1 SI DESPIERTO ANTES DE MORIR

1. PELEA CON DIOS

Vasadka: el lugar donde los humanos hollaron por primera vez el planeta que llamaron Armonía. Sus naves estelares se posaron en tierra; el primer colono desembarcó y plantó cereales en la fecunda tierra que se hallaba al sur de la zona de aterrizaje. Con el tiempo todos los colonos descendieron de las naves, siguieron viaje, se alejaron de allí.

Las naves abandonadas se habrían oxidado, deteriorado, estropeado. Pero los humanos que llegaron a ese lugar tenían visión de futuro. Es posible que alguna vez nuestros descendientes quieran estas naves, dijeron. Así que encerraron la zona de aterrizaje en un campo de éxtasis. Las naves no recibirían polvo, ni lluvia ni condensación, ni la luz del sol ni la radiación ultravioleta. El oxígeno, el más corrosivo de los venenos, fue eliminado de la atmósfera interior de la cúpula. El ordenador maestro del planeta Armonía —al que los descendientes de esos primeros colonos llamaron Alma Suprema— mantuvo a todos los humanos alejados de la gran isla donde habían descendido las naves. Dentro de esa burbuja protectora, las naves estelares aguardaron cuarenta millones de años.

Pero la burbuja ya no estaba. El aire era respirable.

En el campo de aterrizaje se oían nuevamente voces de seres humanos. Y no sólo de los graves adultos que habían sido los primeros en recorrer ese terreno. Muchos de los que correteaban de un edificio a otro eran niños. Todos trabajaban con empeño, tomando partes funcionales de las otras naves para transformar una de ellas en una nave operativa. Y cuando la nave que bautizaron Basílica, estuviera preparada, con todas las piezas en funcionamiento, plenamente cargada y aprovisionada, entrarían en ella por última vez y dejarían este mundo donde habían vivido más de un millón de generaciones de sus antepasados, para regresar a la Tierra, el planeta donde había nacido la civilización humana, pero donde había durado menos de diez mil años.

Qué es la Tierra para nosotros, se preguntaba Hushidh, mirando a los niños y adultos que trabajaban. ¿Por qué nos tomamos tantas molestias para regresar allá, cuando Armonía es nuestro hogar? Los eslabones que antes nos unían sin duda se han oxidado en todos estos años.

Pero irían, porque el Alma Suprema los había escogido para ir. Había encauzado y manipulado sus vidas para llevarlos a ese lugar en ese momento. Hushidh agradecía la atención que les había dispensado el Alma Suprema, pero en ocasiones le fastidiaba que no hubieran tenido la libertad de decidir el curso de sus vidas.

Pero si no tenemos vínculos con la Tierra, tenemos aún menos con Armonía, pensó Hushidh. Y ella era la única de esas personas que podía comprobar que esta observación era literalmente cierta. Todos los que estaban allí habían sido escogidos por su sensibilidad a las comunicaciones mentales del Alma Suprema; en Hushidh esta sensibilidad cobraba una extraña forma. Podía mirar a las personas y detectar de inmediato la fuerza de las relaciones que las unían a los demás. Lo percibía como una visión, en la vigilia. Podía ver las relaciones como cordeles de luz, anudando cada persona al resto.

Por ejemplo, su hermana menor, Luet, la única pariente de sangre que Hushidh había conocido en su infancia. Mientras Hushidh descansaba a la sombra, Luet se acercó seguida por su hija Chveya, llevando el almuerzo para los que trabajaban en los ordenadores de la nave estelar. Toda su vida Hushidh había considerado su conexión con Lutya como su vínculo más firme. Ambas crecieron sin saber quiénes eran sus padres, como niñas abandonadas en la gran casa de enseñanza de Rasa en Basílica. Todos los temores, todos los engaños, todas las incertidumbres eran soportables, no obstante, porque estaba Lutya, unida a ella por lazos indisolubles, aunque fueran invisibles para todos menos para Hushidh.

También había otros lazos. Hushidh recordaba cuánto le había dolido ver crecer el lazo entre Luet y su esposo Nafai, un joven problemático que a veces demostraba más apasionamiento que sensatez. Para su sorpresa, sin embargo, el nuevo vínculo de Lutya con su esposo no debilitó su vínculo con Hushidh; y cuando Hushidh se casó a su vez con Issib, el hermano de Nafai, el lazo entre ella y Luet se volvió más fuerte que en su infancia, algo que Hushidh creía imposible.

Así que ahora, al ver pasar a Luet y Chveya, Hushidh no las veía sólo como madre e hija, sino como dos seres de luz, unidos por un cordel grueso y rutilante. No había vínculo más fuerte que éste. Chveya también amaba a su padre Nafai, pero el lazo entre los hijos y el padre siempre era más inestable. Estaba en la naturaleza de la familia humana. En la madre, los hijos buscaban alimento, consuelo, un cimiento firme. Del padre, en cambio, buscaban la consideración, ansiando la aprobación, temiendo la condena. La influencia del padre era igualmente poderosa pero, por cariñoso que éste fuera, casi siempre había un elemento de temor en la relación, pues el hijo concentraba en el padre su temor al fracaso. Había excepciones, pero Hushidh había aprendido a esperar que en la mayoría de los casos el lazo con la madre fuera el más fuerte y brillante.

Mientras pensaba en la conexión entre madre e hija, Hushidh pasó por alto un importante detalle. Sólo reparó en lo que faltaba cuando Luet y Chveya entraron en la nave estelar: la conexión entre Lutya y ella.

Pero eso era imposible. ¿Después de tantos años? ¿Y por qué el lazo sería ahora más débil? No habían reñido. Al contrario, estaban más unidas que nunca. ¿No habían sido aliadas durante las largas luchas entre el esposo de Luet y sus malvados hermanos mayores? ¿Qué podía haber cambiado?

Hushidh siguió a Luet y la encontró en la cabina del piloto, donde Issib, el esposo de Hushidh, deliberaba con Nafai, el esposo de Luet, acerca del sistema informático de soporte vital. Los ordenadores nunca habían interesado a Hushidh. Le interesaba la realidad, la gente de carne y hueso, no esos ingenios artificiales basados en unos y ceros. A veces pensaba que los ordenadores atraían a los hombres precisamente por su irrealidad. A diferencia de las mujeres y los hijos, los ordenadores se podían controlar totalmente. Así que Hushidh sentía un secreto deleite cuando un programa obstinado hacía rabiar a Issya o Nyef hasta que encontraban el error de programación. También sospechaba que Issya, cuando uno de sus hijos era obstinado, creía en el fondo de su corazón que el problema consistía en hallar el error en la programación del niño. Hushidh sabía que no era un error, sino un alma inventándose a sí misma. Cuando trataba de explicarle esto a Issya, él dejaba la mirada perdida y huía de nuevo a sus ordenadores.

Pero hoy todo funcionaba bien. Luet y Chveya sirvieron el almuerzo para los hombres. Hushidh, que no tenía un cometido específico, las ayudó, pero cuando Luet mencionó que los otros que trabajaban en la nave también necesitaban comer, Hushidh ignoró las insinuaciones y así obligó a Luet y Chveya a ir a llamarlos.

Issib podía ser hombre y preferir los ordenadores a los niños, pero era perspicaz. En cuanto Luet y Chveya se fueron, preguntó:

—¿Querías hablar conmigo, Shuya, o con Nyef? Hushidh besó a su esposo en la mejilla.

—Con Nyef, desde luego. Ya sé todo lo que piensas tú.

—Y antes de que yo lo sepa —dijo Issib, fingiendo un tono lastimero—. Bien, si queréis hablar en privado, tendréis que salir vosotros. Estoy ocupado y no pienso irme de la habitación donde está la comida.

No mencionó que levantarse e irse era más problemático para él. Aunque en las inmediaciones de la nave estelar sus flotadores funcionaban y no estaba atado a su silla, el desplazamiento físico representaba un gran esfuerzo para Issib.

Nyef terminó de teclear una orden, se levantó y llevó a Hushidh a un corredor.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Hushidh fue al grano.

—Tú sabes cómo veo las cosas.

—¿Te refieres a las relaciones entre las personas? Sí, lo sé.

—Hoy he visto algo muy perturbador. Nafai esperó a que ella continuara.

—Luet está… bien, separada. No de ti. Ni de Chveya, sino de todos los demás.

—¿Qué significa eso?

—No sé —dudó Hushidh—. No sé leer la mente. Pero me preocupa. Tú no estás separado. Sigues unido por lazos de amor y lealtad aun a tus repelentes hermanos mayores, vete a saber por qué, aun a tus hermanas y a sus lamentables maridos…

—Veo que sientes el mayor de los respetos por ellos —interrumpió Nyef.

—Sólo digo que Luet también compartía ese sentido de la obligación hacia la comunidad. Tenía contacto con todos. No como tú, pero su contacto con las mujeres era más fuerte. Mucho más fuerte. Era la cuidadora de las mujeres. Desde que en Basílica descubrieron que era la vidente de las aguas, ha tenido ese don. Pero se acabó.

—¿Está embarazada de nuevo? No debería estarlo. No puede haber mujeres encintas durante el lanzamiento.

—No es eso. No está ensimismada como ocurre con las mujeres que están encinta. —Hushidh se sorprendió de que Nafai hubiera recordado aquel detalle. Años atrás le había mencionado que las mujeres preñadas perdían contacto con los demás, pues se concentraban en el niño. Así era Nafai. Durante días, semanas o meses actuaba como un adolescente bobalicón, capaz de decir la mayor barrabasada en el momento menos apropiado, como si no tuviera en cuenta los sentimientos ajenos. Y de pronto demostraba que no se perdía detalle, que observaba y recordaba todo. Lo cual sugería que cuando era grosero lo era adrede. Hushidh no sabía qué pensar.

—¿Entonces qué es?

—Creía que tú me lo contarías a mí —respondió Hushidh—. ¿ Luet ha mencionado algo que te hiciera pensar que se estaba distanciando de todos excepto de ti y de vuestros hijos?

Nafai se encogió de hombros.

—Tal vez sí y no lo he notado. No siempre noto las cosas.

El solo hecho de que lo dijera consiguió que Hushidh lo dudara. Nafai lo había notado, pero no quería hablar de ello con Hushidh.

—Sea lo que fuere —dijo Hushidh—, tú y ella no estáis de acuerdo.

Nafai la miró con mal ceño.

—Si no crees en lo que digo, ¿por qué te molestas en preguntar?

—Me aferró a la esperanza de que un día decidas que soy digna de escuchar los grandes secretos.

—Cielos, parece que hoy no andamos en buena sintonía —exclamó Nafai.

Cuando empezaba a portarse como un hermanito menor, Hushidh lo detestaba.

—Alguna vez le señalaré a Luet que cometió un grave error el día en que impidió que esas mujeres te mataran por violar la santidad del lago de Basílica.

—Soy de la misma opinión. Me habría ahorrado el dolor de verte sufrir la angustia de ser mi cuñada.

—Antes preferiría parir todos los días, y con eso está todo dicho —repuso Hushidh. Él sonrió.

—Veré qué puedo hacer —dijo—. Con franqueza, no sé por qué Luet se separaría de todos los demás, y creo que es peligroso, así que veré qué puedo hacer.

Conque iba a tomarla en serio, aunque no le dijera cuál creía que era el problema. Bien, no cabía esperar más. Nafai podía ser líder de aquella comunidad, pero no era precisamente porque tuviera talento para ello. Elemak, el hermano mayor de Nafai, era un líder nato. Pero Nafai tenía al Alma Suprema de su parte —mejor dicho, el Alma Suprema tenía a Nafai de su parte— y el Alma Suprema le había dado poder para gobernar. La autoridad no le sentaba bien y nunca sabía qué hacer con ella. Cometía errores. Hushidh esperaba que esta vez no cometiera ninguno.

Potya tendría hambre. Tenía que regresar a casa. Como Hushidh estaba amamantando a su hijo, quedaba exenta de la mayoría de las labores relacionadas con la preparación del lanzamiento. Más aún, la fecha del lanzamiento se había fijado teniendo en cuenta su preñez. Ella y Rasa habían sido las últimas en quedar encintas cuando descubrieron que no podía haber embarazos durante el viaje. Las sustancias químicas y la baja temperatura que los mantendrían en animación suspendida durante la travesía podían ser fatales para un embrión. La hija de Rasa, una chiquilla a quien ésta había puesto el afectuoso nombre de Tsennyi, que significaba «Preciosa», había nacido un mes antes del sexto vástago de Hushidh, que era su tercer varón. Ella lo había llamado Shyopot, «Susurro», y Potya era su apelativo cariñoso. Había llegado a último momento, como un murmullo del Alma Suprema. El último susurro de su corazón antes de abandonar aquel mundo para siempre. El nombre le había parecido raro a Issib, pero era mejor que «Preciosa», que parecía una demostración de que Rasa había perdido todo sentido de la proporción. Potya estaba esperando, Potya tenía hambre, insistían los pechos de Hushidh.

Al salir de la nave, sin embargo, se cruzó con Luet, que la saludó jovialmente, con la dulzura y el cariño de costumbre. Hushidh quiso abofetearla. ¡No me mientas! No parezcas tan normal cuando sé que te has aislado de mí en tu corazón. Si puedes llevar ese cariño como una máscara, nunca más podré disfrutarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó Luet.

—¿Qué podría pasar? —preguntó Hushidh.

—No puedes ocultar tus sentimientos —dijo Luet—. Al menos ante mí. Estás enfadada conmigo y no sé por qué.

—No hablemos de esto ahora —repuso Hushidh.

—¿Cuándo, entonces? ¿Qué he hecho?

—Eso es exactamente lo que quisiera saber. ¿Qué has hecho? ¿O qué piensas hacer?

Eso era. El pestañeo de Luet, su vacilación, como si no supiera cómo reaccionar… Hushidh supo que Luet pensaba hacer algo. Sí, tramaba algo que le exigía distanciarse emocionalmente de todos los demás miembros de la comunidad.

—Nada —dijo Luet—. No soy distinta de los demás, Hushidh. Crío a mis hijos y trabajo en los preparativos para el viaje.

—No sé qué estás tramando, Lutya, pero no lo hagas. No vale la pena.

—Ni siquiera sabes de qué estás hablando.

—Es verdad, pero tú sí. Y te digo que no vale la pena que te aísles del resto de nosotros. No vale la pena que te aísles de mí.

Luet parecía desconcertada, y esto al menos no era fingido. A no ser que todo lo demás fuera fingido y siempre lo hubiera sido. Hushidh no se atrevía a creer semejante cosa.

—Shuya —dijo Luet—, ¿has visto eso? ¿Es verdad? No lo sabía, pero tal vez sea cieno, tal vez ya me he separado de… Oh, Shuya. —Luet rodeó a Hushidh con los brazos.

Con renuencia, y preguntándose el porqué de tal renuencia, Hushidh la abrazó a su vez.

—No lo haré —dijo Luet—, no haré nada que me aislé de ti. No puedo creer… ¿No puedes hacer algo al respecto?

—¿Hacer algo? —preguntó Hushidh.

—Ya sabes, como hiciste con los hombres de Rashgallivak cuando él fue a casa de tía Rasa aquella vez, con la intención de llevarse a sus hijas. Lo privaste de la lealtad de sus hombres y lo derrotaste. ¿No lo recuerdas?

Hushidh lo recordaba, claro que sí. Pero eso había sido fácil, pues ella veía que los lazos que unían a Rash con sus hombres eran muy débiles, y sólo necesitó las palabras acertadas y cierto aplomo desdeñoso para lograr que lo abandonaran al instante.

—No es lo mismo —repuso—. No puedo obligar a la gente a hacer cosas. Pude despojar a los hombres de Rash de su lealtad porque en realidad no querían seguirlo. No puedo reconstruir tus lazos con los demás. Es algo que tendrás que hacer por ti misma.

—Pero quiero hacerlo —dijo Luet.

—¿Qué sucede? —preguntó Hushidh—. Explícamelo.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque no sucede nada.

—Pero algo sucederá, ¿verdad?

—¡No! —exclamó Luet, con voz airada, terminante—. No sucederá. Y por tanto no hay nada de qué hablar.

Luet huyó por la escalerilla que conducía al centro de la nave, donde aguardaba la comida, donde se estaban reuniendo los demás.

Es el Alma Suprema, comprendió Hushidh. El Alma Suprema ha pedido a Luet que haga algo que ella no desea hacer. Y si lo hace, la aislará del resto de nosotros. De todos excepto de su esposo y sus hijos. ¿Qué es? ¿Qué se propone el Alma Suprema?

¿Y por qué el Alma Suprema no había incluido a Hushidh en sus planes?

Por primera vez, Hushidh se sorprendió pensando en el Alma Suprema como en un enemigo. Descubrió que no la unían fuertes lazos de lealtad con el Alma Suprema. La mera sospecha los había disuelto. ¿Qué estás haciendo conmigo y con mi hermana, oh santa? Sea lo que fuere, no sigas con ello.

Pero no recibió ninguna respuesta. Sólo el silencio.

El Alma Suprema ha escogido a Luet para hacer algo, y no me ha escogido a mí. ¿Qué es? Tengo que averiguarlo. Porque si es algo terrible, lo impediré.


Luet no estaba conforme con el edificio donde ahora vivían. Superficies duras, lisas y muertas. Echaba de menos la casa de madera donde habían vivido ocho años en la pequeña aldea de Dostatok, antes de que su esposo encontrara y abriera el antiguo puerto estelar de Vasadka. Y antes de eso, había vivido en la casa de Rasa en Basílica. La ciudad de las mujeres, la ciudad de la gracia. A veces añoraba la bruma del oculto lago sagrado, el bullicio de los mercados atestados, las filas incesantes de edificios que invadían las calles. Pero este sitio… ¿alguna vez sus constructores lo habían considerado hermoso? ¿Les había agradado vivir en lugares tan muertos?

Aun así era un hogar, porque era el lugar donde sus hijos se reunían para dormir y comer, el lugar al que Nafai regresaba por la noche para acostarse fatigosamente junto a ella. Y cuando llegara el momento de entrar en la nave estelar que habían bautizado con el nombre de Basílica, sin duda también extrañaría este lugar, los recuerdos del trabajo frenético y los niños alborotados y los temores sin fundamento. Siempre que fueran temores sin fundamento.

El retorno a la Tierra… ¿qué significaba eso, cuando ningún humano había estado allí durante millones de años? Y esos sueños que seguían acuciándolos, sueños de ratas gigantes que parecían poseer una inteligencia malévola, sueños de seres semejantes a murciélagos que parecían ser aliados pero eran increíblemente feos. Ni siquiera el Alma Suprema conocía el significado de aquellos sueños, ni por qué los enviaba el Guardián de la Tierra. A juzgar por los sueños de todos, Luet sospechaba que la Tierra no sería un paraíso.

Pero ante todo la asustaba el viaje, y quizá sucediera lo mismo con los demás. ¿Cien años de sueño? ¿Y supuestamente despertarían sin haber envejecido un solo día? Parecía algo salido de un mito, como la pobre niña que se cortó el dedo con un diente de ratón y se quedó dormida, y al despertar descubrió que todas las muchachas ricas y bellas eran ancianas gordas, y ella era la más joven y bella de todas. Pero todavía era pobre. Qué final tan raro, pensó Luet, qué raro que todavía fuera pobre. Sin duda habría alguna versión donde el rey la escogía por su belleza en vez de casarse con la mujer más rica para adueñarse de sus propiedades. Pero eso no tenía nada que ver con lo que la preocupaba ahora. ¿Por qué había divagado tanto? Oh, sí. Porque estaba pensando en el viaje. En acostarse en la nave y dejar que el sistema de soporte vital le insertara agujas y la congelara para la travesía. ¿Cómo saber que no morirían?

Bien, podrían haber muerto mil veces desde que comenzó la decadencia de Basílica. En cambio habían sobrevivido hasta ahora, y el Alma Suprema los había conducido a este lugar, y hasta ahora todo funcionaba aceptablemente. Tenían hijos. Habían prosperado. Nadie había muerto ni había sufrido heridas graves. Desde que el Alma Suprema había entregado a Nafai el manto de capitán, aun Elemak y Mebbekew, sus odiosos hermanos mayores, habían colaborado bastante, aunque era bien sabido que odiaban la idea de regresar a la Tierra.

¿Entonces por qué el Alma Suprema estaba tan empeñada en arruinarlo todo?

(Estoy empeñada en salvar vuestras vidas, la tuya y la de tu esposo.) En ese lugar donde vivía el Alma Suprema, Luet oía su voz con mayor claridad que en Basílica.

—El manto de capitán protegerá a Nafai —murmuró Luet—. Y él nos protegerá a nosotros.

(¿Y cuando sea viejo? ¿Cuando Elemak haya enseñado a sus hijos a odiarte a ti y a tus hijos? Es matemática elemental, Luet. Cuando llegue la división de vuestra comunidad —y llegará ineluctablemente—, de una parte quedarán Elemak y sus hijos, Mebbekew y su hijo, Obring y sus dos hijos, Vas y su hijo. Cuatro varones fuertes y adultos, ocho jóvenes. ¿Y de vuestra parte, quién? Tu esposo. Pero ¿quiénes son sus aliados? ¿Su padre, Volemak?)

—Viejo —murmuró Luet.

(Sí, demasiado viejo. E Issib es muy frágil, tullido de nacimiento. El único hombre mayor es Zdorab, ¿y cómo saber a quién defenderá?)

—Aunque se pusiera de parte de Nafai, no es mucho.

(Entonces entiendes el problema. Aun con tus cuatro hijos, los tres de Issib y los dos de Volemak, no formaréis un gran ejército. De cualquier modo, Elemak atacará pronto, antes de que los hijos hayan crecido. Así que serán cuatro hombres fuertes y brutales contra un solo hombre que no es fuerte ni brutal.)

—Sólo si Nafai no logra mantener a todo el mundo unido.

(Elemak sólo aguarda el momento apropiado. Lo sé. Así que debes persuadirlo de hacer lo que te he mostrado…)

—Hazlo tú.

(A mí no me escuchará.)

—Porque sabe que tu plan sería calamitoso. Conduciría a los mismos resultados que afirmas tratar de impedir.

(Claro que habrá cierto resentimiento…)

—¿Resentimiento? Oh, sólo un poco. Llegamos a la Tierra, todos los adultos despiertan de la animación suspendida y descubren que… ¡vaya! Nafai y Luet se olvidaron de ponerse a dormir y, vaya de nuevo, despertaron a varios niños mayores para que los acompañaran durante los diez años de viaje. Verás, querida hermana Shuya, cuando te fuiste a dormir tu hija Dza sólo tenía ocho años, pero ahora tiene dieciocho, y se ha casado con Padarok, quien dicho sea de paso ahora tiene diecisiete años. Perdonad el descuido, Shedemei y Zdorab, sabíamos que no os importaría que nosotros criáramos a vuestro único hijo. Y ya que estaban despiertos, nos pasarnos el tiempo adiestrándolos, de modo que ahora son expertos en todo lo que se necesita saber para construir la colonia. Además están crecidos y pueden trabajar como adultos. Pero, vaya de nuevo, ninguno de vuestros hijos, Eiadh, Kokor, Sevet y Dol, ninguno de vuestros hijos posee esta capacitación. Los vuestros son chiquillos que no podrán ayudar mucho.

(Veo que has reflexionado sobre todos los aspectos del plan. ¿Por qué no entiendes que es tan necesario como viable?)

—Se enfurecerán —dijo Luet—. Todos nos odiarán. Volemak, Rasa, Issib, Shuya, Shedemei y Zdorab porque les robamos a sus hijos mayores, y los demás porque no dimos a sus hijos la misma ventaja.

(Se enfurecerán, pero los que son mis amigos de confianza pronto comprenderán que era menester que sus hijos fueran mayores y más fuertes. Alterará el equilibrio del poder físico en la comunidad. Os mantendrá a todos con vida.)

—Siempre sabrán que la comunidad se disolvió porque Nafai y yo hicimos algo terrible. Nos odiarán y nos culparán y jamás confiarán de nuevo en nosotros.

(Yo les diré que fue idea mía.)

—Y ellos dirán que tú eres un ordenador y no entendías los sentimientos humanos, pero que nosotros sí, y tendríamos que habernos negado a hacerlo.

(Tal vez deberías. Pero no te negarás.)

—Ya me he negado. Me niego otra vez.

(Te niegas con los labios y con la mente, pero Hushidh lo vio en tu corazón: ya estás preparándote para obedecerme.)

—¡No! —exclamó Luet.

—¿Madre? —preguntó Chveya desde el otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa, Veya?

—¿Con quién hablas?

—Hablaba en sueños. Tonterías. Vuelve a dormir.

—¿Padre ya ha regresado?

—Todavía está en la nave con Issib.

—¿Madre?

—Duérmete, Chveya. Va en serio.

Oyó el susurro de las sandalias de Chveya. ¿Qué habría oído la niña? ¿Cuánto tiempo había pasado escuchando frente a la puerta?

(Lo ha oído todo.)

¿Por qué no me has avisado?

(¿Por qué hablabas en voz alta? Oigo tus pensamientos.)

Porque cuando hablo en voz alta pienso con más claridad. ¿Cuál es tu plan, lograr que Chveya lleve a cabo tu complot?

(Como te niegas a hablar de ello con Nafai, he despertado a Chveya para que oyera lo que decías. Ella le mencionará el asunto.)

¿Por qué no podías hablar con él?

(Se niega a escucharme.)

Pues es un hombre muy sabio. Por eso lo amo.

(Él necesita otra perspectiva. Tú habrías sido mejor, pero me conformaré con Chveya.)

Deja a mis hijos en paz.

(Tus hijos son personas autónomas. Cuando tenías la edad de Chveya, ya eras conocida como la vidente de las aguas en Basílica. Entonces no te quejaste de tener una relación conmigo. Y cuando Chveya comenzó a recibir sueños del Guardián de la Tierra, creo recordar que te alegraste.)

—Y pensar que alguna vez he creído que eras… un dios.

(¿Y ahora qué crees que soy?)

—Si no supiera que eres un programa informático, diría que eres una zorra odiosa y entrometida.

(Puedes enfadarte conmigo si lo deseas. No me ofendes. Incluso te entiendo. Pero debes tener una perspectiva más amplia, Luet. Como yo.)

—Sí, tu perspectiva es tan amplia que ni siquiera notas que arruinas la vida de pequeños insectos como nosotros.

(¿Tan terrible ha sido tu vida hasta ahora?)

—Digamos que no ha sido como esperaba. (Pero ¿ha sido tan terrible?)

—Cállate y déjame en paz.

Luet se acostó y trató de dormir.

Pero seguía recordando. Ya no estoy conectada con los demás en esta comunidad, pensó Luet. Eso significa que en mi corazón ya tengo la intención inconsciente de hacer lo que ha planeado el Alma Suprema. Así que será mejor que no me resista y lo haga conscientemente.

Será mejor que lo haga, así podré pasarme el resto de mi vida sabiendo que mi hermana, la tía Rasa y la querida Shedemei me odian y que merezco con creces ese odio.

2. EL ROSTRO DEL ANTIGUO

Todos esperaban que ese año la escultura de Kiti fuera un retrato de su otro-yo, kTi. También era la intención de Kiti, hasta el momento en que descubrió su arcilla en la ribera y se puso a trabajar, punzándola y aflojándola con su lanza. En la aldea no había joven más amado ni más admirado que kTi; se decía que una de las grandes damas lo elegiría como esposo, ofreciéndole un matrimonio vitalicio, algo extraordinario en alguien tan joven. De suceder, Kiti, siendo el otro-yo de kTi, habría tenido que ser incluido en el matrimonio. A fin de cuentas, dado que él y kTi eran idénticos, no importaba quién de ellos fuera el padre de un hijo.

Pero Kiti sabía que él y kTi no eran idénticos. Sus cuerpos eran iguales, como en cualquier par-natal. Como una cuarta parte de los pares-natales llegaba a la madurez, no era raro que dos jóvenes idénticos se dispusieran a ofrecerse a las damas de la aldea para ser tomados o rechazados como par. Así que por costumbre y cortesía, todos demostraban a Kiti el mismo respeto que demostraban a su otro-yo. Pero todos sabían que era kTi, no Kiti, quien se había ganado su reputación de astucia y fuerza.

No era justo que kTi fuera el único en tener fama de listo. A menudo, cuando los dos volaban juntos, guardando un rebaño, buscando diablos o ahuyentando cuervos de los maizales, era Kiti quien decía «Esa cabra tratará de ir hacia allá» o «Es probable que los diablos usen ese árbol». Y al comienzo de su hazaña más famosa, fue Kiti quien dijo: «Fingiré que estoy herido en esa rama, mientras tú aguardas con tu lanza en ese lugar más alto.» Pero cuando se contaba la historia, parecía que era kTi el que pensaba en todo. ¿Por qué iba la gente a creer lo contrario? Siempre era kTi quien actuaba, y siempre era kTi el que triunfaba con su audacia, mientras Kiti lo seguía para ayudarle, a veces para salvarlo, pero nunca al mando.

Nunca podría explicarle esto a nadie. Sería profundamente vergonzoso que un miembro de un par-natal quitara gloria a su otro-yo. Además, a Kiti le parecía justo. Por buena que hubiera sido una idea de Kiti, siempre se concretaba gracias a la valentía de kTi.

¿Por qué era así? Kiti no era cobarde, a fin de cuentas. ¿No acompañaba siempre a kTi en sus aventuras más audaces? ¿No era Kiti quien aguardaba temblando en una rama, fingiendo estar herido y aterrorizado, oyendo el rumor de una puerta-de-diablos que se abría en el tronco del árbol y el susurro de las patas de diablo que se acercaban por la rama? ¿Nadie comprendía que se requería mayor coraje para quedarse quieto, esperando, confiando en que kTi llegara a tiempo con su lanza? No, la historia que circulaba en la aldea hablaba sólo del atrevido plan de kTi, del triunfo de kTi sobre el diablo.

No debí enfadarme tanto, pensó Kiti. Por eso me arrebataron a mi otro-yo. Por eso, cuando la tormenta nos sorprendió en el descampado, Viento arrancó los pies y los dedos de kTi de la rama, y kTi fue llevado al cielo para volar con los dioses. Kiti no valía la pena, y había permanecido aferrado a la rama hasta que Viento se fue. Era como si Viento le dijera: Envidiabas a tu otro-yo, así que os he separado para mostrarte cuan poco vales sin él.

Por eso Kiti se proponía esculpir el rostro de su otro-yo. Y por eso mismo no pudo hacerlo. Pues para esculpir el rostro de kTi debía esculpir el suyo propio, y su profundo sentimiento de indignidad se lo impedía.

Pero tenía que esculpir algo. De su boca ya brotaba la saliva para humedecer la arcilla, para lamerla y alisarla, para dar una pátina lustrosa a la escultura concluida. Pero resultaría escandaloso no esculpir el rostro de su otro-yo tan poco después de la muerte de kTi. Sería interpretado como falta de afecto natural. Las damas pensarían que no amaba a su hermano, y no querrían su simiente en la familia. Sólo una simple mujer se le ofrecería. Y él, abrumado con la fiebre de la arcilla, aceptaría ese ofrecimiento como un joven ávido, y ella le daría hijos, y a partir de entonces él los miraría todos los años recordando que era padre de hijos tan ruines porque no había logrado esculpir el rostro de su amado kTi.

Yo lo amaba, insistió en silencio. Lo amaba con todo mi corazón. ¿Acaso no lo seguía a todas partes? ¿No le confié mi vida una y otra vez? ¿No lo salvé una y otra vez, cuando su impetuosidad lo ponía en peligro? Yo le dije que regresáramos, que venía una tormenta, tenemos que buscar refugio, qué importa si encontramos la senda-de-diablos en este vuelo o en el próximo, regresemos, regresemos, y él se negaba, me ignoraba como si yo no existiera, como si yo no fuera nada, como si ni siquiera pudiera optar por mi propia supervivencia y menos por la suya.

La arcilla húmeda se hinchaba y resbalaba en sus manos, pero no sólo estaba humedecida por la saliva sino por las lágrimas. Oh Viento, te llevaste a mi otro-yo, y ahora no encuentro su rostro en la arcilla. ¡Dame una forma, oh Viento, si soy digno! ¡Oh Maíz, si debo darte hijas que cuiden tus campos, brinda a mis dedos el conocimiento aunque mi mente sea obtusa! ¡Oh Lluvia, fluye con mi saliva y mis lágrimas e infunde vida a la arcilla que tocan mis manos! ¡Oh Tierra, madre ardiente, da sabiduría a mis huesos, pues algún día te pertenecerán de nuevo! ¡Permíteme traer otros huesos, huesos jóvenes, huesos hijos de tu arcilla, oh Tierra! ¡Déjame poner alas jóvenes en tus manos, oh Viento! ¡Déjame hacer nuevos granos de vida para ti, oh Maíz! ¡Déjame traer nuevos bebedores de agua, nuevos vertedores de lágrimas, nuevos escultores para que los saborees, oh Lluvia!

Pero a pesar de sus súplicas, los dioses no pusieron ninguna forma en sus manos.

Las lágrimas lo enceguecían. ¿Debía desistir? ¿Debía remontarse al cielo de la temporada seca, buscar una aldea lejana donde necesitaran un varón robusto y no regresar nunca a Da’aqebla? ¿O debía sumirse aún más en la desesperación? ¿Debía dejar la arcilla que tenía en las manos y quedarse en la ribera, para que los diablos que observaban vieran que no tenía ninguna escultura dentro de sí? Entonces lo arrastrarían a sus cuevas como a un bebé, y se lo comerían vivo, y en el momento de la agonía vería a la reina de los diablos devorándole el corazón. Así sería su final. Lo arrastrarían al infierno porque no era digno de que Viento lo elevara al cielo kTi tendría entonces todos los honores, y no debería compartirlos con su indigno otro-yo.

Sus dedos trabajaban, aunque él no podía ver lo que modelaban.

