contó los DingDongs otra vez.

Por supuesto que podía haber sido Sue la que le abriera el escritorio. No había signos de violencia en la cerradura… Quizás no había tenido cuidado y se había dejado el cajón abierto y ella se había aprovechado de aquel lapso de atención. Sue a menudo trabajaba hasta más tarde que Ray, especialmente cuando Tess estaba a su cuidado; al contrario que Marguerite, a él no le gustaba dejar a su hija sola en casa después del colegio, Sue era la principal sospechosa, decidió Ray, aunque el servicio de limpieza no estaba fuera de toda sospecha.

Los hombres eran más fáciles de tratar que las mujeres. Con los hombres tan solo era cuestión de ladrar lo suficientemente alto como para l amar la atención. Las mujeres eran más astutas, pensó, abiertamente complacientes pero fáciles de subvertir. Sus lealtades eran provisionales y cambiaban rápidamente de sentido. Marguerite, por ejemplo…

Por lo menos, Tess no crecería siendo una mujer como aquellas.

Dimi Shulgin apareció a las once, vestido con un traje gris cosido a mano, una distracción bienvenida, aunque traía muchas malas noticias. Shulgin dominaba el arte de la inescrutabilidad báltica, y mantenía el rostro severo e impasible mientras describía el estado de ánimo que prevalecía entre los trabajadores diurnos y el personal asalariado.

—Hasta ahora han soportado el bloqueo —dijo Shulgin— con mínimos problemas, probablemente debido a lo que le sucedió al desafortunado señor Krafft cuando intentó escapar. Aquello fue una bendición oculta, creo yo. Asustó a la gente lo suficiente como para aceptar la situación. Pero el descontento está creciendo. Los visitantes y el personal de apoyo superan en número a los científicos y el personal de mantenimiento en cinco a uno, ya sabe. Muchos de el os están reclamando voz en la toma de decisiones, y a no pocos de ellos les gustaría desconectar el Ojo y ver qué sucede.

—Son tan solo opiniones —dijo Ray.

—Hasta ahora tan solo son opiniones, pero a largo plazo, si el bloqueo continúa… ¿quién sabe?

—Deberíamos tratar de que nos vieran hacer algo positivo.

—La apariencia de acción —dijo Shulgin, con algún tipo de ironía enterrado bajo su tosco acento— sería de ayuda.

—¿Sabe? —dijo Ray—, alguien ha abierto mi escritorio recientemente.

—¿Su escritorio? —Las pobladas cejas de Shulgin se alzaron—. ¿Abierto? ¿Ha sido vandalismo, robo?

Ray movió la mano en lo que él imaginaba que era un gesto magnánimo.

—Ha sido trivial, vandalismo de oficina como mucho, pero me da que pensar. ¿Qué tal si iniciamos una investigación?

—¿Sobre el acto de vandalismo de su escritorio?

—No, por amor de Dios, sobre el bloqueo.

—¿Una investigación? ¿Cómo podríamos? Todas las pistas están tras el otro lado de la verja.

—No necesariamente.

—Por favor, explíquese.

—Hay una teoría que explica que estamos bajo sitio porque algo ha sucedido en Crossbank, algo peligroso, algo relacionado con su O/CBE, algo que quizás pueda suceder también aquí.

—Sí, esa es la razón por la cual hay un número creciente de gente que quiere desconectar nuestros procesadores, pero…

—Olvídese de los O/CBE por un minuto. Piense en Crossbank. Si Crossbank tuviera un problema, ¿no habríamos oído algo sobre ello?

Shulgin lo meditó. Se frotó con la nariz con un dedo.

—Puede que sí, puede que no. Todos los puestos directivos más importantes estaban en Cancún cuando se cerraron los accesos. Ellos habrían sido los primeros en saberlo.

—Sí —dijo Ray, l evando la idea suavemente pero con apremio hasta su conclusión—, pero los mensajes quizás se hayan quedado almacenados en sus ordenadores personales antes de que la cuarentena entrara en efecto.

—Cualquier asunto urgente habría sido reenviado…

—Pero las copias todavía deberían estar en los servidores de Blind Lake, ¿no es cierto?

—Bueno…, se supone. A no ser que alguien se tomase la molestia de eliminarlas. Pero no podemos acceder a los servidores personales del personal directivo.

—¿No podemos?

Shulgin se encogió de hombros.

—Yo diría que no.

—En circunstancias normales la cuestión ni se plantearía. Pero las circunstancias hace mucho que no son normales.

—Acceder a los servidores, leer sus correos electrónicos… Sí, es interesante.

—Y si encontramos algo útil lo anunciaríamos en una asamblea general.

—Si hay algo útil. Aparte de mensajes de voz de las esposas y las amantes. ¿Hablo con mi gente y les pregunto lo difícil que sería acceder a nuestros servidores?

—Sí, Dimi —dijo Ray—, hazlo.

Cuanto más lo pensaba más le gustaba la idea. Se fue a comer como un hombre feliz.

El estado de ánimo de Ray era voluble, sin embargo, y para cuando dejó el Plaza al final del día ya se sentía amargado de nuevo. El asunto del DingDong. Sue probablemente habría contado la historia a sus amigos del personal de la cafetería. Cada día, una nueva humillación. A él le gustaban los DingDongs para desayunar: ¿tan gracioso era aquel o, tan hilarantemente aberrante? La gente era gilipol as, pensó.

Condujo con cuidado a través de las ráfagas de nieve dura, intentando calcular sin éxito la distancia y la velocidad para pasar por los semáforos de la cal e principal sin detenerse.

La gente era gilipollas, y aquello era lo que siempre habían pasado por alto los teóricos exoculturales, gente como Marguerite, pequeños optimistas ciegos de tres al cuarto. Un mundo l eno de gilipollas no era suficiente para ellos. Querían más. Un universo entero lleno de gilipollez. Un cosmos orgánico de rosa fosforito, un espejo mágico con una cara feliz brillando sobre él.

El atardecer se cerraba sobre el coche como una cortina. Cuánto más limpio no estaría el mundo, pensó Ray, si tan solo contuviese gas, polvo y la resplandeciente estrella de turno, fría pero prístina, como la nieve envolviendo las escasas torres de edificios de Blind Lake. La verdadera lección de Villa langosta, la políticamente incorrecta, era el hecho innombrable pero obvio de que la llamada vida inteligente no era nada más que irracionalidad focalizada, un conjunto de conductas diseñadas por el ADN para producir más ADN, desprovisto de cualquier lógica salvo las esquivas matemáticas de la reproducción. Caos con retroalimentación, z E z2 + c, repetido ciegamente hasta que el universo se hubiera comido y excretado a sí mismo.

Incluyéndome a mí, pensó Ray. Lo mejor era no esconderse de la cáustica verdad. Todo lo que él amaba (su hija) o había amado (Marguerite) no representaba nada más que su participación en una ecuación, no era ni más ni menos cuerdo que las sangrías nocturnas de los aborígenes de UMa47/E. Marguerite, por ejemplo: exteriorizando continuamente códigos genéticos defectuosos, la madre posesiva aunque incapaz, un útero andante exigiendo igualdad ante la ley. Qué rápidamente volvía todavía a su mente. Cada insolencia que Ray sufría era un espejo del odio que ella sentía por él.

La puerta del garaje se abrió cuando detectó aproximarse al coche. Aparcó bajo el resplandor de la luz cenital.

Se preguntó cómo sería liberarse de todos aquel os imperativos biológicos y ver el mundo tal y como era. Para nuestros ojos, horrible, pensó, desolado e implacable; pero nuestros ojos nos mentían, estaban tan esclavizados por el ADN como nuestros corazones y nuestras mentes. Quizás aquello era en lo que se había convertido el O/CBE: un ojo inhumano que revelaba verdades que nadie estaba preparado para aceptar. Tess había vuelto con él aquella semana. La saludó con un «hola» al entrar en casa. El a estaba en la sala de estar, en la silla junto al árbol de Navidad artificial, inclinada sobre sus deberes como un gnomo estudioso.

—Hola —dijo el a con indiferencia.

Ray se detuvo un momento, sorprendido por su amor por ella, admirando la forma en la que su pelo oscuro se rizaba ajustado contra su cráneo. Escribía en la pantalla de un ordenador portátil que traducía sus garabatos infantiles en algo legible.

Se quitó el abrigo y las botas y bajó las persianas, aislándose de la oscuridad nevada.

—¿Has l amado ya a tu madre biológica?

Era un acuerdo que había firmado con Marguerite después del arbitraje de separación, por el cual se estipulaba que Tess llamaría diariamente al padre con el que no estuviese. Tess lo miró con curiosidad.

—¿Mi madre biológica?

¿Había dicho aquel o en voz alta?

—Quiero decir, a tu madre.

—Ya la he llamado.

—¿Te ha dicho algo que te molestara? Ya sabes que si tu madre te causa problemas puedes decírmelo.

Tess se encogió de hombros incómoda.

—¿Estaba el huésped con ella cuando la llamaste? ¿El hombre que vive en el sótano?

Tess se encogió de nuevo de hombros.

—Enséñame la mano —dijo Ray.

No hacía falta ser un genio para saber que los problemas de Tessa en Crossbank habían sido culpa de Marguerite, incluso aunque el mediador en el divorcio no se hubiera dado cuenta de ello. Marguerite había ignorado a Tess consistentemente, había centrado toda su atención en sus amados paisajes marinos extraterrestres. Y Tess había hecho atraer su atención, con una motivación cristalina. El extraño amenazante en el espejo podría haber sido el Sujeto de Marguerite: indirecto, exigente y omnipresente.

Taciturna, con la cabeza baja por la vergüenza, Tess extendió su mano derecha. Le habían quitado los puntos de sutura la semana anterior. Las cicatrices desaparecerían con el tiempo, había dicho el doctor de la clínica, pero en aquel momento tenían un aspecto horrible, nueva piel rosa entre las marcas profundas donde habían estado los puntos. Ray ya había sacado unas pocas fotografías para el caso en que el asunto l egara a los tribunales. Cogió la pequeña mano entre las suyas, asegurándose de que no había rastro de infección. Nada de pequeña vida animal comiéndole la vida a la carne de su hija.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó Tess.

