El libre albedrío es una ilusión.
Es sinónimo de percepción incompleta.
El edificio de administración del CERN disponía de toda clase de salas para seminarios y espacios de reunión. Para la conferencia de prensa iban a usar un salón con doscientos asientos, todos los cuales se llenaron. Lo único que había tenido que hacer el departamento de relaciones públicas era decir a la prensa que el CERN iba a hacer un importante anuncio sobre la causa del desplazamiento temporal, y los reporteros acudieron desde toda Europa, incluyendo un japonés, un canadiense y seis estadounidenses.
Béranger estaba siendo fiel a su palabra: iba a dejar a Lloyd el centro del escenario; si iba a haber una cabeza de turco, sería él. Lloyd se acercó hasta el lectern y se aclaró la garganta.
—Hola a todos —comenzó—. Me llamo Lloyd Simcoe. —Los de relaciones públicas le habían aconsejado que lo deletreara, de modo que lo hizo—: Es S-I-M-C-O-E, y “Lloyd” comienza con “elle”—. Todos los corresponsales recibirían un DVD con los comentarios de Lloyd y su biografía, pero muchos elaborarían sus crónicas de inmediato, sin posibilidad de revisar el material de prensa. Lloyd siguió—. Estoy especializado en el estudio del plasma de quarks-gluones. Soy ciudadano canadiense, pero trabajé durante muchos años en los Estados Unidos, en el Laboratorio Acelerador Fermi. Durante los dos últimos años he estado en el CERN, desarrollando un importante experimento para el Gran Colisionador de Hadrones.
Hizo una pausa para ganar tiempo, para que su estómago se calmara. No era que temiera hablar en público; había pasado demasiado tiempo como profesor universitario para ello. Pero no tenía modo de saber qué reacción tendría lo que estaba a punto de decir.
—Éste es mi asociado, el doctor Theo Procopides —siguió.
Theo se incorporó en su silla, cercana al lectern.
—Theo —dijo, con media sonrisa—. Llámenme Theo.
Una familia feliz, pensó Lloyd. Deletreó lentamente el nombre y el apellido de su colaborador e inspiró antes de proseguir.
—El 21 de abril, exactamente a las dieciséis horas del meridiano de Greenwich, estábamos desarrollando aquí un experimento.
Se detuvo de nuevo y miró algunos de los rostros. No pasó mucho antes de que los periodistas empezaran a preguntar a voces, y sus ojos se vieron asaltados por los flashes de las cámaras. Levantó las manos con las palmas hacia fuera, esperando a que se hiciera el silencio.
—Sí —dijo—, sí, sospecho que tienen razón. Tenemos motivos para creer que el fenómeno de desplazamiento temporal estuvo relacionado con el trabajo que estábamos desarrollando en el colisionador.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó Klee, enviado de la CNN.
—¿Está usted seguro? —saltó Jonas, corresponsal de la BBC.
—¿Por qué no lo han hecho público antes? —decía el reportero de Reuters.
—Comenzaré por la última pregunta —respondió Lloyd—. O, para ser más exactos, dejaré que lo haga el doctor Procopides.
—Gracias —dijo Theo, poniéndose en pie y acercándose al micrófono—. La… eh… la razón por la que no lo hemos comunicado antes es que carecíamos de un modelo teórico para explicar el suceso. —Hizo una pausa—. Para ser sinceros, seguimos sin tenerlo; hay que tener en cuenta que sólo han pasado cuatro días desde el salto al futuro. Pero el hecho es que realizamos la colisión de partículas de mayor energía de la historia del planeta, y ésta se produjo exactamente en el momento en que comenzó el fenómeno. No podemos ignorar esta relación causal.
—¿Hasta qué punto están seguros de que las dos cosas están relacionadas? —preguntó una mujer del Tribune de Genève.
Theo se encogió de hombros.
—Somos incapaces de encontrar nada en nuestro experimento que pudiera haber causado el salto al futuro. Pero tampoco podemos pensar que otra cosa que nuestro experimento haya podido causarlo. Simplemente nos parece que nuestro trabajo es el candidato más probable.
Lloyd miró al doctor Béranger, cuyo rostro de halcón se mostraba impasible. Durante los ensayos de la conferencia de prensa, Theo había dicho “el culpable más probable”, y a Béranger no le había gustado nada. Pero al final no hubo diferencia.
—¿Admiten entonces su responsabilidad? —preguntó Klee—. ¿Admiten que todas las muertes fueron culpa suya?
Lloyd sintió un nudo en el estómago, y pudo ver cómo el rostro de Béranger se endurecía. El director general parecía estar a punto de levantarse y tomar el control de la conferencia de prensa.
—Admitimos que nuestro experimento parece la causa más probable —respondió Lloyd, acercándose a Theo—. Pero afirmamos que no hay modo, absolutamente ninguno, de predecir nada remotamente parecido a lo que sucedió como consecuencia de nuestro trabajo. Fue por completo imprevisto… e imprevisible. No fue más que lo que el sector asegurador llama un acto divino.
—Pero todas las muertes… —gritó un reportero.
—Todo el daño a la propiedad… —decía otro.
Lloyd volvió a levantar las manos.
—Sí, lo sabemos. Créanme, nuestro corazón está con todos aquellos que resultaron heridos, o que perdieron a un ser querido. Una niña que me era muy cercana murió cuando un coche perdió el control; daría lo que fuera por recuperarla. Pero no había modo de prevenirlo…
—Claro que lo había —gritó Jonas—: si no hubieran hecho el experimento, nunca hubiera sucedido.
—Con el mayor de los respetos, señor, eso es irracional —replicó Lloyd—. Los científicos experimentan constantemente, tomando todas las precauciones razonables. El CERN, como bien sabe, tiene un récord de seguridad envidiable. Pero no se puede dejar de hacer cosas, la ciencia no puede detenerse. No sabíamos lo que iba a suceder; no podíamos saberlo. Pero estamos siendo honestos: se lo estamos diciendo al mundo. Sé que hay gente que teme que pueda volver a suceder, que en cualquier momento su conciencia será transportada una vez más hacia el futuro. Pero no será así; nosotros fuimos la causa, y podemos asegurarles, asegurarle a todo el mundo, que no hay peligro de que algo así vuelva a ocurrir.
Hubo, por supuesto, críticas desaforadas en la prensa, editoriales sobre científicos investigando cosas que los humanos no deberían conocer. Pero, por mucho que lo intentaron, ni siquiera el periódico más sensacionalista fue capaz de lograr que un físico con credibilidad asegurara que el CERN podía haber previsto los resultados del experimento: el desplazamiento de la conciencia en el tiempo. Por supuesto, eso engendró comentarios sobre el corporativismo de los físicos. Pero las encuestas pasaron rápidamente de culpar al equipo del CERN a aceptar que se trataba de algo totalmente imprevisible, algo nuevo por completo.
Fue un tiempo difícil en lo personal para Lloyd y Michiko. Ella había volado a Tokio con el cuerpo de Tamiko. Él, por supuesto, se había ofrecido a viajar con ella, pero no hablaba japonés. Normalmente, los anglohablantes hubieran tratado por educación de que se sintiera cómodo, pero en circunstancias tan extremas parecía claro que se quedaría fuera de casi todas las conversaciones. Además, la situación era incómoda: Lloyd no era el padrastro de Tamiko, ni el marido de Michiko. Era el momento de que Michiko y Hiroshi, por muchas diferencias que hubieran tenido en el pasado, lloraran a su hija y le dieran sepultura. Por mucho que también él estuviera destrozado por la muerte, tenía que admitir que no podía hacer mucho por ayudar a su prometida en Japón.
Así, mientras ella volaba hacia Oriente, él permaneció en el CERN, tratando de que un mundo atónito lograra comprender los fundamentos físicos del asunto.
—Dr. Simcoe —dijo Bernard Shaw—, ¿puede explicarnos lo que sucedió?
—Por supuesto —respondió Lloyd, poniéndose cómodo. Estaba en la sala de teleconferencias del CERN, con una cámara no mayor que un dedal mirándolo desde un trípode esquelético. Shaw, por supuesto, estaba en el centro de la CNN en Atlanta. Lloyd tenía programadas otras cinco entrevistas similares a lo largo del día, incluyendo una en francés—. Casi todos hemos oído los términos “espaciotiempo” o “continuo espaciotemporal”. Se refiere a la combinación de las tres dimensiones clásicas, longitud, anchura y altura, con la cuarta, el tiempo.
Lloyd asintió a una técnica fuera de cámara, y la imagen parada de un hombre blanco de cabello oscuro apareció en un monitor tras él.
—Le presento a Hermann Minkowski —dijo Lloyd—, la primera persona que propuso el concepto de continuo espaciotemporal. Es difícil ilustrar el modelo de las cuatro dimensiones directamente, pero está más claro si simplificamos eliminando una dimensión espacial.
Asintió de nuevo y la imagen cambió.
—Éste es un mapa de Europa. Por supuesto, Europa es tridimensional, pero todos estamos acostumbrados a los mapas en dos dimensiones. Y Hermann Minkowski nació aquí, en Kaunas, en la actual Lituania, en 1864.
Una luz iluminó el país.
—Ahí está. Pero supongamos que la luz no está sobre la ciudad de Kaunas, sino sobre el propio Minkowski, naciendo en 1864.
La leyenda “1864 d.C.” apareció en la esquina inferior derecha del mapa.
—Si retrocedemos algunos años, podremos ver que no había Minkowski antes de ese punto.
La fecha del mapa cambió a 1863 d.C, después a 1862 d.C, a 1861 d.C, sin rastro de Minkowski, por supuesto.
—Ahora volvamos a 1864.
El mapa obedeció, con la luz de Minkowski brillante en la longitud y latitud de Kaunas.
—En 1878 —siguió Lloyd—, Minkowski se mudó a Berlín para acudir a la universidad.
El mapa de 1864 cayó como una hoja del calendario; el de abajo tenía por título 1865. En rápida sucesión, otros mapas fueron cayendo, desde 1866 hasta 1877, cada uno con la luz de Minkowski cerca de Kaunas o en la misma ciudad, pero, al llegar al de 1878, la luz se desplazó cuatrocientos kilómetros hacia el oeste, hacia Berlín.
—Pero no se quedó allí. En 1881 se marchó a Königsberg, en la moderna frontera polaca.
Tres mapas más desaparecieron hasta aparecer el de 1881, con la luz de su objetivo desplazada de nuevo.
—Durante los siguientes diecinueve años, nuestro Hermann pasó de una universidad a otra, regresando a Königsberg en 1894, viajando después a Zurich, aquí en Suiza, en 1896, y por fin a la universidad de Göttingen, en la Alemania Central, en 1902.
Los mapas cambiantes reflejaron sus movimientos.
—Permaneció en Göttingen hasta su muerte, el 12 de enero de 1909.
Más mapas volaron, pero la luz permanecía estática.
—Y, por supuesto, después de 1909 no hubo más Minkowski.
Los mapas titulados “1910”, “1911” y “1912” cayeron, pero ninguno de ellos tenía luz.
—Bien —dijo Lloyd—. ¿Qué sucede si cogemos nuestros mapas y los apilamos en orden cronológico, inclinándolos un poco de modo que podamos verlos de forma oblicua?
Los gráficos informáticos de la pantalla a su espalda ya lo habían hecho.
—Como pueden ver, la luz trazada por los movimientos de Minkowski forman un rastro a través del tiempo. Comienza aquí, abajo, en Lituania, se desplaza por Alemania y Suiza y termina muriendo acá, en Göttingen.
Los mapas estaban situados el uno sobre el otro, formando un cubo; el rastro de la vida de Minkowski era claramente visible, como si un ardillón brillante estuviera ascendiendo por su madriguera.
—Esta clase de representación, que muestra la vida de alguien a través del espaciotiempo, se llama cubo de Minkowski: el buen Hermann fue el primero que los hizo. Por supuesto, se pueden realizar para cualquiera. Aquí está el mío.
El mapa cambió para mostrar todo el mundo.
—Nací en Nueva Escocia, Canadá, en 1964, me mudé a Toronto, después a Harvard para estudiar, trabajé años en el Fermilab, en Illinois, y terminé aquí, en la frontera franco-suiza, en el CERN.
Los mapas se apilaron, formando un cubo con un rastro luminoso.
—Y, por supuesto, es posible trazar la senda de otras personas en el mismo cubo.
Otras cinco luces, cada una de un color distinto, se abrieron paso por el cubo. Algunas empezaban antes que la de Lloyd, y otras terminaban antes de llegar hasta arriba.
—La parte superior del cubo —siguió— representa el día de hoy, 25 de abril de 2009. Y, por supuesto, todos estamos de acuerdo en que hoy es hoy. Es decir: todos recordamos ayer, pero aceptamos que ha pasado; y todos desconocemos el mañana. De forma colectiva estamos mirando esta rebanada superior del cubo.
La cara superior del mismo se iluminó.
—Imaginen el ojo colectivo de la humanidad valorando esta rebanada —el dibujo de un ojo, pestañas incluidas, flotaba fuera del cubo, paralelo a su cara superior—. Pero lo que sucedió durante el salto al futuro fue esto: el ojo se desplazó por el cubo hacia el futuro, y en vez de observar la rebanada de 2009, se encontró mirando la de 2030.
El cubo se extendió hacia arriba, y casi todas las sendas vitales coloreadas siguieron ascendiendo por él. El ojo flotante saltó, hasta que el plano iluminado se encontró muy cerca de la cara superior del bloque alargado.
—Durante dos minutos, nos encontramos observando otro punto de nuestras líneas vitales.
Bernard Shaw se movió en su asiento.
—Entonces, ¿está diciendo que el espaciotiempo es como un montón de fotogramas apilados, y que el “ahora” es el fotograma iluminado en ese momento?
—Esa es una buena analogía —respondió Lloyd—. De hecho, me ayuda a explicar mi siguiente punto: imagine que está viendo Casablanca, que resulta ser mi película favorita. Y que en ese momento, en la pantalla está este momento en particular.
Tras él, Humphrey Bogart decía: “La has tocado para ella, así que puedes tocarla para mí. Si ella pudo soportarla, yo también podré”.
Dooley Wilson rehuía la mirada de Bogart. “No recuerdo la letra”.
Bogart, con los dientes apretados: “¡Tócala!”
Wilson alzó la vista al techo y comenzó a cantar “El tiempo pasará”, mientras sus dedos bailaban sobre el teclado.
—Ahora —dijo Lloyd, sentado frente a la pantalla—, que este fotograma sea el que estamos mirando en este momento —al decir “este”, la imagen se congeló en Dooley Wilson— no significa que esta otra parte sea menos fija o real.
De repente, la imagen cambió. Un avión desaparecía en la bruma. Un pulcro Claude Rains miraba a Bogart. “Tal vez le conviniera desaparecer de Casablanca una temporada”, decía. “Hay tropas de la Francia Libre en Brazzaville. Podría facilitarle un pasaje”.
Bogey sonrió levemente. “¿Un salvoconducto? Me vendría bien un viaje, y gastarme el dinero de la apuesta. Aún me debe diez mil francos”.
Rains enarcó las cejas. “Y esos diez mil francos cubrirán nuestros gastos”.
“¿Nuestros gastos?”, dijo Bogart, sorprendido.
Rains asintió. “Ajá”.
Lloyd observó sus espaldas mientras se alejaban en la noche. “Louis”, decía Bogart de fondo; Lloyd sabía que lo habían grabado en posproducción, “creo que éste es el comienzo de una hermosa amistad”.
—¿Ve? —dijo Lloyd, volviéndose hacia la cámara—. Podría haber estado viendo tocar a Sam “El tiempo pasará” para Rick, pero el final ya está fijado. La primera vez que se ve Casablanca, estás mordiéndote las uñas preguntándote si Ilsa se irá con Victor Laszlo o se quedará con Rick Blaine. Pero la respuesta siempre fue, y siempre será, la misma: los problemas de dos personas minúsculas no son nada en este mundo de locos.
—¿Está diciendo que el futuro es tan inmutable como el pasado? —preguntó Shaw, que parecía más indeciso de lo que en él era habitual.
—Exactamente.
—Pero Dr. Simcoe, con el debido respeto, eso no parece tener sentido. Es decir, ¿qué hay del libre albedrío?
Lloyd cruzó las manos frente al pecho.
—No existe el libre albedrío.
—Claro que sí —dijo Shaw.
Lloyd sonrió.
—Sabía que iba a decir eso. O, para ser exactos, cualquiera que viera nuestros cubos de Minkowski desde fuera sabía que usted iba a decir eso, porque ya está escrito en piedra.
—¿Pero cómo es eso posible? Tomamos millones de decisiones todos los días; cada uno de nosotros damos forma a nuestro futuro.
—Usted tomó millones de decisiones ayer, pero son inmutables; no hay modo de cambiarlas, por mucho que lamente algunas de ellas. Y probablemente tomará millones más mañana. No hay diferencia. Usted cree tener libre albedrío, pero no es así.
—Déjeme ver si le entiendo, Dr. Simcoe. Está usted asegurando que las visiones no son de un posible futuro, sino que son del futuro; del único que existe.
—Exacto. En realidad vivimos en un universo de Minkowski, y el concepto del “ahora” no es más que una ilusión. El futuro, el presente y el pasado son tan reales como inmutables.
—¿Dr. Simcoe?
Eran las primeras horas de la noche; Lloyd había terminado por fin su última entrevista del día y, aunque tenía que leer una montaña de informes antes de irse a la cama, paseaba por una de las monótonas calles de St. Genis. Se dirigía a una tahona y una tienda de queso para conseguir algo de pan y un poco de appenzeller para el desayuno del día siguiente.
Un hombre fuerte de unos treinta y cinco se acercó a él. Llevaba gafas (algo bastante raro en el mundo desarrollado, ahora que la ceratotomía láser se había perfeccionado) y una sudadera azul oscuro. Su pelo, como el del propio Lloyd, era muy corto, a la moda.
Lloyd sintió una punzada de pánico. Probablemente estuviera loco por aparecer en público después de que medio mundo hubiera visto su rostro en el televisor. Miró a izquierda y derecha, valorando las posibles rutas de escape. No había ninguna.
—¿Sí? —probó.
—¿Dr. Lloyd Simcoe? —Hablaba inglés, pero con acento francés.
Lloyd tragó saliva.
—Sí, soy yo. —Al día siguiente hablaría con Béranger para disponer una escolta de seguridad.
De repente, la mano del hombre encontró la de Simcoe y comenzó a sacudirla con firmeza.
—¡Dr. Simcoe, deseaba darle las gracias! —El hombre levantó la mano izquierda, como para impedir objeción alguna—. ¡Sí, sí, sé que no pretendía que pasara lo que pasó, y supongo que hubo gente que salió malparada! Pero tengo que decirle que mi visión fue lo mejor que me ha sucedido nunca. Cambió mi vida por completo.
—Ah —dijo Lloyd, recuperando su mano—. Eso está muy bien.
—Sí señor, antes de la visión era un hombre distinto. Nunca creí en Dios, ni siquiera de niño. Pero la visión… la visión me mostró en una iglesia, rezando con toda una congregación.
—¿Rezando un miércoles por la noche?
—¡Eso mismo dije yo, Dr. Simcoe! Es decir, no en el momento mismo de la visión, sino después, cuando anunciaron a qué horas pertenecían las imágenes. ¡Rezando un miércoles por la noche! ¡Yo! ¡Precisamente yo! Bueno, no podía negar lo que sucedía, que en algún momento entre hoy y el futuro encontraría mi camino. Así que cogí una Biblia, bueno, la compré en una librería. ¡Nunca imaginé que hubiera tantas ediciones distintas! ¡Tantas traducciones! Bueno, pues compré una de esas que tienen las palabras de Jesús en rojo, y comencé a leerla. Y pensé: bueno, antes o después vas a llegar a esto, de modo que será mejor que descubras de qué va. Y no pude parar, y todos aquellos nombres maravillosos, como música: Obadiah, Jebediah… ¡Qué grandes nombres! Sí, Dr. Simcoe, de no haber sido por la visión, en estos veintiún años hubiera hallado el camino de todos modos, pero ha sido ahora, en 2009. Nunca me he sentido más en paz, más amado. Me hizo un inmenso favor.
Lloyd no sabía qué decir.
—Gracias.
—No, por favor ¡gracias a usted!
Con esto, volvió a sacudir la mano de Lloyd y se marchó por donde había venido.
Lloyd llegó a casa alrededor de las nueve de la noche. Había echado mucho de menos a Michiko y pensó en llamarla, pero en Tokio eran las cinco de la mañana, demasiado pronto. Dejó el pan y el queso a un lado y se sentó un rato a ver la televisión, para calmarse antes de atacar la última pila de informes.
Cambió canales hasta que algo en las noticias suizas llamó su atención: una discusión sobre el salto al futuro. Una periodista comunicaba por satélite con los Estados Unidos. Lloyd reconoció al hombre entrevistado por su gran melena pelirroja: el Asombroso Alexander, maestro ilusionista y ridiculizador de supuestos poderes psíquicos. Lloyd lo había visto a menudo en la televisión a lo largo de los años, incluyendo The tonight show. Su nombre completo era Raymond Alexander, y era profesor en Duke.
Era evidente que la entrevista había sido sometida a posproducción: la periodista hablaba en francés, pero Alexander respondía en inglés, mientras un intérprete traducía por encima sus palabras. Las palabras del propio Alexander apenas eran audibles al fondo.
—Sin duda ha oído al hombre del CERN asegurando que las visiones mostradas pertenecen al único futuro real —decía la entrevistadora.
Lloyd se sentó.
—Oui —respondió el intérprete—. Pero eso es un absurdo patente. Se puede demostrar fácilmente que el futuro es maleable. —Alexander se movió en su asiento—. En mi propia visión estaba en mi apartamento. Y sobre la mesa, igual que ahora, estaba esto. Frente a él, en el estudio, había una mesa. Se acercó y tomó un pisapapeles. La cámara se acercó al objeto: era un bloque de malaquita con un pequeño triceratops dorado.
—Será sólo una cretona —decía Alexander—, pero tengo un gran aprecio a este objeto; es un recuerdo de un viaje muy agradable al Monumento Nacional de los Dinosaurios. Pero no lo aprecio tanto como a la racionalidad.
Se inclinó y, de debajo de la mesa, sacó un paño, que depositó sobre la mesa, y sobre él el pisapapeles. A continuación sacó un martillo y, frente a las cámaras, procedió a reducir a polvo el recuerdo. La malaquita se fracturó, y el pequeño dinosaurio, que no podía ser de metal sólido, se convirtió en una masa irreconocible.
Alexander sonrió triunfante a la cámara: la razón había vuelto a triunfar.
—El pisapapeles estaba en mi visión, y ya no existe. Por tanto, fuera lo que fuese lo que mostraban las visiones, en modo alguno era el futuro inmutable.
—Por supuesto, sólo tenemos su palabra de que el pisapapeles estaba en la visión —inquirió la entrevistadora.
Alexander pareció molesto, irritado por ver su integridad puesta en entredicho. Pero asintió.
—Está bien ser escéptico; el mundo sería un lugar mejor si todos fuéramos menos crédulos. El hecho es que cualquiera puede hacer este experimento por su cuenta. Si en su visión vieron algún mueble que en estos momentos poseen, destrúyanlo o véndanlo. Si se vieron la mano en la imagen, háganse un tatuaje. Si otros les vieron y tenían barba, háganse la electrólisis facial para que nunca puedan tenerla.
—¡Electrólisis facial! —dijo la periodista—. Me parece que eso es ir demasiado lejos.
—Si su visión los turbó, y quieren asegurarse de que nunca se haga realidad, sería un modo de conseguirlo. Por supuesto, el modo más eficaz de desmentir las imágenes a gran escala sería encontrar un elemento del paisaje que miles de personas hayan visto, como la Estatua de la Libertad, y demolerlo. Pero supongo que el Servicio de Parques Nacionales no nos lo iba a permitir…
Lloyd se recostó en el sofá. Menudo gilipollas. Nada de lo que Alexander sugería era una auténtica prueba, y todas ellas eran subjetivas; dependían del recuerdo personal de las visiones. Y bueno, era un modo estupendo de salir en la televisión; no sólo para Alexander, sino para cualquiera que quisiera ser entrevistado. No había más que decir que podías desmontar la inmutabilidad del futuro.
Lloyd consultó el reloj sobre una de las estanterías instaladas en las rojas paredes de su apartamento. Eran las nueve y media, por lo que sólo sería la una y media de la tarde en la frontera entre Utah y Colorado, donde se encontraba el Monumento Nacional de Dinosaurios; él había estado una vez. Pensó unos minutos más, levantó el auricular, habló con un operador de ayuda y, por fin, con una mujer que trabajaba en la tienda de regalos del museo.
—Hola —dijo—. Estoy buscando un objeto en concreto, un pisapapeles de malaquita.
—¿Malaquita?
—Es un mineral verde, ya sabe, una piedra ornamental.
—Oh, sí, claro. Las que tienen pequeños dinosaurios. Tenemos una con un tiranosaurio, una con un estegosaurio y otro con un triceratops.
—¿Cuánto cuesta el triceratops?
—Catorce noventa y cinco.
—¿Aceptan pedidos?
—Claro.
—Me gustaría comprar uno de esos y mandarlo a… —se detuvo un instante para pensar; ¿dónde demonios estaba Duke?—. A Carolina del Norte.
—Muy bien. ¿Cuál es la dirección completa?
—No estoy seguro. Ponga “Profesor Raymond Alexander, Universidad de Duke, Durham, Carolina del Norte”. Seguro que llega a su destino.
—¿UPS?
—Muy bien.
Ruido de teclas.
—El importe será de ocho cincuenta. ¿Cómo desea abonarlo?
—Con Visa.
—¿Numero, por favor?
La sacó de la cartera y leyó la cadena de números, así como la fecha de caducidad y su nombre. Después colgó el teléfono, volvió al sofá y cruzó los brazos sobre el pecho, sintiéndose satisfecho.
Querido Dr. Simcoe:
Perdóneme por molestarle con un correo electrónico no deseado; espero que supere su filtro de spam. Sé que debe de estar inundado de cartas desde que apareció en la televisión, pero tenía que escribirle para hacerle saber el impacto que la visión tuvo en mí.
Tengo dieciocho años y estoy embarazada. No llevo mucho, sólo dos meses. Aún no se lo había dicho a mi novio, ni a mis padres. Pensaba que quedarme embarazada era lo peor que me podía suceder; aún estoy en el instituto, y mi novio empezará la universidad en otoño. Los dos seguimos viviendo con nuestros padres, y no tenemos dinero. No había modo, pensaba, de traer a un niño al mundo… de modo que iba a abortar. Ya tenía cita.
Y entonces tuve la visión… ¡y fue increíble! Estábamos yo, y Brad (mi novio), con nuestra hija, y estábamos juntos, viviendo en una bonita casa, dentro de veintiún años. Mi hija ya había crecido (era incluso algo mayor que yo ahora), y era preciosa, y nos contaba que estaba saliendo con un chico de la facultad, y que una noche podría traerlo a cenar, y que sabía que lo adoraríamos, y por supuesto dijimos que sí, porque era nuestra hija y era importante para ella, y…
Estoy divagando. El asunto es que mi visión me permitió ver que las cosas iban a funcionar. Cancelé el aborto, y Brad y yo estamos buscando un lugar en el que vivir juntos. Para mi sorpresa, mis padres no se asustaron, e incluso van a ayudarnos con los gastos.