Y mientras trabajaban, Kiti dejó de llorar por su fracaso, pues comprendió que había una forma bajo sus manos. Le estaban dando una forma, de una manera de la cual sólo había oído hablar. Cuando niño, jugando a las esculturas con otros niños, había sido siempre el más listo, pero nunca había sentido la intercesión de los dioses en sus manos. Todo lo que modelaba surgía de su mente y sus recuerdos.

Ahora ni siquiera sabía qué era aquello que crecía bajo sus manos. Pero pronto renunció a sus lamentos y temores, y lo vio claro. Era una cabeza. Una cabeza extraña, no de persona ni de diablo ni de ninguna otra criatura conocida. De frente alta y nariz puntiaguda, era lampiña y lisa, y sus fosas nasales se abrían hacia abajo. ¿De qué servía un hocico con esa forma? Los labios eran gruesos y la mandíbula increíblemente fuerte; la barbilla sobresalía como si compitiera con la nariz para conducir a esa criatura hacia el mundo. Las orejas eran redondas y sobresalían en medio de los flancos de la cabeza. ¿Qué clase de criatura estoy esculpiendo? ¿Por qué algo tan feo crece bajo mis manos?

De pronto, la respuesta acudió a su mente. Es un Antiguo.

Le temblaron las alas mientras sus manos, seguras y fuertes, continuaban modelando los detalles del rostro. Un Antiguo. ¿Cómo lo sabía? Nadie había visto a un Antiguo. Sólo aquí y allá, en alguna caverna apartada, se encontraba alguna inexplicable reliquia del tiempo en que dominaban el mundo. En Da’aqebla había sólo tres de tales reliquias, y Da’aqebla era una de las aldeas más antiguas. ¿Cómo atreverse a decir a las damas de la aldea que aquella cabeza grotesca y deforme era de un Antiguo? Se reirían de él. No, les parecería ofensivo que él las considerase tan tontas y crédulas. ¿Cómo podemos juzgar tu escultura si te obstinas en modelar algo que ningún alma viviente ha visto jamás? Habrías hecho mejor dejando que la arcilla fuera una pelota sin forma y diciendo que era la escultura de un guijarro.

A pesar de las dudas de Kiti, sus manos y dedos trabajaban. Él sabía, sin saber cómo lo sabía, que había vello en el risco óseo que cubría los ojos, que la pelambre de arriba tenía que ser larga, que una depresión centrada bajo la nariz descendía hasta los labios. Y cuando hubo terminado, no supo cómo supo que había terminado. Miró lo que había hecho y quedó pasmado. La cabeza era fea, extraña y excesivamente grande. Pero así tenía que ser.

¿Qué me habéis hecho, oh dioses?

Aún estaba mirando la cabeza del Antiguo cuando las damas descendieron volando a la ribera. En los bordes estaban los hombres cuyas esculturas ya habían sido inspeccionadas. Kiti los conocía a todos, y podía adivinar cómo eran sus obras. Un par de ellos eran esposos, y como su dama estaba casada con ellos de por vida sus esculturas ya no competían con las demás. Algunos eran jóvenes, como Kiti, y ofrecían sus esculturas por primera vez. A juzgar por su expresión abatida, Kiti comprendió que no habían causado la impresión que deseaban. No obstante, la fiebre de la arcilla afectaba a todos los varones, y apenas lo miraban a él o su escultura, pues fijaban los ojos en las damas.

Las damas miraron la escultura en silencio. Algunas se desplazaron para estudiarla desde otro ángulo.

Kiti sabía que la ejecución de su escultura era exquisita, y que sólo el tamaño era ya una osadía. Sentía hervir la fiebre de la arcilla en su interior, y todas las damas le parecían bellas. Veía con espanto la expresión escéptica de las damas, pues ansiaba que lo escogieran.

Al fin se rompió el silencio.

—¿Qué es esto? —susurró alguien. Kiti buscó la voz. Era Upua, una dama que nunca se había casado y que ni siquiera se había apareado durante años. Tenía fama de arrogante y exigente. Era previsible que esa dama lo interrogara frente a todos los demás.

—Creció bajo mis manos —explicó Kiti, sin atreverse a explicar qué era.

—Todos pensaban que honrarías a tu otro-yo —comentó otra dama, alentada por la desdeñosa pregunta de Upua.

La pregunta más difícil. No se atrevía a eludirla. ¿Se atrevería a decir la verdad?

—Era mi propósito, pero también era mi propio rostro, y mi rostro no era digno de ser esculpido en la arcilla.

Eso levantó murmullos. Algunas pensaban que era un motivo estúpido, otras que era un engaño, otras reflexionaron.

Al fin las damas llegaron a una decisión.

—No es para mí.

—Fea.

—Muy extraña.

—Interesante.

Tras hacer su comentario, echaban a volar, ascendiendo en círculos hacia las ramas de los árboles más cercanos. Los hombres, alentados por el total rechazo del talentoso Kiti, se elevaron con ellas.

Sólo Kiti y Upua quedaron en la ribera.

—Yo sé lo que es —dijo Upua. Kiti no se atrevió a responder.

—Es la cabeza de un Antiguo —insistió ella.

Su voz llegó a las damas y los hombres que estaban posados en las ramas. La oyeron, y muchos jadearon o silbaron de asombro.

—Sí, dama Upua —dijo Kiti, avergonzado de que pusieran en evidencia su arrogancia—. Pero me fue dada bajo mis manos. No era mi intención esculpir semejante cosa.

Upua calló largo rato, caminando una y otra vez en torno a la escultura.

—¡El día es corto! —protestó una dama desde los árboles.

Upua la miró sobresaltada.

—Lo lamento —se disculpó—. Quería ver esto y recordarlo, porque los dioses nos han enviado un gran obsequio al permitirnos ver el rostro de los Antiguos.

Algunos se rieron de esto. ¿De veras creía que Kiti podía esculpir algo que nadie había visto?

Upua se volvió hacia Kiti, que estaba tan poseído por la fiebre de la arcilla que ansiaba arrojarse a sus pies para suplicar que le permitiera aparearse con ella.

—Cásate conmigo —dijo Upua. Sin duda Kiti había entendido mal.

—Cásate conmigo —repitió ella—. Sólo quiero hijos tuyos, desde ahora hasta que muera.

—Sí —aceptó él.

Ningún otro hombre había recibido semejante honor en mil años. ¿Que una dama de tanto prestigio le ofreciera matrimonio ante su primera escultura? Muchos de los demás, tanto damas como hombres, se escandalizaron.

—Pamplinas, dama Upua —dijo otra dama—.

Desprestigias la institución del matrimonio al ofrecerte a alguien tan joven, y por una escultura tan ridícula.

—Los dioses le han dado el rostro de un Antiguo. Bajad aquí y estudiad de nuevo esta escultura. Permaneceremos aquí por espacio de dos canciones, para que todos recordemos el rostro de los Antiguos y podamos enseñar a nuestros hijos lo que hemos visto hoy.

Y como era la dama que había ofrecido matrimonio y había sido aceptada, las demás tuvieron que complacerla por espacio de dos canciones. Estudiaron la cabeza del Antiguo, y Kiti y Upua entraron a formar parte de las leyendas de la aldea de Da’aqebla para siempre. También iniciaron su vida conyugal, y Kiti, que habría temblado ante la idea de ser esposo de una dama tan altanera, pronto descubriría que era una esposa tierna y afectuosa, y que ser su atento y protector esposo sólo le traería alegría. A veces echaría de menos a su otro-yo, pero nunca más pensaría que Viento lo había castigado no llevándolo al cielo con kTi.

Ese día, sin embargo, no sabían qué les deparaba el futuro. Sólo sabían que Kiti era el escultor más osado que había vivido jamás, y esa osadía, que le había permitido conquistar a una dama como esposa, lo elevó en la estima de todos. Era en verdad el otro-yo de kTi, y aunque habían perdido a kTi, en Kiti sobrevivían su coraje y su astucia, que con el tiempo se convertirían en fuerza y sabiduría.

Cuando pasaron las dos canciones, cuando la bandada de damas y hombres se elevó para ir hasta el próximo varón, formas oscuras asomaron a la sombra de los árboles. También ellas rodearon la extraña escultura, y al fin la cogieron y se la llevaron, aunque era insólitamente grande y pesada y no la entendían.

3. SECRETOS

Las palabras se le escaparon. Chveya no pensaba contarle a nadie lo que había oído decir a su madre la noche anterior. Lo mantendría en secreto. Aunque fuera un secreto tan tremendo. Su madre pensaba permitir que Dazya creciera y se casara con Rokya durante el viaje. ¿Qué significaba eso? ¿Que Chveya se casaría con Proya? Vaya gracia. Proya tenía que casarse con Dazya, para que los dos chicos más prepotentes pudieran fastidiarse a gusto. ¿Por qué la madre de Chveya quería que Dazya consiguiera al mejor muchacho que no era primo cercano?

Chveya meditaba sobre esto cuando Dazya le gritó por alguna tontería, por abrir una puerta que Dazya quería mantener cerrada, o cerrarla cuando Dazya quería tenerla abierta, y Chveya barbotó:

—Cállate, Dazya. De todos modos crecerás y te casarás con Rokya durante el viaje, así que al menos déjame hacer lo que quiera con las puertas.

Y no fue culpa de Chveya que en aquel momento Rokya entrara por esa puerta con su padre, llevando cestos de pan que debían congelar para el viaje.

—¿De qué hablas? —preguntó Rokya—. Yo no me casaría con ninguna de vosotras.

No fue Rokya quien preocupó a Chveya, sino el padre de Rokya, el menudo Zdorab.

—¿Por qué estás pensando en quién se casará con Padarok? —preguntó Zdorab.

—Es el único que no es primo ni nada —repuso Chveya, sonrojándose.

—Veya siempre piensa en el matrimonio —dijo Dazya. Y añadió—: Está mal de la cabeza.

—Sólo tienes ocho años —dijo Zdorab, sonriendo—. ¿Por qué crees que habrá bodas durante el viaje?

Chveya cerró la boca y se encogió de hombros. Sabía que había hecho mal en repetir lo que había oído frente a la habitación de su madre. Si no decía nada más, tal vez Zdorab, Rokya y Dazya se olvidaran de ello, y su madre nunca sabría que Chveya era una fisgona y una bocazas.

Elemak escuchó impasible a Zdorab. Mebbekew no estaba tan calmado.

—Debí suponerlo. ¡Piensan robarnos a nuestros hijos!

—Lo dudo —dijo Elemak.

—Tú lo has oído —rezongó Mebbekew—. No creerás que Chveya inventó esa idea de mantener a los niños despiertos para que crezcan durante el viaje, ¿verdad?

—Quiero decir —concretó Elemak— que dudo que Nyef desee mantener despiertos a nuestros hijos.

—¿Por qué no? Tendría diez años para sembrar cizaña contra nosotros.

—Sabe que lo mataría si me hiciera eso —dijo Elemak.

—Y sabe que yo no lo haría —dijo Zdorab—. Imaginaos… decírselo a su hija, pero ante nosotros ni siquiera mencionarlo.

Elemak reflexionó un momento. Ese descuido no sería inaudito en Nafai, pero aun así lo dudaba.

—Tal vez el plan no sea de Nafai. Puede que sea la madre de Chveya. Quizá la vidente todavía añora la influencia que ejercía en Basílica.

—A lo mejor quiere tener una escuela, como su madre —apuntó Mebbekew.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Zdorab—. Él lleva el manto de capitán. Él tiene el índice. Él controla la nave. ¿Qué le impide despertar a nuestros hijos durante el viaje y actuar a su antojo?

—La reserva de alimentos no es ilimitada —dijo Elemak—. No puede despertar a todos.

—Pero piensa en ello —dijo Mebbekew—. ¿Y si despertamos y su hijo Zhatva es un corpulento mozo de diecisiete años? Nyef era alto a esa edad. Y los dos últimos hijos de Padre, Oykib y Yasai. Y tu Padarok, Zdorab. Mientras que nuestros hijos todavía serán pequeños.

Zdorab sonrió vagamente.

—Padarok no será alto.

—Será un hombre. No es un plan estúpido —comentó Mebbekew—. Los habrá adoctrinado durante el viaje, para que vean las cosas a su manera.

Elemak asintió con la cabeza. Ya había pensado en todo eso.

—La pregunta es qué haremos al respecto.

—Permanecer despiertos. Elemak negó con la cabeza.

—Ya ha dicho que la nave no saldrá hasta que todos estén dormidos excepto él.

—¡Entonces no iremos! —dijo Mebbekew—. Que él se vaya a la Tierra. En cuanto se largue, regresaremos con nuestras familias a Basílica.

—Meb, ¿has olvidado que ya no somos ricos? La vida en Basílica sería miserable. Incluso puede que nos encierren en una prisión. O que nos maten sin más.

—Y el viaje resultaría espantoso, con los niños —añadió Zdorab—. Por no mencionar que Shedemei y yo no queremos hacer eso.

—Pues volad con Nafai —dijo Mebbekew—. No me importa lo que hagáis.


Elemak escuchó a Mebbekew con fastidio. ¿Cómo podía ser tan necio? Zdorab había ido a verlos para contarles lo que había dicho Chveya. Zdorab nunca había sido un aliado, pero ahora, cuando veía amenazados a sus hijos, les daba la oportunidad de tenerlo de su lado. Nafai sólo contaría consigo mismo, con Padre y con Issib. En otras palabras, Nyef, el viejo y el tullido.

—Zdorab —dijo Elemak—. Me tomo esto muy en serio. Creo que no tengo otra opción que aparentar que acepto los planes de Nafai. Pero sin duda habrá un modo de entrar en el ordenador de la nave y prepararlo para que nos despierte durante el viaje, en el momento en que Nafai crea que todo le ha salido bien y no se lo espere. Las cámaras de animación suspendida están lejos de los habitáculos de la nave. ¿Qué piensas?

—Creo que es una estupidez —comentó Mebbekew—. ¿Te has olvidado de lo que es el ordenador de la nave?

—¿Es así? —preguntó Elemak a Zdorab—. ¿El ordenador de la nave es idéntico al Alma Suprema?

—Bueno —repuso Zdorab—, pensándolo bien, tal vez no. Instalaron el Alma Suprema después de la llegada de las naves estelares a Armonía. Ahora está copiando una parte de sí en los ordenadores de a bordo, pero no conoce la nave tanto como el hardware que ha ocupado los últimos cuarenta millones de años.

—Hablas del Alma Suprema como si fuera una persona —masculló Mebbekew.

Elemak no apartó la mirada del rostro de Zdorab.

—Bien —dijo Zdorab—. No estoy seguro. Pero no creo que los viajeros originales hayan… en fin, ellos no entregaron sus vidas al Alma Suprema. Fue la siguiente generación, no ellos. Así que es bastante probable que los ordenadores de la nave…

—Y tal vez encuentres un modo de apañártelas —sugirió Elemak.

—Con una orden confusa —dijo Zdorab—. Hay un programa calendario para programar los acontecimientos del viaje. Correcciones de curso y demás. Pero el Alma Suprema estaría chequeando todo eso, supongo.

—Piensa en ello —dijo Elemak—. No es algo que yo sepa hacer bien.

Zdorab se enorgulleció visiblemente, tal como esperaba Elemak. Zdorab, como todos los hombrecitos débiles y estudiosos, se sentía halagado de contar con el respeto de Elemak, un hombre robusto y fuerte, un líder carismático y peligroso. Era fácil conquistarlo. Después de tantos años de ver a Zdorab en el bolsillo de Nafai, era asombrosamente fácil. Se requería paciencia. Esperar. No quemar ninguna nave.

—Cuento contigo —-dijo Elemak—. Pero hagas lo que hagas, no lo comentes. Ni siquiera conmigo. No sabemos lo que el ordenador puede oír.

—Por ejemplo, es probable que haya oído todo cuanto hemos dicho —rezongó Mebbekew.

—Como digo, Zdorab, haz todo lo posible. Tal vez no tenga solución, pero lo que hagas será mejor que lo que podamos hacer Meb o yo.

Zdorab asintió pensativamente.

Es mío, pensó Elemak. Lo tengo. Suceda lo que suceda, Nyef lo ha perdido, y todo porque él y su esposa no supieron cerrar el pico frente a sus hijos. Débil y tonto, así era Nafai. Débil, tonto, inepto para el mando.

Y si hacía algo para perjudicar a los hijos de Elemak, perdería algo más que su posición de liderazgo. Pero sólo era cuestión de tiempo. Quizá después de la muerte de Padre, pero llegaría el día en que Nafai pagaría todos los insultos y humillaciones. Los hombres de honor no perdonan a un enemigo mentiroso, taimado, fisgón y traicionero.


—Vamos a caminar —le dijo Nafai a Luet. Ella sonrió.

—¿No estamos bastante cansados?

—Vamos a caminar —insistió Nafai.

Se alejaron del edificio de mantenimiento donde vivían todos, pisando el suelo duro y plano del campo de aterrizaje. Nafai no se dirigió hacia las naves estelares sino hacia el descampado, donde estarían lejos de todos los demás.

—Luet.

—Vaya. Parece que estamos trastornados por algo.

—No sé si lo estamos, pero te aseguro que yo lo estoy.

—¿Qué he hecho?

—No sé si has hecho algo —dijo Nafai—. Pero Zdorab insertó una alarma en el calendario de la nave.

—¿Por qué haría eso?

—La fijó para mediada la travesía. Para despertarlo a él. Y a Shedemei. Y a Elemak.

—¿Elemak?

—¿Por qué Zdorab haría eso? —preguntó Nafai.

—No tengo ni idea —dijo Luet.

—Bien, piensa en ello un momento. ¿Se te ocurre algo que puedas saber y te permita deducirlo? Luet se estaba impacientando.

—¿Qué es esto, Nafai? Si sabes algo, si quieres acusarme de algo, entonces…

—Pero yo no sé nada —dijo Nafai—. El Alma Suprema me indicó cómo encontrar la modificación de Zdorab. Le pregunté por qué estaba allí, y dijo que te lo preguntara a ti.

Luet se sonrojó. Nafai enarcó las cejas.

—Bien, ¿qué relación tiene todo esto?

—El Alma Suprema juega con nosotros.

—¿De veras? —preguntó Nafai.

—No debería sorprendernos —dijo Luet—. Es lo que ha hecho desde siempre.

—¿Puedes decirme de qué juego se trata esta vez?

—Tiene que estar relacionado, aunque no veo cómo… ah, sí. Chveya me oyó.

Nafai se llevó los dedos a la frente.

—Ah, ahora está clarísimo. ¿Chveya te oyó diciendo qué?

—Hablando con el Alma Suprema. Anoche. Acerca de… ya sabes.

—No, no sé.

—No lo dirás en serio.

—Lo digo cada vez más en serio.

—¿Quieres decir que el Alma Suprema no ha conversado contigo? ¿Acerca de mantener a los niños despiertos durante el viaje?

—No seas absurda. No tenemos provisiones suficientes para mantener a todos los niños despiertos. ¡Son diez años!

—No sé —dijo Luet—. El Alma Suprema dijo que tendríamos provisiones suficientes para que nosotros dos y doce de los niños permaneciéramos despiertos durante casi todo el viaje.

—¿Y por qué haríamos eso? Se usa animación suspendida precisamente porque diez años en una nave estelar serán increíblemente aburridos. Ni siquiera yo pienso estar despierto continuamente. ¿Nuestros hijos deberían pasar diez años de vigilia en esa lata?

—El Alma Suprema no habló contigo —dijo Luet—. Eso me saca de quicio.

Nafai la miró, aguardando una explicación.

—Serían nuestros hijos mayores, todos salvo los mellizos, y los de Shuya, hasta Netsya, y los de Shedemei, y tus hermanos Oykib y Yasai.

—¿Por qué no los pequeños?

—No se pueden pasar los dos primeros años de vida en baja gravedad.

—No funcionará. Aunque los demás lo aprobaran, los hijos no tendrían a nadie de su edad para casarse, salvo los de Shedya. Los demás serían hermanos o primos cercanos.

—Nyef, le he dicho esto una y otra vez. ¿Te crees que no sé que es una idea estúpida? Eso es lo que Chveya debió de oír anoche. Yo discutía con el Alma Suprema.

—No tienes por qué hablarle en voz alta al Alma Suprema, Luet.

—Pues yo lo hago.

—Bien, sea como fuere, parece que Zdorab cree que debe despertarse a media travesía para vigilarme.

—Me imagino que está furioso —dijo Luet.

—Bien, sólo podemos hacer una cosa.

Nafai le cogió la mano y regresaron al edificio de mantenimiento.

Tardaron pocos minutos en reunir a todos los adultos en la cocina, rodeando la gran mesa donde comían por turnos. Como de costumbre, Elemak se mostraba calladamente molesto, mientras que Mebbekew era abiertamente hostil.

—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Ya no podemos dormir a horas normales?

—Hay algo que debemos aclarar lo antes posible —dijo Nafai.

—¿Alguno de nosotros se ha portado mal? —se mofó Meb.

—No —dijo Nafai—. Pero alguien piensa que Luet está tramando algo… pensándolo bien, tal vez piense que yo estoy tramando algo, y quiero plantearlo abiertamente ahora.

—¿Abiertamente? —dijo Hushidh—. Qué idea tan original.

Nafai la ignoró.

—Al parecer el Alma Suprema ha tratado de persuadir a Luet de que debemos cometer alguna tontería con algunos de los niños durante el viaje.

—¿Tontería? —preguntó asombrado Volemak, el padre de Nafai.

—Sí, la tontería de mantener a algunos de ellos despiertos durante el viaje.

—Pero eso sería muy aburrido para ellos —dijo Kokor, la hermana mayor de Nafai.

Nafai no le respondió, sólo miró de rostro en rostro. Era halagador ver que hasta Elemak, quien sin duda estaba al corriente de la idea de mantener despiertos a los niños y comprendía todas las implicaciones, se sorprendía de lo que hacía Nafai.

—Sé que algunos os habéis enterado antes que yo. Yo sólo me enteré cuando el Alma Suprema descubrió la señal de alarma que Zdorab puso en el calendario de la nave.

La mirada elusiva que Mebbekew le lanzó a Zdorab le confirmó que también él conocía la existencia de la señal de alarma. Quizá creyera que Zdorab pensaba despertarlo con los demás. Pero Zdorab sabía que despertar a Mebbekew sería inútil. ¡Si Meb pudiera comprender el desprecio que todos sentían por él! Aunque tal vez lo comprendía, y por eso era siempre tan belicoso.

—Creo, Zdorab, que es buena idea —dijo Nafai—. El Alma Suprema eliminó tu señal de alarma, pero yo introduciré otra. A mitad del viaje, todos los adultos despertarán. Sólo por un día; así podrán inspeccionar a los niños dormidos y cerciorarse de que conservan la edad que tenían cuando partimos. No se me ocurre mejor modo de evitar que el Alma Suprema se salga con la suya.

Volemak rió entre dientes.

—¿De veras crees que puedes engañar al Alma Suprema?

—El Alma Suprema entiende muchas cosas —intervino Luet—, pero no es un ser humano. No comprende lo que significa que nos arrebaten la infancia de nuestros hijos. ¿Cómo te sentirías, tía Rasa, si al despertar vieras que Okya y Yaya son hombres de dieciocho y diecisiete años, y que te has perdido todos los años intermedios?

Rasa esbozó una mueca.

—Nunca perdonaría a quien me lo hubiera hecho. Ni siquiera al Alma Suprema.

—Traté de explicarle eso al Alma Suprema. Ella a veces no comprende los sentimientos humanos.

—¿A veces? —murmuró Elemak.

—Yo hablé en voz alta. En la intimidad de mi habitación. Nafai trabajaba hasta tarde. Pero Chveya se levantó y debió escuchar un buen rato antes de llamar.

—¿Estás diciendo que tu hija es una fisgona? —dijo Mebbekew, fingiendo sorpresa. Luet no lo miró.

—Chveya no comprendió lo que oía. Lamento que haya inquietado tanto a todo el mundo. Sé que algunos lo sabían y otros no, pero cuando Nafai se enteró de esto hace unos minutos, decidimos celebrar esta reunión… y aquí estamos.

—Mañana Zdorab podrá verificar que la señal de alarma está programada para la mitad del viaje. El único modo de que no funcione es que el Alma Suprema la cancele durante una de las muchas veces en que yo mismo estaré dormido. Pero no lo creo probable, porque en cuanto despierte yo mismo os despertaré manualmente. Os digo ahora y de una vez por todas que no jugaremos con el paso del tiempo. Cuando lleguemos, nuestros hijos tendrán la misma edad que cuando partamos. La única persona que habrá envejecido durante la travesía seré yo. Y creedme que no me interesa envejecer más del mínimo necesario para pilotar la nave.

—¿Para qué debes estar despierto? —preguntó Obring, el esposo de Kokor, un hombre viperino, en la respetuosa opinión de Nafai.

—Las naves no están diseñadas para que las maneje el Alma Suprema —dijo Nafai—. Más aún, el programa del Alma Suprema sólo acabó de escribirse cuando la flota original llegó a Armonía. Los ordenadores pueden albergar el programa del Alma Suprema, pero ningún programa individual puede controlar todos los ordenadores de la nave al mismo tiempo. Es por motivos de seguridad. Redundancia. Los sistemas no pueden fallar todos al mismo tiempo. De cualquier modo, hay cosas que deberé hacer de vez en cuando.

—Que alguien tendrá que hacer —murmuró Elemak.

—Yo tengo el manto —dijo Nafai—. Y creo que esa cuestión quedó zanjada hace un tiempo. ¿O queréis reavivar viejas controversias?

Al parecer nadie quería hacerlo.

—Hijo —dijo Volemak—, no podrás impedir que el Alma Suprema haga lo que cree correcto.

—El Alma Suprema se equivoca —repuso Nafai—. Es así de simple. Nadie me perdonaría jamás si obedeciera en esto al Alma Suprema.

—En efecto —convino Mebbekew.

—Ni yo mismo me lo perdonaría —continuó Nafai—. Así que el problema está resuelto. Zdorab repasará el calendario mañana, y él y todos los interesados podrán mirarlo de nuevo antes del lanzamiento.

—Muy amable de tu parte —le dijo Elemak—. Creo que todos dormiremos más tranquilos sabiendo que nadie trama nada a nuestras espaldas. Gracias por ser tan franco y abierto con nosotros.

—No —dijo Volemak—. No podéis triunfar en una rebelión contra el Alma Suprema. Nadie puede. Ni siquiera tú, Nafai.

—Tú y Nafai podéis hablar de ello más tarde, Padre —dijo Elemak—. Pero Edhya y yo nos iremos a acostar.

Se levantó de la mesa, rodeó a su esposa con el brazo y se marchó de la sala. La mayoría del resto lo siguió: Kokor y su esposo Obring, Sevet y su esposo Vas, Meb y su esposa Dolya. Mientras salían, Hushidh e Issib se quedaron para hablar con Nafai y Luet.

—Excelente idea la de reunir a todos de esta manera —dijo Hushidh—. Muy persuasivo. Elemak no creerá en nada de lo que hagas, así que sólo lo has convencido de que te traes algo entre manos.

—Gracias por el análisis instantáneo —dijo Luet de mala manera.

—Te comprendo —intervino Nafai—. No espero que Elemak crea literalmente nada de lo que digo.

—Sólo quería que supieras —dijo Hushidh— que la barrera que te separa de Elemak es más fuerte y profunda que cualquier vínculo que haya aquí entre dos personas. En cierto modo, es también un vínculo. Pero si pensabas que con esta pequeña escena ibas a conquistarlo, has fallado.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Luet—. ¿Te ha conquistado?

Hushidh sonrió vagamente.

—Todavía te veo separada de todos los demás excepto de tu esposo y tus hijos, Luet. Cuando eso cambie, empezaré a creer en las promesas de tu esposo.

Se levantó y se marchó. Issib sonrió tímidamente y la siguió. Zdorab y Shedemei se quedaron.

—Nafai —dijo Zdorab—, deseo pedirte disculpas. Debí suponer que tú no…

—Comprendo —dijo Nafai—. Pensaste que tramábamos algo a tus espaldas. Yo habría hecho lo mismo, de haberlo creído así.

—No —dijo Zdorab—, debí hablar a solas contigo. Debí averiguar qué sucedía.

—Zdorab, nunca haría nada a tus hijos sin tu consentimiento.

—Y yo nunca daría ese consentimiento. Tenemos menos hijos que nadie. Sólo de pensar que podrían privarnos de su infancia…

—No sucederá. No quiero quitarte a tus hijos. Quiero que el viaje pase rápida y tranquilamente para que podamos fundar nuestra nueva colonia en la Tierra. Nada más. Lamento haberte preocupado.

Zdorab sonrió. Shedemei, en cambio, miró de soslayo a Nafai y Luet.

—Yo no pedí venir a este viaje.

—No podríamos tener éxito sin ti —dijo Nafai.

—Pero hay una pregunta —dijo Luet.

—No, Lutya —le dijo Nafai—. ¿Acaso no hemos…?

—¡Es algo que debemos saber! —insistió Luet—. De un modo u otro. Para ti debe ser evidente Shedya, que tus dos hijos son los únicos que no se enfrentarán a problemas de consanguinidad.

—Obviamente —dijo Shedemei.

—Pero ¿qué hay de los demás? ¿No es peligroso para todos nosotros?

—No creo que represente un problema —dijo Shedemei.

—¿Por qué no? —preguntó Luet.

—El matrimonio entre primos sólo resulta desaconsejable cuando existe un gen recesivo que causa problemas. Cuando los primos se casan, sus hijos pueden recibir el gen recesivo por ambas partes, y por lo tanto se manifiesta. Retraso mental. Deformidad física. Una enfermedad crónica. Esas cosas.

—¿Y eso no es un problema?

—¿No has prestado atención? ¿No aprendiste nada en Basílica? Durante años el Alma Suprema ha oficiado de criadora. En el caso de tus padres, Luet, logró llevarlos del uno al otro confín para que se unieran. El Alma Suprema se ha cerciorado de que vuestras moléculas genéticas estén limpias. No tenéis genes recesivos que puedan causar daño.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque si los tuvierais, ya se habrían manifestado. ¿No lo entiendes? El Alma Suprema ha estado casando primos durante años para obtener personas sensibles a su influencia. Los idiotas o deformes ya habrían aparecido y habrían sido descartados.

—No todos —señaló Rasa. Todos supieron al instante que pensaba en Issib, el hermano mayor de Nafai. Sus músculos de mayor tamaño eran incontrolables desde el nacimiento, y nunca había podido caminar ni moverse sin ayuda de flotadores magnéticos o una silla volante.

—No —repuso Shedemei—. Claro que no.

—Conque si mis hijos, por ejemplo, se casaran con los hijos de Hushidh… —dijo Luet, sin terminar la frase.

—Hushidh ya me lo preguntó hace años —dijo Shedemei—. Creí que te lo habría contado.

—Pues no lo hizo.

—El problema de Issib no es genético. Se debe a un traumatismo prenatal. —Shedemei miró a Rasa—. Supongo que la tía Rasa no sabía que estaba encinta cuando sucedió.

Rasa sacudió la cabeza.

Nadie le preguntó qué le había hecho involuntariamente a Issib cuando lo llevaba en el vientre.

—Los genes de vuestros hijos no lo heredarán —dijo Shedemei—. Podéis casarlos a gusto. Si eso significa que dejaréis en paz a los míos, estaré muy agradecida.

—¡No planeábamos nada! —exclamó Luet, ofendida.

—Creo que Nafai no planeaba nada —dijo Shedemei—, porque habló con nosotros de inmediato.

—¡Yo tampoco pensaba hacer nada! —insistió Luet.

—Yo creo que sí. Y creo que todavía te propones hacer algo.

Dio media vuelta y se marchó, y Zdorab la siguió nerviosamente.

En el corredor, Zdorab encontró a Elemak esperando. Mientras Shedemei seguía su camino, Zdorab y Elemak se pusieron a conversar.

—Veo que has sido muy discreto —dijo Elemak.

Zdorab lo miró y sonrió.

—He sido realmente torpe, ¿verdad? El Alma Suprema encontró mi señal de alarma de inmediato.

Le guiñó el ojo y apuró el paso, alejándose de Elemak. Elemak caminó despacio, pensando. Al fin sonrió ligeramente y tomó el corredor que conducía a los aposentos de su familia.

En la cocina, sólo Volemak y Rasa permanecieron con Nafai y Luet.

—Eres un necio —dijo Volemak—. Debes hacer lo que ordena el Alma Suprema.

—El Alma Suprema —dijo Luet— ordena que nos resignemos a que nuestra colonia quede dividida para siempre en dos facciones inconciliables, y que actuemos de tal modo que esa división se ahonde tanto que durará varias generaciones.

—Entonces hazlo —dijo Volemak.

—Esta discusión no tiene sentido —dijo Nafai—. ¿No lo crees así, Madre? Rasa suspiró.

—Hay cosas que ninguna persona decente puede hacer —dijo—. Ni siquiera por el Alma Suprema.

—Hay cuestiones más importantes —dijo Volemak.

—Tengo estos tres últimos hijos —dijo Rasa—. Oykib, Yasai y mi preciosa pequeña. Odiaría para siempre a cualquiera que me los arrebatara. Aun a vosotros. —Miró a Nafai y Luet—. O a ti. —Miró a su esposo, se levantó y salió de la sala.

Volemak suspiró y se levantó.

—Veréis —dijo—. No podréis engañar al Alma Suprema.

—En algún momento el Alma Suprema debe tener en cuenta nuestros sentimientos —declaró Nafai.

Pero Volemak no se quedó para oír el final de la frase.

Luet rodeó a Nafai con los brazos y lo estrechó.

—Te lo habría contado antes, pero temía que hicieras cualquier cosa que te dijera el Alma Suprema.

—Parece que el Alma Suprema me conoce mejor que tú. Por eso no me lo contó.