—Pollo —dijo Ray, dejándola con sus libros. Pollo congelado en el congelador. Lo sacó de la fría despensa de carne y comenzó a hacerlo en una sartén con aceite vegetal. Le añadió ajo y albahaca, sal y pimienta. El aroma le llenó la boca de saliva. Tess, atraída por el olor, entró en la cocina para verlo cocinar.

—¿Estás preocupada por volver mañana con tu madre?

Tu madre biológica. La mitad de tu todo genético. La mitad menor, pensó Ray.

—No —dijo Tess, y después, casi desafiante—: ¿Por qué siempre me estás preguntando eso?

—¿Hago eso?

—¡Sí! A veces.

—A veces no es siempre, sin embargo. ¿No es cierto?

—No, pero…

—Tan solo quiero que todo te vaya bien, Tess.

—Lo sé. —Derrotada, se giró para irse.

—Eres feliz aquí, ¿no?

—Aquí está bien.

—Porque uno nunca sabe con mamá, ¿no es verdad? Quizás tengas que venir a vivir aquí todo el tiempo, Tess, si algo le sucede a ella.

Tess entrecerró los ojos.

—¿Qué le podría pasar?

—Uno nunca sabe —dijo Ray.

14

Antes de que dejara la ciudad, la vida del Sujeto había sido un repetitivo ciclo de trabajo, sueño y cónclaves de comida. A Marguerite le había recordado con desmayo la idea hindú de los kalpas, el círculo sagrado, el eterno retorno.

Pero aquello había cambiado.

Aquel o había cambiado y el círculo se había convertido en algo diferente: se había convertido en una narración. Una historia, pensó Marguerite, con un principio y un final. Era por eso por lo que era tan importante mantener el Ojo enfocado sobre el Sujeto, a pesar de lo que pensara el sector más cínico de Interpretación. «El Sujeto ya no es representativo», habían dicho. Pero era aquello lo que lo hacía tan interesante. El Sujeto se había convertido en un individuo, algo más que la suma de sus funciones en la sociedad aborigen. Aquel o era claramente el signo de algún tipo de crisis en la vida del Sujeto, y Marguerite no podía soportar la idea de no verla hasta su conclusión.

Aunque acabara con la muerte del Sujeto, si es que l egaba a eso. Y quizás fuese así. Desde un principio tuvo la idea de escribir la odisea del Sujeto, no de forma analítica, sino como había l egado a convertirse: en una historia. No para su publicación, claro. Estaría violando los protocolos de objetividad, dando cabida a todo tipo de antropocentrismos, conscientes e inconscientes. En cualquier caso no era escritora, o al menos no aquel tipo de escritora. Aquello era puramente para su propia satisfacción… y porque el a creía que el Sujeto se lo merecía. Después de todo, era su vida real la que habían invadido. En la privacidad de su escrito, ella le devolvería la dignidad robada.

Comenzó el proyecto en un cuadernillo azul de colegio. Tess estaba dormida (había vuelto de estar con su padre hacía dos días, después de unas Navidades decepcionantes) y Chris estaba en el piso inferior revolviendo la cocina o saqueando su biblioteca. Era un momento precioso, santificado de silencio. Un momento en el que podía llevar a cabo las malas artes de la empatía. Cuando podía admitir libremente que le preocupaba el destino de aquella criatura imposible de conocer, y aun así tan íntimamente conocida.


Los últimos días del Sujeto en la ciudad [escribió Marguerite] fueron molestos y episódicos.

Llegaba a su puesto de trabajo a la hora usual, pero sus cónclaves de comida eran cada vez más breves y descuidados. Bajaba las escaleras hasta el pozo de comida lentamente, y en la tenue luz de los cónclaves nocturnos comía menos cantidad de verdura de la acostumbrada. Empleaba más tiempo raspando la verdura con forma de molde de los muros del pozo húmedo, sorbiendo los restos de sus brazos para la comida.

Normalmente aquel era un momento de intensa interacción social; los pozos estaban abarrotados; pero el Sujeto se colocaba de cara a la pared de piedra, y sus movimientos visuales de señalización (el movimiento de las cerdas, los gestos de la cara) eran mínimos.

Esto también afectaba a sus horas de sueño, lo que a su vez afectaba a las pequeñas criaturas que se alimentaban de su sangre durante la noche.

El lugar que ocupan estos animales que viven en los muros dentro de la cultura o la ecología del Sujeto todavía no está bien explicado. Quizás sean parásitos, pero como están universalmente tolerados se parecen más a algún tipo de simbiontes, o incluso a una fase del ciclo reproductivo. Quizás su alimentación estimule respuestas inmunológicas deseables, o al menos es una de las teorías. Poco antes de su marcha, sin embargo, el cuerpo dormido del Sujeto parecía repeler a los chupadores. Probaban su sangre, se alejaban, después volvían a intentarlo de nuevo con el mismo resultado. Mientras tanto, el Sujeto no descansaba bien y se movía varias veces durante la noche, de una forma peculiar en él.

Pasó la última noche en la ciudad en una vigilia sobre un mirador exterior de la torre comunal donde vivía. Era tentador leer tanto soledad como resolución en aquella conducta [prohibido pero tentador, pensó Marguerite]. La vida del Sujeto había cambiado claramente, y quizás no para mejor. Después dejó la ciudad.

Pareció una decisión espontánea. Dejó su guarida, dejó su torre y caminó directamente a través del acceso este de la ciudad aborigen hacia la clara mañana azul. A la luz del sol su gruesa piel relucía como cuero cepil ado. El Sujeto era una roja sombra oscura en la mayor parte de su cuerpo, un rojo oscuro que se fundía con negro en las articulaciones principales, y su cresta dorsal amarilla sobresalía como una corona l ameante mientras caminaba.

La ciudad estaba rodeada de una enorme superficie de tierra cultivada. Canales y acueductos l evaban el agua para irrigar desde las montañas nevadas del norte hasta aquellos campos.

El sistema perdía enormes cantidades de agua por evaporación en el seco y poco denso aire, pero la cantidad que quedaba era suficiente para abastecer las necesidades de kilómetros de avenidas de plantas suculentas. Las plantas eran de piel gruesa, de color verde oliva, y se dividían en pocos tipos básicos similares. Sus tal os eran robustos, las hojas tan anchas como platos y tan gruesas como una tortilla. Eran más altas que el Sujeto, y a medida que andaba lo iban cubriendo con sombras de todo tipo. El Sujeto siguió la carretera de tierra, una ancha avenida recorrida de zanjas de drenaje y cultivos verdes de verano. No desarrol ó ninguna interacción social ni con los trabajadores de los campos, manchados de savia, ni con los caminantes que circulaban a pie a lo largo del camino. Poco antes de dejarla ciudad, dio un rodeo por una parcela de terreno donde fue ignorado por unos labradores mientras arrancaba varias hojas enormes de una planta madura, las envolvía en una hoja más grande y fina, y las metía en una pequeña bolsa en su bajo abdomen. ¿Se va de acampada? ¿O son provisiones para un largo viaje?

Durante gran parte de la mañana se vio obligado a caminar a lo largo del margen menos transitado de la carretera, fuera de la dirección del tráfico. De acuerdo con los mapas planetarios que se habían confeccionado antes de que el O/CBE se centrara en un único Sujeto, aquel camino discurría hacia el este, hasta las tierras durante casi cien kilómetros, viraba al norte a través de una línea de bajas montañas (colinas de rango más alto) y volvía hacia el este de nuevo, después de unos pocos cientos de kilómetros de praderas altas de escasa vegetación, hasta l egar a otra ciudad aborigen, la todavía sin bautizar latitud 33°, longitud 42°. 33/42 era una ciudad más pequeña que la del Sujeto, pero con la que se mantenía un patrón establecido de intercambio.

Grandes camiones pasaban en ambas direcciones, enormes plataformas equipadas con motores simples pero refinados y efectivos, conducidos sobre inmensos rodillos sólidos en lugar de ruedas. [Este podría ser un ejemplo de eficiencia aborigen. Los camiones mantienen prensada la tierra de los caminos simplemente al conducir sobre el os.] Y había mucho tráfico a pie, parejas, tríos y grandes conglomerados de individuos andando como patos. Pero ningún otro solitario. ¿Implicaba un viaje único un destino único?

Para el mediodía, el Sujeto alcanzó el límite de las tierras agrícolas. El camino se hacía más ancho mientras los muros de plantas suculentas iban quedando atrás. El horizonte era desolado y plano frente a él, y montañoso en el norte. Las montañas resplandecían trémulas en ondas de creciente calor. Cuando el sol alcanzó su cénit, el Sujeto se detuvo para comer. Dejó el camino y anduvo unos cientos de metros hasta la sombra de una formación de grandes piedras basálticas, donde orinó copiosamente sobre el suelo arenoso, trepó a uno de los pedestales rocosos y se quedó inmóvil con el cuerpo orientado en dirección norte. La atmósfera entre el Sujeto y las montañas era blanca por el polvo suspendido, y los picos nevados parecían cernirse sobre la depresión desértica.

Podía estar descansando, o quizás había estado calibrando el aire o planeando la próxima etapa de su viaje. Estuvo inmóvil durante casi una hora. Después volvió al camino y retomó su viaje, deteniéndose para beber de una acequia junto al camino.

Caminó con paso lento durante toda la tarde. Cuando cayó la noche, había dejado atrás todo rastro de cultivo (viejos campos en barbecho, canales de irrigación l enos y oscurecidos por la arena traída por el viento) y entró en la depresión desértica entre las montañas del norte y el distante mar del este. El tráfico de la carretera circulaba durante las horas diurnas, y hacía tiempo que había dejado atrás al último camión de la jornada. Estaba solo, y su paso se fue aminorando conforme la noche se acercaba. Era una tarde- noche inusualmente clara. Una rápida y pequeña luna se deslizó por el horizonte del este, y el Sujeto buscó un lugar para dormir.

