CAPITULO DIEZ

Nueva Orleans, agosto de 1857

Después de que Adrienne y Alain hubieran partido en el vapor Reina del Algodón, con destino a Baton Rouge y Bayou Sara, Damon Julian decidió dar un paseo por el embarcadero hasta un café francés que conocía. Sour Billy caminaba inquieto a su lado, dedicando miradas sospechosas a todo el que pasaba. A continuación seguía el resto del grupo de Julian; Kurt y Cynthia caminaban juntos, y Armand cerraba la marcha, furtivo e intranquilo, acosado ya por la sed. Michelle se había quedado en la casa.

El resto se había ido, estaba disperso, enviado río arriba o río abajo en un vapor u otro por orden de Julian, a la busca de dinero, seguridad y un nuevo lugar donde reunirse. Damon Julian había decidido al fin trasladarse.

La luz de la luna caía suave y brillante como una capa de mantequilla sobre el río. Lucían las estrellas. En el embarcadero, docenas de vapores se amontonaban junto a los barcos de mar, con sus mástiles altos y orgullosos y las velas plegadas sobre ellos. Los negros llevaban algodón, azúcar y harina de un barco a otro. El aire era húmedo y fragante, y las calles estaban repletas de gente.

Encontraron una mesa con una buena vista del bullicio y pidieron café au lait y las pastas fritas azucaradas por lasque tenía fama el establecimiento. Sour Billy probó una y el azúcar en polvo le cayó sobre la chaqueta y las mangas. Soltó una maldición en voz alta.

Damon Julian se echó a reír con unas carcajadas dulces como la luz de la luna.

—¡Ah, Billy!, qué divertido eres.

Sour Billy odiaba que se rieran de él más que cualquier otra cosa en el mundo, pero alzó la mirada hacia los ojos oscuros de Julian y se esforzó por sonreír.

—Sí, señor —dijo con un triste movimiento de cabeza.

Julian se comió su pasta con delicadeza, de modo que ni una pizca de azúcar manchó de blanco el magnífico gris oscuro de su traje, ni el brillo de su corbata escarlata. Cuando hubo terminado, bebió el café au lait mientras su mirada recorría el embarcadero y la multitud de paseantes que llenaba las calles.

—Ahí —dijo de repente—, esa mujer que está bajo el ciprés —los demás miraron en la dirección indicada—. ¿No es sorprendente?

Era una dama criolla, escoltada por dos caballeros de aspecto inquietante. Damon Julian se quedó mirándola como un colegial enamorado, con su pálido rostro sereno y sin arrugas, su cabello de delicados rizos oscuros y los ojos tristes y cargados de melancolía. Sin embargo, incluso al otro extremo de la mesa, Sour Billy podía sentir el calor de aquellos ojos, y tuvo miedo.

—Es exquisita —dijo Cynthia.

—Tiene el cabello de Valerie —añadió Armand.

—¿Vas a tomarla, Damon? —dijo Kurt con una sonrisa.

La mujer y sus compañeros se alejaron de ellos, paseando frente a una complicada verja de hierro forjado. Damon Julian los observó con aire pensativo.

—No —dijo al fin, volviendo los ojos a la mesa y apurando la taza—. La noche es demasiado joven, las calles están demasiado concurridas y yo me siento cansado. Quedémonos un rato más.

Armand tenía un aspecto abatido y nervioso. Julian le sonrió un instante, se inclinó hacia adelante y posó una mano en la manga de su compañero.

—Beberemos antes de que llegue el alba, Armand —le dijo—. Tienes mi palabra.

—Sé de un lugar —intervino Sour Billy con aire de conspirador—, una casa de auténtico lujo con bar, sillas de terciopelo rojo y buenas bebidas. Allí hay muchachas, todas hermosas. Se puede tener a una toda la noche por una pieza de oro de veinte dólares. Y por la mañana… Bueno —sonrió—, cuando encuentren lo que encuentren ya nos habremos ido. Eso será más barato que comprar negras de lujo, vaya que sí.

Los ojos oscuros de Damon Julian le observaron, divertidos.