Sé que un montón de gente le dirá que las visiones arruinaron su vida. Sólo quería que supiera que la mía mejoró enormemente, y que incluso salvó la vida de la pequeña que llevo dentro.
Gracias… por todo.
Dr. Simcoe:
En las noticias oyes hablar de gente que tuvo visiones fascinantes. Yo no. En la mía estaba en la misma casa en la que vivo hoy. Estaba solo, lo que no es de extrañar: mis hijos han crecido y mi mujer suele estar fuera por trabajo. En realidad, aunque algunas cosas eran distintas (algún cambio en el mobiliario, pintura nueva en las paredes), nada me permitía indicar que se tratara del futuro.
¿Y sabe qué? Me gustó. Soy un hombre feliz; tengo una buena vida. Saber que voy a tener dos décadas más exactamente de lo mismo es un pensamiento agradable. Todo esto de las visiones ha vuelto la vida de la gente patas arriba, pero la mía no. Sólo quería que lo supiera.
Saludos,
Mensajes en la página del Proyecto Mosaico
Brooklyn, Nueva York: Vale, pues en mi sueño aparece la bandera americana, ¿no? Y creo que tenía 52 estrellas: una fila de 7 después una de 6, otra de 7 y así, hasta 52. Supongo que la 51 será Puerto Rico, ¿no? Pero me vuelvo loco pensando en cuál será la otra. Si lo sabes, por favor, escríbeme a…
Edmonton, Alberta: no soy listo. Tengo el síndrome de Down, pero soy una buena persona. En mi visión, estaba hablando con palabras grandes, de modo que seré listo. Quiero volver a ser listo.
Indianápolis, Indiana: Por favor, dejen de mandarme mensajes diciendo que en el 2030 seré el presidente de los Estados Unidos; estáis saturándome el correo. Ya sé que seré presidente, y cuando llegue al poder, haré que Hacienda audite a todo aquel que vuelva a decírmelo…
Islamabad, Pakistán (autotraducido del original en árabe): En mi visión tengo dos brazos, pero hoy sólo tengo uno (soy veterano de la guerra indo-paquistaní). En la visión no parecía una prótesis. Me interesaría oír sobre cualquiera que tenga información acerca de miembros artificiales, o incluso sobre una posible regeneración de miembros dentro de veintiún años.
Changzhou, China (autotraducido del original en mandarín): Al parecer estaré muerta dentro de veintiún años, lo que no me sorprende, pues ya soy bastante mayor. Pero sí me interesarían noticias sobre el destino de mis hijos, nietos y bisnietos. Sus nombres son…
Buenos Aires, Argentina: Casi todo el mundo con quien he hablado estaba celebrando unas vacaciones o un día libre durante el salto al futuro. Por lo que sé, el tercer miércoles de octubre no es fiesta en Suramérica, así que he pensado que igual la semana laboral se había reducido a cuatro días, con los miércoles libres. Yo preferiría un fin de semana de tres días. ¿Alguien puede confirmarlo?
Auckland, Nueva Zelanda: Conozco cuatro de los números ganadores de la Superocho neozelandesa del 19 de octubre de 2030. En mi visión estaba cobrando un boleto que me había reportado 200$ por coincidir en esas cifras. Si conoces otros números ganadores de la misma lotería, podríamos compartir información.
Ginebra, Suiza (enviado en catorce idiomas): Theodosios Procopides, natural de Atenas, trabajador del CERN, será asesinado el lunes 21 de octubre de 2030. Si su visión está relacionada con este crimen, por favor escriba a procopides@cern.ch. Espero poder prevenir mi propia muerte.
Lloyd y Theo almorzaban juntos en la gran cafetería del centro de control del LHC. A su alrededor, otros físicos discutían teorías e interpretaciones sobre el salto al futuro; una prometedora idea sobre un supuesto fallo en uno de los imanes cuádruples había sido torpedeada hacía una hora. Se descubrió que el imán funcionaba bien; era el equipo de pruebas el que fallaba.
Lloyd tomaba una ensalada, y Theo una kebab que había preparado la noche anterior, calentada en el microondas.
—La gente parece llevarlo mejor de lo que imaginaba —dijo el canadiense. Las ventanas daban al patio del núcleo, donde las flores de la primavera mostraban su esplendor—. Toda la muerte, toda la destrucción… Pero la gente sale adelante, volviendo al trabajo y siguiendo con sus vidas.
Theo asintió.
—Esta mañana oí a un tipo en la radio. Decía que había habido muchas menos llamadas pidiendo consejo de las que se esperaban. En realidad, desde el salto al futuro, al parecer ha habido muchísimas cancelaciones de sesiones de terapia.
Lloyd enarcó las cejas.
—¿Por qué?
—Decía que por la catarsis. —Theo sonrió—. Te aseguro que el viejo Aristóteles sabía exactamente lo que decía: dale a la gente la posibilidad de purgar sus emociones y acabarán mucho más sanos. Tantos han perdido a seres queridos durante el salto que la explosión de angustia ha sido psicológicamente beneficiosa. El tipo de la radio decía que había pasado algo parecido hacía años, cuando murió la princesa Diana: durante meses se produjo un descenso mundial en las terapias. Por supuesto, la mayor catarsis se produjo en Inglaterra, pero justo tras la muerte de Lady Di, hasta el veinte por ciento de los americanos se sintió como si hubiera sufrido una pérdida personal. Por supuesto, no superas fácilmente la pérdida de una esposa o de un hijo, pero, ¿de un tío? ¿De un colega? Es una gran liberación.
—Pero si todo el mundo lo sufre…
—Ahí está el asunto. Mira: normalmente, si pierdes a alguien en un accidente, te quedas hecho polvo durante meses, o años… mientras todos los que te rodean refuerzan tu derecho a estar triste. “Tómate un tiempo”, dicen. Todo el mundo te da apoyo emocional. Pero si todos los demás también han sufrido una pérdida, no existe ese efecto de muleta: no hay nadie que te apacigüe. No tienes más remedio que superarlo y volver al trabajo. Es como con los que sobreviven a la guerra: cualquier guerra es más devastadora en términos generales que una tragedia personal aislada, pero al acabar casi todos siguen con su vida. Todos sufrieron lo mismo, y tú debes hacer lo mismo: olvidarlo y seguir adelante. Al parecer, eso es lo que está sucediendo.
—No creo que Michiko supere nunca la pérdida de Tamiko.
Michiko llegaría esa noche de Japón.
—No, no, claro que no. No en el sentido en que deje de dolerle; pero seguirá con su vida; ¿qué otra cosa iba a hacer? En realidad, no tiene elección.
En ese momento, Franco della Robbia, un físico barbudo de mediana edad, apareció en su mesa con una bandeja.
—¿Os importa que me una?
Lloyd alzó la mirada.
—Hola, Franco. Claro que no.
Theo se desplazó un poco a la derecha y della Robbia se sentó.
—¿Sabes que te equivocas sobre Minkowski? —dijo el italiano, mirando a Lloyd—. Las visiones no pueden pertenecer al futuro real.
El canadiense pinchó en el plato de ensalada.
—¿Por qué?
—Bueno, vayamos a tu premisa. Dentro de veintiún años, tendré una conexión entre mi yo futuro y mi yo pasado. Es decir, mi yo pasado verá exactamente lo que el otro está haciendo. Puede que mi yo futuro no tenga una indicación de que la conexión ha comenzado, pero eso no importa; sabré al segundo cuándo comienza la conexión y cuándo termina. No sé qué apareció en tu visión, Lloyd, pero en la mía estaba en lo que creo Sorrento, sentado en una balconada sobre la Bahía de Nápoles. Muy bonito, muy agradable, pero no es lo que yo estaría haciendo el 23 de octubre de 2030 si supiera que estaría en contacto con mi yo pasado. Estaría en algún lugar totalmente libre de cualquier cosa que pudiera distraer la atención de mi yo pasado: una sala vacía, por ejemplo, o mirando a una pared desnuda. Y precisamente a las 19:21, hora de Greenwich de ese día, comenzaría a recitar hechos que quisiera que mi yo pasado conociera: “El 11 de marzo de 2012 tendrás cuidado cruzando la Via Colombo, o te tropezarás y te romperás una pierna”. “En tu tiempo, las acciones de Bertelsmann se venden a cuarenta y dos euros, pero en 2030 valdrán seiscientos noventa, de modo que compra cuanto puedas para pagar la jubilación”. “Aquí están los ganadores de la Copa del Mundo de todos los años entre el tuyo y el mío”. Cosas así; lo tendría todo escrito en un papel y lo recitaría, metiendo toda la información posible en ese minuto y cuarenta y tres segundos. —El italiano se detuvo un instante—. El hecho de que nadie haya informado de una visión haciendo cosas así significa que lo que vimos no puede ser el futuro real de la línea temporal en la que nos encontramos.
Lloyd frunció el ceño.
—Puede que algunos sí lo hicieran. En realidad, el público sólo conoce el contenido de un diminuto porcentaje de los miles de millones de visiones sucedidas. Si yo fuera a darme a mí mismo información bursátil y no supiera que el futuro es inmutable, lo primero que le diría a mi yo pasado es: “No compartas esto con nadie más”. Puede que aquellos que actuaran como sugieres simplemente no lo digan.
—Si sólo unas decenas hubieran experimentado las visiones —respondió della Robbia—, eso podría ser posible. ¿Pero con miles de millones? Alguno lo hubiera dicho. De hecho, estoy convencido de que prácticamente todo el mundo estaría comunicándose con sus yoes pasados.
Lloyd miró primero a Theo, después a della Robbia.
—No si supieran que era fútil; no si supieran que nada de lo que dijeran cambiaría las cosas que ya estaban totalmente fijadas.
—O puede que todos lo olvidaran —dijo Theo—. Puede que, entre ahora y el 2030, el recuerdo de las visiones se desvanezca. Los sueños se olvidan, por ejemplo. Puedes recordarlos al despertar, pero horas después no queda nada de ellos. Puede que las visiones se borren pasados veintiún años.
Della Robbia negó con la cabeza, comprensivo.
—Aunque así fuera, y no hay motivo alguno para pensar que así sea, todos los medios que han informado sobre las visiones sobrevivirían hasta el 2030. Todas las noticias, la cobertura de televisión, todas las cosas que la gente escribió en diarios y cartas a amigos… La psicología no es mi campo, y no debatiré sobre la naturaleza falible de la memoria. Pero la gente sabría lo que iba a suceder el 23 de octubre de 2030, y muchos intentarían comunicarse con su pasado.
—Un momento —dijo Theo. Enarcó las cejas—. ¡Un momento! —Lloyd y della Robbia se volvieron para mirarlo—. ¿No lo veis? Es la Ley de Niven.
—¿La qué? —preguntó Lloyd.
—¿Quién es Niven? —dijo el italiano.
—Un escritor de ciencia ficción norteamericano. Dijo que, en un universo en que el viaje temporal fuera posible, no se inventaría jamás ninguna máquina del tiempo. Incluso escribió una historia corta al respecto: un científico está construyendo una máquina del tiempo y, justo cuando termina, alza los ojos y ve el sol estallando en una supernova: el universo lo va a “apagar”, antes que permitir las paradojas inherentes del viaje temporal.
—¿Y? —dijo Lloyd.
—De modo que comunicarte en el pasado es una forma de viaje temporal. Es enviar información atrás en el tiempo. Y aquellos que lo intentaran verían cómo el universo bloqueaba sus intentos; no con algo tan grandioso como volar el sol, pero sí limitándose a impedir que la comunicación funcione. —Paseó su mirada de Lloyd a della Robbia—. ¿No lo veis? Eso debe de ser lo que yo intentaba hacer en 2030, tratar de comunicarme con mi yo del pasado; de ese modo, terminé simplemente por no tener visión.
Lloyd trató de que su mirada pareciera amable.
—Las visiones de muchos otros parecen apoyar que en 2030 estarás muerto, Theo.
El griego abrió la boca para protestar, pero la cerró. Respondió un instante después.
—Tienes razón, tienes razón, lo siento.
Lloyd asintió; hasta entonces no había comprendido por completo lo duro que todo aquello debía de ser para Theo. Se giró hacia della Robbia.
—Bien, Franco: si las visiones no son de nuestro futuro, ¿qué es lo que muestran?
—Una línea temporal alternativa, por supuesto. Es completamente razonable, dada la IMM. —La Interpretación de Muchos Mundos de la física cuántica decía que, cada vez que un evento podía tomar dos destinos, en vez de tener que tomar uno u otro, tomaba ambos, cada uno en un universo separado—. Para ser exactos, las visiones muestran el universo que se desgajó de éste en el momento de vuestro experimento en el LHC; muestran el futuro tal y como es en un universo en el que el efecto del desplazamiento temporal no se produjo.
Pero Lloyd negaba con la cabeza.
—No me dirás que sigues creyendo en la IMM, ¿no? IT la desmonta.
Un argumento estándar a favor de la interpretación de los muchos mundos era el experimento del gato de Schrödinger; pon a un gato en una caja sellada con un frasco de veneno que tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de activarse en el periodo de una hora. Al final de la hora, abre la caja y comprueba si el gato sigue vivo. Según la interpretación de Copenhague (la versión estándar de la mecánica cuántica), hasta que alguien mire dentro, el gato no está ni vivo ni muerto, sino en una superposición de ambos estados posibles; el acto de mirar, de observar, colapsa la función de onda, obligando al gato a decidir por uno de los dos resultados posibles. Excepto que, como la observación podría resolverse de dos maneras, lo que los defensores de la IMM sostenían era que, en realidad, el universo se dividía en el momento de la observación. Uno de ellos continuaría con el gato muerto, y el otro con él vivo.
A John G. Cramer, un físico que a menudo había trabajado en el CERN, pero que normalmente se encontraba en la Universidad de Washington en Seattle, no le gustaba el énfasis de la interpretación de Copenhague en el observador. En los años 80 propuso una explicación alternativa: IT, o Interpretación transaccional. Durante las dos décadas siguientes, IT se había hecho cada vez más popular entre los físicos.
Tomemos al indefenso gato de Schrödinger en el momento en que está encerrado en la caja, y el ojo del observador, que una hora más tarde comprueba el resultado. En IT, el gato envía una “oferta” en forma de onda física, que viaja adelante hacia el futuro y atrás hacia el pasado. Cuando la onda de oferta alcanza el ojo, éste envía una onda de “confirmación”, que viaja hacia el pasado y hacia el futuro. Las ondas de oferta y confirmación se cancelan en todo el universo, salvo en la línea directa entre el gato y el ojo, donde se refuerzan, produciendo una transacción. Como el gato y el ojo se han comunicado a través del tiempo, no hay ambigüedad y no hay necesidad de frentes de onda colapsados: el gato existe dentro de la caja en el estado exacto en que al fin será observado. Además, no hay división del universo en dos; como la transacción cubre todo el periodo relevante, no hay necesidad de ramificarse: el ojo ve al gato como siempre estuvo, ya sea vivo o muerto.
—A ti te gustaría IT, sí —respondió della Robbia—. Destroza el libre albedrío. Cada fotón emitido sabe qué terminará por absorberlo.
—Por supuesto —dijo Lloyd—, admito que IT refuerza el concepto del universo bloque, pero es tu interpretación de muchos mundos la que acaba de verdad con el libre albedrío.
—¿Cómo puedes decir eso? —protestó della Robbia con una expresión de exasperación italiana.
—Entre los muchos mundos no hay jerarquía —respondió el otro—. Imagina que voy paseando y llego a un desdoblamiento del camino. Podía ir a la derecha o a la izquierda. ¿Cuál elijo?
—¡El que quieras! —saltó della Robbia—. Libre albedrío.
—Claro que no. Según IMM, elijo el que la otra versión de mí no eligió. Si él va a la derecha, yo tengo que ir a la izquierda; si yo voy a la derecha, él tiene que ir a la izquierda. Y sólo la arrogancia me llevaría a pensar que siempre es mi elección la que el universo acepta, y que las demás opciones son simplemente la alternativa que debía ser expresada en otro universo. La interpretación de muchos mundos da la ilusión de la elección, pero en realidad es por completo determinista.
Della Robbia se volvió hacia Theo, abriendo los brazos a modo de llamada al sentido común.
—¡Pero IT depende de ondas que viajan atrás en el tiempo!
Theo intervino con voz suave.
—Creo que ya hemos demostrado de forma abundante la realidad del viaje de la información atrás en el tiempo, Franco. Además, lo que Cramer decía en realidad es que la transacción se produce de forma atemporal, fuera del tiempo.
—Además —dijo Lloyd, calentándose ahora que tenía un aliado—, tu versión de lo que sucedió es la que requiere del viaje en el tiempo.
Della Robbia parecía aturdido.
—¿Qué? ¿Cómo? Las visiones simplemente muestran un universo paralelo.
—Cualquier universo IMM paralelo que pudiera existir, sin duda se movería en sincronía temporal con el nuestro: si pudieras verlo, lo que verías sería el hoy, el 26 de abril de 2009; de hecho, todo el concepto de computación cuántica depende de que los universos paralelos estén en total sincronía con el nuestro. Así que, si pudieras ver un universo paralelo, podrías ver uno en el que te hubieras sentado a comer con Michel Burr, y no con Theo y conmigo, pero seguiría siendo ahora. Lo que sugieres es sumar el contacto con universos paralelos con la visión del futuro; ya es bastante difícil aceptar una de esas ideas sin tener que tragarse también la otra, y…
Jake Horowitz había aparecido en la mesa.
—Siento interrumpir —dijo—, pero tienes una llamada, Theo. Dice que es sobre tu mensaje en Mosaico.
Theo se marchó a toda prisa, dejando su kebab a medio comer.
—Línea tres —dijo Jacob, que trataba de seguirlo.
Justo al lado del comedor había un despacho vacío, en el que Theo entró. La identificación de la llamada sólo decía “Fuera de zona”. Levantó el auricular.
—Hola —dijo—. Soy Theo Procopides.
—Dios mío —dijo en inglés una voz de hombre al otro extremo de la línea—. Es raro… hablar con alguien que sabes que va a estar muerto.
Theo no tenía respuesta para aquello, de modo que se limitó a decir:
—¿Tiene información sobre mi asesinato?
—Sí, eso creo. En mi visión leía algo al respecto.
—¿Y qué decía?
El hombre le explicó todo cuando había leído. No había nuevos datos.
—¿Decía algo sobre supervivientes? —preguntó Theo.
—¿A qué se refiere? No fue un accidente de avión.
—No, no, no. Quiero decir sobre quién me sobrevivía, ya sabe, si tenía mujer o hijos.
—Ah, sí, déjeme a ver si recuerdo…
A ver si recuerdo. Su futuro era un mero incidente. A nadie le importaba de verdad. No era real, sólo algo sobre lo que un tipo había leído.
—Sí —dijo la voz—. Sí, dejará usted mujer y un hijo.
—¿Daba el periódico sus nombres?
El hombre resopló en el micrófono, como si estuviera pensando.
—El hijo era… Constantin, me parece.
Constantin. El nombre de su padre; sí, Theo siempre había pensado que podría ponerle el nombre a un niño.
—¿Y sobre su madre? ¿Mi mujer?
—Lo siento, no lo recuerdo.
—Inténtelo, por favor.
—No, lo siento. No lo recuerdo.
—¿Se sometería a hipnosis…?
—¿Está usted loco? No pienso hacer eso. Mire, le he llamado para ayudarle; suponía que le haría un gran favor, ¿sabe? Pensaba que estaría bien por mi parte, pero no voy a permitir que me hipnoticen, o que me llenen de drogas, o algo por el estilo.
—Pero mi mujer… mi viuda… Tengo que saber quién es.
—¿Por qué? Yo no sé con quién estaré casado dentro de veintiún años. ¿Por qué tiene que saberlo?
—Podría tener una pista sobre el motivo de mi asesinato.
—Bueno, supongo. Puede ser. Pero ya he hecho todo lo que podía por usted.
—¡Pero usted vio el nombre! ¡Lo sabe!
—Como le dije, no lo recuerdo. Lo siento.
—Por favor… le pagaré.
—Se lo digo en serio, por favor, no me acuerdo. Pero mire, si doy con ello, le volveré a llamar. No puedo hacer más.
Theo se obligó a no protestar de nuevo. Apretó los labios y asintió solemne.
—Muy bien, se lo agradezco. Gracias por su tiempo. ¿Podría darme su nombre, para anotarlo?
—Lo siento. Como le dije, si recuerdo algo le llamaré.
La línea quedó muda.
Michiko regresó aquella noche de Tokio. Si no parecía en paz, al menos no daba la impresión de ir a derrumbarse.
Lloyd, que había pasado la tarde en una nueva ronda de simulaciones informáticas, la recogió en el aeropuerto de Ginebra y condujo los doce kilómetros hasta su apartamento en St. Genis.
Entonces hicieron el amor, por primera vez en los cinco días desde el salto al futuro. Acababa de anochecer y las luces del cuarto estaban apagadas, pero se filtraba bastante luz a través de las cortinas. Lloyd siempre había sido más aventurero que ella, pero Michiko se ponía al día rápidamente. Quizá los gustos de él fueran al principio demasiado salvajes, demasiado occidentales para ella, pero aceptaba cada vez más sugerencias y él intentaba ser un amante atento. Pero aquella noche sólo cumplió: la postura del misionero, y nada más. Las sábanas solían terminar cubiertas de sudor cuando acababan, pero aquella vez estaban casi secas. En un lateral incluso seguían remetidas.
Lloyd descansaba tendido sobre la espalda, mirando el techo oscuro. Michiko estaba a su lado, con un brazo pálido sobre el pecho desnudo e hirsuto de él. Se mantuvieron en silencio largo rato, cada uno sumido en sus pensamientos.
Al fin, habló Michiko.
—En Tokio te vi en la CNN. ¿Crees de verdad que no tenemos libre albedrío?
Lloyd estaba sorprendido.
—Bueno —dijo al fin—, creemos tenerlo, lo que supongo que es lo mismo. Pero la inevitabilidad es una constante en muchísimos sistemas de creencias. Mira la Última Cena. Jesús le dijo a Pedro, fíjate, a Pedro, la roca sobre la que había dicho que se construiría su Iglesia, que renegaría de él tres veces. Pedro protestó diciendo que eso nunca sucedería, pero, por supuesto, así fue. Y Judas Iscariote, al que siempre he considerado una figura trágica, estaba destinado a entregar a Cristo a las autoridades, lo quisiera él o no. El concepto de tener un papel, un destino que cumplir, es mucho más antiguo que el del libre albedrío. —Hizo una pausa—. Sí, en realidad creo que el futuro es tan fijo como el pasado. Y, sin duda, el salto al futuro lo corrobora; si el futuro no fuera fijo, ¿cómo es posible que todo el mundo tuviera visiones de un porvenir coherente? ¿No serían distintas las imágenes? De hecho, ¿no sería imposible que nadie hubiera tenido una sola visión?
Michiko frunció el ceño.
—No lo sé. No estoy segura. ¿Qué sentido tiene seguir adelante si todo está ya prefijado?
Se mordió el labio inferior.
—El concepto del universo bloque es el único que tiene sentido en un mundo relativista —respondió Lloyd—. En realidad, no es más que relatividad a lo grande: la relatividad dice que ningún punto en el espacio es más importante que otro; no hay un marco o una referencia fija respecto a la que medir las demás posiciones. El universo bloque dice que ningún tiempo es más importante que otro; el “ahora” no es más que pura ilusión, y si no existe algo como el “ahora universal”, si el futuro ya está escrito, entonces el libre albedrío, evidentemente, también es ilusorio.
—Yo no lo tengo tan claro —dijo Michiko—. Siento que tengo libre albedrío.
—¿Incluso después de esto? —respondió Lloyd. Su voz se aceró un tanto—. ¿Aun después del salto al futuro?
—Hay otras explicaciones para la versión coherente del futuro —respondió Michiko.
—Ah, ¿como cuáles?
—Como que no es más que un posible futuro, una tirada de dado. Si se pudiera reproducir el salto, veríamos un futuro totalmente distinto.
Lloyd negó con la cabeza, frotando el cabello contra la almohada.
—No. No, sólo hay un futuro, como sólo hay un pasado. Ninguna otra interpretación tiene sentido.
—Pero vivir sin libre albedrío…
—Pues así es, ¿de acuerdo? —saltó Lloyd—. Nada de libre albedrío. Nada de decisiones.
—Pero…
—Nada de peros.
Michiko quedó en silencio. El pecho de Lloyd subía y bajaba rápidamente, y ella era capaz de oír sus latidos. Quedaron en silencio largo rato, antes de que Michiko respondiera:
—Ah.
Aun sin verlo, Michiko supo que Lloyd había enarcado las cejas, registrando de algún modo el movimiento de los músculos.
—Ya entiendo —dijo.
Lloyd estaba irritado, y su voz lo mostraba.
—¿Qué?
—Ya entiendo por qué te aferras así al futuro inmutable. Por qué crees que no existe la propia voluntad.
—¿Y por qué es?
—Por lo que sucedió. Por todos los que murieron, todos los heridos. —Hizo una pausa, como si esperara que él rellenara el resto. Cuando no lo hizo, siguió—. Si tuviéramos libre albedrío, tendrías que culparte por lo sucedido; tendrías que asumir la responsabilidad. Toda esa sangre estaría en tus manos. Pero si no es así, si no tenemos voluntad, no es culpa tuya. Que sera est. Cualquier cosa que será ya es. Apretaste el botón para empezar el experimento porque siempre lo has hecho y siempre lo harás; está congelado en el tiempo, como cualquier otro instante.
Lloyd no dijo nada. No había nada que añadir. Tenía razón, por supuesto. Sintió enrojecer sus mejillas.
¿Era tan triste? ¿Tan desesperado?
Nada en ninguna teoría física podía haber predicho el salto al futuro. Él no era un médico que no había actualizado sus conocimientos sobre efectos secundarios; no había obrado con irresponsabilidad. Nadie, ni Newton, ni Einstein ni Hawking, podían haber predicho el resultado del experimento del LHC.
No había hecho nada malo.
Nada.
Mas…
Mas hubiera dado lo que fuera para cambiar lo sucedido. Cualquier cosa.
Y sabía que si admitía sólo un instante la posibilidad de que algo podía haber cambiado, de que todo podía haber salido de otro modo, podría haber evitado todos los accidentes de coche y avión, las operaciones fallidas, las caídas por las escaleras, la muerte de la pequeña Tamiko; hubiera pasado el resto de su vida aplastado por la culpa de lo sucedido. Minkowski lo absolvía de todo.
Y necesitaba dicha absolución. La precisaba para seguir adelante, para recorrer su senda luminosa por el cubo sin sentirse torturado.
Los que deseaban creer que las visiones no mostraban el futuro real habían esperado que, de forma colectiva, fueran inconsistentes: que en la visión de uno el presidente fuera demócrata, mientras que en la de otro hubiera un republicano en el Despacho Oval. Que en una los coches voladores estuvieran por todas partes mientras que en otras todos los vehículos personales hubieran sido prohibidos, sustituidos por el transporte público. Que en una quizá los extraterrestres visitaran la Tierra, mientras que en otra descubríamos que estábamos solos.
