I

En la Escuela Normal teníamos un profesor enamorado de la magdalena de Proust. Bajo su férula estudié, admirado, ese famoso texto. Pero ahora, con más perspectiva, me parece asaz literaria la tal. Bueno, sé muy bien que un sabor o una melodía traen a la memoria, nítidamente, el recuerdo de un momento. Pero es una cuestión de pocos segundos. Una luz breve, el telón cae y el presente, tiránico, ahí está. Volver a encontrar todo el pasado en una masita ablandada por una infusión, qué delicioso sería, si fuera cierto.

Estoy pensando en la magdalena de Proust, porque el otro día descubrí, en el fondo de un cajón, un viejo, un viejísimo paquete de tabaco gris que debió pertenecer a mi tío. Se lo di a Colin. Loco de contento con sólo la idea de encontrar, después de tanto tiempo, su veneno favorito, carga su pipa y la enciende. Lo miro hacer, y desde las primeras bocanadas que respiro, mi tío y el mundo de antes resurgen. Era como para cortar la respiración. Pero como ya dije, fue muy breve.

Y Colin se enfermó. O estaba demasiado desintoxicado o el tabaco era demasiado viejo.

Lo envidio a Proust. Para reencontrar su pasado, se apoyaba sobre cosas sólidas, un presente seguro, un futuro indubitable. Pero para nosotros, el pasado es dos veces pasado, el tiempo perdido lo es doblemente, ya que con él hemos perdido el universo en el que transcurría. Hubo un corte La marcha hacia adelante de los siglos se ha interrumpido. Ya no sabemos en qué estamos y si todavía hay un futuro.

Es evidente que intentamos disimularnos nuestra angustia con palabras. Para designar el corte usamos perífrasis. Primero decíamos, de acuerdo con Meyssonnier, siempre un poco prusiano, "el día J". Pero eso le daba un tono demasiado marcial. Y adoptamos entonces un eufemismo más púdico, debido a la Menou y a su prudencia paisana: "el día del acontecimiento". ¿Es posible acaso imaginar algo más anodino?

Siempre con palabras, volvimos a poner orden en el caos e incluso hasta restablecimos una progresión lineal del tiempo. Decimos: "antes"-"el día del acontecimiento"-"después". Estas son nuestras astucias lingüísticas. Nos dan una sensación de seguridad proporcionada a su hipocresía. Porque "después" designa a la vez nuestro incierto presente y nuestro hipotético futuro.

Sin magdalena ni bocanadas de pipa, pensamos a menudo en el mundo de antes. Cada uno en su rincón. En la conversación, el uno sobre el otro ejercemos una especie de control, porque esas vueltas hacia atrás son poco útiles para nuestra supervivencia. Evitamos multiplicarlas.

Pero cuando uno está solo, el asunto cambia. Aunque apenas tengo más de cuarenta años, desde el "día del acontecimiento" tengo tendencia al insomnio, como los ancianos. Y es durante la noche cuando rememoro. Empleo este verbo sin complemento, porque el complemento varía de una noche a la otra. Para darme una excusa a mí mismo por esta complacencia, me digo que dado que el mundo de antes no existe más que en mi cabeza, dejaría de existir si no pensara en él.

Desde hace muy poco, hago una distinción entre el recuerdo ocasional y el recuerdo habitual. He terminado por entender la diferencia que hay entre los dos: el recuerdo habitual es aquel que sirve para convencerme de mi identidad, convicción que me es muy necesaria en este "después" en donde todos los puntos de referencia han desaparecido. Y resumiendo, eso es lo que hago en mis noches sin sueño: en ese desierto, en esas arenas movedizas, en ese pasado dos veces pasado, pongo una baliza de tanto en tanto, para estar seguro de no perderme. Y cuando digo "perderme", quiero decir también "perder mi identidad".

1948 es uno de esos hitos. Tengo doce años. Soy el primero del curso -gloria inefable- en la entrega del Certificado de Estudios. Y en la cocina del Gran Hórreo, a la mesa, a la hora del almuerzo, trato de convencer a mis padres de que roturen la tierra. Lo que es nada más que sentido común. Como todos aquí, sobre cuarenta y cinco hectáreas no tenemos más que diez hectáreas de prados y tierras labradas. El resto es bosque, y bosque inútil, puesto que ahora ya no se recogen las castañas y con las varas de los castaños ya no se hacen aros de tonel.

Mis padres me hacen poco caso. Lo mismo da hablarle a un montículo de tierra. Por otra parte tienen el mismo color, ya que son de pelo y piel oscuros. Yo también, salvo que heredé de mi tío sus ojos azules.

A distancia, reveo ahora esa escena con mis ojos de adulto, la comprendo mejor, creo, y la encuentro muy desagradable.

Mi madre, por ejemplo, quejumbrosa y siempre sermoneando, tiene el defecto de la gente mediocre: recrimina. Simple coartada para su espíritu rutinario. Desde el momento en que todo está mal ¿para qué mover ni un dedo? Mi propuesta de trabajar la tierra la ofende.

– ¿Y con qué dinero? -dice socarrona-. ¿Vas a ser tú quien pagará las horas de la excavadora?

Además de que su tono es despreciativo, sé muy bien que en la Caja de Ahorros existen sumas que se devalúan mes a mes. Sé que se devalúan, porque mi tío me lo ha explicado. Y a mi vez les explico, sin nombrar a mi tío. Prudencia inútil.

Mi padre escucha, pero no fuma. Mis razonamientos vuelven a ofender a mi madre. Se deslizan sobre su cráneo duro de cabellos ralos. Ni me mira. Se dirige a mi padre por encima de mi cabeza.

– Este chico -dice- es el vivo retrato de tu hermano Samuel. Orgulloso. Que le gusta dar lecciones. Y después de su certificado de estudios, con la cabeza como un melón.

Mis dos hermanas menores, Paulette y Pelagia, se mueren de risa, y a la que está más cerca le pego un puntapié por debajo de la mesa que la hace aullar.

– Y duro de corazón, para colmo -concluye mi madre.

Eso de mi dureza de corazón, ya lo oirán repetir seguido. Durante todo el tiempo que se tarda en comer dos platos de sopa y echar vino en la sopa. Porque mi madre tiene el genio de la contabilidad. Mis faltas son recapituladas en detalle a cada nuevo error. El hecho de que ya hayan sido castigadas no cambia el asunto. Ni olvidados, ni perdonados, mis crímenes siempre tienen el mismo peso.

Por lo demás, ese machacar lo hace con ese acento quejumbroso al que le tengo horror: lo malévolo envuelto con lo blando. La Pelagia grita, la Paulette, a la que ni he tocado, lloriquea.

Gran escándalo: la Pelagia se levanta la pollera y muestra su tibia: está colorada. La queja materna asciende unos cuantos tonos en lo chillón.

– ¿Y, qué esperas, Simón, para darle una cachetada a tu hijo?

