Un hombre joven tenía muchas cosas que hacer, había muchas tareas que la comunidad le exigía, aunque ya estuviera casado, y con una mujer notable como Iguo. Dado el extraordinario progreso de pTo, los demás querían emularlo, esperaban de él que fuese un modelo para los jóvenes.
Pero no todos. Muchos sólo lo consideraban un chasco, un escándalo en el peor de los casos. Era demasiado joven. Iguo sólo se había casado con aquel chiquillo porque su bisabuela Upua había hecho lo mismo con Kiti. Casarse con un hombre joven se había convertido en tradición familiar para las mujeres de ese linaje, y pTo no era Kiti, como muchos se apresuraban a señalar.
—Tú no eres Kiti —dijo Poto, el otro-yo de pTo.
—Mejor para ti que no lo sea —comentó pTo—. Su otro-yo murió el año en que él hizo su escultura y fue escogido por Upua.
—No puedes ir por ahí haciendo locuras. No van a perdonarte nada. Si eres brillante, dirán que eres altanero. Si titubeas, dirán que te habías excedido en tus ambiciones. Si eres cordial dirán que eres condescendiente. Si eres orgulloso dirán que eres soberbio.
—Entonces da lo mismo que haga lo que quiera.
—Sólo recuerda que también arrastrarás mi nombre por el lodo. Si tú eres un lunático, ¿qué soy yo?
—Una pobre víctima de mi locura —respondió pTo—. Quiero ir a la torre.
Descansando en la gruesa rama de un árbol, vigilaban un rebaño de gordos pavos. Los pavos eran bastante dóciles, demasiado tontos para saber qué les deparaba el destino. El peligro eran los diablos, pues les gustaba robar los rebaños de la gente. Los diablos eran criaturas haraganas que nunca hacían su propio trabajo, salvo cavar horribles agujeros en el suelo y tallar el corazón de los árboles. Durante la temporada de partos, acudían en gran número, y a veces robaban hasta un tercio de los neonatos de ese año. Por eso tanta gente había perdido a su otro-yo. Durante el resto del año, en cambio, perseguían bandadas y rebaños.
—Estamos de guardia —dijo Poto.
—Estamos vigilando lo que no debemos —insistió pTo—. Los Antiguos de la torre son las criaturas más importantes del mundo.
—Pero Boboi… ella dice que son nuestros enemigos.
—¿Y por qué al antepasado de mi esposa le fue revelado el rostro de un Antiguo, si no han de ser nuestros amigos?
—Para advertirnos —respondió Poto.
—Los Antiguos conocen secretos, y si no trabamos amistad con ellos contarán esos secretos a los diablos. Entonces sí que serán nuestros enemigos.
—Está prohibido —dijo Poto—, y tenemos responsabilidades. Y por muy joven que te hayas casado, no eres Kiti.
PTo sabía que su otro-yo tenía razón, como de costumbre, pero pTo se negaba a admitirlo, porque sabía que si él no averiguaba nada sobre los Antiguos, nadie más lo haría. Nadie más se animaba.
—No soy Kiti —aceptó pTo—, pero soy el único hombre que no teme ser rechazado por las mujeres por ignorar la prohibición de Boboi de visitar a los Antiguos.
—No eres el único hombre casado.
—Sabes a qué me refiero. Los ancianos no quieren ir. Se vuelven un poco lentos, un poco gordos. Para ellos es demasiado peligroso internarse en el corazón del territorio diablo.
Uno de los pavos decidió que lo necesitaban con urgencia en el matorral y se puso a gluglutear y a correr. Sin decir palabra. Poto bajó de la rama y voló frente al ave, gritando. El ave se detuvo, mirando estúpidamente al hombre que batía las alas frente a él. Poto se posó en el suelo, saltó en el aire, y al saltar pateó al pavo en la cara. El pavo chilló, dio media vuelta, trotó hacia el rebaño.
Cuando Poto se reunió con él en la rama, pTo no pudo contenerse.
—Lo que acabas de hacer con ese pavo es lo que Boboi está haciendo con todos los hombres. Poto suspiró.
—Déjame en paz, pTo.
—Lo que digo, Poto, es que iré allí. Puedes cuidar el rebaño solo.
—Lo cuidamos de dos en dos porque se necesita un hombre para vigilar los pavos y otro para cuidar al hombre, para que no lo cojan por sorpresa.
—Entonces ven conmigo —dijo pío—. No me avergüenza admitir que tengo miedo de ir solo.
—Yo tengo miedo de ir de cualquier modo, y tú también deberías tenerlo.
—Entonces adiós, otro-yo, mi mejor-mente. Tal vez mi Iguo se case contigo cuando yo haya muerto. —En los viejos tiempos, ambos ya estarían casados con ella. A veces pTo deseaba que eso no hubiera cambiado.
—Sí, todo es un poema para ti —dijo Poto con desdén, pero pTo no era sordo a la emoción que se ocultaba tras esas duras palabras.
—Mi muerte, cuando llegue, será una muerte que cantarán los poetas.
—Mejor una vida que tus hijos recuerden con alegría que una muerte que los poetas recuerden con canciones.
—Me cuesta creer que no seas un viejo, cuando citas tonterías como ésa.
—Ve si quieres.
PTo brincó de la rama. Poco después se remontaba en el aire, elevándose por encima de las copas de los árboles.
—¡Cuídate la espalda, obediente! —le gritó a Poto.
—¡No! —gritó Poto, enfurruñado—. No haré tu trabajo por ti.
Esas palabras le dolían, pero pTo continuó su vuelo valle abajo. Sabía que otros lo verían, y sabía que mientras Poto estuviera valle arriba corría poco peligro; otros dirían que era tan antinatural que ni siquiera amaba a su otro-yo. Que dijeran lo que quisieran. Boboi estaba equivocada. Era un gran peligro ignorar a los Antiguos. PTo los observaría, los estudiaría, tal vez entablara conversación con ellos. Aprendería su idioma. Buscaría su amistad. Averiguaría sus antiguos secretos. Era mejor llevar conocimiento a su pueblo que meras chucherías. Su arca de artefactos de los Antiguos no era grande, pero habían tardado muchas generaciones en juntarla. Nada de ello valía nada, porque nada significaba nada. Lo que se necesitaba era conocimiento; los secretos debían revelarse. Y no deben ser revelados a los diablos, sino a nosotros.
No estaba lejos. pTo ni siquiera estaba cansado cuando tuvo la torre al alcance de la vista.
La había visto antes, desde lejos, y siempre se maravillaba. ¿Quién podía modelar una cosa tan lisa y alta? Era brillante como el sol en el agua, y los árboles parecían matas inclinándose para adorarla.
¿Por qué los Antiguos habían ido a morar entre los diablos y no entre la gente? ¿Era posible que fueran demonios y no enviados de los dioses? Pero no habían surgido del suelo, sino bajado del cielo. ¿Cómo podían entonces ser moradores del infierno?
Podían ser moradores del infierno porque habían posado la torre junto a un bosquecillo de gruesos y antiguos árboles. Por doquier se veían indicios de una ciudad diabla. Árboles muertos, depresiones donde se habían derrumbado viejos túneles, y en las cercanías, colinas rocosas que contenían kilómetros de cavernas donde los diablos practicaban su obsceno canibalismo. Los Antiguos tenían que haber visto todo eso, tenían que saberlo, pero habían construido su aldea donde los diablos podían observarlos sin abandonar su madriguera. ¿Por qué harían eso los Antiguos, si no se proponían ser amigos de los diablos? Quizá ya lo fueran, quizá ya fuera demasiado tarde.
Pero si es demasiado tarde, veré los signos de su alianza. Tendré una idea del peligro y regresaré con un informe. Cuando el peligro sea evidente, dejarán de escuchar a Boboi. Pero entonces vendremos aquí a guerrear en vez de a aprender, y tal vez los Antiguos nos ataquen desde el cielo con su magia. Los Antiguos viven en una torre que se yergue sobre cimientos de fuego. Ni siquiera el mayor guerrero del pueblo podría irritarlos más que un mosquito.
No debe haber guerra. Debe haber amistad. Debo encontrar un modo de trabar amistad.
Los diablos sin duda lo habían visto. El vuelo era la salvación del pueblo, pero también su maldición, al menos de día. Podían brincar al cielo para escapar del enemigo, pero el enemigo podía mirar el cielo para ver si se acercaban. Esa diferencia había sido fundamental. El pueblo era franco y honesto, los diablos taimados y arteros. El pueblo vivía en el reino del sol y las estrellas, los diablos en el reino de los gusanos y las lombrices. El pueblo era ligero como el aire, y en consecuencia espiritual, similar a los dioses; los diablos eran pesados y torpes, y en consecuencia terrenales, similares a la piedra.
Pero si un diablo capturaba a un hombre, podía romperle los huesos como si partiera una ramita. Era imposible pelear con los diablos mano a mano. Un hombre podía, a lo sumo, arrojarles una lanza. Luego tenía que volar o morir. Ni siquiera podía alzar un peso muy grande, ni siquiera una piedra para arrojarla a la cabeza de un diablo, o al menos no una piedra de suficiente tamaño para causarle daño.
Ni siquiera podía alzar a su propio hijo cuando el niño estaba en esa edad difícil, demasiado mayor para llevarlo en vuelo, demasiado joven para volar. Así que en esa época del año los diablos atacaban, y los padres tenían que hacer la terrible elección: qué hijo llevar entre ambos a buen recaudo. Algunos lograban regresar a tiempo para salvar al segundo. Algunos tenían la suerte de contar con hijos mayores que todavía no se habían apareado y podían salvar al otro mellizo. Así había sobrevivido Poto, porque él y pTo habían sido terceros hijos. Era raro el primer hijo cuyo otro-yo hubiera sobrevivido.
Conque los diablos lo observaban, preguntándose a qué había ido. Salivando, sin duda, al pensar en asestarle una dentellada. Bien, pTo era joven y ágil, así que nadie lo atraparía. Era tan liviano que podía posarse en ramas altas a las que los diablos no podían trepar sin sacudirlas. Tenía un oído tan agudo que podía oír el sonido de sus dedos clavándose en la corteza del árbol.
Correría peligro si caía en una trampa, pero si se cuidaba estaría a salvo.
pTo tuvo un pensamiento inquietante: todo hombre o mujer capturado por los diablos debía haber pensado exactamente lo mismo, hasta el momento en que comprendió que se equivocaba.
La aldea de los Antiguos era pequeña en cantidad de habitantes pero enorme en tamaño. Las casas eran gigantescas. Habían talado y partido árboles enteros para construir las paredes y los techos de los edificios, salvo de los pocos hechos de sustancias extrañas que pTo nunca había visto. Era difícil entender para qué eran los edificios. El grande debía de ser un dormitorio. Pero ¿por qué había sólo uno? ¿Acaso los machos y hembras solteros dormían en la misma casa? Inconcebible.
Escogió su punto de observación, una rama delgada, con resistencia suficiente para permitirle lanzarse en un raudo vuelo, con muchas hojas para ocultarse de los Antiguos. Inspeccionó el tronco del árbol, pero era tan delgado que los diablos no podían haberlo ahuecado, así que no tenía que temer que usaran una puerta oculta en el árbol para caer sobre él. Para atraparlo, un diablo tendría que trepar por la parte externa del tronco, y pTo lo oiría.
A menos que no le oyera, a menos que pudieran ahuecar un árbol tan delgado…
pTo ignoró sus temores y se puso a mirar. Miró todo el día, y al atardecer había aprendido muchas cosas nuevas y extrañas. Lo más asombroso era que todos los adultos parecían estar casados, y que cada pareja vivía en su propia casa. De día un par de adultos y todos los pequeños usaban el edificio más grande; obviamente los Antiguos tenían una escuela. Pero ¿en el interior? Para pTo no tenía sentido encerrar a los niños para enseñarles cosas sobre el mundo.
pTo también aprendió que todos vivían en los edificios de madera; los edificios hechos de esa sustancia extraña y lisa servían como almacén o para un propósito arcano, pues rara vez los visitaban, y sólo para buscar una herramienta o algo parecido y devolverla a su sitio.
Los Antiguos tenían algunos animales en corrales, pero muy pocos, y eran extraños. Un par de ellos parecían cabras, pero eran enormes. Un par de ellos parecían vacas, pero eran diminutos. Y había muchos lobos —al menos ladraban, gañían y aullaban como lobos— y corrían libremente entre los Antiguos. ¡Amigos de los lobos! ¿Qué clase de criaturas eran esos Antiguos? ¿No temían por la seguridad de sus hijos? ¿O sus hijos nacían fuertes? No, en absoluto. pTo vio que una pareja de Antiguos llevaba niños colgando, y los niños parecían totalmente desvalidos.
Al principio el defraudado pTo creyó que todos los niños eran hijos únicos. Caía la tarde cuando comprendió que dos de los pequeños eran idénticos, y que tenían los mismos padres. ¿Tendrían un otro-yo? Sin embargo, los dos no iban siempre juntos; por eso pTo no había comprendido que no eran el mismo niño hasta el atardecer. Reflexionó sobre esto: sólo un par-natal entre todos los niños. ¿Acaso los padres Antiguos habían tenido tan mala suerte que habían perdido a los demás? ¿O era posible que sólo algunos niños nacieran en pares y todos los demás fueran únicos? ¿Qué eran entonces… animales?
Más tarde tendría tiempo para pensar en ello. Cuando hubiera aprendido el idioma, tal vez hallara el modo de hacer esas preguntas tan impertinentes. Por ahora sólo podía observar. Pero observaría especialmente a ese par, para ver cómo podían vivir su infancia tan separado el uno del otro. pTo se preguntó si eran mucho más fuertes que el pueblo o si no se tenían afecto.
Durante el día notó que la mayoría de los adultos pasaba mucho tiempo en la gran zona despejada, donde habían marcado la tierra con muchas hileras, como si aflojaran la arcilla para hacer una escultura descomunal, aunque el suelo estaba suelto y no se habría sostenido de haber intentado modelarlo. Pero después de observar varias horas, pTo comprendió que aquellos surcos tal vez fueran una etapa inicial de esos cuatro extraños prados cubiertos de hierba de diferente altura, pues también allí las raíces de la hierba parecían crecer en hilera. Y había otras zonas donde habían puesto plantas a propósito, y dos Antiguos fueron a una de ellas a recoger melones que luego abrieron y compartieron con los trabajadores mediado el día.
Éste fue el primer secreto que pTo aprendió de los Antiguos: que en vez de recordar año tras año dónde crecían las mejores plantas y tener cuidado de dejar una ofrenda de frutos y raíces en la tierra para que la Madre les diera nuevas plantas al año siguiente, podían llevarse las ofrendas de su lugar original de crecimiento y formar rebaños como si de pavos o cabras se tratase, de modo que bastaran poco hombres y mujeres para cuidarlas. Claro que esto sería peligroso. Los diablos sólo tendrían que encontrar un prado artificial como ése, y luego aguardar al acecho la llegada de los recolectores. Tal vez el pueblo no pudiera aprovechar ese secreto de los Antiguos. Aunque tal vez sí.
Por lo pronto, los diablos sí podían usarlo. Pero los diablos podrían haber aprendido fácilmente el secreto del pueblo, reunir animales en manada para que estuvieran a salvo de los depredadores y produjeran buena comida. En cambio, los diablos sólo habían aprendido a buscar los rebaños del pueblo para robar. Sin duda los diablos ya estaban planeando robar fruta y semillas de los prados de los Antiguos.
Esto era lo más raro de todo. Nadie montaba guardia. Algunos niños se turnaban en dos prados, uno donde la hierba maduraba toda al mismo tiempo y uno que tenía surcos nuevos, donde las aves parecían encontrar semillas recién plantadas. Allí los niños vigilaban las aves y las ahuyentaban cuando se posaban en tierra.
Se defienden de las aves, pero no de los diablos.
¿Eso significaba que los Antiguos ya eran amigos de los diablos? ¿O que ya los habían conquistado y sometido?
O tal vez —¿era posible?— los diablos habían sido tan sigilosos, y los Antiguos tan descuidados, que éstos no habían notado que los diablos los observaban.
Sin duda los Antiguos podrían ver algo de lo que veía pTo. Durante el día había visto varias partidas de diablos saliendo de la tierra o trepando a los árboles para mirar. pTo había visto que varios diablos se fijaban en él, y estaba seguro de que tramaban algún plan para capturarlo, o al menos ahuyentarlo. Los diablos eran inteligentes, pero no tanto. ¿O tal vez los Antiguos eran poco observadores? ¿Cómo podían ser tan poderosos si eran demasiado estúpidos para fijarse dónde estaban los diablos, qué estaban observando, dónde tendrían sus trampas?
Se puso el sol.
Era la hora en que los diablos se servirían de la trampa que habían planeado todo el día. De noche también se dedicarían a espiar a los Antiguos y a robarles. En la luz evanescente ya veía que los diablos se reunían en el linde del prado, pero los Antiguos no dieron la alarma, y su vigilancia parecía mínima: un hombre que caminaba con un farol en la mano (¡sin derramar nada!). Un farol. No tenía sentido. ¿Por qué no anunciar que se acercaba para que sus espías pudieran ocultarse?
pTo oyó un ruido tenue y áspero y notó que su rama vibraba. Sintió la tentación de esperar, de frustrar al diablo, de fingir que no sabía que lo acechaban. Pero después pensó que tal vez no recibiera otra advertencia. Tal vez el diablo esté más cerca de lo que creo. Y si me quedo un instante más…
Se elevó en el cielo y oyó un chillido de decepción, tan agudo y cercano que creyó sentir el aliento del diablo en la espalda. Así muere la gente, pensó. Por esperar más de la cuenta.
Ascendió a buena altura. Estaba un poco rígido después de pasarse quieto todo el día. Habría sido mejor si hubiera podido clavar las manos y los pies para colgar cabeza abajo, pero entonces habría corrido el peligro de quedarse dormido. No, esa rigidez era el precio por permanecer erguido e inmóvil todo el día. Aunque, por lo que había visto de los Antiguos, quizá no fuera necesario ser tan precavido. Tal vez pudiera ponerse a cantar y bailar y aun así los Antiguos no lo verían.
Sabía que los diablos ahora estarían en los prados de los Antiguos, pero pensó que debía correr el riesgo y coger muestras de las hierbas que estaban cultivando con tan perfecta sincronía. Primero fue al campo más maduro y vio de inmediato que el peligro era extremo. Los tallos no tenían fuerza para sostenerlo, aunque sí altura suficiente para estorbar su vuelo. Y lo que era peor, susurraban continuamente en la brisa, de modo que pTo no oiría los sigilosos sonidos de los diablos al desplazarse por la hierba. No se animaba a posarse en el suelo. Todos los diablos que hubiera en la hierba lo habrían visto, aunque él no pudiera verlos a ellos, y era posible que descendiera a pocos palmos de alguno y sólo se enterase cuando esas potentes manos le apretaran los brazos o las piernas o le desgarraran la resistente y delgada piel de las alas.
No se atrevía a descender, pero lo hizo, porque no regresaría de su expedición sin un trofeo. Los secretos que había aprendido eran lo más valioso que podía llevarse, lo sabía, pero se enfrentaría mejor a las críticas de Boboi si también llevaba algo en las manos. Así que descendió y se puso a partir tallos, tan cerca del suelo como pudo. No se molestó en mirar a su alrededor. De todos modos no habría visto nada. Si un diablo estaba muy cerca, era hombre muerto en cualquier caso, y si los diablos estaban más lejos, detenerse a buscarlos por entre esa hierba impenetrable no haría sino darles tiempo a aproximarse.
¿Cuántos tallos? Uno. Dos. Tres. Llevaba tiempo partirlos, ponerlos uno junto al otro. ¿Cuánto tiempo tendría? Cuatro. Cinco. ¿Cuántos tallos más necesitaba? Seis. Siete. ¿Todos estaban maduros? ¿O sólo llevaría tallos verdes, para su vergüenza? Ocho. Nueve.
Suficiente. Listo. A volar.
Cogiendo los tallos con un pie, se acuclilló y saltó hacia el cielo con todas sus fuerzas. Apenas podía desplegar las alas en la hierba, así que tuvo que extenderlas totalmente cuando se elevó por encima de los tallos, y una vez allí necesitó todas sus fuerzas para remontarse en el aire. Por un momento aterrador revoloteó justo sobre los tallos, avanzando sin elevarse. Debajo vio ojos —cuatro, seis, ocho— reluciendo en el claro de luna, brincando hacia él mientras pasaba. Si hubieran sido más altos, o si pTo hubiera sido más lento, ahora estaría echado entre los tallos mientras lo descuartizaban y se llevaban sus trozos a las madrigueras para compartirlos con sus mugrientas hembras.
Pero no eran más altos, y pTo no era más lento, así que se elevó y voló hacia la aldea de los Antiguos. Tenía que tocar uno de los edificios que no eran de madera. Pero esto era menos peligroso. Ningún diablo se había internado en la aldea, y el Antiguo del farol tal vez no lo viera. Además estaría en el techo, sin nada que le impidiera remontar vuelo.
El techo cedió levemente bajo su peso. Como sólo podía sostenerse con el pie que no aferraba los tallos de hierba, tuvo que encorvarse y usar las manos para palpar su textura. Tejido como un nido provisional, como un cesto, pero asombrosamente prieto y delicado. Ni siquiera el agua podía atravesar una urdimbre tan estrecha. Y pTo ni siquiera podía imaginar de qué fibras estaba hecha. Había brillado a la luz del sol. ¿Por qué los Antiguos mataban árboles para construir sus casas, cuando podían tejer una techumbre tan perfecta?
Una última tentación, después de la casa lisa. Voló hasta la base de la torre y la tocó. No se parecía en nada a la casa tejida. No cedía. Era como piedra, aunque no tan fría al tacto. Cuando pTo la golpeó suavemente con los nudillos, emitió una vibración tenue, como varios de los artefactos de los Antiguos que había en la aldea. Algo que seguía siendo verdad acerca de los Antiguos; incorporaban música a las cosas que fabricaban.
Un ruido lo sobresaltó, parecido a una voz, pero más alto y profundo. Se asustó tanto que echó a volar sin pensar. Sólo cuando estuvo en el aire pudo volverse para sobrevolar el lugar y ver quién había hablado. Era realmente una voz. Un Antiguo. Un varón. ¿Cómo se había acercado tan quedamente? Los Antiguos eran ruidosos en todo, como los sordos. Este también gritaba como un sordo, con voz estentórea y vibrante. Pero había podido acercarse a pTo tan quedamente que…
Tan quedamente que era obvio que no quería atacarlo. Debía de estar sentado a la sombra de la torre. Sentado desde antes. ¿Habría notado algo? ¿Habría visto los tallos que pTo había robado? ¿Estaría furioso? ¿Este robo convertiría a los Antiguos en enemigos del pueblo?
pTo pensó: No debo contar a nadie que el Antiguo me vio.
Pero descartó la idea de inmediato. Si alguna vez nos hacemos amigos de los Antiguos, recordarán los tallos que les robé del prado. Entonces soportaré el castigo. Pero mi gente ya sabrá que me vieron robar. Sabrá que dije la verdad desde el principio acerca de todo lo que hice, incluido el error de dejarme ver. Muchos me criticarán por mi descuido, pero nadie dudará de mi sinceridad, ni alegará que modifiqué mi informe para embellecerlo. Es mejor tener la confianza del pueblo que su respeto. Con confianza, podré ganarme su respeto después; sin ella, el respeto nunca sería merecido, y sería como veneno.
Cansado después de un día de inmovilidad, y sin saber cómo lo recibirían, pTo echó a volar sobre el desfiladero, hacia el valle donde vivía el pueblo.
Oykib miró al murciélago gigante que se alejaba sobrevolando el desfiladero. Sabía que para otros esto significaría el comienzo del cumplimiento de los viejos sueños, los sueños del Guardián de la Tierra. Pero para Oykib era otra cosa. El había oído la voz del Guardián hablándole a este visitante, y la había entendido.
La voz del Guardián era extraña. Era más sorda que la voz del Alma Suprema, menos nítida. Decía más con imágenes que con ideas, más con deseos que con emociones. A Oykib le costaba entender. Al llegar a la Tierra había tardado varias semanas en comprender que oía la voz del Guardián. Las conversaciones entre los humanos y el Alma Suprema eran mucho más claras; la voz del Guardián era como un trueno distante, una brisa entre las hojas. Más que oírse, se sentía. Pero cuando reparó en ella, cuando comprendió lo que era, se puso a escucharla. Sentado a la sombra de la nave estelar al anochecer, se concentraba gradualmente hasta que la voz estrepitosa del Alma Suprema pasaba a segundo plano.
Era más difícil porque el Guardián no hablaba continuamente con los humanos. Un sueño de cuando en cuando, a veces un deseo; y los sueños no siempre llegaban en momentos en que Oykib pudiera oírlos claramente. Pero el Guardián entablaba un diálogo casi constante con otra persona. Con muchas personas, que parecían rodear la aldea de Rodina, aunque no lograba precisar a qué distancia estaban. El problema era comprender lo que decían. Los sueños y deseos que captaba no tenían sentido. Al principio creyó que se debía simplemente a la confusión. Eran demasiados, eso era todo. Pero luego, cuando pudo distinguir un sueño de otro, cuando comenzó a seguir una ilación determinada, comprendió que la extrañeza era inherente a los mensajes. El Guardián acicateaba a esas personas con deseos que Oykib jamás había sentido, que no podía comprender; y de pronto había algo claro. El deseo de cuidar a un niño. El deseo de no pasar vergüenza frente a los amigos. Y cuanto más escuchaba, más entreveía esas extrañas apetencias: deseo de cavar, de raspar madera con las manos. Deseo de embadurnarse con arcilla. Estas cosas no tenían sentido, pero mientras Oykib estaba a la sombra de la nave, despojándose de su humanidad, esos deseos lo barrían y se sentía diferente. Otro. Distinto.
Él y Chveya habían especulado sobre ello, pues también ella había entrevisto, por el rabillo del ojo, hebras inexplicables que no conectaban a un ser humano con otro.
—Y sin embargo es imposible que vea esas cosas —le había dicho—. Yo sólo veo las hebras que conectan a personas que puedo ver, o al menos a personas que conozco. Pero no he visto a nadie a quien puedan pertenecer esas hebras.
—O las has visto por el rabillo del ojo —había sugerido Oykib—. Las has visto sin saber que las veías.
—En tal caso, debe haber muchas en torno a la aldea y los campos, y no las hemos visto. Ni siquiera una vez. Es una idea bastante absurda.
—Pero están reunidas en torno a nosotros, continuamente.
—A nuestro alrededor, pero lejos. Tú dijiste que el murmullo que oías era tenue.
—Comparado con la voz del Alma Suprema, sí. Como tratar de oír un concierto distante cuando alguien toca un pífano cerca de ti.
—¿Ves? Tú mismo lo has dicho. Un concierto distante.
—¿Y si nos están observando?
—¿Y qué? Que observen. El Guardián los está observando a ellos.
Naturalmente, los que creían en la verdad de los sueños estaban atentos a las criaturas aladas y los roedores. ¿Cómo los habían llamado Hushidh y Luet? Ángeles y cavadores. Pero en las cosas que escuchaba Oykib, y en las hebras de lealtad y preocupación que entreveía Chveya, no oían ni veían nada que les indicara cuál de las extrañas especies con que habían soñado vivía en las inmediaciones. Si de ellas se trataba.
Pero, fueran quienes fuesen esas criaturas, Oykib estaba cada vez más inquieto por los sueños y deseos que acudían a su cabeza. El deseo de comer algo caliente, salado y sanguinolento, trémulo y vivo… cuando lo comprendió por primera vez, sintió asco de sí mismo por tener semejante deseo. Y aunque sabía que el deseo venía desde fuera, aún lo perseguía como si hubiera sido propio. Pues esa criatura tibia y salada que deseaba comer viva era un tierno y suave bebé. Había algo confuso en la imagen: un retazo de cielo, un manto crujiente y correoso. Como en todas las comunicaciones entre el Guardián y esos extraños, nada era definido. Pero Oykib sabía una cosa: había sido la plegaria de una de esas criaturas al Guardián de la Tierra, y en la plegaria había pedido la carne de un chiquillo vivo.
¿Qué clase de monstruos eran esas personas?
Debo contárselo a alguien, pensó, pero no podía. Para contárselo, tendría que revelarles que había oído sus comunicaciones más secretas con el Alma Suprema durante muchos años. Todos se sentirían espiados, robados, violados. Y decírselo a Chveya sería preocuparla por la seguridad de su primogénito, que ya crecía en su vientre, por la seguridad de los pequeños a quienes ella enseñaba en la escuela todos los días.
Aunque podía contarle casi todo lo que oía, no podía hablarle de las cosas peores; durante la semana anterior, no había podido explicarle por qué despertaba sudando y boqueando en plena noche, ni por qué estaba tan taciturno con ella y los demás.
Esa noche, sin embargo, había hallado la respuesta a muchas preguntas. Pues cuando aquel murciélago de alas correosas descendió y se posó en el techo de una tienda almacén, Oykib percibió otra clase de criatura. Esta criatura también mantenía una comunicación casi continua con el Guardián, en otro desconocido idioma de deseos, pero era más brillante y más clara, aunque también más temerosa. Había preguntas, y se relacionaban con ideas que Oykib podía comprender; mejor aún, estaban asociadas con el lenguaje. Él no comprendía las palabras, pero sabía que podía aprender el idioma.
En cambio, comprendía muy bien los deseos. El afán de no defraudar a los demás, el afán de proteger a esposa e hijos, la ansiedad de revelar secretos.
La ansiedad de revelar secretos. Mientras Oykib miraba a la criatura posada en el techo de la tienda, entrevió los secretos que la criatura procuraba descifrar. Dos imágenes acudieron al instante. La imagen borrosa de una cabeza humana hecha de arcilla sin hornear, grande y monstruosa; y luego, mucho más clara, la imagen de Nafai. Sólo que no era Nafai. Era una criatura similar a ésta, pero con retazos de vello y alas harapientas, incapaz de volar, pero muy respetada, a quien escuchaban todos los demás.
Era Nafai pero no era Nafai.
De pronto comprendió. Es la palabra con que esta criatura nos designa a nosotros, los seres humanos. Antiguo. Antiguos. Nosotros somos los Antiguos.
Pero eso implicaría que sabían que una vez los humanos habían habitado la Tierra. Era absurdo. Era imposible recordar algo cuarenta millones de años. ¿Y cómo podían recordarlo? Por lo que sabía, la evolución de esas criaturas aún no había llegado a la inteligencia cuando los últimos humanos hollaban la Tierra.
Entonces la criatura brincó de la tienda y sobrevoló el claro dirigiéndose a la base de la nave estelar. Tocó el metal, tamborileó con los dedos. Hablaba con el Guardián. No, le cantaba al Guardián, tan embelesada estaba. Oykib sentía el regocijo y el pasmo de la criatura en su interior. Tuvo un pensamiento, tan claro como si hubiera sido propio: «Los Antiguos todavía ponen música en las cosas que fabrican.»
Había comprendido, aunque las palabras en que se expresaba pertenecían a un idioma que él jamás había oído. No se había emitido ningún sonido, pero en su memoria Oykib sabía cómo sonaría la voz de la criatura. Aguda y melodiosa, rica en vocales largas y matizadas, pero sin sibilantes ni nasales, sin ni siquiera fricativas. Las únicas consonantes eran oclusivas, pero tan musicales como el fraseo de un flautista que hiciera ondulantes pausas en una melodía. Tes y kas, ges y pes, bes y des, y una consonante gutural que Oykib no podía reproducir con su garganta. A veces estas consonantes tenían una bocanada de aire de más, a veces eran aspiradas. Era un bello idioma.
Pero lo más importante era que los deseos no eran oscuros y violentos, y el Guardián no parecía esforzarse en contener a la criatura. En vez de distraerla, el Guardián la alentaba, reforzando sus deseos. El contraste fue un alivio para Oykib después de tantas semanas de confusión y oscuridad.
—Al fin el Guardián nos ha traído un amigo —dijo en voz alta.
Se había olvidado de la cautela con que actuaba la criatura. No, el ángel. No había advertido que el ángel no lo había visto en la oscuridad. Pero en cuanto Oykib oyó su propia voz, supo que era demasiado alta. El ángel brincó a dos metros de altura y batió las alas en un frenético esfuerzo por escapar.
Pero el terror no lo dominaba. Regresó, revoloteando como para echar un buen vistazo a Oykib. Bien, mira todo lo que quieras, pensó Oykib, plantándose con las manos en jarras. No te haré daño, quería decirle Oykib con el cuerpo.
Y le dijo al Guardián: Ayúdale a saber que no soy su enemigo.
Como de costumbre, no hubo respuesta. Otros recibían sueños y susurros; Oykib sólo podía escuchar frases ajenas. Esta vez, sin embargo, todavía fresco el recuerdo del idioma y los deseos del ángel, Oykib no lamentó la falta. Tal vez oír a otros fuera el mejor don.
Cuando el ángel se remontó en el cielo nocturno, volando desfiladero arriba en el claro de luna, Oykib rodeó la nave estelar y regresó a su casa. Vio el fulgor del farol. ¿Quién estaba de guardia esa noche? ¿Meb? ¿Vas? Un elemaki, fuera quien fuese.
Era Obring. Obring siempre mecía el farol al caminar, con lo cual no podía detectar ningún movimiento extraño, pues la luz creaba sombras fluctuantes que podían ocultarlo. Una vez Elemak se lo había reprochado, pero Obring había respondido con una risotada:
—No hay nada que ver, Elya. Además, ahora todos obedecemos a Volemak, ¿recuerdas?
Elemak lo recordaba, como bien sabía Oykib. Y aunque Elemak nunca hablaba con el Alma Suprema en plegarias o en conversaciones, maldecía; y cuando sus maldiciones tenían verdadero propósito, su intensidad las ponía en la sintonía de comunicación del Alma Suprema, así que Oykib podía oírlas. Maldiciones silenciosas, nada dicho en voz alta. El hombre se dominaba. Y al final una plegaria, o tal vez sólo un mantra. No romperé mi palabra. Respetaré el juramento.
Oykib sabía a qué juramento se refería: el de obedecer a su padre mientras viviera. A excepción de Hushidh y Chveya, quienes podían ver las lealtades de la colonia extendidas como un mapa, Oykib sabía mejor que nadie que la paz era precaria. Todos sabían quiénes eran los elemaki y quiénes los nafari, todos veían que la aldea estaba prácticamente dividida en dos, con los nafari al este y los elemaki al oeste. La colonia no estaba unida y nunca lo estaría. Salud, Volemak. Salud y larga vida. Que no haya guerra entre nosotros antes de que mis hijos hayan nacido y crecido. Vive eternamente, anciano. Eres la única cuerda que sujeta esta cosecha en una sola gavilla.
Así que el inútil Obring montaba guardia mientras Oykib percibía oscuros murmullos y salvajes plegarias en la oscuridad y no se atrevía a hablar con nadie sobre ello.
Y esa noche parecía haber una nueva urgencia, una sensación de triunfo teñida de temor. Atrevimiento, eso era. Alguien se atrevía a hacer algo a lo que no se habían animado antes. Y el Guardián enviaba una corriente continua de distracciones. Algo está ocurriendo. ¿Qué es? ¡Háblame, Guardián! ¡Háblame, Alma Suprema!
Chveya estaba dormida cuando Oykib entró en la casa. A menudo era así. Chveya madrugaba y trabajaba con empeño todo el día, como si su embarazo no cambiara las cosas. Luego regresaba a casa y se dormía sin desvestirse, allí donde estuviera sentada o acostada. Una vez Oykib la encontró dormida de pie, sin que se apoyara en nada, de pie como un mástil en medio de la única habitación de la casa, los ojos cerrados. Respirando entrecortadamente: si hubiera estado acostada, habría sido un ronquido.
Esa noche estaba en la cama, pero totalmente vestida, los pies colgando sobre el suelo. Oykib no quería despertarla, pero por la mañana tendría calambres en las piernas y estaría molesta, sobre todo si por la noche necesitaba vaciar la vejiga y las piernas no le respondían.
Además, lo que había sucedido esa noche era importante: la llegada del ángel que había tocado la nave, la claridad de su diálogo con el Guardián. El hecho de que Oykib pudiera oír y comprender su idioma y los murmullos y correteos de esos seres oscuros que rodeaban la aldea.
Le acomodó los pies sobre la cama. Chveya despertó.
—¿Me ha pasado otra vez? —murmuró—. Quería esperarte despierta.
—No importa —dijo Oykib—. Duerme mientras puedas, lo necesitas.
—Pero estás contrariado.
—Preocupado y feliz —corrigió Oykib. Le contó lo que había sucedido y lo que opinaba sobre ello.
—Conque los ángeles comienzan a venir —dijo ella.
—Y eso nos dice quiénes son los otros que hemos visto. Esas criaturas parecidas a ratas. En la oscuridad.
—Creo que tienes razón —estuvo de acuerdo Chveya.
—¿Hushidh no soñó que le robaban los hijos?
—¿Y presientes que hay algo nuevo esta noche? —preguntó Chveya—. Creo que deberíamos avisar a todos. Poner más guardias.
—¿Y decirles qué? ¿Explicar qué? —preguntó Oykib.
—Sin explicaciones. Cuando le pidamos al abuelo que duplique o triplique las guardias esta noche, lo hará aunque le digamos que es sólo un presentimiento. Él respeta los presentimientos.
Fueron hacia la puerta, pero en cuanto la abrieron se oyó un grito en la zona elemaki de la aldea. Era un grito humano, y encerraba toda la desesperación del mundo.
La que había gritado era Eiadh. Pronto los adultos se reunieron a su alrededor. Ya no gritaba, pero le costaba gran esfuerzo dominar la voz.
—¡Zhivya no está! —exclamó—. La pequeña. La han sacado de la cuna. Me he despertado y he visto unas sombras bajas que corrían. —Perdió el control al comprender el horror de la situación—. Sostenían las cuatro puntas de la manta. ¡Unos animales han secuestrado a mi bebé!
Elemak no estaba en su casa en ese momento, pero ahora estaba de rodillas en la puerta.
—Mirad esta huella —señaló—. Es de un animal. Entró y salió… dos animales. Y al salir llevaban una carga pesada. —Se levantó—. Vi una criatura volante que descendía en los campos y después sobre la tienda almacén. Luego fue hacia la nave. Poco después se largó desfiladero arriba. Sin duda fue a buscar a sus amigos. —Tocó la huella—. Esa cosa pudo haber dejado esta huella. La seguiré desfiladero arriba.
Pero Oykib miró la huella y supo que Elemak se equivocaba. Los pies del ángel eran como manos, o tal vez como potentes pinzas. Aquellas huellas pertenecían a una criatura con los pies más planos y con garras.
Una criatura que corre y excava, no una criatura que vuela, que se posa en ramas.
—El ángel no dejó esa huella —dijo Oykib. Elemak lo miró con odio acerado en los ojos.
—El que sabe leer los rastros de los animales es Elemak, Oykib —intervino Nafai.
—Pero yo vi al ángel…
—También Elemak —dijo Nafai—, y es su hija. —Se volvió hacia Elemak—. Dinos qué hacer, Elemak.
Chveya se volvió hacia Oykib y le apoyó la cara en el hombro. Así reaccionaba cuando Nafai decía algo equivocado, lo cual ocurría con asombrosa frecuencia para tratarse de un hombre tan brillante. Nafai actuaba correctamente, según la información que tenía; era adecuado dejar que Elemak decidiera en aquellas circunstancias. Pero a esas alturas podría haber sabido que a Elemak no le gustaría salirse con la suya sólo porque Nafai pedía a todos que le obedecieran.
Además Elemak no debía salirse con la suya, porque estaba equivocado. Oykib sabía que los ángeles no habían secuestrado a la niña. Los secuestradores no volaban. Había que buscarlos en tierra. Para peor, había entre los culpables algunos que ansiaban devorar la carne palpitante de un bebé. La búsqueda era urgente, y seguir la pista de unas criaturas volantes que no tenían a la niña sería una terrible pérdida de tiempo.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Madre apoyó una mano en el hombro de Oykib.
—Sé paciente, hijo mío —le recomendó—. Sabes lo que sabes, y oportunamente serás oído.
¿Oportunamente? Oykib miró a Chveya. Ella fruncía los labios; estaba tan preocupada como él, e igualmente frustrada.
Elemak estaba organizando su partida de búsqueda, indicando a los hombres adonde ir.
—¿Todos los adultos están aquí? —preguntó Volemak—. ¿Quién está vigilando a los niños? Ahora sabemos que corren peligro.
De inmediato las mujeres con hijos se marcharon de la casa, regresando a sus hogares.
—Elemak —dijo Volemak—, déjame algunos hombres para proteger la aldea mientras no estás. Elemak accedió de inmediato.
—Quédate con Nafai y Oykib… él podrá explayarse a gusto sobre sus teorías. Pero dame a los demás.
—Yo soy un hombre —intervino Yasai.
Oykib se abstuvo de observar: «Sí, si el amargón es un árbol». No era momento para burlas. Y Yasai era de hecho un hombre.
—Si hay un ataque necesitaremos más hombres —dijo Volemak—. Tal vez a los jóvenes. Elemak no cedió esta vez.
—Nafai tiene el manto. Si necesitas más hombres, tienes a los muchachos mayores. Tratamos de seguir a criaturas que vuelan. No puedo hacerlo sin la mayor cantidad posible de hombres.
—Yo puedo proteger la aldea —terció Protchnu, tratando de aparentar más de los nueve años que tenía.
Elemak lo miró con gravedad.
—Tendrás que hacerlo. Obedece a tu abuelo sin objeciones.
Protchnu asintió. Oykib pensó que las vidas de todos habrían sido más felices en los últimos meses de haber seguido Elemak su propio consejo.
Poco después Elemak partió, y los únicos hombres que quedaron fueron Nafai, Issib, Volemak y Oykib.
—Bienvenidos a las filas de los inútiles —comentó secamente Issib.
—¿Inútiles? En absoluto —dijo Volemak—. Bien, Oykib. Dinos lo que sabes.
—Esta noche he visto un ángel. El mismo que vio Elemak. Pero estaba a sólo un par de metros, y he visto su pie. Él no ha podido dejar esta huella.
—¿Quién, entonces? —preguntó Nafai.
—Hay otros —dijo Chveya—. Los he visto. Nunca con claridad, pero lo suficiente para hacer ciertas deducciones. Hushidh también ha recibido indicios. Están a nuestro alrededor, pero debajo de los matorrales. Como dijo Eiadh, son sombras bajas. A veces en los árboles.
—¿Sabes todo esto sin haberlos visto? —preguntó Issib.
—Veo los contactos entre ellos. Borrosamente. —Chveya sonrió con desgana—. Es lo mejor que tenemos.
—No es suficiente —dijo Nafai. Miró a Oykib con frialdad—. Basta de rodeos, Oykib. ¿Qué sabes?
Por primera vez Oykib pensó que quizá no hubiera guardado su secreto tan bien como creía.
—Sé que no había malicia en ese ángel. Para él somos los Antiguos, y sólo está asombrado y siente respeto. Pero hay otras mentes, y nos han observado durante meses, y algunas.,. —Miró de reojo a Eiadh, comprendió que debía cuidar sus palabras—. Algunas podrían ser peligrosas para Zhivya.
—Los que hemos llamado cavadores —dedujo Nafai.
Volemak asintió.
—Y viven en las inmediaciones. Issib rió.
—¿Y qué? ¿Buscamos palas y nos ponemos a cavar?
Señaló con el brazo la vasta superficie que debían explorar.
—Los túneles tienen entradas —dijo Nafai.
—Hemos estado explorando por aquí, pero nunca hemos visto agujeros —señaló Protchnu.
—¿Por qué no hacemos lo obvio? —dijo Oykib—. Lo que habría hecho Elemak, si no hubiera estado tan seguro de que los secuestradores podían volar. Seguir las huellas.
Las huellas de los cavadores se perdían pronto en la confusión que habían creado los pies de los humanos al correr respondiendo al grito de Eiadh. Para colmo, en aquel momento Rasa conducía a las mujeres que sacaban a sus hijos de la cama para reunidos en la escuela. Pero Volemak, a pesar del tumulto, hizo repartir faroles entre los hombres y los niños mayores, y al cabo de pocos minutos Protchnu gritó.
—¡Aquí! ¡Iban en línea recta!
Era verdad. El rastro se reiniciaba donde habría cabido esperar dada la dirección tomada por los cavadores al huir de la casa de Elemak y Eiadh. Los demás corrieron hacia Protchnu, pero permanecieron a la zaga mientras él los conducía hacia el linde del bosque.
—Un momento —dijo Volemak—. Nafai, Oykib, poneos a cada lado y manteneos alerta. No quiero que Protchnu nos guíe hacia una trampa.
Empuñando faroles, armado con herramientas de jardinería, el improvisado y pequeño ejército se internó en el bosque. Cuatro adultos, un puñados de niños, y las mujeres que aún no tenían hijos. Vaya, aquello aterraría a sus enemigos. En cuanto entraron en el bosque, la búsqueda se hizo más difícil. Las hojas del suelo impedían dejar huellas muy claras. Protchnu tardó un rato en avanzar seis metros en la arboleda, y luego perdió el rastro.
Moviéndose despacio y con cautela, se abrieron en círculo, tratando de encontrar las huellas nuevamente. Entonces Oykib oyó un grito de Protchnu, que estaba a pocos pasos. El niño miraba las ramas.
—¡Qué tonto soy! —dijo, y regresó al sitio donde había perdido el rastro. Oykib lo siguió.
—¿Crees que se llevaron a la niña por los árboles?
—Subieron a un árbol —afirmó Protchnu—. ¿Recuerdas los tocones huecos que encontramos cuando talábamos árboles?
—Shedemei mencionó la posibilidad de una enfermedad…
Pero Protchnu ya había trepado al árbol y palpaba el tronco.