Exploró durante algunos minutos hasta que encontró una pequeña vaguada arenosa a sotavento, al pie de una formación rocosa. Se acurrucó en ella casi en postura fetal, con la zona ventral protegida del aire frío. Su cuerpo se fue hundiendo poco a poco en su catatonia nocturna habitual.


Cuando la luna había cruzado tres cuartas partes del firmamento, varias pequeñas criaturas insectiles surgieron de una madriguera oculta en la arena. Se acercaron al Sujeto inmediatamente, atraídas por su olor, quizás, o por el ritmo de su respiración. Eran más pequeñas que los simbiontes nocturnos de su ciudad nativa. Tenían unas protuberancias torácicas distintas, y se movían con dos grupos extras de patas. Pero se alimentaban de la misma forma, y sin vacilación, de las tetillas de sangre del Sujeto.

Todavía estaban al í (saciadas, quizás) cuando el Sujeto se despertó con la primera luz de la mañana. Algunas de el as todavía colgaban de su cuerpo cuando se incorporó. Cuidadosamente, con fastidio, el Sujeto las fue cogiendo y arrojando lejos de él. Las criaturas que había lanzado permanecieron inmóviles, pero sin haber recibido daño alguno hasta que el sol calentó sus cuerpos; entonces regresaron a su madriguera en la arena, con la cola en forma de abanico oscilando de un lado de otro, hasta desaparecer.

El Sujeto continuó por el camino.


Cuando echó un vistazo a su primera entrada, Marguerite no quedó satisfecha con lo que había escrito.

No porque fuera incorrecto, aunque por supuesto lo era. Era ultrajosa, deliciosamente incorrecto. Errores de atribución por doquier. Los científicos sociales estarían horrorizados. Pero estaba cansada de la objetividad. Su propio proyecto, su proyecto privado, era ponerse en el lugar del Sujeto. ¿Cómo se entendían los seres humanos unos a otros? «Míralo desde mi punto de vista», solía decir la gente. O, «yo en tu lugar…». Era un acto de imaginación tan común que resultaba invisible. A las personas que no podían hacerlo, ose negaban, se las llamaba psicóticas o sociópatas.

Pero cuando miramos a los aborígenes, pensó Marguerite, se supone que tenemos que fingir indiferencia. Con una reserva de austeridad casi puritana. ¿Estoy corrompida si admito que me importa que el Sujeto viva o muera?

La mayoría de sus colegas diría que sí. Marguerite se entretenía con la idea herética de que quizás estuviesen equivocados.

Aun y todo, había algo que se echaba de menos en la narración. Era difícil saber qué decir, o, especialmente, cómo decirlo. ¿Para quién estaba escribiendo? ¿Para sí misma, o tenía un público en mente?

Había pasado un par de semanas desde que el Sujeto había dejado la ciudad, la época cuando Tess se había cortado la mano tan aparatosamente. Si seguía con aquello, habría mucho más por escribir. Marguerite estaba sola en su estudio, inclinada sobre su cuaderno de notas, pero al pensar en Tess alzó la cabeza, comprobando los sonidos nocturnos de la casa.

Chris todavía estaba despierto en el piso inferior. El huésped se había creado su propio espacio en la casa. Dormía en el sótano, estaba fuera la mayor parte del día, cenaba al anochecer en el Sawyer y utilizaba la cocina y el cuarto de estar principalmente cuando Tessa se iba a la cama. Su presencia no resultaba incómoda, en ocasiones era incluso reconfortante. (Allí: el sonido de la puerta del frigorífico cerrándose, el ruido de un plato.) Chris siempre parecía estresado cuando trabajaba, como un hombre que luchara desesperadamente por volver a capturar un hilo de pensamiento perdido. Pero normalmente trabajaba sin cesar hasta altas horas de la madrugada.

Y había sido una ayuda con Tess. Más que una ayuda. Chris no era uno de aquellos adultos que trataba a los niños con condescendencia, o intentaba impresionarlos. Parecía estar cómodo con Tess, hablaba con ella con libertad, no se ofendía por sus silencios ocasionales o sus enfados. No había hecho un gran alboroto de los problemas de Tessa.

Incluso Tess parecía un poco más feliz con Chris en la casa.

Pero el accidente de la mano la preocupaba. Al principio Tess decía únicamente que se había apoyado en la ventana haciendo demasiada fuerza, pero Marguerite la conocía mejor: una ventana de noche, en una habitación con luz, era tan buena como un espejo.

Y no era el primer espejo que Tess había roto.

Había roto tres en Crossbank. El terapeuta había hablado de «rabia inexpresada», pero Tess nunca había descrito a la Chica del Espejo como algo hostil o amenazante. Rompía los espejos, decía, porque estaba cansada de que la Chica del Espejo apareciera sin previo aviso («me gusta verme a mí cuando me miro en el espejo»). La Chica del Espejo era entrometida, a menudo inoportuna, frecuentemente molesta, pero algo menos que una pesadilla en toda regla.

Era la sangre lo que la había asustado mucho más aquella vez.

Marguerite le había preguntado sobre todo ello al día siguiente de volver de la clínica. El analgésico había dejado a Tess un poco adormilada y se pasó toda la tarde en la cama, echando un vistazo ocasional a un libro pero demasiado cansada para leer durante mucho tiempo. Marguerite se sentaba al lado de su cama.

—Creía que habíamos acabado con todo esto —dijo ella—. Con el romper cosas.

No era un tono acusador. Tan solo curioso.

—Me apoyé en la ventana —repitió Tess, pero debía haber sentido el escepticismo de Marguerite, porque suspiró y añadió en voz más baja—: Me cogió por sorpresa.

—¿La Chica del Espejo?

Asintió.

—¿Ha vuelto últimamente?

—No —dijo Tess. Después—: No mucho. Eso es por lo que me cogió por sorpresa.

—¿Has pensado en lo que el doctor Leinster te dijo en Crossbank?

—La Chica del Espejo no es real. Ella es como una parte de mí que no quiero ver.

—¿Crees que eso es cierto?

Tess se encogió de hombros.

—¿Bueno, qué es lo que piensas de verdad?

—Pienso que, si no quiero verla, ¿por qué continúa volviendo?

Una buena pregunta, pensó Marguerite.

—¿Todavía se parece a ti?

—Es exacta a mí.

—Entonces, ¿cómo sabes que es el a?

Tess se encogió de hombros.

—Sus ojos.

—¿Qué pasa con sus ojos?

—Demasiado grandes.

—¿Qué es lo que quiere, Tess? —Esperaba que su hija no captara el tono de ansiedad de su voz. El nudo en su garganta. Algo va mal con mi niña. Mi bebé.

—Creo que solo quiere que preste atención.

—¿A qué, Tess? ¿A el a?

—No, no tan solo a ella. A todo. A todo, todo el tiempo.

—¿Recuerdas lo que el doctor Leinster te enseñó?

—Tranquilizarme y esperar que desapareciera.

—¿Todavía funciona?

—Supongo. A veces se me olvida.

El doctor Leinster le había dicho a Marguerite que los síntomas de Tessa eran inusuales pero se acercaban mucho al tipo de ilusiones sistemáticas que apuntaban a la esquizofrenia. Nada de cambios drásticos de humor, nada de conducta agresiva, buena orientación en tiempo y espacio, afecto emocional un poco inexpresivo pero no fuera de la escala, conocimiento razonable del problema propio, ninguna señal obvia de desequilibrio neuroquímico. Toda aquel a mierda psiquiátrica, que al final se reducía al banal veredicto del doctor Leinster: seguramente se le pasará con el tiempo.

Pero el doctor Leinster no había tenido que lavar el pijama de Tessa empapado de sangre.

Marguerite volvió la mirada a su diario. Su relato ilícito. Todavía no estaba actualizado: no había escrito nada sobre las ruinas de la carretera del este, por ejemplo… Pero era suficiente por aquella noche.

Vio que las luces todavía ardían escaleras abajo. Chris estaba en la cocina comiendo tostadas de centeno y hojeando el ejemplar de septiembre del Astrological Review, reclinado en una silla y apoyando sus pies sobre otra.

—Tan solo he bajado a por una copa antes de dormir —dijo Marguerite—. Haz como si no estuviera.

Zumo de naranja y un poco de vodka, que se tomaba siempre que se sentía demasiado cansada para dormir. Como aquella noche. Sacó una tercera sil a de debajo de la mesa y puso sus pies calzados con zapatillas sobre la misma silla que Chris.

—¿Un día duro? —preguntó ella.

—He tenido otra entrevista con Charlie Grogan en el Ojo —dijo Chris.

—¿Cómo se está tomando Charlie todo esto?

—¿El bloqueo? No le preocupa mucho, aunque dice que estos días está alimentando a Boomer a base de ternera. No hay comida para perros en los camiones. Lo que le preocupa principalmente es el Ojo.

—¿Qué pasa con el Ojo?

—Han tenido otro pequeño aluvión de averías mientras yo estaba al í.

—¿En serio? No he recibido un informe al respecto.

—Charlie dice que son los mismos achaques de siempre, pero que están sucediendo más a menudo últimamente. Subidas de tensión y componentes que se desajustan. Yo creo que lo que realmente le molesta es la posibilidad de que alguien desconecte el interruptor. Lleva cuidando tanto tiempo de los O/CBE que casi se han convertido en hijos suyos.

—Eso son cosas que se dicen por decir —dijo Marguerite—, todo aquello de que van a desconectar el Ojo. —Pero no le sonó convincente ni a sí misma. Hizo un torpe intento por cambiar de tema—. Normalmente no hablas mucho de tu trabajo.

Ya se había terminado la mitad de la bebida y sentía el alcohol atravesando su cuerpo ridículamente pronto. Se sentía somnolienta, se sentía temeraria.

—Intento dejaros en paz a ti y a Tess —dijo Chris—. Estoy muy agradecido de estar aquí. No quiero amargar a nadie con mis problemas.

—No pasa nada. Nos conocemos desde hace, ¿cuánto, más de un mes ya? Pero estoy convencida de que lo que la gente dice de tu libro no es cierto. No me pareces deshonesto ni vicioso.

—¿Deshonesto y vicioso? ¿Eso es lo que dice la gente?

