CAPITULO TREINTA Y UNO

Nueva Orleans, mayo de 1870

Gallatin Street de noche parecía la calle mayor del infierno, pensaba Abner Marsh mientras se apresuraba por ella. Estaba repleta de salas de baile, bares y prostíbulos, todos ellos abigarrados, sucios y estridentes, y las aceras bullían de borrachos, prostitutas y navajeros. Las mujeres lo llamaban al verlo pasar, con cómicas invitaciones que se tornaban en risotadas cuando él no les hacía caso. Hombres de ojos fríos y duros armados de navajas y nudillos de metal le miraban de arriba abajo con abierta enemistad e hicieron que Marsh deseara no parecer tan próspero y tan condenadamente viejo. Cruzó la calle para evitar un grupo de hombres reunidos frente a un salón de baile que mostraban en sus manos cachiporras de nogal, y se encontró frente al “Arbol Verde”.

Era una sala de baile como las demás, un infierno rodeado de otros infiernos iguales. Marsh se abrió paso a un interior de luces mortecinas, humos y gente. Las parejas se movían dentro de una bruma azulada, moviéndose apenas al sol de una música vulgar y estridente. Uno de los hombres, un patán robusto y sin afeitar vestido con una camisa roja de franela, se tambaleaba por la pista con una pareja que parecía estar inconsciente. El hombre se aprovechaba de ella mientras la sostenía y la apretaba contra sí. Los demás bailarines los ignoraban. Las mujeres eran todas típicas muchachas de salas de baile, con descoloridas faldas de percal y zarrapastrosas chinelas. Mientras Marsh las observaba, el hombre de la camisa roja se tambaleó, dejó caer a su pareja y cayó sobre ella, provocando un estallido de risas. El tipo soltó una maldición y se levantó con dificultad mientras la mujer yacía en el suelo abierta de piernas. Después, cuando las risas se apagaron, se inclinó sobre ella, la asió del vestido tiró de él. La tela se desgarró y el hombre la acabó de romper y la apartó, sonriendo. La mujer no llevaba nada debajo, salvo una liga roja alrededor del muslo, en la que tenía una pequeña daga de puño rosa que acababa en forma de corazón. El hombre de la camisa roja había empezado a desabrocharse los pantalones cuando dos gorilas del local se colocaron a ambos lados de él. Eran unos tipos enormes de rostros enrojecidos, armados de puños de metal y cachiporras de roble.

—Llévala arriba —gruñó uno de ellos. El tipo de la camisa roja empezó a soltar una maldición, pero finalmente se cargó a hombros a la mujer y avanzó tambaleándose a través del humo, acompañado de risas burlonas.

—¿Quiere bailar, señor? —le susurró al oído a Marsh una chillona voz femenina. Se volvió y se quedó asombrado. La mujer debía pesar tanto como él. Tenía un color blanco pastoso e iba desnuda como el día que nació, salvo el cinturón de cuero del que colgaban dos puñales. La mujer sonreía y la pellizcó en la mejilla antes de que Marsh pudiera alejarse, abriéndose paso entre la gente. Dio una vuelta a la sala para encontrar a Joshua. En un rincón especialmente ruidoso una docena de hombres se apretujaban junto a una caja de madera, gritando y jurando mientras contemplaban una pelea de ratas. Junto a la barra los hombres se apretaban en doble fila, casi todos armados y de gesto hosco. Marsh, murmurando excusas, se abrió paso apartando a un tipo de aspecto poco recomendable con un garrote dispuesto al cinto, que hablaba acaloradamente con un individuo bajito que llevaba una ristra de pistolas. El tipo del garrote se detuvo y miró a Marsh amenazadoramente, hasta que el otro le gritó algo y volvió a atraerle a la conversación.

—Whisky —pidió Marsh, apoyándose en la barra.

—Este whisky le abrirá un agujero en el estómago —le contestó en voz baja el camarero, cuya tranquila voz se hacía oír sin problemas en el estrepitoso ambiente. Abner Marsh abrió la boca, sorprendido. El hombre que le sonreía desde detrás de la barra llevaba unos pantalones muy holgados de una tela basta, sostenidos con un cinturón de cuerda, una camisa blanca tan sucia que parecía gris, y un chaleco negro. Sin embargo, el rostro era el mismo de trece años antes, pálido y sin arrugas, enmarcado por un cabello blanco y liso, un poco revuelto en aquel momento. Los ojos grises de Joshua parecían brillar con luz propia bajo la penumbra cenicienta del salón. Extendió la mano sobre la barra y cogió a Marsh por un brazo.

—Vamos arriba —le dijo con urgencia—. Allí podremos hablar.

Mientras daba la vuelta a la barra, el otro camarero se quedó mirándolo y un tipo de aspecto duro y rostro picado de viruelas se interpuso en su camino.

—¿Dónde diablos crees que vas?—le preguntó—. Vuelve a tu sitio y sigue sirviendo whiskies.

—Me despido —le dijo Joshua.

—¿Despedirse? ¡Y yo te voy a rajar tu maldita garganta!

—¿De veras? —contestó Joshua. Aguardó paseando la mirada por el local, repentinamente silencioso, y retando a todos con su gesto. Nadie se movió—. Estaré arriba con mi amigo por si alguien quiere algo—, dijo a la media docena de gorilas que estaban apoyados en la barra. Después tomó del codo a Marsh y le condujo entre los bailarines hasta una estrecha escalerilla trasera. Arriba había un pequeño distribuidor iluminado por una única luz de gas parpadeante, y media docena de habitaciones. De detrás de una puerta cerrada surgían una serie de ruidos, gruñidos y gritos. Se abrió otra puerta y un hombre se derrumbó en el dintel, medio dentro y medio fuera, con el rostro contra el suelo. Al pasar sobre él, Marsh vio que se trataba del hombre de la camisa roja.

