CAPITULO VEINTICINCO

A bordo del vapor ELI REYNOLDS,
río Mississippi,
octubre de 1857

Abner Marsh seguía en la cabina del piloto del Eli Reynolds cuando el Sueño del Fevre realizó el brusco desvío. Golpeó furioso con el bastón en el suelo y soltó una maldición, pero en lo más hondo no estaba seguro de si se sentía disgustado o aliviado. Le hubiera roto el corazón ver estrellarse su querido barco contra el maldito escollo oculto bajo el agua. Sin embargo, ahora el Sueño del Fevre seguía aún tras ellos y, si alcanzaba al Eli Reynolds, no había ninguna duda de que Damon Julian le arrancaría el corazón. Parecía una situación irremediablemente mala. Marsh siguió inmóvil y ceñudo mientras el piloto del Eli Reynolds giraba el timón y empezaba a desviarse él también. El Sueño del Fevre, corriendo tras ellos en la oscuridad, constituía una visión pavorosa. Marsh lo había diseñado para correr más que el Eclipse, para ser el barco más rápido de todos cuantos surcaban el río a vapor, y ahora se veía obligado a superarlo con uno de los vapores más viejos y lastimosos del Mississippi.

—No hay nada a hacer —dijo en voz alta, dirigiéndose al piloto—. Esto es una carrera, procure que no nos alcance.

El hombre le miró como si estuviera loco, y probablemente lo estaba.

Abner Marsh se encaminó a la cubierta principal para ver qué se podía hacer. Cat Grove y el jefe de máquinas, Doc Turney, ya se habían puesto al frente. La cubierta estaba llena de calor. El horno rugía y crepitaba, y las llamaradas se alzaban en su interior, y a veces hasta fuera de él, cada vez que los fogoneros le introducían leña fresca. Grove tenía allí a todos los hombres disponibles, sudorosos, que se dedicaban a alimentar aquel buche rojo anaranjado con trozos de leña de haya y piñas secas, que bañaban en sebo antes de introducirlos en el horno. Grove llevaba un balde con whisky y un gran cucharón de cobre y se acercaba a los hombres, uno tras otro, para que pudieran echar un trago con sólo una brevísima pausa. El sudor le resbalaba por el pecho desnudo formando un reguero constante y, al igual que los fogoneros, su rostro estaba enrojecido por el terrible calor. Era casi incomprensible cómo podían soportarlo, pero el horno era alimentado continuamente.

Doc Turney estaba comprobando los manómetros de presión de la caldera. Marsh se le acercó y los observó también. La presión era cada vez más alta. El jefe de máquinas le miró.

—No lo he puesto a esta presión en los cuatro años que llevo en el barco —le gritó Turney. Había que gritar para hacerse oír por encima del chisporrotear y crujir del horno, del silbido del vapor y del martilleo del motor. Marsh adelantó una mano, tanteando, y la retiró rápidamente. La caldera estaba tan caliente que no se podía tocar.

—¿Qué hacemos con la válvula de seguridad, capitán? —preguntó Turney.

—Cerrarla —gritó Marsh—. Necesitamos todo el vapor.

Turney frunció el ceño e hizo lo que le ordenaba. Marsh observó el manómetro: la aguja subía constantemente. El vapor prácticamente chirriaba en los tubos, pero producía el efecto deseado. El motor temblaba y crujía como si fuera a estallar en pedazos y la rueda de palas giraba, más rápido de lo que lo había hecho en años, whapwhapwhapwhap, batiendo con las palas de tal modo que el agua que levantaba formaba una cortina tras el barco, y todo el casco vibraba, lanzado hacia adelante como no lo había sido desde que se botara.

El segundo maquinista y los fogoneros se movían alrededor de los motores, aplicando aceite y engrasando las juntas para mantener uniforme el empuje que proporcionaba el vapor. Parecían pequeños monos negros cubiertos de alquitrán, y se movían también con la agilidad de un mono. Tenía que ser así, pues no era fácil engrasar las partes móviles mientras estaban en acción, sobre todo a la velocidad que proporcionaba el viejo y destartalado motor del Reynolds.

—¡Más rápido!—rugía Grove—. ¡Más rápido con ese sebo!