Porque, por supuesto,, soy el hijo de mi padre, no el suyo. Mi padre se calla. Es su papel en esta casa. Inaccesible al razonamiento, extraña a toda lógica, mi madre no toma en cuenta para nada lo que él dice. Lo ha reducido al silencio y casi a la servidumbre por la simple virtud de su flujo verbal.

– ¿Me has oído, Simón?

Dejo el tenedor y el cuchillo y despego mis asentaderas de la silla, listo para esquivar la bofetada de mi padre. Éste, sin embargo, no se mueve. Me doy cuenta que necesita mucho coraje, porque para esta noche, en el lecho conyugal, le espera una homilía donde todas sus culpas le serán repetidas otra vez.

Pero es el coraje del cobarde. En cambio, he visto a mi tío -¡admirable espectáculo!- levantarse, echar pestes y pulverizar a su mujer que se parece mucho a mi madre. Y me hago esta pregunta: ¿por qué se da que en esa familia todas sean secas, ásperas, quejumbrosas y peludas?

Mi tía no lo pudo aguantar y murió a los cuarenta años, de odio a la vida. Y el tío se desquitó, se puso a correr tras las jovencitas. No lo censuro, lo mismo hice yo en mis años floridos.

Me calmo. Ninguna bofetada en camino del lado de mi padre, ninguna bofetada, tampoco, del lado de mi madre. No le faltan ganas, pero desde hace poco he puesto a punto una parada con el codo la que, sin desmedro de un aparente respeto, lastima el antebrazo materno. No es una parada pasiva: adelanto mi brazo con fuerza al encuentro del suyo.

– Te quedas sin torta -dice mi madre después de un momento de reflexión-. Así aprenderás a no atormentar a estas pobres chicas.

Mi padre hace "t-tt" con la lengua. Y no dirá más. Yo me callo con altura. Y aprovechando que mi padre baja tristemente la nariz sobre el plato y que mi madre se levanta para traer de la cocina la mixtura que se cuece a fuego lento desde el día anterior, le dirijo a la gritona Pelagia una espantosa mueca. De nuevo se pone a pegar alaridos y, en su limitado lenguaje, se queja a mi madre de que la he "mirado".

– ¿Y entonces, qué? -digo mirando a cada uno de ellos con mis ojos inocentes (doblemente inocentes puesto que son azules)-. ¿Entonces ahora no tengo ni el derecho de mirarte?

Un silencio. Hago como que como con la punta de los labios el riquísimo guiso materno. Incluso llego hasta tener el coraje de rechazar otro plato que por obligación se me ofrece. Y mientras los comensales se delectan, me quedo con la mirada fija en un grabado cagado por las moscas que está encima del aparador. Representa "La vuelta del hijo pródigo".

El hijo serio, en una esquina de la imagen, pone muy mala cara. No le dejo de dar la razón. Porque a él, que no ha dejado de trajinar para su padre, se le ha rehusado un corderito para darse un banquete con sus compañeros. Y para ese canallita que vuelve a la granja después de haber dilapidado su parte con unas putas, nadie vacila en tirar la casa por la ventana.

Apretando los dientes pienso: con mis hermanas y yo, igual. Unas blandengues, unas tontonas. Y a pesar de eso, la madre siempre mimándolas, inundándolas de agua de colonia, peinándolas, poniéndoles rulos. Me río con sarcasmo, en silencio. El último domingo, a paso de lobo me deslicé hasta ellas y deposité sobre sus lindos bucles unas telas de araña.

Ese feliz recuerdo me es absolutamente necesario para no ceder a la desesperación, en tanto que mi mirada desciende del grabado del "Hijo pródigo" a la tarta de damasco de la que distingo su dorada circunferencia sobre el bargueño. En ese instante, mi madre se levanta y, no sin cierto aire pomposo, la pone sobre la mesa, delante de mi nariz.

Enseguida me levanto y, con las manos en los bolsillos, me dirijo hacia la puerta.

– Y bueno -dice mi padre con esa voz ronca de la gente que habla poco- ¿no quieres tu porción de tarta?

Tardía contraorden, que no agradezco. Me doy vuelta sin sacar las manos de los bolsillos y digo con sequedad por encima del hombro:

– No tengo hambre.

– ¡Bah! ¡Qué bien le hablas a tu padre! -dice mi madre de inmediato.

No me quedo a escuchar lo que viene. La interminable seguidilla. Le va a arruinar la tarta a mi padre, como me suprimió la mía.

Salgo al patio del Gran Hórreo y deambulo con los puños crispados en los bolsillos. En Malejac dicen que mi padre es bueno como el buen pan. Justamente. Demasiada miga, y poca cascara.

En medio de mi rabia y de mi amargura, medito. Imposible tener una conversación en serio con esta idiota (es la palabra que empleo). Me rebaja, me convierte en el hazmerreír de esas tontas y, para colmo, me castiga. Se me había quedado atragantado lo de la tarta. No por la tarta en sí, sino por la humillación. Con los puños en los bolsillos, camino de un lado para otro, bien erguido, con mis espaldas ya anchas. ¡Dejar sin postre al primero del curso en la entrega del Certificado de Estudios!

Es la famosa última gota y estoy que desbordo. Estoy furioso. Y treinta años más tarde, me veo de nuevo furioso. Retrospectivamente me parece que no fui un Edipo demasiado bueno. Yocasta no arriesgaba nada, ni siquiera en el pensamiento. Yo "tuve" mi complejo, pero no con ella, sino con Adelaida, nuestra tendera. Además de que tiene la risa alegre y el bombón fácil, es una opulenta rubia con una pechera de ensueño. También "hice" -¡qué jerigonza!- una buena identificación, no con mi padre sino con mi tío. Quien -pero entonces yo no lo sabía- está a partir un piñón con Adelaida. Sin saberlo, pues, tengo una verdadera familia, paralela a la que repudio.

Y además otra que me es muy querida y que yo mismo me fabriqué: el "Círculo". Sociedad archisecreta de siete miembros, fundada por mí en el colegio de Malejac (401 habitantes, iglesia del siglo XII), y de la cual soy a mi vez el padre, desplegando por todos lados mi espíritu empresario faltante en mi progenitor, y enérgico, enérgico, bajo mi aterciopelada apariencia.

Mi decisión está tomada: es en el seno de esa familia adonde, ultrajado en esta, voy a refugiarme. Espero que mi padre suba para dormir la siesta, y que mi madre se ocupe de lavar los platos, con sus dos hijitas pegadas a la pollera. Me voy a mi entrepiso, lleno mi bolso de camping (regalo de mi tío) y cuando está cerrado, lo tiro por la ventana sobre un montón de leña. Antes de escaparme, dejo una nota sobre mi mesa. Muy ceremoniosamente está dirigida al señor Simón Comte, cultivador, el Gran Hórreo, Malejac.


Querido Papá,

Me voy. En esta casa no se me trata como lo merezco. Un abrazo,

Emanuel.


