Aquel que prevé calamidades las sufre dos veces.
Un corte en el espaciotiempo…
El edificio de control del gran colisionador de hadrones (o LHC, por sus siglas en inglés) del CERN era nuevo; su construcción había sido autorizada en 2004 y terminada dos años más tarde. La instalación encerraba un patio central, inevitablemente bautizado como “el núcleo”. Todas las oficinas tenían una ventana que daba o bien al núcleo o bien al resto del extenso campus del CERN. El cuadrángulo que rodeaba este corazón era de dos plantas, pero los ascensores principales disponían de cuatro paradas: las dos de los niveles sobre el suelo; la del sótano, que albergaba las calderas y los almacenes; y la del nivel menos cien metros, que comunicaba con la plataforma del monorraíl empleado para recorrer la circunferencia de veintisiete kilómetros del túnel del colisionador. El propio túnel discurría bajo los campos de labranza, la periferia del aeropuerto de Ginebra y las colinas del Macizo Jura.
El muro sur del pasillo principal del edificio de control estaba dividido en diecinueve largas secciones, cada una decorada con un mosaico obra de artistas de los países miembros del CERN. El de Grecia mostraba a Demócrito y el origen de la teoría atómica; en el de Alemania aparecía la vida de Einstein; el de Dinamarca hacía lo propio con Niels Bohr. Pero no todos los mosaicos representaban temas de Física. El francés mostraba el horizonte de París, y el italiano un viñedo con miles de amatistas pulimentadas, representando cada una de las uvas.
La propia sala de control del LHC era un cuadrado perfecto, con amplias puertas deslizantes situadas en el centro exacto de dos de sus lados. El cuarto tenía una altura de dos plantas y la mitad superior estaba cerrada con cristal, de modo que los grupos turísticos pudieran observar los trabajos; el CERN ofrecía visitas públicas de tres horas los lunes y sábados, a las nueve de la mañana y a las dos de la tarde. Colgaban de las paredes bajo estos ventanales las diecinueve banderas de los estados miembros, cinco por paramento; el vigésimo puesto lo ocupaba la enseña azul y oro de la Unión Europea.
La sala de control contenía decenas de consolas. Una estaba dedicada a operar los inyectores de partículas y controlaba el comienzo de los experimentos. Junto a ella había otra con un lado inclinado y diez monitores que escupían los resultados de los detectores ALICE y CMS, los enormes sistemas subterráneos que registraban y trataban de identificar las partículas producidas por los experimentos del LHC. Las pantallas de una tercera consola mostraban porciones del túnel subterráneo y su suave curvatura, con el perfil “I” del monorraíl colgando del techo.
Lloyd Simcoe, un investigador canadiense, estaba sentado en la consola del inyector. Tenía cuarenta y cinco años, era alto y estaba bien afeitado. Sus ojos eran azules, y el cabello castaño, de corte militar, parecía tan oscuro que casi podía considerarse moreno (salvo en las sienes, donde empezaba a encanecer).
Los físicos de partículas no eran conocidos por su esplendor en el vestir, y hasta hacía poco Lloyd no había sido una excepción. Pero, hacía algunos meses, había aceptado donar todo su guardarropa a la sucursal en Ginebra del Ejército de Salvación, dejando que su prometida le comprara ropa nueva. Para ser sinceros, el nuevo vestuario era un poco ostentoso para su gusto, pero tenía que admitir que nunca había tenido tan buen aspecto. Aquel día llevaba una camisa beige de vestir, una chaqueta perlada, pantalones marrones con bolsillos exteriores y, en un guiño a la moda tradicional, zapatos italianos de cuero negro. También había adoptado un par de símbolos universales de posición, que además añadían un toque de color local: una estilográfica Mont Blanc, que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, y un reloj suizo analógico de oro.
Sentada a su derecha, en la consola de detectores, estaba el cerebro detrás de aquel cambio, su prometida, la ingeniera Michiko Komura. Tenía treinta y cinco, diez años menos que Lloyd, nariz respingona y un lustroso pelo negro cortado al estilo masculino, la moda del momento.
Tras ella se encontraba Theo Procopides, el compañero de investigación de Lloyd. Con veintisiete años, era dieciocho más joven que el canadiense. Más de un bromista había comparado al maduro y conservador Simcoe y a su exuberante colega griego con el equipo de Crick y Watson. Theo tenía el pelo oscuro, espeso y rizado, ojos grises y una mandíbula fuerte y prominente. Casi siempre vestía vaqueros rojos (a Lloyd no le gustaban, pero prácticamente nadie con menos de treinta años seguía usando vaqueros azules) y una de sus infinitas camisetas con personajes de dibujos animados de todo el mundo; hoy había elegido al venerable Piolín. Otra decena de científicos e ingenieros se situaba en las consolas restantes.
Ascendiendo por el cubo…
Salvo por el suave zumbido del aire acondicionado y de los ventiladores del equipo, la sala de control estaba en silencio absoluto. Todo el mundo estaba nervioso y tenso tras un largo día de preparativos para aquel experimento. Lloyd echó un vistazo al cuarto y lanzó un profundo suspiro. Su pulso estaba acelerado y sentía un hormigueo en el estómago.
El reloj de la pared era analógico; el de su consola, digital. Los dos se acercaban a toda prisa a las diecisiete horas (que para Lloyd, a pesar de llevar dos años en Europa, seguían siendo las 5:00 pm).
Era director del grupo de casi mil físicos que empleaba el detector ALICE (siglas en inglés de “Un experimento de colisión de iones pesados”). Theo y él habían pasado dos años diseñando aquella colisión de partículas en especial, dos años para realizar un trabajo que podría haber tomado dos vidas. Estaban intentando recrear niveles de energía que no habían existido desde el nanosegundo posterior al Big Bang, cuando la temperatura del universo había sido de 10.000.000.000.000.000 grados. En el proceso esperaban detectar el santo grial de la física de alta energía, el largamente buscado bosón de Higgs, la partícula cuya interacción dotaba de masa a las demás. Si el experimento funcionaba, el bosón, y el Nóbel que sin duda correspondería a sus descubridores, estarían en sus manos.
Todo el ensayo había sido automatizado y sincronizado. No había ninguna enorme palanca que bajar, ningún botón que pulsar escondido detrás de una pantalla deslizante. Sí, Lloyd había diseñado y Theo codificado los módulos básicos del programa de aquel experimento, pero ahora todo lo controlaba el ordenador.
Cuando el reloj digital alcanzó las 16:59:55, Lloyd comenzó la retrocuenta en voz alta.
—Cinco.
Miró a Michiko.
—Cuatro.
Ella le devolvió la sonrisa para animarlo. Dios mío, cómo la quería.
—Tres.
Desvió su atención al joven Theo, el wunderkind, el joven prodigio que Lloyd siempre había querido ser, mas sin éxito.
—Dos.
Theo, siempre altanero, le mostró el puño cerrado con el pulgar hacia arriba.
—Uno.
Dios mío, por favor…, pensó Lloyd. Por favor.
—Cero.
Y entonces…
Y entonces, de repente, todo varió.
Se produjo un cambio inmediato en la iluminación: la pálida luz de la sala de control fue reemplazada por la del sol, filtrada a través de una ventana. Pero no hubo ajuste ni molestia, y las pupilas de Lloyd no se contrajeron. Era como si siempre hubiera estado acostumbrado a aquella luz más brillante.
Pero no era capaz de controlar sus actos. Quería mirar alrededor, ver lo que sucedía, mas sus ojos se movían por voluntad propia.
Estaba en la cama, al parecer desnudo. Podía sentir las sábanas de algodón deslizándose por su piel al incorporarse sobre un codo. Al mover la cabeza alcanzó a vislumbrar brevemente las ventanas del dormitorio, que al parecer pertenecían a la segunda planta de una casa de campo. Veía árboles y…
No, eso no podía ser. Aquellas hojas eran fuego gélido, pero hoy era veintiuno de abril… primavera, no otoño.
Su visión siguió moviéndose y, de repente, con lo que debería haber sido un sobresalto, comprendió que no estaba solo en la cama. Había alguien más con él.
Se encogió.
No, no era cierto. No reaccionó físicamente en modo alguno; era como si su mente se hubiera divorciado del cuerpo. Pero sintió que se encogía.
La otra persona era una mujer, pero…
¿Qué demonios estaba pasando?
La mujer era mayor, arrugada, de piel traslúcida y cabello de gasa blanca. El colágeno que una vez había llenado sus pómulos se había aposentado como carúnculas en la boca, una boca ahora risueña, con las comisuras de la sonrisa perdidas entre arrugas perennes.
Lloyd trató de alejarse de la bruja, pero su cuerpo se negó a cooperar.
¿Qué demonios está sucediendo, Dios mío?
Era primavera, no otoño.
Salvo que…
Salvo que, por supuesto, se encontrara en el hemisferio sur. Transportado, de algún modo, desde Suiza hasta Australia…
Pero no. Los árboles que había vislumbrado a través de la ventana eran arces y álamos; tenía que estar en Norteamérica o Europa.
Su mano se alzó. La mujer vestía una camisa azul, pero no era la parte superior de un pijama. Tenía charreteras abotonadas y varios bolsillos: ropa “de aventura” fabricada en algodón, del tipo de L. L. Bean o Tilley, lo que una mujer práctica usaría para hacer jardinería. Lloyd notó cómo sus dedos acariciaban el tejido, sintiendo su suavidad, flexibilidad. Y entonces…
Y entonces sus yemas encontraron el botón, duro, plástico, calentado por el cuerpo de ella, traslúcido como la piel. Sin vacilación, los dedos lo apresaron, lo sacaron y lo deslizaron a un lado del ojal. Antes de que la prenda se abriera, la mirada de Lloyd, aún actuando por propia iniciativa, se alzó de nuevo al rostro de la mujer, observando unos pálidos ojos azules cuyos iris mostraban un halo de anillos blancos incompletos.
Sintió tensarse sus propias mejillas al sonreír. Su mano se deslizó dentro de la camisa, encontrando el seno. De nuevo quiso apartarse, alejando la mano. El pecho era blando y arrugado, y la piel que lo cubría no era firme, como una fruta pasada. Los dedos se apretaron, siguiendo los contornos del seno hasta encontrar el pezón.
Lloyd sintió una presión en la ingle. Durante un horrible momento pensó que estaba teniendo una erección, pero no era así. Lo que sucedió fue que, de repente, se produjo una sensación de plenitud en la vejiga; tenía que orinar. Retiró la mano y vio cómo las cejas de la mujer se alzaban inquisitivas. Lloyd sintió alzarse y bajar sus propios hombros. Ella le sonrió de forma cálida, comprensiva, como si fuera lo más natural del mundo, como si siempre tuviera que excusarse en los prolegómenos. Los dientes de la mujer eran ligeramente amarillos, el sencillo color de la edad, pero por lo demás estaban en perfecto estado.
Al fin su cuerpo hizo lo que él había estado deseando: se alejó de la mujer. Sintió malestar en la rodilla al girarse, un pinchazo agudo. Le dolía, pero lo ignoró. Sacó las piernas de la cama y apoyó los pies con suavidad en el suelo de madera. A medida que se alzaba, vio una mayor parte del mundo más allá de la ventana. Era media mañana o media tarde, y la sombra de cada árbol se derramaba sobre el contiguo. Un pájaro había estado descansando en una de las ramas, pero se asustó por el repentino movimiento en el dormitorio y alzó el vuelo. Era un petirrojo, el zorzal grande de Norteamérica, no el pequeño del Viejo Mundo; no había duda de que estaba en los Estados Unidos o en Canadá. De hecho, aquello se parecía mucho a Nueva Inglaterra; le encantaban los colores del otoño en Nueva Inglaterra.
Se descubrió moviéndose lentamente, casi como si arrastrara los pies sobre el suelo. Comprendió entonces que aquella habitación no estaba en una casa, sino en una cabaña. El mobiliario era la mezcla habitual de una residencia de vacaciones. Al menos reconoció la mesilla: baja, de aglomerado, con papel pintado en la superficie superior a imitación de la madera. Era un mueble que había comprado de estudiante, y que había terminado colocando en el cuarto de invitados de la casa de Illinois. ¿Pero qué hacía allí, en aquel lugar extraño?
Siguió su camino. La rodilla derecha le dolía a cada paso, y se preguntó qué le pasaba. De una pared colgaba un espejo; el marco era de pino nudoso, cubierto con un barniz transparente. Contrastaba con la “madera” más oscura de la mesilla, claro, pero…
Dios.
Dios mío.
Por propia voluntad, los ojos contemplaron el espejo al pasar y se vio a sí mismo…
Durante medio segundo pensó que era su padre.
Pero era él. El pelo que le quedaba en la cabeza era totalmente gris, y el del pecho blanco. La piel estaba suelta y arrugada, y su paso era un cojeo.
¿Podía ser la radiación? ¿Podía haberlo expuesto el experimento? ¿Podía…?
No. No, no era eso. Lo sabía en sus huesos, en sus huesos artríticos. No era eso.
Era un anciano.
Era como si hubiera envejecido veinte años o más, como si…
Dos décadas de vida desaparecidas, borradas de su memoria.
Quiso gritar, aullar, protestar por la injusticia, por la pérdida, exigir satisfacción al universo…
Pero no podía hacer nada de todo aquello; no tenía el control. Su cuerpo prosiguió su lento y doloroso arrastrar hasta el baño.
Al girarse para entrar en el mismo, devolvió la mirada a la mujer en la cama, ahora incorporada sobre un costado, con la cabeza apoyada en un brazo y una sonrisa traviesa, seductora. Alcanzó a ver el destello dorado en el dedo corazón de la mano izquierda. Ya era malo dormir con una anciana, pero estar casado con ella…
La puerta lisa de madera estaba entreabierta, pero extendió un brazo para abrirla por completo; por el rabillo del ojo divisó la otra alianza en su propia mano.
Y entonces comprendió. Aquella bruja, la extraña, la mujer a la que no había visto nunca antes, aquella que no se parecía en absoluto a su amada Michiko, era su esposa.
Quiso volver a mirarla, tratar de imaginarla décadas más joven, reconstruir la belleza que antaño podría haber sido, pero…
Pero entró en el baño, se giró para encararse con el inodoro, se inclinó para levantar la tapa y…
…y de repente, de forma increíble, asombrosa, Lloyd Simcoe sintió el alivio de estar de vuelta en el CERN, en la sala de control del LHC. Por algún motivo, se había derrumbado en su silla de vinilo. Se incorporó y se alisó la camisa hasta arreglarla.
¡Qué alucinación más increíble! Habría consecuencias, por supuesto: se suponía que allí estaban totalmente protegidos, que había un centenar de metros de tierra entre ellos y el anillo del colisionador. Pero había oído que las descargas de alta energía podían causar alucinaciones; sin duda, eso era lo que había sucedido.
Lloyd tardó un instante en orientarse. No había habido transición entre el aquí y el allí: ningún fogonazo ni destello, ninguna sensación de aturdimiento ni problemas de audición. Estaba en el CERN y, de repente, se encontraba en otro lugar durante, ¿dos minutos, quizá? Y ahora, del mismo modo, se encontraba de vuelta en la sala de control.
Por supuesto, nunca se había marchado. Por supuesto, todo era una ilusión. Michiko parecía atónita. ¿Lo había estado observando durante su alucinación? ¿Qué había estado haciendo? ¿Sacudirse como un epiléptico? ¿Moverse en su lugar, como si acariciara un seno invisible? ¿O simplemente se había derrumbado en su silla, cayendo inconsciente? De ser así, no podía haber perdido el conocimiento mucho tiempo (nunca los dos minutos que había percibido), pues en caso contrario Michiko y los demás estarían ahora mismo sobre él, comprobando su pulso y desabrochándole el cuello de la camisa. Observó el reloj analógico: de hecho, habían pasado dos minutos de las cinco de la tarde.
Entonces miró a Theo Procopides. La expresión del joven griego era menos tensa que la de Michiko, pero parecía tan alerta como Lloyd, observando a todos los presentes, desviando la mirada en cuanto alguno se la devolvía.
Lloyd abrió la boca para hablar, aunque no estuviera seguro de lo que quería decir. La cerró en cuanto oyó un gemido procedente de la puerta abierta más cercana. Era evidente que Michiko también lo había oído; los dos se incorporaron al mismo tiempo. Ella estaba más cerca de la puerta y, para cuando Lloyd llegó, la mujer ya se encontraba en el pasillo.
—¡Dios mío! —decía—. ¿Estás bien?
Uno de los técnicos, Sven, trataba de ponerse en pie. Se cubría con la mano derecha la nariz, que sangraba profusamente. Lloyd corrió de vuelta a la sala de control, soltó el botiquín de primeros auxilios de su enganche en la pared y volvió a toda prisa. El material se encontraba en una caja blanca de plástico; la abrió y comenzó a desenrollar la gasa.
Sven habló en noruego, pero se detuvo tras unos instantes y repitió en francés.
—D-debo de haberme desvanecido.
El corredor estaba cubierto de duras baldosas, y Lloyd podía ver un rastro de sangre en el lugar en que el rostro de Sven había caído. Le pasó la gasa y el noruego asintió a modo de agradecimiento mientras la apretaba contra su nariz.
—Qué locura —dijo—. Fue como quedarme dormido de pie —emitió una pequeña risa—. Incluso tuve un sueño.
Lloyd sintió cómo sus cejas se enarcaban.
—¿Un sueño? —repitió, también en francés.
—Totalmente vívido —respondió Sven—. Estaba en Ginebra, en Le Rozzel. —Lloyd la conocía bien; una crêperie de estilo bretón en la Gran Rue—, pero era como algo de ciencia ficción. Había coches flotando sin tocar el suelo, y…
—¡Sí, sí! —era una voz de mujer, pero no como respuesta a Sven. Procedía del interior de la sala de control—. ¡A mí me sucedió lo mismo!
Lloyd regresó a la sala, débilmente iluminada.
—¿Qué sucedió, Antonia?
Una fuerte italiana había estado hablando a otros dos de los presentes, pero ahora se volvía hacia Lloyd.
—Era como si, de repente, estuviera en otro lugar. Parry dice que a él le ha ocurrido lo mismo.
Michiko y Sven se encontraban ahora en el umbral, justo detrás de Lloyd.
—A mí también —añadió Michiko, al parecer aliviada por no estar sola en todo aquello.
Theo, que se había acercado a Antonia, fruncía el ceño. Lloyd lo observó.
—¿Y tú, Theo?
—Nada.
—¿Nada?
Theo negó con la cabeza.
—Debemos haber quedado todos inconscientes —dijo Lloyd.
—Yo, desde luego, sí —replicó Sven. Apartó la gasa de la cara y se tocó para comprobar si había dejado de sangrar. No era así.
—¿Cuánto tiempo estuvimos fuera? —preguntó Michiko.
—Yo… ¡Dios! ¿Qué hay del experimento? —preguntó Lloyd. Corrió hacia la estación de control de ALICE y presionó un par de teclas.
—Nada —anunció—. ¡Mierda!
Michiko exhaló defraudada.
—Debería haber funcionado —siguió Lloyd, golpeando la consola con la palma de la mano—. Deberíamos tener el Higgs.
—Bueno, algo sucedió —respondió Michiko—. Theo, ¿no viste nada mientras los demás teníamos… teníamos visiones?
Theo negó con la cabeza.
—Absolutamente nada. Supongo… supongo que perdí el sentido. Excepto que no hubo negrura. Estaba observando a Lloyd realizar la retrocuenta: cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Después se produjo un corte, ya sabes, como en las películas. De repente Lloyd estaba derrumbado en su asiento.
—¿Me viste caer?
—No, no: Es como he dicho: estabas ahí sentado, y de repente te vi tirado, sin movimiento intermedio. Creo… supongo que perdí el sentido. Antes de que comprendiera que te pasaba algo, ya te estabas incorporando, y…
De repente, el sonido de una sirena partió el aire, un vehículo de emergencias de alguna clase. Lloyd salió a toda prisa de la sala de control, con todo el personal detrás. El cuarto al otro lado del pasillo disponía de ventana. Michiko, que había llegado primero, ya estaba levantando el estor veneciano, dejando que entrara el sol que presagiaba el ocaso. Se trataba de un vehículo anti-incendios del CERN, uno de los tres presentes en las instalaciones. Rodaba por el campus, dirigiéndose al edificio principal de administración.
Parecía que la nariz de Sven había dejado de sangrar; sostenía la gasa sanguinolenta a un costado.
—Es posible que alguien más se haya caído —dijo.
Lloyd lo observó.
—Utilizan los coches de bomberos tanto para los primeros auxilios como para los incendios —explicó el noruego.
Michiko comprendió las implicaciones de lo que Sven sugería.
—Debemos comprobar todos los despachos, para asegurarnos de que todo el mundo está bien.
Lloyd asintió y volvió al pasillo.
—Antonia, examina a todos los presentes en la sala de control. Michiko, llévate a Jake y a Sven y ve por ahí. Theo y yo nos encargaremos de esta zona. —Sintió una breve punzada de culpabilidad al prescindir de Michiko, pero de momento tenía que asimilar lo que había visto, lo que había experimentado.
En la primera estancia en la que él y Theo entraron había una mujer en el suelo; Lloyd no recordaba su nombre, pero trabajaba en relaciones públicas. El monitor plano frente a ella mostraba el familiar escritorio tridimensional del Windows 2009. Seguía sin sentido, y por la herida de la frente estaba claro que había caído hacia delante y se había golpeado la cabeza con el borde metálico de la mesa. Lloyd hizo lo que había visto en incontables películas: tomó la mano izquierda de la mujer con su derecha, sosteniendo la muñeca hacia arriba mientras la golpeaba suavemente con la otra mano, para que despertara.
Lo que, al final, hizo.
—¿Dr. Simcoe? —preguntó, observando a Lloyd—. ¿Qué ha sucedido?
—No lo sé.
—Tuve ese… ese sueño —dijo—. Estaba en una galería de arte, en algún sitio, contemplando un cuadro.
—¿Se encuentra bien?
—N-no lo sé. Me duele la cabeza.
—Podría tener una conmoción. Debe ir a la enfermería.
—¿Qué son todas esas sirenas?
—Camiones de bomberos —una pausa—. Mire, tenemos que marcharnos. Podría haber otros heridos.
La mujer asintió.
—Estoy bien.
Theo ya seguía su marcha por el pasillo. Lloyd dejó el despacho y lo siguió. Superó a su compañero, que atendía a otro caído. El corredor giró a la derecha, y Lloyd se introdujo en la nueva sección. Llegó a la puerta de un despacho que se abrió en silencio al acercarse, pero la gente en el interior parecía estar bien, hablando animadamente de las distintas visiones experimentadas. Había tres personas presentes, dos mujeres y un hombre. Una de las primeras reparó en Lloyd.
—Lloyd, ¿qué ha ocurrido? —preguntó en francés.
—Aún no lo sé —replicó en la misma lengua—. ¿Está todo el mundo bien?
—Estamos bien.
—No pude evitar escucharos —dijo Lloyd—. ¿Los tres también tuvisteis visiones?
Tres asentimientos.
—¿Eran de un realismo vívido?
La mujer que aún no había hablado señaló al hombre.
—La de Raoul no. Él tuvo una especie de experiencia psicodélica —dijo, como si fuera lo único que cabía esperar del estilo de vida de Raoul.
—Yo no diría exactamente “psicodélica” —replicó éste, sintiendo la necesidad de defenderse. Su cabello rubio era largo y sano, y lo llevaba recogido en una perfecta coleta—. Pero, desde luego, no era realista. Había un tipo con tres cabezas, y…
Lloyd asintió, cortando la descripción.
—Si estáis todos bien, venid con nosotros. Hay algunos heridos por lo que sea que haya sucedido. Tenemos que encontrar a cualquiera que esté en problemas.
—¿Por qué no llamamos por el intercomunicador para que todos se reúnan en el vestíbulo? —preguntó Raoul—. Entonces podremos contarnos y ver quién falta.
Lloyd comprendió que aquello era totalmente lógico.
—Seguid buscando; hay quien podría necesitar atención inmediata. Yo iré a la entrada. —Salió del despacho mientras los otros se levantaban y salían al pasillo. Lloyd tomó el camino más corto hacia la entrada, dejando atrás los distintos mosaicos. Cuando llegó, parte del personal administrativo atendía a uno de los suyos, que al parecer se había roto el brazo al caer. Otra persona se había escaldado con su propia taza de café hirviendo.
—¿Qué ha sucedido, Dr. Simcoe? —preguntó un hombre.