Pero el Proyecto Mosaico de Michiko era un inmenso éxito, con más de cien mil mensajes diarios, todos combinados para mostrar un 2030 consistente, coherente, plausible, formado por las teselas que eran las visiones.
En 2017, a la edad de noventa y un años, Isabel II, Reina de Inglaterra, Escocia, Irlanda del Norte, Canadá, las Bahamas y otros muchos lugares, murió. Carlos, su hijo, en ese momento con sesenta y nueve años, estaba como un cencerro, y siguiendo las recomendaciones de sus consejeros decidió no ascender al trono. Guillermo, su hijo mayor, siguiente en la línea sucesoria, conmocionó al mundo al renunciar a la corona, llevando al Parlamento a declarar la disolución de la monarquía.
Quebec seguía siendo parte de Canadá; los secesionistas no eran ahora más que una pequeña, aunque siempre presente, minoría.
En 2019 Suráfrica terminó, por fin, los juicios por crímenes contra la Humanidad posteriores al Apartheid, con más de cinco mil condenados. El Presidente Desmond Tutu, de ochenta y ocho años, los indultó a todos en un acto, según dijo, que no era tanto cristiano como de paso de página.
Nadie había puesto todavía un pie en Marte; las primeras visiones que sugerían lo contrario resultaron ser simulaciones de realidad virtual en Disney World.
El presidente de los Estados Unidos era un afroamericano; al parecer, aún no había habido presidentas, aunque la Iglesia Católica ya ordenaba a las mujeres.
Cuba ya no era comunista; China era el último país que sostenía esa bandera, y su control sobre la población parecía tan férreo como en la actualidad. Su población había alcanzado casi los dos mil millones.
El agujero en la capa de ozono era muy importante; la gente usaba sombrero y gafas de sol, incluso en días nublados.
Los coches no volaban, pero podían levitar hasta dos metros sobre el suelo. Por una parte, las infraestructuras en carreteras se habían recortado drásticamente en casi todos los países. Los coches ya no necesitaban de una superficie lisa y dura; en algunas zonas incluso se desmantelaban los viales para construir cinturones verdes. Por otra parte, las carreteras que quedaban sufrían tan poco desgaste que apenas necesitaban mantenimiento.
Jesucristo no había regresado.
El sueño de la inteligencia artificial todavía no se había hecho realidad. Aunque abundaban los ordenadores parlantes, ninguno mostraba conciencia.
El esperma proseguía su degeneración en todo el mundo; en los países desarrollados la inseminación artificial estaba a la orden del día, y en Canadá, la Unión Europea e incluso los Estados Unidos estaba cubierta por los planes médicos públicos. En el Tercer Mundo la natalidad caía por primera vez en toda la historia.
El 6 de agosto de 2030, en el octogésimo quinto aniversario de la caída de la bomba de Hiroshima, se produjo en la ciudad una ceremonia que anunciaba la prohibición mundial del desarrollo de armas nucleares.
A pesar de la prohibición de su caza, para el 2030 las ballenas se habían extinguido. Más de cien se habían suicidado en 2022, encallando en playas de todo el mundo sin motivo conocido.
En una victoria global del sentido común, catorce de los principales periódicos estadounidenses decidieron de forma simultánea eliminar la sección de astrología, declarando que publicar tales majaderías no era consecuente con su propósito fundamental de comunicar la verdad.
En 2014 ó 2015 se halló una cura contra el SIDA. El número de muertos en todo el mundo por la plaga se estimaba en setenta y cinco millones, la misma cantidad que la Peste Negra había exterminado hacía setecientos años. La cura para el cáncer aún se resistía, pero casi todas las formas de diabetes podían diagnosticarse y corregirse ya en el útero.
La nanotecnología seguía sin ser viable.
George Lucas aún no había acabado las nueve partes de su épica La guerra de las galaxias.
Fumar estaba prohibido en todas las zonas públicas, incluso al aire libre, en los Estados Unidos y Canadá. Una coalición de países del Tercer Mundo había demandado a los Estados Unidos en el Tribunal Internacional de la Haya por promover de forma consciente el uso del tabaco en los países en desarrollo.
Bill Gates perdió su fortuna: las acciones de Microsoft se desplomaron en 2027 como respuesta a una nueva versión de la crisis del Año 2000. Los viejos programas de la empresa registraban las fechas como cadenas de treinta y dos bits representando el número de segundos pasados desde el 1 de enero de 1970, y a partir de 2027 no fueron capaces de almacenar más fechas. Los intentos de algunos empleados clave de Microsoft de deshacerse de sus acciones hundió aún más los precios. La compañía terminó por anunciar un Capítulo Once en 2029.
Los ingresos medios en los Estados Unidos parecían ser de ciento cincuenta y siete mil dólares anuales. Una barra de pan costaba cuatro dólares.
La película más taquillera de todos los tiempos era la nueva versión que en 2026 se había hecho de La guerra de los mundos.
El japonés era una asignatura obligatoria para todos los estudiantes de la Escuela de Empresariales de Harvard.
Los colores de moda en 2030 eran el amarillo pálido y el naranja oscuro. Las mujeres volvían a llevar el pelo largo.
Se criaba a rinocerontes en granjas por sus cuernos, que aún seguían alcanzando un gran valor en Oriente. Ya no estaban en peligro de extinción.
Matar gorilas en Zaire estaba castigado con la pena capital.
Donald Trump estaba construyendo una pirámide en el desierto de Nevada para alojar sus futuros restos. Cuando se terminara, sería diez metros más alta que la Gran Pirámide de Giza.
La Serie Mundial de 2029 sería ganada por los Volcanes de Honolulu.
Las islas turcas y Ciacos se unirían a Canadá en 2023 ó 2024.
Después de que las pruebas de ADN demostraran de forma concluyente que se había ejecutado a cien inocentes, los Estados Unidos abolieron la pena de muerte.
Pepsi había ganado la guerra de las colas.
Se produciría otro enorme desastre bursátil; aquellos que conocían el año del crack parecían guardarse la información.
Los Estados Unidos habían adoptado por fin el sistema métrico.
La India había establecido la primera base permanente en la Luna.
Se estaba librando una guerra entre Guatemala y Ecuador.
La población del mundo en 2030 era de once mil millones; cuatro mil millones habían nacido después de 2009, de modo que nunca tendrían visión.
Michiko y Lloyd cenaban en el apartamento del segundo, que había preparado raclette, queso fundido servido sobre patata cocida, un plato tradicional suizo que le gustaba mucho. Lo acompañaban con una botella de Blauburgunder; Lloyd nunca había bebido mucho, pero el vino corría por Europa, y estaba en la edad en la que un vaso o dos al día eran buenos para el corazón.
—Nunca lo sabremos con certeza, ¿no? —preguntó Michiko tras ingerir un trozo de patata—. Nunca sabremos quién era la mujer con la que estabas, o quién era el padre de mi hija.
—No, claro que sí. Tú seguramente conocerás quién es el padre dentro de trece o catorce años, antes de que nazca. Y yo reconoceré a la mujer cuando al fin me encuentre con ella, aunque sea varios años más joven que la de mi visión.
Michiko asintió, como si fuera obvio.
—Pero digo que no lo sabremos para cuando nos casemos —dijo con voz apagada.
—No. Es verdad.
Ella lanzó un suspiro.
—¿Qué quieres hacer?
Lloyd levantó la mirada de la mesa y la dirigió hacia Michiko. Sus labios estaban apretados, quizá porque intentaba que no temblaran. En su mano estaba el anillo de compromiso, mucho menos de lo que hubiera querido darle, aunque mucho más de lo que podía permitirse.
—No es justo —dijo—. Dios mío, hasta Elizabeth Taylor probablemente pensara que era “hasta que la muerte los separara” en cada uno de sus matrimonios; nadie debería casarse sabiendo que está destinado a fracasar.
Sabía que Michiko lo observaba, que trataba de encontrar sus ojos.
—¿Esa es tu decisión? ¿Quieres que anulemos la boda?
—Te quiero —respondió Lloyd al fin—. Ya lo sabes.
—Entonces ¿cuál es el problema?
¿Que cuál era el problema? ¿Era el divorcio lo que lo aterraba, un divorcio desagradable como el de sus padres? ¿Quién hubiera dicho que una cosa tan sencilla como dividir las pertenencias comunes pudiera convertirse en una guerra encarnizada, con crueles acusaciones de ambas partes? ¿Quién hubiera dicho que dos personas que se habían apretado el cinturón, habían ahorrado, se habían sacrificado año tras año para comprarse buenos regalos de Navidad como muestras de amor pudieran terminar usando sus zarpas legales para arrancarle esos regalos a la única persona en el mundo para la que significaban algo? ¿Quién hubiera pensado que una pareja que había dado a sus queridos hijos nombres con anagramas (Lloyd y Dolly) terminaría usando a esos mismos niños como peones, como armas?
—Lo siento, cariño —dijo al fin—. Me está matando, pero aún no sé qué quiero hacer.
—Tus padres reservaron hace mucho billetes para Ginebra, y mi madre igual —respondió Michiko—. Si no vamos a casarnos, tendremos que decírselo a la gente. Tienes que decidirte.
Lloyd pensó que ella no lo comprendía. No entendía que ya había tomado su decisión; que cualquier cosa que hiciera o hubiera hecho ya estaba descrita por toda la eternidad en el universo bloque. No tenía que tomar una decisión, sino revelar lo que siempre había sido.
Y por tanto…
Para Theo, ya era hora de volver a casa. No al apartamento de Ginebra que había llamado hogar los dos últimos años, sino a Atenas. De vuelta a sus raíces.
Además, y para ser sinceros, sería prudente no estar cerca de Michiko por un tiempo. No dejaba de pensar cosas extrañas sobre ella.
No sospechaba que nadie de su familia tuviera algo que ver con su muerte, aunque, ahora que empezaba a leer sobre esas cosas, parecía que normalmente era el caso, desde que Caín matara a Abel, desde que Livia envenenara a Augusto, desde que O.J. matara a su mujer, desde que aquel astronauta en la Estación Espacial Internacional fuera arrestado, a pesar de su coartada perfecta, por ordenar el asesinato de su propia hermana.
Pero no. Theo no sospechaba de ningún familiar. Y, sin embargo, si alguna visión iba a arrojar luz sobre su propia muerte, ¿no sería la de sus familiares cercanos? Sin duda, algunos de ellos estarían desarrollando investigaciones por su cuenta dentro de veintiún años, tratando de averiguar quién había matado a su querido Theo.
Tomó un vuelo de Olympic Airlines para Atenas. Las rebajas habían terminado; la gente volvía a volar, segura de que el desplazamiento no volvería a producirse. Pasó el viaje buscando agujeros en un modelo de salto al futuro que le había enviado por correo electrónico un equipo del DESY, el Deutches Elektronen-Synchrotron, el otro gran acelerador de partículas europeo.
Hacía cuatro años que no volvía a casa, y lo lamentaba. Dios, podría estar muerto dentro de veintiún años, y había permitido que pasara un quinto de ese tiempo sin abrazar a su madre, sin comer sus platos, sin ver a su hermano, sin disfrutar de la increíble hermosura de su país. Sí, los Alpes eran impresionantes, pero también estériles, desolados. En Atenas siempre podías alzar la mirada, ver la Acrópolis sobre la ciudad, el sol del mediodía reluciendo en el mármol restaurado del Partenón. Miles de años de historia, milenios de pensamiento, cultura y arte.
Por supuesto, de joven había visitado muchas de las ruinas más famosas. Se recordaba a los diecisiete: un autobús escolar había llevado a la clase a Delfos, hogar del antiguo oráculo. La lluvia era torrencial y no quería salir del autobús, pero su profesora, la señorita Megas, había insistido. Habían gateado por rocas oscuras y resbaladizas, bosques exuberantes, hasta que llegaron al lugar en el que supuestamente estaba el oráculo, dispensando visiones crípticas del futuro.
Aquel oráculo había sido mejor, pensó: futuros sujetos a interpretación y debate, en vez de la fría y cruel realidad que el mundo acababa de contemplar.
También habían ido a Epidauro, una gran depresión del terreno con anillos concéntricos a modo de asiento. Allí había visto representar Oedipus Tyrannos; él se negaba a unirse a los turistas al llamarlo Oedipus Rex. “Rex” era una palabra latina, no griega, y representaba una irritante bastardización del título de la obra.
La obra se representaba en griego clásico, y por lo que pudo entender de los diálogos, podía haber estado en chino. Pero habían estudiado la historia en clase y sabían lo que sucedía. A Edipo también se le había revelado el futuro: “Te casarás con tu madre y asesinarás a tu padre”. Y Edipo, como Theo, había creído poder engañar al destino. Armado con el conocimiento de lo que supuestamente iba a hacer, se limitó a evitarlo y llevó una vida feliz con su reina, Yocasta.
Salvo que…
Salvo que al final descubrió que Yocasta era su madre, y que el hombre al que había asesinado años antes en una riña en la carretera a Tebas era su padre.
Sófocles había escrito su versión del mito de Edipo hacía dos mil cuatrocientos años, pero se seguía estudiando como el mejor ejemplo de ironía dramática de la literatura occidental. ¿Y qué podía haber más irónico que un griego moderno enfrentado a los dilemas de los clásicos, a un futuro profetizado, un fin trágico anunciado, un sino inevitable? Por supuesto, todos los héroes de las viejas tragedias griegas tenían una hamartia, un defecto mortal que hacía inevitable su caída. Para algunos, la hamartia era evidente: la avaricia, la lujuria o la incapacidad para cumplir la ley.
¿Pero cuál había sido el defecto de Edipo? ¿Qué elemento de su personalidad lo había llevado a la ruina?
Lo habían hablado a fondo en clase; la forma narrativa de los dramaturgos clásicos era inviolable: siempre había una hamartia.
Pero… ¿cuál era la de Edipo?
No era la avaricia, ni la estupidez, ni la cobardía.
No, no; si tuviera que haber algo, era su arrogancia, su creencia en que podía derrotar la voluntad de los dioses.
Pero, Theo había protestado, ése era un argumento circular; él siempre había sido el lógico, alejado de las humanidades. La arrogancia de Edipo, decía, sólo se demostraba al intentar evitar el destino; de ser su sino menos severo, nunca se hubiera rebelado contra él, y por tanto nunca hubiera sido visto como arrogante.
La maestra había respondido que no, que estaba ahí, en miles de pequeños detalles de la obra. De hecho, aseguraba, Edipo significaba “Pie hinchado”, una alusión a la herida sufrida cuando su regio padre le había atado los pies de niño y lo había abandonado para que muriera; también podía ser llamado “Cabeza hinchada”.
Pero Theo no estaba de acuerdo, no veía la arrogancia ni la condescendencia. Para él, Edipo, que resolvía el indescifrable enigma de la Esfinge, era un intelecto descomunal, un gran pensador… exactamente lo mismo que pensaba de sí mismo.
El enigma de la Esfinge: ¿qué camina a cuatro patas por la mañana, sobre dos a mediodía y sobre tres por la noche? Un hombre, por supuesto, que se arrastra al comienzo de su vida, camina erguido como adulto y necesita un bastón en su senectud. ¡Qué razonamiento incisivo, el de Edipo!
Pero ahora él nunca viviría para necesitar una tercera pata, nunca vería el ocaso natural que le correspondía. Sería asesinado como adulto… igual que el verdadero padre de Edipo, el rey Laius, quedó muerto en la cuneta de una gastada carretera.
Salvo, por supuesto, que pudiera cambiar el futuro; salvo que pudiera ser más listo que los dioses y evitar su destino.
¿Arrogancia?, pensó. ¿Arrogancia? Es para partirse de risa. El avión comenzó su descenso hacia la Atenas nocturna.
—Tus padres reservaron hace mucho billetes para Ginebra, y mi madre igual —respondió Michiko—. Si no vamos a casarnos, tendremos que decírselo a la gente. Tienes que decidirte.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Lloyd, ganando tiempo.
—¿Que qué quiero que hagas? —repitió Michiko, atónita—. Quiero casarme; no creo en el futuro fijo. Las visiones sólo se harán realidad si tú lo permites, si las conviertes en profecías que se cumplen a sí mismas.
La pelota había regresado a su campo. Lloyd alzó los hombros.
—Lo siento, cariño. Lo siento de verdad, pero…
—Mira —dijo ella, cortando palabras que no quería escuchar—. Sé que tus padres cometieron errores, pero no somos ellos.
—Las visiones…
—No somos ellos —repitió firme Michiko—. Estamos hechos el uno para el otro. Somos medias naranjas.
Lloyd quedó un tiempo callado. Al final respondió, hablando con suavidad.
—Antes dijiste que abrazaba con demasiada fuerza la idea de que el futuro es inmutable. Pero no es así. No estoy simplemente buscando un modo de evitar la culpa… y desde luego no busco un modo de no casarme contigo, cariño. Pero que las visiones sean reales es la única posibilidad basada en la física que conozco. Te concedo que las matemáticas son abstrusas, pero hay una excelente base teórica para apoyar la interpretación de Minkowski.
—La física puede cambiar en veintiún años —dijo Michiko—. En 1988 creían un montón de cosas que hoy sabemos falsas. Un nuevo paradigma, un nuevo modelo, podría desplazar a Minkowski o a Einstein.
Lloyd no sabía qué decir.
—Podría ser —insistió Michiko.
Lloyd trató de suavizar su tono.
—Necesito… necesito algo más que tu deseo ferviente. Necesito una explicación racional; necesito una teoría sólida que pueda explicar por qué las visiones son otra cosa que el único futuro. —Se detuvo un instante antes de seguir—. Un futuro en el que no estamos destinados a estar juntos.
La voz de Michiko se hacía cada vez más desesperada.
—Bien, vale, de acuerdo, puede que las visiones sean de un futuro real… pero no de 2030.
Lloyd sabía que no debía presionar; sabía que Michiko era vulnerable… demonios, él mismo era vulnerable. Pero ella tenía que enfrentarse a la realidad.
—Las pruebas de los periódicos parecen bastante concluyentes —dijo con calma.
—No… no, no lo es —Michiko cada vez parecía más cerril—. No es verdad. Las visiones podrían ser de un tiempo mucho más alejado en el futuro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes quién es Frank Tipler?
Lloyd frunció el ceño.
—¿Un cándido borracho?
—¿Qué? Ah, ya lo cojo… pero es Tipler con una P. Escribió La Física de la inmortalidad.
—¿La Física de qué? —preguntó Lloyd, enarcando las cejas.
—De la inmortalidad. Vivir para siempre. Es lo que siempre has querido, ¿no? Tener todo el tiempo del mundo; todo el tiempo para hacer las cosas que quieres. Tipler dice que, en el Punto Omega, el fin del tiempo, todos resucitaremos y viviremos eternamente.
—¿Qué clase de tontería es esa?
—Admito que es un cretino, pero supo defenderlo.
—¿Sí? —replicó Lloyd sarcástico.
—Dice que la vida biológica se verá suplantada por otra basada en los ordenadores, y que las capacidades de proceso de información seguirán expandiéndose año tras año, hasta que en un punto determinado, en un futuro lejano, ningún problema de computación será irresoluble. No existirá nada que la potencia y los recursos de la futura vida mecánica no sean capaces de calcular.
—Supongo.
—Ahora, piensa en una descripción exacta y específica de todos los átomos de un cuerpo humano; de qué tipo son, dónde se encuentran y cómo se relacionan con los demás átomos del cuerpo. Si supieras eso, podrías resucitar a una persona por completo, crear un duplicado exacto, hasta los recuerdos únicos almacenados en el cerebro y la secuencia exacta de nucleótidos que conforman su ADN. Tipler dice que un ordenador lo bastante avanzado en el futuro podría recrearte, simplemente construyendo un simulacro que contuviera la misma información, los mismos átomos en los mismos lugares.
—Pero no hay ningún registro mío. No puedes reconstruirme sin… no sé, alguna clase de escaneado de mi cuerpo… algo así.
—No importa. Podrías ser reproducido sin ninguna información específica sobre ti.
—¿De qué estás hablando?
—Tipler afirma que hay unos 110.000 genes activos conformando a cada ser humano. Eso significa que todas las permutaciones posibles de esos genes, todas las posibles distinciones biológicas humanas que podrían llegar a existir jamás, se encontrarían en diez a la décima a la sexta personas distintas. Si simularas todas esas permutaciones…
—¿Replicar a diez a la diez a la sexta seres humanos? —preguntó Lloyd—. ¡Venga ya!
—Ten en cuenta que hemos concluido que disponemos de una capacidad de proceso de información infinita —dijo Michiko—. Puede haber toneladas de humanos posibles, pero el número es finito.
—Apenas.
—También hay un número finito de posibles estados de memoria. Con suficiente capacidad de almacenamiento, no sólo podrías reproducir a todo posible ser humano, sino también todos los posibles recuerdos que cada uno de ellos pudiera tener.
—Pero necesitas un humano simulado por cada estado de memoria —replicó Lloyd—. Uno en el que comí pizza la noche anterior… o al menos con recuerdos de haberlo hecho. Otro en el que comí hamburguesa. La progresión se repite hasta la náusea.
—Exacto. Pero Tipler dice que podrías reproducir a todos los humanos posibles que nunca existirían, y todos los posibles recuerdos que podrían llegar a tener, en grupos de diez a la diez a la veintitrés.
—Diez a la diez a la…
—Diez a la diez a la veintitrés.
—Eso es una locura —dijo Lloyd.
—Es una cantidad finita. Y todo podría reproducirse en un ordenador lo bastante avanzado.
—¿Y por qué iba nadie a hacer eso?
—Bueno, Tipler dice que el Punto Omega nos quiere, y que…
—¿Nos quiere?
—Deberías leer el libro; él hace que suene mucho más razonable.
—No tendrá que esforzarse mucho —respondió Lloyd con seriedad.
—Y recuerda que el paso del tiempo se frenará una vez el universo se acabe, si es que termina colapsándose en un big crunch.
—Ya sabes que casi todos los estudios indican que no será así. No hay suficiente masa, ni siquiera teniendo en cuenta la materia oscura, como para cerrar el universo.
Michiko siguió con su ataque.
—Pero si se colapsa, el tiempo se frenará de tal modo que parecerá que tarda una eternidad en hacerlo. Y eso significa que los humanos resucitados parecerán vivir para siempre: serán inmortales.
—Venga, hombre. Algún día, si tengo suerte, puede que me den el Nóbel, pero esa será toda la inmortalidad a la que nadie pueda aspirar.
—No según Tipler.
—¿Y te crees todo eso?
—Bueeeno, no del todo. Pero aun si dejas de lado su tono religioso, ¿no podrías imaginar un futuro muy, muy lejano en el que, no sé, en el que un estudiante aburrido decidiera simular a todo posible ser humano y todos los posibles estados de memoria?
—Supongo. Puede ser.
—En realidad, no necesita simular todos los estados posibles. Podría limitarse a coger uno aleatorio.
—Oh, ya veo. Y estás diciendo que lo que vimos, las visiones, no pertenecen al futuro de dentro de veintiún años, sino al de ese lejano experimento científico. Una simulación, una posible toma. Sólo uno de los infinitos, perdón, casi infinitos futuros posibles.
—¡Exacto!
Lloyd negó con la cabeza.
—Es difícil de tragar.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Es más difícil de tragar que la idea de que hemos visto el futuro, y que el futuro es inmutable, y que el conocimiento previo del mismo no nos permitirá impedir que se produzca? Venga ya: si tienes una visión que te dice que estarás en Mongolia dentro de veintiún años, lo único que tienes que hacer para anularla es no viajar allí. No estarás prediciendo que te verás obligado a ir allí contra tu voluntad, ¿no? Algo de voluntad tendremos.
Lloyd no quería alzar la voz. Estaba acostumbrado a discutir de ciencia con otras personas, pero no con Michiko. Incluso un debate intelectual tenía un componente personal.
—Si tu visión te muestra en Mongolia, allí terminarás. Sí, puede que hagas todo lo posible por no ir, pero así será, y en el momento parecerá algo natural. Sabes tan bien como yo que los humanos somos lamentables a la hora de cumplir nuestros deseos. Puedes prometer hoy que mañana te pondrás a dieta, y tener la intención de cumplirlo dentro de un mes, pero al final, sin parecer que carezcas de libre albedrío, terminarás para entonces con la dieta, y quizá mucho antes.
Michiko parecía preocupada.
—¿Crees que tengo que adelgazar? —Pero entonces sonrió—. Era una broma.
—Pero sabes lo que quiero decirte. No hay evidencia a corto plazo de que podamos evitar las cosas con simples actos de voluntad; ¿por qué deberíamos pensar que en un plazo de décadas mantendremos nuestra determinación?
—Porque tenemos que hacerlo —respondió Michiko, de nuevo inflamada—. Porque, si no lo hacemos, no habrá escapatoria. —Buscó su mirada—. ¿No lo ves? Tipler tiene que tener razón. Si no es así, debe de haber otra explicación. Ése no puede ser el futuro. No puede ser nuestro futuro.
Lloyd lanzó un suspiro. La amaba, pero… mierda, mierda, mierda. Se descubrió negando con la cabeza una y otra vez.
—No tengo más ganas que tú de estar en el futuro —dijo.
—Entonces no lo permitas —respondió Michiko, tomándole la mano y entrelazando sus respectivos dedos—. No lo permitas.
—¿Diga? —era una agradable voz de mujer.
—Ah, hola, ¿es… es usted la doctora Tompkins?
—Al aparato.
—Ah, hola. Soy… soy Jake Horowitz. Ya sabe, del CERN…
Jake no sabía lo que esperaba. ¿Afecto? ¿Alivio al no haber hecho ella el primer contacto? ¿Sorpresa? Pero ninguna de aquellas emociones apareció en el tono de Carly.
—¿Sí? —dijo con voz neutra. Eso era todo; sólo “Sí”.
Jacob sintió cómo se hundía. Puede que debiera limitarse a colgar, alejarse del teléfono. No le haría daño a nadie; si Lloyd tenía razón, antes o después estaban destinados a estar juntos. Pero no podía hacer eso.
—S-siento molestarte —tartamudeó.
Nunca se le había dado bien hablar con mujeres por teléfono. Y, en realidad, no había llamado a ninguna, al menos de ese modo, desde el instituto, desde que reuniera el valor para llamar a Julie Cohan y pedirle una cita. Le había llevado días prepararse, y aún recordaba su dedo temblando al marcar el número en el teléfono del sótano de sus padres. Podía oír a su hermano mayor paseando arriba, el suelo crujiendo con cada uno de sus pasos atronadores, como Acab en cubierta. Le había aterrado la idea de que David bajara mientras él hablaba.
El padre de Julie había respondido al teléfono y la había llamado para que cogiera un supletorio; no había cubierto el auricular, y le hablaba con dureza. Nada que ver con el trato que él daría a Julie. La chica descolgó el aparato y su padre colgó con fuerza. Entonces oyó su voz maravillosa:
—¿Diga?
—Ah, hola, Julie. Soy Jake… Jake Horowitz. —Silencio. Nada—. De la clase de Historia Americana.
Un tono de perplejidad, como si le hubieran pedido que calculara el último decimal de pi.
—¿Sí?