—Ven a la cama, esposo.

—Tengo trabajo que hacer.

—Pues partamos un día más tarde.

—Tengo trabajo que hacer.

Ella suspiró, lo besó y se marchó.

Nafai cono una rebanada de pan, envolvió con ella un fruto maduro y comió un bocado mientras salía del edificio de mantenimiento para regresar a la nave estelar.

(Vaya si eres listo.)

Eso creo, respondió Nafai en silencio.

(Todos creen que ni siquiera hablé de esto contigo.)

Nunca lo hiciste.

(No haberme escuchado no es lo mismo que no haberme oído.)

Nunca discutimos sobre ello, y nunca sucederá.

(Sucederá porque debe suceder. De lo contrario, te matarán, y también a Luet.)

No puedes ver el futuro.

(Elemak se quedará con tus hijos y los convertirá en esclavos.)

No castigará a los hijos por lo que han hecho los padres.

(Él lo llamará adopción. Eiadh se encargará de convertirlo en esclavitud.)

No sucederá.

(Sucederá si no reúnes a seis hombres jóvenes cuya lealtad hacia ti sea absoluta.)

Te repito por milésima vez que ni siquiera pensaré en hacerlo sin el consentimiento de los padres. Y no levantaré un dedo para convencerlos. Más aún, me opondré a ello.

(Buena estrategia, Nafai. Así no podrán culparte cuando lamenten haber dado su consentimiento.)

Nafai sacudió la cabeza. Nunca accederán a eso, dijo en silencio.

(Subestimas mi influencia.)

4. PERSUASIÓN

Shedemei miró de nuevo a los niños. Por tercera vez esa noche. Cuando regresó a la cama, Zdorab estaba despierto.

—Lo lamento —dijo Shedemei—. He tenido un sueño.

—Una pesadilla, querrás decir. Por un instante ella no comprendió.

—¿Tú también lo has tenido?

—No —respondió él con disgusto—. ¿Ha sido uno de esos sueños ?

—No, no. No venía del Guardián de la Tierra. En ese caso sueño con jardines.

—Pero no es lo que has soñado esta noche. Shedemei negó con la cabeza.

—Y no piensas contármelo.

—Si quieres, lo haré. Zdorab aguardó.

—Zdorab, nos veía a nosotros… llegando a la Tierra. Todos nosotros saliendo de la nave. Tú y yo, iguales, tal como somos ahora. Pero entonces vi a un hombre y una mujer jóvenes que nunca había visto. Él era apuesto y de rostro radiante, jovial y fuerte. Ella era morena pero su sonrisa era deslumbrante, y se echó a reír, y la inteligencia brillaba en sus ojos.

—Y él tenía dieciocho años y ella dieciséis —rezongó Zdorab con voz trémula.

—Rokya y Dabya son los únicos hijos que tendré —dijo ella.

—¿Piensas acusarme de ello? ¿Después de tantos años?

—No estoy acusando a nadie. Sólo… he ido a mirarlos. Para cerciorarme de que estaban bien. Para cerciorarme de que no tenían… el mismo sueño.

—¿Y cómo lo has sabido? ¿Los has despertado para preguntárselo?

—No sé qué están soñando. Sólo sé que son muy pequeños. Y siento tantos deseos de ver cómo serán. Cómo serán la próxima semana, y el próximo mes, y el próximo año… pero luego también he visto que…

—¿Qué? —preguntó Zdorab.

—He recordado cómo eran. Cuando eran bebés. Cuando los amamantaba. Cuando caminaron por primera vez. Cuando hablaron por primera vez, cuando jugaron por primera vez, cuando aprendieron a leer y a escribir. Lo recuerdo todo, y esos niños se han ido.

—No se han ido. Sólo han crecido.

—Han crecido, lo sé, pero cada edad suya, eso se pierde. Pierdes esos años, hagas lo que hagas. Crecen, dejan atrás su infancia, y no te agradecen que la recuerdes.

Zdorab sacudió la cabeza.

—He visto cómo este ordenador engreído influye sobre la gente, Shedemei. Tú sabes que no quieres que Nafai y Luet críen a tus hijos. Ellos mismos son niños.

—Sé que no quiero. Pero ¿qué es mejor para ellos? ¿Qué es mejor para todos? La gente envía sus hijos a la guerra, los sacrifica en grandes actos de heroísmo.

—Y cuando los pierde, llora a lágrima viva su arrepentimiento.

—Pero ¿no lo entiendes? No los perderemos. Será como… como si los mandáramos a la escuela. La gente lo hacía constantemente en Basílica. Enviaba a sus hijos a una casa ajena para que los criaran. Si nos hubiéramos quedado allí, también lo habríamos hecho. Ya se habrían ido, ambos. Sólo nos perderíamos las vacaciones.

Zdorab se apoyó en el codo.

—Como bien dices, Shedemei, son nuestros dos únicos hijos. Nunca creí que tendría ninguno. Sólo lo hice como un favor hacia ti, porque eres mi amiga y los deseabas mucho. Y si me hubieras preguntado entonces, cuando fueron concebidos, si podías entregarlos, te habría dicho que eran tuyos y que hicieses lo que quisieras. Pero ahora no son sólo tuyos. Los he engendrado, por increíble que me parezca, y les he educado y les he brindado amor y afecto, así que te diré algo. No quiero perderme uno solo de sus días.

Shedemei sacudió la cabeza.

—Tampoco yo.

—Olvida esos sueños, Shedya. Deja que el gran ordenador del cielo planee lo que quiera planear. No formamos parte de ello.

Ella se acostó junto a él.

—Pues yo formo parte de ello, claro que sí.

—¿Por qué lo dices? Ella le cogió la mano.

—Esa tontería que dije. Sobre los genes. La manifestación de los genes recesivos, todo eso. La cama tembló. Zdorab se estaba riendo.

—No tiene gracia.

—¿Nada de eso era cierto?

—Ignoro si es cierto o no. Ellos saben que soy experta en genética, y creen que sé de qué hablo. Pero no lo sé. Nadie lo sabe. Podemos catalogar los genomas, pero la mayor parte de cada molécula genética todavía no está descifrada. Se creía que era pura jerigonza sin sentido, pero no es así. Lo he aprendido trabajando con plantas. Todo está… latente. Aguardando. Nadie sabe qué pasará si permiten que esos primos se casen.

Zdorab rió un poco más.

—No es gracioso —dijo Shedemei—. Debo contarles la verdad.

—No —dijo Zdorab—. Con lo que has dicho, no sentirán necesidad de incluir a nuestros hijos en sus experimentos. Perfecto. Así debe ser.

—Pero mira a Issib.

—¿Qué? ¿Su problema es genético a pesar de todo?

—No, esa parte era verdad. Pero mira cómo ha sufrido, Zodya. No está bien permitir que otros niños pasen por lo mismo, y otros padres. No puedo…

Zdorab suspiró.

—Finges ser inconmovible. Shedya, pero eres blanda como queso en un día de verano.

—Gracias por elegir una analogía tan maloliente.

—Shedya, si lo que dijiste no es verdad, ¿cómo se te ocurrió?

—No sé. Las palabras brotaron de mis labios. Porque necesitaba decir algo para apartarlos de nuestros hijos.

—Correcto. Ahora bien, el Alma Suprema es capaz de decirles cosas, ¿verdad?

—Continuamente.

—Pues deja que el Alma Suprema les advierta de que sus hijos no deben practicar la endogamia. Shedemei reflexionó un instante.

—Nunca lo había pensado. No soy de esas personas que dejan las cosas en manos del Alma Suprema.

—Además —dijo Zdorab—, ¿cómo sabes que el Alma Suprema no ha puesto esas palabras en tus labios?

—Oh, no seas…

—Hablo en serio. Dices que las palabras te brotaron de los labios. ¿Cómo sabes que no las envió el Alma Suprema? ¿Cómo sabes que no es verdad?

—Pues no lo sé.

—Ahí lo tienes. No necesitas decirles nada de nada.

Shedemei no encontró respuesta para eso. Zdorab tenía razón.

Permanecieron largo rato en silencio. Ella pensó que él estaba dormido. Luego Zdorab habló con un hilo de voz.

—No somos sólo un hombre con hijos y una mujer con hijos que comparten el mismo techo, los mismos hijos, ¿verdad?

—No, no somos sólo eso —dijo Shedemei.

—Es decir, ¿cuánto debe un hombre desear sexualmente a su esposa para que lo que siente por ella sea amor?

Ella eligió cuidadosamente una respuesta.

—No sé si los sentimientos tienen que ser sexuales —dijo.

—Porque yo te admiro muchísimo. Y el modo en que tratas a Rokya y Dabya… me encanta. Y tu manera de enseñar, de educar a todos los niños. Y tu modo de ser conmigo. ¡Eres tan cariñosa conmigo!

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Golpearte?

¿Gritarte? Eres el hombre más dulce que he conocido. Nunca haces nada malo.

—Salvo no satisfacerte. Ella se encogió de hombros.

—No me quejo.

—Pero yo te amo. Como a una hermana. A una amiga. Más que eso. Como a una…

—Esposa —dijo Shedemei.

—Sí —repuso Zdorab. Así.

—Y yo te amo como a un esposo, Zdorab. Tal como eres. Así. —Rodó en la cama, le besó la mejilla—. Así —repitió. Luego rodó hacia su lado, dándole la espalda, y pronto se durmió.


El sueño se repetía noche tras noche en las semanas previas al lanzamiento de la Basílica… Y hacia el final, uno por uno, los soñantes fueron a verle.

Hushidh fue la primera, diciendo que el Alma Suprema tenía razón, que el abismo que lo separaba de Elemak era infranqueable, así que debía estar preparado.

—Y no cumplas tu promesa. No despiertes a nadie a mitad del viaje. Sería un desastre, cuando todos estemos encerrados en ese estrecho espacio.

—Gracias por la sugerencia —dijo Nafai.

—Si no quieres, no me escuches —añadió Hushidh—. A fin de cuentas, tú eres quien lleva el manto.

—No me hables con insolencia. Eres la hermana mayor de Luet, no la mía.

—Y todos sabemos qué grandes elementos son tus hermanas mayores.

Ambos se echaron a reír.

—Dile a Luet de mi parte —pidió Hushidh— que en cuanto decidí obedecer al Alma Suprema y entregaros a mis cuatro hijos mayores para que los criéis durante el viaje, descubrí que los lazos entre Luet y yo se restablecían, tan fuertes como siempre. La barrera pudo haber sido culpa suya al principio. Pero ha sido culpa mía que no desapareciera hasta ahora.

—Se lo diré. Pero será mejor que se lo digas tú misma.

—Sabía que dirías eso. Por eso te odio.

Le besó la mejilla y se fue.

Luego Rasa y Volemak fueron a verle juntos.

—Fue egoísta por nuestra parte querer apartarte de nuestros hijos. Nacieron tardíamente —dijo Rasa—. De este modo podrán alcanzar a sus hermanos mayores.

Volemak sonrió.

—No estoy tan interesado en eso como Rasa. Como de costumbre, ella piensa en los sentimientos de la gente más que yo. Pero recuerdo a cuánto hemos renunciado para llegar hasta aquí, y me parecería estúpido repudiar ahora al Alma Suprema. Ten confianza, Nafai. No arriesgues la supervivencia de toda la colonia, y sobre todo la de tu propia familia, para proteger ante ti mismo tu imagen de hombre justo.

Nafai escuchó a su padre pero no halló consuelo en esas palabras.

—Dejé de verme como tal cuando le corté la cabeza a Gaballufix, Padre. Lo he lamentado cada día de mi vida. Ha sido una tontería por mi parte querer evitar otra culpa, ¿verdad?

Volemak calló, pero no Rasa.

—Al parecer te regodeas en tu sufrimiento. Bien, Nafai, todavía eres joven, y crees que todo el universo gira a tu alrededor. Pero no es así. El Alma Suprema nos ha persuadido de que es mejor que nuestros hijos menores permanezcan despiertos durante la travesía. Ahora tú debes decidir si tienes el coraje de enfrentarte a la cólera de Elemak cuando todo esté hecho.

—¿Y no importa que haya dado mi palabra, a vosotros y a todo el mundo, de que no haría esto?

—Yo soy tu padre —dijo Volemak—, y Rasa es tu madre. Te liberamos de tu juramento.

—Sin duda Elemak se tranquilizará cuando se entere.

Rasa rió suavemente.

—Vamos, Nafai. Elemak es la única persona de esta comunidad que nunca ha creído que cumplirías tu palabra. ¿Y sabes por qué? Porque sabe que de estar él en la misma situación rompería esa promesa sin vacilar.

—Pero yo no soy Elemak.

—Claro que sí —dijo Volemak—. Eres exactamente lo que Elemak habría sido de tener buen corazón.

Nafai no supo si era un elogio o un insulto.

Después de Hushidh, después de Padre y Madre, vino Issib. Como de costumbre, no sólo llevaba los sueños que le había dado el Alma Suprema, sino ideas para que las cosas salieran mejor.

—Debemos hablar —dijo Issib. Nafai asintió con un gesto de la cabeza.

—Sigo teniendo esos sueños.

—El Alma Suprema. Lo sé. Yo también los tengo.

—No los mismos, Nyef —dijo Issib—. Veo a mi hijo mayor, Xodhya, saliendo de la nave estelar…

—Como yo veo a Zhyat…

—Y es igual que yo. Lo cual es una tontería, pues tiene un rostro muy parecido al de su madre; pero en mi sueño él es yo. Sólo que es alto y fuerte, con los brazos y el pecho de un dios. Como una de esas estatuas que rodeaban el viejo quiosco.

—Claro. El Alma Suprema te está manipulando, Issib.

—Sí, lo sé. Estaba contigo cuando nos enfrentamos a ella por primera vez, ¿recuerdas? Lo hicimos juntos.

—No lo he olvidado.

—Demostramos que no teníamos que hacer lo que quisiera el Alma Suprema, ¿verdad, Nafai? Pero luego decidimos ayudar al Alma Suprema porque queríamos. Porque estábamos de acuerdo con sus propósitos.

—Mientras estuve de acuerdo, he colaborado. Y pagando un alto precio, podría añadir.

—¿Precio? ¿Tú? ¿Con el manto de capitán?

—Sin vacilar cambiaría ese manto por el amor de mis hermanos.

—Yo te amo, Nyef. ¿Alguna vez lo has puesto en duda?

—No, no me refería…

—Y Okya y Yaya te aman. ¿Acaso no son tus hermanos? ¿Yo no soy tu hermano?

—Todos lo sois.

—Y no creo que no te importe lo que Meb piense de ti.

—De acuerdo. Elemak. Cambiaría el manto de capitán por el respeto de Elemak si pensara que podría lograrlo.

—¿No lo entiendes, Nyef? Nunca tendrás su respeto.

—Porque nunca seré digno de él.

—Estúpido. —Issib soltó una carcajada—. Eres un imbécil, Nafai. Nunca puedes tener su respeto precisamente porque eres digno de él.

—Ya odiaba las paradojas en la escuela. Creo que son la conclusión a la cual llegan los filósofos cuando…

—Cuando han renunciado a pensar, lo sé. No es la primera vez que lo dices. Pero esto no es una paradoja. Elemak te odia porque sabe que eres su hermano menor, y además sabe muy bien que Padre te ama y te respeta más que a él. Por eso te odia, porque sabe que, a los ojos de Padre, eres mejor hombre que él.

—Ojalá sea verdad.

—Sabes que es verdad. Pero si lo abandonaras todo, si se lo entregaras todo a Elemak, si renunciaras al manto, si repudiaras al Alma Suprema, ¿crees que te respetaría? Claro que no, porque entonces serías realmente despreciable. Débil. Una nulidad.

—Me has convencido. Conservaré el manto.

—El manto no es nada. Ya estás haciendo algo mucho peor.

Nafai lo miró fijamente.

—¿Debo entender que has venido a convencerme de que mantenga despiertos a tus cuatro hijos mayores durante el viaje, que los críe y eduque, para que los encuentres crecidos cuando despiertes?

—De ningún modo —dijo Issib—. Odiaría eso.

—¿Pues entonces de qué se trata?

—Mámenlos despiertos, pero despiértame a mí también de cuando en cuando. Una vez al año, unas semanas. Deja que enseñe informática a los niños, por ejemplo. Nadie sabe más que yo de eso.

—No necesitarán ordenadores en la nueva colonia.

—Entonces matemática. Agrimensura. Triangulación. Puedo leer los mismos libros que tú y enseñar su contenido igual que tú. ¿O pensabas instalar un laboratorio agrícola? ¿De silvicultura, tal vez? ¿Cuándo íbamos a subir los árboles a bordo?

—No había pensado en ello.

—Querrás decir que el Alma Suprema no había pensado en ello.

—Como sea.

—Hazlo por turnos. Despierta a Luet un tiempo, pero luego déjala dormir de nuevo. Despiértame a mí, despierta a Hushidh. Despierta a Madre y Padre. Unas semanas cada uno. Entonces veremos crecer a los niños. No nos lo perderemos todo. Y cuando lleguemos a la Tierra, serán hombres y mujeres. Estarán preparados para defenderte contra los demás.

Nafai no respondió de inmediato.

—No es así como el Alma Suprema se lo explicó a Luet.

—¿Y acaso está grabado en piedra que tienes que seguir el Alma Suprema en todo? Mientras hagas lo que desea, la metodología no importa, ¿verdad?

—¿Hushidh opina lo mismo?

—Tal vez. Dentro de poco.

—No tomaré el hijo de nadie sin su consentimiento.

—¿De veras? ¿Y los niños? ¿Piensas consultarles?

—Pues debería. Pensaré en esto, Issib. Tal vez esta solución funcione.

—Bien, porque creo que el Alma Suprema tiene razón. Si no hacemos esto, si no cuentas con jóvenes fuertes que te respalden, en cuanto bajemos de la nave estelar, en cuanto se debilite la influencia del Alma Suprema, serás hombre muerto, y también yo.

—Pensaré en ello —dijo Nafai.

Issib se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta, apoyando casi todo su peso en los flotadores. Al llegar a la puerta se volvió.

—Algo más —dijo.

—¿Qué? —preguntó Nafai.

—Te conozco mejor de lo que crees.

—¿Sí?

—Por ejemplo, sabía que el Alma Suprema te había hablado de este asunto mucho antes de que a Luet se le escaparan esas palabras.

—¿De veras?

—Y sé que deseabas que ocurriera. Sólo que no querías que fuera idea tuya. Querías que nosotros te convenciéramos. Así no podremos culparte después. Porque intentaste disuadirnos de ello.

—¿Tan listo soy? —preguntó Nafai.

—Sí —dijo Issib—. Y yo soy tan listo como para deducirlo.

—Pues entonces no soy tan listo, a fin de cuentas.

—Sí, lo eres. Porque realmente quiero que lo hagas. Y nunca podré culparte si no me gustan los resultados. Así que ha funcionado.

Nafai sonrió.

—Ojalá tuvieras toda la razón —dijo.

—¿Y en qué me equivoco?

—De todo corazón, preferiría que todos nuestros hijos durmieran durante el viaje. Porque preferiría que no hubiera divisiones en la nueva colonia. Porque preferiría que mi hermano Elemak fuera nuestro rey y que nos gobernara antes que tenerle como enemigo.

—¿Y por qué no dejas que lo haga?

—Porque odia al Alma Suprema. Y cuando lleguemos a la Tierra, se opondrá a los deseos del Guardián de la Tierra. Terminará destruyéndonos a todos con su terquedad. No puede gobernarnos.

—Me alegra que lo entiendas. Porque en cuanto empieces a pensar que él debe gobernar, te destruirá.

Volemak, Rasa, Hushidh, Issib y al fin Shedemei y Zdorab fueron a verle, sólo una hora antes del momento en que todos debían dormirse para el viaje.

—Yo no quiero hacerlo —dijo Zdorab.

—Entonces no despertaré a tus hijos —dijo Nafai—. Aún no sé si despenaré a alguien.

—Claro que sí —dijo Shedemei—. Y también nos despertarás a nosotros, de cuando en cuando, para que te ayudemos a instruirlos. Ése es el trato.

—Y cuando lleguemos a la Tierra, y nuestros hijos sean diez años mayores que los de Elya, Meb, Vasya y Briya, ¿os pondréis de mi parte? ¿Diréis que esto os pareció buena idea? ¿Que me pedisteis que lo hiciera?

—Nunca diré que me pareció buena idea —dijo Zdorab—. Pero admitiré que te pedí que lo hicieras.

—No es suficiente. Si no te parece buena idea, ¿por qué permites que tus dos únicos hijos participen en esto?

—Porque mi hijo nunca me perdonaría si supiera que tuvo la oportunidad de llegar a la Tierra como hombre, y yo hice que llegara como niño.

Nafai cabeceó asintiendo.

—Es un buen motivo.

—Pero recuerda, Nafai —dijo Zdorab—. Lo mismo vale para los otros niños. ¿Crees que cuando Protchnu, el hijo de Elya, despierte y descubra que tu hijo menor, Motya, es ocho años mayor en vez de dos años menor… crees que Protchnu te perdonará, o Motya? Esto encenderá odios que se mantendrán generación tras generación. Siempre creerán que les robaron algo.

—Y tendrán razón —dijo Nafai—. Pero sólo se les habrá robado después de que lo rechazaran.

—De eso nunca se acordarán.

—¿Y tú?

Zdorab reflexionó un instante.

—Si él no lo recuerda —dijo Shedemei—, yo se lo recordaré.

Zdorab sonrió adustamente.

—Vámonos a la cama —dijo.

Independientemente de quiénes despertaran después, todos estarían dormidos para el lanzamiento. Era imposible soportar despierto la tensión y el dolor, así que estarían envueltos en espuma dentro de las cámaras de sueño.

Cada pareja puso a sus hijos a dormir, acostándolos en las cámaras de animación suspendida, besándolos, cerrando la tapa y mirando por la ventana hasta que se sumieron en el sueño con que las drogas iniciaban el proceso. Los niños sentían algo de temor, sobre todo los mayores, que entendían lo que estaba pasando, pero también había en ellos entusiasmo y ansiedad.

—¿Y cuando despertemos estaremos en la Tierra? —preguntaban una y otra vez.

—Sí —respondían sus padres.

Nafai llevó a los padres a la sala de control y les mostró el calendario con la señal de alarma que los despertaría a medio camino.

—Podréis examinar a vuestros hijos para comprobar que están dormidos —les aseguró.

—Ahora puedo dormirme tranquilo —respondió Elemak con seca ironía.

Nafai los miró dormirse uno por uno, y uno por uno autorizó a los ordenadores a que los drogaran, los envolvieran con espuma, los congelaran hasta que apenas quedara vida en sus cuerpos. Luego él también subió a su cámara y cerró la tapa. Recordó entonces una antigua plegaria que había hallado una vez en los archivos de la biblioteca: «Ahora me acuesto a dormir; ruego al Señor que guarde mi alma.

Y si muero antes de despertar, ruego al Señor que se lleve mi alma.»

Ningún ser humano vio la nave que ascendía silenciosamente en el aire, cien metros, mil, hasta la altura que permitía el campo magnético de la pista de aterrizaje. Luego los cohetes de lanzamiento se dispararon, vomitando fuego mientras la nave estelar se elevaba en el cielo nocturno.

A lo lejos, en la otra orilla del angosto mar, los viajeros que recorrían la senda de las caravanas vieron la estrella fugaz.

—Pero se está elevando —señaló uno de ellos.

—No —dijo otro—. Es sólo una ilusión, porque viene hacia nosotros.

—No —insistió el primero—. Se está elevando en el cielo. Y es demasiado lenta para ser una estrella fugaz.

—¿De veras? —se mofó el otro—. ¿Pues entonces qué es?

—No sé —dijo el primero—. Pero agradezco al Alma Suprema que hayamos podido verla.

—¿Por qué?

—Porque después de millones de años, so tonto, un hombre no puede ver nada que no se haya visto cientos o miles o millones de veces. Pero nosotros hemos visto algo que nadie había visto jamás.

—Eso crees tú.

—Sí, eso creo yo.

—¿Y de qué sirve ver algo maravilloso si no tienes ni idea de lo que has visto?

La nave estelar Basílica se elevó a más altura, abandonando el campo gravitatorio del planeta Armonía. Cuando estuvo a suficiente distancia, los cohetes se apagaron. No volverían a usarse hasta llegado el momento de descender en otro mundo. Algo se desprendió de los flancos de la nave, un tejido de hebras tan finas que habrían resultado invisibles de no ser por la luz que brillaba en los cables cuando una molécula de hidrógeno o una partícula aún más pequeña caía en el campo energético que esa red generaba. Entonces podía verse su forma: una vasta telaraña que recogía el polvo del espacio para alimentar el avance de la nave. La Basílica aceleró, dejando atrás Armonía, apenas otro punto de luz que a simple vista no se podía distinguir de los demás. Al cabo de cuarenta millones de años, los seres humanos abandonaban la superficie de aquel mundo y, contra todo pronóstico, retornaban al hogar.

5. EL FISGÓN

Al despertar, los niños creyeron que habían llegado a la Tierra. Eso les habían dicho cuando los pusieron a dormir en las cámaras de animación suspendida: Al despertar, estaréis en la Tierra.

Oykib, sin embargo, ya sabía que despertaría mucho antes. No le extrañó sentirse liviano y fuerte en vez de notar la gravedad normal, ni que cada paso lo enviara al cielo raso de un salto. Así era en el espacio, donde no lo retenía un planeta sino sólo la aceleración de la nave. Y si le quedaban dudas, se disiparon en cuanto Nafai y Luet reunieron a los niños en la biblioteca —el mayor espacio abierto de la nave estelar salvo el centrífugo—, pues Oykib oía los tenues murmullos del Alma Suprema hablando con Nafai y Luet. Es mala idea. No les des la opción. Los niños de esa edad son demasiado pequeños para decidir algo tan importante. Sus padres ya han accedido. Si les dices que tienen una opción que en realidad no es tal, sólo te odiarán por ello. Y así sucesivamente.

Oykib oía estas conversaciones desde su temprana infancia. No recordaba ningún momento sin ellas. Al principio era una música, un viento, como el rumor de las olas para un niño que crece junto al mar. No le daba importancia, no le buscaba sentido. Poco a poco, al llegar a los cuatro o cinco años, comenzó a comprender que aquel ruido de fondo contenía nombres, ideas, y que esas ideas surgían luego en las conversaciones de los adultos.

Aunque las voces estaban en su mente, y no tenían sonido, comenzó a asociar ciertos modos de pensar con ciertas personas. Comenzó a notar que a veces, cuando estaba con Padre o Madre, Nafai o Issib, Luet o Hushidh, la conversación que oía con mayor claridad era la que más cuadraba con aquello de lo que hablaban con otra persona. Veía a Luet tratando de solucionar una riña entre Chveya y Dazya, por ejemplo, y oía que alguien decía: ¿Por qué no se opone a Dazya? ¿Por qué retrocede? Y alguien más —la voz más constante, la más fuerte— decía: Ella se opone, lo hace bien, ten paciencia, no necesita ganar abiertamente mientras le garantices tu respeto. Así supo que un estilo apasionado e íntimo significaba que oía a Luet; el estilo más frío y tranquilo pero más inseguro era de Hushidh. La voz más directa, impaciente y tajante era de Nafai.

Aun así, era tan pequeño que no comprendía que no debía oír esas cosas. Al principio le resultó claro a causa de los sueños, que era uno de los modos más elocuentes que el Alma Suprema tenía de hablar a las personas. Una vez, cuando Oykib era un chiquillo, Luet había ido a su casa para hablar con Madre acerca de un sueño que había tenido. Cuando terminó, Oykib comentó que él también había tenido aquel sueño, y repitió las cosas que Luet había visto.

Madre le respondió con una sonrisa, pero Oykib supo que no le había creído. La segunda vez que sucedió, con un sueño de Padre, Madre llevó a Oykib aparte y le explicó que no era necesario fingir que tenía los mismos sueños que los demás. Era mejor que describiera sólo sus propios sueños.

Le molestó que no le creyeran, y cada vez le molestaba más. ¿Acaso esos adultos que se comunicaban con el Alma Suprema pensaban que él, por tener tres o cuatro años, no podía comunicarse del mismo modo? Al fin comprendió que el problema era que el sueño era enviado a otra persona, que era apropiado para la situación de esa persona, no para Oykib. En consecuencia, los adultos sabían que el Alma Suprema no podía haberle enviado ese sueño, porque no tenía nada que ver con su vida. Y de hecho el Alma Suprema no le había enviado el sueño a él. Los sueños y las conversaciones eran reales, pero no le pertenecían.

Se preguntó por qué el Alma Suprema no tenía nada que decirle.

Cuando cumplió ocho años, ya había aprendido a no hablar de lo que oía. Por naturaleza era parco y reservado, y prefería guardar silencio cuando estaba en un grupo numeroso, escuchando, ayudando cuando lo necesitaban. Comprendía mucho más de lo que suponían los demás, en parte porque había crecido oyendo discusiones adultas con vocabulario adulto, y en parte porque además de la conversación oral oía retazos de diálogos internos cuando el Alma Suprema hacía sugerencias, cuando trataba de influir y a veces de distraer. El problema era que aquello siempre distraía a Oykib y le impedía tener pensamientos propios, pues su mente estaba ocupada tratando de seguir lo que sucedía a su alrededor. Cuando abría la boca para hablar, no sabía si estaba respondiendo a lo que decían en voz alta o a las cosas que él comprendía sólo porque oía lo que no debía.

Había otro motivo por el cual Oykib hablaba poco. Entendía lo que era un secreto y comprendía que la gente no se alegraría de saber cuánto sabía él. Sospechaba que todos se enfadarían si se enteraban de que sus pensamientos más íntimos, destinados al Alma Suprema, eran oídos y registrados por la mente de un niño de seis, siete u ocho años.

A veces el peso de estos secretos era excesivo para Oykib. Por eso había empezado a tener pequeñas charlas con Yasai, su hermano menor. Nunca le contaba a Yaya cómo sabía las cosas que sabía. En cambio prefería decir «Apuesto a que Luet está enfadada porque Hushidh nunca impide que Dazya sea prepotente con los más pequeños», o «Padre no ama a Nafai más que a ningún otro, pero Nafai es el único que entiende lo que Padre está haciendo y puede ayudarlo», Oykib sabía que Yaya estaba deslumbrado por sus «aciertos» y se sentía halagado de ser el confidente de su sabio hermano mayor. A veces se sentía un farsante, por hacerle creer que, simplemente, lo había adivinado. Pero Oykib entendía, sin saber por qué, que no convenía contarle a Yaya que su mente captaba cualquier comunicación con el Alma Suprema. Yaya sabía guardar secretos, pero una cosa tan importante se le escaparía tarde o temprano.

Así que Oykib callaba sus secretos. La situación más difícil se había presentado meses antes, cuando Nafai fue a las montañas y entró en el perímetro y encontró las naves estelares. Oykib oyó cosas terribles y temibles. Luet suplicando al Alma Suprema que protegiera a su esposo. El Alma Suprema urgiendo a alguien a conservar la calma, tranquilízate, no mates a tu hermano. Para entonces comprendía bastante bien a su comunidad y sabía quiénes planeaban matar a Nafai. Oykib quería hacer algo, pero estaba agobiado por aquel torbellino de necesidades y apetencias, de gritos y exigencias, de súplicas y lamentos. Estaba tan asustado que fue a ver a Madre, la abrazó y oyó que Volemak decía: «¿Ves cómo los niños captan cosas sin entenderlas?» Él quería decirle que entendía perfectamente que Elemak y Mebbekew planeaban matar a Nafai para gobernar a los demás, que lo sabía porque había oído que el Alma Suprema trataba de disuadirlo; sabía que Luet estaba aterrada y también sus padres, que Nafai podía morir. Pero también sabía que el Alma Suprema le decía un torrente de cosas a Nafai, cosas importantes, cosas bellas, sólo que él estaba lejos y sólo captaba fragmentos, y sabía que Nafai mismo no sentía temor, sólo entusiasmo, y gritaba en su interior: «¡Ahora lo entiendo! ¡Eso es! ¡Ahora lo comprendo!» Pero no podía explicar nada de esto. Sólo pudo aferrarse a su madre hasta que ella tuvo que apartarlo para continuar sus tareas. Luego habló con Yasai.

—Creo que hoy Elya y Meb intentarán matar a Nyef, cuando él regrese —dijo, y Yaya abrió unos ojos como platos—. Pero creo que Nyef no está preocupado, porque se ha vuelto tan fuerte que nadie puede lastimarlo.

Cuando todo terminó, con Elemak y Meb humillados ante el poder del manto del piloto, Yaya estaba más estupefacto que nunca por la perspicacia de Oykib. Pero Oykib estaba agotado. No quería saber tanto. Y sin embargo, a pesar de todo, quería saber más. Quería que el Alma Suprema le hablara a él.

¿Por qué iba a hablarle? Oykib sólo tenía ocho años, y no era fuerte y dominante como Protchnu, el hijo de Elemak, aunque Proya era unas semanas menor. ¿Qué podía decirle el Alma Suprema?

Sentado con los demás en la biblioteca de la nave Basílica, Oykib ya sabía qué les explicarían, porque había oído que el Alma Suprema deliberaba con los adultos antes del lanzamiento, y ahora oía que el Alma Suprema deliberaba con Luet y Nafai. Quería gritarles a todos que se callaran de una vez, pero optó por guardar silencio y escuchar pacientemente la explicación de Luet y Nafai.

No le gustó el modo en que lo manejaron. Dijeron la verdad, como de costumbre —estaba habituado a que ellos dijeran la verdad, más que otros adultos—, pero callaron muchos de sus motivos. Sólo dijeron que era una magnífica oportunidad para que los niños aprendieran muchas de las cosas que deberían saber para que la colonia funcionara cuando llegaran a la Tierra.