—Protchnu, no estarás buscando pasadizos secretos, ¿verdad?
—Quemamos los árboles huecos porque no podíamos usarlos para construir —dijo Protchnu—. Tendríamos que haberlos estudiado. Las huellas conducen a este árbol y desaparecen. Han ido a la alguna parte.
Protchnu calló repentinamente.
—Aquí cede un poco. Alza el farol, tío Oykib. He encontrado una puerta.
Protchnu insertó la hoja de su azada en una fisura de la corteza, y un trozo oblongo del tronco se abrió como una puerta. Hasta entonces formaba una parte del tronco.
—Protchnu, recuérdame que nunca te llame estúpido —dijo Oykib.
Protchnu ni le oyó. Ya se había dado la vuelta y había metido las piernas por la abertura.
Oykib dejó el farol y brincó para coger del brazo a Protchnu.
—¡No! —exclamó—. No necesitamos tener que rescatar a dos hijos de Elemak.
—Yo soy el único que puede pasar por la puerta —protestó Protchnu, forcejeando para librarse de Oykib.
—Proya, has estado genial. No seas estúpido ahora —replicó Oykib—. ¡No puedes meterte así en su madriguera! Ni siquiera sabes si dentro tendrás espacio para usar la azada. ¡Saca esas piernas antes de que te corten los pies!
A regañadientes, Protchnu se alejó de la puerta.
Los otros ya se habían acercado. Nafai llevaba un hacha, al igual que Oykib. Cuando Protchnu bajó del árbol, se pusieron a trabajar deprisa, hachando el tronco. El tronco cayó a los pocos minutos.
Ahora la abertura era algo más que una puerta diminuta. Tenía tamaño suficiente para que cualquiera de los adultos descendiera al agujero. Acercando su farol, Nafai anunció que la cámara tenía tamaño suficiente para que cupiera un humano de pie. En los túneles también cabían los humanos… siempre que se desplazaran a gatas.
—No creo que sea buena idea por ahora —dijo Volemak.
—No hay tiempo que perder, Padre —repuso Nafai.
—Ponte de pie y mira alrededor, Nyef.
Alzaron los faroles y miraron. En los árboles, en el suelo, cientos de cavadores los rodeaban, blandiendo garrotes y lanzas con punta de piedra.
—Creo que nos superan en número —comentó Issib.
—Son feos —dijo Umene, el hijo de Sevet—. Tienen la piel rosada y lampiña.
—Su fealdad es el menor de nuestros problemas —dijo Volemak.
—¿Alguna idea de quién es el jefe? —preguntó Nafai.
—¿Chveya no ha venido con nosotros? —preguntó Oykib.
Chveya ya estaba escudriñando a los cavadores. Frunció el ceño, señaló.
—Está allí, detrás de esos otros.
Nafai se quitó la camisa, dejando al descubierto la piel del pecho y la espalda. En cuanto lo hizo, su tez comenzó a refulgir. El manto de capitán, invisible mientras vivía bajo su piel, ahora irradiaba luz, haciendo de Nafai un dios, al menos a ojos de los cavadores. Oykib oyó una cacofonía de plegarias y maldiciones.
—Da resultado —dijo—. Los esfínteres se están aflojando. Habrá un círculo de suelo bien abonado cuando concluya esta noche.
Un par de niños rieron. Los adultos permanecieron serios.
Nafai se acercó al lugar que Chveya había señalado.
—¿Cuál de estos monstruitos es el que me interesa? —preguntó.
Chveya se le acercó, procurando no tocar su piel reluciente. Ahora podía reconocer al jefe, una criatura grande y fuerte que llevaba un collar de pequeños huesos alrededor del cuello.
—El del collar.
Nafai alzó la mano y señaló.
Su dedo resplandeció. Una chispa saltó de su mano hacia el líder de los cavadores. El collar que usaba como amuleto no lo ayudó demasiado. De inmediato se arrojó de bruces al suelo, temblando.
—No lo has matado, ¿verdad? —le preguntó Chveya.
Oykib apenas podía oírla. La algarabía de las aterradas plegarias de los cavadores sofocaba casi todas las otras percepciones de su mente. Pero aun el terror de esas criaturas estaba teñido de rabia y sed de venganza. Temían a Nafai, pero lo odiaban y querían destruirlo.
—Si piensas en hacerte amigo… —murmuró Oykib.
—Oykib —dijo Nafai, ignorando ambos comentarios—, necesito que hables en mi nombre. Es mi papel ser un dios. No puedo permitir que vean mis esfuerzos para comunicarme. Además eres el único que entiende mínimamente sus reacciones.
Oykib quedó asombrado.
—¿Cómo puedo hablar con ellos? No conozco su idioma.
—Has entendido algo del idioma de los ángeles, ¿verdad? Eso ha dicho el Alma Suprema.
—Pero nunca he comprendido ni oído su…
—Estás a punto de oírla ahora —dijo Nafai.
Conque el Alma Suprema sabe de qué soy capaz, pensó Oykib. Era la primera confirmación que tenía de esto. Pero ¿sabía el Alma Suprema de cuántas cosas no era capaz?
Avanzó hacia el líder, a quien ayudaban a levantarse.
—La niña —dijo Oykib. Imitó el gesto de acunar a un bebé en sus brazos. Los cavadores habían observado a los humanos el tiempo suficiente para entender aquel gesto.
El rey cavador masculló algo. Oykib quedó sorprendido por el idioma. Era lo contrario del idioma de los ángeles: sibilantes, fricativas, nasales; ninguna melodía, sólo zumbidos y gorgoteos. ¿O sólo me parece un idioma maligno y viscoso por lo que sé acerca de sus plegarias y apetencias ?
Cuando el rey cavador hablaba con sus seguidores, Oykib no entendía nada. Al cabo de unos instantes los cavadores trajeron a cuatro de sus soldados a rastras y los arrojaron a los pies de Nafai. Ahora Oykib detectaba claramente el terror, las maldiciones y plegarias de los cuatro.
—Estos son los autores materiales del secuestro —aclaró Oykib—. Creo que te los están entregando para que los castigues.
Nafai rechazó de inmediato el ofrecimiento.
—Pues que no quiero venganza, sólo a la niña.
—¿Y debo decir eso por señas? —preguntó Oykib. Pero lo intentó, usando el mismo símbolo para el bebé, y luego indicando que se llevaran a aquellos cuatro.
Pero al parecer los cavadores pensaban que el gesto significaba otra cosa. A una orden del rey, otros cuatro cavadores se acercaron de un brinco y apoyaron la punta de sus lanzas en la garganta de los cuatro secuestradores.
—¡No! —exclamó Oykib, oyendo al mismo tiempo la voz de Chveya. Nafai dio media vuelta y con un solo ademán de su brazo fulgurante derribó a los cuatro cavadores.
Luego pareció enloquecer. Señaló los árboles uno por uno, hasta que cada copa ardía.
—Está demasiado húmedo para que se propague el fuego —murmuró Oykib.
—Eso espero —dijo Nafai—. ¿Crees que quiero incendiar nuestra aldea?
Pero para los cavadores aquello era la ira de los dioses y su bosque estaba condenado. El rey se acercó a Nafai y se arrojó de bruces a sus pies. Luego se tendió de espaldas y agitó las piernas y los brazos, exponiendo por completo el vientre desnudo.
La mente de Oykib estaba llena de plegarias, y ahora, como el rey cavador estaba cerca y Oykib comprendía el contexto, pudo entender mejor lo que decía.
—Está rogando al dios, es decir a ti, que lo mate y perdone a su gente.
—Conque es un rey digno —murmuró Nafai—. Dile que sólo queremos a la niña. Pero primero respetaré su ofrecimiento. —Nafai movió la pierna para quedar a horcajadas sobre el cuerpo supino del rey. Bajó el hacha hasta tocarle el pecho con la hoja—. ¿Qué te parece? Son gente violenta, ¿verdad? Ayúdame con esto. Estoy inventando el ritual sobre la marcha.
—Sin sangre —le dijo Oykib—. Eso no estaría bien. El otro rey es el encargado de los ritos de sangre.
—¿Otro rey? —preguntó Nafai. Chveya también estaba desconcertada, pero lo confirmó.
—Hay tanta lealtad hacia el otro como hacia éste —explicó—. Pero también hay otro. Alguien a quien el rey mismo debe fidelidad. Alguien que está bajo tierra.
—Sin sangre —dijo Nafai—. ¿Entonces qué debo hacer?
—Dale el hacha —dijo Oykib—. Es lo que menos se atreve a esperar, pero lo que más ansia. Te dará su lanza y su collar de huesos.
Nafai soltó el mango del hacha.
—¡No! —gritó Protchnu detrás de él—. ¡No entregues tu arma! ¡Nunca entregues tu arma!
—Cállate, Proya —murmuró Volemak. El rey cavador empuñó el mango del hacha, rodó y se puso de pie. Podía alzar el hacha con facilidad, pero el mango no era adecuado para su mano y no podía levantar la hoja mientras sostenía la punta del mango. No había motivos para temer que pudiera usarla como arma.
El rey se agachó a recoger su lanza y se la ofreció a Nafai.
—¿Qué pasa si la acepto? —preguntó Nafai.
—No sé —dijo Oykib—. No creas que todo esto me viene presentado con un glosario y notas al pie.
Nafai aceptó la lanza. El rey se quitó el collar de huesos y se lo ofreció.
—No me gustan los huesos de esa cosa —dijo Nafai, vacilando.
—A mí tampoco —estuvo de acuerdo Oykib—. Creo que es hora de exigir nuevamente la devolución de Zhivya.
—¿Por qué crees eso?
—Porque no me gusta cómo está rezando para que aceptes el collar. Está desesperado porque lo aceptes, pero no creo que sea porque te ama.
—Bien —dijo Nafai—. Dile que quiero a la niña.
Oykib se interpuso entre Nafai y el rey, impidiendo la entrega del collar. El rey se balanceó sobre los cuartos traseros, con aire de… ¿qué? ¿Furia? Eso le pareció a Oykib. Hizo el gesto que representaba a la niña, luego le gritó al rey a la cara:
—¡Tráenos a Zhivya o todos moriréis, feos bastardos de piel rosada!
—Ya que ellos no te entienden —dijo Chveya—, ¿no podrías usar un lenguaje que luego no tuviéramos que explicar a los niños?
—Están tratando de comunicar furia —dijo Nafai—. ¿Da resultado?
—Da resultado —dijo Chveya—. Estáis dominando la situación. Pero no os tienen simpatía.
—Me rompes el corazón —bromeó Nafai.
—Rompe la lanza —le indicó Oykib.
—¿Qué? —se sorprendió Nafai.
—Eso es lo que él teme, mientras sostiene el hacha. Teme que rompas la lanza.
Nafai rompió el mango de la lanza sobre las rodillas. El crujido de la madera vibró en el aire.
El rey cavador cogió el hacha con ambas manos y trató de partir el mango. No pudo. Era demasiado grueso y estaba bien templado.
—Haz algo más que él no pueda hacer —dijo Oykib—. Tiene que fallar dos veces.
Nafai recogió la punta de la lanza. Usándola como cuchillo, se abrió un tajo en el vientre. La sangre salpicó el rostro del rey cavador, y Oykib vio horrorizado que Nafai se había cortado el músculo y expuesto las tripas. En pocos instantes el manto de capitán sanó la herida, que se cerró sin dejar cicatriz ante los ojos de los cavadores.
El rey cavador cogió la hoja del hacha, como si pensara en imitarlo.
—No quiero que se mate —dijo Nafai—. No tengo poder para curarlo.
—No te preocupes —dijo Oykib—. Has hecho lo correcto. El rey de guerra no puede verter su propia sangre por su pueblo. No me preguntes por qué, sé que es el dilema que él trata de resolver.
Chveya intervino.
—Viene alguien más.
Alzaron la vista y vieron que el ejército de cavadores adoptaba una actitud expectante.
—No es el rey de sangre —dijo Oykib—. Es la madre.
—¿La reina?
—Creo que es la pareja del rey de guerra, sí —dijo Oykib—. Pero es algo más que eso. Todos la llaman «la madre».
—¿Qué, tienen una rata rema? —dijo Chveya—. ¿Como una abeja reina o una hormiga reina?
—Son mamíferos —le recordó Oykib—. Creo que es un título religioso. Como el de rey de sangre y el de rey de guerra. —Procuró repetir el sonido que había oído con la mente—. Emeezem.
—¿Qué es eso?
—Su nombre. Es el nombre que pronuncian. Y su título es ovovoi.
—Repite el nombre —pidió Nafai—. Tengo que decirlo bien a la primera.
—Emeezem —dijo Oykib—. Aunque no lo sé con certeza.
Nafai levantó la barbilla y ladró el nombre de la reina como un pregonero en un mercado.
—¡Emeezem!
Todos los cavadores callaron. Una figura salió de la arboleda y se aproximó lentamente a Nafai.
Era una hembra, sin duda, pero lo más sorprendente era que era más velluda que la mayoría de los machos. No llevaba objetos de adorno, cuyo propósito cumplían perfectamente los dibujos grises de su vello. Su aspecto era majestuoso, pero también frágil.
—Está rogando al dios que la perdone. Ella no sabía lo que planeaban esos machos estúpidos.
—Quiero la niña —declaró Nafai.
—Lo sabe. Sus mujeres la están buscando —dijo Oykib. De pronto notó que la reina forzaba la vista—. Acerca el farol al rostro de Nafai, Chveya.
Chveya acercó el farol, y la reina se tapó la cabeza y se encorvó cayendo al suelo.
—Ahora puede morir feliz —dijo Oykib—, porque al fin ha visto tu rostro en persona.
—¿Mi rostro? —preguntó Nafai.
—Eso parece decir —respondió Oykib—. Eres tú el que tiene línea directa con el Alma Suprema. A mí me cuesta bastante entender todo esto.
—No te pongas difícil —dijo Nafai—. El Alma Suprema no oye las cosas que estás oyendo. Tu contacto con el Guardián es mejor que el del Alma Suprema.
Oykib sintió un curioso calor en el cuerpo. Orgullo y temor, una extraña mezcla. El Alma Suprema me necesita para ayudar en esto. Ése era el motivo de su orgullo. Pero su temor era mayor. Si cometo un error, aquí no hay nadie que pueda corregirme.
Emeezem se levantó del suelo.
—Ha aguardado toda su vida para verte —dijo Oykib, tratando de interpretar las imágenes que le inundaban la mente, imágenes de la infancia de la reina, de lugares oscuros y subterráneos—. Ella cree que tú la hiciste reina. Porque la aceptaste.
—¿Cuándo habré hecho yo eso?
—Cuando ella era pequeña —dijo Oykib—. No lo entiendo, pero los recuerdos de su infancia te incluyen a ti.
—El vínculo que la une a ti es increíblemente fuerte —dijo Chveya—. Más fuerte que el vínculo que la une a su esposo. Es realmente asombroso, Padre.
—Te ruega que perdones la vida de su esposo. El tampoco sabía nada sobre el secuestro. El culpable fue el hijo del rey de sangre.
Emeezem silbó y escupió una fiera orden dirigida al esposo. El se puso de pie y repitió esas palabras. Poco después un macho de pone orgulloso salió de las filas, arrojando su arma con gesto altanero. Fue a plantarse frente a Nafai, pero no se inclinó ni demostró ningún respeto.
Emeezem y el rey de guerra le impartieron órdenes, pero él no parecía dispuesto a obedecer.
La reina se volvió hacia Nafai y soltó una retahíla que parecía ser una terrible invectiva.
—Te ruega que mates a Fusum —dijo Oykib—. Es el nombre del joven… él tramó todo esto, aunque todos habían recibido órdenes de no causarnos daño alguno.
—No voy a matarle —dijo Nafai.
—Tienes que hacer algo —replicó Oykib—. Éste es el más culpable. El rey de guerra no se atrevía a tocarlo porque es el hijo del rey de sangre, y por eso te entregó a los cuatro secuestradores. Pero tú eres un dios, Nyef. Tienes que hacerle algo o… no sé. El caos. El colapso del universo. Por lo menos, algo bastante desagradable.
—Detesto esta situación —dijo Nafai—. ¿Y si lo cojo prisionero?
—¿Y lo encierras en nuestra segura prisión? — preguntó Chveya—. Menos mal que lo primero que construimos fue una cárcel.
—Prisionero no, entonces. ¿Rehén?
—Derríbalo —dijo Oykib—. Están aterrados porque titubeas.
—Sólo quiero que me devuelvan a Zhivya —dijo Nafai—. No quiero ningún cadáver.
Volemak avanzó y se plantó junto a Nafai.
—Inclínate ante mí —le dijo—. O cualquier cosa que sea un equivalente para ellos.
—Entonces ponte a cuatro patas y besa el vientre de Padre —le indicó Oykib.
—No lo dirás en serio —exclamó Nafai—. El rey de guerra no me ha demostrado su respeto así.
—El rey de guerra ofrecía su persona como un sacrificio indigno. Tú saludas a Padre como tu padre y rey.
—Hazlo —dijo Volemak—. No tienen por qué saber que yo no poseo los poderes del manto. Que vean que también tú recibes instrucciones de alguien. Eso les indicará que, a pesar de lo que han visto, todavía desconocen el alcance de nuestro poder.
Nafai se puso a cuatro patas. Pero en aquella posición no podía llegar al vientre de su padre para besarlo. Apartó las manos del suelo y se irguió, apretó el rostro contra la camisa de Volemak.
Hubo un murmullo entre los cavadores.
—¿Puedes brillar aún más? —preguntó Volemak.
—Sí.
—Bien, cuando te toque la cabeza, deslúmbralos.
Volemak bajó la mano con gesto majestuoso y le tocó la cabeza. Nafai se convirtió en una explosión de luz. Hasta los humanos jadearon, y los cavadores gritaron de terror.
—Bien hecho —dijo Volemak—. Pensé que convenía afinar su percepción de nuestro poder. Ahora derriba a este cachorro engreído. No lo mates, sólo atóntalo como a los demás.
El resplandeciente Nafai se puso de pie y extendió la mano hacia Fusum.
El hijo del rey de sangre no se amilanó, ni siquiera parpadeó. Miró a Nafai a la cara, desafiante. El aire que los separaba crepitó, y el joven cayó derribado como un árbol. Se quedó temblando en el suelo.
—Tienes talento natural para el teatro —aprobó Volemak—. Ahora dile a Oykib que señale a los nueve cavadores dormidos y que los haga trasladar hasta la nave.
—¿La nave?
—No les hagas creer que discutes conmigo —protestó Volemak—. Hazlo. Rehenes. Y Shedemei podrá mantenerlos drogados o en animación suspendida mientras los estudia sin causarles daño. Confía en mí, Nafai.
—Confío en ti, Padre. Perdona mi titubeo.
Nafai miró a Oykib y le repitió airosamente las instrucciones de Volemak.
Al principio parecía absurdo que Nafai le repitiera las mismas palabras que había dicho Padre. Pero poco a poco cobró el poder de un ritual. Era una expresión de autoridad. El rey. El hijo del rey. El criado del hijo. Era preciso que los cavadores vieran el espectáculo. Pero también lo vieron los otros humanos, sobre todo los niños. Sobre todo Protchnu. Esto es poder y autoridad, Proya, pensó Oykib. Así es como debe funcionar, y por eso tu padre es un fracaso, porque Elemak jamás aceptaría órdenes de nadie. Los que no acatan ninguna orden no tienen aptitud para mandar a otros.
Cuando Nafai terminó de declamar, Oykib señaló ceremoniosamente a cada uno de los cavadores dormidos, indicando a los otros cavadores que los recogieran y los llevaran a la nave.
La reina parecía entender la danza que estaban ejecutando. Por su parte, increpó duramente a su esposo, el rey de guerra, y él a su vez interpeló a los soldados que aguardaban en los árboles. Pronto, en grupos de cuatro, se reunieron en torno de los caídos y los levantaron.
En ese momento otras voces sonaron en el bosque. Emeezem pronunció una respuesta, y cuatro cavadores hembra salieron de las matas. Cada cual sostenía la punta de una manta, y en la manta yacía Zhivya, que se estaba riendo. La pequeña disfrutaba del paseo.
—Deprisa —dijo Volemak—. Protchnu, corre a la aldea a buscar a Eiadh, y tráela aquí. —A Nafai le dijo—: No reclames al bebé. Hazles esperar. Que entreguen a Zhivya a los brazos de su madre.
Mantuvieron esa pose en silencio. Pareció durar una eternidad, aunque no pudieron ser más de cinco minutos. Al fin Protchnu regresó con Eiadh, quien gritó de alegría al ver a la chiquilla. Corrió hacia las cuatro cavadoras y se agachó para recoger a Zhivya.
—Zhivoya, mi niña vivaz, mi niña risueña —canturreó, riendo y llorando y dando vueltas.
—Bien —dijo Volemak—. Nafai, ordena a Oykib que les ordene llevar los rehenes a la nave. Y ordena a Dazya que los conduzca allí, así podrá explicarle a Shedemei lo que hay que hacer. Quiero mantenerlos inconscientes y quiero que los estudien a fondo.
Dazya, la ex Primera Niña, avanzó un paso.
—Entiendo —asintió.
—Pero al parecer no has entendido que quería que Nafai te diera la orden —dijo Volemak sin mirarla.
Nafai miró a Dazya y le repitió las órdenes que Volemak ya había impartido. Dazya, sonrojándose, obedeció. Los soldados cavadores formaron una procesión a sus espaldas, llevando a los nueve cavadores inconscientes hacia la nave.
El orden jerárquico ya estaba claramente establecido. La reina Emeezem ahora interpelaba a Oykib. El problema era que no lo consideraba un dios, y no le hablaba dirigiéndole una plegaria. No era una comunicación con el Guardián ni con el Alma Suprema, así que para Oykib era un zumbido ininteligible.
—No puedo entenderles a menos que le hablen a un dios —dijo Oykib.
—Entonces quédate donde estás y niégate a escuchar —ordenó Volemak—. Cuando ella haga una pausa, señala a Nafai.
Oykib obedeció. La reina pronto comprendió la idea y le repitió las mismas palabras a Nafai. Oykib volvió a entenderla.
O tal vez no.
—Ella te ruega que vayas a ver qué bien han cuidado de tu…
—¿De mi qué?
—No tiene sentido —dijo Oykib.
—¿Cuidado de mi qué?
—De tu cabeza —dijo Oykib.
—¿Adonde quiere que vaya?
—Está bajo tierra —respondió Oykib—. Quiere que la sigas bajo tierra.
Nafai se volvió hacia Volemak y repitió ceremoniosamente las palabras de Oykib. Volemak aparentó escuchar gravemente.
—Primero ordena que se vayan estos soldados —dijo—. Y luego, Nafai, la seguirás a los túneles. Tú tienes el manto. Si se proponen traicionarnos, eres el único que estará seguro.
—Debo llevarme a Oykib —señaló Nafai—. No entiendo una palabra de lo que dicen. Volemak vaciló sólo un instante.
—Cuídalo —dijo.
Era asombroso que un dios supiera ser tan condescendiente. Emeezem se había atrevido a invitarlo porque era vieja y no tenía miedo, y porque en su vida había aprendido a esperar lo imposible. Y así como la había aceptado cuando era una niña fea e indeseable, hacía tantos años, el dios la aceptó de nuevo y la siguió a la ciudad.
¡Abandonar ese mundo de luz y entrar en las penumbras porque ella se lo pedía! ¡Dejar que el resplandor de su cuerpo inmortal iluminara las terrosas paredes de los profundos templos! Emeezem quería cantar y bailar mientras recorría los túneles. Pero conducía a un dios a su templo. Era preciso conservar la dignidad.
Especialmente por Mufruzhuuzh; hoy necesitaba dignidad. Nadie podía criticarlo por lo que había ocurrido. A fin de cuentas, era Fusum quien había planeado el robo del bebé, abocándolos a una mortal confrontación que Muf no había buscado ni deseado. Y se había enfrentado al dios con valentía. Todos vieron que no tenía miedo cuando le ofreció el corazón. Y luego, cuando el dios le desafió a que superase hazañas insuperables, pidiéndole cosas que sólo podía hacer el rey de sangre, si era capaz… bien, nadie podía culparlo por titubear, por no obrar. No tenía hacia dónde ir, así que se había quedado donde estaba.
Aun así era humillante para él que su esposa hubiera debido acudir a sacarlo del dilema. No importaba que fuera raro que la esposa del rey de guerra fuese también la madre raíz. El rey se avergonzó cuando un dios que a él sólo le había planteado acertijos insolubles aceptó a su esposa.
Pero ¿qué podía hacer Emeezem si la niña había llegado a sus manos? Muf ni siquiera sabía dónde la habían escondido. Sólo cuando la hermana de Fusum descubrió el terrible acto que éste había cometido fue a contarle la verdad a Emeezem, y entonces Muf ya estaba frente al dios. Fue simplemente una desdichada combinación de circunstancias. Mufruzhuuzh todavía era rey de guerra. El dios pondría las cosas en su lugar.
El dios era tan grande que tuvo que andar a cuatro patas para atravesar los túneles. Claro que podría haber caminado erguido, destrozando los techos. Pero prefirió no hacerlo, dejando los túneles intactos para la gente. ¡Cuánta amabilidad! ¡Cuánta generosidad para gusanos como nosotros, que reptan en la tierra!
Alrededor se oía el correteo de mil pies, mientras hombres y mujeres y niños se apiñaban en todos los pasajes abiertos, ansiando ver al dios. Emeezem vio manos que se alzaban para recibir la luz del cuerpo del dios, padres que levantaban sus bebés para que la luz del dios bendijera sus cuerpos. Y el dios la seguía, siempre rutilante.
Llegaron a la cámara donde años atrás Emeezem —no, entonces sólo era Emeez— había visto por primera vez la intacta cabeza del dios. Se detuvo, y le suplicó que los perdonara por dejarlo tanto tiempo en esa oscuridad.
El subdiós le habló al dios, quien respondió, se lamió el dedo, extendió la mano y tocó el dintel de la puerta. Así dejaba el fluido de su cuerpo en la entrada del recinto. Era mucho más que un mero perdón. Emeezem sintió un profundo alivio, y no fue la única. Oyó una voz masculina que cantaba:
—Pusimos tu gloriosa cabeza en la oscuridad, sin adorarla porque en la arcilla no veíamos tu luz. Pero tú nos devuelves las aguas de la vida, y traes luz al estómago de la tierra. ¡Oh noble, oh grande!
Y otros cantaban, aprobando esas palabras.
—¡Oh noble, oh grande! ¡Oh noble, oh grande! ¡Oh noble, oh grande!
El dios les hizo el cumplido de quedarse allí, inmóvil, hasta que el canto cesó. Entonces Emeezem continuó la marcha, corredor arriba, hasta el templo que había hecho construir para el dios, a partir del día en que la habían nombrado madre raíz. Había pensado que la estatura del dios debía guardar proporción con el enorme tamaño de su cabeza, y había hecho cavar el templo a gran profundidad para que el techo pudiera ser alto. También situó el templo de tal modo que el techo llegaba hasta una grieta de la roca, lo que permitía que un poco de luz diurna entrara en la cámara. Y en el punto más brillante de ese fulgor tenue y difuso, sobre un pedestal hecho con huesos de reses del cielo, había puesto la cabeza.
Ahora era de noche, así que había poca iluminación cuando el dios entró en el templo. Pero él llevaba su propia luz, y alumbraba cada rincón del recinto cuando se puso de pie. Otros entraron detrás de él, congregándose junto a las paredes del templo mientras él se acercaba al pedestal donde se erguía la escultura. Ahora vería cómo lo habían adorado, una vez que comprendieron que su extraña y enorme cabeza no era indicio de debilidad sino de poder. ¿Acaso no le habían ofrecido toda la cosecha primaveral de crías de reses del cielo ese primer año, para que su pedestal se levantara a mayor altura que el de ningún otro dios? ¿Acaso no habían desgarrado y compartido gran cantidad de carne de las reses del cielo en su honor, todos los años, desde entonces? Pero nadie había usado su cabeza en la época del celo, porque entendían que él no debía ser adorado de esa manera.
El dios caminó despacio hasta el rostro y se detuvo. Brillaba con el resplandor de su cuerpo, y su rostro radiante se reflejaba en un rostro terroso. Se acercó, lo tocó. Alzó la cabeza hacia la tenue luz de las estrellas y se hincó de rodillas.
Entiendo, pensó Emeezem. Nos muestras cómo adorarte. No podemos hacer exactamente lo que has hecho, porque nuestras rodillas no se doblan en esa dirección. Pero tocaremos el rostro como lo has tocado. ¿Había un motivo para que tocaras los labios? ¿Siempre deberán ser los labios? ¿O tocaremos la parte del rostro que deseamos que bendigas en nosotros? Debes decírmelo. Tal vez después, si te dignas manchar tus labios hablando nuestro idioma, si tu subdiós prefiere hablar nuestra lengua impura. Tocamos tu rostro, miramos la luz, nos acuclillamos ante tu rostro y lo miramos, sí, lo recordaré. Todos recordaremos.
Como todas las mujeres, Shedemei estaba asustada, asqueada y fascinada por la procesión de cavadores que entraron en la aldea, trasladando a los compañeros que Nafai había dejado inconscientes. Pero era responsabilidad suya hacer algo con ellos, así que dejó de lado sus sentimientos personales y condujo a los cavadores a la nave. Pronto comprendió las intenciones de Volemak; él le había visto efectuar estudios inofensivos de los pocos animales que había revivido, y sabía que podía aprender mucho sobre una criatura usando el instrumental de la nave. Era imperativo comprender las estructuras y sistemas físicos que configuraban la vida de los cavadores, pero era igualmente importante no causarles daño.
Aunque quizá no fuera buena idea permitir que los cavadores vieran el interior de la nave. Por lo poco que había dicho Dza, sabía que Nafai los había abrumado con el poder del manto de capitán. Tal vez las lisas y lustrosas superficies del interior de la nave realzaran ese efecto, tal vez no. Era peligroso dejar que los cavadores vieran que los humanos eran, a fin de cuentas, humanos; que obraban milagros con ayuda de herramientas y máquinas y no por medio de poderes divinos y congénitos.
Pero eso quedaría para otro día. Volemak había tomado su decisión, y era lo mejor. Y aunque no lo fuera, Shedemei obedecería. La paz que habían tenido durante aquellos meses, desde su llegada a la Tierra, se basaba en su autoridad; Shedemei obedecería aunque Volemak estuviera equivocado. Shedemei sólo quería la paz. La oportunidad de hacer su trabajo sin tener que tomar partido en la incesante lucha familiar entre los hijos de Volemak y Rasa.
Una vez que se hubieron ido los porteadores, lo primero era sedar a los cavadores para que no despertaran en un momento inoportuno. Habían transcurrido cuarenta millones de años de evolución desde que las líneas biológicas de la Tierra y Armonía habían divergido, pero en el nivel químico era donde la vida resultaba más conservadora. Una leve dosis del sedante más seguro bastaría. Shedemei habló con el ordenador médico mientras pesaba cada cuerpo. El ordenador calculó las dosis y ella apretó los tampones contra la piel rosada.
Una tez rosada y lampiña. ¿Por qué aquellos roedores habrían perdido la pelambre? Shedemei sospechaba que no existía una buena razón evolutiva para ello, que la razón era cultural. Alguna pauta de belleza se había generalizado y luego sólo los poseedores de ese rasgo de belleza podían aparearse. Pronto la piel rosada habría predominado en la cultura mientras que el vello quedaba relegado a algunos miembros despreciados. De otro modo no tenía sentido. La piel de cavador no tenía melanina. Con razón debían permanecer en túneles sombríos, a diferencia de sus antepasados las ratas. No podrían soportar las quemaduras si salían de los árboles.
Después de sedarlos, Shedemei inició sus análisis. Pero entonces la somnolencia la cubrió como una ola en la playa, y Shedemei comprendió que después de permanecer despierta toda la noche no estaba en óptimas condiciones para emprender investigaciones serias. Usó el carro para trasladar a los cavadores a cámaras de animación suspendida. Sintonizó las cámaras en soporte vital normal para que no pasaran a la modalidad de animación suspendida. Las dosis de animación suspendida tal vez no fueran adecuadas para los cavadores, y en ese caso no podría revivirlos.
Luego fue a su litera y se acostó a dormir un rato. Un par de horas y estaría bien. Recordó su modo de vida en Basílica antes de que la convencieran —qué va, no la habían convencido, sino engañado, manipulado, obligado— de sumarse al éxodo de Volemak en el desierto. En esos tiempos, cuando perseguía con entusiasmo un gen difícil de encontrar, trabajaba el día entero, durmiendo breves siestas que sumaban poco más de un par de horas de sueño por día. El entusiasmo del descubrimiento y la creación era más importante que dormir y comer. Nunca había querido dejar esa vida.
Bien, la había dejado, y no estaba del todo disconforme. Para empezar, Basílica había sido destruida cuando Moozh intentó edificar un imperio, así que en cualquier caso ella no habría podido continuar con su antigua vida. Y aunque Basílica aún estuviera en pie, el viaje por el desierto le había dado cosas buenas. Sus hijos Padarok y Dabrota, cuyos nombres significaban Regalo y Bondad, y que eran merecedores de esos nombres. Zdorab, su tímido y complicado esposo, un hombre que nunca había deseado a las mujeres y aun así le había dado dos hijos, aparte de su buena compañía durante tantos años. A pesar de que él carecía del deseo y ella del interés, se habían ayudado mutuamente a participar en la gran corriente de la vida y la creación. Habría sido lamentable pasarme la vida modelando vida sin participar nunca en ello. Me alegra que eso se haya evitado.
Pero ahora Rokya y Dabya eran adultos. Rokya estaba casado con Dza, la hija de Hushidh; Dabya estaba casada con Zhatva, el hijo de Luet. Pronto serían padres. Ya no necesitaban a Shedemei. Zdorab nunca la había necesitado, de hecho. Ella le gustaba, incluso la amaba, pero no era una necesidad. ¿Entonces por qué estoy aquí todavía? No quiero ver la destrucción de esta comunidad. No quiero que mis hijos deban tomar partido. No quiero estar aquí cuando se derrame sangre, cuando se pierdan vidas. Ni siquiera me interesa el desenlace. Sólo quiero estar a solas, trabajando con plantas, animales, estudiando cómo han divergido los ecosistemas, comprendiendo cada vez mejor cómo la vida se crea a sí misma. Quiero saber por qué hay vacas gigantes en las planicies, al norte de este macizo. Quiero saber por qué dos especies inteligentes evolucionaron en tan estrecha proximidad sin que una destruyera a la otra. Quiero saber por qué el Alma Suprema nos condujo a este lugar y no a otro, a uno de los muchos lugares donde podríamos haber fundado nuestra colonia sin inmiscuirnos en la vida de los cavadores y los ángeles.
Quiero que mi sueño se haga realidad.
Ah, sí, aquél era su mayor deseo, por encima de todos los deseos. El sueño que le había enviado el Guardián de la Tierra, hacía años, el sueño del jardín del cielo. Claro que ya se había cumplido. Las semillas y embriones que había llevado ya comenzaban a cumplir una función en la vida del planeta. Pero ¿el sueño no sería más literal? Una vez que estuviera consolidada la colonia, ¿no podría llevar la nave al cielo y girar en órbita, estudiando ecosistemas, desarrollando variaciones, mejoras e híbridos de las formas de vida de Armonía y la Tierra, para descender sólo de cuando en cuando para llevar muestras y mediciones e introducir nuevos organismos en el mundo? Entonces sería realmente la jardinera de la Tierra, con todo un planeta para jugar. Lo haría bien, le susurró al Alma Suprema. Entonces no tendría que participar en estos enredos de la colonia. No quiero preocuparme por rivalidades y lealtades. Sólo quiero aprender, cambiar, crear, transformar. Para eso sirve mi talento. No sirvo para entenderme con los seres humanos. Te he dado lo que necesitabas de mí. Ahora déjame tener lo que deseo.
(Está bien.)
Shedemei sintió que superaba la tensión y la angustia. El Alma Suprema había dicho que estaba bien. Ahora podría dormir.
Oykib agradecía estar nuevamente de pie, después de arrastrarse y agacharse por aquellos túneles bajos e interminables. No había podido ni prestar atención a su entorno, en parte porque la roca gris y parda y las paredes terrosas no ofrecían un paisaje muy variado, pero sobre todo porque los cavadores que los rodeaban no cesaban de rezar a los dioses, así que Oykib oía sus calladas súplicas, salmos e himnos como si le cantaran en el oído.
Pero, a pesar de la confusión, Oykib comenzaba a aprender algunas palabras, algunas formas y estructuras del idioma. Primero le llegó como música, de modo que oía los ritmos y melodías que contribuían a comunicar sentidos y emociones. Esto debe ser lo que oyen los perros en el habla humana, pensó. La música de nuestras voces les indica que estamos furiosos o contentos, tristes o asustados. Por ahora era lo único que entendía, pero sabía que pronto entendería más. Nunca había tenido que aprender una segunda lengua, así que ignoraba que le resultaría tan fácil. Tenía talento para ello. O quizá fuera más fácil aprender un idioma si uno tenía cierta comprensión de los hablantes antes de tratar de captar lo que decían.
—Ellos no la hicieron —dijo—. Ellos no hacen a sus dioses. Por lo que cuentan, los dioses se hacen a sí mismos. Te alaban por haberles dado una copia tan perfecta de tu cabeza.
—Sí, es perfecta, en efecto. Tal vez un poco más joven.
—Escucha esto: la cabeza tiene cien años.
—Imposible.
—Hace cincuenta años que la rema encontró esta estatua en esa cámara apartada que has bendecido… si eso es lo que hacías.
—Espero que sí —comentó Nafai.
—Y en ese entonces tenía cincuenta años. Al parecer la relación de la reina con esa estatua fue decisiva en su vida. Gracias a ti se casó con el rey de guerra. Porque tú la aceptaste.
—¿Estás seguro de entenderlo bien?
—Claro que no. Pero lo mismo me sucede con todo lo que he interpretado hasta ahora. Habrá tiempo de sobra para analizar todo esto, pero algo es seguro. Esta cabeza es más antigua que todo cavador viviente. Y afirman que no la hicieron ellos, aunque no entiendo cómo se las arreglan sus dioses de arcilla para modelarse a sí mismos. Destacan la perfección con que se han conservado los rasgos. Esto es porque no te adoraron igual que a otros dioses. Ellos no… esto te parecerá repulsivo… no se han frotado contra tu cabeza con el propósito de procrear.
—Conque sus otros dioses se relacionan con un culto de la fertilidad.
—Las imágenes que estoy recibiendo son bastante nauseabundas —dijo Oykib.
—La religión no siempre es bonita. Especialmente cuando un no creyente la mira desde fuera. Conque usan las otras estatuas como parte de un rito de apareamiento, pero dejaron la mía en paz.
—Porque eras muy feo —dijo Oykib, sin poder disimular su voz risueña.
—Para ellos, seguro. Imagínate lo que habrían pensado de haber sido tu cabeza.
—Los niños habrían salido corriendo de la cueva.
—¿Y qué hago con esta escultura?
—Inventa un ritual, Nafai. Hasta ahora te las has apañado bastante bien.
Nafai se hincó de rodillas ante la estatua e improvisó una reverencia simple e inofensiva. Cuando hubo concluido, se levantó y sonrió a Oykib.
—Esto es embarazoso —dijo—. Que esta gente me adore. Aunque algunos dirán que es algo que secretamente he anhelado toda mi vida.
—Pues no les cuentes que eres objeto de culto.
De pie en la cámara del templo, mientras la luz del manto iluminaba cada rincón, Oykib se tomó un momento para estudiar a los cavadores reunidos contra las paredes del recinto. Era indudable que descendían de las ratas, pero también era indudable que los miles de generaciones que los separaban de sus antecesoras los habían cambiado mucho más que a los humanos de Basílica. El hocico y los bigotes seguían siendo prominentes, pero mucho menos que en sus antepasados, y la mandíbula había cambiado de forma para permitir el habla. Oykib ansiaba comentar con Shedemei el sentido de todos los demás cambios estructurales.
—Oykib —llamó su atención Nafai.
En efecto, tenía un trabajo que hacer. Avergonzado de haberse permitido una distracción en un momento de tanta tensión se acercó a Nafai.
—¿Sí?
Pero Nafai no respondió, sólo siguió mirando la estatua que reposaba sobre un pedestal de huesos diminutos. Representaba una cabeza humana, pero no cualquier cabeza. Evidentemente era la cabeza de Nafai.
—¿Cuándo han podido hacer esto? —preguntó Nafai.
Oykib trató de analizar las plegarias que se elevaban en el recinto, y poco a poco extrajo cierta información.
—No puedo ocultar algo así. Mi rostro, tallado hace cien años. Como es seguro que yo no lo esculpí, alguien lo hizo. Alguien que sabía cómo era yo.
—El Guardián, obviamente.
—Sí, pero ¿no lo entiendes? Eso significa que el Guardián sabía cosas sobre nosotros en una época en que esa información no podía viajar a la velocidad de la luz. A la velocidad de la luz, el Guardián habría tenido que ver mi rostro casi ochenta años antes de que yo naciera para que aquí esculpieran la estatua hace cien años.
—Conque no lo sabemos todo sobre física. No me sorprende, ya que el Alma Suprema impedía que los seres humanos aprendieran demasiado sobre ciencia y tecnología.
—Pero Oykib, siempre he entendido que el Guardián era una especie de ordenador, como el Alma Suprema. El Alma Suprema fue creada por la humanidad durante su apogeo tecnológico, junto con nuestra nave estelar. Y en esa época no se sabía nada sobre comunicación más rápida que la luz.
—Pues alguien ha aprendido más.
—¿Quién, Oykib? Los seres humanos se fueron de la Tierra. ¿Quién construyó el Guardián, si tiene poderes que superan aquello que la humanidad podía producir en su apogeo?
—Tal vez no todos los humanos se fueron —respondió Oykib.
—Tal vez. Es un enigma. Entretanto, me gustaría salir de este lugar oscuro, fétido y mugriento. No debe faltar mucho para el alba, y estoy agotado.
—Yo también.
—¿Y cómo me libro de ésta? No tengo ni idea de cómo salir de aquí.
—Improvisa —le sugirió Oykib.
—Vaya, realmente me alegra que hayas venido para asesorarme.
Rompía el alba cuando la partida de Elemak llegó al lugar donde el desfiladero se convertía en una depresión y al fin en parte de un paso en la primera cadena de montañas. El ascenso en la oscuridad había sido lento, a pesar de los faroles. Tal vez precisamente a causa de ellos. Y no era una ayuda que Mebbekew y Obring compitieran por soltar la más larga y vil retahíla de palabrotas cada vez que resbalaban o que pasaban por un lugar particularmente difícil.
Zdorab odiaba escucharlos. De hecho, ahora lo comprendía, simplemente los odiaba, aun en los raros momentos en que guardaban silencio. Odiaba su manera de tratar a las mujeres. Odiaba su manera de tratar a los hombres. Odiaba su manera de pensar. Odiaba su manera de no pensar. No sabía a quién odiaba más. Por su parte, Obring era estúpido y brutal de nacimiento, y no por decisión propia. Era una condición crónica, la suya, que rayaba en lo continuo. En cambio Mebbekew era bastante brillante, pero optaba por comportarse como un estúpido. Parecía complacerse en la crueldad pero, a diferencia de Obring, no buscaba oportunidades para ser estúpido y cruel, sino que aprovechaba la ocasión cuando se le presentaba. ¿Cuál de ellos, pues, era más odioso? ¿El que era aborrecible por naturaleza o el que quería serlo pero no tenía suficiente ambición para descollar en ello ?
No sé por qué estoy aquí esta mañana, pensó Zdorab, saludando el alba en una serranía de la Tierra, persiguiendo a una criatura voladora que no ha dejado rastro y cuyo paradero desconocemos. ¿Por qué no estoy durmiendo en un sillón mullido, en una biblioteca de Basílica? ¿Por qué estoy realizando este agotador esfuerzo en compañía de la clase de hombres que más detestaba en la civilización? ¿Y, peor aún, recibiendo órdenes de ellos?
Zdorab sabía que casi todos los demás tenían pensamientos similares. No, no soñaban con camas mullidas en Basílica. Los más jóvenes nunca habían visto la ciudad, ninguna ciudad. No obstante, estaban llenos de resentimiento, sabiendo que no había esperanzas de lograr nada. Esas criaturas volantes debían vivir en sitios altos, inalcanzables. Y si habían secuestrado a la hija de Elemak, ¿cómo la salvaría un puñado de hombres? ¿Qué podían hacer con su improvisada selección de herramientas de labranza? ¡Entregadnos la niña, bastardos, o plantaremos un jardín!
Ante esta ocurrencia, Zdorab no pudo contener una sonrisa. Pero en cuanto alcanzó la cima, se encontró con la furibunda mirada de Elemak.
—¿Por qué sonríes, Zdorab?
—Estaba en otro mundo —le respondió Zdorab, inclinando la cabeza servil. Era una postura que había aprendido hacía tiempo. En general aplacaba la ira de los prepotentes—. Lo lamento.
—No lo lamentes. Cualquier mundo es mejor que éste.
Conque él también estaba resentido. Como si él mismo no hubiera sido una de las causas del viaje, con sus conspiraciones y confabulaciones en Basílica.