—Me preguntaba —dijo, tratando de parecer despreocupado, de no sonar como si toda su vida dependiera de aquello, de no transmitir que su corazón estaba a punto de estallar—, me preguntaba si te gustaría… ya sabes, salir conmigo, quizá el sábado… si estás libre, claro. —Más silencio; recordó cuando era niño, cuando las líneas telefónicas solían producir algún sonido de estática. En ese momento lo echó de menos—. Podríamos ir al cine —dijo, llenando el vacío.
Más latidos, y después:
—¿Qué te ha hecho pensar que querría salir contigo?
Sintió cómo su visión se nublaba, cómo su estómago se encogía, cómo se quedaba de repente sin aliento. No era capaz de recordar su respuesta, pero de algún modo había colgado el teléfono, había logrado no llorar, se había quedado sentado en el sótano, escuchando los pasos de su hermano mayor en el piso de arriba.
Aquella fue la última vez que había llamado a una chica para pedirle una cita. No, no era virgen (claro que no, por supuesto… Cincuenta dólares rectificaron ese problema concreto una noche en Nueva York. Al acabar se había sentido horrible, humillado y sucio; pero algún día estaría con una mujer con la que quisiera estar, y le debía a ella, fuera quien fuese, si no ser un experto, al menos tener alguna idea de lo que hacía).
Y ahora parecía que estaría con una mujer… con Carly Tompkins. La recordaba guapa, con pelo castaño y ojos verdes o grises. Le había gustado mirarla, escucharla mientras desarrollaba su presentación en la conferencia APS. Pero no lograba recordar su aspecto concreto. Se acordaba de que tenía pecas… sí, sin duda había pecas, pero no tantas como él, sólo unas cuantas en el puente de la pequeña nariz y en las mejillas gruesas. No podía imaginar que…
El perplejo “¿Sí?” de Carly aún resonaba en sus oídos. Tenía que saber por qué la llamaba. Tenía que…
—Vamos a estar juntos —escupió sin sentido, deseando en ese mismo instante que las palabras no hubieran abandonado sus labios—. Dentro de veinte años estaremos juntos.
Ella aguardó unos instantes antes de responder.
—Supongo.
Jake se sintió aliviado; le había asustado que fuera a negar la visión.
—Eso creo —dijo—. Pienso que igual deberíamos conocernos. Ya sabes, tomar un café.
Su corazón latía desbocado y sentía mariposas en el estómago. Volvía a tener diecisiete años.
—Jacob —dijo ella. Jacob, había dicho su nombre. Nadie usaba el nombre para comunicar una buena noticia. Jacob, para recordarle quién era en realidad. Jacob, ¿qué te ha hecho pensar que querría…?
—Jacob —siguió—, estoy viendo a alguien.
Claro, pensó él. Claro que está viendo a alguien. Una belleza de cabello oscuro con esas pecas… Por supuesto.
—Además —siguió Carly—, yo estoy aquí en Vancouver, y tú en Suiza.
—Esta misma semana tengo que viajar a Seattle; estoy aquí como becario, pero estoy especializado en modelar reacciones HEP y el CERN me manda a un seminario de Microsoft. Podría… no sé, había pensado en… ya sabes, en marcharme un día o dos antes, quizá para hacer una parada en Vancouver. Tengo montones de puntos de viajero frecuente; no me costará nada.
—¿Cuándo? —preguntó Carly.
—P-podría estar allí pasado mañana mismo —trató de parecer calmado—. Mi seminario comienza el jueves; el mundo estará en crisis, pero ahí está gallarda Microsoft. —Al menos por el momento, pensó.
—De acuerdo —respondió Carly.
—¿De acuerdo?
—De acuerdo. Ven al TRIUMF, si quieres. Me gustaría verte.
—¿Y qué hay de tu novio?
—¿Quién ha dicho que fuera un chico?
—Oh. —Una pausa—. Oh.
Pero entonces Carly rió.
—No, no, era broma. Sí, es un hombre, y se llama Bob. Pero no es nada serio, y…
—¿Y?
—Y, bueno, supongo que tú y yo tenemos que conocernos mejor.
Jacob se alegró de que el sonreír de oreja a oreja no produjera sonido alguno. Fijaron una hora y se despidieron.
Su corazón volaba como loco. Siempre había sabido que al final llegaría la mujer apropiada; nunca había perdido la esperanza. No le llevaría flores, ya que nunca conseguiría pasarlas por la aduana. No, le regalaría algo decadente de Chocolats Micheli; Suiza, después de todo, era la tierra del chocolate.
Sin embargo, con su suerte, seguro que Carly era diabética.
Dimitrios, el hermano menor de Theo, vivía con otros tres jóvenes en la Atenas suburbana, pero cuando Theo le llamó por la noche, estaba solo en casa.
Dim estudiaba Literatura Europea en la Universidad Nacional Capodistriana de Atenas; desde que era un niño había querido ser escritor. Dominaba el alfabeto antes de ir al colegio, y no dejaba de escribir historias en el ordenador de la familia. Theo le había prometido hacía años transferir todos los relatos de los disquetes de tres y medio a obleas ópticas. Los ordenadores ya no venían con disquetera, pero las instalaciones de computación del CERN disponían de algunos sistemas que aún las usaban. Pensó en volver a realizar la oferta, pero no sabía si era mejor que Dim pensara que simplemente se había olvidado, o que comprendiera que habían pasado años (¡años!) sin que su hermano mayor hubiera tenido tres minutos para pedirle un pequeño favor a alguien de computación.
Dim abrió la puerta en vaqueros azules (¡qué retro!) y una camiseta amarilla con el logotipo de Anaheim, una popular serie de televisión americana; ni siquiera un estudiante de Literatura Europea parecía escapar del yugo de la cultura pop estadounidense.
—Hola, Dim —dijo Theo. Nunca antes había abrazado a su hermano menor, pero en aquel momento sentía la necesidad de hacerlo; enfrentarse a la propia mortalidad fomentaba tales pensamientos. Pero Dim, sin duda alguna, no sabría qué hacer como respuesta; su padre, Constantin, no era un hombre muy afectuoso, ni siquiera cuando el ouzo corría más de la cuenta. Podía pellizcarle el trasero a una camarera, pero jamás acariciar la cabeza de sus hijos.
—Hola, Theo —dijo Dimitrios, como si lo hubiera visto el día anterior. Se hizo a un lado para dejar entrar a su hermano.
La casa tenía el aspecto que cabía esperar de cuatro jóvenes: una pocilga con ropa tirada por todas partes, cajas de comida para llevar apiladas en la mesa del comedor y toda suerte de aparatos, incluyendo un equipo estéreo de última generación y consolas de realidad virtual.
Le gustaba volver a hablar el griego; le habían terminado por molestar el francés y el inglés, el primero por su exceso de verbosidad y el segundo por sus sonidos ásperos y desagradables.
—¿Qué tal vas? —preguntó—. ¿Qué tal la escuela?
—Qué tal la universidad, querrás decir.
Theo asintió. Siempre se había referido a sus estudios posteriores a la secundaria como universidad, pero su hermano, que se había decantado por las letras, sólo estaba en la escuela. Quizá el desliz fuera intencionado; se llevaban ocho años, mucho tiempo, pero no lo bastante como para ser un seguro contra la rivalidad fraterna.
—Lo siento. ¿Cómo va la universidad?
—Muy bien —dijo buscando la mirada de Theo—. Uno de mis profesores murió durante el salto al futuro, y uno de mis mejores amigos tuvo que dejarlo para cuidar de su familia; sus padres quedaron malheridos.
No había nada que decir.
—Lo siento —respondió Theo—. Fue imprevisible.
Dim asintió y apartó la mirada.
—¿Has visto ya a papá y a mamá?
—Aún no. Después.
—Ha sido muy difícil para ellos, ¿sabes? Todos sus vecinos saben que trabajas en el CERN. “Mi hijo el científico”, decía papá. “Mi hijo, el nuevo Einstein” —Dimitrios se detuvo unos instantes—. Ya no lo dice. Tienen que soportar mucho de aquellos que perdieron a alguien.
—Lo siento —repitió Theo. Contempló la destartalada habitación, tratando de encontrar algún tema con el que reconducir la conversación.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Dimitrios—. ¿Cerveza? ¿Agua mineral?
—No, gracias.
Dimitrios se quedó callado unos instantes y entró en el salón, seguido por Theo. Se sentó en el sofá, apartando algunos papeles y tirando ropa al suelo para hacer sitio. Theo encontró una silla razonablemente libre de restos para sentarse.
—Has arruinado mi vida —dijo Dimitrios, mirando a su hermano a los ojos antes de apartar la mirada—. Quería que lo supieras.
Theo sintió el corazón darle un vuelco.
—¿Por qué?
—Esas… esas visiones. Maldita sea, Theo, ¿no sabes lo difícil que es enfrentarse todos los días al teclado? ¿No sabes lo fácil que es desanimarse?
—Pero si eres un estupendo escritor, Dim. He leído tus relatos. Manejas el lenguaje de forma muy hermosa. El cuento sobre el verano que pasaste en Creta… capturaste Knossos a la perfección.
—Da igual. Nada de eso importa. ¿No lo ves? Dentro de veintiún años no seré famoso. No lo habré conseguido. Dentro de veintiún años estaré trabajando en un restaurante, sirviendo souvlaki y tzatziki a los turistas.
—Puede que fuera un sueño. Puede que en el año 2030 estés soñando.
Dim negó con la cabeza.
—He encontrado el restaurante; está cerca de la Torre de los Vientos. Hablé con el encargado, y es el mismo tipo que lo dirigirá dentro de veintiún años. Me reconoció de su visión, y yo a él de la mía.
Theo trató de ser amable.
—Sabes que muchos escritores no consiguen vivir de sus escritos.
—¿Pero cuántos perseveran, año tras año, si no piensan que algún día, puede que no mañana, puede que no el año que viene, pero algún día, conseguirán salir, alcanzar el éxito?
—No lo sé. Nunca he pensado en ello.
—Ése es el sueño que hace perseverar al artista. ¿Cuántos actores principiantes lo estarán dejando porque sus visiones probaban que nunca llegarían? ¿Cuántos pintores callejeros en París habrán dejado la paleta esta semana al saber que dentro de dos décadas seguirán sin ser reconocidos? ¿Cuántos grupos de rock habrán dejado de ensayar en los garajes? Nos has quitado el sueño a millones de nosotros. Algunos tuvieron suerte y en el futuro estaban durmiendo; por estar soñando entonces, sus verdaderos sueños no se han hecho pedazos.
—N-no había pensado en ello de ese modo.
—Claro que no. Estás tan obsesionado tratando de descubrir quién te mató que no ves lo que tienes delante. Pero tengo noticias para ti, Theo. Tú no eres el único que estará muerto en 2030. Yo también lo estaré: ¡camarero en un restaurante caro para turistas! Estoy muerto, y seguro que también lo están unos cuantos millones. Y tú acabaste con ellos: aniquilaste sus esperanzas, sus sueños, su futuro.
OCTAVO DÍA: MARTES 28 DE ABRIL DE 2009
Jake y Carly podían haberse encontrado en TRIUMF, pero decidieron no hacerlo. Se vieron en la supertienda Chapters, en Burnaby, en los suburbios de Vancouver. El lugar aún dedicaba la mitad del espacio a la venta de libros pre-impresos: bestsellers garantizados de Stephen King, John Grisham y Coyote Rolf. Pero el resto del lugar estaba copado por muestras de exposición de títulos que se imprimían a petición. Sólo llevaba unos quince minutos fabricar un ejemplar, ya fuera en la tapa blanda del mercado de masas o en tapa dura. También se podía disponer de grandes ediciones impresas, así como de ediciones traducidas en uno de los veinticuatro idiomas programados, a cambio de unos minutos más. Y, por supuesto, ningún título quedaba nunca descatalogado.
En una brillante muestra de evolución previsora, desde hacía veinte años las grandes librerías habían construido cafeterías en sus instalaciones, proporcionando a la gente un lugar perfecto para pasar un rato agradable mientras se imprimían sus libros. Jake llegó pronto a Chapters, entró en el Starbucks anejo, pidió un descafeinado Sumatra grande y buscó una mesa.
Carly llegó diez minutos tarde sobre la hora pactada. Vestía una gabardina London Fog, con el cinto astutamente situado alrededor de la cadera, pantalones azules y tacones bajos. Jake se levantó para saludarla. Al verla acercarse, se sorprendió al comprobar que no era tan bonita como la recordaba.
Pero no había duda de que era ella. Se miraron unos instantes, él preguntándose, como esperaba que hiciera ella, cómo se saludaba a alguien con quien sabías sin duda alguna que un día te acostarías. Ya se conocían; Jake se había encontrado con gente a la que había visto aún menos, y había dado o recibido un beso en la mejilla (especialmente, por supuesto, en Francia). Pero Carly decidió la cuestión, extendiendo la mano derecha. Él consiguió sonreír y la apretó; el pulso de ella era firme, y su piel fría al tacto.
Un empleado de Chapters se acercó para preguntarle qué quería beber; Jake recordó el tiempo en el que en Starbucks sólo se servía en la barra; pero, por supuesto, alguien tenía que llevarte los libros cuando estaban impresos. Carly pidió un Etiopía Sidamo grande.
Abrió el bolso y se puso a revolver en busca de la cartera. Jake dejó que su mirada inspeccionara el interior. En toda la cafetería estaba prohibido fumar, claro, como en todos los restaurantes de Norteamérica en aquellos tiempos; incluso en París comenzaban a instaurarse esas normas. Pero se sintió aliviado al no detectar cigarrillos en el bolso; no hubiera sabido qué hacer de ser ella fumadora.
—Bien —dijo Carly.
Jake forzó una sonrisa. Era una situación incómoda. Él sabía cómo era ella medio desnuda. Por supuesto, dentro de veinte años. En aquellos momentos tenía más o menos su edad, veintidós o veintitrés. Dentro de dos décadas ella tendría unos cuarenta; desde luego, no estaría arrugada ni sería una vieja, pero…
Dentro de veinte años había estado encantadora; pero, desde luego, ahora sería todavía más bonita. Desde luego…
Sí, seguía habiendo anticipación, expectación, tensión.
Por supuesto, ella también lo había visto desnudo dentro de veinte años. Él sabía cómo era ella: su melena castaña era natural, o al menos estaba teñida igual en las dos épocas; pezones oscuros, las mismas pecas encantadoras pintando constelaciones en su pecho. ¿Pero y él? ¿Qué aspecto tendría dentro de veinte años? Ahora no era precisamente un atleta. ¿Habría ganado peso? ¿Habría encanecido?
Puede que la reluctancia actual de ella se debiera a lo que había visto en el futuro. No podía prometerle que haría ejercicio, que trataría de mantenerse delgado, no podía prometerle nada: ella sabía cómo sería en el 2030, y él no.
—Me alegro de verte otra vez —dijo Jake, tratando de mostrarse calmado, cálido.
—Lo mismo digo.
Entonces sonrieron.
—¿Qué?
—Nada.
—No, vamos. Dime.
Ella sonrió de nuevo antes de bajar la mirada.
—Estaba recordándonos desnudos —dijo ella.
Él sintió cómo afloraba su sonrisa.
—Yo también.
—Esto es muy raro —comentó Carly—. Mira, nunca me voy a la cama con nadie en la primera cita. Quiero decir…
Jake levantó las manos de la mesa.
—Ni yo.
Ella sonrió al oírlo. Puede que Carly sí fuera tan bonita como la recordaba…
El Proyecto Mosaico no sólo revelaba el futuro de seres humanos individuales. También decía mucho sobre el de gobiernos, compañías y organizaciones, incluido el propio CERN.
Parecía que, en el 2022, un equipo del laboratorio (en el que estaban Theo y Lloyd) había desarrollado una clase de herramienta física totalmente nueva: el colisionador de taquiones-tardiones. Los taquiones eran partículas que viajaban más rápidas que la luz: cuanta más energía portaban, más cerca de la velocidad de la luz se movían. A medida que su nivel de energía descendía, la velocidad aumentaba hasta alcanzar valores casi infinitos.
Los tardiones, por su parte, eran materia ordinaria; viajaban a velocidades inferiores a la de la luz. Cuanta más energía se aplicaba a un tardión, más rápido viajaba. Pero, como el viejo Einstein había dicho, al aumentar esta velocidad lo hacía también su masa. Los aceleradores de partículas, como el LHC del CERN, trabajaban imprimiendo grandes energías a los tardiones, lanzándolos de ese modo a altas velocidades para hacerlos chocar, liberando en la colisión toda esa energía. Eran máquinas enormes.
Pero, ¿y si se tomara un tardión estacionario (por ejemplo, un protón inmovilizado por un campo magnético) y se hiciera que un taquión chocara contra él? No se necesitarían inmensos anillos aceleradores para lograr que el taquión adquiriese velocidad, ya que de forma natural se desplazaba a velocidades superiores a la de la luz. No hacía falta más que asegurar la colisión.
De ese modo había nacido el Colisionador TT.
No requería un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, como el LHC.
Su construcción no costaba miles de millones de dólares.
No requería a miles de personas para su mantenimiento y operación.
Un CTT tenía el tamaño aproximado de un horno microondas grande. Los primeros modelos, disponibles en 2030, costaban unos cuarenta millones de dólares americanos, y sólo había nueve de ellos en el mundo. Pero se predecía que llegarían a hacerse lo bastante baratos como para que cada universidad pudiera disponer de uno.
El efecto sobre el CERN fue devastador; se despidió a más de dos mil ochocientas personas, y el impacto sobre las localidades de St. Genis y Thoiry también se hizo notar: de repente, miles de casas y apartamentos quedaron vacíos al mudarse sus ocupantes. Al parecer el LHC seguía en funcionamiento, aunque raramente se empleaba; era mucho más fácil hacer y rehacer experimentos con los CTT.
—Sabes que es una locura —dijo Carly Tompkins, después de tomar un sorbo de su café etíope.
Jake Horowitz la miró con las cejas enarcadas.
—Lo que sucedió en esa visión —siguió ella, bajando los ojos— era apasionado. No era propio de dos personas que hubieran pasado veinte años juntos.
Jake levantó los hombros.
—No quiero que se calme, que se haga previsible. La gente puede llevar una sana vida sexual durante décadas.
—No así. No arrancándose la ropa en el lugar de trabajo.
Jake frunció el ceño.
—Nunca se sabe.
Carly esperó un poco antes de responder.
—¿Quieres venir a mi casa? Ya sabes, sólo para tomar un café…
Estaban en una cafetería, por supuesto, de modo que la oferta no tenía mucho sentido. A Jake el corazón se le salía del pecho.
—Claro —dijo—. Me gustaría.
Una noche más, Lloyd y Michiko se sentaban en el sofá del apartamento de él sin cruzar palabra.
Lloyd apretaba los labios, pensativo. ¿Por qué no podía limitarse a saltar y comprometerse con aquella mujer? La amaba. ¿Por qué no podía ignorar lo que había visto? Millones de personas estaban haciendo precisamente eso, ¿no? Para casi todo el mundo, la idea de un futuro inmutable era ridícula. Lo habían visto cientos de veces en la televisión o en las películas: Jimmy Stewart comprende que vivir es bello después de ver el mundo desarrollarse sin él. Superman, abrumado por la muerte de Lois Lane, vuela alrededor de la Tierra tan rápido que consigue que gire en sentido contrario, regresando en el tiempo para poder salvarla. Cesar, hijo de los estudiosos de los simios Zira y Cornelius, sumerge al mundo en una senda de hermandad entre especies, esperando evitar la destrucción de la Tierra en un holocausto nuclear.
Hasta los científicos hablaban en términos de evolución contingente. Stephen Jay Gould, tomando una metáfora de la película de Jimmy Stewart, proclamaba que si se pudiera rebobinar en el tiempo, sin duda la vida se desarrollaría de un modo distinto, con algo distinto al ser humano emergiendo al final.
Pero Gould no era físico; lo que proponía como experimento era imposible. Lo mejor que se podía hacer era suponer qué había sucedido durante el salto al futuro, mover el marcador del “ahora” a otro instante. El tiempo era fijo, inmutable, cada uno de los fotogramas ya estaba expuesto. El futuro no era algo esperando a desarrollarse, sino algo ya hecho; por muchas veces que Stephen Jay Gould viera Qué bello es vivir, Clarence siempre conseguiría sus alas…
Lloyd acarició el pelo de Michiko, preguntándose qué estaba escrito encima de aquella precisa rebanada del bloque espaciotemporal.
Jake se encontraba recostado sobre la espalda, con un brazo detrás de la cabeza. Carly se apretaba contra él, jugueteando con el vello de su pecho. Estaban desnudos.
—¿Sabes? —dijo Carly—. Aquí tenemos la oportunidad de lograr algo realmente maravilloso.
Jake alzó las cejas.
—¿De verdad?
—¿Cuántas parejas tienen esto, en este día y esta hora? ¡Una garantía de que seguirán juntos dentro de veinte años! Y no solo juntos, sino apasionadamente ena… —dejó morir la voz; una cosa era discutir sobre el futuro, y otra muy distinta pronunciar ciertas palabras de forma prematura. Carly tardó un tiempo en volver a hablar—. ¿Hay alguien más? —preguntó en voz baja—. En Ginebra.
Jake negó con la cabeza. Frotando la almohada con su cabello pelirrojo.
—No. —Tragó saliva, reuniendo coraje—. Pero aquí sí hay alguien, ¿no? Tu novio… Bob.
Carly lanzó un suspiro.
—Lo siento. Sé que una mentira no es el mejor modo de comenzar una relación. Yo… mira, no sabía nada sobre ti. Y los físicos son como buitres desesperados. Hasta tengo una alianza que a veces me pongo en las conferencias. No hay ningún Bob; te lo dije porque me pareció conveniente, por si las cosas… ya sabes, por si no salían bien.
Jake no sabía si sentirse ofendido o no. Una noche de julio, teniendo dieciséis o diecisiete años, había estado charlando con la novia de su primo Howie, frente a la casa de éste. Había mucha gente alrededor, porque habían preparado una barbacoa en el jardín de atrás. Estaba oscuro y la noche era clara, y ella había entablado conversación al verlo contemplando las estrellas. No sabía nada sobre sus nombres, y se sintió sorprendida al descubrir que Jake podía señalar Polaris, además de las tres esquinas del Triángulo del Verano, Vega, Deneb y Altair. Intentó mostrarle Casiopea, pero era difícil de ver, medio tapada por los árboles que se alzaban tras la casa. Pero quería que ella viera la uve doble en el cielo, una de las constelaciones más fáciles de reconocer una vez aprendías algo. Y entonces le dijo que cruzara la calle con él para poder verla desde el otro lado. Era una agradable calle suburbana, sin tráfico a aquellas horas, con casas iluminadas rodeadas de césped bien cuidado.
Ella se lo quedó mirando.
—No.
Jake no la comprendió, al menos al principio. Ella creía que la iba a arrojar detrás de unos arbustos para violarla. Las emociones lo recorrieron: ofensa ante la sugerencia (¡pero si era primo de Howie!), y también tristeza: pesar por lo que debía de ser ser mujer, siempre precavida, siempre asustada, siempre comprobando las vías de escape.
—Oh —respondió a Carly; no podía pensar en más respuesta ante la mentira sobre Bob.
Ella movió los hombros.
—Lo siento. Una mujer debe ser precavida.
No había pensado en establecerse, pero… pero… ¡vaya regalo! Allí había una mujer hermosa e inteligente, trabajando en el mismo campo que él, y con el conocimiento cierto de que aún seguirían juntos y felices dos décadas más tarde.
—¿A qué hora vas mañana a trabajar? —preguntó.
—Llamaré para decir que estoy enferma.
Él se acomodó sobre el costado, de frente a ella.
Dimitrios Procopides estaba sentado en el atestado sofá, mirando la pared. Había estado pensando en ello desde que su hermano Theo viniera de visita, hacía dos días. Que miles, puede que millones, estuvieran pensando en lo mismo no lo hacía más fácil.
Sería algo sencillísimo: había comprado pastillas para dormir, y en la World Wide Web no le costó encontrar información sobre lo que sería una dosis fatal con aquel somnífero determinado. Para alguien que pesaba setenta y cinco kilos como él, diecisiete pastillas podrían ser suficientes. Veintidós lo harían seguro, pero treinta provocarían el vómito, frustrando sus planes.
Sí, iba a hacerlo, y sería indoloro, cayendo en un sueño profundo que duraría eternamente.
Pero había un problema: suicidándose (no le asustaba emplear esa palabra) demostraría que su futuro no estaba predestinado; después de todo, no sólo en su visión, sino también en la del encargado del restaurante, estaría vivo dentro de veinte años. Por tanto, si se mataba hoy, si se tragaba las pastillas en ese mismo momento, demostraría de forma concluyente que su futuro no estaba fijado. Pero sería como las victorias de Pirro sobre los romanos en Heraclea y Asculum, la clase de triunfos que llevan su nombre, los obtenidos a un coste terrible. Porque si al final se suicidaba, el futuro que tanto lo deprimía no sería inevitable… pero, por supuesto, él ya no estaría allí para perseguir sus sueños.
Quizá hubiera modos más suaves de probar la realidad del futuro. Podía sacarse un ojo, cortarse un brazo, tatuarse la cara, hacer cualquier cosa que alterara su aspecto de forma permanente respecto a lo aparecido en las visiones.
Pero no. Eso no funcionaría.
No lo haría porque ninguna de esas cosas era permanente. Un tatuaje podía borrarse, y un brazo ser reemplazado por una prótesis; un ojo de cristal podía rellenar la cuenca vacía.
No, no podía ser un ojo de cristal; en su visión del maldito restaurante, disfrutaba de visión bifocal normal. Por tanto, sacarse un ojo sería una prueba convincente de que el futuro era inmutable.
Pero…
Pero no se dejaba de avanzar en el estudio de prótesis y genética. ¿Quién le decía que dentro de dos décadas no sería posible clonar un ojo nuevo, o un brazo? ¿Y quién decía que rechazaría algo así, una oportunidad de superar el daño causado en un acto juvenil impetuoso?
Su hermano Theo quería creer desesperadamente que el futuro no era inmutable. Pero su compañero (el tipo alto canadiense, ¿cómo se llamaba?, Simcoe, eso) decía lo contrario. Dim lo había visto en la televisión, defendiendo que el futuro estaba escrito en piedra.
Y si tenía razón, si Dim nunca iba a lograr ser escritor, no tenía la menor gana de seguir adelante. Las palabras eran su único amor, su única pasión, y, para ser sinceros, su único talento. Era patético en matemáticas (cuánto le había costado seguir la estela de Theo en las mismas escuelas, con los profesores esperando que compartiera el talento de su hermano), no se le daban bien los deportes, no sabía cantar, no dibujaba y los ordenadores se le negaban.
Por supuesto, si de verdad iba a ser un desgraciado en el futuro, siempre podía matarse entonces.
Pero al parecer no lo había hecho.
Claro que no. Los días y las semanas pasaban con facilidad; uno no percibe necesariamente que su vida no se mueve hacia delante, que no progresa, que no se convierte en lo soñado desde siempre.
No, sería fácil terminar viviendo así, del modo hueco que había contemplado en la visión, si dejaba que sucediera con sigilo, un día tras otro.