Y mientras que, detrás de los postigos cerrados, mi padre duerme sin siquiera saber que su granja ha dejado de tener sucesor, pedaleo bajo el caliente sol, bolso al hombro, dirección Malevil.

Malevil es un gran castillo del siglo XIII, casi en ruinas, encaramado a mitad camino de un abrupto acantilado que domina un pequeño valle, el del Rhunes. Su propietario lo abandonó a su destino, y desde que una vez un bloque de piedra, desprendido de los matacanes del torreón, mató a un turista, se prohibió su entrada. Los Monumentos Históricos han colocado dos carteles y el alcalde de Malejac ha clausurado la única ruta de acceso por el flanco de la ladera con cuatro hileras de alambre de púa. Sumado a esos alambrados, pero sin que nada tenga que ver la alcaldía, cincuenta metros de impenetrables zarzas se espesan más cada año a lo largo del antiguo camino entre el acantilado y el precipicio, el que separa al vertiginoso Malevil de la colina en donde campean las Siete Hayas de mi tío.

Ahí es. Bajo mis inspiradas directivas, el Círculo ha violado todos los tabúes. Se ha practicado en las alambradas una puerta invisible, se ha cavado y conservado entre las zarzas gigantescas un túnel en el que un ingenioso codo oculta su vista desde el camino. En el primer piso del torreón, reconstituyendo en parte un suelo desaparecido, se ha construido un pasaje, viga por viga, con la ayuda de viejos tirantes recuperados en el depósito de mi tío. Así es como se pudo llegar, en el fondo de la inmensa sala, a una piecita, a la que Meyssonnier, que en el taller de su padre ha aprendido a hacer esos trabajos muy bien, ha cerrado con una ventana y una puerta con cadena.

El torreón está fuera del agua. La cúpula con nervaduras ha resistido al tiempo. Y nuestra guarida tiene además una chimenea, un viejo somier cubierto de bolsas, una mesa y unos banquitos.

El secreto se ha mantenido. Hace ya un año que el Círculo se ha acondicionado ese local ignorado por los adultos. Cuento con retirarme aquí hasta el comienzo de las clases. Por el camino, le avisé a Colin, que lo trasmitirá a Meyssonnier, que lo trasmitirá a Peyssou, quien se lo pasará a los demás. No me embarco sin dejar rastros.

Paso la tarde en mi celda, y la noche y el día siguiente. Es menos delicioso de lo que hubiera creído. Estamos en julio, mis compañeros ayudan en el campo, no los veré hasta la noche. Y no me atrevo a salir de Malevil. En el Gran Hórreo, deben haberme puesto a los gendarmes en los talones.

A las siete golpean en la puerta del Círculo. Espero al buen Peyssou, que es el encargado de abastecerme. He sacado la cadena a la puerta y desde mi duro somier, donde estoy recostado, con un libro de cruentas aventuras en mis manos, grito con toda mi voz: "¡Entra, cuernos!"

Es el tío Samuel. Es protestante, de ahí su nombre bíblico. Ahí está, de tamaño natural, vestido con una camisa a cuadros abierta sobre su musculoso cuello y unas viejas bombachas militares (hizo su servicio en caballería). Y encuadrado por la puerta baja, con la frente tocando el dintel de piedra, me mira sonriente y con la frente arrugada.

Inmovilizo esa imagen. Porque el chico recostado en el somier soy yo. Y el tío, de pie en el umbral, también soy yo. El tío Samuel tenía entonces, año más, año menos, la edad que tengo ahora, y todo el mundo está de acuerdo en decir que soy muy parecido a él. Y en aquella escena, en la que se cambiaron muy pocas palabras, me parece ver al chico que fui confrontado al hombre en que me he convertido.

Al hacer el retrato del tío Samuel hago también el mío. Es de una altura por encima de la media, muy fornido pero de caderas estrechas, la cara cuadrada, la tez curtida, las cejas como el carbón y los ojos azules. En Malejac, la gente se rodea de la mañana a la noche de un tranquilizador ronroneo de palabras. Pero mi tío no dice nada cuando no tiene nada que decir. Y cuando habla, habla breve, sin palabras ociosas, derecho a lo esencial. Y la misma economía en los gestos.

Lo que me gusta en él es esa firmeza. Porque en casa, padre, madre, hermanas, todo es blando. Confusas las ideas. El hablar enrevesado.

También admiro en mi tío el espíritu de empresa. Ha desmontado totalmente su propiedad. Ha dividido en tramos uno de los brazos del Rhunes que la atraviesa y ha puesto un criadero de truchas. Ha instalado una veintena de colmenas. Hasta se compró de ocasión un contador Geiger para detectar uranio en las rocas volcánicas que afloran en una de las laderas de su colina. Y cuando los "ranchos" y los clubes hípicos comenzaron a proliferar por todos lados, vendió sus vacas y las reemplazó por caballos.

– Sabía que te iba a encontrar aquí -dice mi tío.

Lo miro, con el pico cerrado. Pero nos comprendemos muy bien, él y yo. Y contesta a mi mutismo:

– Las tablas -dice-. Las tablas que descubriste el verano pasado en mi depósito. No las pudiste cargar. Las arrastraste. Te seguí las huellas.

¡Entonces, hacía un año que lo sabía! Y nunca se lo dijo a nadie, ni a mí.

– Lo he verificado -dice tío-. Los matacanes del torreón aguantan el peso, no habrá otro desprendimiento.

Me siento invadido de gratitud. Tío ha velado por mi seguridad, pero de lejos, sin decírmelo, sin molestarme. Lo miro, pero esquiva mi mirada, no quiere enternecerse. Se apodera de uno de los banquitos y, después de haber verificado su solidez, se sienta con las piernas separadas, como a caballo. Y entonces, larga al galope y derecho al bulto.

– Escúchame, Emanuel, no le han dicho nada a nadie y no han prevenido a los gendarmes.

Una sonrisita.

– Ya la conoces, por miedo al qué dirán. Esto es lo que te propongo. Te vienes a vivir conmigo hasta el fin de las vacaciones. Cuando empiecen las clases, ningún problema, vas pupilo a La Roque.

Un silencio.

– ¿Y los sábados y domingos? -digo yo.

La mirada de mi tío se ilumina. Como él, he empleado medias palabras. Si en la mente me veo ya "de nuevo" en el colegio, es que acepto terminar las vacaciones en su casa.

– En casa, si quieres -dice, con gesto decidido y voz rápida.

Un corto silencio.

– Con una comida de vez en cuando en el Gran Hórreo.

Lo suficiente, tierna madre, como para salvar las apariencias. Me doy cuenta muy bien de que todo el mundo gana con este arreglo.

– Bueno -dice tío incorporándose con un movimiento ágil-. Si aceptas, cierras el bolso y vienes a encontrarte conmigo en los Rhunes donde estoy recogiendo pasto para mis animales.

Acaba de irse y yo ya tengo cerrado el bolso.