—Billy hace que me sienta miserable —comentó a los demás— pero, ¿qué haríamos sin él? —Miró nuevamente a su alrededor, hastiado—. Debería venir a la ciudad más a menudo. Cuando uno está saciado, pierde de vista todos los demás placeres. Billy, ¿puedes notarlo? El aire está lleno de ello, ¿lo notas?

—¿El qué? —dijo Sour Billy.

—La vida, Billy —contestó Julian con una sonrisa de ironía. Billy se obligó a devolverle la sonrisa—. La vida, el amor y el deseo, la buena mesa y los buenos vinos, los grandes sueños y esperanzas. Todo eso flota a nuestro alrededor. Posibilidades —continuó con un fulgor en los ojos—. ¿Por qué debería perseguir a esa belleza que acaba de pasar, cuando hay tantas otras, tantas y tantas posibilidades? ¿Puedes responderme?

—Yo, señor Julian, yo no…

—No, Sour Billy. Tú no, ¿verdad?—se rió Julian—. Mis caprichos significan la vida o la muerte para todo ese ganado, Billy. Si quieres llegar a ser uno de los nuestros, debes comprender estas cosas. Yo soy placer, Billy. Soy poder. Y la esencia de lo que soy, del poder y del placer, se basa en las posibilidades. Mis posibilidades son vastas, no tienen límite, igual que no lo tienen nuestras vidas. En cambio, yo soy el límite para toda esta gente, este ganado, pues yo soy el final de sus esperanzas y de sus posibilidades. ¿Empiezas a comprender? Apagar la sed roja no es nada, para eso sirve cualquier viejo negro a punto de morir. En cambio, cuánto mayor placer hay en los jóvenes, los ricos, los bellos, esos que tienen la vida ante sí, cuyos días y noches refulgen y brillan llenos de promesas. La sangre es sólo sangre, cualquier animal sirve para proporcionarla, cualquiera.

Hizo un gesto lánguido para abarcar a los marineros del embarcadero, a los negros cargados de bultos y a los tipos ricamente vestidos del Vieux Carré.

—No es la sangre lo que ennoblece, lo que le convierte a uno en maestro. Es la vida, Billy. Bebe sus vidas y la tuya se hará más larga. Come su carne y te pondrás más fuerte. Devora su belleza y serás más hermoso.

Sour Billy Tipton le escuchó con atención. Rara vez la había visto tan extrovertido. Sentado en la oscuridad de la biblioteca, Julian solía ser brusco y temible. Fuera de allí, de nuevo en el mundo exterior, brillaba, recordándole a Sour Billy lo que había sido cuando llegó por primera vez, con Charles Garoux, a la plantación donde Billy era capataz. Se lo comentó a Julian, y éste asintió.

—Sí —dijo—, la plantación es un lugar seguro, pero en la seguridad y la saciedad está el peligro.

Al sonreír, mostró sus blancos dientes. Luego musitó:

—Charles Garoux… ¡Ah, cuántas posibilidades tenía ese joven! Era hermoso a su modo, fuerte y sano. Un purasangre, adorado por todas las damas, admirado por los demás hombres. Hasta los negros querían al amo Charles. ¡Hubiera tenido una vida tan espléndida! También su carácter era abierto, y era fácil hacerse amigo suyo, ganarse su inamovible confianza con sólo apartar de él al pobre Kurt —se interrumpió con una carcajada—. Y luego, una vez me introdujo en su casa, fue más fácil todavía llegar hasta él cada noche y sangrarlo poco a poco, de modo que pareciera haber enfermado, hasta morir. Una vez, se despertó mientras yo estaba en la habitación y creyó que había acudido a consolarle. Yo me incliné sobre su lecho y él alzó los brazos y me abrazó, y yo bebí y bebí. ¡Ah, qué dulzura la de Charles, tan bello y tan fuerte!

—Su padre estaba desesperado cuando se dio cuenta de que se iba a morir —añadió Sour Billy.

Personalmente él se había alegrado. Charles Garoux siempre le estaba diciendo a su padre que Billy era demasiado duro con los negros, e intentaba que lo despidieran. Como si siendo blando se pudiera conseguir que un negro trabaje.