—¿Qué diablos le habrá sucedido?—preguntó Marsh.

Joshua York se encogió de hombros.

—Probablemente, Bridget se ha despertado, le ha atizado y se ha quedado con su dinero. Es un verdadero encanto. Creo que ha matado al menos a cuatro tipos con ese cuchillo que tiene. Por cada uno, hace una muesca en la empuñadura —sonrió—. En cuanto a sanguinario, Abner, su pueblo no tiene nada que aprender del mío.

Joshua abrió una puerta que daba a una habitación vacía.

—Entremos aquí —dijo, cerrando tras ellos después de encender una lámpara. Marsh se sentó pesadamente en una cama.

—Maldita sea —dijo—, vaya condenado lugar para vernos, Joshua. Esto es peor de lo que era Natchez-bajo-la-Colina hace veinte o treinta años. Que me aspen si esperaba encontrarle en un sitio así.

Joshua York sonrió y tomó asiento en un sillón roto y desvencijado.

—Tampoco lo esperarán Julian o Sour Billy. De eso se trata. Sé que me están buscando, pero nunca se les ocurrirá buscar en Gallatin Street y, aunque lo hagan, les resultará difícil localizarme. Julian sería atacado por su manifiesta riqueza, y a Sour Billy le conocen de vista por aquí. Se ha llevado demasiadas mujeres que nunca han regresado. Esta noche había al menos dos hombres abajo que hubieran acabado con Sour Billy nada más verle. La calle, fuera, pertenece a los Muchachos de la Cachiporra, que acabarían a golpes con Billy sólo por el placer de hacerlo, a menos que decidieran ayudarle —se encogió de hombros—. Ni siquiera la policía se atreve a entrar en Gallatin Street. Estoy más seguro aquí de lo que estaría en cualquier otra parte, y en esta calle mis hábitos nocturnos no son raros, sino completamente habituales.

—Olvide todo eso —le dijo Marsh, impaciente—. Me envió usted una carta. Decía que había tomado una decisión. Ya sabe usted por qué he venido, pero yo, en cambio, no sé todavía por qué me ha hecho venir. Será mejor que me lo diga.

—Me cuesta trabajo empezar. Ha pasado mucho tiempo, Abner.

—Para ambos —añadió Marsh con un grunido. Después, su tono se hizo más suave—. Le busqué, Joshua. Durante más años de los que podría recordar ahora, intenté encontrarle a usted y a ese barco mío. Sin embargo, había demasiado río y poco tiempo y dinero.

—Abner —dijo York—, aunque hubiera tenido todo el tiempo y el dinero del mundo, no hubiera encontrado el barco en el río, pues durante los últimos trece años el Sueño del Fevre ha estado en tierra firme, oculto cerca de las tinas de extracto de índigo de la plantación que posee Julian, a unos quinientos metros de la ensenada, pero muy bien escondido.

—¡Cómo diablos…! —exclamó Marsh.

—Fue idea mía. Déjeme empezar por el principio y contárselo todo —suspiró—. Debo remontarme a trece años atrás, a la noche en que nos despedimos.

—La recuerdo.

—Caminé río arriba lo más rápidamente que pude —explicó entonces Joshua—, ansioso por llegar y con miedo de que me asaltara la sed. El viaje resultó arduo, pero alcancé el Sueño del Fevre a la segunda noche de mi partida de la plantación. El vapor había avanzado poco y estaba lejos de la orilla, con las aguas oscuras batiéndolo por ambos costados. Era una noche fría y neblinosa, y el barco estaba absolutamente silencioso y a oscuras. No había humo ni vapor ni una vela encendida en ninguna parte, y estuve á punto dé pasar sin verlo. No quería regresar pero sabía que debía hacerlo. Nadé hasta el barco —dudó un instante antes de proseguir—. Abner, ya sabe el tipo de vida que he llevado. He visto y hechos cosas terribles. Sin embargo, nada me había preparado para lo que encontré a bordo, nada, nada.

—Prosiga —dijo Marsh con la mirada más penetrante.

—Una vez le dije que Julian estaba loco…

—Lo recuerdo.

—Loco y ansioso por morir —dijo Joshua—. Y lo demostró. Vaya si lo demostró. Cuando subí a la cubierta, el vapor estaba totalmente silencioso. Ningún ruido, ningún movimiento, sólo el rumor que el río hacía al pasar. Vagué por el vapor sin que nadie me molestara.

Joshua tenía los ojos fijos en Marsh, pero como si no lo estuviera, como si estuviera viendo otra cosa, alguna imagen que no olvidaría jamás. Se detuvo un instante.

—Cuénteme, Joshua —insistió Marsh. York apretó los labios.