Un enorme fogonero pelirrojo se apartó tambaleando de la boca del horno, mareado por el calor. Cayó de rodillas, pero otro hombre tomó su lugar de inmediato y Grove se acercó al caído y le echó por la cabeza un cucharón de whisky. El hombre alzó la vista, mojado y medio cegado, y abrió la boca. El primer oficial le introdujo un poco de whisky en ella. Un momento después, el fogonero volvía a estar en pie, impregnando de sebo las piñas.

El maquinista hizo una mueca y abrió las válvulas de seguridad, enviando un chorro de vapor increíblemente caliente hacia el aire nocturno, con un estridente silbido, y reduciendo un poco la presión de la caldera. A continuación, empezó a aumentar otra vez la presión. En algunos de los tubos la soldadura empezaba a fundirse, pero los hombres seguían preparados para taponar de inmediato cualquier hendidura que se produjera. Marsh estaba empapado en sudor, por el calor húmedo del vapor y por la seca oleada emitida con furia por el horno. A su alrededor todo eran hombres corriendo, gritando, pasándose leña y sebo, alimentando el horno, atendiendo la caldera y los motores. Los émbolos y la rueda hacían un ruido terrible, las llamas del horno los bañaban a todos de una luz roja siempre cambiante. Aquello era un infierno sofocante, lleno de ruido y actividad, temblando, tosiendo y sacudiéndose como un hombre a punto de morir. Sin embargo, el barco avanzaba a pesar de todo, y allá abajo en la sala de calderas no había nada que Abner Marsh pudiera hacer para que avanzara aún más rápido.

Regresó agradecido al castillo de proa, alejándose del terrible calor, con la chaqueta, la camisa y los pantalones mojados como si acabara de salir de las aguas del río. El viento soplaba a su alrededor y Marsh sintió durante un momento un frío que le pareció maravilloso. Delante suyo divisó una isla que dividía el río, y más allá vio una luz sobre la ribera occidental. Se acercaban a ella a buena velocidad.

—Demonios —dijo Marsh—, debemos estar haciendo veinte mudos ¡Qué diablos, a lo mejor hasta treinta.

Lo dijo en voz alta, como si el trueno de su voz pudiera hacer verdad sus palabras. El Eli Reynolds no iba más allá de los ocho nudos en sus buenos tiempos, aunque esta vez la corriente estaba a su favor.

Marsh subió a toda prisa la escalerilla, cruzó el salón principal y llegó a la cubierta superior para echar una mirada atrás. Las chimeneas, cortas y achaparradas, lanzaban chispas y lenguas de fuego en todas direcciones y, mientras las observaba, volvieron a surgir nubes de vapor de las válvulas de seguridad, que Doc Turney abría sólo lo suficiente para evitar que la maldita caldera estallara y los enviara a todos al infierno. La cubierta temblaba bajo sus pies como la piel de una criatura viviente. La rueda de popa giraba a tal velocidad que levantaba una verdadera pared de agua, como una cascada al revés.

Y detrás venía el Sueño del Fevre, a media luz, levantando casi hasta la luna el humo y las llamas que surgían de sus dos altas y oscuras chimeneas. Parecía veinte metros más próximo que cuando Marsh había bajado a la sala de calderas.

El capitán Yoerger llegó hasta su lado.

—No podemos superarlos —dijo con su tono de voz gris y preocupado.

—¡Necesitamos más vapor, más calor!

—Las palas no pueden ir más rápido, capitán Marsh. Si Doc no suelta vapor en el momento preciso, la caldera reventará y nos matará a todos. El motor ya tiene siete años y va a caerse en pedazos en cualquier momento. También nos estamos quedando sin sebo. Cuando se agote, sólo podremos meter en el horno la leña que quede. Piense que el barco ya es muy viejo, capitán. Lo está haciendo bailar como si fuera su noche de bodas, pero ya no resistirá mucho más.

—¡Maldita sea! —musitó Marsh. Dirigió la mirada hacia atrás, más allá de la rueda de popa. El Sueño del Fevre se acercaba más y más. Marsh miró hacia adelante. Iban derechos a la isla. El río y el canal principal daban la vuelta hacia el este. El canal occidental era un atajo, pero no muy importante. Incluso a aquella distancia, Marsh podía ver cómo se estrechaba y cómo los árboles se inclinaban extendiendo sus siluetas negras y retorcidas. Regresó a la cabina del piloto y entró.

—Tome el atajo —le dijo al piloto.

El hombre le miró, medio sorprendido. En el río, era el piloto quien decidía sobre aquellos temas. El capitán quizá hacia alguna observación casual, pero nunca daba órdenes.

