El tiempo perdido nunca vuelve a ser hallado.
El tiempo pasa; las cosas cambian.
En 2017, un equipo de físicos e investigadores del cerebro principalmente basados en Stanford diseñaron un modelo teórico completo para el desplazamiento temporal. El modelo de mecánica cuántica de la mente humana, propuesto por Roger Penrose treinta años antes, había resultado ser bastante correcto, a pesar de que Penrose había equivocado muchos de los detalles; por tanto, no era sorprendente que un experimento de física cuántica lo bastante potente pudiera tener un efecto sobre la percepción.
Los neutrinos seguían siendo una pieza clave en todo aquello. Desde los años 60 se sabía que el sol de la Tierra, por algún motivo, regurgitaba sólo la mitad de los neutrinos que debiera (el famoso “problema de los neutrinos solares”).
La estrella era calentada por la fusión del hidrógeno: cuatro núcleos de hidrógeno, cada uno consistente en un único protón, se unían para formar un núcleo de helio, formado por dos protones y dos neutrones. En el proceso de convertir los protones del hidrógeno original en neutrones se tenían que expulsar dos neutrinos electrónicos… pero, de algún modo, uno de cada dos neutrinos electrónicos que debería alcanzar la Tierra desaparecía antes de hacerlo, casi como si hubiera sido censurado, como si el universo supiera que los procesos de la mecánica cuántica que subyacían en la consciencia eran inestables en presencia de demasiados neutrinos.
El descubrimiento en 1998 de que los neutrinos disponían de masa, aunque insignificante, había hecho creíble una posible solución duradera para el problema de los neutrinos solares: si tenían masa, la teoría sugería que quizá podrían cambiar de tipo al viajar, haciendo que simplemente pareciera para los detectores antiguos que habían desaparecido. Pero el observatorio de Sudbury, capaz de detectar toda clase de neutrinos, seguía mostrando una clara diferencia entre las partículas producidas y las que llegaban a la Tierra.
El fuerte principio antrópico decía que el universo necesitaba dar lugar a la vida, y la interpretación de la física cuántica requería de observadores cualificados; dado lo que ahora se conocía como interacción entre los neutrinos y la consciencia, el problema de los neutrinos solares parecía ser la prueba de que el universo se tomaba verdaderas molestias para fomentar la existencia de tales observadores.
Por supuesto, de vez en cuando se producían descargas de neutrinos extrasolares, pero en circunstancias normales eran tolerables. Pero cuando las circunstancias no eran normales, cuando la lluvia de neutrinos se combinaba con condiciones que no habían existido desde el instante posterior al Big Bang, se producía el desplazamiento temporal.
En 2018, la Agencia Espacial Europea lanzó la sonda Cassandra hacia Sanduleak-69°202. Por supuesto, tardaría millones de años en llegar hasta allí, pero eso no importaba. Lo importante era que ahora, en 2030, Cassandra se encontraba a 2,5 trillones de kilómetros de la Tierra, y 2,5 trillones de kilómetros más cerca de los restos de la Supernova 1987A, una distancia que a la luz, y a los neutrinos, les llevaría tres meses recorrer.
A bordo de la Cassandra había dos instrumentos: uno era un detector de luz, apuntado directamente hacia Sanduleak; el otro era una invención reciente, un emisor de taquiones, apuntado de vuelta a la Tierra. Cassandra no podía detectar los neutrinos directamente, pero si Sanduleak oscilaba desde su estado de agujero marrón, emitiría tanto luz como neutrinos, y la primera era fácil de detectar.
En julio de 2030, Cassandra captó luz procedente de Sanduleak. La sonda mandó de inmediato un rayo de taquiones de energía ultrabaja (y, por tanto, ultrarrápida) a la Tierra. Cuarenta y tres horas más tarde, los taquiones llegaron a casa y dispararon las alarmas.
De repente, veintiún años después del primer suceso de desplazamiento temporal, la gente de la Tierra recibía un aviso con tres meses de que, si quería echarle otro vistazo al futuro, podría hacerlo con una razonable probabilidad de éxito. Por supuesto, el siguiente intento debía realizarse en el momento exacto en que los neutrinos de Sanduleak comenzaran a llegar al planeta, y no podía ser una coincidencia que eso fuera a las siete y veintiún minutos de la tarde, hora de Greenwich, del 23 de octubre de 2030, el comienzo preciso de los dos minutos que habían mostrado las visiones.
La ONU debatió el asunto con sorprendente velocidad. Algunos habían pensado que, como el presente había resultado ser distinto al mostrado por las visiones, la gente podría decidir que unas nuevas visiones serían irrelevantes. Pero, en realidad, la respuesta general fue la contraria; casi todo mundo quería echarle un nuevo vistazo al mañana. El Efecto Ebenezer seguía siendo poderoso. Y, por supuesto, ahora había toda una generación de jóvenes nacidos después del 2009. Éstos se sentían marginados, y exigían la oportunidad de experimentar lo mismo que sus padres; un destello de su posible futuro.
Como antes, el CERN era la clave para desentrañar el mañana. Pero Lloyd Simcoe, que ahora contaba sesenta y seis años, no sería parte del intento de réplica. Se había retirado hacía dos años y había declinado volver al CERN. No obstante, él y Theo habían compartido un premio Nóbel. Se lo habían concedido en 2024, pero no en honor de nada relacionado con el efecto de desplazamiento temporal, ni por el bosón de Higgs, sino por la invención conjunta del colisionador de taquiones-tardiones, el instrumento portátil que había dejado fuera de la circulación los gigantescos aceleradores de partículas en sitios como el TRIUMF, el Fermilab y el CERN. Casi todo el CERN estaba ya vacío, de hecho, aunque el colisionador original de taquiones-tardiones se encontraba en el campus.
Quizá Lloyd no quisiera tener nada que ver con el nuevo experimento porque su matrimonio con Michiko se había derrumbado después de diez años. Sí, habían tenido una hija juntos, pero siempre, en lo más profundo, sin siquiera reconocerlo al principio, Michiko tuvo la sensación de que Lloyd había sido en cierto modo responsable de la muerte de su primera hija. Ella se había sorprendido, sin duda alguna, la primera vez que aquella acusación surgió durante una discusión entre los dos, pero allí estaba.
Tampoco cabían dudas sobre su mutuo amor, pero habían decidido que simplemente no podían seguir viviendo juntos, no con aquella losa, por difusa que fuera, contaminándolo todo. Al menos no había sido un divorcio doloroso, como el de los padres de Lloyd. Michiko volvió a Japón, llevándose con ella a su hija Joan; Lloyd sólo podía visitarla una vez al año, en Navidad.
Lloyd no era imprescindible para la repetición del experimento original, aunque su colaboración hubiera sido una gran ayuda. Pero estaba felizmente casado de nuevo, y sí, era con Doreen, la mujer a la que había visto en su visión, y sí, tenían una cabaña en Vermont.
Por su parte, Jake Horowitz, que había dejado hacía mucho el CERN para trabajar en TRIUMF con su mujer Carly Tompkins, aceptó regresar durante tres meses. Carly viajó con él, y los dos tuvieron que soportar bromas sobre qué laboratorio del CERN pensaban “bautizar”. Llevaban casados dieciocho años y tenían tres hijos maravillosos.
Theodosios Procopides y otras trescientas personas seguían trabajando en el CERN con el CTT. Theo, Jake, Carly y una dotación técnica corrían contra el tiempo para conseguir que el colisionador de hadrones estuviera a tiempo para funcionar de nuevo, tras cinco años en desuso, antes de que llegaran los neutrinos de Sanduleak.
Theo, que contaba cuarenta y ocho años, estaba personalmente encantado de que la realidad del 2030 hubiera resultado distinta de la mostrada en las visiones de 2009. Se había dejado crecer una delgada barba que cubría su mandíbula, ahorrándole el aspecto de alguien que necesitaba otro afeitado a media mañana. El joven Helmut Drescher había dicho que podía ver el mentón de Theo en su visión; la barba era uno de los pequeños detalles que Theo empleaba para reforzar su libre albedrío.
Sin embargo, a medida que la fecha de la repetición se acercaba, su aprensión no dejaba de crecer. Trató de convencerse de que eran nervios por si algo salía mal y el mundo se venía abajo, pero el LHC parecía funcionar a la perfección, de modo que tuvo que admitir que no se trataba en realidad de eso.
No, lo que le ponía nervioso era el hecho de que el día en el que, según las visiones de 2009, iba a ser asesinado, se acercaba rápidamente.
Descubrió que era incapaz de comer y de dormir. Si hubiera logrado determinar quién quería matarlo, quizá la cosa hubiera sido más fácil: sólo tendría que evitar a aquella persona. Pero no tenía ni idea de quién había disparado, de quién dispararía, de quién podría disparar…
Al final, de forma inevitable, llegó el lunes 21 de octubre de 2030: la fecha que, al menos en una versión de la realidad, estaba grabada con láser en la tumba de Theo. Aquella mañana se despertó con sudores fríos.
En el CERN aún quedaban montañas de trabajo, ya que sólo restaban dos días para el impacto de los neutrinos de Sanduleak. Trató de apartarlo todo de la cabeza, pero incluso después de llegar al despacho fue incapaz de concentrarse.
Poco después de las diez de la mañana ya no pudo soportarlo más. Dejó el centro de control del LHC, poniéndose antes una gorra beige y unas gafas de espejo. No hacía mucho sol; la temperatura era fresca, y la mitad del cielo estaba cubierto de nubes, pero ya nadie salía sin protección para la cabeza y los ojos. Aunque por fin se había detenido la desaparición de la capa de ozono, no se había conseguido nada eficaz para restaurarla.
El sol se reflejaba en los pináculos rocosos del macizo Jura. En el estacionamiento había un autobús de Globus Gateway; el casi desierto CERN no era una atracción estelar de la Guía Michelin, por supuesto, y, con el frenesí del intento de reproducción, tampoco se permitían turistas. Aquel autobús había sido fletado para traer a un grupo de periodistas desde el aeropuerto, llegados para cubrir los trabajos que conducirían al experimento.
Theo se dirigió a su coche, un Ford Octavia rojo, un vehículo bueno y práctico. Había pasado la juventud jugando con aceleradores de partículas de miles de millones de dólares, y no necesitaba coches espectaculares para demostrar su valía.
El vehículo lo reconoció al acercarse, y Theo asintió para indicarle que quería entrar. La puerta lateral se deslizó hacia el techo. Aún se encontraban coches con bisagras en las entradas, pero los espacios de estacionamiento eran tan pequeños en casi todos los centros urbanos que las puertas que no requerían espacio adicional eran más convenientes.
Entró en el coche y le dijo a dónde quería ir.
—A esta hora del día —explicó el vehículo con una agradable voz masculina— será más rápido ir por Rue Meynard.
—Muy bien —respondió Theo—. Tú conduces.
El coche obedeció, elevándose del suelo y comenzando su travesía.
—¿Música o noticias? —preguntó el coche.
—Música.
El Ford eligió uno de los grupos favoritos de Theo, una popular banda coreana de jag. Pero la música hizo poco por calmarlo. Maldición, sabía que ni siquiera tenía que estar en Suiza, pero el colisionador de hadrones seguía siendo el instrumento más grande del mundo en su categoría; todos los intentos anteriores a la invención del CTT por revivir el proyecto del Supercolisionador Superconductor, cancelados por el Congreso de los EE.UU. en 1993, habían fracasado, y operar y reparar aceleradores de partículas era un arte en vías de extinción. Casi todos los que habían construido los aceleradores LEP originales, el primero de ellos instalado en el gigantesco túnel subterráneo del CERN, estaban muertos o jubilados, y sólo unos pocos de los usuarios del LHC, que entró por primera vez en servicio hacía un cuarto de siglo, seguían esa línea de trabajo. Por tanto, la experiencia de Theo era necesaria en Suiza, pero no tenía la menor intención de quedarse quieto para facilitar el trabajo a un posible asesino.
El coche se detuvo frente al destino que Theo había solicitado: la central de la Policía en Ginebra. Era un edificio viejo, de más de un siglo, de hecho, y aunque los motores de combustión interna eran ilegales en cualquier vehículo fabricado después de 2021, la fachada seguía mostrando la suciedad de décadas de humos de escape; en algún momento tendrían que lavarla con arena.
—Abre —dijo Theo. La puerta desapareció en el techo.
—No hay estacionamientos vacíos en un radio de quinientos metros —informó el coche.
—Entonces da vueltas alrededor de la manzana. Te llamaré cuando necesite que me recojas.
El coche lanzó un sonido de asentimiento. Theo se puso la gorra y las gafas y salió. Cruzó la calle, subió la escalinata y entró en el edificio.
—Bonjour —dijo un hombre rubio grande sentado tras una mesa—. Je peux vous aider?
—Oui —respondió Theo—. Détective Helmut Drescher, s’il vous plaît. —El joven Helmut Drescher sí que era detective; Theo, picado por la curiosidad, lo había consultado hacía unos meses.
—Moot no está —dijo el hombre, aún en francés—. ¿Puede ayudarle algún otro?
Theo sintió que el corazón le daba un vuelco. Al menos Drescher lo entendería, pero tener que explicárselo todo a un completo desconocido…
—No, quería ver al Detective Drescher —dijo—. ¿Sabe si volverá pronto?
—La verdad es que… ande, mire, hoy debe de ser su día de suerte. Ahí está Moot.
Theo se dio la vuelta. Dos hombres de la edad esperada entraban en el edificio, aunque no tenía ni idea de cuál sería Drescher.
—¿Detective Drescher? —preguntó.
—Soy yo —dijo el de la derecha. Helmut se había convertido en un hombre atractivo, con pelo castaño claro, mandíbula cuadrada y fuerte, y brillantes ojos azules.
—Como le dije —intervino el oficial tras su mesa—. Su día de suerte.
Sólo si sobrevivo a él, pensó Theo.
—Detective Drescher —dijo—, tengo que hablar con usted.
Drescher se volvió hacia el hombre con el que había llegado.
—Luego te alcanzo.
El otro asintió y se perdió dentro del edificio.
El detective no mostró señal de reconocer a Theo. Por supuesto, habían pasado veintiún años desde que se vieron, y, aunque se había comentado bastante en los medios el intento de replicar el desplazamiento temporal, Theo había estado demasiado ocupado como para conceder muchas entrevistas en la televisión; se lo había dejado casi todo a Jake Horowitz.
