Es verdad, ha brotado.
Apenas me tomo el tiempo de comer una tajada de jamón, con la Menou que protesta al cortármela porque he dado mi parte a Marcel, y ya Peyssou nos lleva a grandes zancadas al campo de los Rhunes, a Colin, Jacquet y a mí y desde luego a Evelina, que no me deja. Vamos con los fusiles al hombro. No porque no temamos más a La Roque vamos a aflojar las medidas de seguridad.
Desde lejos, como se baja por un camino pedregoso del antiguo torrente, no se ve nada más que un cultivo. Un buen cultivo de tierra negra que ha perdido ese aspecto polvoriento y muerto que tenía antes de la llegada de la lluvia. Y hay que acercarse verdaderamente bien cerca para distinguir los brotes. ¡Ah, son pequeños, muy pequeños! Apenas unos milímetros. ¡Pero hasta estas minúsculas puntitas de verde tierno que salen de la tierra son como para llorar de alegría! Es verdad que a este pedazo lo hemos trabajado mucho y que no hemos plantado basura tampoco. Pero cuando uno piensa que la lluvia ha vuelto hace cuatro días y el sol, apenas hace tres días y que la semilla, en tan poco tiempo, ha germinado y aparecido, uno se queda estupefacto de la rapidez de su crecimiento. Palpo la gleba con el dorso de la mano. Está tibia como un cuerpo humano. Casi siento en ella la palpitación de la sangre.
– Ella está salvada, ahora -dice Peyssou con un aire jubiloso.
Ese "ella", supongo, designa a la tierra, o la parcela de los Rhunes. O la cosecha.
– Y sí -dice Colin-, crece, no se puede decir lo contrario, pero… Claro que va a tardar en convertirse en hierba.
– En quince días ya será hierba -dice Peyssou con autoridad.
– Bueno, admitámoslo, pero mira un poco lo tardío de la estación. No sé si llegará a madurar este trigo.
Estas palabras hacen el efecto de un sacrilegio a Peyssou.
– No desvaríes, Colin -dice con severidad-. Un trigo que brote tan pronto es porque tiene la voluntad de resarcirse.
– A condición que… -dice Jacquet. Peyssou da vuelta hacia él su amplia facha marcada por la intolerancia.
– ¿A condición que qué?
– Que al sol le dé por continuar -dice el siervo con audacia.
– Y la lluvia -dice Colin.
Este escepticismo irrita a Peyssou y encoge sus anchos hombros.
– Lo menos que se puede pedir es un poco de sol y de lluvia, después de todo lo que hemos pasado. -Y levantando su tosca cabeza, mira el cielo, como para tomarlo de testigo de la modestia de sus pedidos.
De pie ante el campo de los Rhunes con mis compañeros, con la manito de Evelina en mi mano, lo que siento es el mismo sentimiento, vago pero potente, de gratitud que ya tuve cuando la lluvia empezó a caer. Sé muy bien que me van a decir que mi gratitud postula la presencia, detrás del universo, de una fuerza benevolente. Sí, pero entonces, muy diluida. Por ejemplo, si no temiera el ridículo, me arrodillaría en el campo de Rhunes y diría: gracias, tierra tibia. Gracias, caliente sol. Gracias, brotes verdes. De ahí a simbolizar a la tierra y a los brotes por bellas chicas desnudas, como los antiguos, no hay más que un paso. Tengo miedo de no ser un abate de Malevil muy ortodoxo.
Después de nosotros, todo Malevil va a desfilar por los Rhunes para admirar el trigo, hasta Thomas y Cati, con las manos unidas. A estos dos hay que evitar ponerse en su camino, porque se tropezarían con uno sin verlo. Desde nuestra llegada, Thomas hace los honores de la casa y eso toma mucho tiempo porque el castillo es grande, los rincones numerosos y numerosas también las razones de retardarse.
A la tarde estoy desensillando a Malabar y Evelina está en el box conmigo. Está adosada al tabique, sus rubios cabellos lacios en su cara, las ojeras bajo sus ojos azules todavía más profundos, parece delgada y cansada y tose sin cesar, con una tosecita que es sobre todo un carraspeo de garganta y que me inquieta, porque Cati, de nuevo por un momento en la tierra, me ha prevenido hace unos minutos que esto presagia un ataque de asma.
Thomas aparece, rojo y apurado.
– ¿Cómo -digo- sin Cati?
– Ya lo ves -dice con torpeza. Y se calla. Salgo del box, llevando la montura al galpón, y Thomas me sigue sin decir palabra-. Vamos, vamos, una embajada.
