«Los telescopios de poder incomparable le revelaban las ignotas profundidades del cosmos sobre espejos pulidos de mercurio flotante. Los mundos muertos de Sirio, los mundos a medio formar de Arcturus, los ricos pero inanimados mundos girando alrededor de las gigantescas Antares y Betelgeuse. Esos eran los mundos que el a estudiaba sin ninguna utilidad».
Podría acabar en cualquier momento.
Chris Carmody se giró hacia la parte más cálida de una cama que no le era familiar. Se trataba de una pequeña depresión en las sábanas de algodón donde alguien había yacido hasta hacía poco. Alguien. Su nombre se le escapaba, todavía perdido entre capas de sueño. Pero él deseaba ardientemente el calor de aquel a reciente presencia, de la responsable de aquel calor que no desaparecía. Dibujó un rostro, benevolente, sonriente y levemente estrábico. Se preguntó a dónde había ido.
Había pasado bastante tiempo desde que había compartido la cama con alguien más. Era curioso cómo lo que más le gustaba, más que cualquier otra cosa, era el calor que la otra persona dejaba entre las sábanas. Aquel espacio en el que él entraba en su ausencia.
Podría acabar en cualquier momento. ¿Había soñado él aquellas palabras? No. Las había escrito en su libro de notas hacía tres semanas, transcribiendo un comentario de un estudiante licenciado con el que se había encontrado en la cafetería de Crossbank, a medio continente de distancia.
—Estamos haciendo un trabajo fascinante, y flota en el ambiente una sensación de apresuramiento, porque sabemos que podría acabar en cualquier momento…
A su pesar, abrió los ojos. Al otro lado del pequeño dormitorio, la mujer con la que había dormido luchaba consigo misma mientras se ponía un par de pantalones ceñidos. Sintió su mirada y le sonrió con cautela.
—Eh, guapo —le dijo el a—, no es por meterte prisa, pero ¿no decías que tenías una cita no sé dónde?
El recuerdo finalmente lo alcanzó. Su nombre era Lacy. Sin información añadida sobre el apellido. Era camarera en el Denny. Su cabello era largo y pelirrojo, peinado a la moda, y era al menos diez años más joven que Chris. Ella había leído su libro. O eso decía. O al menos había oído hablar de él. Tenía un ojo vago, lo que le daba una apariencia de constante abstracción. Mientras él se frotaba los ojos para despertarse, el a se puso un vestido sin mangas sobre sus hombros pecosos.
Lacy no era muy buena como ama de casa. Pudo observar varias manchas de moscas aplastadas contra el alféizar de la ventana. El espejo para el maquil aje reposaba todavía en la mesa de al lado, donde ella había preparado unas finísimas y precisas rayas de cocaína. Un billete de cincuenta dólares descansaba sobre la alfombra al lado de la cama, tan firmemente enrollado que parecía una hoja de palma en ciernes o algún extraño insecto-palo con una mohosa mancha de sangre seca en un extremo.
El otoño estaba recién empezado y todavía hacía calor en Constance, Minnesota. Un aire balsámico agitaba las cortinas diáfanas. Chris saboreó la sensación de encontrarse en un sitio donde no había estado jamás y al cual con toda probabilidad no iba a regresar.
—Te diriges a Blind Lake, ¿no es cierto?
Él recogió su reloj de una pila de revistas People de la mesilla de noche. Disponía de una hora si no quería perder el transporte.
—Me dirijo a Blind Lake. —Se preguntó cuánto le había contado a la mujer la noche anterior.
—¿Te apetece desayunar?
—Creo que no tengo tiempo.
Ella pareció aliviada al oír aquello.
—Eso está bien. Conocerte ha sido fenomenal. Conozco a mucha gente que trabaja en Blind Lake, pero la mayoría es parte del personal de apoyo o proveedores. Nunca me había encontrado con alguien que fuera del núcleo duro.
—No soy del núcleo duro. Solo soy un periodista.
—No te infravalores.
—Yo también me lo he pasado muy bien.
—Eres muy dulce —dijo el a—. ¿Quieres ducharte? Yo ya he acabado en el baño.
La presión del agua era demasiado débil y se encontró con una cucaracha muerta en la bandeja del jabón, pero la ducha le dio tiempo para ajustar sus expectativas. Para poner en pie lo que quedara de su orgullo profesional. Tomó prestada una cuchilla rosa para depilarse las piernas y se afeitó la imagen fantasmal que veía reflejada en el espejo. Ya estaba vestido y en la puerta cuando el a empezaba con el desayuno: huevos y zumo, en la diminuta cocina del apartamento. Trabajaba de noche; las mañanas y las tardes eran su tiempo de ocio. Un pequeño panel de televisión en la mesa de la cocina proyectaba un culebrón a medio volumen. Lacy se levantó y lo abrazó. Su cabeza le l egaba a la altura del pecho. En aquel suave abrazo descansaba el reconocimiento de que ninguno de los dos significaba esencialmente nada para el otro, nada más que el capricho de una noche irreflexivamente consentido.
—Cuéntame qué tal te va si vuelves por aquí —dijo el a.
Él se lo prometió cortésmente. Pero no iba a volver por allí.
Fue a recoger su equipaje al Marriot, donde el Visions East le había reservado una habitación con buen criterio (pero innecesariamente) y se encontró con Elaine Coster y Sebastian Vogel en el vestíbulo.
—Llegas tarde —le dijo Elaine.
Echó un vistazo al reloj.
—No por mucho.
—¿Crees que se te caerían los anillo si fueras puntual al menos por una vez?
—La puntualidad es el ladrón del tiempo, Elaine.
—¿Quién dice eso?
—Oscar Wilde.
—Oh, ese sí que es un buen modelo para ti.
Elaine tenía cuarenta y nueve años y una ropa safari inmaculada, una cámara digital atada al bolsillo de su pecho izquierdo y un auricular colgando del brazo izquierdo de sus gafas de sol con incrustaciones de circonio, como si fuera un pelo rebelde. La expresión de su rostro era severa. Elaine era una periodista científica casi veinte años mayor que Chris, muy respetada en su campo, donde él mismo era últimamente considerado con cierto desdén. A él le gustaba Elaine y su trabajo era sobresaliente, y por eso le perdonaba su tendencia a comportarse con él como se comporta una maestra en la escuela con el niño alborotador.
Sebastian Vogel, el tercer miembro de la fuerza expedicionaria del Visions East, permanecía en silencio unos pocos pasos atrás. Sebastian no era verdaderamente un periodista; era un profesor jubilado de Teología de la Universidad de Wesleyan que había escrito uno de esos libros que se convierten inexplicablemente en un best seller. El libro se titulaba Dios & el vacío cuántico. Chris sospechaba que era aquel «&» en lugar del convencional «y», el que lo había puesto aceptablemente a la última, elípticamente a la moda. La revista había querido el toque espiritual de la Nueva Astronomía para complementar el tono científico riguroso de Elaine y el de Chris, también conocido como «lado humano». Pero Sebastian, que quizás fuera brillante, era también extraordinariamente parco en palabras. Tenía una barba que oscurecía su boca y que Chris consideraba emblemática: las palabras que encontraban la forma de salir eran escasas y por lo general difíciles de interpretar.
—La camioneta —señaló Elaine— l eva esperando diez minutos.
La camioneta de Blind Lake, quería decir, con un joven funcionario chico-de-los- recados al volante, con un codo apoyado en la ventanilla abierta y expresión de no descansar lo suficiente. Chris asintió en silencio, echó su equipaje en la parte trasera de la camioneta y se sentó detrás de Elaine y Sebastian.
Era pasada la una de la tarde, pero sintió una ola de cansancio que se apoderaba de él. Algo que tenía que ver con la luz del sol de septiembre. O con los excesos de la noche anterior. La cocaína, aunque la había pagado él, había sido idea de Lacy, no suya. Él había compartido un par de rayas por camaradería, más que suficiente para mantenerlo despierto hasta casi el amanecer. Cerró los párpados brevemente, pero se negó el placer de echarse a dormir. Quería ver la ciudad de Constance a la luz del día. Habían llegado la noche anterior y todo lo que había visto de la ciudad era el Denny, más tarde un bar donde la banda del local tocaba canciones que pedía el público, y después el interior del apartamento de Lacy.
La ciudad había hecho lo posible para reinventarse a sí misma como punto de destino turístico. La base de investigación de Blind Lake estaba cerrada al público a pesar de lo famosa que se había hecho. Los curiosos se tenían que conformar con aquel viejo granero y aquel chamizo con jardín que era Constance, que servía como ciudad dormitorio para los empleados civiles de Blind Lake, y donde el nuevo Marriot y el más nuevo Hilton alojaban ocasionalmente congresos científicos o ruedas de prensa.
La calle principal se había engalanado para Blind Lake con más entusiasmo que buen gusto. Los dos edificios comerciales de ladrillo de dos plantas parecían datar de mediados del siglo pasado; eran de ladril o amarillo argamasado con arcil a del lecho del río local, y podrían haber resultado incluso bonitos si no hubiese sido por aquel afán exagerado de espíritu vendedor que se había apoderado de el os. El tema de la langosta estaba inevitablemente en todas partes. Langostas de felpa para niños, recortables de langostas para poner en las ventanas, pañuelos de cócteles de langosta, langostas de cerámica para el jardín…
Elaine siguió su mirada y adivinó su línea de pensamiento.
—Deberías haber cenado en el Marriott puta sopa de langosta —dijo.
Él se encogió de hombros.
—Tan solo es gente que intenta ganarse el pan con el sudor de la frente, sacando adelante a sus familias.
—Ganando el pan gracias a la ignorancia. No entiendo todo este asunto de las langostas. No se parecen a langostas para nada. No tienen exoesqueleto y Dios sabe que no tienen un océano en el que nadar.
—La gente tiene que ponerles algún nombre.
—La gente quizás tenga que ponerles un nombre, pero ¿tienen que emborronar corbatas con él?
El trabajo de Blind Lake había sido indudablemente vulgarizado de forma masiva. Pero lo que molestaba a Elaine, o eso pensaba Chris, era la sospecha de que, en algún lugar entre las estrellas más cercanas, estuviera sucediendo algún tipo de acto recíproco similar. Caricaturas plásticas de seres humanos con la boca abierta detrás de ventanas acristaladas bajo un sol alienígena. Su propio rostro, quizás, impreso en una jarra como souvenir, en la cual inimaginables criaturas bebían líquidos misteriosos.
La camioneta era un vehículo polvoriento de color azul eléctrico que habían enviado desde Blind Lake. El conductor parecía no querer hablar pero quizás estuviera prestando atención a la conversación, pensó Chris, tratando de deducir sus «intenciones encubiertas». El departamento de relaciones públicas haciendo un poco de trabajo encubierto. La conversación resultaba por eso mismo un tanto artificial. Salieron de la ciudad por la interestatal y se desviaron en silencio hacia una carretera de doble carril. Entonces, a pesar de la ausencia de letreros obvios más al á de aquel «CARRETERA PRIVADA, PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE LOS ESTADOS UNIDOS Y DEL MINISTERIO DE ENERGÍA», ya se hallaban en territorio privilegiado. Cualquier vehículo no autorizado habría sido detenido en el primero de los puestos de control (oculto) que había cada quinientos metros. La carretera estaba bajo vigilancia constante, tanto visual como electrónica. Recordó algo que Lacy le había comentado: en Blind Lake, incluso los coyotes llevaban pases.
Chris volvió la cabeza hacia la ventanilla y observó el paisaje. Los campos de cultivo dieron paso a una l anura abierta y a una pradera salpicada de flores salvajes. Un país seco, pero no desértico. La noche anterior, una tormenta había retumbado por toda la ciudad mientras Chris se refugiaba con Lacy en su apartamento. La lluvia había barrido las calles, limpiándolas de rastros combustibles y atascando los desagües con periódicos empapados y maleza, provocando un tardío espectáculo de color en la pradera.
Un par de años atrás un rayo había iniciado un incendio que estuvo a quinientos metros de alcanzar Blind Lake. Se habían traído bomberos desde Montana, Idaho y Alberta. Todo aquello había quedado muy fotogénico en las noticias (y enfatizaba la fragilidad de la recién llegada Nueva Astronomía), pero el riesgo del complejo nunca había sido muy grande. Era simplemente otra excusa, murmuraban entre dientes los científicos en Crossbank, para que Blind Lake acaparara los titulares una vez más. Blind Lake era la hermana pequeña con glamour de Crossbank, siempre dispuesta a la vanidad, hipnotizada por los paparazzi…
Pero cualquier evidencia del incendio había sido eliminada por dos veranos y dos inviernos. Por hierba silvestre, ortigas y aquel as pequeñas flores azules cuyo nombre Chris no podía recordar. Por el envidiable talento de la naturaleza para olvidar.
Ellos habían empezado en Crossbank, porque se suponía que Crossbank les iba a resultar más fácil.
La instalación de Crossbank estaba dedicada a un mundo biológicamente activo en la órbita de HR8832. Era el segundo planeta de aquel sol, dependiendo de cómo denominara uno al anillo de cuerpos celestes que giraba entre los dos primeros planetas alrededor de la estrella. El planeta tenía un núcleo de hierro, un cuerpo rocoso con 1,4 veces la masa de la Tierra y una atmósfera relativamente rica en oxígeno y nitrógeno. Los dos polos eran aglutinaciones gélidas de agua helada que podían alcanzar ocasionalmente temperaturas tan bajas como para congelar CO2, pero las regiones ecuatorianas eran cálidas, océanos poco profundos sobre placas continentales ricas en vida.
Aquel a forma de vida simplemente no tenía glamour. Era multicelular pero puramente fotosintética. La evolución en HR8832/B parecía haber pasado por alto el desarrol o de la mitocondria, necesario para la vida animal. Lo que no significaba que el paisaje no fuera a menudo espectacular, particularmente las enormes colonias en forma de estromatolito de bacterias fotosintéticas que se alzaban, alcanzando una altura de dos o tres pisos sobre la superficie del mar verde; o la simetría quíntupla de las bautizadas como estrel as de coral, ancladas en los lechos marinos y flotando medio sumergidas en aguas abiertas.
Era un exquisito y maravilloso mundo que había conseguido suscitar una gran expectación cuando Crossbank era la única instalación de su clase. Los mares equinocciales tenían, de media, puestas de sol cada 47,4 horas terrestres, a menudo con enormes nubes que ondulaban mucho más alto que ninguna otra sobre la Tierra, castil os de nubes como extraídos de anuncios de bicicletas victorianas. Las pantal as de plasma, como ventanas decorativas con programas de aquel paisaje ajustado al ciclo terrestre de veinticuatro horas, habían sido tremendamente populares durante años.
Un mundo precioso, y que había facilitado grandes cantidades de información sobre la evolución planetaria y biológica. Todavía continuaba proporcionando datos extraordinariamente útiles. Pero era estático. Nada se movía demasiado en el segundo mundo de HR8832. Tan solo el viento, el agua y la l uvia.
Eventualmente se le llegó a conocer como «el planeta donde nunca pasa nada», una frase acuñada por un columnista del Chicago Tribune que consideraba a toda la Nueva Astronomía como una fuente más de conocimiento, llamativa pero inútil, a cargo de los presupuestos federales. Crossbank había aprendido a ser cauto con los periodistas. Visions East había negociado largo y tendido para obtener una semana de convivencia en el Crossbank para Chris, Elaine y Sebastian. No hubo ninguna garantía de cooperación, y probablemente había sido únicamente la sólida reputación de Elaine como periodista científica la que finalmente había llegado a convencer al departamento de relaciones públicas. O la reputación de Chris, quizás, la que los había hecho tan reacios a acceder.
Pero la visita a Crossbank había resultado un éxito en líneas generales. Tanto Elaine como Sebastian afirmaban haber hecho un buen trabajo allí.
Para Chris había sido un poco más problemático. El director del departamento de Observación e Interpretación se había negado rotundamente a hablar con él. Su mejor cita había venido del chico de la cafetería. «Podría acabar en cualquier momento». E incluso el joven de la cafetería había terminado por abrir los ojos como platos al leer el nombre de Chris en su pase de seguridad.
—¿Tú eres el tipo que escribió aquel libro?
Chris confesó que él era, sí, el tipo que había escrito aquel libro.
Y el chico había asentido una vez, se había levantado del asiento y había depositado su bandeja de comida a medio terminar en el anaquel sin mediar palabra.
Dos aviones de vigilancia les pasaron por encima durante los siguientes diez minutos, y los controles del salpicadero de la camioneta comenzaron a parpadear espasmódicamente. Ya habían cruzado un buen número de puestos de control para cuando alcanzaron la valla de acero que serpenteaba por la pradera en ambas direcciones, y un guardia de uniforme salió de la garita de vigilancia para hacerles el ademán de detener el vehículo.
El guarda examinó la identificación del conductor, de Elaine y de Sebastian, y finalmente la de Chris. Dijo unas breves palabras a su micrófono personal y acto seguido les proporcionó a los tres periodistas unas tarjetas de identificación con unos imperdibles para la solapa. Al final les hizo una seña con la mano para que continuaran avanzando.
Y así estuvieron dentro. Tan simple como aquello, dejando a un lado las semanas de negociación entre la revista y el Ministerio de Energía.
Tan solo una franja de hierba ondulada por el viento separada de otra por una valla de rejilla metálica y alambre de espino. Pero la entrada era más que metafórica. Implicaba, al menos para Chris, una genuina sensación de ceremonia. Aquello era Blind Lake.
Prácticamente otro planeta.
Echó la mirada a su espalda conforme la camioneta aceleraba, y vio cómo la puerta corrediza de la entrada se cerraba con lo que más tarde recordaría como una terrible sensación de irrevocabilidad.
Teresa Hauser sabía que realmente había un lago en Blind Lake. Pensaba sobre el o mientras volvía a casa de la escuela, siguiendo su propia sombra alargada a lo largo de la acera blanca y resplandeciente.
Blind Lake, el lago, no la ciudad, era una ciénaga fangosa entre dos pequeñas colinas, llenas de espadañas, ranas silvestres, garzas, gansos del Canadá y agua verde estancada. El señor Fleischer les había hablado sobre él en clase. Se le l amaba lago pero realmente se trataba de una marisma, una antiquísima superficie de agua atrapada en una tierra pedregosa y porosa.
De modo que Blind Lake, el lago, no era realmente un lago. Tess pensó que aquello de alguna forma tenía sentido, porque la ciudad de Blind Lake tampoco era realmente una ciudad. Era un Laboratorio Nacional construido allí en su totalidad, como un decorado de película, por el Ministerio de Energía. Esa era la razón por la que las casas, las tiendas y los edificios de oficinas estaban tan dispersos y eran tan nuevos, y por la que aparecían y acababan tan abruptamente en una tierra vasta y vacía.
Tess caminaba sola. Tenía once años y todavía no había hecho muchos amigos en la escuela, aunque Edie Jerundt (a la que los otros niños llamaban Edie Grumo) al menos hablaba con ella de cuando en cuando. Pero Edie tomaba el camino opuesto para ir a su casa, hacia el centro comercial y los edificios administrativos; las altas torres refrigeradoras del Paseo Globo Ocular, lejos al oeste, constituían las señales que la guiaban a casa. Tess, cuando estaba al menos con su padre, lo que sucedía una de cada cuatro semanas, vivía en una casa prefabricada de color pastel alineada junto con otras dispuestas las unas contra las otras, como soldados en posición de firmes. La casa de su madre, aunque estaba incluso más al oeste, era casi idéntica.
Se había quedado veinte minutos más en la escuela ayudando al señor Fleischer a limpiar las pizarras. El señor Fleischer era un hombre calvo y de barba blanquicastaña que le había hecho todo tipo de preguntas sobre su vida: qué hacía cuando estaba en casa, cómo se llevaba con sus padres, si le gustaba la escuela. Tess había respondido obedientemente pero sin entusiasmo, y después de un rato el señor Fleischer había fruncido el ceño y había dejado de preguntar. Lo que a ella le parecía perfecto.
¿Le gustaba la escuela? Era demasiado pronto para saberlo. Las clases acababan de comenzar. El tiempo todavía no era frío, aunque el viento que recorría la acera y agitaba su falda tenía un cierto toque otoñal. No podías decir cómo iba el colegio, pensó Tess, al menos hasta Halloween, y todavía faltaban un par de semanas para Halloween. Para entonces uno ya sabía qué tal era, para bien o para mal.
Ella ni siquiera sabía si le gustaba Blind Lake, la ciudad-no-ciudad cerca del lago-no- lago. Crossbank había sido mejor en algunos aspectos. Más árboles. Colores otoñales. Nieve en las colinas en invierno. Su madre le había dicho que allí también nevaba, y mucho además, y quizás esta vez pudiera hacer amigos con los que ir a tirarse en trineo. Pero las colinas parecían ser demasiado bajas y sin pendiente como para montar en trineo. Había pocos árboles al í, la mayoría árboles jóvenes plantados alrededor de los centros de investigación y de la zona comercial. Como si fuesen árboles imperfectamente deseados, pensó Tess. Pasó junto a algunos de aquellos jardines de las casas de la ciudad: árboles tan jóvenes que estaban todavía atados a estacas, todavía intentando echar raíces. Llego a la pequeña casa de su padre y observó que su coche no estaba en el garaje. Todavía no había l egado. Aquel o no era normal pero tampoco le resultaba asombroso. Tess utilizó su propia l ave para entrar. La casa estaba limpia y ordenada sin piedad, y los muebles todavía olían a nuevo, acogedores pero de alguna forma desconocidos. Se dirigió a la estrecha y brillante cocina y se sirvió un vaso de zumo de naranja del refrigerador. Parte del zumo se derramó por el borde del vaso. Tess pensó en su padre, y entonces cogió una toalla de papel y limpió la mesa. Tiró la prueba incriminatoria a la basura bajo el fregadero.