—Y como al llegar tendréis catorce, quince o dieciséis años, y en algunos casos dieciocho, podréis hacer el trabajo de un hombre o una mujer. Seréis personas mayores, no niños. Por otra parte, sin embargo, sólo veréis a vuestros padres de cuando en cuando durante el viaje, porque no podemos mantener a más de dos adultos despiertos al mismo tiempo.

Sí, sí, todo eso era cierto, pensó Oykib. Pero ¿por qué habría sólo doce niños en esa pequeña escuela? ¿Por qué no dicen que cuando yo tenga dieciocho años, al final del viaje, Protchnu todavía tendrá ocho? ¿Y qué hay de las amistades, como Tiya, la hija de Mebbekew, y Shyada, la hija de Hushidh? ¿Todavía serán amigas cuando Shyada tenga dieciséis años y Tiya sólo seis? Difícil. ¿No pensáis explicar todo eso?

Pero no dijo nada. Espero. Tal vez llegaran a esa parte de la cuestión.

—¿Alguna pregunta? —dijo Nafai.

—Hay mucho tiempo —dijo Luet—. Si queréis volver a dormir, podréis hacerlo dentro de pocos días. No hay prisa.

—¿Hay algo divertido que hacer en esta nave? —preguntó Xodhya, el hijo mayor de Hushidh. Era la pregunta más obvia, pues antes del lanzamiento los adultos habían asegurado a los niños que querrían dormir durante el viaje porque sería muy aburrido.

—Hay muchas cosas que no podréis hacer —explicó Luet—. El centrífugo nos proporciona gravedad normal para hacer ejercicio, pero sólo podréis correr en línea recta. No podréis jugar a la pelota ni nadar ni acostaros en la hierba porque no hay piscina ni hierba, y ni siquiera en el centrífugo es posible lanzar y atrapar una pelota. Pero podéis luchar, y creo que todos os acostumbraréis a jugar a la peste y al escondite en baja gravedad.

—Y hay juegos de ordenador —añadió Nafai—. No habéis tenido la oportunidad de jugar a ellos porque habéis crecido sin ordenadores, pero Issib y yo encontramos algunos…

—Pero no podréis jugar mucho con ellos —interrumpió Luet—. No queremos que os acostumbréis demasiado, porque en la Tierra no tendremos ordenadores corno éste.

Jugar a la peste en baja gravedad. Con eso habría bastado para ganarse a la mayoría. A Oykib le molestó que fingieran que les daban la oportunidad de elegir cuando sólo les contaban lo bueno y nada de lo malo.

Habría dicho algo entonces, pero Chveya se le adelantó.

—Creo que todo depende de lo que decida Dazya.

Dza, siempre engreída, creyéndose la más importante porque era Niña Mayor, no ocultó su orgullo. Oykib se disgustó, sobre todo porque nunca había visto que Chveya le rindiera pleitesía a Dza. Siempre le había parecido la más sensata de las chicas.

—Chveya, cada cual debe tomar su propia decisión.

—No lo comprendes —dijo Chveya—. Cuando Dazya tome su decisión, yo haré todo lo contrario. Dazya le sacó la lengua.

—Justo lo que esperaba de ti —le soltó—. Siempre tan inmadura.

—Veya —dijo Luet—, me avergüenza que digas algo tan hiriente. ¿Y cambiarías todo tu futuro sólo por rencor hacia Dazya?

Chveya se sonrojó y guardó silencio.

Al fin llegó el punto en que Oykib no pudo callarse más.

—Sé lo que debéis hacer —dijo—. Poned a Dazya a dormir tres días. Cuando se levante, Dza y Chveya tendrán la misma edad.

Chveya puso en blanco los ojos queriendo decir que eso no resolvería nada. Pero Dazya perdió los estribos.

—¡Mi cumpleaños siempre será primero! —gritó—. Soy la primera niña y nadie más lo es. Permaneceré despierta y seré la mayor cuando lleguemos. Nadie va a dominarme.

Oykib notó con satisfacción que Dazya había demostrado a Nafai y Luet por qué Chveya no quería permanecer despierta al mismo tiempo que ella.

—En verdad —dijo Luet—, nadie tiene derecho a dominar a los demás sólo porque sea mayor, más listo o lo que fuere.

Varios niños se echaron a reír.

—Dazya es una prepotente —comentó Shyada, quien, siendo la hermana menor de Dazya, era su principal víctima.

—No es cierto —protestó Dazya—. No soy prepotente con Oykib ni con Protchnu.

—No, sólo con los que son más débiles que tú, mandona —le soltó Shyada.

—Silencio, todos —dijo Nafai—. Éste es precisamente uno de los problemas que habrá en nuestra escuela. La nave no es muy grande, y debemos convivir durante años. En Armonía pasábamos muchas cosas por alto, pensando que se solucionarían con el paso de los años. Pero durante el viaje no toleraremos que los niños mayores impongan su criterio a los menores.

—¿Por qué no? —dijo Dazya—. Los adultos siempre imponen su criterio a los niños.

—Dza —respondió Luet—, creo que eres lo bastante inteligente para comprender que los tres días de diferencia que hay entre tú y Veya no son tan significativos como los quince años de diferencia existentes entre tú y yo.

Chveya se interesó al instante por esta idea.

—Si me quedo despierta, Madre, cuando lleguemos a la Tierra seré tres años mayor de lo que tú eras cuando nací yo.

—Sí, pero ella estaba casada —dijo Rokya, el hijo de Zdorab y Shedemei. De pronto cayó en la cuenta de lo que había dicho, porque se sonrojó y cerró la boca.

—No creo que el matrimonio deba preocuparos por el momento —señaló Luet.

—¿Por qué no? —preguntó Chveya—. A ti te preocupa. Rokya es el único varón que no es tío ni primo mío.

—Eso no será un problema —respondió Luet—. Shedemei dijo que no se darán problemas genéticos, así que si al crecer os enamoráis de un primo o un tío…

La mayoría de los niños gruñeron o demostraron su repugnancia.

—Como decía, cuando seáis mayores, cuando la idea ya no os repugne, entonces no habrá impedimentos genéticos.

Pero Oykib sabía que Shedemei, antes del lanzamiento, le había suplicado al Alma Suprema que la perdonara por haber dicho esa mentira a Nafai, y que le había pedido al Alma Suprema que aconsejara a Nafai que prohibiera los matrimonios entre primos cercanos si podía haber en ello algún peligro. Y también sabía algo más, algo que Shedemei no sabía: lo que ella había dicho acerca del cuidado con que el Alma Suprema los había «criado» para que no tuvieran defectos genéticos era una revelación del Alma Suprema. Oykib lo había oído como un potente mensaje, y ahora aceptaba la idea de casarse con una prima. Más valía que el Alma Suprema tuviera razón. Oykib y Yaya no podían casarse ambos con Da-brota, la hija de Shedemei y Zdorab, así que uno de ellos tendría que casarse con una sobrina o morir soltero.

Chveya no estaba satisfecha.

—Eso no es lo que dijiste aquella noche…

—Veya —dijo Luet, procurando ser paciente—. Tú no oíste esa conversación por ambas partes, y además he obtenido nueva información desde entonces. Ten un poco de confianza, querida.

Entonces habló Motiga.

Como no le interesaba la cuestión del matrimonio, había estado pensando en otra cosa.

—Si las personas que permanecen dormidas no envejecen, ¿eso significa que los que ahora no están aquí seguirán siendo pequeños? ¿Yo seré mayor que Protchnu?

Luet y Nafai se miraron de soslayo. Evidentemente habían procurado evitar esa pregunta.

—Sí —respondió al fin Nafai—. Así es.

—Magnífico —dijo Motiga.

Pero los demás no estaban tan seguros.

—Qué tontería —dijo Shyada, que con sus seis años estaba enamorada de Protchnu—. ¿Por qué no nos turnamos para estar despiertos, como se hará con los adultos?

Oykib se sorprendió de que una niña de seis años hubiera pensado en esta sensata solución. También Nafai y Luet se sorprendieron. Obviamente no sabían qué decir, cómo explicarlo.

Oykib, siempre buscando la oportunidad de ayudar, intervino.

—Mirad, ahora no estamos despiertos porque Nafai y Luet nos quieran más que a los demás. Estamos aquí porque nuestros padres están de parte de Nafai, y los padres de los niños que duermen están de parte de Elemak.

Nafai puso cara de furia. Oykib le oyó hablar con el Alma Suprema, preguntándole si era posible enseñar a aquel mocoso a mantener la boca cerrada.

Oykib también oyó la respuesta del Alma Suprema: ¿No te advertí que no les dieras a elegir?

—Creo que es bueno decidir conociendo el verdadero motivo de las cosas —dijo Oykib, mirando a Nafai a los ojos—. Sé que vosotros, mis padres, Issib, Hushidh, Shedemei y Zdorab son los que obedecen al Alma Suprema, y sé que Elemak, Mebbekew, Obring y Vas intentaron matarte, y el Alma Suprema cree que lo intentarán de nuevo apenas lleguemos a la Tierra. —Sabía que había hablado más de la cuenta, que había mencionado cosas que presuntamente no sabía. Así que se volvió hacia los otros niños para explicárselo—. Es como una guerra. Aunque tanto Nafai como Elemak son hermanos míos, y aunque Nafai no quiere que haya rencillas entre ellos, Elemak tratará de matar a Nafai cuando lleguemos a la Tierra. Los otros niños lo miraban muy serios. Oykib no hablaba demasiado, pero cuando hablaba todos lo escuchaban; y lo que decía era muy serio. Ya no se trataba de asuntos triviales como la cuestión de quién debía mandar a quién. Ese había sido el error de Luet y Nafai. Querían que los niños eligieran, pero sin explicarles todos los problemas. Pues bien, Oykib conocía a esos niños mejor que los adultos. Sabía que lo entenderían, y sabía qué elegirían.

—Como veis —continuó—, el motivo por el cual nos despertaron es que Yasai, Xodhya, Rokya, Zhyat, Motya y yo seremos hombres. Hombres adultos. Mientras que los hijos de Elya, Kokor, Sevet y Meb seguirán siendo niños. De ese modo, Elemak no se enfrentará sólo a un anciano como mi padre o a un tullido como Issib. Se las verá con nosotros, y nosotros defenderemos a Nafai y lucharemos por él si es necesario. Porque eso haremos, ¿verdad?

Oykib miró a cada uno de los niños, que cabecearon asintiendo uno por uno.

—Y no serán sólo los niños —añadió Oykib—. Nosotros doce nos casaremos y tendremos hijos, y nuestros hijos nacerán antes de que los demás puedan tener hijos, y así siempre seremos más fuertes. Es el único modo de evitar que Elemak mate a Nafai. Y no sólo a Nafai. Porque tendrían que matar a Padre, también. Y a Issya. Y tal vez a Zdorab. Y si no los mataran, los tratarían como a esclavos. Y también a nosotros. A menos que permanezcamos despiertos en este viaje. Elemak y Mebbekew son mis hermanos, pero no son buena gente.

Luet había hundido la cara entre las manos. Nafai miraba el cielorraso.

—¿Cómo sabes todo esto, Okya? —preguntó Chveya.

—Lo sé y punto —respondió Oykib—. Simplemente lo sé.

—¿Te lo contó el Alma Suprema? —preguntó la niña en un murmullo.

De algún modo era así, pero Oykib no quería mentirle a Chveya ni insinuar cosas que no eran ciertas. Prefirió no responder.

—Eso es confidencial —contestó.

—Muchas cosas que has dicho son confidenciales, Oykib —dijo Nafai—. Pero ya las has dicho y tenemos que explicarlas. Es verdad que el Alma Suprema piensa que habrá una división en nuestra comunidad cuando lleguemos a la Tierra. Y es verdad que el Alma Suprema planeó todo esto de tal manera que vosotros tengáis edad suficiente para oponeros a Elemak, sus adeptos y sus hijos. Pero no creo que esa división sea inevitable. Yo no quiero una división. Así que mi motivo para esto es que me agradaría contar con doce adultos más para ayudarme con el trabajo de construir la colonia, y con doce niños menos que cuidar, proteger y alimentar. Todos prosperarán más gracias a esto.

—Pero no pensabas decir nada si Oykib no lo mencionaba —comentó Chveya, un poco enfadada.

—Creía que no lo entenderíais —dijo Nafai.

—Yo no lo entiendo —señaló Shyada, pensativamente.

—Yo permaneceré despierto —dijo Padarok—. Estoy de vuestra parte, porque sé que mis padres lo están. Les he oído hablar.

—También yo —dijo su hermanita Dabya. Uno por uno, todos asintieron.

Al final Dazya se volvió hacia Chveya y añadió:

—Y yo lamento que me odies tanto que prefieras seguir siendo una niña a estar conmigo.

—Eres tú la que me odia —dijo Chveya.

—Claro que no —dijo Dazya. Hubo un largo silencio.

—En definitiva —dijo Chveya—, estamos del mismo lado.

—Así es —dijo Dazya.

Y luego, como Chveya era más espontánea de lo conveniente, añadió:

—Y, además, puedes casarte con Padarok. Por mí está bien.

Padarok protestó mientras los demás niños gritaban y reían. Sólo Oykib notó que Chveya, después de decir esas palabras, lo miraba a él antes de agachar la vista.

Conque soy el elegido, pensó. Qué considerada, tomar la decisión por mí.

Pero eso también era obvio. En aquel grupo de doce niños, Oykib y Padarok eran los únicos nacidos el primer año, y Chveya y Dza las únicas niñas.

Si Dza y Padarok terminaban por unirse, Chveya tendría que casarse con Oykib, o bien con alguno de los menores, o bien con nadie.

La idea era vagamente repulsiva. Oykib recordó una ocasión en que lo habían convencido para jugar a las muñecas con Dza y otras niñas. Era aburrido fingir ser el padre y el esposo, y huyó a los pocos minutos. Se imaginó jugando a las muñecas con Chveya y pensó que no sería mucho mejor. Pero tal vez fuera diferente cuando las muñecas eran bebés verdaderos. Al menos, los hombres adultos no parecían tan hastiados. Tal vez faltaba algo cuando jugaban a las muñecas. Tal vez en los verdaderos matrimonios las esposas no siempre querían obligar a los maridos a obedecerlas.

Era mejor que así fuera para Padarok, pues si terminaba por juntarse con Dazya ni siquiera podría pensar sin su permiso. Era la persona más prepotente que conocía. Chveya, en cambio, era sólo testaruda. Eso era diferente. Quería hacer las cosas a su modo, pero no imponía ese modo a los demás. Tal vez pudieran casarse y vivir en casas separadas y turnarse para cuidar a los niños. Eso funcionaría.

Nafai estaba mostrando a los otros niños dónde dormirían: la habitación de las niñas y la habitación de los varones. Oykib, sumido en sus especulaciones sobre el matrimonio, se había quedado en la biblioteca y estaba a solas con Luet.

—Tenías mucho que decir hoy —dijo Luet—. Habitualmente eres callado.

—Vosotros dos no lo decíais —repuso Oykib.

—No, tienes razón. Y tal vez tuviéramos buenas razones para ello, ¿no crees?

—No, no había buenas razones —respondió Oykib. Sabía que era una audacia decirle semejante cosa a un adulto, pero a estas alturas no le importaba. A fin de cuentas era el hermano de Nafai, no su hijo.

—¿Tan seguro estás? —preguntó Luet de mal talante.

—No explicabais la verdadera razón porque pensabais que no la entenderíamos, pero la entendimos. Todos lo hicimos. Y cuando al fin decidimos, sabíamos lo que estábamos eligiendo.

—Puedes creer que lo entiendes, pero no es así —dijo Luet—. Es mucho más complicado de lo que crees, y…

Oykib se enfureció. Él había oído las discusiones con el Alma Suprema, todos los matices y problemas que les habían preocupado. No les diría cómo sabía esas cosas, pero tampoco fingiría que no podía entenderlas.

—¿Has pensado, Lutya, que tal vez es mucho más complicado de lo que crees?

Tal vez fue porque la había llamado por su apodo —¡a ella, una adulta!— o tal vez porque ella había reconocido la verdad de lo que él decía, pero Luet guardó silencio y lo miró fijamente.

—Tú no lo comprendes todo —dijo Oykib—, pero aun así tomas decisiones. Bien, nosotros tampoco lo comprendemos todo. Pero hemos decidido, ¿verdad? Y hemos tomado la decisión correcta, ¿verdad?

—Sí —murmuró ella.

—Tal vez los niños no sean tan estúpidos como crees —añadió Oykib. Hacía tiempo que quería decirle eso a un adulto. Esta parecía la ocasión apropiada.

—No creo que los niños sean estúpidos…

Pero antes que ella pudiera terminar la frase, Oykib dejó la biblioteca y atravesó el corredor buscando a los demás. Si no estaba allí cuando eligieran, terminaría por quedarse con la peor cama.

De todos modos terminó por quedarse con la peor cama: la litera inferior, junto a la puerta, donde estaría a la vista de todos los que pasaran por el corredor, de modo que no podría ocultar nada. Había elegido el mejor sitio, y nadie se había atrevido a discutir porque era el primer varón. Pero vio que Motya se sentía muy mal por tener el peor lugar, sobre todo cuando Yaya y Zhyat se burlaron de él. Así que ahora tenía la peor cama y sabía que después nadie querría cambiar. Diez años, pensó. Tendré que dormir aquí diez malditos años.

6. EL DIOS FEO

La madre de Emeez la llevó a la caverna sagrada cuando tenía seis años. Era un lugar milagroso porque era subterráneo pero no lo había cavado la gente. Así era su forma, un regalo de los dioses; ellos lo habían creado, así que ahí llevaban a los dioses para adorarlos.

La caverna era extraña, áspera y húmeda, no seca y lisa como los túneles de la ciudad. Un agua lodosa goteaba por doquier. Su madre le explicó que el agua dejaba una diminuta cantidad de limo con cada gota, y que con el tiempo formaba las macizas columnas. Pero ¿cómo era posible? ¿Acaso las columnas no sostenían el techo de la caverna? Si las columnas se formaban con el goteo del agua durante tantos años, ¿cómo se había sostenido el techo en un principio? Pero su madre le explicó que esta caverna estaba hecha de piedra.

—Los dioses abren agujeros en las montañas así como nosotros arrancamos trozos de piedra para nuestras espadas. Pueden sostener un techo de piedra tan ancho que no llegas a ver el otro lado, ni siquiera con la antorcha más brillante. Y ningún viento, por fuerte que sea, puede arrancar el techo del túnel de los dioses.

Por eso son dioses, supongo, pensó Emeez. Había visto los efectos de una tormenta en la parte alta de la ciudad, donde había derribado tres árboles-techo de modo que la lluvia y el sol entraban en lo que antes eran cuartos de juegos y salas de reunión. Tardaron días en sellar los pasajes y crear nuevos túneles para reemplazar el espacio perdido, y durante ese tiempo dos primos y tres primas se habían quedado con ellos. Su madre se había vuelto loca, y a Emeez poco le había faltado. Eran gente reservada y tranquila, y no sabían vérselas con esos fisgones entrometidos. ¿Qué es esto, aprendemos a tejer a tan corta edad? Oh, sin duda ya te has fijado en algún joven apuesto que acaba de salir en su primera cacería, cosa pequeña y bonita.

Una mentira. Porque Emeez no era una cosa pequeña y bonita. No era bonita. No era pequeña. Y por cierto no era una cosa, aunque mucha gente la tratara como tal. Por lo pronto, era demasiado velluda. A los hombres les gustaban las mujeres de vello sedoso, no oscuro y tosco como el de ella. Y su voz no era atractiva. Trataba de hablar como su madre, pero Emeez no tenía esa musicalidad.

Una vez, cuando la prima Issess —¡vaya nombre insípido!— no sabía que Emeez estaba cerca, le dijo a su estúpida hija Aamuv: «Pobre Emeez. Es un caso de atavismo. Son tan velludos como ese lomo de la ladera este de la montaña. ¡Espero que no tenga ninguno de sus otros rasgos!» Se contaba que los velludos habitantes de la ladera este se comían el corazón y el hígado de sus enemigos, y algunos decían que ensartaban a sus víctimas y las asaban enteras. Monstruos. Eso era lo que la gente pensaba de Emeez por ser tan velluda.

Bien, no podía evitar que su cuerpo fuera así. Al menos no padecía una horrenda infección fungosa como la que volvía tan maloliente al pobre Bomossoss. Era un gran guerrero, pero nadie soportaba su hedor. Muy triste. Los dioses hacen lo que quieren con nosotros. Al menos yo no apesto.

En ese momento no se celebraba ningún acto de adoración, pues eso era cosa de hombres, no de mujeres, y mucho menos de chiquillas. Pero Emeez había oído decir que los hombres adoraban a los dioses lamiéndolos para humedecerlos y ablandarlos y que después se los frotaban por todo el cuerpo. Nunca lo había creído, hasta que entró en la primera cámara de plegarias.

Algunos dioses eran intrincadas tallas de rostros asombrosamente bellos. Imágenes de fieros guerreros y de las odiosas reses del cielo, de cabras y venados, de serpientes enroscadas y libélulas posadas sobre espadañas. Pero cuando su madre le señaló a los dioses más sagrados, a los más adorados, Emeez se sorprendió de que esas tallas no fueran intrincadas. Las más sagradas eran lisos terrones de arcilla.

—¿Por qué los más hermosos no son tan sagrados como los que no se parecen a nada?

—Ah, pero debes saber que en un tiempo fueron los más bellos; los han adorado con sumo fervor, y nos han dado buenos hijos y buena cacería. La adoración los ha alisado. Pero recordamos cómo eran.

Los dioses lisos la perturbaron.

—¿Nadie puede tallarles nuevos rostros?

—No seas ridícula. Eso sería blasfemia —respondió su madre con fastidio—. Caramba, Emeez, no entiendo cómo funciona tu mente. Nadie talla a los dioses. No tendrían ningún poder si simplemente los hombres y las mujeres los hicieran de arcilla.

—¿Entonces quién los hace?

—Los traemos a casa. Los encontramos y los traemos a casa.

—Pero ¿quién los hace?

—Se hacen a sí mismos. Se levantan por sí mismos de la arcilla de la ribera.

—¿Alguna vez podré mirar?

—No.

—Quiero mirar cómo aparece un dios. Su madre suspiró.

—Supongo que ya tienes edad. Si prometes que no irás a contárselo a los más pequeños.

—Lo prometo.

—En una época del año, durante la estación seca, las reses del cielo descienden y moldean el lodo de la ribera.

—¿Las reses del cielo? —Emeez se quedó pasmada—. Bromeas. Eso es repulsivo.

—Sería repulsivo, naturalmente, si pensaras que las reses del cielo entienden lo que hacen. Pero no lo entienden. El dios despierta en ellas y les hace moldear la arcilla con formas intrincadas y caprichosas. Cuando han terminado, se van. Las dejan. Para nosotros.

Las reses del cielo. Aquellas alimañas volantes que a veces emboscaban y mataban a los cazadores. La gente les robaba las crías para asarlas y alimentar a las mujeres encintas. Eran bichos peligrosos, obtusos, traicioneros y mañosos. ¿Y ellos hacían a los dioses?

—No me siento bien, madre —dijo Emeez.

—Bien, siéntate aquí un momento y descansa. Debo reunirme con la sacerdotisa tres habitaciones más arriba, y no puedo llegar tarde. Pero luego puedes venir a buscarme, ¿sí? No te desviarás del camino principal ni te perderás, ¿no?

—No creo que me haya vuelto estúpida, madre.

—Pero de repente te has vuelto grosera. Eso no me agrada, Emeez.

Bien, a nadie le agradan muchas cosas de mí, pensó Emeez. Pero eso no significa que tenga que estar de acuerdo con los demás. Creo que soy excelente compañía. Soy mucho más lista que mis amigas, y todo lo que me digo a mí misma es conmovedor e interesante y nunca se ha dicho antes. No como esas tontas que repiten una y otra vez los «sabios» argumentos de sus madres. Y soy mejor compañía que los varones, que siempre andan arrojando, rompiendo y cortando cosas. Mucho mejor para cavar y tejer, como hacen las mujeres, para recoger cosas en vez de matarlas, para combinar hojas y frutas y carnes y raíces de un modo que realce su sabor. Seré una gran mujer, velluda o no, y el hombre a quien le toque en suerte fingirá que está defraudado, pero secretamente estará satisfecho, y le daré gran cantidad de críos despiertos y velludos y serán feos y listos como yo, hasta que un día todos despabilen y comprendan que las velludas son mejores madres y esposas y que las lampiñas son viscosas y frías como melones pelados.

De mal humor, Emeez se levantó y miró a los dioses con atención. No podía evitarlo. No veía nada interesante en los dioses más adorados. Le fascinaban los que eran puros e intrincados. Tal vez ahí radicada el problema: la atraían los dioses de poco prestigio, y por eso sufría la maldición de la fealdad, porque los dioses influyentes sabían que ella no gustaría de ellos. Pero era terrible castigarla desde el nacimiento por un pecado que no cometería hasta los seis años, sólo dos años antes de volverse mujer.

Bien, si ya me han castigado por ello, haré lo posible para merecer ese castigo. Encontraré al dios más bello y menos adorado de todos y lo elegiré como favorito.

Y se puso a buscar uno que estuviera en perfectas condiciones. Pero todos los dioses habían recibido por lo menos alguna adoración, y aunque pudo encontrar fragmentos que todavía tenían hermosos detalles, no halló ninguno intacto.

Hasta que encontró el más sorprendente, en un rincón de una pequeña cámara lateral. No se parecía a ningún otro. Más aún, no se parecía a ninguna bestia conocida. Y la talla estaba intacta. No estaba alisada por ninguna parte, lo cual significada que nadie lo había adorado nunca.

Bien, le dijo Emeez al dios feo, ahora yo soy tu adoradora. Y te adoraré del mejor modo, no como los demás. No te lameré ni te frotaré ni te haré ninguna de esas cosas repulsivas que hacen con esos dioses lodosos. Te adoraré mirándote y diciendo que eres una herniosa estatua.

Eso sí, era una hermosa estatua de una criatura asombrosamente fea. Mejor dicho, sólo la cabeza de una criatura. Tenía boca de persona y ojos de persona, pero la nariz apuntaba hacia abajo y la mandíbula era prominente y estaba en la base de la cabeza, que se angostaba hasta formar un cuello mucho más delgado que la mollera. ¿Cómo se puede sostener semejante cabezota sobre un cuello tan enclenque? ¿Y por qué una estúpida res del cielo decidía tallar algo que nadie había visto?

La respuesta a esta pregunta era bastante obvia, pensándolo bien. La res del cielo había tallado aquella cabeza porque ése era el aspecto del dios.

No. ¿Qué dios optaría por tener ese aspecto?

A menos —vaya pensamiento desconcertante— que los dioses no pudieran evitar tener el aspecto que les tocaba en suerte. A menos que este dios fuera tan feo como ella pero aun así tuviera derecho a contar con su estatua y a ser adorado, así que una res del cielo talló su cabeza, pero cuando lo llevaron allí ni un alma lo adoró y quedó olvidado en un rincón oscuro. Pero ahora te he encontrado, y aunque yo sea fea soy la única adoradora que tienes, así que ni sueñes con rechazarme.

(Te acepto.)

Lo oyó con tanta claridad como si alguien hubiera hablado detrás de ella. Dio media vuelta para mirar, pero no había nadie en ese recinto en penumbra.

—¿Me has hablado? —jadeó.

No hubo respuesta. Pero al mirar la bella estatua fea, de pronto supo algo, algo tan importante que debía contárselo de inmediato a su madre. Salió a la carrera y subió por el camino principal hasta llegar a la habitación donde su madre y la sacerdotisa conversaban animadamente.

—Veo que te sientes mejor, Emeez —dijo su madre, palmeándole la cabeza.

—Madre, debo contarte…

—Más tarde. Hemos decidido algo maravilloso para ti y…

—Madre, debo contártelo ahora.

Su madre la miró con enojo y embarazo.

—Emeez, Vleezheesumuunuun pensará que eres una malcriada.

Por el nombre de la sacerdotisa, Emeez comprendió que debía ser una persona muy importante y distinguida, y de pronto la asaltó la timidez.

—Lo lamento —se disculpó.

—Está bien —dijo la vieja sacerdotisa—. Como dicen, son las velludas las que todavía oyen la voz de los dioses.

Sensacional, pensó Emeez. No me digas que porque soy fea podría terminar siendo sacerdotisa.

—¿Qué querías contarnos, niña? —preguntó la sacerdotisa.

—Yo sólo… estaba mirando a un dios realmente hermoso, aunque era realmente feo, y de pronto supe algo. Eso es todo.

La sacerdotisa se apoyó en las cuatro patas. De inmediato su madre la imitó, y Emeez, con su buena crianza, supo que debía adoptar esa postura. Pero era alentador, pues significaba que la sacerdotisa la tomaba en serio.

—¿Qué has sabido de pronto? —preguntó Vleezheesumuunuun.

—Ahora que lo pienso, ni siquiera sé qué significa.

—Cuéntanoslo de todos modos —dijo su madre, y la sacerdotisa asintió con un parpadeo.

—Los que estaban perdidos han emprendido el retorno.

Su madre y la sacerdotisa la miraron desconcertadas.

—¿Eso es todo? —dijo al fin su madre.

—Eso es todo —susurró la sacerdotisa con los ojos cerrados—. No se lo cuentes a nadie.

—¿Sabes qué significa? —preguntó su madre.

—No, no sé qué significa. Pero recuerda esa canción sobre la creación, en la que la gran profetisa Zz dice: «No habrá más reses del cielo el día en que se encuentren los perdidos, ni más dioses del río cuando los errantes emprendan el retorno.»

—No, no la recuerdo, pero notarás que Zz no habla de perdidos que regresan. Ella dice que los perdidos se encuentran, y los que emprenden el retorno son los errantes. No creo que necesites tomarte esto tan en serio como para asustar a mi pobre hija.

Pero obviamente era su madre quien estaba asustada. Emeez, en cambio, estaba eufórica. El dios le había dicho que aceptaba su adoración, y luego le había dado un regalo, ese conocimiento que para ella no significaba nada pero aparentemente significaba mucho para la sacerdotisa, y también para su madre, aunque alegara lo contrario.

—Esto lo cambia todo —dijo la sacerdotisa.

—Eso me temía —dijo su madre con un hilo de voz.

—No seas ridícula —se quejó la sacerdotisa—. Aún encontraré un compañero para tu hija.

¡Encontrar un compañero! ¡Qué vergüenza! ¡Un matrimonio arreglado! ¿Su madre estaba tan segura de que ningún hombre la querría que había acudido a la sacerdotisa para disponer un matrimonio de sacrificio? ¿Un hombre se vería obligado a tomarla como esposa para reparar alguna ofensa? Emeez lo había visto un par de veces, y en ambos casos la mujer así ofrecida también era una ofensora, y su penitencia era ser aceptada por un hombre como una hierba pestilente para sanar una herida.

—¿Qué delito he cometido? —susurró Emeez.

—No seas arrogante —dijo la sacerdotisa—. Como he dicho, esto lo cambia todo.

—¿Por qué? —preguntó su madre.

—Digamos que cuando los labios de una joven prometen el cumplimiento de las palabras de Zz, esa joven no es entregada a un malhechor común ni a una nulidad moral.

Qué alegría, pensó Emeez con amargura. Entonces quizá me entreguen a un malhechor francamente espectacular.

—¿Tiene seis años? —preguntó la sacerdotisa—. ¿Le faltan dos años para ser mujer?

—En la medida en que podemos adivinar esas cosas. Es elección de los dioses, por cierto.

La sacerdotisa acarició la pelambre de Emeez. Como siempre, Emeez se envaró. La gente tocaba los miembros deformes o los muñones de los tullidos, y ella aborrecía esa costumbre, aunque supuestamente traía suerte. Pero pronto comprendió que la sacerdotisa no se limitaba a esa vacilante caricia de la suerte. Tocaba la pelambre de Emeez con verdadero afecto, y era agradable.

—No sé si hemos hecho bien en llamar hermoso a ese vello suave e insípido —comentó la sacerdotisa—. Sospecho que junto con el pelo de nuestras mujeres hemos perdido otra cosa. Cierta proximidad con los dioses.

Su madre era demasiado cortés para disentir, pero su silencio evidenciaba que no compartía tal opinión.

—Muf, el hijo del rey de guerra —dijo la sacerdotisa—, tendrá la edad adecuada al mismo tiempo que nuestra Emeez.

Tras una pausa, su madre se echó a reír.

—Oh, no estarás sugiriendo que…

—Una muchacha que oye el eco de Zz después de tantos siglos…

—Pero Muf no se alegrará de que lo entreguen…

—Muf se propone ser rey de guerra. Desposará a quien le señalen los dioses. En lo que a. mí concierne, hoy los dioses han escogido.

Pero no han sido los dioses quienes me han elegido, pensó Emeez. Al contrario, yo he elegido al dios.

—Es demasiado para ella —dijo su madre—. Nunca esperó semejante honor.

—Las muchachas que lo esperan —dijo la sacerdotisa— son precisamente las que nunca lo reciben. Al fin su madre se animó a creerlo, o al fin comprendió que su incredulidad le estaba revelando a Emeez lo que pensaba de ella. Sea como fuere, su madre al fin chilló de deleite y abrazó a Emeez.

Antes de despedirse, la sacerdotisa pidió a Emeez que le señalara al dios. En cuanto Emeez la condujo a la pequeña cámara lateral, supo qué dios sería.

—El que es grande y feo, ¿no? Nadie lo ha tocado jamás.

—Pero es una escultura maravillosa —dijo Emeez.

—Es verdad. Las manos grandes como las nuestras nunca podrían lograr esta compleja perfección. Por eso los dioses usan a las reses del cielo para cobrar forma material. Pero éste… siempre me pregunté qué haría, pues nadie le ha dado la oportunidad de hacer un niño, traer lluvia ni nada parecido. Debía de estar esperándote, niña. —Y de nuevo le acarició la pelambre.