—Sí, el viejo Garoux quedó destrozado —asintió Julian—. ¡Qué afortunado fue de que yo estuviera allí para ayudarle a soportar su dolor! El mejor amigo de su hijo… Cuántas veces me dijo después, mientras guardábamos luto por Charles, que me había convertido en un cuarto hijo.

Sour Billy lo recordaba bien. Julian había llevado el asunto a la perfección. Los hijos más jóvenes habían desamparado a su padre; Jean Pierre era un borracho empedernido y Philip un debilucho que lloró como una mujer en el funeral de su hermano. En cambio, Damon Julian había sido una torre de fortaleza varonil. Habían enterrado a Charles en la parte trasera de la plantación, en el cementerio familiar. En aquel lugar, la tierra era tan húmeda que le habían tenido que enterrar en un gran mausoleo de mármol con una victoria alada encima. Allí estaría cómodo y frío incluso en el calor de pleno agosto. Sour Billy había acudido a la tumba muchas veces durante aquellos años para beber, y orinarse sobre el ataúd de Charles. Una vez, había llevado hasta allí a una muchacha negra y la había azotado antes de poseerla tres o cuatro veces, sólo para que el fantasma de Charles pudiera ver cómo había que tratar a los negros.

Sour Billy recordó que Charles sólo había sido el principio. Seis meses después, Jean Pierre salió para la ciudad a jugar y acostarse con alguna prostituta, y jamás regresó. No mucho después, el pobre Philip resultó devorado por algún animal salvaje en los bosques. El viejo Garoux quedó muy afectado entonces, pero allí estaba Damon Julian, a su lado, para ayudarle en el mal trago. Por último, Garoux le adoptó y escribió un nuevo testamento dejándoselo todo.


No mucho después, llegó la noche que Sour Billy nunca olvidaría, ya noche en que Damon Julian demostró hasta qué punto el viejo René Garoux estaba en su poder. Fue en el piso de arriba, en el dormitorio del viejo. Allí estaba Valerie, y Adrienne y también Alain. Todos se habían instalado ya en el caserón, pues cualquier amigo de Julian era bien recibido en el hogar de los Garoux. Todos ellos, y Sour Billy, estuvieron presentes cuando Damon Julian avanzó hasta el lado de la gran cama doselada y atravesó al anciano con sus ojos negros y su fácil sonrisa y le contó la verdad, toda la verdad de lo que les había sucedido a Charles, a Jean Pierre y a Philip. Julian llevaba el anillo con el sello de Charles, y Valerie lucía una joya gemela colgada del cuello en una cadena. El de ella había pertenecido en otros tiempos a Jean Pierre. Ella no había deseado ponérselo. La embargaba la sed y quería terminar cuanto antes con el viejo Garoux, sin charlas ni retrasos. Sin embargo, Damon Julian había acallado sus protestas con palabras suaves y mirada fría, ante lo cual ella se había colgado el anillo y, sumisa, había atendido a la revelación.

Cuando Julian hubo terminado su relato, Garoux estaba temblando, con sus ojos legañosos llenos de lágrimas, de dolor y de odio. Y entonces, sorprendentemente, Damon Julian le había ordenado a Sour Billy que le tendiera al anciano su cuchillo. “Aún no está muerto”, había protestado Billy. “Le cortará el cuello, señor Julian.”

Pero Julian se limitó a mirarle y sonreír, así que Sour Billy se había sacado el cuchillo para depositarlo en la mano arrugada y temblorosa de Garoux. Al anciano le temblaban tanto las manos que Billy temió que se le cayera el instrumento, pero de algún modo Garoux consiguió sostenerlo. Damon Julian se sentó entonces en un lado del lecho.

—René —dijo—, mis amigos están sedientos.

Tenía la voz tan suave, tan líquida. Fueron sus únicas palabras. Alain acercó un vaso de fino cristal con el escudo de la familia grabado, y el viejo René Garoux se abrió con toda parsimonia la vena de la muñeca y llenó el vaso con su sangre, sin dejar de llorar y temblar. Valerie, Alain y Adrienne se pasaron el vaso de mano en mano, pero dejaron que fuera Damon Julian quien lo apurara, mientras Garoux se desangraba en el lecho.