Drescher lo condujo hacia las puertas interiores. Vestía de calle, pero Theo no pudo evitar fijarse en que calzaba zapatos muy buenos. El detective posó la mano sobre un lector digital y las puertas se abrieron hacia dentro, permitiéndoles entrar. Los “planos”, ordenadores del grosor del papel, se apilaban en algunas mesas y se extendían en patrones solapados en otras. Una pared entera mostraba un mapa con el control de tráfico computerizado de Ginebra: cada uno de los vehículos quedaba controlado por un transpositor propio. Theo trató de divisar su propio coche girando alrededor del edificio, pero parecía que no era el único que había tenido la misma idea.
—Siéntese —dijo Drescher, indicando la silla que había frente a su mesa. Tomó un plano de una pila y lo situó entre los dos.
—¿Le importa que registre esta conversación? —dijo. Las palabras, en francés, aparecieron al instante sobre el plano, con un encabezado que rezaba “H. Drescher”.
Theo negó con la cabeza. Drescher señaló el plano, y Theo compendió que quería una respuesta oral.
—Non —dijo. El plano lo registró, limitándose a poner una interrogación donde debería ir su nombre.
—¿Usted es…?
—Theodosios Procopides —respondió, esperando a que el nombre hiciera sonar las campanas de Drescher.
Al menos el plano lo captó. De hecho, vio aparecer una pequeña ventana en la lámina, mostrando el nombre correcto de su nombre en el alfabeto griego y algunos datos básicos sobre él. La interrogación del “Non” y la declaración de su nombre cambiaron de inmediato a “T. Procopides”.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Drescher, aún en blanco.
—No sabe quién soy, ¿no?
Drescher negó con la cabeza.
—La… ah… la última vez que nos vimos no llevaba barba.
El detective escrutó su cara.
—Es… ¡Oh! ¡Oh, Dios mío, es usted!
Theo desvió la mirada hacia la mesa. El plano había hecho un buen trabajo con la puntuación del grito del detective. Cuando volvió a alzar la mirada, vio que la faz de Drescher estaba blanca.
—Oui —dijo Theo—. C’est moi.
—Mon Dieu. Esto me ha obsesionado desde hace años —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. ¿Sabe? He visto numerosas autopsias, muchos cuerpos muertos, pero el suyo… ver algo así cuando no eres más que un niño… —no pudo reprimir un escalofrío.
—Lo lamento —respondió Theo—. ¿Recuerda mi visita, poco después de haber tenido la visión? Fue en casa de sus padres, la de la escalera grande.
Drescher asintió.
—Lo recuerdo. Estaba aterrorizado.
Theo se encogió de hombros.
—También lamento aquello.
—Traté de apartar la visión de mi cabeza. He pasado todos estos años intentando no pensar en ello, pero ya sabe, a veces no hay manera. Aun después de todo lo que he visto, la imagen sigue acosándome.
Theo sonrió comprensivo.
—No es culpa suya —dijo Drescher, haciendo un gesto de disculpa con la mano—. ¿Cuál fue su visión?
A Theo le sorprendió la pregunta; Drescher seguía teniendo problemas para conectar su visión del cuerpo muerto con la realidad del ser humano sentado frente a él.
—Ninguna.
—Oh, sí, claro —respondió Drescher, algo azorado—. Lo siento.
Durante unos instantes se produjo un incómodo silencio entre los dos. Fue el detective quien lo rompió.
—¿Sabe? No fue tan horrible. La visión, quiero decir. Me hizo interesarme en el trabajo policial. No sé si me hubiera matriculado en la academia de no haberla tenido.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando como policía?
—Siete años, los dos últimos como detective.
Theo no sabía si se trataba de una progresión rápida, pero se puso a calcular teniendo en cuenta la edad de Drescher. No podía tener una carrera. Theo pasaba muchísimo tiempo con estudiosos y científicos, y siempre le había asustado decir algo que sonara condescendiente a aquellos que no habían pasado del instituto.
—Está muy bien —ofreció.
Drescher se encogió de hombros, antes de fruncir el ceño.
—No debería estar por aquí. No debería estar en Europa, por el amor de Dios. Lo matarán en Ginebra, porque si no yo no sería el policía que lo investigara. Si yo hubiera tenido la visión de que me iban a matar hoy, puede apostar a que ahora estaría en Zhongua o en Hawai.
Fue el turno de Theo de encogerse de hombros.
—Yo no quería venir, pero no me dejaron elección. Como le dije, trabajo en el CERN. Era parte del equipo que desarrolló el experimento del colisionador de hadrones, hace veintiún años. Me necesitan para duplicarlo pasado mañana. Créame si le digo que, de haber tenido elección, estaría en cualquier otro lugar.
—¿Sigue sin boxear?
—Así es.
—Porque en mi visión…
—Lo sé, lo sé. Dijo que me matarían en un combate de boxeo.
—A mi padre le gustaba ver combates de boxeo en la televisión —dijo Helmut—. Curioso deporte para un vendedor de zapatos, supongo, pero le gustaba. A veces lo veía con él, incluso de niño.
—Mire —dijo Theo—, sabe mejor que nadie que me encuentro en un peligro real. Por eso he venido a verle. —Tragó saliva—. Necesito su ayuda, Helmut. Necesito protección policial, desde ahora hasta que se desarrolle el experimento. —Echó un vistazo al reloj de pared, un plano sujeto con cinta adhesiva, con dígitos de quince centímetros brillando en su superficie—, dentro de cincuenta y nueve horas.
Drescher señaló todos los planos tirados por su mesa.
—Tengo muchísimo trabajo.
—Por favor. Usted sabe lo que podría suceder. La mayoría de la gente va a tener el miércoles libre, ya sabe, para estar a salvo en casa cuando se replique el experimento. Odio pedirlo siquiera, pero podría usar ese tiempo para ponerse al día con cualquier trabajo que quede pendiente entre hoy y mañana.
—Yo no tengo el miércoles libre —señaló a las demás personas en la sala—. Ninguno de nosotros, por si algo sale mal. ¿Tiene idea de quién podría dispararle?
Theo negó con la cabeza y miró el plano en el que se registraba la conversación.
—No. Llevo veintiún años estrujándome el cerebro para descubrirlo, tratando de determinar a quién he fastidiado lo bastante como para que me quisiera muerto, o quién podría beneficiarse de quitarme de en medio. Pero nada.
—¿Nadie?
—Bueno, ya sabe, te vuelves loco, paranoico. Algo así… te hace sospechar de todo el mundo. Sí, claro, por un tiempo pensé que podía ser mi antiguo colega, Lloyd Simcoe. Pero hablé con él ayer; está en Vermont, y no tiene planes para venir a Europa en un futuro cercano.
—Sólo es ¿cuánto?, un vuelo de tres horas, si coge el supersónico —dijo Drescher.
—Lo sé, lo sé, pero… en serio, estoy seguro de que no es él. Pero hay alguien ahí fuera, alguien, ¿cómo lo dicen? ¿Cuál es la frase? Uno o varios desconocidos pueden intentar atentar hoy contra mi vida. Le pido, le suplico por favor, que trate de que esa persona o personas no lo consigan.
—¿Dónde tendría que estar hoy?
—En el CERN. En mi despacho, en el centro de control del LHC o en el túnel.
—¿Qué túnel?
—Sí, debe de haber oído hablar de él; en el CERN hay un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, enterrado a cien metros bajo tierra; un anillo gigante, vamos. Ahí está alojado el LHC.
Drescher se mordió el labio inferior un momento.
—Déjeme hablar con la capitana —dijo. Se levantó, cruzó la estancia y llamó a una puerta. La hoja se deslizó a un lado y Theo pudo ver a una mujer seria de pelo oscuro. Drescher entró y la puerta se cerró tras él.
Pareció haberse marchado durante una eternidad, y Theo miró nervioso a su alrededor. Sobre la mesa de Drescher descansaba el holograma de una joven que podría ser su mujer o su novia, y de un hombre y una mujer mayores. Theo la reconoció: Frau Drescher. Suponiendo que se tratara de una imagen reciente (y debía serlo, ya que las holocámaras habían estado fuera del alcance de un policía honrado hasta hacía un par de años), las décadas habían sido generosas con ella. Seguía siendo atractiva, orgullosa de su pelo canoso.
Al fin la puerta se abrió de nuevo, dando paso al detective Drescher. Cruzó la atestada sala y regresó a su mesa.
—Lo siento —dijo mientras se sentaba—. Si alguien le hubiera amenazado…
—Déjeme hablar con su capitana.
Drescher rió con un bufido.
—No le recibirá; la mitad de las veces, ni siquiera me recibe a mí. —Suavizó la voz—. Lo siento, señor Procopides. Mire, limítese a tener cuidado.
—Pensé que usted, precisamente usted, lo comprendería.
—Sólo soy policía. Cumplo órdenes. —Hizo una pausa, y un tono reservado asomó a su voz—. Además, puede que el haber venido aquí haya sido un gran error. Es decir, ¿qué pasaría si yo fuera el tipo que le disparó? ¿No escribió Agatha Christie una vez una historia parecida, en la que el detective era el asesino? Sería irónico que viniera a verme, ¿no?
Theo enarcó las cejas. El corazón corría en su pecho, y no sabía qué decir. Dios mío, le habían matado con una Glock, la pistola preferida por oficiales de policía de todo el mundo…
—No se preocupe —dijo Drescher, sonriendo—, sólo era una broma. Supuse que podía darle un susto después de lo que me hizo pasar hace años. —Pero miró a la mesa y borró con dos movimientos del índice las últimas líneas de la transcripción—. Buena suerte, señor Procopides. Como le dije, bastará con que tenga cuidado. Para miles de millones de personas, el futuro no ha resultado ser tal y como lo mostraron las visiones. No debería de decirle esto, siendo científico y todo eso, pero en realidad no hay ninguna razón para pensar que su visión vaya a ser la que resulte cierta.
Theo usó el móvil para llamar al coche, entrando en él cuando llegó.
Sin duda, Drescher tenía razón. Se sonrió avergonzado por su ataque de pánico; probablemente fuera por alguna pesadilla de la noche pasada, unida a la ansiedad por el experimento. Trató de relajarse, contemplando la campiña mientras el vehículo lo llevaba de vuelta al centro de control del LHC. El autobús seguía allí, lo que le hizo sentir nostalgia. Los vehículos de Globus Gateway eran frecuentes por toda la Europa Occidental, por supuesto. Nunca había usado uno, pero siendo adolescente siempre los había esperado en julio y agosto, llenos de chicas estadounidenses en busca de un verano de emoción. Theo había disfrutado de más de una noche romántica con una estudiante americana en aquellos tiempos.
Pero aquel agradable recuerdo se tornó tristeza; estaba pensando en su hogar, en Atenas. Sólo había vuelto dos veces desde el funeral de Dim. ¿Por qué no había tenido más tiempo para sus padres? Dejó que el coche encontrara un estacionamiento vacío, salió y se dirigió al centro de control.
—Hola, Theo —dijo Jake Horowitz, dirigiéndose hacia él desde el otro extremo del pasillo de los mosaicos—. He estado buscándote. Llamé a tu coche, pero me dijo que te habían arrestado, o algo así.
—Vaya, un coche gracioso. En realidad estaba… visitando a alguien a quien creía un viejo amigo.
—Hay un problema en el LHC, y Jiggs no sabe cómo arreglarlo.
—¿Qué?
—Sí, algo en uno de los grupos de criostatos. El número cuatro cuarenta, en el octante tres.
Theo frunció el ceño. Habían pasado años desde que el LHC se usara a plena potencia. Jiggs, de treinta y cuatro años, era el jefe de la división de mantenimiento; nunca había visto el colisionador funcionando a niveles de 14-TeV.
Asintió. Los controles de los criostatos eran famosos por su fragilidad.
—Iré a echar un vistazo. —En los viejos tiempos, cuando el CERN tenía una plantilla de tres mil personas, Theo nunca hubiera bajado solo al túnel, pero con tan pocos hombres como tenían ahora parecía el mejor modo para sacar todo el provecho al equipo; además, probablemente fuera el lugar más seguro en el que podía estar; un loco podía llegar al campus del CERN para matarlo, pero sin duda el intruso sería detenido mucho antes de que pudiera llegar al túnel. Además, sólo Jake y Jiggs, en los que confiaba por completo, sabrían siquiera que estaba allí.
Tomó el ascensor hasta el nivel menos cien metros. El aire en el túnel del acelerador era húmedo y caliente, y olía a ozono y a aceite. Las luces eran tenues, un blanco azulado procedente de los fluorescentes del techo, puntuado a intervalos regulares por las lámparas amarillas de emergencia de las paredes. La pulsación del equipo, el zumbido de las bombas de aire y el repiqueteo de sus tacones contra el suelo de hormigón resonaban ruidosos. La sección del túnel era circular, salvo por el suelo plano, y su diámetro variaba entre los tres coma ocho y los cinco coma cinco metros.
Como había hecho a menudo, miró el túnel en una dirección y después en la opuesta. No era totalmente recto. Podía ver una gran distancia en ambos sentidos, pero al final las paredes terminaban por curvarse.
Colgados del techo del túnel estaban los perfiles “I” del monorraíl, y de ellos el propio tren; Jiggs lo había dejado allí estacionado. El monorraíl consistía en una cabina lo bastante grande como para alojar a una sola persona, tres pequeños vagones diseñados para transportar material, no personas, y una segunda cabina enfrentada en la dirección opuesta. Los vagones de carga eran poco más que canastas metálicas colgadas, de color azul. Las cabinas eran armazones naranjas con faros sobre el parabrisas inclinado y un gran parachoques de caucho abajo. El ángulo de los parabrisas era pronunciado.
El conductor tenía que sentarse con las piernas fuera, frente a él, pues la cabina no era lo bastante alta como para acomodar a una persona sentada. El nombre ORNEX, el fabricante del monorraíl, adornaba el frente de la cabina. A los lados del nombre había pequeños reflectores rojos, y bajo ellos una tira amplia con marcas de seguridad negras y amarillas; querían estar totalmente seguros de que las cabinas fuesen visibles en el oscuro túnel. El tren había sido mejorado en 2020; ahora podía alcanzar los sesenta kilómetros por hora, lo que indicaba que podía circunnavegar el túnel en menos de treinta minutos.
Theo sacó una caja de herramientas de los armarios de suministros en la plataforma de mantenimiento y se puso el casco amarillo: aunque no solía bajar al túnel, era lo bastante veterano como para disfrutar de su propio casco. Depositó la caja de herramientas en uno de los vagones de carga, se subió a la cabina encarada en la dirección deseada (en el sentido de las agujas del reloj) y puso el tren en movimiento, perdiéndose en la oscuridad con un zumbido.