Llevó su bebida y una servilleta al salón, se acomodó en el sofá y susurró «video» para encender el panel de televisión. Pero no había nada más que estática en todos los canales de dibujos animados. La casa le había grabado un par de programas del día anterior, pero eran bastante aburridos (El rey Koala y Los increíbles Baxter) y no estaba de humor. Supuso que debía de haber algún problema con el satélite porque no había nada más que ver, tan solo el circuito cerrado de Ciudad langosta en sesión nocturna, el Sujeto sin expresión y probablemente dormido bajo una desnuda luz eléctrica.
Su teléfono comenzó a sonar en el interior de su mochila, en el suelo a sus pies, y Tess se sentó de golpe. Un trago de zumo de naranja se equivocó de camino. Hurgó en la mochila y sacó el teléfono, contestando con voz seca.
—Tessa, ¿eres tú?
Su padre.
Asintió con la cabeza, lo que era inútil, después contestó.
—Sí.
—¿Va todo bien?
Le aseguró que estaba bien. Papá siempre quería saber si estaba bien. Algunos días se lo preguntaba más de una vez. Para Tess aquello siempre sonaba como «¿cuál es el problema contigo? ¿Hay algo que no va bien?». Nunca tenía una respuesta para aquel o.
—Hoy voy a trabajar hasta tarde —dijo él—, no puedo llevarte con mamá. Tienes que llamarla tú para que te pase a recoger.
Aquel a era la noche en la que se mudaba a la casa de su madre. Tess tenía un cuarto en cada casa. Uno pequeño y ordenado en la de su padre. Uno grande y desordenado en la de su madre. Tendría que recoger las cosas del colegio para ir a casa de su madre.
—¿No puedes l amarla tú?
—Es mejor si lo haces tú, cariño.
Ella volvió a asentir con la cabeza. Después volvió a hablar.
—De acuerdo.
—Te quiero.
—Yo también.
—Ánimo.
—¿Qué?
—Te llamaré todos los días, Tess.
—Bien —dijo Tess.
—No olvides llamar a tu madre.
—No lo haré.
Con voz responsable y sin distraerse por el panel en blanco del video, Tess se despidió y después dijo «mamá» al auricular. Después de una pausa salpicada de sonidos como de insectos, su madre descolgó el teléfono.
—Papá dice que tienes que recogerme.
—Eso dice, ¿eh? Bueno. ¿Estás en su casa?
A Tess le gustaba el sonido de la voz de su madre incluso a través del teléfono. Si la voz de su padre era como un trueno distante, la de su madre era como la lluvia de verano: tranquilizadora incluso siendo triste.
—Trabaja hasta tarde —explicó Tess.
—De acuerdo con su parte del trato se supone que tiene que llevarte él. Yo también tengo trabajo que hacer.
—Supongo que puedo caminar —dijo ella, aunque no hizo ningún esfuerzo para ocultar su decepción. Le costaría media hora larga l egar a la casa de su madre, pasando al lado de la cafetería y del grupo de adolescentes que se reunía allí, y a los que les había dado por llamarla Espás por su forma de girar la cabeza espasmódicamente para evitar sus miradas.
—No —respondió su madre—, se está haciendo tarde ya… Tan solo recoge tus cosas. Estaré allí en, oh, supongo que en unos veinte minutos o así. ¿Vale?
—Vale.
—Quizás podamos comprar algo de comida rápida por el camino.
—¡Muy bien!
Después de que volviera a dejar su teléfono en la mochila, Tess se aseguró de que llevaba todo lo que necesitaba para ir a casa de su madre: sus cuadernos de notas y libros de texto, por supuesto, pero también sus camisetas y blusas preferidas, su mono de felpa, su conexión-biblioteca, su luz nocturna personal. No le l evó mucho tiempo. Después, sin parar un momento, lo dejó todo en el vestíbulo y salió afuera a mirar la puesta de sol.
Lo que tenía de bueno la casa de su padre era la vista del páramo. No era una vista espectacular, no había nada melodramático como montañas o valles o algo así, pero se podía extender la vista sobre una gran franja de pradera que iba ascendiendo hasta la carretera de Constance. El cielo parecía inmenso desde al í, sin ningún tipo de límite excepto la verja que rodeaba Blind Lake. Los pájaros vivían en las hierbas altas más allá del césped pulcramente cortado, y en ocasiones rompían a volar en bandadas hacia el cielo enorme y limpio. Tess no sabía qué tipo de aves eran aquel as, no tenía un nombre para ellas. Eran muchas, pequeñas y marrones, y cuando recogían sus alas volaban como dardos.
Las únicas cosas fabricadas por seres humanos que Tess podía ver desde el jardín trasero de su padre, siempre y cuando apartara la vista de la hilera mecánica que formaban las casas adyacentes, eran la verja, la carretera que conducía a través de las colinas hasta Constance y la garita de los guardias en la entrada del complejo. Observó un autobús saliendo de Blind Lake, uno de los autobuses que l evaban a los trabajadores del turno de día a sus casas, muy lejos. A la luz del atardecer, las ventanas del autobús eran cálidas por su tono amarillo.
Permaneció de pie observando en silencio. Si su padre hubiera estado al í, la habría llamado entonces para volver a la casa. Tess sabía que a veces se quedaba mirando a las cosas durante demasiado tiempo. A las nubes o a las colinas o, cuando estaba en el colegio, a través de la ventana impoluta al campo de fútbol donde las blancas porterías medían el paso del tiempo con sus sombras. Hasta que alguien la l amaba de vuelta al mundo real. «¡Despierta, Tessa! ¡Presta atención!». Como si hubiera estado dormida. Como si no hubiera estado prestando atención.
En ocasiones como aquel a, con el viento agitando la hierba y envolviéndola como una mano enorme y fría, sentía que el mundo era una segunda presencia, como si fuese otra persona, como si el viento y la hierba tuviesen voces propias y ella las pudiera oír hablar.
El autobús de ventanas amarillas se detuvo en la distante garita. Un segundo autobús esperaba tras él. Tess esperó a que el guardia los dejara pasar con un movimiento de la mano. Casi mil personas trabajaban por la mañana en Blind Lake, recepcionistas, personal de apoyo y la gente que l evaba las tiendas. Y el guardia siempre los dejaba marchar con un movimiento de la mano.
Aquel a noche, sin embargo, los autobuses se detuvieron y permanecieron detenidos.
—Tess —le dijo el viento. Lo que le hizo recordar a Tess a la Chica del Espejo, y todos los problemas que le había causado en Crossbank…
—¡Tess!
Dio un salto involuntariamente. La voz había sido real. Era su madre.
—Lo siento si te he asustado.
—No pasa nada.
Tess se dio la vuelta y se alegró y se sintió más segura por la imagen de su madre atravesando el amplio y limpio césped. La madre de Tessa era una mujer alta, con el largo pelo castaño ladeado sobre el rostro, la falda larga hasta los tobillos sacudida por el viento. El sol poniente lo volvía todo de un suave rojo: el cielo, las casas de la ciudad, el rostro de su madre.
—¿Tienes tus cosas?
—Junto a la entrada.
Tess vio que su madre miraba a lo lejos hacia la distante carretera. Otro autobús se había unido a los otros dos, y ahora los tres permanecían inmóviles junto a la garita.
—¿Pasa algo raro con la valla? —dijo Tess.
—No lo sé. Seguro que no es nada. —Pero frunció el ceño y se quedó observando durante un momento. Después cogió a Tess de la mano—. Vámonos a casa, ¿de acuerdo?
Tess asintió, súbitamente necesitada del calor de la casa de su madre, del olor a ropa recién lavada y a comida rápida, de la seguridad de los pequeños espacios cerrados.
El campus del Laboratorio Nacional de Blind Lake, sus despachos científicos y oficinas administrativas, sus almacenes de suministros y sus puntos de venta al por menor habían sido construidos sobre una casi imperceptible colina prácticamente sin pendiente de una antigua tobera glacial. Desde el aire se asemejaba a cualquier otra nueva comunidad suburbana, con la única particularidad de su situación de aislamiento, conectada al mundo por una única carretera de doble carril. En su centro, junto a una franja alargada parcialmente cerrada de tiendas, conocida como «zona comercial», había un anillo de edificios de hormigón de diez plantas, el Hubble Plaza. Aquellas eran las instalaciones donde se realizaba el trabajo de interpretación de Blind Lake. El Plaza, con sus estrechas ventanas espejadas y su jardín interior cubierto de hierba, era el cerebro de todo el complejo. El corazón estaba a kilómetro y medio al este de la ciudad, en una estructura subterránea desde la cual dos torres refrigeradoras se alzaban entre el frágil aire otoñal.
Aquel edificio era el Procesador Computacional de Blind Lake, pero popularmente se lo conocía como Paseo Globo Ocular, o el Paseo, o simplemente el Ojo.
Charlie Grogan había sido ingeniero jefe en el Paseo desde que se había puesto en funcionamiento hacía cinco años. Aquella noche se había quedado trabajando hasta tarde, si se podía decir «trabajar hasta tarde» cuando para él lo normal era continuar trabajando hasta bien después de que el turno de día se hubiera marchado a casa. Había, por supuesto, un turno de noche, y un ingeniero supervisor que trabajaba con el os, Anne Costigan, cuyas habilidades había l egado a respetar. Pero era precisamente el hecho de que no tuviera que estar pendiente de nadie más en su vigilancia oficial lo que hacía que aquellas horas fueran tan provechosas para él. Podía ponerse al día con el papeleo sin riesgo de interrupción. Mejor aún, podía bajar a las salas del hardware o a la galería de los O/CBE y pasarse por donde están los chicos de comunicaciones en visita no oficial. Disfrutaba dedicando tiempo al trabajo.
Aquel a noche había terminado de rel enar un formulario de solicitud y programado a su servidor para enviarlo a la mañana. Echó un vistazo al reloj. Las nueve menos diez. Era la hora de descanso de los chicos de los cubículos. Tan solo un paseo por allí, se prometió Charlie. Después a casa a dar de comer a Boomer, su viejo sabueso, y quizás descargarse algo antes de irse a la cama. El ciclo eterno.
Dejó su despacho y se montó en un ascensor para bajar dos plantas más hacia el subsuelo. El Paseo estaba tranquilo por la noche. No se encontró con nadie en los pasillos color verde azulado del nivel más bajo. Únicamente se podía escuchar el sonido de sus pisadas y el pitido del chip lector de su tarjeta de identificación cada vez que pasaba por una de las áreas restringidas. Las puertas espejadas le ofrecían un recordatorio no bienvenido de su edad (había cumplido cuarenta y ocho años el pasado enero), la creciente curvatura de su columna, la barriga que asomaba de la hebilla de su cinturón. Un fleco de pelo gris se recortaba contra su piel oscura. Su padre había sido un inglés de piel muy blanca, muerto de cáncer hacía veinte años; su madre, una inmigrante sudanesa y estudiante sufí que le había sobrevivido menos de un año. En aquel os días Charlie se parecía a su padre más que nunca.
Dio un rodeo por la galería de los O/CBE, aunque, de igual forma que «quedarse hasta tarde», quizás «rodeo» no fuese la palabra correcta. Aquel a era una de las paradas de su ronda nocturna habitual.
La galería estaba construida como el anfiteatro de una sala de operaciones pero sin la platea para los estudiantes, un vestíbulo embaldosado en forma de anil o con ventanales en su perímetro interno. Los ventanales dominaban una cámara de quince metros de altura. En el fondo de la cámara, rodeada de columnas de gases gélidos y un revoltijo de luces fosforescentes y aparatos de control, estaban los tres gigantescos tanques de O/CBE. Dentro de cada tanque tubular había hilera tras hilera de componentes microscópicamente finos de arseniuro de galio bañados en helio a una temperatura de 232 grados bajo cero.
Charlie era ingeniero, no físico. Él podía realizar el mantenimiento de las máquinas que mantenían los tanques, pero su comprensión de los procesos fundamentales de su trabajo era parcial en el mejor de los casos. Un Condensador Bose-Einstein era una estructura compleja muy bien ordenada Los CBE creaban partículas ligadas a los electrones llamadas «excitadores». Los excitadores funcionaban como puentes cuánticos para conformar una máquina de computación increíblemente rápida y eficaz. Todo lo que fuera más al á de aquella «guía para legos» se lo dejaba a los apasionados y un tanto excéntricos jóvenes teóricos y a los estudiantes licenciados que pasaban por el Paseo Globo Ocular como si fuera una estación veraniega. El trabajo de Charlie era más práctico: él hacía que todo funcionase, que todo estuviera suficientemente frío, mantener suave el I/O, solucionar los pequeños problemas antes de que se convirtieran en grandes problemas.
Aquel a noche había cuatro chicos de mantenimiento con trajes aislantes en la zona de conductos y tuberías, probablemente Stitch y Chavez, y alguno de los del laboratorio Berkeley que iban rotando a lo largo de todo el complejo. Más gente de lo normal; se preguntaba si Anne Costigan había ordenado algo de trabajo no previsto.
Recorrió una vez la galería circular y después siguió otro pasillo pasando los laboratorios de física de estado sólido hasta la sala de control de datos. Charlie supo nada más entrar que pasaba algo raro.
No había nadie en el descanso. Los cinco ingenieros del turno de noche estaban todos en sus puestos, trabajando febrilmente en los informes de sistemas. Únicamente Chip McCullough levantó la vista cuando Charlie atravesó la puerta, y todo lo que pudo obtener de él fue un taciturno saludo con la cabeza. Y todo aquel o a las pocas horas de que su turno hubiera terminado oficialmente el trabajo.
Anne Costigan también estaba al í. Lo miró desde su monitor portátil y lo vio de pie junto a la puerta. Le levantó un dedo al supervisor adjunto («un segundo») y se acercó a él. A Charlie le gustaba aquello de Anne, su economía de movimientos, donde cada gesto tenía un propósito claro.
—Joder, Charlie —dijo—, ¿tú nunca duermes?
—Ya me estaba yendo.
—¿Por aquí?
—En realidad venía a por un café. Pero tus chicos están ocupados.
—Hemos tenido una gran descarga en el I/O hace una hora.
—¿Una descarga de energía?
—No, una descarga de actividad. El panel de controles se encendió como un árbol de Navidad. Como si alguien le hubiera dado al Ojo una dosis de anfetaminas.
—A veces ocurre —dijo Charlie—. Si te acuerdas del pasado invierno…
—Esta es un poco inusual. Se ha estabilizado, pero estamos haciendo un chequeo generalizado de los sistemas.
—¿Todavía genera información?
—Oh, sí, nada malo, tan solo una pequeña señal, pero… ya sabes cómo es.
Sabía cómo era. El Ojo y todos los sistemas que dependían de él siempre operaban al borde del caos. Como un animal salvaje a medio domar, lo que el Ojo necesitaba no era tanto mantenimiento como atención y tranquilidad. Con su complejidad y su imprevisibilidad, era algo muy cercano a un ser vivo. Las personas que entendían aquello —y Anne era una de ellas— habían aprendido a prestar atención a los pequeños detalles.
—¿Quieres quedarte un poco y echar una mano?
Sí, quería, pero Anne no lo necesitaba. Lo único que iba a hacer era estorbar.
—Tengo un perro que alimentar —dijo él.
—Saluda a Boomer de mi parte. —Estaba claramente ansiosa por regresar al trabajo.
—Lo haré. ¿Quieres que te traiga algo?
—No a menos que tengas un teléfono de repuesto. Abe se ha ido a la costa otra vez. —Abe era el marido de Anne, un asesor financiero que pasaba en Blind Lake quizás un mes de cada tres; el matrimonio estaba en peligro—. Las l amadas locales van bien, pero por alguna razón no puedo llamar a Los Ángeles.
—¿Quieres utilizar el mío?
—No, no hace falta. Intenté llamar desde el de Tommy Gupta, pero tampoco pude. Debe de ser algo del satélite.
Era extraño, pensó Charlie, cómo todo parecía haberse torcido aquella noche.
Por quinta vez en la última media hora, Sue Sampel le comunicó a su jefe que no había sido capaz de contactar con el Ministerio de Energía en Washington. En cada ocasión, Ray la miraba como si ella en persona estuviera saboteando el sistema.
Sue se había quedado a trabajar hasta más tarde y, según parecía, también les ocurría a todos los demás en el Hubble Plaza. Pasaba algo. No podía imaginarse de qué se podría tratar. Ella era la secretaria ejecutiva de Ray Scutter, pero Ray, como siempre, no le había informado de nada al respecto. Todo lo que sabía era que él quería hablar con Washington y que la telefonía no estaba cooperando.
Obviamente no era culpa de Sue, el a sabía cómo teclear un número de teléfono, por amor de Dios. Pero eso no la había librado de que Ray la mirara de aquella manera cada vez que le pedía la l amada. Y Ray Scutter tenía una mirada asesina. Grandes ojos con pupilas diminutas, cejas pobladas, canas en la peril a… Sue era de la opinión de que podría resultar atractivo si no fuera por su pequeña barbilla y sus mejillas levemente infladas. Pero ya no mantenía aquella opinión. ¿Cuál era la expresión? «Bonito es el que hace cosas bonitas». Ray no las hacía.
Ray se alejó del escritorio de Sue y se dirigió a su despacho con paso airado.
—Naturalmente —gruñó sobre su hombro—, de algún modo me echarán la culpa de esto.
S3, pensó agotada Sue. Había l egado a ser su mantra en los meses que l evaba trabajando con Ray Scutter. S3: sí, sí, sí. Ray estaba rodeado de incompetentes. El personal de investigación ignoraba a Ray. A Ray le ponían la zancadilla a cada momento. Sí, sí, sí.
Una vez más, por amor al trabajo bien hecho, intentó conectar con Washington. El teléfono dio un mensaje de error: «EL NÚMERO SOLICITADO NO SE ENCUENTRA DISPONIBLE EN ESTE MOMENTO». El mismo mensaje que le salía en cada teléfono, video o conexión de Internet más allá de la red local de Blind Lake. La única llamada que había podido conseguir era a la casa de Ray, allí en la ciudad, para que su hija supiera que iba a llegar tarde. Todas las demás habían sido l amadas entrantes: Seguridad, Personal y el enlace militar.
Sue quizás se hubiera preocupado si hubiera estado un poco menos cansada. Pero seguramente no era nada serio. Todo lo que el a quería en aquel momento era volver a su apartamento y quitarse los zapatos. Calentarse la cena en el microondas. Fumarse un canuto.
El teléfono volvió a sonar. De acuerdo con el mensaje de la pantalla, una llamada de Ari Weingart, de Publicidad y Relaciones Públicas. Cogió el teléfono.
—Ari —dijo ella—, ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Está por ahí tu jefe?
—Está aquí pero no desea que lo molesten. ¿Es urgente?
—Sí, un poco sí. Tengo aquí a tres periodistas y ningún sitio adonde mandarlos.
—Reserva un motel.
—Muy graciosa. Tienen un pase de tres semanas.
—¿Nadie había apuntado eso en tu agenda?
—No seas obtusa, Sue. Obviamente, deberían irse a dormir a las habitaciones de invitados del Centro de Visitas, pero Personal lo ha llenado con trabajadores del turno diurno.
—¿Trabajadores del turno de día?
—Sí. Porque los autobuses no pueden salir a Constance.
—¿Los autobuses no pueden salir?
—¿Te ha dado una insolación en las dos últimas horas? En la barrera de entrada han cortado la carretera al complejo. Nada puede entrar ni salir. Estamos totalmente incomunicados.
—¿Desde cuando?
—Más o menos desde la puesta de sol.
—¿Y cómo ha sido eso?
—¿Quién sabe? O alguna posible amenaza a la seguridad o bien otro simulacro. Todo el mundo es de la opinión de que para mañana estará solucionado. Pero entretanto tengo que darle billete a esta gente de alguna forma.
La reacción de Ray Scutter a aquel problema sería de solemne indignación, ciertamente nada que fuera a ser de ninguna ayuda. Sue reflexionó unos instantes.
—Quizás podrías llamar a Mantenimiento y ver si te pueden abrir el gimnasio en el centro de ocio. Que pongan algunos camastros para la noche. ¿Qué tal te suena?
—De puta madre —dijo Ari—. Se me debería haber ocurrido a mí.
—Si necesitas autorización, diles que desde aquí damos el visto bueno.
—Eres un sol. Ojalá te pudiera fichar para mí.
Ojalá, pensó Sue.