—Garoux nos proporcionó unos buenos años —decía Kurt. Sus palabras hicieron que Sour Billy volviera de sus recuerdos—. Ricos y seguros, sin compañía, y con la ciudad aquí para cuando quisiéramos visitarla. Comida, bebida y negras esperándonos. Una muchacha de lujo cada mes.

—Y, sin embargo, eso ha terminado —dijo Julian, un tanto pesaroso—. Todo tiene que acabar, Kurt. ¿Te apena?

—Las cosas ya no eran como antes —admitió Kurt—. Había polvo por todas partes, la casa se caía a pedazos, habían ratas. No tengo muchas ganas de trasladarme otra vez, Damon. En el mundo exterior, no estamos nunca seguros. Tras una cacería, siempre viene el miedo, el esconderse, el huir. No querría volver a eso.

Julian le sonrió con ademán sardónico.

—Tiene sus inconvenientes, lo admito, pero también tiene ventajas. Eres joven, Kurt. Recuerda siempre que, por mucho que ladren, tú eres el amo. Tú les verás morir, a ellos y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. La casa de los Garoux está en ruinas. No sucede nada. Todas las cosas que hace el ganado acaban por convertirse en ruinas. Yo he visto Roma convertirse a sí misma en polvo. Solamente nosotros continuamos —se encogió de hombros—. Y todavía podemos encontrar otro René Garoux.

—Mientras estemos contigo —intervino Cynthia con voz nerviosa. Era una mujer delgada y hermosa, de ojos castaños, que se había convertido en la favorita de Julian desde que éste despidiera a Valerie, pero hasta Sour Billy podía advertir que se sentía insegura de su posición—. Es peor cuando estamos solos.

—¿Así que no quieres dejarme?—le preguntó Damon Julian con una sonrisa.

—No —contestó ella—. Por favor…

Kurt y Armand también tenían los ojos puestos en él. Julian había empezado a despedir a sus compañeros un mes antes, bruscamente. Valerie fue la primera en exiliarse, tal como había pedido, aunque Julian la había enviado río arriba no con el problemático Jean, sino con el moreno y hermoso Raymond, que era fuerte y cruel y, según algunos, hijo del propio Julian. Raymond se cuidaría de mantenerla a salvo, había dicho Damon Julian con sorna aquella noche, cuando Valerie tenía que partir. La noche siguiente, fue Jean el despedido, solo, y Sour Billy pensó que allí terminarían las expulsiones. Se equivocaba. Damon Julian tenía algún nuevo plan en la cabeza, y así Jorge fue despedido a la semana siguiente, y luego Clara y Vincent, y luego los demás, solos o por parejas. Ahora, los que quedaban sabían que ninguno de ellos estaba a salvo.

—¡Ah! —suspiró Julian mientras miraba a Cynthia, complacido—. Bien, ahora ya somos sólo cinco. Si tenemos cuidado, podemos hacer que cada muchacha nos dure hasta un mes o dos, si bebemos poco a poco. Sí, creo que así podemos aguantar hasta el invierno. Para entonces, uno de los otros nos hará llegar alguna noticia, quizá. Ya veremos. Hasta entonces, puedes quedarte conmigo, querida. Y Michelle también. Y tú, Kurt.

Armand pareció desmoronarse.

—¿Y yo? —barboteó—. Damon, por favor…

—¿Qué sucede, Armand? ¿Es la sed? ¿Se debe a ella ese temblor? Contrólate. ¿Te pondrás a desgarrar y morder cuando consigamos a esas amiguitas de Billy? Ya sabes cuánto me disgustaría… —continuó con los ojos semicerrados—. También tengo mis planes para ti, Armand.

Armand bajó la mirada y la fijó en su taza vacía.

—Yo me quedo —anunció Sour Billy.

—¡Ah!—exclamó Julian—. Naturalmente, Billy. ¿Qué íbamos a hacer sin ti?