Pero Zdorab no dijo nada más. Se puso a mirar el terreno que el alba estaba desnudando. A esa altitud el aire era mucho más fresco y las matas no tan tupidas. Una niebla delgada se había formado en el valle, detrás del paso, como un río corriendo entre los árboles. La siguiente hilera de picos resultaba sobrecogedora por su escarpada belleza; detrás se apreciaban las cimas de un par de montañas tan altas que aun en esas latitudes tenían nieve. Había nevado varias veces cuando él vivía en Basílica, pero caían apenas unos centímetros de nieve que se derretía al cabo de un día. Sin embargo allí la nieve nunca debía derretirse. ¿Qué había dicho Shedemei? Montañas tan nuevas y altas que era un milagro que la corteza terrestre pudiera sostenerlas. Once mil metros. El Alma Suprema decía que en Armonía no había montañas tan altas, y por lo que revelaban sus archivos nunca antes había habido montañas tan altas en la Tierra. Éstas eran creaciones recientes de una placa oceánica que se había desplazado bajo lo que antaño fuera un istmo estrecho que unía dos continentes. Ahora era un gran macizo, el lugar más alto de la Tierra, y en su perímetro coexistían todos los climas y terrenos. En la costa oeste las montañas eran tan altas que impedían el paso de las nubes, creando un árido desierto. En el este había un paraje donde llovía sin cesar, día y noche, verano e invierno, de modo que, salvo algunos musgos resistentes que podían vivir bajo un perpetuo techo de nubes, no había allí más que roca.
¿Por qué Shedemei y yo no podemos abandonar esta aldea para explorar el nuevo planeta? Ellos no nos necesitan. No deseamos estar con ellos. Nuestros hijos ya han crecido y se han casado. Sería agradable visitarlos de cuando en cuando, pero no necesitan nuestros cuidados. Cuando ellos tengan hijos, les cantaré canciones tontas y los sentaré en mis rodillas. Dos veces por año.
Pensar en niños le hizo recordar por qué estaban allí. Por qué habían pasado la noche en vela, trepando a oscuras por un desfiladero. Y al mirar el valle vio que con las primeras luces los árboles desbordaban de vida. Criaturas voladoras brincaban al aire, volaban un corto trecho y regresaban a las hojas. Todas parecían llevar algo en los pies mientras volaban.
—Nos tienen pavor —murmuró Elemak.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mebbekew.
—Porque están evacuando la aldea. Mira… se están llevando sus crías.
—Mira —dijo Zdorab—. Cuando las crías son un poco más grandes, son necesarios dos adultos para llevarlas.
—Buena vista —dijo Elemak—. Habrán sido necesarios cuatro para levantar a Zhivya. Y si creen que pueden escapar de mí llevándose sus crías…
—Pueden —dijo Vas con desdén—. Pueden escapar de nosotros cuando quieran, y precisamente llevándose sus crías a un lugar seguro. ¿ Qué harás, bailar en las copas de los árboles hasta alcanzarlos?
Elemak se volvió lentamente.
—Si no te interesa esta misión, vuelve a la aldea. Vas se disculpó de inmediato.
—Estoy cansado, Elemak. Estoy demasiado cansado para saber lo que digo.
—Entonces cierra el pico y mantén los ojos muy abiertos.
Zdorab suspiró y se alejó de aquella conmovedora escena de auténtica amistad. Las únicas personas que odiaban a Elemak más que sus enemigos eran sus amigos. Sin embargo lo seguían, porque sabían que él los necesitaba tanto que no podía ignorarlos, como habría hecho Nafai. Así es como muchos hombres ruines logran que otros los sigan, pensó Zdorab. No pueden conseguir gente buena, y necesitan a alguien, así que tienen que aceptar a individuos que no pueden encontrar un buen hombre que los reciba. Era un milagro que el mal persistiera en el mundo, pues las personas que lo practicaban no podían aguantarse, y por buenos motivos.
Zdorab detectó un movimiento en un árbol, ladera abajo. Uno de los murciélagos se había posado en una rama.
—Mirad —señaló.
—Lo veo —dijo Elemak.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Yasai.
—Todos tenemos la misma cantidad de ojos —rezongó Elemak—. Mira y ya lo veremos.
El ángel bajó abruptamente del árbol, descendiendo hacia un pequeño claro que conducía a donde se encontraban los humanos. Zdorab tuvo entonces la oportunidad de verlo claramente, con las alas extendidas. Su rostro era espantosamente feo, pero eso no le sorprendía. Después de todo, descendía de alguna especie de murciélagos de hocico arrugado. Lo sorprendente era la solución fascinante que había hallado la evolución. Los brazos y las piernas eran grotescamente delgados, de la muñeca al tobillo, a cada lado del cuerpo, se desplegaban las alas, que dos hipertróficos dedos de cada mano mantenían extendidas. Los otros tres dedos de cada lado, en cambio, eran de tamaño normal, lo que daba a la criatura manos prensiles. Y la cabeza era desproporcionadamente grande. Era un milagro que pudiera volar. Estaba sin duda al límite de su crecimiento: de ser un poco más grande, perdería la capacidad de volar.
En aquel momento, sin embargo, caminaba hacia ellos. Caminaba con cierta gracia, pero evidentemente se encontraba más a sus anchas en las ramas o en el aire. Nunca sería un excursionista con aquellos pies.
Esos pies.
Zdorab tuvo la prudencia de callarse. El joven Yasai, en cambio, no.
—Oykib tenía razón —barbotó—. Es imposible que estos pies hayan dejado aquellas huellas en la aldea. Elemak se volvió lentamente hacia él.
—Conque quizá no fue esta cosa la que dejó las huellas. ¿Crees que no contaba con esa posibilidad? Lo cierto es que este sujeto hizo de vigía para los secuestradores. Si él no tiene a Zhivya, sabe dónde está.
Elemak avanzó un paso hacia la criatura.
La criatura se detuvo e hizo algo insólito. Se agachó y recogió un manojo de tallos que sostenía con el pie. Los depositó en la hierba, con gran ceremonia, como si los contara. Cuando los hubo dejado todos, la criatura retrocedió.
—Es grano de nuestros campos —señaló Obring.
—¿Ahora te das cuenta? —preguntó Vas.
—¿Qué importancia tiene? —dijo Mebbekew.
—El cree que por eso hemos venido —respondió Padarok, el hijo de Zdorab—. Porque robó nuestro grano. Nos lo está devolviendo.
—¿Y desde cuándo eres un experto en murciélagos gigantes? —preguntó Elemak.
—Tiene sentido —insistió Padarok. Zdorab le indicó que se callara.
—No, Padre, no me callaré. Esto es ridículo. Ese ángel robó grano del campo y no sabe nada sobre Zhivya. Si alguien se hubiera parado a pensar en ello, no nos habríamos pasado toda la noche subiendo una montaña en busca de un hombre inocente.
Elemak cogió a Padarok por la cabeza. Como su padre, Padarok era bajo y menudo. Parecía un títere en manos de Elemak.
—¿Hombre? —preguntó Elemak—. ¿Llamas hombre a esa cosa?
—Es un modo de hablar —murmuró Padarok.
—¡Ese hombre, como lo llamas, sabe dónde está mi hija!
Elemak sacudió a Padarok. El cuerpo de Padarok se aflojó. Zdorab temió que la sacudida le hubiera causado una lesión cerebral, incluso que lo hubiera matado. Y aunque Padarok pronto abrió los ojos y movió las piernas, la furia de Zdorab no se disipó. Para su propio asombro, Zdorab se encontró apoyando una guadaña sobre los hombros y el cuello de Elemak, diciéndole las palabras más increíbles.
—Suelta a mi hijo. Ya.
Elemak miró a Zdorab con ojos de lagarto.
—Y si no lo hago, ¿me cortarás el brazo?
—Sólo si no acierto el cuello —dijo Zdorab. Elemak soltó a Padarok.
—No me amenaces, Zdorab. Aunque tú hayas olvidado quién es nuestro enemigo, yo no.
De un rápido movimiento le arrebató la guadaña de las manos, con tal celeridad que Zdorab ni siquiera llegó a comprender qué sucedía. Elemak permaneció un instante con la guadaña en la mano, y Zdorab no supo si lo atacaría a él o a su hijo. Pero Elemak arrojó la guadaña al suelo y avanzó hacia la criatura.
La pobre criatura se marchitó visiblemente bajo la airada mirada de Elemak, pero se quedó donde estaba. Elemak adelantó un pie y trituró los tallos contra la hierba lodosa.
—No me importa el grano —dijo. Cogió a la criatura del brazo y bramó—: ¿Dónde está mi hija?
—¿En qué idioma esperas que te conteste? —se burló Padarok—. ¿O crees que trazará un mapa en el aire?
Por favor, no lo provoques, Rokya, pensó Zdorab, pero no lo dijo. A pesar de todo sentía orgullo.
Se había pasado la vida inclinándose ante hombres como Elemak, para que no le hicieran daño. Pero su hijo no se inclinaba. Habrá heredado mi talla, pensó Zdorab, pero tiene las agallas de su madre.
La respuesta de Elemak fue un rugido de rabia; al mismo tiempo estrujó a la criatura. Zdorab vio horrorizado que en brazos de Elemak la pobre criatura era como una frágil ramita. El brazo se partió, las alas se desgarraron y comenzaron a sangrar, cada articulación se torció sin remedio. La criatura gritó y calló, colgando fláccida en brazos de Elemak.
—Cielos —exclamó Meb—. El hombre a veces desconoce su propia fuerza.
—Buen trabajo —ironizó Padarok—. Ahora que está muerto, será un gran guía.
Elemak arrojó el animal muerto a un costado. La criatura chocó contra un tronco, se quedó allí un segundo y se deslizó al suelo.
—¿Dónde está mi hija? —gritó Elemak—. ¡Se han llevado a mi hija!
Su furia era tan terrible que todos retrocedieron, sólo un paso, pero lo suficiente para demostrar su temor. Excepto Padarok. Él no retrocedió.
Y eso significaba que afrontaría lo peor de la impotente furia de Elemak, que ya lo miraba de hito en hito.
Zdorab intervino, nuevamente llevado por un impulso.
—Ahora regresaremos, Elemak. Lo hemos intentado. Pero no hay modo de encontrarla si está allá arriba. Si matar a una criatura indefensa te hace sentir mejor, ya lo has hecho. No tienes que matar a más.
Elemak hizo un visible esfuerzo para dominarse.
—Nunca te perdonaré por decir eso —dijo Elemak.
—No hay aquí un alma a quien no hayas prometido, en una u otra ocasión, que nunca la perdonarías —dijo Zdorab—. Pero nosotros te perdonamos a ti, Elemak. Todos tenemos hijos. Pudo haber sido cualquiera de nosotros. Si pudiéramos recobrarla, lo haríamos.
—Si pudierais recobrarla —dijo Elemak—, yo sería vuestro humilde servidor para siempre.
Echó a andar ladera abajo.
Obring y Meb lo siguieron de inmediato, pero se detuvieron al pasar junto a Zdorab.
—Quién habría creído que el pobre tonto tenía agallas —dijo Obring, riendo despectivamente.
—Sigue así —dijo Meb—, y tal vez un día hasta tengas una erección. Entonces serás medio hombre.
Palmeó a Zdorab en la cabeza y siguió a Obring y Elemak.
Padarok se acercó a Zdorab y lo abrazó.
—Gracias, Padre. Creí que iba a desnucarme.
—Vimos lo que quería hacerte, Rokya —dijo Zdorab—, porque se lo hizo al ángel.
Entonces, junto al árbol adonde Elemak había arrojado a la pobre criatura, Yasai gritó:
—¡No está muerto!
—Pues tal vez debamos matarlo para acabar con su sufrimiento —sugirió Zhatva, el hijo mayor de Nafai. Todos se reunieron alrededor de la criatura.
—No es un perro —dijo Yasai—. Oykib dijo que era inteligente. Una persona, no una bestia. Shedemei podrá curarlo, si eso es posible.
La criatura pestañeaba lentamente.
—¿Estás seguro de que no es un reflejo? —preguntó Xodhya.
Yasai se quitó la camisa.
—Ayudadme a apoyarlo aquí —pidió—. Sin romperle el cuello.
—Ya lo tiene roto —dijo Motiga.
—Pero tal vez la columna vertebral no. —Yasai silbó sorprendido—. Qué poco pesa.
—Le duele —dijo Vas—. Cierra los ojos de dolor.
—Pero no se queja —intervino Zdorab—. Soporta el sufrimiento con entereza.
—Sí, es todo un hombre —dijo Zhatva. Pero no se estaba burlando. La criatura era digna de admiración.
—¿Y si Elemak ve que lo llevamos? —preguntó Motya.
—Ojalá lo vea —respondió Padarok—. La criatura no lo amenazaba, y mira lo que le ha hecho. Aunque hubiera sido un perro…
No tuvo que terminar la frase. Cuatro de ellos cogieron las puntas de la camisa. Los otros cogieron sus faroles e iniciaron el lento descenso.
Eiadh oyó los gritos de alegría de los niños y supo que la partida de Elemak había regresado de su búsqueda nocturna. Elya estaría exhausto y frustrado después de la infructuosa expedición. Pero cuando viera a Zhivya, eso lo compensaría todo.
Esa mañana Zhivya aún dormía, tal vez agotada por el trajín del día anterior. Eiadh la cogió con cuidado; la niña se movió pero no se despertó. El mayor temor de Eiadh era que recordara algo de aquella experiencia. Ya tenía edad suficiente para caminar, pero sin duda no para conservar el recuerdo de algo. No habría pesadillas sobre cavadores robándola de la cuna o sobre viajes por largos túneles. No debía preocuparse por eso.
Zhivya despertó cuando Eiadh la llevó hasta el linde de la aldea. Allí estaba Elemak, alto y fuerte. Pese a todos sus defectos, un hombre atractivo, una figura poderosa. Eiadh volvió a recordar por qué se había enamorado de él en Basílica cuando ella era una muchacha tonta y superficial. Había demostrado no poseer la capacidad de contención ni de abnegación que Eiadh admiraba en otros hombres, y en casa ella y los niños debían andarse con cuidado para no irritarlo. Pero era su esposo, y Eiadh no era desgraciada por ello. Y menos aquel día, cuando habían rescatado a su hija de los monstruos subterráneos.
Al acercarse, notó que Volemak le contaba lo ocurrido. Mientras hablaba, Volemak miró a Eiadh; Elemak también la miró, y vio que tenía el bebé. Elemak sonrió. Habría podido demostrar más entusiasmo, pero estaba cansado.
De pronto hubo una conmoción. Yasai, Rokya, Xodhya y Zhyat transportaban algo en una camisa. La de Yasai, puesto que éste llevaba el torso desnudo. Volemak los envió a la nave, donde Shedemei estaba estudiando a los rehenes cavadores. ¿Qué era? No habrían dañado a un ángel, ¿verdad?
En cuanto se le ocurrió, supo que eso era precisamente.
Volemak reprendía a Elemak, y ahora Eiadh estaba suficientemente cerca para oír lo que decían.
—Pero ¿iba desarmado? —preguntaba Volemak—. ¿No te ha amenazado?
—Ya te lo he dicho. Creía que sabía dónde estaba mi hija.
—¿Y por eso le has hecho daño? Incluso si no te importara que tengamos que vivir en este lugar y quisieras ganarte innecesariamente la enemistad de una tribu de criaturas inteligentes, podrías haber pensado que destruir a la única persona que podía ayudarte era el colmo de la estupidez.
Volemak estaba fuera de sí, pensó Eiadh. Elemak no soportaba los sermones, sobre todo en público. Hasta ahora había respetado su juramento de obediencia, pero ¿para qué provocarlo?
Claro que ella no había visto al ángel herido, y Volemak sí. ¿Qué había hecho Elemak?
—Oh, sí, soy el colmo de la estupidez —respondió Elemak—. Pero tu héroe perfecto, con su capa mágica, estaba allí abajo jugando a ser Dios con un hatajo de ratas.
—Él recobró a tu hija, él, con Oykib. Protchnu y conmigo. Y lo hicimos rodeados de cavadores armados que nos superaban en número, porque tú insististe en llevarte a todos los hombres en edad de combatir, salvo a un puñado.
—Si me hubieras ordenado que dejara más… —empezó Elemak, pero Volemak lo interrumpió.
—Oh sí, me habrías obedecido… mientras me acusabas de desear la muerte de tu hija. Bien, Elya, ella ha sobrevivido, pero no gracias a ti. Ahora veamos si ese inofensivo ángel tiene tanta suerte.
—¿Qué debo hacer? ¿Arrodillarme a los pies de Nafai para adorarlo? ¿Acaso es también mi dios? Eso fue demasiado para Eiadh.
—Podrías agradecérselo —murmuró—. El nos devolvió a Zhivya.
—No, no fue él sino el manto del capitán. Si yo tuviera el manto, me habría ido igualmente bien.
—No lo creas —dijo Eiadh—. Habrías estado en el desfiladero con el manto, usándolo para derribar ángeles mientras nosotros, sin defensa, éramos vencidos y exterminados por los cavadores.
—¿Cómo podía saber que unas criaturas que nunca habíamos visto se habían llevado a la niña?
—Oykib intentó decírtelo, pero te negaste a escuchar. Es uno de los motivos por los cuales no sirves para tener el manto. No sabes escuchar, y decides basándote en lo que sabes. Bien, Elemak, no lo sabes todo.
Eiadh oyó sus propias palabras y supo que hablaba más de la cuenta. La expresión de Elemak era escalofriante. No la había mirado así desde… desde que había jurado lealtad a Volemak durante el viaje.
—Conque así me recibe mi esposa cuando regreso a casa —se quejó.
—Me proponía recibirte con alegría —dijo Eiadh, inclinando la cabeza—. Lo siento.
Como ella se había sometido, Elemak pudo desquitarse con otros.
—Conque yo estaba equivocado —dijo—. Pero ninguno de vosotros se opuso. Sólo le respondió el silencio.
—Así que no me critiquéis si no tenéis sesos para presentar una idea mejor.
—Todos teníamos una idea mejor —dijo Padarok—. Todos sabíamos que estabas equivocado. Lo sabíamos desde el principio.
Esas palabras fueron como un bofetón para Elemak.
—¿Entonces por qué me seguisteis?
—Era tu hija la que faltaba —respondió Padarok.
—Eso no significaba que yo tuviera razón. Tal vez todo lo contrario, tal vez mi ofuscación no me dejaba pensar.
—En efecto, eso es lo que he dicho —dijo Padarok.
—¿Me seguisteis aunque no tenía razón? —preguntó Elemak—. ¿Me seguisteis sabiendo que estaba equivocado? —Su rostro despectivo no lograba disimular su evidente confusión.
—Elemak, ven adentro, ven a casa —le pidió suavemente Eiadh.
—No, quiero entender esto —dijo Elemak—. Quiero entender por qué estos presuntos hombres son tan estúpidos como para seguir a alguien porque está equivocado.
—Por favor, Elemak.
—No te seguimos porque estuvieras equivocado —dijo al fin Yasai—. Te seguimos porque actuabas irracionalmente. No sabíamos qué harías si rehusábamos obedecerte.
—¿A qué te refieres? Lo que importaba era encontrar a mi hija. Sólo eso importaba.
—¿De veras? —preguntó Eiadh—. En tal caso, te habrías detenido a escuchar a Oykib cuando trató de decirte que no eran los ángeles quienes se habían llevado a Zhivya. Ahora, por favor, deja de discutir. Todos están aquí y nadie ha resultado herido.
Elemak se zafó de la mano que ella le había apoyado en el brazo.
—No seas condescendiente conmigo, Eiadh.
—No te enfades, Elemak. Zhivya se perdió, y nos la han devuelto. Es un día de celebración, no de cólera. Incluso podrías dar las gracias a quienes nos la devolvieron.
—¿Agradecérselo? ¿Porque el Alma Suprema dio a Nafai la única arma que sirve? ¿Porque me siguieron en una persecución insensata por el desfiladero, sabiendo que era insensata?
Padarok se acercó a Elemak.
—No, Elemak. Te seguimos porque temíamos que le hicieras a uno de nosotros lo que terminaste por hacerle a ese inofensivo ángel. Y nuestros temores no eran infundados. Como recordarás, estuviste en un tris de hacerme lo mismo a mí.
Sólo entonces Eiadh reparó en las magulladuras que oscurecían la mandíbula y el cuello de Padarok.
—Si Zdorab no te hubiera hecho frente… —dijo Padarok.
Elemak enrojeció de furia… ¿o era de vergüenza?
—¿Crees que me detuvieron sus patéticas amenazas?
—No sé qué te detuvo —dijo Padarok—. Pero nunca sabemos si algo te detendrá. Así que te obedecemos cuando te encolerizas, porque tenemos miedo. Y si piensas en ello sin dejar que la furia te ofusque, comprenderás que tenemos motivos para tenerlo.
—Vamos a casa, Elya —insistió Eiadh.
Pero Elemak estaba decidido a resolver aquello.
—¿Habrías dejado morir a Zhivya porque teníais tanto miedo de mí que no osasteis discutir conmigo? Padre sacudió la cabeza.
—Sabíamos que Nafai la recobraría, si eso era posible.
—¿Nafai? —rugió Elemak—. ¡Nafai, Nafai, Nafai! ¡Confiasteis en que él lo haría! ¡Pusisteis la vida de mi hija en sus manos! ¿Qué sabe ese estúpido jactancioso, ese farsante, ese…?
—¡Él lo hizo! —gritó Eiadh—. ¡Idiota irascible! Él la salvó, así que hicieron bien en confiar en Nafai. —Sus gritos asustaron a la niña, que rompió a llorar. Pero Eiadh no podía callar—. Sabían que si te quedabas aquí, en tu cólera cometerías alguna tontería y causarías un desastre, así que era mejor que te marcharas al desfiladero, donde no iniciarías una guerra entre nosotros y los cavadores. ¿Lo entiendes, Elemak? Ahora que nos has obligado a decirte más de lo que queríamos, ¿entiendes al fin qué eres para nosotros? Si es preciso realizar una tarea delicada, sabemos que es mejor que no estés presente porque siempre, siempre, siempre harás lo que hiciste con ese ángel.
Eiadh sintió la satisfacción de haber dicho la verdad, de haberse desquitado con aquel hombre soberbio que le había complicado la vida durante tantos años.
Y luego vio algo que nunca había visto. Elemak no se enfureció. Encorvó los hombros. Se marchitó visiblemente. No miró a nadie a los ojos. Simplemente dio media vuelta y caminó hacia el bosque.
—Lo lamento, Elya —se disculpó Eiadh—. Estaba enfadada, no lo decía en serio.
Pero él sabía que lo había dicho en serio. Todos lo sabían, y todos sabían que era verdad. Lo habían sabido durante años. Al fin Elemak se enteraba también.
Regresó al día siguiente.
Calmado, aplacado. Otro hombre. Un hombre vencido. Eiadh trató de pedirle disculpas cuando estuvieron solos en casa, pero él salía y no quería escuchar. Compartían la cama, pero él nunca se le acercaba. Respondía a las preguntas de sus hijos, y a veces jugaba con ellos, se reía y sonreía como en los viejos tiempos. Pero no asistía a las reuniones de los adultos, y cuando Eiadh trataba de hacerle participar en las decisiones domésticas, siempre respondía del mismo modo.
—Lo que quieras —decía—. No me importa.
Y al parecer no le importaba. Trajinaba en los campos, pero ya no quería imponer su influencia. Cumplía con sus deberes, y trabajaba hasta el agotamiento, pero parecía invisible.
Lo maté, pensó Eiadh.
O tal vez haya dado el primer paso para curarlo.
Decidió aferrarse a esa esperanza.
Aquella personalidad enigmática, parca y retraída era sólo una etapa en su evolución hacia la condición de hombre maduro, sabio, moderado, bueno.
Un hombre como Nafai.
Shedemei pidió a Volemak que reuniera a todos los que se encargaban de tratar con las dos especies inteligentes.
—Debemos tomar decisiones —dijo, y acabada la cena se reunieron en la biblioteca de la nave. Volemak y Shedemei, claro, y con ellos Nafai y Luet, Issib y Hushidh, Oykib y Chveya.
—He invitado a Elemak —explicó Volemak—, porque en Armonía reunió mucha experiencia tratando con culturas extrañas y dirigentes extranjeros. Ha rehusado venir, pero aun así le pediré que trabaje con los cavadores. A fin de cuentas, prácticamente viven encima de nosotros…
—En rigor, somos nosotros quienes vivimos encima de ellos —dijo Nafai.
Volemak hizo una pausa, como preguntándose cuándo aquel chiquillo tendría madurez suficiente para no hacer bromas durante una conversación seria. Luet tocó la pierna de Nafai con el dedo. Él le sonrió estúpidamente.
—Y es indispensable que lleguemos a un acuerdo viable —continuó Volemak—. No sé vosotros, pero la noche del secuestro yo vi una sociedad de cavadores con graves conflictos. Un secuestro organizado por el hijo del rey de sangre, en contraste con la adoración de la esposa del rey de guerra. El mismo hecho de que la esposa… ¿cómo se llama?
—Emeezem —dijo Oykib.
—El mismo hecho de que Emeezem haya ayudado a…
—Mufruzhuuzh.
—Bien… a Muf-no-sé-cuantos cuando él había fracasado, puede haber debilitado al rey de guerra. En consecuencia, si existe una facción que quiera limpiar la Tierra de seres humanos, y tal vez dos… Muf y los conspiradores que perpetraron el secuestro… creo que Elemak puede ser valioso para llegar a un entendimiento con los hostiles.
—Si está dispuesto —puntualizó Hushidh—. En este momento no está vinculado estrechamente a nadie. Ni siquiera a Protchnu, pues el muchacho no pudo dejar de alardear ante su padre de que él había descubierto la entrada de la ciudad de los cavadores en el árbol. No era un tema bien recibido en su casa.
—¿Viste esa escena doméstica? —preguntó Volemak.
—Me la ha descrito un testigo —respondió Hushidh.
—Conque es un chisme —dijo Volemak.
—Un chisme de primera mano —dijo Hushidh—. Muy preciso. De la mejor calidad. Volemak sonrió, luego repitió con firmeza:
—Un chisme.
—Creo que lo natural es escoger a Elemak para trabajar con los cavadores —intervino Nafai.
—No lo hará sólo uno —dijo Volemak—. Y haznos a todos un favor, Nafai. No dejes que se sepa que tú estás a favor de la idea de que Elemak tenga ese puesto.
Nafai asintió, repentinamente serio. Pero Luet no quedó convencida. Sabía que él comprendía que era mala idea que insistiera en ser amable con Elemak. Sólo un día antes Luet había tratado de explicárselo una vez más, y él la había interrumpido para comentar.
—Elemak no interpreta mi afán por darle autoridad como un gesto de confianza ni de amabilidad, sino de condescendencia y burla, lo sé. Pero no es burla ni condescendencia, Luet. Admiro su capacidad y confío en que hará muy bien lo que esté haciendo. No puedo contener mi ansia de llegar a él.
—Tú intentas llegar a él —explicó Luet pacientemente, por enésima vez—, pero él lo considera una intrusión.
Nafai sabía que era mejor callarse cuando se trataba de Elemak, pero no pudo aguantarse.
—Entonces todos pensarán que le guardo rencor o que no quiero que haga nada. Yo quiero que él haga cosas, así que debo decirlo, ¿verdad? Para que todos sepan que no hay resentimiento.
—¿No puedes confiar en mí? —dijo Luet—. ¿No puedes confiar en mí y callarte?
El le había hecho el solemne juramento —una vez más— de que no diría nada sobre el papel de Elemak en la comunidad. Y por la mañana, menos de un día después de su promesa, Nafai hacía exactamente lo contrario.
Volemak estaba encauzando la reunión hacia el tema central.
—De todos modos, no habrá una sola persona trabajando con los cavadores. Debemos tener la mayor cantidad posible de puntos de vista, al tiempo que cosechamos para obtener comida y almacenamos semillas para la estación seca. Pero todo esto no es más que un preámbulo. Esta reunión es cosa de Shedemei. Supongo que tendrá algún informe sobre la biología de los cavadores y los ángeles, y ese punto de partida es tan bueno como cualquiera.
—En realidad no es un informe —dijo Shedemei—. Es más bien una lista de preguntas. El análisis inicial revela que los cavadores y los ángeles, como todos los animales y plantas que hemos examinado desde que llegamos, muestran los cambios evolutivos normales respecto de sus antepasados de hace cuarenta millones de años. Los cavadores provienen de una especie de rata campestre común del sur de México, y los ángeles de una especie de murciélago común. En ambos casos la variación genética es del orden de sólo el cinco por ciento respecto del original. Pasará mucho tiempo antes de que podamos examinar las pruebas fósiles, pero aquí vemos que el cuerpo de los cavadores ha cambiado para poder sostener una cabeza más pesada y que sus manos han evolucionado para coger herramientas grandes sin perder la capacidad para cavar, trepar y matar sin herramientas.
Pasó de los esqueletos de rata y cavador que presentaba en la pantalla del ordenador a los esqueletos de ángel y murciélago.
—Los ángeles realizaron un trabajo más complejo… para seguir volando, sostener un cerebro más pesado y desarrollar la fuerza manual necesaria para empuñar herramientas. La solución consiste en mantener el uso de los pies como manos fuertes. Si se sostienen sobre un pie, estas articulaciones de las caderas les permiten la rotación suficiente para blandir un hacha de mano. Pero los brazos, que en los murciélagos tienen sólo vestigios de manos, han vuelto a convertirse en buenos instrumentos. No pueden aguantar mucho peso y, como hemos aprendido a través de un desdichado incidente, los brazos se rompen con facilidad. Así que las manos no se usan para actividades físicas pesadas, sino para tareas muy delicadas.
Shedemei se sentó y los miró fijamente. Luet al fin comprendió la sugerencia.
—¿Quieres decir que las estatuas de la ciudad de los cavadores fueron creadas por los ángeles?
—Las manos de los cavadores no tienen capacidad para realizar el exquisito trabajo que me habéis descrito —respondió Shedemei—. He analizado a los cavadores cuando estaban semiconscientes. Sólo pueden realizar tareas que requieran fuerza. Cuando se esculpe en arcilla blanda, se necesita mucha contención, no se puede apretar demasiado. Los cavadores son incapaces de eso. Transformarían la arcilla en pulpa.
—Tal vez sólo hayas examinado a soldados y obreros —sugirió Issib.
—¿Notasteis algún dimorfismo allí abajo? —preguntó Shedemei a Nafai y Oykib.
—Ninguno —dijo Nafai.
—Y ellos admitieron que no hacían las esculturas —añadió Oykib.
—Pero son sus dioses —dijo Chveya—. Dioses a los que adoran ofrendándoles huesos de bebés de ángel muertos. Resulta incongruente.
—En efecto —dijo Shedemei—. Y eso nos lleva a las preguntas más importantes. La primera es por qué dos especies inteligentes se desarrollaron paralelamente, de esta manera, sin destruirse. Según los archivos de la biblioteca, varias especies inteligentes evolucionaron junto con los humanos a partir de un mismo origen. Los llamaron robustos y heidelbergs.
Pero los erectos exterminaron a los robustos, y los modernos liquidaron a los heidelbergs.
—Puede que los absorbieran —corrigió Issib.
—Sea como fuere, allí donde fueron los modernos no quedaron más robustos, heidelbergs ni erectos —dijo Shedemei—. ¿Por qué sobreviven los ángeles junto a los cavadores?
—¿Porque no compiten por los recursos? —preguntó Chveya.
—Mi buena alumna —sonrió Shedemei—. Pero lo cierto es que los cavadores devoran a los vástagos de los ángeles. Y adoran las estatuas que ellos hacen. Así que no es el mismo caso que, por ejemplo, el de los pulpos y las águilas, que no compiten en ningún sentido. Los ángeles son presa de los cavadores. Y sin embargo sobreviven.
—Amantes del arte —dijo Nafai.
Parecía otra broma, y Luet se dispuso a pellizcarlo, pero Shedemei respondió como si fuera un comentario seno.
—Creo que tienes razón, Nafai. Creo que se trata de algo biológico, y las esculturas forman parte de ello. ¿No dijiste, Oykib, que has sabido que en su culto las estatuas se asocian con la cópula y la reproducción?
Oykib se sonrojó y miró furtivamente a su esposa y a Nafai.
—No seas tímido, Okya —lo animó Volemak—. Nafai creyó prudente revelar a los demás tus facultades. No a todos, sólo a los que estamos aquí. No tiene sentido que los demás se vuelvan paranoicos con sus plegarias.
Issib sonrió con malicia.
—Nosotros, en cambio, somos tan perfectos que no nos molesta que nos espíes.
—Issya quiere decir —continuó Volemak— que aceptamos que entre nosotros hay quienes tienen la capacidad de enterarse de cosas que otros preferirían mantener en secreto. Pero tú has demostrado una discreción tan notable en tu infancia y tu madurez que no te tememos.
—Yo sí —le dijo Chveya—. Sólo por eso permití que me embarazaras.
—Veya —la reprendió Luet—, ¿tienes que ser tan grosera?
—Bien, Oykib, ¿es eso cierto? —dijo Shedemei.
—Sí. Algunos de los pensamientos relacionados con el culto… son lisa y llanamente pornográficos. Se trata de las estatuas. Hemos visto que la mayoría están desgastadas y algunas son simples terrones. Los cavadores demuestran su reverencia frotándose contra las estatuas.
—Eso es de gran ayuda —dijo Shedemei—. No he observado esa conducta en las ratas ni en otros roedores. ¿Habéis encontrado algo sobre ello en vuestros estudios?
—Tú eres la bióloga, Shedya —le respondió Hushidh—. Si tú no lo has encontrado, puedes dar por descontado que nosotros no.
—Ya que estamos con el tema de quién sabe qué —dijo Luet—, me gustaría saber por qué estoy aquí. Es decir, el esposo de Shedya no está aquí, y la tía Rasa no está aquí, así que no es que estemos haciendo esto en pareja ni nada por el estilo. Shuya y Veya son necesarias para entender a los cavadores y los ángeles porque ven cosas que no pueden comunicarse por medio del lenguaje. El método de Oykib es diferente, pero su resultado es el mismo. Nafai posee el manto, y hay una escultura de su rostro en la ciudad de los cavadores. Issib no puede trabajar en los campos y es bueno con el lenguaje, y nadie maneja el índice mejor que él, así que será vital para la investigación y el diálogo. ¿Por qué estoy yo aquí?
—¿Te sientes insegura, mi amor? —se burló Nafai solícito.
—Estás aquí —le respondió Volemak— porque eres tú. No todos necesitan una especialización para lo que tengo en mente. Y te comunicas mejor que nadie con el Alma Suprema.
—No cuando tú usas el índice —precisó Luet—. Yo no debería estar aquí.
—Cállate, Lutya —dijo jovialmente Hushidh—. Con tus dudas nos haces perder tiempo.
—Ten paciencia —recomendó Volemak—. Ya me explicaré, y ya lo entenderás. —Borró las ilustraciones de Shedemei de la pantalla y las reemplazó por un mapa de las inmediaciones—. Aquí estamos nosotros, y aquí están los cavadores. Y aquí arriba están los ángeles. Tratemos de imaginar qué cultura llegaremos a entender mejor.
—Especialmente si les da por secuestrar a alguien de nuevo —dijo Issib.
—Creo que esto puede tener un resultado desafortunado —comentó Volemak—. Primero, nos acercaríamos más a la especie que conocemos mejor, y eso podría ser un grave error. Segundo, y más importante, los ángeles interpretarían que somos aliados de los cavadores, y en consecuencia recelarían de todo lo que hiciéramos. Podrían volverse hostiles. ¿Veis el problema?
Issib asintió.
—Quieres que algunos de ellos se vayan a vivir entre los ángeles.
—Qué fúnebre resulta —bromeó Nafai. Y esta vez Luet lo pellizcó.
—No algunos de ellos, Issya —precisó Volemak—. Algunos de vosotros. Issib se enfadó.
—Yo no cuento —dijo—. No con la silla.
Luet comprendió. Issib había odiado los años en el desierto, pues era físicamente incapaz a no ser que estuviera en su silla flotante. Tener que soportar que Hushidh lo levantara, lo llevara y lo ayudara con sus necesidades corporales había sido bastante malo cuando sus hijos eran pequeños, pero ahora sería una humillación insoportable.
En las inmediaciones de la nave sus flotadores magnéticos funcionaban igual que en la ciudad de Basílica, dándole una libertad física casi normal. No estaba dispuesto a renunciar a eso.
—Oye —dijo Volemak—, he pensado mucho en ello, y si sabes escuchar coincidirás con mis conclusiones. Primero, no creo que debamos enviar a mucha gente a vivir con los ángeles, porque necesitamos la mayor parte de nuestra fuerza aquí, trabajando en los campos y consolidando la colonia. Así que enviaré sólo a dos parejas con sus hijos pequeños. No puedo enviar a Shedemei, pues ella tiene que estar aquí, usando los instrumentos de la nave. Pero necesito enviar a alguien que sea tan metódico como ella, y que esté igualmente familiarizado con la biblioteca. Tú eres el indicado, Issib.
—Cualquiera que esté aquí es el indicado, y la mitad de los que no están aquí —protestó Issib.
—Chveya y Hushidh poseen facultades similares —dijo Volemak—, y esas facultades son indispensables. Así que una se quedará aquí, y la otra se irá.
—Oykib es el más hábil aprendiendo idiomas —dijo Issib—. Enviadlo a él.
—Necesito a Oykib aquí —replicó Volemak—.
Quiero que aprenda el idioma de los cavadores junto con Elemak.
Luet comprendió lo que sin duda comprendían todos: no sería recomendable que Elemak fuera el único intérprete. Volemak no quería decirlo sin rodeos, pero no se podía confiar plenamente en Elemak. Y por el modo en que había actuado desde la noche del secuestro, tal vez no aceptara la misión de trabajar con los cavadores.
—Además —dijo Volemak—, los cavadores conocen a Oykib.
—También conocen a Nafai —dijo Issib.
—No te opongas en esto, Issya —insistió Volemak—. A Nafai lo consideran un dios, así que es importante que no lo vean con frecuencia. Que adoren la cabeza de arcilla y que el hombre en sí sea un misterio.
—En otras palabras —bromeó Nafai—, nadie que me conociera podría adorarme.
—Tú lo has dicho —dijo Volemak.
—Yo te adoro —dijo Luet en tono almibarado. Nafai le sonrió con exagerada dulzura.
—En cuanto a tu problema con la silla —aclaró Volemak—, Nafai y yo hemos pensado en instalar un repetidor en ese pico. Domina el valle de los ángeles y el desfiladero. Creo que tus flotadores magnéticos funcionarán allí.
—A menos que me ponga detrás de un árbol —dijo Issib.
—El repetidor se compone de cuatro instalaciones, para que siempre haya cobertura —explicó Nafai—. Tendría que ser un árbol muy grande.
—Si los flotadores funcionan, lo haré —afirmó Issib.
—Lo harás de un modo u otro —dijo Volemak—.
Sólo que si lo haces sin la silla estarás más enfadado. Pero piensa en esto como premio de consolación: te llevarás el índice.
—Así que allí estaremos —dijo Nafai—. Nosotros cuatro. Los hermanos que se casaron con las hermanas.
—Pero yo no serviré de nada —insistió Luet, tratando en vano de parecer objetiva.
—No más que Nafai —señaló Volemak—. Ni menos. Los ángeles no se impresionarán tanto como los cavadores con su piel reluciente. Su primer contacto con nosotros fue un acto de violencia gratuita. Aun con el asesoramiento de Hushidh e Issib, se requerirán delicadas maniobras para lograr que os acepten. Yasai y Padarok me han asegurado que nuestro ángel herido no actuó con violencia. Pero eso no significa que los demás sean necesariamente pacíficos. A fin de cuentas, son una especie inteligente. Si los humanos y los cavadores son buenos ejemplos de lo que eso significa, podemos suponer que son tan destructivos como nosotros.
—Entonces exterminémoslos —dijo Nafai. Todos lo miraron horrorizados.
—Eso sí que ha sido una broma —se apresuró a aclarar Nafai.
—Trata de no hacer esas bromas con los ángeles —lo reprendió Volemak. Nafai puso mala cara.
—Cuando soy responsable de algo, no hago bromas estúpidas —declaró. Luego sonrió—. Pero esta reunión es tuya.
—Gracias por la cooperación —dijo Volemak—. Bien, ¿alguna otra sugerencia?
—Sí —respondió Shedemei—. Esto va especialmente para los que iréis a trabajar con los ángeles, pero también vale para los que trabajen con los cavadores. Hay que fijarse en todo. No sólo en las diferencias respecto de nosotros, sino en las similitudes. Hay que tomar nota de todo inmediatamente, de cada detalle, porque cuanto más esperéis para anotarlo, más os acostumbraréis a su modo de hacer las cosas y más fácil os resultará pasarlo por alto. Issib tiene el índice, y yo tengo los ordenadores de a bordo. Deberíamos presentar informes todas las noches.
—¿Cuándo haremos todo esto? —le preguntó Oykib.
—El trabajo con los cavadores comenzará de inmediato —dijo Volemak—. Pero no iremos a ese desfiladero mientras no podamos devolver a este ángel en condiciones aceptables. Por ahora, los cuatro os turnaréis con ese pobre y descalabrado sujeto. Pasad con él tanto tiempo como Shedemei considere aconsejable. Trabad amistad con él, si es posible. —Los miró a todos son severidad—. Y procurad no llevarlo a ninguna parte donde pueda cruzarse con Elemak. Elya tendrá acceso a la nave, como de costumbre, pero le pediré que se aleje de la cubierta donde Shedemei ayuda al ángel a recobrarse. Creo que con eso bastará.
Shedemei quiso añadir algo más.
—Quiero que investiguéis especialmente todo lo relacionado con el sexo. La reproducción y la supervivencia son las dos fuerzas básicas que impulsan la evolución. No comprenderé la biología ni la cultura de estos seres hasta no saber lo que es imperativo para su apareamiento, reproducción, mantenimiento y defensa. Y esas esculturas cumplen una función en ambas culturas.
—El arte es vida —canturreó Nafai—. Y la vida es arte.
Luet lo pellizcó de nuevo, con todas sus fuerzas. Nafai gritó. Luet esperaba haberle dejado un moretón.
Mientras se disolvía la reunión, Shedemei e Issib pasaron unos momentos observando las imágenes y gráficos de los cuerpos de ángeles y cavadores.
—Iba a explicar esto a todo el grupo —dijo Shedemei—, pero la reunión ha tomado otro rumbo. Yo no conocía los planes de Volemak, y lo que importa es que tú tengas en cuenta esto para que busques una explicación cuando estés en el desfiladero con los ángeles.
—Aún no he dicho que vaya a ir —puntualizó Issib.
Shedemei lo miró desconcertada.
—Bien, muéstramelo de todos modos —dijo él.
—Aquí, en los cavadores machos. Y aquí, en nuestro ángel, que también es macho.
—No sé qué estás señalando.
—Tampoco yo —dijo Shedemei—. Pero es un órgano diminuto, tal vez una glándula. No estoy segura de su función. Pero no existe en los humanos, y tampoco en otras especies que yo haya estudiado.
—Bien, ellos son diferentes.
—No es tan simple. La diversidad biológica se origina por ramificación. Hay dos modos de que las criaturas tengan órganos similares. Una es que posean un antepasado común. La otra es por medio de la evolución convergente: presiones ambientales similares les hacen desarrollar estrategias similares para afrontarlas. Ahora bien, si tienen un órgano idéntico porque hay un antepasado común, tendría que haber pruebas de ello en todas las demás especies que surgieron de la misma fuente al mismo tiempo. Pero no la hay, Issib. Ninguna otra especie de rata o murciélago u otro roedor o animal emparentado tiene algo remotamente parecido a esta estructura, en este lugar o en las inmediaciones. Estoy hablando de ahora y estoy hablando de hace cuarenta millones de años, cuando se compiló la base de datos biológicos más antigua de la nave. No figura allí.
—Evolución convergente, pues.
—Pero, salvo en el caso de la estructura ósea y la musculatura, la evolución convergente sólo produce órganos con funciones similares. No hay motivo para que estén situados en el mismo lugar.
—A menos que se relacione con la reproducción masculina y el único sitio donde pueda funcionar esté por encima del escroto —dijo Issib.
—Exacto. Eso es lo que necesito que investigues, y lo que yo investigaré aquí: un motivo para que estas dos especies, y sólo estas dos especies, tengan este órgano. Si lo piensas, ¿por qué las dos únicas especies inteligentes de la Tierra tienen esta similitud?
—¿Porque se relaciona con su inteligencia? —preguntó Issib.
—Ésa es la primera idea —respondió Shedemei—. Pero no hemos tenido la oportunidad de estudiar a las hembras. Son inteligentes, también, pero si carecen de esta estructura…
—O de una que cumpla una función similar…
—Entiendes el misterio. Este órgano vino de alguna parte y cumple una función, y existe sólo en las dos especies inteligentes, y tal vez sólo en los machos. Quizá se relacione con la inteligencia. Quizá se relacione con el sexo, dada la posición.
Issib sonrió.
—Tal vez sean más similares a los humanos de lo que creíamos.
Shedemei puso mala cara.
—¿Quieres decir que la inteligencia masculina se relaciona con la testosterona?
—Yo lo diría de una forma más vulgar —dijo Issib.
—Sin duda —concedió Shedemei—, dado que eres varón. Pero, como has dado a entender, los machos humanos piensan a menudo con su apéndice masculino, y no tienen este extraño y pequeño órgano.
—Era sólo una broma, Shedemei, no un enunciado científico.
Shedemei sonrió.
—Lo sé, Issib. Sólo respondía a tu broma. Issib rió. La réplica era un poco forzada.
—Busca una explicación, Issib, es todo lo que pido. Consignaré todas mis observaciones en la base de datos para que podamos compartir información por medio del índice mientras estés allí.
—Si es que voy.
—Como quieras.
Mientras Issib y Shedemei deliberaban frente a una de las pantallas, Chveya detuvo a Luet y la llevó aparte, mientras los demás se iban de la biblioteca y de la nave.
—¿Por qué Padre se ha comportado de una forma tan infantil durante la reunión? —preguntó Chveya—. Es embarazoso.
—¿Infantil? No es para tanto. Él siempre ha sido así.
—Nunca le había visto hacerlo. Y no es gracioso.
—Lo es para él. Y también para mí, dicho sea de paso.
—No lo entiendo —dijo Chveya.