Lloyd empezaba a cansarse de la pregunta.
—No lo sé. ¿Puede encender la MP?
El hombre lo contemplaba. Era evidente que Lloyd usaba algún americanismo que el tipo no entendía.
—La MP —dijo Lloyd—, la megafonía pública.
El hombre seguía con la mirada perdida.
—¡El intercom!
—Oh, claro —dijo con un inglés endurecido por el acento alemán—. Por aquí —condujo a Lloyd hasta una consola y pulsó varios botones. Lloyd tomó una delgada vara de plástico con un micrófono en la punta.
—Aquí el Dr. Simcoe —podía oír su propia voz rebotada desde los altavoces del pasillo, pero los filtros del sistema evitaban el acople—. Está claro que ha sucedido algo. Hay varios heridos. Si son capaces de andar por su cuenta —dijo, tratando de simplificar el vocabulario; el inglés no era más que la segunda lengua para casi todos los trabajadores— y si los que están con ustedes pueden andar, o si al menos se les puede dejar sin atención, vengan por favor al vestíbulo. Alguien podría haberse caído en un lugar oculto, y tenemos que averiguar si falta alguien. —Le devolvió el micrófono al hombre—. ¿Puede repetirlo en alemán y francés?
—Jawohl —respondió éste, traduciendo ya en su cabeza. Comenzó a hablar al micrófono. Lloyd se alejó de los controles de la megafonía e invitó a aquellos capaces de moverse a que fueran al vestíbulo, que estaba decorado con una gran placa de bronce rescatada de uno de los edificios más antiguos, demolido para hacer sitio al centro de control del LHC. La placa explicaba las siglas originales del CERN: Conseil Européenne pour la Recherche Nucléaire. En aquel día las siglas no decían nada, pero las raíces históricas estaban allí honradas.
Casi todos los rostros del vestíbulo eran blancos, con algunas excepciones (Lloyd se detuvo un instante para referirse mentalmente a ellos como melanoamericanos, el término preferido en aquella época por los negros en los Estados Unidos). Aunque Peter Carter era de Stanford, casi todos los demás negros procedían directamente de África. También había varios asiáticos, incluyendo, por supuesto, a Michiko, que había acudido al vestíbulo como respuesta a su mensaje. Se acercó a ella y le dio un abrazo. Gracias a Dios, al menos ella estaba bien.
—¿Algún herido grave? —preguntó.
—Algunas contusiones y otra nariz con hemorragia —dijo Michiko—, pero nada importante. ¿Y tú?
Lloyd buscó a la mujer que se había golpeado la cabeza. Aún no había aparecido.
—Una posible conmoción, un brazo roto y una quemadura fea —hizo una pausa—. Deberíamos llamar algunas ambulancias para llevar a los heridos al hospital.
—Yo me encargo —dijo Michiko, desapareciendo en un despacho.
El grupo aumentaba por momentos, y ya llegaba a los doscientos.
—¡Presten atención! —gritó Lloyd—. ¡Por favor! ¡Votre attention, s’il vous plaît! —esperó a que todas las miradas se fijaran en él—. ¡Miren a su alrededor para ver si ven a sus compañeros de trabajo, despacho o laboratorio! Si creen que falta alguien, háganmelo saber. Y si alguno de los presentes necesita atención médica inmediata, díganmelo también. Hemos pedido algunas ambulancias.
Mientras decía esto, Michiko regresó. Su aspecto era aún más pálido de lo habitual, y habló con voz trémula.
—No habrá ambulancias —dijo—. Por lo menos, en un tiempo. La operadora de emergencias me ha dicho que están encerradas en Ginebra. Al parecer, todos los conductores en las carreteras perdieron el conocimiento; ni siquiera pueden comenzar a valorar el número de muertos.
El CERN había sido fundado cincuenta y cinco años antes, en 1954. El personal consistía en tres mil personas, de las que más o menos un tercio eran físicos e ingenieros, un tercio técnicos y el resto estaba dividido igualmente entre administrativos y personal laboral.
El LHC había costado cinco mil millones de dólares americanos, y había sido construido en el mismo túnel subterráneo circular que seguía la frontera franco-suiza, y que aún albergaba el colisionador de electro-positrones, que ya no estaba en servicio; este LEP había funcionado desde 1989 hasta 2000. El LHC empleaba electroimanes superconductores de campo dual de 10 teslas para propulsar partículas por el gigantesco anillo. El CERN disponía del mayor y más potente sistema criogénico del mundo, y empleaba helio líquido para llevar los imanes a unos meros 1,8 grados Celsius por encima del cero absoluto.
El colisionador de hadrones eran en realidad dos aceleradores en uno: uno aceleraba las partículas en sentido horario, y el otro en el contrario. Podía hacerse chocar un rayo de partículas lanzado en un sentido con otro disparado en dirección contraria, y entonces…
Y entonces E=mc2, por supuesto.
La ecuación de Einstein se limitaba a decir que la materia y la energía eran intercambiables. Si hacías chocar partículas a la velocidad suficiente, la energía cinética de la colisión podía convertirse en partículas exóticas.
El LHC había sido activado en 2006, y durante sus primeros años de trabajo había realizado colisiones entre protones, produciendo energías de hasta catorce trillones de electrón-voltios.
Pero ahora era el momento de pasar a la Fase Dos, y Lloyd Simcoe y Theo Procopides habían dirigido al equipo que diseñara el primer experimento. En la Fase Dos, en vez de hacer chocar protones con protones, se usarían núcleos de plomo, cada uno doscientas diecisiete veces más pesado que un protón. Las colisiones resultantes producirían mil ciento cincuenta trillones de electrón-voltios, sólo comparables al nivel energético del universo una billonésima de segundo después del Big Bang. En esos niveles de energía, Lloyd y Theo deberían haber producido el bosón de Higgs, una partícula que los físicos llevaban medio siglo persiguiendo.
En lugar de ello, habían producido muerte y destrucción de proporciones planetarias.
Gaston Béranger, director general del CERN, era un hombre compacto e hirsuto con una nariz afilada y aguileña. Había estado sentado en su despacho en el momento del fenómeno. Era la oficina más grande del campus del CERN, con una generosa mesa de conferencias de madera real directamente frente a su escritorio y un bar bien surtido con un espejo detrás. Béranger ya no bebía; no había nada más difícil que ser alcohólico en Francia, donde el vino corría en cada comida; Gaston había vivido en París hasta su asignación al CERN. Pero cuando los embajadores llegaban para ver en qué se gastaban sus millones, necesitaba ser capaz de servirles una copa sin mostrar lo desesperado que estaba por unirse a ellos.
Por supuesto, Lloyd Simcoe y su compañero Theo Procopides estaban realizando su gran experimento en el LHC aquella tarde; podía haber limpiado su agenda para estar presente, pero había otros asuntos importantes, y si presenciaba cada puesta en marcha de los aceleradores, nunca conseguiría sacar el trabajo adelante. Además, necesitaba preparar la reunión de la mañana siguiente con un equipo de Gec Alsthom, y…
—¡Recoge eso!
Gaston Béranger no tenía duda de dónde estaba: era su casa, en el margen derecho de Ginebra. Las estanterías de Ikea eran las mismas, así como el sofá y el sillón. Pero el televisor Sony y su soporte habían desaparecido. En su lugar se encontraba lo que debía de ser un monitor plano, montado en la pared donde antes estuviera el televisor. Mostraba un partido internacional de lacrosse. Uno de los equipos era claramente el español, pero no reconoció al otro, que vestía camiseta verde y púrpura.
Un joven había entrado en el cuarto, pero Gaston no lo reconoció. Llevaba lo que parecía ser una chaqueta de cuero negro, y la había arrojado a un extremo del sofá, cayendo al suelo alfombrado por encima del respaldo. Un pequeño robot, no mucho mayor que una caja de zapatos, rodó desde debajo de una mesa y se acercó a la prenda. Gaston señaló al robot con un dedo y gritó “¡Arrêt!”. La máquina se congeló y, después de un momento, se retiró de vuelta a la mesa.
El joven se dio la vuelta. Parecía tener unos diecinueve o veinte años. En la mejilla derecha mostraba lo que parecía el tatuaje animado de un rayo, que se abría paso por el rostro juvenil en cinco pequeños saltos, repitiendo el ciclo una y otra vez.
Al girarse, el lado izquierdo de su cara se hizo visible… en un horrendo espectáculo: los músculos y vasos sanguíneos eran claramente visibles, como si de algún modo se hubiera tratado la piel con un producto que la hubiera hecho transparente. La mano derecha del joven estaba cubierta con un guante exoesquelético, extendiendo sus dedos en largos apéndices mecánicos rematados en puntas plateadas tan brillantes como afiladas.
—¡Te he dicho que recojas eso! —repitió Gaston en francés; al menos, era su propia voz, aunque no tuviera deseo alguno de pronunciar aquellas palabras—. Mientras sea yo quien te pague la ropa, la tratarás con el cuidado apropiado.
El joven observó a Gaston. Estaba convencido de no conocerlo, pero le recordaba a… ¿a quién? Era difícil asegurarlo con aquel espectral rostro semitransparente, pero la frente alta, los labios finos, los ojos gris carbón, la nariz aguileña…
Las puntas afiladas de las extensiones digitales se retrajeron con un sonido mecánico, y el muchacho cogió la chaqueta entre el pulgar y el índice artificiales, sosteniéndola como si fuera algo desagradable. La mirada de Gaston lo siguió mientras el muchacho se movía por el salón. Mientras tanto, no pudo evitar reparar en que muchos otros detalles estaban cambiados: el patrón familiar de libros en las estanterías había cambiado por completo, como si alguien lo hubiera reorganizado todo en un momento dado. Y, de hecho, parecía haber muchos menos volúmenes de lo que era habitual; parecía que alguien hubiera purgado la biblioteca familiar. Otro robot, éste de forma arácnida y del tamaño de una mano humana extendida, trabajaba en las estanterías, aparentemente limpiando el polvo.
En una pared donde había estado la reproducción enmarcada del Le Moulin de la Galette de Monet había ahora un nicho con lo que parecía una escultura de Henry Moore; pero no, no podía haber ahí nicho alguno. Aquella pared era la medianera con la casa contigua. Debía de ser en realidad una pieza plana, un holograma o algo similar, colgado de la pared para dar ilusión de profundidad; de ser así, el efecto era absolutamente perfecto.
Las puertas del armario también habían cambiado; se abrieron solas al acercarse el chico, que sacó una percha y colgó la chaqueta. Después devolvió la percha al armario… y la chaqueta cayó de ella al suelo del compartimento.
La voz de Gaston saltó de nuevo.
—Maldita sea, Marc, ¿no puedes tener más cuidado?
Marc…
¡Marc!
¡Mon Dieu!
Por eso le parecía familiar.
Un parecido familiar.
Marc. El nombre que Marie-Claire y él habían elegido para el hijo que aún no había nacido.
Marc Béranger.
Gaston ni siquiera había sostenido todavía al bebé en sus manos, no lo había ayudado a eructar sobre su hombro, no le había cambiado los pañales, y allí estaba, un hombre crecido, un hombre aterrador y hostil.
Marc observó la chaqueta tirada, con las mejillas aún enrojecidas, pero se alejó del armario, dejando que las puertas se cerraran a su espalda.
—Maldita sea, Marc —dijo la voz de Gaston—. Me estoy cansando de tu actitud. Si sigues comportándote así, nunca conseguirás un empleo.
—Que te jodan —dijo el muchacho con una voz profunda y un tono de desdén.
Aquellas fueron las primeras palabras de su hijo. Nada de “mamá” o “papá”, sino “que te jodan”.
Y, como si quedara alguna duda, Marie-Claire entró en el campo de visión de Gaston justo entonces, apareciendo desde detrás de otra puerta deslizante.
—No le hables así a tu padre —le dijo.
Gaston estaba atónito; aquella era Marie-Claire, no había duda, pero se parecía más a su madre que a ella. El cabello era blanco, el rostro surcado por las arrugas y había engordado sus buenos quince kilos.
—Que te jodan a ti también —dijo Marc.
Gaston sospechaba que su voz protestaría.
—No le hables así a tu madre. —No se sintió defraudado.
Antes de que Marc se diera la vuelta, alcanzó a ver una zona afeitada en la nuca del chico con una plastilla metálica implantada quirúrgicamente.
Debía de ser una alucinación. Tenía que serlo. ¡Pero qué alucinación más terrible! Marie-Claire daría a luz cualquier día de estos. Habían intentado durante años quedarse embarazados; Gaston dirigía una institución capaz de unir de forma precisa un electrón y un positrón, pero él y Marie-Claire no habían conseguido que un óvulo y un espermatozoide, cada uno millones de veces mayor que aquellas partículas subatómicas, se encontraran. Pero al fin había sucedido; al fin Dios les había sonreído y ella estaba encinta.
Y ahora, casi nueve meses después, estaba a punto de dar a luz. Y todas aquellas clases en Lamaze, toda la planificación, todos los preparativos del cuarto del niño, iban a dar frutos muy pronto.
Y entonces ese sueño… pues eso debía de ser. Sólo un mal sueño. Pies fríos; había tenido la peor pesadilla de su vida justo antes de casarse. ¿Por qué iba a ser aquello diferente?
Pero era diferente. Aquello era mucho más realista que cualquier sueño que hubiera tenido. Pensó en el enchufe en la cabeza de su hijo, en las imágenes volcadas directamente en un cerebro… ¿la droga del futuro?
—Déjame en paz —dijo Marc—. He tenido un mal día.
—Oh, ¿de verdad? —replicó la voz de Gaston, rezumando sarcasmo—. Así que has tenido un mal día, ¿no? Un día durísimo aterrando a los turistas en la Zona Vieja, ¿eh? Debería haber dejado que te pudrieras en la cárcel, gamberro ingrato…
Gaston se sorprendió al descubrirse hablando como su padre, diciendo las cosas que él le había dicho cuando tenía la edad de Marc, las cosas que había prometido no repetir a sus propios hijos.
—Vale, Gaston… —intervino Marie-Claire.
—Pues si no aprecia lo que tiene aquí…
—No necesito esta mierda —escupió Marc.
—¡Basta! —saltó Marie-Claire—. Basta ya.
—Te odio —dijo Marc—. Os odio a los dos.
Gaston abrió la boca para responder, y entonces…
…y entonces, de repente, se encontró de vuelta en su despacho del CERN.
Tras informar de las noticias sobre los muertos, Michiko Komura había regresado de inmediato a la oficina de recepción del centro de control del LHC. Había estado intentando llamar a la escuela de Ginebra a la que acudía Tamiko, su hija de ocho años; Michiko se había divorciado de su primer marido, un directivo de Tokio. Pero todo lo que obtenía era la señal de comunicando, y por algún motivo la compañía telefónica suiza no se ofrecía a notificarle automáticamente la liberación de la línea.
Lloyd se encontraba tras ella mientras trataba de establecer comunicación, pero al final la mujer alzó la mirada, con ojos desesperados.
—No puedo soportarlo —dijo—. Tengo que ir allí.
—Iré contigo —se ofreció Lloyd de inmediato. Salieron corriendo del edificio al cálido aire de abril. El sol rubicundo ya besaba el horizonte, y las montañas se alzaban a lo lejos.
El coche de Michiko, un Toyota, también estaba allí estacionado, pero tomaron el Fiat alquilado de Lloyd, con él al volante. Recorrieron las calles del campus del CERN, pasando junto a los tanques cilíndricos de helio líquido, y entraron en la carretera de Meyrin, que los llevaría hasta dicha localidad, justo al este del CERN. Aunque vieron algunos coches a ambos lados de la carretera, las cosas no parecían peores que en una de las raras tormentas de invierno; si bien, por supuesto, no había nieve alguna.
Atravesaron rápidamente la población. A poca distancia se encontraba el aeropuerto Cointrin de Ginebra. Columnas de humo negro se alzaban hacia el cielo. Un gran reactor de la Swissair se había estrellado en la pista de aterrizaje.
—Dios mío —dijo Michiko. Se llevó el nudillo a la boca—. Dios mío.
Continuaron hasta la propia Ginebra, situada en la punta occidental del Lago Léman. Se trataba de una rica metrópolis de unos doscientos mil habitantes, conocida por sus restaurantes de lujo y sus carísimas tiendas.
Señales de tráfico que normalmente hubieran estado encendidas se encontraban apagadas, y numerosos vehículos (muchos de ellos Mercedes y de otras marcas caras) se habían salido de la calle hasta empotrarse contra los edificios. El escaparate de numerosos comercios estaba roto, pero no parecía que se estuvieran produciendo saqueos. Incluso los turistas parecían demasiado aturdidos por lo que había sucedido como para aprovechar la ocasión.
Divisaron una ambulancia atendiendo a un anciano a un lado de la carretera; también oyeron las sirenas de los camiones de bomberos y otros vehículos de emergencia. En un momento dado divisaron un helicóptero empotrado en la fachada de cristal de una pequeña torre de oficinas.
Condujeron por el Pont d’Ile, atravesando el Ródano con las gaviotas sobre sus cabezas, dejando la Margen Derecha y sus hoteles patricios para entrar en la Margen Izquierda. La ruta alrededor de Vieille Ville (la Ciudad Vieja) estaba bloqueada por un accidente entre cuatro vehículos, de modo que tuvieron que intentar abrirse paso por angostas calles de un solo sentido. Recorrieron la Rue de la Cité, que se convirtió en la Grand Rue. Pero también ésta estaba bloqueada por un autobús público que había perdido el control y que ahora ocupaba ambos sentidos. Lo intentaron por una ruta alternativa, ya que Michiko se angustiaba con cada minuto que pasaba, pero también se vieron obstaculizados por vehículos averiados.
—¿A cuánto está la escuela? —preguntó Lloyd.
—A menos de un kilómetro.
—Vayamos a pie.
Regresaron a la Grand Rue y estacionaron el coche en un lado de la calle. No era un lugar permitido, pero Lloyd no creía que nadie se preocupara por algo así en aquel momento. Salieron del Fiat y comenzaron a correr por las empinadas y obstruidas calles. Michiko se detuvo tras unos pasos para quitarse los zapatos de tacón, de modo que pudiera correr más rápido. Siguieron su ascenso, pero tuvieron que parar de nuevo para que ella se pusiera otra vez los zapatos, ya que se enfrentaban a una acera cubierta de fragmentos de cristal.
Corrieron por Rue Jean-Calvin, pasando frente al Musée Barbier-Muller, cambiaron a la Rue du Puits St. Pierre y volaron por la Maison Tavel, una casa de setecientos años, la mansión privada más antigua de la ciudad. Sólo frenaron un instante cuando pasaron junto al austero Temple de l’Auditoire, donde Calvino y Knox peroraran en su día.
Con el corazón desbocado y sin aliento, prosiguieron su marcha. A su derecha se encontraba la Cathédrale St-Pierrer y la casa de subastas Christie’s. Atravesaron a toda velocidad la Place du Bourg-de-Four, con su halo de cafeterías y patisseries al aire libre rodeando la fuente central. Muchos turistas y oriundos seguían caídos sobre el pavimento; otros esperaban sentados en el suelo, ya fuera atendiendo sus propias heridas o recibiendo atención de los demás peatones.
Al fin llegaron a la escuela en Rue de Chaudronniers. El Colegio Ducommun era un centro con gran solera que atendía a los hijos de los extranjeros que trabajaban en la zona de Ginebra. El edificio principal tenía más de doscientos años, pero se habían añadido varias alas en las últimas décadas. Aunque las clases terminaban a las cuatro de la tarde, se proporcionaban actividades extraescolares hasta las seis, de modo que los padres trabajadores podían dejar a sus hijos todo el día; aunque ya eran cerca de las siete, aún quedaban allí numerosos alumnos.
Michiko no era en absoluto el único padre que se había acercado a toda prisa. El patio estaba cuajado por las largas sombras de diplomáticos, ricos empresarios y otros cuyos hijos acudían al Ducommun; decenas de ellos abrazaban a sus pequeños y lloraban aliviados.
Todos los edificios parecían intactos. Michiko y Lloyd trataban de tomar aliento mientras corrían por el césped inmaculado. Por larga tradición, en la escuela ondeaban las banderas de todos los estudiantes presentes; Tamiko era la única japonesa matriculada, pero el sol naciente se mecía en la brisa primaveral.
Llegaron hasta el vestíbulo, que tenía hermosos suelos de mármol y panelados de madera oscura en las paredes. Información estaba a la derecha, y Michiko abrió la marcha hacia allá. La puerta se deslizó a un lado, revelando un largo mostrador de madera que separaba a los secretarios del público. Michiko se acercó y, con la respiración entrecortada, comenzó a hablar.
—Hola. Soy…
—Oh, Madame Komura —dijo una mujer saliendo de un despacho—. He estado intentando llamarla, pero no he sido capaz de obtener línea. —Se detuvo con incomodidad—. Por favor, entre.
Michiko y Lloyd pasaron al otro lado del mostrador y entraron en el cuarto. Sobre una mesa descansaba un ordenador con un tablero de datos acoplado.
—¿Dónde está Tamiko? —preguntó Michiko.
—Por favor —dijo la mujer—. Siéntese. —Miró a Lloyd—. Soy Madame Severin, la directora.
—Lloyd Simcoe —respondió Lloyd—. Soy el prometido de Michiko.
—¿Dónde está Tamiko? —preguntó Michiko de nuevo.
—Madame Komura, lo siento tanto. Yo… —se detuvo, tragó saliva y comenzó de nuevo—. Tamiko estaba fuera. Un coche perdió el control en el estacionamiento y… lo siento tanto…
—¿Cómo está? —preguntó Michiko.
—Tamiko ha muerto, Madame Komura. Todos nosotros… no sé qué sucedió; perdimos el conocimiento, o algo así. Cuando nos recuperamos la encontramos.
Las lágrimas comenzaban a acumularse en los ojos de Michiko, y Lloyd sintió un horrendo peso en el pecho. Michiko encontró una silla, se derrumbó en ella y cubrió su rostro con las manos. Lloyd se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por encima.
—Lo siento tanto —repitió Severin.
Lloyd asintió.
—No fue culpa suya.
Michiko siguió gimiendo hasta que pudo alzar la mirada, con los ojos enrojecidos.
—Quiero verla.
—Sigue en el estacionamiento. Lo lamento… llamamos a la policía, pero aún no han venido.
—Enséñemela —solicitó Michiko con la voz quebrada.
Severin asintió y los llevó tras el edificio. Algunos jóvenes contemplaban el cadáver, aterrados y al mismo tiempo atraídos. El personal estaba demasiado ocupado con los chicos heridos como para devolver a todos los alumnos a la escuela.
Tamiko estaba allí tendida, simplemente tendida. No había sangre, y el cuerpo parecía intacto. El coche que presumiblemente la había atropellado se había retirado varios metros y estaba detenido en ángulo. Tenía el parachoques abollado.
Michiko se acercó hasta quedar a cinco metros y entonces se derrumbó, llorando sin control. Lloyd la rodeó con los brazos y la sostuvo. Severin se mantuvo cerca unos instantes, pero no tardó en ser requerida por otro padre, otra crisis.
Al final, porque ella lo quiso, Lloyd llevó a Michiko junto al cuerpo. Él se inclinó con la visión borrosa y el corazón roto, apartando con cariño el pelo de Tamiko de la cara.
No tenía palabras; ¿qué podía decir para consolar a nadie en un momento así? Se quedaron allí, Lloyd sosteniendo a Michiko durante casi media hora, el cuerpo de la mujer convulsionado todo el tiempo por las lágrimas.
Theo Procopides recorrió a trompicones el pasillo cubierto de mosaicos hasta llegar a su diminuto despacho, cuyas paredes estaban cubiertas por carteles de dibujos animados: Astérix el Galo allí, Reny y Stimpy allá, Bugs Bunny, Pedro Picapiedra y Gaga de Waga sobre la mesa.
Se sentía confuso, aturdido. Aunque no había tenido visión, parecía haber sido el único. A pesar de todo, incluso aquella pérdida de tiempo había bastado para sacarlo de sus casillas. Si se sumaba a eso las heridas de sus amigos y compañeros, y las noticias sobre las muertes en Ginebra y sus alrededores, se sentía totalmente devastado.
Era consciente de que los demás le consideraban chulo y arrogante, pero no lo era. En realidad, en lo más profundo, no era así. Sólo era consciente de que era bueno en su trabajo, y sabía que mientras los demás hablaban de sus sueños, él trabajaba duro noche y día para hacer los suyos realidad. Pero aquello… aquello lo dejó confuso y desorientado.