A Sour Billy Tipton no le agradó mucho la sonrisa que mostró Julian, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Poco tiempo después, partieron hacia el lugar que Billy había prometido enseñarles. La casa estaba a la salida del Vieux Carré, en la parte americana de Nueva Orleans, pero no a gran distancia. Damon Julian iba delante, caminando por las estrechas callejas iluminadas por farolas de gas codo con codo con Cynthia, luciendo una fantasmal sonrisa mientras contemplaba los balcones de hierro forjado, las verjas que se abrían a los jardines, con sus fuentes y adornos, y las lámparas de gas colgando de los soportes de hierro. Sour Billy les indicaba la dirección. Pronto llegaron a la parte más oscura y mísera de la ciudad, donde los edificios eran de madera o de ladrillos de poca calidad que casi se deshacían al tacto, hechos de arena y caparazones de ostras y moluscos. Ni siquiera las instalaciones de gas habían llegado hasta aquel rincón, pese a que la ciudad ya gozaba de la luz de gas desde hacía más de veinte años. En las esquinas, las lamparas de aceite colgaban de pesadas cadenas de hierro dispuestas en diagonal sobre las calles, aguantadas por grandes ganchos clavados en los muros de los edificios. Las lámparas ardían con una luz humeante y sensual. Julian y Cynthia pasaron de zonas de luz a otras en sombras nuevamente a la luz y otra vez a las sombras. Sour Biliy y los demas los seguían.

Un grupo de tres hombres surgió de un callejón y se cruzo con ellos. Julian los ignoró, pero uno de los hombres reconoció a Sour Billy al pasar bajo una luz.

—¡Tú! —dijo el hombre.

Sour Billy volvió la vista hacia el grupo, sin decir nada. Eran unos jóvenes criollos, medio borrachos y, por tanto peligrosos.

—Yo le conozco a usted, monsieur —dijo el hombre, se acercó a Sour Billy, con su rostro moreno enrojecido por el alcohol y la ira—. ¿Se ha olvidado de mí? Yo estaba con Georges Montreuil el día que le dejó en ridículo en la Lonja Francesa.

Sour Billy le reconoció entonces.

—Bien, bien —masculló.

—Monsieur Montreuil desapareció una noche de junio, tras una velada de juego en el “San Luis” —dijo el hombre fríamente.

—No sabe cuánto lo siento —respondió Sour Billy—. Supongo que debió ganar demasiado y le asaltaron para su desgracia.

—No, monsieur. Perdió. Llevaba semanas seguidas perdiendo. No tenía nada que mereciera la pena robarle. No, no creo que fuera un robo. Más bien creo que fue usted, señor Tipton. Había estado preguntando por usted. Quería tratarle como la escoria que es. Usted no es un caballero. Si lo fuera, yo le desafiaría. Sin embargo, si se atreve a asomar otra vez la nariz por el Vieux Carré, tiene usted mi palabra de que le azotaré por las calles como si fuera un negro, ¿me oye?

—Le oigo —contestó Sour Billy, al tiempo que escupía sobre la bota del hombre.

El criollo maldijo y su rostro empalideció de rabia. Se adelantó un paso e intentó atacar a Sour Billy, pero Damon Julian se interpuso entre ambos y detuvo al agresor poniéndole una mano contra el pecho.

—Monsieur —musitó Julian con una voz dulce como vino y miel. El hombre se detuvo, confuso—. Puedo asegurarle que el señor Tipton no le causó ningún daño a su amigo, señor.

—¿Quién es usted?—preguntó el otro.

Incluso medio borracho, el criollo reconocía perfectamente que Julian era un tipo de persona muy distinto a Sour Billy, sus ropas elegantes, sus rasgos fríos, su voz cultivada le catalogaban inmediatamente como un caballero. Los ojos de Julian brillaron peligrosamente a la luz de la lámpara.

—Soy el patrono del señor Tipton —dijo Julian—. ¿Quiere que tratemos este asunto en otro sitio que no sea la calle? Sé de un lugar cerca de aquí donde podremos sentarnos bajo la luz de la luna y tomar una copa mientras charlamos. ¿Me permite invitarle a usted y a sus amigos a un refrigerio?