Marguerite se sonrojó.

Pero Chris estaba sonriendo.

—Ya lo había oído antes, Marguerite.

—Me gustaría leer el libro en alguna ocasión.

—Nadie puede descargarlo desde el bloqueo. Quizás eso me favorezca. —Su sonrisa parecía menos convincente—. Puedo darte un ejemplar.

—Te lo agradecería.

—Y yo agradezco tu voto de confianza. ¿Marguerite?

—¿Qué?

—¿Qué te parece si me concedes una entrevista? Sobre Blind Lake, el bloqueo, sobre cómo te sientes…

—Oh, Señor. —No era lo que había esperado que le dijera. Pero ¿qué había esperado?—. Bueno, esta noche no.

—No, esta noche no.

—La última vez que me entrevistó alguien fue en un trabajo del instituto. Sobre mi proyecto de ciencias.

—¿Un buen proyecto?

—Matrícula de honor. Una beca como premio. Todo sobre ADN mitocondrial, de cuando pensaba que quería ser experta en genética. No está nada mal para la hija de un clérigo. —Bostezó—. Tengo que irme a dormir.

Impulsiva, o quizás se pudiera decir «alcohólicamente», Marguerite puso la mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba. Era un gesto que él podía ignorar razonablemente. Y sin dolor si lo hacía.

Chris miró la mano, quizás unos pocos segundos de más. Después la cubrió con la suya. ¿Con convencimiento? ¿A regañadientes?

A el a le gustó sentir la mano de él sobre la suya. Ningún hombre adulto le había cogido de la mano después de que dejara a Ray, ni Ray era muy propenso a hacerlo. Descubrió que no podía mirar a Chris a los ojos. Dejó que el momento se prolongara; después retiró la mano, sonriendo con timidez.

—Tengo que irme —dijo ella.

—Que duermas bien —respondió Chris Carmody.

—Tu también —le dijo ella, preguntándose dónde se estaba metiendo.


Antes de irse a dormir, echó un último vistazo a la proyección en directo del Ojo.

No estaba pasando gran cosa. El Sujeto continuaba con su odisea de dos semanas. Había avanzado bastante por el camino del este, andando sin parar otra mañana. Su piel se iba haciendo mate conforme pasaban los días, pero aquello probablemente era debido al polvo ambiental. No había habido l uvia desde hacía meses, pero aquello era típico del verano en aquellas latitudes.

Incluso el sol parecía más tenue, hasta que Marguerite se dio cuenta de que la neblina era inusualmente densa aquella mañana, y particularmente densa en dirección noreste, casi como si se estuviera acercando una tormenta. Podría consultar a Meteorología sobre aquello, pensó. Mañana.

Finalmente, antes de irse a la cama, echó un vistazo a la habitación de Tessa.

Tess estaba profundamente dormida. El hueco que había dejado el cristal de la ventara junto a su cama todavía estaba cubierto por el plástico y la chapa de madera que había colocado Chris, y el cuarto estaba confortablemente cálido. Feliz ausencia de espejos. Ningún sonido excepto la respiración tranquila de su hija.

Y en el silencio de la casa Marguerite se dio cuenta, de repente, de para quién estaba escribiendo su narración. No para sí misma. Ciertamente no para otros científicos. Y no para el público en general.

La estaba escribiendo para Tess.

El descubrimiento la l enó de energía; desterró la posibilidad de dormir. Volvió a su estudio, encendió la lámpara de su despacho y cogió de nuevo el cuaderno de notas. Lo abrió y comenzó a escribir.


Hace más de cincuenta años, en un planeta tan lejano que ningún ser humano podía jamás esperar visitar, había una ciudad de roca y arenisca. Era una ciudad tan enorme como cualquiera de nuestras grandes ciudades, y sus torres se alzaban altas en el aire seco y poco denso de aquel mundo. La ciudad estaba construida sobre una llanura polvorienta, rodeada por altas montañas cuyos picos estaban nevados incluso durante el largo verano. Allí vivía alguien, alguien que no era un ser humano pero sí una persona a su propio modo, muy diferente de nosotros pero muy parecido en muchas cosas. El nombre que le dimos fue «Sujeto»…

15

Sue Sampel estaba empezando a disfrutar de nuevo de sus fines de semana a pesar del bloqueo continuado.

Durante un tiempo había sido la cara y la cruz de una moneda: tenía cosas para hacer los días de entre semana, pero se veían empañados por las rabietas y las rarezas de su jefe; los sábados y domingos eran lentos y melancólicos porque no podía coger el coche y conducir hasta Constance a tomar algo. Al principio pasaba fumada todo el fin de semana, hasta que su reserva personal de María se fue acabando (otro producto que los camiones negros no distribuían). Después pidió prestadas a otra empleada de personal de apoyo del Plaza unas cuantas novelas de Tiffany Arias, cinco libros gordos sobre una enfermera en tiempo de guerra en Shiugang, dividida entre su amor por un piloto de vigilancia aérea y su romance secreto con un traficante de armas aficionado a la bebida. A Sue los libros no le parecían mal, pero sin embargo eran un pobre sustituto del cannabis Green Girl Canadian Label (que regularmente, pero de forma ilegal, importaba del Protectorado Económico del Norte), del que conservaba cincuenta gramos en una lata de gal etas dentro de un cajón de calcetines.

Después apareció Sebastian Vogel en la puerta de su casa, con una nota de Ari Weingart y una maleta marrón desgastada.

A primera vista no parecía muy prometedor. Mono, quizás, de una forma similar a la de los duendecillos de Navidad, rondando los sesenta, un poco fondón, con una franja de cabello gris rodeando su brillante cabeza calva, una barba poblada de color rojo y gris. Era patentemente tímido (se le trabó la lengua cuando se presentó), y aún peor: Sue tuvo la impresión de que se trataba de algún clérigo o sacerdote retirado. Él prometió «no ser un problema en absoluto», y el a se temió que aquel o fuera a ser probablemente cierto.

Le preguntó por él a Ari al día siguiente. Ari le dijo que Sebastian era un académico retirado, no un sacerdote, y que era uno de los tres periodistas que se habían quedado atrapados en Blind Lake. Sebastian había escrito un libro titulado Dios & el vacío cuántico (Ari le entregó un ejemplar). El libro era bastante más árido que una novela de Tiffany Arias, pero considerablemente más sustancial.

Aun y todo, Sebastian Vogel no fue mucho más que una presencia silenciosa en la casa hasta la noche en la que la encontró haciéndose un porro en la mesa de la cocina.

—Oh, yo… —dijo Sebastian desde la puerta.

Era demasiado tarde para esconder la lata de gal etas o el papel de fumar. Con culpabilidad, Sue intentó hacer un chiste de aquello.

—Hum —dijo ella—, ¿quieres acompañarme?

—Oh, no, no puedo…

—No, lo entiendo perfectamente…

—No puedo abusar de tu hospitalidad. Pero tengo unos cuantos gramos en mi equipaje, si no te importa compartirlos conmigo.

Las cosas fueron a mejor después de aquello.

Él tenía quince años más que Sue y su cumpleaños era el nueve de enero. Después de un tiempo compartieron la cama. A Sue le gustaba muchísimo (y era mucho más divertido de lo que había supuesto), pero también sabía que aquello era probablemente tan solo un «romance de bloqueo», un término que había escuchado en la cafetería. Los «romances del bloqueo» se habían extendido por toda la ciudad. La combinación de claustrofobia y ansiedad constante había resultado ser un verdadero afrodisíaco.

Su cumpleaños cayó en sábado, y Sue lo había estado preparando durante semanas. Había querido hacerle un pastel de cumpleaños, pero no había encontrado preparados en las tiendas, y no se atrevía a intentar cocinar uno desde cero. De modo que se había decidido por la siguiente mejor opción: había ejercitado su ingenio.

Llevó el pastel al comedor con una única vela clavada encima.

—Feliz cumpleaños —dijo el a.

En realidad no se parecía demasiado a un pastel. Pero tenía un valor simbólico.

Por la pequeña boca de Sebastian se abrió paso una sonrisa, oscurecida parcialmente por su bigote.

—¡Esto es demasiada amabilidad! ¡Gracias, Sue!

—No es nada —dijo el a.

—No, está muy bien. —Admiró el pastel—. No he visto comida de lujo desde hace semanas. ¿Dónde has encontrado esto?

No era realmente un pastel. Era un DingDong con una vela de cumpleaños puesta encima.

—Es mejor que no lo sepas.


El sábado, Sebastian había acordado encontrarse con sus amigos para comer en el Sawyer. Le pidió a Sue que fuera con él.

Ella estuvo de acuerdo, pero no sin ciertas dudas. Sue había ganado una beca de estudios avanzados hacía unos veinte años, y al único sitio al que la había llevado era a su glorioso trabajo de oficina en Blind Lake. Se había quedado fuera de las conversaciones técnicas demasiadas veces como para disfrutar una tarde de charla de pares sobre periodismo científico. Sebastian le aseguró que no iba a ser así.

—Se hablará sin pelos en la lengua, pero nada de pedantería.

Quizás sí, quizás no.

Sue condujo hasta el Sawyer, porque Sebastian no tenía coche propio. Aparcaron bajo una lluvia de nieve blanda. El viento era frío, el sol asomaba de cuando en cuando entre un mar de nubes. El aire del interior del restaurante era adormecedoramente cálido y húmedo.

Sebastian le presentó a Elaine Coster, una mujer flaca con aspecto amargado, no mucho mayor que ella misma, y a Chris Carmody, considerablemente más joven, alto y un poco ceñudo, pero atractivo de una forma tosca. Chris era amigable, pero Elaine, después de un flácido apretón de manos, dijo:

—Sebastian, hay más en ti de lo que sospechábamos.

A Sue le sorprendió la animosidad en la voz de la mujer, casi burlona, y la evidente indiferencia de Sebastian.