Una vez pasado el túnel entre las zarzas y el alambrado trucado, corro sobre mis dos ruedas por el lecho del viejo arroyo que separa el abrupto acantilado de Malevil de la redondeada colina del tío. Muy contento de salir de mi antro. Los árboles, que han crecido por todos lados entre los muros en ruinas, los oscurecen, y respiro cuando desemboco en el luminoso valle de los Rhunes.

Es el último sol, el sol entre las seis y las siete y el más lindo. Lo sé, desde el momento en que mi tío me lo hizo observar. El aire tiene algo de suave. Las praderas más verdes, las sombras más alargadas, y la luz dorada. Me dirijo hacia el tractor rojo de mi tío. Detrás, el remolcador y su enorme parva de pasto amarillento. Y más lejos, en líneas paralelas, los álamos todo a lo largo del Rhune, con sus hojas gris-plata que bailan. Me gusta el ruido que hacen; parecería una lluvia finita.

El tío, sin una palabra, se apodera de mi bicicleta y la iza con una cuerda hacia la cúspide de la parva. Se instala al volante y yo me siento sobre el guardabarro del tractor. Ni una palabra. Ni siquiera una mirada. Pero por su mano, que tiembla un poco, adivino qué feliz se siente, él que no tuvo hijos de mi flaca tía, de llevarse un hijo a su casa de las Siete Hayas.

La Menou me espera en el umbral, con sus brazos esqueléticos cruzados sobre su ausente pechera. Una sonrisa arruga su pequeña calavera. Su debilidad por mí se ve multiplicada por el fastidio que le tiene a mi madre. Y que también tenía contra mi tía, mientras vivió. No vayan a creer que… No, la Menou no se acuesta con mi tío. No es tampoco su sirvienta. Ella tiene sus bienes. Él le siega sus campos, ella le cuida la casa, él la alimenta.

La Menou es también la flacura misma, pero una flacura alegre. No gime, protesta con locuacidad. Cuarenta kilos, ropas negras incluidas. Pero en su órbita hundida, su ojito negro brilla de amor a la vida. Salvo en sus buenos tiempos tiene la virtud, todas las virtudes. Incluso el ahorro. A fuerza de economías, dice mi tío, se ha economizado la carne hasta tal punto que ya no tiene culo para sentarse Un monstruo de trabajo, también. Unos brazos como fósforos, pero cuando ella escarda su viña ¡qué manera de trabajar! Y mientras tanto, su único hijo, Momo, que anda por los dieciocho años, arrastra un trenecito en la punta de un piolín haciendo tutu.

Para darle un poco de sal a la vida, la Menou mantiene con mi tío una continua discusión. Pero es su dios. Yo participo de esa divinidad. Y para recibirme en las Siete Hayas, ha preparado una comida como para aflojarse el cinturón. Que corona al fin con malicia con una enorme tarta.

Si yo fuera cineasta, haría un primer plano con esta tarta. Con un fundido encadenado a un flash retrospectivo: 1947, el verano anterior. Otro "hito".

Tengo once años. Me enamoro de Adelaida, instalo el Círculo en Malevil, y concibo una nueva manera de encarar la religión.

Ya he comentado el papel de la tendera de Malejac en mi despertar. Ella tiene treinta años, su madurez me fascina. Me doy cuenta que todavía hoy, a pesar de tantas experiencias en contrario, sigo, gracias a ella, asociando bondad y abundancia de formas, y gracias a quien ya ustedes saben, flacura y sequedad de corazón. Lástima que no sea este mi tema. Me gustaría narrar todas esas fiebres sobre todas esas curvas. Cuando el padre Lebas, que comienza a inquietarse sobre el uso que damos a nuestros atributos, nos habla durante el catecismo, del "pecado de la carne", no puedo creer, siendo como soy puro nervio y puro músculo, que esa "carne" sea la mía. La expresión se la endoso a Adelaida y la noción de pecado me parece deliciosa.

Incluso ni me irrita que mi ídolo, aunque un poco pesada en sus dimensiones, sea reputada liviana de cascos. Por el contrario, es un buen augurio para el porvenir. Pero todavía muy largos me parecen esos años que harán del gallito un gallo.

En espera de eso, por lo menos en el verano, estoy muy ocupado. La guerra está en su apogeo. El bravo capitán protestante Emanuel Comte, encerrado en Malevil con sus hermanos en religión defiende la plaza contra el siniestro Meyssonnier, jefe de la Liga. Y digo siniestro, porque su meta es saquear el castillo y pasar a los heréticos -machos y hembras- por el filo de la espada. Las mujeres están representadas por haces, y los niños por haces más chiquitos.

La victoria no se consigue por adelantado, depende de la muerte de las armas. Quienquiera sea tocado o hasta rozado por un venablo, una flecha, una piedra o, en los cuerpo a cuerpo, por la punta de una espada, exclama "¡muerto!" y se desploma. Una vez la batalla terminada, es lícito degollar a los heridos y matar a las mujeres, pero no, como lo hizo un día Peyssou el grande, tirarse sobre un haz luminoso con intenciones de violarlo. Somos puros y duros, como lo fueron nuestros antepasados. Al menos en público. La lujuria es un asunto privado.

Una tarde, desde lo alto de las murallas tengo la suerte de dar con una flecha justo en el pecho de Meyssonnier. Cae. Saco la cabeza de la almena y con el puño en alto grito a voz en cuello, "¡Muerte a ti, católico de porquería!".

Ese terrible grito deja estupefactos a los agresores, quienes descuidan su defensa y nuestras flechas los atraviesan de inmediato.

A paso lento salgo del recinto, apurando a mis lugartenientes Colin y Giraud para rematar a Dumont y Condat, y clavo mi espada en la garganta de Meyssonnier.

En cuanto al gran Peyssou, le corto primero los órganos de los cuales está tan orgulloso, luego hundiendo mi espada en su pecho, la hago ir y venir en la herida preguntándole "con voz helada" si eso lo hace gozar. Siempre dejo a Peyssou para lo último, porque su agónico estertor es magnífico.

Esta ajetreada tarde ha terminado. Nos encontramos alrededor de la mesa de la guarida para un último cigarrillo y la goma de mascar que disimulará su olor.

Y entonces, nada más que por la manera de mover la mandíbula, me doy cuenta perfectamente de que Meyssonnier está enojado. Bajo su estrecha frente, coronada de una mata cortada en cepillo, sus ojos grises muy juntos el uno del otro parpadean sin descanso.

– ¿Y, Meyssonnier -le digo con tono cordial-, qué te pasa? ¿Estás enojado?

Arrecia el parpadeo. Vacila en criticarme porque en general cuando lo hace se le da vuelta la tortilla. Y sin embargo, ese es su deber, presionando de todos lados su estrecho cráneo.

– Me pasa -dice al fin con vehemencia- ¡que no deberías haberme llamado católico de porquería!