—No, señor —respondió el piloto, con menos furia de la que hubiera demostrado un hombre más experimentado—. Mire las riberas, capitán. El río no baja crecido. Conozco ese atajo y sé que es impracticable en esta época del año. Si nos metemos por ahí, tendremos que quedarnos en el barco hasta las crecidas de la primavera.

—Quizá —dijo Marsh—, pero si nosotros pasamos, no habrá modo de que el Sueño del Fevre nos alcance. En un barco más grande y tendrá que dar la vuelta. Entonces lo perderemos. De momento, es más importante dejarlo atrás que cualquier banco de arena u obstáculo contra el que nos estrellemos, ¿me oye?

—No tiene que enseñarme cómo navegar por este río, capitán —respondió el piloto, malhumorado—. Yo tengo una reputación que mantener. Nunca he embarrancado hasta ahora, y no quiero empezar esta noche. Seguiremos en el canal principal.

Abner Marsh notó que la sangre le subía al rostro. Volvió la vista atrás. El Sueño del Fevre estaba quizá a trescientos metros, y acercándose rápidamente.

—¡Estúpido! —dijo—. Esta es la carrera más importante que se ha celebrado nunca en el río, y yo tengo por piloto a un estúpido. Ya nos habrían atrapado si el señor Framm estuviera al timón, o si tuvieran un primer oficial que supiera cómo llevarlo. Probablemente le están metiendo leña de baja calidad —alzó el bastón hacia el Sueño del Fevre y continuó—. Pero fíjese: Por despacio que vaya, nos alcanzará muy pronto a menos que nosotros sepamos maniobrar mejor. ¿Me ha oído? ¡Tome ese maldito atajo de una vez!

—Haré un informe a la asociación de pilotos —respondió el piloto fríamente.

—Y yo puedo echarle a usted por la borda —replicó Marsh, al tiempo que avanzaba hacia él en actitud amenazadora.

—Mandemos una yola, capitán —susurró el piloto—. Echaremos una sonda y veremos qué profundidad hay.

Abner Marsh resopló, irritado.

—Apártese de una maldita vez —masculló, echando a un lado al piloto de un golpe. El hombre trastabilló y cayó. Marsh asió la rueda del timón y la hizo girar a estribor, y el Eli Reynolds movió la proa, en rápida respuesta. El piloto soltó una maldición y empezó a insultarle. Marsh no le hizo caso y se concentró en la maniobra hasta que el vapor hubo pasado el extremo de la isla, elevado y fangoso, rozando casi la tortuosa ribera occidental. Dirigió una mirada hacia atrás justo el tiempo suficiente para ver el Sueño del Fevre —apenas a unos doscientos metros ahora—, que aminoraba la marcha y se detenía, para empezar a retroceder furiosamente. Cuando volvió a mirar, un instante después, su perseguidor empezaba a tomar el paso oriental de la isla. Después, ya no hubo tiempo para ver nada más, pues el Eli Reynolds topó contra algo duro, un gran tronco a juzgar por el ruido. El impacto hizo que Marsh entrechocara los dientes con tanta fuerza que casi se mordió la lengua, y tuvo que agarrarse con fuerza a la rueda del timón para mantenerse en pie. El piloto, que acababa de levantarse del suelo, volvió a caer y gruñó. La velocidad del barco hizo que éste se aupara limpiamente sobre el obstáculo y Marsh lo divisó durante un instante. Era un enorme árbol, negro y medio sumergido. Siguió un terrible estrépito, un ensordecedor retumbar y chirriar, y el barco empezó a temblar como si algún gigante loco lo hubiera asido con las manos y lo estuviera sacudiendo. Después hubo un tremendo choque y el sonido terrible de la madera haciéndose astillas cuando la rueda de palas de popa topó con el tronco.

—¡Maldición! —masculló el piloto, poniéndose de nuevo en pie—. ¡Deme el timón!

—Con gusto —replicó Abner Marsh, quitándose de en medio. El Eli Reynolds había dejado atrás el tronco muerto y avanzaba sin control por el estrecho atajo, temblando al rozar, uno tras otro, con los múltiples bancos de arena. Cada golpe le quitaba velocidad y el piloto redujo la marcha todavía más, haciendo sonar las sirenas de la sala de máquinas como un loco.

—¡Motores a cero! —gritó—. ¡Detención completa de la rueda!