La comida consistía en sopa y sandwiches, el inevitable menú postbloqueo. Sue hizo algunos comentarios graciosos, pero la mayor parte del tiempo escuchó hablar a los demás. Hablaron de la política en Blind Lake, incluyendo algunas especulaciones sobre Ray Scutter, y se preocuparon por la perenne cuestión del bloqueo. Estuvieron recordando a personas de las que el a nunca había oído hablar hasta que comenzó a sentirse ignorada, aunque Sebastian mantenía una mano sobre su muslo bajo la mesa y le daba apretones cariñosos de cuando en cuando.

Finalmente hubo una parte de cotilleo donde se sintió más integrada en la conversación. Salió a colación que Chris vivía con la ex de Ray Scutter, y que Ray había estado haciéndose el macho fuera de la clínica de Blind Lake hacía un par de semanas. Era la típica gilipollez de Ray, y así lo hizo constar Sue.

Elaine le lanzó una mirada larga y turbadora.

—¿Qué es lo que sabes de Ray Scutter?

—Me ocupo de su despacho.

Los ojos de Elaine se abrieron de par en par.

—¿Eres su secretaria?

—Asistente ejecutiva. Bueno, sí, secretaria, básicamente.

—Guapa y con talento —le dijo Elaine a Sebastian, que meramente sonreía con su sonrisa inescrutable. Elaine volcó de nuevo su atención sobre Sue, que resistió el impulso de huir de aquella mirada de láser—. ¿Qué es lo que sabes de Ray Scutter?

—De su vida privada, nada. De su trabajo, prácticamente todo.

—¿Te habla sobre el o?

—Oh, Dios, no. Ray juega sus cartas bien cerca del pecho, principalmente porque tiene el as de la incompetencia. ¿Conoces al tipo de gente que no pinta nada en un sitio y al que le gusta hacer todo tipo de trabajo desagradecido, para al menos parecer útil? Ese es Ray. No me cuenta nada, pero la mitad del tiempo tengo que explicarle su propio trabajo.

—¿Sabes? —dijo Elaine—, circulan rumores sobre Ray.

O quizás, se preguntó Sue, yo soy la que no pinto nada.

—¿Qué tipo de rumores?

—Que Ray quiere acceder a los servidores ejecutivos y leer los correos electrónicos de la gente.

—Oh. Bueno, eso es…

Sonó un teléfono móvil. Chris Carmody sacó su teléfono de su bolsillo, se retiró y susurró algo. Elaine le dirigió una mirada envenenada.

—Lo siento, gente. Marguerite necesita que cuide a su hija —dijo al volver a la mesa.

—Por Dios —dijo Elaine—, ¿es que todo el mundo se va a dedicar a cuidar la casa en este puto sitio? ¿Qué eres tú ahora, un canguro?

—Se trata de algún tipo de emergencia, dice Marguerite. —Se levantó.

—Vete, vete —dijo ella mirando hacia otro lado. Sebastian asintió amigablemente.

—Ha sido un placer conocerte —le dijo Chris a Sue.

—Lo mismo digo. —Parecía bastante majo, si acaso un poco distraído. Era ciertamente mejor compañía que Elaine, con su visión de rayos X.

Una visión que Elaine enfocó sobre el a tan pronto como Chris se hubo ido de la mesa.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Ray está haciendo algún tipo de pirateo informático ilícito?

—No sé nada de ilícito. Planea hacerlo público. La idea es que quizás en los mensajes anteriores al bloqueo que se encuentran en los servidores del personal directivo se pueda hallar alguna pista sobre la causa de toda esta situación.

—Si llegó algún tipo de mensaje antes del bloqueo, ¿cómo es que Ray no recibió ninguno?

—Él tenía un puesto bajo en la jerarquía antes de que todo el mundo se fuera a la conferencia de Cancún. Además, es nuevo aquí. Tenía contactos en Crossbank, pero no lo que uno llamaría amigos. Ray no hace amigos.

—¿Y eso le concede el derecho de acceder a servidores restringidos?

—Eso piensa él.

—Eso piensa él, pero, ¿ha hecho verdaderamente algo al respecto?

Sue consideró su posición. Hablar con la prensa sería una manera perfecta de que la despidieran. Sin duda, Elaine le prometería anonimato total (o dinero, si ella se lo pedía. O la luna). Pero las promesas eran como los cheques falsos, fáciles de escribir y difíciles de cobrar. Quizás sea estúpida, pensó Sue, pero no tan estúpida como esto mujer piensa.

Pensó en Sebastian. ¿Querría él que hablara de aquel o?

Le lanzó una mirada interrogativa. Sebastian se sentaba en su sil a con las manos cruzadas sobre su estómago, con una manchita de mostaza adornando su barba. Enigmático como una lechuza. Pero asintió.

De acuerdo.

De acuerdo. Lo haría por él, no por Elaine.

Se humedeció los labios.

—Shulgin estaba ayer en el edificio con uno de los chicos del servicio informático.

—¿Accediendo a los servidores?

—¿Tú qué crees? Pero no es que les sorprendiera haciéndolo.

—¿Qué tipo de información consiguieron?

—Nada, hasta donde yo sé. Todavía estaban trabajando en el o cuando volví a casa el viernes. —Quizás todavía estén allí, pensó Sue. Separando oro del silicio.

—Si encuentran algo interesante, ¿pasará esa información por tu escritorio?

—No. —Sonrió—. Pero pasará por el de Ray.

Sebastian pareció preocupado.

—Todo esto es muy interesante —dijo él—, pero no dejes que Elaine te meta en nada peligroso. —Su mano estaba de nuevo sobre su muslo, comunicándole algún mensaje que ella no podía descifrar—. Elaine tiene sus propios intereses en juego.

—Que te jodan, Sebastian —espetó Elaine.

Sue estaba ligeramente escandalizada. Más aún porque Sebastian tan solo asintió y puso aquel a sonrisa de Buda una vez más.

—Quizás vea algo así —dijo Sue—, o quizás no.

—Si lo haces…

—Elaine, Elaine —cortó Sebastian—, no fuerces tu suerte.

—Pensaré sobre ello —dijo Sue—, ¿de acuerdo? ¿Suficiente? ¿Podemos hablar ahora de otra cosa?


Habían terminado su taza de café y la camarera no venía con más. Elaine comenzó a encogerse de hombros en su chaqueta.

—Por cierto —dijo Sebastian—, me han pedido que haga una pequeña presentación en el centro de ocio para una de las noches sociales de Ari.

—¿Pregonando tu libro?

—En cierta forma. Ari está teniendo problemas para l enar estos espacios de los sábados. Probablemente te lo pedirá a ti también para el siguiente.

Sue disfrutó viendo a Elaine acobardarse ante la proposición.

—Gracias, pero tengo cosas mejores que hacer.

—Dejaré que se lo digas tú misma.

—Se lo pondré por escrito, si quiere.

Sebastian se disculpó y se fue al baño. Después de un incómodo silencio Sue, todavía molesta, dijo:

—Quizás no te guste lo que Sebastian escribe, pero merece un poco de respeto.

—¿Te has leído su libro?

—Sí.

—¿De veras? ¿Y sobre qué trata?

Sue se sonrojó a su pesar.

—Es sobre el vacío cuántico. El vacío cuántico es un medio para, eh, un tipo de inteligencia… —Y sobre cómo lo que llamamos conciencia humana es en realidad nuestra habilidad para conectar con aquella mente universal. Pero no pudo empezar a decirle aquello a Elaine. Ya se sentía dolorosamente estúpida.

—No —dijo Elaine—, lo siento. Mal. Es sobre decirle a la gente algo simple y tranquilizador, revestido de mierda pseudocientífica. Es sobre un académico semirretirado que se hace de oro, y lo hace del modo más cínico posible. Oh…

Sebastian se había deslizado hasta colocarse a su espalda, y a juzgar por la expresión de su cara, había escuchado cada palabra.

—Sinceramente, Elaine, esto es demasiado.

—No te enfades, Sebastian. ¿No te ha pedido una secuela todavía tu editorial? ¿Cómo la vas a l amar? ¿El vado cuántico en doce cómodos pasos? ¿El camino hacia la seguridad económica del vacío cuántico?

Sebastian abrió la boca pero no dijo nada. No parecía enfadado, pensó Sue. Parecía dolido.

—Sinceramente… —repitió. Elaine se levantó y se abotonó la chaqueta.

—Pasadlo bien, chicos. —Vaciló, después se giró y puso una mano sobre el hombro de Sue—. De acuerdo, lo sé, soy una puta zorra. Lo siento. Gracias por soportarme. Te agradezco lo que has dicho sobre Ray.

Sue se encogió de hombros. No podía pensar en una respuesta. Sebastian estuvo en silencio durante el viaje de vuelta a casa. Casi de mal humor. Ella no podía esperar a llegar a casa y liarle un porro.

16

Chris encontró a Marguerite en su estudio del primer piso, gritando al teléfono móvil. La transmisión en directo del Ojo llenaba el monitor de la pared.

La imagen le pareció mala. Parecía degradada, como recorrida por rayas horizontales y rápidos alfileretazos blancos. Lo que era aún peor, el Sujeto se abría paso luchando a través de unas condiciones atmosféricas horribles, ráfagas ocres y rojizas, una tormenta de polvo tan fuerte que amenazaba con ocultarlo completamente a la vista.

—No —estaba diciendo Marguerite—, no me importa lo que estén diciendo en el Plaza. Vamos, Charlie, ¡tú sabes lo que esto significa! ¡No! Voy para allá. Pronto. —Vio a Chris y añadió—: Quince minutos.

El mapa original que se había trazado de UMa47/E había mostrado tormentas de polvo de intensidad casi marciana, principalmente en el hemisferio sur. Esta debía de ser anómala, pensó Chris, porque el Sujeto no había recorrido más de doscientos kilómetros desde Villa langosta, y Vil a langosta estaba bien al norte del ecuador. O quizás era perfectamente natural, parte de un ciclo más largo que la vigilancia terrestre no había detectado.

El Sujeto avanzaba contra el viento en el aire opaco, con el torso inclinado hacia delante. Su imagen se difuminaba, se aclaraba, se difuminaba de nuevo.

—Charlie tiene miedo de que lo perdamos completamente —dijo Marguerite—. Me voy al Ojo.