Dumont y Condat dejan oír un murmullo de asentimiento; Colin y Giraud, por lealtad, se callan, pero con un dejo que no se me escapa. Solamente Peyssou, con su cabezota de rasgos redondos partida por una ancha sonrisa, conserva su serenidad.

– ¿Cómo? -digo con descaro-. ¡Pero si era jugando! En el juego yo hago de protestante; por supuesto que no voy a hablar bien del católico que ha venido a mi casa para asesinarme.

– El juego no es una excusa para todo -dice Meyssonnier con firmeza-. El juego tiene un límite. Ejemplo: haces el gesto de cortarle lo que sabes a Peyssou, pero no se las cortas realmente.

La sonrisa de Peyssou se agranda.

– Y además, nunca hemos dicho que nos íbamos a insultar -dice Meyssonnier con los ojos fijos en la mesa.

– Y sobre todo nunca sobre religión -agrega Dumont.

Miro a Dumont. A ese, con su sensibilidad, lo conozco muy bien.

– A ti no te insulté -digo haciendo un esfuerzo para desligarlo de Meyssonnier-. Yo hablaba con Meyssonnier.

– Es igual -dice Dumont- dado que soy católico.

Yo protesto:

– ¡Pero yo también soy Católico!

– Justamente -interrumpe Meyssonnier- no deberías hablar mal de tu religión.

Y en eso, el gran Peyssou interviene para decir "que todo eso no son más que historias y que el catolicismo y el protestantismo son exactamente igual".

En seguida, de todos lados, lo retamos. ¡Su especialidad, la de él, Peyssou, es la fuerza física y las cochinadas! ¡Que se ocupe de eso! ¡Que no se meta con la religión!

– Si ni siquiera sabes los diez mandamientos -dice Meyssonnier con desprecio.

– Sí que los sé -dice el gran Peyssou.

Se levanta, como en el catecismo, comienza a recitarlos con ímpetu, pero se para en seco después del cuarto. Lo abucheamos y se vuelve a sentar, cubierto de vergüenza.

El incidente de Peyssou me ha dado tiempo para reflexionar.

– Bueno -digo con aire bonachón-. Admitamos que he estado mal. Por empezar, yo, cuando hago algo mal, no hago como algunos, reconozco en seguida que he estado mal. Y bueno, estuve mal, ya ves, ¿estás contento?

– No es suficiente decir que uno ha estado mal -dice Meyssonnier con tono arisco.

– ¿Y entonces? -digo yo indignado-. ¿No creerás de todos modos que me voy a arrastrar de rodillas porque te he llamado puerco?

– Me importa un bledo que me hayas llamado puerco -dice Meyssonnier- eso mismo lo pienso de ti. Pero tú has dicho "católico de porquería".

– Justamente no es a ti a quien he ofendido, es a la religión.

– Eso es verdad -dice Dumont.

Lo miro. Meyssonnier acaba de perder su mejor aliado.

– Vamos, vamos -dice el pequeño Colin de pronto dándose vuelta hacia Meyssonnier-. ¡basta! Si Comte ha reconocido su culpa ¿qué más quieres?

Meyssonnier va a abrir la boca, cuando Peyssou, contento de tomarse la revancha, exclama con un gran gesto:

– ¡Todo eso no son más que tonterías!

– Escucha, Meyssonnier -digo yo, aparentando la mayor equidad-. Te he llamado puerco, tú me has llamado puerco, y bueno, ya está, estamos a mano.

Meyssonnier se pone colorado.

– No te he llamado puerco -dice con indignación.

Miro al Círculo, meneo la cabeza melancólicamente y me callo.

– Incluso le has dicho "eso mismo lo pienso de ti" -dice Giraud.

– Pero no es lo mismo -dice Meyssonnier, que siente sin poderlo expresar toda la diferencia que hay entre un eventual insulto y un insulto efectivamente proferido.

– Eres muy quisquilloso, Meyssonnier -digo con tristeza.

– No importa -exclama Meyssonnier en un último sobresalto de energía-, has ofendido a la religión, y eso no lo puedes negar.

– ¡Pero no lo niego! -digo abriendo las dos manos en un gesto de buena fe-. Incluso lo he reconocido no hace un minuto. ¿No es así?

– Es verdad -exclama el Círculo.

– Y bueno, ya que he ofendido a la religión -digo con voz firme- iré a presentar mis excusas a quien corresponda. ("A quien corresponda" es una expresión de mi tío).

El Círculo me mira con inquietud.

– ¡Pero no se te ocurrirá mezclar al cura en nuestras cosas! -grita Dumont.

Dijo eso porque, según nuestro parecer, el padre Lebas es un mal pensado. En la confesión, tiene una manera muy humillante para nosotros de tratar como cosas sin importancia a todos nuestros pecados, salvo uno.

El diálogo se desarrolla como sigue:

– Padre, me acuso de haber sido orgulloso.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber hablado mal del prójimo.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haberle mentido al maestro.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber robado diez francos del monedero de mi madre.

– Bueno, bueno. ¿Y qué más?

– Padre, me acuso de haber hecho cosas malas.

– ¡Ah, ah! -dice el padre Lebas-. ¡Al fin llegamos!

Y la inquisición empieza: ¿Con una chica? ¿Con un varón? ¿Con un animal? ¿Solo? ¿Desnudo o vestido? ¿Acostado o parado? ¿En tu cama? ¿En el baño? ¿En el bosque? ¿En la clase? ¿Delante de un espejo? ¿Cuántas veces? ¿Y en qué piensas cuando haces eso? (Bueno, pienso que lo hago, contesta Peyssou.) ¿En quién piensas? ¿En una chica? ¿En un compañero? ¿En una mujer adulta? ¿En una parienta?

Cuando hubimos fundado el Círculo, una de las primeras cosas que juramos fue la de dejar al cura en la ignorancia de nuestras actividades, de tal modo nos parecía evidente que nunca aceptaría creer en la inocencia de una sociedad secreta reunida a escondidas en un sitio ignorado de los adultos. Y sin embargo, "inocente", en el sentido en que el padre entendía esa palabra, el Círculo lo era.

Me encojo de hombros.

– Seguro que no le voy a hablar al padre. ¿Para empezar otra vez con todo el asunto? Ni se les ocurra. He dicho que iré a excusarme a quien corresponda. Y ahí voy.

Me levanto y digo con tono seco y pomposo:

– ¿Vienes, Colin?

– Sí -dice el pequeño Colin, orgulloso de haber sido el elegido.

Y, calcando su paso al mío, sale detrás de mí, dejando al Círculo en el colmo de la sorpresa.

Nuestras bicicletas están escondidas entre las malezas, delante de Malevil. -Dirección Malejac -digo lacónicamente.

Pedaleamos juntos, pero en silencio, aun en el llano. Quiero mucho al pequeño Colin, y en sus inicios en el colegio lo protegí mucho, porque en medio de esos robustos muchachos que, a los doce años, conducen ya un tractor, él es liviano y menudo como una libélula, con ojos color avellana, vivos y maliciosos, cejas en circunflejo y una boca cuyas comisuras ascienden hacia las sienes.