El detective Helmut Drescher trató de seguir con su trabajo; tenía siete casos abiertos que investigar, y la Capitaine Lavoisier le había exigido más progresos. Pero la mente de Moot no dejaba de regresar a la peripecia de Theo Procopides. Había sido bastante amable, y le gustaría haberlo podido ayudar. También parecía estar en buena forma, para ser un hombre de casi cincuenta años. Encontró el plano en el que había grabado la conversación, y en el que seguía abierta la caja de datos biográficos de Theo: nacido el 2 de marzo de 1982, lo que hacía que tuviera cuarenta y ocho. Demasiado viejo para ser boxeador. Además, no tenía la constitución para ello. Era posible que en el futuro alternativo de las visiones mostradas hubiera sido entrenador, o árbitro, en lugar de boxeador. Pero no, no parecía tener sentido. Moot no llevaba encima la tarjeta que Theo le había dado hacía dos décadas, aunque la había guardado todos aquellos años, mirándola de vez en cuando; ponía “CERN” claramente en ella. Por tanto, si ya era físico antes de las visiones, en 2009, no parecía probable que se hubiera pasado a los deportes. Pero recordaba vivida su propia visión: el hombre de la bata, el forense, le había dicho claramente que Procopides había muerto en el “ring”[3]…
En el anillo.
¿Qué le había dicho Procopides aquel mismo día? Sí, debe de haber oído hablar de él; en el CERN hay un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, enterrado a cien metros bajo tierra; un anillo gigante, vamos.
Él era un niño, sólo un niño que veía el boxeo con su padre, un mocoso al que le había encantado Rocky. Entonces había asumido que en el anillo se refería a un combate de boxeo, y nunca había vuelto a pensar en aquello.
Un anillo gigante, vamos.
Mierda. Era posible que Procopides estuviera en verdaderos apuros. Moot se levantó de su mesa y volvió al despacho de la Capitaine Lavoisier.
El criostato defectuoso estaba a diez kilómetros, por lo que el monorraíl tardaría unos diez minutos en llevarlo allí. Los faros de la cabina perforaban las tinieblas. Había luces fluorescentes cada cierto trecho, pero no tenía sentido iluminar los veintisiete kilómetros.
Por fin el tren llegó al lugar del grupo averiado. Theo detuvo el convoy, desembarcó, encontró el panel de control de las luces de la zona y encendió los cincuenta metros por delante y por detrás de su posición. Entonces recuperó la caja de herramientas y se dirigió a la unidad defectuosa.
Esta vez la Capitaine Lavoisier dio permiso a Moot para actuar como guardaespaldas de Theo hasta el fin de aquel día. El detective tomó su habitual coche sin marcar y condujo hacia el CERN: sospechaba que el laboratorio era como casi todos sitios: la señal del transpositor de un miembro de la plantilla permitía atravesar automáticamente la puerta, pero él tendría que pararse y enseñar la placa al ordenador de guardia para que se levantara la barrera. Así fue, y le pidió al ordenador que lo orientara; el campus consistía en decenas de edificios, casi todos ya vacíos. Tardó cinco minutos en dar con el centro del control del LHC. Dejó que su coche se detuviera sobre el asfalto y corrió dentro.
Una atractiva mujer de mediana edad con pecas se acercaba desde un pasillo forrado de mosaicos. Moot le mostró su placa.
—Busco a Theo Procopides.
La mujer asintió.
—Esta mañana estaba aquí. Déjeme ver si lo encuentro.
La mujer se introdujo en el edificio y miró en un par de cuartos, pero Theo no estaba en ninguno de ellos.
—Probemos en el despacho de mi marido —dijo—. Theo y él trabajan juntos.
Se introdujeron en otro pasillo y llegaron a un despacho.
—Jake, está aquí un oficial de policía. Está buscando a Theo.
—Está en el túnel —dijo Jake—. El maldito grupo de criostatos del octante tres.
—Puede estar en peligro —cortó Moot—. ¿Puede llevarme con él?
—¿En peligro?
—En su visión, hoy lo mataban a tiros… y tengo motivos para creer que fue en el túnel.
—Dios mío —dijo Jake—. Um, claro, claro, puedo llevarle abajo, y… ¡Mierda! Maldición, debe de haber tomado el monorraíl…
—¿El monorraíl?
—Hay uno que recorre todo el anillo, pero lo habrá llevado a diez kilómetros de aquí.
—¿Sólo hay un tren?
—Antes teníamos tres más, pero los vendimos hace años. Sólo dejamos uno.
—Podría volar hasta la estación de acceso —dijo la mujer—. No hay carretera, pero podría volar sobre los campos.
—¡Sí, sí! —asintió Jake, sonriendo a su esposa—. ¡Guapa y brillante! —Se volvió hacia Moot—. ¡Venga!
Los dos hombres corrieron por los pasillos, llegando al vestíbulo y saliendo al estacionamiento.
—Cogeremos mi coche —dijo el detective. Entraron y Moot arrancó, elevando el vehículo del suelo. Siguió las indicaciones de Jake para salir del campus, dirigiéndose hacia los campos abiertos de labranza.
El coche voló.
Theo contempló la caja del grupo de criostatos. No le extrañaba que Jiggs tuviera problemas para arreglarlo, porque había intentado utilizar el puerto de acceso erróneo. El panel en el que había estado trabajando seguía abierto, pero los potenciómetros que Jiggs buscaba estaban escondidos detrás de otro panel.
Trató de abrir la puerta de acceso que le permitiría acceder a los controles adecuados, pero no fue capaz. Tras años de desuso en un túnel oscuro y húmedo, la hoja parecía haberse corroído. Rebuscó por la caja de herramientas en busca de algo que le ayudara a forzarla, pero sólo disponía de algunos destornilladores que demostraron ser ineficaces. Lo que necesitaba era una palanca, o algo similar. Maldijo en griego. Podía volver al campus con el monorraíl para conseguir una herramienta adecuada, pero le parecía una pérdida de tiempo. Seguro que en el túnel había algo que pudiera utilizar. Miró en la dirección por la que había llegado: no había visto nada como lo que necesitaba durante los últimos cientos de metros en monorraíl, pero, por supuesto, no estaba prestando atención. Sin embargo, parecía tener más sentido seguir por el túnel en el sentido de las agujas de reloj, al menos un trecho, para ver si lograba dar con algo que le ayudara.
La estación de acceso era un viejo búnker de hormigón en medio de un campo de colza. El coche de Moot se posó sobre un estrecho camino hacia una carretera de acceso que conducía en dirección contraria, y apagó el motor. Jake y él salieron.
Era mediodía y, siendo octubre, el sol no se alzaba demasiado en el cielo. Pero al menos las abejas, una molestia en verano, se habían marchado. En las laderas montañosas crecían sobre todo coníferas, por supuesto, pero en aquella zona había bastantes árboles de hoja caduca, que ya habían cambiado de color.
—Vamos —urgió Jake.
Moot titubeó.
—No hay peligro de radiación, ¿no?
—No mientras el colisionador esté apagado. Es del todo seguro.
Mientras se dirigían hacia la entrada, un erizo se escabulló frente a ellos, escondiéndose a toda prisa entre las cañas de colza, de noventa centímetros de altura. Jake se detuvo frente a la puerta. Era una hoja antigua, con bisagras y cerradura de llave… pero estaba abierta; sobre la hierba cercana descansaba una palanca.
Moot se acercó.
—No hay corrosión —dijo, indicando el metal expuesto allá donde se había roto la cerradura—. Esto se ha hecho hace poco. —Usó la punta de sus caros zapatos para mover ligeramente la palanca—. La hierba de debajo sigue verde; ha sido hoy, o ayer. —Miró a Jake—. ¿Hay algo valioso ahí abajo?
—Valioso sí, pero no interesante, a no ser que conozca un mercado negro de equipo físico obsoleto de alta energía.
—¿Dijo que el colisionador no se había usado desde hacía mucho?
—Hace años que no se enciende.
—Pueden ser vagabundos —dijo Moot—. ¿Puede haber alguien viviendo ahí abajo?
—S-supongo. Hará frío y estará oscuro, pero es impermeable.
Moot abrió una bolsa en su cintura y sacó un pequeño aparato electrónico, que pasó por encima de la palanca.
—Hay muchas huellas dactilares —dijo. Jake se acercó y pudo ver las huellas brillando en la pantalla del ingenio. Moot pulsó varios botones y, tras unos treinta segundos, un texto recorrió la pantalla—: no hay concordancias. Quienquiera que haya hecho esto, nunca ha sido arrestado en Suiza o en la Unión Europea. ¿A qué distancia está Procopides?
Jake señaló.
—A unos cinco kilómetros en ese sentido. Pero debería haber un par de deslizadores estacionados aquí. Tomaremos uno.
—¿Tiene móvil? ¿Puede llamarle?
—Está enterrado bajo cien metros de tierra. Los móviles no llegan ahí.
Corrieron dentro del bunker.
Theo recorrió a pie doscientos metros túnel abajo sin encontrar nada que pudiera ayudarle a abrir la puerta de acceso a los criostatos. Echó la vista atrás; el grupo había desaparecido por la suave curva del anillo. Estaba a punto de rendirse y volver al monorraíl cuando algo llamó su atención, más adelante. Era otra persona trabajando cerca de uno de los imanes sextupolos. El operario no llevaba casco, una violación de las regulaciones. Theo pensó en llamarlo, pero la acústica del túnel era tan mala que había aprendido hacía mucho que no tenía sentido gritar. Bueno, no importaba quién fuera, siempre que tuviera una caja de herramientas más completa que la que él había traído.
Tardó un minuto en acercarse al hombre, que trabajaba junto a una de las bombas de aire; el ruido que provocaba debió de enmascarar el sonido de Theo al acercarse. Sobre el suelo del túnel descansaba un deslizador, un disco de metro y medio de diámetro con dos asientos bajo la cúpula. Aquellos aparatos se habían desarrollado para los campos de golf, pues eran mucho más cuidadosos con los green que los antiguos vehículos a motor.
En los viejos tiempos había miles de empleados del CERN a los que Theo no conocía ni de vista, pero ahora, siendo unos pocos centenares, se sorprendió al ver a alguien a quien no reconocía.
—Hola —dijo Theo.
El hombre, un tipo blanco y enjuto de unos cincuenta años, con el pelo blanco y ojos grises oscuros, se giró, claramente sorprendido. Tenía una caja de herramientas, sí, pero…
Había abierto una gran plancha de acceso en el lateral de una bomba de aire, y acababa de insertar un dispositivo en su interior…
Un dispositivo con el aspecto de una pequeña maleta de aluminio, con una cadena de números azules en un costado.
Números azules brillantes que no dejaban de contar hacia atrás.
Una de las paredes del bunker estaba cuajada de armarios. Jake cogió de ellos un casco amarillo, indicándole a Moot que hiciera lo mismo. Dentro había un ascensor, así como una escalera que conducía abajo. Jake llamó al ascensor y esperaron unos interminables segundos hasta que llegó la cabina.
—Quien haya entrado debe seguir ahí abajo —dijo—. De otro modo, el ascensor hubiera estado esperando arriba.
—¿No ha podido coger las escaleras?
—Supongo, pero son cien metros, el equivalente a un edificio de treinta plantas. Incluso bajando es agotador.
El ascensor llegó y entraron en él. Jake pulsó los botones para activarlo, pero el descenso fue de una lentitud frustrante, tardando un minuto en llegar hasta el nivel del túnel. Desembarcaron para ver un deslizador esperándolos, y Jake se dirigió hacia él.
—¿No dijo que debería haber dos deslizadores?
—Eso es lo que esperaba, sí.
Jake se sentó en el asiento del conductor, y Moot en el del pasajero. Encendió los faros y activó los ventiladores. El aparato se desplazó hacia arriba y se adentraron en el túnel, en el sentido contrario a las agujas del reloj, a tanta velocidad como permitía el vehículo.
A lo largo del camino, el túnel se enderezó un trecho; lo hacía cerca de los cuatro detectores principales, para evitar la radiación del sincrotrón. En medio de la sección recta vieron la gigantesca cámara hueca, de veinte metros de altura, empleada para albergar el detector solenoidal compacto de muones, con su imán de catorce mil toneladas. En el momento de su construcción, el CMS había costado más de cien millones de dólares americanos. Tras el desarrollo del colisionador de taquiones-tardiones, el CERN lo había vendido, igual que el ALICE, que se encontraba en una cámara similar en otro punto del túnel. El gobierno japonés los había comprado para su empleo en el acelerador KEK de Tsukaba. Michiko Komura había supervisado el desmantelamiento de las inmensas máquinas en Suiza, así como su reensamblaje en Japón. El sonido de los motores del deslizador resonaba en la vasta cámara, lo bastante grande como para albergar un pequeño edificio de apartamentos.
—¿Queda mucho? —preguntó Moot.
—No.
Prosiguieron.
Theo miró al hombre, que seguía arrodillado en el túnel, frente a la bomba de aire.
—Mein Gott —dijo el intruso en voz baja.
—Usted —demandó Theo en francés—. ¿Quién es?
—Hola, Dr. Procopides.
Theo se relajó. Si el tipo sabía quién era, no podía ser un intruso. Además, le parecía vagamente familiar.
El hombre miró la sección del túnel por la que había llegado. Entonces metió la mano en la chaqueta de cuero oscuro que vestía y sacó una pistola.
El corazón de Theo dio un vuelco. Por supuesto, hacía años, después de que el joven Helmut mencionara la Glock 9mm, había buscado una imagen del arma en la red. Aquella pistola semiautomática era la que lo apuntaba ahora; en su cargador cabían hasta quince balas.
El hombre miró la pistola, como si también él se sorprendiera al verla en su mano.
—Algo que compré en los Estados Unidos. Allí son mucho más fáciles de conseguir. Y sí, sé lo que está pensando. —Hizo un gesto a la maleta de aluminio con el cronómetro azul—. Piensa que puede ser una bomba, y eso es exactamente. Supongo que la podría haber puesto en cualquier parte, pero bajé al túnel en busca de un lugar en el que esconderla, para que nadie la encontrara. El interior de esa máquina parecía un lugar adecuado.
—¿Qué… —Theo se sorprendió ante el sonido de su propia voz. Tragó saliva, intentando recuperar el control— qué es lo que pretende?
El hombre se encogió de hombros.
—Debería ser evidente. Intento sabotear su acelerador de partículas.
—Pero ¿por qué?
Señaló a Theo con la pistola.
—No me reconoce, ¿no?
—Me parece familiar, pero…
—Vino a visitarme a Alemania. Uno de mis vecinos había contactado con usted; mi visión me había mostrado viendo una noticia grabada en vídeo sobre su muerte.