—Aquello era un matadero, Abner —dejó que la frase colgara en el aire un momento, antes de proseguir—. Por todas partes había cadáveres. Por todas partes. Y no enteros. Recorrí la cubierta principal y encontré cuerpos muertos entre la carga y entre los motores. Había… brazos, piernas… arrancados, desgarrados. Los esclavos, los fogoneros que había comprado Sour Billy, la mayoría de los cuales llevaba puestas las esposas, estaban muertos con las gargantas abiertas. El maquinista había sido colgado del revés en el cilindro… y se debió desangrar… como si la sangre pudiera tomar el lugar del aceite.—Joshua hizo un gesto de desagrado con la cabeza—. La cantidad de muertos, Abner… No se lo puede imaginar. La niebla inundaba el barco, así que el panorama se me fue presentando parcialmente. Caminé, errabundo, y aquellas cosas aparecían ante mí de repente, donde un instante antes no había habido más que sombras vagas y el velo húmedo de la niebla. Y a cada paso me encontraba con un nuevo horror que la niebla me había ocultado, y al alejarme de aquel horror encontraba algo más aterrador aún.

“Por último, asqueado y lleno de una ira que me quemaba como una fiebre, subí las escaleras hacia la siguiente cubierta. En el gran salón, la escena era la misma. Cuerpos y restos de cuerpos. Tanta era la sangre derramada que la alfombra aún estaba húmeda. Por todas partes, aparecían signos de lucha. Docenas de espejos rotos, tres o cuatro puertas de camarotes hundidas y mesas volcadas. Sobre una de ellas, aún en pie, había una cabeza humana sobre una bandeja de plata. Nunca había conocido horrores como los que vi al pasar por el salón, aquellos terribles noventa metros. En la oscuridad, entre la niebla, nada se movía. Nada quedaba con vida. Avancé y retrocedí horrorizado, sin saber qué hacer. Me detuve ante el refrigerador de agua, aquel gran aparato adornado de plata que había colocado usted en el extremo del salón. Tenía seca la garganta. Tomé una de las tazas de plata y abrí la espita. El agua… El agua bajó lentamente, Abner, muy lentamente. Aun en la oscuridad del salón, pude ver que era negra y viscosa, medio… medio coagulada.

“Me quedé con la taza en la mano, dando vueltas a ciegas, con la nariz impregnada de aquel hedor… El hedor, Abner; me había olvidado de mencionarlo. Era terrible, no se lo puede imaginar, estoy seguro. Me quedé entre la niebla, contemplando el lento y agonizante fluir del refrigerador del agua. Sentí que me sofocaba. El horror, las atrocidades… Noté mi estómago revuelto. Corrí por el salón, arrojé lejos la taza y me puse a gritar.

“Entonces empezaron los gritos. Silbidos, golpes, sonidos implorantes, llantos, amenazas. Voces, Abner, voces humanas. Miré a mi alrededor y creció mi angustia, mi rabia. Las puertas de una docena de camarotes habían sido clavadas dejando aprisionados a sus ocupantes, esperando la llegada de la noche siguiente, o de la otra. Empecé a temblar. Me acerqué a la primera puerta y empecé a quitar los clavos que la mantenían cerrada. Desde dentro empujaban haciendo crujir la madera, casi en un lamento de agonía. Estaba todavía luchando con la puerta cuando escuché una voz a mis espaldas.

—Querido Joshua, tienes que detenerte. Querido Joshua, regresa con nosotros.

“Cuando me volví, allí estaban. Julian me sonreía, con Sour Billy a su lado y detrás todos los demás, todos ellos, incluido mi grupo, Simon, Smith y Brown, todos los que quedaban… Mirándome. Les grité salvaje e incoherentemente. Eran los míos y habían participado en aquello. Me sentí tan lleno de asco, Abner…

“Días después, escuché el relato entero y comprendí toda la locura de Julian. Quizá fuera culpa mía en cierto grado. Al salvarles a usted, a Toby y al señor Framm, había condenado a muerte a más de cien pasajeros inocentes.

—No es así —le interrumpió Marsh—. Fue Julian el culpable de lo sucedido, y es él quien tiene que responder por ello. Usted ni siquiera estaba allí, así que no eche las culpas sobre sí mismo, ¿quiere?

Los ojos de Joshua reflejaban preocupación.

—Eso me he dicho a mí mismo muchas veces —murmuró—. Permítame acabar la historia. Lo que había sucedido era que Julian aquella noche se enteró de nuestra huida. Se puso furioso. Salvaje. Más aún, pues estas palabras son demasiado débiles para expresar la que debió ser su reacción. Quizá despertó en él la sed roja, después de tantos siglos. Mas aun, debió preguntarse si la destrucción estaba próxima. Los pilotos se habían ido y el vapor no podía moverse sin piloto. Y posiblemente pensó que usted intentaría regresar durante el día y destruirlo. No pudo imaginarse que yo regresaría para salvarlos. Sin duda, mi deserción y la de Valerie debieron llenarle de temor, de incertidumbre respecto a qué vendría a continuación. Había perdido el control. Era el maestro de sangre, y aún así habíamos actuado contra él. En toda la historia del pueblo de la noche, nunca había sucedido antes. Creo que, durante aquella noche terrible, Damon Julian creyó ver la muerte que tanto había ansiado y temido a la vez.

“Sour Billy, supe después, les instó a bajar a tierra, separarse, viajar por tierra firme y reunirse de nuevo en Natchez o Nueva Orleans, o algo así. Hubiera sido lo más juicioso. Sin embargo, Julian había perdido todo poder de discernimiento. Entró en el salón principal, con la locura visible en los ojos, y un pasajero se le acercó para quejarse de que el barco iba con mucho retraso y no se había movido en todo el día.

“—Ah —le dijo Julian—, entonces debemos movernos de inmediato.