—Claro que no. Es tu padre.
Chveya había llegado a la escalerilla cuando Luet descubrió la verdadera respuesta a la verdadera pregunta de Chveya.
—Veya, querida mía, el motivo por el cual nunca le habías visto hacerlo es bastante simple. Así se comporta cuando se siente feliz.
Chveya enarcó las cejas, cabeceó pensativamente, cogió la escalerilla y bajó deslizándose como una niña.
—¡Ten cuidado! —le gritó Luet—. ¡Recuerda que estás encinta!
—¡Oh, Madre! —respondió Chveya con voz vibrante.
¿Y ella critica al padre por actuar como un niño? Luet sacudió la cabeza, cogió la escalerilla y bajó, peldaño a peldaño.
Poto colgaba cabeza abajo de la rama, las alas pegadas al cuerpo como la ropa que usaban los Antiguos. Escuchó en paciente silencio la arenga de Boboi, la arenga de todos sus partidarios. Había mucha gente, pero nadie había ido a hablar en nombre de Poto. Iguo, la esposa de pTo, lo habría hecho con gusto, pero estaba prohibido que una esposa hablara en esas circunstancias, pues todos sabían lo que diría. Ella colgaba cabeza abajo de la misma rama que Poto, pero guardaba silencio.
Aunque Poto estaba solo, tenía dos cosas a su favor. Primero, todos sabían que uno estaba en deuda con su otro-yo: Boboi podía utilizar todos sus argumentos —pTo sin duda está muerto; los Antiguos ya están furiosos, así que no los provoquemos más; los Antiguos sólo se llevaron el cuerpo de pTo para dárselo de comer a los diablos— pero en el corazón de cada hombre y mujer de la asamblea bullían los profundos y complejos sentimientos que cada cual sentía por su otro-yo. Los sentimientos de Poto eran ambiguos. pTo había ido allá desoyendo los consejos de Poto; y también había desoído los consejos de Poto cuando fue solo a enfrentarse a los Antiguos, a ofrecerse para devolver el grano robado. Pero pTo era su otro-yo, y cuando el irascible gigante barbado quebró el cuerpo de pTo como si fuera una ramita, Poto apenas pudo contenerse para no gritar y volar hacia el Antiguo, aunque eso significaba la muerte segura y estaba estrictamente prohibido. Cuando no puedes salvar a un prisionero, no ofrezcas otro. Poto trató de obedecer las leyes y la sabiduría del pueblo; otros lo alabarían después de haber callado en aquel momento, pero eso era un magro consuelo para él. pTo, tonto, gritó para sí. Y luego: Oh pTo, mi otro-yo, ojalá hubiera podido morir por ti.
¿Pues no indicaba el destino que era Poto quien debía morir? Cuando ambos tenían dos años —-demasiado grandes para que uno solo de sus padres cargara a cada uno— los diablos atacaron y encontraron el escondrijo de la familia. Sin vacilar, ambos padres cogieron los pies de pTo y lo llevaron al refugio alto. Fue un largo vuelo. Poto estaba solo en la rama, y un cavador trepaba rápidamente. Sabiendo que sus padres habían escogido a su otro-yo y no a él, Poto casi se quedó donde estaba. ¿Por qué iba a valorar su vida, si sus padres no la valoraban? Pero la voluntad de vivir era demasiado fuerte. Y también contaba el grito que pTo había dado cuando sus padres se lo llevaban: «¡Vive, alma pequeña!». Para sus padres. Poto no era nada, así que no viviría por ellos. Viviría por pTo.
Se desplazó hacia el extremo de la rama. El diablo se rió y avanzó lentamente. La rama se inclinó bajo su peso. Poto vio que otro diablo aguardaba bajo la rama, dispuesto a capturarlo en cuanto descendiera lo suficiente.
El diablo que estaba abajo saltó y sus zarpas rozaron la cabeza de Poto. En semejantes circunstancias muchos niños se aterraban tanto que intentaban volar, pero con alas tan débiles y pequeñas no podían elevarse y los diablos se divertían persiguiéndolos mientras ellos aleteaban a poca distancia del suelo. Los que intentaban volar siempre eran capturados, siempre eran llevados a los túneles de los diablos, donde los devoraban en festivales bárbaros y sangrientos.
Poto no trató de volar. En cambio, se armó de coraje y se acercó al diablo que estaba en la rama. Esto surtió el efecto de elevarlo por encima de la altura que el diablo de abajo podía alcanzar con sus saltos. Pero lo puso al alcance de la zarpa del diablo de la rama. La zarpa rozó dos veces los pies de Poto. Pero la segunda vez, el diablo se había estirado tanto que su equilibrio era precario. En ese momento Poto brincó. El diablo aulló y se cayó de la rama. Y antes de que pudiera trepar para un segundo intento, los padres de Poto regresaron y lo llevaron al refugio, donde pTo lo saludó con un abrazo y escuchó el relato de su terrible aventura. Desde entonces Poto supo que le habían perdonado la vida para que pudiera cuidar de su otro-yo; todos respetaban y conocían ese razonamiento: si Poto no estuviera destinado a proteger a pTo, los diablos lo habrían capturado ese día.
El segundo gran argumento a favor de Poto era que todos sabían que, al margen de lo que decidiera la asamblea, él iría a buscar a pTo y procuraría salvarlo, incluso ofreciéndose en lugar de su otro-yo, si no había muerto todavía. La asamblea no debía pronunciarse sobre la decisión de Poto, sino sobre el peligro que esta decisión representaba para el pueblo, y resolver si era preciso rasgarle un ala para impedir que fuera. Sería un castigo espantoso, pues privar a un hombre del vuelo era la máxima humillación. Era el castigo que se infligía a un hombre que vejaba a una mujer, y siempre conducía al mismo final: una muerte cruel y humillante en la siguiente incursión de los diablos. Como no era un bebé, no lo podían llevar a las cuevas, así que los invasores lo devoraban allí donde lo encontraban, sin molestarse en matarlo primero. Un ala-rota podía distraer momentáneamente a los atacantes y salvar la vida de algunos niños. Ese criminal no servía para otra cosa.
Sería un acto cruel, pues el único crimen de Poto era la intención de salvar a su otro-yo al margen de lo que decidiera la asamblea. Pero de nada servía negar que se proponía desafiar a la asamblea. Eso sólo lo humillaría; daría a entender que para él la ley significaba más que su otro-yo. Así como se esperaba de una esposa que suplicara el rescate de su marido, pero se le imponía silencio sin que importara si en realidad tenía que rogar por él o no, de un hombre se esperaba que desafiara los temores, las leyes, los peligros y la sabiduría para volar al rescate de su otro-yo. Infringiera la ley o no, debían castigarlo como si fuera culpable. De lo contrario, sería como si el pueblo lo considerase la más despreciable de las criaturas, un hombre incapaz de arriesgarse por su otro-yo. Mejor ser un ala-rota.
La asamblea, pues, debía decidir si rasgaría el ala de Poto o le permitiría arriesgar la seguridad del pueblo cuando bajara para una nueva confrontación con los Antiguos.
Al fin Boboi calló, pues ya había hablado el último de sus simpatizantes. ¿Cuántos eran? Menos de la mitad de la asamblea, pero suficientes. Sólo con que algunos de los que callaban votaran por ella, Poto perdería el ala y pTo se quedaría solo entre los Antiguos.
Era el turno de Poto. El pueblo ya estaba cansado. Sería breve.
—No creo que los Antiguos sean nuestros enemigos. Se enfurecieron con pTo, de lo contrario no habrían subido por el desfiladero para encontrarlo. Rechazaron su ofrecimiento, es verdad. Pero el que lo atacó actuó por su cuenta. Vi que los demás se apartaban de él o intentaban detenerlo…
—¿Cómo puedes saber qué se proponían los Antiguos? —le interrumpió Boboi.
Chillidos de protesta silenciaron esta insolente interrupción. A fin de cuentas, Poto había observado las normas de la cortesía. Intimidada por los chillidos, Boboi miró hacia otro lado.
—No soy el único que lo vio —continuó Poto—. Si hay algún testigo que niegue que los demás Antiguos no parecían aceptar que él maltratara a pTo, que hable ahora. Doy mi consentimiento.
Tal vez algunos disintieran, pero ninguno se atrevió a contradecirlo cuando él suplicaba por su otro yo —pTo no estaba muerto. Vi que abría los ojos con valentía para mostrarnos que estaba vivo. Y los Antiguos, al verle con vida, decidieron no comérselo, aunque no era un niño. Lo trataron tiernamente y lo pusieron en su cuero para llevarlo desfiladero abajo. No sé qué se proponían. Pero los Antiguos no tienen cuerpo de diablo, aunque en general sean lampiños bajo sus cueros, y tal vez no sean diablos en su corazón. Vinieron del cielo, ¿no es así? Quizá ya no estén enfadados con pTo y me permitan traerlo de regreso, o al menos quedarme a cuidarlo hasta que muera, si voy a hablar en su nombre.
Tragó saliva, tratando de pensar en los otros argumentos que había esgrimido Boboi, para refutarlos.
—No creo que los Antiguos estén furiosos con todos nosotros, pues de lo contrario no se habrían contentado con lastimar sólo a pTo. Amanecía, y sin duda vieron a las vigías que sobrevolaban la aldea. Sabían dónde encontrarnos, pero no pasaron a la cresta del risco. Ello indica que no nos responsabilizan a todos por los actos de uno. En consecuencia, no traeré peligro al pueblo, aunque les disguste mi presencia.
¿Qué más? Los argumentos de Boboi habían consistido principalmente en que muchas personas repitieran lo mismo una y otra vez. No le quedaba mucho por añadir.
—Gente de la asamblea —dijo Poto—, sólo puedo añadir esto. Mi otro-yo no cometió más falta que la de seguir los pasos del ilustre antepasado de su esposa, Kiti. Ambos sentían atracción por los Antiguos. pTo nos puso en peligro a todos, pero aunque Boboi había declarado que nadie debía acercarse a los Antiguos hasta que lo decidiera la asamblea, lo cierto es que la asamblea aún no había prohibido lo que él hizo. Fue imprudente, pero también valiente, y no actuó para sí mismo sino por lo que consideraba el bien del pueblo. ¿Debemos abandonar a un hombre así? ¿Su otro-yo debe perder el ala para no acudir al rescate? Creo que todos los presentes, Boboi incluida, se enorgullecerían de ser el otro-yo de alguien tan valiente como mi pTo. Dejadme ser un verdadero hermano y amigo. No conocemos los peligros que corre el pueblo. ¿Acaso un mal desconocido debe impedir un bien conocido?
Poto giró lentamente en la rama y extendió las alas, prestándose a que lo rasgaran si la votación era desfavorable. Oyó el sonido de los simpatizantes de Boboi cayendo al suelo. ¿Cuántos? Cayeron rápidamente, todos al mismo tiempo, y luego no hubo más. Se habían decidido muy fácilmente. Tal vez eso significara que sólo los que habían hablado en su nombre habían votado por ella.
O tal vez no.
Chveya despertó primero, como de costumbre. Antes siempre podía dormir más que Oykib pero, para su sorpresa, el embarazo ya había reducido la capacidad de su vejiga y tenía que levantarse antes del amanecer, le gustara o no. Y a menudo no le gustaba. Era inútil tratar de dormirse de nuevo. No podría conciliar el sueño, así que más valía levantarse a hacer algo.
Y lo que haría hoy sería sentarse en un taburete, contra la pared de esa casa de una habitación, tratando de imaginar Basílica, la Ciudad de las Mujeres. Madre le había hablado de miles de edificios, tan apiñados que se tocaban por todas partes excepto por delante. Y a veces la gente construía una casa nueva frente a otra, cerrándole la salida a la calle, a menos que uno tuviera dinero para contratar matones que ahuyentaran al intruso. Y podían construir en medio de la calle, bloqueándola por completo, salvo cuando los airados peatones desmantelaban el edificio al pasar.
Costaba imaginar un lugar tan atestado. En toda su vida, Chveya había conocido sólo a la gente de la colonia. Las únicas personas nuevas eran los bebés que nacían. Los únicos edificios que había visto eran los que construían con sus propias manos, y los imposibles y mágicos edificios del puerto espacial, que no era una ciudad, pues su población estaba formada por la misma gente que ella había conocido siempre.
Pero los cavadores tenían una ciudad, ¿no? Aunque estuviera bajo tierra, salvo por las entradas abiertas en los árboles. Chveya se imaginaba cómo se debían de haber alborotado cuando los humanos llegaron de Armonía y empezaron a talar árboles, extendiendo el prado donde habían aterrizado. Habían rellenado los túneles que conducían a los árboles condenados, para que los humanos no los descubrieran al mirar en los troncos huecos. Pero aun con tantos túneles clausurados, la ciudad de los cavadores eran una vasta red de cámaras conectadas.
Chveya sabía que era real. Ahora podía ver las conexiones entre muchos cavadores, tal vez la mayoría, y sabía que había cientos allá abajo, continuamente yendo y viniendo. Era la única ciudad real que había visto, pero no la había visto de veras, y tal vez nunca la vería. Nunca se arrastraría por los túneles. Al menos eso esperaba. Su piel no brillaba como la de su padre, cuando él quería. Allá abajo sería de noche constantemente. Y ella estaría rodeada por extraños. No porque fueran tan raros, tan parecidos a animales, sino porque no los conocía, no sabía qué esperar de ellos. Aun Elemak, aun Meb y Obring, peligrosos y traicioneros como eran, le parecían menos peligrosos porque a fin de cuentas los conocía. Los cavadores eran totalmente exóticos.
Y así debía haber sido en Basílica. Nadie podía conocer a tantas personas, y caminar por la calle significaba andar entre extraños, entre gente que nunca habías visto y nunca verías de nuevo; personas que podían venir de cualquier parte, pensar cualquier cosa, que tal vez desearan cosas terribles que te destruirían a ti o a tus seres queridos sin que tuvieras manera de enterarte.
¿Cómo podía vivir de esa manera? ¿Cómo podían soportar la vida entre extraños? ¿Por qué no se metían en sus casas, atrancaban las puertas y se refugiaban gimoteando en un rincón?
Llegado el caso, pensó Chveya, ¿por qué no lo hago yo? Ahora, sabiendo que estoy rodeada por cavadores que no conozco, imprevisibles, que tienen el poder de destruirme a mí y a todos los que amo, ¿por qué todavía me acuesto por la noche, me levanto por la mañana?
Alguien batió palmas frente a la puerta. Chveya se levantó y fue a abrir. Era Elemak.
—¿Está levantado Oykib? —preguntó.
—No —respondió Chveya—. Pero es hora de que se levante.
—Estoy levantado —dijo Oykib desde la cama—. Despierto, al menos.
—Entra —dijo Chveya.
Elemak entró. Se quedó inmóvil hasta que Oykib se sentó en la cama e indicó a su hermano mayor que se sentara a los pies de la misma.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Volemak quiere que trabaje con sus rehenes cavadores —contestó Elemak.
—Si tú quieres —puntualizó Oykib.
—Cumpliré mi deber —dijo Elemak. Sonrió desagradablemente—. Presté el juramento.
—Bien, entonces ambos debemos aprender su idioma.
—Tú me llevas ventaja. Me gustaría que me enseñaras lo que sabes.
—No es mucho. Sólo algunas palabras. Todavía no conozco la estructura.
—Me gustaría aprender lo que sepas. Me gustaría que también Protchnu lo aprendiera. ¿Puedes darnos una clase sobre el idioma de los cavadores?
—Buena idea —dijo Oykib—. Sí, lo haré. Alguien se acercaba a la carrera. Protchnu se detuvo en la puerta.
—Padre —llamó. Elemak se levantó.
—Uno de esos ángeles está en el techo de la casa de Issib.
—¿Quién está de guardia? —preguntó Oykib, levantándose, poniéndose la ropa.
—Motya —respondió Protchnu—. Él me ha enviado a buscarte.
—¿A mí? —preguntó Elemak.
—Bien, a los adultos.
—Él no se refería a mí —dijo Elemak.
—Pero yo sí —dijo Protchnu desafiante.
—Avisa a Volemak —ordenó Elemak.
Chveya se sorprendió de que Elemak comprendiera tan bien cuál era su papel en la comunidad, y de que lo aceptara. Chveya sabía que el contacto de Elemak con los demás era muy débil últimamente, pero veía que su vínculo con su hijo mayor era brillante y fuerte. Aún así, permitía que su hijo viera su humildad. A Chveya le entristecía que no pudiera ser tan fuerte y orgulloso como deseaba Protchnu, pues a Protchnu debía dolerle, pero Elemak no se molestaba en disimular su…
A menos que Elemak quisiera que Protchnu sintiera ese dolor.
No, no podía creer que Elemak tuviera un complejo plan que implicara la creación de un profundo resentimiento en el corazón de su hijo.
Oykib ya estaba vestido y se dirigía hacia la puerta. Elemak no dio señales de que fuera a seguirlo.
—¿No sientes curiosidad? —le preguntó Chveya, siguiendo a Oykib.
—Ya he visto uno —dijo Elemak.
Cuando llegaron a casa de Issib, el ángel estaba posado en el techo. Issib, Hushidh y sus hijos lo miraban desde fuera, y ya se juntaba más gente.
—Parece muy asustado —comentó Chveya.
—No de nosotros —dijo Oykib. Señaló los árboles. Las sombrías siluetas de los cavadores se perfilaban en las ramas, en las matas—. Para ellos los ángeles son mveevo. «Reses del cielo.»
—¿Se los comen?
—Sólo a los bebés —dijo Oykib—. Digamos que las relaciones internacionales entre cavadores y ángeles se encuentran en un estadio primitivo.
Pero Chveya veía ahora otra cosa. El ángel del techo tenía el contacto más brillante y fuerte que ella hubiera visto entre dos personas y ese contacto conducía a la nave.
—Ha venido a buscar al otro —dijo—. Al ángel herido que está en la nave.
—Supongo —dijo Oykib.
—Yo lo sé —precisó Chveya.
—Está rogando que no lo entreguemos a los diablos antes de que encuentre a su… hermano. Pero más que un hermano.
—Llevémoslo —dijo Chveya. Se acercó al techo, estiró la mano, cogió la viga y empezó a trepar por la tosca pared de troncos.
—Veya —protestó Oykib—. Estás encinta.
—Y tú te quedas ahí —dijo ella.
Poco después ambos estaban en el techo. El ángel los miró, pero no se movió. Oykib tendió una mano, Chveya también.
El ángel extendió las alas, abriéndose como una sombrilla. El efecto era sorprendente. Aquella criaturita trémula se transformó de pronto en una sombra acechante. Conque aquel aspecto tendría el ángel herido si estuviera fuerte y saludable. Como en una mariposa, el cuerpo era delgado y frágil en medio del dosel de las alas. Sólo la cabeza guardaba proporción con la envergadura de éstas. Una cabeza grande y movediza.
—Bien, no podemos llevarlo a cuestas —dijo Oykib. Indicó al ángel que se acercara. El ángel dio un paso torpe—. No es un animal de tierra, evidentemente.
—No es un animal —dijo Chveya—. Es un hombre valiente y asustado, y ama a su hermano.
—Su otro yo —dijo Oykib—. Eso significa esa palabra. Su otro-yo.
—Llevémoslo allá.
Fue hasta el borde del techo, se sentó, descendió. Oykib la siguió. El ángel se posó en el borde, bajó aleteando. Algunos niños gritaron y se alejaron.
Chveya notó que los cavadores del bosque se acercaban, pero aparentemente no se atrevían a internarse en territorio humano.
Oykib explicaba a Nafai y a Volemak lo que él y Chveya habían visto, lo que habían decidido.
—¿Es conveniente que los dos estén juntos? —preguntó Nafai—. ¿Cuál será su reacción cuando vea que su hermano está malherido?
—Por otra parte —dijo Volemak—, ¿cuál será su reacción si le impedimos ver a su hermano?
Nafai asintió. Oykib y Chveya condujeron al ángel hacia la nave.
pTo se había despertado varias veces desde que los Antiguos lo habían capturado, pero cada despertar había sido como un sueño. Flotaba de espaldas como si el aire se hubiera espesado y lo sostuviera sin esfuerzo. No sabía si podía desplazarse porque no lograba concentrar su voluntad ni siquiera para mover los labios. Y cuando abría los ojos, sólo veía a una hembra de Antiguo que también flotaba, yendo y viniendo. El cielo tenía un color neutro, como si las nubes aún no supieran si ser tormentosas o apacibles. Y había brisas tenues que no soplaban de un lugar determinado. No olía a nada vivo; percibía sólo su propio sudor y los aromas almizclados de la Antigua.
Luego caía en un sueño profundo.
¿Esto es la muerte? ¿Los Antiguos nos llevan al dios del cielo? ¿Así es la vida dentro de una nube?
La tercera o quinta vez que despertó —no sabía cuántos recuerdos se habían sucedido antes— comprendió que debía estar en la torre de los Antiguos, y que ese cielo no era tal cielo sino un techo.
Así que esto se podía considerar un túnel, como los que construían los diablos, sólo que encima del suelo. ¿O sería como el abrigo de un nido, como la paja trenzada que el pueblo colocaba encima de los nidos donde colgaban los bebés, primero de la pelambre de la madre, y luego de las ramas que había debajo del nido?
¿Los Antiguos son como nosotros, o son como ellos?
Como los diablos, por el modo en que el irascible Antiguo desgarró y arrojó a pTo y lo dio por muerto.
Como el pueblo, por el tierno cuidado con que los Antiguos lo alzaron en esos cueros que se ponían y se quitaban del cuerpo. Como el pueblo, por el modo en que lo llevaron colina abajo hasta que al fin, por suerte, él perdió la conciencia. Como el pueblo, porque él estaba vivo, en vez de devorado, descuartizado o encerrado como un prisionero.
O una tercera posibilidad. Tal vez fueran como los dioses. Después de todo, no había dolor.
Al fin llegó un día en que hubo dolor, pero además de sentir dolor pTo despertó del todo por primera vez. Ya no flotaba. Y ahora podía sentir las extremidades y los dedos, y moverlos. Algunos de ellos. Un gran peso le apretaba los huesos que se habían roto.
Movió la cabeza. Sí, podía mover la cabeza, arquear la espalda para ver que algo envolvía los huesos rotos, uniéndolos como injertos en una rama de árbol. El entablillado era tan pesado que no podía levantarlo, y cuando lo intentó el sordo dolor se volvió agudo.
¿Por qué dejan que vuelva el dolor? ¿Es un preludio de la muerte? ¿Me han juzgado y condenado? ¿O han decidido devolverme a la vida? Para ver de nuevo a mi otro-yo. A mi esposa. Mi pueblo.
Un sonido agudo, chillón. Ah sí, el lenguaje de los Antiguos. Tenía cierta melodía, pero también sonidos diablos, siseos y zumbidos.
Otro sonido. Su nombre, pronunciado con claridad, con amor, con preocupación.
—pTo —dijo la voz, y la reconoció al instante, aunque era imposible que fuera real.
—Poto —respondió, y con un susurro de sus correosas alas el otro-yo de pTo se posó en la misma superficie donde él yacía, y lo miró—. Te dije que no vinieras a la torre de los Antiguos.
—Y ahora has venido tú también —dijo pTo.
—Boboi quería arrancarme las alas para impedirlo —dijo Poto—. Estuve a punto de huir sin esperar el veredicto. Pero quería que pudieras regresar honrosamente si vivías. Así que esperé, y el pueblo me respaldó. A los dos, pTo. Te honran. Por el modo en que soportaste el castigo de ese Antiguo irascible.
—Era la criatura más terrible que he visto —dijo pTo—. Más terrible que los diablos. Poto sacudió la cabeza.
—He mirado a los diablos a la cara, y también a estos Antiguos.
—Pero los diablos no nos odian, Poto, sólo tienen hambre de nosotros. No hay odio como el odio de los Antiguos.
—Ellos me han conducido a ti, mi yo, mi hermoso yo. Sabían quién era y qué quería, y me han traído a ti.
La voz de la Antigua vibró de nuevo. Poto la miró a ella y a los demás. pTo miró en torno y vio que otros cuatro habían entrado en el… ¿nido?, ¿túnel? Lo que fuese ese lugar. Reconoció a uno de ellos… el macho que había visto aquella noche fatídica en que tocó la torre.
—Ese es el que me vio —dijo pTo—. Es el que vio robar las hierbas y debe haber dado la alarma.
—Pero ¿no es el irascible? —preguntó Poto.
—Ahora no siente ira —respondió pTo—. No como el otro. ¡Oh, nunca más quiero ver al Antiguo irascible!
—Al fin —dijo Oykib—. Algo parecido a una plegaria. La mitad de lo que dicen los cavadores está parcialmente dirigido a los dioses. Para mí sería más fácil si los ángeles fueran igualmente beatos.
—Pero ¿qué ha dicho? —preguntó Shedemei.
—Que nunca quiere ver de nuevo al irascible. El Antiguo irascible. —Se echó a reír—. Somos nosotros. Los viejos, los Antiguos.
—No es cosa de risa —dijo Shedemei—. Esto es muy importante. Luet o Nafai, id a buscar a Hushidh e Issib. Es preciso que estén aquí, que los conozcan… si han de ser nuestro enlace con los ángeles.
—Iré yo —se ofreció Nafai.
—No, Nafai, no seas tonto. Iré yo —dijo Luet.
—Iré yo —dijo Oykib.
—Te necesitamos aquí —señaló Shedemei—. Por si entiendes algo más. Nafai se fue.
—El idioma es vibrante y cantarín —dijo Luet—. Como burbujas en un arroyo. Como…
—¿Sí, Madre? —la acució Chveya.
—Como la música del Lago de las Mujeres, cuando yo flotaba al borde de un sueño verdadero.
—Tal vez el Guardián de la Tierra podía enviarte las canciones de estas criaturas —dijo Chveya.
—Silencio —pidió Shedemei—. Estos dos son mellizos, creo. Mirad, son totalmente idénticos.
—Cada cual llama al otro su otro yo —dijo Oykib—. Es mucho más que un hermano.
—Mis mellizos tienen ese sentimiento mutuo —dijo Luet—, pero los bebés de su edad no pueden expresar sus sentimientos con palabras.
—Silencio —insistió Shedemei—. Escucha, Oykib. Observad, todos.
Pero Chveya quiso añadir algo.
—Nunca he visto entre los humanos un amor como el que une a estos dos.
—Eres el más estúpido de todos los hombres —dijo Poto.
—Acepto ese honor —dijo pTo—. Y tú eres el más leal. Ojalá alguna mujer vea tu poder y tu fuerza, y te acepte como esposo.
—El herido ruega que alguna hembra admire la fuerza del que está sano y se aparee con él —dijo Oykib—. No, se vincule con él.
—Se case con él —sugirió Chveya.
—Bien, podría ser. La palabra tiene connotaciones de enlace y ligamen.
—Sé algo de enlaces —dijo Chveya—. Él se refiere al matrimonio. El herido es casado, el otro no… porque el herido tiene un fuerte lazo con alguien que no está aquí, que está desfiladero arriba.
—¿Tienen nombres? —preguntó Shedemei.
—¿Esperas que imite esos sonidos? —preguntó Oykib.
—Tendremos que hacerlo, algún día. Bien podrías intentarlo ahora.
—El nombre del sano es oh-oh, con algunas consonantes rápidas en medio. To-to. Po-to.
—¿Y el del otro?
Oykib resopló de frustración.
—El mismo. El mismo nombre.
—Otro-yo —murmuró Shedemei.
—No, es diferente. Po-ío, y el saludable es Po-to.
—Silencio —ordenó pTo—. Escucha.
—¿Qué?
—Los Antiguos. Acaban de decir tu nombre. Escucharon.
—Poto —pronunció Oykib—. Masculló algo más, y luego dijo el nombre de nuevo—. Poto, Poto.
—Te quieren a ti —señaló pTo. Poto brincó al suelo, alejándose del campo visual de pTo. Pero pTo le oyó decir:
—Yo soy Poto. Antiguo, si es a mí a quien buscas. Que mi otro-yo no sufra más daño. Si quieres infligir más castigos, yo los recibiré.
—Nos está rezando a nosotros —dijo Oykib.
—Sensacional —exclamó Shedemei—. Ahora podremos ser los dioses de todos.
—Si vamos a desgarrarles las alas de nuevo, quiere que desgarremos las suyas, no las de su otro-yo.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Chveya—. ¿Cree que estamos furiosos?
—El pobre no sabe qué pensar —dijo Luet—. Déjame tratar de dárselo a entender.
Luet se puso de rodillas y avanzó hacia el ángel sano.
—Poto —llamó, señalándolo. Él le dio la espalda y extendió las alas, aunque no del todo.
—Tócalas —sugirió Shedemei—. Muy suavemente. Son fuertes, pero no sé si son sensibles al dolor o no.
Luet tendió la mano y acarició delicadamente la piel de las alas. Era lampiña y lisa, como cuero de calzado, pero mucho más ligera, más elástica. El ángel parecía esperar algo más, pero al fin se volvió y la miró.
—Poto —repitió Luet, mostrando la mano con la palma abierta.
Él le estudió la mano y miró uno a uno los rostros, tratando de entender. Tal vez encontraba algún significado que ellos desconocían, o tal vez interpretaba el gesto a su manera. Pero al fin inclinó el cuerpo y le tocó la palma con la mejilla. Como si ya hubiera tenido esa intención, Luet cerró suavemente la otra mano sobre su cara, apoyándole la palma en la otra mejilla. Mantuvo esta posición un momento, alzó la mano.
El ángel habló en voz baja. No se dirigía a ella, sino al mellizo.
—pTo, se ha convertido en mi tía. Me ha dado un abrazo verdadero, y en el costado.
—Oh, Poto, pueda todo nuestro pueblo recibir semejante dádiva de los Antiguos —respondió pío, desde la cama.
—El que está en la cama ruega que todo su pueblo pueda recibir esta bendición de los Antiguos —interpretó Oykib.
—Perfecto —aprobó Shedemei.
—No tanto —dijo Luet—. Me niego a que nos presentemos como dioses ante esta gente.
Así que se inclinó ante él, ofreciéndole la cabeza para que la aferrara entre las manos.
—¿Qué hago, pTo? —exclamó Poto angustiado—. Se inclina ante mí como ante un padre, sin ni siquiera volver la cabeza de lado.
—Si la Antigua exige que seas su padre, hazlo —dijo pTo—. ¡No la enfurezcas! Son terribles cuando se enfurecen.
—Pero yo no puedo ser su padre —protestó Poto—. No está bien.
—No te preocupes —dijo pTo—. Ella no tiene padre. Ha muerto.
—¿Y cómo sabes eso, ala-rota?
—Ha muerto, Poto. Lo sé. Lo vi mientras dormía. Lo vi en mis sueños.
—Nunca has visto el rostro de la Antigua que está arrodillada ente mí.
—La he visto. Los he visto a todos. —Era verdad. pTo no lo había recordado hasta ahora, hasta el momento en que necesitó el recuerdo, pero de pronto lo recobró. Había visto todos sus rostros en sueños. Aun el del irascible, aunque entonces no sentía ira, rodeado por pequeños, por sus hijos. Y por la voz sabía quién era ésta. Era la que había visto con los dos primogénitos de pTo posados sobre los hombros—. Un día estará de pie en un prado de la aldea, y mis hijos se posarán en sus hombros.
—Bien —dijo Poto—, la tomaré como sobrina, entonces.
—Hija —replicó pTo—. Ella no tiene padre. Ahora tú serás su padre.
—Yo no tengo esposa —señaló Poto—. ¿Qué mujer se casará conmigo, si debe convertirse en madre de una Antigua cuando lo haga?
—La que deba ser tu esposa, y ninguna otra —dijo pTo—. ¿Te han escogido para ser padre de una Antigua y te preocupas por tu apareamiento? ¿Tan solo te sientes, mi querido y lunático yo?
—Parecen desconcertados —murmuró Luet.
—Quédate donde estás —dijo Oykib—. Voy comprendiendo algo. Creo que al aferrar tu cabeza entre las manos, será como si te convirtiera en pariente. Tú lo has tomado bajo tu protección. Y ahora le estás pidiendo que te adopte.
—Vaya —dijo Luet—. Tal vez no sea buena idea.
—Hazlo —recomendó Shedemei—. Quédate donde estás y deja que él decida.
La conversación entre las criaturas se interrumpió. Poto extendió las alas, y en vez de ponerlas a ambos lados de la cabeza de Luet, le abrazó todo el cuerpo. Ella sintió cómo la envolvían aquellas alas correosas y ligeras. Sabía que si extendía un brazo desgarraría el ala, y también sabía que desgarrando el ala no destruiría a la criatura, sino que se destruiría a sí misma.
—Ruega poder ser buen padre para ti —le dijo Oykib.
—¿Padre? —preguntó Luet.
—Dice que espera poder reemplazar a tu antiguo padre, que murió en un lugar remoto.
—¿Qué? —preguntó Chveya—. Madre, ¿cómo puede saber eso?
—Dice que no morirá a menos que pueda morir defendiéndote de los voraces diablos. Creo que es parte del discurso ritual de la adopción. Aunque, por supuesto, tú no eres una chiquilla.
—¿Puedes decirme cuál es la palabra que significa padre? —preguntó Luet.
—Veamos si la repite y puedo… El ángel añadió algo.
—Bet —pronunció Oykib.
—¿Qué? —dijo Luet.
—La palabra es bet. La palabra que significa padre.
Cuando el ángel apartó las alas, Luet se acuclilló y lo miró a los ojos.
—Poto —dijo ella, señalándolo—. Bet. —Luego se señaló a sí misma—. Luet.
—¿Qué dice? —preguntó Poto—. Creo que me está diciendo su nombre, pero no sé qué sonido es. Es muy extraño.
—U-et —articuló pTo.
—No, hay algo primero. Pero no es un sonido diablo, sólo una torsión en la música. Wu-et.
—Escucha cómo trata de decir tu nombre —dijo Oykib—. No creo que tengan el sonido ele en su idioma.
—Wuet es bastante parecido —dijo Luet. Asintió aceptando el nombre que Poto podía pronunciar—. Wuet —pronunció señalándose de nuevo. Y a él—: Poto. Bet Poto.
—Potobet —corrigió el ángel.
—Potobet.
Poto la señaló de nuevo.
—Wuetigo —dijo.
—Wuetigo —repitió ella, señalándose.
El ángel asintió con un gesto de la cabeza, pero era un movimiento torpe y exagerado. No debía de ser el modo en que ellos indicaban su aprobación, pero había aprendido lo que ella hacía y la estaba imitando.
—Tío listo —se admiró Luet.
Señaló la cama donde estaba el otro ángel.
—¿Poto? —preguntó.
—pTo —dijo Poto.
—pTo —repitió Luet.
—pTobet —añadió Poto.
—Ah —dijo Shedemei—, si uno te adopta, el otro mellizo también es tu padre.
—Los mellizos deben cumplir una función importante en su cultura —dijo Oykib.
Desde la cama llegó la voz del ángel herido.
—Wuetigo —dijo. Y luego, para sorpresa de todos, torció la boca con gran esfuerzo y dijo—: Luetigo.
Rieron y batieron palmas con deleite. Al principio los ángeles se sobresaltaron. Luego, viendo que ellos cabeceaban al batir palmas, Poto también imitó el gesto.
En eso momento regresó Nafai, seguido por Issib y Hushidh.
—¿Me he perdido algo? —preguntó.
—No mucho —respondió Luet—. Te presento a mis padres adoptivos, Poto y pTo. Sólo que debo llamarlos Potobet y pTobet porque soy su hija. Y ellos me llaman Luetigo.
—Luetigo significa que eres su tía —dijo Oykib—. Recuerda que tú los has adoptado primero. El que está en la cama… Pooto…
—pTo —corrigió Chveya.
—El ángel herido —dijo Oykib—. Agradece mucho que les hayas concedido el honor de aceptarlos como sobrinos, y más aún que les hayas concedido el honor supremo de aceptarlos como padres. Significa mucho para ellos. Y creo que es permanente.
—Sí —asintió Hushidh—. Tú también lo ves, ¿verdad, Chveya?
—Te han incorporado a sus vidas, Madre —explicó Chveya—. Perteneces a su familia. Estás vinculada a ellos tal como estás vinculada a mí. No están bromeando. No es una mera formalidad.
—Ellos creen que esto significa que todos los Antiguos serán amigos del… pueblo… de los ángeles. Para siempre —dijo Oykib.
—Bien —dijo Nafai—. Hemos empezado bien. Ahora démosles tiempo para estar a solas. Guarda la medicina, Shedya, y larguémonos de aquí unas horas.
—No le gustará el dolor.
—¿Puedes darle algo que lo deje consciente?
—Sí —dijo Shedemei—. Pero ¿su mellizo me dejará hacerlo?
Poto parecía consternado, pero cuando Luet se inclinó ante él, ambas manos en ademán de súplica, pareció entender que la herramienta que empuñaba Shedemei no le causaría daño. Ella la aplicó al tobillo de pTo, y todos se marcharon de la habitación.
—Confían en nosotros —dijo pTo.
—O bien ambos somos prisioneros —repuso Poto.
—Ponlos a prueba. Trata de marcharte. Sé que te dejarán ir.
—No me iré hasta que tú te vayas conmigo.
—Entonces somos prisioneros. Pero es mi herida la que nos retiene, no los Antiguos.
Poto regresó a la cama y examinó las heridas de su otro-yo.
—pTo —dijo, maravillado—. El desgarrón del ala… está sanando.
—Es imposible —replicó pTo—. Una ala-rota nunca sana. Un ala-rota es comida de diablos.
—Pero es verdad. Los bordes del desgarrón se han unido, y se está formando una cicatriz, como en la piel velluda. Los Antiguos tienen el poder de curar el cuero.
—Oh, Poto. ¿Quién puede decir ahora que cometí un error al venir a ver a los Antiguos ?
—Boboi. Ella puede decirlo —comentó Poto secamente.
—¿Qué dices tú? —preguntó pTo.
—Digo que mi otro-yo encabezó la marcha. Digo que sin tu valor, atrevimiento y desobediencia, el pueblo habría sido extraño para los Antiguos. Pero ahora los Antiguos son nuestros amigos. Y una de sus hembras es nuestra tía, y nosotros somos sus padres.
Para Elemak, aprender el idioma de los cavadores era como un regreso a su juventud, a los días en que afrontaba los peligros de la carretera para ganarse un lugar como heredero de su padre. En aquellos días era rápido para aprender idiomas, y los aprendía de peones, de guías, y de los anfitriones de las ciudades que visitaba. Los primeros le costaron un gran esfuerzo, pero al cabo de un tiempo comenzó a encontrar elementos repetitivos, estructuras comunes. El bozhorz era como el cilme, pero con todos los sonidos b convertidos en p, y las vocales largas convertidas en diptongos terminados en u. Sólo había que poner bien los labios, tener cuidado con las palabras que no significaban lo mismo en otro idioma —ol-poic no significa «hogar» en bozhorz, así que no pidas a un hombre que te lleve a su olpoic si no quieres que te apuñale— y podías apañártelas. Después de un largo tiempo en la carretera resultó tan fácil que Elemak, aunque se enorgullecía de su habilidad con los idiomas, le prestaba poca atención.
Ahora estaba desacreditado como heredero de su padre, nunca podría errar de nuevo por el mundo —y aunque pudiera, no había un sitio adonde valiera la pena ir—, su esposa lo había repudiado delante de toda la población humana de aquel planeta, y sólo le quedaba aprender el idioma de aquellos desmesurados roedores.
Pero estaba bien. Incluso que Oykib le enseñara sus rudimentos estaba bien. A fin de cuentas, aunque Oykib fuera el hermano favorito de Nafai, no era Nafai. Si las cosas hubieran ido de otro modo, Oykib habría sido el hermano que la invalidez impidió que fuese Issib. Despierto sin ser taimado, obediente pero emprendedor, valeroso sin ser temerario, seguro de sí pero no jactancioso. Le gustaba Oykib. Le molestaba que Oykib no pudiera disimular cuánto le temía, cuánto desconfiaba de él. Claro que él le había propinado esa pequeña tunda en la biblioteca de la nave. Cuestión de temperamento. No valía la pena tratar de explicarle que estaba furioso con Nafai, con la traición de Nafai. No valía la pena tratar de congraciarse con él, de explicarle que si Nafai hubiera sido como Oykib habrían sido amigos. Le bastaba con aprender el idioma, con que lo ayudara a desentrañar sus enigmas, a buscar reglas y estructuras.
Porque había reglas y estructuras. No había ninguna similitud con los idiomas de Armonía, desde luego, porque el idioma de los cavadores había evolucionado independientemente, sin antecedentes humanos. Pero aun así había constantes. Modos de manifestar el tiempo, de manera que el idioma pudiera expresar pasado, presente y futuro, causa y efecto, motivo e intención. Los actores y los actos obligaban a que cada idioma desarrollara, de un modo u otro, sustantivos y verbos. Y pronto —casi tanto como cuando Elemak era joven— llegó a sentir el idioma, a captar su música. Cuando iban al linde del bosque a conversar con los centinelas cavadores, Elemak veía que les gustaba su modo de hablar, el sonido de su voz, el hecho de que uno de los dioses dominara su lengua.
Y notó que Oykib sentía cierta envidia. A fin de cuentas, él había sido el maestro, y al cabo de unas semanas era Elemak quien le enseñaba, si no el significado de las cosas, la gramática y la pronunciación, los giros idiomáticos. ¿Cuándo podía Oykib haber desarrollado el oído para esas cosas? Éste era su primer idioma extranjero, y para Elemak era el quincuagésimo. Aun así, había que admitir que Oykib sólo tenía alabanzas para la habilidad de Elemak, y al parecer no se resistía a aquel camino en la relación ni escamoteaba sus enseñanzas. Si Nafai hubiera actuado con tanta prudencia…
Al fin llegó el momento en que se sintió tan confiado como para tratar de comunicarse con los rehenes de la nave. Habían liberado a cuatro de los nueve tomados en principio: los soldados que habían estado dispuestos, a una orden del rey de guerra, a matar a los secuestradores. Pero los cuatro secuestradores se quedaron y, lo más importante, también Fusum, hijo del rey de sangre, el hombre que lo había planeado todo.
—Quiero rehabilitarlo —dijo Volemak—. Quiero que sea él quien lleve la cultura humana a los cavadores, porque él fue quien intentó destruirnos. Su amistad es la más valiosa.
Así que Elemak trabaría amistad con Fusum.
—Pero lo haré a mi modo, Padre, o no lo haré.
—¿Y qué modo es ése?
—Fusum es un hombre violento y colérico, Padre —dijo Elemak.
—Así que debemos enseñarle a actuar de otra manera.
—Primero debemos establecer quién es el maestro —dijo Elemak—. Luego podemos enseñarle otro estilo de vida.
Volemak tenía sus dudas, pero cedió.
—No le hagas daño, Elya. No hagas nada que agrave la enemistad que ya existe entre él y nosotros.
Elemak no lo lastimaría. Al menos, no le causaría heridas graves. Y a cambio de esa promesa, tuvo carta blanca en otros sentidos. Carta blanca, y sin observadores.
Al principio sólo podría reunirse con Fusum y los demás cavadores dentro de la nave, donde lo observaría el ordenador que aún llamaban el Alma Suprema, aunque no poseía ni una fracción del poder que el Alma Suprema original ejercía en Armonía. Bien, que la máquina observara. Que presentara sus informes a Volemak, Issib y Nafai. No habría secretos. Además, Nyef e Issya estaban ocupados con sus ángeles mellizos. Criaturas detestables. Huesos como ramas. Pero eran bonitas cuando volaban, y se habían congraciado con la gente de Nafai, y todos eran parientes. Nafai era demasiado estúpido para comprender que de nada servía aliarse con los débiles. Los ángeles eran inservibles. Reses del cielo, los llamaban los cavadores. Al parecer, el único motivo por el cual no habían exterminado a los ángeles era porque los cavadores querían contar con una provisión constante de su plato favorito. Comida inteligente, eso eran los ángeles, ganado volante, y Nafai e Issib trababan amistad con ellos.
Por favor, Padre, no me hagas quedar aquí para entablar amistad con los más recios, valientes y aguerridos de los fuertes y agresivos cavadores. Elemak sentía ganas de reír a carcajadas al pensar que las ingeniosas maniobras de Padre para establecer la paz estaban configurando un futuro donde Elemak sería experto en las únicas criaturas de la Tierra que valía la pena conocer, mientras que la pericia de Nafai se limitaría a sus tontas y frágiles presas.
Elemak habló con Oykib.
—Ahora empezaré a trabajar con los rehenes. Quiero reunirme contigo todos los días para comparar lo que he aprendido sobre su idioma y cultura con las cosas que tú hayas aprendido con los cavadores libres.
Oykib aceptó, y nunca insinuó que deseara ir a la nave con Elemak para trabajar con los rehenes. Buen muchacho, maravilloso muchacho.
Luego Elemak fue a ver a Shedemei.
—Despierta primero a los cuatro secuestradores —dijo—. Quiero practicar un rato con ellos. Aprender de ellos, oírles hablar entre sí, teniendo yo el control de las circunstancias para que no puedan huir al matorral cuando las preguntas se pongan difíciles.
—Son fuertes —dijo Shedemei—. Más fuertes de lo que crees.
—Pero yo no dudo de su fuerza —dijo Elemak—. Así que no creo que me sorprendan.
—Sólo digo que tal vez no convenga que estés solo.
—Y yo digo que no deseo ni siquiera sugerir que les temo. He manejado a hombres más peligrosos, hombres de culturas que desconocía por completo hasta que me mostraban sus actos. Es mi especialidad. Yo no me entrometo en tus trabajos de genética, ¿verdad?
Avergonzada, Shedemei despertó a los cuatro secuestradores, de uno en uno. Elemak procuró ser el primero que vieran al despertar. También procuró manejarlos con rudeza. Ellos sintieron su apretón mientras los conducía por los corredores de la nave. Los empujó por los tobillos en la escalerilla que llevaba a la cubierta de la nave que usaría como escuela, mesa de negociaciones y prisión.