Se levantó y se estiró. Caminó hacia la ventana y separó las tiras verticales de la cortina. Más al á de los tejados de las viviendas de los empleados y la oscuridad de la pradera yerma podía divisar a duras penas la carretera a Constance, las luces de emergencia de vehículos que bril aban misteriosamente junto a la entrada sur.
Marguerite Hauser agradeció al destino benevolente que había dispuesto su casa de la ciudad, aunque fuera una de las pequeñas y más viejas, en el lado noroeste del campus de Blind Lake, tan lejos como era posible de su ex-marido Ray. Había algo de paz y sosiego en aquel trayecto de diez minutos para l evar a Tess a casa, y que cerraba el espacio tras ella como un puente levadizo sobre un foso.
Tess, como era habitual, estuvo cal ada durante la ida, quizás un poco más callada de lo normal. Cuando compraron unos sandwiches de pollo en el puesto para coches en la zona comercial, se había mostrado indiferente respecto al menú. Una vez en casa, Marguerite cogió la comida y Tess arrastró su gran bolso hasta dentro.
—¿Funciona la televisión? —preguntó Tess con indiferencia.
—¿Por qué no debería funcionar?
—En casa de papá no funcionaba.
—Compruébalo a ver. Yo serviré la comida.
Comer enfrente del panel de televisión era todavía una novedad para Tess. Era una costumbre que Ray no permitía. Ray insistía en comer en la mesa: «tiempo para la familia», inevitablemente dominado por su catálogo diario de quejas. Francamente, pensaba Marguerite, la programación televisiva era mucho mejor compañía. Especialmente las películas antiguas. Las que más le gustaban a Tess eran las de blanco y negro. Le fascinaban los coches antiguos y aquella ropa peculiar. Le encanta todo lo extraño, pensaba Marguerite, ha salido a mí.
Pero el panel de video de Marguerite tampoco daba señal, como antes el de Ray, y tuvieron que conformarse con lo que había en la memoria del ordenador central de la casa. Pusieron una comedia de hacía cien años de Bob Hope, Mi morena favorita. Tess, que normalmente le habría hecho multitud de preguntas sobre el siglo XX y sobre por qué todo tenía aquel aspecto, simplemente cogió su comida y miró la pantal a.
Marguerite puso una mano en la frente de su hija.
—¿Cómo te sientes, cariño?
—No estoy enferma.
—¿Simplemente no tienes hambre?
—Supongo. —Tess se acercó más y Marguerite la rodeó con el brazo.
Después de la cena Marguerite recogió la mesa, puso mudas nuevas en las camas y ayudó a Tess a ordenar el material del colegio. Tess zapeó por los canales en un momento de optimismo exacerbado, después vio la película de Bob Hope por segunda vez y finalmente anunció que estaba lista para irse a la cama. Marguerite vigiló cómo se lavaba los dientes y la metió en la cama. A Marguerite le gustaba la habitación de su hija, con su pequeña ventana orientada al oeste, la cama vestida con un edredón con una franja rosa, las hileras de animales de peluche vigilantes en los estantes. Le recordaba su propio cuarto en Ohio hacía muchos años ya, excepto por los bienintencionados volúmenes de Historia de la Biblia para niños que su padre había colocado en la estantería con la vana esperanza de que quizás le insuflaran una fe de la que el a carecía. Los libros de Tessa los había elegido ella misma, y tendían hacia la fantasía popular y la ciencia básica.
—¿Quieres leer un poco?
—Creo que no.
—Espero que te encuentres mejor por la mañana.
—Estoy bien. De verdad.
Marguerite miró a su espalda mientras apagaba la luz. Los ojos de Tessa ya estaban cerrados. Tess tenía once años, pero parecía más pequeña. Todavía tenía aquel a pequeña papada de niño bajo la barbilla, las mejillas llenas. Su pelo se estaba oscureciendo pero todavía era de un rubio apagado. Marguerite suponía que una jovencita estaba emergiendo de su capullo de niñez, pero sus rasgos eran todavía indistintos, difíciles de predecir.
—Duerme bien —susurró.
Tess se enroscó en su edredón y arqueó su cabeza contra la almohada.
Marguerite cerró la puerta. Cruzó el salón de estar hasta su estudio, un tercer dormitorio reconvertido, con idea de adelantar un poco de trabajo antes de medianoche. Cada uno de los jefes de departamento le había mandado fragmentos de video de las últimas veinticuatro horas del Sujeto para que los revisara. Bajó la intensidad de la luz y fue abriendo los informes en su pantalla de la pared.
En Fisiología y Señales todavía estaban obsesionados con los pulmones de rejil a del Sujeto. «Posible gesto de rejilla en interacción social», afirmaba el subtítulo. Había un pequeño video del Sujeto en un cónclave de comida en un pozo. El Sujeto permanecía bajo la pálida luz verde en aparente interacción con otro. Las aberturas ventrales de respiración, unas pálidas ranuras blanquecinas a cada lado de su caja torácica, temblaban con cada inhalación. Aquel o era normal, y Marguerite no estaba segura de por qué la gente de Fisiología quería que le echase un vistazo hasta que apareció un nuevo texto: «Los cilios de las aberturas respiratorias se mueven en un patrón vertical de cierta complejidad durante la conducta social». Ah. Sí, se podía apreciar en una subpantalla con mayor acercamiento. Las cerdas de los pulmones eran unos pelillos rosas, apenas visibles, pero sí, se movían como trigo en el campo bajo el viento. A modo de comparación se incluía otra pantalla del Sujeto respirando en un escenario sin interacción social. Los cilios de los pulmones se flexionaban hacia dentro con cada ejercicio de respiración, pero no se apreciaba movimiento vertical.
Potencialmente muy interesante, pensó Marguerite. Etiquetó el informe con un aviso de prioridad, lo que quería decir que Fisiología y Señales podría enviarlo a los compiladores para realizar más análisis posteriores. Añadió algunas notas y preguntas propias (¿consistencia? ¿otros contextos?) y lo reenvió al Hubble Plaza.
Abrió los últimos archivos de video de las secciones de Cultura y Tecnología, que se proyectaron en el panel de la pared de la habitación. Allí estaba el Sujeto, erguido al máximo, con las piernas estiradas mientras empleaba el brazo y algo que se parecía a una tiza para añadir un símbolo nuevo (si es que era un símbolo) a la cadena que adornaba los muros del cuarto. Era uno más de una cadena de dieciséis espirales en forma de concha de caracol que se iban haciendo progresivamente más grandes. Aquella última terminaba con una especie de rúbrica. A Marguerite le parecían garabatos de un niño aburrido en los márgenes de un cuaderno de notas. La inferencia obvia era que el Sujeto estaba escribiendo algo, pero ya se había comprobado que los trazos, líneas, círculos, cruces, puntos, etc., nunca se repetían. Si se trataba de pictogramas, el Sujeto no había escrito nunca la misma palabra dos veces; si fueran letras, se trataba de un alfabeto muy largo. ¿Significaba aquel o que se trataba de arte? Quizás. ¿Decoración? Posiblemente. Pero en Cultura y Tecnología eran de la opinión de que aquel último signo de la cadena sugería algo de contenido lingüístico. Marguerite lo dudaba, y etiquetó aquel informe con una prioridad que lo almacenaría con una decena de documentos similares para la revisión técnica.
El resto de los mensajes consistía en informes de progresos de los comités en activo, y un par de breves segmentos que el equipo de Investigación del Paisaje había considerado que le podría interesar ver: vistas de mirador, la ciudad extendiéndose más allá del Sujeto en una tarde color pastel, capa sobre capa de arenisca roja, como un imperio de pasteles de boda oxidados. Guardó las imágenes para estudiarlas más tarde.
Para medianoche ya había acabado.
Desconectó la pantal a del muro de su cuarto de trabajo y fue andando por la casa apagando las otras luces, hasta que la suave oscuridad fue completa. Al día siguiente era sábado. Tess no tendría colegio. Marguerite confiaba en que la programación vía satélite estuviera disponible para la mañana. No quería que Tess se aburriera en su primer día de vuelta al hogar.
Era una noche clara. El otoño estaba avanzando a pasos agigantados aquel año. Se tumbó en la cama con las cortinas abiertas. Cuando se mudó aquel pasado verano puso su grande e inútil cama doble cerca de la ventana. Le gustaba mirar a las estrel as antes de dormirse, pero Ray siempre había insistido en bajar las persianas. Ahora podía hacerse aquel as pequeñas concesiones. La luz de la luna creciente caía sobre un arrecife de mantas. Cerró los ojos y se sintió ingrávida. Suspiró una vez y cayó dormida.
Ari Weingart, el encargado de Relaciones Públicas de Blind Lake, l evaba una gran carpeta digital. Chris Carmody se preocupó un poco al verla. Rara vez había tenido buenas experiencias con gente que l evara carpetas.
Era evidente que a Weingart las cosas no le estaban saliendo demasiado bien. Había recibido a Vogel, Elaine y Chris en el exterior del Hubble Plaza y los había escoltado hasta su pequeño despacho con vistas a la plaza central. Estaban en la mitad de la confección de un itinerario provisional de una semana, cuando Weingart había recibido una l amada. Chris y compañía se retiraron a una sala de conferencias vacía donde estuvieron sentados hasta entrada la noche.
Cuando Weingart volvió, todavía l evaba consigo la odiosa carpeta.
—Ha habido una complicación —dijo él.
Elaine Coster había estado hirviendo a fuego lento, escondida tras un ejemplar atrasado de Current Events. Dejó la revista sobre una mesil a y recibió a Weingart con una mirada inexpresiva.
—Si hay algún problema con el calendario, podemos solucionarlo mañana. Todo lo que necesitamos ahora mismo es un sitio donde poder instalarnos. Y una conexión segura. No he podido conectarme con Nueva York desde esta tarde.
—Bueno, ese es el problema. Las plazas de alojamiento están ocupadas. Tenemos unos novecientos trabajadores que viven fuera del complejo, pero no han podido salir, y me temo que tienen prioridad sobre los invitados. Las buenas noticias son que…
—Espere un momento —dijo Elaine—. ¿Ocupadas? ¿De qué está hablando?
—Supongo que no habrán tenido este problema en Crossbank, pero es parte del protocolo de seguridad. Si existe algún tipo de amenaza contra el complejo, no se permite el tráfico ni en un sentido ni en otro hasta que el problema se solucione.
—¿Existe una amenaza?
—Doy por hecho que sí. No estoy al corriente de todo. Pero estoy convencido de que no es nada.
Probablemente tiene razón, pensó Chris. Tanto Crossbank como Blind Lake eran Laboratorios Nacionales y operaban con unos protocolos de seguridad que databan de las Guerras del Terror. Incluso las amenazas más insignificantes se tomaban terriblemente en serio. Uno de los inconvenientes del alto perfil de Blind Lake era que atraía la atención de un amplio espectro de lunáticos e ideólogos.
—¿Puede decirnos la naturaleza de la amenaza?
—Honestamente, eso es algo que yo mismo desconozco. Pero no es la primera vez que ocurre. Si mi experiencia les sirve de ayuda, todo estará solucionado para mañana.
Sebastian Vogel se levantó de la silla donde había estado sentado como una esfinge durante la última hora.
—Y entretanto —dijo—, ¿dónde vamos a dormir?
—Bueno, hemos preparado unos camastros.
—¿Camastros?
—En el gimnasio, en el centro de ocio. Lo sé. Lo siento terriblemente. Es lo mejor que hemos podido conseguir con tan poco tiempo de margen. Como les he dicho antes, estoy seguro de que todo estará solucionado mañana por la mañana.
Weingart frunció el ceño mirando su carpeta, como buscando un indulto de última hora. Elaine parecía a punto de estallar, pero Chris se le adelantó.
—Somos periodistas. Estoy seguro de que todos nosotros hemos dormido en malas condiciones alguna que otra vez. —Bueno, quizás Vogel no—. ¿No es así, Elaine?
Weingart la miró con temerosa esperanza.
Ella se tragó cualquier cosa que fuera a decir antes.
—He dormido en una tienda en el desierto del Gobi. Supongo que puedo dormir en un puto gimnasio.
Había varias hileras de camastros en el gimnasio, algunos ya ocupados por trabajadores del turno de día desplazados que venían de centros de acogida repletos. Chris, Elaine y Vogel separaron tres camastros bajo la canasta de baloncesto y los hicieron suyos con el equipaje. Las almohadas de las camas parecían alcachofas aplastadas. Las mantas eran suministros de la Cruz Roja.
—¿El desierto de Gobi? —le dijo Vogel a Elaine.
—Cuando estaba escribiendo mi biografía sobre Roy Chapman Andrews. A través de las huellas del tiempo: Paleobiología entonces y ahora. Yo tenía más o menos veinticinco años. ¿Has dormido alguna vez en una tienda de campaña, Sebastian?
Vogel tenía sesenta años. Era de tez pálida excepto por el rojo febril de sus mejillas, y vestía jerseys amplios para ocultar la generosidad de su estómago y caderas. A Elaine no le gustaba. Según ella, le había confiado a Chris, era un arribista, un fraude, prácticamente un asqueroso espiritualista, y Vogel había agravado el pecado con su impecable cortesía.
—En el parque natural de Algonquin —dijo él—. Canadá. Una acampada. Hace varias décadas, por supuesto.
—¿Buscando a Dios?
—Era un viaje con una estudiante de un colegio mayor mixto. Según recuerdo, precisamente lo que buscaba era acostarme con ella.
—¿Qué eras? ¿Un estudiante de Teología?
—No tomamos votos de castidad, Elaine.
—¿No son cosas como esa las que molestan a Dios?
—¿Cosas como esa? ¿Como un encuentro sexual? Según lo que he llegado a conocer de la materia, no. Deberías leer mi libro.
—Ah, pero lo he hecho —se volvió a Chris—. ¿Y tú?
—Todavía no.
—Sebastian es un místico pasado de moda. Dios en todas las cosas.
—En algunas cosas más que en otras —dijo Sebastian, un comentario que le pareció a Chris tanto críptico como típico de Sebastian.
—Por fascinante que sea —añadió Chris—, creo que deberíamos conseguir algo de cenar. El encargado de relaciones públicas me habló de un sitio que estaba abierto hasta medianoche.
—Me apunto —dijo Elaine—, siempre y cuando me prometas que no vas a llevarte de cal e a la camarera.
—No tengo hambre —anunció Vogel—, idos sin mí. Yo me quedaré vigilando el equipaje.
—Nos vemos, San Francisco —dijo Elaine poniéndose la chaqueta.
Chris conocía algo de la biografía de Elaine sobre Roy Chapman Andrews. La había leído en su primer año de universidad. Para entonces ella ya era una periodista científica prometedora, finalista de un premio Westinghouse AAAS, y dibujaba un recorrido profesional que él esperaba seguir algún día.
El primer y único libro de Chris hasta la fecha había sido también una especie de biografía. La buena cosa de Elaine era que no había hecho ninguna mención de la historia tormentosa que había suscitado el libro, y no parecía tener ninguna objeción en trabajar con él. Es increíble, pensaba Chris, con lo que uno aprende a contentarse.
El restaurante que Ari Weingart les había recomendado estaba situado entre una tienda de informática y otra de material de oficina en el ala al aire libre de la zona comercial. La mayoría de aquel as tiendas cerraban a la tarde, y la zona comercial tenía un aspecto vagamente abandonado bajo aquel aire frío y otoñal. Pero el local, una franquicia de Sawyer's Carnes & Pescados, estaba haciendo un buen negocio aquel día. Una gran multitud, ruido de conversaciones en el aire. La decoración era a base de cromo, colores pastel y plantas en macetas, muy al gusto de fines del siglo XX, con el resurgir de lo falsamente antiguo. Los menús estaban recortados como huesos en forma de T.
Chris se sintió maravillosamente anónimo.
—Que el Señor nos proteja —dijo Elaine—, esto es puro suburbio.
—¿Qué vas a pedir?
—Bueno, veamos. ¿El «Desayuno a cualquier hora»? ¿El «Filete de carne bufanda de mamá»?
Un camarero se acercó a tiempo de oírla pronunciar con tono irónico el nombre de aquellos platos.
—El salmón del Atlántico es bueno —dijo.
—¿Exactamente bueno para qué? No, no importa. El salmón bastará. ¿Chris?
Él pidió lo mismo, avergonzado por la actitud de su compañera. El camarero se encogió de hombros y se alejó.
—Puedes resultar increíblemente esnob, Elaine.
—Piensa en dónde estamos. En la frontera misma del conocimiento humano. Sobre los hombros de Copérnico y Galileo. ¿Y dónde comemos? En una área de descanso para camioneros con bar incluido.
Chris nunca se había explicado cómo hacía Elaine para conciliar sus reparos con la comida con su curva de la felicidad. Recompensándose con la calidad, adivinó él. Sacrificando cantidad. Un acto de equilibrio. Era toda una Wallenda de la cintura.
—Quiero decir, vamos, ¿quién es aquí el esnob en realidad? Tengo cincuenta años, sé lo que me gusta, puedo soportar un tugurio de comida rápida o una comida congelada, pero ¿tengo de verdad que fingir que el potaje de alubias es créme brulée? Me he pasado la juventud bebiendo café amargo en copas de cartón. Ya me he licenciado de eso. Y tú también lo harás.
—Gracias por el voto de confianza.
—Confiésalo. Crossbank fue un completo desastre para ti.
—Recogí algo de material interesante. —O al menos una cita totémica: «podría acabar en cualquier momento». Casi un rezo baptista.
—Tengo una teoría sobre ti —dijo Elaine.
—Quizás deberíamos comer y ya está.
—No, no, no te vas a escapar de la vieja bruja cascarrabias tan fácilmente.
—No quería decir eso…
—Estáte cal adito por un momento. Échale el diente a un pedazo de pan o algo. Te dije que había leído el libro de Sebastian. También he leído el tuyo.
—Quizás suene infantil, pero realmente preferiría no hablar sobre el o.
—Todo lo que quiero decir es que es un buen libro. Tú, Chris Carmody, has escrito un buen libro. Hiciste el trabajo pesado de campo y elaboraste las conclusiones correctas. ¿Ahora te quieres culpar por no echarte atrás en el último momento?
—Elaine…
—¿Quieres tirar tu carrera por el retrete, fingiendo que trabajas sin trabajar, ignorando fechas de entrega, follándote camareras tetonas y bebiendo para dormir? Porque puedes hacerlo si quieres. No serías el primero. Ni por asomo. La autocompasión es una afición muy absorbente.
—Un hombre murió, Elaine.
—Tú no lo mataste.
—Eso se puede discutir.
—No, Chris, eso no se puede discutir. Gal iano cayó por aquella colina accidentalmente, o como un acto consciente de autodestrucción. Quizás se arrepintió de sus pecados o quizás no, pero eran sus pecados, no los tuyos.
—Lo expuse al ridículo.
—Tú expusiste un trabajo que era de una mala calidad peligrosa, que se retroalimentaba y que era una amenaza para gente inocente. Sucedió que era el trabajo de Galliano, y sucedió que Galiano acabó con su motocicleta en el río Monongahela, pero esa fue su elección, no la tuya. Tú escribiste un buen libro…
—Por Dios, Elaine, ¿tanto necesita el mundo otro puto «buen libro» más?
—…y un libro de verdad, y lo escribiste a partir de un sentimiento de indignación que era totalmente pertinente.
—Agradezco que me digas todo esto, pero…
—Y el asunto es que, obviamente, no conseguiste nada útil en Crossbank, y lo que me preocupa es que no vas a conseguir nada aquí, y te vas a culpar por el o, y vas a saltarte las fechas de entrega a fin de l evar a cabo de forma más eficiente este proyecto de castigo voluntario en el que te has embarcado. Y eso es antiprofesional de la hostia. A ver si me explico, Vogel es un chiflado, pero al menos escribirá un artículo.
Durante un momento Chris valoró la idea de levantarse y salir del restaurante. Podría volver al gimnasio y entrevistar a alguno de los trabajadores atrapados del turno de día. Ellos al menos hablarían con él. Todo lo que estaba sacando de la charla con Elaine era más sentimiento de culpa, y ya estaba sobrado de aquel o, gracias.
El salmón llegó, recubierto de una fina l uvia de mantequil a.
—Lo que tienes que hacer… —se detuvo. El camarero hizo ademán de poner un enorme pimentero de madera sobre la mesa—. Llévese eso, gracias.
El camarero huyó.
—Lo que tienes que hacer, Chris, es dejar de comportarte como si tuvieses algo de lo que avergonzarte. Utiliza el libro que has escrito. Si alguien se pone desagradable al respecto, enfréntate a él. Si te tienen miedo por ello, utiliza su miedo. Si se niegan a colaborar contigo, al menos puedes contar la historia de cómo se negaron a colaborar contigo y de qué se sentía al deambular por Blind Lake como un paria. Pero no eches a perder esta oportunidad. —Se inclinó hacia delante balanceando peligrosamente sus mangas cerca de la salsa de mantequil a—. Porque la cosa es que, Chris, esto es Blind Lake. Quizás el gran público inculto tenga tan solo una vaga noción de lo que se está cociendo aquí, pero nosotros lo sabemos, ¿verdad? Este es el sito por el cual se van a reescribir todos los libros de texto. Este es el sitio donde la especie humana comienza a definir su espacio en el universo. Este es el punto de partida de quienes somos y de lo que vamos a l egar a ser.