Las palas dieron aún un par de vueltas lentamente, y se detuvieron con un gemido, y dos altos penachos de blanco vapor escaparon con un silbido de las válvulas de seguridad. El Eli Reynolds perdió la dirección y empezó a bambolearse un poco, mientras la rueda del timón giraba libremente bajo la mano del piloto.

—Hemos perdido el timón —dijo éste, mientras el vapor rozaba otro banco de arena.

Esta vez quedó varado.

Abner Marsh, ahora sí, se mordió la lengua y fue a golpearse contra la rueda del timón. Abajo se oían gritos, apreció Marsh mientras se retiraba hacia atrás con la boca llena de sangre. Le dolía terriblemente, pero por fortuna no le había saltado ningún pedazo.

—¡Maldita sea! —repitió el piloto—. Mire cómo estamos.

El Eli Reynolds no sólo había perdido el timón, sino también la mitad de la rueda de palas. Esta seguía aún unida al barco, pero colgaba destrozada, con la mitad de las palas de madera perdidas o hechas astillas. El barco liberó vapor una vez más, emitió un gruñido y se quedó detenido en el fango, un poco escorado a estribor.

—Ya le advertí que no podríamos pasar por el atajo —gritó el piloto—. Se lo advertí. En esta época del año no hay más que arena y obstáculos. Esto no ha sido cosa mía, y no permitiré que nadie lo diga.

—Cierre la boca, estúpido —contestó Abner Marsh. Estaba mirando a popa, donde el mismo río era apenas visible entre los árboles. El río parecía vacío. Quizá el Sueño del Fevre había pasado de largo. Quizá.

—¿Cuánto tardará en doblar ese recodo?—le preguntó al piloto.

—Maldición, ¿a quién diablos le importa eso? No vamos a ir a ninguna parte hasta la primavera. Va usted a necesitar un timón y una rueda de palas nuevos, y una buena crecida que saque el barco de este banco.

—El recodo —insistió Marsh—. ¿Cuánto tiempo tardará en doblarlo el Sueño del Fevre?

El piloto balbuceó un instante.

—Treinta minutos, quizá veinte con la velocidad que llevaba. Pero ¿qué importa eso? Ya le he dicho que…

Abner Marsh abrió la puerta de la cabina del piloto y llamó con un rugido al capitán Yoerger. Hubo de rugir tres veces, y pasaron más de cinco minutos antes de que Yoerger hiciera su aparición.

—Lo siento, capitán —dijo el anciano—, estaba en la cubierta principal. Tommy el Irlandés y Big Johanssen han sufrido graves quemaduras.

Al observar los restos de la rueda de palas se detuvo.

—Pobre barco mío —murmuró en tono triste.

—¿Ha reventado alguna tubería? —preguntó Marsh.

—Muchas —confirmó Yoerger, apartando la mirada de la rueda rota—. El vapor inundó todos los rincones. Hubiera sido peor si Doc no llega a abrir las válvulas de seguridad y las mantiene en posición abierta. Ese golpe del principio lo rompió todo.

Marsh flaqueó. Aquél era el golpe definitivo. Ahora, aunque consiguieran liberarse del banco de arena, improvisar un nuevo timón y, de alguna manera, retroceder con sólo media rueda de palas hasta la boca del atajo apartando el maldito tronco para pasarlo —nada de lo cual resultaría sencillo— también tendrían que enfrentarse a las tuberías reventadas y quién sabía si también a daños de importancia en la caldera. Maldijo largo y tendido.

—Capitán —dijo Yoerger—, ahora no podremos seguir tras ellos como pensábamos, pero al menos estamos a salvo, el Sueño del Fevre dará la vuelta a ese recodo y creerá que ya hemos pasado hace rato, así que se lanzarán río abajo para alcanzarnos.

—No —repuso Marsh—. Capitán, quiero que improvise unas camillas para los quemados y que nos internemos en el bosque.

Al tiempo que decía esto, señalaba la tierra próxima con el bastón. La orilla estaba sólo a tres metros de aguas poco profundas—. Busquemos una ciudad. Ha de haber alguna cerca.

—A tres kilómetros de la punta de la isla —apuntó el piloto. Marsh asintió.

—Bien, llévelos a todos allí. Quiero que vayan todos, y rápidamente.

Recordó el reflejo dorado de las gafas de Jeffers y se sintió atenazado por aquel pequeño detalle, tan terrible. No volvería a suceder, se dijo Marsh, no si puedo evitarlo.