Pero se le había dado un don, un conocimiento. El tal Simcoe había hablado de la vida como una película ya vista, diciendo que el proyeccionista había puesto la lata equivocada en el proyector, pasando dos minutos antes de que comprendiera su error. Se había producido un salto, una áspera transición desde el hoy hasta un mañana lejano, con viaje de vuelta incluido. Esa perspectiva era diferente a la de la vida desarrollándose fotograma tras fotograma. Ahora veía con claridad que la vida que tenía por delante no era la que deseaba, que, en un sentido muy real, al estar sirviendo mousaka y prendiendo saganaki ya estaba muerto.
Volvió a mirar el frasco de píldoras. Sí, incontables otros por todo el mundo estarían, sin duda, pensando en su futuro, preguntándose si, ahora que lo conocían, merecía la pena vivirlo.
Si uno solo de ellos lo hiciera, si tomara su vida, hubiera demostrado que el futuro era mutable. Sin duda, eso mismo se les habría ocurrido a tantos otros. Sin duda, muchos estarían esperando a que el vecino lo hiciera primero, aguardando los informes que sin duda inundarían las redes: “Muere un hombre visto por otros en 2030. El suicidio demuestra la fluidez del futuro”.
Tomó de nuevo el frasco y lo sacudió, oyendo las píldoras entrechocar en su interior.
Sería muy fácil desenroscar la tapa, apretarla sobre su palma (lo hizo mientras pensaba en ello) y girar, abriendo el mecanismo de seguridad para que salieran las píldoras.
Se preguntó de qué color serían. Qué locura: estaba pensando en quitarse la vida, y no tenía ni idea del color del posible instrumento de su muerte. Quitó la tapa. Había algo de algodón, pero no lo bastante para mantener las píldoras inmóviles. Sacó la espuma.
Seré yo…
Las píldoras eran verdes. ¿Quién lo hubiera dicho? Pastillas verdes, muerte verde.
Volcó el frasco y lo sacudió un poco, hasta que uno de los comprimidos cayó sobre su mano. Tenía una muesca en el centro, de modo que una presión con el pulgar pudiera dividirla en dos y lograr una dosis menor.
Pero no quería una dosis pequeña.
Tenía cerca una botella de agua; la había cogido sin gas, en contraste con sus gustos, para que la carbonatación no interfiriera con la acción de las pastillas. Se metió el comprimido en la boca. Esperaba un sabor a lima o a menta, pero no sabía a nada. Una delgada película recubría la pastilla, como sucedía con la aspirina premium. Levantó la botella de agua y echó un trago; la cobertura hizo su trabajo y la píldora se deslizó con facilidad por su garganta.
Volvió a volcar el frasco y saco tres pastillas verdes más, metiéndolas después en la boca antes de tragarlas con otro sorbo de agua.
Ya iban cuatro; la máxima dosis adulta, según el prospecto, era de dos comprimidos, y te advertían contra su uso en noches consecutivas.
Tres habían bajado fácilmente de un solo trago, de modo que depositó tres más sobre la palma, se las llevó a la boca y bebió más agua.
Siete. Un número de la suerte, ¿no? Eso era lo que decían.
¿De verdad quería hacer aquello? Aún estaba a tiempo de detenerse. Podía llamar a emergencias, meterse los dedos en la garganta.
O…
O pensar un poco más en todo aquello. Darse unos minutos más para reflexionar.
No era probable que siete pastillas pudieran causar daños graves, claro que no. Seguro que sobredosis como aquella se daban todos los días. ¿No decía la página web que hacían falta por lo menos diez más?
Vertió más pastillas en la mano y las contempló, un montón de pequeñas piedrecitas verdes.
—Quiero enseñarte algo —dijo Carly.
Jake sonrió y le hizo un gesto con la mano para que procediera. Ahora estaban en el TRIUMF, siglas en inglés de las Instalaciones de Mesones de la Tri-Universidad, el principal laboratorio de física de partículas de Canadá.
Ella empezó a recorrer un pasillo, seguida por Jake. Pasaron puertas con dibujos animados de tema científico pegados con cinta. También se encontraron con varias personas, todas ellas portando dosímetros cilíndricos que servían como las tarjetas de identificación del CERN, pero con un aspecto totalmente distinto.
Al fin Carly llegó a su destino. Se encontraba frente a una puerta, a un lado de la cual se encontraba una manguera contra incendios detrás de una cubierta de cristal; al otro había una fuente de agua. Carly llamó con los nudillos. No se produjo respuesta, de modo que giró el picaporte y abrió. Entró y ordenó con un dedo y una sonrisa a Jake que la siguiera. Él obedeció y, una vez estuvo dentro, Carly cerró la puerta.
—¿Y bien? —dijo.
Jake se encogió de hombros, confuso.
—¿No lo reconoces? —preguntó ella.
Jake miró alrededor. Era un laboratorio de buen tamaño, con paredes beige y…
—¡Oh, dios mío!
Sí, ahora las paredes eran beige, pero en algún momento de los próximos veinte años las pintarían de amarillo.
Era el lugar de su visión. Allí estaba la tabla periódica, tal y como la había visto. Y aquella mesa de trabajo… era en la que habían estado haciéndolo.
Jake sintió cómo sus mejillas enrojecían.
—Está ordenado, ¿eh? —dijo Carly.
—Así es.
Por supuesto, no inauguraron el lugar en ese momento; estaban en medio de la jornada laboral.
Pero la visión… si las estimaciones eran correctas, eran las 19:21 horas de Ginebra, que serían, ¿cuándo?, las 14:21 en Nueva York y, veamos, las 11:21 aquí en Vancouver. Las once y veintiuno de la mañana… de un miércoles. Sin duda, el TRIUMF también estaría ocupado entonces. ¿Cómo era posible que hubieran estado haciendo aquí el amor en un día de trabajo? Oh, sin duda, los usos sexuales seguirían relajándose a lo largo de los próximos veinte años, como venía sucediendo desde hacía cincuenta, pero seguro que en el 2030 todavía no estaba bien visto tomarte un descanso con tu novia para hacer el amor. Pero puede que el 23 de octubre fuera fiesta, o que todos los demás tuvieran el día libre. Jake tenía el vago recuerdo de que el Día de Acción de Gracias en Canadá se celebraba en octubre.
Paseó por la habitación, comparando la realidad presente con la de su visión. Había un sistema de rociadores de emergencia, comunes en laboratorios con productos químicos, y algunos armarios con equipo, así como un pequeño sistema informático. El ordenador estaba en el mismo lugar que en la visión, pero, por supuesto, el modelo era muy distinto. Y junto a él…
Junto a él había habido un aparato de forma cúbica, de medio metro de lado, con dos láminas planas enfrentadas alzándose por encima de su cara superior.
—Eso que había ahí… —dijo Jake—. Es decir, eso que habrá allí, ¿tienes idea de lo que es?
—Puede que un colisionador de taquiones-tardiones.
Jake enarcó las cejas.
—Podría ser…
La puerta del laboratorio se abrió de golpe, entrando un gran nativo canadiense.
—Oh, lo siento. Espero no molestar.
—No, no —respondió Carly. Sonrió a Jake—. Vendremos más tarde.
—¿Quieres pruebas? —preguntó Michiko—. ¿Quieres saber con toda certeza si deberíamos casarnos? Hay un modo de hacerlo.
Lloyd había estado solo en su despacho del CERN, examinando una serie de informes sobre los arranques del LHC del último año con 14-TeV, en busca de cualquier inestabilidad previa al primer arranque con 1.150-TeV, el que produjo el desplazamiento temporal. Michiko acababa de llegar, y aquellas eran sus primeras palabras.
Lloyd levantó las cejas.
—¿Un modo de conseguir pruebas? ¿Cómo?
—Repitiendo el experimento. Viendo si se obtienen los mismos resultados.
—No podemos hacer eso —respondió Lloyd atónito. Estaba pensando en todos aquellos que habían muerto la última vez. Nunca había creído en la filosofía de que “hay cosas que la humanidad no debería conocer”, pero si había una prueba que no debía repetirse nunca, sin duda era aquella.
—Tendrías que anunciar el nuevo intento por anticipado, por supuesto —explicó Michiko—. Avisar a todo el mundo para que no haya aviones volando, coches conduciendo, nadie nadando, nadie en una escalera… Hay que asegurarse de que toda la raza humana está sentada o tumbada cuando suceda.
—Eso no es posible.
—Claro que sí —protestó ella—. CNN. NHK. La BBC. La CBC.
—Hay lugares en el mundo a los que aún no llega la televisión, y ni siquiera la radio, ya puestos. No podemos advertir a todo el mundo.
—No podríamos avisar fácilmente a todo el mundo, pero puede hacerse con un noventa y nueve por ciento de probabilidades de acierto.
Lloyd frunció el ceño.
—Noventa y nueve por ciento, ¿eh? Hay siete mil millones de personas. Si perdemos siquiera un uno por ciento, son setenta millones que se quedarían sin aviso.
—Podemos mejorar eso. Estoy convencida. Podríamos rebajarlo hasta unos pocos cientos de miles, y, afrontémoslo, esos cientos de miles se encontrarían en áreas sin tecnología, ¿no? No habría posibilidad de que estuvieran conduciendo o volando en avioneta.
—Pero se los podrían comer los animales.
Michiko se detuvo en seco.
—¿Podrían? Cuestión interesante. Supongo que los animales no perdieron el conocimiento durante el salto, ¿no?
Lloyd se rascó la cabeza.
—Desde luego, no nos encontramos con el suelo cubierto de pájaros muertos caídos del cielo. Y, según las noticias, nadie encontró jirafas con las patas rotas por una caída. El fenómeno pareció afectar únicamente a la consciencia; en el Tribune leí que los chimpancés y gorilas interrogados mediante signos informaron de alguna clase de efecto. Muchos dijeron que se encontraban en lugares distintos, pero carecían del vocabulario o del marco de referencia psicológico necesario para confirmar o negar que hubieran visto sus propios futuros.
—No importa. Casi ningún animal salvaje se come presas inconscientes; pensarán que están muertos, y la selección natural desterró hace mucho la consunción de carroña de casi todas las formas de vida. No, estoy segura de que podríamos alcanzar a casi todo el mundo, y de que los pocos que no se enteraran no se encontrarían en posiciones demasiado peligrosas.
—Todo muy bien, pero no podemos anunciar por las buenas que vamos a repetir el experimento. Como mínimo, las autoridades francesas y suizas nos lo impedirían.
—No si logramos su permiso. No si conseguimos permiso de todo el mundo.
—¡Venga! Los científicos sentirían curiosidad por saber si el efecto era reproducible, pero ¿qué más le daría a los demás? ¿Por qué iba el mundo a darnos permiso, salvo, por supuesto, que necesitaran reproducir el resultado para encontrarnos culpables a mí o al CERN?
Michiko parpadeó.
—No piensas, Lloyd. Todo el mundo quiere otro destello del futuro. No creo que seamos los únicos cuyas visiones han dejado cabos sueltos. La gente quiere saber más sobre lo que le depara el mañana. Si les dices que puedes conseguir que vean de nuevo el futuro, nadie se opondrá. Por el contrario, removerán el cielo y la tierra para hacerlo posible.
Lloyd guardó silencio, digiriendo aquello.
—¿Eso crees? —dijo al fin—. Pensaba que habría mucha resistencia.
—No, todo el mundo siente curiosidad. ¿Acaso no quieres saber quién era esa mujer? ¿No quieres saber con seguridad quién era el padre de la niña con la que estaba yo? Además, si te equivocas sobre lo de que el futuro es inmutable, puede que veamos un mañana totalmente distinto, uno en el que Theo no muera. O puede que veamos retazos de un tiempo distinto: dentro de cinco años, o cincuenta. Pero el asunto es que nadie en este planeta no querrá otra visión.
—No sé.
—Bueno, pues míralo de este modo: tú te estás torturando con la culpa. Si tratas de reproducir el salto al futuro y fracasas, entonces el LHC no tuvo nada que ver con ello, ¿no? Y eso significará que puedes relajarte.
—Puede que tengas razón —dijo Lloyd—. ¿Pero cómo íbamos a lograr autorización para reproducir el experimento? ¿Quién nos daría el permiso?
Michiko se encogió de hombros.
—La ciudad más cercana es Ginebra —dijo—. ¿Por qué es famosa?
Lloyd frunció el ceño, revisando la letanía de posibles respuestas apropiadas. Al final dio con ello: la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, fundada allí en 1920.
—¿Sugieres que lo llevemos a las Naciones Unidas?
—Sí. Podrías ir a Nueva York a presentar tu caso.
—La ONU nunca se pone de acuerdo en nada.
—Se pondrán de acuerdo en esto —respondió Michiko—. Es demasiado seductor como para rechazarlo.
Theo había hablado con sus padres y con los vecinos de éstos, pero ninguno parecía tener información importante sobre su futura muerte. Al fin tomó en Cointrin un 7117 de la Olympic Airlines de vuelta al aeropuerto internacional de Ginebra. Franco della Robbia lo había acercado al aeropuerto cuando se marchó, pero ahora Theo decidió coger un taxi (treinta francos suizos) que lo llevara al campus. Como no les habían dado de comer en el avión, decidió ir directamente a la cafetería del centro de control del LHC para tomar algo. Cuando entró, divisó para su sorpresa a Michiko Komura sentada sola, en una mesa al fondo. Se sirvió una botella pequeña de zumo de naranja y salchichas longeole y se dirigió hacia ella, dejando atrás algunos grupos de físicos comiendo y discutiendo posibles teorías que explicaran el salto al futuro; suponía que lo último que querría Michiko sería pensar en el acontecimiento que había causado la muerte de su hija.
—Hola, Michiko.
Ella levantó la mirada.
—Oh, hola, Theo. Bienvenido a casa.
—Gracias. ¿Te importa si me siento?
Michiko señaló una silla frente a ella con la mano.
—¿Qué tal el viaje?
—No descubrí mucho. —Pensó en no decir nada más, pero bueno, ella había preguntado—. Mi hermano Dimitrios dice que las visiones arruinaron su sueño. Quiere ser un gran escritor, pero no parece que vaya a conseguirlo.
—Qué triste.
—¿Qué tal estás tú? ¿Cómo te encuentras?
Michiko abrió un poco los brazos, como si no hubiera fácil respuesta.
—Sobrevivo. Ya pasan minutos enteros sin que piense en lo que le sucedió a Tamiko.
—Lo siento mucho —dijo Theo por enésima vez. Esperó un buen rato antes de volver a hablar—. ¿Qué tal lo demás?
—Bien.
—¿Sólo bien?
Michiko comía un quiche de queso au bleu de Gex, además de tener delante una taza de té a la mitad; bebió un sorbo, ordenando sus ideas.
—No sé. Lloyd… no está convencido de seguir con la boda.
—¿De verdad? Dios mío.
Michiko miró alrededor, valorando la intimidad de la que disfrutaban: la persona más cercana se encontraba a cuatro mesas de distancia, al parecer absorta en la lectura de un tablero de datos. Lanzó un suspiro y se encogió de hombros.
—Quiero a Lloyd… y sé que él me quiere. Pero no puede soportar la posibilidad de que el matrimonio no dure.
Theo alzó las cejas.
—Bueno, proviene de un hogar roto. Al parecer, la ruptura fue bastante desagradable.
Michiko asintió.
—Ya lo sé, intento entenderlo. De verdad. ¿Qué tal fue el matrimonio de tus padres?
A Theo le sorprendió la pregunta, y se le arrugó la frente al considerarla.
—Supongo que bien; parece que todavía son felices. Papá nunca fue cariñoso, pero a mamá no pareció importarle.
—Mi padre murió, pero supongo que era un japonés típico de su generación. Se lo guardaba todo, y el trabajo era su vida. —Hizo una pausa—. Infarto a los cuarenta y siete años cuando yo tenía veintidós.
Theo buscó las palabras adecuadas.
—Estoy seguro de que estaría muy orgulloso de ver en lo que te has convertido.
Michiko pareció pensar sinceramente en ello, en vez de rechazarlo como un simple comentario amable.
—Puede ser. Según su visión tradicional, las mujeres no se hacían ingenieras.
Theo frunció el ceño. En realidad, no sabía mucho sobre la cultura japonesa. Podía haber acudido a algunas conferencias en Japón, pero a pesar de haber viajado por toda Europa, una vez a América y otra a Hong Kong siendo adolescente, nunca había sentido el impulso de visitar el país de Michiko. Pero ella era fascinante: cada gesto, su misma expresión, su modo de hablar, su sonrisa, la forma en que arrugaba la naricita, su risa con sus tonos altos y perfectos… ¿Cómo podía fascinarle ella, y no su cultura? ¿No debería querer saber cómo era su gente, cómo era su país, cada faceta del crisol que la formaba?
¿O debía ser sincero, afrontar la realidad de que su interés era puramente sexual? Sin duda, Michiko era hermosa… pero había tres mil personas trabajando en el CERN, y la mitad eran mujeres; desde luego, Michiko, no era la única belleza.
Pero, a pesar de todo, tenía algo… algo exótico. Y bueno, era evidente que le gustaban los hombres blancos…
No, no era eso. No era eso lo que la hacía fascinante. No cuando se pensaba en ello, cuando se la contemplaba directamente, sin excusas. Lo que era más fascinante de Michiko era que había elegido a Lloyd Simcoe, el compañero de Theo. Los dos eran solteros, los dos disponibles; y Lloyd tenía diez años más que ella; Theo tenía ocho menos que la japonesa.
No era que Theo fuera una especie de adicto al trabajo, y que Lloyd se detuviera a oler las rosas. Theo alquilaba a menudo un bote en el lago Léman para remar, jugaba al croquet y al bádminton en las ligas del CERN, y sacaba tiempo para escuchar jazz en el Au Chat Noir de Ginebra y ver teatro alternativo en L’Usine; incluso había visitado el Gran Casino en alguna ocasión.
Pero aquella mujer bonita, fascinante e inteligente había elegido al tradicional y callado Lloyd.
Y ahora parecía que Lloyd no estaba preparado para comprometerse con ella.
Desde luego, ésa no era razón suficiente para quererla él, pero el corazón no tenía nada que ver con la física; no podía predecir sus reacciones; la quería, y si Lloyd iba a dejarla escapar entre sus dedos…
—De todos modos —respondió por fin Theo al comentario de Michiko sobre la reprobación de su padre por la carrera de ingeniería—, admiraría tu inteligencia.
Michiko se encogió de hombros.
—Mientras se reflejara de forma positiva en él, es posible. Pero nunca hubiera aprobado un matrimonio con un hombre blanco.
El corazón de Theo pareció detenerse, pero no sabía si por Lloyd o por él mismo.
—Oh.
—No confiaba en Occidente. No sé si lo sabes, pero en Japón está de moda llevar ropa con frases en inglés. No importa lo que diga, sino que se vea que se quiere abrazar la cultura americana. En realidad, los lemas son bastante divertidos para los que hablamos inglés: “Este lado arriba”, “Consumir antes de la fecha”, “Para conseguir una cebolla más perfecta”… —Sonrió con su habitual nariz arrugada y encantadora—. “Cebolla”. La primera vez que lo vi no pude dejar de reírme. Pero un día llegué a casa con una camiseta con palabras en inglés; palabras sueltas, ni una sola frase, términos con distintos colores sobre fondo negro: “cachorro”, “ketchup”, “hockey”, “muy”, “propósito”. Papá me castigó por llevarla.
Theo trató de mostrar su empatía, al tiempo que se preguntaba por el castigo recibido. ¿La dejaron sin paga, o los padres japoneses no daban dinero a sus hijos? ¿La enviaron a su cuarto? Prefirió no preguntar.
—Lloyd es un buen hombre —dijo. Las palabras llegaron sin pensar siquiera en ellas; quizá surgieran de algún profundo sentido del juego limpio que le agradó descubrir allí.
Michiko también sopesó aquella contestación; parecía tomar cada comentario y buscar su verdad subyacente.
—Oh, sí —dijo—. Es un buen hombre. Le preocupa esa estúpida visión en la que nuestro matrimonio no dura eternamente, pero con él hay miles de cosas de las que sé que no tendré que preocuparme. Sé que nunca me pegará, de eso estoy segura. Sé que nunca me humillará ni me dejará en evidencia, y tiene muy buena cabeza para los detalles. Una vez le comenté de pasada los nombres de mis sobrinos, hace meses. Una semana después surgieron en la conversación y se los sabía a la perfección, así que estoy segura de que se acordará de nuestro aniversario o de mi cumpleaños. Ya he estado antes con otros hombres, japoneses y extranjeros, pero nunca con uno con el que me sintiera tan segura, tan confiada en que siempre será amable y gentil.
Theo se sentía incómodo. Él también se consideraba un buen hombre, y desde luego nunca le levantaría la mano a una mujer. Pero bueno, tenía el temperamento de su padre; para ser sinceros, en una discusión podría decir cosas con la intención de hacer daño. Y, desde luego, algún día alguien lo odiaría lo bastante como para querer matarlo. ¿Despertaría alguna vez Lloyd, Lloyd el bueno, esa clase de sentimientos en otro ser humano?
Negó lentamente con la cabeza, alejando tales pensamientos.
—Elegiste bien —dijo.
Michiko dejó caer la cabeza, aceptando el cumplido y añadió:
—Lloyd también. —Theo se sintió sorprendido, ya que Michiko no solía pecar de falta de modestia; pero entonces dijo algo que explicó lo que quería decir—. No podía haber elegido a nadie mejor como padrino.
No estoy tan seguro, pensó Theo, sin dar voz a sus palabras.
Por supuesto, no podía ir a por Michiko. Era la prometida de Lloyd.
Y, además…
Además, no eran sus adorables y cautivadores ojos japoneses.
No eran siquiera los celos o la fascinación nacida de haber elegido a Lloyd, y no a él.
En lo más profundo, sabía cuál era el verdadero motivo de su repentino interés por ella. Claro que lo sabía. Sabía que si se embarcaba en una nueva y loca vida, si daba un giro inesperado, si hacía un movimiento totalmente imprevisible, como escaparse con la prometida de su socio y casarse con ella, se estaría burlando del destino, cambiaría su futuro de forma tan radical que nunca terminaría viendo el cañón de una pistola cargada.
Michiko era de una inteligencia devastadora, y muy bonita, pero no podía perseguirla; sería una locura.
A Theo le sorprendió oír una risita escapando de su propia garganta, pero en cierto modo fue divertido. Puede que Lloyd tuviera razón; puede que el universo fuera un bloque sólido, con el tiempo inmutable. Sí, había pensado en hacer algo loco y salvaje, pero entonces, después de sopesarlo con cuidado, de pensar en las opciones y reflexionar sobre sus motivaciones, terminó haciendo exactamente lo que hubiera hecho de no haber pensado nunca en ello.
La película de su vida seguía desgranándose, ya expuesta, fotograma tras fotograma.
Michiko y Lloyd habían planeado no irse a vivir juntos hasta después de la boda, pero, excepto el tiempo que había estado en Tokio, ella había pasado todas las noches desde la muerte de Tamiko en el apartamento de Lloyd. En realidad, sólo había estado en casa un par de veces, y muy breves, desde el salto al futuro, hacía ocho días. Todo cuanto veía la reducía a lágrimas: los zapatitos de Tamiko en la alfombra junto a la puerta, su muñeca Barbie en una de las sillas del salón (siempre la dejaba cómodamente sentada), sus pinturas con los dedos, sujetas a la nevera con imanes; incluso el lugar de la pared en el que había escrito su nombre con Marcador Mágico, y que Michiko nunca había conseguido limpiar del todo.
Por eso permanecía en casa de Lloyd, evitando tales recuerdos.
Pero, a pesar de todo, a veces se distraía, mirando al vacío. Lloyd no podía soportar verla tan triste, pero sabía que no podía hacer nada al respecto. Probablemente nunca superara aquel pesar.
Y, por supuesto, no era un ignorante: había leído numerosos artículos sobre psicología y relaciones, y no había dejado de ver algunos programas de Oprah y Giselle. Sabía que no debiera de haberlo dicho, pero a veces las palabras salían solas, pronunciadas sin pensamiento consciente. Lo único que pretendió fue llenar el silencio entre él y Michiko.
—Sabes que vas a tener otra hija. Tu visión…
Pero ella lo silenció con una mirada.
No dijo una palabra, pero él podía leerlo en sus ojos. No puedes reemplazar a un hijo con otro. Cada uno es especial.
Lloyd lo sabía; aunque nunca (todavía) había sido padre, lo sabía. Años atrás, había visto una vieja película de Mickey Rooney titulada The human comedy, pero no era nada divertida y, al final, terminó por pensar que tampoco era muy humana. Rooney interpretaba a un soldado americano en la Segunda Guerra Mundial en el extranjero. No tenía familia propia, pero sentía el contacto con los que habían quedado en casa a través de las cartas que su compañero de litera recibía de su familia. Rooney llegaba a conocerlos a todos (el hermano, su madre, su novia en los Estados Unidos) por medio de aquellas misivas compartidas. Pero entonces el otro moría en combate y Rooney regresaba a casa de la familia, con sus efectos personales. Se encontró con el hermano pequeño en el exterior de la casa, y era como si lo hubiera conocido toda su vida. El hermano terminaba entrando en la casa dando voces, gritando “¡Mamá, el soldado ha vuelto a casa!”.
Entonces aparecían los títulos de crédito.
Y se suponía que los espectadores tenían que creer que Rooney, de algún modo, tomaba el lugar del hijo muerto de aquella mujer, abatido en Francia.
Era una trampa; incluso siendo adolescente (puede que tuviera dieciséis cuando la viera en televisión) sabía que era una trampa, que una persona nunca podía reemplazar a otra.
Y ahora, de forma insensata, por un breve instante, había sugerido que la futura hija de Michiko podría tomar el lugar que la pobre Tamiko había dejado en su corazón.
—Lo siento.
Michiko no sonrió, pero asintió de forma casi imperceptible.
Lloyd no sabía si era el momento adecuado; toda su vida se había visto acosado por la imposibilidad para determinar lo apropiado de los momentos; el momento para atacar a una chica en el instituto, para pedir un aumento, para interrumpir a dos personas en una fiesta y poder presentarse, para excusarse cuando era evidente que otra persona quería estar sola. Había gente que tenía un sentido innato para tales cosas, pero no él.
No obstante…
No obstante, había que resolver el asunto de algún modo.
El mundo ya se había quitado el polvo y la gente proseguía con sus vidas. Sí, muchos caminaban con muletas; sí, algunas compañías de seguros habían anunciado la bancarrota; sí, el número de muertos aún era incontable. Pero la vida seguía adelante y la gente iba a trabajar, volvía a casa, comía, veía la tele y trataba, con diverso grado de éxito, de no detenerse.
—Respecto a la boda… —dijo, apagando su voz, de modo que las palabras flotaran entre ellos.
—¿Sí?
Lloyd espiró.
—No sé quién es esa mujer… la mujer de mi visión. No tengo ni idea.
—Y por eso piensas que podría ser mejor que yo. ¿Es eso?
—No, no, no. Claro que no. Sólo es…
Quedó en silencio, pero Michiko lo conocía demasiado bien.
—Estás pensando que hay siete mil millones de personas en el planeta, ¿no? Y que si nos conocimos sólo es por puro azar.
Lloyd asintió, sintiéndose culpable.
—Quizá —dijo Michiko—. Pero cuando piensas en las probabilidades en contra de que tú y yo nos conociéramos, creo que hay algo más que eso. No es que tú tuvieras que cargar conmigo, o yo contigo. Tú vivías en Chicago y yo en Tokio, y terminamos juntos aquí, en la frontera franco-suiza. ¿Es eso azar, o el destino?