Pasó cuatro semanas con ellos, aprendiendo todo aquello que pudo. Nuevo vocabulario todos los días, y reglas gramaticales cada vez más complejas, que compartía escrupulosamente con Oykib cada noche, cuando los cavadores estaban encerrados. Pero también ahondaba en la cultura, en las costumbres de la ciudad subterránea. Aprendió que el rey de sangre era sagrado, el que guiaba a los jóvenes en el tránsito hacia la edad adulta. El rey de sangre también presidía el festín en el que devoraban a las crías de las reses del cielo, y se cuidaba de distinguir a los hombres que habían realizado una buena cacería, y sobre todo a los que traían sus presas vivas, mutiladas pero sin sangrar. El rey de guerra entrenaba a los jóvenes en la lucha, el acecho y la matanza, escogía a sus oficiales, los conducía contra sus presas; pero el rey de sangre confería los honores, distinguía entre los valiosos y los ineptos.
Mufruzhuuzh había sido un gran rey de guerra, pero su error había sido casarse con Emeezem. No tenía elección, claro. Lo obligaron a ello. Y no era culpa suya que a ella la hubieran nombrado madre profunda por sus sueños y sus voces, señora de la ciudad subterránea. Pero la fuerza de Emeezem había debilitado a Mufruzhuuzh. La trataba con excesiva deferencia, la escuchaba más que a sus hombres. Eso dejaba un vacío.
Shosseemem, el padre de Fusum, tendría que haber llenado ese vacío. Tendría que haber intervenido para ayudar a los hombres a recobrar su fuerza en vez de permitir que el predominio de Emeezem la menoscabara. Pero las visiones de Emeezem dejaban a Shosseemem sin margen para actuar tanto como a Mufruzhuuzh. A fin de cuentas, ella había dicho que el Dios Intacto vendría del cielo, y había venido. Le veían entre los subdioses y los semidioses, le veían actuar con prestancia y poder, y no se atrevían a dudar de la autoridad de Emeezem, aunque ella aconsejara debilidad y pasividad.
Observad, les decía ella. Observad y esperad. Aprended antes de actuar. Bien, habían observado, habían esperado, y un día Fusum declaró:
—¿Qué sois, nombres o mujeres? Si sois mujeres, ¿dónde están los críos que debéis amamantar? Y si sois hombres, ¿por qué observáis y esperáis cuando habéis visto dónde guardan a los niños, y con qué escasa vigilancia? No tienen túneles ni nidos, así que sus crías están siempre en la superficie. ¿Por qué no se las hemos llevado al rey de sangre?
—Porque el rey de sangre no nos las pide. Y el rey de guerra no nos ordena actuar.
—Porque ambos están gobernados por mujeres. Pero yo soy hombre, y si no tengo hombres que me gobiernen, me gobernaré a mí mismo. Ellos no son dioses, aunque hayan venido del cielo. ¿No orinan en el suelo como nosotros? ¿No comen y respiran y defecan como nosotros? ¿Qué tienen de divino?
—Éstas son las mentiras que nos contó Fusum —insistieron en decir a Elemak—. Él nos engañó. Si hubiéramos sabido que en verdad erais dioses, como ahora sabemos, no le habríamos escuchado. Perdónanos, poderoso, no permitas que la ira de tu reluciente y divino padre nos abata.
Y así continuamente, hasta que Elemak quiso estrangularlos por su debilidad y deslealtad.
Pero no les dio a entender que los consideraba unos abyectos traidores. Les hizo creer que quería que le profesaran una devoción total al dios radiante, a Nafai, ese bastardo embustero. Y cuando hubo averiguado todo lo que deseaba, le dijo a Volemak que ya estaban preparados para salir de la nave y trabajar con Shedemei, Oykib, Chveya, Yasai y otros que intentaban aprender las costumbres de los cavadores.
Oh, Volemak y los demás estaban muy conformes con el trabajo de Elemak. Eran obedientes, aquellos cuatro. Ávidos de complacer, de compartir información y sabiduría. Mandaron buscar a sus esposas, que se sumaron a las conversaciones; qué bien se llevaban, los humanos y esos cuatro que una vez habían robado a una niña de la casa de Elemak.
—Estoy muy orgulloso de ti, hijo —le dijo Volemak—. Te enfrentaste a quienes causaron daño a tu familia y entablaste amistad con ellos. Ha sido un buen trabajo, y bien hecho.
Elemak sabía que no era así. La cosa habría sido vergonzosa, si hubiera sido sincera. Pero sabía la verdad sobre los cuatro secuestradores. Eran desleales. Cobardes. Fusum los había obligado a perpetrar el secuestro, y ahora ansiaban que Elemak los obligara a hacer otra cosa. Si Fusum tenía un poco de seso, los mataría en cuanto llegara al poder.
Porque Fusum llegaría al poder. Elemak estaba seguro de eso, pues cuanto más oía hablar a los secuestradores, más creía conocer a Fusum, sus pensamientos, sus sentimientos, sus deseos, y lo que haría para concretar esos deseos.
Lo que quería era sencillo: poder.
¿Y qué haría para conseguirlo? Lo que fuera necesario.
Elemak conocía a Fusum, sí, porque él era Fusum. O al menos podría serlo, si el hijo del rey de sangre tenía la sensatez suficiente de calibrar la situación y aguardar el momento oportuno, como hacía Elemak.
Llegó el día en que Shedemei preparó la cámara de animación suspendida de Fusum.
—Me gustaría estar a solas con él cuando despierte —dijo Elemak.
Ella le clavó los ojos.
—¿Por qué?
—Porque lo conozco —respondió Elemak—. Por lo que han dicho los demás. Es peligroso, y para domarlo debo demostrarle quién es el amo. Si estás aquí, verá que interviene otro humano. No sabrá que yo soy el único que controla cada aspecto de su vida. ¿Entiendes?
—Entiendo —asintió Shedemei—. Pero no estoy de acuerdo.
—Pero tendrás que dejarme a solas con él.
—Lo haré porque Volemak dijo que te dejara manejar las cosas a tu manera.
Shedemei dio media vuelta y se fue.
Al cabo de un rato, la tapa se abrió y Fusum pestañeó, tratando de entender dónde estaba. Elemak lo cogió por la garganta y lo levantó.
—¡Tú robaste a mi hija! —gritó, usando el idioma de los cavadores con riqueza y fluidez—. ¡Ibas a comértela! ¡Valiente guerrero eres! ¿Puedes luchar contra niños pero te acobardas frente a los hombres?
Fusum no reaccionó con miedo sino con rabia. Elemak se alegró de ver que Fusum tendía los brazos, aún bajo el efecto de las drogas de animación suspendida, y trataba de arrancarle el corazón. Muy bien. Conque no gimoteas.
—¿Y ahora me atacas, tonto?
Sin soltarle la garganta, Elemak lo alzó de la cámara y lo arrojó contra la pared.
Esta criatura no era un juguete débil y frágil como el ángel. Fusum cayó al suelo ileso; enseñó los dientes y sacó las zarpas para pelear. Pero estaba débil y mareado. No era una pelea justa, y así lo quería Elemak. Era una cuestión de autoridad y dominio, no de justicia. Si hubiera sido una cuestión de justicia, Elemak lo habría estrangulado mientras dormía.
Fusum saltó ágilmente, y lo habría cogido por sorpresa si Elemak no hubiera pedido a los secuestradores que le mostraran sus técnicas de lucha en combates simulados. Para aprender cómo se denomina cada cosa que hacéis, les había dicho. Bien, aprendió las palabras, pero también preparó una respuesta física. Fusum encontró que su propio peso se volvía en su contra y rodaba por el corredor, patinando hasta chocar contra la pared.
Se levantó con un gruñido, pero en aquel suelo liso no podía apoyar bien los pies y no pudo reunir el impulso suficiente para derribar a Elemak o hacer que se tambaleara. Cuando se disipó el efecto de las drogas, estaba exhausto y humillado por las sucesivas derrotas que le había infligido Elemak.
Cuando Fusum no pudo más, Elemak lo cogió de la pata trasera y lo arrastró por el corredor hasta la escalerilla central; luego lo llevó a la habitación donde lo mantendría encerrado cuando no estuviera con él. Durante el trayecto no se molestó en protegerle la cabeza de los golpes, ni permitió que Fusum tuviera equilibrio suficiente para cubrirse. Y cuando llegó a la habitación, arrojó a Fusum adentro, lo siguió, cerró la puerta y se echó a reír.
Los cavadores no se reían como los humanos, pero era evidente que el mensaje había llegado a su destino. Fusum se irguió sobre las patas traseras, exponiendo el vientre rosado y lampiño.
—¿Vas a sacrificarme como a un hombre? —preguntó—. Aquí está mi vientre, coge mi corazón y mis entrañas y devóralos ante mis ojos. No me importa. Comeré de mí todo lo que pueda arrebatarte. Elemak sabía reconocer la bravura.
—Preferiría comer mis propios excrementos a mancharme los labios con tu sangre de cobarde.
—Conque te propones darme una muerte de cobarde. Pues aquí tienes mi garganta. Córtala, no me importa. La vida no es nada para mí, porque los hombres no son nada ahora que han llegado los dioses. No hay hombres. Sólo mujeres y cobardes con dos colas.
Elemak no pudo contener otra carcajada. ¡Vaya desafío! Fusum era todo un bravucón. Naturalmente, lo habría defraudado si hubiera reaccionado de otra manera. Un Obring habría gemido y suplicado. Un Vas habría guardado un adusto silencio. Un Mebbekew habría tratado de regatear, de llegar a un trato. Pero Fusum era todo un hombre, y se empeñaba en privar a Elemak del placer de la victoria.
—Tonto —dijo Elemak en el idioma de los cavadores—. No quiero matarte. Quiero que seas rey. Eso silenció al cavador.
—Tu padre no vale nada —dijo Elemak—. Emeezem lo domina. Mufruzhuuzh no es jefe de guerra, y bien podría ser una res del cielo sin alas, por el bien que hace. Creía que tus conspiradores, los que perpetraron el secuestro, serían hombres, pero no son nada. Te traicionaron gustosamente para salvar el pellejo, y te culparon de todo. —Elemak parodió sus voces, usando un tono afeminado—. Fusum nos engañó. Él nos obligó. No fue culpa nuestra. Si hubiéramos sabido que erais dioses…
Fusum respondió con un silbido, escupiendo saliva. Era el máximo gesto de desprecio. De haber sido Elemak un cavador, podría haber provocado una pelea a muerte.
Elemak se echó a reír.
—Si tu saliva fuera veneno, valdría la pena gastarla en mí. Pero no tiene sentido. Si quieres salvar a tu gente, salvarla de nuestro poderío, soy la única esperanza que tienes.
—Si tú eres mi esperanza, no tengo esperanza.
—Eres un tonto de remate. Pero ¿qué puedo esperar de ti? A fin de cuentas, soy un dios, y tú eres un gusano que se arrastra por la tierra.
—No soy un gusano, y tú…
—Continúa, Fusum, mi muchacho, mi bebé desamparado, dímelo todo. Fusum sacudió la cabeza.
—Ibas a decir que no soy un dios, ¿verdad? —preguntó Elemak—. Seamos francos.
—He sentido tus manos sobre mi cuerpo. No son las manos de un dios.
—¿De veras? Sin duda te habrán tocado muchos dioses, así que sabes cómo son sus manos. Fusum no respondió.
—Te diré cómo son mis manos. Son las manos de un hombre más fuerte, más listo, más rápido y más lleno de odio que tú.
Fusum lo estudió.
—Un hombre, dices.
—Un hombre, digo. No un dios.
—Más fuerte, sí. Hoy, al menos. Más rápido, hoy. Más listo… tal vez. Hoy.
—Siempre, Fusum. En diez mil años tu gente no podría aprender lo que yo sé ahora.
—Más listo —concedió Fusum—. Pero nunca más lleno de odio que yo.
—¿Eso crees? Comparemos la historia de nuestras vidas, ¿quieres?
Lo hicieron. Y cuando terminó ese primer y largo día compartido, cuando Elemak al fin llevó comida a Fusum, ya no eran prisionero y guardia, rehén y captor, hombre y dios. Eran aliados, dos hombres privados del poder pero decididos a usar la común amistad para dominar a sus rivales. Necesitarían paciencia y planificación. Necesitarían tiempo. Pero tenían tiempo, ¿o no? Y aprenderían a tener paciencia. Elemak lo había aprendido. Fusum podía aprender.
—Recuerda —dijo Elemak, mientras Fusum comía ruidosamente—. Si llega el momento en que crees que puedes prescindir de mí, veré ese pensamiento en tu mente antes de que tú mismo lo veas, y cuando te dispongas a clavarme un cuchillo, descubrirás que ya te he clavado el mío.
Fusum se echó a reír con la carcajada zumbona de un cavador.
—Ahora sé que puedo confiarte mi vida.
—Puedes —dijo Elemak—. Sólo te aclaro que yo nunca te confiaré la mía.
Cuando Nafai y Luet, Issib y Hushidh partieron hacia la aldea de los ángeles, llevaban las herramientas a la espalda o, en el caso de Issib, en la silla que lo seguía. Yasai y Oykib habían trepado al lugar escogido la semana anterior para instalar la estación repetidora, de modo que Issib pudiera flotar fácilmente mientras recorría el desfiladero. Pero llevaba la silla por si hacía mal tiempo, o por si alguien le robaba los flotadores mientras dormía.
Dejaron a sus pequeños al cuidado de otros. Si todo iba bien en su primer contacto con la aldea de los ángeles, construirían casas y regresarían en busca de los niños; además se llevarían semillas, ropa y materiales de enseñanza. Si todo iba bien, esperaban tener una granja en funcionamiento a tiempo para la temporada de siembra.
pTo y Poto los conducían desfiladero arriba, elevándose de cuando en cuando, descendiendo para que los humanos pudieran hablarles cuando los alcanzaban. Todos sabían que muchos ángeles habían rechazado la idea de trabar amistad con los humanos, los Antiguos. Pero habían preparado un libreto que consideraban convincente, o que al menos, pensaban, les permitiría obtener autorización para vivir entre ellos. Y cuando llegaran a lo alto del desfiladero, al prado donde a pTo le habían roto los huesos y desgarrado el ala, comenzaron su representación.
pTo se posó en la cabeza de Nafai, y Poto en la de Luet. Apretaban los pies, ligeramente pero con firmeza, contra las mandíbulas de los humanos. Y desplegaban las alas, envolviendo los hombros de Nafai y Luet como capas, como tiendas.
—Como nidos —dijo Luet.
Nafai asintió. Pues aunque nunca habían visto un nido de ángel con sus propios ojos, habían oído las descripciones de pTo y Poto, habían contemplado sus dibujos, y al fin habían soñado con ellos y habían despertado de esos sueños seguros de que el Guardián de la Tierra les había mostrado la verdad. Tejidos con ramas flexibles y hierbas, los «nidos» eran en realidad techos que protegían las ramas donde dormían las madres y los niños cabeza abajo, envueltos en el manto de sus propias alas.
Sabían que desde las ramas, desde los árboles circundantes, los ángeles los observaban, los juzgaban.
Issib se deslizaba sin tocar el suelo con los pies. Hushidh lo seguía, diciéndole en voz baja dónde estaban los ángeles, y cuáles tenían un contacto más débil con pTo y Poto. Era preciso convencer a los renuentes, e Issib, de pie en el aire —un truco que nadie podía imitar, ni siquiera Nafai con su manto—, los deslumbraba: el dios visible, el único que podía volar.
—¿Dónde está Iguo, cuando su esposo regresa al hogar? —preguntó Issib en voz alta, en el idioma de los ángeles. Sabía que su voz grave sería difícil de comprender, pero habló deprisa, con la esperanza de que las consonantes fueran buena guía para entender las palabras.
Nadie salió del bosque, pero eso no le sorprendía.
—Su ala fue desgarrada, pero no tiene desgarrón. ¿Creéis que os haremos daño, cuando podemos curar el ala rota de un valiente explorador?
Aún no salía nadie.
—Cuando el Antiguo irascible hirió a pTo, lo hizo creyendo que el pueblo había secuestrado a su hija. Aún desconocíamos las oscuras y subterráneas costumbres de los diablos.
Luet se había opuesto al uso de la palabra con que los ángeles designaban a los cavadores, pero Issib había insistido en hablarles en un idioma que ellos comprendieran.
—A fin de cuentas, Elya y Okya llaman a los ángeles «reses del cielo» cuando hablan con los cavadores, ¿verdad? —había señalado Issib. Todos habían convenido en que «diablo» no era más insultante que esa expresión.
Issib continuó hablando con los ángeles escondidos.
—Ahora sabemos que el pueblo no baja del desfiladero para robar a nuestros hijos. En cambio, vemos que un valiente fue injustamente castigado, y que su otro-yo, un hombre tan valiente como el primero, se arriesgó para cuidarlo y salvarlo.
Al fin algunos ángeles asomaron, avanzando hacia las ramas de los árboles que rodeaban el claro. Algunos se erguían sobre las ramas, otros colgaban cabeza abajo. Era desconcertante mirarlos, pero Issib continuó.
—Ahora sabemos que el pueblo, que habría podido detener al valiente Poto, prefirió dejarle venir. Pues el pueblo ansiaba trabar amistad con nosotros, los Antiguos a quienes el Guardián de la Tierra trajo de regreso.
También habían discutido sobre esto. Los ángeles desconocían el concepto de Guardián de la Tierra, pero Nafai había insistido en introducir ese nombre desde el principio.
—Pronto descubrirán que no somos dioses —había dicho—. Que nunca se diga que les mentimos.
—¿Como mentimos a los cavadores? —preguntó incisivamente Luet.
—En este caso no tratamos de rescatar a una niña secuestrada —señaló Nafai—. Tratamos de trabar amistad con gente que nos ha visto actuar con despiadada crueldad no permitiremos que nos vean como dioses, aunque llamemos su atención con el truco de Issib.
Así que Issib pronunció el nombre del Guardián de la Tierra, usando la traducción que les habían dado pTo y Poto cuando al fin comprendieron qué y quién era el Guardián. Al menos, cuando entendieron tanto como los humanos, y tanto como ellos podían explicarles con su rudimentario dominio del difícil idioma de los ángeles.
—Los Antiguos os pedimos perdón por nuestro error. Entonces no os conocíamos, pero ahora sí. Os conocemos por estos dos hombres, valientes y virtuosos. Vosotros nos conocéis por la curación del ala de pTo. Permitid que nosotros cuatro vivamos entre vosotros. Pero antes, que Iguo se acerque a saludar a su esposo. Ven a comprobar, Iguo, que su cuerpo está entero, que es realmente pTo el que hemos traído.
Esperaron inmóviles y en silencio, salvo por algún murmullo ocasional de pTo y Poto. Paciencia, tened paciencia. Para ellos es difícil decidir si deben permitir que Iguo venga a nosotros.
Ella se acercó, aleteando torpemente bajo las ramas de los árboles cercanos, hasta que llegó al claro. Su torpeza, como pronto vieron, obedecía a que llevaba dos bebés aferrados a la piel del pecho, que le restaban equilibrio mientras volaba.
pTo jadeó sorprendido, mientras Poto canturreaba con deleite.
—Hijos —cantó—. La esposa del ala-rota le ha dado hijos mientras él sanaba. Ahora su alegría se ve reduplicada, pues regresa a la mujer que era su esposa y se encuentra con que también es madre.
pTo brincó de la cabeza de Luet y aterrizó ante su esposa.
Los dos hablaron suavemente, rápidamente, y la música de sus voces era hermosa aunque ninguno de los humanos pudiera entender las palabras. Mientras Iguo reconocía el cuerpo de pTo, especialmente el ala que le habían desgarrado, pTo examinaba a los dos bebés que ella había dejado en la hierba. Podían tenerse en pie pero no volar, y aunque sus palabras eran vacilantes sabían llamarlo padre. pTo lloró sin rubor cuando pudo tocarlos con los dedos y la lengua, cuando se le encaramaron al cuerpo y retozaron bajo el dosel de sus alas.
Al fin Iguo regresó adonde esperaban los otros ángeles.
—Lo que no puede sanar ha sanado —declaró—.
Lo que estaba perdido para siempre se ha encontrado. Entonces, que lo imperdonable sea perdonado, y que la amistad envuelva a los huéspedes que han venido a nosotros. Unámoslos a nuestros corazones y nuestras familias, a nuestros nidos y nuestros árboles.
Ésta era la propuesta formal que pTo y Poto les habían anticipado. Y ahora llegaba la votación. Sólo algunos cayeron de los árboles al suelo para manifestar su disconformidad o sus aprensiones. Y cuando la votación concluyó, los que se habían quedado en los árboles, pronunciándose por el sí, echaron a volar sobre el claro, aleteando y retozando y cantando, bajando para tocar a los humanos, para verlos con las manos y los pies además de con los ojos, para oír sus voces mientras luchaban con su engorroso idioma.
—Dapai —llamaban a Nafai, porque no podían pronunciar la nasal y la fricativa—. Cuet —llamaban a Luet, usando la oclusiva gutural sorda en lugar de la impronunciable ele. Issib era Ittib, y Hushidh era Kuchid. pTo había comentado que los Antiguos parecían haber escogido nombres impronunciables para el pueblo.
Pero Dapai, Cuet, Itti y Kuchid se parecían bastante. Los ángeles habían dicho sus nombres y les habían dado la bienvenida. Seguidos por la silla, siguieron a los raudos ángeles hacia el valle que era su hogar.
Vas no se proponía hacer ningún mal. Era un simple observador, y un observador compasivo. En los meses transcurridos desde que Elemak maltratara aquella pesadilla voladora que llamaban ángel y que Eiadh lo repudiara delante de todo el mundo, Vas había notado que el hielo entre Elemak y Eiadh no parecía fundirse. De hecho, por lo que él sabía, no se hablaban y Elemak procuraba pasar el menor tiempo posible bajo el mismo techo que su mujer. No era que Vas se dedicara a seguir las idas y venidas de la gente. Era cuestión de observar que Elemak se quedaba en la nave con el prisionero cavador, aprendiendo a zumbar y a silbar mientras hablaba, y que la pobre Eiadh permanecía sin un hombre que le hiciera compañía.
Bien, Vas estaba casi tan solo como ella. Sevet, su querida esposa, la que le había traicionado repetidamente en Basílica, había vuelto a hacerlo de nuevo y estaba engordando de tanto tener niños. Peor, no le quedaba nada del encanto que había atraído a Vas cuando se casó con ella, pocos años antes. Por aquel entonces ella era una celebridad, una cantante popular y apreciada. Para Vas había sido un gran orgullo llevarla del brazo.
Pero hacía años que no cantaba. No había cantado desde esa noche en que Kokor regresó a su casa y encontró a su esposo Obring retozando sobre la núbil entrepierna de Sevet. Koya, más impulsada por la cólera que por la sed de justicia, atacó a la persona que más odiaba en el mundo, su hermana Sevet. El golpe le afectó la laringe, y desde entonces Sevet no había cantado una nota. La lesión no era física. Podía hablar, y con voz matizada. Y tarareaba canciones de cuna a los niños cuando éstos nacieron. Pero el canto, la plenitud de la voz, había terminado. Y también la fama a cuya brillante sombra Vas tanto se había regodeado. Así que Sevet ya no tenía muchos atractivos. Lamentablemente, ella era hija de Rasa y todos se habían embarcado en esa locura que los llevó al desierto, así que el matrimonio no había terminado, aunque toda chispa de amor que hubiera existido entre ambos se extinguió la noche en que ella lo traicionó con ese patético, mísero, estúpido y aborrecible gusano que era Obring, el esposo de la hermana.
Así que Vas estaba tan solo como Eiadh, y por razones similares. Ambos habían descubierto que sus cónyuges eran moralmente nulos, incapaces de la menor decencia. Vas había soportado su matrimonio sin amor e incluso había engendrado tres hijos con aquella zorra, y nadie sabía cuánto odiaba tocarla. Y no era sólo por su cintura gruesa o la pérdida del brillo de la fama de Basílica. Era por la imagen de las piernas de esa mujer en torno a los muslos blancos, desnudos, fláccidos y velludos de Obring, y el saber que ella ni siquiera lo había hecho para traicionarle sino para mortificar a su maligna y obtusa hermanita Kokor. Vas ni siquiera contaba para Sevet mientras ella…
Habían pasado muchos años, muchos: un siglo de vuelo interestelar, por no mencionar los años en el desierto, y otro año en este nuevo mundo. Pero para Vas era ayer, un ayer perpetuo, así que recordaba claramente el juramento que había hecho cuando Elemak le impidió matar a Obring y Sevet para redimir su honor y su virilidad. Había jurado que algún día, tal vez cuando Elemak estuviera viejo, débil e indefenso, pondría las cosas en su lugar. Mataría a Obring y Sevet, y con la sangre fresca en las manos, iría a ver a Elemak. Elemak se reiría y le preguntaría cómo podía matarlos por eso después de tantos años. Y Vas le diría: Elemak, no fue hace tanto tiempo. Fue en esta vida. Y en esta vida me desquitaré. Con ellos, por su traición. Contigo, por impedir que me vengara en caliente. En frío, se necesita más sangre para que funcione. Ahora la tuya, Elemak. Muere en mis manos, así como mi orgullo murió en las tuyas.
Lo había imaginado diez mil veces. Cuando Elemak intentaba matar a Nafai o Volemak y ellos lo detenían, lo vencían, lo humillaban, Vas observaba, rogando que no lo mataran, que lo reservaran para él. Diez mil veces había imaginado el modo en que Obring gemiría suplicando misericordia; y Sevet lo desdeñaría, sin creer que él la iba a matar hasta que el cuchillo la penetrara y Sevet pusiera esa expresión de inefable sorpresa. Sí, tendría que ser un cuchillo, un arma de mano, para sentir cómo la puñalada desgarraba el músculo, para sentir cómo el acero lubricado por la sangre mordía la carne, buscaba el corazón. La sangre manaría a chorros, manchándole el brazo en el último espasmo de la mísera vida de Sevet…
Ese día llegará, pensaba Vas. Pero primero, ¿por qué no prepararlo como corresponde? Elemak pensó que no tenía mayor importancia que otro hombre durmiera con mi esposa. ¿No será correcto y justo, pues, cuando esté agonizando, dulcificar sus últimos momentos de conciencia con estas palabras? Sí, Elemak, amigo mío, ¿recuerdas lo que me hizo mi esposa? Bien, tu esposa te lo hizo a ti, y lo hizo conmigo. Y Elemak me mirará a los ojos y sabrá que digo la verdad, y al fin comprenderá que yo no era una criatura pasiva, que nunca fui la obtusa herramienta por la que me tomó durante muchos años.
El único problema con ese sueño era Eiadh. Aunque no durmiera con Elemak, no significaba que tuviera interés por Vas. El no era tonto. Era un hombre observador. Sabía que Eiadh se sentía vulnerable. Sola. Y Vas podía ser compasivo. No acudiría a Eiadh coléricamente ni buscando vengarse de Elemak, en absoluto. Acudiría a ella como amigo, para ofrecer apoyo y consuelo, y una cosa llevaría a la otra. Vas había leído libros. Sabía que esas cosas pasaban. ¿Por qué no a él? ¿Por qué no con Eiadh, cuya cintura no se había engrosado, aunque había parido más hijos que Sevet? Eiadh, que todavía cantaba, no con la energía de una cantante famosa como Sevet, pero con radiante abandono, con una voz que podía despertar todos los anhelos del alma de un hombre. Sí, Eiadh, te he oído cantar y he sabido que alguna vez esa voz gemiría, que esa dulce garganta se echaría hacia atrás mientras tu cuerpo temblaba debajo del mío.
—¿Sí? —preguntó Eiadh.
Él ni siquiera había batido palmas. Ella debía de haberle visto llegar. Qué embarazoso.
—Eiadh.
—¿Sí? —repitió ella.
—¿Puedo pasar? —preguntó Vas.
—¿Hay algún problema? —preguntó Eiadh. Vas notó que pensaba en sus hijos.
—Que yo sepa no. Simplemente estoy preocupado por ti.
Eiadh no pareció entenderlo.
—¿Por mí?
—Por favor, ¿puedo pasar?
Ella se echó a reír, pero lo dejó entrar.
—Claro, Vas, pero no sé de qué me hablas. Sólo estoy bastante cansada, aunque todos se quejan de lo mismo. Si has venido a cortar las hortalizas para la cena, eres bienvenido.
—¿De verdad necesitas ayuda con las hortalizas?
—No, era un modo de decir. En realidad estoy cosiendo. Volemak insiste en que aprendamos a coser con estas espantosas agujas de hueso. Son tan gruesas que cada puntada abre un boquete en la tela, pero él piensa que llegará el día en que no tendremos más agujas de acero y… bien, para mí no tiene sentido. Ni siquiera en el desierto teníamos que… Pero te estoy aburriendo, ¿verdad?
—Perdona —dijo Vas—. No me aburres. Pero escuchaba más tu voz que tus palabras, si me disculpas que lo diga. Elemak es un hombre afortunado al tener una esposa que habla como si cantara.
Ella quedó desconcertada por el cumplido, pero rió ligeramente.
—No creo que Elemak se sienta muy afortunado —dijo.
—Entonces es un tonto. Alejarse de tanta bondad y belleza…
—Vas, ¿estás tratando de seducirme? —preguntó Eiadh.
Sonrojándose, Vas sólo pudo negarlo.
—De ninguna manera… ¿acaso has pensado…? Oh, qué embarazoso. He venido a hablar. Me sentía solo creía que tú… Pero si no consideras correcto que ambos estemos solos en la casa…
—No hay problema. Yo sé que mi virtud está a salvo contigo.
Vas sonrió con tristeza.
—Parece que la virtud de todos está a salvo conmigo.
—Pobre Vas. Tú y yo tenemos algo en común.
—¿De veras? —preguntó Vas. ¿Era posible que ella sintiera por él lo que él sentía por ella? Quizá no tendría que haber negado con tanta vehemencia su intención de seducirla.
—Aparte de lo obvio, quiero decir. Parece que ambos estamos destinados a interpretar un papel secundario en nuestra propia autobiografía.
Vas rió porque pensó que ella esperaba que lo hiciera.
—Con eso te refieres…
—Sólo quiero decir que ambos somos zamarreados de aquí para allá por las decisiones de otras personas. ¿Por qué abordarnos una nave estelar? ¿Se te ocurre algún motivo ? Sólo fue una cuestión de azar. Enamorarse de la persona menos indicada en el día menos indicado, y en el momento menos indicado de la historia.
—Sí. Ahora te entiendo. Pero ¿no podrían dos actores de reparto como nosotros montar su propia obra, en un pequeño escenario lateral, mientras los actores famosos pronuncian pomposos discursos ante el gran público de la historia? ¿No podrá haber alguna felicidad escondida en la oscuridad, donde el único público somos nosotros?
—No soy de las que se ocultan en la oscuridad —dijo Eiadh—. Me casé estúpidamente y lo supe muy pronto. También tú, me temo. Pero eso no significa que vaya a comprometer el futuro de mis hijos, por no mencionar el mío, por buscar consuelo o venganza. Acepto la felicidad que encuentro a la luz, a campo abierto. Amando a mis hijos. Tú también tienes buenos hijos, Vas. Busca consuelo en ellos.
—El amor de mis hijos no es el amor que anhelo —repuso él. Se atrevió a ser directo porque comprendió que Eiadh había visto sus intenciones pese a su afán de ocultarlas.
—Vas —dijo ella amablemente—, te he admirado durante mucho tiempo, porque lo soportas todo con notable paciencia. Ya no me cuesta apreciar tu fuerza más que la de Elemak. Y algo que admiro en ti es que puedes soportarlo todo sin inmutarte. No seamos como ellos. No caigamos en una ruindad que nos haría merecer lo que ellos nos hacen.
Vas era un hombre observador. Notó al instante que Eiadh se refería a algo reciente, no a un antiguo episodio ocurrido en Basílica. Eiadh parecía creer que él sabía algo que no sabía.
—Tú nunca merecerás lo que te hace Elemak —dijo, esperando obtener una reacción. Y la consiguió.
—Tú tampoco mereces lo que te hace Sevet. Cualquiera diría que había aprendido la lección hace tiempo, pero algunas mujeres no aprenden nada, mientras que otras lo aprenden todo.
Vas sintió un vahído. Había recordado tanto tiempo la vieja traición con Obring que no se le había ocurrido que tal vez Sevet se acostara con otro. Pero había muchas oportunidades: cuando él trabajaba en los campos, cuando montaba guardia, las dos veces que había ido con Zdorab en la lanzadera de la nave para explorar y cartografiar la comarca circundante. Sevet podía traicionarlo, aunque ni siquiera ella se atrevería por segunda vez, después de haber perdido tanto, de haber perdido la voz…
Pero a fin de cuentas no fui yo quien la privó de la voz. Fue Kokor, y estábamos fuera de Basílica cuando Sevet se curó. Tal vez Sevet haya aprendido a temer el temperamento de Kokor, pero ¿ cuándo le he enseñado a temer el mío?
El momento ha llegado, comprendió Vas. Esta vez no tendría paciencia. Esta vez no habría Elemak que lo detuviera. Sevet y Obring morirían, y luego buscaría a Elemak y libraría a Eiadh del lastre de aquel marido monstruoso. Y una vez eliminados todos los estorbos, ella aceptaría al hombre que la había liberado.
O no. ¿Pero qué importaba si alguien lo amaba o lo aceptaba? No trataba de conquistar la admiración ni el amor de nadie, salvo el suyo propio.
Hacía tiempo que lo había perdido, y era momento de recobrarlo.
—Cuesta creer que todavía sienta atracción por Obring —dijo Vas—. Ya podría ver qué clase de persona es, ahora que ha perdido el encanto juvenil… si alguna vez lo tuvo.
Eiadh rió, pero con expresión de desconcierto. ¿Qué significaría eso?
Significaba que no se trataba de Obring. Sevet le era infiel, pero no con Obring.
Entonces recordó lo que ella había dicho antes. Que tenían algo en común «aparte de lo obvio». ¿Qué era lo obvio? Tan obvio que sólo Vas lo había pasado por alto. Todos debían saberlo. Todos.
Eiadh debió reparar en su expresión, porque puso cara de asombro.
—Oh, Vas, pensaba que lo sabías. Creía que por eso venías aquí, para vengarte. Yo no me enfadé, pues ya no lo quiero en mi cama, así que no me importa adonde lleva su cuerpo sudoroso… no sé por qué, creía que adoptabas la misma actitud, pero veo que no, que no lo sabías, y lo lamento…
El no oyó el resto porque se levantó y se marchó de casa de Eiadh. La casa de Elemak.
—No cometas ninguna tontería, Vas —murmuró Eiadh. Y luego, sabiendo perfectamente que era muy probable que cometiera una tontería, fue en busca de ayuda. Volemak tenía que enterarse de que había un conflicto en ciernes. Él sabría evitarlo. Eiadh tendría que haberle hablado antes. El adulterio era algo terrible en esa pequeña comunidad. Elemak mismo había establecido esa ley en el desierto años antes. Eiadh no se había quejado porque estaba francamente contenta de no tenerlo cerca, con esas manos furibundas que habían lastimado a una criatura indefensa e inocente, esas manos que habían maltratado y aterrorizado a todos a bordo de la nave. Era mejor dormir sola y soñar con el único hombre verdadero que había conocido. Un hombre que una vez, cuando era un chiquillo, la había amado, o al menos había sentido atracción por ella. Un hombre que ahora ni siquiera la miraba con placer.
Con su pueril deseo por Nafai, jamás se le habría ocurrido que Vas no se quejaba del adulterio de Elemak y Sevet simplemente porque no sabía nada. ¿Cómo podía no saber? ¿Tan ciegos eran los hombres con las mujeres? ¿O se imaginaba que Sevet había dejado de sentir deseo sexual porque él había perdido su interés?
Habría un desastre y alguien moriría, estaba segura, pues nunca había visto semejante expresión de furia en el rostro de Vas. Había visto así a Elemak, pero Elemak estaba habituado a albergar esos sentimientos y contenerlos. Vas no tenía tanta práctica.
De camino a casa de Volemak, se cruzó con Mebbekew, que estaba despellejando una cabra que él mismo y un par de cavadores habían capturado mientras cazaban aquella mañana en las colinas.
—¿A qué tanta prisa? —preguntó él.
—Tal vez quieras venir a ayudar. Vas acaba de enterarse del adulterio de Sevet y creo que puede ser peligroso.
Por la palidez repentina de Meb, Eiadh supo que Sevet había permitido que más de un labriego arase en sus campos.
—De lo tuyo no —dijo Eiadh—. No sabe nada de ti.
—¿Quién más? —preguntó él, desconcertado. Eiadh se echó a reír.
—¿Todos los hombres son tan estúpidos como Vas y tú? Todos creéis poseer la luna, sólo porque nunca veis a nadie más mirándola.
Meb sonrió.
—Conque Vas se propone matar a Elemak —le dijo.
—Iré a ver a Volemak. Tenemos que detenerlo.
—Oh, estaré allí para ayudar, te lo aseguro. No me lo perdería por nada del mundo.
Pero Mebbekew no la siguió a casa de Volemak. En cambio, con el pesado mazo en la mano, trató de pensar adonde iría Vas primero. Al galpón de las herramientas, sin duda, a buscar un utensilio para descargar su violencia. Pelear a puño limpio, y menos si pensaba en vengarse, no iba con Vas. Conocía sus limitaciones. También Meb. Vas usaría algo afilado de mango largo. Y Meb tendría un mazo grande. Vas, siendo un hombre orgulloso, hablaría con su víctima, la llamaría por su nombre, se enfrentaría a ella. Meb, que no tenía el menor orgullo, atacaría por la espalda.
O aguardaría al acecho para tenderle una emboscada. Meb no se avergonzaba de ello. Sabía que en una pelea abierta no podía vérselas con ciertos rivales. La lucha no se contaba entre sus habilidades. Se proponía ser actor y, si existiera un verdadero Dios en vez de ese estúpido ordenador, todavía estaría en Basílica, en el escenario, conquistando la fama, conociendo nuevas mujeres y nuevos amigos todas las noches. En cambio estaba varado en esa aldea mugrienta, viviendo entre la roña y cubierto de sudor, polvo, lodo y picaduras de insectos, y ahora con un esposo muy enfadado. Supiéralo él o no, quizá Meb fuera el último hombre que había dormido con la esposa de Vas.
Irá a ver a Sevet. Irá a su casa.
Pero en casa de Vas no había nadie. Sevet no estaba. Se había ido con las mujeres. Sí. A dar clase. A esa hora del día enseñaba a los niños, como si la lectura aún tuviera importancia. ¿Qué iban a leer? ¿La última historia escrita por una rata en un agujero? Pero en ese momento eso le salvaba el pellejo a Sevet, así que para algo servía. Sevet era una amante muy agradecida. Y había adquirido cierta destreza en la flor de sus días, así que dormir con ella era un gran alivio después de la torpe, egoísta y pegajosa Dolya…
Lo cual no significaba que a Meb le molestara dormir con Dol cuando ella quería. Meb era joven, y ahora que Elemak ya no imponía la ley de adulterio, nadie parecía preocuparse salvo los adúlteros mismos. Eso era lo bueno de que la vigencia de las leyes dependiera de quienes creían en ellas. Ni siquiera sospecharían que las leyes se violaban, porque en sus mentes inocentes jamás se les habría ocurrido violarlas.
Si Vas no veía a Sevet, y si no sabía nada sobre Meb, buscaría a Elemak.
Eso significaba que se dirigía hacia la nave, donde Elemak estaría trabajando con el rehén.
Yendo hacia allá, Meb pasó frente a la casa de Obring y vio la puerta abierta, aunque Obring debía de estar durmiendo después de montar guardia la noche anterior y… ¿Era posible? ¿Vas seguiría resentido con Obring después de tantos años? ¿O Vas se imaginaba que Sevet se habría acostado de nuevo con Obring, después de esa grata velada en que Kokor los atacó? ¿O era sólo que el nuevo adulterio de su esposa reavivaba el recuerdo del viejo?
Aunque estuviera dormido, Obring no querría perderse la diversión y Meb prefería contar con la compañía de otro hombre, por si las dudas, aunque ese hombre fuera Obring y en consecuencia un cobarde poco de fiar. Yo también soy un cobarde poco de fiar, pensó Meb, así que no puedo reprochárselo.
Meb entró en la casa. Obring estaba echado en al cama, los ojos muy abiertos, las manos extendidas sobre la herida del pecho, aunque era dudoso que hubiera muerto a consecuencia de ésta. Lo había liquidado el profundo tajo en la garganta. Descargado limpiamente. La herida del pecho podía ser de un pico o un hacha. No de una azada, definitivamente. La herida de la garganta evidenciaba, sin embargo, que se trataba de una herramienta con filo. Una hoz. No. Un hacha. Suficiente filo para cortar la garganta, pero suficiente potencia para aplastar el pecho. Pobre Obring. Pobre de mí, si Vas decide desquitarse conmigo. ¿Un hacha contra un mazo? Tal vez sea mejor que espere la decisión de Padre. Que Nafai aparezca con su manto mágico y sacuda al pobre Vas con una descarga eléctrica.
¿Qué cuernos harán con un homicida?
Oyó gritos a cierta distancia, cerca de la casa de Volemak, pero los ignoró y se dirigió hacia la nave. Vas lleva prisa, y Elemak está esperando. ¿En qué cubierta tiene al cavador? Debí haber prestado más atención. Elemak se alegrará si llego a tiempo de salvarle la vida. Y si no llego, quizá pueda tenderle una pequeña emboscada a Vas. Si el homicida aparece convenientemente muerto, el problema de Padre quedará resuelto con elegancia.
Elemak y Fusum hacían un ejercicio de adiestramiento verbal, discutiendo. Elemak hablaba el idioma de los cavadores, Fusum procuraba dominar el lenguaje humano. Formaba parte del trato que habían hecho. Fusum enseñaría a Elemak los matices más sutiles de la lengua si podía entender lo que decían los humanos.
—No sois dioses —dijo Fusum—, así que vuestro idioma no es sagrado y no es pecado aprenderlo, ¿verdad?
Y Elemak había aceptado.
Fusum no era tan diestro ni tenía tanta práctica como Elemak en el aprendizaje de idiomas, y se había pasado la mañana resentido porque Elemak peroraba con elocuencia mientras él tartamudeaba respuestas rudimentarias. A veces soltaba un torrente de argumentos en su idioma natal, sólo para callar ante la sonrisa de superioridad de Elemak y volver a esforzarse con el lenguaje humano. Esos sonidos se parecían a los que emitían las reses del cielo. Animales. Eso decía Fusum, cuando se daba por vencido y rabiaba unos momentos.
Elemak disfrutaba.
Hasta que Vas apareció en la puerta, empuñando un hacha ensangrentada. Eso no figuraba en el orden del día de Elemak.
—¿Qué has hecho con ese hacha? —preguntó Elemak. Ese imbécil no habría matado a Sevet, ¿o sí? Ella debía de estar dando clase. No lo haría delante de los niños, ¿o sí? ¿Y quién se lo había contado? Después de tantos meses, ¿por qué se lo contaría ahora?
—De todos modos pensaba matarte —dijo Vas—. Porque hace años impediste que matara a Obring y Sevet. Nunca he olvidado cómo me humillaste, Elemak. Pero esto… dormir con Sevet. ¿Por qué no follaste con una hembra de cavador, si Eiadh no te recibía en su cama? Es tu estilo, ¿verdad Elemak? ¿Fornicar con alimañas indefensas?
Elemak le habló a Fusum en idioma cavador.
—No creo que puedas hacer nada para ayudar, ¿verdad?
—Habla en un idioma inteligible —exigió Vas.
—¿Qué? ¿No has estudiado el idioma de los cavadores como un buen chico? —preguntó Elemak.
Entretanto, Fusum había pensado cómo responder a la pregunta de Elemak en lenguaje humano.
—Me gustaría ayudarte, pero ese lunático tiene un hacha.
Vas lo miró fríamente.
—Muy buena decisión, niño rata. No me importaría dejar tus sesos desparramados por el suelo.
—En realidad —dijo Elemak, de nuevo en idioma cavador—:, te matará en cuanto me mate, y luego dirá que me atacaste con el hacha y que él luchó contigo, te la arrebató y te mató con ella.
Fusum lo miró ceñudo y respondió tercamente, en lenguaje humano para que Vas lo entendiera.
—El hacha está ensangrentada. Ya ha matado a alguien fuera de la nave.
—¿A quién has matado, Vas? —preguntó Elemak—. ¿A alguien que yo conozca?
—A Obring —respondió Vas—. Le he cortado la garganta. Después de destrozarle el corazón.
—Qué apropiado. Destrozar su corazón tal como él destrozó el tuyo —rió Elemak. No porque creyera que Vas no lo mataría. Al contrario, sabía que Vas lo intentaría, y como Elemak estaba en una posición de desventaja, sentado en el suelo sin nada donde apoyarse, tenía muchas probabilidades de conseguirlo. Vas lo tumbaría de un hachazo antes de que pudiera reaccionar.
—¿Te resulta gracioso? —preguntó Vas.
—Y triste, desde luego. Pobre Sevet. Cuando yo haya muerto, ella tendrá que volver a conformarse con tus torpes y ocasionales intentos de hacerle el amor.
—También a ella la mataré —dijo Vas.
—¿Y luego a quién? ¿A todos los demás, por ejemplo? Estás condenado, Vas. Debiste haber sido más listo. Debiste haber esperado un mejor momento.
—Ya he esperado demasiado.
—Debiste hacer que pareciera un accidente. Mejor aún, pudiste haber fingido que tratabas de salvarme la vida. Liquidarnos uno a uno, no a todos al mismo tiempo y con un hacha. Y estás manchado con la sangre de Obring. Muy torpe, Vas. Tendrán que matarte por esto. No podrán dejar suelto a un homicida.