—Busque un médico que los cuide —añadió—. Estarán a salvo, supongo. Ellos me buscan a mí, no a ustedes.

—¿Usted no vendrá? —preguntó Yoerger.

—Tengo el fusil —dijo Abner—. Y tengo también un presentimiento. Esperaré.

—Venga con nosotros.

—Si huyo, me perseguirán. Si me quedo, ustedes estarán a salvo. Al menos, eso es lo que me imagino.

—Y si no vienen…

—Entonces iré detrás de ustedes con las primeras luces —dijo Marsh. Empezó a dar golpecitos de impaciencia con el bastón—. Todavía soy el capitán aquí, ¿no es cierto? Deje de discutir y haga lo que le digo. Quiero verles salir a todos del barco inmediatamente, ¿entendido?

—Capitán Marsh —dijo Yoerger—. Deje al menos que Cat y yo nos quedemos.

—No, váyanse.

—Capitán…

—¡Fuera! —gritó Marsh con el rostro congestionado—. ¡Váyanse!

Yoerger palideció, tomó del brazo al desconcertado piloto y le hizo salir de la cabina. Cuando se hubieron alejado, Abner Marsh dirigió una nueva mirada al río, sin ver nada todavía, y bajó a su camarote. Tomó el fusil del estante, comprobó que estaba cargado y deslizó la caja de la munición dentro de uno de los bolsillos de su tabardo blanco. Ya armado, Marsh regresó a la cubierta superior y colocó la silla donde pudiera observar las aguas. Los del Sueño del Fevre podían pensar o no que el Eli Reynolds hubiese tomado el atajo, pero con seguridad se darían cuenta de que, para hacerlo, el Reynolds tendría que aminorar la marcha y sondear constantemente la profundidad. Y, si lo pensaban, seguro que no se alejarían río abajo a todo vapor. Al contrario, dispondrían el Sueño del Fevre junto a la salida del atajo y aguardarían a su presa. Y mientras tanto, los hombres —o seres de la noche— que sin duda harían bajar en la punta de la isla se acercarían en una yola por el atajo, por si acaso el Reynolds se había detenido o había embarrancado. Aquello era, al menos, lo que hubiera hecho el propio Abner Marsh.

La pequeña extensión del río que alcanzaba a divisar estaba aún solitaria. Sintió un ligero escalofrío mientras aguardaba. Esperaba ver en cualquier momento la yola surgiendo tras los árboles, llena de figuras oscuras y silenciosas de rostros pálidos, sonriendo a la luz de la luna. Comprobó una vez más el arma y deseó que Yoerger se estuviera dando prisa.

Yoerger y Grove, junto al resto de la tripulación del Eli Reynolds, hacía quince minutos que se habían marchado, y aun no se había producido movimiento en el río.

La noche estaba plagada de ruidos. El agua borboteaba alrededor del casco astillado del barco, el viento murmuraba entre los árboles y los animales chillaban en la espesura. Marsh se levantó con el dedo en el gatillo del fusil y oteó el río, inquieto. No había nada que ver, salvo el agua llena de sedimentos que rozaba los bancos de arena y las raíces al descubierto y el tronco negro del árbol caído que había destrozado la rueda de palas del Reynolds. Observó varios maderos a la deriva, pero nada más.

—Quizá no sean tan listos —murmuró para sí.

Marsh vio entonces, con el rabillo del ojo, algo pálido sobre la isla, al otro lado de la corriente de agua. Se volvió hacia allí, llevándose el fusil al hombro, pero no había nada salvo los árboles tupidos y el espeso fango del río. Entre él y la isla oscura y desierta habían veinte metros de aguas poco profundas. Abner respiraba con agitación. ¿Y si no iban con la yola por el atajo?, pensó. ¿Y si atracaban y se dirigían al barco andando?

El Elz Reynolds crujió bajo sus pies y Marsh se inquietó aún más. No era nada. sólo que el casco que se estaba asentando en la arena, pensó. Sin embargo, otra parte de su ser le susurraba que quizá el crujido había sido un paso, que quizá se habían introducido en el barco mientras él observaba el río. Quizá ya estaban a bordo. Quizá el propio Damon Julian subía ahora la escalerilla, deslizándose por el salón principal, con aquel silencioso andar que tan bien recordaba Abner, y estaba buscando en los camarotes, en dirección a la escalera que le llevaría hasta él, hasta la cubierta superior.

Desde la escalera le llegó un apagado susurro.