Chris la acompañó escaleras abajo. Tessa estaba en el cuarto de estar viendo la programación matinal de sábado de Blind Lake Television.

Una película de dibujos animados: conejos con gafas gigantescas que cultivaban zanahorias en matraces y alambiques medievales. Su cabeza golpeaba con suavidad rítmica contra el sofá.

—Dijiste que iríamos a tirarnos en trineo —dijo Tess con insistencia.

—Cariño, esto es una emergencia. Ya te lo dije. Chris te cuidará, ¿vale?

—Supongo que podría l evarla yo a jugar en trineo —dijo Chris—, aunque es un largo paseo.

—¿De veras? —preguntó Tess—. ¿Podemos?

Marguerite apretó los labios.

—Supongo que sí, pero no quiero que vayáis hasta allá y volváis andando. La señora Colangelo dijo que podíamos pedirle el coche prestado si lo necesitábamos… Chris puede ocuparse de eso.

Él prometió que se ocuparía. Tess se apaciguó, y Marguerite se arrebujó en su chaqueta de invierno.

—Si no estoy de vuelta para la cena, hay comida en el congelador. Sé creativo.

—¿Cómo de serio es el problema?

—Llevó mucho tiempo el entrenar al O/CBE a concentrarse en un único individuo. Si lo perdemos en la tormenta quizás no podamos recuperarlo. Y aún peor, hay mucha degradación en la imagen, y Charlie no sabe qué es lo que la está causando.

—¿Crees que puedes ayudar?

—No en lo que se refiere al trabajo de los ingenieros. Pero hay gente en el Plaza a la que le encantaría utilizar esta oportunidad para olvidarse del Sujeto. No quiero que eso suceda. Voy a intentar que no tengan éxito.

—Buena suerte.

—Gracias. Y gracias por hacerle compañía a Tess. De una forma o de otra, estaré aquí para antes de que se acueste.

Salió corriendo por la puerta.


En interés de la hermandad periodística, Chris llamó a Elaine y le contó la situación de la crisis en el Ojo. Ella dijo que averiguaría lo que pudiera.

—Las cosas se están poniendo raras —dijo ella—. Tengo esa vieja sensación de nuevo.

Él mismo tenía que admitir que estaba un poco inquieto. Hacía ya casi cuatro meses que estaban en cuarentena, y no importaba cuánto trataras de ignorarlo o racionalizarlo, aquello significaba que algo monumentalmente malo estaba sucediendo, quizás en el exterior, quizás en el interior. Algo malo, algo peligroso, algo oculto que eventualmente saldría gritando hasta la luz.

La señora Colangelo l evaba la tienda de ropa en la zona comercial de Blind Lake y había tenido que dejar el trabajo desde el bloqueo. Le dejó su pequeño Marconi biplaza de color verde lima, y Tess l evó su trineo de madera pasado de moda a la espalda. La mayoría de los niños utilizaba esquís de plástico, le explicó Tess, pero el a había visto aquel trineo (realmente un tobogán, insistía el a) en una tienda de gangas y le suplicó a su madre que se lo comprara. Eso fue cuando vivían en Crossbank, que tenía más desniveles que Blind Lake pero que estaba lleno de árboles. Al menos aquí no se chocaría contra ninguno.

Tess todavía era un misterio para Chris. Le recordaba a su hermana Porcia en muchos aspectos (probablemente demasiados), su obstinación, su imprevisibilidad, sus cambios de humor. Pero Porry había sido una parlanchína, especialmente cuando se entusiasmaba por algo nuevo. Tess solo hablaba de forma esporádica.

Estuvo callada durante los primeros cinco minutos del trayecto, pero al parecer ella también había estado pensando en Porcia.

—¿Tu hermana fue alguna vez a tirarse en trineo? —preguntó.

Desde el episodio de la ventana, Tess le había pedido que le contara algunas historias sobre Porcia. Tess, hija única, parecía fascinada por la idea de tener a Chris como hermano mayor, algo menos que un padre, más que un amigo. Parecía creer que Porcia había l evado una existencia mágica. No era cierto. Porcia estaba enterrada en un l uvioso cementerio de Seattle, víctima de la peor enfermedad del adulto en su forma más aguda. Pero no le iba a contar aquello a Tess, por supuesto.

—No nevaba mucho cuando éramos pequeños. Lo más parecido a tirarnos en trineo que hicimos era resbalar por la nieve en una pequeña elevación de las montañas.

—¿A Porcia le gustaba?

—Al principio no. Al principio estaba bastante asustada. Pero después de un par de veces vio que era divertido.

—Creo que le gustaba —dijo Tess—, solo que le daba frío.

—Es cierto, a el a no le gustaba mucho el frío.

Elaine le había acusado de estar «cuidando la casa» en casa de Marguerite. Se preguntó si era cierto. En las últimas semanas había llegado a formar parte importante del universo de Marguerite y Tessa Hauser, casi a pesar de sí mismo. No, aquello no era cierto; no a pesar de sí mismo; él había elegido el camino conscientemente. Pero el camino había acabado por ser un viaje no planeado.

Todavía no se había acostado con Marguerite, pero de acuerdo con cada señal que podía leer, era allí donde el viaje lo estaba l evando. Y no se trataba de una limpia ganga temporal, un plan de una noche o un romance de bloqueo explícito, el intercambio de calor por calor sin promesas hechas o implícitas. No, las apuestas eran mucho, mucho más altas.

¿Quería eso?

Le gustaba Marguerite, le gustaba todo lo que tenía que ver con ella. Cada conversación nocturna (y últimamente habían tenido muchas) lo había conducido más cerca de ella. El a contaba sin complejos muchas historias sobre sí misma. Hablaba libremente de su infancia (había vivido con su padre en una rectoría presbiteriana, en un suburbio dormitorio junto a una parada de tren en Cincinnati, en una casa de setenta años de antigüedad con un porche de madera); sobre su trabajo; sobre Tess; menos a menudo, y más reacia, sobre su matrimonio. Nada en su vida de alguna forma resguardada la había preparado para Ray, que había manifestado amor por ella pero que únicamente había querido amueblar su vida con una mujer de la manera convencional, y para el cual la crueldad era el último recurso. Aquel tipo de hombre abundaba sobre la Tierra, pero Marguerite nunca se había tropezado con uno. Lo que había seguido había sido una pesadil a de nueve años de iluminación.

¿Y qué veía el a en Chris? No exactamente al anti-Ray, pero quizás una visión más benevolente de la masculinidad, alguien en el que poder confiar, alguien en el cual apoyarse sin miedo a tener que retribuir de alguna forma; y él se sentía halagado por aquello, pero era una opinión propia. No era que fuese incapaz de amar. Había amado su trabajo, había amado su familia, había amado a su hermana Porcia, pero las cosas que él amaba tendían a hacerse trizas en sus manos, destrozadas por su torpe deseo de protegerlas.

Él nunca le haría daño de la forma en que lo hizo Ray, pero a largo plazo quizás resultara ser igual de peligroso.

Tess le había dicho cuál era la mejor zona para tirarse en trineo, a lo largo de las pequeñas colinas a unos pocos cientos de metros del Paseo Globo Ocular, donde la carretera de acceso acababa en un callejón sin salida asfaltado. Las torres de refrigeración del Paseo aparecieron a la izquierda de la carretera, como oscuros centinelas en un paisaje blanco. Tess volvió a romper el silencio.

—¿Porcia tenía problemas en el colegio?

—Claro que sí. Todo el mundo los tiene en alguna ocasión.

—Odio Educación Física.

—Yo nunca pude subir aquel a cuerda —confesó Chris.

—Todavía no subimos cuerdas. Pero tenemos que llevar esa estúpida ropa de deporte. ¿Porcia tuvo pesadil as alguna vez?

—A veces.

—¿Cómo eran sus pesadil as?

—Bueno… No le gustaba hablar de ellas, Tess, y yo le prometí que no se lo contaría a nadie.

Los ojos de Tess lo estaban valorando. Estaba decidiendo si podía confiar en él, pensó Chris. Tess le dispensaba su confianza cautelosamente. La vida le había enseñado que no se podía confiar en todos los adultos. Una dura lección, pero útil.

Pero si todavía guardaba los secretos de Porcia, quizás guardara los de el a.

—¿Te ha hablado mi madre de la Chica del Espejo?

—No. ¿Quién es Chica del Espejo?

—Eso es lo que hay de malo en mí —otra mirada de soslayo—. Tú sabías que me pasaba algo raro, ¿no?

—Me lo pregunté un poco, la noche en la que tuvimos que ir a la clínica.

—La veo en los espejos. Es por eso que la l amo la Chica del Espejo. —Hizo una pausa—. La vi en la ventana aquella noche. Me cogió por sorpresa. Supongo que me enfadé.

Chris sintió la gravedad de la confesión. Se sentía halagado porque Tess hubiera hablado de aquello con él.

Aflojó un poco la presión sobre el acelerador, exprimiendo al máximo el tiempo de charla.

—Se parece a mí, pero no soy yo. Eso es lo que nadie entiende. ¿Tú qué crees? ¿Estoy loca?

—No me pareces una loca.

—No hablo de el o porque la gente piensa que estoy pirada. Quizás lo esté.

—En la vida pasan cosas que no entendemos. Eso no te convierte en una pirada.

—¿Cómo es que nadie más puede verla?

—No lo sé. ¿Qué es lo que quiere?

Tess se encogió de hombros con irritación. Aquella era una pregunta que le habían hecho muchas veces.

—No lo dice.

—¿Habla?

—No con palabras. Creo que solo quiere que preste atención a cosas. Creo que no puede prestar atención a no ser que yo lo haga. ¿Tiene eso algún sentido? Pero eso es solo lo que yo pienso. Es únicamente una teoría.

—Porcia a veces hablaba con sus juguetes.

—No es como eso. Eso es una cosa de niños. —Apartó los ojos—. Edie Jerundt habla con sus juguetes.

Lo mejor era no presionarla. Ya era suficiente con que se hubiera abierto a él. Condujo en silencio hasta el final de la carretera, hasta la explanada donde había aparcada media docena de coches.