“Adentró el barco en el río para que nadie pudiera saltar a tierra. Una vez hecha la maniobra, regresó al salón principal, donde los pasajeros estaban cenando, y acercándose al hombre que antes se había quejado, le mató a la vista de todos.

“Entonces empezó la carnicería. Naturalmente, la gente gritó, corrió, huyó, se encerró en sus camarotes, pero no había lugar donde ocultarse. Julian utilizó su poder, utilizó su voz y sus ojos, y envió a su gente a matar. Creo que el Sueño del Fevre tenía unos ciento treinta pasajeros a bordo aquella noche, contra sólo veinte de los míos, algunos guiados por la sed, y el resto por Julian. Sin embargo, la sed puede ser terrible en ocasiones así. Igual que una fiebre, puede contagiarse de uno a otro hasta que todos arden en ella. Y Sour Billy tenía además a los hombres que había contratado en Natchez-bajo-la-Colina, que ayudaron en la lucha. Sour Billy les explicó que todo era parte de un plan para robar a los pasajeros sus pertenencias, y les prometió una parte del botín. Cuando mi pueblo se volvió contra sus ayudantes humanos, ya era demasiado tarde para ellos.

“Todo eso sucedía casi al mismo tiempo en que usted y yo hablábamos esa noche. Los gritos, la carnicería, el terrible espasmo mortal de Julian. No todo le salió bien. Los pasajeros se defendieron. Según me dijeron, casi todos los míos sufrieron heridas, aunque naturalmente sanaron de ellas. Vincent Thibaut recibió un tiro en el ojo y murió. Katherine fue reducida por dos fogoneros y lanzada a uno de los hornos. Allí murió quemada antes de que Kurt y Alan pudieran intervenir. Así encontraron la muerte dos de los míos. Dos, contra más de un centenar de humanos. Como ya le dije, los supervivientes fueron encerrados en sus propios camarotes.

“Cuando todo terminó, Julian se sentó a esperar. Los demás estaban llenos de miedo y quisieron huir, pero Julian no se lo permitió. Quería ser descubierto, opino yo. Me dijeron que hablaba de usted, Abner.

—¿De mí? —preguntó Marsh, anonadado.

—dijo que le había prometido que el río no se olvidaría nunca del Sueño del Fevre. Entre carcajadas, afirmaba que había cumplido bien su promesa.

La ira de Abner se desbordó en un bufido.

—¡Maldito sea ese hijo de Satanás! —dijo con un tono de voz extrañamente tranquilo.

—Así fue cómo sucedió —dijo Joshua York—. Pero nada supe de ello la noche que regresé al Sueño del Fevre. Sólo supe lo que vieron mis ojos, lo que olí y lo que pude adivinar e imaginar. Y eso me enfureció, Abner, me convirtió en un salvaje. Estaba intentando abrir los camarotes de los prisioneros, como dije, cuando Julian se presentó, y de repente me encontré gritándole, de forma casi incoherente. Quería venganza. Quería matarle como nunca he deseado matar a nadie, quería arrancarle su pálida garganta y saciarme de su condenada sangre. Mi ira… ¡Ah, las palabras expresan tan poco…!

“Julian aguardó hasta que hube terminado de gritar y luego dijo tranquilamente:

“—Quedan dos tablas por desclavar, Joshua. Arráncalas y deja salir al ganado de dentro. Debes estar muy sediento —Sour Billy se rió por lo bajo, y yo permanecí en silencio—. Esta noche te unirás verdaderamente a nosotros, y jamás escaparás. Adelante, querido Joshua. Libéralo. Mátalo.

“Y sus ojos me capturaron. Noté su fuerza, atrayéndome, atrayéndome dentro de él, intentando tomar posesión de mí y hacerme cumplir su orden. Cuando volviera a probar la sangre, sería suyo en cuerpo y alma ya para siempre. Me había vencido una docena de veces, me había obligado a arrodillarme ante él y me había compelido a ofrecerle la sangre de mis propias venas, pero nunca había conseguido hacerme matar. Era mi última protección, la demostración de lo que era y de lo que creía y de lo que pretendía hacer, y ahora sus ojos estaban rasgando aquella protección, y bajo ella sólo había muerte, sangre y terror, y las noches vacías y sin fin que pronto serían mi vida.

Joshua se detuvo en aquel punto y apartó la mirada. Había en sus ojos una especie de nube indescifrable. Abner Marsh vio con asombro que a Joshua le temblaban las manos.

—Joshua —dijo—, por terrible que sea lo que sucedió, han transcurrido ya trece años. Ya ha pasado, como todo aquello de Inglaterra, cuando mató a aquellas personas. No tenía usted elección, ninguna elección, y fue usted quien me dijo que no podía haber bien ni mal sin capacidad de elección. Usted no es igual que Julian, aunque matara usted a aquel hombre.

York le miró fijamente y le dedicó una extraña sonrisa.

—Abner, no maté a aquel hombre.

—¿No? ¿Entonces qué…?