Los informes seguían llegando. Ciento once personas habían muerto cuando un 797 de la Swissair se estrelló en el aeropuerto de Ginebra. En circunstancias normales, algunos podrían haber sobrevivido al choque, pero nadie puso en marcha la evacuación antes de que el avión se incendiara.
Theo se desplomó sobre su silla de cuero negro. Podía ver el humo ascendiendo a lo lejos; su ventana se abría al aeropuerto; hacía falta mucho más currículum para conseguir un despacho que diera al Macizo Jura.
Ni él ni Lloyd pretendían causar daño alguno. Mierda, ni siquiera era capaz de empezar a imaginar lo que podía haber causado aquel desvanecimiento universal. ¿Un gigantesco pulso electromagnético? Pero, sin duda, eso hubiera dañado mucho más a los ordenadores que a la gente, y los delicados instrumentos del CERN parecían seguir funcionando con normalidad.
Giró la silla mientras se sentaba en ella. Ahora le daba la espalda a la puerta abierta. No fue consciente de que había llegado alguien hasta que oyó un carraspeo masculino. Giró hasta encararse con Jacob Horowitz, un joven becario que trabajaba con Theo y Lloyd. Tenía un impresionante pelo rojo y enjambres de pecas.
—No es culpa vuestra —dijo Jake, comprensivo.
—Claro que lo es —respondió Theo, como si fuera evidente—. Está claro que no tuvimos en cuenta algún factor importante, un…
—No —replicó Jake con energía—. No, en serio, no es culpa vuestra. No tuvo nada que ver con el CERN.
—¿Cómo? —lo dijo como si no hubiera comprendido las palabras de Jake.
—Ven a la sala de descanso.
—Ahora mismo no quiero enfrentarme a nadie, no…
—No, ven. Allí tienen puesta la CNN, y…
—¿Ya ha llegado a la CNN?
—Ya verás. Ven.
Theo se incorporó lentamente de la silla y comenzó a andar. Jake le hizo un gesto para que se apresurara, lo que hizo que el griego comenzara a trotar. Cuando llegaron, había unas veinte personas en la sala.
—Helen Michaels, informando desde Nueva York. Te devuelvo la conexión, Bernie.
El rostro severo y anguloso de Bernard Shaw llenó la pantalla de alta definición.
—Gracias, Helen. Como pueden ver —dijo a la cámara—, el fenómeno parece mundial, lo que sugiere que los análisis iniciales de que podría tratarse de alguna clase de arma extranjera no son correctos; aunque, por supuesto, permanece la posibilidad de que se trate de un acto terrorista. No obstante, ningún grupo con credibilidad se ha decidido a asumir la responsabilidad y… esperen, ya tenemos ese informe australiano que les prometimos hace un momento.
La imagen cambió para mostrar Sidney, con las velas blancas de la Casa de la Ópera al fondo, iluminadas contra el cielo oscuro. Un reportero ocupaba el centro de la imagen.
—Hola, Bernie, aquí en Sidney acaban de dar las cuatro de la madrugada. No puedo mostraros imágenes que transmitan lo que ha sucedido aquí. Los informes comienzan a llegar poco a poco, a medida que la gente comprende que lo que han experimentado no es un fenómeno aislado. Las tragedias son numerosas: tenemos noticias de que en un hospital del centro una mujer murió durante una operación de emergencia, ya que todos los cirujanos simplemente dejaron de trabajar durante algunos minutos. Pero también sabemos de un robo a una tienda de veinticuatro horas, frustrado cuando todos los presentes, incluido el atracador, se derrumbaron al mismo tiempo a las dos de la madrugada, hora local. El ladrón quedó inconsciente, al parecer al golpear el suelo, y un cliente que despertó antes fue capaz de quitarle el arma. Aún no tenemos una estimación del número de muertos aquí en Sidney, mucho menos en el resto de Australia.
—Paul, ¿qué hay de las alucinaciones? ¿También se han producido allí abajo?
Siguió una pausa mientras las preguntas de Shaw rebotaban en los satélites desde Atlanta hasta Australia.
—Sí, Bernie, la gente comenta cosas al respecto. No conocemos el porcentaje de la población que ha experimentado alucinaciones, pero parece ser muy alto. Yo mismo tuve una de lo más real.
—Gracias, Paul.
El gráfico tras Shaw cambió para mostrar el sello presidencial estadounidense.
—Se nos informa de que el presidente Boulton se dirigirá a la nación dentro de quince minutos. Por supuesto, CNN les informará en directo de sus declaraciones. Mientras tanto, tenemos un informe desde Islamabad, Pakistán. Yusef, ¿estás ahí…?
—¿Ves? —le dijo Jake en voz baja—. No tuvo nada que ver con el CERN.
Theo se sintió al mismo tiempo atónito y aliviado. Algo había afectado a todo el planeta, y no había duda de que el experimento no podía haber sido el responsable.
Pero, aun así…
Aun así, si no estaba relacionado con el experimento del LHC, ¿qué lo había provocado? ¿Tenía razón Shaw y se trataba de alguna clase de arma terrorista? Casi no habían pasado dos horas desde el fenómeno, y el equipo de la CNN mostraba una asombrosa profesionalidad. Theo aún pugnaba por calmarse.
Si apagaras la conciencia de toda la raza humana durante dos minutos, ¿cuál podía ser el número de muertos?
¿Cuántos coches se habían estrellado?
¿Cuántos aviones? ¿Cuántas alas delta? ¿Cuántos paracaidistas habían perdido el conocimiento, no consiguiendo abrir sus paracaídas?
¿Cuántas operaciones habían terminado en desastre? ¿Cuántos nacimientos?
¿Cuántas personas se habían caído por las escaleras?
Por supuesto, casi todos los aviones podían volar un minuto o dos sin intervención del piloto, siempre que en ese momento no se encontraran despegando o aterrizando. En las carreteras con poco tráfico, los coches podrían incluso llegar a detenerse sin más incidentes.
Pero, aun así…
—Lo sorprendente —seguía Bernard Shaw en la televisión— es que, por lo que sabemos, la conciencia de la raza humana se apagó precisamente al mediodía, hora de la Costa Este. Al principio parecía que los tiempos no se correspondían con exactitud, pero hemos estado comprobando los relojes de nuestros corresponsales con los del centro de la CNN en Atlanta, que, por supuesto, están sincronizados con la señal horaria del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología en Boulder, Colorado. Ajustando las ligeras incorrecciones de los demás relojes, nos encontramos con que el fenómeno se produjo, al segundo, a las 12:00 de la mañana hora de la Costa Este, lo que…
Al segundo, pensó Theo.
—Al segundo.
Dios mío.
El CERN, por supuesto, empleaba un reloj atómico. Y el experimento estaba programado para comenzar exactamente a las diecisiete horas de Ginebra, lo que correspondía…
…con el mediodía en Atlanta.
—Y, como desde hace dos horas, seguimos teniendo con nosotros al eminente astrónomo Donald Poort, del Instituto Tecnológico de Georgia —decía Shaw—. Había acudido como invitado de CNN por la mañana, y tenemos la suerte de que ya se encontrara en el estudio. Deberán disculpar que el Dr. Poort parezca algo pálido, ya que lo apremiamos para que entrara en directo antes de haber podido pasar por maquillaje. Dr. Poort, muchas gracias por brindarnos su presencia.
Poort era un hombre de unos cincuenta, con un rostro enjuto. Era cierto que las luces del estudio lo mostraban desvaído, como si no le hubiera dado el sol desde el fin de la Administración Clinton.
—Gracias, Bernie.
—Explíquenos lo que ha sucedido, Dr. Poort.
—Bien, como has observado, el fenómeno se produjo con una exactitud milimétrica a mediodía. Por supuesto, hay tres mil seiscientos segundos en una hora, de modo que las probabilidades de que un acontecimiento aleatorio se produzca precisamente en ese punto tan destacado son de una entre tres mil seiscientas. En otras palabras, enormemente pequeñas. Eso me lleva a sospechar que nos enfrentamos a un suceso provocado por el hombre, algo programado. Pero, respecto a la posible causa, no tengo idea…
Maldición, pensó Theo. Maldita sea. Tenía que ser el experimento del LHC; no podía ser una coincidencia que la colisión de partículas de mayor energía de la historia del planeta se produjera precisamente en el mismo instante del comienzo del fenómeno.
No, no era honesto. No se trataba de un fenómeno; era un desastre, posiblemente el mayor en la historia de la raza humana.
Y él, Theo Procopides, había sido de algún modo el causante.
Gaston Béranger, director general del CERN, entró en la sala en ese momento.
—¡Aquí está! —le dijo, como si Theo se hubiera ausentado varias semanas.
Theo intercambió una mirada nerviosa con Jake antes de volverse hacia el director.
—Hola, Dr. Béranger.
—¿Qué demonios han hecho? —exigió Béranger en un iracundo francés—. ¿Y dónde está Simcoe?
—Lloyd y Michiko se marcharon a buscar a la hija de Michiko. Estudia en Ducommun.
—¿Qué ha pasado? —exigió de nuevo.
Theo extendió las manos.
—No tengo ni idea. No alcanzo a imaginar lo que lo ha causado.
—El… lo que sea sucedió a la hora exacta del comienzo de su experimento en el LHC —acusó Béranger.
Theo asintió y señaló el televisor con el pulgar.
—Eso estaba diciendo Bernard Shaw.
—¡Lo están echando en la CNN! —aulló el francés, como si todo se hubiera perdido—. ¿Cómo han descubierto lo del experimento?
—Shaw no ha mencionado nada sobre el CERN. Sólo…
—¡Gracias al cielo! Escuche: no va a decirle nada a nadie sobre lo que ha estado haciendo, ¿entendido?
—Pero…
—Ni una palabra. No hay duda de que los daños ascenderán a miles de millones, si no a billones. Nuestro seguro no cubriría más que una mínima fracción de esa cantidad.
Theo no conocía bien a Béranger, pero parecía que todos los administradores científicos del mundo estaban cortados por el mismo patrón. Oír a Béranger hablar sobre culpabilidades puso al joven griego en la perspectiva adecuada.
—Mierda, no había modo alguno de saber que algo así sucedería. No existe experto alguno capaz de predecir las consecuencias de nuestro experimento. Pero sucedió algo que no había pasado nunca, y somos los únicos que tenemos la menor idea de la causa. Tenemos que investigarlo.
—Claro que investigaremos —dijo Béranger—. Ya tengo más de cuarenta ingenieros en el túnel. Pero tenemos que tener cuidado, y no solo por el bien del CERN. ¿Cree acaso que no inundarían de demandas individuales y colectivas a todos y cada uno de los miembros de su equipo? Por imprevisible que fuera el resultado, no faltará quien diga que fue una inmensa negligencia criminal, y que todos tenemos responsabilidad personal.
—¿Demandas personales?
—Eso mismo —alzó la voz Béranger—. ¡Escuchen! ¡Escuchen todos, por favor!
Los presentes se volvieron hacia él.
—Así es como vamos a encargarnos de este asunto: no habrá mención alguna a la posible implicación del CERN a nadie ajeno a estas instalaciones. Si alguien recibe llamadas o correos electrónicos preguntando por el experimento en el LHC que presuntamente se iba a producir hoy, respondan que el programa se había retrasado hasta las cinco y media de la tarde por un fallo informático, y que a la vista de lo sucedido, el experimento fue cancelado. ¿Está claro? Además, queda prohibida comunicación alguna con la prensa. Todo pasará por la oficina de prensa, ¿entendido? Y, por el amor de Dios, que nadie vuelva a activar el LHC sin mi autorización escrita. ¿Está claro?
Se produjeron asentimientos.
—Superaremos esto, muchachos —dijo Béranger—. Os lo prometo. Pero vamos a tener que trabajar todos juntos. —Bajó la voz y se giró hacia Theo—. Quiero informes cada hora sobre sus progresos. —Se volvió para marcharse.
—Espere —dijo Theo—. ¿Puede asignar a una de las secretarias para controlar la CNN? Alguien debería estar al tanto por si surge algo importante.
—No me ofenda —replicó Béranger—. No solo habrá gente viendo la CNN, sino el servicio mundial de la BBC, el canal francés de noticias, la CBC Newsworld y cualquier otra cosa que podamos sacar del satélite; lo grabaremos todo en cinta. Quiero un informe exacto de toda la información en el momento en que se produzca; no voy a permitir que nadie infle después las reclamaciones por daños.
—Estoy más interesado en las pistas sobre la causa del fenómeno —respondió Theo.
—También nos encargaremos de eso, por supuesto. No se olvide de informarme de sus progresos cada hora en punto.
Theo asintió y Béranger abandonó la sala. El griego se frotó las sienes, deseando que Lloyd hubiera estado allí.
—Bien —dijo al fin a Jake—. Supongo que deberíamos comenzar con un diagnóstico completo de todos los sistemas en el centro de control; tenemos que saber si algún aparato ha fallado. Y formemos un grupo para descubrir lo que podamos sobre las alucinaciones.
—De eso puedo encargarme yo —se ofreció Jake.
Theo asintió.
—Bien. Usaremos la sala de conferencias de la segunda planta.
—De acuerdo. Nos veremos allí en cuanto pueda.
Theo asintió y Jake desapareció. Sabía que también él tenía que ponerse en marcha, pero por unos instantes se quedó sentado, aún conmocionado.
Michiko consiguió reunir ánimos para intentar llamar al padre de Tamiko en Tokio (a pesar de que allí aún no eran las cuatro de la madrugada), pero las líneas estaban saturadas. No era la clase de mensaje que uno quería mandar por correo electrónico, pero si había algún sistema de comunicaciones internacional activo, ése era la Internet, aquella hija de la Guerra Fría diseñada para ser totalmente descentralizada, de modo que, por muchos nodos que cayeran ante las bombas enemigas, los mensajes consiguieran de cualquier modo llegar a su destino. Empleó uno de los ordenadores del colegio y escribió a toda prisa una nota en inglés; en su apartamento tenía un teclado kanji, pero allí no había ninguno disponible. No obstante, fue Lloyd el que tuvo que dar las órdenes necesarias para enviar el correo, ya que Michiko se derrumbó de nuevo al intentar de forma infructuosa acertar al botón apropiado.
Lloyd no sabía qué decir o hacer. Normalmente, la muerte de un hijo era la mayor crisis a la que se podía enfrentar un padre, pero no había duda alguna de que Michiko no sería la única en conocer aquel día esa tragedia. Había tantos muertos, tantos heridos, tanta destrucción… El horrendo escenario no hacía que la pérdida de Tamiko fuera más fácil de soportar, claro, pero…
…pero aún había cosas que hacer. Era posible que Lloyd no debiera haber dejado el CERN; después de todo, posiblemente era su experimento y el de Theo el que había causado todo aquello. Había acompañado sin titubeos a Michiko no solo por que la amaba y porque se preocupaba por Tamiko, sino también porque, al menos en parte, quería escapar de lo que había sucedido.
Pero ahora…
Ahora tenían que regresar al CERN. Si alguien debía descubrir lo que había pasado (y no solo allí, sino, por los informes de la radio y los comentarios de otros padres, en todo el mundo), sería la gente del CERN. No podían esperar a que llegara una ambulancia para llevarse el cuerpo, ya que podría tardar horas, incluso días. Además, la ley les impediría mover el cadáver hasta que la policía lo examinara, aunque parecía muy poco probable que se pudiera considerar responsable al conductor.
Al fin llegó Madame Severin, que se ofreció a que tanto ella como el resto del personal cuidaran de los restos de Tamiko hasta que llegara la policía.
El rostro de Michiko estaba enrojecido, al igual que sus ojos. Había llorado tanto que no le quedaba más, pero cada pocos minutos su cuerpo se convulsionaba, como si siguiera sollozando.
Lloyd también quería a la pequeña Tamiko, que hubiera sido su hijastra. Había pasado tanto tiempo consolando a Michiko que no había tenido la oportunidad de llorar; sabía que el momento llegaría, pero en ese momento, en ese preciso momento, debía ser fuerte. Usó el dedo índice para levantar con suavidad el mentón de Michiko. Ya había decidido las palabras (deber, responsabilidad, trabajo que hacer, debemos irnos), pero Michiko también era fuerte a su modo, y sabia, y maravillosa, y la amaba en lo más profundo de su ser, y no era necesario decir nada más. Ella consiguió emitir un débil asentimiento con los labios temblorosos.
—Ya lo sé —dijo en inglés, con la voz apagada y ronca—. Tenemos que regresar al CERN.
Él le ayudó a caminar con un brazo en la cadera y el otro sosteniéndola por el codo. El sonido de las sirenas no se había detenido en ningún momento: ambulancias, camiones de bomberos, coches patrulla aullando y desvaneciéndose con el efecto Doppler, un trasfondo constante desde el momento del fenómeno. Llegaron hasta el coche de Lloyd ayudados por la pálida luz nocturna (muchas farolas habían quedado fuera de servicio) y condujeron por las calles llenas de restos hasta el CERN; Michiko no dejó de abrazarse durante todo el trayecto.
Mientras conducía, Lloyd pensó un instante en un suceso que su madre le había contado una vez. Él era un renacuajo, demasiado pequeño para recordarlo: la noche en que se apagaron las luces, el gran apagón eléctrico en el este de Norteamérica de 1965. La luz se había ido durante horas. Aquella noche su madre estaba sola con él en casa, y decía que todos los que hubieran vivido aquel increíble apagón recordarían, el resto de sus vidas, dónde estuvieron exactamente en aquel momento.
Aquello sería igual. Todo el mundo recordaría dónde estuvo durante el apagón (aunque se tratara de un apagón de otra clase).
Todos los que hubieran sobrevivido a él, por supuesto.
Para cuando Lloyd y Michiko regresaron, Jake y Theo habían reunido a un grupo de trabajadores del LHC en una sala de conferencias de la segunda planta del centro de control.
Casi todo el personal del CERN vivía en la ciudad suiza de Meyrin, que lindaba con el extremo oriental del campus; en Ginebra, varias decenas de kilómetros más allá; o en los pueblos franceses de St. Genis y Thoiry, al noroeste del CERN. Pero procedían de toda Europa, así como del resto del mundo. Las decenas de rostros que ahora se fijaban en Lloyd eran de lo más variopinto. Michiko también se había unido al círculo, pero se encontraba ausente, con los ojos vidriados. Estaba simplemente sentada en la silla, meciéndose con lentitud.
Lloyd, director del proyecto, dirigió la reunión. Los miró de uno en uno.
—Theo me ha comentado las informaciones de la CNN. Supongo que está bastante claro que hubo numerosas alucinaciones por todo el mundo —inspiró profundamente. Foco, propósito… Eso era lo que necesitaba en ese momento—. Veamos si podemos comprender exactamente lo que ha sucedido. ¿Podemos ir por orden? No entréis en detalles; limitaos a resumir en una frase lo que visteis. Si no os importa, tomaré notas, ¿de acuerdo? Olaf, ¿podemos empezar por ti?
—Claro —respondió un rubio musculoso—. Estaba en la casa de verano de mis padres. Tienen un chalé cerca de Sundsvall.
—En otras palabras, era un lugar conocido —respondió Lloyd.
—Oh, sí.
—¿Fue muy precisa tu visión?
—Muy precisa. Era exactamente como la recordaba.
—¿Había alguien más en la visión?
—No… lo que resultaba extraño. Sólo voy allí para visitar a mis padres, pero no estaban.
Lloyd pensó en su propia imagen envejecida en el espejo.
—¿Te… te viste a ti mismo?
—¿Te refieres a un espejo? No.
—Muy bien. Gracias.
La mujer junto a Olaf era negra, de mediana edad. Lloyd se sintió incómodo; sabía que debía conocer su nombre, pero no era así. Al final, se limitó a sonreír.
—La siguiente.
—Creo que estaba en el centro de Nairobi —dijo la mujer—. Era de noche, una noche cálida. Me parece que se trataba de la calle Dinesen, pero parecía demasiado edificada. Y había un McDonalds.
—¿No hay McDonalds en Kenia? —preguntó Lloyd.
—Sí, claro, pero… quiero decir, el cartel decía que era un McDonalds, pero el logotipo no era el correcto. Ya sabes, en vez de los arcos dorados, había una gran “M” con todas las líneas rectas. Muy moderno.
—Así que la visión de Olaf era de un lugar en el que había estado a menudo, pero la tuya es de otro que nunca habías visitado, o al menos de algo que no habías visto nunca.
La mujer asintió.
—Supongo que sí.
Michiko se encontraba cuatro puestos más allá en el círculo. Lloyd no era capaz de discernir si lo estaba asimilando todo.
—¿Qué hay de ti, Franco? —siguió.
Franco della Robbia se encogió de hombros.
—Estaba en Roma, por la noche. Pero… no sé… debía de ser una especie de videojuego. Algo de realidad virtual.
Lloyd se inclinó hacia delante.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, es que era Roma, ¿no? Y yo estaba en el Coliseo, y conducía un coche… pero no era exactamente un coche. El vehículo parecía moverse por su cuenta. Y no sé el mío, pero había muchos otros flotando, puede que veinte centímetros sobre el suelo —volvió a encogerse de hombros—. Como dije, alguna especie de simulación.
Sven y Antonia, que también habían hablado por la tarde de coches voladores, asentían abiertamente.
—Yo vi lo mismo —dijo Sven—. No lo de Roma, sino lo de los coches flotantes.
—Yo también —añadió Antonia.
—Fascinante —dijo Lloyd. Se volvió hacia su joven becario, Jacob Horowitz—. ¿Qué viste tú, Jake?
La voz de Jake era débil y aflautada, y se pasaba nervioso los dedos pecosos por el pelo.
—La habitación no tenía nada de especial. Un laboratorio, en algún sitio. Paredes amarillas. Había una tabla periódica en una de ellas, pero estaba en inglés. Y Carly Tompkins estaba allí.
—¿Quién?
—Carly Tompkins. Al menos, creo que era ella. Parecía mucho más vieja que la última vez que la vi.
—¿Quién es Carly Tompkins?
La respuesta no la dio Jake, sino Theo Procopides, que se sentaba más allá, en el círculo.
—Deberías conocerla, Lloyd, es una compatriota canadiense. Es una investigadora de mesones; la última vez que oí de ella, estaba en el TRIUMF.
Jake asintió.
—Así es. Sólo la he visto un par de veces, pero estoy bastante seguro de que se trataba de ella.
Antonia, cuyo turno sería el siguiente, enarcó las cejas.
—Si en la visión de Jake aparecía Carly, ¿aparecería Jake en la de ella?
Todo el mundo miró intrigado a la italiana. Lloyd se encogió de hombros.
—Hay un modo de descubrirlo. Podemos llamarla —miró a Jake—. ¿Tienes su número?
El joven negó con la cabeza.
—Como dije, apenas la conozco. Coincidimos en algunos seminarios en la última reunión de la APS, y me ocupé de su demostración sobre cromodinámica.
—Si está en la APS —dijo Antonia—, estará en el directorio. —Se levantó y rebuscó en una estantería hasta dar con un delgado volumen con una sencilla cubierta de cartón. Lo hojeó—. Aquí está. El número de casa y del trabajo.
—Yo… eh… no quiero llamarla —dijo Jake.
A Lloyd le sorprendió la reluctancia, pero no insistió en el asunto.
—No pasa nada. Además, no deberías hablar con ella. Quiero ver si menciona tu nombre sin más pistas.
—Es posible que no logres comunicación —intervino Sven—. Los teléfonos están saturados con la gente que trata de comunicarse con su familia y sus amigos, por no mencionar las líneas derribadas por los vehículos.
—Merece la pena intentarlo —dijo Theo. Se levantó, atravesó la habitación y cogió el libro de Antonia. Entonces miró el teléfono, y de nuevo los números del directorio—. ¿Cómo se llama a Canadá desde aquí?
—Igual que a los Estados Unidos —dijo Lloyd—. El código del país es el mismo: cero uno.
Los dedos de Theo recorrieron el teclado, introduciendo una larga cadena de números. Después, a beneficio de la audiencia, fue marcando con los dedos el número de señales. Una. Dos. Tres. Cuatro…
—Ah, hola. Carly Tompkins, por favor. Hola, Dra. Tompkins. Le llamo desde Ginebra, del CERN. Estamos muchos aquí reunidos, ¿le importa que conecte el altavoz?
Una voz soñolienta:
—…si usted quiere. ¿Qué sucede?
—Queremos saber cuál fue su alucinación cuando perdió el conocimiento.