—Pareces un folleto explicativo.
Se recostó en la sil a.
—¿Por qué? ¿Crees que estoy demasiado arrugada y soy demasiado cínica para reconocer algo genuinamente impresionante cuando lo veo?
—No quería decir eso. Yo…
—Digamos que has tenido suerte de haberme pillado en un momento de sinceridad.
—Elaine, no estoy de humor para el sermón de la profesora.
—Bueno, realmente no creía que estuvieras de humor. De acuerdo, Chris. Haz lo que creas que es mejor. —Hizo un ademán con las manos mostrando el plato—. Cómete este pobre pescado maltratado.
—Una tienda de campaña en el desierto de Gobi.
—Bueno, una especie de tienda. Una especie de refugio hinchable que nos mandaron desde Pekín. Células de combustible recargables, calefacción nocturna, todos los canales vía satélite.
—¿Justo como Roy Chapman Andrews?
—Eh —dijo el a—, soy una periodista, no una mártir.
Para el pesar de Marguerite y la profunda decepción de Tessa, el video y la conexión a la red exterior no mejoraron a lo largo del fin de semana. No era posible conseguir una llamada telefónica o conectarse a la red más al á del perímetro vallado de Blind Lake.
Marguerite dio por supuesto que todo aquel o era el resaltado de la implementación de nuevos protocolos de seguridad. Había vivido situaciones similares en Crossbank durante el tiempo en el que había trabajado allá. La mayoría de los casos tan solo habían durado unas pocas horas, aunque en una ocasión (una violación del espacio de seguridad aérea que resultó no ser nada más que un piloto aficionado con los chips de navegación y los transmisores quemados) la situación había creado un pequeño escándalo y se había sel ado el perímetro de seguridad durante casi una semana.
Allí, en Blind Lake, el aislamiento con el exterior, al menos para Marguerite, no suponía un gran inconveniente, o al menos no tan grande. No había planeado ir a ningún lugar y no había ninguna persona en el exterior con la que tuviera que ponerse en contacto urgentemente. Su padre vivía en Ohio y la l amaba cada sábado, pero él estaba al tanto de las condiciones de seguridad del complejo y no se preocuparía innecesariamente si no podía hablar con ella. Para Tess, sin embargo, sí suponía un problema.
No se trataba de que Tessa fuera uno de aquellos niños que vivía de cara al panel de video. A Tess le gustaba jugar fuera, aunque la mayoría de las veces jugaba sola, y Blind Lake era uno de los pocos lugares de la Tierra donde un niño podía vagabundear solo sin que hubiera nada que temer en cuanto a drogas o delincuencia. Aquel fin de semana, sin embargo, el tiempo no estaba acompañando. La fresca luz del sol del sábado se transformó hacia el mediodía en un ir y venir de nubes de color asfalto y en breves pero violentas ráfagas de l uvia. Octubre soplaba ya el cuerno del invierno. La temperatura cayó hasta los diez grados centígrados, y aunque Tess se aventuró una vez hasta el garaje para recoger una caja de muñecas que todavía no había abierto desde la mudanza, tuvo que volver enseguida temblando bajo su chaqueta de franela.
El domingo fue más de lo mismo, con viento que aul aba por los canalones del tejado y las tuberías y se colaba por las aberturas del techo del baño. Marguerite le preguntó a Tess si había alguien del colegio con quien le gustaría jugar. Tess se mostró dudosa al principio, pero al final nombró a una niña llamada Edie Jerundt. No estaba segura de poder deletrear correctamente el apellido, pero gracias a Dios había únicamente unos pocos apel idos que comenzaran por jota en el directorio de acceso intramural de Blind Lake.
Connie Jerundt, la madre de Edie, resultó ser una analista de secuencia del departamento de Imagen que accedió gustosa y con prontitud a l evarle a Edie para que jugara con su hija. Sin consultárselo siquiera a Edie, que, suponía Marguerite, estaría tan aburrida como Tess. Estuvieron allí en menos de una hora. La madre y la hija se parecían tanto que parecían una de aquellas muñecas rusas, descansando una confortablemente dentro de la otra, solo distintas en cuanto a sus dimensiones. Las dos tenían un aspecto ligeramente ratonil, ojos grandes y cabel o enmarañado, unos rasgos difuminados por la edad de Connie pero concentrados, casi grotescamente, en la pequeña cara de Edie.
Edie Jerundt había llevado consigo un puñado de grabaciones recientes, y las dos niñas se instalaron inmediatamente enfrente del panel de video. Connie se quedó un cuarto de hora más, manteniendo una nerviosa conversación sobre la duración de las medidas de seguridad y lo molesta que estaba resultando aquella situación, que en su caso particular le había impedido ir a Constance para hacer unas compras tempranas de Navidad. Después se excusó y prometió pasarse a recoger a Edie antes de las cinco.
Marguerite observó a las dos niñas, que estaban sentadas en la sala de estar viendo el panel de video.
Las grabaciones eran un poco infantiles para Tess (aventuras de la Chica Panda), y Edie había traído consigo aquellas gafas de sincronización de imagen que se suponían que eran perjudiciales para la vista si se llevaban puestas más de unas pocas horas. Las dos niñas retrocedían impresionadas en las escenas tridimensionales magnificadas.
A excepción de aquello, las dos podrían haber estado solas perfectamente. Estaban sentadas en lados opuestos del sofá, inclinadas en ángulos opuestos sobre los cojines. Marguerite se compadeció inmediatamente, casi de forma inconsciente, por Edie Jerundt, una de aquellas niñas designadas por la naturaleza para ser objeto de burla y condenadas al ostracismo, con brazos y piernas desgarbadas como zancos, no demasiado despierta, la voz vacilante y una timidez perpetua y profunda.
Era bonito, reflexionó Marguerite, que Tess se hubiera hecho amiga de una niña como Edie Jerundt.
A no ser que…
A no ser que fuera Edie la que se hubiera hecho amiga de Tess.
Después de ver las grabaciones, las niñas jugaron con las muñecas que Tess había rescatado del garaje. Las muñecas formaban un conjunto de lo más variopinto. La mayoría la había comprado Tess en mercadil os al aire libre en la época en que Ray solía hacer viajes de fin de semana desde Crossbank a la campiña de New Hampshire. Muñecas pálidas de moda con articulaciones extrañamente retorcidas y vestidos que no conjuntaban; bebés demasiado grandes, la mayoría de el os desnudos; unos cuantos muñecos de acción de películas ya olvidadas con los brazos y piernas congelados en posición de jarras. Tess trató de meter a Edie en la historia de sus muñecos («esta es la madre, este es el padre; el bebé tiene hambre pero ellos tienen que ir a trabajar así que esta es la canguro»), pero Edie se aburrió enseguida y se limitó a hacer desfilar a las muñecas por la mesa de café y a darles monólogos sin sentido («soy una chica, tengo un perro, soy bonita, te odio»). Tess, como si la hubieran echado con suavidad a un lado, se retiró al sofá y observó. Comenzó a golpear la cabeza rítmicamente contra la cabecera del sofá. Al ritmo de un golpe por segundo aproximadamente, hasta que Marguerite, que pasaba por al í en ese momento, detuvo el movimiento con la mano.
Aquel movimiento rítmico, y el hecho preocupante de que apenas hablaba, habían sido para Marguerite las primeras pistas de que había algo diferente en Tessa. No algo malo, Marguerite no iba a permitir una palabra peyorativa como aquel a. Pero, sí, Tess era diferente; Tess tenía problemas. Problemas que ninguno de los bienintencionados terapeutas que Marguerite había consultado habían sido capaces de llegar a definir con garantías. La mayor parte de las veces hablaban sobre un idiosincrásico tercer nivel de autismo, o un caso de síndrome de Asperger. Lo que significaba: «tenemos un compartimento etiquetado en el que colocar los síntomas de su hija, pero no un verdadero tratamiento».
Marguerite había l evado a Tess al psicoterapeuta con la idea de corregir su torpeza y su «pobre sentido de la situación», había probado con tratamientos de drogas para modificar su cantidad de serotonina o dopamina o factor Q, pero ninguno de ellos había logrado mostrar cambios en la conducta de Tess. Lo que implicaba, quizás, que Tess tenía una personalidad inusual; que su extraña reserva, su aislamiento social, eran problemas con los que tendría que cargar indefinidamente o superar en un acto de voluntad personal. Marguerite se había convencido de que jugar con su arquitectura neuroquímica era contraproducente. Tess era una niña, su personalidad todavía estaba formándose; no debía ser drogada o forzada a transformarse en la idea de madurez de otro.
Y aquello le había parecido un compromiso plausible, al menos hasta que Marguerite hubo dejado a Ray, hasta aquel problema en Crossbank.
Aquel fin de semana ni siquiera había periódico. Normalmente era posible imprimirse secciones del New York Times (o casi cualquier otro periódico urbano), pero incluso aquella ridícula conexión con el mundo exterior había quedado cortada. Y si Marguerite echaba de menos el periódico, ¡qué sería de todos aquellos yonquis de los informativos! Arrancados de raíz del gran culebrón mundial, sumidos en la ignorancia sin estar al tanto de los acuerdos en Bélgica o del último nombramiento para el Tribunal Continental. Aquel silencio del panel de video y el monótono repiqueteo de la lluvia hacían que la tarde se alargara con indolencia, logrando que Marguerite se contentara con sentarse en la cocina a hojear números atrasados de las revistas Astrobiology y Exozoology, con su atención revoloteando sobre aquel denso texto como una polilla, hasta que Connie Jerundt volviese a recoger a Edie.
Marguerite fue al cuarto de Tess a por las niñas. Edie estaba tumbada sobre la cama con los pies contra la pared, curioseando entre la caja de zapatos donde Tess guardaba sus joyas falsas, peinetas y pasadores para el pelo en forma de tortuga. Tess estaba sentada en su escritorio enfrente del espejo.
—Tu mamá está aquí, Edie —dijo Marguerite.
Edie parpadeó con sus grandes ojos de rana y corrió a buscar sus zapatos escaleras abajo.
Tess se quedó junto al espejo, enrollándose el cabello alrededor del dedo índice derecho.
—¿Tess?
El cabel o formó un rizo desde la uña de Tess hasta su nudil o, y después desapareció.
—¿Tess? ¿Te lo has pasado bien con Edie?
—Supongo que sí.
—Quizás deberías decírselo. —Tess se encogió de hombros—. Quizás se lo puedas decir ahora. Está en la planta baja preparándose para irse.
Pero para cuando Tess bajó a grandes trancos hasta la puerta principal, tanto Edie como su madre se habían ido.
El lunes, lo que había comenzado siendo una aburrida molestia comenzó a parecerse más a una crisis.
Marguerite dejó a Tess en el colegio de camino al Hubble Plaza. La multitud de padres en el aparcamiento, incluyendo a Connie Jerundt, que la saludó desde la ventanil a del coche era un hervidero de rumores. Partiendo del hecho de que no había ninguna emergencia local que justificara el bloqueo, aquello significaba que algo debía de haber ocurrido en el exterior, algo lo suficientemente grande como para crear una crisis de seguridad. Pero, ¿qué? ¿Y por qué no le habían comunicado nada a nadie?
Marguerite se negó a participar en la especulación. Obviamente (o al menos así se lo parecía a el a), la actitud más lógica era continuar con el trabajo diario sin más distracciones. Quizás no fuera posible ponerse en contacto con el mundo exterior, pero el mundo exterior todavía seguía abasteciendo a Blind Lake de energía y presumiblemente todavía esperaba que la gente se dedicara a sus tareas. Besó a Tess para despedirse, observó cómo su hija atravesaba con paso rápido el patio de recreo y arrancó el coche cuando sonó la campana del colegio.
La lluvia había amainado, pero octubre se había hecho cargo del tiempo con un viento frío que soplaba a través de un cielo azul zafiro.
Se alegró de haber insistido en que Tess l evara puesto un suéter. Ella l evaba una cazadora de franela que resultó insuficiente para el largo paseo desde el aparcamiento del Hubble Plaza hasta la entrada del ala este. No iba a tardar mucho en nevar, pensó Marguerite, y la Navidad ya se estaba acercando si uno miraba un poco más allá de la cabeza sobresaliente del Día de Acción de Gracias. El cambio en el tiempo hacía la cuarentena mucho menos l evadera, como si el aislamiento y la ansiedad se hubieran hecho uno con el frío aire de Canadá.
Mientras esperaba el ascensor, Marguerite observó de reojo a Ray, su ex-marido, que se sumergía en la tienda del vestíbulo, probablemente para comprar su tentempié diario de DingDongs. Ray era un hombre de costumbres regulares a rajatabla, y una de ellas eran los DingDongs de desayuno. Ray solía l evarse consigo a donde fuera enormes cantidades para asegurarse de que nunca le faltaran, incluso para los viajes de negocios o las vacaciones. Siempre llevaba un buen número de ellos en un tupperware en su equipaje de mano. Un día sin DingDongs sacaba lo peor de él: su petulancia, sus ataques de cólera ante la menor frustración. Mantuvo la vista en la entrada de la tienda mientras el ascensor bajaba poco a poco desde la décima planta. Justo cuando sonó la campana y se abrieron las puertas, Ray emergió de la tienda con una pequeña bolsa en la mano. Los DingDongs, seguro. Que iba a devorar, sin duda, escondido tras la puerta cerrada de su despacho: a Ray no le gustaba que le vieran comiendo dulces. Marguerite se lo imaginó con un DingDong en cada puño, mordisqueando su preciosa carga como una ardil a loca, llenando de migajas su camisa almidonada y su corbata de funeral. Marguerite se metió en el ascensor con otras tres personas y pulsó con rapidez el botón de su planta, asegurándose de que la puerta se cerrara antes de que Ray pudiera l egar corriendo.
El trabajo de Marguerite, aunque ella lo adoraba y había luchado muy duro por conseguirlo, en ocasiones la hacía sentirse como una voyeur. Una voyeur sin vocación, desapasionada. Pero voyeur al fin y al cabo.
No se había sentado así en Crossbank; claro que su talento se había malgastado en Crossbank, donde había estado cinco años analizando detal es botánicos de estudios archivados, el tipo de trabajo desagradecido que cualquier estudiante brillante de postgrado podía haber hecho. Todavía podía recitar de memoria los binomios provisionales en latín de dieciocho variedades de bacterias. Después de un año allí se había acostumbrado tanto a la vista del océano de HR8832/B que había imaginado que podía olerlo, sentir los niveles casi tóxicos de cloro y ozono que las pruebas fotocromáticas habían detectado. Un olor amargo y vagamente aceitoso, como el de los productos de limpieza. Había estado en Crossbank únicamente porque Ray la había llevado allí (Ray había trabajado en el cuerpo administrativo de Crossbank), y había rechazado varias ofertas para trabajar en Blind Lake, principalmente porque Ray no lo hubiera aprobado.
Después ella había reunido el valor suficiente y había iniciado los trámites del divorcio, tras lo cual había aceptado aquel puesto en Observación, solo para darse cuenta entonces de que Ray también había solicitado el cambio de puesto y se había trasladado a Blind Lake. Y no solo eso, sino que él se iba a trasladar al oeste un mes antes que Marguerite, convirtiéndose en una figura allá y probablemente saboteando la reputación de Marguerite entre los encargados de administración del complejo.
Aun así, el a estaba haciendo el trabajo para el que había sido preparada, el trabajo que tanto había deseado: la cosa más cercana al trabajo de campo astrozoológico que jamás había visto.
Siguió su camino entre el laberinto de escritorios del personal de apoyo, saludó a los bedeles, a las secretarias y a los programadores, se detuvo en la cocina de personal para llenar su taza-souvenir decorada con motivos de langosta con café demasiado hecho y sin sustancia, y se encerró en su despacho.
Su escritorio estaba lleno de papeles, y tenía un correo electrónico anunciado en su panel virtual en el escritorio. Todo aquel o era trabajo pendiente. La mayor parte, revisiones de procedimiento que eran necesarias pero frustrantemente tediosas y lentas de realizar. Pero siempre podría acabar parte de aquello más tarde, en casa.
Aquel día quería pasar más tiempo con el Sujeto. Tiempo crudo, en directo.
Cerró las persianas de la ventana, bajó la intensidad de las luces halógenas del techo y activó el monitor que comprendía la totalidad de la pared oeste del despacho.
Buena sincronización. El día de diecisiete horas de UMa47/E acababa de comenzar.
Era temprano por la mañana, y el Sujeto se estiró en su jergón en el suelo de piedra de su madriguera.
Como siempre, decenas de pequeñas criaturas (parásitos, simbiontes o pequeños vástagos) saltaron correteando de su cuerpo, donde habían estado refugiándose o nutriéndose de las tetillas de sangre del Sujeto mientras dormía. Los pequeños animales, no más grandes que ratones, con multitud de piernas y sinuosamente articulados, se escabulleron por agujeros que había a ras del suelo en la pared de arenisca. El Sujeto se sentó y después se incorporó.
Los cálculos estimaban que el Sujeto tenía una altura de unos dos metros diez. Se trataba ciertamente de un espécimen impresionante. Marguerite utilizaba el pronombre masculino de forma privada. Nunca se hubiera atrevido a suponer su género en un documento oficial. El género y las estrategias reproductivas de los alienígenas estaban todavía totalmente por resolver. El Sujeto era bípedo y bilateralmente simétrico. A gran distancia, su silueta podría tomarse por la de un ser humano. Pero al í acababan todos los paralelismos.
Su piel (no un exoesqueleto, como el ridículo sobrenombre de «langosta» implicaba) era áspera, marrón-rojiza, con una textura como de guijarro. Algunos teóricos, fijándose en su densa epidermis que conservaba la humedad, en sus pulmones de rejil a sobre su superficie ventral, y en detal es como las múltiples articulaciones de sus piernas y brazos, y los pequeños miembros para manipular la comida que le salían de ambos lados de su mandíbula, habían especulado con que el Sujeto y su especie quizás habrían evolucionado a partir de formas de vida similares a insectos. Un escenario que se proponía al respecto imaginaba una tendencia de los invertebrados a alcanzar el tamaño y la movilidad de mamíferos, enterrando su notocordio en una espina dorsal quitinosa mientras iban perdiendo su duro caparazón en favor de una piel gruesa, pero más ligera y flexible. Pero no se habían encontrado pruebas que respaldaran aquella ni ninguna otra hipótesis. La exozoología ya era lo suficientemente complicada; la exopaleo-biología era una quimera de la ciencia.
El Sujeto era claramente visible gracias a la luz de las bombil as incandescentes suspendidas a lo largo del techo. Las bombillas eran pequeñas, más como luces de Navidad que como las lámparas de casa, pero aparte de aquello parecían ridículamente familiares: el espectroscopio había revelado que los filamentos eran de ordinario tungsteno. Una tecnología simple y tosca. De cuando en cuando, otros individuos venían para reemplazar las bombillas gastadas y revisar los cables de cobre aislados buscando aberturas o irregularidades. La ciudad podía presumir de una buena infraestructura de mantenimiento.
El Sujeto no se vistió ni comió; nunca se le había visto comer en su guarida. Se detuvo para evacuar desechos líquidos en un agujero del suelo que funcionaba como sumidero. El denso líquido verdusco cayó en cascada desde un orificio cloacal situado en su abdomen. Por supuesto, no había sonido que acompañara a la imagen, pero la imaginación de Marguerite suministró el ruido del chorro al chocar con la piedra y el borboteo consiguiente.
Se recordó que aquella escena había sucedido hacía medio siglo. Esto minimizaba su sentimiento de invasión. Ella nunca podría hablar con la criatura, nunca podría interaccionar con ella de ninguna forma; aquella imagen, no importaba lo misteriosamente que viajara hasta el os, no podía rebasar la velocidad de la luz. La estrel a madre 47 Ursa Majoris estaba a una distancia de cincuenta y un años luz de la Tierra.
Y por la misma regla de tres, si alguien en algún lugar de la galaxia estuviera observándola a el a, estaría a salvo en la tumba mucho antes de que sus observadores pudieran intentar interpretar sus funciones fisiológicas en el baño.
El Sujeto dejó su madriguera sin más preámbulo. Sus andares sobre dos piernas podrían parecer extraños para los estándares humanos, pero le servían para desplazarse a buen ritmo. Aquella parte del día podía resultar interesante. El Sujeto hacía básicamente lo mismo cada mañana (caminar hasta la fábrica donde ensamblaba partes de máquinas), pero rara vez tomaba la misma ruta para ir al trabajo. Tenían los suficientes datos como para sugerir que existía un imperativo cultural o biológico al respecto (esto es, la mayoría desarrollaba una conducta similar), quizás un remanente atávico del instinto de evitar a los depredadores. Muy mal; Marguerite hubiera preferido pensar que era parte de la idiosincrasia del Sujeto, fruto de una preferencia individual, una elección discernible.