Creí encontrarme con la iglesia desierta, pero apenas nos instalamos en el banco de los catecúmenos, el padre Lebas sale de la sacristía, arrastrando los pies y con la espalda encorvada. En la semipenumbra, veo con profundo disgusto surgir de detrás de una columna su larga nariz caída y su prominente barbilla.

En cuanto nos ve, a esa hora desacostumbrada, en su iglesia, se precipita hacia nosotros como el milano sobre el ratón y hunde en los nuestros sus ojos penetrantes.

– ¿Y qué vienen a hacer aquí ustedes dos? -dice con brusquedad.

– Vengo a rezar una oración -digo mirándolo con el más azul de mis ojos, con las dos manos cruzadas con decencia sobre mi bragueta.

Y agrego con aire inocente:

– Como usted nos lo ha recomendado.

– ¿Y tú? -dice rudamente, dándose vuelta hacia Colin.

– Yo igual -dice Colin, que con su boca maliciosa y sus ojos brillantes le quita mucha seriedad a su respuesta.

Con la mirada cargada de sospechas, el padre nos mira de hito en hito.

– ¿No será más bien que vienen a confesarse? -dice dirigiéndose a mí.

– No, padre -digo con voz firme.

Y agrego:

– Ya me confesé el sábado.

Se endereza furioso y me dice con una mirada cargada de significación:

– ¿Y me vas a decir que no has pecado desde el sábado?

Me pongo nervioso. El padre no ignora ¡ay! mi pasión incestuosa por Adelaida. Incestuosa, así por lo menos pienso que es, desde el momento que el padre me ha dicho:

– ¡Y no tienes vergüenza! ¡Una mujer que tiene la edad de tu madre!

Y no sé por qué, agregó:

– Y que pesa el doble que tú.

Porque, en el fondo, el amor no es una cuestión de kilos. Sobre todo cuando no se trata más que de "malos pensamientos".

– Oh, sí -dije yo-, pero nada de importancia.

– ¡Nada de importancia! -dijo, juntando las niazos escandalizado-. ¿Qué, por ejemplo?

– Y bueno -dije al azar- le he mentido a mi padre.

– Bueno, bueno -dice el padre Lebas-. ¿Y qué más?

Lo miro. ¡Me imagino que no me va a confesar así de sopetón, sin mi consentimiento, en medio de la iglesia! ¡Y por añadidura, delante de Colin!

– No ha habido nada más -digo yo con firmeza.

El padre Lebas me lanza una mirada aguda pero yo la recibo en la superficie de mis límpidos ojos y recae sin fuerza a lo largo de su nariz.

– ¿Y tú? -dice dirigiéndose a Colin.

– Yo igual -dice Colin.

– ¡Tú igual! -refunfuña el padre-. ¡Tú también le has mentido a tu padre! ¡Y no te parece que eso tenga importancia!

– No, padre -dice Colin- yo, es a mi madre a quien he mentido -y las comisuras de sus labios ascienden, hacia las sienes.

Tengo miedo de que el padre Lebas estalle y nos eche del santo lugar. Pero consigue dominarse.

– Entonces -dice en un tono casi amenazador dirigiéndose siempre a Colin-. ¿Se te ocurrió la idea así no más de entrar en la iglesia para rezar un poco?

Abro la boca para contestar, pero el padre Lebas me interrumpe.

– ¡Tú, Comte, te callas! ¡Ya te conozco! ¡Nunca te falta una respuesta! ¡Deja hablar a Colin!

– No, padre -dice Colin-, no fui yo quien tuvo la idea, fue Comte.

– ¡Ah, fue Comte! ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¡Todavía más inverosímil! -dice el padre Lebas con una pesada ironía-. ¿Y adónde estaban cuando a él se le ocurrió esa idea?

– Por la carretera -dice Colin-. Íbamos, así, sin pensar en nada, cuando de golpe Comte me dice, oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia. Buena idea, le digo. Y eso fue -agrega Colin, con las comisuras de la boca que se le levantan sin que se dé cuenta.

– "Oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia" -parodia el padre Lebas con furia contenida.

Y agrega con voz rápida como una estocada:

– ¿Y de dónde venían cuando andaban en bicicleta por la carretera?

– De las Siete Hayas -dice Colin sin vacilar.

Y eso de parte de Colin fue genial, porque si en Malejac hay una persona a quien justamente el padre Lebas no puede dirigirse para verificar el empleo de nuestro tiempo, ese es mi tío.

La mirada tonta del padre Lebas va de mis transparentes ojos a la sonrisa en forma de góndola de Colin. Se encuentra en la misma situación que un mosquetero que, en un duelo, ve volar su espada a diez pasos: es por lo menos esa la imagen que me hago, para rendir cuentas de nuestra conversación en el Círculo.

– ¡Y bueno, recen, recen! -dice por fin el padre Lebas con acritud-. ¡Bien que lo necesitan los dos!

Nos da vuelta la espalda, como si nos abandonara al Maligno. Y arrastrando los pies, encorvado, empujando hacia adelante su pesado perfil, vuelve a la sacristía cuya puerta suena detrás de él.

Cuando todo ha vuelto a entrar en el silencio, cruzo mis brazos sobre el pecho, fijo los ojos en la lucecita del tabernáculo, y digo en voz baja, pero de manera de ser oído por Colin.

– Dios mío, pido perdón por haber ofendido a la religión.

Si en ese momento la puerta del tabernáculo se hubiera abierto iluminándose, y si una voz grave y bien timbrada como la de un locutor de radio hubiera dicho, hijo mío, y como penitencia vas a recitar diez Padrenuestros, no me hubiera extrañado demasiado. Pero no pasó nada, y me vi obligado a tomar mi voz por la suya e infligirme a mí mismo los diez Padrenuestros. Por una cuestión de simetría al punto, casi agrego diez Avemarías, pero renuncio en seguida, porque me digo que si por una casualidad Dios es protestante, Él no me estaría muy agradecido de que pusiera a la Virgen demasiado en primer plano…

No he acabado de recitar tres Padrenuestros cuando Colin me da un codazo.

– ¿Pero qué estás haciendo? ¿Nos vamos?

Doy vuelta la cabeza hacia él. Lo miro con severidad.

– ¡Espera! ¡Tengo que cumplir la penitencia que me ha impuesto!

Colin se calla. Y más tarde seguirá callándose. Mudo, sobre el asunto. Nada de asombro. Nada de preguntas.

Y yo, la que hoy día me hago, no es sobre la de mi sinceridad. A los once años todo es juego, el problema no se plantea. Lo que me llama la atención, lo que recuerdo, es la audacia de haber pensado, sobrevolando al padre Lebas, establecer relaciones directas con Dios.