—Cierto —dijo Theo—. Lo recuerdo.
No se acordaba de su nombre, pero sí del encuentro, hacía veinte años.
—¿Y por qué estaba viendo aquella noticia? ¿Por qué había adelantado la cinta para ver la historia sobre su muerte? Porque comprobaba si tenían alguna prueba que me incriminara. Nunca pretendí matar a nadie, pero lo haré si es necesario. Es justo, ¿no? Usted mató a mi mujer.
Theo comenzó a protestar, a decir que él no había matado a nadie, pero entonces lo recordó. Vino a él la visita a aquel hombre. Su mujer había caído por unas escaleras del metro durante el desplazamiento temporal; se había roto el cuello.
—No había modo de saber lo que iba a pasar, no había modo de prevenirlo.
—Claro que podían haberlo prevenido —saltó el hombre… Rusch era su nombre, recordó Theo: Wolfgang Rusch—. Claro que sí. No tenían por qué hacer lo que hicieron. ¡Tratar de reproducir las condiciones del nacimiento del universo! ¡Tratar de forzar la obra de Dios, exponiéndola a la luz del día! Dicen que la curiosidad mató al gato, pero fue su curiosidad, y fue mi mujer la que terminó muerta.
Theo no sabía qué decir. ¿Cómo explicarle la ciencia (la necesidad, la búsqueda) a alguien que era obviamente un fanático?
—Mire —dijo—, ¿dónde estaría el mundo si no…?
—¿Cree que estoy loco? —preguntó Rusch—. ¿Cree que estoy tarado? —sacudió la cabeza—. No soy un tarado. —Buscó en el bolsillo trasero y extrajo su cartera, tratando de sacar una tarjeta laminada amarilla y azul para enseñársela a Theo.
El griego la miró. Era una tarjeta de identificación de profesor en la Universidad Humboldt.
—Profesor numerario —dijo Rusch— del Departamento de Química, doctorado por la Sorbona. —Era cierto. En 2009 le había dicho que enseñaba Química—. Si llego a saber entonces de su papel en todo esto, nunca hubiera hablado con usted. Pero vino a verme antes de que el CERN hiciera pública su responsabilidad.
—¿Y ahora quiere matarme? —el corazón de Theo corría desbocado, tanto que pensó que le iba a estallar. Sintió el sudor empapando todo su cuerpo—. Eso no le devolverá a su esposa.
—Oh, sí, claro que sí.
Sí que estaba loco. Maldición, ¿por qué había bajado solo al túnel?
—No su muerte, por supuesto —dijo Rusch—, pero sí lo que voy a hacer. Sí, recuperaré a Helena gracias al principio de exclusión de Pauli.
Theo se quedó sin habla. Aquel hombre deliraba.
—¿Cómo?
—Wolfgang Pauli —repitió Rusch, asintiendo—. Me gusta decirle a mis estudiantes que me llamo así por él, pero no fue así. Mi nombre viene del tío de mi padre. El principio de exclusión de Pauli, en sus primeros tiempos, sólo se aplicaba a los electrones: dos electrones no podían ocupar simultáneamente el mismo estado energético. Más tarde se expandió para incluir a otras partículas subatómicas.
Theo ya sabía todo aquello, pero trataba de ocultar su creciente pánico.
—¿Y?
—Así que creo que el principio de exclusión también se aplica al concepto del Ahora. Todas las pruebas están aquí: sólo puede haber un ahora: a lo largo de la historia humana, todos hemos estado de acuerdo en qué momento era el presente. Nunca ha habido un instante que parte de la humanidad considerara el ahora, mientras otra lo creyera el pasado, y otra el futuro.
Theo levantó ligeramente los hombros, sin saber adónde conducía todo aquello.
—¿No lo entiende? —preguntó Rusch—. ¿No lo ve? Cuando enviaron la conciencia de la humanidad veintiún años en el futuro, cuando movieron el “ahora” de 2009 a 2030, el “ahora” que debiera haber sido experimentado por la gente en 2030 debió de haberse desplazado a algún otro lugar. ¡El principio de exclusión! Todo momento existe como el “ahora” para aquellos congelados en él, no puedes superponer los “ahoras” de 2009 y 2030; ambos no pueden existir de forma simultánea. Cuando llevaron adelante el ahora de 2009, el de 2030 tuvo que dejar vacante ese tiempo. Cuando oí que iban a reproducir el experimento en el momento exacto que habían mostrado las visiones, todo encajó en su sitio. La supernova de Sanduleak oscilará durante décadas o siglos, así que es probable que el intento de mañana no sea el último. ¿Cree que el ansia de la humanidad por ver el futuro quedará saciado por un vistazo más? Claro que no. Somos voraces en nuestro deseo. Desde la antigüedad, ningún sueño ha sido más seductor que el de conocer el porvenir. Siempre que sea posible cambiar el sentido del ahora, lo haremos… suponiendo que su experimento de mañana tenga éxito.
Theo echó un vistazo a la bomba. Si leía la pantalla correctamente, tenía más de cincuenta y cinco horas antes de que explotara. Trataba de pensar con claridad; no había imaginado lo desconcertante que era tener una pistola apuntando a su corazón.
—Entonces, ¿qué… qué es lo que sugiere? ¿Que si en 2030 no queda un espacio para que la conciencia de 2009 salte al futuro, el primer salto no se producirá jamás?
—¡Exacto!
—Pero eso es una locura. El primer salto ya ha sucedido. Todos hemos vivido veintiún años desde entonces.
—No todos hemos vivido esos veintiún años —le cortó áspero Rusch.
—Bueno, no, pero…
—Sí, ha sucedido, pero yo voy a deshacer eso. Voy a rescribir de forma retroactiva las dos últimas décadas.
Theo no quería discutir con aquel hombre, pero…
—Eso no es posible.
—Sí lo es. ¿No lo ve? Ya he triunfado.
—¿Cómo?
—¿Qué tenían en común todas las visiones la primera vez? —preguntó Rusch.
—N-no…
—¡Actividades de ocio! La vasta mayoría de la población parecía estar de vacaciones, tener el día libre. ¿Y por qué? Porque se les había dicho a todos que ese día no fueran al trabajo, que se quedaran en casa, a salvo, porque el CERN iba a tratar de replicar el desplazamiento temporal. Pero algo sucedió… algo pasó que hizo que la réplica se cancelara, demasiado tarde para que la gente volviera al trabajo. Y, así, la humanidad disfrutó de unas vacaciones inesperadas.
—Lo más probable es que lo que mostró la visión fuera simplemente una versión de la realidad en la que la precognición nunca hubiera sucedido.
—Tonterías —dijo Rusch—. Sí, vimos a algunas personas trabajando, tenderos, vendedores callejeros, policía… Pero casi todos los comercios estaban cerrados, ¿no? Ya ha oído los rumores, que el miércoles 23 de octubre de 2030 se celebraría una gran fiesta en todo el planeta. Puede que un día de desarme mundial, o un primer contacto con los alienígenas. Pero ahora es 2030, y sabe tan bien como yo que no existe tal fiesta. Todo el mundo se había quedado en casa, preparándose para un desplazamiento temporal que nunca llegó. Pero recibieron alguna señal de que no iba a pasar nada, lo que significa que ese mismo día se filtró la noticia de que el colisionador de hadrones tenía una avería. He programado la bomba para que estalle dos horas antes de que lleguen los neutrinos de Sanduleak.
—Pero si algo así hubiera aparecido en las noticias, sin duda alguien lo hubiera advertido en su visión. Alguien hubiera informado de ello.
—¿Quién se quedaría en casa viendo las noticias dos horas en unas vacaciones inesperadas? —preguntó Rusch—. No, estoy convencido de que el escenario que he descrito es el correcto. Lograré desmantelar el CERN; la conciencia de la Tierra en 2030 se quedará en su justo lugar, y el cambio se propagará hacia atrás desde este punto, veintiún años en el pasado, rescribiendo la historia. Mi querida Helena, y todos los demás muertos por su arrogancia, vivirán de nuevo.
—No puede matarme —dijo Theo—. Y no puede mantenerme aquí dos días. La gente advertirá que he desaparecido y bajarán a buscarme. Encontrarán su bomba y la desactivarán.
—Bien pensado —concedió Rusch. Manteniendo con cuidado la pistola apuntando a Theo, se retiró hacia el artefacto. Lo sacó de la bomba de aire, levantándolo por el asidero de la maleta. Debió de notar la expresión de Theo—. No se preocupe —dijo—. No es delicada. —Situó el artefacto en el suelo del túnel y manipuló el mecanismo del contador. Después giró la maleta para que Theo pudiera ver el costado. El griego miró el reloj. Seguía con la retrocuenta, pero ahora indicaba cincuenta y nueve minutos y cincuenta y seis segundos—. La bomba estallará dentro de una hora. Es antes de lo que tenía planeado, y con esta antelación es probable que le hurtemos a la gente su día de vacaciones de pasado mañana, pero el resultado final será el mismo. Mientras la reparación de los daños en el túnel lleve más de dos días, Der Zwischenfall no será repetido. Ahora vamos a pasear un poco. No pienso subirme a un deslizador con usted, ni… Supongo que vino en monorraíl, ¿no? Pues nosotros no. Pero en una hora nos podemos alejar a pie lo suficiente como para no resultar dañados. —Le señaló con la pistola—. Usted primero.
Comenzaron a andar en el sentido contrario a las agujas del reloj, hacia el monorraíl, pero antes de haber avanzado una decena de metros, Theo advirtió un leve zumbido tras ellos. Se giró, al igual que Rusch. Trazando la curva del túnel, a lo lejos, vieron otro deslizador.
—Maldición —dijo Rusch—. ¿Quiénes son?
El pelo rojo y gris de Jake Horowitz era fácil de distinguir, incluso a aquella distancia, pero el otro…
¡Dios! Parecía ser…
Era él, el detective Helmut Drescher de la policía de Ginebra.
—No lo sé, respondió Theo, fingiendo que entrecerraba los ojos para ver mejor.
El deslizador se acercaba rápidamente, y Rusch miró a izquierda y derecha. Había tanto equipo instalado en las paredes del túnel que, con un poco de tiempo, era posible encontrar con facilidad nichos en los que ocultarse. Rusch dejó la bomba a un lado y comenzó a retirarse del vehículo. Pero ya era tarde. Jake lo señalaba claramente. Rusch acortó la distancia que lo separaba de Theo, clavándole la pistola en las costillas. El corazón de Theo nunca había latido más rápido en toda su vida.
Drescher tenía la pistola desenfundada cuando el deslizador se posó sobre el suelo del túnel, a cinco metros de Rusch y Theo.
—¿Quién es usted? —preguntó Jake al alemán.
—¡Cuidado! —alcanzó a decir Theo—. Tiene un arma.
Rusch parecía aterrado. Una cosa era poner una bomba, y otra muy distinta el secuestro de un rehén y el posible asesinato. No obstante, volvió a clavar la Glock en el costado del griego.
—Así es —dijo—, así que retírense.
Moot estaba ahora de pie, con las piernas abiertas para lograr la mayor estabilidad, sosteniendo su arma con ambas manos para apuntar directamente al corazón de Rusch.
—Oficial de policía —dijo—. Tire su arma.
—Nein.
El tono de Moot era totalmente neutro.
—Tire su arma o dispararé.
La mirada de Rusch voló a izquierda y derecha.
—Si dispara, el Dr. Procopides morirá.
Theo pensaba a toda prisa. ¿Así había sucedido la primera vez? Para concordar con la visión, Rusch debería dispararle no una, sino tres veces. En una situación como aquella podía meterle una sola bala en el pecho (tampoco haría falta más), pues en cuanto apretara el gatillo Moot le volaría la cabeza.
—Atrás —repitió Rusch—. ¡Atrás!
Jake parecía tan asustado como Theo, pero Moot se mantuvo firme.
—Tire su arma. Queda detenido.
El pánico de Rusch pareció desaparecer por un momento, como si estuviera demasiado aturdido para notarlo. Si de verdad era sólo un profesor universitario, probablemente no hubiera tenido problemas con la ley en toda su vida. Pero entonces recuperó algo de juicio.
—No puede arrestarme.
—Vaya que no —replicó Moot.
—¿A qué policía pertenece?
—Ginebra.
Rusch alcanzó a lanzar una risa breve y aterrada, al tiempo que volvía a empalar a Theo con el cañón.
—Dile dónde estamos.
Las entrañas de Theo estaban ardiendo. No comprendía la pregunta.
—En el colisionador de…
Rusch clavó más fuerte.
—El país.
Theo sintió cómo perdía el ánimo.
—Ah… —Mierda. Mierda—. Estamos en Francia —dijo—. La frontera prácticamente sigue al túnel.
—Entonces —dijo Rusch mirando a Moot—, aquí no tiene jurisdicción; Suiza no es miembro de la Unión Europea. Si me dispara fuera de su jurisdicción, será un asesinato.
Moot pareció titubear unos instantes, y la pistola en la mano flaqueó. Pero entonces volvió a apuntar con firmeza al corazón del alemán.
—Ya me preocuparé después de los tecnicismos. Tire su arma ahora mismo o dispararé.
Rusch estaba tan cerca de Theo que éste podía sentir su aliento, rápido, breve. Podía hiperventilar en cualquier momento.
—Muy bien —dijo—. Muy bien. —Dio un paso alejándose de Theo y…
¡Kablam!
El disparo resonó en el túnel.
El corazón de Theo se detuvo…
Pero sólo un segundo.
La boca de Rusch se abrió por el horror, el terror, el miedo…
…y la comprensión de lo que había hecho…
…mientras Moot Drescher trastabillaba, tropezaba y caía, aterrizando de espaldas, tirando su arma mientras a su espalda comenzaba a formarse un charco de sangre.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Jake—. ¡Oh, Dios mío! —Saltó hacia delante, tratando de alcanzar la pistola de Drescher.
Rusch parecía totalmente aturdido. Theo lo apresó por detrás, apretándole el cuello y clavando la rodilla en la espalda baja de su rival. Con la otra mano trataba de quitarle la pistola caliente y humeante.
Jake tenía ya el arma del detective. Trató de apuntar a la forma combinada de Rusch y Theo, pero las manos le temblaban violentamente. Theo logró doblar el brazo del hombre, que tuvo que soltar la pistola. Entonces el griego saltó, alejándose, mientras Jake apretaba el gatillo. Pero en sus manos trémulas e inexpertas la bala se perdió y acertó a uno de los tubos fluorescentes del techo, que explotó con una lluvia de chispas y vidrio. Rusch trataba de recuperar su arma, y ni él ni Theo parecían conseguir apresarla. Al fin, Theo decidió apartarla de una patada de la mano del alemán. La pistola se deslizó hasta quedar a doce metros túnel abajo.