En cualquier caso, el programa de observación lo seguía con precisión y previsibilidad. Cuando el Sujeto se movía, el punto de vista aparente (la «cámara virtual», como la llamaban los chicos de Adquisición de Imagen) lo seguía a la distancia adecuada. El Sujeto estaba centrado en la pantal a pero su mundo era visible allá donde él viajara. Avanzó a grandes trancos junto con otros de su especie a través de los pasillos iluminados por las luces incandescentes de su madriguera, todos moviéndose en la misma dirección, como si los pasillos fuesen carreteras de un solo sentido, aunque aquel sentido cambiara cada día. En una multitud, el a había aprendido a identificar al Sujeto no ya por la centralidad de su imagen (en ocasiones, brevemente, su imagen se borraba), sino por el vívido color naranja amarillento de su cresta dorsal-craneal y el redondeado contorno de sus hombros.
Pudo ver la luz del día conforme él iba pasando por balcones y rotondas abiertas al aire libre. Aquel día el cielo era de un azul polvoriento. La mayor parte de la l uvia que caía sobre Vil a langosta se daba durante la estación del suave invierno, y al í entonces era bien entrado el verano, justo en el medio de su largo romance con el sol. El planeta tenía un eje levemente inclinado pero una órbita muy larga alrededor de su estrel a: sería verano en la ciudad del Sujeto durante otros dos años terrestres.
En verano, el cielo quedaba oscurecido normalmente más por culpa del polvo que a causa de nubes de tormenta. UMa47/E era más seco que la Tierra; como en Marte, se podían generar enormes tormentas de polvo cargadas de electricidad. Siempre había una fina capa de polvo suspendida en la atmósfera, y los cielos no eran nunca tan claros como los terrestres. Pero aquel día parecía tranquilo, aventuró Marguerite. Cálido, a juzgar por cómo se le levantaban al Sujeto los cilios de control de la temperatura. El azul de tiza coloreada del cielo era tan bueno como podía llegar a serlo. Entrecerró los ojos e imaginó poblados sobre montañas escarpadas en Arizona o Nuevo México bajo la luna l ena.
Al final el Sujeto salió a una de las anchas avenidas del exterior que se hundían en la bese de la ciudad.
Los primeros estudios a gran altitud habían identificado no menos de cuarenta de aquellas enormes ciudades de piedra, y dos veces ese número de ciudades significativamente más pequeñas, repartidas a lo largo de la superficie de UMa47/E. Marguerite tenía un globo del planeta del Sujeto sobre su escritorio, con las ciudades marcadas y bautizadas únicamente por su latitud y su longitud. (Nadie les quería dar nombres de verdad por temor a que se entendiera como un exceso de arrogancia o antropocentrismo; «Villa langosta» era tan solo un apodo, y uno aprendía a no utilizarlo cuando se encontraba junto con directivos o gente de la prensa.)
Quizás incluso fuese un error de atribución el llamar a aquella comunidad «ciudad». Pero a Marguerite le parecía una ciudad, y ella adoraba la vista que ofrecía.
Había unos mil zigurats de arenisca en la ciudad, y cada uno de ellos era enorme. Conforme el Sujeto iba descendiendo (su madriguera estaba bastante arriba de aquella particular estructura), Marguerite obtenía una perspectiva panorámica. Todas las torres eran, de media, muy similares, formaban agujas como caparazones de nautilos enroscándose hacia arriba desde plazas de baldosas rojas. Las estructuras industriales se distinguían por las chimeneas que surgían de sus picos y por las corrientes de humo oscuro o claro que se iban dispersando a lo largo del aire estancado. A lo largo y ancho de toda la ciudad, los nativos recién despiertos iban llenando las avenidas exteriores y abarrotando los espacios abiertos. El sol, que se iba acercando a su cénit con rapidez, enviaba rayos de luz amarilla a los cañones orientados hacia el este. Más allá de la ciudad, Marguerite divisó tierras puestas en irrigación; y más allá todavía, montes bajos marrones y un horizonte con montañas recortándose en la lejanía. (Y si cerraba los ojos lo suficiente podía ver una imagen residual desdibujándose en colores opuestos, como si no estuviera mediatizada por una tecnología incomprensible de mil millones de dólares, como si estuviera realmente al í, respirando la suave atmósfera, el fino polvo quemándole la nariz.)
El Sujeto ya había alcanzado el nivel del suelo, y caminaba a través de bandas paralelas de luces y sombras hasta la torre industrial donde pasaba los días.
Marguerite observaba, ignorando el trabajo acumulado en su escritorio. No iba a ser la primera en revisar aquellos informes ni era probable que se percatara de algo pertinente que hubiera pasado desapercibido para los cinco departamentos focales. Su trabajo era integrar sus observaciones, no observar por sí misma. Pero aquello podía esperar al menos hasta después de la comida. El bloqueo de seguridad implicaba que, de todas formas, los organismos exteriores no podrían tener acceso a sus informes. Tenía libertad para observar.
Libertad, si el a quería, para soñar.
Comió en la cafetería de personal del ala oeste del Plaza. Ray no estaba allí, pero pudo ver a su ayudante Sue Sampel recogiendo un café en la máquina expendedora. Marguerite se había encontrado con Sue tan solo una o dos veces, pero sentía sincera lástima por ella. Sabía cómo trataba Ray a sus subordinados. Incluso en Crossbank, el personal de Ray había ido rotando a bastante velocidad. Sue probablemente ya habría solicitado un cambio de puesto. O lo haría pronto. Marguerite la saludó con la mano; Sue hizo lo propio con un ausente movimiento de cabeza.
Después de la comida, Marguerite se dedicó con empeño al papeleo. Revisó un informe particularmente interesante de un jefe de grupo de Fisiología que había importado un millar de horas de video a un procesador de gráficos, marcando las partes móviles del cuerpo del Sujeto y correlacionando sus cambios con la hora del día y la situación. Aquel enfoque había proporcionado una sorprendente cantidad de datos en bruto que debían enviarse a las otras divisiones en un boletín confidencial de alta prioridad. Lo tendría que redactar ella misma contando con la base de Bob Corso y Felice Kawakami, de Fisiología, cuando quiera que regresaran de la conferencia de Cancún… Un resumen en formato de puntos claros, suponía el a, con sugerencias de líneas para continuar investigando tan concisas como fuera posible, de modo que los diversos jefes de departamento no se pusieran nerviosos con el archivo adjunto.
Mantuvo al Sujeto en el panel de video de la pared, de modo que podía levantar la vista de su trabajo y ver al Sujeto haciendo el suyo. El ser trabajaba en lo que casi con seguridad era una fábrica. Permanecía de pie en un pedestal en un enorme espacio cerrado bajo una luz que iluminaba la zona donde trabajaba. Otros rayos de luz iluminaban a más nativos, cientos de ellos, que formaban hileras detrás de él como pilares fosforescentes en la penumbra de una caverna. El Sujeto cogía partes modulares (artefactos de forma cilíndrica todavía por identificar) de un cubo al lado del pilar y los insertaba en discos previamente perforados. Los discos iban surgiendo de una cámara de su pedestal gracias a una plataforma elevadora, que los iba retirando una vez que los completaba. El ciclo duraba aproximadamente unos diez minutos. Llamarlo monótono, pensaba Marguerite, era ir más allá de los límites del eufemismo.
Pero algo había l amado su atención.
Como el Sujeto estaba más o menos inmóvil, la cámara virtual había rotado y ahora ofrecía un primer plano. Podía ver la cara del Sujeto rígida bajo la luz cenital. Si se le podía l amar cara. La gente la había considerado «horripilante», pero no lo era, por supuesto; tan solo intensamente extraña. Al principio era toda una sorpresa porque uno estaba familiarizado con algunas de sus partes (los ojos, por ejemplo, que se asentaban en huesos salientes como los humanos, aunque eran totalmente blancos), mientras que otros rasgos (los brazos para comer, las mandíbulas) recordaban a los insectos o eran del todo irreconocibles. Pero uno aprendía a ir más al á de aquel as angustiosas primeras impresiones. Más perturbador era el hecho de no poder ver más allá. Ver el significado. Los seres humanos estaban habituados a reconocer las emociones reflejadas en los rostros humanos, y con entrenamiento un investigador podía aprender a entender las expresiones de simios y lobos. Pero el rostro del Sujeto desafiaba toda comprensión.
Sin embargo, sus manos…
Eran manos, con un parecido inquietante con las manos humanas. Tenían tres dedos largos y flexibles, mientras que el «dedo pulgar» era una protuberancia fija de hueso que nacía de la muñeca. Pero todas las partes se entendían perfectamente en un simple vistazo. Podías imaginarle agarrar algo con aquel as manos. Se movían de forma rápida, muy similar a la humana.
Marguerite lo observó trabajar.
¿Estaban temblando?
Le parecía que las manos del Sujeto temblaban.
Envió una nota rápida al departamento de Fisiología:
¿Temblores en las manos del Sujeto? Parece ser que sí (15:30 de hoy en directo).
Mantenedme informada. M.
Después volvió a su trabajo. Se sentía cómoda, de alguna forma, tecleando en el ordenador con la imagen del Sujeto sobre su hombro. Como si estuviesen trabajando juntos. Como si tuviera compañía. Como si tuviera un amigo.
Recogió a Tess de camino a casa.
Era día de gimnasia, y en los días de gimnasia Tess inevitablemente dejaba la escuela con la blusa desabotonada y las zapatillas desatadas. Aquel día no era una excepción. Pero Tess estaba abatida, acurrucándose en el asiento del copiloto para escapar del frío otoñal, y Marguerite no le dijo nada sobre cómo iba vestida.
—¿Todo va bien?
—Supongo que sí —dijo Tess.
—Por lo que tengo entendido, el cableado de datos todavía está intervenido, de modo que esta noche tampoco hay video.
—Los lunes vemos La ciudad del Sol.
—Sí, pero esta noche no, corazón.
—Tengo un libro para leer —dijo Tess poniendo de su parte.
—Eso está bien. ¿Qué estás leyendo?
—Una cosa sobre Astronomía.
En casa, Marguerite preparó la cena mientras Tess jugaba en su cuarto. La cena consistía en un plato de pollo descongelado de la carnicería de Blind Lake. Insulso pero adecuado, y dentro del abanico de habilidades culinarias de Marguerite. El pol o estaba girando en el microhorno cuando sonó su teléfono.
Marguerite sacó la unidad del bolsillo de la camisa.
—¿Sí?
—¿Señorita Hauser?
—Al aparato.
—Siento molestarla a estas horas. Soy Bernie Fleischer…, el tutor de Tess del colegio.
—Sí… —dijo Marguerite disimulando lo mejor posible el mareo repentino que sentía—. Nos vimos en septiembre.
—Me preguntaba si tendría un momento libre y podría pasarse por el colegio para tener una entrevista durante esta semana.
—¿Hay algún problema con Tess?
—No un problema en el sentido propio de la palabra. Tan solo he pensado que deberíamos hablar. Podemos discutirlo con más detalle cuando nos veamos.
Marguerite acordó una hora y volvió a dejar el teléfono en el bolsillo.
Por favor, pensó ella. Por favor, que no suceda otra vez.
El colegio acababa temprano los miércoles.
La sirena que anunciaba el final de las clases sonaba a la una y media para dejar algo de tiempo a los profesores para concertar alguna entrevista. El señor Fleischer había estado impartiendo clase toda la mañana, hablando de marismas y Geografía y de los diferentes tipos de aves y animales que habitaban en la zona; y Tess, aunque había estado mirando por la ventana casi todo el tiempo, había escuchado atentamente. Blind Lake (el lago, no la ciudad) parecía fascinante, al menos en la forma en la que lo describía el señor Fleischer. Había estado hablando sobre la capa de hielo que había cubierto aquella parte del mundo hacía miles y miles de años. Aquello era intrigante de por sí. Tess había oído hablar de la edad del hielo, por supuesto, pero no había interiorizado que había sucedido allí, que la tierra bajo los cimientos de la escuela había estado una vez enterrada bajo una insoportable cantidad de hielo. Que los glaciares, avanzando ininterrumpidamente, habían empujado rocas y tierra a su paso como gigantescas palas, y, al cubrirse en retirada, habían l enado la tierra de declives y depresiones de agua antiquísima.
Aquel día el cielo estaba encapotado y hacía frío, pero no l ovía y la impresión general era que no se estaba tan mal. Tess, con toda la tarde por delante como un regalo sin abrir, decidió visitar la marisma, el Blind Lake original. Fue a hablar con Edie Jerundt en el patio de recreo y le preguntó si le gustaría ir a el a también. Edie, jugando con un yo-yo, frunció el ceño.
—Aja. —El cordel hizo un sonido seco al rozar el cuerpo del yo-yo. Tess se encogió de hombros y se fue.
Según el señor Fleischer, el hielo había estado al í hacía diez mil años. Diez mil veranos que se iban haciendo más fríos a medida que avanzaban los glaciares. Diez mil inviernos fundidos en uno solo, ininterrumpido. Se preguntó cómo habría sido justo cuando el mundo había comenzado a calentarse de nuevo, cuando los glaciares se fueron retirando, revelando la tierra bajo sus pies («tierra de morrena», había explicado el señor Fleischer, «morrena lavada», fuera lo que fuera que significase); tierra transportada desde lejos cayéndose del hielo para formar valles de lechos rocosos, embarrar los nuevos ríos y hacer brotar hierba en las praderas. Quizás todo había olido entonces a primavera, pensó Tess. Quizás hubiera olido así durante años en aquella época, con un aroma a abono y hojas putrefactas y nueva vida que crecía.
Y mucho antes de todo aquello, antes de la edad del hielo, ¿habría habido un otoño global? Debería haber existido. Tess estaba segura de el o. Un mundo entero hecho justo como era allí entonces, pensó, con sombras de escarcha por las mañanas, donde podías verte el aliento cuando caminabas hacia el colegio.
Sabía que las marismas estaban más al á de las zonas asfaltadas de la ciudad, al menos a kilómetro y medio al este, pasando las torres refrigeradoras de Paseo Globo Ocular, y mucho más lejos que la pequeña colina donde (según le había contado Edie Jerundt) se jugaba con trineos en invierno; pero los niños mayores eran malos y se chocaban contigo si no ibas con algún adulto.
Era una buena caminata. Siguió la acera de la carretera de acceso que conducía al este desde las casas de la ciudad hacia el Paseo, girando a un lado cuando llegó al perímetro de aquel montón de edificios. Tess nunca había estado dentro del Paseo Globo Ocular, aunque había estado en un edificio similar durante una excursión del colegio en Crossbank. A decir verdad, le tenía un poco de miedo al Paseo. Su madre le había dicho que era igual que el de Crossbank (un duplicado del mismo, de hecho), y a Tess no le habían gustado aquel os pasillos cubiertos que apuntaban hacia las profundidades, o los enormes tanques de O/CBE o las ruidosas bombas criogénicas que lo mantenían frío. Todas aquellas cosas la asustaban de por sí, pero aquel a sensación creció aún más gracias al comentario de su profesora, la señora Flewelling, que dijo que aquellas máquinas y procesos todavía «no se comprendían del todo».
Ella comprendía, al menos, que las imágenes del planeta océano en Crossbank y de Vil a langosta en Blind Lake se generaban en aquellos lugares, en el Paseo Globo Ocular, o, como se lo conocía en Crossbank, el Gran Ojo. De aquellas estructuras nacían grandes misterios. Tess nunca había quedado demasiado impresionada con las imágenes en sí mismas, la estática vida del Sujeto o la incluso más estática vida de las vistas del océano (hacían un canal aburrido con aquello); pero cuando estaba de humor podía mirarlas de la misma forma en la que miraba por la ventana, sintiendo la exquisita extrañeza de la luz del día en otro planeta.
Las torres refrigeradoras en el Paseo Globo Ocular dejaban escapar finos trazos de humo a través del aire de la tarde. Las nubes avanzaban sobre el as como una manada de animales nerviosos. Rodeó el edificio prestando buena atención a las vallas de su perímetro. Cambió el rumbo hacia el oeste a través de un camino que discurría a través de la hierba silvestre, una de las innumerables sendas de la pradera que habían sido horadadas por los niños de Blind Lake. Se abrochó los botones del cuel o de su chaqueta para protegerse del frío creciente.
Para cuando alcanzó lo alto de la colina desde donde se tiraban con el trineo, ya tenía los pies cansados y estaba dispuesta a regresar a casa, pero la primera vista de las marismas la dejó fascinada.
Más al á de la colina y del perímetro de hierba descansaba Blind Lake, una «marisma semipermanente», había dicho el señor Fleischer, kilómetro y medio cuadrado de pradera bajo el agua y ciénaga profunda. La tierra estaba recorrida por montículos de hierba, amplias áreas de espadañas, y en las zonas de agua abierta podía ver descansar a gansos del Canadá como aquellos que los habían estado sobrevolando en formación de V durante todo el otoño.
Más lejos se podía divisar otra valla, o más bien la misma valla que rodeaba todo el Laboratorio Nacional de Blind Lake así como las marismas. Aquella tierra estaba encerrada, pero aun y todo era salvaje. Estaba dentro de lo que se conocía como perímetro de seguridad. Tess, si quisiera vagabundear por las marismas, estaría a salvo de un ataque terrorista o de agentes de espionaje, aunque quizás no tanto de tortugas o ratones almizcleros. (No sabía a qué se parecía un ratón almizclero, pero el señor Fleischer había dicho que podían encontrarse allí y a el a no le había gustado cómo sonaba su nombre.)
Se aventuró a bajar la colina un poco más, hasta que el suelo comenzó a rezumar agua bajo la presión de sus pies y las espadañas se perfilaban amenazadoramente ante el a como centinelas pardos con cabezas de lana. En una charca de agua estancada a su izquierda podía ver su propio reflejo.
A no ser que fuera la Chica del Espejo mirándola a ella.
Tess ni siquiera quería pensar en aquella posibilidad en la privacidad de su propia mente. Había causado demasiados problemas allá en Crossbank. Asesores, psiquiatras y todas aquellas interminables y enloquecedoras preguntas que había tenido que contestar. La forma en la que la gente la había mirado; la forma en la que incluso su padre y su madre la habían mirado, como si hubiera hecho algo vergonzoso sin ser consciente de el o. No, aquel o no. Otra vez no.
La Chica del Espejo había sido tan solo un juego.
El problema era que el juego había parecido real.
No real real, de la forma en la que una roca o un árbol eran algo real y tangible. Pero más real que un sueño. Más real que un deseo. La Chica del Espejo era físicamente igual a Tess, y no solo estaba en los espejos (donde se le había aparecido por primera vez), sino también en el aire. La Chica del Espejo le susurraba preguntas que Tess nunca habría pensado en preguntar, preguntas que no siempre podía responder. La Chica del Espejo, le había dicho la terapeuta, era tan solo una invención suya; pero Tess no creía que el a pudiera inventar una personalidad tan persistente y frecuentemente molesta como la Chica del Espejo había demostrado ser.
Se arriesgó a echar otra mirada a la balsa junto a sus pies. El agua estaba l ena de nubes y cielo. Agua desde la que su propio rostro le devolvía la mirada en un ángulo oblicuo, y parecía sonreír reconociéndola.
Tess, dijo el viento, y su reflejo desapareció entre una sucesión de ondas.
Pensó en el libro de Astronomía que había estado leyendo. En la profundidad del tiempo y el espacio, para la cual la Edad de Hielo no había sido más que un instante.
Tess, susurraban las espadañas y los juncos.
—Márchate —dijo Tess enfadada—. No quiero más problemas contigo.
El viento se agitó y murió, aunque persistía aquel a sensación de una presencia incómoda.
Tess se marchó de las marismas, repentinamente inhóspitas. Cuando se encaminó al oeste vio el sol sobresaliendo por una brecha entre las nubes, casi al nivel de la cima de la colina. Miró su reloj. Las cuatro. La l ave de la casa que llevaba atada a una cadena alrededor del cuello le parecía un bil ete al paraíso. No quería estar fuera en aquella solitaria zona húmeda durante más tiempo. Quería estar en casa, sin su pesada mochila a la espalda, echada en el sofá con algo bueno en el panel de video o un libro en las manos. Le sobrevino un sentimiento de indecisión y culpabilidad, como si hubiera estado haciendo algo malo por el solo hecho de estar allí, aunque no había prohibiciones al respecto. (Lo único que el señor Fleischer remarcaba era la posibilidad de perderse en la marisma y de que las aguas poco profundas en ocasiones eran más profundas de lo que parecían.)
Una enorme garza azul echó a volar desde los juncos a unos pocos metros de ella, restal ando el aire con sus alas. Llevaba algo verde que se movía en la punta del pico.
Tess se dio la vuelta y comenzó a correr hacia la cima de la colina, buscando con ansiedad la seguridad de la vista de Blind Lake (la ciudad). El viento silbaba en sus oídos, y el sonido de sus pantalones al rozar parecía el de una conversación precipitada.
Las torres del Paseo la tranquilizaron cuando pasó junto a ellas a toda prisa. El suave color negro del asfalto de la carretera que se iba hundiendo entre las casas de la ciudad la tranquilizó. La cercanía de los altos edificios del Hubble Plaza la tranquilizó.
Pero no se interesó por el sonido de sirenas de coches de policía en el acceso sur del complejo. Las sirenas siempre le habían parecido a Tess como niños l orando, hambrientos y solitarios. Querían decir que algo malo estaba sucediendo. Tuvo un escalofrío y continuó corriendo durante el resto del camino a casa.