—No sé si se puede creer a la vez en el destino y en el libre albedrío —respondió Lloyd en voz baja.
—Supongo que no —dijo ella, bajando la mirada—. Y bueno, puede que no estés listo para el matrimonio. Muchos de mis amigos se han casado a lo largo de los años sólo porque pensaban que era su última oportunidad. Ya sabes: llegas a una cierta edad y piensas que, si no te casas pronto, nunca lo harás. Si tu visión demostraba algo, es que yo no soy tu última oportunidad. Supongo que eso quita presión, ¿no? No tienes por qué actuar de forma precipitada.
—No es eso —protestó Lloyd, pero su voz era trémula.
—¿No? Entonces aclara tus ideas ahora mismo. Comprométete. ¿Vamos a casarnos?
Lloyd sabía que ella tenía razón. Su creencia en el futuro inmutable ayudaba a aliviar la culpa por lo que había sucedido, pero, a pesar de todo, ésa era la posición que siempre había adoptado como físico: el espaciotiempo es un inmutable cubo de Minkowski. Lo que estaba a punto de hacer ya lo había hecho; el futuro era tan indeleble como el pasado.
Por lo que sabía, nadie había informado de visiones que corroboraran que Michiko Komura y Lloyd Simcoe habían llegado siquiera a casarse; nadie había informado de estar en un cuarto con una foto de boda con un marco caro, mostrando a un caucasiano alto de ojos azules y una hermosa y joven asiática, más baja que él.
Sí, dijera lo que dijera ahora ya se había dicho… y siempre se diría. Pero no tenía modo de saber qué respuesta estaba grabada en el espaciotiempo. Su decisión en ese instante, en ese mismo momento, en aquella rebanada, aquella página, aquel fotograma de la película, era desconocida, ignota. No era más fácil darle voz (fuera lo que fuese lo que saliera por su boca) por saber que lo que dijera, lo que ya había dicho, era inevitable.
—¿Y? —exigió Michiko—. ¿Qué decides?
Aquella misma noche Theo seguía en el trabajo, ejecutando otra simulación más del experimento en el LHC, cuando recibió una llamada telefónica.
Dimitrios había muerto.
Su hermano pequeño. Muerto. Suicidado.
Combatió las lágrimas y la ira.
Los recuerdos de Dim comenzaron a volar por su cabeza. Las veces que había sido bueno con él siendo niño, y aquellas en las que se había portado mal. Y cómo toda la familia quedó aterrada hacía tantos años, cuando fueron a Hong Kong y Dim se perdió. Theo nunca se había sentido tan contento de ver a alguien como cuando vio al pequeño Dim, colgado del hombro de un policía, acercándose a ellos en una calle atestada.
Y ahora… ahora estaba muerto. Tendría que hacer otro viaje a Atenas para acudir al funeral.
No sabía cómo sentirse.
Parte de él, una gran parte, sentía una espantosa pena por la muerte de su hermano.
Otra…
Otra estaba feliz.
No por la muerte de Dim, por supuesto.
Sino porque el que estuviera muerto lo cambiaba todo.
Porque Dimitrios había experimentado una visión, una verificada por otra persona… y para ello era necesario estar vivo en 2030.
Así que el universo bloque se había hecho añicos. Lo que la gente había visto podía ser realmente un cuadro coherente del mañana… pero no era el único mañana posible, y, de hecho, como ese mañana había incluido a Dimitrios Procopides, ya no era posible.
La teoría del caos decía que pequeños cambios en las condiciones iniciales podían tener grandes efectos a lo largo del tiempo. Desde luego, el universo en el 2030 no podía terminar siendo tal y como se había mostrado en los miles de millones de breves destellos que la gente había experimentado.
Theo recorrió los pasillos del centro del control del LHC, pasando por el gran mosaico, la placa que mostraba el nombre completo original de la institución, los despachos, los laboratorios y los aseos.
Si el futuro era ahora incierto, si no iba desarrollarse exactamente como mostraban las visiones, quizá pudiera abandonar su búsqueda. Sí, en uno de los una vez posibles futuros alguien había tenido a bien matarlo. Pero a lo largo de las siguientes dos décadas iban a cambiar tantas cosas que era más que probable que no se volviera a producir el mismo resultado. De hecho, podría no llegar a conocer nunca a la persona que lo asesinaría, fuera quien fuese. O incluso ese hombre podría morir antes de 2030. En cualquier caso, su asesinato no era inevitable.
Sin embargo…
Sin embargo, aún podía suceder. Sin duda, algunas cosas resultarían tal y como las visiones habían indicado. Aquellos que morirían de muerte natural lo harían del mismo modo; aquellos que disfrutaran de un trabajo fijo hoy en día podrían seguir manteniéndolos entonces; los matrimonios sólidos no tenían razón para no durar.
No.
Basta de dudas, de tiempo desperdiciado.
Theo decidió seguir adelante con su vida, renunciar a su búsqueda insensata, enfrentarse al mañana con decisión, fuera lo que fuese lo que le deparaba. Por supuesto, tendría cuidado: no quería que uno de los puntos de convergencia entre el 2030 de las visiones y el real fuera su propia muerte. Pero seguiría adelante, tratando de exprimir al máximo el tiempo del que dispusiera.
Si Dimitrios hubiera estado dispuesto a hacer lo mismo…
Su paseo lo había llevado a su despacho. Tenía que hacer una llamada a alguien que tenía que oírlo de un amigo, antes de que le estallara en la cara en los medios de comunicación de todo el mundo.
Las palabras de Michiko pesaban sobre ellos: “¿Qué decides?”
Lloyd sabía que había llegado el momento, la hora de iluminar aquel fotograma, el momento de la verdad, el instante en el que se revelara la decisión que el espaciotiempo ya había grabado. Miró a Michiko a los ojos, abrió la boca y…
¡Brrrrrrrring! ¡Brrrrrrrring!
Lanzó una maldición y miró el teléfono. La pantalla informaba de que se trataba del “CERN LHC”. Nadie llamaría de la oficina a esas horas si no era una emergencia. Levantó el auricular.
—¿Sí?
—Lloyd, soy Theo.
Quería decirle que no era un buen momento, que llamara más tarde, pero antes de poder hacerlo el griego empezó a hablar.
—Lloyd, acaban de llamarme. Mi hermano Dimitrios ha muerto.
—Oh, Dios mío —respondió Lloyd—. Oh, Dios mío.
—¿Qué pasa? —preguntó Michiko preocupada.
Lloyd cubrió el micrófono.
—El hermano de Theo ha muerto.
Michiko se llevó una mano a la boca.
—Se ha suicidado —siguió Theo—. Una sobredosis de somníferos.
—Lo siento, Theo. ¿Puedo… hay algo que pueda hacer por ti?
—No, no. Nada. Pero pensé que te lo tenía que contar cuanto antes.
Lloyd no sabía adónde quería llegar Theo.
—Ah, gracias —dijo, sin poder evitar la confusión en su voz.
—Lloyd, Dimitrios tuvo una visión.
—¿Qué? Oh. —Una larga pausa—. Oh.
—Me la contó en persona.
—La habría inventado.
—Lloyd, es mi hermano; no se la inventó.
—Pero no hay modo de…
—Sabes que no es el único; ha habido otros informes. Pero éste… éste está corroborado. Estaba trabajando en un restaurante en Grecia, y el tipo que lo dirigiría en 2030 también lo hace en 2009. Él vio a Dim en su visión, y Dim al tipo. Cuando lo digan en televisión…
—Yo… ah… mierda —dijo Lloyd. El corazón brincaba en su pecho—. Mierda.
—Lo siento —respondió Theo—. La prensa va a estar de fiesta. Como te dije, pensé que deberías saberlo.
Lloyd trató de calmarse. ¿Cómo podía haberse equivocado de ese modo?
—Gracias —dijo al fin—. Oye, mira, esto no es importante. ¿Cómo estás tú? ¿Estás bien?
—No pasa nada.
—Porque si no quieres estar solo, Michiko y yo podemos ir para allá.
—No, en serio. Franco della Robbia sigue aquí; voy a hablar con él.
—Muy bien —dijo Lloyd—. Muy bien. Oye, tengo que…
—Lo sé —le cortó Theo—. Adiós.
—Adiós.
Lloyd devolvió el aparato a su lugar.
No había conocido a Dimitrios Procopides. En realidad, Theo no hablaba mucho de él. No era extraño; Lloyd tampoco solía mencionar nunca a su hermana Dolly en el trabajo. En realidad, sólo era una muerte más en una semana cuajada de ellas, pero…
—Pobre Theo —dijo Michiko, meciendo suavemente la cabeza adelante y atrás—. Y su hermano… pobre chico.
La miró. Ella había perdido a su propia hija, pero en ese momento había encontrado lugar en su corazón para llorar a un hombre al que nunca había conocido.
El corazón de Lloyd seguía desbocado. Las palabras que había estado a punto de pronunciar cuando sonó el teléfono aún resonaban en su cabeza. ¿Qué pensaba ahora? ¿Que quería seguir libre? ¿Que no estaba preparado para sentar la cabeza? ¿Que tenía que conocer a aquella mujer blanca, encontrarla, conocerla y hacer una elección equilibrada y ponderada entre ella y Michiko?
No.
No, no era así. No podía serlo.
Lo que pensaba es que era un idiota.
Y lo que pensaba es que ella había sido increíblemente paciente.
Y lo que pensaba es que era posible que la advertencia de que el matrimonio no dura de forma automática era lo mejor que le podía haber pasado. Como todas las parejas, habían asumido que se casarían hasta que la muerte los separara. Pero ahora sabía, desde el primer día, de un modo que nadie más había podido ver, ni siquiera otros como él, niños de hogares destrozados, que no era necesariamente para siempre. Que sólo era permanente si se peleaba, se luchaba y se trabajaba para hacerlo permanente en cada instante de la vida. Supo que, si se casaba, aquella tendría que ser su primera prioridad. No su carrera, ni el elusivo Nóbel, ni el aplauso de sus colegas, ni los amigos.
Ella.
Michiko.
Michiko Komura.
O… o Michiko Simcoe.
Cuando era adolescente, en los 70, parecía que las mujeres aceptarían eternamente la estupidez de tomar el apellido de otro. Aun hoy, la mayoría seguía aceptando el nombre de su marido; ellos ya lo habían hablado, y Michiko le había dicho que tenía intención de perder su apellido de soltera. Por supuesto, Simcoe no sonaba tan musical como Komura, pero era un sacrificio pequeño.
Pero no.
No debería tomar su apellido. ¿Cuántas divorciadas no usaban su propio apellido, sino el de alguien que había quedado décadas atrás, un recordatorio diario de errores juveniles, de un amor echado a perder, de tiempos dolorosos? De hecho, Komura no era el apellido de soltera de Michiko, sino Okawa; Komura era el apellido de Hiroshi.
A pesar de todo, debería conservarlo. Debería llamarse Komura, de modo que Lloyd recordara un día tras otro que no era suya, que tenía que trabajar en su matrimonio, que el mañana estaba en sus manos.
La miró, contempló su perfecta complexión, sus ojos seductores, su cabello tan oscuro.
Todo ello cambiaría con el tiempo, por supuesto, pero quería seguir allí para verlo, para saborear cada momento, para disfrutar con ella las estaciones de la vida.
Sí, con ella.
Lloyd Simcoe hizo algo que no había hecho la primera vez; sí, había pensado en ello, pero lo había rechazado por estúpido, anticuado, innecesario.
Pero era lo que quería hacer, lo que necesitaba hacer.
Se puso sobre una rodilla.
Y tomó la mano de Michiko en la suya.
Y contempló su rostro adorable, paciente.
Y dijo:
—¿Te quieres casar conmigo?
Y el momento se mantuvo, con Michiko claramente sorprendida.
Y entonces una sonrisa afloró lentamente en el rostro de ella.
Y dijo, casi con un suspiro:
—Sí.
Lloyd parpadeó rápidamente, las lágrimas aflorando a sus ojos. El futuro iba a ser glorioso.
Fue sorprendentemente fácil convencer a Gaston Béranger de que el CERN tenía que reproducir el experimento del LHC. Pero, por supuesto, pensaba que no tenían nada que perder, y todo que ganar, si el intento fracasaba: sería muy difícil demostrar la responsabilidad del CERN por cualquier daño provocado la primera vez si el segundo intento no provocaba un desplazamiento temporal.
Y ahora era el momento de la verdad.
Lloyd se encaminó hacia el estrado de madera pulimentada. A su espalda se extendía el sello con el globo y la hoja de laurel de las Naciones Unidas. El aire era seco, y sintió un calambre cuando tocó el borde metálico del estrado. Inspiró profundamente para calmarse y se inclinó sobre el micrófono.
—Quisiera agradecer…
Le sorprendió que su voz temblara, pero demonios, estaba hablando a algunos de los políticos más poderosos del mundo. Tragó saliva y volvió a intentarlo.
—Quisiera agradecer al Secretario General Stephen Lewis que me haya permitido hablarles hoy aquí. —Al menos la mitad de los delegados empleaba los auriculares sin cable que proporcionaban una traducción inmediata—. Señoras y señores, me llamo Dr. Lloyd Simcoe. Soy canadiense, aunque en estos momentos resido en Francia y trabajo en el CERN, el centro europeo de física de partículas. —Hizo una pausa para tragar saliva—. Como sin duda todos ustedes ya habrán oído, parece que fue un experimento en el CERN el que provocó el fenómeno de desplazamiento de la consciencia. Y, señoras y señores, sé que al principio puede parecer una locura, pero estoy aquí para solicitarles, como representantes de sus respectivos gobiernos, permiso para repetir el experimento.
Se produjo una erupción de murmullos, una cacofonía de lenguas aún más variada que la presente en las cafeterías del CERN. Por supuesto, todos los delegados con los que Lloyd había hablado antes sabían lo que iba a decir: uno no hablaba delante de la ONU sin pasar por numerosas discusiones preliminares. La sala de la Asamblea General era cavernosa, y su vista no era lo bastante buena como para distinguir muchos de los rostros. A pesar de todo, podía ver furia en uno de los delegados rusos, y lo que parecía terror en los alemanes y japoneses. Lloyd miró al secretario general, un atractivo hombre blanco de setenta y dos años. Lewis le dedicó una sonrisa de ánimo y Simcoe prosiguió.
—Quizá no haya razón para ello —dijo—. Parece que ahora disponemos de pruebas que establecen que el futuro mostrado en la primera visión no se va a hacer realidad, al menos no de forma exacta. En cualquier caso, no hay duda de que mucha gente aprendió mucho sobre sí misma mediante aquellos destellos.
Hizo una pausa.
—Recuerdo la historia Un cuento de Navidad, del escritor británico Charles Dickens. Su personaje, Ebenezer Scrooge, tuvo una visión de las Navidades Futuras en la que sus actos habían resultado en la miseria de muchos otros, y en que él fuera odiado y despreciado a su muerte. Y, por supuesto, ver algo así hubiera sido terrible… si la visión perteneciera a un único futuro inmutable. Pero se le dijo a Scrooge que no era así, que el futuro que había contemplado no era más que la extrapolación lógica de su vida si siguiera por el mismo camino. Podía cambiar su vida, y la de aquellos que lo rodeaban, para mejor; ese destello del porvenir terminó siendo algo maravilloso.
Tomó un sorbo de agua.
—Pero la visión de Scrooge pertenecía a un tiempo muy específico: el día de Navidad. No todos nosotros tuvimos visiones de eventos significativos; muchos vimos cosas bastante banales, ambiguas hasta la frustración o, en el caso de casi un tercio de nosotros, sueños reales o simple oscuridad; nos encontrábamos dormidos durante ese espacio de dos minutos, dentro de veintiún años. —Se detuvo un instante y se encogió de hombros, como si ni siquiera él supiera qué era lo correcto—. Creemos poder repetir la experiencia de las visiones; podemos ofrecer a toda la humanidad otro vistazo del futuro. —Alzó una mano—. Sé que algunos gobiernos recelan de estas imágenes al no gustarles las cosas que revelaron, pero ahora que sabemos que el futuro no es fijo, espero que nos permitan algo tan sencillo como entregar una vez más este regalo, y el beneficio del Efecto Ebenezer, a las gentes del mundo. Con la cooperación de sus hombres y mujeres, y de sus gobiernos, creemos poder hacerlo de forma segura. De ustedes depende.
Lloyd atravesó las altas puertas de cristal del edificio de la Asamblea General. El aire de Nueva York le aguijoneaba los ojos; iban a tener que hacer algo al respecto uno de aquellos días, pero las visiones decían que para 2030 sería todavía peor. El cielo estaba plomizo, rasgado por la estela de los aviones. Una multitud de reporteros, unos cincuenta, corrió para acercarse a él, micrófonos y cámaras en mano.
—¡Doctor Simcoe! —gritó un blanco de mediana edad—. Doctor Simcoe, ¿qué sucedería si la conciencia no regresara al presente? ¿Qué sucede si nos quedamos atrapados veintiún años en el futuro?
Lloyd estaba cansado. Nunca se había sentido más nervioso hablando en público desde que defendió su doctorado. Tenía muchas ganas de volver al hotel, de servirse un escocés y de meterse en la cama.
—No tenemos motivos para pensar que algo así pueda ocurrir —dijo—. Parece que se trata de un fenómeno completamente temporal que comenzó en el momento en que iniciamos la colisión de partículas, y que cesó en el momento en que la terminamos.
—¿Qué hay de las familias de aquellos que puedan morir esta vez? ¿Se responsabilizará personalmente por ellos?
—¿Qué hay de los que ya están muertos? ¿No piensa que les deba nada?
—¿No es todo esto una vulgar búsqueda de gloria por su parte?
Lloyd inspiró profundamente. Estaba cansado y tenía un enorme dolor de cabeza.
—Señoras y señores, y empleo estos términos de forma generosa, parece que están acostumbrados a entrevistar a políticos que no pueden permitirse perder los nervios en público, de modo que pueden hacerles preguntas en el tono ofensivo que están empleando. Pues yo no soy un político; soy, entre otras cosas, un profesor universitario, y estoy acostumbrado al discurso civilizado. Si son incapaces de preguntar con educación, no diré nada más.
—Pero Dr. Simcoe, ¿no es cierto que todas las muertes y los estragos fueron culpa suya? ¿No fue usted quien diseñó el experimento que terminó en fracaso?
Lloyd mantuvo un tono neutro.
—Hablo en serio. Ya he completado mi cupo de cobertura informativa; una imbecilidad más como esa y me marcharé.
Se produjo un atónito silencio. Los reporteros se miraron antes de devolver la mirada a Lloyd.
—Pero todas esas muertes… —comenzó uno.
—Se acabó —saltó Lloyd—. Me marcho.
Comenzó a alejarse.
—¡Espere! —gritó un reportero.
—¡Alto! —pidió otro.
Se dio la vuelta.
—Sólo si logran realizar preguntas inteligentes y civilizadas.
Tras unos instantes de duda, una melanoamericana levantó una mano con timidez.
—¿Sí? —preguntó Lloyd, enarcando las cejas.
—Dr. Simcoe, ¿qué decisión cree que tomará la ONU?
Lloyd asintió, reconociendo que se trataba de una pregunta aceptable.
—Sinceramente, no lo sé. Mi sensación es que deberíamos tratar de reproducir los resultados, pero soy un científico y la reproducción es mi método de trabajo. Creo que la gente de la Tierra lo desea, pero no tengo modo de saber si sus dirigentes estarán dispuestos a cumplir con el deseo de sus pueblos.
Theo también había viajado a Nueva York, y aquella noche disfrutó con Lloyd de un extravagante bufé de marisco en el Ambassador Grill, en la plaza de la ONU.
—Se acerca el cumpleaños de Michiko —dijo Theo, partiendo la pinza de una langosta.
Lloyd asintió.
—Ya lo sé.
—¿Le vas a preparar una fiesta sorpresa?
Lloyd lo pensó un instante.
—No.
Theo le lanzó una mirada de “Si la quisieras de verdad, lo harías”, pero Lloyd no estaba para explicaciones. En realidad nunca había pensado en ello, pero ahora lo veía claro como si siempre lo hubiera sabido: las fiestas sorpresa eran un fraude. Dejabas que alguien que se suponía que te importaba pensara que te habías olvidado de su cumpleaños. Los amargabas de forma deliberada, les hacías sentir ignorados, olvidados, rechazados. Y, además, tenías que mentirles durante semanas hasta que llegaba la fecha. Y todo para que, en el momento en que la gente gritara “¡Sorpresa!”, el pobre se sintiera querido.
En su futuro matrimonio con Michiko, Lloyd no tendría que fabricar situaciones para que su mujer se sintiera así. Cada día, cada minuto, le demostraría que la amaba; ella nunca debía dudarlo. Sería su constante compañero, su amor, hasta el día de su muerte.
Y, por supuesto, nunca le mentiría, ni siquiera cuando supuestamente fuera por su bien.
—¿Estás seguro? —preguntó Theo—. Me encantaría ayudarte a organizarla.
—No —dijo Lloyd, reforzando la negativa con la cabeza. Theo era demasiado joven e ingenuo—. No, gracias.
Los debates proseguían en las Naciones Unidas. Aunque estaba en Nueva York, Theo recibió otra respuesta a su anuncio buscando información sobre su muerte. Estaba a punto de limitarse a enviar una escueta y educada respuesta (había decidido abandonar por completo la búsqueda), pero el mensaje era demasiado tentador: “Al principio no quise contactar con usted porque me habían hecho creer que el futuro es fijo, y que lo que iba a suceder, incluido mi propio papel, era inevitable. Pero ahora leo que no es así, por lo que debo solicitar su ayuda”.
El mensaje era de Toronto, a solo una hora de vuelo desde la Gran Manzana. Theo decidió viajar para encontrarse con el hombre que le había enviado aquella misiva. Era su primera visita a Canadá, y no estaba preparado para lo cálido que era el verano. No hacía calor comparado con el Mediterráneo, claro (el termómetro no solía subir de los treinta y cinco grados), pero le sorprendió.
Para conseguir un vuelo más barato tuvo que hacer noche allí, en vez de ir y volver en el mismo día. De ese modo se encontró con que tenía que ocupar una noche en Toronto. Su agente de viajes le había sugerido que podía reservar en un hotel en el Danforth, parte del principal eje este-oeste de la ciudad; casi toda la comunidad griega se encontraba allí. Theo aceptó y, para su alegría, descubrió que los carteles en aquella zona estaban tanto en el alfabeto occidental como en el griego.
Sin embargo, su cita no era allí, sino en North York, un área que al parecer había sido una ciudad independiente, pero que había terminado absorbida por Toronto, cuya población era ahora de tres millones. Al día siguiente fue en metro a su cita. Le divirtió descubrir que el sistema público de transporte se llamaba CTT (por Comisión del Transporte de Toronto), las mismas siglas que sin duda se aplicarían al Colisionador de Taquiones-Tardiones que supuestamente inventaría algún día.
Los vagones del metro eran espaciosos y limpios, aunque, había oído que en las horas punta estaban atestados. Le gustó mucho recorrer en el suburbano (aunque en ese punto determinado el nombre no tenía mucho sentido) la alameda del Valle del Don, en la que el convoy viajaba a lo que debían de ser cientos de metros sobre el suelo, sobre una vías especiales colgadas bajo el Danforth. La vista era espectacular, pero lo más impresionante era que el puente sobre el Valle del Don había sido construido de modo que pudiera alojar dos sentidos de vías décadas antes de que en Toronto se tendiera la primera línea suburbana. No era frecuente encontrar muestras de tal planificación urbanística.
Hizo transbordo en Yonge, desde donde se dirigió a North York Centre. Le sorprendió descubrir que no necesitaba salir a la calle para entrar en la torre de apartamentos donde había quedado; disponía de acceso directo desde la estación. El mismo complejo contenía también una gran tienda de libros (parte de una cadena llamada Indigo), unos multicines y una gran galería de alimentación llamada Loblaws, que parecía especializada en una línea de productos llamada “Los favoritos del Presidente”. Aquello sorprendió a Theo, que en aquel país hubiera esperado “Los favoritos del Primer Ministro”.
Se presentó al conserje, que le indicó el camino por un vestíbulo de mármol hasta los ascensores. Subió hasta la planta treinta y cinco, y desde allí encontró sin problemas el apartamento que buscaba. Llamó a la puerta.
La hoja se abrió, mostrando a un asiático mayor.
—Hola —dijo éste en perfecto inglés.
—Hola, señor Cheung —respondió Theo—. Gracias por acceder a verme.
—¿Quiere pasar?
El hombre, que debía de tener unos sesenta y cinco años, se hizo a un lado para dejarlo entrar. Theo se quitó los zapatos y pasó al espléndido apartamento. Cheung lo condujo al salón, que tenía vistas al sur. A lo lejos, Theo podía distinguir el centro de Toronto con sus rascacielos, la esbelta aguja de la Torre CN y, a lo lejos, el Lago Ontario extendiéndose en el horizonte.
—Le agradezco que me escribiera —dijo Theo—. Como puede imaginar, han sido días muy difíciles para mí.
—Estoy seguro. ¿Le apetece un té? ¿Un café?
—No, nada, gracias.
—Muy bien —dijo el hombre—. Siéntese.
Theo lo hizo en un sofá tapizado con cuero naranja. Junto a la mesilla descansaba un jarrón de porcelana.
—Es muy bonito.
Cheung asintió.
—De la Dinastía Ming, por supuesto; tiene casi quinientos años. La escultura es la mayor de las artes. Un texto escrito carece de valor una vez su lengua muere, pero un objeto físico que soporta los siglos, los milenios… eso es algo que celebrar. Cualquiera puede apreciar hoy en día la belleza de las viejas reliquias chinas, egipcias o aztecas; yo colecciono las tres. Los artesanos que hicieron cada una de ellas viven a través de su obra.
Theo respondió con un sonido de la garganta y se acomodó en el sofá. En la pared opuesta había un óleo de la bahía de Kowloon. Lo señaló con la cabeza.
—Hong Kong —dijo.
—Sí. ¿Lo conoce?
—En 1996, cuando tenía catorce años, mis padres nos llevaron de vacaciones. Querían que mi hermano y yo lo viéramos antes de que pasara a manos de la China Comunista.
—Sí, aquellos últimos años fueron excepcionales para el turismo —admitió Cheung—. Pero también para dejar el país; yo abandoné Hong Kong y vine a Canadá por esas fechas. Más de doscientos mil nativos se vinieron a este país antes de que los británicos devolvieran la colonia.
—Supongo que yo también hubiera salido —comentó Theo, comprensivo.
—Lo hicimos los que pudimos permitírnoslo. Y, según las visiones que ha tenido la gente, las cosas no mejorarán en China en los próximos veintiún años, de modo que me alegro de haberme marchado. No podía soportar la idea de perder la libertad. Pero usted, mi joven amigo, se enfrenta a una pérdida aún mayor, ¿no? Por mi parte, tenía bastante claro que moriría en los próximos veintiún años, por lo que me alegré al descubrir que el que tuviera una visión significaba que estaría vivo para entonces. En realidad, al sentirme tan ágil comencé a sospechar que me quedarían bastantes más de veintiún años. No obstante, su propio tiempo puede ser muy corto: en mi visión, como le dije en el correo, se mencionaba su nombre. Nunca lo había oído antes, perdóneme que se lo diga, pero era un nombre lo bastante musical, Theodosios Procopides, como para quedarse en mi cabeza.