El griego no tenía arma, pero tampoco Rusch. Drescher estaba rodeado por un lago de sangre, pero aún parecía vivo; su pecho subía y bajaba con dificultad. Jake probó a disparar otra vez, pero falló de nuevo.
Rusch comenzó a correr hacia la Glock antes incluso de levantarse. Theo, comprendiendo que nunca lograría alcanzarlo, decidió marcharse en el otro sentido.
—¡Tiene una bomba! —gritó al pasar junto a Jake—. ¡Ayuda a Moot!
Jake asintió. Rusch ya había recuperado su pistola, se había dado la vuelta y corría, con el cañón levantado, hacia Jake, Moot y Theo, en retirada.
El griego corría lo más rápido que podía, y sus pisadas resonaban con fuerza en el túnel. Más adelante estaba la maleta de aluminio que contenía la bomba. Se arriesgó a mirar por encima del hombro. Jake, que aún empuñaba la pistola de Moot, estaba de rodillas junto al policía. El alemán pasó junto a ambos, sin dejar de apuntar a Jake para no darle la ocasión de disparar de nuevo. Se giró y corrió hacia atrás, sin perder de vista a Horowitz hasta que se encontró lejos de su tembloroso alcance. Entonces se volvió de nuevo y siguió persiguiendo a Theo.
Éste alcanzó la bomba, la aferró con una mano y saltó al deslizador de Rusch, golpeando el pedal de activación con el pie. Miró hacia atrás a medida que el vehículo comenzaba a acelerar en el sentido de las agujas del reloj.
Rusch volvió sobre sus pasos. Jake, al parecer asumiendo que el alemán se había marchado, había dejado la pistola de Moot y se estaba quitando la camisa, con los botones aún apretados; era evidente que quería usarla como vendaje para frenar la hemorragia. Rusch no tuvo problemas para subirse al deslizador que había traído a Jake y a Moot, partiendo detrás de Theo.
Éste volaba por el anillo con una buena ventaja, pero no se trataba de un sencillo vuelo en línea recta: no sólo había que negociar la curvatura del túnel, sino también las gigantescas piezas de equipo que sobresalían en toda su longitud.
Theo observó la pantalla de la bomba: cuarenta y un minutos y dieciocho segundos. Esperaba que Rusch dijera la verdad cuando le explicó que los explosivos no eran frágiles. Junto a la pantalla había varios botones sin marcar, por lo que no había modo de saber cuáles inicializaban el contador hasta su valor más alto y cuáles podían hacer explotar la bomba de inmediato. Pero si lograba llegar a la estación de acceso y alcanzaba la superficie, habría tiempo de sobra para arrojar la bomba en medio de algún descampado.
El vehículo de Theo se bamboleaba, pues sin duda estaba forzando los estabilizadores más de lo admisible. Volvió a mirar atrás. Al principio lanzó un suspiro de alivio (no veía a Rusch por ninguna parte), pero un segundo después divisó el segundo deslizador por la curvatura del túnel.
Delante sólo había oscuridad; Theo sólo había activado las luces de un pequeño arco del túnel. Esperaba que Jake hubiera conseguido estabilizar a Moot. Mierda, no debería haber cogido el deslizador; desde luego, la necesidad de Moot por llegar a la superficie era más importante que proteger el equipo del túnel. Ojalá Jake se diera cuenta de que el monorraíl tenía que estar cerca.
¡Mierda! Su coche tocó el muro exterior del anillo y comenzó a girar, cortando gajos de oscuridad con los faros delanteros. Luchó contra la palanca de control, tratando de no estrellarse contra nada más. Logró recuperar la dirección adecuada, pero ahora el vehículo de Rusch estaba a la mitad de la distancia visible del túnel, no en el otro extremo.
El deslizador no llevaba velocidad suficiente para crear siquiera una brisa, pero en aquellos momentos parecía supersónico. Rusch aún empuñaba la Glock, por supuesto, pero aquel vehículo no era como un coche antiguo; no podías dispararle a las ruedas con la esperanza de detenerlo. El único modo seguro era disparar al conductor, ya que Theo necesitaba mantener la presión sobre el pedal del acelerador para seguir moviéndose.
Theo no dejaba de zigzaguear a izquierda y derecha, subiendo y bajando cuanto podía en el túnel atestado; si Rusch intentaba dispararlo por la espalda, quería presentar un blanco lo más difícil posible.
Comprobó los marcadores de la suave curvatura del muro; el túnel estaba dividido en ocho octantes de unos tres kilómetros y medio cada uno, subdivididos a su vez en unas treinta secciones de cien metros. Según la señalización, estaba en el tercer octante, sección veintidós. La plataforma de acceso se encontraba en el cuarto octante, sección treinta y tres. Podía conseguirlo…
¡Impacto!
Una lluvia de chispas.
El sonido del metal rasgándose.
Maldita sea, no había prestado la suficiente atención; el deslizador había tropezado con una de las unidades criogénicas. Casi había volcado, lo que hubiera hecho que Theo y la bomba cayeran al suelo. Peleó con los controles, tratando desesperado de estabilizar el vehículo, y una mirada furtiva confirmó sus miedos: la colisión lo había frenado lo bastante como para que Rusch se encontrara ahora a solo cincuenta metros. Tenía que ser un magnífico tirador para alcanzar a Theo a esa distancia en la oscuridad, pero si se acercaba mucho más…
Frente a él, más equipo constreñía el túnel; tuvo que descender hasta los pocos centímetros, pero su control del deslizador a aquella velocidad era malo, y el aparato saltaba sobre el suelo como una piedra plana arrojada a un lago.
Otra mirada al reloj de la bomba, a los dígitos que brillaban azules en la luz mortecina. Treinta y siete minutos.
¡Blam!
La bala silbó junto a Theo, que se agachó de forma instintiva. Alcanzó algún elemento metálico más adelante, iluminando el túnel con chispas.
Theo esperaba que Jake y Moot hubieran bajado por el ascensor de la estación de acceso. Si la cabina estaba arriba, no había modo de esperarla y tendría que intentarlo por las interminables escaleras para que Rusch no tuviera un disparo claro.
Giró de nuevo, esta vez para evitar la abrazadera de sujeción de una tubería. Miró hacia atrás. Por desgracia, el deslizador de Rusch debía de tener la batería más cargada, ya que se encontraba muy cerca.
Las paredes del túnel no dejaban de pasar, y ¡sí! ¡Allí estaba! La plataforma de acceso. Pero…
Pero Rusch ya estaba demasiado cerca, demasiado. Si Theo detenía allí su máquina, Rusch podría volarle la cabeza. Mierda, mierda, mierda.
Theo sintió parársele el corazón al pasar de largo la plataforma. Se giró en su silla y la vio alejarse de la vista. El alemán, que evidentemente había decidido que no tenía intención de perseguir a Theo por todo el túnel, disparó de nuevo. La bala acertó al deslizador, cuyo cuerpo metálico vibró como respuesta.
Theo animó al vehículo a ir más rápido y recordó los viejos coches de golf que el CERN había usado para los desplazamientos cortos por el túnel. Los echó de menos; al menos no corrían el peligro constante de volcar a altas velocidades. Siguieron adelante, cada vez más lejos, zigzagueando por el túnel, y entonces…
Llegó a su espalda el sonido de una colisión. Theo miró atrás y vio que el deslizador de Rusch se había estrellado contra el muro exterior. Se había detenido. Theo dejó escapar un grito de alegría.
Suponía que habían recorrido unos diecisiete kilómetros, por lo que la plataforma del monorraíl del campus no tardaría en aparecer. Podía llegar allí y tomar el ascensor que subía directamente al centro del control del LHC. Esperaba ver aparcado el convoy, lo que significaría que Jake y Moot estaban a salvo…
¡Maldición! Su deslizador comenzaba a detenerse, agotada la batería. Probablemente la alarma hubiera sonado antes, pero Theo había sido incapaz de oírla con el ruido de los motores sobreacelerados. El aparato cayó al suelo del túnel, deslizándose sobre el hormigón hasta detenerse. Cogió la bomba y empezó a correr. Siendo adolescente había participado una vez en la recreación de la carrera desde Maratón hasta Atenas, en el 490 a.C., para anunciar la victoria griega sobre los persas, pero había sido treinta años más joven. Trató de ir más rápido y su corazón se desbocó.
¡Kablam!
Otro disparo. Rusch debía de haberse subido de nuevo a su deslizador. Theo siguió corriendo, con las piernas subiendo y bajando, al menos en su mente, como pistones. Allí, delante, se encontraba la plataforma del campus, con seis deslizadores estacionados a un lado. Sólo veinte metros más…
Miró atrás. Rusch se acercaba a toda velocidad. Dios, no podía detenerse ahora o lo mataría como a un pichón.
Obligó a su cuerpo a recorrer los últimos metros, pero…
…la persecución prosiguió.
Saltó a otro deslizador y lo envió volando una vez más túnel abajo, aún en sentido horario. Miró atrás. Rusch abandonaba su propio deslizador, presumiblemente preocupado por sus baterías, y tomaba uno nuevo, lanzándose a la caza.
Theo echó una ojeada al reloj de la bomba. Sólo quedaban veinte minutos, pero al menos parecía disponer al fin de una buena ventaja. Gracias a ello se detuvo por fin a pensar un instante. ¿Podía tener razón Rusch? ¿Había una posibilidad de deshacer todo el daño, las muertes de hacía veintiún años? Si nunca hubiera visiones, la mujer del alemán seguiría viva, así como la hija de Michiko, Tamiko; su hermano Dimitrios seguiría vivo.
Pero, por supuesto, nadie concebido tras las visiones, nadie nacido en los últimos veinte años, sería igual. Qué espermatozoide penetraba en un óvulo dependía de miles de detalles; si el mundo se desarrollaba de un modo distinto, si las mujeres quedaban embarazadas en días distintos, incluso en segundos diferentes, sus hijos no serían los mismos. ¿Cuánta gente había nacido en las dos últimas décadas? ¿Cuatro mil millones? Aunque lograra rescribir la historia, ¿tenía derecho a hacerlo? ¿No merecían esos miles de millones el resto de su tiempo asignado, y no ser borrados, ni siquiera asesinados, sino completamente expurgados del tiempo?
El coche de Theo prosiguió su viaje por el túnel. Miró atrás de nuevo y vio a Rusch emerger en la distancia por la curva.
No, no cambiaría el pasado aunque pudiera. Y, además, en realidad no creía a Rusch. Sí, el futuro podía cambiarse, pero ¿el pasado? No, eso tenía que ser fijo. Al menos en eso siempre había estado de acuerdo con Lloyd Simcoe. Lo que aquel hombre sugería era una locura.
¡Otro disparo! El proyectil falló su objetivo, hundiéndose en la pared del túnel frente a él. Pero sin duda habría más, si Rusch averiguaba hacia dónde se dirigía.
Pasó otro kilómetro, y en el contador de la bomba no quedaban más que once minutos. Theo consultó las marcas de las paredes, tratando de adivinarlas con las luces de sus faros. Tenía que estar…
¡Sí! ¡Allí estaba, donde lo había dejado!
El monorraíl, colgando del techo. Si lograra alcanzarlo…
Un nuevo disparo retumbó. Aquel acertó al deslizador, y Theo casi perdió el control del vehículo. El monorraíl seguía a unos cien metros. Luchó con la palanca, maldiciendo al aparato, exigiéndole más velocidad.
El monorraíl constaba de cinco elementos: una cabina en cada extremo y los tres vagones intermedios. Tenía que llegar a la cabina más alejada; el tren sólo se movería en la dirección que la cabina consideraba hacia delante.
Casi…
No detuvo suavemente el deslizador, sino que pisó a fondo el freno. El aparato se inclinó hacia delante, y Theo con él. Resbalaron por el suelo de cemento, haciendo saltar las chispas. Theo salió, cogió la bomba y…
¡Otro disparo!
¡Dios!
Un chorro de la sangre del propio Theo en su cara…
Más dolor del que hubiera sentido nunca en la vida…
Un proyectil destrozando su hombro derecho.
Dios…
Dejó caer la bomba, trató de aferrarla con la mano izquierda y trastabilló hacia la cabina del tren.
El dolor, el dolor inconcebible…
Apretó el botón de marcha.
Las luces del tren, situadas encima del parabrisas inclinado, se encendieron, iluminando el túnel. Después de la penumbra de la última media hora, el resplandor era doloroso.
El monorraíl se puso en movimiento con un quejido. Operó el control de velocidad, acelerando por el túnel.
Creyó que iba a perder el sentido por el dolor, y miró hacia atrás: Rusch estaba esquivando el deslizador abandonado de Theo. El monorraíl empleaba levitación magnética y era capaz de alcanzar grandes velocidades. Por supuesto, nadie había probado nunca su velocidad máxima en el túnel…
Hasta entonces.
El reloj de la bomba mostraba ocho minutos.
Sonó otro disparó, pero falló su objetivo. Theo miró por encima del hombro, a tiempo de ver el deslizador de Rusch desaparecer por la curvatura.
Inclinó la cabeza para asomarla por un lateral y sintió el viento en la cara.
—Vamos… vamos…
Las paredes curvas del anillo pasaban a toda velocidad, y los generadores magnéticos no dejaban de zumbar.
Allí estaban Jake y Moot, el físico atendiendo al policía, que estaba sentado, afortunadamente vivo. Theo los saludó cuando el monorraíl voló a su lado.
Los kilómetros se desgranaban hasta que…
Sesenta segundos.
Nunca llegaría hasta la estación de acceso, hasta la superficie. Puede que debiera dejar la bomba; sí, desmantelaría el LHC no importaba dónde explotara, pero…
No.
No, había llegado demasiado lejos, y no sufría ningún defecto fatal; su caída no estaba predeterminada.
Si solo…
Volvió a mirar el reloj y las marcas de las paredes.
¡Sí!
¡Sí! ¡Podía conseguirlo!
Instó al tren para que acelerara.
Y entonces…
El túnel se enderezó.
Activó el freno de emergencia.
Otra lluvia de chispas.
Metal contra metal.
Su cabeza restallando hacia delante.
La agonía de su hombro.
Salió como pudo de la angosta cabina y se alejó del monorraíl.
Cuarenta y cinco segundos…
Se tambaleó algunos metros más por el túnel… hasta la entrada de la inmensa cámara vacía de seis plantas de altura que en el pasado alojara al detector CMS.