La mañana del miércoles, Sebastian Vogel se sentó con Chris en una diminuta mesa improvisada en la cafetería del centro de ocio comunitario.
El desayuno consistía en croissants, huevos revueltos, zumo de naranja y café, todo el o gratis para los invitados forzosos. Chris empezó por el café. Quería un poco de refuerzo neuroquímico.
Sebastian sacó sin prisas un ejemplar de Dios & el vacío cuántico y lo depositó sobre la mesa.
—Elaine dijo que tenías curiosidad. Le he escrito una dedicatoria.
Chris trató de parecer agradecido. El libro era una edición de lujo, impreso con papel de verdad y encuadernado con lomo, tan duro como un ladrillo y casi tan pesado. Se imaginó a Elaine conteniendo una sonrisa cuando le decía a Sebastian lo «ansioso» que estaba Chris por leerlo. Sebastian debía de haber llevado consigo una maleta llena de libros a Blind Lake, como si estuviera en una gira promocional.
—Gracias —dijo Chris—, te debo un ejemplar del mío.
—No lo necesito. Me descargué una copia de Weighted Answers antes de que se cortaran las conexiones. Elaine lo recomienda encarecidamente.
Chris se preguntó cómo podría recompensar a Elaine por aquel o. Estricnina en su tazón de cereales, quizás.
—Ella cree —continuó Sebastian— que esta crisis de seguridad puede ayudarnos en nuestro trabajo.
Chris fue hojeando el libro de Vogel, leyendo los títulos de cada capítulo. «Tomar prestado a Dios», leyó. «Por qué los genes crean mentes & dónde encontrarlos». Aquel pernicioso «&»…
—¿Cómo nos puede ayudar?
—De esta manera podemos observar a la institución en crisis. Especialmente si el bloqueo se prolonga más. Dice que podemos ir más allá de la máquina de publicidad de Ari Weingart y hablar con gente real. Ver un lado de Blind Lake que nunca ha sido abordado por la prensa.
Elaine tenía razón, por supuesto, y por una vez Chris le llevaba la delantera. Durante aquellos dos días había estado entrevistando a los trabajadores del turno de día atrapados en el complejo, sacándole así partido al bloqueo.
No había necesitado la charla de Elaine de la otra noche. Sabía a ciencia cierta que aquella era su última oportunidad de salvar su carrera como periodista. La única cuestión era si quería aprovecharla. Como Elaine había dicho también, había otras opciones. Alcoholismo crónico o adicción a las drogas, por ejemplo, y él había coqueteado lo suficiente con ambas como para conocer su poder de atracción. O podía encontrar algún trabajo de poca monta escribiendo copias de anuncios o manuales tecnológicos, e ir deslizándose hacia una edad madura sedante y respetable. No era la primera persona adulta en enfrentarse a unas expectativas más modestas, y no se sentía inclinado a alegrarse por ello.
El encargo de Crossbank y Blind Lake le había llegado como un sueño largo tiempo postergado. Un sueño que se había convertido en pesadilla. Había crecido enamorado del espacio, había atesorado fotografías antiguas de la NASA y de las tentativas de los interferómetros ópticos de EuroStar, imágenes llenas de fuerza entre las que había incluido los dos gigantes de gas del sistema de UMa47 (cada uno con su enorme y complejo sistema de anillos), y la sorpresa que significaba un planeta rocoso dentro de la zona habitable de la estrella.
Sus padres no habían frenado su entusiasmo, pero nunca lo habían llegado a comprender. Únicamente su hermana menor, Porcia, había estado dispuesta a escucharle hablar sobre ello, y aun así interpretaba aquel as historias como cuentos para dormir. Para Porcia todas las cosas formaban historias. A ella le gustaba oírle hablar de mundos lejanos y perfectamente visibles, pero siempre quería que fuese más al á de la información científica disponible. ¿Había gente en aquellos planetas? ¿Qué aspecto tenían?
—No lo sabemos —solía responderle—, todavía no lo han descubierto. —Porcia no ocultaba su decepción. ¿No podría haberse inventado algo? Pero Chris ya había adquirido lo que él más tarde pensaría que era el respeto periodístico a la verdad. Si uno llegaba a comprender los hechos, no se necesitaban mentiras: todas las maravillas estaban ya allí, más preciosas aún porque eran ciertas.
Después de aquello, el interferómetro de la NASA había comenzado a perder fuerza de señal, y los nuevos aparatos O/CBE, computadoras cuánticas que funcionaban gracias a redes neuronales adaptativas en una arquitectura orgánica de límites abiertos, fueron instaladas para sacar el máximo partido a las señales, eliminando la estática. Habían hecho más que aquello, por supuesto. Además de su increíblemente profundo y recursivo análisis de Fourier, habían logrado una imagen óptica incluso después de que los propios interferómetros dejaron de estar conectados. La tecnología de computación analítica había reemplazado al telescopio, cuando su función debía haber sido mejorar su rendimiento.
Chris estaba en su último año en casa cuando se divulgaron las primeras imágenes de HR8832/B a través de los medios de comunicación. Su familia no les había prestado demasiada atención. Porcia era en aquel entonces una brillante adolescente que había descubierto la política, y que estaba enfadada porque no le habían permitido acudir a Chicago a una manifestación de protesta contra la inauguración de la Commonwealth Continental. Sus padres se habían encerrado cada cual en su propio universo. Su padre en el trabajo con la madera y la iglesia presbiteriana, y su madre en la bohemia de última hora marcada por los encuentros Mensa y las blusas de Madras, ferias psíquicas y bufandas afganas.
Y aunque todos el os se maravillaron con las imágenes de HR8832/B, no las habían comprendido en su verdadera dimensión. Como la mayoría de la gente, no sabían a qué distancia estaba aquel planeta, ni qué significaba el que orbitara alrededor de «otra estrel a», ni por qué sus paisajes marinos eran algo más que una belleza abstracta, o por qué se había formado tanto revuelo por un sitio al que nadie podía l egar.
Chris había querido explicarlo desesperadamente. Otro impulso periodístico prematuro. La belleza e importancia de aquellas imágenes era algo trascendente. Diez mil años de lucha de la humanidad contra la ignorancia habían dado sus frutos. Aquel o redimía a Galileo de sus inquisidores y a Giordano Bruno de las l amas. Era una perla rescatada de la vorágine de la esclavitud y de la guerra.
También era una maravilla de nueve días, una burbuja mediática, una breve y lucrativa fuente de ingresos para la industria de la novedad. Habían pasado diez años y el efecto O/CBE había demostrado ser difícil de comprender o de reproducir, Porcia se había marchado y su primer libro de periodismo había resultado un desastre para Chris. La verdad era un bien difícil de vender. Incluso en Crossbank, incluso en Blind Lake, las luchas internas de los departamentos sobre la interpretación casi habían terminado por engullir el discurso científico.
Pero allí estaba él. Desilusionado, desorientado, jodido y vuelto a joder, pero con una última oportunidad para rescatar aquella perla de entre el barro y compartirla. Una oportunidad para poner de nuevo en su sitio la belleza y la importancia que en un tiempo lo habían conmovido hasta casi arrancarle las lágrimas.
Miró a Sebastian Vogel por encima de la bandeja de plástico del desayuno.
—¿Qué es este sitio para ti?
Sebastian se encogió de hombros con afabilidad.
—He l egado aquí de igual forma que tú. Recibí la llamada de Visions East, hablé con mi agente, firmé el contrato.
—Sí, pero ¿es eso todo? ¿Una oportunidad de ganar publicidad?
—Yo no diría eso. Quizás no sea tan sentimental como Elaine, pero reconozco la importancia del trabajo que se realiza aquí. Cada avance en Astronomía desde Copérnico ha cambiado la visión de la humanidad con respecto a sí misma y a su lugar en el universo.
—No se trata tan solo de los resultados. Es el proceso. Galileo podía haberle explicado a cualquiera los principios que se ocultaban detrás del telescopio con un poco de paciencia. Pero incluso la gente que trabaja con los O/CBE no te puede decir cómo hacen lo que hacen.
—Me estás preguntando cuál es la historia más importante —dijo Sebastian—, si lo que vemos o cómo lo vemos. Es una perspectiva interesante. Quizás deberías hablar con los ingenieros del Paseo. Probablemente sean más accesibles que los teóricos.
Porque no les importa lo que le dije al mundo sobre Galileo, pensó Chris. Porque no me consideran un Judas.
Pero aun y todo era una buena idea. Después del desayuno llamó a Ari Weingart y le pidió un contacto en el Paseo.
—El ingeniero jefe allí es Charlie Grogan. Si quiere, puedo intentar localizarlo y concertar una entrevista.
—Se lo agradecería —dijo Chris—. ¿Algo más sobre el bloqueo?
—Lo siento, no.
—¿Alguna explicación?
—Es inusual, obviamente, pero no. Y no necesita recordarme lo cabreada que está la gente. Tenemos un chico en Personal cuya esposa se fue a trabajar justo antes de que se cerraran los accesos el viernes. Puede imaginar la gracia que le está haciendo todo esto.
Y no era el único. Aquel a tarde Chris entrevistó a tres trabajadores más del turno de día en el gimnasio de Blind Lake, pero eran reacios a hablar de nada más que del bloqueo. Familias con las que no podían contactar, mascotas abandonadas, citas perdidas.
—Lo menos que podrían hacer sería darnos derecho a una puta l amada telefónica con el exterior —le había dicho un electricista—. Quiero decir, ¿qué podría suceder? ¿Es que alguien nos va a poner una bomba por teléfono? Además hay rumores de todo tipo circulando por ahí, lo que es fácil de entender si uno no puede obtener noticias de verdad. Por lo que sabemos, podría haber una guerra ahí fuera.
Chris tan solo podía darle la razón. Un bloqueo temporal de seguridad era una cosa. Casi una semana sin intercambio de información con el exterior en ninguna dirección rozaba la locura. Si la situación continuaba así durante mucho tiempo, daría la impresión de que había ocurrido algo realmente radical allí fuera.
Y quizás hubiera ocurrido. Pero aquello no era una explicación suficiente. Incluso en tiempo de guerra, ¿qué amenaza podía suponer una conexión a Internet o a los canales de video? ¿Por qué mantener en cuarentena no solo a la población de Blind Lake, sino también todos los datos que iban recabando?
¿Quién estaba ocultando qué y de quién?
Intentó pasar la hora antes de la cena ordenando sus notas. Estaba empezando a imaginar la posibilidad de completar un artículo, quizás no de veinte mil palabras, como le había pedido Visions East, pero sin andarle lejos. Incluso tenía una tesis: milagros enterrados bajo la capacidad humana para la indiferencia. La somnolienta cultura de UMa47/E como un espejo distante.
Un proyecto como aquel sería bueno para él, quizás pudiera restaurar su fe en sí mismo.
O bien podría despertarse al día siguiente sumido en su típica neblina paralizadora de auto-repulsa, con la idea de que no estaba engañando absolutamente a nadie con su puñado de entrevistas a medio transcribir y sus endebles ambiciones. Aquel o también era posible. Quizás incluso probable.
Levantó la mirada de la pantalla de su ordenador de bolsillo a tiempo de ver que Elaine se acercaba a él.
—¡Chris!
—Estoy ocupado.
—Está ocurriendo algo en la puerta de acceso sur. Pensé que quizás querrías ir.
—¿De qué se trata?
—¿Tengo aspecto de saberlo? Algo grande está bajando lentamente por la carretera. Parece un vehículo sin tripulantes. Puedes verlo desde la colina, pasando el Plaza. ¿Puede ese pequeño cacharro tuyo grabar imágenes de video?
—Sí, claro, pero…
—Entonces tráetelo contigo. ¡Vámonos!
Había un corto paseo desde el centro de ocio hasta la cima de la colina. Lo que fuera que estuviera sucediendo era lo suficientemente inusual como para que un pequeño grupo de personas se hubiera reunido para observar qué ocurría, y Chris podía ver que sus rostros se asomaban a las ventanas de la torre sur del Hubble Plaza.
—¿Le has comentado a Sebastian algo de esto?
Elaine apartó la mirada.
—No me dedico a seguirle la pista todo el tiempo, y dudo que le interesara. A no ser que el que esté bajando la colina sea el Espíritu Santo.
Chris entrecerró los ojos para forzar la vista.
La sinuosa carretera que se alejaba de Blind Lake era claramente visible bajo un techo de nubes bajas y amontonadas. Y sí, algo se estaba aproximando al acceso cerrado desde fuera. Chris pensó que Elaine probablemente tuviera razón: parecía un camión de dieciocho ruedas sin conductor, el tipo de vehículos que el ejército había utilizado en Turquía en la crisis de hacía cinco años. Estaba pintado de negro y no tenía ninguna identificación, al menos ninguna que Chris pudiera reconocer desde al í. Se desplazaba a una velocidad que no podía ser superior a los treinta kilómetros por hora, lo que significaba que estaba a unos diez minutos o más del acceso.
Grabó unos pocos segundos de video.
—¿Estás en buena forma? —dijo Elaine—. Porque tengo intención de ir corriendo hacia allá y ver qué ocurre cuando llegue esa cosa.
—Podría ser peligroso —dijo Chris. Por no decir frío. La temperatura había descendido sus buenos grados en la última hora. No tenía chaqueta.
—No seas gal ina —le espetó Elaine—, el camión no parece armado.
—Quizás no esté armado, pero está acorazado. Alguien ha tomado precauciones.
—Razón más que suficiente. ¡Escucha!
El sonido de sirenas. Dos camionetas de la seguridad de Blind Lake aceleraban en dirección sur.
Elaine era rápida para una mujer de su edad. A Chris se le hizo difícil mantener su ritmo.
Marguerite salió del trabajo pronto aquel miércoles y condujo hasta el colegio para reunirse con el señor Fleischer, el tutor de Tessa.
El único edifico de la escuela de Blind Lake era una estructura alargada de dos plantas no lejos del Plaza, rodeada de patios de recreo, un campo de atletismo y un gran aparcamiento. Como todos los edificios en Blind Lake, la escuela había sido construida con un diseño impoluto pero esencialmente anónimo. Podría haber sido una escuela en cualquier sitio. Se parecía mucho a la escuela de Crossbank, y el olor que le dio la bienvenida a Marguerite, cuando atravesó la gran puerta de entrada, fue el olor de los colegios en los que había estado: una combinación de leche agria, abrillantador de madera, desinfectante, olor adolescente y el calor de elementos electrónicos.
Siguió el pasillo hasta el ala oeste. Tess había empezado octavo aquel año, un paso más que la alejaba del juego de la comba y de las barbies, tambaleándose al borde de la adolescencia. Marguerite había sufrido en sus años de instituto, y todavía sentía una ola de aprensión que la condicionaba, que emanaba de las filas de taquillas color salmón, aunque la escuela estaba casi vacía: habían dejado salir más temprano a los alumnos para poder reunirse con los padres. Imaginó que Tess ya estaría en casa, quizás leyendo o escuchando el zumbido de los calefactores del parqué. A salvo en casa, pensó Marguerite con algo de envidia.
Llamó a la puerta entreabierta del señor Fleischer, la del aula 130. Este la saludó con un gesto y se incorporó para estrecharle la mano.
Ella no tenía ninguna duda de que el señor Fleischer era un profesor excelente. Blind Lake era el buque insignia de la institución federal, y una parte clave de su paquete laboral era la disponibilidad de un sistema educativo de primera línea. Estaba segura de que las credenciales del señor Fleischer eran impecables. Incluso tenía el aspecto de un buen profesor, o al menos el tipo de profesor en el que se podía confiar sin ningún tipo de problema: alto, un tanto estrábico, bien vestido pero no hasta tal punto que resultara intimidatorio, con una barba arreglada y una sonrisa amplia. Su apretón de manos fue firme pero no demasiado fuerte.
—Bienvenida —dijo. El aula estaba l ena de pupitres para niños, pero él había conseguido dos sil as de adultos—. Siéntese, por favor.
Era curioso, pensó Marguerite, lo extraña que la hacía sentirse todo aquello.
Fleischer echó una ojeada a una hoja de notas.
—Me alegro de que nos hayamos visto. Visto de nuevo, debería decir, desde que matriculó a Tessa en el colegio. ¿Usted trabaja en Observación e Interpretación?
—En realidad, estoy al cargo del departamento.
Las cejas de Fleischer se alzaron levemente.
—¿Lleva aquí desde agosto?
—Tess y yo nos mudamos aquí en agosto, sí.
—El padre de Tessa vino aquí un poco antes, sin embargo, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Están separados?
—Divorciados —dijo Marguerite rápidamente. ¿Era paranoia, o Ray ya había estado hablando de aquello con Fleischer? Ray siempre decía «separados», como si el divorcio fuera un malentendido temporal. Y sería muy propio de Ray describir a Marguerite como «trabajando en Interpretación» en lugar de admitir que era la directora del departamento —. Hemos acordado una custodia compartida, pero Tessa está a mi cuidado la mayoría del tiempo.
—Ya veo.
Quizás Ray tampoco había mencionado aquel o. Fleischer hizo una pausa y añadió unos comentarios a sus notas.
—Lo siento mucho si esto es un poco intrusivo. Tan solo quiero hacerme una idea de la situación de Tessa en casa. Está teniendo algunos problemas en el colegio, como estoy seguro de que usted ya sabe. Nada serio, pero sus notas no están a la altura de nuestras expectativas, y el a parece un poco, no sé cómo decirlo, un poco ausente en clase.
—El traslado… —empezó Marguerite.
—No dudo de que sea un factor. Esto es un poco como una base militar. Las familias vienen y van todo el tiempo, y es duro para los niños. Además, los niños también pueden ser difíciles con los recién llegados. Lo veo demasiado a menudo. Pero mi preocupación por Tessa va un poco más allá. He estado revisando sus informes de Crossbank.
Ah, pensó Marguerite. Bueno, aquel o era inevitable. Los viejos fantasmas tardan en desaparecer.
—Tess tuvo algunos problemas la primavera pasada. Pero todo aquello se acabó ya.
—¿Ocurrió durante el proceso de divorcio?
—Sí.
—Ella estuvo acudiendo a un terapeuta durante aquel tiempo, ¿no es así?
—El doctor Leinster, en Crossbank. Sí.
—¿Está viendo a alguno aquí?
—¿Aquí en Blind Lake? —Marguerite sacudió la cabeza negativamente con decisión—. No.
—¿Ha pensado en ello? Tenemos personal muy preparado que la podría atender.
—Estoy convencida. Pero no lo veo necesario.
Fleischer hizo una pausa. Daba golpecitos a su bolígrafo contra el escritorio.
—Cuando estaban en Crossbank, Tess tuvo algún tipo de episodio alucinatorio, ¿me equivoco?
—Sí, se equivoca, señor Fleischer, eso no es del todo correcto. Tess se sentía sola y hablaba consigo misma. Tenía una amiga invisible que se había inventado, llamada Chica del Espejo, y había ocasiones en que le era un poco difícil distinguir entre la realidad y la imaginación. Eso es un problema, pero no es una alucinación. Le hicieron pruebas de epilepsia en el lóbulo temporal y de una docena de otras condiciones neurológicas. Todos los resultados fueron negativos.
—De acuerdo con su informe, le diagnosticaron…
—Síndrome de Asperger, sí, pero eso no es un caso terriblemente infrecuente. Tiene unos pocos tics, no habla demasiado y no es muy buena haciendo amigos, pero lo hemos sabido desde hace años. Es solitaria, sí, y creo que su soledad contribuyó al problema de Crossbank.
—Creo que también es solitaria aquí.
—Estoy segura de que tiene razón. Sí, es solitaria y está desorientada. ¿No lo estaría usted? Sus padres divorciados, un nuevo lugar donde vivir, además de todas las crueldades normales que un niño tiene que soportar a su edad. No hace falta que me hable de el o. Lo veo cada día. En su lenguaje corporal, en sus ojos.
—¿Y no cree que la terapia le serviría de ayuda?
—No quiero dar la impresión de que me despreocupo, pero la terapia no ha sido un gran éxito. Tess ha estado tomando Ritalin y un buen montón de otras drogas, y ninguna de el as le ha hecho ningún bien. Más bien al contrario. Eso también debería constar en el informe.
—La terapia no implica medicación necesariamente. En ocasiones, ya la charla es una ayuda.
—Pero no ayudó a Tess. Si logró algo fue hacerla sentirse más diferente, más sola, más oprimida.
—¿Le ha dicho eso a usted?
—No tuvo que hacerlo. —Marguerite se dio cuenta de que le sudaban las palmas de las manos. Su voz se había hecho más tensa. Esa manía tuya de ponerte a la defensiva, solía decir Ray—. ¿Adonde quiere llegar, señor Fleischer?
—De nuevo siento si esto parece intrusivo. Me gusta tener un historial de mis alumnos, especialmente si están teniendo problemas. Creo que me hace mejor profesor. Adivino que también me hace sonar como un interrogador. Mis disculpas.