La cuesta más pronunciada de la colina nevada estaba salpicada con trineos, tablas y padres complacientes.

—Hay muchos aviones hoy —dijo Tess, saliendo del coche. Chris miró al cielo pero no vio nada más que una huel a en el horizonte. Otro comentario críptico de Tess.

—¿Me ayudas a l evar el trineo hasta arriba?

—Claro.

—¿Te montarás conmigo?

—Si tú quieres. Pero te tengo que avisar de que hace años que no me monto en uno.

—Dijiste que no tenías trineo.

—Bueno, quiero decir que no me he montado en nada parecido desde hace años.

—¿Desde que Porcia era pequeña?

—Eso es.

—Bueno, entonces vamos.


Tess fue consciente, durante todo ese tiempo, de la creciente e insistente presencia de la Chica del Espejo.

Se deslizaba a través de cualquier superficie reflectante como un fantasma resbaladizo. La Chica del Espejo ondeaba a través de las ventanas y el brillante capó azul, de la carrocería de los laterales del coche. Tess era consciente incluso de los pocos y espaciados copos de nieve que caían del alto cielo gris. Había estudiado los copos de nieve en la clase de ciencias: eran el ejemplo de la simetría. El hielo, pensó, como el cristal, se plegaba en ángulos espejados. Se imaginó a la Chica del Espejo en cada cara invisible de la nieve que caía.

Llegaba a sentirse un poco enferma. La Chica del Espejo la presionaba como una niebla pesada y asfixiante, hasta que apenas podía pensar en nada más. Quizás le había dicho demasiado a Chris. Pronunciar su nombre, Chica del Espejo, probablemente fuera una mala idea. Quizás a la Chica del Espejo no le gustaba que hablaran de ella.

Pero Tess había estado esperando toda la semana para jugar con el trineo, y no iba a dejar que la Chica del Espejo lo echara todo a perder.

Dejó que Chris empujara el trineo hasta lo alto de la colina. Había un sendero poco pronunciado que discurría por la parte más larga de la colina y después la cima, más escarpada, desde donde se tiraba la gente. Tess se quedó un poco sin aliento al l egar a lo alto, pero le gustó la vista. Era curioso cómo una colina tan pequeña te dejaba ver tanto más de lo que podías ver desde su falda. Aquí y al á estaban las torres oscuras del Paseo Globo Ocular, y los cuadrados blancos del Hubble Plaza y las tiendas y las casas que se agrupaban a su alrededor. Las carreteras parecían las de un mapa de carreteras, nítidas y precisas. La que conducía a Constance cortaba a través del acceso sur y se perdía en la distancia salpicada de nieve, como una línea grabada al aguafuerte sobre metal blanco. El viento le agitaba el cabello, y cogió su gorro de nieve del bolsil o de su abrigo y se lo caló en la cabeza casi hasta la altura de los ojos.

Cerró los ojos y vio aviones. ¿Por qué aviones? La Chica del Espejo estaba muy interesada en ellos justo en ese momento.

Interesada en un pequeño avión de hélice y un reactor más grande que volaba en picado hacia ellos, como un ave de presa. ¿Dónde? El cielo estaba demasiado encapotado para ver demasiado, aunque las nubes eran poco densas y estaban altas. El zumbido en sus oídos podía ser un aeroplano, pensó, o quizás tan solo el trepidar del viento en el cuel o de su abrigo, o el pulso de su propia sangre latiendo en sus oídos.

Los dedos le dolían de frío pero su cuerpo estaba caliente bajo la ropa. Tengo calor, tengo frío, pensó.

—¿Tess? —dijo Chris—. ¿Estás bien?

Normalmente, cuando la gente le hacía aquel a pregunta significaba que estaba haciendo algo peculiar. Como permanecer de pie demasiado quieta o con la vista demasiado fija. ¿Pero por qué le preocupaba aquello a la gente? ¿Tan extraño era estar simplemente de pie, allí, pensando?

Quizás aquello era lo que la Chica del Espejo quería que viese: el avión grande y el pequeño. El pequeño era de color amaril o brillante y tenía números en las alas, pero no símbolos militares. Era más grande que el tipo de aeroplano que fumigaba los campos, pero no mucho más. La imagen aparecía muy clara cuando cerraba los ojos, pero confusa también, como si estuviese observando al aeroplano desde varios ángulos a la vez. Era un avión con muchos lados, un avión caleidoscopio, un avión en un espejo de muchos ángulos.

Chris le entregó la cuerda del trineo. Tess la cogió e intentó concentrarse en el manejo. De pronto, le parecía más una tarea pesada que algo divertido. La nieve crujía y se quejaba bajo el peso de las baldas de madera. En algún lugar, a los pies de la colina, la gente reía. Después los aviones la distrajeron de nuevo. No solo el pequeño sino también el grande, el reactor, que estaba todavía más alejado pero seguía al pequeño aeroplano con testarudez, y entonces…

Dejó caer la cuerda. El trineo se deslizó hacia abajo, vacío, antes de que Chris pudiera coger de nuevo la cuerda.

Chris se arrodilló frente a ella.

—Tess, ¿qué sucede? ¿Pasa algo?

Ella miró sus grandes ojos preocupados, pero no pudo responder. El reactor se había acercado kilómetros en tan solo unos segundos. Y ahora algo salía volando de él (un misil, supuso) y bril aba entre los dos aviones, como un reflejo en un espejo roto.

¿Por qué nadie más podía verlo? ¿Por qué la gente que estaba en la colina seguía riendo y bajando en trineo? ¿Les confundía la nieve, aquellos millones y millones de espejos?

—Quizás lo mejor sea que nos vayamos a casa —dijo Chris, que obviamente tampoco los veía. Tess quería señalarlo. Levantó el brazo; extendió el dedo; su dedo siguió el invisible arco del misil, una raya tan fina como un bolígrafo infinitesimal dibujada contra el blanco papel del cielo.

—Allí… —dijo ella.

Pero entonces todo el mundo escuchó la explosión.

Charlie Grogan se reunió con Marguerite fuera de su despacho en el Paseo.

—Bajemos a Control —dijo él de forma concisa—. Se está volviendo más extraño.

A Charlie se le notaba claramente tenso cuando se montaron en el ascensor. El Ojo estaba bien metido en la tierra, una ironía que Marguerite no había dejado de apreciar. La joya está en el loto; el Ojo está en la tierra. Lo mejor para verte, querida. En aquel momento no le parecía particularmente divertido.

—Puedo ocuparme de cualquier llamada que venga del Plaza —dijo el a—, a menos que sea Ray en persona. Si Ray llama y quiere hacer valer su rango, lo único que puedo hacer es fingir que el teléfono está estropeado.

—Francamente, el Plaza no es nuestro problema más serio en estos momentos. Hemos tenido que l amar a los dos turnos de técnicos. Sacaron y reemplazaron un par de unidades de la interfaz. Peor aún —dijo Charlie—, y ya sé que no quieres oírlo: estamos teniendo problemas graves con los O/CBE.

Los O/CBE. Incluso a Charlie se le había oído llamarlos «tecnología-de-cruzar-los- dedos». Marguerite sabía muy poco de informática cuántica; no pretendía comprender la complejidad de los tanques O/CBE.

El juntar un grupo de O/CBE en una serie «orgánica» auto-evolutiva era un experimento que nunca debería haber funcionado, en su opinión. Los resultados eran impredecibles y fantasmales, y recordaba lo que Chris había dicho (o anotado): «Podría acabar en cualquier momento». Podría, sí, podría. Y quizás aquel era el momento.

Pero Dios, no, pensó ella, no ahora, no cuando estaban al borde de un profundo conocimiento, no cuando el Sujeto estaba en peligro mortal.

La sala de controles e interfaces estaba más l ena de lo que Marguerite había visto nunca. El personal técnico se aglomeraba alrededor de los monitores de sistema, mientras unos pocos discutían acaloradamente.

El corazón le dio un vuelco al ver que la gran pantalla principal, la transmisión en directo, estaba totalmente en blanco.

—Charlie, ¿qué ha sucedido?

Él se encogió de hombros.

—Pérdida de inteligibilidad. Temporal, pensamos. Se han colgado tan solo algunos sistemas de visualización, no es un fal o general del sistema.

—¿Hemos perdido al Sujeto?

—No, como te he dicho, es una cosa de la interfaz. El Ojo todavía está observándolo, pero tenemos problemas para comunicarnos con él —e hizo un pequeño movimiento con los hombros como añadiendo: «al menos eso es lo que creemos».

—¿Había ocurrido antes?

—No, como esto no.

—Pero, ¿podéis arreglarlo?

Vaciló.

—Probablemente —dijo al fin.

—Hace veinte minutos todavía daba imagen. ¿Qué estaba haciendo cuando lo perdisteis?

—¿El Sujeto? Estaba en cuclillas detrás de algún tipo de protección cuando se perdió la imagen.

—¿Crees que es a causa de la tormenta?

—Marguerite, nadie lo puede saber. No comprendemos ni una fracción de lo que hacen los O/CBE. Pueden ver a través de muros de piedra; una tormenta de arena no debería ser un problema. Pero la visibilidad está seriamente comprometida, de modo que quizás el Ojo esté teniendo que trabajar con más intensidad para mantener la visión sobre un objetivo móvil, quizás sea con eso con lo que nos estamos enfrentando ahora. Todo lo que podemos hacer es solucionar problemas periféricos mientras vayan apareciendo. Mantener la temperatura en los límites habituales, mantener los pozos cuánticos estables. —Cerró los ojos y se pasó rápidamente la mano sobre la pelusa de su calva.

Esto es lo que no queremos reconocer, pensó Marguerite: que estamos utilizando una tecnología que no comprendemos. Una «estructura disipativa» capaz de desarrollar una complejidad propia, capaz de desarrol arse mucho más al á de nuestro alcance intelectual. No es realmente una máquina, sino un proceso dentro de una máquina, una evolución en miniatura, a su manera una nueva forma de vida.

Todo lo que hemos hecho es ponerla en funcionamiento. Ponerla en funcionamiento y plegarla a nuestros propósitos.