Abril de 1970: el hito siguiente. Un salto de unos veinte años. Me cuesta abandonar los pantalones cortos para ponerme mis pantalones largos de adulto. Tengo treinta y cuatro años, soy director del colegio de Malejac, y frente a mí, en su cocina, está sentado mi tío fumando en pipa. Su negocio de caballos anda muy bien, casi demasiado bien. Para agrandarlo, trata de comprar unas tierras y las que él quiere -lo toman por rico- duplican de precio en cuanto aparece.

– Berthaud, sabes. Conoces a Berthaud. Durante dos años me estuvo entreteniendo ¡Y pidiéndome unas sumas! Por otra parte, la granja de Berthaud, me hago pis en ella. Nunca fue más que un peor es nada. No, Emanuel, lo que yo hubiera necesitado, te lo voy a decir, es Malevil.

– ¡Malevil!

– Sí -dice tío-. Malevil.

– Pero vamos -digo estupefacto-. No es más que bosques y ruinas.

– Oh, oh -dice tío- tengo que explicarte lo que es Malevil. Malevil son sesenta y cinco hectáreas de tierra de primera, recubiertas desde no hace más de cincuenta años por montes bajos. Malevil es una viña que daba el mejor vino de la región en los tiempos de mi abuelo. Todo a replantar, por supuesto, pero la tierra está ahí. Malevil es una bodega como no hay dos en Malejac: abovedada, fresca y grande como el patio del colegio. Malevil es un muro de recinto contra el cual puedes construir en colgadizo y con piedra ya tallada que no tienes más que agacharte para recogerla en cantidades de las caballerizas y de los boxes. Además, está justo al lado. Es medianera con las Siete Hayas. Se diría que es su continuación -agrega con un inconsciente humor, como si el castillo hubiera pertenecido anteriormente a la granja.

Eso fue después de la comida de la noche. Mi tío está sentado, no delante, sino paralelamente a la mesa de la cocina, chupando su pipa, con el cinturón aflojado en un agujero sobre su vientre delgado.

Miro a mi tío y él se da cuenta de que lo he adivinado.

– ¡Y sí! -dice-. Me salió mal el negocio.

De nuevo la pipa.

– Me peleé con Grimaud.

– ¿Grimaud?

– El apoderado del conde. En vista de que era el hombre de confianza del conde, y que el conde, que por otra parte vivía en París, no haría nada sin él, me exigía una coima. A eso lo llamaba "honorarios de la negociación".

– La expresión es suave.

– También te parece a ti -dice mi tío.

Chupa la pipa.

– ¿Mucho?

– Dos millones.

– ¡La flauta!

– No era poco. Pero se hubiera podido discutir. En lugar de eso, le escribí al conde, y el conde, cretino como es, le trasmitió mi carta a Grimaud. Y Grimaud me lo vino a echar en cara.

Un suspiro que se confunde con una bocanada de humo.

– Segundo error, y éste irreparable: lo insulté a Grimaud. La prueba, ya ves, de que a los sesenta años todavía se hacen estupideces. En negocios, nunca hay que insultar a nadie, Emanuel, recuerda esto muy bien, y ni siquiera a un estafador. Porque un estafador, por más estafador que sea, tiene de todas maneras amor propio. A partir de ese día, Grimaud me ha cerrado el paso. Le volví a escribir al conde dos veces, y nunca me contestó.

Un silencio. Conozco demasiado a mi tío para asociarme por medio de palabras a sus íntimas pesadumbres. No le gusta que lo compadezcan. Además, se sacude, pone sus pies sobre una silla, engancha su pulgar izquierdo en el cinturón y continúa:

– Me falló, me falló. Después de todo puedo vivir sin Malevil. Y no vivo del todo mal. Gano bastante dinero y sobre todo hago lo que se me da la gana. No hay nadie por encima de mí o a mi lado como para jorobarme. Y me parece que la vida es muy interesante. Y como tengo buena salud esto puede durar veinte años así. No pido más.

Aparentemente, todavía era demasiado. Esta conversación tuvo lugar un domingo a la noche. Y el domingo siguiente, volviendo de un partido de fútbol en La Roque, mi tío, junto con mis padres, murió en un accidente de auto.

No hay más de quince kilómetros de Malejac a La Roque, pero eso fue suficiente para que un ómnibus aplastara al pequeño 4L contra un árbol. Normalmente, mi tío hubiera debido ir al partido con sus amigos en su Peugeot, pero estaba en reparación en un taller, y su camioneta Citroën, que le servía para trasporte de los caballos, había salido, porque uno de sus clientes insistió para que se los mandaran el domingo. También yo hubiera debido viajar en el 4L, pero como uno de mis alumnos, esa misma mañana, tuvo un serio accidente en su motoneta, a la tarde me fui a la ciudad, al hospital, para enterarme de su estado.

Si el padre Lebas hubiera vivido, habría dicho: es la providencia la que te ha salvado, Emanuel. Bueno ¿por qué a mí? Lo terrible con esta clase de declaraciones, es que no hacen más que diferir el problema. Mejor sería no decir nada. Pero, justamente, eso es lo que no se puede hacer. El acontecimiento es tan estúpido, y tan mayúsculo, sin embargo, el deseo de comprenderlo.

Trajeron a las Siete Hayas los tres cuerpos mutilados, y los velé con la Menou, a la espera de que llegaran mis hermanas. La velada se pasó sin un llanto, en un total silencio. Momo, sentado en el suelo en un rincón del cuarto, contestaba "no" a todo. Muy entrada la noche, los caballos se pusieron a relinchar: se había olvidado de la cebada. La Menou lo miró, pero dijo "no" con la cabeza, hosco. Me levanté y me preocupé de la distribución.

Apenas estoy de vuelta en la sala mortuoria cuando mis hermanas llegan de la capital en auto. Su rapidez me sorprende, y más aún su vestimenta. Están vestidas de negro de pies a cabeza, como si hubieran previsto tiempo ha el deceso de sus ascendientes. Traspuesto el umbral de las Siete Hayas, incluso antes de sacarse galas y velos, lágrimas y palabras brotan. Y entonces empiezan a zumbar como avispas en un bocal.

Tienen una manía, para mí muy irritante. Cada una, por turno, se hace eco de la otra. Lo que dice la Paulette, la Pelagia lo repite, o a la inversa, la pregunta que hace la Pelagia a renglón seguido la Paulette la vuelve a hacer. Nada más repugnante. Uno tiene, en todo momento, dos versiones de la misma estupidez.

Además se parecen, son fofas, rubicundas y enruladas, exudan una falsa dulzura. Digo falsa, porque bajo ese aspecto de ovejas, no es aspereza lo que les falta.

– ¿Y por qué -bala Paulette- padre y madre no están en su cama en el Gran Hórreo?

– En lugar de estar aquí, en casa del tío, como si no tuvieran su casa.

– Y que el pobre padre si viviera -retoma la Paulette- estaría muy contrariado de no estar muerto en su casa.