Uno de los criollos se adelantó hasta donde estaba el primero.

—Vamos a ver qué nos cuentan, Richard.

De mala gana, el hombre aceptó.

—Billy —dijo entonces Julian—, enséñanos el camino.

Sour Billy disimuló una sonrisa, asintió y emprendió la marcha. En el cruce siguiente, torció por un callejón y continuó hasta un patio que estaba a oscuras. Sour Billy se sentó en el borde de una fuente cubierta de verdín. El agua mojó sus pantalones, pero no se preocupó por ello.

—¿Qué es esto?—preguntó el amigo de Montreuil—. ¡Aquí no hay ninguna taberna!

—Bueno —dijo Sour Billy Tipton—, bueno. Debo haberme confundido.

Los demás criollos habían entrado en el patio, seguidos del grupo de Julian. Kurt y Cynthia se quedaron a la entrada del callejón y Armand se acercó a la fuente.

—Esto no me gusta —dijo uno de los hombres.

—¿Qué significa esto?

—¿Significar?—repitió Julian—. ¡Ah! Un patio oscuro, la luz de la luna, un pozo… Su amigo Montreuil murió en un lugar como éste, monsieur. No en este precisamente, sino en uno muy parecido. No, no mire a Billy. No tuvo nada que ver. Si quiere pelearse con alguien, tendrá que hacerlo conmigo.

—¿Con usted? —dijo el amigo de Montreuil—. Como quiera. Permítame retirarme un momento. Mis compañeros serán mis padrinos.

—Desde luego —contestó Julian. El hombre se retiró unos pasos y conferenció brevemente con sus dos amigos. Uno de ellos se adelantó. Sour Billy se levantó del brocal del pozo y se situó junto a él.

—Yo seré el padrino del señor Julian —dijo—. ¿Quiere que acordemos las reglas?

—Usted no es un padrino adecuado —empezó a decir el hombre. Tenía un rostro atractivo y el cabello castaño oscuro.

—Las reglas…—repitió Sour Billy, al tiempo que se llevaba la mano a la espalda—. A mí me encantan los cuchillos.

El hombre emitió un pequeño gruñido y dio un paso atrás, tambaleándose. Bajó la mirada, aterrorizado. El cuchillo de Sour Billy se había clavado profundamente en su garganta y una lenta mancha de sangre se esparcía por su traje.

—Dios… —murmuró el hombre.

—Yo soy así —continuó Sour Billy—. No soy un caballero, ni un monsieur, ni un padrino adecuado. Tampoco los cuchillos son armas adecuadas.

El hombre cayó de rodillas y sus amigos advirtieron entonces lo que acababa de suceder, y empezaron a alarmarse.

—Ahora le toca al señor Julian —prosiguió Sour Billy—. El tiene gustos distintos. Su arma favorita —sonrió— son los dientes.

Julian se ocupó del amigo de Montreuil, el llamado Richard. El otro dio la vuelta y empezó a correr. Cynthia se abrazó a él en el callejón y le dio un beso largo y húmedo. El hombre luchó por desasirse, pero no pudo liberarse del abrazo. Las blancas manos de la mujer se cerraron sobre la nuca del criollo y sus unas largas y afiladas como navajas de afeitar le abrieron las venas. En boca de la mujer sofocó su grito.

Sour Billy sacó el cuchillo del cuello del hombre mientras Armand se inclinaba para atender a su víctima, aún agonizante. A la luz de la luna, la sangre que corría por la hoja parecía casi negra. Billy empezó a limpiarla en la fuente, pero luego dudó, se la llevó a los labios y lamió su superficie, con cuidado. Hizo un gesto extraño. Tenía un sabor terrible, en nada parecido a lo que había soñado. Sin embargo, aquello cambiaría cuando Julian le convirtiera en uno de los suyos, estaba seguro.

Sour Billy limpió el cuchillo y lo guardó. Damon Julian le había cedido a Kurt el cuerpo de Richard y estaba de pie, solitario, contemplando la luna. Sour Billy se aproximó a él.

—Nos han ahorrado un buen dinero —dijo.

Julian sonrió.

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