—¿Cómo? ¿Se trata de alguna broma?
Theo miró a Lloyd.
—No lo sabe.
Lloyd se aclaró la voz antes de hablar.
—Dra. Tompkins, aquí Lloyd Simcoe. También soy canadiense, aunque estuve con el Grupo D-Zero en el Fermilab hasta el 2007, y llevo los últimos dos años en el CERN —hizo una pausa, inseguro sobre lo que decir a continuación—. ¿Qué hora es allí?
—Casi mediodía —sonido de un bostezo apagado—. Hoy es mi día libre y estaba durmiendo. ¿De qué va todo esto?
—Entonces, ¿todavía no se había levantado hoy?
—No.
—¿Tiene televisor en la habitación en la que está?
—Sí.
—Enciéndala y mire las noticias.
Parecía irritada.
—En la Columbia Británica no cogemos bien los canales suizos…
—No tienen que ser canales suizos. Ponga cualquier canal de noticias.
Todos pudieron oír a Tompkins suspirando al auricular.
—Vale, espere un segundo.
Podían oír lo que presumiblemente era la CBC Newsworld al fondo. Tras lo que pareció una eternidad, Tompkins regresó al aparato.
—Oh, dios mío —dijo—. Oh, dios mío.
—¿Pero estuvo dormida todo el tiempo?
—Me temo que sí —dijo la voz al otro lado del mundo. Se detuvo un segundo—. ¿Por qué me han llamado?
—¿Aún no han mencionado las visiones en las noticias?
—Joel Gotlib está ahora mismo hablando de eso —dijo, presumiblemente refiriéndose a un presentador canadiense—. Parece una locura. En cualquier caso, a mí no me ha pasado nada parecido.
—Muy bien —dijo Lloyd—. Lamentamos haberla molestado, Dra. Tompkins. Estaremos…
—Espera —dijo Theo.
Lloyd miró al joven.
—Dra. Tompkins, soy Theo Procopides. Creo que hemos coincidido en una o dos conferencias.
—Si usted lo dice…
—Dra. Tompkins —siguió Theo—. A mí me pasó lo mismo que a usted: no tuve visión alguna, ni sueño, ni nada.
—¿Sueño? —respondió Tompkins—. Ahora que lo menciona, creo que tuve un sueño. Lo gracioso es que era en color… yo nunca sueño en color. Pero recuerdo a aquel tipo pelirrojo.
Theo parecía decepcionado, ya que estaba claro que le aliviaba no encontrarse solo. Todos desviaron la mirada hacia Jake.
—Y no solo eso —dijo Carly—. Su ropa interior también era roja.
El joven Jake se tornó del mismo color.
—¿Ropa interior roja? —repitió Lloyd.
—Eso mismo.
—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Lloyd.
—Me parece que no.
—¿No se parecía a nadie que hubiera conocido antes?
—Me parece que no.
Lloyd se inclinó sobre el micrófono.
—¿Y a… al padre de alguien al que haya conocido? ¿Se parecía al padre de alguien?
—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Tompkins.
Lloyd lanzó un suspiro y miró a los presentes, para comprobar si alguien comprendía sus intenciones. No era así.
—¿Le dice algo el nombre de Jacob Horowitz?
—No sé… espere. Oh, claro, sí, sí. A ése me recordaba. Sí, era Jacob Horowitz, pero vaya, debería de cuidarse más. Parecía haber envejecido décadas desde la última vez que lo vi.
Antonia reprimió un sofoco. El corazón de Lloyd latía desbocado.
—Mire —dijo Carly—, quiero asegurarme de que toda mi familia está bien. Mis padres están en Winnipeg. Tengo que colgar.
—¿Podemos llamarla en unos minutos? —preguntó Lloyd—. Mire, tenemos aquí a Jacob Horowitz, y sus respectivas visiones parecen corresponderse… bueno, en cierto sentido. Él dijo que estaba en un laboratorio, pero…
—Sí, es cierto, era un laboratorio.
La voz de Lloyd se tiñó de incredulidad.
—¿Y él estaba en ropa interior?
—Bueno, no al final de la visión… Mire, tengo que colgar.
—Gracias —dijo Lloyd—. Adiós.
—Adiós.
Del altavoz llegó el sonido del tono telefónico suizo. Theo se acercó y lo apagó.
Jacob Horowitz seguía decididamente avergonzado. Lloyd pensó en decirle que lo más seguro era que la mitad de los físicos lo hubiera hecho una u otra vez en un laboratorio, pero el joven tenía el aspecto de ir a sufrir un colapso nervioso si alguien le hablaba en ese preciso momento. Lloyd comenzó a pasar de nuevo la mirada por el círculo.
—Muy bien. Lo diré, porque sé que todos lo estáis pensando. Lo que pasara aquí produjo una especie de efecto temporal. Las visiones no eran alucinaciones; eran verdaderos destellos del futuro. El hecho de que Jacob Horowitz y Carly Tompkins vieran aparentemente lo mismo refuerza esta tesis.
—Pero alguien dijo que la visión de Raoul era psicodélica, ¿no? —preguntó Theo.
—Sí —respondió el aludido—. Como un sueño, o algo.
—Como un sueño —repitió Michiko. Sus ojos seguían enrojecidos, pero reaccionaba al mundo exterior.
Eso fue todo cuanto dijo, pero tras un momento Antonia retomó su idea y la elaboró.
—Michiko tiene razón. No hay misterio alguno. En el punto del futuro al que pertenecen las visiones, Raoul estará dormido, teniendo un sueño real.
—Pero eso es una locura —dijo Theo—. Yo no tuve ninguna visión.
—¿Qué experimentaste? —preguntó Sven, que no le había oído describirlo con anterioridad.
—Fue… no lo sé, como una discontinuidad, supongo. De repente, era dos minutos más tarde y no tuve sensación de que pasara el tiempo, y no hubo nada parecido a una visión —cruzó los brazos desafiante frente a su ancho pecho—. ¿Cómo explicas eso?
En el cuarto se hizo el silencio. Las expresiones dolidas de muchos de los presentes le dejaron claro a Lloyd que todos pensaban lo mismo, aunque nadie quisiera decirlo en voz alta. Al final, Lloyd se encogió de hombros.
—Es sencillo —dijo, mirando a su brillante y arrogante socio de veintisiete años—. Dentro de veinte años, o cuando quiera que sean las visiones… —hizo una pausa para extender las manos—. Lo siento, Theo, pero dentro de veinte años estarás muerto.
La visión que más interesaba a Lloyd era la de Michiko. Pero ella aún estaba (como sin duda sucedería durante mucho tiempo) completamente enajenada. Cuando llegó su turno en el círculo, la saltó. Deseaba poder llevarla a casa, pero era mejor para ella no estar sola en aquel momento, y no había modo de que, ni Lloyd ni nadie, pudieran marcharse para hacerle compañía.
Ninguna de las demás visiones relatadas por la pequeña muestra en la sala de conferencias se solapaba; no había indicación de que fueran del mismo tiempo o la misma realidad, aunque parecía que casi todos estaban disfrutando de un día libre, o de unas vacaciones. Pero estaba la pregunta de Jake Horowitz y Carly Tompkins, separados por casi medio planeta, pero viéndose mutuamente. Por supuesto, podía ser una coincidencia. A pesar de todo, si las visiones encajaban no solo en los grandes trazos, sino en los detalles precisos, tendrían algo significativo.
Lloyd y Michiko se habían retirado al despacho del primero. Michiko estaba enroscada en una de las sillas, y le pidió a Lloyd que le pusiera la gabardina por encima, a modo de manta. Lloyd tomó el teléfono de su escritorio y marcó.
—Bonjour —dijo—. ¿La police de Genève? Je m’appelle Lloyd Simcoe; je suis avec CERN.
—Oui, Monsieur Simcoe —respondió un hombre que cambió al inglés; los suizos solían hacerlo como respuesta al acento de Lloyd—. ¿Qué podemos hacer por usted?
—Sé que están terriblemente ocupados…
—Por decirlo de algún modo, monsieur. Como dice, estamos empantanados.
Paralizados, pensó Lloyd.
—Esperaba que uno de sus inspectores estuviera libre. Tenemos una teoría sobre las visiones, y necesitamos la ayuda de alguien experto en tomar testimonios.
—Le pasaré con el departamento adecuado —dijo la voz.
Mientras aguardaba, Theo asomó la cabeza por la puerta del despacho.
—El servicio mundial de la BBC está informando de que muchas personas han tenido visiones coincidentes —dijo—. Por ejemplo, muchas parejas casadas, a pesar de no estar en la misma estancia en el momento del fenómeno, comentaron experiencias similares.
Lloyd asintió ante aquella información.
—A pesar de todo, supongo que existe la posibilidad de que, por cualquier motivo, por colusión, Carly y Jake aparte, esa sincronía se tratara de un fenómeno localizado. Pero…
No siguió. Después de todo, hablaba con Theo “el ciego”. Pero si Carly Tompkins y Jacob Horowitz (ella en Vancouver, él cerca de Ginebra) vieron de verdad lo mismo, no habría muchas dudas de que todas las visiones pertenecían al mismo futuro, de que eran teselas del mosaico del mañana… un mañana que no incluía a Theo Procopides.
—Hábleme de la habitación en la que se encontraba —dijo la inspectora, una suiza de mediana edad. Tenía un tablero de datos frente a ella y vestía un polo suelto, la moda de finales de los ochenta, y que volvía de nuevo a la popularidad.
Jacob Horowitz cerró los ojos para evitar las distracciones, tratando de recordar cada detalle.
—Era un laboratorio de alguna clase. Paredes amarillas. Luces fluorescentes. Encimeras de formica. Una tabla periódica en la pared.
—¿Había alguien más con usted?
Jake asintió. Dios, ¿por qué tenía que ser mujer la inspectora?
—Sí, había una mujer, blanca, pelo oscuro. Parecía tener unos cuarenta y cinco.
—¿Cómo vestía esa mujer?
Jake tragó saliva.
—No llevaba nada.
La inspectora ya se había marchado, y Lloyd y Michiko comparaban los informes sobre las visiones de Jake y Carly; ésta había accedido a ser interrogada del mismo modo por la policía de Vancouver, y habían recibido la entrevista por correo electrónico.
En las horas intermedias, Michiko se había recuperado un tanto. Trataba de concentrarse, de seguir adelante para ayudar en la crisis, pero cada pocos minutos se desubicaba y sus ojos se llenaban de lágrimas. A pesar de todo, consiguió leer las dos transcripciones sin empapar por completo los papeles.
—No hay duda alguna —dijo—. Coinciden en todos los detalles. Estaban en la misma habitación.
Lloyd forzó una pequeña sonrisa.
—Chicos —dijo. Sólo conocía a Michiko desde hacía dos años; nunca habían hecho el amor en un laboratorio pero, siendo él becario, había tenido sus escarceos con Pamela Ridgley en Harvard. Sacudió la cabeza, asombrado—. Un destello del futuro. Fascinante —hizo una pausa—. Imagino que algunos se van a forrar con esto.
Michiko se encogió de hombros.
—Es posible. Aquellos que estuvieran leyendo las cotizaciones en el futuro podrían sacar tajada… dentro de décadas. Es mucho tiempo para esperar a sacarle rendimiento.
Lloyd esperó un tiempo antes de hablar.
—Aún no me has contado qué es lo que viste, tu visión.
Michiko apartó la mirada.
—No. Es verdad.
Lloyd le tocó suavemente en la mejilla, pero no dijo nada.
—En el momento… en el instante en que tuve la visión, pareció maravillosa —comenzó ella—. Es decir, estaba desorientada y confusa acerca de lo que sucedía. Pero la visión en sí misma era alegre —logró mostrar una débil sonrisa—. Excepto ahora, después de lo que ha sucedido…
Lloyd tampoco la presionó ahora. Se sentó paciente.
—Era muy de noche —dijo al fin Michiko—. Estaba en Japón; estoy segura de que se trataba de una casa japonesa. Me encontraba en el dormitorio de una niña pequeña, sentada en el borde de una cama. Y aquella niña, puede que de siete u ocho años, estaba en la cama, hablando conmigo. Era muy hermosa, pero no era… no era… —Si las visiones pertenecían a décadas en el futuro, desde luego no se trataba de Tamiko. Lloyd asintió suavemente, absolviéndola de tener que terminar la frase. Michiko sorbió la nariz—. Pero… pero era mi hija, tenía que serlo. Una hija que aún no he tenido. Me sujetaba la mano y me llamaba okaasan, “mamá” en japonés. Era como si la estuviera acostando, deseándole buenas noches.
—Tu hija… —dijo Lloyd.
—Bueno, nuestra hija —respondió Michiko—. Tuya y mía.
—¿Qué hacías en Japón?
—No lo sé; visitar a la familia, supongo. Mi tío Masayuki vive en Kioto. Excepto por el hecho de que teníamos una hija, no tuve la menor sensación de encontrarme en el futuro.
—La niña… ¿tenía…?
Se calló a mitad de la frase. Lo que quería preguntar era grosero, zafio. “¿Tenía los ojos rasgados?”. O podía preguntarlo de forma más elegante: “¿Tenía pliegues epicánticos?”. Pero Michiko no lo hubiera entendido. Hubiera pensado que habría prejuicio tras sus palabras, algún estúpido recelo. Pero no era así. A Lloyd no le importaba si sus posibles hijos tenían aspecto oriental u occidental. Podían ser de cualquiera de los dos modos o, por supuesto, una mezcla de ambos, y los hubiera querido igual, siempre que…
Siempre que, por supuesto, fueran sus hijos.
La visión parecía pertenecer a un tiempo unas dos décadas en el futuro. Y en la suya, la que no había compartido todavía con Michiko, se encontraba quizá en Nueva Inglaterra, con otra mujer. Una mujer blanca. Y Michiko estaba en Kioto, Japón, con una hija que podía ser asiática o caucasiana, o puede que algo intermedio, dependiendo de quién fuera el padre.
La niña… ¿tenía…?
—¿Si tenía qué? —preguntó Michiko.
—Nada —dijo Lloyd, apartando la mirada.
Dio una fuerte bocanada. Suponía que antes o después tendría que contárselo, y…
—Lloyd. Michiko, deberíais bajar —era la voz de Theo, que asomaba la cabeza de nuevo—. Quiero que veáis algo que acabamos de grabar de la CNN.
Lloyd, Michiko y Theo entraron en la sala de descanso, donde ya se encontraban otras cuatro personas. Lou Waters, de pelo canoso, temblaba arriba y abajo en la pantalla; aquel vídeo era un modelo viejo, préstamo de algún miembro del personal, y no tenía una gran función de pausa.
—Ah, estupendo —dijo Raoul al verlos entrar—. Mirad esto —tocó el botón de pausa en el mando y Waters saltó a la acción.
—…David Houseman tiene más información sobre esta historia. ¿David?
La imagen cambió para mostrar a David Houseman, de la CNN, frente a una pared llena de relojes antiguos; aun con una noticia urgente, la CNN buscaba siempre imágenes que llamaran la atención.
—Gracias, Lou —dijo Houseman—. Por supuesto, prácticamente ninguna visión tenía referencias temporales, pero hay gente que se encontraba en estancias con relojes o calendarios en la pared, o que estaba leyendo noticias electrónicas (no parecía haber periódicos impresos), de modo que somos capaces de conjeturar una fecha. Parece que las visiones pertenecen a veintiún años, seis meses, dos días y dos horas por delante del momento del suceso; las imágenes pertenecen al periodo que va de las dos y veintiuno a las dos y veintitrés de la tarde, hora de la Costa Este, del miércoles 23 de octubre de 2030. Esto asume que las aberraciones ocasionales son explicables: algunas personas leían noticias fechadas el 22 de octubre de 2030, o incluso anteriores; podemos presumir que leían ediciones atrasadas. Y las referencias temporales, por supuesto, dependen en gran medida de la zona horaria en la que estuviera la persona. Estamos asumiendo que la mayoría de la gente seguirá viviendo en la misma zona dentro de dos décadas, y que aquellos cuyos informes difieren horas enteras de lo esperado se encontraban en zonas horarias distintas…
Raoul volvió a apretar el botón de pausa.
—Ahí está —dijo—. Un número concreto. Lo que fuera que hiciéramos provocó, de algún modo, que la consciencia de la raza humana saltara hacia delante veintiún años, durante un período de dos minutos.
Theo regresó a la oficina, con la negrura de la noche visible a través de la ventana. Toda aquella charla sobre visiones era inquietante, especialmente al no tener una él mismo. ¿Tendría razón Lloyd? ¿Estaría muerto dentro de menos de veintiún años? Sólo tenía veintisiete, por el amor de Dios; en dos décadas, ni siquiera se acercaría a los cincuenta. No fumaba (algo que no tendría mucho sentido de venir de un norteamericano, pero que para un griego era casi un logro); hacía ejercicio con regularidad. ¿Por qué demonios iba a morir tan joven? Tenía que haber otra explicación para su falta de visión.
Su teléfono comenzó a sonar y descolgó el auricular.
—¿Diga?
—Hola —respondió en inglés una voz de mujer—. ¿Está… eh… Theodosios Procopides? —se tropezaba con el nombre.
—Al aparato.
—Me llamo Kathleen DeVries —respondió la mujer—. He estado dudando si debía hablar con usted. Le llamo desde Johannesburgo.
—¿Johannesburgo? ¿Johannesburgo de Sudáfrica?
—Al menos de momento, sí. Si las visiones son ciertas, en algún momento de los próximos veintiún años será rebautizada como Azania.
Theo aguardó en silencio a que continuara, lo que la mujer hizo tras una pausa.
—Y es por las visiones por lo que le llamo. En la mía usted estaba involucrado.
Theo sintió el corazón saltar en su pecho. ¡Qué noticia más maravillosa! Puede que no hubiera tenido visión propia por cualquier motivo, pero aquella mujer lo había visto dentro de veintiún años. Por supuesto, para ello debía estar vivo; por supuesto, Lloyd estaba equivocado respecto a que estaría muerto.
—¿Y? —preguntó sin aliento.
—Um… siento haberle molestado —dijo DeVries—. ¿Puedo… puedo preguntarle qué mostraba su propia visión?
Theo exhaló lentamente.
—No tuve ninguna.
—Oh. Oh, siento oírlo. Pero… bueno, entonces supongo que no era un error.
—¿Qué no era un error?
—Mi propia visión. Estaba allí, en mi casa de Johannesburgo, leyendo el periódico después de cenar… aunque no estaba impreso. Era una cosa que parecía una hoja lisa de plástico, una especie de lector computerizado. Bueno, pues el artículo que leía resultó ser… bueno, me temo que no hay otro modo de decirlo. Era sobre su muerte.
Theo había leído una vez una historia sobre un hombre que deseaba fervientemente leer el periódico del día posterior, y que cuando al fin logró su deseo, quedaba destrozado al descubrir que contenía la noticia de su propia muerte. El trauma de ver aquello bastó para matarlo, noticia que, por supuesto, tendría cabida en la edición del día posterior. Allí estaba el titular. Pero esto… esto no era el periódico de mañana, sino el de dentro de dos décadas.
—Mi muerte —repitió Theo, como si se hubiera saltado la clase de inglés en la que se explicaran aquellas dos palabras.
—Así es.
Theo trató de recomponerse.
—Mire, ¿cómo puedo saber que no se trata de un engaño, de una broma?
—Lo siento; sabía que no debería haberle llamado. Será mejor…
—No, no, no, no cuelgue. De hecho, me gustaría pedirle su nombre y su número de teléfono. Esta maldita pantalla no muestra más que “Fuera de zona”. Tiene que dejarme que le llame yo, le tiene que estar costando una fortuna.
—Como dije, mi nombre es Kathleen DeVries. Soy enfermera en un hogar de la tercera edad. —Le dio su número de teléfono—. Pero no me importa pagar la llamada. Lo cierto es que no quiero nada de usted, y no estoy tratando de engañarlo. Pero bueno, mire, yo veo gente morir muy a menudo. En la residencia perdemos uno cada semana, pero casi todos tienen ochenta, noventa o incluso cien años. Pero usted… usted sólo tendrá cuarenta y ocho cuando muera, demasiado joven. Pensé en llamarle para que lo supiera, puede que para que, de algún modo, evite su propia muerte.
Theo se quedó en silencio varios segundos antes de responder.
—Y… ¿y decía la noticia de qué iba a morir? —durante un extraño momento, Theo se alegró de que su muerte mereciera una nota en los periódicos internacionales. Casi preguntó si las primeras palabras del artículo no eran, por casualidad, “Ganador del Nóbel”—. Sé que debo tener cuidado con el colesterol. ¿Fue de un infarto?
Se produjo un silencio de varios segundos.
—Umm. Lo siento mucho, Dr. Procopides, me temo que debía haber sido más precisa. No era una necrológica lo que leía, sino una noticia de sucesos —la oyó tragar saliva—. Una noticia sobre su asesinato.
Theo se quedó sin habla. Podía repetir incrédulo aquella última palabra, pero no tenía sentido.
Tenía veintisiete y estaba en buen estado. Como había estado pensando hacía unos instantes, no moriría de muerte natural en apenas veintiún años. Pero… ¿asesinato?
—Dr. Procopides, ¿sigue usted ahí?
—Sí.
De momento.
—L-lo siento, Dr. Procopides. Sé que debe de ser todo un trauma.
Theo esperó unos instantes.
—El artículo que leía… ¿decía quién me mató?
—Me temo que no. Al parecer, era un crimen sin resolver.
—Bueno, ¿y qué decía la noticia?
—He escrito todo lo que recuerdo; se lo puedo enviar por correo electrónico, pero bueno, déjeme leérselo. Recuerde que es una reconstrucción. Creo que es bastante precisa, pero no puedo garantizarle cada palabra. —Se detuvo, aclaró la garganta y comenzó—. El titular era “Físico tiroteado”.
Tiroteado, pensó Theo. Dios.
DeVries prosiguió.
—La noticia estaba fechada en Ginebra, y decía: “Theodosios Procopides, físico griego trabajando en el CERN, centro europeo de física de partículas, fue encontrado muerto hoy de varios disparos. Procopides, doctorado por la Universidad de Oxford, era director del Colisionador de Taquiones-Tardiones…
—Repita eso —dijo Theo.
—El Colisionador de Taquiones-Tardiones —dijo DeVries. Pronunciaba mal “taquiones”, usando una “ch” suave en vez del sonido “k”—. Nunca había oído estas palabras.
—No existe tal colisionador —dijo Theo—, al menos de momento. Por favor, siga.
—…director del Colisionador de Taquiones-Tardiones del CERN. El Dr. Procopides llevaba veintitrés años en dicho centro. No se conocen motivos para el asesinato, pero se descarta el robo, ya que se encontró la cartera del Dr. Procopides en el cuerpo. Se presume que los disparos se produjeron entre las doce y la una de la tarde de ayer, hora local. Se seguirá investigando. El Dr. Procopides deja…
—¿Sí? ¿Sí?
—Lo siento. Eso es todo.
—¿Quiere decir que la visión terminó antes de leer el artículo?
Se produjo un pequeño silencio.
—Bueno, no exactamente. El resto del artículo seguía fuera de la pantalla, y en vez de pulsar el botón de siguiente página, que podía ver en el lateral del dispositivo lector, seleccioné otro artículo —hizo una pausa—. Lo siento, Dr. Procopides. Yo… la yo de 2009, estaba interesada en el resto del artículo, pero a mi versión de 2030 no parecía importarle. Intenté hacerle… hacerme tocar ese control, pero no funcionó.
—¿Entonces no sabe quién me mató, ni por qué?
—Lo siento.
—Y el periódico que leía… ¿está segura de que era el del día? Ya sabe, el del 23 de octubre de 2030.
—En realidad no. Había un… ¿cómo llamarlo? ¿un encabezado? Había un encabezado en lo alto del lector que señalaba de forma prominente la fecha y el nombre del periódico: The Johannesburg Star, jueves 22 de octubre de 2030. De modo que creo que era el periódico de ayer, si usted me entiende —hizo una pausa—. Siento ser portadora de malas noticias.
Theo esperó un tiempo, tratando de digerir todo aquello. Ya era malo tener que lidiar con la idea de estar muerto en veinte meros años, pero la de que alguien pudiera matarlo era excesivo.
—Muchas gracias, señorita DeVries —dijo—. Si recuerda cualquier otro detalle, lo que sea, por favor, hágamelo saber. Le ruego que me envíe la transcripción que mencionó —le dio su número de fax.