Seré la esposa del nuevo rey de guerra, si él es digno de suceder a su padre. Haré todo lo que pueda para ayudarle a ser digno. Y mantendré una hermosa habitación para él, con alfombras y tapices, cestos y mantos incomparables. Y cuando la gente lo vea, no pensará: Pobre hombre, con esa esposa tan velluda. En cambio pensará: La esposa del rey de guerra es velluda, pero ha rodeado a nuestro rey de belleza.

Nunca olvidaré este regalo, le dijo en silencio al dios feo.

—¿Ahora trasladarás a este dios a campo abierto? —preguntó su madre.

—No —repuso la sacerdotisa—. Y ninguna de vosotras contará a nadie qué dios puso estas palabras en boca de la niña. Nadie ha tocado nunca a este dios. Que permanezca intacto.

—Nunca he oído que se tratara así a un dios poderoso —protestó su madre.

—Y yo nunca he oído decir que un dios intacto tuviera poder —dijo la sacerdotisa—. Aquí no hay precedentes, así que improvisaremos. Y no tocar a este dios parece haber dado buenos resultados. Es suficiente para mí.

Y para mí, pensó Emeez. Luego repitió en voz alta las primeras y más claras palabras que le había dicho el dios:

—Te acepto.

—Guarda esas palabras para tu esposo —dijo su madre—. Ahora será mejor regresar a casa, mientras todavía hay tiempo para preparar una buena cena.

Durante el regreso, su madre no se cansó de repetirle que debía callar todo aquello y no alardear ante nadie porque la vieja Vleezheesumuunuun aún podía cambiar de parecer mientras no hubiera hecho un anuncio público.

—O podría morir. Es vieja. Y no creas que las demás sacerdotisas me escucharían si yo fuera a decirles que Vleezheesumuunuun dijo que uniría a mi Emeez con Muf, el hijo del rey de guerra.

No, por supuesto que no me lo creo. ¿Quién podría creerlo?

Sin embargo, una pregunta la seguía inquietando, una pregunta que ni su madre ni la sacerdotisa parecían haberse planteado. ¿Qué significaba aquello de que los perdidos emprendían el retorno? ¿Quiénes emprendían el retorno? ¿Y cómo se habían perdido? ¿Y por qué ese extraño dios feo traía la noticia, habiendo miles de dioses en la caverna sagrada?

Debo observar y esperar, pensó Emeez. Creo que con estas palabras el dios se proponía mucho más que conseguirme un matrimonio tan por encima de mis expectativas. Procuraré entender su mensaje, y entonces lo difundiré o haré lo que el dios desee.

Cuando llegue el momento, sabré qué debo hacer. No se preguntó cómo sabía eso. Prefirió pensar en la palabra que añadiría a su nombre, pues la esposa del hijo del rey de guerra no se quedaría con su nombre de destete. ¿Emeezuuzh? Uuzh era el sufijo que su madre había adoptado en su día de gloria, cuando seleccionaron su cesto para el funeral del viejo rey de sangre. Pero era un nombre bonito, un nombre delicado cuando lo escogía una mujer. Emeez elegiría algo más fuerte. Tendría que pensar en ello. Tenía tiempo de sobra para decidirse.

7. TORMENTA EN EL MAR

Zdorab no había nacido en la época adecuada. Sólo ahora lo comprendía. Sabía que no encajaba donde se había criado, ni en Basílica, hasta que Nafai le dio la oportunidad de salvar la vida acompañándolo al desierto. Pero ahora, al final de su segundo período como instructor de los niños en la nave estelar Basílica, entendía cuál era su lugar. El problema era que la cultura que lo habría valorado había desaparecido hacía cuarenta millones de años.

Sin duda quien había construido aquella nave, con su elegancia de diseño y fabricación, era digno de admiración; pero al vivir en ella Zdorab comprendió que, además, amaba aquel modo de vida. Cierto, vivían encerrados, pero a juicio de Zdorab la vida al aire libre se valoraba más de la cuenta. No echaba de menos los insectos. No echaba de menos el exceso de frío y calor, de humedad y sequedad. No echaba de menos los excrementos de los animales, el olor de cosas extrañas en la cocina ni el tufo de la podredumbre de cosas conocidas.

Pero si disfrutaba de la vida a bordo no era por la ausencia de molestias, sino por las cosas positivas. Una cama confortable todas las noches. Ducharse a diario con agua limpia. Una vida centrada en la biblioteca, en torno al conocimiento y la enseñanza. Ordenadores que servían para jugar, no sólo para trabajar. Música reproducida a la perfección. Retretes que se limpiaban solos y sin olores. Ropa que se podía limpiar sin lavarla. Comida instantánea. Y todo mientras viajaba a increíble velocidad en una travesía de un siglo hacia otra estrella.

Trató de explicárselo a Nafai, pero el joven lo miró con asombro y comentó:

—Pero ¿qué hay de los árboles?

Nafai no veía el momento de llegar al nuevo planeta, que sin duda sería otro sitio lleno de mugre y bichos donde habría que sudar la gota gorda. Zdorab se había comportado como un criado obsecuente durante el viaje por el desierto; le agradaba saber que en esa nave no había criados porque, o bien las máquinas y ordenadores se encargaban del trabajo o éste era tan sencillo que cualquiera podía hacerlo, y todos lo hacían.

Y le encantaba enseñar a los niños. Algunos ya no eran niños al cabo de seis años de viaje. Oykib ya medía casi dos metros de altura, a los catorce años. Era esmirriado, pero Zdorab le había visto haciendo ejercicio en el centrífugo y tenía un cuerpo musculoso y membrudo. Zdorab supo que ya era un hombre maduro al ver ese cuerpo bello y joven y sentir sólo el vestigio del deseo. Si había alguna misericordia en la naturaleza, era el adormecimiento de la libido masculina con el paso de los años. Algunos hombres, al sentir que menguaba el deseo, llegaban a excesos heroicos —o criminales— para obtener la ilusión de un vigor sexual renovado. Pero para Zdorab era un alivio. Era mejor pensar en Oykib y su hermano Yasai, que era aún más apuesto, como alumnos. Como amigos de su hijo Padarok. Como posibles esposos de su hija Dabrota.

Mi hijo, pensó. Mi hija. ¡Santo cielo! Quién habría supuesto, durante aquellos años de amoríos clandestinos en las afueras de Basílica, que podría tener hijos. Y si alguien les pusiera la mano encima sin mi consentimiento, creo que lo mataría.

Y luego pensó: A pesar de todo, soy una criatura de la jungla.

Ese día se dormiría de nuevo, y Shedemei despertaría para reemplazarlo. Pasarían algunas horas juntos —el Alma Suprema decía que los recursos de la nave lo permitían— y sería agradable verla. Era su mejor amiga, la única que conocía sus secretos, su lucha interior. Podía contárselo casi todo.

Pero no podía hablarle del pequeño programa que había instalado en un ordenador, uno de los que no formaban parte de la memoria del Alma Suprema. Antes de programar la señal de alarma para la mitad del viaje, esa señal evidente que el Alma Suprema había detectado de inmediato, Zdorab había escrito un programa que aparentemente realizaba un inofensivo inventario de provisiones. Pero también verificaba si habían transcurrido seis años y medio de viaje; en tal caso enviaría una nueva versión del archivo calendario al ordenador donde se ejecutaba dicho calendario. La nueva versión pediría que Elemak, Zdorab y Shedemei despertaran treinta segundos después; luego, al cabo de otro segundo, se restauraría la copia original del programa y el programa de inventario se rescribiría a sí mismo para eliminar la subrutina adicional. Era muy ingenioso y Zdorab estaba orgulloso de su destreza.

También sabía que era potencialmente letal para la paz de la comunidad y se proponía, ahora que formaba parte del plan de Nafai, buscar acceso al ordenador para eliminar el programa antes de que se activara. Pero no era tan fácil obtener acceso a ese ordenador durante el vuelo. Zdorab tenía sus deberes y, una vez cumplidos, los niños estaban por doquier continuamente y sin duda le preguntarían qué estaba haciendo. Se dijo que buscaba una oportunidad segura para realizar el cambio. Y le faltaban pocas horas para volverse a dormir, y no había encontrado esa oportunidad. ¿Por qué no?

Porque tenía miedo. Eso lo traía por la calle de la amargura. No tenía miedo por sí mismo. El afán de supervivencia pesaba menos que la necesidad de proteger a sus hijos. Había aceptado el plan de Nafai, no por los sueños —los sueños eran para Shedemei y los otros que el Alma Suprema había criado para ser especialmente receptivos— sino porque no quería que ciertos niños obtuvieran ventaja sobre los suyos. Cuando Issib sugirió el plan de permitir que los adultos se turnaran en la enseñanza, Zdorab no lo hubiese rechazado ni en sueños.

Al mismo tiempo, temía la venganza de Elemak. Cuando despertara en la Tierra y se encontrara rodeado por esos jóvenes fuertes, todos partidarios de la causa de Nafai, sentiría tanto odio que no perdonaría nunca. Tarde o temprano estallaría la guerra, y sería sangrienta. Zdorab no quería que sus hijos sufrieran por ello. No quería que participaran, ni que estuvieran de parte de nadie. ¿Qué mejor modo de lograrlo que demostrar su lealtad a Elemak permitiendo que la señal de alarma se activara según lo convenido?

Nafai y el Alma Suprema no tardarían en averiguar quién lo había hecho. Nadie más tenía tales conocimientos sobre informática en Armonía, y los niños que habían adquirido esa capacitación durante el viaje no querrían despertar a Elemak. Izuchaya, que durante el despegue era tan pequeña que apenas recordaba a Elemak, había preguntado:

—¿Y por qué tenemos que despertar a Elemak, si es tan malo?

—Porque no hacerlo, sería asesinato —había respondido Nafai, explicándole que una desavenencia no significaba que la otra persona no tuviera derecho a vivir su vida y tomar sus propias decisiones. Sólo tienes derecho a matar, decía Nafai, si alguien intenta matarte a ti o alguien a quien necesitas proteger.

Alguien a quien necesitas proteger. Yo necesito proteger a mis hijos. He aquí la fría y cruda verdad, Nafai. Mis hijos no son de tu sangre. Aunque nos pongamos de tu parte, no creo ni por un instante que les brindaras el mismo afecto, la misma lealtad, que brindarías a tus propios hijos, a los hijos menores de tus padres o a los hijos de tu hermano Issib. Debo encontrar un modo de protegerlos, de lograr que Elemak no los odie tal como odiará a los tuyos, aun mientras los ayudo a aprovechar tu plan de ser mayores y más fuertes que los hijos de Elemak. Eso es lo que hace un padre. Aunque su esposa no lo apruebe.

Shedemei tenía otro concepto de la lealtad, y Zdorab lo sabía. Era una radical. No había vivido en el mundo de intrigas que había sido el de Zdorab durante tantos años. Las constantes confabulaciones de Gaballufix para quien la confianza de los demás no era sino un arma a usar contra ellos; la violencia rutinaria y la vida corrupta en la aldea de los hombres, donde no penetraba la influencia apaciguadora de las mujeres; y desde luego el fraude despiadado de la vida de un hombre que amaba a los hombres. No puedes fiarte de nadie, Shedemei, pensó Zdorab.

Ni siquiera del Alma Suprema. Mucho menos del Alma Suprema.

Zdorab sólo se comunicaba con el ordenador maestro por medio del índice y, después, por medio de los ordenadores comunes de la nave estelar. No tenía sueños, y a su juicio el Alma Suprema no se interesaba en él ni oía sus pensamientos. De lo contrario no habría podido instalar ese programa clandestino. El Alma Suprema no lo tenía en cuenta salvo para que aportara el conjunto de cromosomas que permitiría la reproducción de Shedemei. Bien, no le importaba. Él tampoco tenía muy en cuenta al Alma Suprema. Estaba convencido de que el Alma Suprema no se preocupaba mucho por la comodidad y felicidad de los seres humanos que manipulaba. Y como el Alma Suprema no se interesaba en él, era la única persona de esa comunidad que gozaba de auténtica intimidad.

Al mismo tiempo, Zdorab ansiaba secretamente que el Alma Suprema oyera sus pensamientos y detectara la señal de alarma. Tal vez ya la hubiera eliminado; Zdorab no la había revisado por el mismo motivo por el cual no la había eliminado él mismo. El Alma Suprema no permitiría que ocurriera nada peligroso durante el viaje. Elemak no despertaría hasta llegar a la Tierra. Y cuando despertara, Zdorab podría decir con total sinceridad: «Dejé instalada la señal. El Alma Suprema debió encontrarla.»

Ensayó en silencio las palabras, articulándolas con los labios, la lengua y los dientes, pero sabiendo que Elemak no le creería, o que no le importaría.

Se han equivocado al traerme con su familia, al obligarme a escoger entre unos y otros en sus mortales riñas domésticas.

Estaba ante la cámara de sueño de Shedemei cuando la tapa se deslizó y ella entreabrió los ojos. Shedemei sonrió.

—Salud, brillante y bella dama —dijo Zdorab.

—Ser halagada al despertar es el sueño más preciado de toda mujer —dijo ella—. Lamentablemente, aún estoy idiotizada por las drogas.

—¿ Qué drogas ?

Zdorab la ayudó a sentarse mientras abría el flanco de la cámara para que ella pudiera salir.

—¿Acaso quieres decir que esta lentitud mental es propia de mí?

Shedemei se levantó y lo abrazó, en parte para sostenerse mientras recobraba el equilibrio en baja gravedad, y en parte con amistoso afecto. Él respondió con gusto a aquel abrazo, y empezó a contarle lo que los niños habían aprendido desde la última vez que Shedemei había despertado.

—Creo que ésta debe ser la mejor escuela que jamás ha existido —comentó.

—Y con la gran ventaja de que los profesores duermen entre un período lectivo y otro —respondió Shedemei.

Pasaron varias horas juntos, hablando de los niños, especialmente de sus hijos, y de todo lo que acudía a la mente de Shedemei. Pero no hablaron de aquello que más inquietaba a Zdorab, y Shedemei notó que algo andaba mal.

—¿De qué se trata? —preguntó—. Me estás ocultando algo.

—¿Qué? —preguntó él.

—Algo te preocupa.

—Así soy yo. No me gusta entrar en la cámara de sueño.

Ella sonrió con picardía.

—Está bien, no tienes que contármelo.

—No te puedo contar lo que ni yo mismo sé —dijo Zdorab, y como en esto había algo de cierto (no sabía si el Alma Suprema había eliminado su programa o no), la intuición de Shedemei permitió a ésta creerlo.

Horas después, Zdorab se despidió de los niños siguiendo un ritual al que ya estaban acostumbrados, pues todos sus maestros iban y venían del mismo modo. Repartió abrazos y apretones de manos, según la edad; besó a sus hijos, gustárales o no; y luego Shedemei y Nafai lo acompañaron a su cámara y lo ayudaron a entrar.

Mientras las drogas empezaban a surtir efecto, sintió un pánico repentino. No, no, no, pensó. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Elemak jamás será leal a mí, haga lo que haga. Debo cambiar el programa. Debo impedir que se despierte y coja a Nafai por sorpresa.

—Nafai —articuló—. Revisa los ordenadores de soporte vital.

Pero la tapa de la cámara ya estaba cerrada, y Zdorab no atinó a ver si Nafai le miraba los labios; antes de poder agitar la mano, se durmió vencido por la droga.

—¿Qué decía? —preguntó Nafai a Shedemei.

—No sé. Algo le molestaba, pero no sabía qué.

—Bien, tal vez lo recuerde al despertar —dijo Nafai.

Shedemei suspiró.

—Yo también siento siempre esa ansiedad, como si hubiera olvidado algo muy importante. Creo que es sólo un efecto secundario de las drogas de suspensión.

Nafai rió.

—Como cuando despiertas en plena noche con una idea importante que has tenido en un sueño, la anotas, y por la mañana lees «¡La comida no! ¡El perro!», y no sabes qué significa ni por qué te pareció tan importante.

—No es preciso anotar los sueños verdaderos —dijo Shedemei—. Siempre los recuerdas.

Ambos asintieron, recordando los sueños del Alma Suprema y del Guardián de la Tierra. Regresaron a donde estaban los niños y se pusieron a trabajar en la siguiente etapa de su educación.


Chveya trabajaba con Dza instruyendo a los más pequeños en sus ejercicios. Habían aprendido hacía años que esa supervisión era necesaria, pues de lo contrario empezarían a remolonear, aunque Nafai les había advertido reiteradamente que si no se ejercitaban un par de horas diarias en el centrífugo llegarían a la Tierra con el cuerpo tan flojo y débil que tendrían que pedir prestada la silla de Issib para moverse. Los más pequeños se ejercitaban guiados por los mayores, y los mayores con la guía de los menores. Así nunca tenían iguales «que les dijeran qué hacer». El sistema funcionaba bastante bien.

Dza todavía no era amiga de Chveya, puesto que no tenían mucho en común. Dza era una de esas personas que no soportan estar solas; siempre tenía que rodearse del murmullo de la conversación, con chismes, risas y burlas. Chveya notaba que las más pequeñas adoraban a Dza ahora que no era tan prepotente. Parecían unidas por un contacto físico, y las más pequeñas estaban radiantes en presencia de Dza, que respondía del mismo modo. Pero Chveya no disfrutaba mucho tiempo de su compañía. Y no era por envidia, aunque a veces envidiaba a Dza su grupo de amigos. Aquel parloteo constante y la exigencia de atención agotaban a Chveya. Necesitaba alejarse, rodearse de silencio y música, leer un libro durante una hora, concentrarse en un tema.

Padre le había hablado de ello, y también Madre, la última vez que había estado despierta. Pasas mucho tiempo a solas, Chveya. Los demás niños creen que no les tienes simpatía.

Pero para Chveya leer un libro no era lo mismo que estar sola. Era como entablar una conversación con una persona, una larga conversación que se ceñía a un tema y no se iba continuamente por la tangente ni era interrumpida por alguien que quería contarle un chisme o hablar de sus problemas.

Mientras Chveya tuviera tiempo para estar a solas, podía llevarse bien con los demás, incluso con Dza. Ahora que había superado su pueril pretensión de ser la «primera», Dza era buena compañía, brillante y divertida. Para su mérito, no se había puesto celosa cuando se descubrió que Chveya era la única de la tercera generación que había desarrollado la capacidad de detectar las relaciones entre las personas, aunque la madre de Dza, y no la de Chveya, había sido la primera en tener esta aptitud. Cuando la tía Hushidh estaba despierta, pasaba más tiempo con Chveya que con sus propias hijas, pero Dza no se quejaba. Una vez sonrió a Chveya y le dijo:

—Tu padre nos enseña a todos continuamente. No me quejaré porque mi madre dedique tiempo a enseñarte a ti.

Estudiar con la tía Hushidh era como leer un libro. Era apacible y paciente, y se ceñía al tema. Mejor que un libro, pues respondía a las preguntas de Chveya. Con la tía Hushidh, Chveya se volvía locuaz. Tal vez fuera porque la tía Hushidh era la única que veía las cosas como las veía Chveya.

—Pero tú ves más —precisó un día Hushidh—. Tú también tienes sueños como tu madre. Chveya puso los ojos en blanco.

—No hay Lago de las Mujeres en esta nave. No hay Ciudad de las Mujeres que me mime y se aferré a cada palabra del relato de mis visiones.

—Las cosas no eran así —dijo Hushidh.

—Madre dice que sí.

—Bien, tal vez así le parecían. Pero tu madre nunca explotó su papel de vidente de las aguas.

—Pero no era útil, como… bien, como lo que nosotras podemos hacer. Hushidh sonrió.

—Útil, pero a veces desconcertante. Puedes interpretar mal las cosas. Saber demasiado sobre la gente no significa saber lo necesario. Pues nunca sabes por qué alguien se relaciona con determinada persona y no con otra. Yo trato de adivinarlo. A veces es fácil, pero algunas veces me equivoco por completo.

—Yo me equivoco siempre —dijo Chveya, pero no sentía vergüenza de decirlo delante de Hushidh.

—Siempre te equivocas en algo —corrigió Hushidh—. Pero a menudo también tienes razón en algo, y a veces eres muy lista. El problema es que debes interesarte en los demás para pensar en ellos, para ver el mundo a través de sus ojos. Y tú y yo somos un poco tímidas. Debemos tratar de pasar tiempo con los demás, de escucharlos, de ser sus amigos. Digo esto porque a tu edad yo no lo hacía, y sé que me limitó mucho.

—¿Y cómo cambiaste?

—Me casé con un hombre que vivía con un dolor interior constante tal que hizo que mis temores, vergüenzas y sufrimientos parecieran pueriles en comparación.

—Madre cuenta que, mucho antes de casarte con el tío Issib, te enfrentaste a un mal hombre y le arrebataste la lealtad de todo su ejército.

—Eso es porque ese ejército pertenecía a otro hombre, a alguien que había muerto, y no le profesaba demasiada lealtad. No fue difícil; simplemente improvisé, tratando de decir todo lo que pudiera debilitar la escasa lealtad que les quedaba.

—Madre cuenta que parecías tranquila y que mantenías la compostura.

—Lo parecía, en efecto. Vamos, Veya, tú misma lo sabes. Cuando sientes terror y confusión, ¿qué haces? Chveya rió entre dientes.

—Me quedo como un ciervo asustado.

—Paralizada, ¿eh? Pero los demás creen que estás tranquila. Por eso a veces te hacen tantas bromas. Creen que estás hecha de piedra, y quieren entrar en ti y tocar sentimientos humanos. No saben que, cuanto más pétrea pareces, más asustada estás y más frágil eres.

—¿Por qué es así? ¿Por qué la gente no se entiende mejor?

—Son jóvenes —dijo Hushidh.

—Los mayores tampoco se entienden demasiado.

—Algunos sí. Los que hacen el esfuerzo de intentarlo.

—Te refieres a ti.

—Y a tu madre.

—Ella no me entiende en absoluto.

—Dices eso porque eres adolescente, y cuando una adolescente dice que su madre no la entiende, quiere decir que su madre la entiende demasiado bien pero que no le permite actuar a su antojo.

Chveya sonrió.

—Eres una adulta engreída y arrogante como todos los demás.

Hushidh también sonrió.

—¿Ves? Estás aprendiendo. Esa sonrisa te ha permitido decirme lo que pensabas, pero también me ha permitido tomarlo a broma, así que he podido oír la verdad sin enfadarme.

—Lo intento —suspiró Chveya.

—Y lo haces bien, para ser una adolescente menuda, tímida e ignorante.

Chveya la miró horrorizada. Hushidh sonrió.

—Demasiado tarde —dijo Chveya—. Lo has dicho en serio.

—Sólo un poco. Pero a fin de cuentas todos los adolescentes son ignorantes, y no puedes evitar tu baja estatura. Ya serás más alta.

—Y más tímida.

—Pero a veces más atrevida.

Bien, era verdad. Chveya había crecido bastante poco después de que Hushidh se fuera a dormir la última vez, y ya era casi tan alta como Dza, y más alta que los demás muchachos salvo Oykib, quien ya era casi de la misma estatura que Nafai, todo huesos y anguloso, y que siempre andaba a trompicones. Encajaba las burlas de los demás con una callada sonrisa, y nunca se quejaba. Esto gustaba a Chveya, y también le gustaba que Oykib no se sirviera de su corpulencia para dominar a los demás; cuando intercedía en las peleas, apaciguaba a los rivales usando la persuasión en vez de la fuerza. Como quizá Chveya terminara por casarse con Oykib, era agradable que le gustara la personalidad que iba adquiriendo. Lástima que él la considerase «baja y aburrida». Nunca lo decía, pero sus ojos parecían resbalar sobre ella como si no reparase en su existencia. Y cuando se quedaba a solas con Chveya, siempre se marchaba deprisa, como si le molestara su compañía.

El hecho de que tengamos que casarnos no significa que nos vayamos a enamorar, pensó Chveya. Si soy buena esposa, tal vez un día él me ame.

Prefería no pensar en la posibilidad de que al fin Oykib optara por casarse con otra. La pequeña y agraciada Shyada, por ejemplo. Era dos años menor, pero ya sabía coquetear con los muchachos, de modo que Padarok la miraba embelesado y Motya la seguía tan boquiabierto que Chveya no sabía si reír o llorar. ¿Y si Oykib se casaba con ella y dejaba que Chveya se casara con uno de los más pequeños? ¿Y si obligaban a uno de los más pequeños a casarse con ella?

Me mataré, decidió.

Pero sabía que no lo haría. Pondría la mejor cara y trataría de apañárselas.

A veces se preguntaba si así eran las cosas para la tía Hushidh. ¿Se había enamorado de Issib antes de casarse? ¿O se había casado porque era el único que quedaba? Debía ser difícil estar casada con un hombre a quien había que alzar y trasladar cuando estaba en un sitio donde no funcionaban sus flotadores. Pero parecían felices. La gente podía ser feliz.

Todos estos pensamientos cruzaban la mente de Chveya mientras ayudaba a Shyada, Netsya, Dabya y Zuya con su calistenia. Como Netsya era bastante cruel cuando guiaba a los niños mayores, era un placer exigirle un mayor esfuerzo y ver cómo se le enrojecía la cara y el sudor le empapaba las manos y la nariz.

—Eres la peor de las zorras —jadeó Netsya.

—Y tú una princesa, mi excelsa y preciada amiga.

—Escúchala —dijo Zuya, que no jadeaba, pues hacía sus ejercicios con tanta soltura como si estuviera de paseo—. Lee tanto que ahora habla como un libro.

—Un libro viejo —jadeó Netsya—. Un libro antiguo, decrépito, polvoriento, amarillento, ajado…

Un chirrido, seguido por una sirena que los ensordeció, interrumpió su enumeración de las virtudes de Chveya. Varios niños gritaron, la mayoría se tapó las orejas. Nunca habían oído ese ruido.

—Algo va mal —dijo Dza a Chveya. Chveya notó que Dza no se tapaba los oídos. Parecía tan tranquila como un búho.

—Creo que debemos quedarnos aquí hasta que Padre nos diga qué hacer —dijo Chveya. Dza asintió.

—Veamos a quiénes tenemos y no les perdamos el rastro.

Era buena idea. Chveya le envidiaba el haber tenido la presencia de ánimo para pensar en ello, pero sabía que no importaba quién tuviera las buenas ideas, sino ponerlas en práctica. Y Dza era una líder nata. Chveya daría ejemplo obedeciendo rápida y voluntariamente, mientras las decisiones de Dza fueran razonables.

Dza había estado trabajando con los varones. Pronto los contó. Motya, el menor; Xodhya, Yaya y Zhyat. Los llevó hasta el lugar donde Chveya estaba con las pequeñas. Chveya ya había hecho su recuento porque las niñas se ejercitaban juntas cuando había sonado la sirena.

—Ahora sentaos aquí y esperad —ordenó Dza a todos los niños.

—¿No pueden apagarla? —gimió la aterrada Netsya.

—¡Tápate los oídos, pero sigue mirando a los demás! —gritó Dza—. No cierres los ojos.

Dza era rápida: si los niños no podían oír tenían que mirar, para recibir instrucciones si era preciso hacer algo. Chveya sintió otro aguijonazo de envidia. Para colmo, comprobó hasta qué punto Dza se había ganado la lealtad, confianza y respeto de todos.

Aun la mía, pensó Chveya. Sin duda es la hija primera, ahora que no alardea de ello.

Un par de piernas aparecieron por la escalerilla que conducía al centrífugo. Piernas largas, de pies grandes y torpes. Oykib. Y más torpe que de costumbre, porque llevaba un bulto bajo el brazo, algo envuelto en tela.

Cuando llegó al suelo, se dirigió a Dza, como si ya supiera quién estaría al mando.

—No es tan estridente en los dormitorios —gritó—. ¿Puedes llevar a los niños a sus camas? Dza asintió.

—Allí los quiere Nafai, si puedes hacerlo sin perder a ninguno.

—De acuerdo —dijo Dza, y de inmediato impartió órdenes. Los pequeños comenzaron a subir por la escalerilla, y Dza les recordó que aguardaran en el tubo que estaba fuera del centrífugo hasta que ella llegara allí. Chveya se sintió totalmente prescindible.

Oykib le entregó el bulto envuelto en tela.

—Es el índice —dijo—. Elemak está despierto. Ocúltalo.

Chveya quedó anonadada. Nunca se había permitido a los niños tocar el índice, ni siquiera envuelto en tela.

—¿Padre te dijo que…?

—Ocúltalo —insistió Oykib—. Donde a Elemak no se le ocurra buscarlo.

Le apretó el bulto contra el estómago y ella lo aferró instintivamente con los brazos. Oykib dio media vuelta y se fue, siguiendo a Dza.

Chveya echó una ojeada a su alrededor. ¿Podría ocultar el índice en el centrífugo? Difícil. Allí no había nada, salvo las máquinas de ejercicios, y éstas no ofrecían ningún escondrijo. Se calzó el índice bajo el brazo y aguardó su turno en la escalerilla.

Entonces vio, allí donde el suelo del centrífugo se curvaba para trazar su círculo en torno al centro de la nave, la juntura en la moqueta que indicaba la puerta de acceso. Cuando el centrífugo estaba detenido, podía abrirse la puerta para que alguien descendiera al sistema de engranajes que hacía girar el centrífugo. El problema era que el centrífugo tardaría media hora en detenerse aunque lo apagara en aquel mismo momento. Y luego tardaría otra hora en cobrar velocidad. Elemak comprendería que habían detenido el centrífugo por alguna razón. No podía contar con que no lo notara. Aunque nunca hubiera estado despierto durante el viaje, eso no significaba que no pudiera detectar ciertas anomalías en el funcionamiento de la nave.

En cambio, el solo hecho de que el centrífugo no se hubiera detenido le sugeriría que allí no había nada escondido.

Chveya corrió hacia la puerta de acceso y tiró de ella. No logró abrirla. El sistema de cierre la mantenía trabada mientras giraba el centrífugo. Corrió al botón de emergencia más próximo y lo pulsó. Sonó una alarma que se confundió con el bramido de la sirena principal. Ahora podía abrir la puerta de acceso, aunque el centrífugo giraba rápidamente. Alzó la puerta, y por la abertura vio los engranajes del centrífugo y algo que rodaba debajo. De pronto su perspectiva cambió, y comprendió que ella estaba en la superficie giratoria y el resto era la estructura de la nave, fija bajo las ruedas. En el tope de la escalerilla, la rotación parecía mucho más lenta. Las mismas revoluciones por minuto, pero tan cerca del centro la velocidad parecía disminuir.

Si suelto el índice, ¿se aplastará?

Más aún, si me caigo o siquiera rozo esa superficie, ¿me mataré o sólo quedaré mutilada y tullida de por vida?

Sudando de terror, extendió una y otra pierna, bajando por la abertura hasta llegar al soporte de los engranajes más próximos. Aferrándose con la mano derecha, apoyó el índice en la puerta mientras le ponía la mano debajo. Sosteniendo el índice con la palma, lo metió despacio en la abertura y estiró la mano hasta el tope del otro conjunto de engranajes, bajo el suelo del centrífugo. En un lugar donde cuatro barras de metal formaban un cuadrado, soltó el índice con cuidado, de modo que éste rodó hasta calzarse en un sitio. Allí estaba a buen recaudo: nada podía destruirlo y era demasiado ancho para caer más. Y nadie podía verlo a menos que descendiera hasta tener la cabeza bajo el nivel del suelo del centrífugo. Lo más probable era que Elemak, antes de llegar allí, pensara que era demasiado peligroso ocultar el índice en aquel lugar y se fuera a buscar a otra parte.

Y ahora que lo pensaba, era peligroso de veras. Y tenía que subir y encender de nuevo el centrífugo para que la alarma dejara de sonar antes de que se callara la sirena principal. Salir no era tan fácil como entrar, y ahora que no se concentraba en ocultar el índice tuvo tiempo de coger verdadero miedo. Despacio, se dijo. Con cuidado. Un resbalón y tardarán un mes en recoger los pedazos.

Al fin salió, estirándose sobre la abertura. Caminó como una araña hasta alejarse, se levantó de un brinco y cerró la puerta. El pestillo se trabó con un chasquido, y Chveya pudo encender el centrífugo. Apenas notó su aceleración: estaba tan bien diseñado que la fricción apenas lo había detenido mientras el motor permanecía apagado.

La sirena se apagó. El silencio fue como un puñetazo. Le vibraban los oídos. Lo había logrado con quince segundos de diferencia.

En el silencio, oyó una voz en la escalerilla.

Miró hacia arriba. Piernas. No eran las de Padre. No eran las de un niño. Si la encontraban allí, Elemak se preguntaría por qué no se había ido con los otros niños.

Sin ni siquiera pensarlo, se aplastó contra el suelo, adoptó la postura fetal, hundió la cara entre las manos y se puso a gimotear, temblando de miedo. Que pensaran que era presa del pánico, que estaba paralizada, aterrada por ese ruido estridente. Que pensaran que era débil, que no podía controlarse. La creerían, porque nadie sabía que era una persona capaz de realizar peligrosas piruetas bajo un centrífugo. ¿Cómo iban a saberlo? Ni siquiera ella lo había sabido, y ni siquiera ahora podía creerlo.

—Levántate —dijo el hombre—. Cálmate. Nadie va a hacerte daño.

No era Elemak. Era Vas, el padre de Vasnya y Panya. El esposo de la tía Sevet. Conque no sólo Elemak estaba despierto.

—No te avergüences —dijo Vas—. Este ruido afecta a la gente. Deberías ver a los más pequeños. Tardaremos horas en tranquilizarlos.

—¿Los pequeños? —Chveya comprendió al instante que no se refería a los de doce y trece años—. ¿Se han despertado los chiquillos?

—Todos están despiertos. Cuando suena la alarma.

—¿Y por qué ha sonado?

Una sombría expresión de cólera cruzó el rostro del tío Vas.