Se obligó a seguir, a entrar en la cámara, situando la bomba en el centro de aquel vasto espacio.
Treinta segundos.
Se giró y corrió tan rápido como pudo, asustado por el río de sangre que dejaba a su paso…
De vuelta al monorraíl…
Quince segundos.
Subir a la cabina, pulsar el acelerador…
Diez segundos.
Deslizarse por las vías instaladas en el techo…
Cinco segundos.
Alrededor de la curvatura del túnel…
Cuatro segundos.
Casi inconsciente por el dolor…
Tres segundos.
Gritando al tren para que corriera…
Dos segundos.
Cubriéndose la cabeza con las manos, protestando con violencia el hombro al alzar el brazo derecho…
Un segundo.
Preguntándose por un instante qué deparaba el futuro…
¡Cero!
¡Kabum!
La explosión resonando en el túnel.
Un destello de luz a su espalda arrojando una enorme sombra sobre el insecto que era el tren en el anillo, y…
Y entonces…
La gloriosa, sanadora oscuridad, el tren acelerando mientras Theo se desplomaba sobre el diminuto tablero de mandos.
Dos días después.
Theo se encontraba en la sala de control del LHC. Estaba atestada, pero no por científicos o ingenieros, ya que prácticamente todo estaba automatizado: había decenas de periodistas, todos ellos tumbados en el suelo. Jake Horowitz estaba allí, por supuesto, así como los invitados especiales de Theo, el detective Helmut Drescher, con el brazo en cabestrillo, y su joven esposa.
Theo comenzó la retrocuenta y se tumbó con los demás en el suelo, esperando a que sucediera.
Lloyd Simcoe pensaba a menudo en su hija de siete años, Joan, que ahora vivía en Japón. Por supuesto, cada pocos días hablaban por videófono, y Lloyd trataba de convencerse de que verla y oírla era tan satisfactorio como abrazarla, como hacerla rebotar en su rodilla, como apretar su mano mientras paseaban por el parque, como limpiar sus lágrimas cuando se caía y se lastimaba una rodilla.
La amaba enormemente y estaba orgulloso de ella más allá de lo que podía describir. Sí, a pesar de su nombre occidental, no se parecía en nada a él; sus rasgos eran totalmente asiáticos. De hecho, se parecía muchísimo a la pobre Tamiko, la hermana a la que nunca había conocido. Pero su aspecto no importaba; la mitad de Joan procedía de Lloyd. Más que su premio Nóbel, más que los trabajos que había publicado solo o con otros, ella era su inmortalidad.
Y aunque procedía de un matrimonio que no había durado, Joan lo llevaba bien. Sí, Lloyd no dudaba que en ocasiones desearía que su padre y su madre siguieran juntos, pero había asistido a la boda de su padre con Doreen, quedándose con el corazón de todos los presentes al ir echando las flores para la mujer que pronto sería su madrastra.
Madrastra. Medio hermana. Ex mujer. Ex marido. Nueva esposa. Permutaciones; la panoplia de interacciones humanas, de formas de constituir una familia. Casi nadie seguía casándose en grandes ceremonias, pero Lloyd había insistido. Las leyes en casi todos los estados y provincias de Norteamérica decían que, si dos adultos vivían juntos el tiempo suficiente, estaban casados; si dejaban de vivir juntos, dejaban de estarlo. Así de simple, sin más papeleos y sin el dolor que los padres de Lloyd habían padecido, sin la histeria y el sufrimiento que Dolly y él habían presenciado, conmocionados mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.
Pero Lloyd había querido la ceremonia; antes lo había rechazado por el miedo a crear otro hogar roto (una expresión que, había advertido, en la última edición del Merriam-Webster calificaban como “arcaica”). Estaba decidido a no volver a sentirse amilanado por el pasado, así que Doreen y él lo habían hecho a lo grande: una estupenda fiesta, había dicho todo el mundo, una noche para recordar, llena de bailes, música, risa y amor.
Doreen ya había pasado la menopausia cuando se conocieron. Por supuesto, en aquellos tiempos ya había procedimientos y técnicas para haber tenido un hijo, de haberlo deseado. Lloyd estaba más que dispuesto; ya era padre, pero no le negaría a ella la posibilidad de ser madre. Pero Doreen había rechazado la idea. Estaba contenta con su vida antes de conocer a Lloyd, y la disfrutaba aún más ahora que estaban juntos. Pero no anhelaba los hijos, no buscaba la inmortalidad.
Ahora que Lloyd se había retirado, pasaban mucho tiempo en la cabaña de Vermont. Por supuesto, las visiones de ambos los habían situado en aquel lugar. Rieron mientras amueblaban el dormitorio, haciendo que tuviera el aspecto exacto que había tenido entonces, colocando con esmero la vieja mesilla de aglomerado y el espejo de pino nudoso.
Allí estaban, tumbados de lado en la cama; ella vestía incluso la camisa Tilley azul oscura. A través de la ventana podían ver los árboles vestidos con los gloriosos colores del otoño. Sus dedos estaban entrelazados. La radio estaba encendida, contando los segundos que restaban hasta la llegada de los neutrinos de Sanduleak.
Lloyd sonrió a Doreen. Ya llevaban casados cinco años. Él suponía que, siendo hijo de un divorcio y estando a su vez divorciado, no debía tener pensamientos ingenuos sobre estar con Doreen hasta la muerte, pero a pesar de todo no dejaba de sentirlo así. Lloyd y Michiko habían encajado muy bien, pero él y Doreen eran perfectos. Ella había estado casada una vez, pero el matrimonio se había roto hacía ya veinte años. Había supuesto que nunca volvería a casarse, por lo que se había acostumbrado a vivir sola.
Y entonces se conocieron, el físico ganador del Nóbel y la pintora, dos mundos totalmente distintos, en muchos aspectos más dispares que el Japón de Michiko y la Norteamérica de Lloyd; pero a pesar de todo habían encajado a la perfección y el amor había surgido entre ambos; ahora él dividía la vida en dos partes, antes y después de Doreen.
La voz de la radio seguía desgranando los segundos.
—Diez segundos. Nueve. Ocho.
La miró y sonrió, y ella le devolvió el gesto.
—Seis. Cinco. Cuatro.
Lloyd se preguntó lo que vería en el futuro, pero había una cosa que no dudaba en ningún momento.
—¡Dos! ¡Uno!
Deparara lo que deparase el porvenir, Doreen y él estarían siempre juntos.
¡Cero!
Lloyd recibió una breve imagen fija de él y Doreen, mucho mayor, mayor de lo que hubiera creído posible para ellos, y entonces…
Sin duda, no morirían. Sin duda, si su conciencia hubiera dejado de existir, no vería nada.
Su cuerpo podía haberse ajado, pero… un rápido vistazo, el destello de una imagen…
Un nuevo cuerpo, todo plata y oro, suave y brillante…
¿Un androide? ¿Una forma robótica para su conciencia humana?
¿O un cuerpo virtual, nada más (o menos) que una representación del interior de un ordenador?
Su perspectiva cambió.
Ahora contemplaba la Tierra desde cientos de kilómetros de altura. Nubes blancas la cubrían por todas partes, y el sol se reflejaba en los vastos océanos.
Pero…
Pero, en el breve instante en el que percibió aquello, pensó en que quizá no se trataba del océano, sino del continente de Norteamérica, resplandeciente, su superficie cubierta por una red de metal y maquinaria, todo el planeta convertido literalmente en una Gran Telaraña Mundial.
Y entonces su perspectiva cambió otra vez, pero de nuevo contempló la Tierra, o lo que pensó que podía ser la Tierra. Sí, sí, lo era sin duda, pues allí estaba la Luna alzándose. Pero el Océano Pacífico era menor, cubriendo sólo un tercio de lo que alcanzaba a ver, y la costa oeste de Norteamérica había cambiado de forma radical.
El tiempo restallaba; los continentes habían tenido milenios para desplazarse a nuevas ubicaciones.
Y siguió desplazándose…
Vio la luna girando cada vez más lejos de la Tierra, y entonces…
Pareció algo instantáneo, pero quizá hubiera tomado miles de años: la Luna desmoronándose en la nada.
Otro cambio…
Y la propia Tierra reduciéndose, menguando, encogiéndose, empequeñeciendo hasta ser un mero guijarro, y entonces…
Otra vez el sol, pero…
Increíble.
El sol estaba ahora parcialmente enfundado en una esfera metálica, capturando cada fotón de energía generado. La Luna y la Tierra no se habían desmoronado… habían sido desmanteladas. Material en bruto.
Lloyd prosiguió su viaje. Vio…
Sí, había sido inevitable; sí, había leído al respecto hacía incontables años, pero nunca hubiera pensado que viviría para verlo.
La Vía Láctea, el remolino de estrellas que la humanidad llamaba hogar, chocaba contra Andrómeda, su vecina, de mayor tamaño; los dos remolinos se fundían y el gas interestelar brillaba cegador.
Y seguía viajando, adelante, hacia el futuro.
No había tenido nada que ver con la primera vez, pero ¿no era siempre así la vida?
En las primeras visiones, el cambio del presente al futuro había parecido instantáneo. Pero si tomara una cienmilésima de segundo, ¿quién lo hubiera advertido? Y si cada cienmilésima de segundo representara el salto de un año, ¿quién se hubiera enterado? Pero esos 0,00005 segundos multiplicados por ocho miles de millones de años sumaban algo más de una hora, una hora deslizándose, planeando sobre paisajes temporales, nunca centrado en nada, nunca materializándose, nunca desplazando del todo la conciencia apropiada del momento, pero sintiendo, percibiendo, viendo cómo se desarrollaba todo, observando el universo crecer y cambiar, experimentar paso a paso la evolución de la humanidad desde la niñez a…
…a lo que fuera que deparara el destino.
Por supuesto, en realidad Lloyd no estaba viajando. Seguía firmemente en Nueva Inglaterra, y no tenía más control sobre lo que veía o sobre lo que hacía su cuerpo de reemplazo que durante la primera visión. Sin duda, los cambios de perspectiva se habían debido al reposicionamiento de aquello en lo que se había convertido a medida que pasaban los milenios. Debía de existir una especie de persistencia de la memoria, análoga a la persistencia de la visión que hacía posible ver películas. Sin duda, rozaba cada uno de esos tiempos tan sólo un instante fugaz; su consciencia trataba de comprobar si una rebanada del cubo estaba ocupada, y, cuando descubría que así era, algo similar al principio de exclusión (Theo le había escrito para contarle el asunto de Rusch y sus aparentes delirios) le impedía permanecer allí, acelerándolo, llevándolo cada vez más y más hacia el futuro.
A Lloyd le sorprendió que mantuviera su individualidad; había pensado que, si la humanidad lograba sobrevivir millones de años, sin duda lo haría como una conciencia enlazada y colectiva. Pero no había oído otras voces en su mente; por lo que había visto, seguía siendo una entidad única y diferenciada, aunque el frágil cuerpo físico que una vez lo había encapsulado hubiera dejado de existir hacía tiempo.
Había visto la esfera de Dyson rodeando el sol, lo que significaba que la humanidad domeñaría un día tecnologías fantásticas, pero seguía sin ver más inteligencia que la del hombre.
Y entonces llegó como un destello de conocimiento. Lo que estaba sucediendo significaba que no había más vida inteligente en ninguna otra parte; que no había vida en ninguno de los planetas de los doscientos mil millones de estrellas que componían la Vía Láctea, ni, se detuvo para corregirse, en los seiscientos mil millones de estrellas que componían la súper galaxia combinada formada por la intersección de la Vía Láctea y Andrómeda. Tampoco en ninguno de los planetas de cualquiera de las estrellas en los incontables miles de millones de galaxias que conformaban el universo.
Desde luego, todas las conciencias en todas partes tenían que coincidir en lo que constituía el “ahora”. Si la conciencia humana rebotaba de un lado a otro, cambiando, ¿no significaba eso que no debía existir ninguna otra, ningún otro grupo intentando imponer qué momento determinado constituía el presente?
En cuyo caso la humanidad estaría absoluta, abrumadora, despiadadamente sola en la vasta oscuridad del cosmos, como única chispa de conciencia que nunca jamás existiría. La vida se había desarrollado feliz en la Tierra durante cuatro mil millones de años antes de los primeros destellos de conciencia, pero, para el 2030, nadie había conseguido duplicar aquella cualidad en una máquina. Ser consciente, saber que aquello fue ayer, que eso era el ahora y que aquello era el mañana, era una increíble casualidad, una coincidencia, una aberración que nunca antes se había dado en la historia del universo, y que nunca se repetiría.
Quizá eso explicara la increíble falta de nervio que Lloyd había observado una y otra vez. Incluso en 2030, la humanidad aún no se había aventurado más allá de la Luna; sesenta y un años después del pequeño paso de Armstrong, nadie había ido todavía a Marte, y no parecía que hubiera ningún plan para hacerlo. Marte, por supuesto, podía llegar a alejarse de la Tierra hasta trescientos setenta y siete millones de kilómetros cuando los dos planetas se situaban en lados opuestos del sol. Una mente humana en Marte, en tales circunstancias, se encontraría a veintiún minutos luz de la de sus congéneres. Incluso la gente que se encontraba la una junto a la otra estaba algo separada en el tiempo; no se veían como eran, sino como habían sido una trillonésima de segundo antes. Sí, un cierto grado de desincronización era claramente tolerable, pero debía de existir un límite superior. Quizá los dieciséis minutos luz se toleraran (la separación entre dos personas en lados opuestos de una esfera de Dyson construida con el radio de la órbita de la Tierra), pero veintiún minutos luz fueran excesivos. O quizá incluso esos dieciséis minutos excedían lo permisible para los seres conscientes. Sin duda, había sido la humanidad la que había construido la esfera de Dyson que Lloyd había observado (aislándose así de la vacua y solitaria vastedad del exterior), pero quizá no estuviera poblada toda la superficie interior. La gente podía concentrarse en una porción determinada. Después de todo, una Esfera de Dyson tenía una superficie millones de veces superior a la de la Tierra; aun usando un décimo del territorio disponible, la humanidad dispondría de más tierras de las que nunca hubiera conocido. La esfera serviría para absorber todos los fotones emitidos por la estrella central, pero quizá la humanidad no la empleara toda como residencia.
Lloyd, o aquello en lo que se había convertido, se descubrió avanzando cada vez más en el futuro. Las imágenes no dejaban de cambiar.
Pensó en lo que había dicho Michiko: Frank Tipler y su teoría sobre que todo el mundo sería, o podría ser, resucitado en el Punto Omega para vivir de nuevo. La física de la inmortalidad.