—Dijo que en su visión alguien le hablaba sobre planes para matarme.
—Ominoso, ¿no es cierto? Pero, como también le dije, poco más sé aparte de eso.
—No lo dudo, señor Cheung. Pero si pudiera localizar a la persona con la que usted hablaba en su visión, es evidente que él sabrá más.
—Pero, como le dije, no sé quién era.
—¿Podría describírmelo?
—Por supuesto. Era blanco. Blanco como un europeo del norte, no bronceado como usted. En mi visión no tenía más de cincuenta años, por lo que hoy en día tendrá su misma edad. Hablábamos inglés, y su acento era americano.
—Hay muchos acentos americanos.
—Sí, sí —respondió Cheung—. Quiero decir que hablaba como alguien de Nueva Inglaterra… como alguien de Boston, quizá.
La visión de Lloyd, al parecer, también lo había situado en Nueva Inglaterra; por supuesto, el hombre con el que Cheung habló no podía ser él, pues en ese momento se estaba acostando con una vieja.
—¿Qué más puede decirme sobre el habla del hombre? ¿Parecía educado?
—Sí, ahora que lo menciona, supongo que sí. Empleó la palabra “aprensivo”. No es un término culto, pero tampoco suelen usarlo los iletrados.
—¿Qué dijo exactamente? ¿Puede recordar la conversación?
—Lo intentaré. Estábamos dentro, en algún sitio. Era Norteamérica, a juzgar por la forma de los enchufes; los de aquí siempre me han recordado a bebés sorprendidos. Bueno, pues el hombre me dijo: “Él ha matado a Theo”.
—¿El hombre con el que hablaba usted fue el que me mató?
—No, no, estaba citando sus palabras. Dijo: “Él”, otro tipo, “ha matado a Theo”.
—¿Está seguro de que dijo “él”?
—Sí.
Bueno, al menos eso era algo; de un plumazo se había quitado de encima a cuatro mil millones de sospechosas.
Cheung prosiguió:
—Dijo “Él ha matado a Theo”, y yo dije, “¿Qué Theo?”. Y el hombre respondió, “Ya sabes, Theodosios Procopides”. Y yo dije, “Oh, vale”. Así fue exactamente mi respuesta: “Oh, vale”. Me temo que mi inglés espontáneo aún no ha alcanzado ese grado de informalidad, pero al parecer lo hará dentro de veintiún años. En cualquier caso, estaba claro que yo lo conocería a usted, o al menos sabría quién era, en el 2030.
—Siga.
—Bien, entonces mi interlocutor me dijo: “Se nos ha adelantado”.
—¿P-perdón?
—Dijo “Se nos ha adelantado”. —Cheung agachó la cabeza—. Sí, ya sé cómo suena, como si mi asociado y yo también tuviéramos planes de atentar contra usted —dijo extendiendo los brazos—. Dr. Procopides, soy un hombre rico, muy, muy rico. No le diré que la gente llega a mi nivel sin ser despiadada, porque los dos sabemos que no es cierto. Me he enfrentado con gran dureza a los rivales a lo largo de los años, y es posible que incluso haya violado alguna ley. Pero no soy sólo un hombre de negocios: también soy cristiano. —Levantó una mano—. Por favor, no se alarme; no le daré un sermón. Ya sé que en algunos círculos occidentales declarar abiertamente la propia fe no es apropiado, como si se hubiera sacado un tema que nunca hay que discutir en compañía educada. Lo menciono sólo para establecer un hecho: puedo ser un hombre duro, pero también temeroso de Dios… y nunca toleraría el asesinato. Dada mi edad, podrá usted comprender que mi moral está formada; no creo que en los últimos años de mi vida rompa un código con el que he vivido desde la niñez. Ya sé lo que está pensando: la evidente interpretación de las palabras “Se nos ha adelantado” es que algún otro lo mató antes de que mis asociados pudieran hacerlo. Pero vuelvo a decirle que no soy un asesino. Además, por lo que sé es usted físico, y pocos negocios tengo en ese campo; mi principal área de inversión, aparte del negocio inmobiliario, en el que todo el mundo debería invertir, es el de la investigación biológica: farmacéutica, ingeniería genética, etc. No soy un científico, ya sabe, sólo un capitalista. Pero creo que estará de acuerdo en que un físico no tiene posibilidades de convertirse en un obstáculo para mis intereses, y, repito, no soy un asesino. A pesar de todo, quedan esas palabras, que le repito de forma literal: “Se nos ha adelantado”.
Theo observó al hombre, pensativo.
—Si es así —dijo al fin, midiendo con cuidado las palabras—, ¿por qué me cuenta todo esto?
Cheung asintió, como si esperara la pregunta.
—Por supuesto, nadie discute los planes para cometer un asesinato con la víctima; pero, como le he dicho, Dr. Procopides, soy cristiano; por tanto, creo que no sólo es su vida la que está en juego, sino también mi alma. No tengo interés alguno en verme involucrado, siquiera de pasada, en negocios tan pecaminosos como el homicidio. Y como el futuro puede cambiarse, deseo que así sea. Usted sigue el rastro de aquel que lo matará; si logra impedir su muerte a manos de esa persona, sea quien sea, entonces no se adelantará a mis asociados. Confío en usted con la esperanza no sólo de que esa persona no le disparará, porque fue tiroteado, ¿no?, sino también de que no lo haga nadie relacionado conmigo. No quiero su sangre, ni la de nadie, en mis manos.
Theo exhaló ruidosamente. Ya era bastante duro pensar en que una persona lo querría muerto en el futuro, como para oír ahora que eran varios los grupos que querían acabar con él.
Quizá aquel anciano estuviera loco, aunque no lo parecía. Sin embargo, dentro de veintiún años tendría… ¿cuántos años tenía exactamente?
—Perdone mi impertinencia, pero ¿puedo preguntarle cuándo nació?
—Por supuesto: el 29 de febrero de 1932, por lo que tengo diecinueve años.
Theo abrió los ojos como platos. Estaba realmente loco…
Pero Cheung sonrió.
—Porque nací el veintinueve de febrero, ¿ve?, que sólo llega cada cuatro años. En realidad tengo setenta y siete.
Lo que lo hacía bastante mayor de lo que Theo había supuesto. ¡Por Dios! Tendría noventa y ocho en 2030.
Un pensamiento acudió a su mente: había hablado con mucha gente que había estado soñando en 2030; normalmente no costaba mucho distinguir el sueño de la vigilia, pero si Cheung tenía noventa y ocho años, ¿no podría padecer de Alzheimer en el futuro? ¿Cómo serían los pensamientos de un cerebro así?
—Le ahorraré la pregunta —dijo Cheung—. Carezco del gen del Alzheimer. Me sorprendí tanto como usted al pensar que estaría vivo dentro de veintiún años, y estoy tan atónito como usted al saber que yo, que he llevado una vida plena, sobreviviré a alguien tan joven como usted.
—¿De verdad nació el veintinueve de febrero?
—Sí, pero no es un atributo precisamente único; somos unos cinco millones los que compartimos esa fecha.
Theo consideró aquel dato.
—Entonces ese hombre le dijo “Se nos ha adelantado”. ¿Qué dijo usted después de eso?
—Le respondí, y de nuevo le ruego disculpe mis palabras, “No pasa nada”.
Theo frunció el ceño.
—Y entonces —siguió Cheung— añadí: “¿Quién es el siguiente?”, a lo que mi socio respondió “Korolov”. Korolov, que supongo que será K-O-R-O-L-O-V. Un nombre ruso, ¿no? ¿Significa algo para usted?
Theo negó con la cabeza.
—No. Entonces, usted iba… ¿va a eliminar también a Korolov?
—Es una interpretación evidente, sí. Pero no tengo ni idea de quién podría ser, ni si es un hombre o una mujer.
—Hombre.
—Creí haber oído que no conocía a esa persona.
—Y así es, pero Korolov es un apellido masculino. Los apellidos de mujeres en Rusia terminan en -ova, y los de hombre en -ov.
—Ah. En cualquier caso, cuando el hombre al que hablaba dijo “Korolov”, yo respondí: “Bueno, no puede haber nadie más tras él”, y mi socio respondió, “No hay por qué ser aprensivo, Ubu”. Ubu es un mote que sólo permito a los amigos íntimos, aunque, como dije, aún no he conocido a ese hombre. “No hay por qué ser aprensivo, Ubu”, dijo. “El tipo que se cargó a Procopides no puede estar interesado en Korolov”. Y entonces yo dije: “Muy bien. Encárgate de ello, Darryl”, lo que supongo que es el nombre de mi interlocutor. Abrió la boca para hablar de nuevo, pero de repente me vi aquí, de vuelta en 2009.
—¿Eso es todo cuanto sabe? ¿Que usted y un hombre llamado Darryl se dedicarán a matar gente, incluyéndome a mí y a alguien llamado Korolov, pero que alguien más, un hombre sin planes contra Korolov, me matará primero?
Cheung se encogió de hombros a modo de disculpa, pero Theo no sabía si por los frustrantes agujeros en la información o por el hecho de que un día, al parecer, querría verlo muerto.
—Así es.
—Ese Darryl… ¿tenía pinta de boxeador? Ya sabe, un luchador.
—No, yo diría que era demasiado grueso como para ser un atleta.
Theo se recostó en el sofá, confundido.
—Gracias por informarme —dijo al fin.
—Era lo menos que podía hacer —respondió Cheung. Se detuvo un instante, como si valorara la prudencia de decir algo más—. El alma nos habla de vida inmortal, Dr. Procopides, pero la religión sólo de recompensas. Sospecho que le aguardan grandes cosas, y que usted recibirá la recompensa adecuada; pero sólo, por supuesto, si logra mantenerse con vida el tiempo suficiente. Hágase un favor, háganos un favor a los dos, y no renuncie a su búsqueda.
Theo regresó a Nueva York y le relató a Lloyd su encuentro con Cheung. El canadiense se quedó tan perplejo como Theo ante la información recibida. Los dos permanecieron en la ciudad ocho días más, mientras las Naciones Unidas seguían debatiendo de forma acalorada su propuesta.
China estaba a favor de la moción que autorizaba la repetición de los experimentos. Aunque ya estaba claro que el futuro no era fijo, el hecho de que durante las primeras visiones el gobierno totalitario chino siguiera allí con su mano de hierro había hecho mucho por acallar a los disidentes internos. Para China, aquel era un asunto capital. Sólo había dos versiones posibles del futuro: la continuación o no de la dictadura comunista. Las primeras visiones apuntaban a la primera opción. Si las segundas lo corroboraban, si a pesar de la maleabilidad del futuro el Comunismo no sería derribado, el espíritu disidente quedaría hecho trizas: un ejemplo perfecto de lo que el New York Times había llamado, en un chiste de gusto cuestionable, “taking a Dim view of the future”[1], en honor de Dimitrios Procopides, quien, roto su espíritu por lo que había visto en su porvenir, dio todo cuanto tenía para cambiarlo.
¿Y si las segundas visiones mostraban que el Comunismo había caído? Entonces China no estaría peor que antes del primer salto al futuro, con su destino en cuestión. Era una jugada que, desde el punto de vista de Pekín, merecía la pena.
Los embajadores de la Unión Europea también iban a votar claramente a favor de la repetición, por dos motivos. Si la réplica fracasaba, la interminable riada de demandas contra el CERN y sus países miembros remitiría con toda probabilidad. Si tenía éxito, el segundo vistazo del futuro sería gratis, pero los posteriores podrían venderse al resto de la humanidad por miles de millones de euros. Sí, otras naciones podrían tratar de construir aceleradores capaces de producir las mismas energías liberadas en el LHC, pero la primera visión había mostrado un mundo lleno de colisionadores de taquiones-tardiones, y parecía que, a pesar de todo, no era tan fácil producir visiones. Si el CERN era responsable, era al parecer el responsable de algún modo único: alguna combinación específica de parámetros, imposible de lograr en otro acelerador, había hecho posible el fenómeno.
Las objeciones a la reproducción eran más vehementes en el hemisferio occidental, en los países cuyas gentes habían estado en su mayoría despiertas cuando la conciencia viajó al 2030 d.C, y en los que por tanto se había producido el mayor número de muertos y heridos. Las protestas tenían como base principal los daños del primer suceso, y el miedo a que una segunda visión viniera acompañada por una carnicería y una destrucción similares.
En el hemisferio oriental el daño había sido relativamente pequeño; en muchas naciones, más del noventa por ciento de la población había estado dormido, o al menos a salvo dentro de la cama, cuando se produjo el salto al futuro; había habido muy pocas bajas, y muy pocos daños a la propiedad. Argumentaban que, evidentemente, el anuncio por adelantado de una réplica no pondría en peligro a mucha gente. Denunciaban como emocionales las protestas contra el experimento. De hecho, las encuestas en todo el mundo mostraban que aquellos que habían tenido visiones estaban enormemente satisfechos por ellas, aunque al final no hubiesen reflejado un futuro inmutable. De hecho, ahora que el mundo estaba seguro de que el destino podía cambiarse, aquellos que habían visto algo que consideraban negativo estaban, en la media, más satisfechos por la visión que aquellos que habían descrito su futuro como positivo.
Aunque no tenía voz formal en la deliberación de la ONU, el Papa Benedicto XVI entró en el debate asegurando que las visiones eran totalmente consistentes con la doctrina católica. El espectacular aumento de la asistencia a misa desde el fenómeno había sido, sin duda alguna, un factor en la postura del pontífice.
El primer ministro de Canadá apoyaba igualmente las visiones, ya que mostraban que el Quebec seguía formando parte del país. El presidente de los Estados Unidos estaba menos entusiasmado; aunque su país seguía siendo la principal potencia mundial dentro de dos décadas, sus consejeros mostraban una gran preocupación por que el primer destello ya hubiera provocado graves daños en la seguridad nacional, pues personas (incluso niños) que no estaban atadas por juramentos de secreto tuvieron acceso a toda clase de información comprometedora. Y, por supuesto, a los demócratas les escocía que el republicano Franklin Hapgood, en esos momentos profesor de ciencia política en Purdue, pareciera estar destinado a ser presidente en 2030.
Así que la delegación estadounidense seguía peleando contra la repetición. “Aún estamos enterrando a nuestros muertos”, decía un embajador. Pero los japoneses respondían asegurando que, aunque las visiones no hubieran mostrado un futuro real, claramente enseñaban uno factible. Los EE.UU., un país en el que la mayor parte de la población había tenido visiones diurnas, trataba de atesorar los beneficios tecnológicos obtenidos por el fenómeno. El primer salto se había producido a las 11:21 en Los Ángeles, a las 14:21 en Nueva York y a las 3:21 en Tokio; casi todos los japoneses habían tenido visiones poco más emocionantes que ellos mismos soñando en el futuro. América capitalizaba las nuevas invenciones y tecnologías advertidas por sus ciudadanos; Japón y el resto del hemisferio oriental habían quedado detrás de forma injusta.
Aquello incendió de nuevo a la delegación china; al parecer, habían estado esperando el momento de que alguien sacara aquel mismo asunto. El fenómeno se había producido a las 2:21 horas en Pekín; la mayoría de los chinos no habían visto más que a sí mismos durmiendo en el futuro. Si se invocaba otro salto, argumentaban, sin duda debería comenzar con un desfase de doce horas respecto al original. De ese modo, si el salto se desfasaba doce horas respecto a los veintiún años, seis meses, dos días y dos horas fijos del primer experimento, aquellos en el hemisferio oriental se beneficiarían más esta vez, equilibrando las cosas.
El gobierno japonés apoyó de inmediato al chino en este asunto, así como el indio, el pakistaní y el de las dos Coreas, que reclamaban igualdad.
Los orientales podían tener razón sobre que América trataba de lograr la superioridad tecnológica; si se iba a producir una réplica, los Estados Unidos insistían con vehemencia en que se produjera a la misma hora del día, alegando criterios científicos: la repetición era precisamente eso, y todos los parámetros experimentales debían ser iguales, dentro de lo humanamente posible.
Lloyd Simcoe fue llamado para aconsejar a la Asamblea General sobre ese punto.
—Recomendaría no variar ningún factor de forma innecesaria —dijo—, pero como aún carecemos de un modelo funcional del fenómeno, no puedo afirmar de forma categórica que realizar el experimento de noche, y no de día, vaya a representar una diferencia. Después de todo, el túnel del LHC está muy bien escudado contra la filtración de radiaciones, y esa protección tiene el efecto de mantener también fuera la radiación solar y cualquier otro elemento externo. A pesar de todo, recomendaría no variar la hora.
Un delegado de Etiopía señaló que Simcoe era estadounidense, y que por tanto estaba tratando de proteger los intereses de su país. Lloyd replicó diciendo que en realidad era canadiense, pero aquello no impresionó al africano; Canadá también se había beneficiado de forma desproporcionada de los destellos del futuro de sus ciudadanos.
Mientras tanto, el mundo islámico había abrazado en su mayoría las visiones como ilham, guía divina ejercida directamente sobre la mente y el alma, en vez de wahi, revelación divina del futuro, ya que, por definición, sólo los profetas eran capaces de lo segundo. Que las visiones pertenecieran a un futuro maleable parecía conformarse a la visión islámica y, aunque estos dirigentes no invocaron la metáfora de Scrooge, el concepto de recibir conocimientos que permitieran la mejora personal por líneas religiosas y espirituales era interpretada por muchos como totalmente congruente con el Corán.
Algunos musulmanes sostenían, no obstante, que las visiones eran demoníacas, parte de la destrucción del mundo, y no divinas. Pero, en cualquier caso, los líderes espirituales islámicos rechazaban por completo la noción de que un experimento de física pudiera ser la causa: aquella era una interpretación errónea, secular y occidental. Las visiones tenían un origen claramente espiritual, y la materia era irrelevante en las mismas.
Lloyd había temido que los musulmanes se opusieran a la repetición del experimento del LHC con esta base. Pero primero el Wilaiar al-Faqih de Irán, después el Shaik al-Azhar en Egipto y más tarde todos los shaik e imanes del mundo, terminaron por admitir la repetición, precisamente para que, al fallar, los infieles vieran demostrado que el origen del suceso original había sido espiritual, y no seglar.
Por supuesto, los gobiernos musulmanes no coincidían a menudo con los fieles a los que gobernaban. Para aquellos países que no inclinaban la cabeza ante Occidente, apoyar la repetición, aunque fuera diferida en doce horas como exigían los asiáticos, era un escenario de gano-ganas: si fracasaba, los científicos occidentales terminarían humillados y la perspectiva materialista del mundo sufriría un gran golpe; si tenía éxito, la economía de las naciones musulmanas se vería beneficiada al lograr sus ciudadanos visiones de tecnología futura, como ya había pasado con los americanos.
Lloyd había esperado que aquellos que no tuvieron visiones, los que al parecer estarían muertos en el futuro, se opusieran también a la repetición, pero, en realidad, la mayoría estuvo a favor. Los jóvenes sin visión, bautizados como “Ungrateful Dead”[2] por el Newsweek, solían alegar que querían demostrar que había otra explicación que la muerte a su falta de experiencia. Los mayores, que casi se habían resignado al hecho de que estarían muertos dentro de veintiún años, simplemente sentían curiosidad por descubrir más, aunque fuera a través de otros, sobre el futuro que nunca vivirían para ver.
Algunos países, Portugal y Polonia entre ellos, solicitaban que se retrasara la repetición al menos un año, ante lo que se presentaron tres poderosas réplicas: primero, como Lloyd había señalado, cuanto más tiempo pasara, más probable era que algún factor externo cambiara lo bastante como para impedir el experimento; segundo, la necesidad de una seguridad absoluta durante la réplica era evidente para la opinión pública en ese momento. Cuanto más se difuminara la gravedad de las consecuencias en la mente de todos, menos estrictos serían en su preparación; tercero, la gente quería nuevas visiones que confirmaran o negaran los acontecimientos de las primeras, permitiendo a aquellos que habían visto cosas inquietantes comprobar si ya estaban en el buen camino para evitar esos futuros. Si las nuevas visiones fueran también de un tiempo veintiún años, seis meses, dos días y dos horas en el futuro del momento del experimento, cada día que pasaba disminuía las probabilidades de que la segunda visión tuviera la relación suficiente con la primera como para poder hacer comparaciones.
También había un buen argumento económico a favor de una rápida repetición, si es que al fin se producía. Muchos negocios operaban en aquellos momentos con capacidades reducidas, debido al daño en equipo y personal producido durante el primer salto. Un paro general en el futuro cercano para acomodar un segundo salto resultaría en una pérdida menor de productividad que otro realizado dentro de meses o años, cuando los comercios y fábricas operaran de nuevo a toda máquina.
Los debates se centraban en incontables asuntos: economía, seguridad nacional (¿y si una nación lanzaba un ataque nuclear contra otra justo antes de la pérdida de consciencia?), filosofía, religión, ciencia y principios democráticos. ¿Podía una decisión que iba a afectar a todo el planeta realizarse con un voto por nación? ¿No deberían los votos depender del peso demográfico de cada país, de modo que la voz china fuera la más importante? ¿O había que pensar en un referéndum global?
Al fin, tras muchas discusiones y tensiones, la ONU tomó su decisión: se repetiría el experimento del LHC, aunque desplazado, como muchos habían exigido, doce horas respecto al primero.
Todos los embajadores de la Unión Europea insistieron en una condición antes de permitir que el CERN intentara reproducir el experimento; no habría demanda gubernamental alguna contra el instituto, contra los países que lo formaban o contra su personal. Se aprobó una resolución de la ONU impidiendo que se presentara esta clase de demandas ante el Tribunal Mundial. Por supuesto, nada podía impedir las demandas civiles, aunque tanto el gobierno francés como el suizo habían declarado que sus tribunales no atenderían dichas reclamaciones, y era difícil establecer la jurisdicción de otras cortes.
El Tercer Mundo representaba el problema logístico más importante: las regiones sin desarrollar o en vías de desarrollo, a las que las noticias llegaban lentamente, si es que llegaban. Se decidió que la repetición no se produciría hasta dentro de seis semanas, tiempo más que suficiente para que todo el mundo pudiera darse por enterado. De ese modo, la humanidad comenzó los preparativos para echarle otro vistazo al mañana.
Michiko lo bautizó como Operación Klaatu. En la película Ultimátum a la Tierra, Klaatu, un alienígena, neutralizaba toda la electricidad del mundo durante treinta minutos precisamente al mediodía de Washington, para demostrar la necesidad de la paz mundial. Pero lo hizo con un gran cuidado, de modo que nadie saliera herido. Los aviones permanecieron en el aire y las salas de operaciones mantuvieron su energía. Aquella vez iban a intentar ser tan cuidadosos como Klaatu, aunque, como Lloyd señalaba, en la película el alienígena era acribillado por sus esfuerzos. Por supuesto, al ser de otro planeta había conseguido resucitar…
Lloyd se sentía frustrado. La primera vez, por algún motivo, el experimento no había conseguido producir el bosón de Higgs; quería tocar los parámetros ligeramente con la esperanza de alcanzar la discreta partícula, pero sabía que la reproducción tenía que ser exacta. Probablemente nunca tuviera una ocasión para refinar la técnica, para generar el Higgs. Y, por supuesto, eso significaba que nunca conseguiría el Nóbel.
Salvo que…
Salvo que diera con una explicación física para lo que había sucedido. Pero aunque era su experimento el que al parecer había causado el salto de veintiún años, y aunque él, y todo el personal del CERN, se habían estrujado el cerebro para determinar la causa, no tenía ni idea de por qué había pasado. Cualquier otro, incluso alguien que no fuera físico de partículas, tenía las mismas posibilidades de averiguar las razones.
Casi todo era igual. Por supuesto, ahora eran las horrendas cinco de la mañana, y no de la tarde, pero como en la sala de control del LHC no había ventanas, no había modo de saberlo. También se encontraba más gente presente. Era difícil conseguir tantos espectadores periodistas para un experimento de física de partículas, pero aquella vez el servicio de prensa del CERN había tenido que decidir por sorteo quiénes tendrían acceso. Las cámaras retransmitían la escena para todo el mundo.
Por todo el planeta la gente se encontraba en la cama, sentada en el sofá, tirada en la hierba, en el suelo. Nadie bebía nada caliente. No volaba ningún avión comercial, militar o privado. Todo el tráfico en las ciudades se había detenido; en realidad, ya llevaba horas parado, para asegurar que no hubiera prácticamente necesidad de operaciones de emergencia o de ambulancias durante la réplica. Las avenidas y autopistas estaban vacías, o eran gigantescos estacionamientos.
Dos transbordadores espaciales, uno estadounidense y otro japonés, se encontraban en ese momento en órbita, pero no había motivo para pensar que estuvieran en peligro. Los astronautas se limitarían a entrar en sus sacos de dormir durante el fenómeno. Lo mismo harían los nueve ocupantes de la Estación Espacial Internacional.
No se realizaba ninguna operación quirúrgica, no se lanzaban pizzas al aire, no se operaba maquinaria alguna. En un momento dado casi un tercio de la humanidad estaba dormido, pero, en aquel instante, prácticamente los siete mil millones aguardaban despiertos. Irónicamente, la actividad era una de las más bajas de la historia.
Como en la primera ocasión, la colisión se controlaba mediante el ordenador. Lloyd no tenía mucho que hacer. Los reporteros descansaban sus cámaras sobre trípodes, pero estaban tumbados en el suelo, o sobre mesas. Theo ya se encontraba en el suelo, igual que Michiko (demasiado cerca del griego, para el gusto de Lloyd). Frente a la consola principal quedaba un poco de suelo libre, en el que Lloyd se tumbó. Desde esa posición podía ver uno de los relojes, y siguió la retrocuenta con él.
—Cuarenta segundos.
¿Sería devuelto a Nueva Inglaterra? Era seguro que la visión no comenzaría donde la había dejado, hacía meses. Era seguro que no volvería a estar en la cama con… Dios, ni siquiera sabía su nombre. Ella no había dicho una sola palabra. Podía ser estadounidense, por supuesto, o canadiense, australiana, inglesa, escandinava, francesa… Era difícil decirlo.
—Treinta segundos.
¿Dónde se habían conocido? ¿Cuánto tiempo llevaban casados? ¿Tenían hijos?
—Veinte segundos.
¿Era el suyo un matrimonio feliz? Al menos eso parecía durante el breve destello. Pero incluso él había visto escenas de ternura entre sus padres en alguna ocasión.
—Diez segundos.
Puede que la mujer ni siquiera apareciera en su siguiente visión.
—Nueve segundos.
De hecho, era probable que estuviera dormido, y no necesariamente soñando, dentro de veintiún años.
—Ocho segundos.
Era prácticamente imposible que volviera a verse, que estuviera cerca de un espejo, o viéndose por un circuito cerrado de televisión.
—Siete.
Pero era posible que percibiera algo revelador, algo importante.
—Seis.
Algo que al menos respondiera a algunas de las preguntas que lo atormentaban.
—Cinco.
Algo que explicara lo que había contemplado la primera vez.
—Cuatro.
Quería a Michiko, por supuesto.
—Tres.
Y se casaría con ella, a pesar de lo que mostró la primera visión, de lo que pudiera mostrar la nueva.