—Ya sé que Tess ha sido un poco lenta con sus redacciones, pero…
—Viene a clase, pero hay días en que está, no sé cómo describirlo… emocionalmente ausente. Mirando por la ventana. A veces la llamo por su nombre y no me responde. Habla en susurros consigo misma. Eso no la hace única, mucho menos desequilibrada, pero a mi me hace más difícil el trabajo. Todo lo que estoy diciendo es que quizás nosotros podamos ayudar.
—Ray ha estado aquí, ¿verdad?
El señor Fleischer parpadeó.
—He hablado con su marido, con su ex-marido, en un par de ocasiones, pero eso es habitual.
—¿Qué le dijo? ¿Que no me ocupo de ella? ¿Que ella se queja de estar sola cuando está conmigo?
Fleischer no contestó, pero sus ojos abiertos de par en par lo delataron. Había dado de lleno. ¡Puto Ray!
—Mire —dijo Marguerite—, aprecio su preocupación y la comparto, pero usted también debería saber que Ray no está satisfecho con los acuerdos de la custodia, y que no es la primera vez que trata de ponerme la zancadilla y hacerme parecer como una mala madre. Déjeme adivinar: vino aquí y le dijo cuánto sentía sacar la cuestión, pero que estaba preocupado por Tess, que arrastraba todo el problema de Crossbank y que quizás tampoco estuviera recibiendo todo la atención que necesita, es más, ella misma le ha dicho a él un par de cosas al respecto… ¿Me equivoco?
Fleischer levantó las manos mostrando las palmas.
—No puedo meterme en este tipo de discusión. Le dije al padre de Tessa las mismas cosas que le estoy diciendo a usted.
—Ray tiene sus propios intereses, señor Fleischer.
—Mi preocupación es para con Tess.
—Bueno, yo… —Marguerite se contuvo las ganas de morderse el labio. ¿Cómo había ido todo tan mal? Fleischer ahora la estaba mirando con paciente preocupación, con una preocupación protectora, pero él era un profesor de octavo curso, después de todo, y quizás aquel ceño fruncido de ojos grandes fuera tan solo un reflejo defensivo, una máscara que tomaba cuerpo cada vez que se enfrentaba a un chico histérico. O a una madre—. Usted sabe que yo, obviamente, quiero hacer todo lo que pueda ayudar a Tess, ayudarla a concentrarse en sus estudios…
—Básicamente —dijo Fleischer—, creo que aquí estamos en la misma sintonía de onda. Tess se perdió bastante en el colegio de Crossbank, y no queremos que aquí se repita lo mismo.
—No. No lo queremos. Sinceramente, no creo que suceda de nuevo —añadió con la esperanza de no sonar demasiado desesperada—. Puedo sentarme con ella, decirle que sea más minuciosa en su trabajo, si usted cree que sería buena idea.
—Eso puede ayudar. —Fleischer dudó un poco, y continuó—: Todo lo que estoy diciendo, Marguerite, es que los dos necesitamos mantener los ojos abiertos en lo que le interesa a Tess. Detener los problemas antes de que surjan.
—Tengo los ojos abiertos todo el tiempo, señor Fleischer.
—Bueno, eso está bien. Eso es lo importante. Si considero que necesitamos hablar de nuevo, ¿puedo llamarla?
—Cuando quiera —dijo Marguerite, ridículamente agradecida porque la entrevista parecía l egar a su fin.
Fleischer se incorporó.
—Gracias por su tiempo, y espero no haberla alarmado.
—En absoluto. —Una mentira de órdago.
—Mi puerta siempre estará abierta si usted tiene alguna preocupación.
—Gracias. Se lo agradezco.
Se fue rápidamente por el pasillo hasta la puerta principal de la escuela, como si estuviera dejando la escena del crimen. Había sido un error el mencionar a Ray, pensó, pero había podido ver sus huellas por todas partes durante toda la entrevista, y vaya bonito escenario había formado. ¿Cómo había podido Ray utilizar los problemas de Tessa como arma?
A no ser, pensó Marguerite, que me esté engañando a mí misma. A no ser que los problemas de Tessa sean más serios que un leve desorden de personalidad; a no ser que todo el circo de Crossbank estuviera a punto de repetirse… Haría lo que fuera para ayudar a Tessa a superar aquel paso difícil, si descubría el modo de hacerlo; pero la propia indiferencia refractaria de Tessa era casi imposible de penetrar… especialmente si Ray interfería continuamente, si jugaba sucio intentando conseguir una buena posición en una hipotética batal a por la custodia de su hija.
Ray, viendo cada conflicto como una guerra y dominado por sus propios temores a perder…
Marguerite empujó las puertas y salió al aire otoñal. La tarde había refrescado considerablemente, y las nubes estaban más bajas, o al menos se lo parecía así bajo la larga luz del sol. La brisa era fría, pero la agradecía después del calor claustrofóbico de la clase del colegio.
Conforme se metía en el coche oyó el llanto de las sirenas. Condujo con cuidado hasta la salida y se detuvo el tiempo suficiente para dejar pasar rugiendo al vehículo de la Seguridad de Blind Lake. Parecía que se dirigía al acceso sur del complejo.
Sue Sampel, la secretaria ejecutiva de Ray Scutter, l amó a su puerta y le recordó que Ari Weingart tenía concertada con él una cita dentro de veinte minutos. Ray levantó la vista de la pila de papeles impresos y apretó los labios.
—Gracias, soy consciente de ello.
—Además del jefe de Seguridad Civil, a las cuatro en punto.
—Puedo leer mi propia agenda diaria, gracias.
—De acuerdo entonces —dijo Sue. Y que te jodan, también. Ray estaba de pésimo humor aquel miércoles, y no es que normalmente fuera un encanto, precisamente. Supuso que estaba tan afectado por el bloqueo como todos los demás. Ella entendía la necesidad de seguridad, e incluso podía imaginar que quizás fuera necesario (aunque solo Dios supiera por qué) prohibir algo tan sencil o como llamar por teléfono más allá del perímetro de Blind Lake. Pero si aquel o duraba más de la cuenta, muchas personas iban a perder los nervios. Muchos ya lo estaban haciendo. Los trabajadores de día, por ejemplo, que tenían vidas (esposas, hijos) fuera del campus de Blind Lake. Pero también los residentes permanentes. El a misma, por ejemplo. Vivía en Blind Lake pero conocía gente fuera del campus, y había estado esperando con ansiedad poder recibir aquella importante segunda l amada telefónica de un hombre que había conocido en el grupo de Solteros Seculares en Constance, un hombre de su edad, cuarenta y pocos, veterinario, de pelo fino y ojos agradables. Se lo imaginó con un teléfono en la mano, mirando con tristeza a la pantalla donde se leía «NO DA SEÑAL» o «LLAMADA NO DISPONIBLE», y eventualmente dejándola por imposible. Otra oportunidad perdida. Al menos aquel a vez no sería culpa suya.
Ari Weingart llegó al despacho a la hora fijada. El bueno de Ari: educado, divertido, incluso puntual. Un santo.
—¿Está el jefe? —preguntó Ari.
—Sí que está. Le diré que ya estás aquí.
La ventana de Ray Scutter miraba al sur desde la sexta planta del Hubble Plaza, y a menudo la vista lo distraía. Normalmente había un constante flujo de tráfico de entrada y salida de Blind Lake. Últimamente no había nada, y el bloqueo había hecho que la vista desde su ventana fuera estática; la tierra más allá de la valla del perímetro estaba tan en blanco como el papel de estraza, sin ningún movimiento más que el devenir de las sombras de las nubes y alguna bandada ocasional de aves. Si uno mantenía la vista fija durante un tiempo venía a asemejarse al paisaje inhumano de UMa47/E. Justo igual que otra imagen importada. Era todo superficie, ¿verdad? Todo bidimensional.
El bloqueo había creado diversos problemas irritantes. Y uno de ellos, y no el menor por cierto, era que él había terminado siendo, por carambola, el encargado de la autoridad civil del campus.
Su estatus en la jerarquía de la administración era relativamente bajo. Pero la conferencia anual sobre Astrobiología de la NSI y el Ciencia Exocultural habían tenido lugar en Cancún el fin de semana anterior. Una enorme delegación del personal académico y puestos directivos de la administración había metido el bañador en la maleta y había dejado Blind Lake un día antes del bloqueo. Si quitabas todos aquellos nombres del gráfico de responsabilidades, lo que quedaba era Ray Scutter flotando sobre la dirección de varios departamentos como un globo perdido.
Aquel o quería decir que la gente venía a él con problemas para cuya solución carecía de poder. Exigencias que él no podía concederles, como una explicación coherente del bloqueo o una excepción especial del mismo. Tenía que decirles que él tampoco sabía nada. Todo lo que podía hacer era seguir las indicaciones de los protocolos previstos y esperar instrucciones del exterior. Esperar, en otras palabras, a que toda aquella montaña de mierda llegara a su fin. Pero ya l evaba demasiado tiempo.
Su vista vagaba por la ventana cuando Ari Weingart l amó a la puerta y entró.
A Ray le disgustaba el alegre optimismo de Weingart. Sospechaba que ocultaba un desprecio secreto, sospechaba que bajo aquel exterior de tipo majo, Weingart estaba luchando por conseguir más influencia de forma tan entusiasta como cualquier otro director de departamento. Pero al menos Weingart había comprendido la posición de Ray y parecía más interesado en cooperar que en quejarse.
Si al menos pudiera eliminar aquel a sonrisa… Aquel gesto recorrió a Ray como un rayo láser, con dientes tan blancos y regulares que parecían azulejos luminosos.
—Siéntate —dijo.
Weingart cogió una silla y abrió su ordenador de bolsillo. Directo al trabajo. A Ray le gustaba aquello.
—Querías una lista de situaciones de las que vamos a tener que ocuparnos si la cuarentena continúa mucho más. He tomado algunas notas.
—¿Cuarentena? —dijo Ray—. ¿Es así como la gente lo l ama?
—Para diferenciarlo de un bloqueo estándar de seis horas, sí.
—¿Por qué deberíamos ser sometidos a cuarentena? No hay nadie enfermo.
—Cuéntaselo a Dimi. —Dimitry Shulgin era el jefe de Seguridad Civil, que tenía cita a las cuatro—. El bloqueo sigue una oscura red de nomenclaturas en el manual militar. Él dice que el os lo llaman una «cuarentena de información», pero nadie creía realmente que pudiera llegar a darse.
—No me lo ha mencionado. Juro por Dios que ese hombre es como una puta estatua eslava. ¿Qué es exactamente lo que ocurre en una «cuarentena de información»?
—La normativa es de hace bastante tiempo, de cuando Crossbank estaba comenzando a obtener imágenes. Es uno de esos escenarios paranoicos de las sesiones del Congreso. La idea era que Crossbank o Blind Lake podían recoger algo peligroso, obviamente nada físico, sino algún virus o un gusano de algún tipo. ¿Sabes qué es la esteganografía?
—Información codificada en fotografías o imágenes. —No le recordó a Weingart que él, Ray, había declarado en aquellas sesiones. La información de interés militar había sido un tema candente durante aquel tiempo. El lobby ludita había temido que Blind Lake importara algún programa digital alienígena pernicioso, o, por amor de Dios, algún virus mortal que pudiera extenderse por las rutas terrestres, creando una ola de caos sin precedentes.
A pesar de lo cauteloso que era normalmente respecto a la capacidad de Blind Lake para explorar lo desconocido, la mera idea le parecía ridícula. Los aborígenes de UMa47/E no tenían forma de saber que se les espiaba. Y aunque así fuese, las imágenes procesadas en Blind Lake habían viajado, aunque misteriosamente, a la velocidad convencional de la luz. Se necesitaría tanto una percepción imposible como un deseo ridículamente paciente de venganza para que el os pudieran reaccionar de cualquier forma hostil. Aun y todo, él mismo se había visto forzado a admitir que una peligrosa esteganografía no era una imposibilidad absoluta, al menos en abstracto. Así pues, se había previsto una serie de planes de contingencia dentro de la inmensa red de planes de seguridad que rodeaba a Blind Lake. Aunque, en opinión de Ray, aquel era el mayor fiasco de la historia de la Astronomía desde la teoría de Girolamo Fracastoio, que aseguraba que la sífilis era consecuencia de la conjunción de Saturno, Júpiter y Marte.
¿De verdad se habían l evado a efecto todos aquellos edictos l enos de palabrería?
—Hay un problema con esa idea —le dijo a Weingart—: no hay provocación. No hemos descargado nada sospechoso.
—Todavía no, en cualquier caso —respondió Weingart.
—¿Sabes algo que yo no sepa?
—Apenas. Pero digamos que si ha habido un problema en Crossbank…
—Vamos, hombre. Crossbank está mirando océanos y bacterias.
—Lo sé, pero si…
—Y nosotros estamos trabajando con objetivos completamente diferentes, en cualquier caso. Su trabajo no afecta al nuestro.
—No, pero si hubo alguna clase de problema con el proceso…
—¿Quieres decir algo endémico al Ojo?
—Si hubiera algún tipo de problema con los O/CBE en Crossbank, el Ministerio de Energía o los militares podrían haber decidido ponernos por precaución en cuarentena.
—Al menos podrían habernos avisado.
—El bloqueo de información tiene que ser de doble sentido para ser efectivo. Nada entra y nada sale. Tenemos que asumir que no quieren información alguna en el cableado.
—Eso no significa que no puedan dar un aviso.
—A no ser que tuvieran prisa.
—Todo esto es ridículamente especulativo, y confío en que ni tú ni Shulgin lo hayáis hablado con nadie. Los rumores pueden causar el pánico.
Weingart pareció querer decir algo, pero se lo cal ó.
—En cualquier caso —dijo Ray—, no está en nuestras manos. La cuestión acuciante es qué podemos hacer por nosotros mismos hasta que alguien reabra la verja.
Weingart asintió y comenzó a leer su lista.
—Abastecimiento. Hemos comprobado que el agua potable no ha sido restringida, pero sin ninguna intervención, pronto vamos a tener escasez de algunos productos alimenticios antes del fin de semana, y deberemos afrontar una posible hambruna para finales de noviembre. Asumo que nos van a reabastecer, pero quizás fuera buena idea apartar nuestro excedente, y quizás incluso apostar algunos guardias.
—No puedo ni imaginar que este… asedio dure hasta el Día de Acción de Gracias.
—Bueno, pero ahora estamos hablando de posibles escenarios.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué más?
—Suministros médicos, lo mismo, y la clínica del campus no está preparada para tratar epidemias serias, ni heridos graves. Si tenemos un incendio tendremos que enviar a los heridos a un hospital o sufrir muertes innecesarias. No hay mucho que podamos hacer a este respecto, excepto pedir al personal médico que prepare planes de contingencia. Además, si la cuarentena se prolonga, la gente va a necesitar ayuda emocional. Ya tenemos algunas personas con asuntos familiares urgentes en el exterior.
—Vivirán.
—Alojamiento. Tenemos un par de cientos de trabajadores del turno diurno durmiendo en el gimnasio, por no hablar de los periodistas, un puñado de contratistas y cualquiera que haya venido a pasar el día. Si va a durar, si esto va a durar mucho, quizás sea mejor ver si podemos sacar a esta gente de ahí. En el campus vive gente con cuartos de sobra y hay habitaciones para inquilinos disponibles, y no sería difícil encontrar voluntarios. Con un poco de suerte podríamos tener a todos durmiendo en una cama, o al menos en un sofá-cama. Compartirían baños en lugar de luchar por las duchas en el centro de ocio y hacer cola para lavarse los dientes.
—Hay que tenerlo en cuenta —dijo Ray. Después de un momento de reflexión añadió —: Haz una lista de voluntarios, pero tráemela antes de decírselo a el os. Y haremos un inventario de los trabajadores de día e invitados que se adapte a él.
Había más asuntos similares, minucias que podían ser fácilmente delegadas. La mayor parte tenía que ver con un bloqueo prolongado que Ray no podía llegar a concebir seriamente. ¿Un mes así? ¿Tres meses? Era inimaginable. Su certeza tan solo se veía alterada por el hecho inquietante de que el bloqueo hacía tiempo que duraba más allá de lo razonable.
Sue Sampel l amó a la puerta mientras Weingart iba resumiendo las conclusiones.
—No hemos terminado —gritó Ray antes de que entrara.
Ella se asomó al despacho.
—Lo sé, pero…
—Si Shulgin está aquí, puede esperar unos minutos.
—No está aquí, pero ha llamado para cancelar la cita. Se ha ido al acceso sur.
—¿El acceso sur? ¿Qué coño es tan importante en el acceso sur?
Ella sonrió con furia contenida.
—Dijo que lo entendería si echara un vistazo por la ventana.
El enorme vehículo de dieciocho ruedas de color negro, sucio y fuertemente acorazado, fue avanzando lentamente por la carretera que conducía a Blind Lake como un inmenso remolque, intimidado por todas aquellas defensas. Donde debería haber estado la cabina del piloto, únicamente podía verse un cono borroso lleno de sensores. El camión estaba girando la curva, calculando la ruta a través de un GPS. No había conductor humano. El camión se estaba conduciendo solo.
Para cuando Chris y Elaine alcanzaron las inmediaciones del acceso sur, la carretera ya estaba abarrotada de trabajadores diurnos sin más obligaciones, personal de oficina y adolescentes. Dos camionetas de Seguridad Civil aparcaron y descargaron una docena de hombres de uniforme gris que comenzaron a alejar a todas aquellas personas hasta lo que consideraron una distancia de seguridad.
La verja que rodeaba el perímetro interno de Blind Lake era una construcción de contención al uso, le había contado Elaine a Chris. Sus postes tenían cimientos reforzados encajados profundamente en la tierra; sus cadenas y eslabones estaban hechos de compuesto de carbono, más duro que el acero y con superficies más consistentes que el teflón. Estaban repletos de sensores. Sobre todo aquello había una doble hilera de cuchillas de alambre con una inclinación de diecinueve grados. Toda la estructura podía electrificarse hasta un nivel letal.
El acceso que bloqueaba la carretera estaba preparado para abrirse a una señal de un guarda o a través del código de un sensor. La garita del guardia era un bunker de hormigón de troneras horizontales, duro como el lecho de roca pero vacío en aquel momento; el guardia había sido retirado de su puesto en cuanto comenzó el bloqueo.
Chris se fue abriendo paso entre la multitud hasta la primera fila, seguido de Elaine, que le agarraba por los hombros para no separarse de él. Al final lograron alcanzar la barrera para la carretera que los encargados de la seguridad estaban emplazando con dificultad. Elaine señaló a un coche que se acercaba.
—¿No es aquel Ari Weingart? Y creo que el tipo que le acompaña es Raymond Scutter.
Chris tomó nota de la cara. Ray Scutter tenía una historia interesante. Hacía quince años había sido un prominente crítico de Astrobiología, «la ciencia de las ilusiones». La decepción de Marte le había dado una gran credibilidad a su punto de vista, al menos hasta que los Buscadores de Planetas Terrestres comenzaron a obtener resultados interesantes. Los avances de Crossbank y Blind Lake habían hecho que su pesimismo pareciera corto de miras y mezquino, pero Ray Scutter había sobrevivido reculando y adoptando el entusiasmo del converso. Las sólidas contribuciones originales que había hecho en la primera ola de estudios geológicos y atmosféricos no solo habían rescatado su carrera, sino que le habían permitido promocionar a través de la burocracia hasta alcanzar posiciones administrativas importantes primero en Crossbank, y ahora en Blind Lake. Ray Scutter podría haber sido un sujeto interesante, pero se suponía que era difícil acceder a él, y sus declaraciones públicas eran tan previsiblemente banales que mejores periodistas que Chris lo habían dado como un caso perdido.
En aquel momento estaba con el entrecejo fruncido, intercambiando opiniones con el jefe de Seguridad. Chris no podía oír la conversación, pero la grabó durante unos segundos con un zoom en su agenda portátil. Tan solo unos pocos, sin embargo. Estaba dejando libre la mayor parte de la memoria para la aparentemente inevitable colisión del camión robotizado contra la puerta de acceso.
El camión estaba ya a unos cien metros de la garita del guardia. Parecía tan enorme que nada lo podría parar.
Elaine se puso la mano como visera y estudió atentamente la línea de la verja. El sol poniente había quedado oculto bajo unas nubes, y unos rayos de luz se filtraban atravesando la pradera. Puso la boca contra el oído de Chris.
—¿Estoy imaginando cosas, o aquellos son zánganos de bolsillo?
Sobresaltado, Chris siguió su mirada.
Bob Krafft, un contratista que había venido a Blind Lake con un equipo de ingenieros para estudiar la zona este del Paseo para la construcción de nuevas viviendas, había visto el camión poco después del mediodía, cuando todavía era un punto del tamaño de un guisante en el amplio horizonte del sur.
Había estado algún tiempo en las guerras turcas y pudo identificar aquel camión como el tipo de vehículo sin tripulantes de abastecimiento que se podía encontrar comúnmente en la zona de combate. Pero el camión no lo alarmaba. Más bien al contrario. Aunque pareciera incongruente, el vehículo también estaba sujeto al bloqueo. Lo que quería decir que el acceso sur tendría que abrirse para dejarlo entrar. Y allí residía la oportunidad de oro. Supo inmediatamente lo que tenía que hacer.