– De todas maneras -digo yo- no se ha muerto en su casa, sino en el acto en el 4L. Y para velarlos no me podía partir en dos, una parte en el Gran Hórreo, y la otra parte en las Siete Hayas.

– No importa -dice la Paulette.

– No importa -dice la Pelagia-, el pobre papá no estaría muy contento de encontrarse aquí. Mamá tampoco.

– Sobre todo -dice la Paulette- con los sentimientos que tú sabes que tenían por el pobre tío.

He aquí un asunto delicado. Y lo de "pobre" me irrita, porque a su tío, tampoco ellas lo querían.

– Si piensas -prosigue la Pelagia- que durante todo este tiempo no hay nadie en el Gran Hórreo, para cuidar los animales.

– Y que las vacas de papá -dice la Paulette- son más importantes sin embargo que los caballos.

No dice "los caballos del tío", porque el tío está ahí, delante de ella, terriblemente mutilado.

– Es Peyssou -digo yo- el que se ocupa.

Cambian miradas entre sí.

– ¡Peyssou! -dice la Paulette.

– ¡Peyssou! -repite la Pelagia-. ¡Y bueno, no puede ser, Peyssou!

Las interrumpo con rudeza.

– ¡Y sí, bueno, Peyssou! ¿Qué tienen contra Peyssou?

Y agrego pérfidamente.

– No siempre les ha parecido mal Peyssou.

Se hacen las desentendidas. Están demasiado ocupadas en dejar pasar un flujo de sollozos. Cuando ha pasado, sobreviene una dramática sesión de secada de ojos y de sonada de narices. Luego la Pelagia vuelve al ataque.

– Mientras que estamos aquí -dice intercambiando con su hermana una mirada significativa-, Peyssou hace lo que quiere en el Gran Hórreo.

– Te imaginas -dice la Paulette- lo poco que le va a molestar a Peyssou revisar los cajones.

Me encojo de hombros. Me callo. Los sollozos, las sonadas de nariz y las lamentaciones vuelven a empezar. Pasa un buen rato antes de que el dúo recomience. Pero recomienza.

– Me hago mala sangre por esos pobres animales -dice la Pelagia-. Me pregunto si no voy a ir hasta casa para quedarme tranquila.

– Tienes razón -dice la Paulette-, Peyssou ni se habrá ocupado.

– ¡Ah, pero imagínate, Peyssou! -dice la Pelagia.

Si en ese momento se abriera el corazón de mis hermanas, encontraríamos, impresa en tamaño natural, la llave del Gran Hórreo. Ambas están casi seguras que soy yo el que la tiene. ¿Pero con qué pretexto me la van a pedir? No para cuidar a los animales, por supuesto.

Y yo de golpe estoy harto de sus alternados gemidos. Los corto en seco. Y digo sin levantar la voz:

– Ustedes conocen a papá. No se hubiera ido a un partido de fútbol sin cerrar todo. Cuando han traído su cuerpo, tenía la llave con él.

Y prosigo recalcando cada palabra:

– Me la guardé. Y no me he movido de aquí desde que los han traído, todos podrán decírselo a ustedes. Y en cuanto a ir al Gran Hórreo, iremos pasado mañana, los tres juntos, después del funeral.

Entonces se excitan y protestan con un gran remolino de velos negros.

– ¡Pero te tenemos confianza, Emanuel! ¡Te conocemos! ¡Y te imaginas que no pensábamos para nada en eso! ¡Sobre todo en semejante momento!

A la mañana del entierro, la Menou me pide que la ayude para bañar a Momo. Otras veces he asistido a ese género de limpieza. No es cosa fácil. Hay que apoderarse de Momo por sorpresa, despojarlo como a un conejo de sus ropas, ponerlo en remojo en una tina y mantenerlo dentro, porque se debate como un loco gritando con voz salvaje: Mé bouemalabé oneieu emebalo (¡Pero por Dios déjense de joder! ¡No me gusta el agua!).

Y esa mañana se opone como siempre pero con una hosquedad diferente a su acostumbrada resistencia. La tina humea bajo el sol de abril sobre el empedrado del patio. Sostengo a Momo por las axilas mientras la Menou le saca juntos el pantalón y el calzoncillo. Pero en el momento en que los pies tocan de nuevo el suelo, Momo me hace una zancadilla. Caigo. Y dispara desnudo como un gusano, con sus flacas piernas corriendo a una velocidad increíble. Llega hasta uno de los grandes robles de la parte baja del prado, salta, se cuelga, se incorpora, trepa de rama en rama y se pone fuera de alcance. Yo ya estoy vestido y de todos modos tampoco se me ocurre empezar la cacería de árbol en árbol atrás de Momo. La Menou, sin aliento, me alcanza. Parlamentamos. Aunque tengo seis años menos que Momo, él me considera el duplicado del tío y mi autoridad sobre él es casi paterna.

Fracaso sin embargo. Choco contra una pared. Momo no grita su acostumbrado: Me bouémalabé oneieu! No dice nada. Me mira desde arriba gimiendo, con sus ojos negros brillando entre las hojitas primaverales.

No recibo otra respuesta que nieba! (No voy a ir) pero no a los gritos, sino pronunciada en voz baja, con resolución, con la cabeza, el torso y las manos balanceados juntos de derecha a izquierda para remedar la negación. Nuevamente le suplico.

– Pero, vamos, Momo, tienes que ser un poco razonable. Tienes que lavarte para ir a la iglesia (le digo iglesia porque no comprendería la palabra templo).

– ¿No quieres ir a la iglesia?

Nieba! Nieba!

– ¿Pero por qué? En general te gusta mucho ir a la iglesia.

Sentado en equilibrio sobre una rama, agita las dos manos delante de él, y a través de las lustrosas hojitas del roble, me mira con tristeza. Eso es todo. Ya no obtendré más respuesta, sólo esa mirada.

– No hay más remedio que dejarlo -dice la Menou, a quien se le ha ocurrido llevar la ropa, que deposita al pie del árbol-. De todas maneras, no bajará hasta que nos vayamos.

Y ya, la Menou gira sobre sus talones y remonta el prado.

Miro mi reloj. Era hora. Tengo delante de mí esa larga ceremonia social que tiene muy poco que ver con lo que siento. Tiene razón, Momo. Ojalá pudiera como él, quedarme gimiendo sobre un árbol, en lugar de ir con mis desconsoladas hermanas a hacer una grotesca representación de piedad filial.

A mi vez atravieso el prado. La subida me es penosa. Miro a mis pies y observo con sorpresa que la pradera está salpicada de matas de pasto nuevo de un verde intenso. Con unos pocos días de sol han crecido con una exhuberancia increíble. Pienso que no falta ni un mes para que tengamos que segar el heno con mi tío.

Es un pensamiento que, de ordinario, me llena de alegría y, cosa extraña, la alegría comienza a surgir, pero de golpe, siento como un choque. Me detengo en medio del campo y las lágrimas corren por mis mejillas.

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