—Tú morirás primero.
—Sin duda. Eso te hará sentir mucho mejor cuando ellos… ¿te estrangulen? ¿Te ahoguen? Tal vez Shedemei tenga alguna droga que te liquide sin dolor mientras duermes. Podrás soñar conmigo mientras exhalas el último aliento.
—No temo morir.
—Qué lástima —ironizó Elemak—. Porque yo sí. ¿Sabes por qué? Temo que haya vida después de la muerte. Temo que tenga que seguir viviendo, pero sin este cómodo cuerpo. ¿Y si me reencarno? ¿Y si regreso con un cuerpo como… el tuyo?
Dijo esto último tan despreciativamente como pudo. No surtió efecto.
—No lograrás hacerme actuar irreflexivamente —dijo Vas—. Sé que imaginas modos de arrebatarme el hacha antes de que te aplaste la cabeza. Pero ¿por qué voy a apuntar a la cabeza? Están tus piernas, extendidas como ramas de árbol. Puedo cortar una rama de cinco centímetros de un solo golpe. ¿Crees que podré hacer lo mismo con tu tobillo?
—No, no creo que puedas.
—¿Crees que podrás detenerme? ¿Sentado, tonto arrogante ?
—No tengo que detenerte —dijo Elemak.
—Qué bien. Porque no puedes.
—Pero Meb sí —puntualizó Elemak—. Está detrás de ti con un mazo enorme, y creo que planea hundirte la cabeza entre los hombros como si fuera un clavo.
Vas ni siquiera se molestó en darse la vuelta.
—Ya que invocas demonios para asustarme, ¿por qué no a Nafai? Es el único hombre de verdad que hay por aquí. No tengo miedo de Meb.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Elemak—. Meb sólo es de temer cuando está a tu espalda con un martillo. De lo contrario es mierda de cavador. Pero esto no funcionará, Meb. No puedes hundirle la cabeza entre los hombros. La cabeza de Vas es tan blanda que reventará como un melón. Se desparramará por toda la habitación.
—No fantasees con mi cabeza —dijo Vas—. Mejor despídete de tus piernas. Alzó el hacha.
—Si te sirve de consuelo —continuó Elemak—, Meb también ha dormido con Sevet.
Vas titubeó, sin mover el hacha, sin asestar el golpe. Elemak siguió hablando.
—Tu pobre esposa se siente tan sola que se conforma con cualquier cosa que parezca un hombre. Hasta con Meb, que no tiene agallas para atacarte por la espalda. ¿Qué es ese mazo, Meb? ¿Un remedio para la picazón del recto?
Meb lo miró con odio. Le irritaba que lo azuzaran de aquel modo, y Elemak lo sabía.
—Meb —dijo Elemak—, esgrime ese maldito trasto y termina de una vez.
Y así fue. Meb resultó tener más fuerza de lo que Elemak esperaba. Pero Elemak tenía razón en cuanto al desparramamiento. Fue realmente repulsivo, sobre todo cuando Vas cayó al suelo y Meb le siguió golpeando la cabeza, tres, cuatro, cinco veces, hasta que quedó convertida en pulpa con trozos de cerebro y hueso esparcidos por toda la habitación. Cuando Meb se calmó y vio lo que había hecho, vomitó, como si la cabeza de Vas hubiera estallado por voluntad propia y no porque él la hubiera golpeado. Pero Elemak no se preocupó mucho por Meb. Era Fusum quien lo fascinaba, pues recogía trozos de los sesos de Vas y se los comía.
—No te acostumbres demasiado a ese sabor, Fusum —dijo Elemak en idioma cavador.
—Son parecidos a los sesos de pécari —dijo Fusum—. Así que ya estoy bastante acostumbrado.
—Si alguna vez maltratas a un humano, Fusum, te haré pedazos.
—¿Incluso si es Nafai? —preguntó Fusum con socarronería.
Conque Fusum se había enterado de los conflictos existentes en la comunidad humana, aun cuando Nafai pasaba casi todo el tiempo en el desfiladero, tratando de enseñar agricultura a las reses del cielo.
—Especialmente si es a Nafai —dijo Elemak—. Él me pertenece.
Meb había dejado de vomitar.
—¿Qué has dicho? He oído que mencionabas a Nafai.
—Fusum y yo decíamos que es una lástima que la única cosa útil que has hecho y harás en tu vida se desperdiciara en Vas.
—¿Desperdiciara? —preguntó Meb—. ¿Mato a mi amigo para salvarte la vida y llamas a eso desperdicio?
—Yo lo habría detenido antes de que me tocara —dijo Elemak. No sabía si era cierto, pero estaba seguro de que Meb se lo creería—. Y en cuanto a tu amistad con Vas, no lloraré por ti. Todavía conservas el olor de Sevet. Estuviste anoche con ella, mientras Vas estaba de guardia.
—Eso demuestra que no sabes nada. Anoche no tuve tiempo para Sevet. Después de tantos meses de negarme, al fin accedí a acostarme con Eiadh…
No terminó la frase. Se encontró apoyado contra la pared con el mango del hacha en la garganta.
—Sé que es mentira —escupió Elemak—. Pero si sospechara que es verdad, terminarías rogándome que hiciera contigo lo que hiciste con Vas. Un final rápido sería demasiado bueno para ti, Meb.
—Bromeaba, idiota —se justificó Meb, cuando recobró el habla.
—No me hagas perder tiempo con tus disculpas —dijo Elemak—. Ahora tenemos que explicar la muerte de Vas a la gente que oigo subir por la escalerilla.
—¿Qué hay que explicar? —dijo Mebbekew—. Te he salvado la vida.
—¿Y por qué intentaba quitármela Vas? ¿Y por qué has demostrado tanto interés?
—El trataba de matarte porque follabas con su mujer. Y yo he demostrado tanto interés porque eres mi hermano mayor y te amo.
—¿Ésa es tu mejor actuación, Meb? —preguntó Eiadh, corriendo hacia ambos por el pasillo—. Tienes suerte de que hayamos dejado Basílica antes que te pusieras en ridículo tratando de actuar en público.
—Volemak, Oykib y Padarok la acompañaban, empuñando herramientas que habrían servido muy bien como armas si no hubieran estado en manos de almas tan mansas y apacibles—. ¿Qué es este desquicio? ¿Dónde está Vas? —Entonces vio el cuerpo tendido en el suelo, la cabeza triturada. Retrocedió—. ¿Qué has hecho? —jadeó.
—En realidad lo he hecho yo —le respondió Meb—. Justo cuando estaba a punto de cortarle el tobillo a Elemak.
Pero Eiadh no prestaba atención a Meb. Miró a Elemak fríamente.
—Este hombre ha muerto porque no pudiste vivir un mes sin llevarte a alguna mujer a la cama. Elemak sonrió.
—No es verdad. Mientras estuve casado contigo, amor mío, nunca hubo una mujer en mi cama.
—Eres realmente perverso —dijo Eiadh—. Te gusta destruir cosas. Y ni siquiera estás poseído por un mal inmenso, esa fuerza espectacular y arrasadora sobre la cual se escriben poemas épicos. No, tu corazón sólo alberga un mal chillón y mezquino.
—Di lo que quieras. Sé que te alegras de verme con vida.
—El segundo gran error de mi vida fue permitir que fueras padre de mis pobres e inocentes hijos.
—¿Y el primero? ¿Por qué no lo dices? Soy valiente, soy duro. Estoy cubierto con la sangre y los sesos de Vas. Puedo resistir cualquier cosa.
Eiadh sonrió, pues sabía que estaba a punto de decir lo más terrible que él podía oír.
—El primero fue no casarme con Nafai cuando noté que él estaba enamorado de mí en casa de Rasa. Me di cuenta de mi error mucho antes de casarme contigo, Elemak. Luego te acepté para permanecer cerca de Nafai. Rogaba que todos mis hijos fueran como él cuando crecieran, no como tú. Y cada vez que me hacías el amor, fingía que era él. Era lo único que podía hacer para no gritar su nombre.
—Ya basta —cortó Volemak—. Aquí han sucedido cosas terribles, y nos hacéis perder tiempo con una riña doméstica.
Elemak calló obedientemente y se sometió al interrogatorio de Volemak. Pero había oído las palabras de Eiadh. Las había oído, y las recordaría.
Encomendaron a Oykib que subiera por el desfiladero para informar sobre las muertes. Shedemei pudo haber usado los ordenadores de a bordo para contárselo a Issib a través del índice, pero Volemak insistió en que se hiciera en persona. La primera idea fue enviar a Chveya para que avisara a sus padres, pero como estaba a punto de dar a luz su primer hijo, eligieron a su esposo. Él no lo agradeció.
—No quisiera irme ahora —dijo—. Cuando se respira tanta violencia.
—Creo que las muertes han terminado —afirmó Volemak.
—¿Y si te equivocas?
—Sé práctico —dijo Zdorab—. Si Elemak no hizo nada cuando contaba con Obring y Vas, no hará nada ahora, cuando el único adulto que tiene es Meb. Las muertes han terminado.
—Las muertes no cesarán nunca —interrumpió Rasa— si se permite que el adulterio continúe impune.
—Yo diría —dijo Volemak— que el castigo por el adulterio ha quedado ampliamente demostrado.
—Yo diría que no —dijo Rasa—. Yo diría que tus dos hijos mayores son adúlteros confesos, y que su testimonio condena también a mis dos hijas.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Volemak—. ¿Sentenciarlos a muerte? ¿De los dieciséis adultos que iniciaron nuestra expedición, seis han de terminar muertos?
—¿Qué es peor, Volemak? ¿Seis muertos ahora, y la ley afianzada? ¿O dos muertos, y la ley muerta con ellos?
—Eres cruel, Madre —dijo Oykib—. La pena de muerte por adulterio era una medida para el desierto, no para la colonia.
—¿Acaso el adulterio es menos fatal para nuestra comunidad porque aquí tenemos arroyos y árboles? —preguntó Rasa—. Creo que te crié para razonar mejor, Oykib.
—Acabemos con esta discusión —pidió Volemak—. Oykib debe viajar al desfiladero para comunicar la noticia.
—Creo que debería llevarse con él a Eiadh —señaló Rasa.
Los otros la miraron como si hubiera perdido el juicio.
—¿Después de lo que le ha dicho a Elemak? —preguntó Oykib—. ¿Quieres firmar su sentencia de muerte?
—¿Crees que es mejor dejarla aquí? —preguntó Rasa.
—Sí —afirmó Volemak—. Si la enviamos allí donde está Nafai, Elemak lo interpretará como la prueba de una relación entre ambos, algo que nunca ha existido. Rasa, ¿estás empeñada en empeorar las cosas?
Rasa se enfureció.
—Estoy empeñada en mejorar las cosas para muchos años, pero tú pareces empeñado en mejorarlas por el momento a costa del futuro.
Salió airadamente de la biblioteca. Volemak suspiró.
—Todo dirigente tiene sus críticos —dijo—. Habitualmente, sin embargo, no tiene que dormir con ellos.
—Ella tiene razón en todo lo que dice —señaló Shedemei—. Pero tú también tienes razón en todo lo que has decidido.
Volemak rió irónicamente:
—A veces, Shedemei, las medias tintas son inaceptables.
—No es cuestión de medias tintas. Tú tienes razón en el sentido de que en este momento sólo puedes tomar la decisión que has tomado. Pero ella tiene razón en cuanto a las consecuencias. Sevet y Kokor seguirán durmiendo con Elemak y Mebbekew y, por lo que sabemos, con cada cavador fogoso que pase por sus casas. Elemak y Mebbekew seguirán traicionando a sus esposas y odiando a las mismas mujeres que perjudican.
—¿Y qué debo hacer al respecto? —preguntó Volemak.
—Nada —contestó Shedemei—. Nada salvo presenciar cómo se desintegra nuestro orden social.
—A veces eres excesivamente científica, tía Shedya —dijo Oykib.
—En absoluto —dijo Shedemei—. No olvides que mis hijos han de vivir en el nuevo orden social que hemos creado aquí. Si te fijas, esto señala el momento del triunfo de Elemak sobre su padre. A pesar del juramento, a pesar de las muchas derrotas de Elemak, al fin ha logrado desbaratar la obra de su padre. Ahora vivimos en una sociedad a lo Elemak, porque los demás no tenemos la frialdad de corazón suficiente para imponer la ley y condenarlo a muerte.
—Es verdad —dijo Volemak—. Los demás no tenemos esa frialdad de corazón. ¿Tú la tienes?
—No —convino Shedemei—. Como he dicho, tu decisión es la única posible, aunque sea desastrosa. Ahora dejemos que Oykib se ponga en camino mientras los demás preparamos los cuerpos para cremarlos. En cuanto a mí, tengo que limpiar una habitación muy sucia.
Oykib se levantó.
—Iré montaña arriba, pero no me gusta dejar a Chveya en semejantes circunstancias.
—Estaré bien —lo tranquilizó Chveya.
—Lo que me preocupa no tiene que ver con Elemak, Mebbekew, el adulterio y todo eso —dijo Oykib.
—¿ Qué te preocupa, entonces ? —preguntó Volemak—. Siempre me alegra conocer otra novedad que me impedirá conciliar el sueño por la noche.
—Fusum ha visto morir a Vas.
—Nunca hemos fingido ser inmortales —dijo Volemak.
Oykib sacudió la cabeza.
—Fusum ha visto morir a Vas. Algún día todos convendremos en que eso ha sido lo peor de lo sucedido hoy.
Se fue a casa a envolver pan para el viaje. Ahora se subía al desfiladero por un sendero, que se convertía en carretera a medida que limpiaban los matorrales y usaban picos y azadas para alisar los lugares más intransitables. Eran sólo dos horas hasta el paso de la cima, y luego otra hora por el bosque hasta la aldea.
Los últimos meses ésta había sufrido muchas transformaciones, mientras Nafai y los demás trabajaban con los ángeles para enseñarles modos de mejorar su vida. Si antes los ángeles conocían la posición de cada planta útil en veinte kilómetros a la redonda, ahora habían talado suficientes árboles para preparar un campo donde el ñame y la mandioca, los melones y el maíz, crecían al sol. Si antes los ángeles impedían que los herbívoros llegaran a sus plantas y los depredadores a sus casas poniendo trampas en cada sendero de su territorio, ahora tenían una cerca en torno a los campos, y sus pavos y cabras permanecían en corrales por la noche. Los ángeles ya podían producir suficientes alimentos para abastecer al doble de su población actual, y casi todo el excedente podía almacenarse.
Pero la agrícola no era la única revolución. Los ángeles parecían dispuestos a emular a los humanos en todo. Muchos habían construido casas en el suelo, como las de los humanos, aunque no tenían fuerza para construir edificios resistentes y el primer vendaval tumbaba las casas. Ellos lo sabían, y cuando había mal tiempo aún dormían colgados de las ramas de los árboles. Pero para ellos era importante tener una casa de estilo humano, y Nafai había desistido de tratar de disuadirlos.
Oykib encontró a Nyef y Hushidh trabajando con los ángeles que fabricaban herramientas.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hushidh al instante—. ¿Quién ha muerto?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Oykib.
—Tu semblante. Tu temor a hablarnos.
—¿Es Padre? —quiso saber Nafai. Era la pregunta más oportuna. Cuando Volemak muriese, todo cambiaría.
—No es Padre —le dijo Oykib—. Vas mató a Obring, al parecer en venganza por lo que sucedió entre él y Sevet en Basílica. Y cuando fue a matar a Elemak por infidelidades más recientes, Meb lo mató por la espalda.
—¿Elemak no mató a nadie?
—Pudo hacerlo, pero no tuvo la oportunidad —respondió Oykib—. Otra cosa, Fusum estaba presente cuando Mebbekew mató a Vas. Sucedió ante sus propios ojos. Con el mazo que Meb usaba para estirar nuestras pieles.
—¿Y cómo mató Vas a Obring?
—Un hachazo en el pecho y otro en la garganta. ¿Qué importa ahora?
—Importa, porque los cavadores han aprendido cómo matarnos —dijo Nafai. Oykib sonrió sombríamente.
—Eso mismo he pensado yo.
—Esto no es todo lo que has venido a contarnos —señaló Hushidh.
—No —dijo Oykib. Y les contó lo que Eiadh le había dicho a Elemak: que había estado enamorada de Nafai mientras estuvo casada con Elemak, que quería que sus hijos llegaran a ser como Nafai.
—Habría ahorrado tiempo cortándome la garganta —comentó Nafai.
—Y luego suicidándose —añadió Hushidh—. Para Elemak es como si los dos hubierais cometido adulterio. Y nadie odia el adulterio ajeno más que un adúltero.
—Es curioso cómo han cambiado las cosas en tan pocos años —dijo pensativo Nafai—. En Basílica, Eiadh simplemente no habría renovado el contrato de Elemak, y Sevet y Kokor irían por su sexto o décimo marido, y nadie hubiera muerto por ello.
—¿Crees que era más civilizado? —preguntó Hushidh—. Bajo la superficie alentaba la misma furia, el mismo anhelo de tener esposos leales. Obring no murió por algo que hizo en el desierto. Murió por lo que hizo en la ciudad.
—Pero no murió en la ciudad —dijo Nafai—. No importa. Si los cavadores saben que es posible matar a los humanos, será mejor contar esta historia a los ángeles. Por suerte aquí nunca he fingido ser un dios, así que les sorprenderá menos. Bajaremos a la aldea para el funeral, y llevaremos algunos ángeles con nosotros. Es preciso que vean un cuerpo humano consumiéndose en las llamas.
—Tal vez no sea una lección muy edificante —comentó Hushidh.
—¿Por qué? —preguntó Nafai—. ¿Crees que hay ángeles que en secreto ansían matar a los humanos?
—En absoluto —dijo Hushidh—. Pero creo que algunos ángeles cuentan con que nosotros impediremos que los cavadores vengan a robar a sus niños para comérselos y fabricar pedestales con sus huesos. No les resultará alentador ver que pueden destruirnos y matarnos.
—Sobre todo del modo en que murió Vas —añadió Oykib. Le insistieron para que describiera todos los detalles, y luego se arrepintieron de haberlo hecho.
—No vendrá mal que los ángeles conozcan nuestra debilidad —dijo Nafai—. Deben confiar en sus propias fuerzas y en el cuidado y la sabiduría del Guardián de la Tierra.
—¿El Guardián? ¿Sabían algo sobre él?
—No lo conocían por ese nombre, hasta que nosotros se lo enseñamos —dijo Nafai—. Pero siempre ha habido soñantes entre ellos. Y Luet ha encontrado a varios que pueden caer en trance, como ella cuando era vidente en Basílica. El Guardián les habla. Y yo estoy tratando de encontrar armas que les permitan defenderse de los cavadores, si estalla una guerra.
—¿No crees que podamos mantener la paz entre ellos? —preguntó Oykib.
—No creo que podamos mantener la paz entre nosotros —precisó Nafai—. Estas dos primeras muertes son la prueba de ello.
—¿Está muy mal por mi parte pensar que no echaré de menos a Obring? —dijo Hushidh.
—Lo contrario sería sorprendente —respondió Nafai—. Pero creo que Vas pretendía ser un buen hombre.
Oykib resopló.
—De haberlo querido, lo habría sido, Nafai. La gente es lo que quiere ser.
—Qué visión tan poco caritativa —dijo Hushidh—. Por tu modo de hablar, cualquiera diría que las personas son responsables de su propia conducta.
—¿Y no lo son? —preguntó Oykib.
—¿Nunca has visto a un niño de tres años cuando comete un error? Mira a los niños y adultos que tiene alrededor y les grita: «¡Mira lo que me has hecho hacer!» Así es el universo moral donde siempre vivieron Vas y Obring, y también Sevet y Kokor.
En el funeral, Kokor miraba furtivamente a Sevet, copiando cada una de sus lágrimas y sus suspiros. No dejaré que esa vieja zorra obtenga más ventaja que yo con su viudez, pensó Kokor. A fin de cuentas, su esposo mató al mío. Ella lo arrastró a eso, pues fue tan torpe que se dejó descubrir. Yo dormí con Elemak aun antes del viaje a la Tierra, y nadie se enteró. Sevet tiene la costumbre de dejarse sorprender en sus enredos. Tal vez eso desea. Tal vez se excita al ver cómo la gente se revuelca en un frenesí de congoja y cólera cuando se entera de lo que ha hecho y con quién.
Desde luego conmigo funcionó, allá en Basílica. Logró encolerizarme, vaya que sí. Y luego se hizo la víctima durante años, sin volver a cantar a pesar de que recobró la voz al cabo de un año. Siempre restregándome su silencio musical cuando Madre la miraba y recordaba cómo cantaba antes el Sueño de amor de Sogliadatai o La muerte del gorrión envenenado.
Encendieron las piras funerarias, y los ángeles que los rodeaban se pusieron a chillar como condenados. Criaturas detestables. ¿Qué sabían ellas del dolor?
Pero su canto —si eso era— dio a Kokor una idea, y la puso en práctica de inmediato. La muerte del gorrión envenenado había sido la canción de batalla de Sevet, y sería perfectamente apropiada para la ocasión, aunque en realidad no hablaba de un funeral sino del final de un bello aunque imposible idilio. Y uno de los mejores arreglos de la canción consistía en un dúo entre Sevet y una flauta. Kokor lo había escuchado una y otra vez, había estudiado la canción de todo corazón, pero nunca se había atrevido a cantarla en público por la obvia razón de que parecería que envidiaba a su hermana e intentaba competir con ella. Pero conocía cada nota. Y pensándolo bien, también recordaba cada nota de la parte de la flauta.
Así que se puso a cantar, sin palabras, elevando la voz con las notas de la flauta. Su voz no alcanzaba la altura del sonido de la flauta, pero Sevet ya no tendría el mismo registro que cuando era joven, sobre todo sin práctica. Una vez que se puso a cantar, Kokor ni siquiera se atrevió a mirar a Sevet, pues de lo contrario parecería que quería provocarla en vez de expresar la congoja que sentía al ver arder el cuerpo de su esposo.
Cantó toda la parte de flauta y Sevet no intervino. Pero por el silencio de los demás —aun los ángeles callaron al oírla—, Kokor notó que había escogido la actitud apropiada, y que por una vez los demás la aprobaban e incluso se lo agradecían. Y cuando comenzó de nuevo la parte de flauta, Sevet intervino al fin, cantando la melodía. La extrañeza de la melodía que había entonado Kokor comenzó a cobrar sentido en consonancia con la voz de Sevet. Y la letra que cantó Sevet arrancó lágrimas a la gente de un modo que la muerte de hombres tan indignos como Obring y Vas nunca hubiese logrado. La gente lloraba cuando ella la cantaba en los teatros, cuando nadie había muerto. ¿Cómo podía contener las lágrimas aquí, cuando sentía el olor de la carne asada en las narices y los hijos de Obring y Vas lloraban a moco tendido porque sus indignos e infieles padres eran caca de cavador?
A Kokor le encantaba el modo en que su voz armonizaba con la de Sevet. Pues la de Sevet había cambiado, había ganado en riqueza y adquirido madurez, pero la de Kokor había conservado la melodiosa simplicidad y pureza de la juventud. Esta vez Kokor no necesitaba tratar de imitar a Sevet, ni Sevet lamentar la similitud entre ambas. Emitían sonidos diferentes que juntos podían ser bellos.
Cuando terminó la canción, el gesto apropiado era obvio, y Sevet no le falló. Ambas extendieron las manos y se abrazaron llorando. Kokor disfrutó al oír el suspiro colectivo de los presentes. ¡Las hermanas se reconciliaban al fin! Se imaginó a Madre cogiendo la mano de Volemak, y a Volemak susurrándole después: Ojalá mis hijos varones pudieran hacer las paces como han hecho tus hijas.
En medio de aquel abrazo de pesadumbre y perdón, Sevet susurró al oído de Kokor:
—Ahora seré la amante de Elemak, hermanita, así que no intentes detenerme.
A lo cual Kokor respondió con un susurro:
—También yo. Creo que tiene virilidad suficiente para las dos, ¿no te parece?
—¿Compartirlo a partes iguales? —murmuró Sevet.
—Te apuesto a que le daré un hijo antes que tú —susurró Kokor. Claro que no tenía la menor intención de darle un hijo, pero sería magnífico que Sevet lo hiciera. Ya era madre de tres hijos, y así se estropearía aún más el cuerpo. Que esta pobre zorra se crea que compito por parir un bastardo de Elya. Yo la dejaré «ganar» y me quedaré con la auténtica victoria, que es mi cuerpo juvenil a pesar de que Obring ya me haya embarazado cinco veces. Si es que los cinco eran realmente suyos.
Se separaron y se apartaron un poco.
—Oh, Kokor —dijo Sevet—. Hermana mía. Y rompió a llorar nuevamente. Maldición. Aquello sería difícil de superar. Kokor extendió la mano y cogió una lágrima de la mejilla de Sevet, alzó el dedo húmedo.
—Nunca más te haré derramar otra lágrima, Sevya.
El suspiro de los demás era todo el aplauso que Kokor necesitaba. Te gano de nuevo, Sevet. Simplemente no puedes conmigo.
Fusum aprendió dos cosas con la muerte de Obring y Vas.
Primero, comprobó que los humanos eran mortales, y que era posible matarlos si uno aplicaba suficiente fuerza usando el arma adecuada del modo atinado. No planeaba usar esta información de inmediato, pero pensaba reflexionar sobre ella en los meses y años venideros.
Segundo, aprendió que la muerte era un recurso poderoso que no debía desperdiciarse. Había que matar a la persona indicada en el momento indicado, y siempre para lograr un propósito importante. Por eso, cuando al fin lo consideraron rehabilitado y lo devolvieron a su pueblo, decidió trabar amistad con Nen. Siendo el mayor y con más talento de los hijos de Emeezem y Mufruzhuuzh, la madre profunda y el rey de guerra, Nen era la esperanza dorada de la próxima generación. Hablaba el idioma humano con la misma fluidez que Fusum, pues lo había aprendido en compañía de Oykib, y cuando Emeezem y Mufruzhuuzh obligaron al padre de Fusum, el rey de sangre Shosseemem, a decretar junto con ellos la prohibición de secuestrar y comer crías de reses del cielo, fue Nen quien derribó el pedestal de huesos donde antes reposaba el Dios Intacto. Fue Nen quien proclamó:
—Que una amistad eterna una a nuestro pueblo con el pueblo del cielo.
Fusum había aplaudido con todos los demás ese día. Y trabajó con empeño para ganarse un lugar al lado de Nen, como su amigo de mayor confianza.
Un día salieron a cazar juntos, llevando la tradicional lanza de punta de piedra en una mano, un garrote nudoso en la otra. Seguían un pécari entre las matas, tan de cerca que oían sus gruñidos, cuando Fusum vio su oportunidad. Una pantera acechaba también al pécari, pero todos sabían que las panteras se contentaban con comer la carne que hubiera a mano, siempre que fuese carne viviente. Así que el primer golpe de Fusum no fue un golpe fatal. Nen cayó como una piedra, se apoyó en los codos gimiendo. Fusum ni siquiera tuvo que arrojar una piedra para llamar la atención de la pantera. La fiera saltó sobre Nen y le desgarró la garganta de un zarpazo. Entonces Fusum atacó. Clavó la lanza en el flanco de la pantera, bajo las costillas, encontró el corazón. Soy bueno en esto, pensó Fusum. Luego asestó un garrotazo en la cabeza de la pantera, una y otra vez, para que nadie pensara en buscar rastros de la sangre, el pelo y el olor de Nen en su garrote.
Poco después llegó tambaleándose y llorando a la ciudad de los cavadores, sollozando de pesadumbre por la muerte de su amigo Nen, culpándose por haberle fallado al prometedor y hermoso joven.
—¡Jamás fue un hombre peor amigo que yo! —exclamó—. ¡Matadme, os lo suplico! No quiero vivir con la muerte de Nen en mis manos.
Pero cuando encontraron el cuerpo, los hombres de la ciudad eximieron a Fusum de toda culpa, y la historia de su gran congoja por la muerte de su amado amigo se propagó entre la población. Así, parte de la gloria de Nen pasó a Fusum, y muchos comenzaron a considerarlo la esperanza del futuro, ahora que Nen había muerto.
Nafai no sabía si el sueño venía del Guardián, del Alma Suprema o de sus propias preocupaciones. Tal vez sólo fuera que comprendía que en todas las enseñanzas a los ángeles y los cavadores, en todas las enseñanzas a sus propios hijos, lo más importante que podían ofrecerles era una razón convincente para aprender a leer y escribir.
¿Para qué servía? ¿Mejoraba las cosechas? ¿Mantenía los rebaños en sus corrales por la noche? ¿Ahuyentaba a los depredadores? ¿Impedía que enfermaran los niños?
Cuando habló de ello con Luet, ella no parecía preocupada.
—Nyet, aquí no estamos recreando Basílica. No podemos. La próxima generación carecerá de muchas cosas. Tenemos que enseñarles qué hierbas curan infecciones y enfermedades. Tenemos que enseñarles principios de higiene, para que no contaminen su provisión de agua. Tenemos que…
—Tenemos que conservar la humanidad de nuestra gente.
—No es la escritura lo que nos hace humanos.
—¿No? ¿Y entonces qué?
—Los cavadores y los ángeles son inteligentes. Son personas. Pero no saben leer ni escribir.
Ese argumento parecía irrefutable, y con su actitud Luet sugería que no valía la pena preocuparse. Pero ellos habían enseñado a sus hijos a leer y escribir. Incluso habían corrido un gran riesgo durante la travesía, enseñándoles a usar ordenadores, permitiéndoles examinar millones de volúmenes de cultura e historia humana, y todo se perdería en una generación.
Y la próxima generación ya estaba allí. En los cinco años transcurridos desde el descenso, la generación de Chveya y Oykib había fundado nuevas familias. Sus hijos crecían. ¿Y habría una escuela para ellos cuando tuvieran seis, siete u ocho años? No, se pondrían a trabajar, aprendiendo todo lo necesario para sobrevivir. Junto con los cavadores y los ángeles en los campos, buscando alimentos en el bosque, construyendo cercas y paredes, plantando y cosechando, curtiendo pieles y trabajando el cuero, cardando lana y tejiendo telas. ¿En qué momento de estas actividades era preciso leer algo? En la nave se habían preparado para una nueva vida, aprendiendo de antemano lo que necesitarían para subsistir en un nuevo mundo. Ahora estaban en ese mundo, y la nueva generación aprendía de los adultos, no de los libros.
Y eso estaba bien. No perjudicaba a nadie. Se enseñaban las cosas necesarias para la supervivencia. ¿Qué más se necesitaba?
Pero Nafai no podía superar su preocupación. En los cuarenta millones de años de la historia de Armonía, los seres humanos habían sabido leer y escribir. Los idiomas variaban y cambiaban con el transcurso de los siglos y de un lugar a otro. Pero había escritura. Se podía recobrar el pasado para aprender de él.
La escritura permitía que una comunidad conservara su memoria al margen de los individuos que estaban vivos y presentes en un momento dado.
¿Cuánto pasará hasta que se olviden de mí, de Luet, de Padre, Madre y de todos nosotros?
Nafai se rió de sí mismo por la vanidad de pretender que la gente se tomara el trabajo de leer y escribir para recordar que él había vivido una vez. Al cabo de diez generaciones a nadie le importaría.
Había tenido el sueño al comienzo del sexto año. Vio a un hombre que gobernaba una gran nación de ángeles y humanos cuyos labrantíos se extendían a ambos lados de un gran río, kilómetro tras kilómetro, hasta donde alcanzaba la vista. Volaban ángeles, y cabras y perros tiraban de carretas y trineos por las carreteras. Por los ríos navegaban barcos, algunos tripulados por ángeles, otros por cavadores. Y en torres que se elevaban por encima de los árboles más altos, los vigías montaban guardia para impedir que el enemigo los pillara desprevenidos.
El hombre que dirigía aquella gran nación estaba fatigado y atemorizado. Lo acuciaban enemigos llegados de todas partes, y en la nación misma las facciones amenazaban con desbaratar el tejido social. Ciudades que antaño habían sido independientes olvidaban que cuando lo eran también padecían hambre. Gentes cuyos antepasados habían sido monarcas olvidaban que esos monarcas habían sido exterminados por enemigos y que su pueblo sólo sobrevivía porque había aceptado la protección de aquella gran nación. Los buscadores de fortuna actuaban sin escrúpulos, conspirando y engañando, atropellando y matando para eliminar a sus rivales. Era una hermosa tierra, pero la lucha para conservarla se recrudecía cada año, y el hombre desesperaba.
En su soledad y temor, entró en su pequeña casa y abrió una caja que mantenía oculta en un recipiente para maíz seco. En la caja encontró un grueso montón de plantas de metal sujetas con argollas también de metal. Era un libro, comprendió Nafai, pues había escritura grabada en el metal, y el hombre lo abría y volvía las páginas.
Sin saber cómo, Nafai supo qué decían las palabras, qué veía el hombre mentalmente mientras leía. El hombre leía la historia de Volemak viendo una columna de fuego en una roca del desierto y regresando a Basílica para advertir de que la ciudad sería destruida. La historia de Nafai y sus hermanos retornando a la ciudad en busca del índice. El hombre asentía al ver a Nafai junto al cadáver de Gaballufix. A veces quienes se ocupaban de una comunidad debían actuar contra un individuo. Un buen hombre procuraba evitar tales extremos, pero si la gente necesitaba que fuera implacable lo era, no se acobardaba; actuaba por su propia mano y abiertamente.
De mí aprendió esto, pensó Nafai, y luego comprendió que era él quien confeccionaba el libro y escribía la historia de su vida, de la vida y los actos de toda la gente de su comunidad, sus malos actos y sus hazañas, sus tiempos de duda y sus asombrosos logros. Y ese hombre, ese monarca, miraba el libro y hallaba en él historias que lo guiaban, aportándole una sabiduría que afianzaba su determinación, infundiéndole un amor que lo movía a la compasión, unas esperanzas que le inspiraban actos nobles aunque las esperanzas mismas no se concretaran.
Nafai se despertó y pensó: Este sueño era tan claro que debe venir del Alma Suprema. O tal vez del Guardián de la Tierra.
Y luego pensó: Este sueño concuerda tanto con mi deseo de conservar la lectura y la escritura entre estas gentes que bien podría ser producto de mi propio anhelo.
Pero ¿de dónde venía ese anhelo? ¿Por qué ansiaba tanto conservar el lenguaje escrito para sus descendientes? ¿No podían esos deseos provenir del Guardián?
No, pensó. Esos deseos provienen de mi recuerdo del cadáver de Gaballufix. Lo maté para quitarle el índice. ¿Y para qué era el índice? Era mi acceso —nuestro acceso— al vasto acopio de conocimientos que había en la nave estelar que nos trajo aquí. Era la clave de todo lo que sabía el Alma Suprema. ¿Qué habría significado para nosotros si no hubiéramos sabido leer y escribir? Para un pueblo analfabeto, el índice no habría valido nada y ningún hombre habría tenido que morir para que Nafai lo consiguiera. Tengo un sueño que justifica mis propios actos.
Pero aunque descalificara el sueño, seguiría su sugerencia.
Sin dar explicaciones, se despidió de Volemak y Luet y viajó en la lanzadera de la nave hasta donde los mapas indicaban que se podía encontrar oro. Se trataba de una veta rica que los grandes plegamientos y conmociones de los últimos cuarenta millones de años habían empujado hacia la superficie de la tierra. Nafai disponía de las herramientas para metales de la nave, y en dos días de labor solitaria logró extraer varios kilos de oro macizo del filón expuesto en la ladera. Pasó un día refinándolo. Luego lo aplanó, sin aleaciones; obtuvo planchas lisas usando como yunque la imperturbable superficie de metal de la lanzadera. Las planchas eran delgadas, pero el conjunto resultó muy pesado. Tardó tres días en fabricar las planchas de oro, y en ese tiempo sólo se distrajo para recoger la comida que podía encontrar. Tenía hambre, pero el trabajo que realizaba le importaba más que la comida.
En sus primeros intentos descubrió que era engorroso trazar a mano, en oro, las curvas ondulantes del alfabeto que se había usado durante tantos milenios en Armonía. Tuvo que buscar formas más cuadradas para las letras sin que se confundieran unas con otras. Además, algunas grafías eran demasiado complejas y se necesitaban demasiadas letras para representar los sonidos. Las modificó, inventando cinco letras nuevas para representar sonidos que antes requerían dos caracteres cada uno. El resultado fue una síntesis del idioma escrito, y al escribir sintetizaba aún más, usando sólo un par de caracteres para representar las palabras más comunes.
Se preguntó cómo se atrevía a modificar así el lenguaje. ¿Quién iba a comprenderlo?
Obviamente, la única gente capaz de comprenderlo sería aquella a quien él enseñara a leer y escribir y que por tanto conociera el significado de los símbolos. Por otra parte, cualquiera que hubiera aprendido a leer los signos que tallaba en el oro decodifica-ría la mayoría de las letras que se usaban en la lengua de Armonía, la lengua de la biblioteca del ordenador de la nave. Mientras el idioma no cambiara, Nafai no privaría a sus descendientes de su patrimonio literario, si alguna vez tenían la oportunidad de recobrarlo.
Oro. Qué apropiado, para el tesoro en que esperaba que se convirtiera aquel libro. Pero no escogió el oro por su valor de trueque, sino por la misma razón que lo habían usado para acuñar moneda la mayoría de las culturas de la historia humana. Era blando, maleable, aunque no tanto como para deformarse, y no se corroía ni se corrompía, no se manchaba ni se degradaba. Mucho después de la muerte de Nafai, las letras seguirían en las páginas del libro de metal.
Puso las planchas en la lanzadera, junto con el oro sobrante, y voló a casa. Cuando guardó la lanzadera en la nave, no explicó adonde había ido ni qué había hecho. No se proponía engañar a nadie, ni era por falta de confianza en sus padres, Luet o los demás. Pero le daba reparo contarlo. Pensarían que era una necedad.
No, no lo era. En absoluto. Mientras trabajaba a la luz de la lámpara y la mecha chisporroteaba en el sebo derretido del tazón de arcilla, Nafai sentía el poder de su obra. Estoy proyectando hacia el futuro mi persona y mi visión de lo que nos ha sucedido. Algún día la única versión de estos hechos que conocerá la gente será la que yo habré escrito. Nuestros descendientes nos verán a través de mis ojos. Así que seré yo quien viva en su recuerdo. Seré yo quien susurre al oído del gran dirigente, si alguna vez existe, si este libro sobrevive, si hay en él algo de sabiduría.
La escritura de estas páginas de oro me convierte en inmortal. Cuando todos los demás hayan muerto, yo seguiré vivo. Por eso guardo este secreto, por eso lo retengo. Es algo desalmado y egoísta por mi parte.
(No, no lo es.)
Conozco mi corazón. No me avergüenza admitir que mis motivos son impuros.
(Estás realizando un acto generoso. Brindas a tus hijos de dentro de ciento veinte generaciones un conocimiento del pasado. Un conocimiento de por qué los humanos, los cavadores y los ángeles viven juntos en este lugar.)
¿Y si Elemak escribiera este libro? Sería una versión muy diferente, ¿verdad?
(Estaría plagada de mentiras.)
Un narrador distorsiona inevitablemente la historia que narra. Sin saberlo, también yo miento al dar a los acontecimientos la forma que tiene sentido para mí. Cualquier otro lo escribiría de otra manera. Mi enfoque no es necesariamente el mejor.
(Lo que estás creando será tratado como un objeto sagrado, un símbolo de autoridad, que se legará de generación en generación. Como el índice. Duró cuarenta millones de años.)
Nafai rió en silencio, tratando de no despertar a Luet ni a sus tres hijos más pequeños, nacidos desde que vivían en la aldea de los ángeles, o a los mellizos, que dormían en el altillo, soñando con nuevas travesuras o nuevos accidentes que sufrir para mantener a sus padres continuamente en vilo.
(Te ríes, pero sabes que digo la verdad.)
Bien, Alma Suprema, ¿entonces fuiste tú quien me envió el sueño?
(No.)
¿El Guardián?
(Sabes que ignoro lo que hace el Guardián.)
¿Entonces no podría ser la fantasía personal de un hombre que está llegando a la madurez y siente en la nuca el hálito de su futura muerte?
(Si así fuera, eso no impide que sea un acto de sabiduría. Un gran regalo para el futuro.)
Tendré que enseñar a alguien a leer mis caracteres. Tendré que dárselo a alguien para que se lo legue al futuro.
(Encontrarás a alguien. Tal vez alguien que ahora es pequeño. Cuando llegue el momento, sabrás a quién darle el libro.)
Lo contaré todo. Si leen esto, mis hijos dirán: ¿Por qué no se calló? ¿Por qué no dejó a todos en paz? Conocerán mis errores y me despreciarán.
(¿Y qué? Estarás muerto.)
Y si Elemak lee esto, me matará y destruirá el libro. Lo sabes.
(Yo sugeriría que no se lo enseñes a él.)
Ni a nadie. Las horas que le dedico… ¿las he desperdiciado?
(¿Qué opinas tú?)
Nafai no tenía respuesta. Pero seguía escribiendo. Escribiendo sin cesar, y su escritura era cada vez más diminuta y compacta, y cada vez cabían más palabras en las páginas. Su narración era cada vez más concisa.
¿Qué escribía? Al principio era un relato muy personal, una crónica de sus días en Basílica tal como él los recordaba, del viaje por el desierto, del hallazgo del puerto estelar de Vusadka. Pero cuando la historia llegaba a la Tierra, se volvía mucho más general. Las cosas que habían aprendido sobre los cavadores y los ángeles, consignadas según el orden en que las descubrieron o las dedujeron. Los resultados de los viajes de Zdorab en la lanzadera de la nave, cuando trazaba mapas y traía muestras de la fauna y la flora para que Shedemei las estudiara. La cultura de los ángeles y los cavadores, y el modo en que reaccionaban ante las innovaciones culturales que introducían los humanos. Las tendencias políticas a medida que ambas comunidades luchaban para afrontar la destrucción de sus dioses y de su equilibrio.
Pues los viejos dioses eran destruidos. Es imposible convivir con los dioses y seguir creyendo en ellos, reflexionó Nafai. Y aunque después de las crisis iniciales Nafai les había explicado que Volemak y él nunca habían sido dioses, que sus poderes derivaban de su tecnología y sus conocimientos, que ni siquiera podían reconstruir las máquinas más sencillas de la nave estelar, notaba que a muchos les disgustaba enterarse. Sobre todo a Emeezem. Cuando Nafai le explicó que la estatua de arcilla que ella había adorado y guardado prácticamente toda su vida era sólo el notable producto del talento de un ángel llamado Kiti, ella no se lo agradeció. Reaccionó como si la hubiera abofeteado.
—¿Entonces debo destruir la estatua? —preguntó amargamente.
—¿Destruir una obra tan exquisita? ¿Destruir algo que contribuyó a convertirte en la noble dirigente que eres ahora?
Pero esa alabanza no la aplacó, pues le sonaba a adulación, aunque era justa y sincera. El golpe más cruel fue que Nafai se negara a que lo adorara. Nafai notó su abatimiento, y aunque Emeezem siguió viviendo y dirigiendo a su pueblo con sabiduría y firmeza, había perdido el corazón. No sólo había perdido la fe, sino la esperanza.
Para los ángeles era más fácil. Como la ira de Elemak había representado su primer contacto con los humanos, les aliviaba saber que no eran dioses. Pero los humanos conocían tantos secretos, y su saber había salvado tantas vidas y mejorado tanto la salud, que persistía un elemento de adoración en su relación, y en consecuencia había decepción y desilusión cuando un humano fallaba en una tarea, daba malos consejos o predecía erróneamente un resultado.
Mientras escribía sobre ello, Nafai comprendió que la gente —cavadores, ángeles y humanos por igual— necesitaba a alguien en quien depositar sus esperanzas de sabiduría y virtud. Todos tenían que empezar a pensar en el Guardián de la Tierra como el único ser infalible.
Nafai no estaba tan seguro de que así fuera. Nunca oía la voz del Guardián con la claridad con que oía al Alma Suprema. Nunca sabía si oía la voz o veía los sueños del Guardián de la Tierra. Tampoco sabía qué era el Guardián. Evidentemente era real. No había otra explicación para esa estatua de rostro idéntico al de Nafai, tallada cuando Nafai subía a la nave estelar para viajar hacia la Tierra. Tampoco había otra explicación para los sueños que habían tenido en Armonía, cuando muchos de ellos veían cavadores y ángeles cuya existencia desconocía aun el Alma Suprema. Pero los sueños siempre eran ambiguos, y se teñían con las esperanzas, temores y recuerdos del soñante, así que nunca se sabía dónde comenzaba el mensaje del Guardián y dónde el autoengaño.
Pero, por imperfecta que fuera su comprensión del Guardián de la Tierra, Nafai sabía que la creencia en el Guardián cumpliría una importante función social. El Guardián sería la más alta autoridad, el infalible, el depositario de la verdad. Cuando se hiciera evidente que aun los humanos más sabios sabían muy poco, cuando quedara claro que los milagros más maravillosos derivaban del trabajo de una máquina o del empleo de ciertos conocimientos, no habría desilusión porque todos sabrían que humanos, ángeles y cavadores eran iguales ante los ojos del Guardián de la Tierra, todos igualmente ignorantes y débiles en comparación con él.
Nafai planteó tales razonamientos a Luet y ella estuvo de acuerdo. Comenzó a hablar con las mujeres de los ángeles acerca del Guardián de la Tierra, y a encajar sus antiguas tradiciones sobre diversos dioses en una historia coherente que reemplazaba a los dioses bondadosos por diversos aspectos del Guardián. Con los hombres, Nafai fue un poco más brutal, barriendo con los viejos dioses y conservando sólo un puñado de antiguas leyendas. Las viejas leyendas no morirían, pero él quería que comenzaran con un núcleo de conocimiento puro acerca del Guardián, aunque ese conocimiento fuera mínimo.