—Pues tendremos que averiguarlo. Pero si no nos hubiera despertado, no habríamos tenido la oportunidad de verte con tus… ¿catorce años?

—Quince.

—Feliz cumpleaños —gruñó Vas—. Sin duda mi hija Vasnaminanya, con sus ocho años, estará encantada de ver a su querida prima Veya. Te gustará jugar a las muñecas con ella, ¿verdad?

Chveya sintió vergüenza. Vasnya había sido su amiga, la única niña del primer año que la había tratado bien y la incluía en sus juegos aun cuando Dza decretaba que Chveya era una intocable. Pero como los padres de Vasnya eran amigos de Elemak, y no de Nafai, Vasnya se había quedado en las cámaras.

Chveya ya tenía seis años y medio más. Nunca volverían a ser amigas. ¿Y por qué? ¿Era por algo que había hecho Vasnya? No, ella era buena persona. Pero la habían dejado en su cámara.

—Lo lamento —murmuró Chveya.

—Bien, ya sabemos quién es culpable de esto, y por cieno no es un niño. Elemak ha tomado el mando. Debió haberlo hecho hace tiempo.

Trataba de parecer amable y no asustarla, pero Chveya no era tonta.

—¿Qué le habéis hecho a Padre?

—Nada —dijo Vas con una sonrisa—. Pero no parecía muy interesado en cuestionar la autoridad de Elemak.

—Pero él tiene el manto del…

—El manto del piloto. Sí, todavía lo tiene.

Los mellizos, Serp y Spel. Los hermanos menores de Chveya, tan pequeños que no se los podía incluir en la escuela. Elemak debe usarlos como rehenes, y amenaza con lastimarlos si Padre no accede a sus deseos.

—¿Conque usa niños para salirse con la suya? —preguntó Chveya con desdén.

Vas adoptó una expresión sumamente desagradable.

—¡Oh, qué cosa tan terrible! Algún día me explicarás por qué es tan malo que Elemak use a los niños para salirse con la suya, cuando está bien que tu padre haga exactamente lo mismo. Ahora ven conmigo.

Mientras subía por la escalerilla, Chveya trató de encontrar una clara diferencia entre usar a los niños como rehenes, como Elemak, y dar a los niños la libre opción de unirse a Nafai para controlar la colonia. Porque a fin de cuentas se trataba de eso, ¿o no? De usar a los niños para obtener y mantener el control de toda la colonia.

Pero claro que era distinto; había una evidente diferencia moral, y si recapacitaba sería capaz de explicarla y todos comprenderían que la escuela era algo decente, mientras que usar a los mellizos como rehenes era una atrocidad indecible. Ya pensaría en ello.

Entonces pensó en otra cosa totalmente distinta. Oykib le había dado el índice. Sabía que Dza protegería a los niños, pero cuando llegó el momento de ocultar el índice del Alma Suprema, se lo dio a Chveya en vez de hacerlo él mismo. Y ni siquiera le había indicado dónde ocultarlo.

Todos estaban reunidos en la biblioteca. Era la única sala con tamaño suficiente para albergarlos, pues era una habitación amplia que ocupaba casi todo el ancho de la nave. Había bebés que lloraban y chiquillos de aspecto desconcertado y atemorizado. Chveya conocía a todos los pequeños. No habían cambiado, y estaban reunidos alrededor de las madres: Kokor, Sevet, Dol y Eiadh, la esposa de Elemak. Pero esta última no abrazaba a Zhivya, su hijo más pequeño. No, la tía Eiadh abrazaba a Spel, uno de los mellizos.

Y Elemak, de pie a un lado de la biblioteca, sostenía a Serp.

Nunca os perdonaré esto, pensó Chveya. Tal vez yo no pueda elaborar una teoría moral, pero habéis capturado a mis hermanos y amenazáis con causarles daño.

—Chveya —dijo Luet en cuanto la vio.

—Silencio —se impuso Elemak—. Ven aquí —le ordenó a Chveya.

Ella caminó hacia Elemak y se detuvo a varios pasos.

—Mírate —dijo Elemak con airado desdén.

—Mírate tú —replicó Chveya—. Amenazando a un bebé. Tus hijos deben estar orgullosos de su valiente padre.

Una oleada de furia sacudió a Elemak, y Chveya notó que su contacto con ella adquiría una fuerza casi negativa. Por un instante él deseó matarla.

Pero no hizo ni dijo nada hasta calmarse un poco.

—Quiero el índice —dijo Elemak—. Oykib dice que te lo ha dado a ti.

Chveya se volvió hacia Oykib, quien la miró impasible.

—Está bien —dijo Oykib—. Tu padre quiso esconderlo. Ahora el Alma Suprema le dice que entregue el índice a Elemak.

—¿Dónde está Padre? —le preguntó Chveya—. ¿Quién eres para hablar en su nombre?

—Tu padre está bien —le respondió Elemak—. Será mejor que escuches a tu fornido tío Oykib.

—Créeme —dijo Oykib—. Puedes decírselo. El Alma Suprema dice que está bien.

—¿ Cómo puedes saber lo que dice el Alma Suprema? —preguntó Chveya.

—¿Por qué no? —preguntó Elemak con sorna—. Todos lo saben. Esta sala está llena de gente a quien le gusta comunicar a los demás los deseos del Alma Suprema.

—Cuando lo oiga de labios de mi padre, te diré dónde está el índice.

—Tiene que estar en el centrífugo —dijo Vas—, si ha sido ella quien lo ha escondido. Oykib abrió mucho los ojos.

—Allí no hay lugar donde esconderlo. Elemak se volvió hacia Mebbekew y Obring.

—Id a encontrarlo —ordenó.

Obring se levantó al instante, pero Mebbekew lo hizo con deliberada lentitud. Chveya notó que su lealtad hacia Elemak era poca. Pero Mebbekew no sentía demasiada lealtad por nadie.

—Díselo, Veya —dijo Oykib—. Está bien, de veras.

No me interesa lo que digas tú, pensó Chveya. No he arriesgado el pellejo ocultándolo para que un traidor me convenza de entregarlo.

—No tiene importancia —dijo Oykib con desprecio—. El único poder del índice es que te capacita para hablar con el Alma Suprema. ¿Crees que el Alma Suprema tendrá algo que decirle, a un sujeto como él?

Elemak sonrió, caminó hacia Oykib, lo alzó de su silla con una mano y lo arrojó contra la pared. Oykib chocó, perdió el resuello y cayó al suelo, sujetándose la magullada cabeza.

—Eres alto y arrogante, mocoso —dijo Elemak—, pero no tienes con qué defenderte. ¿Nafai creyó que tendría miedo de un «hombre» como tú?

—Puedes decírselo, Chveya —dijo Oykib, sin responder a Elemak—. Él puede aporrear niños, pero no puede controlar el Alma Suprema.

Elemak apenas movió la mano, pero la cabeza de Oykib se estrelló contra la pared y el joven se desplomó.

Chveya vio las grandes y brillantes hebras de lealtad que la conectaban a Oykib. Nunca había sido así. Y comprendió que él soportaba la zurra de Elemak sólo para convencerla de que no era un traidor, de que decía la verdad. Podía entregar el índice a Elemak. Pero se resistía a hacerlo. Aunque Oykib tuviera razón y el índice fuera inútil, el tío Elemak no parecía pensar así. El quería tenerlo. Tal vez Chveya pudiera sacar partido de ello. Sin embargo, no podía permitir que Oykib recibiera más golpes.

—Te diré dónde lo he escondido. Obring y Meb se encontraban junto a la escalerilla del centro de la biblioteca.

—Cuando me permitas comprobar que Padre está bien —añadió Chveya.

—Ya te he dicho que está bien —dijo Elemak.

—Y sostienes a un bebé para salirte con la tuya —ironizó Chveya—. Eso demuestra que eres una persona noble que jamás diría una mentira. Elemak se sonrojó.

—Al crecer nos hemos vuelto insolentes, ¿eh? La influencia de Nafai sobre estos niños es maravillosa.

—Pero mientras hablaba, caminó hacia Luet y le entregó a Serp—. Yo no amenazo bebés.

—Ahora que has logrado que Padre se rinda —dijo Chveya.

—¿Dónde está el índice?

—¿Dónde está mi padre?

—A buen recaudo.

—También el índice.

Elemak se le acercó, se plantó ante ella.

—¿Tratas de regatear conmigo, niña?

—Sí —afirmó Chveya.

—Como dijo Oykib, el índice no me sirve de nada.

—Bien.

Él se inclinó y le susurró al oído:

—Veya, haré lo que sea para lograr mi propósito. En cuanto Elemak se apartó, ella dijo en voz alta:

—Me ha dicho: «Veya, haré lo que sea para lograr mi propósito.»

Los otros murmuraron. Tal vez les sorprendía que se atreviera a repetir en voz alta lo que Elemak le había susurrado. Tal vez les sorprendía la amenaza de Elemak. No importaba. La red de relaciones estaba cambiando. La influencia de Elemak sobre sus amigos se debilitaba. El temor aún los ligaba a él; se había fortalecido al zurrar a Oykib, pero la entereza de Chveya frente a sus amenazas había minado la lealtad de quienes le seguían voluntariamente.

Elemak pareció intuirlo. Había sido un recio conductor de hombres y guiado caravanas por comarcas peligrosas; supo que perdía terreno aunque no tuviera el don de ver los lazos de lealtad y obediencia, amor y temor. Así que cambió de táctica.

—Intenta lo que quieras, Veya, pero no puedes convertirme en el villano de esta escena. Tu padre y sus cómplices en esta confabulación traicionaron al resto. Tu padre mintió cuando prometió despertarnos en mitad del viaje. Tu padre privó a nuestros hijos de su derecho de nacimiento. Míralos. —Señaló a los pequeños que aún trataban de reconocer en aquellos altos adolescentes a los niños de su edad a quienes recordaban haber visto hacía sólo unas horas, antes de dormirse para el lanzamiento—. ¿Quién ha tratado mal a los niños? ¿Quién los ha explotado? Yo no.

Chveya notó que Elemak recobraba su ascendiente.

—¿Entonces por qué tu esposa sostiene a Spel? —preguntó.

Eiadh se puso de pie y escupió su respuesta:

—¡Yo no retengo bebés, mocosa insolente! Estaba llorando y lo he consolado.

—Tal vez su propia madre lo hubiese hecho mejor —dijo Chveya—. Tal vez tu esposo no quiere que le devuelvas el niño a su madre.

Eiadh miró a Elemak, quien reaccionó con un gesto que demostró que Chveya tenía cierta razón. A regañadientes, Eiadh entregó el niño a Luet, quien lo aceptó y lo sentó sobre su otra rodilla. Entretanto, Luet había guardado silencio. Por qué calla Madre, se preguntó Chveya. ¿Por qué estos adultos han dejado que Oykib y yo nos encarguemos de hablar?

(Porque tienen niños.)

El pensamiento llegó a su mente con tal claridad que supo que era el Alma Suprema. También comprendió de inmediato lo que quería decir. Como los adultos tienen niños pequeños, temen la reacción de Elemak. Sólo adolescentes como Oykib y yo estamos en libertad de ser valientes, porque no tenemos hijos que proteger.

(Sí.)

Si puedes hablar, y está bien que le entregue el índice a Elemak, ¿por qué no lo dices?

Pero no hubo respuesta.

Chveya no comprendió lo que hacía el Alma Suprema. ¿Por qué le decía a Oykib una cosa sin confirmársela a ella, sin decirle lo que ella necesitaba saber? El Alma Suprema podía intervenir para explicarle por qué los adultos no decían nada, pero no le ofrecía ningún consejo.

Tal vez eso significara que estaba haciendo lo correcto.

(Sí.)

—Llévame a ver a Padre —dijo Chveya—. Cuando vea que está ileso, te daré el índice.

—La nave no es tan grande —dijo Elemak—. Puedo encontrarlo sin tu ayuda.

—Puedes intentarlo —dijo Chveya—. Pero el solo hecho de que te niegues a mostrarme a mi padre demuestra que lo has lastimado y no deseas que esta gente se entere de lo violento, terrible y perverso que eres.

Por un momento pensó que la golpearía. Pero fue sólo por la expresión que cruzó los ojos de Elemak. Ni siquiera movió las manos.

—No me conoces —murmuró Elemak—. Eras una chiquilla cuando nos vimos por última vez. Es posible que yo sea como tú dices. Pero si fuera tan terrible, perverso y violento, ¿por qué no estás magullada y herida?

—Porque no te ganarás el respeto de tus matones si abofeteas a una niña —dijo fríamente Chveya—. El modo en que has tratado a Oykib demuestra lo que eres. El hecho de que no me estés tratando igual sólo demuestra que no estás seguro de dominar la situación.

—Claro que no domino la situación —respondió Elemak con serenidad—. Nunca pensé que fuera así.

Tu padre es el único que quiere dominar a la gente. Yo tengo que contenerlo, pues de lo contrario él usará ese manto para imponer a todos su voluntad. Sólo busco ecuanimidad. Por ejemplo, todos los niños que han crecido pueden dormir el resto del viaje mientras los nuestros aprovechan la oportunidad de alcanzarlos. ¿Es tan terrible, perverso y violento desear semejante cosa?

Chveya comprendió que Elemak era muy hábil en eso. Con solo unas cuantas palabras podía reconstruir lo que ella había derribado.

—Bien —dijo Chveya—. Eres un hombre tierno, razonable y decente. Entonces permitirás que Oykib, Madre y yo vayamos a ver a Padre.

—Quizá. En cuanto tenga el índice.

Por un momento Chveya pensó que Elemak había cedido. Que ella sólo tendría que revelarle dónde estaba el índice para que él le dejara ver a su padre. Pero Oykib intervino.

—¿Creerás a este embustero? El afirma que Nafai intenta imponer su voluntad con el manto, pero no quiere que nadie recuerde que él y Meb planeaban asesinar a Nafai. Eso es él, un asesino. Incluso traicionó a nuestro padre en Basílica. Le tendió una trampa para que Gaballufix lo matara, y si el Alma Suprema no hubiera avisado a Luet…

Elemak lo silenció asestándole un golpe brutal con el brazo. En la baja gravedad, Oykib voló por la sala y se golpeó la cabeza contra una pared. Aunque la gravedad era escasa la masa no disminuía —como habían aprendido todos los niños de la escuela—, así que Oykib chocó con todo su peso. Flotó inconsciente hacia el suelo.

Los adultos ya no guardaban silencio. Rasa gritó. Volemak se puso de pie y le gritó a Elemak:

—¡Siempre has sido un asesino en el fondo! ¡No eres mi hijo! ¡Te desheredo! ¡Todo lo que tienes ahora será robado!

Elemak le respondió con otro grito, perdiendo momentáneamente la serenidad:

—¡Tú y tu Alma Suprema! ¿Qué eres? ¡Nada! ¡Un gusano débil y quebrantado! Yo soy tu único hijo, el único hombre verdadero que has engendrado, pero siempre preferiste a ese embustero servil.

—Nunca lo preferí —respondió Volemak en voz baja—. Te lo di todo. Te lo confié todo.

—No me diste nada. Abandonaste nuestros negocios, nuestra riqueza, nuestra posición, todo. Por un ordenador.

—Y tú me entregaste a Gaballufix. En el fondo eres un traidor y un asesino, Elemak. No eres mi hijo.

Chveya comprendió que ya era suficiente. En aquel momento, aunque el miedo subsistía, se disipó toda lealtad a Elemak. La gente aún le obedecería, pero nadie lo haría voluntariamente. Aun su hijo mayor, Protchnu, un pequeño de ocho años, miraba a su padre con espanto y horror.

Rasa y Shedemei cuidaban de Oykib.

—Creo que se repondrá —dijo Shedemei—. Debe de tener una conmoción y quizá tarde en despertar, pero no hay nada roto.

El silencio se prolongó después de esas palabras. Oykib se repondría, pero nadie olvidaría quién había causado sus heridas. Nadie podría olvidar el salvajismo de ese golpe, la furia con que había sido asestado, ni al desvalido Oykib volando por el aire. Elemak sería obedecido, pero no amado ni admirado. No era el líder escogido por nadie. Nadie estaba de su parte.

—Luet —murmuró Elemak—, ven conmigo y Chveya. Issib también. Quiero que seáis testigos de que Nafai está bien. También quiero que seáis testigos de que no volverá a estar al mando de esta nave.

Mientras Chveya seguía a Elemak escalerilla abajo, hasta una de las bodegas, se preguntó por qué no la había llevado a ver a su padre cuando ella se lo había pedido. No tenía sentido.

(No te llevó porque se lo exigiste.)

Qué pueril.

(No, fue prudente. Si deseaba afianzar su autoridad, tenía que establecer un control total desde el principio.)

Pues eso ha hecho.

(Al contrario. Entre Oykib y tú, y Volemak al final, lo habéis quebrantado. Ya ha perdido. Tal vez tarde un tiempo en enterarse, pero ha perdido.)

Chveya sintió la euforia del triunfo mientras seguía a Elemak camino de la bodega donde estaba encerrado su padre.

La euforia se disipó pronto, sin embargo, cuando vio cómo lo habían tratado. Su padre yacía en el suelo en un compartimiento, con las muñecas brutalmente amarradas a la espalda. Chveya vio la hinchazón de la piel, la palidez de las manos. También le habían atado los tobillos, con la misma fuerza. Lo habían arqueado brutalmente, torciéndole las piernas hacia atrás de tal modo que le llegaban a la nuca. Luego habían llevado las cuerdas por el estómago hasta la ingle y las habían pasado entre las piernas, anudándolas detrás de las nalgas a las muñecas atadas. El resultado era que las cuerdas ejercían una presión constante. Su padre sólo podía aliviar la presión que sentía en los hombros y en la ingle alzando más las piernas o arqueándose más hacia atrás. Pero como ya estaba muy estirado en esa dirección, no había alivio. Tenía los ojos cerrados, pero su rostro enrojecido y sus jadeos indicaron a Chveya que estaba dolorido y que en esa postura imposible hasta respirar le resultaba penoso.

—Nafai —murmuró Madre. Nafai abrió los ojos.

—Hola —musitó Nafai—. ¿Ves cómo una pequeña tormenta en el mar puede dificultar la travesía?

—Qué bien lo has amarrado —rezongó Issib—. Qué torturador tan inventivo eres.

—Es un procedimiento bastante normal en el desierto ante la conducta pertinaz de alguien imprescindible —dijo Elemak—. No puedes matar al rebelde ni dejarlo libre. Un par de horas así suelen ser suficientes. Aunque Nyef siempre ha sido un joven muy porfiado.

—¿Puedes respirar, Nafai? —preguntó Madre.

—¿Tú puedes? —preguntó Padre. Sólo entonces Chveya se dio cuenta de que el aire estaba un poco enrarecido.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Elemak.

Issib respondió por Nafai.

—El sistema de soporte vital no puede sostener a tanta gente despierta al mismo tiempo. Ya se está esforzando. El oxígeno disminuirá a medida que pasen las horas.

—No hay problema —dijo Elemak—. Pondremos a dormir a todos los traidores y embusteros el resto del viaje, y también a sus hijos.

—No lo harás —susurró Padre. Elemak lo miró en silencio.

—Creo que el ordenador de la nave hará lo que yo quiera cuando yo tenga el índice. Padre no se dignó responder.

—El índice, Chveya —dijo Elemak—. He cumplido mi palabra.

—Desátalo —dijo Chveya.

—No puede hacerlo —comentó Issib—. Nafai tiene el manto. No se lo puede arrebatar. Si lo deja en libertad, Nafai recobrará el control en cuestión de un instante. Nadie podría oponérsele.

Eso era lo que Elemak había logrado con la captura de los mellizos. Padre se había dejado amarrar para que sus pequeños no sufrieran daño. Por primera vez Chveya comprendió cuan impotentes eran sus padres.

Sólo la gente sin hijos era libre de actuar a su antojo. Si debías proteger a tus pequeños, eras más vulnerable.

—¿No puedes aflojar las cuerdas? —preguntó Chveya—. No tienes que dejarlo en esa posición.

—No, no tengo que hacerlo —puntualizó Elemak—. Pero quiero. A fin de cuentas, soy perverso, terrible y violento. El índice, Chveya, o tu madre correrá la misma suerte. A él no le hace del todo daño, porque tiene el manto, pero a ella ningún manto la curará.

Chveya notó que Madre se envaraba.

—No lo harás —lo desafió Chveya.

—¿De veras? Ya que Oykib, tú y Padre han logrado que todos me odien, ya no puedo crearme más dificultades. Y si demuestro que puedo tratar a una mujer con tanto rigor como a un hombre, tal vez no tenga que soportar más intromisiones de pequeñas zorras como tú.

—Díselo —terció Padre resignado. Lo había oído de sus propios labios. Ya nada podía lograr con su resistencia.

—Te llevaré —dijo Chveya—. Está en el centrífugo. Pero tendrás que esperar a que se detenga. No puedes sacarlo mientras esté en movimiento.

—¿Dentro de los engranajes? —dijo Elemak—. Tantas molestias… lo habría deducido tarde o temprano. De acuerdo, largo de aquí, todos. Cerraré con llave esta puerta, y apostaré un guardia, así que ni soñéis en entrar para desatarlo. Tenéis suerte de que ya no lo haya matado.

Y por un instante Chveya se preguntó por qué Elemak no lo había matado. Lo había intentado antes, ¿o no? Tiene que ser el manto. No es fácil matar a Padre mientras está dentro de la nave o cerca de ella. Tal vez Elemak ni siquiera pueda tocarlo, y mucho menos hacerle daño, a menos que Padre lo permita. Y si trata de matarlo, tal vez ni siquiera se necesite una reacción voluntaria de Padre para devolver el golpe. Tal vez el manto responda automáticamente. O tal vez el Alma Suprema lo controle. Pero eso equivale a una respuesta automática, ¿verdad? El Alma Suprema es sólo un ordenador.

(Y tú eres sólo un conjunto de compuestos orgánicos.)

Chveya se sonrojó. Se dejó llevar por Elemak y los demás fuera de la habitación, y sólo a último momento se acordó de decir:

—¡Padre, te amo!

Al principio Elemak insistió en recobrar el índice mientras el centrífugo estaba en movimiento, pero cuando comprobó que no podía sacarlo sin grave peligro de caerse y ser triturado por las ruedas, aguardó de mala gana a que la máquina se detuviera. Fuego ordenó a Obring que lo sacara. Chveya comprendió por qué Elemak no se atrevía a descender por la abertura: temía que alguien lo dejara encerrado. Podría salir con prontitud por una u otra puerta —había pasajes que conducían al resto de la nave— pero alguien ya habría llegado a donde estaba Nafai para liberarlo. Ya no podía fiarse de nadie. Así que fue Obring quien bajó, y fue Obring quien entregó a Elemak el índice envuelto en un paño.

—No puedo creer que esta chiquilla se haya metido allí mientras esa cosa se movía —dijo Obring.

Elemak no respondió, pero Chveya se enorgulleció del cumplido. Lo había hecho bien. Y aunque Oykib, por alguna razón, le había dicho a Elemak quién había escondido el índice, ella había logrado debilitar la posición de Elemak y visitar a Nafai.

Elemak apartó el paño y sostuvo el índice en las manos. Nada pasó.

Se volvió hacia Issib.

—¿Cómo funciona? —preguntó.

—Así —dijo Issib—. Tal como lo estás haciendo.

—Pero no está haciendo nada.

—Claro que no —dijo Issib—. El Alma Suprema lo controla, y no quiere hablar contigo. Elemak se lo entregó a Issib.

—Pues hazlo tú. Ordénale que haga lo que te digo, o Hushidh terminará en la bodega con Nafai.

—Lo intentaré, pero no creo que el Alma Suprema se deje engañar sólo porque yo lo sostengo. No se someterá a tu voluntad.

—Cállate y hazlo —ordenó Elemak. Issib descendió al suelo y recibió el índice. Apoyó en él las manos. No pasó nada.

—¿Ves? —dijo.

—¿Qué sucede habitualmente? —preguntó Elemak—. ¿Puede ser que reaccione con lentitud?

—Nunca es lento —dijo Issib—. No funcionará mientras el capitán no esté al mando de la nave.

—Capitán —escupió Elemak con desprecio.

—Cada vez tendremos menos oxígeno —planteó Issib—. La nave sólo puede descomponer el bióxido de carbono a cierta velocidad, y tenemos a gran cantidad de gente respirando.

—Conque el Alma Suprema intenta valerse de la provisión de oxígeno para someterme.

—No se trata del Alma Suprema —lo contradijo Issib—. No controla los sistemas directamente, y no podría desactivarlos para dañar a seres humanos. Las máquinas tienen dispositivos de seguridad incorporados. Así son las cosas.

—Bien —dijo Elemak—. Pondremos a dormir a toda la gente que no quiero despierta. Incluso dejaré que Nafai duerma el resto del viaje, aunque creo que lo dejaré atado durante la siesta.

—¿Para que quede más tullido que yo? —preguntó Issib.

—Buena idea —aprobó Elemak—. Nunca me has dado ningún problema.

—No importa lo que planees. El Alma Suprema puede impedir que actives las cámaras de animación suspendida. Sólo tiene que enviar una señal de peligro a los ordenadores que las controlan. No puedes anular esa orden.

Elemak recapacitó.

—Bien —dijo—. Puedo esperar.

—¿Crees que puedes esperar más que el Alma Suprema?

—Creo que el Alma Suprema no desea que este viaje fracase. Creo que al fin comprenderá que yo estaré al mando de la colonia, y se adaptará.

(Ni lo sueñes.)

—Ni lo sueñes —repitió Chveya.

—Vaya —exclamó Elemak, volviéndose hacia ella—. ¿Ahora el Alma Suprema habla contigo?

Chveya calló.

(Puedo cumplir mi misión primaria aunque en la nave no haya ningún organismo vivo.)

—El Alma Suprema puede cumplir su propósito esencial aunque todos los organismos de la nave estén muertos —dijo Chveya.

—Eso les dice a los crédulos —dijo Elemak—. Creo que pasaremos unos días interesantes mientras averiguamos si el Alma Suprema es sincera.

—Los bebés morirán primero —señaló Issib—. Y los ancianos.

—Si uno de mis bebés muere por esto —dijo Elemak—, entonces por mí todos pueden morir, y me incluyo. La muerte sería mejor que otro día a las órdenes de ese bastardo artero, bravucón y traidor a quien Padre me dio por hermano. —Elemak se volvió hacia Chveya con una sonrisa—. No quiero decir nada malo de tu padre delante de ti, pequeña. Pero, como te pareces tanto a él, quizá lo hayas tomado como un elogio.

El odio de Chveya pudo más que el miedo a la ira de Elemak.

—Me avergonzaría de él —dijo— si un hombre como tú no lo odiara.

¿Obring reía entre dientes a espaldas de Elemak? Elemak se volvió para ver, pero Obring era todo inocencia.

Ya has perdido, pensó Chveya. El Alma Suprema tenía razón. Ya te hemos derrotado. Ahora esperemos que nadie muera mientras tú te das por enterado.

8. LIBERADO

Luet estaba furiosa, pero no con Elemak. Para ella, Elemak era como una fuerza de la naturaleza: odiaba a Nafai y aprovecharía cualquier excusa para hacerle daño. Había muchas cosas entre ellos, demasiado resentimiento, demasiada culpa por los anteriores intentos de Elemak de matar a su hermano. No se afrontaba una situación así tratando de cambiar a Elemak. Se manejaba buscando el modo de no provocarlo.

Tú nos has llevado a esto, le dijo Luet al Alma Suprema. Fue idea tuya. Has forzado las cosas. Nos has manipulado a todos, a Nafai, a mí y a los padres de los otros niños, para que nos prestáramos a estos juegos con el tiempo.

(Y tenía razón.)

Pero no esperabas que despertaran, ¿verdad?

(Sigo teniendo razón. Todo se resolverá.)

Mis bebés tienen problemas para respirar. Apenas pueden comer porque tardan tanto en tragar que boquean tratando de aspirar en cuanto terminan. Estamos muriendo, y tú me dices que todo se resolverá.

(Faltan días para que haya peligro de que alguien muera.)

Bien, eso me tranquiliza.

(No soy Elemak. Yo no obligué a Elemak a hacer las cosas que hizo.)

Tú lo preparaste todo. Tú nos has puesto en esta situación.

(¿Crees que este día nunca hubiera llegado? ¿Que si os portabais bien Elemak nunca se alzaría contra vosotros? Mejor que haya sido aquí, donde tengo cierto dominio sobre la situación, que en la Tierra, con vosotros librados a vuestra suerte.)

No, en la Tierra no estaremos librados a nuestra suerte. Nos cuidará el Guardián de la Tierra. Y si nos tiene tanto aprecio como tú, todos habremos muerto en menos de un año.

(El Guardián es mucho más poderoso que yo.)

Me alegra saberlo.

(Entiendo tu furia, pero no dejes que enturbie tu lucidez.)

No, debemos conservar la lucidez mientras jadeamos para obtener oxígeno, mientras vemos que nuestros hijos se vuelven apáticos y letárgicos, mientras pensamos en un esposo atado y encorvado, con las manos y las muñecas agarrotadas por las cuerdas…

Así era la conversación de Luet con el Alma Suprema, hora tras hora. Luet sabía que después de descargar su rabia callaría, asumiría la situación y al fin aceptaría que las cosas habían salido del mejor modo posible. Pero aún no estaban resueltas. Y si esto era lo mejor, costaba imaginar qué sería lo peor, o siquiera lo aceptable. Eso era algo que nunca podía saberse: qué habría ocurrido. La gente hablaba como si se pudiera. «Si no hubiera sonado esa alarma.» «Si Nafai no hubiera sido tan bocazas cuando niño.» Ésta era la favorita de Nafai, ya que siempre se culpaba de todo.

Pero nada tiene una sola causa, pensó Luet, y con eliminar una no siempre se eliminan los efectos, ni siquiera mejoran las cosas.

Algún día dejaré de sentir esta rabia profunda e irracional contra el Alma Suprema, pero no ahora, no con el recuerdo de Nafai atado tan fresco en la memoria, tan vivo en mis pesadillas. No cuando mis hijos resuellan cada vez que tragan un bocado. No cuando el sanguinario Elemak controla a toda la gente de esta nave.

Si tan sólo nos hubiéramos resistido al Alma Suprema y no hubiéramos organizado esta escuela durante el viaje.

En el fondo de su corazón rabiaba, despotricaba contra el Alma Suprema, inventaba largos e incisivos discursos que nunca podría pronunciar ante Elemak, Mebbekew, todos sus simpatizantes.

Pero ante los demás se mostraba tranquila e impasible. Parecía confiada, serena, ni siquiera molesta. Sabía que esto afectaría a Elemak y a sus seguidores. Su despreocupación los preocuparía; era todo cuanto podía hacer, aunque no fuera mucho.

Ellos. Nosotros. Había dado en considerar a los seguidores de Elemak y sus familias como los «elemaki» —la gente de Elemak— y a los que habían participado en la escuela como los «nafari». Normalmente esos sufijos se usaban para referirse a naciones o tribus. Pero ¿no somos tribus en esta nave, por escasos que seamos en número?

Elemak había ordenado que las familias nafari comieran juntas en la biblioteca, y él o Meb escoltaban a cada familia de regreso a sus atestados aposentos y cerraban la puerta. Mientras ellos no estaban, Vas y Obring montaban guardia. Luet los estudiaba mientras comía en la biblioteca. No parecían cómodos con su función, pero ignoraba si era por vergüenza o porque no confiaban en su capacidad para imponerse en una confrontación física.

Algunas mujeres elemaki realizaban descorazonados intentos de conversar en la biblioteca durante las comidas, pero Luet, con su expresión impasible y su silencio, actuaba como si no existieran. Se iban enfadadas, especialmente Kokor, la hija menor de Rasa, que comentó incisivamente:

—Tú misma te has metido este aprieto, dándote aires porque te llamaban la vidente de las aguas.

Como aquello nada tenía que ver con el conflicto, era evidente que Kokor simplemente manifestaba su antiguo resentimiento contra Luet. Era difícil no reírse de ella.

El silencio de Luet ante las mujeres elemaki no estaba motivado por el rencor. Luet sabía que ellas no tenían nada que ver con las decisiones de los hombres; que Dol, la esposa de Meb, y Eiadh, la esposa de Elemak, estaban profundamente mortificadas por lo que hacían sus esposos. Pero si les demostraba comprensión, si les permitía cruzar la línea invisible que separaba a Elemak de Nafai, las haría sentirse mucho mejor. Haría que se sintieran cómodas, incluso nobles por haber ofrecido su amistad a la afligida esposa de Nafai. Luet no quería que se sintieran cómodas. Quería que se sintieran incómodas, que se quejaran a sus esposos hasta que la presión fuera tan fuerte que los demás comenzaran a temer la irritación y el desprecio de sus mujeres tanto como los de Elemak, y Elemak mismo pensara que con sus actos perdía más en el seno de su familia de lo que ganaba en esa zona tortuosa de su psique donde albergaba su odio por Nafai.

Siempre existía el peligro de que la presión adicional de su esposa volviera a Elemak más intransigente. Pero irritar a las mujeres elemaki era lo único que Luet podía hacer, y eso hacía.

Lo único raro era el extraño modo en que trataban a Zdorab y a Shedemei. Los vigilaban, los escoltaban a todas partes tal como a Luet, Hushidh e Issib, Rasa y Volemak. Pero en la biblioteca no eran sometidos al mismo control. Ellos y sus hijos se sentaban con Elemak, y podían hablar libremente.