Allí estaban cavilando cómo atraparle. Estaba arrinconado y sólo, arriba. Y no era que le importara estar solo. Ya antes había buscado ayuda y no le había servido de nada. Marsh se levantó y avanzó hacia la escalera, escrutando la oscuridad apenas rota por la pálida luz de !a luna. Asió con fuerza el arma, parpadeó y aguardó a que apareciera lo que fuese. Esperó mucho rato, escuchando los vagos susurros con el corazón a toda marcha como el viejo y cansado motor del Reynolds. Pensó que estaban aguardando a que hiciera algún ruido. Deseaban verle atemorizado. Se habían deslizado hasta el barco como fantasmas, tan rápidos y silenciosos que no los había visto llegar, y ahora intentaban meterle el miedo en el cuerpo.

—Sé que estáis ahí —gritó—. Venid, tengo algo para ti, Julian.

Alzó el arma. Silencio.

—Maldito seas —volvió a gritar.

Algo se movió al pie de las escaleras; una silueta veloz pálida. Marsh alzó el fusil para dispararle, pero la figura desapareció antes de que pudiera apuntar. Soltó una maldición y bajó dos escalones, deteniéndose a continuación. Aquello era precisamente lo que querían que hiciese. Intentaban atraerle allí, a la cubierta de calderas, a los camarotes oscuros y al salón polvoriento. Allá arriba, en la cubierta superior, podía hacerles frente. No era fácil el acceso, y podía verlos si intentaban subir por la escalerilla, o escalar los lados. En cambio, abajo, era evidente que quedaría a su merced.

—Capitán —se oyó una suave voz—. Capitán Marsh…

Abner levantó el arma, con los ojos semicerrados.

—No dispare, capitán. Soy yo, sólo yo.

La figura a la que pertenecía la voz surgió ante su vista en la parte baja de la escalera.

Valerie.

Marsh dudó un instante. Valerie le sonreía con su melena con reflejos de rayos de luna, aguardando. Llevaba unos pantalones y una camisa masculina de volantes, desabrochada. Tenía la piel suave y pálida, y sus ojos se cruzaron con los de Marsh y se fijaron en ellos, despidiendo insinuantes destellos violeta, profundos, hermosos e infinitos. Marsh casi podría sumergirse en aquellos ojos, para siempre.

—Baje, capitán —decía Valerie—. Estoy sola. Joshua me ha enviado. Baje y hablaremos.

Marsh descendió dos escalones, atrapado por aquellos ojos resplandecientes. Valerie extendió los brazos.

El Eli Reynolds crujió y se movió, inclinándose de repente a estribor. Marsh tropezó y se dio con la barbilla contra la escalera. El dolor le llenó los ojos de lágrimas. Oyó que llegaba una leve risa desde abajo y vio desaparecer la sonrisa del rostro de Valerie. Con una maldición, Marsh se llevó de nuevo el fusil al hombro y abrió fuego. El retroceso casi le arrancó el hombro y le lanzó contra los escalones. Valerie había desaparecido, se había esfumado como un fantasma. Marsh soltó otro juramento, se puso en pie y se llevó la mano al bolsillo para sacar otro proyectil, al tiempo que se retiraba escalera arriba.

—¡Qué diablos, Joshua!—rugió hacia la oscuridad—. ¡Ha sido Julian quien te ha enviado, maldito sea!

Cuando volvió hacia atrás, hacia la cubierta superior, que ahora presentaba una inclinación de treinta grados, Marsh notó algo muy duro que le oprimía la espalda, entre los omoplatos.

—Vaya, vaya —dijo una voz a sus espaldas—, si es el capitán Marsh…

Los otros fueron apareciendo, uno por uno, cuando Marsh hubo tirado al suelo el fusil, que cayó con estrépito sobre el entarimado de la cubierta. Valerie fue la última en aparecer, y no dirigió su mirada a Abner. Este la maldijo una y otra vez, tratándola de traidora y de puta. Al fin, ella le dedicó una mirada terrible y acusadora.

—¿Cree que tenía alguna elección? —dijo amargamente.

Marsh cesó inmediatamente en sus reproches. No porque las palabras de Valerie le hubieran convencido, sino por lo que vio en sus ojos. Pues en aquellas inmensas profundidades color violeta, y en un brevísimo momento, Marsh reconoció la vergüenza, el terror… y la sed.

—Muévase —dijo Sour Billy Tipton.

—Maldito seas —contestó Abner Marsh.

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