—Así lo haré —dijo—. L-lo siento; parece usted un joven muy agradable. Espero que pueda averiguar quién lo hizo, quién va a hacerlo… y que encuentre un modo de evitarlo.
Ya era casi medianoche. Lloyd y Michiko recorrían el pasillo en dirección al despacho de él, cuando oyeron la voz de Jake Horowitz llamándoles desde una puerta abierta.
—Eh, Lloyd, venga a ver esto.
Entraron en la estancia. El joven Jake estaba de pie junto a un televisor. La pantalla sólo mostraba nieve.
—Nieve —dijo Lloyd, señalando lo evidente, mientras se situaba junto a Jake.
—Así es.
—¿Qué canal quieres coger?
—Ninguno. Estoy reproduciendo una cinta.
—¿De qué?
—Es la cámara de seguridad del portón principal del campus del CERN —pulsó el botón de extracción, y la cinta VHS obedeció. La reemplazó por otra—. Y ésta es la cámara de seguridad del Microcosmos. —Pulso “play”; la pantalla volvió a llenarse de nieve.
—¿Estás seguro de que los formatos son compatibles? —Suiza empleaba el sistema de grabación PAL, y aunque las máquinas multiplataforma eran comunes, había en el CERN algunos vídeos que sólo funcionaban con el NTSC.
Jake asintió.
—Estoy seguro. Me costó un rato encontrar un video que mostrara siquiera esto. Casi todos ponen una pantalla azul si no reciben una señal.
—Pues si el formato de vídeo es correcto, las cintas deben de tener algún problema —dijo Lloyd frunciendo el ceño—. Puede que se produjera un pulso electromagnético asociado con el… el… con lo que fuera; podría haber borrado las cintas.
—Eso pensé yo también al principio. Pero observe esto —pulsó el botón de rebobinado. La nieve aceleró su danza en la pantalla, mientas las letras REV (la abreviatura era la misma en muchas lenguas europeas) aparecía en la esquina superior derecha. Medio minuto más tarde, apareció de repente una imagen, mostrando la exposición Microcosmos, la galería del CERN dedicada a explicarle a los turistas la física de partículas. Jake rebobinó algo más antes de levantar el dedo del botón.
—¿Ve? —dijo—. Ésa es una grabación anterior; mire la hora —en la parte inferior de la pantalla, centrada, una lectura digital aparecía superpuesta a la imagen, con un reloj que avanzaba con normalidad: “16h58m22s”, “16h58m23s”, “16h58m24s”…
—Un minuto y medio aproximadamente antes del comienzo del fenómeno —dijo Jake—. Si hubiera habido algo como un PEM, también hubiera borrado lo que ya estaba en la cinta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lloyd—. ¿Que la cinta se queda en blanco justo al comienzo del fenómeno? —le gustaba la palabra que Jake había usado para definir lo sucedido.
—Sí… y que recupera la imagen exactamente un minuto y cuarenta y tres segundos más tarde. Sucede lo mismo en todas las cintas que he comprobado: un minuto y cuarenta y tres segundos de estática.
—¡Lloyd, Jake, venid rápido! —Era la voz de Michiko; los dos hombres se giraron para verla llamándolos desde el umbral. Corrieron tras ella y entraron en la puerta más cercana, la sala de descanso, en la que el televisor aún mostraba la CNN.
—…y, por supuesto, se grabaron cientos de miles de vídeos durante el período en el que las mentes de la gente estuvieron en otra parte —decía la presentadora Petra Davies—: grabaciones de cámaras de seguridad, cámaras de vídeo caseras en marcha, cintas de los estudios de televisión, incluyendo las de nuestros propios archivos, aquí en la CNN, exigencia de la FCC, y más. Asumíamos que todas ellas mostrarían claramente a la gente quedando inconsciente, desplomándose en el suelo…
Lloyd y Jake intercambiaron miradas.
—Pero —siguió Davies— ninguna mostraba nada. O, para ser más exactos, no mostraban nada salvo estática, puntos blancos y negros pulsando en la pantalla. Por lo que sabemos, todos los vídeos realizados en el mundo durante el salto al futuro muestran esta estática durante precisamente un minuto y cuarenta y tres segundos. Del mismo modo, otros dispositivos de grabación, como los conectados a los instrumentos meteorológicos que empleamos en nuestra información del tiempo, no registraron dato alguno durante el periodo de inconsciencia. Si alguno de los espectadores tiene un vídeo o grabación realizada durante este tiempo, y que muestre alguna imagen, nos gustaría ponernos en contacto con él. Puede llamarnos al teléfono gratuito…
—Increíble —dijo Lloyd—. No puedo más que preguntarme qué pasó exactamente durante aquel tiempo.
Jake asintió.
—Así es.
—“Salto al futuro”, ¿eh? —dijo Lloyd saboreando el término empleado por la presentadora—. No es un mal nombre.
Jake asintió de nuevo.
—Desde luego, es mucho mejor que “El desastre del CERN”, o algo parecido.
Lloyd frunció el ceño.
—Así es.
Theo se recostó en la silla de su despacho, con las manos detrás de la cabeza, contemplando la constelación de oquedades en las baldosas acústicas del techo, pensando en lo que le había dicho DeVries.
No era como saber que ibas a morir en un accidente. Si te advertían de que te iba a atropellar un coche en una calle, a una hora, te bastaba con evitar estar en ese lugar en ese momento, y ¡voilà!, crisis solucionada. Pero si alguien estaba dispuesto y decidido a matarte, sucedería antes o después. No estar aquí, o dondequiera que tuviera lugar el asesinato (la historia del Johannesburg Star no mencionaba el lugar preciso), el 21 de octubre de 2030, no bastaba necesariamente para salvar a Theo.
El Dr. Procopides deja…
¿Deja qué? ¿A sus padres? Papá tendría ochenta y dos y mamá setenta y nueve para entonces. Su padre había sufrido un infarto hacía algunos años, pero desde entonces había sido muy escrupuloso con el colesterol, dejando el saganaki y las ensaladas de queso feta que tanto le gustaban. Desde luego, podían estar vivos para entonces.
¿Cómo se lo tomaría papá? Se suponía que los padres no sobrevivían a sus hijos. ¿Pensaría que ya había tenido una buena y larga vida? ¿Perdería las ganas de vivir, muriendo pocos meses después y dejando a su madre sola? Theo deseaba que sus padres estuvieran vivos dentro de veintiún años, pero…
El Dr. Procopides deja…
…¿mujer e hijos?
Eso era lo que normalmente se ponía en las necrológicas. Lo pondría su mujer, su esposa Anthoula, quizá una hermosa muchacha griega. Eso haría feliz a papá.
Salvo que…
Salvo que Theo no conocía a ninguna hermosa muchacha griega… ni a ninguna hermosa muchacha de ningún país. Al menos (un pensamiento acudió a su cabeza, pero lo alejó de sí) a ninguna que estuviera libre.
Se había dedicado en cuerpo y alma a su trabajo. Primero, obteniendo unas notas que le permitieran acudir a Oxford. Después, para conseguir el doctorado. Después para lograr su puesto en el CERN. Sí, había habido mujeres, por supuesto, adolescentes en Atenas, asuntos de una noche con otras estudiantes e incluso una vez, en Dinamarca, una prostituta. Pero siempre había pensado que más tarde habría tiempo para el amor, el matrimonio y los hijos.
¿Pero cuándo llegaría ese tiempo?
Se había preguntado si el artículo comenzaría por “Ganador del Nóbel”. No era así, pero se lo había preguntado; y, para ser honesto consigo mismo, era algo para preocuparse seriamente. Un Nóbel representaba la inmortalidad, ser recordado para siempre.
El experimento del LHC que Lloyd y él habían pasado varios años preparando debería haber producido el bosón de Higgs; si lo hubiesen logrado, sin duda el Nóbel le hubiera seguido poco después. Pero no habían tenido éxito.
El éxito. Como si se contentara sólo con uno.
¿Muerto en veintiún años? ¿Quién lo recordaría?
Era una locura. Era inconcebible.
Era Theodosios Procopides, por el amor de Dios. Era inmortal.
Claro que lo era. Claro que sí. Tenía veintisiete años, ¿no?
Una esposa. Hijos. Sin duda, la necrológica los hubiera mencionado. Si DeVries hubiera movido la noticia hacia abajo, se hubiera encontrado con sus nombres, y posiblemente con sus edades.
Pero… ¡espera! ¡Espera!
¿Cuántas páginas tenía el típico periódico urbano? ¿Unas doscientas? ¿Y cuántos lectores? La tirada típica de un diario importante podía ser de medio millón de ejemplares. Por supuesto, DeVries había dicho que leía el periódico del día anterior. De todos modos, no podía ser la única que leyera ese artículo durante aquel destello de dos minutos de futuro.
Y, además, al parecer Theo sería asesinado en Suiza (el artículo estaba fechado en Ginebra), pero la historia había llegado a la prensa de Johannesburgo. Eso significaba que debía de haberse filtrado a otros periódicos y grupos de noticias del mundo, posiblemente con diferentes relatos de los acontecimientos. Desde luego, el Tribune de Gèneve dispondría de un artículo más detallado. Podía haber cientos, miles de personas que leyeran la noticia sobre su muerte.
Podía poner anuncios para encontrarlos, en la Internet y en los principales periódicos. Podía descubrir más, enterarse con seguridad de si lo que había dicho la señora DeVries era cierto.
—Mira esto —dijo Jake Horowitz, depositando su tablero de datos sobre la mesa de Lloyd; mostraba una página web.
—¿Qué es?
—Material del Servicio Geológico de los Estados Unidos. Lecturas sismográficas.
—¿Sí?
—Mira las lecturas de hace unas horas.
—Oh, Dios mío.
—Exactamente. Durante casi dos minutos, comenzando a las cinco de la tarde de nuestro huso, los detectores no registraron nada. O marcaron alteración cero, lo que es imposible, pues la Tierra siempre tiembla ligeramente, aunque sólo sea por la interacción de la Luna con las mareas, o no grabaron dato alguno. Es como con las cámaras de vídeo: no existe registro alguno de lo que sucedió durante aquellos dos minutos. Lo he contrastado con diversos servicios meteorológicos nacionales. Sus instrumentos de medición (velocidad del viento, temperatura, presión del aire, etc.) no grabaron nada durante el salto al futuro. Y la NASA y la ESA informan de períodos muertos en la telemetría de sus satélites durante el lapso.
—¿Cómo es posible? —preguntó Lloyd.
—No lo sé —respondió Jake, pasándose la mano por el pelo rojo—. Pero, de algún modo, todas las cámaras, sensores e instrumentos de registro del mundo simplemente dejaron de grabar en el periodo del salto.
Theo estaba sentado en su despacho, con un Pato Donald de plástico observándolo desde encima del monitor, pensando en cómo expresar lo que quería decir. Después de todo, necesitaba convertir la información en un anuncio clasificado en cientos de periódicos de todo el mundo; le costaría una fortuna si no era conciso. Tenía tres teclados: uno francés AZERTY, uno inglés QWERTY y otro griego. Usaba el inglés:
Theodosios Procopides, natural de Atenas, trabajador del CERN, será asesinado el lunes 21 de octubre de 2030. Si su visión está relacionada con este crimen, por favor escriba a procopides@cern.ch.
Pensó en dejarlo así, pero añadió una última frase: “Espero poder prevenir mi propia muerte”.
Theo podía traducirlo al griego y al francés; en teoría, su ordenador se encargaría de hacerlo a cualquier otro idioma, pero si algo había aprendido de su estancia en el CERN era que las traducciones informáticas eran imprecisas; aún recordaba el horrendo incidente del banquete de Navidad. No, recabaría la ayuda de algunos trabajadores del CERN para hacerlo, y para que le aconsejaran sobre los periódicos más importantes de cada uno de sus países.
Pero había una cosa que podía hacer de inmediato: subir aquella nota a varios grupos de noticias. Lo hizo antes de irse a dormir a casa.
Al fin, a la una de la madrugada, Lloyd y Michiko dejaron el CERN. De nuevo, abandonaron el Toyota en el estacionamiento; en modo alguno era extraño que la gente del CERN se quedara trabajando toda la noche.
Michiko trabajaba para Sumitomo Electric; era una ingeniera especializada en tecnología superconductora-aceleradora, asignada a largo plazo en el CERN, que había comprado varios componentes del LHC a Sumitomo. Sus jefes le habían proporcionado a ella y a Tamiko un maravilloso apartamento en la Margen Derecha de Ginebra. Lloyd no estaba tan bien pagado, y no le sufragaban la estancia; su apartamento se encontraba en el pueblo de St. Genis. Le gustaba vivir en Francia y trabajar casi todo el tiempo en Suiza; el CERN disponía de su propia aduana, que permitía al personal cruzar la frontera sin preocuparse por enseñar el pasaporte.
Lloyd había alquilado un apartamento amueblado; aunque llevaba dos años en el CERN, no pensaba en la casa como en su hogar, y la idea de comprar muebles no le parecía muy sensata, ya que debería enviarlos luego a Norteamérica. Su mobiliario era algo pasado de moda y demasiado recargado para su gusto, pero al menos conjuntaba bien: la madera oscura, las alfombras naranjas, las paredes rojo oscuro. Creaba un ambiente cálido y acogedor, a costa de hacer que el espacio pareciera menor. Pero no tenía conexión emocional alguna con aquel apartamento: nunca se había casado ni había vivido con alguien del sexo opuesto, y en los veinticinco años que habían pasado desde que se marchara de casa de sus padres había tenido once direcciones distintas. A pesar de todo, aquella noche no había duda de que irían a su apartamento, no al de ella. Había demasiado de Tamiko en el piso de Ginebra, demasiado para soportarlo tan pronto.
El apartamento de Lloyd se encontraba en un edificio de cuarenta años, calentado por radiadores eléctricos. Se sentaron en el sofá. Él tenía un brazo sobre los hombros de ella, tratando de consolarla.
—Lo siento.
El rostro de Michiko aún parecía hinchado. Tenía periodos de calma, pero las lágrimas comenzaban de repente y no parecían terminar nunca. Asintió ligeramente.
—No había modo de preverlo —dijo Lloyd—, ni de evitarlo.
Pero Michiko negó con la cabeza.
—¿Qué clase de madre soy? Me llevo a mi hija a medio mundo de distancia de sus abuelos, de su casa.
Lloyd no dijo nada. ¿Qué iba a decir? ¿Que había parecido una idea maravillosa? Irse a estudiar a Europa, aunque fuera con solo ocho años, hubiera sido una experiencia increíble para cualquier niño. Desde luego, llevar a Tamiko a Suiza había sido lo correcto.
—Debería intentar hablar con Hiroshi —dijo Michiko. Era su ex marido—. Tengo que asegurarme de que ha recibido el correo electrónico.
Lloyd pensó en comentarle que Hiroshi probablemente no mostrara mayor interés en su hija ahora que estaba muerta que el que había tenido estando viva. Aunque nunca lo había conocido, lo odiaba a muchos niveles. Lo odiaba por entristecer a Michiko, no una vez, ni dos, sino durante años. Le dolía pensar en la vida de ella sin una sonrisa en la cara, sin alegría en el corazón. Además, si quería ser brutalmente honesto, lo odiaba por haberla tenido primero. Pero no dijo nada. Se limitó a acariciar su lustroso pelo negro.
—Él no quería que me la trajera —dijo Michiko sollozando—. Quería que se quedara en Tokio, que fuera a una escuela japonesa —se limpió los ojos—. “A una escuela apropiada”, decía. Si le hubiera hecho caso…
—El fenómeno se produjo en todo el mundo —respondió Lloyd suavemente—. No hubiera estado más segura en Tokio que en Ginebra. No puedes culparte.
—No lo hago. Yo…
Pero se detuvo. Lloyd no pudo sino preguntarse si iba a decir “Te culpo a ti”.
Michiko no había venido al CERN para estar con Lloyd, pero ninguno de los dos dudaba que él era el motivo por el que había decidido quedarse. Ella le había pedido a Sumitomo que la mantuviera allí después de instalar el equipo del que era responsable. Durante los dos primeros meses, Tamiko se había quedado en Japón, pero una vez Michiko decidió prolongar su estancia, se las arregló para traerse a su hija a Europa.
Lloyd también había amado a Tamiko. Sabía que el de padrastro siempre era un papel difícil, pero los dos se llevaban muy bien. A no todos los jóvenes les gustaba que un padre divorciado encontrara nuevo compañero; la propia hermana de Lloyd había roto con su novio porque a sus dos hijos pequeños no les gustaba aquel nuevo hombre en sus vidas. Pero Tamiko le había dicho una vez que le gustaba porque hacía sonreír a su madre.
Lloyd miró a su prometida. Estaba tan triste que se preguntó si alguna vez la volvería a ver sonreír. También tenía ganas de llorar, pero algo estúpido y masculino no se lo permitía mientras ella estuviera llorando a su vez. Se contuvo.
Se preguntó qué impacto iba a tener aquello en su próximo matrimonio. No había tenido más motivos para proponerlo que su amor total y completo por Michiko. Y no dudaba del amor que ella sentía, pero, al menos en cierta medida, ella siempre había tenido un segundo motivo para casarse con él. Por moderna y liberada que fuera, y al menos para los estándares japoneses era muy moderna, siempre había buscado un padre para su hija, alguien que le ayudara a criar a Tamiko, que le proporcionara una presencia masculina.
¿Era ése el único interés de Michiko? Oh, sí, los dos lo pasaban estupendamente juntos, pero muchas parejas eran iguales sin un matrimonio o un compromiso a largo plazo. ¿Seguiría queriendo casarse con él ahora?
Y, por supuesto, estaba aquella otra mujer, la de su visión, la prueba vívida y clara…
La prueba de que, igual que el matrimonio de sus padres había acabado en divorcio, lo haría el suyo si terminaba al fin casándose con Michiko.
Resumen de prensa
El número de muertos sigue aumentando tras el fenómeno de salto al futuro producido ayer. En Caracas, Venezuela, Guillermo Garmendia, de 36 años, aparentemente desconsolado por la muerte de su esposa María, de 34, abatió de sendos disparos a sus hijos Ramón (7) y Salvador (5), suicidándose acto seguido.
El gobierno de Queensland, Australia, ha declarado formalmente el estado de emergencia por los efectos del salto al futuro.
La Bondplus Corporation de San Rafael, California, está en estado de gran agitación. El director ejecutivo, el consejero financiero y todo el consejo de administración murieron cuando el reactor corporativo se estrelló al despegar durante el salto al futuro. Bondplus se encontraba en pleno proceso de defensa contra una adquisición hostil por parte de su archirrival, Jasmine Adhesives.
La Comisión de Transportes de Toronto ha recibido una demanda por valor de mil millones de dólares (canadienses) por su responsabilidad por los pasajeros muertos y heridos durante el salto al futuro. La demanda asegura que la Comisión actuó de forma negligente al no instalar pavimentos acolchados en el fondo de las escaleras manuales y mecánicas para proteger al público en caso de caídas.
La venta masiva de yenes ha provocado una nueva crisis en la economía japonesa, al haberse recibido informaciones mediante el salto al futuro de que la moneda se depreciará en un 50% respecto al dólar americano para 2030.
Y seguía.
Theo tenía la cabeza inclinada, contemplando los informes extendidos por toda su mesa. Debía haber una respuesta, una explicación racional para lo que había sucedido. Los físicos investigaban, exploraban y debatían posibles causas por todo el CERN.
La puerta del despacho de Theo se abrió, dejando entrar a Michiko Komura, que llevaba varios papeles en la mano.
—He oído que buscas información sobre tu propio asesinato —dijo.
Theo sintió cómo se aceleraba su pulso.
—¿Sabes algo?
—¿Yo? —dijo ella frunciendo el ceño—. No. No, lo siento.
—Oh —un latido—. ¿Por qué lo comentas?
—No, sólo estaba pensando. No puedes ser el único desesperado por saber más sobre su propio futuro.
—Supongo.
—Y bueno, creo que debería haber un método centralizado para coordinar todo eso. Quiero decir que vi tu mensaje colgado en el grupo de noticias esta semana, y no era precisamente el único.
—¿De verdad?
—Hay miles de personas buscando información sobre su futuro. No todos quieren hechos sobre sus muertes, claro, pero… bueno, déjame leerte algunos.
Se sentó y comenzó a leer los papeles.
—“Cualquiera con información sobre el paradero futuro de Marcus Whyte, póngase en contacto…”. “Estudiante de universidad busca consejo sobre su carrera: si su visión indicaba cualquier cosa sobre los trabajos con gran demanda en 2030, hágamelo saber”. “Se busca información sobre el futuro del Comité Internacional de la Cruz Roja…”.
—Fascinante —dijo Theo. Sabía lo que Michiko pretendía: enterrarse en algo, lo que fuera, con tal de no pensar en la pérdida de Tamiko.
—¿A que sí? Y también hay ya un puñado de anuncios en la Web, invitaciones de grandes corporaciones en busca de información que pudiera serles de utilidad. No sabía que podías coger un banner y colocarlo tan rápido, pero supongo que todo es posible si estás dispuesto a pagar por ello —se detuvo y apartó la mirada; era claro que Tamiko pasaba por su mente. Por desgracia, había cosas para las que no había precio alguno. Tras un momento, continuó—. En realidad, me parece que no deberías publicar la información sobre tu asesinato. Esta mañana le decía a Lloyd que es probable que las compañías de seguros ya estén reuniendo datos sobre cualquiera que vaya a morir en los próximos veinte años para poder rechazar sus peticiones de pólizas.
Theo sintió mariposas en el estómago. No había pensado en todo aquello.
—Y entonces ¿crees que alguien debería coordinar todo esto?
—Bueno, la información empresarial no; no permitiría que mis jefes en Sumitomo me oyeran diciendo esto, pero me da igual qué compañía se enriquece y cuál no. Pero los asuntos personales, la gente que trata de averiguar lo que le reserva el futuro, que intenta buscar sentido a sus visiones… creo que deberíamos ayudarlos.
—¿Tú y yo?
—No, no solo tú y yo. Todo el CERN.
—Béranger nunca pasará por ahí —dijo Theo, negando con la cabeza—. No quiere que admitamos participación alguna.
—No tenemos que hacerlo. Simplemente podemos presentarnos voluntarios para coordinar una base de datos. Poseemos la capacidad informática necesaria y, después de todo, el CERN tiene un historial de computación altruista. La WWW se creo aquí, ¿no?
—¿Cuál es tu idea? —preguntó Theo.
Michiko levantó un poco los hombros.
—Un depósito central. Una página web con un formulario: describe tu visión en, no sé, doscientas palabras. Podríamos indexar todas las descripciones, de modo que la gente pudiera buscar mediante palabras clave y operadores booleanos. Ya sabes, todas las visiones que mencionen Aberdeen, pero no acontecimientos deportivos. Cosas así. Por supuesto, el programa indexador cruzaría de forma automática hockey, basboru, etc., con términos generales como “acontecimientos deportivos”. No sólo te ayudaría a ti, sino también a mucha otra gente.
Theo se descubrió asintiendo.
—Tiene sentido. ¿Pero por qué limitar la longitud de las entradas? Es decir, el espacio de almacenamiento es barato. Yo animaría a la gente a ser lo más detallada posible en sus descripciones. Después de todo, lo que puede parecer irrelevante a una persona con una visión podría ser vital para otra.
—Es cierto —dijo Michiko—. Mientras la moratoria de Béranger sobre el LHC esté en efecto, la verdad es que no tengo mucho que hacer. Pero necesito algo de ayuda. Lloyd no me sirve a la hora de programar, y pensé que podrías echarme una mano.
El equipo de Lloyd y Theo había comenzado porque el primero necesitaba alguien con mucha más experiencia programando que él, para codificar sus ideas en experimentos que pudieran desarrollarse mediante ALICE.
Theo ya estaba pensando en la aproximación. Podrían anunciarlo con una nota de prensa; la encargada de relaciones públicas que se golpeó la cabeza durante su visión podía enviarla allá donde fueran esas cosas. Pero en la nota podía usar su propio caso como ejemplo; sería el modo perfecto de asegurarse de que el problema recibiera atención mundial.
—Claro —dijo—. Cuenta con ello.
Después de que Michiko se hubiera ido, Theo regresó a su ordenador y comprobó el correo electrónico. Había las cosas habituales, incluyendo correo basura de una compañía en Mauritania. El gobierno de ese país había conseguido un golpe notable: siendo una de las pocas naciones que no había prohibido la publicidad indiscriminada a sus propias empresas, había atraído a miles de negocios a sus costas.