—Me defendí —dijo Joshua—. Estaba fuera de mí, Abner. Le miré a los ojos y le desafié. Luché con él, y le gané. Estuvimos frente a frente unos diez minutos, y al fin Julian se retiró, con un gruñido, y se dirigió escaleras arriba a su camarote, con Sour Billy pisándole los talones. El resto de mi gente se quedó contemplando la escena, asombrados. Raymond Ortega se adelantó y me retó. En menos de un minuto, estaba arrodillado ante mí, diciendo “maestro de sangre” e inclinando la cabeza. Después, uno por uno, los demás comenzaron a arrodillarse. Armand y Cara, Cynthia, Jorge y Michel LeCouer e incluso Kurt, todos y cada uno. Simon tenía en el rostro una expresión victoriosa, y otros también. El de Julian había sido un reino amargo y ahora eran libres. Yo había vencido a Damon Julian pese a toda su fuerza y a todos sus años. Yo era el líder de mi pueblo otra vez. Entonces me di cuenta de que había adoptado una decisión. A menos que actuara con rapidez, el Sueño del Fevre sería descubierto y yo y Julian y toda nuestra raza perecería.

—¿Y qué hizo?

—Busqué a Sour Billy. Pese a todo, había sido capataz. Estaba frente al camarote de Julian, confuso y acobardado. Le puse a cargo de la cubierta principal y dije a los demás que siguieran sus órdenes. Trabajaron todos, de fogoneros, de maquinistas, de marineros. Con Billy medio muerto de miedo y dando órdenes, pusieron en marcha el barco. Lo cargamos de leña, sebo y cadáveres. Sé que es algo terrible, pero teníamos que librarnos de los cuerpos y no podíamos detenernos a cargar combustible sin correr graves riesgos. Yo subí a la cabina del piloto y tomé el timón. Allí arriba, por lo menos, no había estado la muerte. El barco navegó sin ninguna luz para que nadie pudiera vernos aunque se dispusiera de ojos suficientemente agudos para penetrar en la niebla. A veces teníamos que utilizar sondas y deslizarnos muy lentamente. En otras, cuando la niebla se retiraba, nos deslizábamos río abajo a una velocidad de la que usted se hubiera sentido orgulloso, Abner. Pasamos unos cuantos barcos en la oscuridad y les silbamos y ellos a nosotros, pero nadie se aproximó lo suficiente para leer nuestro nombre. Aquella noche el río parecía casi desierto, pues la mayor parte de los barcos estaban amarrados a causa de la niebla. Yo no era un gran piloto y estaba corriendo muchos riesgos, pero la alternativa era ser descubiertos y, tras eso, la muerte. Cuando llegó el amanecer, todavía estábamos en el río. No les dejé retirarse a los camarotes. Billy se encargó de correr las lonas alrededor de la cubierta principal como protección contra el sol. Yo seguí en el puesto de piloto. Pasamos Nueva Orleans cuando la salida del sol ya estaba próxima, seguimos corriendo abajo hacia la ensenada. Era estrecha y poco profunda, y fue la parte más difícil de la travesía. Tuvimos que sondear centímetro a centímetro, pero por fin alcanzamos la vieja plantación de Julian. Sólo entonces me permití buscar el refugio del camarote. Tenía tremendas quemaduras. Una vez más —sonrió con tristeza—. Parece que haya hecho de ello una costumbre. La noche siguiente fui a observar las tierras de Julian. Habíamos amarrado el vapor a un embarcadero de la ensenada viejo y medio podrido, pero quedaba demasiado a la vista. Si a usted se le ocurría pasar por Cypress Landing, lo descubriría con facilidad. Rechacé la idea de destruirlo, pues más adelante podíamos necesitar la movilidad que nos ofrecía, pero había que esconderlo bien.

“Encontré lo que buscaba. La plantación había estado dedicada en otra época al índigo. Después los propietarios habían empezado a cultivar la caña de azúcar, más rentable, unos cincuenta años antes, y naturalmente Julian no había cultivado absolutamente nada. Procedentes de aquella primera época, al sur de la casa principal, encontré unas grandes tinas para índigo junto a un canal que tenía su comienzo en la ensenada. Era un lugar de aguas calmas, estancadas, invadido por la maleza y de olor nauseabundo. El índigo no es muy agradable. El canal apenas medía lo suficiente para que pasara el Sueño del Fevre y, evidentemente, no tenía bastante profundidad.

“Entonces, decidí que había que profundizar más. Descargamos el vapor y nos ocupamos de limpiar la maleza, serrar los árboles caídos y dragar las aguas estancadas. Un mes de trabajo, Abner, casi todas las noches. Entonces conduje el vapor ensenada abajo, lo introduje en ángulo marcha atrás con mucha dificultad y lo hice pasar forzándolo. Cuando lo detuve, estábamos rozando la quilla con el fondo, pero había quedado prácticamente invisible, oculto por la vegetación. Durante las semanas que siguieron, cerramos el canal en la salida a la ensenada y volvimos a poner en su lugar el barro y la arena que tan trabajosamente habíamos sacado, y a rellenar el canal entero. Al cabo de otro mes, más o menos, el Sueño del Fevre descansaba sobre un suelo húmedo y fangoso, oculto por robles y cipreses, de tal modo que nadie hubiera podido sospechar siquiera que allí había habido agua.

Abner Marshh tenía una expresión triste.

—Ese no es un final decente para un barco —dijo con un tono de amargura—. Y menos para ese. Se merecía algo mejor.