Pero la teoría de Tipler se basaba en la premisa de que el universo era cerrado, de que tenía masa suficiente como para que su propia atracción gravitatoria lo colapsara todo de vuelta a la singularidad. A medida que los eones volaban, parecía claro que eso no iba a suceder. Sí, la Vía Láctea y su vecina más cercana habían colisionado, pero incluso galaxias enteras eran minúsculas en la escala de un universo siempre en expansión. Aquel alejamiento podría frenarse casi hasta la nada, acercándose al cero en una asíntota, pero jamás se detendría. Nunca existiría un punto omega. Y nunca habría otro universo. Aquella era la única iteración de espacio y tiempo.
Por supuesto, para entonces incluso la esfera de Dyson sin duda había desaparecido; si los astrónomos del siglo veintiuno tenían razón, el sol de la Tierra se expandiría como gigante rojo, engullendo el cascarón que lo rodeaba. Pero la humanidad hubiera dispuesto de una advertencia de miles de años, y sin duda habría emigrado (en masse, si así lo requería la física de la consciencia) a otra parte.
Al menos eso esperaba, pensó Lloyd. Aún se sentía desconectado de todo lo que se le mostraba en fotogramas individuales. Puede que la humanidad se hubiera evaporado al morir el sol.
Pero él, fuera lo que fuese, seguía vivo de algún modo, aún pensante, aún sintiente.
Tenía que haber alguien más con quien compartir todo aquello.
Salvo que…
Salvo que aquel fuera el modo de sellar la inesperada grieta creada por los neutrinos de Sanduleak lloviendo sobre la recreación del primer momento de la existencia.
Eliminar a toda vida extraña. Dejar un único observador cualificado, una forma omnisciente, observándolo… todo, decidiendo la realidad con sus observaciones, cerrando un ahora constante, moviéndose adelante al ritmo inexorable de un segundo por segundo.
Un dios…
Pero en un universo vacío, estéril, sin inteligencia.
Al fin acabó su viaje en el tiempo. Había llegado a su destino, a la apertura; la consciencia de aquel año lejano (si es que la palabra “año” conservaba algún significado, ahora que el mundo cuya órbita lo había definido no existía desde hacía tiempo) había sido evacuada hasta reinos aún más remotos, dejando un sitio que ocupar con la suya.
Claro que el universo estaba abierto. Claro que existiría eternamente. El único modo para que una consciencia del pasado pudiera estar saltando adelante era que existiera un punto aún más lejano al que pudiera moverse la conciencia del presente; si el universo fuera cerrado, el desplazamiento temporal nunca se hubiera producido. Tenía que ser una cadena interminable.
Y ahora, frente a él, se abría el futuro lejano.
Siendo joven, Lloyd había leído La máquina del tiempo, de H.G. Wells y le había atormentado durante años. Pero no por el mundo de los eloi y los morlocks; incluso siendo pequeño, reconocía que se trataba de una alegoría, una obra moral sobre la estructura de clases de la Inglaterra victoriana. No, aquel mundo del 802.701 no era lo que le impresionó. Pero el viajero temporal de Wells hacía en el libro otro viaje, saltando millones de años hacia delante, hasta el ocaso del mundo, cuando las fuerzas de las mareas detuvieron la rotación de la Tierra, de modo que siempre se mostraba la misma cara hacia el sol, rojo e hinchado, un funesto ojo en el horizonte, mientras seres similares a los cangrejos se desplazaban lentamente por una playa.
Pero lo que tenía frente a él parecía aún más sombrío. El cielo era oscuro; las estrellas se habían separado tanto las unas de las otras que sólo unas pocas eran visibles. El único alivio era que esas estrellas, ricas en metales forjados en las generaciones de soles que les habían precedido, brillaban con colores nunca vistos en el joven universo que Lloyd había conocido: había estrellas esmeralda, y púrpura, y turquesa, como gemas en el firmamento de terciopelo.
Y ahora que había llegado a su destino, seguía sin tener el control de su cuerpo sintético; era un pasajero tras unos ojos de cristal.
Sí, seguía siendo sólido, y conservaba su forma física. De vez en cuando alcanzaba a advertir lo que parecía ser un brazo, perfecto, inmaculado, más como metal líquido que como algo biológico, apareciendo y desapareciendo de su campo de visión. Estaba en una superficie planetaria, una vasta llanura de polvo blanco que podría ser nieve, o roca pulverizada, o cualquier otra cosa totalmente desconocida para la patética ciencia de hacía miles de millones de años. No había señal de edificaciones; si uno disfrutaba de un cuerpo indestructible, quizá no se necesitara ni deseara refugio. El planeta no podía ser la Tierra, que había desaparecido hacía mucho, pero la gravedad era similar. No captaba olor alguno, pero sí sonidos; extraños, etéreos sonidos, algo entre un céfiro y música de viento.
Vio que su campo de visión cambiaba al girar. No, no era eso. No había girado, sino que había desviado la atención a otro grupo de entradas, unos ojos en la parte trasera de la cabeza. Bueno ¿y por qué no? Si ibas a fabricarte un cuerpo, bien se podían resolver los problemas del original.
Y, en este nuevo campo de visión, vio otra figura, otra esencia humana encapsulada. Para su sorpresa, el rostro no era liso, no era un simple ovoide. Tenía rasgos intrincados, delicadamente tallados; y si el cuerpo de Lloyd parecía de metal líquido, el otro fluía de mármol verde, veteado, pulimentado, hermoso, una estatua encarnada.
No había nada masculino ni femenino en su forma, pero supo al instante de quién se trataba. Doreen, por supuesto, su esposa, su amada, aquella con la que había deseado pasar la eternidad.
Pero entonces estudió el rostro, los rasgos tallados, los ojos…
Los ojos de almendra.
Y entonces…
Lloyd estaba tumbado en la cama cuando comenzó el experimento, con su mujer al lado. No había modo de hacerse daño cuando perdieran el conocimiento.
—Ha sido increíble —dijo Lloyd cuando terminó—. Absolutamente increíble.
Giró la cabeza, buscó la cabeza de Doreen y la miró.
—¿Qué has visto? —preguntó.
Ella usó la otra mano para apagar la radio, y vio que estaba temblando.
—Nada.
Su corazón dio un vuelco.
—¿Nada? ¿Ninguna visión?
Ella negó con la cabeza.
—Oh, cariño. Lo siento.
—¿Cuánto avanzaste? —preguntó ella. Debía de estar preguntándose cuánto tiempo se había perdido.
Lloyd no sabía cómo expresarlo con palabras.
—No estoy seguro —dijo. Había sido un viaje asombroso… pero le destrozaba pensar que Doreen no viviría para verlo.
Ella trató de parecer fuerte.
—Soy mayor —dijo—. Creía que podría vivir otros veinte o treinta años, pero…
—Estoy seguro de que vivirás —dijo él, intentando mostrar convicción—. Estoy seguro.
—Pero tú tuviste visión…
Lloyd asintió.
—Pero fue… fue de un tiempo muy alejado de éste.
—Enciende la televisión —dijo Doreen al aire; parecía nerviosa—. ABC.
Uno de los cuadros de la pared se convirtió en una pantalla. Doreen se incorporó para ver mejor.
—…gran decepción —dijo la reportera, una mujer blanca de unos cuarenta años—. De momento, nadie ha informado de una visión durante el “apagón”. La reproducción del experimento en el CERN pareció funcionar, pero nadie aquí en ABC News, ni en cualquier otra parte que nos haya llamado, ha informado de visiones. Todo el mundo simplemente perdió el conocimiento durante… las primeras estimaciones indican que puede haber pasado hasta una hora mientras duraba la inconsciencia. Como a lo largo del día, Jacob Horowitz se une a nosotros desde el CERN; el Dr. Horowitz formó parte del equipo que produjo el primer fenómeno de desplazamiento temporal, hace veinte años. Doctor, ¿qué significa esto?
Jake se encogió de hombros.
—Bueno, asumiendo que se produjo un desplazamiento temporal, y aún no estamos seguros de ello, por supuesto, debe de haber sido a un tiempo lo bastante lejano en el futuro como para que todos los que en este momento estamos vivos… bueno, no hay un modo agradable de decirlo ¿no? En el que todos los que ahora vivimos hayamos muerto. Si el desplazamiento hubiera sido de ciento cincuenta años, por ejemplo, no es de extrañar, pero…
—Silencio —dijo Doreen, desde la cama—. Pero tú has tenido una visión —dijo a su marido—. ¿Fue tan lejos como dice?
Lloyd negó con la cabeza.
—Más —dijo suavemente—. Mucho más.
—¿Cuánto?
—Millones. Miles de millones.
Doreen no pudo reprimir la risa.
—¡Oh, venga, cariño! Debe de haber sido un sueño. Es evidente que estarás vivo en el futuro, pero soñando.
Lloyd pensó en aquello. ¿Tendría razón? ¿Podía no haber sido más que un sueño todo aquello? Pero había sido tan vívido, tan real…
Y tenía sesenta y seis años, por el amor de Dios. Por muchos años que hubiera saltado en el futuro, si él había tenido una visión otros más jóvenes la hubieran tenido también. Pero Jake Horowitz tenía veinticinco años menos, y sin duda ABC News tenía personal de veinte o treinta años.
Y ninguno había informado de visión alguna.
—No sé —dijo al fin—. No me pareció un sueño.
El futuro podía cambiarse. Lo habían descubierto cuando la realidad se desvió desde lo visto en las primeras visiones. Sin duda, aquel futuro también podía alterarse.
En un momento relativamente cercano se desarrollaría un proceso de inmortalidad, o algo muy cercano, y Lloyd Simcoe se sometería a él. No sería algo tan sencillo como la anulación de los telómeros, pero, fuera lo que fuese, funcionaría al menos durante algunos cientos de años. Más tarde, su cuerpo biológico sería reemplazado por uno robótico, más duradero, y viviría lo suficiente como para ver el beso de la Vía Láctea y Andrómeda.
Por tanto, todo lo que tenía que hacer era encontrar un modo de que Doreen accediera también al tratamiento de inmortalidad: fuera cual fuese el coste, fueran cuales fuesen los criterios de selección, se aseguraría de que su mujer accediera a ellos.
Sin duda, en ese momento vivían otras personas que también se convertirían en inmortales. No podía haber sido el único en tener una visión; después de todo, al final no había estado solo.
Pero, como él, estaban callados, tratando todavía de comprender lo que habían contemplado. Quizá algún día todos los humanos vivieran eternamente, pero de las generaciones actuales, las que ya vivían en 2030, parecía que sólo unos cuantos no conocerían nunca la muerte.
Lloyd daría con ellos. Un mensaje en la red, quizá. Nada tan burdo como pedir a quien hubiera tenido otra visión que diera un paso adelante. No, no… algo sutil. Quizá pudiera preguntar por aquellos interesados en esferas de Dyson para ponerse en contacto con ellos. Incluso los que no comprendieran lo que veían en el momento de la visión debían de haber investigado las imágenes desde que la consciencia regresó al presente, y el término hubiera salido en su búsqueda en la Red.
Sí, daría con ellos; encontraría a los demás inmortales.
O ellos lo encontrarían a él.
Pensó que quizá fuera Michiko a quien había visto en la llanura nevada del futuro distante.
Pero entonces le llegó el mensaje, invitándolo a Toronto. Era un simple correo electrónico: “Soy el hombre de jade que vio al final de su visión”.
Jade. Por supuesto, eso era. No mármol verde, sino jade. No le había dicho nada a nadie sobre esa parte de la visión. Después de todo, ¿cómo decirle a Doreen que había encontrado a Michiko, y no a ella?
Pero no era Michiko.
Lloyd voló desde Montpellier hasta el aeropuerto internacional Pearson y buscó la salida. Era un vuelo internacional, pero su pasaporte canadiense le hizo atravesar la aduana sin perder tiempo. Un conductor lo esperaba en la puerta, sosteniendo un plano en el que aparecía escrito “SIMCOE”. La limusina voló (literalmente) por la 407 hasta la calle Yonge, y al sur hasta la torre de apartamentos sobre la librería, la tienda y el multicine.
—Si pudiera salvar sólo a una diminuta porción de la especie humana de la muerte, ¿a quién elegiría? —preguntó Cheung a Lloyd, que estaba sentado en el sofá de cuero naranja del salón—. ¿Cómo se aseguraría de haber elegido a los más grandes pensadores, a las principales mentes? Sin duda, hay muchos modos. Yo decidí elegir ganadores del premio Nóbel. ¡Lo mejores doctores! ¡Los científicos más preeminentes! ¡Los más sublimes escritores! Y sí, los más humanitarios, aquellos que han ganado el Nóbel de la Paz. Por supuesto, uno puede no estar de acuerdo con las elecciones de un año dado, pero por lo general los galardones son merecidos. De ese modo comenzamos a acercarnos a los ganadores. Por supuesto, lo hicimos de forma subrepticia; ¿puede imaginar la protesta mundial si se supiera que la inmortalidad existía, pero que se le hurtaba a las masas? No comprenderían, no entenderían que el proceso es caro más allá de toda medida, y que durante muchas décadas lo seguirá siendo. Sí, quizá algún día encontremos un modo más barato, pero de momento sólo podemos permitir el tratamiento para unos pocos centenares.
—¿Incluyéndolo a usted?
Cheung se encogió de hombros.
—Antes vivía en Hong Kong, Dr. Simcoe, pero lo dejé por un motivo. Soy un capitalista, y los capitalistas creemos que aquellos que realizan el trabajo deben prosperar con el sudor de su frente. El proceso de inmortalidad no existiría sin los miles de millones que mis compañías invirtieron en su desarrollo. Sí, me he seleccionado para el proceso. Tengo derecho.
—Si busca a ganadores del premio Nóbel, ¿qué hay de mi compañero, Theodosios Procopides?
—Ah, sí. Estimé prudente administrar el proceso por orden descendiente de edad. Pero sí, él será el siguiente, a pesar de su juventud; para los ganadores conjuntos, procesamos al mismo tiempo a todos los miembros del equipo. Ya conocí a Theo, como sabrá, hace veintiún años. Mi visión original tenía que ver con él, y vino a visitarme mientras buscaba información sobre su asesino.
—Lo recuerdo; estábamos juntos en Nueva York, y voló hasta aquí. Me habló de su reunión con usted.