Luego Nafai y Luet confiaron sus propósitos a Oykib y Chveya, y pronto Oykib hablaba con los cavadores hombres, y Chveya con las mujeres, acerca del Guardián de la Tierra. Ellos también adaptaron las creencias de la gente, y también fueron francos en cuanto a su desconocimiento del Guardián. Pero sabían esto: el Guardián quería que humanos, cavadores y ángeles convivieran en paz.
El problema era que, al decaer la antigua religión, al decrecer la participación de los cavadores en la incursión anual para robar estatuas de los ángeles durante la época de celo, la tasa de natalidad de los cavadores también descendió. Al mismo tiempo los ángeles medraban, y su población crecía a un ritmo alarmante. Entre los cavadores corría el rumor de que la nueva religión del Guardián de la Tierra formaba parte de una conspiración para destruir a los cavadores, de modo que ángeles y humanos pudieran repartirse el mundo. Pocos creían en esas historias, pero eran los suficientes como para causar preocupación. Había algunos dispuestos a explotar los rumores. Y cuando Nafai oyó decir que no eran todos los humanos, sino Nafai y sus simpatizantes, quienes planeaban destruir a los cavadores, supo que alguien procuraba sacar partido de aquellos temores.
Entretanto, la natalidad de los cavadores seguía en descenso, aunque su nutrición mejoraba progresivamente. Y los ángeles tenían que expandirse continuamente, quemando más bosques y ganando más tierras para el cultivo. Había tal gran cantidad de mellizos, pues ahora ninguno moría en la infancia, como de adultos saludables, ya que ninguno perecía a manos de los invasores cavadores.
Llevaban doce años en la Tierra cuando Shedemei convocó una reunión de todos los humanos adultos. Al fin había resuelto los misterios, declaró. Pero ahora había nuevos misterios, y debían tomar algunas decisiones.
—Nuestra intromisión ha surtido sus efectos —dijo Shedemei—. Como todos sabéis, la tasa de natalidad decreciente está causando graves preocupaciones entre los cavadores.
—También nosotros estamos preocupados —dijo Volemak.
—Sí, y ahora sé lo que sucede. Ha sido por culpa nuestra.
Aguardaron. Al fin Mebbekew dijo:
—No sabía que tenías tanto talento dramático, Shedya. ¿Cuánto debemos esperar para que lo sueltes?
—Esto es sólo el principio. Lo bueno viene después. —Hubo risas nerviosas—. El problema es que le hemos arrebatado su creencia en los dioses. Ya no adoran. Ni siquiera roban nuevas estatuas a los ángeles. Y por eso ya no tienen hijos.
—¿Nos estás diciendo que su religión es verdadera? —rió Elemak.
—En una palabra, sí. Hace doce años que observamos atentamente las tribus locales de ángeles y cavadores. Zdorab y yo hemos visitado otras colonias de ambas especies, y creemos haber descubierto un patrón universal. Por lo pronto, no existe una aldea de ángeles sin una aldea de cavadores en las cercanías, ni una aldea de cavadores sin una aldea de ángeles a pocas horas de marcha. No es por accidente. Los cavadores no pueden sobrevivir sin los ángeles. Concretamente, no pueden reproducirse sin adorar las estatuas que los ángeles varones crean como parte de su ritual de apareamiento.
—¿La causa es más biológica que teológica? —preguntó Rasa.
—En efecto, aunque cuesta comprender que esas pequeñas estatuas de arcilla constituyan un mecanismo biológico. Zdorab fue el primero en señalarme que, biológicamente hablando, lo más importante de la creación de las estatuas no es su forma artística, sino la saliva. Los ángeles se llevan la arcilla a la boca y así obtienen un lodo que usan para dar forma al terrón que convertirán en estatua. De cuando en cuando cogen otro terrón y lo humedecen. Usan mucha saliva.
Los presentes pensaban de prisa, tratando de comprender.
—¿Quieres decir que los cavadores necesitan frotarse con saliva de ángel para copular? —preguntó Dza.
—No exactamente. La primera vez que examinamos los cuerpos de los ángeles y cavadores encontramos un pequeño órgano, una glándula, cerca del escroto. Era idéntica en ambas especies, aunque no tienen un antepasado común con un órgano similar. Muy desconcertante. Pero ahora conocemos la función del órgano. Continuamente secreta pequeñas cantidades de una hormona que inhibe la producción de esperma. Mejor dicho, anula por completo la producción de esperma. Mientras el órgano funciona, los machos son totalmente estériles.
—Qué órgano tan útil —murmuró Oykib. Y añadió en voz alta—: ¿Cuál es su origen?
—Hay algo más —intervino Zdorab.
—Sí, un platelminto microscópico que vive en todos los ríos de agua dulce de este macizo. Durante la estación de las lluvias, cuando los ríos aumentan su caudal, este platelminto anida en lechos de arcilla firme donde deposita millones de huevos diminutos. Éstos no se desarrollan mientras permanecen húmedos. Pero cuando llega la estación seca y el agua desciende, los huevos se desarrollan, formando pequeños revestimientos duros que retienen la humedad. Los embriones están listos para nacer en cualquier momento. Pero no nacen, porque no pueden liberarse de la membrana externa. Así que hibernan, nutriéndose de su yema. Consumen la yema tan despacio que pueden vivir así veinte o treinta años. La siguiente estación de lluvias no les hace nacer, porque el agua no disuelve la membrana. Adivinad qué la disuelve.
—La saliva de ángel —dedujo Oykib.
—Un joven asombroso —dijo Shedemei—. Mi alumno modélico. —Hubo risas, pero todos esperaban que continuara la exposición—. Ningún otro fluido surte ese efecto, porque los ángeles tienen diminutos organelos en las células bucales que generan la saliva, los cuales secretan un enzima que no cumple ninguna función en el cuerpo del ángel, pero que disuelve el caparazón de los huevos de platelminto. Cuando los machos se llevan la arcilla a la boca, no sólo la ablandan para crear esculturas. También disuelven los huevos de millones de platelmintos. Y sucede que los caparazones disueltos contienen el único agente químico que anula la acción de la glándula profiláctica que hallamos cerca del escroto de ángeles y cavadores. Esta sustancia fertilizante se descompone muy despacio, y las estatuas contienen cantidades útiles de la misma durante tal vez diez años, por lo menos cinco.
Todos empezaban a comprender.
—Así que cuando los cavadores se frotaban el cuerpo contra las estatuas…
—¿Y los ángeles tragaban una parte?
—¿Qué cantidad de esa sustancia se requiere? Shedemei alzó las manos para acallar las preguntas y comentarios.
—Sí, habéis comprendido. Los ángeles ingieren el enzima de la fertilidad. No se requiere gran cantidad para anular la acción de la glándula profiláctica, que tarda dos o tres semanas en reanudar su acción. Así que hay un período durante el cual es posible la reproducción. Y los cavadores macho tienen una superficie absorbente especial en el bajo vientre, cerca de la entrepierna, por donde este agente pasa directamente al torrente sanguíneo. Al frotar el vientre sudado contra las estatuas, disuelven parte de la arcilla, el enzima de la fertilidad llega a la sangre y, al igual que en los ángeles, la glándula profiláctica se desactiva y los machos cavadores se vuelven fértiles. Pero como obtienen una cantidad menor del enzima, el período de fertilidad dura pocos días para ellos. Eso no importa. Aunque los ángeles modelan sus estatuas una vez al año y tienen que alcanzar un récord reproductivo de una sola vez, los cavadores tienen la capacidad cultural de adorar las estatuas en cualquier momento. Las estatuas les permiten reproducirse cuando desean. Sólo tienen que rezar primero.
—Es el mecanismo más absurdo, complicado y ridículo que he oído mencionar —dijo Issib.
—Exacto —convino Shedemei—. Es imposible que haya evolucionado naturalmente. ¿Por qué cavadores y ángeles habrían desarrollado órganos idénticos que los vuelven estériles? No hay en ello ninguna ventaja evolutiva. ¿Por qué los ángeles no se extinguieron antes de comenzar a hacer sus esculturas? ¿Por qué los cavadores no se extinguieron antes de descubrir las virtudes de frotarse contra las estatuas de los ángeles? ¿Por qué un platelminto requiere una sustancia especial de la saliva del ángel para la eclosión de sus huevos? ¿Y por qué los ángeles desarrollaron una sustancia química que no cumple ninguna función en su cuerpo salvo la de disolver el caparazón de los huevos?
—Hay muchas cosas extrañas en la naturaleza —dijo Oykib.
—Sin duda. No tendría que haber dicho que es imposible que haya evolucionado naturalmente. Pero para mí, al menos, la coincidencia es demasiado grande como para creer en una causa natural. Alguien hizo esto con los cavadores y los ángeles.
—Pero eso no importa ahora —dijo Zdorab—. Shedya tiene una respuesta, pero lo que importa es que debemos contar la verdad a los cavadores. Necesitan volver a usar las estatuas. Y conseguir otras nuevas.
—Tal vez logremos persuadir a los ángeles de que entreguen las estatuas a los cavadores —sugirió Padarok—. Los ángeles no las usan una vez que las mujeres juzgan a los hombres.
—Tal vez —dijo Shedemei—. Pero nuestra interferencia no sólo afecta a los cavadores. Esta relación entre cavadores y ángeles se da desde hace millones de años. Cuarenta millones, para ser exactos. Y en ese sinfín de generaciones, han evolucionado ciertos patrones. Los ángeles mellizos, por ejemplo. Todo embarazo es doble, y no porque sí. Sólo ha sucedido dos veces mientras han durado nuestras observaciones, y nunca en nuestra propia aldea de ángeles, pero cuando se produce el nacimiento de un niño único, el bebé es destruido y la madre no puede aparearse de nuevo. En otras palabras, los nacimientos únicos están totalmente excluidos de la sociedad de los ángeles. Creo que es una reacción al hecho de que los cavadores siguen a los ángeles a dondequiera que van. Los cavadores deben seguir a los ángeles para conseguir las estatuas. Pero, inevitablemente, ven a los ángeles como una fuente fácil de alimento, especialmente cuando los niños ángeles se encuentran en esa torpe edad en que no pueden volar bien, pero son demasiado pesados para que un solo adulto los cargue en vuelo. Este sistema permite que en cada generación de ángeles haya un muerto y un superviviente. Con los años, la colaboración dentro de la comunidad ha permitido que entre dos tercios y tres cuartos de los pares de mellizos sobrevivan intactos. Pero ahora, en nuestra aldea, todos los mellizos llegan a la edad adulta. Y también sobreviven los ángeles heridos, débiles, enfermos y tullidos, mientras que en otras aldeas los cavadores los «podan». En resumen, los ángeles han desarrollado la estrategia de generar una población mucho mayor de la sostenible para sobrevivir a las depredaciones de los cavadores. Cuando los cavadores dejan de atacarlos, la población aumenta sin control.
—Es un delicado equilibrio —dijo Zdorab—. Encontré un sitio donde se produjo una crisis. Los cavadores habían perdido toda disciplina y se comían no sólo a los bebés y los indefensos. Estaban exterminando sistemáticamente a los ángeles de su zona. Cuando llegué allí, sólo sobrevivían precariamente algunas familias de ángeles. Pero los cavadores ya estaban pagando el precio. Tenían muchas estatuas viejas, pero no podían renovarlas. Al cabo de cinco años, su tasa de natalidad cayó, igual que aquí. No tan repentinamente, pues todavía adoraban las estatuas que tenían, pero en las estatuas había cada vez menos cantidad del enzima. Los nacimientos eran cada vez más infrecuentes. Con menos ataques de los cavadores, la población de ángeles estaba a punto de recobrarse. Cuando lo hiciera, los pocos cavadores supervivientes también se recobrarían. Shedemei retomó la palabra.
—Existe pues un equilibrio social. Los cavadores no pueden comerse a muchos ángeles porque pierden su capacidad de reproducción. El proceso se autocorrige.
—¿Y qué impide a los ángeles marcharse y fundar una colonia allí donde no hay cavadores ? —preguntó Protchnu.
—Nada —respondió Shedemei—, y sin duda ha ocurrido muchas veces. Pero sólo pueden vivir donde encuentran la arcilla que contiene platelmintos, es decir, sólo donde hay inundaciones durante la época de las lluvias, y sólo en alturas donde el platelminto puede sobrevivir. Esas zonas son comunes en este macizo, pero no en otras partes. Y los cavadores habitan por doquier. No creo que haya un sitio adonde los ángeles puedan ir sin que un cavador los encuentre tarde o temprano. Cuando el cavador los encuentra, informa de que ha encontrado un nuevo lugar favorecido por los dioses, y se instala una colonia. En realidad es beneficioso para los ángeles. Sin cavadores que devorasen a su prole, su población pronto alcanzaría una cifra crítica.
—¿Sugieres que deberíamos permitir que los cavadores vuelvan a secuestrar y devorar a los hijos de los ángeles? —preguntó Nafai.
—Ésa es la cuestión —dijo Shedemei—. De eso se trata, precisamente.
—¿Todo esto guarda alguna relación con el desarrollo de la inteligencia en los ángeles y los cavadores?
—En parte, creo. Las hembras de los ángeles escogen a sus compañeros por la complejidad, belleza, originalidad y precisión de sus esculturas. Obviamente, cuanto más inteligente y creativo es el ángel, más probabilidades tiene de reproducirse pronto y con frecuencia. En el caso de los cavadores es un poco diferente. Para matar ángeles, tienen que ser crueles y astutos. Ahora no lo vemos con frecuencia, porque los cavadores son tan astutos que los ángeles casi habían desistido de tratar de detenerlos. Pero hemos visto las trampas que los ángeles ponen alrededor de sus aldeas. Es posible que los cavadores estúpidos cayeran en esas trampas. Ahora las reconocen y evitan con facilidad. Pero tal vez su inteligencia evolucionó porque los astutos sorteaban las trampas de los ángeles para robar estatuas y críos.
—En otras palabras, la inteligencia evolucionó naturalmente —dijo Chveya—. Lo que no es natural es la relación simbiótica.
—No sólo no es natural —precisó Shedemei—, sino que es obra humana.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Protchnu.
—Creíamos que no podía ser natural, y sabíamos que los humanos dejaron de vivir en la Tierra cuando emigraron para instalarse en Armonía, y sin duda en otros mundos. Al investigar el índice, descubrimos que la vida humana en tiempos de la emigración era la única parte de la historia sobre la que la biblioteca de la nave no tenía información útil.
En esto tomó la palabra Zdorab, el bibliotecario.
—Siempre supusimos que esa época fue tan terrible que trataron de olvidarla. Se insinúa que hubo guerras en las que se usaron armas tan espantosas que por un tiempo convirtieron la Tierra en una bola de hielo. Eso mismo creía el Alma Suprema. Pero una vez Nafai me dijo algo que me hizo comprender que esta falta de información no era verosímil. «¿Cómo pudo la gente que salvó a la humanidad yéndose de la Tierra permitir que la olvidaran por completo?» Y supe que no era posible. Me puse a buscar en los ordenadores de la nave, los que no están conectados con el Alma Suprema, y descubrí lo que buscaba. Una base de datos a la cual el Alma Suprema no tiene acceso consciente. Se llama, en la medida en que pude traducirlo, Libro de los pecados de la raza humana.
—¿Pecados? —preguntó Mebbekew.
—Bien, es la traducción más fácil. Es un término que significa «errores voluntarios», «crímenes por negligencia evitable», tal vez. Pensé que pecado era un buen modo de sintetizarlo.
—¿Qué contiene el libro? —preguntó Nafai.
—Lo encontré, pero no lo he leído, y me gustaría que los que disponen de tiempo y tienen interés me ayuden en la traducción. El idioma está emparentado con varias lenguas conocidas pero es muy antiguo, y el Alma Suprema no lo ha actualizado porque no sabía que existía. Lo cierto es que una de las primeras cosas que encontré fue la explicación del origen de los ángeles y cavadores. Fue uno de los «pecados».
Zdorab proyectó un documento en una pantalla cercana y comenzó a leer en voz alta.
—«Hemos pecado al jugar con genes de animales, dándoles inteligencia sin libertad, talento sin poder, deseos sin esperanza. Los hemos usado para nuestra diversión, exhibiendo sus pinturas, esculturas, melodías y danzas mientras conservábamos a los pintores y escultores, los músicos y bailarines, en prisión. Si escapaban, su libertad no valía la pena porque sólo podían procrear en cautiverio. Era una abominación, y el Guardián de la Tierra se rebeló contra ella, ahuyentando a los esclavistas y liberando a los pequeños.»
—Creo que la posible relación de esto con los cavadores y los ángeles es evidente —señaló Shedemei—. Los ángeles son los que todavía practican una especie de arte, pues tal vez los crearon para eso. Zdorab y yo no sabemos para qué fueron creados los cavadores.
—Para cavar —dijo Elemak.
—Sí, posiblemente —estuvo de acuerdo Shedemei—. El hecho de que el Libro de los pecados sólo mencione a los animales inteligentes que se crearon para entretener a los humanos no significa que además no hubiera animales genéticamente perfeccionados para ocuparse de tareas más toscas. Como buscar depósitos subterráneos de minerales, por ejemplo. O cavar túneles.
—Trabajo de albañil —dijo Elemak.
—Como he dicho, no lo sabemos —repitió Shedemei—. Es posible que los antepasados de los cavadores no fueran muy inteligentes, que su perfeccionamiento fuera más físico que mental. Pero sobrevivieron porque eran bastante brillantes, o porque tuvieron la suene de vivir cerca de una tribu de ángeles y tal vez se frotaron contra las estatuas por pura casualidad.
—O tal vez sobrevivieron —intervino Zdorab— porque los cavadores vivían en túneles y los ángeles en cuevas, y cuando la Tierra entró en una prolongada edad de hielo ambos subsistieron bajo tierra y desarrollaron su simbiosis.
—O tal vez un sueño les enseñó a hacerlo —dijo Luet.
—En efecto —asintió Shedemei—. Todo pudo haber sido planeado y controlado. Aunque el Guardián de la Tierra expulsó a la raza humana, tal vez planeaba reemplazar a nuestros antepasados con nuevas especies. Tal vez los haya manipulado para que ambos desarrollaran inteligencia.
—En el ínterin —dijo Zdorab— los hizo simbióticos, para que uno no pudiera sobrevivir sin el otro. Los antiguos humanos crearon los platelmintos, de tal modo que los antepasados de los ángeles tenían que modelar arcilla para reproducirse. Tal vez no dieron a otros animales cautivos un mecanismo que les permitiera obtener la sustancia química que necesitaban sin intervención humana. Sólo los cavadores encontraron un modo de acoplarse al método de supervivencia de los ángeles. Quién sabe si el Guardián de la Tierra no lo organizó todo de esa manera. Tal vez el Guardián instó a los humanos a desarrollar el vector platelminto para crear la sustancia que necesitaban los ángeles. Tal vez el Guardián lo planeó todo.
—Sea lo que fuere el Guardián —comentó Meb.
—Tengo otra idea —dijo Elemak—. ¿Y si no existe el Guardián? En cuanto a los sueños que tuvisteis en Armonía, todos estabais seguros de que venían del Guardián porque el Alma Suprema no sabía nada sobre los cavadores y los ángeles. Pero ahora descubrimos que el Alma Suprema tenía esta información en sus bancos de datos, sólo que no tenía acceso consciente a ella. Esos sueños pudieron venir del Alma Suprema, sin que ella lo supiera. Y ya no tenemos que imaginar un mecanismo para enviar sueños a velocidad hiperlumínica entre la Tierra y Armonía.
—Muy buena teoría —aprobó Shedemei—. Pero no explica que Kiti haya esculpido una perfecta representación de Nafai cien años antes de que llegáramos aquí.
—No creo —dijo glacialmente Volemak— que sea muy provechoso suponer que al descubrir los mecanismos naturales que dieron existencia a ciertas cosas hayamos demostrado que el Guardián de la Tierra no existe. No sabemos hasta dónde llega el alcance del Guardián, ni qué poder tiene. Tal vez sólo pueda enviar sueños a la gente. La ilusión crea falsos dioses para la gente que ansia tenerlos, pero los que ansían un mundo sin dioses también pueden ser víctimas de sus propias ilusiones.
—Memorizaré esa frase, Padre —dijo Meb—. Realmente profunda.
Elemak sonrió pero no dijo nada.
—Si podemos dejar de lado la teología especulativa —intervino Shedemei—, quiero plantearos dos opciones. La primera es la siguiente: podemos explicárselo todo a los cavadores y los ángeles. Los cavadores pueden volver a usar las estructuras y los ángeles tratar de controlar su población reproduciéndose con menor frecuencia; tal vez baste con que un ángel haga una escultura un año de cada dos. No hay motivos para volver a la matanza de niños. El problema es que esto podría funcionar aquí pero no surtiría efecto en otras partes. Aunque tal vez por eso el Guardián de la Tierra nos trajo aquí, para enseñar a los cavadores y ángeles a convivir sin matarse.
—Creí que dejábamos de lado la teología especulativa —dijo Meb.
—La otra opción —propuso Shedemei— es librarse de esa glándula profiláctica.
—¿Librarse de ella? —preguntó Volemak.
—He aislado el gen responsable de ella. Es artificial… fue injertado. Por comparación con los genes de ratas y murciélagos sin modificar, hemos hallado todos los injertos y son bastante obvios. Aislamos la secuencia genética que crea la glándula profiláctica injertando cada una de las secuencias artificiales en ratas y murciélagos comunes y viendo cuáles desarrollaban dicha glándula. Sabiendo de qué gen depende, podemos anular su efecto.
—¿Cómo? —preguntó Volemak.
—Con una infección bacteriana. Las bacterias portan un enzima cuya única función es hallar esa secuencia genética y eliminarla. Es el método que uso para hacer alteraciones genéticas, sólo que en vez de las bacterias benignas con que trabajo habitualmente me serviré de una infecciosa. Causa pocos síntomas. En los cavadores, un poco de rigidez en las articulaciones e inflamaciones nasales. En los ángeles también puede causar inflamación ocular durante varios días. Una vez que la infección se propague por las poblaciones de cavadores y ángeles, la reproducción se independizará de los platelmintos. Los ángeles podrán esculpir cuando gusten, pero si dejan de hacerlo no importará. El cambio sólo afectará a quienes sean concebidos después de la epidemia bacteriana que produjo la alteración en sus progenitores. La infección puede provocar el aborto espontáneo de los embriones masculinos de ambas especies que se encuentren en sus primeras semanas de desarrollo. Pero en una sola generación, la glándula profiláctica desaparecerá.
—No me gusta —desaprobó Oykib—. El Guardián de la Tierra estableció un mecanismo que mantenía el equilibrio, y lo estamos destruyendo.
—No sé, Oykib —dijo Chveya—. En realidad los seres humanos crearon ese mecanismo. Lo cita el Libro de los pecados. Es una de las cosas que el Guardián aborrecía. Tal vez nos ha traído aquí para que lo eliminemos.
—Como decía —continuó Shedemei—, tenernos esas dos opciones. Personalmente, estoy a favor de la intervención. Eliminar esa glándula profiláctica es como liberar a un esclavo de sus grilletes. Después de cuarenta millones de años, ya es hora, ¿no os parece?
—Hazlo —dijo Elemak—. No nos hagas perder tiempo con una interminable discusión sobre lo que querría el Guardián. Tienes el poder de hacerlo y es lo más sensato, así que hazlo y terminemos de una vez.
Elemak se levantó y se fue.
Siguieron largas horas de debate, pero al fin prevaleció el punto de vista de Elemak. La discusión sólo se prolongó porque Protchnu sugirió preguntar a los cavadores y ángeles qué opinaban ellos. Pero todos comprendieron que tanto los cavadores como los ángeles carecían del marco conceptual necesario para comprender las cuestiones genéticas implícitas.
—No lo recibirán como ciencia porque no tienen ciencia —dijo Volemak al tomar su decisión—. Lo convertirán en religión y eso causará divisiones y controversias y tal vez lleguen a aborrecernos. También puede provocar una guerra civil en sus comunidades. Creo que la gente debe escoger cuando es capaz de entender qué escoge. No dejamos que nuestros bebés decidan si están preparados para jugar en el arroyo, los mantenemos alejados del agua y ni siquiera tratamos de explicarles qué significa ahogarse. Se lo explicamos después, cuando crecen.
—¿Conque ahora los cavadores y los ángeles son nuestros hijos? —preguntó burlonamente Meb.
—Mejor tratarlos como hijos nuestros —dijo Volemak— que tratarlos como hicieron nuestros antepasados… como esclavos, como juguetes. La decisión está tomada. Explicaremos sólo lo que puedan entender. Oykib hablará con los cavadores, y Nafai con los ángeles. Agradeceré que todos los demás mantengan la boca cerrada. Shedemei, me gustaría que introdujeras la bacteria cuanto antes en ambas comunidades.
—Es bastante simple. Sólo debo exponer a todos los presentes a esa bacteria en este preciso instante. Causará un poco de mucosidad, una fiebre leve en algunos casos. Sólo debéis mantener vuestra interacción normal con ángeles y cavadores, y la enfermedad se propagará de forma natural. Acercaos y frotaos el interior de las fosas nasales con un algodón empapado con esta sustancia.
—Es repulsivo —comentó una de las mujeres jóvenes.
—Sólo si usas el algodón de otra persona —bromeó Protchnu.
—Lo que me preocupa —dijo Mebbekew— es lo que sucederá con los pobres platelmintos. Nadie se preocupa por ellos. Creo que existe una actitud tendenciosa en favor de los animales grandes. ¿Acaso las criaturas microscópicas no tienen derechos?
Sonrió, y los demás rieron con él.
Mientras continuaba aquella reunión, Elemak celebraba otra por su cuenta. Mandó buscar a Fusum, a quien habían nombrado rey de sangre tras la muerte de su padre.
—Tengo un regalo para ti —le anunció Elemak.
—¿Qué puedes tener tú que me interese? —preguntó Fusum.
—Vaya, qué altaneros estamos, ahora que somos el rey.
Fusum gruñó.
—Tengo mi propia vida, Elemak. Ya no soy tu rehén. Tengo responsabilidades.
—También tienes poder, y creo que no te molestaría tener un poco más. He aquí mi regalo: más poder.
—No me digas. No sabía que tenías poder que darme.
—El conocimiento es poder, o eso me han dicho. Pero hay una condición: debes prometerme que contarás a tu pueblo que yo te di la idea.
—¿Qué idea? —preguntó Fusum.
—Primero la promesa —dijo Elemak.
—Lo prometo —dijo Fusum.
—Pero ¿lo dices en serio?
—Si piensas burlarte de mí, guárdate tu regalo.
—Claro, ahora que somos rey de sangre, somos demasiado importantes para aceptar las bromas de un amigo.
—Tú nunca has sido mi amigo, Elemak. Has sido una provechosa fuente de información.
—Pero tal vez ahora podamos ser amigos.
—Cuéntamelo o no me lo cuentes, pero basta de rodeos.
—Ve al templo del Dios Intacto.
—¿Te refieres a la estatua que se parece a tu reluciente hermano Nafai?
Elemak ignoró la provocación.
—En efecto. Ve allí y declara, delante de la mayor cantidad posible de testigos, que la razón por la cual nacen pocos niños es que esa estatua no ha sido apropiadamente adorada. Entonces haz lo que hacéis normalmente. Frótate contra ella.
—Me matarían por eso.
—No de inmediato; eres el rey de sangre. Y menos si prometes a la gente que después de adorar al Dios Intacto, borrando el rostro de ese impostor Nafai, el verdadero dios enviará una pequeña peste para eliminar los últimos rastros del mal. Algunos embriones masculinos serán abortados porque no son puros. Todos los que ya viven en la actualidad deberán adorar a los dioses a la vieja usanza hasta el día en que mueran. Pero los nuevos hijos nacidos después de esta época ya no tendrán que adorar a ningún dios. Nacerán puros y serán bendecidos.
—¿Qué clase de hongo tratas de hacerme comer? —dijo Fusum—. Fuiste tú quien me dijo que toda esa verborrea religiosa era puro cuento.
—Pero la gente se la cree, ¿verdad? Diles que, al margen de lo que digan Oykib, Chveya o los demás, yo te he dicho la verdad, y que tu acto evitará a tu pueblo tener que ir al desfiladero para buscar a sus dioses entre las reses del cielo. Ya no necesitáis a las reses del cielo. Vuestros nuevos hijos y nietos podrán exterminarlas, y no importará, porque serán puros y los dioses no les exigirán que se humillen adorando objetos creados por las reses del cielo.
—¿Por qué he de creer que esto sucederá?
—A mí tanto me da. Puedes dudar de mí y dejarlo; luego Oykib vendrá a hacer un anuncio y tendrá toda la influencia y el poder y, gracias a él, también Emeezem. O puedes creerme y actuar inmediatamente, de modo que ya esté hecho antes de que nadie diga una palabra. Entonces tú y yo seremos los libertadores de los cavadores. Sucederá de un modo u otro. La pequeña escena que representes delante de la estatua de Nafai no servirá de nada, salvo para lograr que tu gente crea que tienes poderes religiosos superiores a los de cualquier rey de sangre que te haya precedido. Y no estaría de más que refutaras la afirmación de Emeezem de que el Dios Intacto debe permanecer intacto. Cuando se cumplan tus profecías, ella quedará desacreditada. Pero puedes pasar por alto esta oportunidad, Fusum. Puedes pasarte el resto de tu vida lamentando no haber aprovechado lo que te ofrecí. Realmente no me importa.
—Sí que te importa. Y puedes tener la certeza de que usaré tu nombre y diré que tú me contaste esto. Porque si falla, tal vez pueda salvarme echándote la culpa.
—Y si da resultado, tu gente sabrá quién es su verdadero amigo entre los humanos.
—Y yo sabré que eres un embustero que planea traicionar a su propia gente y quiere contar con el respaldo de los cavadores cuando aseste el golpe.
—¿Eso es para ti algún problema? —preguntó Elemak.
—En absoluto. Mientras recuerdes quién es rey de los cavadores llegado el momento.
—Lo recordaré —dijo Elemak—. Lo recordaré todo.
Fusum fue pues al templo del Dios Intacto, pronunció su discurso y celebró su blasfema adoración. Emeezem hizo que lo apresaran y encerraran en una cámara de la prisión, pero su encarcelamiento duró sólo hasta que Oykib llamó a los ancianos cavadores y les explicó que una peste menor se propagaría entre ellos, pero que todos los hijos concebidos después ya no necesitarían adorar estatuas.
—El Guardián de la Tierra os libera de vuestros antiguos dioses —aseguró.
Pero muchos murmuraron: Fusum nos ha liberado. Y Emeezem no pudo evitar que pusiesen a Fusum en libertad y lo restaurasen como rey de sangre.
La peste llegó a los pocos días, según la predicción de Fusum. Pero su blasfemia no tuvo otras consecuencias dañinas. Y ahora el Dios Intacto ya no se parecía a Nafai, y la gente dijo: Fue Elemak quien nos reveló que Nafai no es un dios, y que ni siquiera tiene el poder para mantener su rostro en la estatua. Fusum es un auténtico rey de sangre, pero Emeezem, siendo nuestra madre profunda, no conocía la verdad sobre el Dios Intacto. Cuando Mufruzhuuzh murió poco después, el pueblo escogió a Fusum como nuevo rey de guerra, diciendo: Él era el auténtico amigo de Nen, y mató a la pantera que lo abatió. También liberó a nuestros hijos de los dioses de las reses del cielo. Que sea rey de guerra y rey de sangre, ambas cosas al mismo tiempo.
Ese día significó el fin del gobierno de Emeezem en la ciudad de los cavadores. Aún ejercía gran influencia sobre las mujeres, pero los hombres pertenecían a Fusum, y Fusum comenzó a entrenarlos para la guerra.
Durante meses Nafai y Oykib analizaron el Libro de los pecados de la raza humana, aprendiendo todo lo que podían. Allí estaban los secretos de la evolución de la raza humana, del desarrollo de tecnologías y sus crueles usos. Allí estaban las historias de guerras y matanzas, de una pobreza opresiva que pagaba la riqueza de unos pocos, de tierras asoladas y arruinadas, de antiguos recursos agotados o dilapidados.
Al final hallaron estas palabras:
«Estos pecados nacieron de la rebelión, pues la raza humana ignoró los buenos sueños que venían del Guardián de la Tierra, hasta que el Guardián se hartó de sus pecados y los apartó de sí. Entonces temblaron los grandes continentes flotantes, y la tierra vibró, y los volcanes estallaron en mil lugares. El cielo se llenó de humo y las plantas murieron; la Tierra se enfrió y el hielo cubrió su faz durante la peor era glacial jamás conocida. Los pocos seres humanos supervivientes comprendieron que el Guardián de la Tierra los había abandonado. En la Tierra ya no había espacio para los seres humanos y, si querían vivir, debían marcharse. Siete flotas se formaron y siete colonias partieron, y nada sabemos de las demás. Sólo sabemos que en nuestro nuevo mundo, Armonía, construiremos un Alma Suprema que sea servidora del Guardián de la Tierra, y bajo la mirada vigilante del Alma Suprema la raza humana no recordará cómo pecar a tan terrible escala. En cuanto a la Tierra, pertenece al Guardián, y los seres humanos jamás morarán allí de nuevo, a menos que el Guardián nos perdone y nos invite a retornar.»
Nafai y Oykib tradujeron este último pasaje, y luego cotejaron las traducciones.
—¿Quién escribió esto? —preguntó Oykib—. ¿Cómo podía saber qué poderes tenía el Guardián? Para provocar terremotos y volcanes, un cambio en la deriva de los continentes…
—Tal vez el Guardián tiene algo que ver con las corrientes de convección del magma en el que flota la corteza terrestre. Quién sabe con qué rapidez eso podría cambiar —dijo Nafai.
—Lo cierto es que debemos enseñar a nuestra gente lo que dice este libro —dijo Oykib—, las advertencias que contiene. Tenemos que enseñar lo que el Guardián espera de nosotros, aunque no comprendamos exactamente qué es el Guardián de la Tierra.
—¿Al decir «nuestra gente» te refieres sólo a los humanos?
—Claro que no. Más aún, tal vez el Guardián nos haya traído de vuelta a la Tierra precisamente para que no sólo liberásemos a los ángeles y cavadores de su antigua esclavitud, sino para que pudiéramos enseñarles a vivir de tal modo que el Guardián no sienta la necesidad de volver la Tierra inhabitable otra vez.
—Creo que tienes razón. Pero se convertirá en religión, sin importar lo que hagamos o cómo lo enseñemos. Aun nuestras explicaciones más naturalistas tendrán un aura mística para ellos. A fin de cuentas, lo que nuestros antepasados escribieron en el Libro de los pecados nos parece místico a nosotros.
—¿Eso es malo? —preguntó Oykib.
—No de por sí. Pero las reliquias suelen olvidar la verdad esencial. Los cavadores tenían una religión que les instaba a frotarse con una arcilla que contenía la sustancia química derivada de los huevos de los platelmintos y la saliva de los ángeles… pero ignoraban por qué lo hacían, y así eran sus esclavos. Lo que haremos, pues, será enseñar reglas arbitrarias a nuestros hijos y a los hijos de éstos. Las verdaderas razones se perderán, o se convertirán en mitos.
—¿Qué podemos hacer al respecto?
—Podemos escribir un libro.
—¿Como el que ya estás escribiendo? —preguntó Oykib.
Nafai lo fulminó con la mirada.
—Debí saber que no podría ocultarte un secreto.
—Sí, debiste saberlo. Sobre todo porque has estado hablando continuamente con el Alma Suprema sobre ello durante semanas, desde que lo pensaste. Supuse que me hablarías del asunto cuando estuvieras dispuesto.
—Bien, estoy dispuesto. Porque creo que nuestros descendientes no tendrán acceso al ordenador de la nave. La mayoría de ellos perderán la capacidad de leer y escribir. Pero algunos aprenderán a hacerlo para mantener un registro de lo que hemos aprendido. Escribiremos con la mayor claridad posible una verdadera historia de nuestro viaje; todo cuanto hemos hecho y aprendido. El legado pasará de padres a hijos y, como estará escrito, no lo podrán distorsionar.
—La gente puede distorsionar cualquier cosa.
—Pero mientras el texto original esté allí, la siguiente generación o la otra podrá volver al original para descubrir la verdad. Así como nosotros aprendimos cosas gracias al Libro de los pecados.
—Bien, tú ya estás documentando los hechos.
—Estoy escribiendo una versión de los mismos. Pero creo que necesitamos otra. Esta primera lo incluye todo: todos los detalles, todo lo que puedo recordar. Pero anoche tuve un sueño…
—Ah, otro sueño.
—Sé que te gustaría tener tus propios sueños, Oykib, pero…
—No necesito mis propios sueños, tengo los vuestros. Soñaste que escribirías un libro que me darías a mí y a Chveya en vez de a Zhyat y Netsya.
—Un libro que incluya todo lo que dice el Libro de los pecados, tallado en oro, así no necesitaremos un ordenador para leerlo, y no se corroerá. Podemos sellar esa parte, para que nadie le añada nada ni la modifique. Pero el resto del libro será el documento, no de toda la historia de nuestra gente, sino de la historia de nuestros tratos con el Alma Suprema y el Guardián de la Tierra. Sólo la…
—La teología —completó Oykib.
—Para los cavadores y los ángeles será teología —dijo Nafai.
—Y también para nuestros hijos y nietos. Ellos no habrán vivido en la nave estelar. No habrán usado la gran biblioteca. No sabrán qué es un ordenador.
Nafai asintió con un gesto de la cabeza.
—Conque has llegado a la misma conclusión.
—No, sólo he visto que Luet, Chveya y tú teníais el mismo sueño. La nave tiene que desaparecer. Tenemos que renunciar a las máquinas del pasado y vivir con la tecnología del presente. Debemos poner la nave en órbita.
—Ya no disponemos de los recursos tecnológicos necesarios para ocultarla en la superficie del planeta, como hicieron nuestros antepasados en Armonía —dijo Nafai.
—Te ayudaré con tu segundo libro. Escribe lo que quieras para empezar. Tendrás que contarme los episodios de cuando yo aún no había nacido. Yo continuaré cuando tú me digas. Pero entretanto puedo copiar el Libro de los pecados.
—El Libro de los pecados, sí —convino Nafai—. Y tal vez también debas recoger los sueños que nos envió el Guardián. Especialmente los que aún no parecen haberse cumplido. Es la única guía que tenemos para saber qué nos depara el Guardián.
—El Libro de los pecados y el Libro de los sueños —dijo Oykib—. Yo comenzaré con ellos. Y tú escribirás el Libro de Nafai.
—En el ínterin, trataré de concebir un arma que los ángeles puedan usar en vuelo, algo con lo que puedan matar a los cavadores a pesar de que la fuerza de éstos es muy superior.
Oykib asintió.
—Crees, pues, que los sueños acerca de una guerra entre cavadores y ángeles te los envía el Guardián de la Tierra.
—Vengan del Guardián o de mis propios temores, debo ser precavido, ¿verdad? Debo preparar a mi gente, por si acaso.
Oykib asintió.
—Yo aprecio a los cavadores, Nafai. No quiero tener que elegir entre ellos y los ángeles.
—La elección no será esa, Oykib. Será la misma que ha sido siempre. Entre Elemak y yo, cuando muera Padre.
—¿Todavía? ¿A pesar de lo alicaído que está Elemak?
—Elemak no está alicaído, Oykib. Sólo ha aprendido a ser paciente. A esperar el momento oportuno. Pero Hushidh me ha dicho que su contacto con Fusum es fuerte, aunque está teñido de odio por ambas partes. Sin duda Chveya ha notado lo mismo, pues ambos habéis vivido mucho tiempo entre los cavadores.
—Lo ha notado —dijo Oykib—. Pero no entiendo qué partido puede sacar Elemak de eso.
—Seguirán a Elemak, si los conduce donde ellos quieren ir.
—¿Adonde?
—A exterminar ángeles. Ya no tienen que dejar ángeles con vida: pueden reproducirse sin las estatuas.
Oykib frunció el ceño.
—¿Entonces cometimos un error al eliminar la glándula profiláctica?
—No, era correcto liberar a ambos pueblos. Pero ahora tenemos que ayudarlos a luchar para encontrar un nuevo equilibrio. Un equilibrio basado en el respeto y la tolerancia.
—Yo no apostaría demasiado por eso. No mientras los cavadores consideren que los ángeles son reses, y los ángeles consideren que los cavadores son diablos.
—Lo sé. Por eso debemos facilitarnos la tarea. Se avecinan largos años de aprendizaje, para nosotros y para quienes traten de servir al Guardián de la Tierra después de nosotros. Entretanto, inventaré armas que contribuyan a igualar el combate entre ángeles y cavadores. Algo que obligue a los cavadores a regresar a sus madrigueras cuando se animen a librar su guerra contra los ángeles.
—Conque los ángeles serán los amos. ¿Y eso en qué nos ayuda?
—Los ángeles no atacan a los cavadores para comérselos. No quieren pelear con los cavadores. Sólo quieren que los dejen en paz. A mi entender, eso inclina la balanza moral a favor de los ángeles.
—Los cavadores no son monstruos. Son hijos de su herencia genética y cultural. No merecen ser exterminados desde el cielo.
—Lo sé. Por eso debemos educarlos a todos del mejor modo posible. Y en el ínterin, mantener el equilibrio entre ambos.
—Yo no quiero elegir —dijo Oykib.
—No tienes más opción que elegir —dijo Nafai—. Cuando Elemak conduzca a los cavadores a la guerra, tú serás uno de los que ellos tratarán de matar. Estarás de parte de los ángeles porque no tendrás más remedio.
—¿Sabes todo esto por tus sueños?
—No es necesario que el Guardián me envíe sueños para decirme lo que puedo deducir por mi cuenta.
Oykib se enjugó rabiosamente una lágrima que le humedecía la mejilla.
—Nada de esto era necesario —dijo—. ¿Por qué no mataste a Elemak cuando tuviste la oportunidad?
—Porque lo amo —dijo Nafai.
—¿Y cuántos de mis amigos cavadores y tus amigos ángeles deben morir por esa causa?
—Elemak ha participado en esto, pero si crees que Fusum u otro no habría tratado de incitar a los cavadores a la rebelión contra nosotros o a la guerra contra los ángeles, no entiendes la naturaleza humana.
—Los cavadores no son humanos —puntualizó Oykib.
—Cuando hablamos de odio, rabia y envidia, sí, son humanos —dijo Nafai.
—También cuando hablamos de amor y generosidad. Y confianza, sabiduría, dignidad y…
—Sí, son humanos en todos esos sentidos. Y también los ángeles.
—¿En qué nos diferenciamos entonces de nuestros antepasados, a quienes expulsaron del planeta hace cuarenta millones de años?
—No lo sé. Pero tal vez, con tiempo suficiente, los cavadores, los ángeles y nosotros podamos hallar la paz.
—Y entretanto diseñarás armas.
—Estoy pensando en pistolas de dardos. Aún no sé si deberán ser venenosos o no para ser efectivos.
—Estás hablando de matar a mis amigos —dijo Oykib.
—Haz todo lo posible para enseñar a tus amigos a odiar la guerra y negarse a participar en ella —dijo Nafai—. Enséñales a detestar la sola idea de comer reses del cielo. Entonces nunca serán abatidos por el dardo de un ángel.
Cuando la paz depende de la vida de un hombre, cada día se convierte en una espera de la muerte. Cada nuevo plan debe concebirse pensando si será posible llevarlo a cabo antes de que ese hombre muera. Cada nuevo hijo es recibido con una plegaria: Que la paz dure otro año, otro mes, otra semana.
La gente no hablaba mucho del aspecto del viejo Volemak, de su espalda encorvada, del dolor que le causaba la artritis al caminar, de cómo resollaba al trabajar. Ahora celebraba las reuniones en la escuela y no en la nave estelar, donde debía subir la escalerilla. Era algo que todos veían, lamentaban o temían pero callaban, fingiendo que no era tan grave, que aún quedaba mucho tiempo y no era motivo de preocupación.
Emeezem murió y Fusum obtuvo todo el poder sobre los cavadores. Ella se había deprimido cuando la pantera mató a su hijo Nen durante una cacería. Luego, la profanación del Dios Intacto fue un duro golpe, y su corazón murió; la muerte de su esposo Mufruzhuuzh fue poca cosa en comparación. El mundo ha terminado, Emeezem, y tu esposo ha muerto y ese joven brutal que afirma que trató de salvar a tu hijo es rey de sangre y rey de guerra, y cuando mueras él destruirá la paz y nada puedes hacer salvo enseñar a las mujeres a buscar un día de paz en el futuro lejano, pues sólo las mujeres te escuchan, y el único que te honra es el humano Nafai, cuyo rostro fue tu salvación hace mucho tiempo. Cuando al fin la sorprendió la muerte en su cámara profunda, entre espasmos de tos, en la penumbra, entre mujeres silenciosas y algunos hombres que aguardaban su estertor final para comenzar a destruir su recuerdo; cuando al fin la sorprendió la muerte, ella la acogió con amargo alivio. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Y dónde están Nen y Mufruzhuuzh? ¿Y dónde está mi madre? ¿Por qué mi vida ha resultado ser tan indigna?
Pero al borde de la muerte tuvo un sueño, aunque creía estar despierta. Vio a un humano, un cavador y un ángel de pie en la cima de una colina mientras una hueste de gente de las tres especies se reunía a su alrededor, llorando y riendo de alegría, avanzando para tocarlos; y quienes los tocaban cantaban a viva voz, la misma canción alegre; y entonces el humano, el cavador y el ángel la miraron a ella, a Emeezem, la madre profunda que agonizaba, y le dijeron: Gracias por enviar a tu pueblo por este camino.