Luet llegó a la ineludible conclusión de que la alarma que había abierto todas las cámaras de animación suspendida no había sido debida a un accidente, de que Zdorab se las había apañado para instalar no una sino dos señales, y que el Alma Suprema no había hallado la segunda. No era posible que Shedemei lo supiera; ya resultaba increíble que Zdorab lo hubiera sabido, pues él había colaborado en la instrucción de los niños, había formado parte de la escuela. Sus hijos habían crecido con los demás. ¿Tan retorcida era su mente, que le permitía aceptar la amistad de los nafari sabiendo que su señal de alarma pondría la vida de Nafai en peligro y dividiría a la comunidad como nunca? No, era inimaginable. Zdorab no podía haberlo hecho. Nadie podía actuar con tanta duplicidad, tanta…

Sin embargo Zdorab, con su hijo Rokya, estaba sentado frente a Dolya, la esposa de Meb. Shedemei, en cambio, permanecía apartada de los demás. Su vergüenza era casi palpable. Permanecía al lado de su hija Dabya, y hablaba sólo cuando le hablaban. No miraba a nadie, fijaba los ojos en el plato mientras comía y luego se marchaba cuanto antes. Luet ansiaba pedir a Chveya o a Hushidh que evaluaran las relaciones, para averiguar de qué parte estaba Zdorab. Pero le prohibían hablar con Hushidh, y tenían a Chveya aislada de los demás. Oykib también estaba aislado; los dos habían logrado llamar la atención de Elemak.

En el anochecer del segundo día llamaron a la puerta de sus aposentos, y al abrir Luet se encontró con Zdorab. Los mellizos dormían, respirando con rapidez pero con regularidad. Los mayores —Zhatva, Motiga, Izuchaya— no estaban dormidos, pero permanecían acostados para consumir la menor cantidad posible de oxígeno; les habían ordenado que lo hicieran siempre que fuera posible, y como todos sentían la escasez de oxígeno, cumplían sin resistencia esta orden de Elemak.

Luet miró a Zdorab en silencio.

—Debo hablarte —dijo él.

Luet pensó en cerrarle la puerta en las narices, pero no quería juzgarlo sin oír lo que tenía que decir. Lo hizo entrar. Se asomó al corredor y vio que Vas y Obring observaban. No era una visita clandestina, pues. A menos que aquellos dos corazones pétreos tuvieran el coraje de contravenir las órdenes expresas de Elemak.

Luet cerró la puerta.

—Fui yo —dijo Zdorab—. Sé que lo sabes, pero necesitaba contártelo. Elemak me dijo que debía decir que no podría haber cancelado mi programa de alarma aunque hubiera querido, pero lo cierto es que habría podido. Y quise hacerlo. Al final, cuando me dormía, traté de advertir a Shedya y a Nyef de que se detuvieran, de que abrieran mi cámara, de que…

Notó que sus palabras no surtían efecto. Miró hacia la puerta.

—No podía prever cómo saldrían las cosas. Creí que Elemak se lo tomaría como un hecho consumado, que buscaría un modo de que los demás niños recibieran instrucción durante los tres últimos años. Algo así. Vuestros hijos habrían tenido seis años y medio, los suyos tres y medio. No pensé en… la violencia, Nafai atado de este modo, y ahora el sistema de soporte, la falta de aire. ¿No puedes pedir al Alma Suprema que ceda y permita que la mitad de nosotros vuelva a dormir?

Conque de eso se trataba. Elemak y los demás usaban a Zdorab para persuadirla de salvarlos de las consecuencias de sus propios actos.

—Puedes decirle a Elemak que cuando libere a Nafai y le devuelva el control de la nave, él y su gente podrán volver a la cámara de animación suspendida. ¿O debería decir tú y tu gente?

Para asombro de Luet, a Zdorab se le humedecieron los ojos.

—Yo no tengo gente. Ni siquiera tengo esposa. Tal vez no tenga hijos.

Conque Shedemei no lo había sabido. Eso no la sorprendía.

—No espero que te apiades de mí —dijo Zdorab, enjugándose los ojos y recobrando la compostura—. Sólo quiero que entiendas que si hubiera sabido…

—¿Si hubieras sabido qué? ¿Que Elemak odiaba a Nafai? ¿Que quería matarlo? ¿Cómo pasaste por alto ese pequeño detalle, cuando todos vimos a Nafai ensangrentado después de la última conspiración de Elemak?

Los ojos de Zdorab relampaguearon de furia.

—No ha sido Elemak quien ha conspirado esta vez.

—No, ha sido el Alma Suprema —dijo Luet—. Y tú. En realidad, has logrado participar en la conspiración de unos y otros. —Entonces comprendió—. Y de eso se trataba, ¿verdad?

—Yo no pertenezco a la familia. Shedya y yo no somos parientes de nadie.

—Shedya es sobrina de tía Rasa.

—No es un parentesco de sangre…

—Es más próximo que eso.

—Pero no yo. Mis hijos quedarán atrapados en esta riña familiar entre Nafai y Elemak, haga lo que haga. No soy como Volemak o sus hijos. No tengo fuerza física, no soy muy hombre, según el modo en que se juzga a los hombres. ¿Cómo podía proteger a mis hijos? Pensé que si mantenía una buena relación con ambos…

—Eso es imposible. Y sobre todo ahora, gracias a ti.

—Hice lo que consideré mejor para mis hijos. Me equivoqué. Ahora ninguna de ambas partes confía en mí y mis hijos también pagarán por ello. Me equivoqué, y no me propongo ocultar que hice algo malo. Pero no trataba de traicionaros a ti o a Nafai. Hice lo que consideré mejor para mis hijos.

—Muy bien —dijo Luet fríamente—. Ya te has confesado. Si alguna vez me permiten hablar con alguien aparte de con mis hijos, diré a todos que sólo te impulsaba una altruista preocupación por tus descendientes.

—Mebbekew dice que eres fría.

—Y ya sabemos qué gran observador de los seres humanos es Meb.

—Pero se equivoca —continuó Zdorab—. No eres fría. Estás que ardes.

—Gracias por esa burda metáfora sobre mi carácter.

—Sólo recuerda, Luet. Sé que te he hecho daño, y que estoy en deuda contigo, profundamente y para siempre. No soy por naturaleza indigno. Actué como siempre han tenido que actuar los hombres como yo… buscando su supervivencia del mejor modo posible. Llegará un momento en que necesitarás mi ayuda, por mucho que me desprecies. Estoy aquí para decirte que cuando ese momento llegue me tendrás a tu disposición para lo que me pidas.

—Bien. Dile a Elemak que desate a mi esposo.

—Para lo que me pidas y esté en mi mano. Ya le he pedido que desate a tu esposo. Kokor y Sevet se lo han exigido. Tu hija mayor le escupió en la cara y lo acusó de ser un eunuco que tenía que encarcelar a los mejores para sentirse hombre.

Luet jadeó.

—¿Él la golpeó?

—Sí —contestó Zdorab—. Pero Chveya está bien. Todos se enfadaron con Elemak por ese acto, y no ha vuelto a acercarse a ella. Creo que sólo le sirvió para enemistarse con su esposa.

Y sin duda eso era lo que se proponía Chveya.

—Ése ha sido siempre el problema de Elya —dijo Luet—. Siempre responde a las palabras con actos. Puede silenciar al que habla, pero sólo confirma la verdad de lo que ha dicho.

—Y tú, con tu implacable silencio… las mujeres no hablan de otra cosa. Y Shedya se ha unido a tu boicot de la conversación. Todos quieren que Elemak se detenga. Creí que te gustaría saberlo. Lo que estás haciendo, lo que han hecho Chveya y Oykib, hasta el callado aguante de Nafai… vuestra resistencia es valiente y obstinada, y todos los partidarios de Elemak sienten… vergüenza.

Luet asintió gravemente. Necesitaba saber eso. Pero el hecho de que Zdorab se lo dijera no los convertía en amigos.

—He visto mucha valentía en estos dos días —dijo Zdorab—. Yo nunca he tenido esa clase de valentía que se demuestra abiertamente, a pesar de la impotencia, y obliga a los fuertes a llegar a lo peor. Chveya. Oykib. Mi vida habría sido diferente si yo hubiera actuado así. —Zdorab rió amargamente—. Sí, tal vez estaría muerto.

Luet cayó en la cuenta de que no sabía nada sobre Zdorab, sobre su pasado. Hablaba como si siempre hubiera vivido atemorizado y sin amigos. ¿Por qué?

Contra su voluntad, tuvo que admitir que las cosas se verían de otro modo desde la perspectiva de ese hombre. Para ella no había opciones. Tenía que hacer todo lo posible para ayudar a Nafai y al Alma Suprema a triunfar sobre Elemak, pues de lo contrarío ella se quedaría sin nada. Pero Zdorab podía concebir su futuro donde Elemak había vencido, y si eso ocurría —y ciertamente podía ocurrir— no era una bajeza moral preparar un sitio para él y sus hijos en el bando de Elemak.

El inconveniente era que podía terminar no teniendo lugar en ningún bando. Y así estaban precisamente las cosas ahora.

Trató de ser menos glacial cuando volvió a hablarle.

—Zdorab, lo que has dicho no ha caído en oídos sordos. Si te preocupas por el futuro, puedo decirte esto con plena confianza. Ninguno de nosotros tomará represalias contra ti, y menos contra tus hijos. No han perdido su lugar entre nosotros, si allí desean estar.

—Elemak perderá esta batalla —dijo Zdorab—. El problema es cuántos morirán antes de que él caiga.

—Espero que nadie.

—Sólo digo que pude haber venido aquí por mero egoísmo. No tienes motivo para confiar en mí.

Os engañé a todos. Pensabais que era uno de vosotros y os traicioné. Nunca podréis olvidarlo, y yo tampoco. Pero puedes contar con ello. Si Nafai o tú volvéis a necesitarme, allí estaré. Pase lo que pase. Aunque muera en el intento.

Luet apenas logró reprimir una respuesta socarrona.

—No es por mí —continuó Zdorab—. Ni siquiera es por vosotros. Es el único modo en que puedo redimirme ante mis hijos. Todos sabrán lo que hice, tarde o temprano. Por eso no me he molestado en tratar de ocultar esta conversación a tus hijos, los que están despiertos con los ojos cerrados. Mis hijos se avergonzarán de mí, aunque nadie se burle de ellos. De alguna manera, algún día, me redimiré ante sus ojos. Eso es lo que significa para mí la supervivencia. Creí que era sólo cuestión de permanecer con vida, pero no lo es. Nadie vive para siempre, de todos modos. Lo que importa es cómo te recuerdan. Lo que pensarán tus hijos de ti cuando hayas muerto. Eso es la supervivencia. —Miró a Luet a los ojos—. Y si algo puede decirse acerca de mí, es esto: soy un superviviente.

Se levantó del borde de la cama donde estaba sentado. Luet abrió la puerta y Zdorab se marchó.

En el silencio que siguió, Zhatva murmuró:

—Me alegra no estar en su lugar.

—No estés tan seguro —respondió Luet adustamente—. Nuestro lugar no es precisamente cómodo.

—Ojalá hubiera sido tan valiente como Veya —dijo Zhatva.

—No, no, Zhyat, no pienses así. Ella estaba en posición de servirse de la valentía para lograr algo. Tú no. Cuando llegue el momento en que necesites coraje, lo tendrás. Todo el que necesites. —Y para sí añadió en silencio: Ojalá nunca llegue ese día. Pero sabía que ese día llegaría, y tembló.

Oh Nafai, pensó. Sólo con que pudieras oírme como me oye el Alma Suprema. Si supieras cuánto te amo, cuánto me duele saber lo que estás sufriendo. Y lo único que puedo hacer es cuidar de los niños y confiar en el Alma Suprema y en que la naturaleza obre algún milagro para liberarte. Hago lo que puedo, pero no es suficiente. Si mueres, ¿qué será la vida para mí? Aunque los niños estén a salvo, aunque lleguen a ser adultos buenos, fuertes y maravillosos, no será suficiente si te he perdido. El Alma Suprema nos puede haber unido como peones en su juego, pero eso no significa que nuestro lazo sea más débil. Es fuerte, más poderoso que las cuerdas que te atan, pero si no estás junto a mí, yo me siento atada, encerrada en mi alma e inmovilizada, incapaz de respirar. Nafai.

Aquel nombre vibró en su mente. La imagen del rostro de Nafai era como una llamarada.

Se acostó, obligándose a relajarse, imponiéndose el sueño. Cuanto menos oxígeno respire, más tendrá él, más tendrán los niños. Debo dormir. Debo conservar la calma.

Pero no sentía calma, y cuando al fin cayó en un profundo sueño, su corazón latía con fuerza y ella respiraba acelerada y entrecortadamente, como si librara una batalla donde apenas lograba esquivar las estocadas del enemigo.


En la primera comida del tercer día, Elemak no estaba en la sala. Nadie se atrevió a preguntar dónde estaba, y a nadie le importaba. En su ausencia predominaba la cautela, y en su presencia el miedo. Claro que nadie confiaba en la buena voluntad de Meb, Obring y Vas. Meb parecía deleitarse en pequeñas crueldades, y era evidente que Obring disfrutaba de su situación de autoridad. Pero se sabía que traicionarían a Elemak en un santiamén si creyeran que eso podía beneficiarlos. Vas, por otra parte, parecía detestar lo que hacía. Aun así, lo hacía y era el que más gozaba de la confianza de Elemak. Elemak podía encomendarle una tarea sabiendo que la haría a conciencia, aunque Elemak no estuviera allí para observarlo, algo que no podía decirse de los otros dos hombres elemaki.

Ese día, sin embargo, al irse Elemak, se planteó el primer desafío abierto a su autoridad. Volemak, tras mirar a Rasa, se puso de pie e interpeló al grupo.

—Amigos y familiares —comenzó.

—Siéntate y cállate —dijo Mebbekew. Volemak miró a su hijo con soberana calma.

—Si quieres silenciarme —dijo—, eres libre de intentarlo. Pero en ausencia de la fuerza física, diré lo que debo.

Meb avanzó un paso hacia su padre. De inmediato, aunque nadie había dado instrucciones, Yasai, el hijo menor de Volemak, Zaxodh, el hijo mayor de Issib, y Zhatva, el hijo mayor de Nafai, se pusieron de pie. No estaban cerca de Volemak, pero la amenaza era manifiesta.

Meb se echó a reír.

—¿Creéis que tengo miedo de unos chiquillos?

—Te conviene andar con cuidado —advirtió Rasa—. Han vivido en baja gravedad durante seis años, mientras que tú no pareces mantener bien el equilibrio.

—Ven, Obring —dijo Meb. Obring dio un paso hacia Volemak. Ahora se levantaron Motiga, el segundo hijo de Nafai, y Padarok, el hijo de Zdorab. Poco después Zdorab mismo se puso de pie.

—Vas —dijo Meb—, puedes fingir que no te importa, pero a mí esto me huele a rebelión. Vas asintió.

—Obring, llama a Elemak.

—¡Podemos manejarlo nosotros! —rugió Meb.

—En efecto. Ya lo estamos haciendo muy bien. Obring miró a Vas ya Mebbekew, dio media vuelta y salió de la biblioteca.

—Como decía —continuó Volemak—, esta disputa está mal planteada. Fui yo quien se dirigió al desierto siguiendo la llamada del Alma Suprema, y fui yo quien condujo esta expedición. Es verdad que en el desierto delegué la autoridad cotidiana en Elemak, pero era sólo una medida provisional en reconocimiento de su destreza y experiencia. Asimismo, durante la travesía delegué el mando de la nave en Nafai, dado que el Alma Suprema le entregó el manto de capitán. Lo cierto es que soy el líder legítimo de este grupo, y cuando lleguemos a la Tierra no delegaré mi autoridad en nadie. Ni Elemak ni Nafai estarán al mando mientras yo viva.

—¿Y por cuánto tiempo será eso, anciano? —preguntó Meb.

—Por más tiempo del que deseas, gusano despreciable —replicó Volemak sin inmutarse—. Es evidente que Elemak está fuera de control. Con la amenaza de la fuerza y la colaboración de tres matones sin voluntad propia —Volemak miró a Vas a los ojos—, y como Nafai aceptó su cautiverio para salvar la vida de sus hijos, el motín de Elemak parece haber triunfado. Sin embargo, todos sabemos que en algún momento Elemak tendrá que aceptar la realidad. La nave no puede mantenernos despiertos a todos, y el Alma Suprema no le permitirá poner a nadie en animación suspendida mientras Nafai permanezca amarrado. Así que ahora solicito de todos el solemne juramento de reconocer únicamente mi autoridad y ninguna otra cuando haya pasado esta crisis. Mientras yo viva no habrá que escoger entre Nafai y Elemak, sino sólo obedecerme a mí, de acuerdo con este solemne pacto. Os invito a todos, hombres y mujeres, a prestar este juramento. Los que juren someterse a mi autoridad después de esta crisis, que se pongan de pie y digan que sí.

Todos los hombres que estaban de pie, salvo Vas y Mebbekew, pronunciaron un sonoro sí. Rasa, Hushidh, Luet y Shedemei también se levantaron, apoyadas por las jóvenes que habían participado en la escuela. Sus agudas voces se hicieron eco de las voces masculinas. Issib se levantó despacio y dijo que sí.

—Doy por sentado —dijo Volemak— que si Oykib y Chveya no estuvieran en aislamiento también prestarían este juramento, y los incluyo entre los ciudadanos legítimos de mi comunidad. Cuando Nafai sea liberado, le pediré que también preste el juramento. ¿Alguien duda de que él lo aprobará? ¿O de que luego cumplirá su palabra?

Nadie habló.

—Recordad, por favor, que os estoy pidiendo que aceptéis mi autoridad una vez que haya pasado esta crisis. No os pido que os pongáis en peligro presentando resistencia a Elemak en este momento. Pero si no prestáis juramento ahora, no sois ciudadanos de la colonia que fundaré en la Tierra. Desde luego, podéis solicitar la ciudadanía en otro momento, y entonces someteré esa petición al voto de los ciudadanos. En cambio, si prestáis juramento ahora, seréis ciudadanos desde el principio.

Para sorpresa de todos, Vas habló.

—Prestaré el juramento —dijo—. Cuando la crisis haya pasado, tu autoridad será la única que aceptaré mientras vivas. Y haré todo lo posible para que tu vida sea prolongada.

Una vez que Vas hubo hablado, su esposa Sevet se puso de pie con sus tres hijos menores.

—Prestaré el juramento —afirmó, y sus hijos la imitaron.

Los que permanecían sentados se sentían manifiestamente incómodos.

—Elemak no estará contento contigo —dijo Meb a Vas.

—Elemak nunca está contento —señaló Vas—. Yo sólo quiero paz y justicia.

—Mi padre también participó en la conspiración de Nafai —observó Meb—. No es precisamente imparcial.

—Sé que algunos están disconformes porque ciertos niños permanecieron despiertos y han recibido educación durante el viaje —dijo Volemak—. Lamentablemente, Elemak nunca nos ha dado la oportunidad de explicarnos. Todos aquellos cuyos hijos fueron incluidos en la escuela actuaron a instancias del Alma Suprema. Nafai era reacio a aceptar. Insistimos hasta que accedió. Estos niños fueron escogidos por el Alma Suprema, y ellos y nosotros aceptamos libremente esa elección. El resultado no es desdeñable. En vez de tener sólo un puñado de adultos y muchos niños improductivos, hemos dividido a la generación más joven, de modo que ahora tendremos una población continua de jóvenes llegando a la madurez durante muchas generaciones. Las desventajas que hoy creéis ver desaparecerán cuando comprendáis que tendréis más años de vida en la Tierra que quienes permanecieron despiertos durante el viaje.

Dol se puso de pie, pidiendo a sus hijos que la imitaran.

—¡Siéntate, zorra desleal! —exclamó Mebbekew.

—Mis hijos y yo seremos ciudadanos de tu colonia —dijo Dol—. Todos prestamos el juramento.

Mebbekew se lanzó hacia ella. Vas se interpuso entre Meb y su esposa, extendiendo la mano para contenerlo.

—No es buen momento para la violencia —dijo Vas—. Ella es ciudadana libre, y tiene derecho a opinar. Mebbekew apartó la mano de Vas.

—¡Nada de esto significará nada cuando regrese Elemak!

A poca distancia, Eiadh se puso de pie. Su hijo mayor, Protchnu, le tironeó de la manga para que se sentara.

—Después de la crisis —dijo Eiadh—, me someteré a tu autoridad, Volemak.

Protchnu se volvió hacia los otros niños y les gritó:

—¡No os atreváis a prestar el juramento! Los niños estaban obviamente asustados de su cólera.

—Veo que tus hijos menores son víctimas de la intimidación y que eso les impide jurar —dijo Volemak—. Así que más tarde tendrán la oportunidad de hacerlo libremente.

—¡Nunca jurarán! —gritó Protchnu—. ¿Soy el único leal a mi padre? ¡Sólo él tiene capacidad para dirigirnos!

Kokor se puso de pie, y sus hijos con ella.

—Nosotros también seremos ciudadanos —dijo—. Después de la crisis.

—Lo seréis si prestáis el juramento —puntualizó Volemak.

—Bien, eso quería decir, claro. Presto el juramento.

Sus hijos asintieron con un murmullo. Desde la puerta, Elemak habló en voz baja.

—Muy bien —dijo—. Todos han hecho su elección. Ahora a sentarse.

Kokor se sentó e instó a sus hijos a imitarla.

Poco a poco los demás también se sentaron, excepto Volemak, Rasa y Eiadh, quien se enfrentó a su esposo.

—Ha terminado, Elya —dijo—. Eres el único que no comprende que no puedes ganar.

—Comprendo que no permitiré que Nafai nos gobierne.

—¿Aunque eso implique que tus propios hijos se asfixien?

—Si ese tonto ordenador de Nafai decide matar a los más débiles, no puedo detenerlo. Pero no seré yo quien mate a nadie.

—En otras palabras, no te importa —dijo Eiadh—. En lo que a mí concierne, eso demuestra definitivamente que no eres apto para gobernar esta colonia. Te importa más tu orgullo que la supervivencia de nuestros hijos.

—Más vale que te calles —dijo Elemak.

—No —replicó Eiadh—, más vale que tú te calles. Mientras no detengas esta pueril exhibición de reciedumbre masculina, no eres mi esposo.

—¿Qué, no me renovarás el contrato? —preguntó Elemak con una sonrisa burlona—. ¿Qué piensas de eso, Proya?

Su hijo mayor, Protchnu, caminó hacia su padre.

—Creo que no tengo madre —respondió.

—Qué apropiado —aprobó Elemak—, ya que yo no tengo padre ni esposa. ¿Tampoco tengo amigos?

—Yo soy tu amigo —dijo Obring.

—Estoy de tu parte —dijo Meb—. Pero Vas ha prestado el juramento.

—Vas prestará cualquier juramento que le pidan —comentó Elemak—. Pero su palabra nunca ha valido un comino. Todos lo saben. Sevet rió.

—Mira a tus amigos, pobre hombre —dijo—. Un engañado niño de ocho años. ¿Y luego qué? ¡Meb! ¡Obring! Ninguno de ellos valía nada en Basílica.

—¡No dijiste eso cuando me invitaste a tu alcoba!

—le gritó Obring.

—Eso no tuvo nada que ver contigo —dijo Sevet desdeñosamente—. Eso fue algo entre mi hermana y yo, y créeme que he pagado un alto precio por ese error. Vas sabe que desde entonces le he sido fiel, tanto en mi corazón como en mis actos.

Los niños con edad suficiente para entender tales revelaciones tendrían jugosos escándalos familiares que comentar más tarde. ¿Obring y Sevet tenían un amorío? ¿Y cómo pagó Sevet por ello? ¿Y qué significaba que eso era entre ella y Kokor?

—Ya es suficiente —dijo Elemak—. El viejo ha representado su pequeña comedia, pero notaréis que no ha tenido el valor de pediros que os opusierais a mí ahora. Sólo os gobernará en un futuro imaginario, pues sabe muy bien que soy yo quien manda, y creed-me que no veréis un futuro donde no sea así. —Se volvió hacia Obring—. Quédate aquí y mantén a todo el mundo en la biblioteca.

Obring sonrió a Vas.

—Supongo que no me darás más órdenes.

—Vas todavía es un guardia —dijo Elemak—. No confío en él, pero hará lo que le digan. Y ahora hará lo que tú le digas, Obring. ¿Verdad, Vas?

—Sí —murmuró Vas—. Haré lo que me digan. Pero también seré fiel a mi juramento.

—Sí, sí, ya sabemos que eres hombre de honor. Ahora, Meb, llevemos a Padre y a su esposa a visitar a Nafai. Y de paso llevemos a esa mujer que afirma que ya no es mi esposa.

—¿Qué harás? —preguntó Rasa con desprecio—. ¿Atarnos como a Nafai?

—Claro que no —dijo Elemak—. Respeto a los ancianos. Pero por cada persona que prestó ese juramento, Padre, Nafai recibirá un golpe. Y tú mirarás.

Volemak lo miró de hito en hito.

—Ojalá me hubieran castrado o matado antes de engendrarte.

—Qué pensamiento tan triste —dijo Elemak—. Entonces nunca habrías engendrado a tu precioso Nafai. Aunque, pensándolo bien, me pregunto si la simiente de un hombre ayudó a concebirlo. Es tan hijito de su mamá.

Elemak y Mebbekew llevaron a Volemak y Eiadh por la escalerilla y el corredor hasta la bodega donde estaba Nafai. Rasa los siguió abatida.


Nafai no estaba dormido. No había dormido en los últimos días. O si dormía, tenía la sensación de estar despierto, tan vividos eran sus sueños.

A veces eran sus peores temores, sueños donde los mellizos boqueaban hasta dejar de respirar, los ojos abiertos, la boca abierta, y él trataba de cerrarles los ojos y la boca, pero los abrían en cuanto apartaba la mano. Despertaba jadeando de esos sueños.

Pero a veces los sueños evocaban otros tiempos, tiempos mejores. Se recordó levantándose por la mañana en casa de su padre, abriendo el agua fría de la ducha. En aquel tiempo lo detestaba, pero ahora lo recordaba con afecto. Una época inocente, cuando lo peor que podía hacerle a su hermano era una travesura que lo enfurecía tanto que en vez de reír la emprendía con él a empellones. Ahora nunca se reían, nunca perdonaban, y el agua fría no era nada, sería un placer recobrarla. ¿Cómo podía saber entonces, se preguntaba al despertar de esos sueños, que el fastidio de Elemak se transformaría en un odio tan enconado, que sufriríamos tantos males? Yo le hacía bromas porque buscaba su atención, eso era todo. El era como un dios, tan fuerte, y Padre lo amaba tanto. Sólo quería que él se fijara en mí, que me dijera que le agradaba, que pensara que un día cabalgaría con él en una caravana hasta una tierra lejana de la que regresaríamos con plantas exóticas para que Padre las vendiera. Sólo quería que me respetara y me apoyara el brazo en el hombro y se enorgulleciera de su hermano, que me considerase su mano derecha.

¿Quién otro pudo ser tu hermano, Elemak? ¿Meb? ¿Es el que has escogido? ¿Tan despreciable te resultaba que lo preferiste a él?

(Escogió a Meb porque podía dominarlo. A ti te odiaba porque eras más fuerte que él.)

Sí, con el manto de capitán soy más fuerte.

(Sabes que puedes vencerle en cualquier momento.)

Yo no puedo. El manto puede. Tú puedes. Pero yo no. Aquí estoy, atado, y me duelen las muñecas y los tobillos.

(Es tu elección no sanarlos. Sabes que el manto puede hacerlo en un santiamén.)

Él quiere que yo sufra. Si ve mi piel magullada y sangrante, tal vez quede satisfecho.

(Sólo quedará satisfecho con tu muerte.)

Así sea.

(No te dejaré morir. En cuanto pierdas la conciencia podré recobrar el control del manto, y te sanaré.)

Apártate de mí mientras duermo. No quiero tus sueños ahora, y mucho menos tu intromisión.

(¿Te gusta el dolor?)

Odio el dolor que me causa el odio de mi hermano. Y saber que esta vez quizá me lo merezca.

(Nunca te mereces sufrir por ayudarme.)

Vaya, y yo que pensaba que tú me ayudabas a mí al hacernos mantener a esos niños despiertos.

(Te ayudaba para que me ayudaras. No te hagas el tonto ni inicies una discusión pueril.)

¿De veras me estás hablando? ¿O esto también es un sueño?

(Sí a ambas cosas.)

Si es un sueño, ¿por qué no puedo despertar?

En cuanto dijo esto, Nafai despertó. Mejor dicho, soñó que despertaba, pues supo de inmediato que seguía dormido, quizá más profundamente que antes. Y en el sueño, pensando que estaba despierto, sintió que las cuerdas se derretían y él se levantaba. La puerta se abrió en cuanto la tocó. Recorrió los pasillos y por doquier vio gente agonizante, boquiabierta, jadeante. Nadie reparaba en él, como si fuera invisible. Ah, pensó. Ahora lo entiendo. Estoy muerto y mi espíritu camina por el pasillo. Pero en el sueño notó que le dolían las muñecas y los tobillos, y que le costaba caminar erguido, a pesar de la baja gravedad, así que no estaba muerto.

Llegó a la escalerilla y subió hasta el nivel superior de la nave estelar, donde se generaba el campo de protección. Pero la escalerilla no terminaba. Seguía ascendiendo, y la próxima compuerta no daba al liso suelo plástico de la nave, sino a un suelo de piedra. En ese suelo sintió que el cuerpo le pesaba, que le dolían los pasos, porque la gravedad era nuevamente normal. Era una caverna oscura. Oyó pasos, pero no se acercaban ni se alejaban. Era sólo un correteo, y él caminó un poco y luego oyó otro correteo. Está bien, pensó. Sígueme, no te temo. Sé que estás aquí pero también sé que no me causarás daño.

Llegó a un pasillo y vio una luz encendida en una cámara lateral de la cueva. Fue hacia allí, entró en la cámara y vio muchas estatuas, bellamente talladas en arcilla, en cada estante de roca y en el suelo. Pero al mirar con mayor atención, vio que todas las estatuas estaban desdibujadas, alisadas, y que los detalles se habían perdido. ¿Quién podía deformar un trabajo tan maravilloso? ¿Deformarlo, pero mantenerlo allí como si aquello fuera una cueva del tesoro?

Al fin reparó en una estatua alejada de la luz, más grande que las demás, intacta. No era la perfección de los detalles lo que le llamaba la atención, sin embargo, sino el rostro mismo. Pues a diferencia de los demás, que representaban animales o gárgolas, esta cabeza era humana. Y él conocía ese rostro. Vaya si lo conocía. Lo había visto en cada espejo desde que se había hecho un hombre.

Ahora los pasos se acercaban más, despacio, respetuosamente. Una mano pequeña le tocó el muslo. Nafai no miró; no era necesario. Sabía quién era.

Pero sólo lo sabía en el sueño. Ignoraba quién podía ser, y en el sueño intentó darse la vuelta, mirar hacia abajo, ver quién o qué lo había tocado. Pero no logró mirar, no logró arquearse. Sólo se arqueaba hacia atrás, y tenía el cuello apresado entre dos cuerdas, y se oían pasos, pasos fuertes, no correteos, y una luz se encendió y lo iluminó.

Abrió los ojos. Ahora estaba despierto de veras, no soñando que estaba despierto.

—¿Hora de mi paseo? —preguntó. Un sonido sibilante, un agudo dolor en el brazo. Contra su voluntad, soltó un grito.

—Uno —dijo la voz de Elemak—. Dime, Rasa, ¿cuántos has contado? ¿Cuántos prestaron el juramento?

—Haz tu propio trabajo sucio —respondió la voz de Madre.

—¿Cientos, acaso? —preguntó Elemak. De nuevo el sonido sibilante. De nuevo el dolor desgarrador, esta vez en las costillas. Una se rompió, y Nafai sintió que el hueso lo apuñalaba al respirar. Pero no podía dejar de respirar, porque ya estaba recibiendo poco oxígeno, ya le costaba retener el aire que necesitaba para conservar la conciencia.

(Cúrate.)

—No descontaré éstos del total hasta que me digas cuál es ese total —dijo Elemak.

—Cuenta —dijo Rasa—. Eran todos excepto Protchnu, Obring y Mebbekew. Todos, Elemak. Piensa en eso.

—Él no se está curando —dijo Luet.

Nafai oyó su voz y sintió furia contra Elemak. ¿Acaso la consideraba tan débil que quería doblegarla haciéndole presenciar el sufrimiento de su esposo? ¿Y qué se proponía ganar Elemak? Si quería algo, debía persuadir al Alma Suprema… o someterse a ella. Pero algo había ocurrido. Un juramento.

—Lo he notado —dijo Elemak—. Sus muñecas no han mejorado, ni sus tobillos. No sé si es porque el manto no funciona o porque él prefiere no sanar; así me dará lástima y le aflojaré las cuerdas para que pueda liberarse y matarme.

El silbido. Otro golpe, esta vez en la nuca. Nafai jadeó cuando el dolor le recorrió la espalda. Por un instante no sintió nada del cuello para abajo, y pensó que lo habían desnucado.

(Un golpe fuerte, es todo. Alguna lesión neural.)

¿Por qué no me mata ya?

(Porque todavía ejerzo cierta influencia sobre él. Suficiente para distraerlo cuando se propone acabar contigo.)

Bien, deja que me mate. Así tendrá su victoria y habrá paz. Será mejor para todos.

(Elemak no lo sabe, pero matarte es lo peor que podría hacer. Porque entonces nunca podría derrotarte.)

¿Qué, morir no es derrota?

(Él ansia ser el escogido de su padre. Y si te mata, Nafai, Volemak nunca lo escogerá por encima de ti. Siempre será la segunda opción.)

Entonces, si tienes alguna decencia, di a Volemak que diga la palabra mágica y termine con todo esto.

(He ahí el problema, Nafai. Elemak no lo creería aunque Volemak se lo dijera. Porque sabe que no es verdad. Sabe que no es un hombre tan bueno, tan cabal, tan sabio ni tan fuerte como tú, y aunque su padre le dijera que lo elige, lo consideraría una mentira, porque sabe que Volemak no es tan necio como para valorarlo a él más que a ti.)