—Dos.
Pero no estaría mal averiguar el nombre de la otra mujer…
—Uno.
Cerró los ojos, como si así invocara mejor la visión.
—Cero.
Nada. Oscuridad. ¡Mierda, en el futuro estaba dormido! No era justo, después de todo era su experimento. Si alguien merecía una segunda visión, era él, y…
Abrió los ojos. Seguía tumbado de espaldas. Sobre su cabeza, en lo alto, se hallaba el techo del centro de control del LHC.
Oh, Dios. Oh, Dios.
Dentro de veintiún años tendría sesenta y seis.
Y dentro de veintiún años y unos meses… Estaría muerto.
Como Theo.
Maldición. Maldición.
Giró la cabeza a un lado y se encontró con el reloj delante.
Los dígitos azules mutaban silenciosos: 22:00:11; 22:00:12; 22:00:13…
No había perdido el conocimiento.
No había sucedido nada.
El intento de replicar el salto al futuro había fracasado, y…
Luces verdes.
¡Luces verdes en la consola de ALICE!
Lloyd se puso en pie. Theo ya se estaba incorporando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno de los reporteros.
—Nada de nada —respondió otro.
—Por favor —dijo Michiko—. Por favor, que todo el mundo se quede en el suelo. Aún no sabemos si es seguro levantarse.
Theo palmeó la espalda de Lloyd, que sonreía de oreja a oreja. Se volvió y abrazó a su colaborador.
—Chicos —dijo Michiko, incorporándose sobre un codo—. No ha pasado nada.
Lloyd y Theo se separaron y el primero corrió por la estancia para acercarse a ella, tomarle las manos, levantarla y abrazarla.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó ella.
Lloyd señaló la consola, y la japonesa abrió los ojos como platos.
—¡Sinjirarenai! —exclamó—. ¡Lo tienes!
Lloyd sonrió aún más.
—¡Lo tenemos!
—¿El qué? —preguntó uno de los periodistas—. ¡Mierda, no ha pasado nada!
—Oh, claro que sí —respondió Lloyd.
Theo también sonreía.
—¡Y tanto!
—¿Qué? —exigió el mismo reportero.
—¡El Higgs! —dijo Lloyd.
—¿El qué?
—¡El bosón de Higgs! —repitió el canadiense, pasando el brazo por la cintura de Michiko—. ¡Tenemos el Higgs!
Otro periodista sofocó un bostezo.
—Pues qué bien.
Uno de los reporteros estaba entrevistando a Lloyd.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el hombre, un brusco corresponsal de mediana edad del Times de Londres—. O, para ser más exactos, ¿por qué no ha sucedido nada?
—¿Cómo puede decir que no ha pasado nada? ¡Tenemos el bosón de Higgs!
—A nadie le importa eso. Lo que queremos…
—Se equivoca —le corrigió amable Lloyd—. Esto es grande. Esto es enorme. En cualquier otra circunstancia, este descubrimiento estaría en primera plana de todos los periódicos del mundo.
—Pero las visiones…
—No tengo explicación para que no se hayan reproducido, pero el día no puede calificarse precisamente de fracaso. Los científicos hemos estado tratando de dar con el bosón de Higgs desde que Glashow, Salam y Weinberg predijeran su existencia hace medio siglo…
—Pero la gente esperaba otro destello del futuro, y…
—Lo entiendo —dijo Lloyd—. Pero encontrar el Higgs, no una estúpida búsqueda de la precognición, fue el motivo por el que se construyó el colisionador de hadrones. Sabíamos que tendríamos que superar los diez trillones de electronvoltios para conseguirlo, motivo por el que los diecinueve países que forman el CERN se unieron para construir esto. Por eso los Estados Unidos, Canadá, Japón, Israel y otros países donaron miles de millones al proyecto. Por la buena ciencia, la ciencia importante…
—No obstante —señaló el reportero—, el Wall Street Journal estimó que el coste total de su paro laboral ha ascendido a más de catorce mil millones de dólares. Eso convierte al Proyecto Klaatu en el empeño más caro de la historia humana.
—¡Pero tenemos el Higgs! ¿Es que no lo ve? Esto no solo confirma la teoría electrodébil, sino también la existencia del campo de Higgs. Ahora sabemos qué hace que los objetos, usted, yo, esta mesa, este planeta, tengan masa. El bosón de Higgs porta un campo fundamental que confiere masa a las partículas elementales, ¡y hemos confirmado su existencia!
—A nadie le importa el bosón —insistió el periodista—. La gente ni siquiera puede decir esa palabra estúpida sin reírse.
—Llámelo partícula de Higgs, entonces, como hacen muchos físicos. Pero, lo llame como lo llame, es el descubrimiento físico más importante en lo que llevamos de siglo XXI. Sí, aún no ha terminado ni la primera década del mismo, pero apuesto a que, para el fin del siglo, la gente mirará atrás y dirá que éste sigue siendo el descubrimiento físico más importante del siglo.
—Eso no explica por qué no conseguimos nada…
—¡Sí conseguimos algo! —saltó Lloyd, exasperado.
—Quiero decir que no conseguimos visiones.
Lloyd infló los carrillos y expulsó el aire.
—Mire, hemos hecho todo cuanto hemos podido. Puede que el fenómeno original fuera algo único, o que dependiera enormemente de condiciones iniciales que hayan cambiado de forma sutil. Puede que…
—Estaba preparado —dijo el reportero.
Lloyd lo sintió como una bofetada.
—¿Perdón?
—Estaba preparado. Alteró el experimento de forma deliberada.
—Nosotros no preparamos…
—Quería torpedear todas las demandas; incluso después de aquel baile en la ONU, quería asegurarse de que nadie pudiera demandarlo, así que, si demostraba que el CERN no tenía nada que ver con el primer salto al futuro…
—Esto no es una pantomima. No nos hemos inventado el Higgs. Logramos una hazaña, por el amor de Dios…
—Nos ha engañado —acusó el hombre del Times—. Ha engañado a todo el planeta.
—No sea ridículo.
—Venga, hombre. Si no estaba preparado, ¿por qué ha sido incapaz de darnos otro vistazo del futuro?
—N-no lo sé. Lo intentamos. Lo intentamos de verdad.
—Supongo que sabrá que habrá una investigación.
Lloyd giró los ojos, pero era probable que el periodista tuviera razón.
—Mire —dijo—. Hicimos todo cuanto pudimos. Los datos informáticos lo demostrarán, dirán que cada uno de los parámetros experimentales era idéntico. Por supuesto, está el problema del caos, y el de la sensibilidad dependiente, pero hicimos todo lo que pudimos, y el resultado no puede calificarse de fracaso en absoluto. —El reportero parecía tener ganas de volver a objetar, posiblemente diciendo que los informes podían manipularse, pero Lloyd alzó una mano—. Sin embargo, puede que tenga usted razón. Puede que esto demuestre que en realidad el CERN no tuvo nada que ver con lo sucedido. En ese caso…
—En ese caso, usted salva el pescuezo —replicó amargo el periodista.
Lloyd frunció el ceño, pensativo. Por supuesto, era probable que ya se hubiera salvado legalmente por el primer suceso. Pero, ¿y moralmente? Sin la absolución ofrecida por un universo bloque, desde el suicidio de Dim se había visto acosado por los muertos y los destrozos provocados.
Enarcó las cejas.
—Creo que tiene razón —dijo—. Creo que he salvado el pescuezo.
Como todos los físicos, Theo esperaba con interés todos los años la lista de los honrados con el Premio Nóbel, para saber quién se uniría a las filas de Bohr, Einstein, Feynman, Gell-Mann y Pauli. Los investigadores del CERN habían logrado más de veinte galardones a lo largo de los años. Por supuesto, cuando vio ese encabezado en su bandeja de entrada, no tuvo que abrir el mensaje para saber que su nombre no estaba en la lista de premiados de aquel año. Sin embargo, le gustaba ver si lo había conseguido alguno de sus amigos y colegas. Apretó el botón de ABRIR.
Los premiados eran Perlmutter y Schmidt, por el trabajo, de hacía casi una década, que demostraba que el universo se iba a expandir eternamente, en vez de terminar por colapsarse en una gran explosión. Era típico que el premio se concediera a trabajos completados años atrás: era necesario dar tiempo a la reproducción de los resultados y a la consideración de las ramificaciones.
Bueno, pensó Theo, los dos eran buenas elecciones. Sin duda habría amargura en el CERN; se rumoreaba que McRainey ya estaba planeando la fiesta de celebración, aunque sin duda se trataba de calumnias. A pesar de todo, Theo se preguntó, como hacía todos los años por esas fechas, si alguna vez vería su nombre en esa lista.
Theo y Lloyd pasaron los dos días siguientes trabajando en su informe sobre el Higgs. Aunque la prensa ya había anunciado (aunque sin mucho entusiasmo) la generación de la partícula, aún tenían que poner por escrito los resultados para publicarlos en revistas científicas. Lloyd, como era su costumbre, garabateaba en el tablero de datos mientras Theo paseaba arriba y abajo.
—¿Por qué la diferencia? —preguntó el canadiense por duodécima vez—. ¿Por qué no conseguimos el Higgs la primera vez, pero sí ésta?
—No lo sé —dijo Theo—. No cambiamos nada. Por supuesto, tampoco pudimos reproducirlo todo a la perfección. Han pasado semanas desde el primer intento, de modo que la Tierra se ha desplazado millones de kilómetros alrededor de su órbita, y, por supuesto, el sol también se ha desplazado en el espacio, como siempre hace, y…
—¡El sol! —gritó Lloyd. Theo lo miró confuso—. ¿No lo ves? La primera vez que lo hicimos el sol estaba en el cielo, pero en la segunda era de noche. Puede que en el primer experimento los vientos solares interfirieran con el equipo.
—El túnel del LHC se encuentra a cien metros bajo tierra, y tiene la mejor protección contra radiaciones que existe. No hay modo de que una partícula ionizada pueda atravesarlo.
—Hmm. ¿Pero qué hay de las partículas contra las que no podemos escudarnos? ¿Qué hay de los neutrinos?
Theo frunció el ceño.
—Para ellos, no hay diferencia entre que nos encaremos al sol o no.
Sólo uno de cada doscientos millones de neutrinos que alcanzaba la Tierra llegaba a golpear algo; el resto se limitaba a atravesarla hasta el otro lado.
Lloyd apretó los labios, pensativo.
—Pero puede que la cantidad de neutrinos fuera especialmente alta aquel día. —Algo resonaba en su cabeza, algo que había dicho Gaston Béranger cuando enumeraba todas las demás cosas que habían sucedido a las cinco de la tarde del veintiuno de abril—. Béranger me dijo que el observatorio de neutrinos de Sudbury había detectado una gran descarga justo antes de que comenzara nuestro experimento.
—Conozco a alguien en el ONS —dijo Theo—. Wendy Small. Hicimos juntos el posgraduado. —El observatorio de Sudbury, abierto en 1998, situado bajo dos kilómetros de roca precámbrica, era el detector de neutrinos más sensible del mundo.
Lloyd señaló el teléfono y Theo se acercó a él.
—¿Conoces el prefijo regional?
—¿De Sudbury? Probablemente sea el 705, el de casi todo el norte de Ontario.
Theo marcó un número, habló con el operador, colgó y marcó de nuevo.
—Hola —dijo en inglés—. ¿Wendy Small, por favor? —Una pausa—. Hola, Wendy, soy Theo Procopides. ¿Qué? Ah. Qué graciosa, qué graciosa eres. —Theo cubrió el micrófono y le dijo a Lloyd—: me ha dicho que si no estaba muerto. —Lloyd pugnó por no soltar una carcajada—. Wendy, te llamo del CERN. Estoy aquí con Lloyd Simcoe. ¿Te importa que ponga el altavoz?
—¿Es de verdad Lloyd Simcoe? —dijo la voz de Wendy desde el altavoz—. Encantada de hablar con usted.
—Hola —respondió Lloyd débilmente.
—Mira —dijo Theo—; como sabes, intentamos reproducir ayer el experimento temporal, pero no funcionó.
—Eso he notado —respondió Wendy—. ¿Sabes? En mi visión, estaba viendo la televisión, pero era tridimensional. Parecía el clímax de una película de detectives. Me muero por saber quién era el asesino.
Y yo, pensó Theo. Pero dijo algo distinto:
—Lamentamos no haberte podido ayudar.
—Tengo entendido —dijo Lloyd— que el observatorio de neutrinos de Sudbury captó un influjo de neutrinos justo antes del experimento original, el 21 de abril. ¿Podía deberse a manchas solares?
—No. Aquel día el sol estaba tranquilo; lo que detectamos fue una descarga extrasolar.
—¿Extrasolar? ¿Te refieres a procedente de fuera del sistema solar?
—Así es.
—¿Cuál era la fuente?
—¿Recuerdas la supernova 1987A?
Theo negó con la cabeza.
Lloyd respondió, sonriendo.
—Ése era el sonido de Theo negando con la cabeza.
—Ya oía como un sonajero —dijo Wendy—. Bueno, escuchad: en 1987 se detectó la mayor supernova en trescientos ochenta y tres años. Una supergigante azul de tipo B3 llamada Sanduleak-69°202 saltó por los aires en la Gran Nube de Magallanes.
—¡La Gran Nube de Magallanes! —exclamó Lloyd—. Eso queda bastante lejos de aquí.
—A ciento sesenta y seis años luz, para ser exactos —respondió Wendy—. Eso significa, por supuesto, que en realidad Sanduleak reventó en el Pleistoceno, pero no vimos la explosión hasta hace veintidós años. Pero los neutrinos viajan sin impedimento casi por toda la eternidad, y, durante la explosión de 1987, detectamos una descarga de neutrinos que duró unos diez segundos.
—De acuerdo —dijo Lloyd.
—Y Sanduleak era una estrella muy extraña; normalmente esperas que sea una supergigante roja, no azul, la que entre en supernova. Pero bueno, después de explotar como tal, lo que sucede normalmente es que los restos de la estrella se colapsan en un agujero negro. Pues si Sanduleak se hubiera colapsado en un agujero negro, nunca deberíamos haber detectado los neutrinos, ya que no hubieran tenido oportunidad de escapar. Pero, con veinte masas solares, pensamos que Sanduleak era demasiado pequeña como para formar un agujero negro, al menos de acuerdo con la teoría aceptada.
—Ajá —dijo Lloyd.
—Y bien, en 1993, Hans Bethe y Gerry Brown presentaron una teoría sobre condensaciones de kaones que permitirían a una estrella de poca masa colapsarse en agujeros negros; los kaones no obedecen al principio de exclusión de Pauli.
Ese principio decía que dos partículas de un tipo dado no podían ocupar de forma simultánea el mismo estado energético. Wendy siguió con su exposición.
—Para que una estrella se colapse en una estrella de neutrones, todos los electrones deben combinarse con protones para formar neutrones, pero como los electrones sí se adhieren al principio de exclusión, cuando tratas de juntarlos lo que hacen es ocupar niveles energéticos cada vez superiores, provocando una resistencia al propio colapso; ése es parte del motivo por el que tienes que comenzar con una estrella lo bastante masiva como para lograr un agujero negro. Pero si los electrones se convierten en kaones, todos podrían ocupar los niveles de energía inferiores y ofrecerían una resistencia mucho menor, haciendo teóricamente posible el colapso de estrellas pequeñas en agujeros negros. Garry y Hans dijeron “mirad, suponed que eso es lo que ha ocurrido en Sanduleak, que los electrones se han convertido en kaones”. De ese modo, podríamos tener agujero negro. ¿Y cuánto tiempo llevaría la conversión de electrones en kaones? Calcularon que unos diez segundos, lo que significa que los neutrinos podrían escapar durante los primeros diez segundos de supernova; pero, después, serían engullidos de vuelta por el agujero negro recién formado. Y, por supuesto, diez segundos es el tiempo que duró la descarga de neutrinos de 1987.
—Fascinante —dijo Lloyd—. Pero ¿qué tiene esto que ver con la descarga que se produjo cuando realizamos por primera vez el experimento?
—Bueno, el objeto que se forma de una condensación de kaones no es en realidad un agujero negro —respondió Wendy—. Es más bien una parasingularidad de inestabilidad inherente. Ahora los llamamos “agujeros marrones”, por Gerry Brown. En realidad debería rebotar en un momento dado, reconvirtiéndose de forma espontánea los kaones en electrones. Cuando esto sucede, el principio de exclusión de Pauli debería entrar en funcionamiento, provocando una inmensa presión contra la degeneración y obligando a ese objeto a expandirse de forma casi instantánea. En ese punto, los neutrinos tendrían otra ocasión para escapar, al menos hasta que el proceso se revirtiera y los electrones volvieran a convertirse en kaones. Sanduleak rebotó en algún momento y, al parecer, cincuenta y tres segundos antes de vuestro desplazamiento temporal original nuestro detector registró una descarga procedente de la estrella; por supuesto, el detector, o al menos su equipo de grabación, se detuvo en cuanto comenzó el efecto temporal, de modo que no sé cuánto duró la segunda descarga; pero, en teoría, debiera de ser más larga que la primera, puede que de unos dos o tres minutos. —Su voz se hizo pensativa—. De hecho, al principio pensé que era la descarga de rebote de Sanduleak lo que había causado el desplazamiento temporal. Ya estaba lista con mi billete para Estocolmo cuando aparecisteis y dijisteis que todo era cosa de vuestro colisionador.
—Puede que al final fuera la descarga —dijo Lloyd—. Puede que por ese motivo no fuéramos capaces de reproducir el efecto.
—No, no —replicó Wendy—. No fue la descarga de rebote, al menos sola; recuerda que la lluvia comenzó cincuenta y tres segundos antes del desplazamiento, y que éste coincidió de forma exacta con el comienzo de vuestras colisiones. Sin embargo, puede que la coincidencia de la descarga de neutrinos sobre la Tierra con vuestro experimento causara la condición extraña que permitió el desplazamiento. Y sin esa descarga en el momento de intentar replicar el experimento, no sucedió nada.
—Por tanto —dijo Lloyd—, básicamente creamos en la Tierra condiciones que no habían existido desde una fracción de segundo después del Big Bang, y simultáneamente fuimos alcanzados por una lluvia de neutrinos escupidos por el rebote de un agujero marrón.
—Sí, más o menos es así —dijo Wendy—. Como podrás imaginar, las posibilidades de que eso suceda son increíblemente remotas… lo que puede que no sea una mala noticia.
—¿Rebotará Sanduleak de nuevo? —preguntó Lloyd—. ¿Podemos esperar otra descarga de neutrinos?
—Probablemente. En teoría rebotará varias veces más, oscilando entre el estado de agujero marrón y de estrella de neutrones, hasta que alcance la estabilidad y se establezca como una estrella de neutrones permanente, pero sin rotación.
—¿Cuándo se producirá el siguiente rebote?
—Ni idea.
—Pero si esperamos a la próxima descarga y repetimos el experimento en ese momento preciso, puede que logremos replicar el efecto de desplazamiento temporal.
—Eso no va a suceder —dijo Wendy.
—¿Por qué? —preguntó Theo.
—Pensadlo, chicos. Necesitasteis semanas para preparar la repetición, porque todo el mundo tenía que ponerse a salvo. Pero los neutrinos apenas tienen masa. Viajan por el espacio prácticamente a la velocidad de la luz. No hay modo de saber con antelación cuándo van a llegar, y como el primer chorro del rebote no duró más de tres minutos, pues había terminado para cuando mi detector comenzó a registrar de nuevo, nunca podríais anticipar el comienzo de la lluvia. Cuando ésta comenzara, sólo tendríais tres minutos o menos para enchufar el acelerador.
—Mierda —dijo Theo—. Maldición.
—Siento no traer mejores noticias —dijo Wendy—. Oíd, me espera una reunión dentro de cinco minutos, tengo que colgar.
—Muy bien —respondió Theo—. Adiós.
—Adiós.
Theo desconectó el altavoz y miró a Lloyd.
—Irreproducible —dijo—. Al mundo no le va a gustar eso. —Se acercó a una silla y se sentó.
—Mierda —dijo Lloyd.
—Dímelo a mí. ¿Sabes? Ahora que sabemos que el futuro no es fijo creo que no me preocupo tanto por lo del asesinato, pero, a pesar de todo, me hubiera gustado ver algo. Lo que fuera. Me siento… Dios, me siento marginado, ¿sabes? Como si todo el planeta estuviera viendo el ovni mientras yo me echaba una siesta.
El LHC desarrollaba ahora a diario colisiones de núcleos de plomo a 1.150-TeV. Algunas eran experimentos planificados desde hacía mucho, de nuevo programados; otras eran parte de los intentos por lograr una base teórica adecuada para el desplazamiento temporal. Theo se tomó un respiro de la revisión de informes de ALICE y CMS para comprobar su correo electrónico: “Se anuncian nuevos ganadores del Nóbel”, anunciaba el asunto del primer mensaje.
Por supuesto, el Nóbel no se otorgaba sólo a los físicos. Cada año se fallaban otros cinco premios, repartiéndose su anuncio en un plazo de varios días; Química, Fisiología o Medicina, Economía, Literatura y el premio a la promoción mundial de la Paz. El único que a Theo le importaba en realidad era el de Física, aunque sentía una leve curiosidad por el de Química. Pinchó sobre el encabezado para ver lo que decía.
No era el Nóbel de Química, sino el de Literatura. Estaba a punto de enviar el mensaje al olvido cuando el nombre del premiado llamó su atención.
Anatoly Korolov. Un novelista ruso.
Por supuesto, después de que Cheung le contara su visión en Toronto, en la que se mencionaba a un tal Korolov, Theo había buscado el nombre. Descubrió que era de una vulgaridad frustrante y de una notable falta de lustre. Nadie con ese apellido parecía haber sido especialmente famoso o importante.
Pero, ahora, alguien llamado Korolov había ganado el Nóbel. Se conectó de inmediato a la Britannica Online; el CERN disponía de acceso ilimitado. La entrada sobre Anatoly Korolov era muy escueta:
Korolov, Anatoly Sergeyevich. Novelista y polemista ruso, nacido el 11 de julio de 1965 en Moscú, entonces parte de la URSS…
Frunció el ceño. Aquel maldito tipo era un año más joven que Lloyd, por el amor de Dios. Por supuesto, nadie tenía que replicar los resultados experimentales señalados en una novela. Siguió leyendo:
Su primera novela, Pered voskhodom solntsa (“Antes del alba”), publicada en 1992, habla de los primeros días posteriores al colapso de la Unión Soviética; su protagonista, el joven Sergei Dolonoc, un desilusionado afiliado al Partido Comunista, pasa por una serie de tragicómicos rituales de iniciación, pugnando por comprender los cambios en su país y convirtiéndose al fin en un próspero empresario en Moscú. Entre sus demás novelas se incluyen Na kulichkakh (“En el fin del mundo”), 1995; Obyknovennaya istoriya (“Una historia común”), 1999; y Moskvityanin (“El moscovita”), 2006. De ellas, sólo Na kulichkakh está publicada en inglés.
Sin duda, habría un artículo mucho mayor en la siguiente edición, pensó. Se preguntó si Dim habría leído a aquel tipo durante sus estudios de literatura europea.
¿Podría ser ese Korolov aquel al que se refería la visión de Cheung? De ser así, ¿qué posible conexión lo unía con Theo? ¿O con Cheung, ya puestos, cuyos intereses parecían ser más comerciales que literarios?
Michiko y Lloyd paseaban por las calles de St. Genis cogidos de la mano, disfrutando de la cálida brisa de la noche. Tras recorrer algunos cientos de metros en silencio, Michiko se detuvo.
—Creo que sé qué falló.
Lloyd la observó, expectante.
—Piensa en lo que sucedió —dijo ella—. Diseñaste un experimento que debería haber producido el bosón de Higgs. La primera vez que lo intentaste, no funcionó. ¿Por qué?
—Por el influjo de neutrinos desde Sanduleak —respondió Lloyd.
—¿Sí? Eso puede haber sido parte de lo que causó el desplazamiento temporal, pero ¿cómo pudo interferir en la producción del bosón?
Lloyd se encogió de hombros.
—Bueno, quizá… Hmm, es una buena pregunta.
Michiko asintió y siguieron caminando.
—No pudo tener efecto alguno. No dudo que se produjera un influjo de neutrinos en el momento del experimento, pero no debería haber afectado a la producción del bosón de Higgs. Esos bosones deberían haber aparecido.
—Pero no fue así.
—Exacto. Pero no había nadie allí para observarlos. Durante casi tres minutos no hubo una sola mente consciente sobre la Tierra; nadie, en ningún sitio, para observar la creación del bosón de Higgs. No sólo eso; no había nadie para observar nada. Por eso todas las cintas de vídeo quedaron en blanco. Parecen estar en blanco, como si no tuvieran más que nieve electrónica, pero supón que no es nieve: supón que las cámaras mostraban con precisión lo que veían: un mundo sin resolver. Toda la enchilada, todo el planeta Tierra, sin resolver. Sin observadores cualificados, con la conciencia de todo el mundo en otra parte, no había forma de resolver la mecánica cuántica de lo que estaba sucediendo. No había modo de elegir entre todas las realidades posibles. Esas cintas muestran frentes de onda sin colapsar, una especie de limbo de estaticidad… la superposición de todos los posibles estados.
—Dudo que la superposición de frentes de onda tuviera el aspecto de nieve.
—Bueno, puede que no sea una imagen real; pero, lo sea o no, parece claro que toda la información sobre esos tres minutos fue censurada de algún modo. La física de lo que estaba sucediendo impidió registro alguno de datos durante ese periodo. Sin seres conscientes en ninguna parte, la realidad se derrumba.
Lloyd frunció el ceño. ¿Tanto podía haberse equivocado? La interpretación transaccional de Cramer recogía toda la física cuántica sin recurrir a observadores cualificados… pero era posible que tales observadores tuvieran un papel que representar.
—Quizá —dijo—. Pero… no, no, no puede ser. Si todo estuviera sin resolver, ¿por qué se produjeron los accidentes? Un accidente de avión: eso es una resolución, una posibilidad concretada.
—Claro que sí —dijo Michiko—. No quiero decir que esos tres minutos transcurrieran sin que los aviones, los trenes, los coches y las cadenas de montaje funcionaran sin intervención humana. Digo que pasaron tres minutos sin que nada se resolviera: todas las posibilidades existían, amontonadas en una blancura resplandeciente. Pero, al final de esos tres minutos, la conciencia regresó y el mundo se colapsó de nuevo en un único estado. Y, de forma desgraciada pero inevitable, tomó el estado que tenía más sentido, dado que habían pasado tres minutos sin conciencia alguna: se resolvió en un mundo en el que los aviones y los coches se habían estrellado. Pero los accidentes no se produjeron durante esos tres minutos; nunca sucedieron. Simplemente saltamos del modo en que las cosas eran antes al modo en que fueron después.
—Eso… eso es una locura —dijo Lloyd—. Son ilusiones.
Pasaban junto a un bar. Una música alta con letras en francés se filtraba por la puerta.
—No, no lo es. Es física cuántica, y los resultados son los mismos: esa gente está tan muerta, o tan herida, como lo estaría si los accidentes se hubieran producido en realidad. No sugiero que hubiera un modo de evitarlo, por mucho que lo desee.
Lloyd apretó la mano de Michiko y siguieron caminando hacia el futuro.