Theo revisó los demás mensajes. Una nota de un amigo en Sorrento. La petición de una copia de un artículo del que era co-autor; al menos en el MIT todo parecía haber vuelto a la normalidad. Y…
¡Sí! Más información sobre su asesinato.
Era de una mujer en Montreal. Pero había nacido en Francia, no en Canadá, y le gustaba seguir las noticias de su patria. El CERN, por supuesto, estaba a horcajadas entre las fronteras francesa y suiza; aunque la ciudad más cercana fuera Ginebra, un asesinato en sus instalaciones era noticia en los dos países.
Su visión le había encontrado leyendo un artículo en Le Monde sobre su asesinato. Todos los hechos concordaban con el relato de Kathleen DeVries, la primera confirmación de que la mujer surafricana no se estaba riendo de él. Pero las palabras sobre el informe eran bastante distintas. No era solo una traducción de los que DeVries había visto, sino un artículo totalmente distinto. Y contenía un hecho sobresaliente que no aparecía en la noticia de Johannesburgo. Según la mujer francesa, el nombre del detective que investigaría el asesinato era Helmut Drescher, de la policía de Ginebra.
La mujer concluía su correo con un ¡Bonne chance!
Bonne chance. Buena suerte. Sí, sin duda necesitaría mucha.
Se sabía el número de emergencias de la policía de Ginebra de memoria: 1-1-7; de hecho, estaba en una pegatina adherida en todos los teléfonos del CERN. Pero no tenía idea de cuál era el número general, de modo que usó el teclado de su aparato, encontró el número y lo marcó.
—Allo —dijo—. Détective Helmut Drescher, s’il vous plaît.
—No tenemos ningún detective con ese nombre —respondió el policía al otro lado de la línea.
—Podría tener otro puesto, algo menos importante.
—Aquí no hay nadie con ese nombre —replicó la voz.
Theo pensó unos instantes.
—¿Tiene usted un directorio con el resto de las comisarías de policía de Suiza? ¿Hay algún modo de comprobarlo?
—No dispongo de nada parecido; tendríamos que investigar un poco.
—¿Podrían hacerlo?
—¿De qué se trata?
Theo se decantó por la honestidad (en parte, al menos) como la mejor política.
—Está investigando un asesinato, y tengo cierta información.
—De acuerdo, lo comprobaré. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
Theo le dejó su nombre y su número, le dio las gracias y colgó. Decidió intentar un ángulo más directo, escribiendo el nombre de Drescher en el teclado del teléfono.
Bingo. Sólo había un Helmut Drescher en Ginebra; vivía en la Rue Jean-Dassier.
Marcó su número.
Resumen de prensa
Trabajadores en huelga de un hospital en Polonia votaron por unanimidad regresar hoy al trabajo. “Nuestra causa es justa y volveremos a tomar medidas, pero de momento nuestro deber para con la humanidad tiene preferencia”, dijo el líder sindical Stefan Wyszynski.
La gran cadena de cines Cineplex/Odeon ha anunciado entradas gratuitas para todos los clientes que estuvieron en sus salas durante el salto al futuro. Aunque al parecer las películas se proyectaron durante el acontecimiento, los espectadores perdieron el conocimiento, quedándose sin dos minutos de la acción. Se espera que otras cadenas sigan este ejemplo.
Tras batir en las últimas 24 horas la plusmarca de peticiones de registro, la Oficina de Patentes de los Estados Unidos ha cerrado hasta nuevo aviso, pendiente de una decisión del Congreso sobre la patente de inventos vislumbrados durante las visiones.
El Comité para la Investigación Científica de lo Paranormal ha emitido un comunicado de prensa señalando que, aunque aún no tienen explicación para el salto al futuro, no hay motivo alguno para invocar razones sobrenaturales.
Mutua Europea, la principal aseguradora de la Unión Europea , ha declarado la bancarrota.
Ya era el momento, antes de lo que había pensado. Los traumas del día anterior habían provocado que el parto de Marie-Claire Béranger se adelantara. Gaston llevó a su mujer al hospital de Thoiry; vivían en Ginebra, pero para los dos era importante que su hijo naciera en suelo francés.
Como director general del CERN, el sueldo de Gaston era considerable, y Marie-Claire, abogada, también aportaba importantes ingresos. A pesar de todo, era reconfortante saber que, fueran cuales fueran sus medios económicos, Marie-Claire recibiría toda la atención médica necesaria mientras estuviera en estado. Gaston había oído que, en los Estrados Unidos, muchas mujeres veían al doctor por primera vez durante su embarazo en el día del parto. No sorprendía, por tanto, que la tasa de mortalidad infantil en los EE.UU. fuera muchas veces superior a la de Suiza o Francia. No, ellos iban a darle lo mejor a su hijo. Sabían que era niño, y no solo por la visión. Marie-Claire tenía cuarenta y dos años, y su médico le había recomendado una serie de ecografías durante el embarazo; habían visto claramente el pequeñín de su pequeñín.
Por supuesto, no había habido modo de ocultarle su visión a Marie-Claire; Gaston no era de los que escondía secretos a su esposa, pero en aquel caso, además, era imposible. Ella había tenido una visión complementaria: la misma pelea con Marc, pero desde su punto de vista. Gaston estaba agradecido por que Lloyd Simcoe hubiera logrado demostrar que las visiones estaban sincronizadas al hablar con su becario y con aquella mujer en Canadá; Marie-Claire y Gaston habían prometido mantener sus visiones en privado.
Pese a todo, había ciertos temas peliagudos, a pesar de haber compartido la misma escena. Marie-Claire le había pedido a Gaston que describiera qué aspecto tendría dentro de veinte años. Él le había comentado algunos detalles de pasada, entre ellos su aumento de peso; ella pasó varios meses quejándose de lo enorme que estaba por el embarazo, y de que pensaba recuperar la línea de inmediato.
Por su parte, a Gaston le había sorprendido descubrir por su mujer que en el 2030 tendría barba; nunca la había usado en su juventud, y ahora que su bigote comenzaba a encanecer, había asumido que tampoco lo haría en el futuro. Sin embargo, también conoció que conservaría el pelo, pero no sabía si era verdad, una mentira piadosa de su mujer o una indicación de que, para el final de la tercera década del siglo, habría curas comunes para la calvicie.
El hospital estaba atestado de pacientes, muchos en camillas apiladas en los pasillos; al parecer estaban allí desde el acontecimiento del día anterior. A pesar de todo, la mayoría de las heridas habían sido leves, sin requerir visita al hospital, o huesos rotos y quemaduras; comparativamente, se había admitido a pocos pacientes. Y, gracias a Dios, la sección de obstetricia no estaba mucho más atareada de lo normal. Una enfermera condujo a Marie-Claire a la planta en silla de ruedas; Gaston caminaba a su lado, sujetando la mano de su mujer.
Él era físico, por supuesto, o al menos lo había sido; sus diversas tareas administrativas lo habían mantenido lejos de la ciencia real durante más de doce años. No tenía idea de la causa de las visiones. Oh, desde luego estaban relacionadas con el experimento del LHC; la coincidencia temporal era demasiada como para ignorarla. Pero, fuera cual fuera la causa, y por desagradable que hubiera sido su visión, no la lamentaba. Había sido una advertencia, la señal de un despertador, un presagio. Y escucharía, no dejaría que las cosas terminaran así. Sería un buen padre; reservaría todo el tiempo posible para su hijo.
Apretó la mano de su esposa.
Entraron en la sala de partos.
La casa era grande y atractiva (y sin duda cara, por la proximidad al lago). Las líneas exteriores sugerían un chalé, pero sin duda era una afectación: las casas en la Ginebra metropolitana estaban tan alejadas de ellos como los edificios de Manhattan de las granjas. Theo llamó al timbre y aguardó a que abrieran, con las manos en los bolsillos.
—Usted debe de ser el caballero del CERN —dijo la mujer. Aunque Ginebra se encontraba en la zona francófona de Suiza, el acento de la mujer era alemán. Como sede de numerosas instituciones internacionales, la ciudad atraía a gentes de todo el mundo.
—Así es —respondiendo Theo, dudando sobre el tratamiento adecuado—, Frau Drescher. —Probablemente tuviera unos cuarenta y cinco y era delgada y hermosa, con un cabello que Theo creía rubio natural—. Me llamo Theo Procopides. Gracias por su tiempo.
Frau Drescher alzó una vez los hombros.
—Normalmente no le dejaría entrar, por supuesto, un extraño que llama por teléfono… Pero han pasado cosas muy raras estos días.
—Así es —dijo Theo—. ¿Está Herr Drescher en casa?
—Aún no. Normalmente trabaja hasta tarde.
Theo sonrió indulgente.
—Me lo imagino. El trabajo policial debe de ser muy exigente.
La mujer frunció el ceño.
—¿Trabajo policial? ¿Qué cree exactamente que hace mi marido?
—Es oficial de policía, ¿no?
—¿Helmut? Vende zapatos; tiene una zapatería en la rue du Rhône.
La gente podía cambiar de trabajo en veinte años, claro, pero ¿de vendedor a detective? Aquello no era una historia de Horatio Alger, pero seguía pareciendo de lo más improbable. Y, además, las relucientes tiendas de la rue du Rhône eran carísimas. Él no podía permitirse más que mirar escaparates en aquella zona. Era probable que quien quisiera pasar de trabajar allí a hacerse policía tuviera que aceptar un drástico recorte en el salario.
—Lo siento. Había supuesto… su marido es el único Helmut Drescher en el listín de Ginebra. ¿Conoce a alguien más con el mismo nombre?
—No, salvo que se refiera a mi hijo.
—¿Su hijo?
—Lo llamamos Moot, pero en realidad es Helmut Jr.
Por supuesto. El mayor trabajaba en la zapatería, y el hijo era policía. Y, por supuesto, el número de los policías no aparecería en la guía telefónica.
—Ah, me equivoqué. Debe de ser él. ¿Podría decirme cómo ponerme en contacto con su hijo?
—Está arriba, en su cuarto.
—¿Aún vive aquí?
—Claro. Sólo tiene siete años.
Theo se maldijo por su estupidez; aún estaba pugnando por comprender los destellos del futuro; quizá el no haber tenido visión lo excusara de comprender el marco temporal, pero seguía sintiéndose como un imbécil.
Si el joven Moot tenía ahora siete años, tendría veintiocho en la fecha de la muerte de Theo, uno más de los que el físico contaba ahora. Y no tenía sentido preguntarle si quería ser policía de mayor: todos los niños de siete años apostaban por ello.
—No quisiera molestar —dijo Theo—, pero, si no le importara, me gustaría hablar con él.
—No sé. Quizá sea mejor que espere a que llegue mi marido.
—Como guste.
Ella parecía esperar la insistencia del hombre, pero la aceptación de Theo desvaneció sus miedos.
—De acuerdo —dijo—. Pase. Pero debo advertirle: Moot ha estado muy reservado desde… desde aquella cosa de ayer, fuera lo que fuese. Y anoche no durmió bien, así que está algo hosco.
Theo asintió.
—Lo comprendo.
Lo condujo al interior. Era una casa brillante y oreada, con una impresionante vista del lago Léman; al parecer, Helmut Sr. vendía un montón de zapatos.
La escalera consistía en huellas de madera, sin tabica. Frau Drescher se acercó al arranque.
—¡Moot! ¡Moot! ¡Aquí hay alguien que quiere verte! —Se volvió hacia Theo—. ¿Quiere sentarse?
Le señalaba una silla baja de madera con cojines blancos; un sofá cercano le hacía compañía. Se sentó. La mujer volvió a acercarse a las escaleras, ahora de espaldas a Theo.
—¡Moot! ¡Baja! ¡Tienes visita!
Se situó donde Theo pudiera verla y alzó los hombros como disculpa materna.
Por fin se oyeron pasos ligeros sobre los escalones de madera. El muchacho bajaba corriendo; se había mostrado reluctante a obedecer a su madre, pero, como todos los niños, tenía la costumbre de bajar y subir corriendo por las escaleras.
—Ah, Moot —dijo la madre—, éste es Herr Proco…
Theo se había girado para ver al chico. En el momento en que Moot lo vio, lanzó un grito y corrió de inmediato hacia arriba, tan rápido que la escalera se sacudió de forma perceptible.
—¿Qué sucede? —preguntó su madre.
Cuando el chico llegó a su cuarto, cerró la puerta de su cuarto de un portazo.
—Lo siento —dijo Frau Drescher, volviéndose hacia Theo—. No sé qué le pasa.
Theo cerró los ojos.
—Creo que yo sí. No se lo dije todo, Frau Drescher. Yo… dentro de veintiún años estaré muerto. Y su hijo, Helmut Drescher, será detective en la Policía de Ginebra. Investigará mi asesinato.
Frau Drescher se quedó blanca como la nieve que cubría el Mont Blanc.
—Mein Gott —alcanzó a decir—. Mein Gott.
—Tiene que dejarme hablar con él —insistió Theo—. Me reconoció, lo que significa que su visión tuvo algo que ver conmigo.
—No es más que un niño.
—Ya lo sé… pero tiene información sobre mi asesinato. Tengo que descubrir todo cuanto sepa.
—Un crío no puede entender nada de eso.
—Por favor, Frau Drescher, por favor… estamos hablando de mi vida.
—Pero no dirá nada sobre… sobre su visión. Es evidente que lo ha asustado, y no creo que abra la boca.
—Por favor. Debo saber lo que vio.
La mujer pensó unos instantes y entonces, como si se resistiera a su buen juicio, dijo:
—Venga conmigo.
Comenzó a subir por las escaleras, seguida por Theo unos escalones detrás. En la planta alta había cuatro habitaciones: una lavandería, con la puerta abierta; dos dormitorios, también abiertos; y una cuarta pieza, con un cartel de la película original de Rocky pegado con cinta adhesiva al exterior de la puerta cerrada. Frau Drescher hizo un gesto a Theo para que se alejara un poco. Él obedeció mientras la mujer llamaba la puerta.
—¡Moot! Moot, soy mamá. ¿Puedo pasar?
No hubo respuesta.
Drescher asió el picaporte y lo giró lentamente, abriendo poco a poco la puerta.
—¿Moot?
Llegó una voz sofocada, como si el chico tuviera la cara apretada contra una almohada.
—¿Sigue ahí ese hombre?
—Te prometo que no entrará —una pausa—. ¿Lo conoces de algo?
—He visto esa cara. Esa boca.
—¿Dónde?
—En una habitación. Estaba en una cama —una pausa—. Pero no era una cama, era de metal. Y había una cosa… como esa bandeja en la que sirves la comida.
—¿Una bandeja? —dijo Frau Drescher.
—Tenía los ojos cerrados, pero era él. Y…
—¿Y qué?
Silencio.
—Puedes contármelo, Moot. Puedes contármelo todo.
—No tenía ni camisa ni pantalones. Y había un señor con una bata blanca, como la que llevamos en clase de dibujo. Pero tenía un cuchillo, y estaba…
Theo, aguardando en el pasillo, contuvo el aliento.
—Tenía un cuchillo, como… y estaba… estaba…
Abriéndome, pensó Theo. Una autopsia, el detective observando al forense.
—Era tan asqueroso… —dijo el chico.
Theo se acercó en silencio, llegando al umbral, tras Frau Drescher. El pequeño estaba tumbado boca abajo.
—Moot… —dijo Theo muy bajo—. Moot, siento mucho que tuvieras que ver eso… pero tengo que saberlo. Tengo que saber qué te decía el hombre.
—No quiero hablar de ello —respondió el niño.
—Lo sé… lo sé. Pero es muy importante para mí. Por favor, Moot. El hombre de la bata blanca era un doctor. Por favor, cuéntame qué te estaba diciendo.
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó el chico a la madre.
Theo pudo ver las emociones pugnando en el rostro de la madre. Por una parte, quería proteger al niño de una situación desagradable; por otra, era evidente que allí había en juego algo mucho más importante. Al fin se decidió.
—No, no tienes por qué hacerlo, pero sería de gran ayuda —se acercó a la cama, se sentó en el borde y acarició el pelo rubio y corto de su hijo—. Ya ves que Herr Procopides necesita mucha ayuda. Alguien va a intentar matarlo, pero puede que tú consigas impedirlo. ¿No te gustaría ayudarle, Moot?
Ahora era el turno del niño de luchar con sus pensamientos.
—Creo que sí —dijo al fin. Levantó un poco la cabeza, miró a Theo y apartó rápidamente la vista.
—¿Moot? —dijo la madre, sacudiéndolo con suavidad.
—Se tiñe el pelo —dijo el muchacho, como si fuera algo repugnante—. En realidad es gris.
Theo asintió. El joven Helmut no comprendía. ¿Cómo iba a hacerlo? Un niño de siete años, transportado de repente de donde estuviera (el recreo, quizá, o un aula, o incluso la seguridad de su propio cuarto). Transportado desde allí a un depósito de cadáveres, observando cómo abrían un cuerpo en canal, viendo una sangre oscura y espesa derramarse por la mesa.
—Por favor —dijo Theo—. T-te prometo que no volveré a teñirme.
El chico calló durante unos instantes, antes de hablar con cuidado, de forma entrecortada.
—Usaban muchas palabras raras. No comprendí la mayoría.
—¿Hablaban francés?
—No, alemán. El otro señor no tenía acento, igual que yo.
Theo sonrió un tanto, ya que el acento del muchacho era bastante fuerte. De todos modos, dos tercios de la población suiza hablaban normalmente el alemán, mientras que sólo el dieciocho por ciento empleaba el francés en la vida diaria. Sí, Ginebra estaba en la zona francófona, pero no era raro que dos germanohablantes usaran el alemán si no había nadie más con ellos.
—¿Dijeron algo sobre una herida de entrada? —preguntó Theo.
—¿Una qué?
—Una herida de entrada. —Moot y Theo estaban hablando en francés; el científico esperaba haberse expresado bien—. Ya sabes, el lugar por el que entró la bala.
—Balas —dijo el chico.
—¿Perdón?
—Balas. Había tres. —Miró a su madre—. Eso es lo que dijo el señor de la bata.
Tres balas, pensó Theo. Alguien me quería bien muerto.
—¿Y las heridas de entrada? —insistió Theo—. ¿Dijeron algo sobre eso?
—En el pecho.
Así que veré al asesino, pensó el griego.
—¿Podrías contarme algo más?
—Yo dije algo —respondió el niño.
—¿El qué?
—Vamos, parecía que lo decía yo, pero no era mi voz. Era mucho más fuerte, ¿sabes?
Había crecido. Claro que era más fuerte.
—¿Qué dijiste?
—Que le habían disparado desde muy cerca.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía. No sé por qué lo dije. Las palabras salían.
—¿Dijo algo el forense… el hombre de la bata… cuando le contaste eso?
El chico estaba ahora sentado en la cama, encarado con él.
—No, sólo dijo sí con la cabeza. Como si estuviera de acuerdo.
—Muy bien. ¿Y dijo algo que te hiciera comentar que había sido desde muy cerca?
—No lo entiendo —respondió—. Mamá, ¿tengo que hacer esto?
—Por favor —dijo Frau Drescher—. Tomaremos helado de postre. Sólo tienes que ayudar a este señor tan simpático un poco más.
El chico frunció el ceño, como si sopesara el valor del helado.
—Dijo que usted había muerto en un combate de boxeo.
Theo se sintió sorprendido. Podía ser arrogante, podía ser agresivo, pero nunca en su vida adulta había golpeado a otro ser humano. De hecho, se consideraba pacifista, y había rechazado algunas ofertas lucrativas de compañías de defensa tras su graduación. Nunca había estado en un combate de boxeo en su vida; no lo consideraba un deporte, sino una muestra de salvajismo.
—¿Estás seguro de que dijo eso? —preguntó. Miró el cartel de Rocky en la puerta, y después la pared detrás de Moot, en la que había otro cartel de Evander Holyfield, campeón de los pesos pesados. ¿Estaría confundiendo sus sueños con la visión?
—Ajá —dijo Moot.
—¿Pero por qué iban a dispararme en un combate de boxeo?
El muchacho se encogió de hombros.
—¿Recuerdas algo más?
—Dijo que algo era muy pequeño.
—¿Algo era pequeño?
—Sí. De sólo nueve milímetros.
Theo miró a la madre.
—Es un calibre de pistola. Creo que se refiere al diámetro del cañón.
—Odio las armas —dijo Frau Drescher.
—Y yo —respondió el griego. Volvió a mirar al niño—. ¿Qué más dijo?
—“Glock”. El señor repetía “Glock”.
—Eso es una clase de pistola. ¿Dijo algo más?
—Algo sobre dalística…
—Dal… ¿no será balística?
—Puede. Iba a mandar las balas a dalística. ¿Es una ciudad?
Theo negó con la cabeza.
—¿Dijo algo más sobre las balas?
—Eran americanas. El señor dijo que ponía “Remington” en los casquillos, y yo sabía lo que era eso, y dije “Americanas” y él dijo que sí.
—¿Comentó algo más? ¿Algo mientras miraban mi pecho?
El niño palideció.
—Había tanta sangre… y tripas. Yo…
Frau Drescher apretó al niño contra ella.
—Lo siento, Herr Procopides, pero creo que ya es suficiente.
—Pero…
—No. Debe usted marcharse.
Theo exhaló. Buscó en el bolsillo, sacó una de sus tarjetas y la dejó sobre la cama del niño.
—Moot, aquí puedes localizarme. Por favor, conserva esta tarjeta. Si en cualquier momento, y me refiero a cualquiera, aunque sea dentro de años, sucede algo que creas que debería conocer, te ruego que me llames. Es muy importante para mí.
El muchacho observó el pequeño rectángulo; era probable que nunca le hubieran dado una tarjeta.
—Quédatela, es para ti. Guárdala bien.
Moot la tomó con cuidado.
Theo entregó otra tarjeta a la madre, le dio las gracias y se marchó.
Resumen de prensa
Darren Sunday, estrella de la serie de televisión de la NBC Dale Rice, murió hoy por las heridas provocadas en la caída producida durante el fenómeno. Se ha detenido la grabación, que había continuado en ausencia de Sunday.
La Comisión de Transportes del Estado de Nueva York informa de que aún no se ha despejado el accidente múltiple de 72 vehículos cerca de la salida 44 (Canandaigua); la autopista del oeste sigue bloqueada en ese punto. Se aconseja tomar rutas alternativas.
Un grupo de diez mil musulmanes en Londres, Inglaterra, cuyas plegarias quedaron interrumpidas durante el salto al futuro, se reunieron hoy en Picadilly Circus para encararse hacia La Meca y rezar en masse.
El Papa Benedicto XVI ha anunciado un durísimo programa de visitas internacionales. Invita a católicos y no católicos a acudir a las misas, preparadas para consolar a aquellos que hayan perdido a seres queridos durante el salto al futuro. Al preguntársele sobre si el fenómeno constituía un milagro, el pontífice se reservó su opinión.
La Fundación Infantil de Naciones Unidas ayudará a las sobrecargadas agencias nacionales de adopción a encontrar hogar a los niños que quedaron huérfanos durante el salto al futuro.
Aunque el CERN era un hervidero (cada investigador tenía su propia teoría sobre lo sucedido), Lloyd y Michiko se fueron pronto a casa; nadie podía culparlos, después de lo sucedido con la hija de ella. “Casa”, de nuevo sin discusión, pues no era necesaria, era el apartamento de Lloyd en St. Genis.
Michiko aún rompía en lágrimas de vez en cuando, y Lloyd al fin había encontrado tiempo en el trabajo para cerrar la puerta del despacho, apoyar la cabeza en el escritorio y liberar sus lágrimas. A veces, el llanto ayudaba a alejar el dolor; aquel no era el caso.
Cenaron pronto; Lloyd preparó unas chuletas que había en el frigorífico. Michiko, desesperada por hacer algo, cualquier cosa para mantener la cabeza ocupada, se encargó de adecentar el apartamento.
Y, mientras terminaban de cenar y tomaba ella su té y él un café, surgió de nuevo la pregunta que Lloyd había estado temiendo.
—¿Qué viste? —preguntó Michiko.
Lloyd abrió la boca para responder, pero la cerró.
—Oh, vamos —respondió ella, evidentemente leyendo su expresión—. No puede ser tan malo.
—Sí lo fue.
—¿Qué viste? —volvió a preguntar.
—Estaba… —cerró los ojos— estaba con otra mujer.
Michiko parpadeó varias veces. Al final respondió con voz gélida:
—¿Me estabas engañando?