—Lo sé —contestó Joshua—, pero tenía que pensar en la seguridad de mi gente. Tomé mi decisión, Abner, y cuando lo hice me sentí complacido y triunfante. No seríamos encontrados jamás. La mayoría de los cuerpos habían sido quemados o enterrados. Julian apenas se había dejado ver desde la noche en que le desafié y sometí. Salía poco de su camarote, y únicamente para comer. Sour Billy era el único que hablaba con él. Billy se portaba de modo temeroso y obediente, y los demás me seguían todos y bebían conmigo. Le había ordenado a Billy que sacara del camarote de Julian las botellas de mi bebida y las tenía detrás de la barra del salón principal. Bebíamos cada noche, a la hora de la cena. Sólo había un gran problema que resolver antes de pasar a considerar el futuro de mi raza, y éste eran nuestros prisioneros, los pasajeros que habían sobrevivido a aquella noche de terror. Los habíamos mantenido confinados durante nuestro trayecto y nuestros trabajos, aunque ninguno había sufrido el menor daño. Me había ocupado de que fueran alimentados y tratados bien. Incluso había intentado hablar con ellos, aunque no lo había conseguido, pues en cuanto entraba en sus camarotes se ponían histéricos de terror. Yo no tenía intención de mantenerlos encerrados indefinidamente, pero lo habían presenciado todo y no encontraba modo de dejarlos marchar sin peligro para nosotros.

“Entonces, el problema se resolvió sin mi intervención. Una noche aciaga, Damon Julian abandonó su camarote. Todavía vivía en el barco, igual que algunos más, los que habían estado más unidos a él. Yo estaba en tierra aquella noche, trabajando en el edificio principal de la plantación, que Julian había dejado degradarse de manera vergonzosa. Cuando regresé al Sueño del Fevre, descubrí que dos de nuestros prisioneros habían sido sacados de sus camarotes y asesinados. Raymond y Kurt y Adrienne estaban sentados sobre los cuerpos en el gran salón, comiendo de ellos, y Julian presidía el acto.

—Maldita sea, Joshua —exclamó Marsh—, debería haber acabado con él cuando tuvo ocasión.

—Sí —asintió Joshua York, para sorpresa de Marsh—. Creí que podría controlarle. Un lamentable error. Naturalmente, la noche aquella en que reapareció intenté rectificarlo. Estaba furioso y enfermo por lo sucedido. Intercambiamos amargas palabras y tomé la determinación de que aquél sería el último crimen de su larga y monstruosa vida. Le ordené que me mirara. Intenté hacer que se arrodillara ante mí y me ofreciera su sangre, una y otra vez si fuera necesario, hasta que fuera mío, hasta que estuviera sin fuerzas, roto e inofensivo. El se levantó y me miró y…

York soltó una risotada ruda y desesperada.

—¿Y le derrotó?—preguntó Marsh.

—Fácilmente —asintió Joshua—. Como siempre había sucedido, a excepción de aquella noche. Reuní toda la fuerza, la voluntad y la ira que había en mí, pero no hubo réplica posible. Creo que ni el propio Julian lo esperaba —añadió, moviendo la cabeza—. Joshua York, rey de los vampiros… Volví a fallarles. Mi reino duró apenas un par de meses. Durante los últimos trece años, Julian ha sido nuestro amo.

—¿Y los prisioneros?—preguntó Abner, seguro de la contestación pero deseando equivocarse.

—Muertos. Los tomaron uno a uno, durante los meses que siguieron.

Marsh hizo un gesto de desagrado.

—Trece años es mucho tiempo, Joshua. ¿Por qué no escapó? Debió tener alguna oportunidad.

—Muchas —reconoció York—. Creo que Julian hubiera preferido que me esfumara. El había sido maestro de sangre durante mil años o más, el más fuerte y terrible depredador que ha caminado sobre la tierra, y yo le tuve dominado durante dos meses. Ni él ni yo podíamos ufanarnos de mi breve y amargo triunfo, pero tampoco podíamos olvidarlo. Durante esos años nos enfrentamos una y otra vez y, en cada ocasión, antes de que Julian sacara a la luz todo su poder, vi en él la sombra de la duda, el temor a que quizá en esa ocasión fuera vencido otra vez. Sin embargo, nunca sucedió eso. Y yo me quedé. ¿Dónde hubiera podido ir, Abner? ¿Y de qué me hubiera servido? Mi lugar está con mi gente. En todo momento seguí esperando que algún día pudiera arrebatársela a Julian. Incluso estando derrotado, mi presencia era un reto para Julian. Siempre era yo quien iniciaba nuestros duelos sobre el mando, nunca él. Nunca intentó hacerme matar. Cuando se agotaban los suministros de mi pócima, instalaba el equipo para preparar más y Julian no interfería. Incluso dejó que algunos otros se sumaran a mí. Simon, Cynthia, Michel y algunos más. Seguimos consumiendo mi licor y con él apaciguamos la sed.

“Por su parte, Julian siguió en el camarote. Casi podría decirse que estaba en estado de hibernación. En ocasiones, nadie salvo Sour Billy le veía en semanas. Así pasaron los años, con Julian perdido en sus sueños, aunque su presencia aleteaba sobre nosotros. Y también tenía su sangre, por supuesto. Al menos una vez al mes, Sour Billy se encaminaba a Nueva Orleans y regresaba con una víctima. Antes de la guerra fueron esclavos. Después, fueron chicas de salones de baile, prostitutas, borrachos y demás carroña, cualquiera que pudiera atraer. La guerra fue difícil. Julian despertó durante la guerra y dirigió grupos en la ciudad en varias ocasiones. Después envió a los demás. Las guerras suelen ofrecer víctimas abundantes para mi pueblo, pero también pueden ser peligrosas, y ésta se cobró sus víctimas. Cara fue atacada una noche por un soldado de la Unión en Nueva Orleans. Ella le mató, naturalmente, pero el soldado tenía compañeros… Ella fue la primera víctima de la guerra. Philip y Alain fueron detenidos por sospechosos y hechos prisioneros. Así, les encerraron en una empalizada situada al aire libre, para esperar el interrogatorio. El sol salió, ascendió en el cielo, y ambos murieron. Una noche, las tropas incendiaron la plantación. Armand murió en el incendio y Jorge y Michel sufrieron terribles quemaduras, aunque se repusieron. El resto de nosotros se dispersó y regresó al Sueño del Fevre cuando los merodeadores hubieron desaparecido. Desde entonces, el barco fue nuestro hogar.