El sueño no le devolvió la vida de Nen, ni le dio esperanzas de que el reinado de Fusum no fuera cruento y sanguinario, y por supuesto no la alejó del borde de la muerte. Pero le permitió internarse en esa oscuridad desconocida con una sonrisa en los labios y orgullo en el corazón.
El sueño le endulzó la muerte.
Fusum se cercioró de que recibiera grandes honores, y en la oración fúnebre la alabó por preparar a su pueblo para la llegada de los humanos, aunque hubiera interpretado mal el propósito de los dioses. En los días que siguieron, todos los rivales y oponentes de Fusum desaparecieron y no se oyó hablar más de ellos. El mensaje era claro. La ley suprema del pueblo cavador era Fusum, pues Fusum era rey de sangre, rey de guerra, madre profunda y dios, todo en uno y para siempre. La mayoría de los jóvenes se alegraban de ello, pues los convertiría nuevamente en guerreros, después de tantos años de estar a la sombra de los humanos y a las órdenes de las mujeres. Y si los jóvenes estaban contentos con él, nadie se atrevía a estar descontento.
Fusum pidió respetuosamente a Oykib que dejara de predicar sus ideas absurdas acerca del Guardián de la Tierra. Llevó a Chveya aparte y le dijo que su presencia intimidaba a las mujeres cavadoras, que se sentirían mejor si ella dejaba de tratar de darles lecciones sobre almacenamiento y preservación de alimentos. Uno por uno, pidió amablemente a los humanos que se marcharan, hasta que sólo Elemak, Mebbekew y Protchnu tuvieron acceso a la ciudad de los cavadores.
¿Qué podía hacer Volemak? Pidió a Elemak que protestara ante Fusum. Elemak dijo que lo haría; luego regresó y dijo que lo había hecho, y aseguró a Volemak que nada había cambiado, salvo que los cavadores asumirían la responsabilidad de educar a su propia gente.
—Dijo que deberíamos alegrarnos, Padre, porque ahora tenemos mucho más tiempo para dedicar a nuestras propias familias.
Todo se manejó tan discreta y cortésmente que Volemak no tuvo pretextos para intervenir. Sabía —todos sabían— que los cavadores estaban rebelándose contra la supremacía humana, aunque los humanos nunca se habían considerado sus señores. Elemak se las había ingeniado para dar una especie de golpe de estado, pues ahora controlaba todo acceso a los cavadores, a pesar de que hasta aquel momento Oykib y Chveya habían constituido la presencia humana dominante entre los cavadores. Todos sabían que Elemak había trabajado en ello durante años, y que era muy probable que Fusum y él hubieran llegado a un trato veinte años antes, cuando Fusum era rehén y Elemak estaba aprendiendo el idioma y supuestamente conquistando su buena voluntad hacia los humanos.
—Fusum secuestró a la hija de Elemak —dijo la incrédula Chveya—. ¿Cómo pudo Elemak trabar amistad con él?
—Creo que Elemak —expuso Oykib— comprendía que no había nada personal cuando Fusum escogió a su víctima para el secuestro. Y no creo que lo que hay entre ellos se parezca a lo que tú o yo consideraríamos amistad.
Ya no importaba lo que ellos creyeran. Estaba hecho.
Fue entonces cuando comenzaron a preocuparse en serio por la salud de Volemak. Hasta Volemak comenzó a hablar de ello, discretamente, ante unos cuantos.
Él y Nafai se reunieron con Hushidh y Chveya y confeccionaron una lista de quiénes eran leales a Nafai y quiénes a Elemak.
—Nuevamente estamos divididos en nafari y elemaki —dijo Chveya—. Había llegado a pensar que esos tiempos se habían superado.
Volemak estaba triste, pero no abatido.
—Sabía que Elemak había cambiado, pero ha ganado en paciencia, no en generosidad. El Alma Suprema lo ha sabido siempre.
Entre los humanos, los nafari superaban ampliamente en número a los elemaki y, por los hombres adultos que podían actuar como soldados, no habría competencia en una batalla sólo entre humanos. Pero ahora todos entendían que la batalla se libraría entre los humanos de Nafai y los cavadores de Fusum. A esa escala, los soldados de Nafai eran sólo un puñado, y nadie confiaba en que los ángeles, aunque pusieran su mejor voluntad, pudieran hacer frente a los cavadores en una guerra abierta. Había que impedir esa batalla. Nafai y su gente tendrían que marcharse.
Pero incluso más de la mitad de los hijos de Kokor y Sevet, eran leales a Nafai, en parte porque se sabía que sus madres eran amantes de Elemak.
—La verdadera complicación —dijo Hushidh— es que Eiadh es quizá la más leal a Nafai, y ella querrá llevar consigo a tantos hijos y nietos como pueda.
—¿Cuántos de ellos vendrían? —preguntó Nafai.
—La mayoría. La mayoría de los hijos de Elemak te seguirían, aunque no Protchnu y Nadya ni sus hijos. Pero Elemak no tolerará que te lleves a ninguno, ni siquiera a Eiadh. Nos seguiría a todas partes. No podemos llevarla si ansiamos la paz.
Volemak escuchó esta discusión, y luego tomó su decisión.
—Llevaréis a todos los auténtica y profundamente leales a Nafai, si quieren ir. Tenéis que confiar en la ayuda del Guardián de la Tierra.
Si alguno pensó que para Volemak era fácil decidir semejante cosa, pues estaría muerto cuando estallara la guerra, nadie osó decirlo.
Al debilitarse su salud, Volemak comenzó a llamar a los suyos uno por uno. Sólo para una conversación, decía, pero todos salían conmocionados por la experiencia. Volemak les decía con brutal franqueza lo que pensaba de ellos. Sí, sus palabras podían herir, pero cuando ensalzaba virtudes, talentos y logros, sus palabras eran como oro. Algunos recordaban principalmente las críticas y otros las alabanzas, pero todas estas conversaciones se grababan y más tarde Nafai u Oykib consignaban las palabras en las hojas doradas del libro. Un día, cuando quisieran recordar lo que había dicho Volemak, las palabras estarían allí.
Era evidente que Volemak se estaba despidiendo. Y cuando cayó enfermo, este proceso se aceleró.
Se reunió con pTo y Poto, quienes descendieron del desfiladero porque Volemak no habría soportado el esfuerzo de viajar una vez más a su aldea, ni siquiera en la lanzadera.
—Lucharemos a muerte por Nafai —declararon.
—No quiero vuestra muerte, y sólo debéis luchar si os obligan. La verdadera pregunta, amigos míos, es si todo vuestro pueblo seguirá a Nafai a otra tierra, para comenzar de nuevo, para fundar una nueva colonia.
—Preferimos derrotar a los cavadores —respondió pTo—. Preferimos luchar como hombres. Nafai nos ha enseñado a pelear con nuevas armas. Podemos abatir panteras, podemos matarlas desde el aire, y ellas no pueden tocarnos.
—Los cavadores son más inteligentes que las panteras —dijo Volemak.
—Pero los ángeles son más inteligentes que los cavadores —dijo Poto.
—No me comprendéis. Si digo que los cavadores son más inteligentes que las panteras es porque eso significa que sus vidas son más preciosas. No debéis enorgulleceros de poder matarlos, porque son hombres; no animales.
Avergonzados, pTo y Poto guardaron silencio.
—¿Vuestro pueblo seguirá a Nafai a las montañas más altas?
—Puedo decirte con confianza, Padre Volemak —dijo pTo—, que no sólo nuestro pueblo seguirá a Nafai a la luna o a las profundidades del infierno, sino que le suplicará que sea su rey y lo gobierne, porque si él es nuestro monarca sabremos que estamos a salvo.
—¿Y si Nafai no tuviera el manto de capitán?
—preguntó Volemak.
Ambos se miraron un instante. Al fin Poto recordó.
—¿Te refieres a esa cosa que le permite brillar como una luciérnaga?
—Eso no significa nada para nosotros —le dijo pTo—. No queremos que nos guíe porque posea poderes mágicos, Padre Volemak. Queremos que nos guíe porque él, Luet, Issib y Hushidh son las personas mejores y más sabias que conocemos, y nos aman, y los amamos.
Volemak asintió.
—Entonces seréis mis hijos por siempre, aun después de mi muerte.
Regresaron a su aldea y dijeron a su pueblo que se preparase para partir. Reunieron sus pertenencias y decidieron qué llevar y qué dejar. Empaquetaron sus semillas y los brotes de las plantas que no crecían de la semilla. Juntaron los alimentos que necesitarían para el viaje, para sobrevivir hasta que sus nuevos campos estuviesen en sazón. Y comenzaron a trasladar a sus hijos a un día de vuelo valle arriba y allende las montañas próximas, para que ya estuvieran fuera del alcance de los cavadores si la fuga comenzaba precipitadamente.
—¿Cuánto tiempo vivirá Padre Volemak? —les preguntaban todos.
¿Cómo podían responderles?
—No mucho tiempo —repetían una y otra vez.
Al fin se dijeron todos los adioses, se dieron todas las bendiciones, se expresaron todas las esperanzas y recuerdos y afectos, y Volemak aún vivía. Rasa fue a ver a Shedemei y le dijo:
—Volya y Nyef quieren verte, Shedya. Por favor, ven pronto. —Le sonrió a Zdorab—. Esta vez a solas, por favor.
Zdorab asintió.
Shedemei siguió a la anciana hasta la casa donde yacía Volemak, los ojos cerrados, el pecho inmóvil.
—¿Ha…? —preguntó Shedemei.
—Todavía no —respondió Volemak con voz queda.
Nafai estaba sentado en un rincón. Rasa se marchó, pidiéndoles que se dieran prisa. Comprendieron que no quería estar fuera cuando falleciera su esposo.
—Nafai —susurró Volemak—, entrégale el manto de capitán.
—¿Qué? —dijo Shedemei.
—Shedemei —dijo Volemak—, acepta el manto. Aprende a usarlo. Lleva la nave al cielo, allí donde ningún hombre pueda tocarla ni usarla. Vive largo tiempo. El manto te sostendrá. Cuida de la Tierra.
—Ésa es tarea del Guardián, no mía —dijo Shedemei, pero no ponía el corazón en sus protestas. ¡Volemak quiere que tenga el manto, que tenga la nave. Volemak quiere que tenga el único laboratorio del mundo, y tiempo suficiente para usarlo!
—El Guardián de la Tierra se alegrará de recibir ayuda —dijo Volemak—. Si él pudiera realizar su tarea a solas, no nos habría traído aquí.
Nafai se levantó, quitándose el manto.
—Pasará de mi carne a la tuya —dijo—. Si estás dispuesta a recibirlo. Y yo estoy dispuesto a entregarlo.
—¿De veras?—preguntó Shedemei.
—Cuida este mundo como si fuera tu jardín —le dijo Nafai—. Y cuida de mi gente mientras duermo.
Volemak murió aquella noche, sólo acompañado por Rasa. Al amanecer la noticia había llegado a la cámara más recóndita de la ciudad de los cavadores y al nido más alto de los ángeles. La pesadumbre fue inmediata y sincera entre los ángeles, y entre todos los cavadores que no ansiaban la guerra. Sabían que la paz había terminado, y que no habían amado y honrado al hombre Volemak porque poseyera la autoridad, sino por su modo de usarla.
A requerimiento de Rasa, no incineraron el cuerpo, sino que lo sepultaron siguiendo las costumbres de los cavadores.
La prueba de fuerza llegó sólo dos días después. Nafai se disponía a regresar a la aldea de los ángeles, donde Luet lo esperaba. Elemak, flanqueado por Meb y Protchnu, y seguido por una docena de cavadores, interceptó a Nafai en el linde del bosque.
—Por favor no vayas —pidió Elemak.
—Luet me espera —respondió Nafai—. ¿Hay algún asunto urgente?
—Te agradecería que no fueras —dijo Elemak—. Enviaré un mensaje a Luet pidiéndole que venga. Preferiría que ahora vivieras en esta aldea. Las reses del cielo ya no te necesitan.
Las palabras y los modales eran corteses, de tal modo que si Nafai se resistía él parecería el agresor, no Elemak. Pero el mensaje era inequívoco. Elemak tomaba el poder, y Nafai era su prisionero.
—Me alegra saberlo —dijo Nafai—. Creí que todavía me quedaba mucho por hacer entre ellos, pero parece que puedo jubilarme.
—Oh no, aún hay mucho que hacer aquí —dijo Elemak—. Hay que desbrozar campos, cavar túneles. Mucho trabajo. Y tus espaldas todavía son fuertes, Nafai. Creo que todavía podrás trabajar mucho tiempo.
Lo llevaron a casa de Volemak.
Rasa vio de inmediato lo que sucedía, y no se lo tomó con calma.
—Siempre has sido una víbora, Elemak, pero creía que ya habías aprendido que nada logras con encarcelar a Nafai.
—Nafai no es mi prisionero. Es sólo otro ciudadano que cumple con su deber en esta comunidad.
—¿Qué? ¿Debo tener la cortesía de fingir que me creo tus mentiras? —preguntó Rasa.
—Rasa —dijo Elemak—, Nafai es mi hermano, pero tú no eres mi madre.
—Lo cual agradezco al Alma Suprema, no lo dudes.
Nafai rompió su silencio.
—Madre, por favor. Conserva la calma. Elemak cree gobernar aquí, pero este mundo pertenece al Guardián, no a él ni a ningún hombre. Él no tiene poder aquí.
En otro tiempo, Elemak habría montado en cólera ante aquellas palabras, habría despotricado y amenazado. Pero había cambiado. Era un hombre templado, un hombre disciplinado poseedor de una sabiduría serena e implacable. No dijo nada, y dejó que Nafai entrara en casa de su padre. Dos soldados cavadores se quedaron montando guardia en la puerta.
Rasa fue a la nave a ver a Shedemei.
—Creo que Elemak no sabe que ahora tienes el manto, Shedemei. Podrías usarlo para detenerlo, para derrotarlo.
Shedemei sacudió la cabeza.
—No sé usarlo bien todavía. Estoy aprendiendo. Este manto es una pesada carga. No sé cómo Nafai pudo soportarla.
—¿no ves que está indefenso? Elemak lo matará, tal vez esta noche. No permitirá que Nafai viva hasta el amanecer.
—Lo sé —dijo Shedemei—. He recibido un mensaje de Issib, a través del índice. Ahora que llevo el manto lo oigo directamente. Dice que Luet tuvo anoche un sueño verdadero. En el sueño vio a todos los soldados cavadores dormidos, y a todos los que siguen a Elemak. Dormidos mientras tú, Nafai y todos los hombres, mujeres y niños leales viajaban montaña arriba hasta una nueva tierra.
—¿Y qué significa eso?
—Al parecer era un sueño verdadero. Eso creen Luet e Issib, y eso dice el Alma Suprema. El Alma Suprema tiene poder suficiente para dormir a los humanos. Pero como el sueño ha venido del Guardián, debemos confiar en que también él tenga poder para dormir a la gente. —Shedemei desvió los ojos—. No estoy familiarizada con estas cosas, yo no tenía visiones. Una vez soñé con un jardín, nada más.
Zdorab estaba sentado en un rincón.
—No quiere llevarme con ella —rezongó—. Insiste en que me vaya con Nafai y le ayude a fundar otra maldita colonia.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Shedemei.
—Eso, o quedarme con Elemak… ¿crees que tengo demasiadas opciones? Razona con ella, Rasa. Yo soy un bibliotecario.
—Sólo hago lo que aconsejó el Alma Suprema —dijo Shedemei—. Y el Alma Suprema dice que necesitaréis a Zdorab.
—¿Y qué hay de lo que quiero yo? —preguntó Zdorab—. Rasa, ¿no he respetado el juramento que hice a Nafai todos estos años? ¿No lo he apoyado?
—Tal vez ahora tengas la oportunidad de saldar tu deuda con él por haberte perdonado el error que cometiste durante la travesía.
Zdorab miró hacia otro lado.
—¿No puedes llevártelo? —preguntó Rasa.
—Quiero hacerlo —susurró Shedemei—, pero el Alma Suprema dice que por ahora no lo haga.
—Entonces díselo. Dile que es temporal —dijo Rasa—. Él cree que es para siempre.
Desde el rincón Zdorab habló de nuevo, y estaba sollozando.
—¿No sabes que te amo, Shedemei? ¿No sabes que no quiero vivir sin ti?
Las lágrimas también humedecieron las mejillas de Shedemei.
—Nunca creí que él… —susurró.
—¿Te amaría? —preguntó Rasa—. Tú nunca crees que alguien pueda amarte, pero te amamos. Déjale ir contigo, Shedemei. El Alma Suprema no sabe nada. Es sólo un ordenador.
Shedemei asintió gravemente, sabiendo perfectamente que Rasa no había creído ni por un instante que el Alma Suprema fuera una simple máquina.
—Zdorab —llamó Shedemei—, ¿usarás la lanzadera para llevar a Rasa y los bártulos más pesados montaña arriba? ¿Y luego para trasladar a Issib y su silla, y de nuevo a Rasa, hasta el nuevo lugar donde los nafari fundarán su colonia?
—Lo haré —dijo Zdorab.
—Y luego, cuando Nafai te diga que ya no necesita la lanzadera, ¿tendrás la amabilidad de traerla a la nave, para que podamos ponerla en órbita?
Zdorab sonrió, la abrazó.
—Sabes que el manto me mantendrá con vida por más tiempo del que es natural —le advirtió Shedemei—. Y me propongo hibernar mucho, así tendré tiempo para estudiar muchas generaciones y reunir gran cantidad de datos.
—No me importa morir antes que tú —dijo Zdorab—. Más aún, prefiero que sea así.
—Deberemos trabajar sin pausa —dijo Shedemei.
—Entonces necesitarás un secretario y bibliotecario.
—Y la paga no es mucha.
—Me doy por pagado —respondió Zdorab.
Cuando anocheció, los cavadores que montaban guardia en la puerta de Volemak se durmieron. Nafai salió sin perder tiempo, y comenzó a ir de puerta en puerta, llamando con murmullos a sus seguidores leales y reuniéndolos en el linde del bosque. No iban en silencio, a pesar de sus esfuerzos, porque no había modo de acallar a los niños, que parloteaban, lloraban o se quejaban. Pero nadie dio la alarma.
Chveya iba junto a Nafai, observando los vínculos que aún lo unían con la gente que dejaba atrás.
—Si duermen —dijo Chveya—, ¿no significa que el Alma Suprema no quiere que vayan contigo?
—Esta vez no importa lo que quiera el Alma Suprema —dijo Nafai—. Llevaré a todos los que deseen unirse a mí.
Chveya asintió.
—Pues entonces debo decirte que todavía estás unido a Eiadh y a tres de sus hijos.
—Pero no necesito hablarle —dijo Nafai— ¿Ves? Ahí viene.
Y era verdad. La acompañaban los jóvenes Yistina y Peremenya y la joven Zhivoya, la que habían secuestrado hacía veinte años. Yistina y Peremenya llevaban consigo a sus esposas, pero Muzhestvo, esposo de Zhivoya, no había acudido.
—Está dormido, y no puedo despertarlo —explicó ella con lágrimas en los ojos.
—Puedes quedarte con él —dijo Nafai—. Nadie te culpará por ello.
Ella negó con la cabeza.
—Sé qué clase de hombre es. No lo sabía cuando me casé con él, pero ahora sí. Es uno de ellos. En el fondo de su corazón, desde lo profundo de su alma, es uno de ellos. —Se apoyó las manos en el vientre—. Pero el niño es mío.
Eiadh tocó el brazo de Nafai.
—No tienes que llevarnos contigo, Nafai. Sé que eso te pone en peligro. Él nunca nos perdonará por esto. Creerá que tú y yo…
—Creerá que tú y yo hemos hecho lo mismo que él y Kokor, él y Sevet y quizás él y Dol —respondió Nafai—. Pero tú y yo sabemos que no es así, y que nunca lo será.
Eiadh sonrió vagamente ante aquellas amables palabras que, sin embargo, dejaban claro sin lugar a dudas que ella iría en calidad de ciudadana y no de amante.
—Pues entonces ya estamos todos aquí —dijo Chveya.
—No —replicó Nafai—, debo invitar a mis hermanas.
—Se acuestan con él, Padre —protestó Chveya—. Aparte de que no son las personas más de fiar del mundo.
—¿Sólo llevaremos a los fuertes y virtuosos? Sus esposos han muerto y, como bien dices, no son dechados de moralidad. Pero son mis hermanas.
Nafai regresó a la aldea.
Era un pueblo fantasma: puertas abiertas, casas abandonadas, gente profundamente dormida. Pero cuando Nafai llegó a casa de Sevet, ella estaba en la puerta, con aspecto somnoliento y sorprendido.
—He tenido un sueño —dijo cuando Nafai se le acercó—. Ni siquiera recuerdo cuál, pero me he levantado por su causa, y aquí estás.
—Nos vamos —explicó Nafai—. Antes de que Elemak tenga la oportunidad de matarme, todos los que preferimos no vivir bajo su dominio nos marchamos. Llevaremos con nosotros a los ángeles, e iremos a un lugar nuevo y lejano.
—Te seguirá y te matará si puede —dijo Sevet—. No sabes cuánto odio hay en él.
—Lo sé —le dijo Nafai—. ¿Quieres venir conmigo?
Sevet rompió a llorar.
—¿De veras me aceptarías, después de todo lo que he hecho?
—¿De veras vendrías? ¿De veras defenderías mi causa?
—Le tengo tanto miedo —dijo Sevet—. Y mi Vasnaminanya y mi Umya creen que el sol sale y se pone con él.
—Pero Panimanya está con nosotros —dijo Nafai.
—También yo —dijo Sevet.
Fueron a la puerta de Kokor. Estaba abierta, pero ella no aguardaba como Sevet. Entraron en silencio, y descubrieron que no estaba sola en la cama. Mebbekew estaba a su lado, desnudo y sudoroso en el húmedo calor de la noche. Pero Mebbekew dormía, mientras que Kokor tenía los ojos abiertos cuando entraron.
No dijeron nada, temiendo que Meb despertara. Kokor los miró en la oscuridad, parpadeando. Nafai le hizo una seña y salió con Sevet. Aguardaron a cierta distancia de la casa. Pronto ella salió, arreglándose la ropa.
—Os marcháis —dijo Kokor—. Lo he soñado.
—¿Vienes con nosotros? —preguntó Nafai. Kokor miró a Sevet con asombro.
—¿Nosotros? —interrogó.
—Puedes quedarte con él si lo prefieres, Kokor —dijo Sevet—. Creo que te ama.
—Él no ama a nadie —dijo Kokor.
—No me refería a Meb.
—Lo sé. Pero ¿no puedo ir con vosotros si así lo deseara?
—No habrá marcha atrás —le advirtió Nafai—. Y en nuestra nueva ciudad, respetaremos la ley. Ambas comprendieron lo que les decía.
—Creo que ya hemos tenido bastante —declaró Sevet.
Kokor puso los ojos en blanco.
—Yo nunca tendré bastante. Pero sé que no será Basílica. Me portaré bien.
—¿Estás segura de que no serás más feliz si te quedas? —preguntó Nafai.
—¿No quieres que te acompañemos? —preguntó Kokor.
—Claro que quiero —respondió él.
—No nos subestimes tanto, Nafai —dijo Kokor—. Conocemos la diferencia entre Elemak y tú. Sabemos distinguir el acero de la hojalata.
—Entonces vámonos —dijo Nafai—. Esta noche nos aguarda un largo viaje.
Oykib ya conducía la larga procesión por el sendero del bosque, de modo que quedaban muy pocos cuando Nafai llegó allí, entre ellos Rasa y Zdorab en la lanzadera. También estaba Shedemei.
—Cierra la nave —le recomendó Nafai—. No podrán entrar si tú no les dejas.
—Lo sé —dijo Shedemei—. La nave estará a salvo.
—No trates de hacerte la heroína —dijo Nafai—. Estaremos bien.
—Necesitáis algo más que una noche de ventaja —señaló Shedemei.
Nafai sacudió la cabeza, dispuesto a continuar la discusión, pero ella estiro el brazo y le tocó los labios para silenciarlo.
—Nyef, querido amigo, ahora soy capitana. Funda tu colonia en el desierto. Yo cuidaré la nave y decidiré cómo usar los poderes del manto.
Shedemei abrazó a Rasa y Zdorab y agitó el brazo mientras la lanzadera se elevaba en el cielo y sobrevolaba las copas de los árboles, pasando a todos los viajeros que trajinaban por la carretera. Luego abrazó a Nafai y regresó a la nave.
Nafai fue el último en emprender la marcha. Creía estar solo, pero de improviso se encontró rodeado por una docena de cavadores. Al principio creyó que el Guardián le había fallado, que el Alma Suprema había logrado mantener dormidos a sus enemigos humanos, pero que los cavadores podían despertar. Así es como moriré, pensó.
Entonces vio que no estaban armados, y que la mitad de ellos eran mujeres.
—Llévanos contigo —pidió una de ella en idioma cavador.
Nafai no dominaba tanto aquella lengua como Oykib, pero podía entenderla.
—¿A vivir entre los ángeles? Nunca se fiarán de vosotros.
—Preferimos ser siervos de los ángeles —dijo la mujer que hablaba en nombre de todos. Nafai notó que no decía «reses del cielo», sino que procuraba articular la palabra que los ángeles usaban para referirse al «pueblo»—. Fusum es un dios temible.
Nafai cabeceó asintiendo.
—Vuestra vida entre los ángeles será difícil —les advirtió—, pero tendréis mi protección, y confiaré en vosotros a menos que me deis motivos para no hacerlo. ¿Todos juráis obedecerme y no hacer daño a ninguno de los míos, sea humano o ángel?
Prestaron el juramento, y él permitió que lo siguieran. Hubo consternación entre los ángeles cuando llegaron, pero las declaraciones de Nafai y las humildes súplicas de los cavadores persuadieron a los ángeles de aceptarlos, aunque a regañadientes. Aún estaba oscuro cuando abandonaron la aldea de los ángeles y enfilaron hacia la nueva comarca para construir una nueva ciudad.
Al cabo de muchos días de viaje, cuando llegaron al lugar que Nafai había escogido años antes, sabiendo que aquel día podía llegar, pTo y Poto celebraron una pequeña ceremonia.
—Un lugar debe tener nombre —dijeron—. Y como siempre seremos conocidos como los nafari —pronunciaron una palabra que sonaba más como dapati, pero todos la entendieron—, creemos que este sitio debe llamarse la tierra de Nafai —Dapai—; y te escogemos a ti para conducirnos a todos.
Las voces aclamaron su aprobación con tanto entusiasmo que Nafai no pudo más que sonreír.
—Mucho me halaga que mis amigos pongan mi nombre a su tierra —dijo.
Pero a pesar de estas modestas palabras, todos sabían qué significaba ese nombre. Nafai era su rey. Su rey de guerra. Y con gusto morirían por él.
Shedemei oyó que Issib le decía a través del índice:
—Amanece, y estamos a gran distancia de la aldea, pero avanzamos con lentitud, Shedya, y un ejército de cavadores podría alcanzarnos al mediodía.
—No habrá ejército, ni hoy ni mañana —dijo Shedemei.
—Recuerda, Shedya —respondió Issib—. Sólo estás tú para protegernos a todos. No seas noble. No seas justa. Imponte.
—Buen consejo, Issya. Ahora deja que lo siga.
A pesar de su aplomo, Shedemei era reacia a abandonar el refugio de la nave estelar, a dejar que la puerta se cerrara a sus espaldas. El manto le daba una sensación de contacto y proximidad con todas y cada una de las partes de la nave, pero no se sentía realmente muy diferente. En la nave estaban sus herramientas, su biblioteca, su trabajo, su carrera, ella misma. Al bajar a la aldea —la mayoría de cuyas casas estaban abandonadas— se convirtió en otra persona. Nafai debía disfrutar con esto, pensó Shedemei, con esta sensación de poder, de control. Pero yo no. No me interesa averiguar cuánto poder puede canalizar mi cuerpo. No deseo saber cuánto puedo sacudir a alguien sin matarlo.
Para ser justa, era posible que Nafai tampoco lo disfrutara. Pero, a pesar de su buen corazón, era un hombre, y los hombres parecían encontrar un obsceno placer en el predominio, en la victoria. Shedemei sólo quería saber. Pero tal vez no fuera cuestión de ser hombre o mujer. Quizá era simplemente que la relación de Shedemei con los demás nunca había sido muy estrecha, en comparación con su amor al trabajo, su devoción por el estudio de los mecanismos de la vida. Se preguntó si en el fondo era tan diferente. Nafai y Elemak habían nacido para gobernar a los hombres y decidido triunfar el uno sobre el otro. Pero yo también nací para gobernar, no sobre hombres y mujeres, sino sobre organismos, códigos genéticos, sistemas biológicos, ecologías. Y, como Nafai y Elemak, me saldré con la mía.
El problema ahora no sería Elemak. El problema serían los cavadores. Shedemei podía detener fácilmente a Elemak y a sus escasos simpatizantes humanos. Pero no había manera de detener a todos los soldados de Fusum, y eran ellos quienes se encargarían de la matanza si alcanzaban a los nafari entorpecidos por niños, provisiones y rebaños durante el viaje.
Shedemei debía persuadir a los cavadores para que esperaran; si los cavadores no iban, Elemak también tendría que esperar. Shedemei recorrió la aldea, prestando poca atención al alboroto de Elemak, Mebbekew y Protchnu que registraban y revolvían las casas, clamando que los habían traicionado, que los habían abandonado. Mebbekew la vio y la llamó, luego corrió a llamar a Elemak, gritando que Shedemei se había quedado, que Shedemei no podía abandonar la nave.
—¡Tenemos los laboratorios! ¡Tenemos los ordenadores! ¡Tenemos el Alma Suprema!
Ya llegaría el momento de quitarle esa ilusión.
Shedemei se dirigió hacia el lugar donde los guardias cavadores deliberaban aterrorizados, preguntándose qué les sucedería cuando Fusum se enterase de que habían dormido toda la noche y no habían visto ni oído nada mientras la mayoría de los humanos escapaban.
—Fusum os matará —dijo en su vacilante idioma cavador.
Le respondieron en lengua humana, algo que ella agradeció.
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué nos ha sucedido? ¡Alguien nos envenenó!
—Fue el Guardián de la Tierra —les dijo Shedemei—. El Guardián de la Tierra os ha rechazado, porque os gobierna un homicida. Habéis escogido a un homicida como rey de sangre y rey de guerra. —Luego, con cierto esfuerzo, hizo brillar su piel—. ¿Creíais que el acto que cometió Fusum al profanar la estatua del Dios Intacto pasaría inadvertido?
Odiaba hacer aquello. Había costado mucho librarlos de la superstición, y ella reavivaba sus viejos temores y creencias. Pero ¿de qué otro modo podía controlarlos con los pocos poderes que tenía?
Se tendieron en posición supina ante ella, ofreciéndole el bajo vientre.
—No quiero vuestros vientres desnudos. Actuad como hombres, para variar. Si antes hubierais actuado como hombres, el Guardián de la Tierra no estaría furioso con vosotros.
—¿Qué debemos hacer, oh grande?
—Traedme al traidor, al embustero que asesinó a Nen en la cacería.
Reaccionaron como si los sacudiera una descarga eléctrica.
—¡Conque no fue la pantera! ¡No fue la pantera! —exclamaron.
—Hubo una pantera —dijo Shedemei—, pero la pantera mató a un hombre que había recibido el traicionero golpe de un amigo. —Y aun al decirlo, se preguntó si era cierto, y en todo caso cómo lo sabía.
(Buena pregunta.) La voz del Alma Suprema resonaba con claridad dentro de su cabeza.
¿Puede ser cierto?, preguntó Shedemei.
(Yo velo por los humanos. Sois los únicos que habéis sido modificados para poder oírme, y para que yo pueda tocar vuestra mente.)
Pero pusimos doce satélites en órbita, dijo Shedemei. Puedes ver, aunque no puedas oír sus pensamientos.
(No me han programado para vigilar animales.)
Bien, respondió Shedemei enfadada. Ahora te programo para que trates a los cavadores y los ángeles como si también fueran humanos.
(No son humanos, así que no puedo considerarlos como tales.)
Pues haz lo siguiente. Recuerda que los humanos ahora deben convivir con los cavadores y los ángeles, así que nuestra supervivencia y seguridad dependen de que vigiles a estos seres extraños e inteligentes. Siempre debes saber lo que hacen.
(No tengo tantos recursos como en Armonía. No tengo la energía, la memoria, la velocidad ni la capacidad de visión para observarlos a todos.)
Haz lo que puedas.
(Y cuando me pongas a trabajar en problemas matemáticos o búsquedas y comparaciones, Shedemei, apenas podré observar.)
Dentro de tus limitaciones y atendiendo a ciertas prioridades razonables, haz lo que puedas.
(Deberíamos hablar largo y tendido sobre las prioridades. Lo más pronto posible.)
No finjas impotencia. Sé qué eres y quién eres, y no necesitas que yo explique las cosas. Ahora procura ayudarme a entender a Elemak.
(No lo mates.)
Shedemei estuvo a punto de replicar que no se proponía matarlo. Pero comprendió que, en el fondo, eso era exactamente lo que se proponía. Fusum y Elemak, ambos muertos y Nafai a salvo.
¿Por qué no?
(Es preciso contener a los cavadores. Oykib les está explicando esto a Nafai e Issib en este preciso instante. Si un líder poderoso no los contiene, se desmandarán y exterminarán a ángeles y humanos por igual. La rabia y la sed de sangre son fuertes en ellos, después de tan larga contención. Fusum no les hizo desear la guerra, sino que usó ese deseo para mantenerse en el poder… Fusum montaba la pantera, pero no la dominaba, y ahora tú has liberado la pantera.
Todavía no he hecho nada.
(En toda la ciudad los cavadores se han rebelado, pues cuentan que tú, la mujer de la torre, has descendido radiante y colérica, condenándolos a todos por la traición de Fusum.)
¿Cómo lo sabes?
(Oykib lo sabe. Él oye los rezos y las maldiciones. Ya te he dicho que no tengo ojos para ver qué hacen los cavadores bajo tierra.)
Conque Nafai cree que necesito a Elemak para mantener a raya a los cavadores.
(Una vez que estén a salvo en su nueva tierra, dice Nafai, podrán rechazar cualquier ataque. Defensas naturales, peligrosas cuestas donde los cavadores quedarán expuestos a los dardos de los ángeles. Con eso bastará si logran llegar a su destino.)
Nafai ya tenía esto planeado, ¿verdad? Cuando me entregó el manto, sabía que me necesitaría para esto.
(Sí, claro. En realidad fue idea mía. Si él hubiera intentado hacer los que haces, Shedemei, habría tenido que matar a Elemak, porque Elemak no habría soportado tener que someterse una vez más. Pero llevando tú el manto de capitana, Elemak podrá soportar otra derrota, pues también le ofrecerás una victoria.)
¿Victoria?
(Sobre su único rival de consideración.)
Sacaron a Fusum a rastras de un agujero del suelo y lo tendieron ante ella. Fusum silbó, aulló y maldijo. Ella lo sometió a una leve descarga, y Fusum se sacudió en un espasmo.
—Contén la lengua —ordenó Shedemei.
Mandó que lo llevaran a la aldea humana, donde Elemak y Protchnu aguardaban con los demás humanos.
(Mebbekew planea atacarte por la espalda.)
Shedemei se dirigió a Elemak.
—Ordena a Mebbekew que salga a campo abierto y se ponga junto a ti, Elya, o tendré que darle un escarmiento y no será agradable.
Elemak se echó a reír.
—Vaya, conque por debajo de nuestra tímida y callada Shedemei había una reina esperando su momento. Sólo necesitabas un poco de poder, y aquí estás, señora de todos.
Entretanto, Mebbekew había salido de una de las casas y se había acercado a Elemak.
—Nafai se ha llevado a nuestras mujeres —se quejó.
—Si se lo preguntas, Protchnu te enseñará cómo consolarte de esa privación —dijo Shedemei. Protchnu la miró con resentimiento. También Mebbekew, cuando comprendió a qué se refería.
—Veo que ya controlas a los cavadores —dijo Elemak, señalando al cautivo Fusum.
—Al contrario —negó Shedemei—, no controlo nada. Sólo he acusado a este hombre, Fusum, de asesinar a su amigo Nen.
—Yo no lo maté —dijo Fusum.
—Lo derribó de un garrotazo sabiendo que una pantera los acechaba —declaró Shedemei—. Sólo atacó a la pantera cuando supo que Nen había muerto.
—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Elemak.
—¿No eres tú el escogido para unir a los humanos y cavadores en un solo pueblo? —lo interrogó Shedemei—. ¿No eres tú el que fundará la nación de los elemaki?
Elemak rió entre dientes.
—Desde luego. Conque la poderosa Shedemei desea que yo gobierne.
—La poderosa Shedemei se propone llevar esa nave estelar al espacio el día en que su esposo regrese con la lanzadera.
—¿Y cuándo llegará ese feliz día?
—Cuando la gran nación de los nafari esté finalmente a salvo.
—Mientras yo viva, ese día no llegará nunca —les aseguró Elemak.
Sin duda, Nafai habría tenido que matarlo.
—Bien defendida, al menos —concedió Shedemei—. Porque tú sabes y yo sé que sólo podrás conducir a estos soldados contra su reducto una cantidad limitada de veces, si deseas conservar su obediencia. Eres un líder nato, Elemak. Sabrás cuándo imponerte y cuándo persuadir. Y tendrás tus límites. Nafai y su gente estarán a salvo.
—¿Cuántos días? —preguntó Elemak, comprendiendo el trato.
—Creo que tardarás por lo menos ocho días en investigar los crímenes de este traidor. Tendrás que encontrar testigos entre sus soldados, que harán confesiones públicas sobre los asesinatos que se cometieron después de la muerte de Emeezem. La justicia lleva su tiempo.
—Ocho días.
—O hasta que regrese la lanzadera. También estarás ocupado trasladando tu aldea, para que nadie muera cuando despegue la nave.
—Veo que ya me lo tienes todo preparado. Protchnu se enfureció.
—No aceptarás esta componenda, ¿verdad, Padre? Esa víbora se ha llevado a la mitad de tu familia, a la mitad de mi familia…
—Todos los que siguieron a Nafai se fueron por voluntad propia —interrumpió Shedemei.
—¿Y debemos creer eso? —dijo Protchnu—. Tal vez Padre acepte tu trato a cambio de su poder sobre éstos —señaló desdeñosamente a los cavadores—, pero yo los seguiré y los alcanzaré, y arrancaré con mi lanza el corazón de Nafai.
—¿Y también el de tu madre? —preguntó Shedemei—. Porque ella sólo regresará con Elemak si está muerta.
—¡Ya está muerta! —aulló Protchnu—. ¡No tiene alma!
—Tendrás que perdonar al muchacho —dijo Elemak—. Está fuera de sí.
—Simplemente no entiende con quién se las está viendo —dijo Shedemei. Tendió la mano hacia Protchnu.
—¡No! —exclamó Elemak. Pero la energía ya chisporroteaba en el aire, y Protchnu brincó pataleando. Cayó al suelo entre contorsiones, y gimoteó con largos y trémulos suspiros—. Eres una zorra.
—Creo que es aconsejable que todos vean que el Guardián de la Tierra no abandona a sus servidores —dijo Shedemei—. Y ahora, que todos vean cómo Elemak imparte justicia. Llama a tus testigos, delibera con los dirigentes del pueblo cavador, y cuando dentro de ocho días llegues a un veredicto, todos veremos si eres apto para ser nombrado rey de guerra de los elemaki. Si tanto los cavadores como los humanos te reclaman como tal, te nombraré rey de guerra, y conducirás a este pueblo con legítima autoridad.
Elemak sonrió, sabiendo muy bien que ella canjeaba la libertad de aquellos cavadores por la seguridad de los nafari. Se agachó para ayudar a su hijo a levantarse.
—Pero recuerda —prosiguió Shedemei—. He dicho rey de guerra. No habrá más rey de sangre entre los cavadores. ¿Habéis oído todos?
Habían oído.
—Este sujeto ha desprestigiado esa función de tal modo que nunca más será digna. A partir de hoy está prohibido comer carne de ángeles o humanos. Cualquier hombre que coma esa carne será tan culpable como si comiera la carne de su propio hijo. Ésta es ahora la ley del pueblo, en todo el mundo. ¡Y la impondréis a los cavadores de todas las comarcas!
—Gracias por el encargo —masculló Elemak.
—Creo que llegarás a apreciar que no piensen en los humanos como canapés —murmuró Shedemei a su vez—. Si pueden comerse a tus enemigos, Elya, pronto decidirán que también tú eres comestible.
—Ya comprendo. ¿Has terminado?
—Los cavadores no perseguirán a los nafari —dijo Shedemei.
—¿Crees que no podremos seguir sus huellas? —preguntó Elemak.
—Ni habrá emboscadas en la carretera.
—Entiendo el trato. Sé que me han humillado una vez más, y esta vez Nafai se ha llevado a mi esposa y la mitad de mi familia, y tú has derribado a mi hijo. Pero sabré soportarlo, porque me has dado una nación. Una nación de feos roedores que viven en la roña, pero he tratado con peor gentuza en las caravanas de Armonía, aunque tuviera forma humana. Un día venceré a Nafai, Shedemei, pienses lo que pienses. Pero si te hace sentir mejor, no me lo comeré. Y tampoco permitiré que se lo coman otros, salvo los cuervos y los buitres.
—Me complace tu espíritu conciliador. Elemak sonrió, se alejó de ella y habló con los cavadores que retenían a Fusum.
—Llevad al prisionero a mi casa. Y luego traedme a quienes crean saber algo sobre los crímenes de este hombre. —Miró de nuevo a Shedemei—. Calculo que eso nos llevará todo el primer día.
Shedemei se volvió hacia Protchnu, que tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas.
—No has debido hacerme eso —dijo Protchnu—. Ha estado mal.
—Eras un chico muy prometedor —respondió amablemente Shedemei—. De todos los resultados trágicos que ha tenido esta larga guerra entre hermanos, tú eres el más lamentable.
Protchnu se puso lívido.
—Lo mataré, Shedya. Los mataré a todos. A todos y a cada uno de ellos.
—¿Estás diciendo, pues, que sabes que tu padre fracasará?
—Me refiero a matar a todos los que él me deje.
—Sabes la verdad, Protchnu. Deja de preocuparte por la venganza y procura ser un líder. Esta gente necesita un rey mucho más de lo que tu padre necesita una justificación. Hizo todo lo que hizo por el poder. Ahora lo tiene. Ya verás. Irá a la guerra sin convicción, y perderá porque su hambre está satisfecha.
—No conoces a mi padre —dijo Protchnu con orgullo—. Ni me conoces a mí.
—Nadie os conoce —dijo Shedemei—. Así que tal vez nos sorprendáis a todos.
Ocho días después, Zdorab regresó en la lanzadera. Llegó a tiempo para presenciar la ejecución de Fusum, a quien degolló uno de sus propios soldados. Luego colgaron su cuerpo de una rama, para que ninguna parte de él tocara la sagrada tierra. Shedemei, con la piel radiante, avanzó unos pasos y celebró el ritual de nombrar a Elemak rey de guerra. La gente lo aclamó y vitoreó, luego miró en silencio mientras Shedemei y Zdorab se elevaban en la lanzadera y entraban en la torre.
La puerta se cerró, y Elemak partió de inmediato con doscientos soldados, dejando a Muzhestvo —el hijo menor de Mebbekew, de veintitrés años— al mando de la gente en su ausencia. El ejército de Elemak subía por el desfiladero cuando la nave estelar rugió y se elevó en el cielo.
Se convirtió en otro punto de luz en el firmamento nocturno que daba vueltas y vueltas, cambiando de cuando en cuando de posición. Se llamaba Basílica, pero con el tiempo todos olvidarían por qué, o qué era, o que alguna vez había sido una torre que se erguía en la primera comunidad humana que ocupaba la Tierra después de cuarenta millones de años.
El ejército de Elemak siguió la ancha senda de la migración nafari, pero cuando llegó al peñasco rocoso que bloqueaba el paso meridional del ancho y alto valle de la tierra de Nafai, los ángeles los atacaron desde el aire, lanzando dardos contra sus espaldas expuestas. Veinte cavadores perecieron en aquel lugar, y otros cuarenta resultaron heridos. Regresaron a casa a duras penas, y Elemak les enseñó a fabricar armaduras para que al año siguiente lo intentaran de nuevo.
Y así siguió, año tras año. Pero entre guerra y guerra, ambas naciones prosperaron y crecieron, y ambas enviaron a comerciantes y maestros para enseñar la nueva agricultura, los nuevos modos de guerra, y los nuevos mitos y leyendas y religiones a todas las ciudades de cavadores y a todas las aldeas de ángeles.
Se sucedieron las generaciones, y los humanos fueron cientos, y luego miles, y luego cientos de miles, y no había ninguna ciudad de cavadores que no tuviera encima casas humanas, ni una aldea de ángeles que no tuviera humanos sumándose a la canción nocturna. El término con que ambas sociedades denominaban a los humanos era «gente media», porque estaban entre los ángeles del cielo y los cavadores de la tierra.
En el cielo, la nave estelar daba vueltas y vueltas, rebosante de vida. Shedemei y Zdorab dormían a menudo, pero al despertar usaban la lanzadera para explorar, para reunir especímenes e introducir nuevas variaciones, para mejorar y fortalecer los jardines de la Tierra. Con el tiempo, el cuerpo de Zdorab se consumió, y Shedemei lo puso a descansar en un campo donde crecían flores que ella había traído de Armonía. Luego, a solas, despertaba con menos frecuencia. Pero de cuando en cuando visitaba la Tierra, recogía especímenes, cuidaba los jardines, y observaba en silencio cómo la gente se esparcía por la faz de la Tierra, cada vez más inteligente y más fiera, y siempre en guerra.
¿Qué otra cosa cabía esperar? La raza humana había vuelto al hogar.