—N… no.
—¿Entonces?
—Estaba… Dios, cariño, lo siento. Estaba casado con otra mujer.
—¿Cómo sabes que estabais casados?
—Estábamos en la cama y teníamos sendas alianzas. Estábamos en una cabaña en Nueva Inglaterra.
—Puede que fuera la casa de ella.
—No. Reconocí parte de mis muebles.
—Estabas casado con otra mujer —dijo Michiko, como si tratara de digerir el concepto. Había sufrido tal trauma recientemente que era posible que no pudiera asimilar nada más.
Lloyd asintió.
—Nosotros… tú y yo… debemos de habernos divorciado, o…
—¿O?
Él se encogió de hombros.
—O puede que nunca llegáramos a casarnos.
—¿Ya no me quieres? —preguntó Michiko.
—Claro que sí. Por supuesto. Pero… mira, yo no quería esa visión. No me resultó nada agradable. ¿Recuerdas cuando hablábamos de nuestras promesas? ¿Recuerdas cuando discutíamos sobre si dejar lo de “hasta que la muerte nos separe”? Tú decías que era anticuado, que nadie sigue diciéndolo. Y… bueno, tú ya has estado casada una vez. Pero yo te dije que lo dejáramos. Eso era lo que quería. Quería un matrimonio que durara eternamente. No como el de mis padres… como el tuyo.
—Estabas en Nueva Inglaterra —respondió Michiko, aún tratando de asimilarlo—. Y yo… yo estaba en Kioto.
—Con una niña —añadió Lloyd. Se detuvo, sin saber si debía dar voz a la pregunta que le carcomía. Al final lo hizo, sin enfrentarse a su mirada.
—¿Qué aspecto tenía la niña?
—Tenía el pelo negro, largo… —respondió Michiko.
—¿Y…?
Ella apartó la mirada.
—Y rasgos asiáticos. Parecía japonesa —hizo una pausa—. Pero eso no significa nada; muchos hijos de parejas mixtas se parecen más a un padre que a otro.
Lloyd sintió el corazón bailar en su pecho.
—Yo creía que estábamos hechos el uno para el otro —dijo con suavidad—. Creía… —dejó morir la voz, incapaz de decir “Creía que eras mi alma gemela”. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos; al parecer, a ella le pasaba lo mismo, pues se los limpiaba con el dorso de la mano.
—Te quiero, Lloyd.
—Y yo a ti. Pero…
—Sí. Pero…
Se acercó a ella y le tocó la mano, que se encontraba sobre la mesa. Ella le apretó los dedos. Se quedaron sentados durante mucho tiempo.
Theo permaneció un rato sentado en su coche, frente a la casa de los Drescher, con la mente volando a toda velocidad. Le habían disparado con una Glock 9mm; por las series policíacas que había visto, estaba bastante seguro de que se trataba de una pistola semiautomática, muy popular en fuerzas policiales de todo el mundo. Pero la munición era americana; puede que fuera un estadounidense quien apretara el gatillo. Por supuesto, era más que probable que Theo aún no conociera a aquel que lo quería muerto. Desde luego, casi no habría solapamiento entre su actual círculo de amistades, conocidos y colegas, y aquel de dentro de veinte años.
Pero ya conocía a un montón de estadounidenses.
Pero a ninguno bien, salvo a Lloyd Simcoe.
Por supuesto, Lloyd no era realmente estadounidense. Había nacido en Canadá, y a los canadienses tampoco les gustaban las armas; no tenían Segunda Enmienda, o como se llamara la estupidez que hacía a los estadounidenses pensar que podían ir armados por la calle.
Pero Lloyd había vivido en los EE.UU. durante diecisiete años antes de llegar al CERN; primero en Harvard, después como investigador del Tevatron en el Fermilab de Chicago. Y, según él mismo había dicho, en el momento de su visión se encontraría de nuevo en los EE.UU. Podía conseguir un arma con facilidad.
Pero no, Lloyd tenía coartada. Estaba en Nueva Inglaterra mientras a él (¿cómo lo decían los americanos?) lo dejaban fiambre.
Salvo que…
Salvo que Theo fue/sería asesinado el 21 de octubre, y la visión de Lloyd, como la de todos los demás, tenía lugar el 23 de octubre.
Simcoe le había contado su visión; al parecer aún no se la había explicado a Michiko, pero Theo había insistido. Lloyd cedió, pero tras hacerle jurar que guardaría el secreto. Le había contado que en su visión hacía el amor con una mujer mayor, presumiblemente su futura esposa.
Desde luego, los ancianos no hacían el amor con tanta frecuencia, pensó Theo. De hecho, era probable que sólo lo hicieran en ocasiones especiales, como cuando uno de ellos regresaba tras una larga ausencia. Desde Nueva Inglaterra hasta Suiza sólo había un vuelo de seis horas… y eso en la actualidad. Dentro de veinte años, podría ser mucho menos.
No, Lloyd podría haber estado fácilmente en el CERN el lunes, regresando a New Hampshire, o a donde demonios fuera, el miércoles. Aunque no se le ocurría ningún motivo por el que Lloyd pudiera querer matarlo.
Excepto que, por supuesto, para el 2030 era Theo, y no Simcoe, el aparente director de lo que sonaba como un acelerador de partículas increíblemente avanzado: el colisionador de taquiones-tardiones. Los celos académicos y profesionales habían provocado más de un asesinato a lo largo de los años.
Y, por supuesto, estaba el hecho de que Lloyd y Michiko ya no estaban juntos. Siendo sincero, a Theo le gustaba mucho Michiko. ¿Y a quién no? Era hermosa, brillante, cálida y divertida. Y, bueno, en edad se acercaba más a él que a Simcoe. ¿Tendría algún papel en su ruptura?
Y, mientras presionaba a Lloyd para que le contara su visión, había hecho lo propio con ella: Theo necesitaba conocer, tratar de experimentar por medio de otros, lo que todos habían tenido la suerte de ver. En su visión, Michiko estaba quizá en Kioto, como ella había dicho, llevando a su hija a ver a su tío. ¿Habría esperado Lloyd a que ella se alejara temporalmente de Ginebra para acercarse y saldar viejas cuentas con Theo?
Se odió por considerar siquiera aquellas posibilidades. Lloyd había sido su mentor, su compañero. Siempre habían hablado de compartir el Premio Nóbel. Pero…
Pero no había habido mención al premio Nóbel en los dos artículos que había encontrado sobre su propia muerte. Por supuesto, eso no indicaba que Lloyd no lo hubiera logrado, mas…
La madre de Theo era diabética, y él había investigado la historia de la enfermedad cuando se la diagnosticaron. Los nombres Banting y Best no dejaban de aparecer, los dos investigadores canadienses que habían descubierto la insulina. En realidad, eran otra pareja que a veces los demás asociaban con Theo y Simcoe: como Crick y Watson, Banting y Best eran de edades dispares. Banting era evidentemente mayor. Pero, mientras que los primeros habían ganado el Nóbel de forma conjunta, Banting no lo había compartido con su verdadero compañero de investigación, el joven Best, sino con J.R.R. Macleod, el superior de Banting. Quizá Lloyd ganaría el Nóbel no por el descubrimiento del Higgs, que no habían logrado materializar, sino por explicar el efecto del desplazamiento temporal. Y quizá no lo compartiera con su joven camarada, sino con su jefe: Béranger, o cualquier otro en la jerarquía del CERN. ¿Qué sucedería entonces con su amistad, con su sociedad? ¿Qué celos y odios fermentarían entre hoy y el 2030?
Locura. Paranoia. Pero…
Pero si era asesinado en las instalaciones del CERN (la sugerencia de Moot Drescher de un tiroteo en un estadio deportivo seguía pareciéndole dudosa), el culpable sería alguien que había logrado acceso al campus. El CERN no era una instalación de máxima seguridad, pero tampoco dejaba que cualquiera entrara por sus puertas.
No, lo más probable era que el asesino tuviera acceso. Alguien a quien Theo se encontraría de frente. Alguien que no sólo lo querría muerto, sino que, evidentemente, liberaría su furia disparándole una y otra vez.
Lloyd y Michiko se encontraban ahora en el sofá del salón; los platos podían esperar.
Maldición, pensó Lloyd. ¿Por qué tenía que pasar todo aquello? Todo marchaba a la perfección, y de repente…
Y de repente todo se desmoronaba.
Lloyd no era joven. Nunca había pretendido esperar tanto para casarse, pero…
Pero el trabajo se había interpuesto, y…
No, no era eso. Debía ser honesto y enfrentarse a ello.
Se consideraba un buen hombre, amable y gentil, mas…
Mas, para ser sinceros, no estaba pulido, no era un buen partido; a Michiko no le había costado mejorar su vestuario porque, por supuesto, prácticamente cualquier cambio hubiera sido para mejor.
Oh, sí, las mujeres (y los hombres, ya puestos) decían que sabía escuchar, pero él sabía que no era porque fuera sabio, sino porque no sabía exactamente qué decir en cada ocasión. Y se sentaba a absorber, a tomar los valles y las cimas de las vidas de los demás, las dificultades y problemas de aquellos cuya existencia tenía más variación, más emoción, más angustia que la suya.
Lloyd Simcoe no tenía éxito con las mujeres; no sabía contar anécdotas; no se le conocía por sus ingeniosas conversaciones de sobremesa. Sólo era un científico, un especialista en plasma de quarks y gluones, un típico pringado que había comenzado por no saber lanzar la pelota de béisbol, que había pasado la adolescencia con la nariz enterrada en libros, cuando los demás afilaban sus capacidades sociales en mil y una situaciones distintas.
Y los años quedaban atrás: los veinte, los treinta y, ahora, casi los cuarenta. Sí, había triunfado en el ámbito laboral y había tenido citas de vez en cuando, pero nada que tuviese aspecto de ser permanente, ninguna relación que pareciera destinada a soportar la prueba del tiempo.
Hasta que conoció a Michiko.
Era como llevar unos cómodos zapatos. El modo en que se reía con sus chistes, y él con los de ella. El modo, a pesar de haber crecido en sociedades enormemente distintas (él en la conservadora y rural Nueva Escocia; ella en el abrumador y metropolitano Tokio), en que compartían las ideas políticas y morales, como si fueran (el término llegó claramente de nuevo a su mente) almas gemelas, destinadas a estar siempre juntas. Sí, ella se había casado y divorciado, y sí, era madre, pero a pesar de todo parecían sincronizados por completo, hechos el uno para el otro.
Pero ahora…
Ahora parecía que también aquello era una ilusión. El mundo podía seguir pugnando por decidir qué realidad reflejaban las visiones (si es que reflejaban alguna), pero Lloyd ya las había aceptado como hechos, verdaderas muestras del mañana, del continuo espaciotemporal inalterable en el que siempre había sabido que vivía.
Pero aún tenía que explicarle a ella lo que sentía, él, Lloyd Simcoe, el hombre cuya voz siempre fallaba, el paño de lágrimas, el ladrillo, aquel hacia el que los demás se volvían cuando dudaban. Tenía que explicarle qué pasaba por su cabeza, por qué la visión de un matrimonio disuelto dentro de veintiún años (¡veintiún años!) lo paralizaba en aquel momento, envenenaba todo lo que creía tener.
Observó a Michiko, bajó la vista, trató de nuevo de encontrar sus ojos y terminó por concentrarse en un punto negro en las paredes oscuras del apartamento.
Nunca había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con su hermana Dolly, al menos desde que dejaron de ser niños. Inspiró profundamente antes de comenzar, con los ojos aún fijos en la pared.
—Cuando tenía ocho años, mis padres nos llamaron a mí y a mi hermana al salón. —Tragó saliva—. Era una tarde de sábado. Desde hacía semanas las cosas habían estado muy tensas en casa. “Muy tensas” es un modo adulto de expresarlo. De niño, lo único que yo sabía era que papá y mamá no se hablaban. Sí, se dirigían la palabra cuando era necesario, pero siempre de forma seca. Y a menudo terminaban con frases cortadas. “Si ése es el modo…”, “No voy a…”, “No te atrevas…”. Todo el rato así. Trataban de ser civilizados cuando sabían que podíamos oírlos, pero nos enterábamos de mucho más de lo que pensaban. —Miró un instante a Michiko antes de volver a contemplar la pared—. Pues aquella tarde nos llamaron abajo.” ¡Lloyd, Dolly, venid aquí!”. Era mi padre. Y ya sabes, cuando nos gritaba para que fuéramos, era porque estábamos en un buen lío. No habíamos recogido nuestros juguetes, uno de los vecinos se había quejado de algo, lo que fuera. Salí de mi cuarto y Dolly del suyo, y nos miramos, ya sabes, un mero instante, un momento compartido de aprensión. —Observó a Michiko como había hecho hacía años con su hermana—. Bajamos las escaleras y allí estaban: mamá y papá. Los dos estaban de pie, y nosotros nos quedamos igual. Todo el tiempo estuvimos así, como si esperáramos el maldito autobús. Durante un tiempo estuvieron callados, como si no supieran qué decir. Al final empezó mi madre: “Vuestro padre se marcha”. Ya está. Sin preámbulos, sin tratar de suavizar el golpe: “Vuestro padre se marcha”. Y entonces habló él. “Me iré a algún lugar cercano. Podréis verme los fines de semana”. Y mi madre añadió, como si fuera necesario: “Vuestro padre y yo hemos tenido problemas últimamente”.
Lloyd se quedó callado.
Michiko le mostró una expresión comprensiva.
—¿Lo viste mucho después de marcharse? —preguntó al fin.
—No se marchó.
—Pero tus padres están divorciados.
—Sí… seis años después. Pero, tras el gran anuncio, no se marchó. No nos dejó.
—¿Arreglaron sus problemas?
Lloyd se encogió de hombros.
—No, no, las luchas prosiguieron, pero nunca volvieron a hablar de separación. Nosotros, Dolly y yo, estábamos siempre esperando la caída del martillo, la marcha de mi padre. Durante meses, durante los seis años que sobrevivió el matrimonio a aquel día, pensamos que se iría en cualquier momento. Nunca se habló de fechas; en realidad, nunca dijeron cuándo se iría. Cuando al fin se separaron, fue casi un alivio. Quiero a mi padre, y a mi madre también, pero tener tanto tiempo esa espada sobre nuestras cabezas fue insoportable. —Hizo una pausa—. Y un matrimonio como ese, un matrimonio con problemas… Lo siento, Michiko, pero no quiero volver a pasar jamás por algo parecido.
Revista de prensa
La oficina del Fiscal de Distrito de Los Ángeles ha retirado todos los cargos pendientes por faltas para liberar personal, que deberá encargarse de la avalancha de demandas relacionadas con los saqueos posteriores al salto al futuro.
El Departamento de Filosofía de la Universidad de Witwatersrand, Suráfrica, informa de un récord de solicitudes de matrícula.
Amtrak de los EE.UU., Via Rail en Canadá y British Rail han informado de un enorme aumento del volumen de pasajeros. Ninguno de los trenes de dichas compañías sufrió accidente alguno durante el salto al futuro.
La Iglesia de las Sagradas Visiones, presentada ayer en Estocolmo, cuenta ya con 12.000 fieles en todo el mundo convirtiéndose en la religión de más rápida difusión de todo el planeta.
La Asociación Americana de Abogados informa de un fuerte aumento de peticiones de nuevos testamentos, o de revisión de los ya existentes.
Al día siguiente, Theo y Michiko estaban trabajando en la creación de su página web para que la gente informara de sus visiones. Habían decidido llamarla Proyecto Mosaico, en honor del primer explorador popular (hace tiempo olvidado) de la red y como reconocimiento por el hecho evidente, dados los esfuerzos de investigadores y reporteros de todo el mundo, de que cada visión representaba una pequeña tesela en un vasto mosaico del año 2030.
Theo sostenía una taza de café, de la que bebió un sorbo.
—¿Puedo preguntarte algo sobre tu visión?
Michiko alzó la mirada hasta ver las montañas por la ventana.
—Claro.
—Es sobre la niña con la que estabas. ¿Crees que era hija tuya? —Estuvo a punto de decir “tu nueva hija”, pero por suerte se censuró un segundo antes.
La mujer alzó un poco los hombros.
—Eso parece.
—Y… ¿era también de Lloyd?
Michiko pareció sorprendida por la pregunta.
—Por supuesto —dijo, aunque había duda en su voz.
—Porque Lloyd…
Michiko se tensó.
—Te ha hablado de su visión, ¿no?
Theo comprendió que había metido la pata.
—No, no exactamente. Es que como él estaba en Nueva Inglaterra…
—Con una mujer que no era yo. Sí, ya lo sé.
—Estoy seguro de que eso no significa nada. Estoy convencido de que las visiones no tienen por qué cumplirse.
Michiko volvió a observar las montañas, y Theo descubrió que también él lo hacía a menudo. Había algo en ellas… algo sólido, permanente, inmutable. Le resultaba reconfortante saber que había cosas que no durarían meras décadas, sino milenios.
—Mira —dijo ella—. Ya me he divorciado una vez. No soy tan estúpida como para pensar que todos los matrimonios duran eternamente. Puede que Lloyd y yo rompamos en algún momento. ¿Quién sabe?
Theo apartó la mirada, incapaz de enfrentarse a sus ojos, sin saber cómo reaccionaría ella a las palabras que se acumulaban en su interior.
—Sería un idiota si te dejara escapar —dijo.
Su mano estaba sobre la mesa, y de repente sintió la de Michiko sobre ella, dándole unas palmadas afectuosas.
—Muchas gracias —dijo. Theo la miró y la descubrió sonriendo—. Eso es lo más bonito que nunca me han dicho.
Michiko retiró su mano… pero no hasta pasados unos deliciosos segundos.
Lloyd Simcoe salió del centro de control del LHC y se dirigió hacia el edificio de administración. Normalmente el recorrido le llevaba quince minutos, pero aquella vez se convirtieron en treinta al tener que detenerse tres veces. Los físicos querían preguntarle sobre el experimento del LHC que podía haber causado el desplazamiento temporal, o para sugerir modelos teóricos que explicaran el salto al futuro. Era un hermoso día de primavera: fresco, pero con grandes montañas de cúmulo nimbos en el cielo azul, rivalizando con las cimas al este del campus.
Al fin llegó al edificio de administración y se dirigió al despacho de Béranger. Por supuesto, había solicitado una cita (a la que ya llegaba quince minutos tarde); el CERN era una instalación enorme, y no había otro modo de reunirse con su director general.
La secretaria de Béranger indicó a Lloyd que entrara directamente. La ventana del despacho, en la tercera planta, se abría al campus de la instalación. Béranger se levantó de su sillón y se sentó en la gran mesa de conferencias, gran parte de la cual estaba cubierta con informes experimentales relacionados con el salto al futuro. Lloyd se sentó en el lado opuesto.
—¿Oui? —dijo el director—. ¿Sí? ¿De qué se trata?
—Quiero hacerlo público —respondió Lloyd—. Quiero explicarle a la gente nuestro papel en los hechos.
—Absolument pas —le cortó Béranger—. Ni pensarlo.
—Maldita sea, Gaston, tendremos que hacerlo en algún momento.
—No sabes si somos los responsables. No puedes demostrarlo… ni nadie más. Los teléfonos están descolgados, por supuesto: imagino que todos los científicos del mundo están recibiendo llamadas de la prensa, pidiendo su opinión sobre el acontecimiento. Pero nadie ha contactado todavía con nosotros… y espero que así siga siendo.
—¡Oh, vamos! Theo me dijo que entraste como un huracán en el centro de control del LHC justo después del salto. Sabías que era culpa nuestra desde el primer momento.
—Eso era cuando creí que se trataba de un fenómeno localizado. Pero una vez descubrí que era mundial, lo reconsideré. ¿Crees que éramos la única instalación haciendo algo interesante en ese justo momento? Lo he comprobado. El KEK estaba desarrollando un experimento que comenzó cinco minutos antes del salto; el SLAC también estaba realizando colisiones de partículas. El Observatorio de Neutrinos de Sudbury detectó un estallido justo antes de las diecisiete; también justo antes de las cinco, en Italia se produjo un terremoto de tres punto cuatro en la escala Richter. En Indonesia, y justo a nuestras diecisiete, se activó un nuevo reactor de fusión. Y en la Boeing también estaban realizando pruebas con una serie de motores de cohete.
—Ni el KEK ni el SLAC pueden generar niveles de energía similares a los que podemos alcanzar en el LHC —respondió Lloyd—. Y los demás no son acontecimientos precisamente especiales. No tienes nada.
—Sí —dijo Béranger—. Estoy desarrollando una investigación apropiada. No estás seguro, no tienes la certeza moral de que fuéramos nosotros. Y hasta entonces no vas a decir una sola palabra.
Lloyd negó con la cabeza.
—Sé que te pasas los días moviendo papeles, pero creo que en tu interior sigues siendo un científico.
—Soy un científico. Esto tiene que ver con la ciencia… con la buena ciencia, con el modo en que se supone que hay que trabajar. Tú quieres hacer una declaración antes de tener todas las pruebas. Yo no —se detuvo para coger aliento—. Mira —dijo—, la fe de la gente en la ciencia ya se ha sacudido lo bastante en los últimos años. Demasiadas historias han terminando siendo fraudes o supercherías baratas.
Lloyd lo miró con intensidad.
—Percival Lowell, que sólo necesitaba unas gafas mejores y una imaginación menos activa, aseguraba recibir canales de Marte. Pero allí no había nada. Aún soñamos con las secuelas de que un imbécil en Roswell decidiera declarar que lo que había visto eran los restos de una nave alienígena, en vez de un globo aerostático. ¿Recuerdas a los Tasadai, una tribu paleolítica descubierta en Nueva Guinea en los 70 que carecía de palabra para definir “guerra”? Los antropólogos cayeron sobre ellos para estudiarlos. Sólo hubo un problema: no existían. Pero los científicos tenían tanta prisa por aparecer en los programas de la noche que no se molestaron por buscar pruebas.
—Yo no intento salir en los programas de la noche —replicó Lloyd.
—Y entonces anunciamos al mundo la fusión fría —siguió Gaston, ignorándolo—. ¿Lo recuerdas? El fin de la crisis energética, ¡el fin de la pobreza! Más potencia de la que la humanidad necesitaría jamás. Salvo por que no era real, sino Fleishmann y Pons pasándose de listos. Y luego empezamos a hablar de vida en Marte: el meteorito antártico con supuestos microfósiles, prueba de que la evolución había comenzado en otros planetas además de la Tierra. Salvo por que los científicos hablaron de nuevo demasiado rápido, y los supuestos fósiles resultaron ser formaciones rocosas naturales —Gaston inspiró profundamente—. Tenemos que tener cuidado, Lloyd. ¿Has oído hablar alguna vez a alguien del Instituto de la Investigación de la Creación? Sueltan toda clase de jeroglíficos sobre el origen de la vida, y la audiencia asiente como si estuviera de acuerdo; los creacionistas dicen que los científicos no saben de lo que hablan, y tienen razón; la mitad de las veces es así. Abrimos la boca demasiado pronto, en una carrera desesperada por la supremacía, por el crédito. Pero cada vez que nos equivocamos, cada vez que decimos que hemos hecho un gran descubrimiento en la lucha contra el cáncer, o que hemos desentrañado un misterio fundamental del universo, y tenemos que aparecer una semana, un año, una década después para decir que vaya, la cagamos, no comprobamos los hechos, no sabíamos de lo que hablábamos; cada vez que eso sucede, damos un empujón a los astrólogos, a los creacionistas, a la nueva era y demás escoria, a los artistas y charlatanes, a los casos más perdidos. Somos científicos, Lloyd, se supone que somos los últimos bastiones del pensamiento racional, de la prueba verificable, reproducible, irrefutable, pero nos ponemos la zancadilla a nosotros mismos. Quieres decir que el CERN es responsable, que desplazamos la consciencia de la humanidad por el tiempo, que podemos ver el futuro, que podemos dar el don del mañana. Pero no estoy convencido de ello, Lloyd. No me crees más que un administrador tratando de cubrirse las espaldas, la espalda de todos nosotros, y la de nuestro seguro. Pero no es así; o, para ser sincero, no es completamente así. Maldita sea, Lloyd, lo siento, siento más de lo que puedas imaginar lo que le pasó a la hija de Michiko. Marie-Claire dio ayer a luz; ni siquiera debería estar aquí, gracias a Dios que su hermana está con nosotros, pero hay demasiado trabajo. Ahora tengo un hijo, y aunque sólo lo he disfrutado unas pocas horas, no podría soportar perderlo. Lo que Michiko ha sufrido, lo que tú sufres, no puedo ni imaginarlo. Pero quiero un mañana mejor para mi hijo. Quiero un mundo en que la ciencia sea respetada, en el que los científicos hablen con datos, y no con cavilaciones, en el que cuando alguien haga un anuncio científico, los presentes se sienten y tomen notas porque se acaba de revelar algo nuevo y fundamental sobre el modo en que funciona el universo; no quiero que miren al techo y digan: “Venga, a ver qué chorrada se les ocurre esta semana”. No tienes pruebas, pruebas sólidas y palpables, de que el CERN tenga nada que ver con lo sucedido… Y hasta que las tengas, hasta que yo las tenga, nadie dará una conferencia de prensa. ¿Está claro?