Encontró a su esposa Courtney entre los camastros del gimnasio donde habían estado languideciendo durante casi una semana. Le dijo que esperara al í pero que estuviera preparada para irse. El a lo miró nerviosa (Courtney estaba nerviosa la mayor parte del tiempo), pero no dijo nada y asintió con la cabeza con gesto conciso.
Bob caminó dos manzanas (rápido, pero no lo suficientemente rápido como para atraer la atención) hasta su coche en el aparcamiento para visitantes, bajo el Hubble Plaza. Se metió en él, comprobó dos veces el indicador de la batería, encendió el motor y condujo con velocidad calculada de vuelta al centro de ocio. Tenía el pulso acelerado, pero las palmas de sus manos estaban secas. Courtney, caminando arriba y abajo de las grandes puertas de entrada, a pesar de que le había dicho que se quedara dentro, lo vio y saltó al asiento del copiloto.
—¿Vamos a algún lao? —preguntó.
Él siempre había odiado aquella forma de hablar de aparcamiento de camiones de Missouri. Había días en los que amaba a Courtney más que nada en el mundo, pero había otros en los que se preguntaba qué le había llevado a casarse con una mujer con menos cultura que los mapaches que solían rebuscar entre su basura.
—Creo que no tenemos elección, Court.
—Bueno, no veo para qué tanta prisa.
Con suerte, nunca lo vería. Bob tenía el veinticinco por ciento de las acciones de una empresa de éxito que trabajaba en negocios de paisajismo y construcción fuera de Constance. El jueves a la mañana (al día siguiente) se suponía que debía encontrarse con Ela Raeburn, una chica de diecinueve años que había dejado el instituto y que trabajaba en recepción, para l evarla en coche a la clínica de mujeres en Bixby para que abortara. Aunque no era culpa de Bob que la descuidada de Ela no se hubiera preocupado de tomar algún tipo de medida anticonceptiva o de píldora del día después (a no ser que uno considerara su predilección por las mujeres estúpidas como un defecto), él se hacía eco de su responsabilidad por la situación en la que había quedado. De modo que el jueves a la mañana la l evaría a Bixby, le pagaría el alojamiento de unos pocos días en un motel para que se recuperara, le firmaría un cheque de cinco mil dólares, y al í acabaría todo.
Si él se negaba (o si aquella putada gubernamental de Blind Lake le tenía encerrado otro día más), Ela Raeburn le mandaría cierta grabación de video a Courtney, la esposa de Bob. Este dudaba de que Courtney se divorciara de él por aquello, el matrimonio no era un mal negocio para el a después de todo, pero tendría grabada a fuego en su cabeza, para el resto de su vida, la imagen de la cabeza de su marido entre los generosos muslos de Ela Raeburn. El video había sido idea suya. No se había dado cuenta de que Ela se haría una copia para su uso personal.
Y aquel o no era lo peor de todo. Ni por asomo. Si Bob no podía ocuparse del aborto, Ela estaría obligada a pedirle ayuda a su padre. Su padre era Toby Raeburn, un vendedor de hardware, diácono de la iglesia luterana y entrenador de baloncesto a media jornada. Su apodo era «Dientes», porque una vez le había arrancado un molar de un puñetazo a un supuesto ladrón de coches, y desde entonces llevaba el souvenir, recubierto de lucita, como amuleto de buena suerte. Toby «Dientes» Raeburn quizás extendiera el perdón cristiano a su hija, pero seguramente no a un contratista de mediana edad que, como había mencionado Ela, la había introducido en el consumo de barbitúricos que siempre conseguían que fuera más cooperativa.
No le guardaba a Ela Raeburn ningún rencor particular por todo aquel asunto. Él estaba más que dispuesto a pagarle el aborto. Ela era más tonta que un saco l eno de martillos, pero sabía cómo cuidar de sí misma. En cierta forma él admiraba aquel o.
Courtney también había sido así antes de que se casaran. Se había sumido en una agitación perpetua y sombría, y ya no era lo mismo.
—¿Han desconvocado el bloqueo o algo? —preguntó Courtney.
—No exactamente. —Se dirigió al acceso sur sin olvidarse de mantener una velocidad que no levantara sospechas. Ciertamente, el camión negro de transporte no parecía tener mucha prisa. No había avanzado más de quinientos metros desde que lo había divisado por primera vez, a juzgar por la vista desde la elevación pasado el Plaza.
—Bueno, ¿entonces, qué? No podemos irnos sin más.
—Técnicamente no, pero…
—¿Técnicamente?
—¿Quieres dejarme acabar? Cierran sitios como este por razones de seguridad, Court. No quieren que los malos entren dentro. A la gente no se le permite simplemente entrar y salir, porque entonces nadie se lo tomaría en serio. Pero básicamente nosotros no les importamos nada. Todo lo que queremos es volver a casa, ¿de acuerdo? Si rompemos las normas ¿qué nos van a dar, una charla? Probablemente una multa —seguramente de bastante dinero, pero no le podía decir a Courtney por qué estaba dispuesto a arriesgar tanto dinero—. Nosotros no les importamos —repitió.
—La puerta de acceso está cerrada, bobo.
—Dentro de poco dejará de estarlo.
—¿Quién dice eso?
—Lo digo yo.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy psíquico. Tengo poderes psíquicos de predicción del futuro.
Ya se estaba reuniendo un buen número de gente. Bob se salió de la carretera con el coche, condujo a través del césped recién cortado cercano a la verja y aparcó tan cerca como le fue posible del lado derecho de la puerta. Apagó el motor. Entonces pudo oír el silbido del viento a través de las ranuras de la carrocería. El viento se iba haciendo más frío, de un frío invernal, y Courtney temblaba deliberadamente. No había traído ropa de invierno a Blind Lake. Bob sí, y ahora era castigado por su previsión: tenía que dejarle su chaqueta a la l oriqueante Courtney y sentarse tras el volante con solo una camisa de algodón de manga corta. El sol se había ocultado detrás de una gran masa flotante de nubes grises, arrojando una luz enfermiza sobre todo lo que podía ver. Aquel tipo de clima siempre le hacía sentir triste y de algún modo despojado, como si algo que él amara hubiera sido arrastrado por el viento.
—¿Nos vamos a quedar sentados aquí?
—Hasta que la puerta se abra —dijo él.
—¿Qué te hace pensar que nos van a dejar pasar?
—Ya verás.
—¿Ver qué?
—Ya verás.
—Oh —dijo Courtney.
Ella se había quedado dormida (por efecto del calor, adivinó él, con sus brazos perdidos en la chaqueta de cuero demasiado grande y su barbil a apoyada en el cuello del abrigo) cuando el gigantesco camión negro se detuvo en su avance a no más de diez metros de distancia de la puerta. Ya había anochecido, y los faros del camión giraron para barrer el suelo a su paso, en arcos incansables.
El gentío había crecido considerablemente. Justo antes de que Courtney se quedara dormida, un par de vehículos de seguridad habían venido desde la ciudad con sus sirenas aullando. En ese momento, aquellos tipos vestidos con trajes que parecían uniformes de policía alquilados estaban apartando a la gente. Courtney estaba inmóvil y Bob se acuclil ó en el asiento del conductor, y entre toda aquel a conmoción y la oscuridad, el coche pasaba por un vehículo vacío que alguien había aparcado para luego irse. En pocos momentos, para contento de Bob, la mayoría de la gente había quedado ya a sus espaldas.
Y las puertas se comenzaron a abrir. Por alguna orden del camión, supuso. Pero era una hermosa vista. Aquella barrera reforzada de dos metros diez comenzó a abrirse hacia fuera con una facilidad y una suavidad tales que parecía una creación digital. Premio gordo, pensó Bob.
—Abróchate el cinturón —le dijo a Courtney. Sus ojos parpadearon sorprendidos.
—¿Qué?
Él hizo una estimación mental del espacio libre que tenía por delante.
—Nada —encendió el motor y apretó a fondo el acelerador.
Los zánganos de bolsillo, le explicó Elaine, eran armas voladoras con autoguía, del tamaño de un pomelo de Florida. Los había visto utilizar durante la crisis de Turquía, donde los veía en las patrullas de áreas limítrofes y fronteras en disputa. Pero nunca había oído hablar de que se los desplegase fuera de zonas de guerra.
—Son simples y torpes —le dijo a Chris—, pero son baratos y puedes utilizar muchos, y no se quedan clavados en el suelo para siempre como las minas terrestres, arrancando piernas de niños.
—¿Qué es lo que hacen?
—La mayor parte del tiempo simplemente están ahí, conservando la energía. Son sensibles al movimiento y tienen unas pocas plantil as lógicas para identificar blancos probables. Camina por una zona restringida y volarán como langostas, te localizarán y arrojarán explosivos pequeños pero letales.
Chris miró en la dirección que Elaine había señalado, pero en la creciente oscuridad no pudo ver nada sospechoso. «Tienes que ser rápido para cazarlos», le había dicho Elaine. Estaban camuflados, y si se activaban sin encontrar ningún blanco válido, molestados, digamos, por el ruido de un enorme camión automático sobre el pavimento, quedaban inactivos rápidamente.
Chris pensó en aquello mientras el camión se aproximaba y los cada vez más nerviosos agentes de seguridad echaban hacia atrás a los mirones. No tenía sentido, decidió. La verja interior de Blind Lake era tan solo una de las decenas de medidas de seguridad que ya existían. ¿Qué amenaza podía ser tan formidable que requiriera artil ería militar para salvaguardar el complejo?
A no ser que la idea fuera mantener a la gente dentro.
Pero tampoco tenía ningún sentido.
Lo que no significaba que los zánganos de bolsillo no estuvieran allí. Tan solo que no podía imaginar el porqué.
La multitud se fue haciendo cada vez más silenciosa conforme la oscuridad caía, y el camión se arrastraba hasta cerca del acceso y se detenía durante un momento. Algunos comenzaron a irse, aparentemente porque se sentían más vulnerables, o porque tenían más frío que curiosidad. Pero un buen número se quedó, apretujado contra los cordones de seguridad que los agentes habían colocado. No parecía importarles el creciente viento cortante o los copos de nieve fuera de estación que comenzaban a hacer remolinos frente a los faros del camión. Pero tragaron saliva y se apartaron unos pocos metros cuando las puertas de la verja comenzaron a abrirse silenciosamente.
Chris dirigió la mirada a Elaine a sus espaldas y captó una vista de Blind Lake empezando a encenderse en un frenesí de luces, las plantas concéntricas del Hubble Plaza, las parpadeantes luces de navegación de las torres Paseo Globo Ocular, la cálida luz de las casas residenciales en ordenadas y lógicas hileras.
Se volvió al oír el sonido repentino de un motor eléctrico mucho más cercano que el rumor del camión detenido.
—Video —ladró Elaine—. ¡Chris!
Buscó la pequeña agenda portátil. Tenía los dedos fríos y los controles tenían el tamaño de cagadas de mosca y picaduras de pulga. En realidad, únicamente había utilizado aquel aparato como grabadora. Al final se las arregló para encontrar la función de «RECORD VID» y apuntó con el aparato aproximadamente a la puerta de la verja.
Un coche saltó sobre la superficie alquitranada desde algún lugar cercano a la garita de seguridad. No tenía las luces puestas, sus ocupantes eran invisibles, pero la intención estaba clara. El vehículo estaba acelerando hacia la puerta medio abierta.
—Alguien quiere irse a casa a dar de comer al perro —dijo Elaine, y sus ojos se abrieron como platos—. Oh, Dios, es horrible.
Los zánganos, pensó Chris.
Parecía que el vehículo no iba a poder pasar por la garita, pero el conductor había calculado la abertura muy bien. El coche (que a Chris le parecía un Ford último modelo o un Tesla) atravesó el espacio con un margen de milímetros y se hizo a la izquierda para evitar al camión robotizado. Los faros del coche se encendieron cuando l egó al margen de la carretera y comenzó a alcanzar una alta velocidad.
—¿Lo estás cogiendo?
—Sí. —Al menos, eso esperaba él. Era demasiado tarde para comprobarlo. Demasiado tarde para apartar la mirada.
—¡Vía libre hasta casa! —gritó Bob Krafft cuando su parachoques trasero rozó el cuerpo del camión negro. No era cierto, por supuesto. Probablemente serían interceptados por un vehículo militar, quizás incluso pasarían la noche siendo sermoneados, amenazados y multados por violar reglamentaciones escritas en letra pequeña, pero él no se había alistado y nunca había firmado un acuerdo para pasar la puta eternidad en Blind Lake. En cualquier caso, la tierra que se extendía más allá de sus faros delanteros era una vista muy bienvenida—. ¡Vía libre hasta casa! —repitió de nuevo, más que todo para tapar el sonido de los jadeantes chil idos de miedo de Courtney.
Tomó suficiente aire para gritarle «gilipollas».
—Estamos fuera, ¿no es así? —dijo él.
—Por Dios, sí, pero…
Algo fuera de la ventanilla atrajo su atención. Bob también pudo ver algo. Una cosa pequeña que saltaba por encima de la hierba alta.
Probablemente un pájaro, pensó él, pero de repente el coche se l enó de aire helado, de pequeños copos de nieve. Los oídos le dolían, había cristales de ventanas por todos los lados y parecía que Courtney estaba sangrando: veía sangre en el salpicadero, sangre sobre su chaqueta buena de cuero…
—¿Court? —dijo. Su propia voz sonaba extraña, como bajo el agua.
Su pie apretó el pedal del freno, pero la carretera estaba resbaladiza y el Tesla comenzó a virar violentamente a pesar de los esfuerzos de sus servofrenos puestos al límite. Algo había hecho que el motor explotara en una montaña de fuego azul. El cuerpo del coche se salió de la carretera. Bob se vio aplastado contra el asiento, vio cómo la carretera, la hierba y el cielo oscuro se iban revolviendo sobre él, y durante una fracción de segundo pensó: ¡Dios, estamos volando! Después el coche cayó sobre su flanco derecho y su cuerpo fue arrojado contra Courtney. Al menos, contra la ruina viscosa en la que se había convertido: contra Courtney manchada de color rojo y acariciada por las llamas.
—¿Qué coño…? —preguntó Ray Scutter cuando vio la bola de fuego. Dimitry Shulgin, el jefe de Seguridad Civil, tan solo pudo murmurar algo como «artil ería». ¡Artillería! Ray trató de comprender el significado de todo aquello. Un coche había cruzado la verja. El coche había comenzado a arder y a dar vueltas de campana. Finalmente dejó de rodar. Después todo quedó paralizado. Incluso la multitud que esperaba junto al acceso estaba momentáneamente en silencio. Era como una fotografía. Una imagen congelada. Tiempo detenido. Parpadeó. Bolitas de nieve cayeron sobre su cara.
—Zánganos —pronunció Shulgin. Era como si hubiera roto el caparazón del silencio. Varias personas entre la multitud comenzaron a gritar.
Zánganos: ¿aquellos objetos que revoloteaban hacia el automóvil en llamas? ¿Bolas de béisbol con alas?
—¿Qué significa? —preguntó Ray. Tuvo que gritar la pregunta dos veces. Los espectadores comenzaron a correr hacia sus coches. Los faros se encendieron, iluminando la l anura. De pronto, todo el mundo quería volver a casa.
Despreocupada, como un mal sueño, la puerta del acceso continuó abriéndose hasta que estuvo paralela a la carretera.
El camión negro continuó avanzando muy lentamente, atravesando la verja y dirigiéndose a Blind Lake.
—Nada bueno —respondió Shulgin. Ray, para entonces, ya había olvidado la pregunta. El jefe de seguridad dio un paso más allá del asfalto, dando la impresión de que luchaba contra su propio impulso por correr—. Miren.
Lejos de la verja, en el vacío hostil, la puerta del conductor del coche en llamas se abrió con un quejido.
Ahora que el coche se había detenido, Bob apenas pudo pensar en nada que no fuera salir de allí, escapar del fuego y del sangrante y negruzco objeto en el que de alguna forma se había convertido Courtney. En el fondo de su mente estaba la necesidad de pedir ayuda, pero también, en el mismo lugar, la comprensión no bienvenida de que Courtney estaba más al á de toda ayuda humana. Él amaba a Courtney, o al menos eso le gustaba decirse a sí mismo, y a menudo sentía un cariño genuino por ella; pero lo que necesitaba en aquel momento más que nada en el mundo era poner distancia entre él y el cuerpo destrozado, entre él y el coche en llamas. No había gasolina en el motor pero sí otros líquidos inflamables, y algo los había hecho estallar todos a la vez.
Se abrió camino con dificultad desde Courtney hasta la puerta del lado del conductor. La puerta estaba atrancada y no quería abrirse; la manil a se le quedó entre los dedos. Se apuntaló entre el volante y el asiento trasero y lanzó una patada a la puerta. Aunque el pie le dolió como el infierno, la puerta al fin crujió y gimió al abrirse un poco sobre sus bisagras rotas. Bob la forzó más y después salió tambaleándose, respirando entrecortadamente el aire helado. Se quedó de rodil as. Después, temblando, se incorporó.
Esta vez pudo ver con claridad el artefacto que saltó de la hierba junto al borde de la carretera. Casualmente estaba mirando en la dirección correcta, casualmente lo vio venir en un momento de helada hiperclaridad: aquel pequeño, incongruente objeto que con toda probabilidad era la última cosa que jamás vería. Era circular, de color caqui, y volaba sobre una rueda con alas. Sobrevoló a una altura aproximada de un metro ochenta, al nivel de la cabeza de Bob. Este lo miró, ojo contra ojo, asumiendo que aquel as pequeñas mel as o muescas eran su equivalente a unos ojos. Lo reconoció como equipamiento militar, aunque no se parecía a nada con lo que se hubiera encontrado en sus fines de semana como reservista. Ni siquiera pensó en huir de aquello. Uno no huye de esas cosas. Se puso rígido y comenzó, aunque no tuvo tiempo de acabarlo, el acto de cerrar los ojos. Sintió el golpe de la nieve contra su piel. Después un breve y abrumador peso sobre su pecho, y después nada en absoluto.
Aquel acto final de prohibición sangrienta fue más que suficiente para la multitud. Vieron a aquel hombre muerto desplomarse contra el suelo, si uno podía l amar hombre a aquel manojo de carne sangrante sin cabeza. Después gritos, después lágrimas; después puertas de coches cerrándose de golpe y niños cogiendo sus bicis y preparándose para un viaje de pánico de vuelta a casa, a través de la nieve del anochecer, hacia las luces de Blind Lake.
Una vez que los espectadores se hubieran marchado, fue más fácil para Shulgin el organizar a sus agentes de seguridad. No estaban entrenados para nada así. La mayoría eran guardias nocturnos contratados para mantener a los borrachos y a los niños alejados de los lugares delicados. Algunos eran veteranos retirados; la mayoría no tenía experiencia militar. Y, siendo honestos, pensó Ray, no había mucho que pudieran hacer al í, únicamente establecer un cordón móvil de seguridad alrededor del lento camión y evitar que los pocos civiles que quedaban se cruzaran en su camino. Pero hicieron un buen trabajo.
En quince minutos después de lo sucedido más allá de la verja, el camión negro de transporte se detuvo dentro del perímetro de Blind Lake.
—Es un vehículo de entrega —le dijo Elaine a Chris—, está diseñado para dejar una carga y volver a casa. ¿Lo ves? La cabina se está desenganchando del remolque.
Chris observó la operación casi con indiferencia. Era como si el ataque al automóvil que huía le hubiera quemado los ojos. Allá fuera en la oscuridad, el fuego ya había sido reducido a rescoldos en la nieve húmeda. Una pareja había perdido la vida al í, y habían muerto, o eso le parecía a Chris, para enviar un mensaje a Blind Lake de la forma más categórica posible. «No podéis pasar. Vuestra comunidad se ha convertido en una cárcel».
La cabina del camión giró en dirección opuesta, apartándose con su coraza blindada del contenedor convencional de aluminio que había escudado en su interior. La cabina continuó moviéndose, más rápidamente que como había l egado, de vuelta a través del acceso abierto a lo largo de la carretera hacia Constance. Cuando l egó hasta los restos humeantes del automóvil los empujó fuera de su camino, a un lado de la carretera, como basura inútil.
La puerta de la verja comenzó a cerrarse.
Tan suave como la seda, pensó Chris. Excepto por las muertes.
La carga del contenedor quedaba detrás. El destacamento de seguridad se apresuró a rodearlo, aunque no es que nadie estuviera demasiado ansioso por acercarse.
Chris y Elaine retrocedieron buscando una panorámica mejor. Ray Scutter y el hombre que Elaine había identificado como el jefe de seguridad de Blind Lake sostenían un diálogo. Al final el hombre de seguridad atravesó el cordón y tiró de la barra de la puerta con decisión. Las puertas del contenedor se abrieron de par en par.
Media docena de sus hombres iluminó el interior con sus linternas. El contenedor estaba repleto hasta arriba de cajas de cartón. Chris pudo leer algo de lo que venía escrito en sus laterales.
«Kellogg's». «Granja Seabury». «Productos Lombardi».
—¡Comida! —dijo Elaine.
Vamos a estar aquí durante un tiempo, pensó Chris.