“Los años han transcurrido en una especie de tregua entre Julian y yo. Cada vez somos menos, apenas una docena, y estamos divididos. Mis seguidores toman mi pócima y los de Julian su sangre. Simon, Cynthia y Michel están conmigo, y los demás con él, algunos porque beben como él y otros porque es su maestro de sangre. Kurt y Raymond son sus más poderosos aliados. Y Billy —su expresión era de desagrado—. Billy es ahora caníbal. Durante trece años, Julian le ha estado convirtiendo en uno de los nuestros, o al menos eso dice. Después de todo este tiempo, la sangre aún hace vomitar a Billy. Le he visto revolverse de asco una docena de veces, pero ahora come con ansia la carne humana, aunque primero la cuece. Julian lo encuentra divertido.

—Debió permitirme matarle.

—Quizá, aunque sin Sour Billy hubiéramos muerto todos en el vapor el primer día. Tiene una mente rápida, pero Julian le ha destrozado las ideas terriblemente, como hace con todo aquel que le escucha. Sin Billy el sistema de vida que Julian ha construido se derrumbaría. Es Billy quien acude a la ciudad y regresa con las víctimas para Julian. Es Billy quien vende la plata del barco o parcelas de terreno o lo que se necesite para tener un poco de dinero a mano. Y, en cierto sentido, se debe a Billy que ahora estemos juntos usted y yo.

—Suponía que tarde o temprano iba a llegar a este punto —dijo Marsh—. Ha estado usted mucho tiempo con Julian sin escapar ni hacer nada. Pero ahora está aquí, mientras Julian y Sour Billy le siguen los pasos, y precisamente ahora se le ocurre escribirme esa maldita carta. ¿Por qué ahora? ¿Qué ha cambiado?

Joshua tenía las manos firmemente apretadas contra los brazos del sillón.

—La tregua de que le he hablado ha terminado. Julian vuelve a estar despierto.

—¿Cómo?

—Billy —contestó Joshua—. Billy es nuestro nexo de unión con el mundo exterior. Cuando va a Nueva Orleans, suele llevar periódicos y libros para mí, además de comida, bebida y víctimas. Billy escucha también todas las historias y chismes de la ciudad del río.

—¿Y?—inquirió Abner.

—En los últimos tiempos, la mayor parte de las conversaciones han girado sobre un mismo tema. Los periódicos también han escrito mucho sobre el mismo. Es un tema que tiene usted en el corazón y en la mente, Abner. Los vapores de río. Dos de ellos, en particular.

Abner le miró ceñudo.

—El Natchez y el Wild Bob Lee —dijo. No comprendía a dónde quería ir a parar Joshua.

—Precisamente —dijo York—. Por lo que he podido leer en los periódicos y lo que contaba Billy, creo que es inevitable una carrera entre ellos.

—Vaya que sí —asintió Marsh—. Y pronto. Leathers ha estado ufanándose río arriba y corriente abajo. Y, últimamente ha empezado a pisarle el negocio al Lee de mala manera, por lo que he oído. El capitán Cannon no va a soportarlo mucho tiempo. Tiene que ser una maravilla de carrera —murmuró mientras se mesaba la barba—. Sólo que no comprendo qué tiene eso que ver con Julian, con Billy o con su maldita gente de la noche.

Joshua volvió a mostrar una sonrisa triste.

—Billy habló demasiado. Julian se interesó por el tema, y tiene buena memoria. Recuerda aquella promesa que le hizo a usted cierta vez. He logrado detenerle en una ocasión pero ahora, maldita sea, tiene la intención de intentarlo otra vez.

—¿Intentarlo otra vez?

—Quiere recrear la matanza que yo encontré en el Sueño del Fevre —dijo Joshua—. Abner, este asunto entre el Natchez y el Robert E. Lee ha prendido el interés de la nación entera. Según los periódicos, se hacen grandes apuestas incluso en Europa. Si corren desde Nueva Orleans a San Luis, cubrir la distancia les llevará tres o cuatro días. Y tres o cuatro noches, Abner. Tres o cuatro noches.

Y de repente Abner Marsh comprendió dónde quería ir a parar Joshua, y le invadió un frío interior como nunca había conocido.

—El Sueño del Fevre —murmuró.

—Lo están poniendo a flote de nuevo —continuó Joshua—, llenando otra vez el canal que desecamos. Sour Billy está reuniendo dinero. Este mismo mes vendrá a la ciudad y contratará una tripulación para poner a punto el barco y para manejarlo cuando llegue el momento. Julian opina que será muy divertido. Intenta llevar el barco a Nueva Orleans y atracar allí hasta el día de la carrera. Dejará que el Natchez y el Robert E. Lee partan primero y él llevará el Sueño del Fevre río arriba a continuación. Cuando caiga la oscuridad, aproximará el barco al que esté ganando la carrera, lo abordará y Bueno, ya comprende sus intenciones. Ambos vapores llevarán una tripulación ligera y ningún pasajero, para evitar el exceso de peso. Una ventaja más para Julian. Y él nos obligará a tomar parte a todos. Yo soy su piloto —rió amargamente—. O lo era. Cuando supe de la locura que se proponía, luché con él y perdí una vez más. Al llegar el amanecer siguiente, le robé el caballo a Billy y huí. Pensé que frustraría sus planes con mi escapatoria pues, sin piloto, no podría llevar a cabo sus intenciones. Sin embargo, cuando me recuperé de las quemaduras comprendí que me había equivocado. Billy simplemente contratará un piloto.