Lloyd abrió la boca para protestar, la cerró y volvió abrirla.
—¿Y si puedo demostrar que el CERN tuvo algo que ver?
—No vas a reactivar el LHC, al menos a los niveles de 1150-TeV. Estoy corrigiendo la lista de experimentos. Cualquiera que quiera usar el colisionador para choques de protones con protones puede hacerlo una vez terminemos los diagnósticos, pero nadie va a disparar colisiones nucleares en el acelerador hasta que yo lo diga.
—Pero…
—No hay peros, Lloyd —sentenció Béranger—. Mira, tengo montañas de trabajo. Si no hay nada más…
Lloyd negó con la cabeza y dejó el despacho. Abandonó el edificio de administración y rehizo sus pasos.
Más gente lo detuvo en el camino de vuelta; parecía que cada pocos minutos surgía una nueva teoría y otra vieja era derribada. Al fin consiguió Lloyd regresar a su despacho. Esperando en su mesa estaba el informe inicial del equipo de ingeniería que había revisado los veintisiete kilómetros del túnel del LHC en busca de cualquier anormalidad a causa del desplazamiento temporal; de momento, no se había dado con nada fuera de lugar. Y los detectores ALICE y CMS también habían recibido el alta médica, superando todos los diagnósticos a los que habían sido sometidos.
También había una copia de la primera página del Tribune de Genève; alguien la había dejado allí, enmarcando con un círculo una noticia particular:
Muere un hombre que tuvo una visión
“El futuro no es inmutable”, dice un profesor
Mobile, Alabama (AP): James Punter, de 47 años, murió hoy en un accidente de circulación en la I-65. Punter había comentado con anterioridad una visión precognitiva a su hermano Dennis Punter, de 44 años.
“Jim me había hablado de su visión”, dijo Dennis. “Estaba en casa, en la misma en la que vivía hoy… pero en el futuro. Se estaba afeitando y se llevó el susto de su vida cuando se vio en el espejo, viejo y arrugado”.
La muerte de Punter tiene serias implicaciones, asegura Jasmine Rose, profesora de Filosofía en la universidad estatal de Nueva York, en Broockport.
“Desde el momento de las visiones hemos estado discutiendo sobre si lo que mostraban era el futuro real, sólo uno de los posibles o, de hecho, si no serían más que alucinaciones”, dijo.
“La muerte de Punter indica de forma clara que el futuro no está fijo; él tuvo una visión, pero ya no será capaz de verla convertida en realidad”.
Lloyd aún estaba caliente por su encuentro con Béranger, y se descubrió haciendo una bola con la página y lanzándola al otro lado del despacho.
¡Una profesora de Filosofía!
La muerte de Punter no demostraba nada, por supuesto. Su historia era totalmente anecdótica. No había pruebas que la apoyaran, ningún periódico o televisión decía que pudiera relacionarse con otras historias de lo mismo, y al parecer nadie lo había visto en sus propias visiones. Un hombre de cuarenta y siete podía estar muerto fácilmente veintiún años después. Podía haberse inventado la visión (una bastante poco original, por cierto) por no revelar que no había tenido ninguna. Como Michiko había dicho, Theo probablemente había arruinado sus posibilidades de lograr nunca un seguro al revelar su falta de visión; Punter podía haber decidido que era mejor pretender haberla experimentado, antes que admitir que iba a estar muerto.
Lloyd lanzó un suspiro. ¿No podían haber hablado con un científico sobre el caso? ¿Con alguien que comprendiera de verdad lo que representaba una prueba?
Una profesora de Filosofía. Por el amor de Dios.
Michiko estaba llevando a cabo casi todo el trabajo relacionado con la página web; Theo estaba ejecutando simulaciones informáticas de la colisión del LHC en otro ordenador en la misma sala, ayudando cada vez que se le requería. Por supuesto, el CERN disponía de las últimas herramientas de creación, pero aún había que hacer mucho trabajo a mano, incluyendo la redacción de descripciones de diversas extensiones, para enviar a los cientos de motores de búsqueda disponibles en el mundo. Creía poder tenerlo todo a punto con un día más de trabajo.
En el monitor de Theo apareció una ventana que le anunciaba que tenía correo nuevo. Normalmente lo hubiera ignorado hasta un momento más adecuado, pero el asunto exigía su atención inmediata: “Betreff: Ihre Ermordung”, el equivalente alemán de “Re: Su asesinato”.
Ordenó a la computadora que mostrara el mensaje. Estaba todo en alemán, pero no tuvo problemas para leerlo. Michiko, que miraba por encima de su hombro, no sabía alemán, de modo que se lo tradujo.
—Es de una mujer en Berlín —dijo—. Dice algo como “Vi su mensaje en un grupo de noticias que consulto. Está buscando a gente que pudiera saber algo sobre su asesinato. Una persona que vive en el mismo edificio que yo sabe algo al respecto. Todos nos…”, dice algo como reunimos, congregamos, algo así… “reunimos en el vestíbulo después del suceso, y compartimos nuestras visiones. Un tipo (no lo conozco bien, pero vive una planta más arriba) tuvo una visión en la que veía una noticia en la tele sobre el asesinato de un físico en, creo que dijo, Lucerne, pero al leer tu mensaje comprendí que había dicho CERN; confieso que nunca había oído hablar de ese lugar. En cualquier caso, le he mandado una copia oculta de tu mensaje, pero no sé si se pondrá en contacto contigo. Se llama Wolfgang Rusch, y puedes contactar con él en…”. Eso es todo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Michiko.
—¿Qué voy a hacer? Hablar con él. —Descolgó el teléfono, marcó su número de cuenta para llamadas a larga distancia y después el número que aún brillaba en su pantalla.
Resumen de prensa
En las Islas Filipinas se ha declarado un día de luto oficial por la muerte del Presidente Maurice Maung y de todos los filipinos fallecidos durante el salto al futuro.
Un grupo denominado Coalición del 21 de abril está presionando al Congreso para aprobar la construcción de un monumento en Washington D.C. en honor de los estadounidenses muertos durante el salto al futuro. Proponen un gigantesco mosaico que muestre una visión de Times Square en Nueva York, tal como será en 2030 según el relato de los miles de personas cuyas visiones tuvieron lugar en la plaza. Habría una tesela por cada uno de los perecidos en el acontecimiento, cuyo nombre quedaría grabado en la misma con láser.
Castle Rock Entertainment ha anunciado un retraso en el estreno de su esperado lanzamiento de verano, Catástrofe, hasta unas fechas más apropiadas.
El sentimiento separatista en Quebec desciende bajo mínimos, según una encuesta de opinión de Maclean: “La supuesta certeza de que el Quebec seguirá formando parte de Canadá dentro de veintiún años ha provocado que muchos firmes separatistas hayan arrojado la toalla”, observaba el editorial del periódico.
Como medida de emergencia para que los médicos puedan encargarse de las secuelas del salto al futuro, la Agencia de Alimentación y Drogas de los Estados Unidos ha aprobado, por el plazo de un año, la venta sin prescripción médica de once antidepresivos hasta ahora controlados.
Aquella noche, Lloyd y Michiko volvieron a sentarse en el sofá del apartamento del primero, con una pila de informes y documentos de cinco centímetros encima de la mesilla. Michiko no había llorado ni una sola vez desde que volvieron a casa, pero Lloyd sabía que lo haría antes de dormir, como había ocurrido en las dos noches pasadas. Estaba tratando de hacer lo correcto: no quería evitar el asunto de Tamiko (sabía que eso era lo mismo que negar que hubiera existido), pero sólo lo trataría si Michiko la mencionaba.
Y, por supuesto, no quería ni oír hablar de la boda y las visiones, ni de todas las dudas que pasaban por sus mentes. Así se sentaban, apoyándola él cuando ella lo necesitaba, hablando de otras cosas.
—Gaston Béranger me leyó la cartilla sobre el papel de la ciencia hoy en día —dijo Lloyd—. Y, maldita sea, llegó a hacerme pensar que tenía razón. Hemos estado comportándonos de forma irresponsable. Hemos usado de forma deliberada palabras cargadas, haciendo que el público creyera que estábamos haciendo cosas, cuando no era así.
—Admito que no siempre hemos hecho un buen trabajo al presentar las verdades científicas al mundo —replicó Michiko—, p-pero si el CERN es responsable… si tú…
Si tú eres responsable…
Eso era sin duda lo que iba a decir antes de contenerse. Si tú eres responsable…
Sí, si él era responsable. Si su experimento, suyo y de Theo, hubiera sido responsable de toda aquella muerte, toda la destrucción, la muerte de Tamiko…
Se había prometido no entristecer jamás a Michiko, nunca comportarse con ella como había hecho Hiroshi. Pero si su experimento hubiera provocado, aunque fuera de forma involuntaria, de forma totalmente indirecta, la muerte de Tamiko, le habría hecho mucho más daño que la indiferencia y la negligencia de su primer marido.
Wolfgang Rusch parecía reluctante a hablar por teléfono, y Theo había decidido al fin viajar directamente a Alemania para hablar con él. Berlín sólo estaba a ochocientos setenta kilómetros de Ginebra. Podía conducir todo el día, pero decidió llamar primero a una agencia de viajes, por si acaso podía conseguir un viaje barato.
Resultó que había montones de viajes baratos.
Sí, se había producido una reducción en las flotas de todo el mundo; algunos aviones se habían estrellado, aunque la mayoría de los tres mil quinientos aparatos en vuelo durante el salto al futuro habían volado sin problemas con el piloto automático. Y sí, había un gran movimiento de personas que no tenían más remedio que viajar para resolver emergencias familiares.
Pero, según el agente, todos los demás se quedaban en casa. Cientos de miles de personas en todo el planeta se negaban a tomar sus vuelos. ¿Quién podía culparlos? Si el apagón se producía de nuevo, más aviones se estrellarían contra las autopistas. Swissair estaba suspendiendo todas las restricciones de viaje habituales: no era necesario realizar reserva, no había estancia mínima y otorgaba el cuádruple de los puntos de viaje normales, además de conceder asiento de Primera Clase a los que llegaran primero, sin coste adicional; otras líneas aéreas ofrecían tratos similares. Theo reservó un asiento y se encontró en Alemania menos de noventa minutos después. Había empleado bien el tiempo, ejecutando algunas simulaciones más de colisiones nucleares con el portátil.
Cuando llegó al apartamento de Rusch eran poco más de las ocho de la tarde.
—Gracias por dejarme hablar con usted —dijo Theo.
Rusch tenía unos treinta y cinco y era delgado, con el pelo rubio y los ojos del color del grafito. Se hizo a un lado para dejar entrar a Theo en el pequeño apartamento, pero no parecía feliz con la visita.
—Tengo que decirle —explicó en inglés— que no me gusta que haya venido. No es un buen momento para mí.
—¿Y eso?
—Perdí a mi mujer durante el… como lo llamen. La prensa alemana se refiere a ello como Der Zwischenfall, “el incidente”. —Sacudió la cabeza—. A mí me parece del todo inapropiado.
—Lo lamento.
—Estaba aquí cuando sucedió. No tengo clase los martes.
—¿Clase?
—Soy profesor adjunto de Química. Pero mi mujer… murió cuando volvía del trabajo.
—Lo siento mucho —respondió Theo con sinceridad.
Rusch se encogió de hombros.
—Eso no me la devolverá.
Theo asintió, admitiéndolo. Pero le alegraba que Béranger hubiera impedido a Lloyd hacer pública la participación del CERN; dudaba de que Rusch hubiera hablado con él de conocer dicha relación.
—¿Cómo me encontró?
—Un aviso. Estoy recibiendo muchos. La gente parece intrigada por mi… mi búsqueda. Alguien me mandó un correo electrónico diciéndome que en la visión de usted veía la televisión, y que se daba la noticia de mi muerte.
—¿Quién?
—Uno de sus vecinos. No creo que importe cuál. —Theo no había prometido guardar el secreto, pero tampoco le parecía adecuado traicionar sus fuentes—. Por favor —dijo—, he tomado un avión desde muy lejos para hablar con usted. Debe de tener algo más que decirme que lo que me comentó por teléfono.
Rusch pareció ablandarse un tanto.
—Supongo que sí. Lo siento. No tiene ni idea de cuánto quería a mi mujer.
Theo observó la habitación. Había una fotografía en una estantería baja: Rusch, diez años más joven, con una guapa morena.
—¿Es ella? —preguntó.
Rusch miró como si su corazón le saliera del pecho, como si pensara que Theo señalaba a su mujer de verdad, milagrosamente resurrecta. Pero entonces sus ojos se posaron en la fotografía.
—Sí.
—Es muy guapa.
—Gracias —murmuró el alemán.
Theo aguardó unos instantes antes de continuar.
—He hablado con algunas personas que estaban leyendo periódicos o artículos en línea sobre mi… mi asesinato, pero usted es el primero que he encontrado que estuviera viendo la televisión. Por favor, ¿hay algo que pudiera decirme?
Rusch hizo por fin un gesto a Theo para que se sentara, lo que hizo, cerca de la fotografía de Frau Rusch. Sobre la mesilla había un cuenco lleno de uvas, probablemente una de las nuevas variedades genéticamente alteradas que permanecían suculentas aun sin refrigeración.
—No tengo mucho que contar —explicó Rusch—. Aunque, ahora que lo pienso, hay un detalle extraño. La información no estaba en alemán, sino en francés. No se emiten muchos informativos en francés en Alemania.
—¿Había subtítulos, o el logotipo de alguna cadena?
—Oh, puede ser, pero no presté atención a ellos.
—¿Reconoció al presentador?
—Presentadora. No, aunque era eficaz. Muy fresca. Pero no me sorprende que no la reconociera; debería de tener menos de treinta años, por lo que hoy en día contará menos de diez.
—¿Sobreimpusieron su nombre? Si pudiera localizarla hoy, en su visión, por supuesto, estaría dando la noticia, y puede que recordara algún detalle.
—La noticia estaba grabada. Mi visión comenzó dándole hacia delante al vídeo; pero no usaba un control remoto. El aparato respondía a mi voz. Pero estaba pasando la imagen hacia delante. Y no era una cinta de vídeo, ya que el movimiento de la imagen era totalmente suave, sin nieve o manchas. —Hizo una pausa—. En cualquier caso, en cuanto apareció detrás de ella una foto de… bueno, de usted, aunque mayor, por supuesto, dejé de rebobinar y empecé a observar. Las palabras bajo la imagen decían “Un Savant tué”, “muerte de un científico”. Supongo que el titular me intrigó, ya sabe, pues yo mismo soy científico.
—¿Y vio toda la información?
—Así es.
Un pensamiento cruzó por la cabeza de Theo. Si Rusch había visto toda la noticia, es que duraba menos de dos minutos. Por supuesto, tres minutos eran una eternidad en la televisión, pero…
Pero toda su vida despachada en menos de un minuto y cuarenta y tres segundos…
—¿Qué decía la reportera? Cualquier cosa que recuerde podría ser de ayuda.
—En realidad, no recuerdo mucho. Mi yo futuro se sentía intrigado, pero supongo que yo estaba aterrado. Es decir, ¿qué demonios estaba ocurriendo? Estaba sentado en la cocina, ahí, bebiendo café y leyendo trabajos de los alumnos, y de repente todo cambió. Lo último que me interesaba era prestar atención a los detalles de una noticia sobre alguien a quien no conocía.
—Entiendo que debe de ser muy confuso —dijo Theo, pero al no haber tenido una visión, Rusch sospechaba que no era así—. No obstante, como le dije, cualquier detalle podría ser de ayuda.
—Bueno, la mujer decía que era usted científico. Físico, creo. ¿Es así?
—Sí.
—Y dijo que tenía usted, que tendrá usted, cuarenta y ocho años.
Theo asintió.
—Y que lo dispararon.
—¿Decía donde?
—Ah… en el pecho, creo.
—No, no, dónde fui disparado, en qué ciudad.
—Me temo que no.
—¿Quizá el CERN?
—Decía que trabajaba usted en el CERN, pero… no recuerdo que dijera dónde murió. Lo siento.
—¿Mencionó un estadio deportivo? ¿Un combate de boxeo?
Rusch pareció sorprendido por la pregunta.
—No.
—¿Recuerda algo más?
—Me temo que no.
—¿Cuál era la noticia que iba antes que la mía? —No sabía por qué había hecho aquella pregunta; puede que para ver dónde lo habían encajado.
—Lo lamento, pero no lo sé. No pude ver el resto del informativo. Cuando su noticia acabó apareció un anuncio… de una compañía que te dejaba hacer niños de diseño. Aquello me fascinó, al yo de 2009, es decir, pero el de 2030 no parecía nada interesado. Simplemente apagó el… bueno, no era un televisor, claro; era una pantalla plana colgada. Pero la apagó. Dijo la palabra “Apagado” y se quedó oscura, ya está; sin fundido, ni nada. Entonces, él… yo… nos giramos y… supongo que estaba en la habitación de un hotel; había dos camas grandes. Fui a tumbarme en una de ellas, que tenía sábanas y mantas. Pasé el resto del tiempo contemplando el techo, hasta que la visión terminó y me vi de nuevo en la mesa de la cocina. —Hizo una pausa—. Tenía un golpe en la frente, claro. Me había caído de bruces al comenzar la visión. Y también me derramé el café sobre la mano; debí de tirar la taza cuando me caí hacia delante. Tuve suerte de que no fuera una quemadura grave. Me llevó un tiempo recobrar el sentido. Y entonces descubrí que todos los del edificio habían tenido una especie de alucinación. Después traté de llamar a mi mujer, sólo para descubrir que… que… —tragó con dificultad—. Tardaron un tiempo en dar con ella, o, al menos, en contactar conmigo. Estaba subiendo por unas escaleras empinadas, saliendo del metro. Casi había llegado arriba, según los que lo vieron, pero quedó inconsciente y cayó hacia atrás, sesenta o setenta escalones. Se rompió el cuello.
—Dios mío —dijo Theo—. Lo siento.
Rusch asintió esta vez, aceptando el comentario.
No había más que decir, y además Theo tenía que volver al aeropuerto. No quería cargar con el coste de un hotel en Berlín.
—Muchas gracias por su tiempo —dijo Theo. Buscó en el bolsillo y sacó la caja en la que guardaba las tarjetas—. Si recuerda algo más que piense que podría serme útil, le agradecería que me llamara o me enviara un correo electrónico. —Le entregó una tarjeta.
El hombre la tomó, pero ni siquiera le echó un vistazo. Theo se marchó.
Lloyd volvió al despacho de Gaston Béranger al día siguiente. Aquella vez el viaje fue aún más lento, ya que sufrió la emboscada de un grupo de la teoría del campo unificado que se dirigía al centro de computación. Cuando al fin llegó a su destino, Lloyd se dirigió al director general.
—Lo siento, Gaston. Puedes tratar de impedírmelo si quieres, pero voy a hacerlo público.
—Creo que dejé bien claro…
—Tenemos que hacerlo público. Mira, acabo de hablar con Theo. ¿Sabes que ayer estuvo en Alemania?
—No puedo estar al tanto de las idas y venidas de tres mil empleados.
—Fue a Alemania sin más problemas, y con un billete barato. ¿Y por qué? Porque la gente tiene miedo de volar. Todo el mundo sigue paralizado, Gaston. Todo el mundo tiene miedo de que el desplazamiento temporal vaya a suceder otra vez. Mira los periódicos, la televisión, si no me crees; yo ya lo he hecho. Se evitan los deportes, sólo se conduce cuando es absolutamente necesario y no salen vuelos. Es como… como si estuvieran esperando a que cayera el otro pie —Lloyd pensó otra vez en el anuncio de que su padre se marchaba—. Pero no va a suceder, ¿no? Mientras no repitamos lo que hicimos aquí, no hay modo de que se repita el desplazamiento. No podemos tener al mundo expectante. Ya hemos hecho bastante daño. No podemos dejar que la gente tenga miedo de seguir adelante, de intentar volver a sus antiguas vidas, si es que es posible.
Béranger pareció pensar en todo aquello.
—Vamos, Gaston, alguien lo filtrará antes o después.
Béranger exhaló.
—Ya lo sé. ¿Crees que no? No quiero obstruir nada, pero tenemos que pensar en las consecuencias, en las ramificaciones legales…
—Seguro que será mucho mejor si damos el paso por propia voluntad, en vez de esperar a que alguien nos delate.
Béranger miró el techo durante un tiempo.
—Sé que no te gusto —dijo, sin mirar a Lloyd a los ojos. Éste abrió la boca para protestar, pero Béranger alzó una mano—. No te molestes en negarlo. Nunca nos hemos llevado bien; nunca hemos sido amigos. En parte es natural, por supuesto, puedes verlo en todos los laboratorios del mundo. Los científicos creen que los administradores no hacen más que zancadillearlos. Los administradores actúan como si los científicos fueran una molestia, y no el corazón y el alma de la instalación. Pero va más allá, ¿no? Sin importar nuestros respectivos trabajos, yo no te gustaría. Nunca me había parado a pensar en cosas así. Siempre supe que habría gente a la que le gustara y gente a la que no, pero nunca pensé en que pudiera ser culpa mía. —Se detuvo un instante y se encogió de hombros—. Pero puede que así sea. Nunca te he contado lo que vi en mi visión… y no lo voy a hacer ahora. Pero me hizo pensar. Puede que haya estado luchando demasiado. ¿Crees que deberíamos dar una conferencia de prensa? No tengo ni la menor idea de si es lo correcto. Tampoco sé si ocultarlo es lo adecuado. —Hizo una breve pausa—. Por cierto, hemos dado con una paralela… algo que dar a la prensa si se filtra todo, una analogía para demostrar por qué no somos culpables.
Lloyd enarcó las cejas.
—El colapso del puente de los Estrechos de Tacoma —dijo Béranger.
Lloyd asintió. El 7 de noviembre de 1940, el pavimento del puente suspendido sobre los Estrechos de Tacoma, en Washington, había comenzado a vibrar. El puente entero no tardó en oscilar arriba y abajo, sacudiéndose, hasta que al fin se desplomó. Todos los estudiantes de Física en el instituto habían visto la película, y durante décadas recibieron la explicación más plausible: que quizá el viento había generado una resonancia natural con el puente, haciendo que éste ondulara.
No había duda de que los ingenieros debieron de haberlo previsto, decía la gente; después de todo, la resonancia era tan vieja como el diapasón. Pero aquella explicación era incorrecta: la resonancia requería gran precisión (de no ser así, cualquier cantante podría reventar una copa de cristal), y era imposible que un viento aleatorio la produjera. No, en 1990 se demostró que el puente de Tacoma se había desplomado debido a la naturaleza no lineal fundamental de los puentes en suspensión, un desarrollo de la teoría del caos, una rama de la ciencia que ni siquiera existía cuando se construyó el puente. Los ingenieros que lo diseñaron no eran culpables; no podían prever o prevenir el colapso con el conocimiento que tenían.
—Si sólo hubieran sido visiones —dijo Béranger—, sabes que no tendríamos que cubrirnos las espaldas; sospecho que la mayoría te daría las gracias. Pero hubo todos esos accidentes de coche, gente cayendo por las escaleras, etc. ¿Estás preparado para asumir la responsabilidad? Porque no seré yo quien soporte la caída, y tampoco el CERN. Cuando se llegue al fondo del asunto, por mucho que hablemos de Tacoma y de consecuencias imprevisibles, la gente seguirá queriendo una cabeza de turco humano, y sabes que serás tú, Lloyd. Era tu experimento.
El director general calló. Lloyd consideró sus palabras un tiempo antes de responder.
—Podré con ello.
Béranger asintió.
—Bien. Convocaremos una rueda de prensa. —Miró por la ventana—. Supongo que ya es hora de aclarar el asunto.