—¿Le contó lo que le dije? Le dije que el alma tiene que ver con la vida inmortal, pero la religión sólo con recompensas. Le dije que sospechaba que le esperaban grandes cosas, y que un día recibiría una gran recompensa. Aun entonces yo sospechaba la verdad; después de todo, por justicia yo no debiera de haber tenido visión; tendría que estar muerto para hoy, o al menos no debería poder caminar a buen paso sin ayuda. Por supuesto, no podía estar seguro de que un día mi equipo lograría desarrollar la técnica de la inmortalidad, pero era un asunto en el que llevaba mucho tiempo interesado, y la existencia de algo así explicaría la buena salud de la que gozaba en mi visión, a pesar de la avanzada edad. Quería que su amigo supiera, sin revelar todos mis secretos, que si lograba sobrevivir lo bastante se le ofrecería la mayor recompensa de todas: la vida ilimitada. ¿Lo ve a menudo?
—Ya no.
—En cualquier caso, me alegro, más de lo que imagina, de que se haya evitado su muerte.
—Si le preocupara eso y dispusiera de la inmortalidad, ¿por qué no le administró el tratamiento antes del día en el que las visiones lo condenaban a muerte?
—Nuestro proceso anula la senectud biológica, pero desde luego no hace invencible al beneficiario; aunque, como sin duda contempló en su visión, los cuerpos artificiales terminarán por resolver ese asunto. Si invirtiera millones en Theo y luego terminara muerto, hubiera derrochado un recurso muy limitado.
Lloyd consideró aquello.
—Mencionó que Theo es más joven que yo, y es cierto. Yo soy casi un anciano.
Cheung rió.
—¡Es usted un niño! ¡Tengo treinta años más que usted!
—Quiero decir que, de habérseme ofrecido esto cuando era más joven, más sano…
—Dr. Simcoe, es cierto que tiene usted sesenta y seis años, pero ha pasado todo ese tiempo bajo el cuidado de una medicina moderna cada vez más sofisticada. He visto sus informes médicos…
—¿Que ha qué?
—Por favor, yo dispenso la vida eterna; ¿cree de verdad que los asuntos de privacidad son una barrera para una persona en mi posición? Como le decía, he visto sus informes médicos: su corazón está en una forma excelente, su presión sanguínea es adecuada y su colesterol está bajo control. En realidad, Dr. Simcoe, tiene mejor salud que cualquier joven de veinticinco nacido hace más de cien años.
—Estoy casado. ¿Qué hay de mi esposa?
—Lo siento, Dr. Simcoe. Mi oferta sólo es para usted.
—Pero Doreen…
—Doreen vivirá el resto de sus días naturales, unos veintitantos, imagino. No se le niega nada; usted podrá pasar con ella cada uno de esos años. Algún día morirá. Soy cristiano, Dr. Simcoe, y creo que nos aguardan cosas mejores… a casi todos nosotros. He sido implacable en vida y espero un juicio severo… por lo que no tengo prisa por recibir mi recompensa. Pero su esposa… sé mucho sobre ella, y sospecho que su lugar en el Cielo está asegurado.
—No estoy seguro de querer hacer esto sin ella.
—Sin duda, Doreen desearía que usted aceptara, aun dejándola atrás. Y, disculpe mi brusquedad, pero ni es su primera esposa ni usted su primer marido. No pretendo denigrar el amor que sienten, pero puedo decir, de forma literal, que ustedes son meras fases en sus respectivas vidas.
—¿Y si elijo no participar?
—Mi especialidad es la farmacéutica, Dr. Simcoe. Si decide no participar, o si finge su aceptación pero nos da motivos para dudar de su sinceridad, se le inyectará mnemonasa, que destruirá su memoria a corto plazo. Olvidará todo este encuentro. Si realmente no desea la inmortalidad, por favor elija esa opción; es indolora y no produce efectos duraderos. Ahora, Dr. Simcoe, necesito su respuesta. ¿Qué decide?
Doreen recogió a Lloyd en el aeropuerto de Montpellier.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! —dijo ella en cuanto lo vio salir de la sala de equipajes—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué perdiste el primer vuelo?
Lloyd abrazó a su mujer; Dios, cuánto la amaba, y cómo odiaba estar separado de ella. Pero entonces negó con la cabeza.
—Fue la cosa más estúpida. Me olvidé por completo de que el vuelo de vuelta era a las cuatro en punto. —Se encogió de hombros y le mostró una leve sonrisa—. Creo que me estoy haciendo viejo.
Theo estaba sentado en su despacho. Por supuesto, una vez había pertenecido a Gaston Béranger, pero su cargo de cinco años había expirado hacía mucho, y en aquellos tiempos el CERN no era lo bastante grande como para requerir un director general. De modo que Theo, como director del CTT, lo había hecho suyo. El viejo Gaston seguía vivo y era profesor emérito de Física en la Universidad de París, en Orsay. Él y Marie-Claire seguían felizmente casados, y tenían un hijo laureado en sus estudios, además de una hija.
Theo se descubrió mirando por la ventana. Había pasado un mes desde el gran apagón, el salto al futuro en el que todo el mundo había perdido la conciencia durante una hora. Pero Klaatu se hubiera enorgullecido de ellos: no se había informado de una sola baja en todo el planeta.
Él continuaba vivo y había evitado su propio asesinato. Seguiría adelante, pero ¿quién sabía por cuánto tiempo? Sin duda, algunas décadas más. Podía alquilar unos cuantos años.
Y de repente se dio cuenta de que no sabía qué iba a hacer con todo ese tiempo.
Era otoño, demasiado tarde para oler las rosas de forma literal, pero ¿y figurada?
Se levantó, dejó que la puerta interior del despacho se deslizara a un lado, repitió el proceso con la exterior y se dirigió al ascensor. Bajó a la planta baja, recorrió el pasillo, atravesó el vestíbulo y salió del edificio.
Estaba nublado, pero se puso las gafas de sol.
Siendo un adolescente, había corrido desde Maratón a Atenas. Cuando terminó, pensó que el corazón no dejaría nunca de latir, aunque estuviera sin aliento. Recordaba el momento a la perfección, cruzando la línea de meta y completando la histórica carrera.
También se acordaba con claridad de otros momentos, por supuesto. Su primer beso, su primer encuentro sexual, imágenes específicas (postales mentales) de su viaje a Hong Kong, la graduación de la universidad, el día en que conoció a Lloyd, la rotura del brazo jugando al lacrosse. Y, por supuesto, su primer experimento con el LHC, el corte…
Pero…
Pero todos esos momentos nítidos, esos recuerdos… todos pertenecían a hacía dos décadas o más.
¿Qué había sucedido últimamente? ¿Qué grandes experiencias, qué pesares exquisitos, qué cumbres inconmensurables podía recordar?
Caminó. El aire era fresco, tonificante. Le daba a todo claridad, definición, forma, una claridad que había echado de menos desde…
Desde que comenzó a investigar su propia muerte.
Veintiún años obsesionado con una única cosa.
¿Tenía Acab recuerdos nítidos? Sí, claro: la pérdida de su pierna, sin duda. Pero, ¿y después de aquello, después de comenzar su búsqueda? ¿Fue todo un borrón, mes tras mes, año tras año, en el que se difuminaba todo y todos?
Pero no. Theo no era Acab, no era un fanático. Había encontrado tiempo para hacer muchas cosas entre el 2009 y hoy, aquí, en el 2030.
Pero…
Pero nunca se había permitido hacer planes para el futuro. Sí, había seguido con su trabajo y había ascendido varias veces, pero…
Una vez leyó un libro sobre un hombre que descubría a los diecinueve años que corría el peligro de contraer la enfermedad de Huntington, un desorden hereditario que le restaría facultades para cuando llegara a la mediana edad. El hombre se dedicó por completo a la tarea de dejar huella antes de que se le acabara el tiempo. Pero Theo no había hecho eso. Sí, había logrado grandes progresos en el campo de la Física, y, por supuesto, tenía su Nóbel. Pero incluso ese momento, el instante en el que recibió la medalla, estaba desenfocado.
Veintiún años ensombrecidos. Incluso sabiendo que el futuro era mutable, aun prometiéndose que no dejaría que la búsqueda de su asesino dominara su vida, había pasado (si no saltado) dos décadas adormilado, reducido, menguado.
¿Que no tenía un defecto fatal? Menuda risa.
Siguió paseando. Un coro de pájaros piaba al fondo.
¿Que no tenía un defecto fatal? Ésa había sido la idea más arrogante de todas: claro que tenía una hamartia, pero era la imagen especular de la de Edipo: éste creía que podía escapar a su destino. Theo, sabiendo que el futuro era maleable, había sido aplastado por el miedo a no poder burlar al destino.
Y así no se había casado, no había tenido hijos; en eso, era incluso inferior a Acab.
Tampoco había leído Guerra y paz. Ni la Biblia. En realidad, ¿cuánto hacía que no leía una novela? ¿Diez años?
No había viajado por el mundo, salvo por su vieja búsqueda en busca de pistas.
No había aprendido a cocinar bien.
No había tomado lecciones de bridge.
No había escalado el Mont Blanc, ni siquiera en parte.
Y ahora, de forma increíble, de repente tenía, si no todo el tiempo del mundo, al menos sí una buena parte.
Tenía libre albedrío; tenía un futuro que construir.
Era un pensamiento mareante. ¿Qué quieres hacer cuando seas mayor? Las camisetas con dibujos animados habían pasado a mejor vida, así como su juventud. Tenía cuarenta y ocho años. Para un físico, ya era un abuelo. Con toda seguridad era demasiado viejo para lograr ninguna otra hazaña.
Un futuro que construir. ¿Pero cómo definirlo?
Como momentos brillantes como un láser; recuerdos duros como el diamante; nítidos y claros. Un futuro vivido, un futuro saboreado, un futuro de momentos tan importantes y señalados que a veces cortarían, que a veces brillarían tanto que dolería contemplarlos, pero que al mismo tiempo fueran gozosos, de un gozo absoluto, puro, descarnado, la clase de alegría que no había sentido en aquellos veintiún años.
A partir de ahora…
A partir de ahora viviría.
Pero ¿qué haría primero?
El nombre volvió a surgir desde su pasado, desde su subconsciente.
Michiko.
Estaba en Tokio, por supuesto. Había recibido una tarjeta electrónica de ella en Navidad, y otra por su cumpleaños.
Estaba divorciada de Lloyd, su segundo marido, pero no había vuelto a casarse.
Podría, no sé, pasarse por Tokio, visitarla. Eso sería un momento maravilloso.
Por Dios, habían pasado muchos años, había corrido mucha agua bajo el puente.
No obstante…
No obstante, siempre le había gustado mucho. Era inteligente, sí, eso fue lo primero que pensó de ella; una mente maravillosa con un ingenio agudo. Pero no podía negar que también era bonita. Puede que incluso más que eso; graciosa y elegante, siempre perfectamente vestida con el estilo más actual.
Pero…
Pero habían pasado veintiún años. Después de tanto tiempo, tenía que haber algún otro, ¿no?
No. No lo había. Había oído rumores. Por supuesto, él era más joven, pero eso no importaba mucho, ¿no? ¿Cuántos tendría ella ahora? ¿Cincuenta y seis?
No podía marcharse de repente a Tokio.
¿O sí?
Una vida que vivir…
¿Qué tenía que perder?
Absolutamente nada, decidió. Absolutamente nada.
Volvió al edificio, tomando las escaleras en vez del ascensor, subiendo los escalones de dos en dos, los zapatos resonando altos y nítidos.
Por supuesto, la llamaría primero. ¿Qué hora era en Tokio? Se lo preguntó al aire.
—¿Qué hora es en Tokio?
—Veinte horas, dieciocho minutos —respondió uno de los incontables dispositivos computerizados repartidos por su despacho.
—Llamada a Michiko Komura en Tokio.
Unos timbrazos electrónicos llegaron desde el altavoz. Su corazón comenzó a saltar. Un monitor surgió de su escritorio, mostrando el logotipo de la Nippon Telecom.
Y entonces…
Allí estaba. Michiko.
Seguía encantadora, y había envejecido estupendamente; podía haber pasado por una mujer diez años más joven. Y, por supuesto, vestía con toda elegancia; Theo aún no había visto aquel estilo en Europa, pero estaba convencido de que sería la última moda japonesa. Vestía un blazer corto con patrones irisados recorriéndolo.
—Vaya, Theo, ¿eres tú? —dijo en inglés.
Las tarjetas electrónicas sólo tenían texto y gráficos; habían pasado años desde la última vez que Theo oyera aquella hermosa voz alta, como el agua salpicando. Sintió sus facciones estirarse en una sonrisa.
—Hola, Michiko.
—A medida que se acercaba la fecha de las visiones estuve pensando en ti —respondió ella—, pero tenía miedo de llamar, de que pensaras que lo que quería era despedirme.
Le hubiera encantado oír antes aquella voz. Sonrió.
—Bueno, el hombre que me mató en las visiones está ahora detenido. Trató de volar el LHC.
Michiko asintió.
—Lo he leído en la Red.
—Supongo que no se cumplió la visión de nadie.
Michiko se encogió de hombros.
—Bueno, no con precisión. Pero mi preciosa hijita es tal y como la vi. Y, ¿sabes?, he conocido a la mujer de Lloyd, y él dice que es idéntica a como la vio. Y el mundo moderno se parece muchísimo al mostrado en el Proyecto Mosaico.
—Supongo. Yo me alegro de que mi parte no se hiciera realidad.
Michiko sonrió.
—Y yo también.
Se produjo un breve silencio; una de las ventajas de los videófonos era que los silencios eran aceptables. Podías quedarte mirando al otro, y él a ti, sin decir nada.
Era hermosa…
—Michiko —dijo en voz baja.
—¿Hmm?
—Yo… he… he estado pensando mucho en ti.
Ella sonrió.
Theo tragó saliva, tratando de reunir valor.
—Y me preguntaba, bueno, ¿qué piensas de que vaya una temporada a Japón? —Levantó la mano, como si necesitara dar a ambos una salida si ella prefería malinterpretarlo de forma deliberada, rechazándolo con amabilidad—. Hay un CTT en la Universidad de Tokio, y me han pedido que vaya a dar unas charlas sobre el desarrollo de la tecnología.
Pero ella no necesitaba una salida.
—Me encantaría volver a verte, Theo.
Por supuesto, no había modo de saber si sucedería algo entre ellos. Michiko podía sentir simple nostalgia del pasado, de los tiempos pasados en el CERN, hacía tantos años.
Pero podía ser, cabía la posibilidad de que los dos estuvieran en la misma longitud de onda. Puede que las cosas no funcionaran entre ellos. Puede que, después de tantos años, fuera a suceder.
Ciertamente, él así lo esperaba.
Pero sólo el tiempo lo diría.