Estoy demasiado cansado para entender esto. Déjame morir.

(Sólo te ha causado lesiones muy graves con ese golpe.)

¿El de la nuca?

(Eso era hace tres golpes. Ahora tienes una hemorragia interna.)

Sí, puedo sentirla.

(Voy a curarte.)

No lo hagas.

(Antes de que la pérdida de sangre cause daños internos.)

No me cures hasta que él se marche. Concédeme algo de dignidad.

(¿Dignidad? ¿Morirías por dignidad?)

Es entre él y yo. No quiero que él vea que intercedes.

(Tu orgullo es increíble. ¿Entre él y tú? Es entre él y yo, y siempre ha sido así. Tal como era entre Moozh y yo, o entre tú y yo, o entre Luet y yo. Y cuando lleguemos a la Tierra, será entre vosotros y el Guardián.)

Eso duele de veras.

(Porque te estoy curando, por eso.)

Te he dicho que no lo hicieras.

(Lo lamento.)

—Mirad —dijo Elemak—. Su pierna se está enderezando. Creo que hemos averiguado cuánto dolor podía soportar, y que ahora su amigo invisible acude a salvarlo.

—Estoy mirando —dijo fríamente Volemak—. Y veo a un cobarde que azota con una vara de metal a un hombre maniatado.

La voz de Elemak se convirtió en chillido.

—¿Yo soy el cobarde? ¡No soy yo quien tiene el manto! ¡No soy yo quien puede recibir una cura mágica cuando me lastimo el pie! ¡No soy yo quien tiene el poder de fulminar a la gente cuando quiere someterla!

—No es el poder que tienes lo que te convierte en cobarde o matón —dijo Volemak—, sino el modo de usarlo. ¿Crees que tus ataduras privan al manto del poder que siempre ha tenido? A pesar de tus malos tratos, a pesar del daño que nos causas a todos, Nafai opta por no matarte al instante.

—Hazlo, Nafai —murmuró Elemak—. Si tienes el poder de matarme, hazlo. Has matado antes. Creo que fue a un borracho que yacía inconsciente en la calle. Mi hermanastro mayor, si mal no recuerdo. Es tu especialidad, matar a gente que no puede defenderse. Pero Padre piensa que yo soy el matón. ¿Qué tiene de malo romper los huesos de un hombre que puede curarse en instantes? Mira, puedo romperte el cráneo y…

Una mujer chilló de rabia, se oyeron forcejeos. Alguien la aplastó contra la pared, la mujer gritó. Nafai trató de abrir los ojos. Sólo pudo ver la pared donde estaba apoyado su rostro.

—Luet —susurró.

—Luet no puede sanarse, ¿verdad? —dijo Elemak—. Debería recordarlo antes de tratar de pelear conmigo.

—Lo único que consigues es agotar el oxígeno que nuestros hijos necesitan para respirar —dijo Nafai.

—Puedes ponerle fin en cualquier momento, Nyef —dijo Elemak—. Sólo tienes que morir.

—¿Y entonces qué? —preguntó Volemak—. Comenzarás a odiar a cualquiera que sea mejor que tú, y por la misma razón. Porque él es mejor que tú. Y cuando lo mates, encontrarás a otro. No tendrá fin, Elemak, porque cada acto sanguinario que cometes te empequeñece más y más, hasta que al fin tendrás que matar a cada ser humano y cada animal, y aun entonces te despreciarás tanto a ti mismo que no podrás soportarlo…

La vara silbó de nuevo. Nafai sintió que se le hundían los huesos de la cara, y todo se ennegreció.

¿Un momento después? Tal vez, o tal vez horas, o días después. Estaba consciente de nuevo, y no tenía la cara rota. Nafai se preguntó si estaba solo. Se preguntó qué había sucedido con sus padres. Con Luet. Con Elemak.

Había alguien en la habitación. Alguien respiraba.

—Todo mejor —dijo la voz. Un susurro. Difícil de identificar. No, no difícil. Elemak—. El Alma Suprema gana de nuevo.

Las luces se apagaron, la puerta se cerró y Nafai quedó a solas.

Eiadh canturreaba para los pequeños, Yista, Menya y Zhivya, cuando Protchnu se le acercó. Ella le oyó entrar, oyó el susurro de la puerta que se cerraba.

No dejó de cantar.


Cuando la luz regrese de nuevo, ¿ recordaré cómo ver? ¿Reconoceré el rostro de mi madre?

¿Ella me reconocerá?

Cuando la luz regrese de nuevo, entonces nada temeré. Así que cierro los ojos y sueño con el día aquí en la oscuridad.


Cantar es un derroche de oxígeno —murmuró Protchnu.

—También llorar —respondió Eiadh—. Hay tres niños que no lloran porque una persona les canta. Si vienes a interrumpir mi canto, lárgate. Denuncia mi delito a tu padre. Tal vez se enfurezca y me pegue. Tal vez te permita ayudarle.

Aún no se volvía para mirarlo. Le oyó respirar con mayor pesadez. Entrecortadamente. Pero se sorprendió cuando él habló de nuevo, pues la aguda voz indicaba que apenas podía contener el llanto.

—No es culpa mía que te hayas alzado contra Padre.

El rechazo de Protchnu en la biblioteca la había irritado tanto que no le había hablado desde entonces, ni siquiera había pensado en él. Protchnu, su primogénito, diciendo semejantes cosas a su propia madre. En ese momento el chico parecía tan salvaje, tan semejante a Elemak, que Eiadh no lo había reconocido. Pero lo conocía, claro que sí. Sólo tenía ocho años. Estaba mal que hubiera debido optar entre dos padres enfrentados.

—No me alcé contra tu padre —dijo Eiadh—. Me alcé contra lo que está haciendo.

—Nafai nos engañó.

—El Alma Suprema nos engañó. Y los padres de esos niños. No sólo Nafai.

Protchnu guardó silencio. Eiadh pensó que se había explicado con claridad. Pero no, él pensaba en otra cosa.

—¿Lo amas?

—Amo a tu padre, sí. Pero cuando la furia lo domina, hace cosas malas. Rechazo esas cosas malas.

—No me refería a Padre.

Era evidente que esperaba que ella lo entendiera. Tenía la idea de que Eiadh amaba a otro hombre.

Y era cierto. Pero era un amor sin esperanzas, un amor que ella nunca había demostrado a nadie.

—¿A quién te referías entonces?

—A él.

—Dime el nombre, Proya. Los nombres no son mágicos. No te envenenará si lo pones en tus labios.

—Nafai.

—El tío Nafai —corrigió Eiadh—. Respeta a tus mayores.

—Lo amas.

—Espero amar a todos mis cuñados, así como espero que ames a todos tus tíos. Sería agradable que tu padre amara a todos sus hermanos. Aunque tal vez tú no lo veas de esa manera. Mira a Menya dormido. Es el cuarto hijo de nuestra familia. Es a ti lo que Nafai es a tu padre. Dime, Proya, ¿alguna vez piensas atar al pequeño Menya y romperle los huesos con una vara?

Protchnu no pudo contener el llanto. Aplacándose, Eiadh lo abrazó, instándolo a sentarse en la cama.

—Nunca lastimaré a Menya —prometió él—. Lo protegeré y lo mantendré a salvo.

—Sé que lo harás, Proya, lo sé. Y no es lo mismo entre tu padre y Nafai. Su diferencia de edad es mucho mayor. Nafai y Elya no tuvieron la misma madre. Y Elemak tenía un hermano aún mayor.

Protchnu abrió los ojos.

—Creía que Padre era el mayor.

—Era el hijo mayor de tu abuelo Volemak, en los tiempos en que él era el Wetchik, en la tierra de Basílica. Pero la madre de Elemak tuvo otros hijos antes de casarse con Volemak. Y el mayor de ellos se llamaba Gaballufix.

—¿Padre odia al tío Nafai porque él mató a su hermano Gaballufix?

—Se odiaban antes de eso. Y Gaballufix intentaba matar a Nafai, a tu padre, a Issib y a Meb.

—¿Por qué quería matar a Issib?

Eiadh notó que Protchnu no se preguntaba por qué alguien quería matar a su tío Meb. Tenía su gracia.

—Quería gobernar Basílica, y los hijos del Wetchik se lo impedían. Tu abuelo era un hombre muy rico y poderoso en Basílica.

—¿Qué significa «rico»?

¿Qué hice contigo, pobre niño, que ni siquiera sabes qué significa esa palabra? La vida ha perdido toda riqueza y gracia, y como sólo conoces la pobreza, ni siquiera sabes las palabras que designan esa buena vida.

—Significa tener más dinero que…

Pero Protchnu no sabía qué significaba dinero.

—Significa tener una casa más bonita que los demás. Una casa más grande, ropa fina, muchas mudas. Ir a mejores escuelas, con mejores maestros, y tener mejor comida, y más. Todo lo que podrías desear, y más.

—Pero entonces podrías compartirlo —le señaló Protchnu—. Me has dicho que si tienes más de lo que necesitas, debes compartir.

—Y lo compartes, pero… no lo entenderías, Pro-ya. Esa vida se ha perdido para siempre. Nunca lo entenderás.

Callaron unos instantes.

—Madre —dijo Protchnu.

—¿Sí?

—¿No me odias porque elegí a Padre? ¿Ese día en la biblioteca?

—Toda madre sabe que llegará el día en que sus hijos varones elegirán a su padre. Es parte del crecimiento. Nunca pensé que te pasaría siendo tan pequeño, pero no es culpa tuya.

Una pausa. Protchnu habló en voz muy queda.

—Pero no lo elijo a él.

—No, Protchnu, nunca creí que eligieras las cosas malas que está haciendo. Tú no eres así.

En realidad, Eiadh a veces pensaba que sí era así. Lo había visto jugar, había visto su prepotencia con los demás niños, sus bromas crueles que los hacían llorar, y cómo se reía de ellos. En Armonía se había asustado al ver que su hijo era tan cruel con los más pequeños. Pero también le enorgullecía que los condujera, que lo admirasen, que aun Oykib, hijo de Rasa, dejara que Protchnu ocupara el primer lugar entre los varones.

¿Es posible una cosa sin la otra? ¿El liderazgo sin el despotismo? ¿El orgullo sin la crueldad?

—Pero está claro que elegiste a tu padre —dijo Eiadh—. Al hombre que realmente es; al hombre bueno, fuerte y valiente que amas tanto. Sé que ese día elegiste a ese hombre.

El cuerpecito de Protchnu se envaró.

—Él se siente muy infeliz sin ti —declaró el niño.

—¿Te ha enviado a decirme esto?

—No, he venido por mi cuenta —le respondió Protchnu.

¿O te ha enviado el Alma Suprema? Eiadh a veces tenía dudas. ¿No había dicho Luet que todos eran escogidos del Alma Suprema? ¿Que todos eran insólitamente sensibles a sus mensajes? ¿Entonces por qué uno de sus hijos no podía tener alguno de esos dones extraordinarios, corno el de Chveya, por ejemplo?

—Conque tu padre es infeliz sin mí. Pues que libere a Nafai y restaure la paz en esta nave, y ya no tendrá que estar sin mí.

—No puede detenerse —dijo Protchnu—. Necesita ayuda.

¿Sólo tiene ocho años y puede ser tan perspicaz? Tal vez la crisis ha despertado un oculto poder de empatía en su interior. A su edad yo no comprendía a nadie ni sabía qué era la compasión. Era un yermo moral, y sólo me importaba quién era la más bonita y quién cantaba mejor y cuál sería famosa y cuál sería rica. Si hubiera superado antes esa puerilidad, tal vez hubiera visto cuál de los hermanos era el mejor hombre antes de casarme con Elemak, cuando Nafai me miraba con esos ojos bovinos de adolescente enamorado. Cometí un terrible error. Miraba a Elemak y sólo podía pensar en que era el heredero del Wetchik, el hijo mayor de uno de los hombres más ricos y prestigiosos de Basílica. ¿Qué era Nafai?

De haber sido prudente, no me hubiese casado con ninguno de los dos y todavía estaría en Basílica. Aunque si Volemak tenía razón, Basílica ya ha sido destruida. La ciudad ya ha sido arrasada y sus pocos supervivientes se han desperdigado a los cuatro vientos.

—¿Y qué ayuda necesita tu padre? —preguntó.

—Necesita un modo para cambiar de parecer sin admitir que está equivocado.

—Como todos —murmuró Eiadh.

—Madre, me cuesta respirar. Esta mañana me he despertado con la sensación de que alguien me apretaba el pecho. No puedo inhalar bien. A veces me mareo y me caigo. Y me va mejor que a la mayoría. Tenemos que ayudar a Padre.

Eiadh sabía que era verdad.

También sabía que después de esa escena en la biblioteca ella no tenía poder para ayudarlo. Pero ahora, con la ayuda de Protchnu, quizá pudiera. ¿Tanto poder tenía ese niño?

Ocho años, pero había visto. Había comprendido lo que hacía falta, y había asumido la responsabilidad de actuar. Eso la llenaba de esperanzas, no sólo en lo inmediato, sino para un futuro lejano. Sabía que la comunidad se dividiría, a la muerte de Volemak o antes, y cuando así sucediera, Elemak estaría al mando de una de las dos facciones. Estaría colérico, resentido, lleno de odio y violencia. Pero Elemak no viviría para siempre. Algún día alguien lo sucedería, y el candidato más probable era este pequeño que estaba sentado junto a ella, aquel niño de ocho años. Si crecía en sabiduría con el curso de los años, en vez de crecer en furia como su padre, cuando lo reemplazara sería como las lluvias de otoño en las ciudades de la planicie, trayendo alivio después del fuego seco del verano.

Por ti, Protchnu, haré lo que debo hacer. Me humillaré ante Elemak, aunque no se lo merece, por ti, para que tengas un futuro, para que un día puedas cumplir la función que la naturaleza te ha asignado.

—En la biblioteca, en la próxima comida —dijo—. Ven a mí entonces, y haremos lo que sea necesario.

Elemak los acompañaba durante la comida. Los acompañaba siempre desde que Volemak había aprovechado su ausencia para pedirles que prestaran juramento. Ahora iba menos gente a comer. Después de presenciar cómo Elemak aporreaba a Nafai, Volemak y Rasa se habían quedado en cama. La falta de oxígeno los afectaba tanto como a los más pequeños. No tenían fuerzas para moverse, y quienes los atendían —Dol y Sevet— informaban de que perdían el conocimiento a menudo y de que casi constantemente deliraban.

—Se están muriendo —susurraban, pero en voz tan alta como para que Elemak pudiera oírlas durante las comidas. Él no se inmutaba.

En el almuerzo del cuarto día, Elemak estaba a solas, sin haber probado bocado, cuando Protchnu se levantó de la mesa y caminó hacia su madre. Elemak lo miró con rostro sombrío. Pero todos comprendieron que Protchnu no se sumaba a la causa de su madre, sino que iba a buscarla. Aunque su talla fuera menor, dominaba la situación. Ambos se aproximaron lentamente a la mesa de Elemak.

—Madre tiene algo que decirte —dijo Protchnu. Eiadh rompió a llorar y cayó de rodillas.

—Elemak —sollozó—, estoy tan avergonzada. Me he alzado contra mi esposo. Elemak suspiró.

—No dará resultado, Eiadh. Sé que eres buena actriz. Como Dolya. Puedes verter chorros de lágrimas y cenarlos a gusto, como si fueras un grifo.

Ella lloró aún más.

—¿Por qué ibas a creerme o a volver a confiar en mí? Merezco todas las cosas terribles que quieras decirme. Pero soy tu esposa. Sin ti no soy nada. Preferiría morir antes que no formar parte de tu vida. Por favor perdóname, acéptame de nuevo.

Notaron que Elemak luchaba entre la credulidad y el escepticismo. Desde luego, no estaba del todo lúcido. Todos se estaban idiotizando por la falta de oxígeno. Recordaban que antes tenían agilidad mental, pero no recordaban en qué consistía. Elemak parpadeó.

—Sé quién es el mejor hombre, el más fuerte —dijo Eiadh—. No el que se vale de tretas y máquinas, de mentiras y engaños. Tú eres el honesto.

El hizo una mueca desdeñosa ante la manifiesta adulación, aunque le agradó. Alguien lo entiende. Aunque sólo pronuncie palabras huecas, las dice.

—Pero los mentirosos llevan las de ganar. Son ellos quienes usan a nuestros hijos como rehenes, no tú. A veces un hombre debe ceder para salvar a sus hijos.

La mayoría de los presentes sabían que escuchaban una distorsión de la verdad. Pero querían que fuera creída, querían que al menos Elemak la creyera, porque así contaría con un modo de rendirse sin perder nobleza ni heroísmo ante sus propios ojos. Que Elemak se crea esta versión de la historia, para que nuestra historia pueda continuar.

—¿Crees que me engañaré cuando Nafai comience a pavonearse de nuevo? El y su manto chispeante, incrustado en su carne, dándole aspecto de máquina… agradeceré poder regresar a la animación suspendida el resto del viaje, así no tendré que mirarlo. Cuando despierte, que sea en la Tierra, contigo y nuestros hijos. Ellos crecerán. El tiempo pasará. Y tú todavía serás mi esposo y un gran hombre a los ojos de los que saben la verdad.

Elemak la miró de hito en hito, o al menos eso intentó, porque a veces veía la imagen desenfocada.

Ella quiso hablar de nuevo, pero Protchnu le apoyó una mano en el hombro y Eiadh se echó hacia atrás, acuclillándole, mientras Protchnu se adelantaba y hablaba en voz baja, para que sólo Elemak pudiera oír.

—Escoge el momento de la batalla —murmuró—. Eso me enseñaste en Vasadka. Escoge el momento de la batalla.

Elemak respondió con otro murmullo.

—Ellos ya han vencido, Protchnu. Cuando desperté ya te habían despojado de tu patrimonio. Mírate, tan pequeño.

—Haz lo que sea necesario para sobrevivir, Padre. Un día ya no seré pequeño, y entonces nos vengaremos de nuestros enemigos.

Elemak le estudió el rostro.

—¿Nuestros enemigos?

—Aquello que le han hecho al padre se lo han hecho al hijo —susurró Protchnu—. Nunca perdonaré, nunca jamás.

Elemak se llenó de esperanza al ver tanta determinación, tanto odio en la voz de su hijo.

Se puso de pie. Todos lo miraron mientras él cogía la mano de Protchnu y lo conducía a la escalerilla.

—Meb. Obring —llamó Elemak. Ambos se levantaron despacio.

—Venid conmigo.

—¿Y quién vigilará a esta gente? —le preguntó Obring.

—No me importa —dijo Elemak—. Estoy harto de mirarlos.

Bajó por la escalerilla seguido por Protchnu, y luego por Obring y Meb.

En cuanto ellos se fueron, las mujeres se reunieron en torno a Eiadh.

—Gracias —murmuraron—. Has sido muy valiente.

—Ha sido maravilloso.

—Gracias.

—Gracias.

Hasta Luet cogió las manos de Eiadh.

—Hoy has sido la más grande de las mujeres. Ya ha terminado, gracias a ti.

Eiadh sólo pudo hundir la cara entre las manos para llorar. Pues había oído las palabras que Protchnu decía a Elemak, había notado el odio en su voz, y sabía que en ese momento Protchnu no estaba fingiendo como ella. Protchnu llevaría el odio de su padre a la próxima generación. No había servido de nada. Se había humillado para nada.

—Para nada —murmuró.

—No para nada —dijo Luet—. Por nuestros hijos. Por todos los niños. Lo repito, Eiadh. Hoy has sido la más grande de las mujeres.

Luet se arrodilló junto a ella. Eiadh le apoyó la cara en el hombro y sollozó.

La puerta se abrió y se encendió la luz. Los ojos de Nafai se adaptaron rápidamente. Elemak, Mebbekew, Obring y Protchnu, el hijo de Elya.

Notó el odio en los ojos de todos ellos.

Han venido a matarme.

Para sorpresa de Nafai, el pensamiento no lo alivió. A pesar de las palabras desesperadas que le había dicho al Alma Suprema, no quería morir. Pero lo haría, se resignaría a ello, si así se lograba la paz.

En cambio, Elemak se arrodilló y comenzó a desatarle los nudos de los tobillos. Mebbekew se puso a trabajar en los nudos de las muñecas.

Allí tenía la piel magullada, y la fricción le causó dolor. Después de la tunda, cuando el Alma Suprema lo curó por medio del manto, Nafai dejó que las ampollas de los tobillos y las muñecas quedaran sin sanar, y el momento de la liberación era desgarrador.

—Hemos prestado un juramento —dijo Elemak en voz baja—. Padre tomó ese juramento a todos los moradores de esta nave. Él es el único amo de la colonia. Nadie será su lugarteniente ni su consejero, ni ninguna otra cosa que otorgue poder. El gobernará. He prestado juramento, y también Meb y Obring y mi hijo Protchnu. Mientras Volemak viva le obedeceremos, a él y a ningún otro.

—Es un buen juramento —murmuró Nafai. No añadió: Ojalá lo hubieras prestado antes y lo hubieras respetado, como hice yo desde mi infancia. Nos hubiera ahorrado muchos problemas.

—Ahora es tu turno de prestarlo —dijo Meb.

Las cuerdas que le apretaban el cuello, que lo mantenían encorvado, se aflojaron de pronto. El dolor le atenazó la espalda. Nafai gimió.

—Basta de teatro —dijo Meb con desdén—. Sabemos que podrías curarte al instante si quisieras. Tenía los pies y las manos agarrotadas, y no le respondían. Rodó sobre el estómago, sintió dolor en la espalda y apenas pudo ponerse de rodillas. Apoyándose en la pared, logró erguirse sobre unas piernas temblorosas.

—¿Dónde está Padre? —preguntó—. Debo ir a prestar el juramento.

—Oykib y Chveya tampoco lo han hecho —dijo Obring.

—Tráelos, pues —replicó Elemak con desdén—. ¿Todavía esperas mis órdenes? Ya no estoy al mando.

—Tampoco yo —dijo Nafai. Pero lo estaba. El manto ya le estaba dando la información que necesitaba.

—En la reserva hay oxígeno suficiente para volver a la normalidad durante dos horas. Eso será suficiente para oxigenar la sangre de todos y para que todos entremos en animación suspendida. Entonces la nave podrá reaprovisionarse antes de que alguien despierte.

Elemak rió con sorna.

—¿Qué, no nos prometerás que permanecerás dormido hasta llegar a la Tierra?

—Retomaré la escuela donde la dejamos —dijo Nafai—, si Padre no se opone.

—Dirá lo que tú quieras que diga, no lo dudo.

—Pues entonces no lo conoces a él ni me conoces a mí. Porque Padre sólo dirá lo que el Alma Suprema quiera.

—Oh, no discutamos, Nafai —dijo Elemak con exagerada jovialidad—. Ahora debemos ser amigos.

Nafai caminó en silencio, apoyándose en las paredes del pasillo, agradeciendo la baja gravedad.

—¿Esto es lo que quieres para Protchnu, Elemak? ¿Alimentarlo con esta dieta continua de odio?

—El odio es la comida más sabrosa —dijo Elemak—. Te hace fuerte, te llena de poder. Y tengo todo un banquete que ofrecer a mis hijos.

—Que haya paz entre tus hijos y los míos, Elya.

—¿Entre tus hijos mayores y mis hijos pequeños? —preguntó Elemak—. Claro que habrá paz, la misma paz que entre el león y la mosca.

Llegaron a la puerta de la habitación de Volemak y Rasa cuando Obring regresaba con Oykib y Chveya. Chveya abrazó en silencio a su padre, y él se apoyó en ella cuando entraron en la habitación.

Nafai se arrodilló y juró, sosteniendo la mano de su padre. Chveya y Oykib le siguieron.

Débilmente, Volemak habló desde la cama.

—Ya está hecho. Todos han jurado. Ahora danos oxígeno, y volvamos a dormir.

En pocos segundos comenzaron a notar la diferencia. Ahora aspiraban bocanadas más profundas, y en pocos minutos sus jadeos y resuellos los embriagaron de oxígeno, los marearon. Cuando sus cuerpos se adaptaron, volvieron a respirar normalmente, y fue como si nada hubiera ocurrido. Las madres lloraban al ver que sus hijos al fin respiraban bien. Los niños comenzaron a reír, gritar y correr, pues al fin podían hacerlo.

Pero mucho antes del fin de esas dos horas, las risas y gritos habían cesado. Los padres pusieron a sus hijos a dormir. Zdorab y Shedemei pusieron a todos los adultos a dormir, excepto a Nafai, que había permanecido apartado de los demás para no ofender innecesariamente a Elemak y a quienes lamentaban su derrota.

Una vez más Nafai y Shedemei despidieron a Zdorab en la cámara.

—Perdóname, Nafai —dijo Zdorab.

—Ya te he perdonado —respondió Nafai—. Luet me explicó en qué pensabas en aquel momento, y cuánto lo lamentaste después.

—No habrá más sorpresas —aseguró Zdorab—. Estaré contigo hasta que muera.

—Debes fidelidad a mi padre —dijo Nafai—. Pero me alegra contar con tu amistad, y tú puedes contar con la mía.

A solas con Shedemei, Nafai permitió que las magulladuras de sus muñecas y tobillos sanaran al fin.

—Quién lo habría pensado —dijo.

—¿Qué?

—Que el error de Zdorab lograría algo que de lo contrario habría sido imposible.

—¿Y qué es?

—Yo temía que en la Tierra, Elemak perdiera el control y nos llevara a la guerra. Creo que el Alma Suprema también lo temía. Pero ya hemos tenido esa guerra, y creo que la paz durará.

—Hasta que muera tu padre —señaló Shedemei.

—Padre todavía no es viejo. Eso nos da tiempo. Quién sabe qué puede ocurrir en los años venideros.

—No quiero estar allí —dijo Shedemei.

—Es un poco tarde para eso.

—No quiero estar allí cuando llegue el conflicto, la lucha. Vine para dedicarme a la jardinería —añadió con amargo humor—. Para jugar con la fauna y la flora de la Tierra. Es el sueño que me envió el Guardián. No como a los demás. Yo soy sólo una jardinera.

—¿Sólo? Eres la persona más importante de nosotros.

—Yo también te mentí, Nafai, cuando te dije que el matrimonio entre primos era seguro. Al igual que Zdorab, yo también callé algo.

—Está bien —dijo Nafai—. Todos callan algo, sépanlo o no.

—Pero tus hijos… las consecuencias pueden ser tremendas.

—No lo creo —repuso Nafai. Shedemei hizo una mueca.

—¿Qué? ¿El Alma Suprema me indicó qué decir?

—Lo sugirió. Cada palabra era cierta. Shedemei rió con sorna.

—Al menos tan cierta como puedan ser sus palabras.

—Yo confío en ellas.

—Pues confía en que dirá lo que sea necesario para cumplir su propósito. Es toda la confianza que merece.

—Sí, Shedya, pero los propósitos del Alma Suprema son los míos. Así que mi confianza es total. Ella le palmeó la mejilla.

—Técnicamente puedes tener la misma edad que yo, tras haber permanecido despierto durante todo el viaje. Pero debo decirte, Nyef, que tienes mucho que aprender.

Shedemei se acomodó en la cámara. Nafai alzó la tapa, la trabó y activó el proceso de suspensión. La tapa se cerró y Shedemei se durmió en el compartimiento hermético. Nafai quedó a solas.

(Sólo puedo mantener el oxígeno quince minutos más.)

Me estoy dando prisa.

(Ha salido todo bastante bien, ¿no crees?)

Tengo una idea. No me hables un rato. Deja que me duerma con sólo mis pensamientos en la cabeza.

(Si así lo quieres. Pero te resultará bastante extraño.)

Puedo arreglármelas.

(Porque nunca en la vida te has ido a dormir sin mí.)

Pues ojalá fueras mejor compañía.

(Adelante, enfádate conmigo. Pero recuerda que yo no hice a Elemak tal como es. Si él hubiera escogido mejor, si fuera mejor hombre, estaría en tu lugar, usando el manto de capitán.)

Ojalá fuera así.

(Sí, lo dices completamente en serio. No quieres tener la responsabilidad ni el poder. Y sin embargo los aceptaste porque alguien debía hacerlo, y sólo tú podías. No contra tu voluntad, sino contra tus deseos y tu conveniencia. Por eso te conduje al manto. Porque si hubieras entendido lo que era, nunca habrías ido en su busca.)

Soy el títere ideal, ¿eh?

(En absoluto. Los títeres no me sirven. Necesito amigos y aliados bien dispuestos.)

Déjame dormir en paz, y tal vez al despertar vuelva a estar bien dispuesto.

(Duerme bien, amigo mío. Nos espera un largo trayecto.)


La pantalla de la biblioteca mostraba el globo azul y blanco de la Tierra, con manchas pardas y verdes. Como habían dormido durante el lanzamiento, nunca habían visto un mundo de esa manera: una esfera flotando contra la negrura de la noche.

—Como una luna —dijo Chveya.

Oykib le cogió la mano. Ella lo miró y sonrió. Los últimos tres años y medio habían sido maravillosos y desgarradores, pues Oykib sabía que la amaba pero también sabía que era imposible casarse y tener hijos durante el viaje. No hablaban de lo que sentían. Así era más fácil para ambos. Los otros habían sido igualmente discretos en su vida de pareja. Pero ahora, mientras efectuaban un reconocimiento, trazando una órbita tras otra en torno a la Tierra, leyendo los informes del instrumental, estudiando los mapas, buscando el lugar de aterrizaje, esperando que el Alma Suprema tomara una decisión, o que un sueño del Guardián les indicara qué hacer, Oykib no podía dejar de pensar en Chveya y en aquello que les aguardaba. Un nuevo mundo, trabajo duro, sembrar y explorar, por no mencionar los peligros de las enfermedades, las fieras, el tiempo. Pero al mismo tiempo pensaba en Chveya en sus brazos, en hijos, en la reanudación del ciclo, en formar parte del mundo viviente.

—Una vez huimos de este mundo con temor y vergüenza —dijo Chveya—. Una vez lo arruinamos y nos matamos entre nosotros.

No necesitaba mencionar el temor de que sucediera de nuevo. Todos sabían que los tiempos de paz terminarían, que aunque todos respetaran el juramento hecho a Volemak, la tensión permanecería latente bajo los buenos modales. ¿Y cuánto viviría Volemak? Era posible que después estallara la guerra. Era posible que una vez más se derramara sangre humana en la Tierra.

Oykib oyó que Chveya hablaba con el Alma Suprema. ¿Para qué nos trajiste aquí, donde no somos mejores ni más sabios que quienes se fueron?

—Pero lo somos —dijo Oykib—. Somos mejores y más sabios.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Qué es lo que haces? Durante la crisis, hablabas como si lo supieras todo. Sobre lo que deseaba el Alma Suprema. Sobre lo que deseaba Nafai, cuando no habías hablado con él. ¿Qué es lo que haces?

—Fisgoneo —dijo Oykib—. Así ha sido toda mi vida. Oigo todo lo que se dice en los canales del Alma Suprema. Sus palabras. Las tuyas.

Chveya se horrorizó. ¿Es verdad?, le preguntó al Alma Suprema. Es espantoso.

—Ahora sabes por qué nunca se lo he contado a nadie. Aunque lo demostré claramente durante la crisis. Me asombra que nadie lo haya adivinado.

—Lo que digo al Alma Suprema… es muy íntimo.

—Lo sé. Yo no pedí oírlo. Sólo llegó a mí. Crecí sabiendo mucho más de lo que debería saber un niño. Entiendo lo que sucede en otras vidas en un grado… bien, digamos que preferiría aceptar a la gente por lo que aparenta ser en vez de saber cuáles son sus problemas. O, en el caso de los que nunca hablan con el Alma Suprema, sin saber las cosas que ella debe hacer para frustrar sus peores deseos. No es grato sobrellevar esta carga.

—Me lo imagino. O tal vez no. Tal vez no puedo imaginármelo. Ni siquiera lo intento. Sólo trato de recordar qué le he dicho al Alma Suprema, qué secretos conoces.

—Te diré un secreto que conozco, Veya. Sé que de toda la gente de esta nave estelar, nadie es más honesta ni más buena que tú, ni más afectuosa y respetuosa con los sentimientos ajenos. De toda la gente de esta nave, no hay nadie que esté tan en paz consigo misma, nadie que agrave menos el peso de vergüenza y culpa que llevo conmigo. De toda la gente de esta nave, Veya, eres la única con quien me gustaría estar para siempre, porque todos tus secretos son radiantes y buenos, y por ellos te amo.

—Algunos de mis secretos no son radiantes ni buenos, so embustero.

—Al contrario. Los secretos malignos de que te avergüenzas son tan benignos y conmovedores que, para mí, que he visto el mal verdadero en una medida que ojalá jamás comprendas, para mí aun tus secretos más oscuros y vergonzosos son deslumbrantes.

—Creo que estás insinuando que quieres casarte conmigo —dijo Chveya.

—Como si eso pudiera ser un secreto para ti, cuando detectas las conexiones entre las personas tal como la tía Hushidh. Y hablas de invasión de la intimidad.

—Conozco tu secreto, Okya —dijo ella sonriendo, abrazándolo por la cintura—. Sé lo que quieres. Sé cuánto me amas. Nos veo unidos por hebras brillantes, enlazadas con tal fuerza que no habrá escapatoria mientras ambos vivamos. Eres mi cautivo, y nunca tendré la piedad de dejarte ir.

—Estos vínculos no son de esclavitud, Veya —negó Oykib—. Son de libertad. Durante toda esta travesía he estado en cautiverio porque no podía tenerte. Cuando bajemos a ese nuevo mundo, ese viejo mundo, y al fin me una a ti ante todos y podamos iniciar nuestra vida en común, entonces me sentiré realmente liberado.

—Mi respuesta es sí —dijo ella.

—Lo sé. Oí que se lo decías al Alma Suprema.

Загрузка...