Hacer de nosotros la única especie con un ojo más complejo que nuestros propios cerebros.

Las luces cenitales parpadearon y perdieron intensidad. Los monitores de voltaje hicieron saltar sus alarmas estridentes.

—Por favor, Charlie —dijo Marguerite—, no dejes que se nos escape.


Chris estaba siguiendo el brusco gesto de Tess cuando oyó la explosión.

No era un sonido especialmente fuerte, no mucho más fuerte que el sonido de una puerta al cerrarse de golpe cerca de uno, pero más pesada, l ena de ecos, como un trueno. Se puso recto y estudió el cielo. También lo hicieron los demás, todos los que ya se estaban tirando con el trineo.

Al principio vio un anil o de humo que se iba expandiendo, difuminado contra el fondo de nubes altas y el mosaico de cielo azul. Después el mismo avión, lejano, describiendo una curva oblicua hacia el suelo.

Caía, pero no sin remedio. El piloto parecía estar luchando por recuperar el control. Era una pequeña avioneta, una avioneta privada de color amaril o canario, nada militar; Chris vio su perfil cuando por un breve instante voló bien nivelada, paralela a la carretera de Blind Lake, quizás a unos setenta metros del suelo. Se dio cuenta de que se estaba acercando. Quizás estaba intentando utilizar la carretera como pista de aterrizaje.

Después el avión vaciló de nuevo, virando sin control y expulsando una nube de humo negro.

Se mantenía nivelado a duras penas, y se acercaba mucho.

—Tírate —le dijo a Tess—, tírate al suelo. Ahora.

La chica permanecía rígida, sin moverse, observando. Chris la empujó a la nieve y la cubrió con su cuerpo. Algunos de los niños comenzaron a gritar. Aparte de eso, el silencio de la tarde se había convertido en fantasmal: los motores de la avioneta ya no funcionaban. Debería hacer más ruido, pensó Chris. Todo ese metal cayendo…

Tocó tierra en el extremo norte de la zona de aparcamiento, subiendo el morro en el último minuto antes de colisionar con una camioneta Ford de color rojo brillante, trasladando toda la energía cinética a un abanico de fragmentos rojos y amarillos que formaban vías y cráteres en la nieve caída. El cuerpo de Tessa tembló por el sonido. La metral a voló hacia el este y más al á de la colina, y todavía estaba cayendo en una especie de lluvia de escombros parecida a una nevada cuando los restos del avión comenzaron a arder.

Chris hizo que Tess se sentara.

Ella se sentó como catatónica, con los brazos rígidos a los lados. Tenía la mirada fija, pero no pestañeaba.

—Tess —le dijo—, escúchame. Tengo que ir a ayudar, pero quiero que tú te quedes aquí. Abróchate los botones si tienes frío, busca a otro adulto si necesitas ayuda, pero si no, espérame aquí, ¿de acuerdo?

—Supongo.

—Espérame.

—Te esperaré —dijo ella lentamente.

A Chris no le gustó el aspecto que tenía ni cómo hablaba, pero no estaba físicamente herida y quizás hubiera supervivientes entre los restos ardientes de la avioneta. Le dio lo que esperaba que fuese un abrazo tranquilizador y bajó corriendo por la ladera de la colina, arrancando con los pies pedazos de nieve comprimida y alisada por los trineos.

Alcanzó el avión en l amas a la vez que otros tres adultos, dos hombres y una mujer, seguramente padres que habían venido a tirarse en trineo con sus hijos. Se acercó al fuego tanto como se atrevió. El calor le aguijoneaba la piel de la cara y evaporaba la nieve. Se podía ver el asfalto negro del aparcamiento a través de la nieve. Pudo ver lo suficiente de la camioneta (le habían segado el techo) para comprender que no había nadie dentro. En cuanto a la pequeña avioneta, la cosa era distinta. Bajo el motor, quemándose con furia, una figura humana luchaba contra la ventana empañada de la puerta de la cabina.

Chris se quitó la chaqueta y se envolvió la mano derecha con el a.

Más tarde, Marguerite le diría que había actuado heroicamente. Quizás fuera así. Pero él no se sentía como un héroe. Solo había pensado en cuál sería el próximo paso evidente dada la situación. Quizás no lo hubiera intentado si el fuego no hubiese estado relativamente controlado, si el avión hubiera estado cargado de combustible. Pero no recordó haber realizado ningún cálculo de coste-beneficio. Solo hizo lo que había que hacer.

Sintió el calor en el rostro punzándole la piel, ráfagas de aire frío detrás de él, agitando las llamas. La figura, apenas visible en la cabina prensada por el impacto, dejó de moverse de repente. La puerta quemaba incluso a través de los pliegues de su chaqueta. Estaba levemente entreabierta pero encajada en su moldura. Chris intentó abrirla torpemente sin conseguir nada, retrocedió para respirar un poco de aire fresco y después golpeó con fuerza el aluminio deformado. Una vez, dos, tres veces, hasta que se dobló lo suficiente como para poder coger la puerta protegido por la chaqueta, para entonces en llamas, y hacer palanca.

El piloto cayó sobre el suelo húmedo como un saco de carne. El rostro había perdido todo el pelo y estaba ennegrecido, cuando no mostraba un terrible rojo achicharrado. Llevaba unas gafas de aviador, con una lente perdida y la otra quebrada. Pero respiraba. Su pecho subía y bajaba en oleadas encrespadas.

Los hombres detrás de él se apresuraron a acercarse lo suficiente para sacar al piloto de los restos de la avioneta. Chris se sintió desconcertado sin saber cómo. ¿Había algo más que pudiera hacer? El calor lo abotargaba.

Notó una mano en el hombro y sintió que lo apartaban de las llamas. Tan solo unos metros más allá el aire parecía terriblemente frío, mucho más frío de lo que había sido en la colina, cuando estaba con Tess. Se alejó tambaleándose para acabar sentándose en el capó de un coche intacto, y dejó caer la cabeza. Alguien le trajo una botella de agua. La vació casi de una vez, aunque aquello le hizo sentirse peor. Escuchó una ambulancia que se acercaba chil ando desde Blind Lake.

Tess, pensó. Tess en la ladera de la colina.

¿Cuánto tiempo había pasado? La buscó con la mirada en la pendiente. Todos habían bajado, todos se habían concentrado en el aparcamiento, a una distancia segura de la avioneta en llamas. Todos menos Tess. Le había dicho que se quedara quieta, y el a lo había tomado al pie de la letra. Le gritó, pero estaba demasiado lejos para oírlo.

Pesadamente, fue subiendo la colina. Tess permanecía inmóvil, mirando los restos del avión. No lo reconoció cuando la l amó. Mala señal. Estaba bajo algún tipo de shock, supuso Chris.

Se arrodilló frente a ella, interpuso su cara en su línea de visión y le puso las manos sobre los pequeños hombros.

—Tess —dijo—. Tess, ¿estás bien?

Al principio la niña no reaccionó. Después empezó a temblar. Su cuerpo se estremecía. Parpadeó y abrió la boca sin emitir sonido alguno.

—Tenemos que llevarte a algún sitio caliente —le dijo.

Tess se apoyó sobre él y rompió a l orar.


Marguerite perdió el rastro de Charlie en el caos bul icioso de la sala de control.

Durante una fracción de segundo reinó la más completa oscuridad (un fallo eléctrico total). Luego las luces parpadearon, volvió la electricidad y la sala se l enó de voces. Marguerite encontró una esquina vacía y se apartó al í. No había nada que pudiese hacer para ayudar, y sabía que lo mejor era no interferir.

Algo malo había ocurrido, algo que no comprendía, algo que había empujado a los ingenieros a un frenesí de actividad. Se concentró en la gran pantalla de la pared, en la transmisión directa desde el Ojo, todavía alarmantemente en blanco. Podría acabar en cualquier momento.

Sonó su teléfono. Lo ignoró. Distinguió a Charlie y lo observó dando vueltas por la sala, coordinando la actividad. Como se veía desamparada, o al menos incapaz de ayudar, comenzó a sentir un presentimiento de pérdida. Pérdida de inteligibilidad. Pérdida de orientación. Pérdida de visión. Pérdida del Sujeto, con el cual había estado luchando para cruzar un desierto en el corazón de una tormenta. Periódicamente, en la pantalla de la pared se formaban cascadas de color. Marguerite observaba, intentando extraer una imagen de todo aquello, pero fracasando. Nada de señal, tan solo interferencias. Únicamente interferencias.

«Unas pocas luces verdes más», oyó decir a alguien. ¿Eso era bueno? Aparentemente sí. Allí venía Charlie, no sonreía pero la expresión de su rostro no era tan grave como la que había tenido antes… ¿Hacía cuánto? ¿Una hora?

—Estamos recuperando algo —le dijo.

—¿Una imagen?

—Quizás.

—¿Todavía está centrada en el Sujeto?

—No te impacientes, Marguerite.

Se concentró de nuevo en la pantalla, que había comenzado a l enarse con una nueva luz. Diminutos mosaicos digitales, ensamblados en las insondables profundidades de los tanques de los O/CBE. Blanco difuminándose hacia marrón rojizo. El desierto. Estamos volviendo, pensó Marguerite, y un hormigueo de alivio recorrió su columna vertebral. ¿Pero dónde estaba el Sujeto, y qué era aquel vacío blanco?

—Arena —murmuró. Finos granos de silicato ajenos al viento. La tormenta debía de haber pasado de largo. Pero la arena no estaba inmóvil. La arena se amontonaba y se deslizaba de un lado a otro.

El Sujeto surgió de un manto de arena. Había sido enterrado por el vendaval, pero estaba vivo. Salió haciendo fuerza con los brazos y después se incorporó, con gesto vacilante, bajo la sobrecogedora luz del sol. La cámara virtual se alzó con él. A su espalda, Marguerite pudo ver la tormenta de arena retirándose hacia el horizonte, arrastrando torbel inos negros como nubarrones.

Todo alrededor del Sujeto eran líneas y ángulos de roca. Viejas columnas de piedra y estructuras piramidales y cimientos erosionados por la arena. Las ruinas de una ciudad.

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