Abner Marsh notó una gran aprensión en el estómago. Una parte de él se sentía enfermo y furioso ante los planes de Julian para convertir el Sueño del Fevre en una especie de vapor demoníaco. En cambio, otra parte de su ser se sentía arrebatada por la audacia del proyecto, por la visión del Sueño del Fevre adelantando a los otros vapores, a Cannon y a Leathers y a todos los demás, por añadidura.

—Un piloto, diablos —comentó Marsh—. Esos dos vapores son los más rápidos del condenado río, Joshua. Si deja que zarpen antes, ni va alcanzarlos ni matará a nadie.

Sin embargo, incluso cuando lo estaba diciendo, Marsh se daba cuenta de que en el fondo no creía en sus propias palabras.

—Julian piensa que eso lo hace todo más divertido —le contestó Joshua—. Si consiguen mantenerse delante, viven. Si no…—hizo un gesto con la cabeza—. Y también dice que tiene la mayor confianza en su barco, Abner. Pretende hacerlo famoso. Después de la acción, dice que ambos barcos serán hundidos y, según Julian, todos escaparemos a tierra firme y nos encaminaremos al este, a Filadelfia o quizá Nueva York. Julian afirma estar harto del río. Yo creo que son sólo palabras vacías. Julian está harto de la vida. Si lleva a cabo sus planes, sé que será el fin de mi raza.

Abner Marsh se levantó de la cama donde había estado sentado y golpeó furioso con el bastón en el suelo.

—¡Por todos los diablos! —rugió—. Mi barco los alcanzará, lo sé, como hubiera podido alcanzar al Eclipse si hubiera tenido la oportunidad, lo juro. No tendrá ningún problema en superar los tiempos del Natchez y del Bad Bob. Diablos, ninguno de ellos hubiera podido batir siquiera al Eclipse. Maldita sea, Joshua, no dejaré que Julian haga eso con mi barco, juro que no.

Joshua York sonrió de manera leve y peligrosa, y cuando Abner Marsh le miró a los ojos, vio en ellos la determinación que una vez viera en el “Albergue de los Plantadores”, y la fría cólera que había contemplado el día que irrumpiera de improviso en su camarote durante el día.

—No —dijo Joshua—. Claro que no. Por eso le escribí, Abner, y rogué que estuviera aún con vida. He meditado en todo esto mucho tiempo, y estoy decidido. Lo mataremos. No hay otro camino.

—Diablos —contestó Marsh—. Le ha costado bastante comprenderlo. Yo ya se lo hubiera podido decir hace trece años. Bueno, estoy con usted. Sólo que… —apuntó con el bastón de caña al pecho de Joshua—. No debemos dañar el vapor, ¿me oye? La única parte mala de todo el maldito plan de Julian es esa donde todo el mundo resulta muerto. El resto del asunto me complace bastante —sonrió—. Cannon y Leathers van a llevarse una sorpresa tal que no podrán creerlo.

Joshua se levantó, sonriendo.

—Abner, haremos cuanto podamos, se lo prometo, para lograr que el Sueño del Fevre siga intacto. Sin embargo, asegúrese de prevenir bien a sus hombres.

—¿Qué hombres? —preguntó Marsh, sorprendido.

La sonrisa del rostro de Joshua se difuminó.

—Su tripulación —dijo—. Creía que había bajado usted a Nueva Orleans en uno de sus barcos, con una partida de hombres .

Marsh recordó de repente que Joshua había dirigido la carta a la Compañía de Paquebotes del río Fevre, en San Luis.

—Diablos —dijo entonces—. Joshua, ya no tengo barcos, ni tampoco hombres. Vine aquí en barco, eso sí, con un buen pasaje en camarote.

—¿Y Karl Framm?—inquirió Joshua—. ¿Y Toby? ¿Y los demás, todos esos hombres que llevaba usted en el Eli Reynolds…?

—Muertos, o lejos de aquí. Todos ellos. Yo mismo estaba a punto de morir.

El rostro de Joshua se oscureció.

—Había pensado en atacar con bastantes fuerzas, y de día. Esto cambia las cosas, Abner.

Marsh parecía una tormenta a punto de estallar.

—No cambia nada. No cambia absolutamente nada, en lo que a mí respecta. Quizá usted calculó caer sobre Julian con un ejército entero, pero ya ve que no puede ser así. Yo ya soy un anciano, Joshua, y probablemente voy a morir pronto. Damon Julian ya no me asusta. Ha tenido mi barco desde hace mucho tiempo y no me gusta lo que ha hecho con él. Ahora, me propongo recuperarlo o morir en el intento. Usted me escribió que había hecho una elección, diablos. ¿De qué se trata? ¿Va a venir conmigo, sí o no?

Joshua York escuchó con atención el acceso de furia de Marsh y lentamente una sonrisa forzada apareció en sus pálidas facciones.

—Muy bien —dijo al fin—. Lo haremos nosotros solos.

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