Y una embajada difícil, ya que está solo. Es ella la que lo ha mandado, seguro.
Cierro la puerta del box, me apoyo, y con las dos manos en los bolsillos me miro las botas.
– Está el asunto de la habitación -dice por fin Thomas con una voz sin timbre.
– ¿La habitación, qué habitación?
– La habitación para Cati y para mí, cuando estemos casados.
– ¿Quieres la mía? -digo, medio en serio, medio en broma.
– Pero no -dice Thomas, con indignación- no te vamos a desposeer.
– ¿La de Miette, entonces?
– Pero no, no, Miette necesita su cuarto.
Bastante conque no la haya olvidado. Pero ha tomado sus distancias con Miette, lo noto en su tono. Conmigo también, en otro plano. Cómo ha cambiado, Thomas. Estoy feliz, apenado, celoso. Lo miro. Está torturado de inquietud. Entonces, hay que acabar con estas bromitas.
– Si te comprendo bien -digo con una sonrisa, y su cara se ilumina en seguida- querrás el cuarto del segundo, al lado del mío. ¿No es eso?
– Sí.
– Y querrás también que le pida a los compañeros que se las tomen de ahí y que se instalen a título permanente en el segundo piso del castillete de entrada.
Una tosecita.
– Sí, en fin que se las tomen, no es la frase que yo hubiera empleado.
Me río de esa pequeña hipocresía.
– Bueno. Voy a ver lo que puedo hacer. ¿Tu embajada ha terminado? -digo con buen humor-. ¿No tienes nada más que pedirme?
– No.
– ¿Por qué Cati no está contigo?
– La intimidas, te encuentra frío.
– ¿Con ella?
– Sí.
– ¡No puedo de todos modos hacerme el gracioso con tu futura esposa! Ya que de esposa se trata.
– Oh, yo no soy celoso -dice Thomas con una risita.
– Pero vean cómo está seguro de sí, este joven gallo.
– Lárgate. Voy a arreglar eso.
En efecto se larga y yo me encuentro no sé cómo con una manita tibia en la mía.
– ¿Te parece -dice Evelina levantando hacia mí una cara ansiosa- que mis pechos van a crecer como los de Cati o como los de Miette, que son todavía más grandes?
– No te preocupes, Evelina, crecerán.
– ¿Te parece? Es que soy tan delgada -dice con desesperación, poniendo su mano izquierda sobre el pecho-. Mira, soy chata como un chico.
– Eso no tiene nada que ver, que seas gorda o flaca, crecerán.
– ¿Estás seguro?
– Completamente seguro.
– Ah, bueno -dice con un suspiro que termina en tos.
En ese momento suena muy discretamente la campana del castillete de entrada. Me sobresalto. Estoy en la puerta en un abrir y cerrar de ojos, abro la mirilla algunos milímetros. Es Armand, sobre uno de los castrados de La Roque con la mirada sombría y el fusil en bandolera.
– Ah, eres tú, Armand -digo con voz amable-, vas a tener que esperar un poco, el tiempo de buscar la llave.
Pongo la mirilla en su lugar. La llave está por supuesto en la cerradura, pero quiero darme un poco de margen. Me alejo a paso rápido y le digo a Evelina:
– Ve a la casa a decirle a la Menou que traiga un vaso y una botella de vino aquí.
– ¿Me quiere llevar, Armand? -dice Evelina, pálida y tosiqueando.
– Pero no. Además, es muy simple. Si quiere llevarte, lo pasamos en seguida a cuchillo.
Me río, y ella se ríe también con una risa frágil, seguida de tos.
– Escucha, dirás a Thomas y a Cati que no se hagan ver y tú te quedas con ellos.
Se va y yo me voy al depósito, en la planta baja del torreón.
Están todos allí, menos Thomas, arreglando el material de Colin.
– Tenemos una visita: Armand. Quisiera a Peyssou y a Meyssonnier en el castillete de entrada, cada uno con un fusil. Pura precaución, no está en tren amenazador.
– Quisiera ver al animal -dice Colin.
– No, ni tú, ni Jacquet, ni Thomas, y tú sabes por qué.
Colin larga una carcajada. Es agradable verlo tan alegre. Su ratito de conversación con Inés Pimont le ha hecho bien.
Cuando cruzo el patio del segundo recinto veo a Thomas que sale de la casa como una ráfaga.
– Voy.
– ¿Cómo? -digo secamente-. Acabo de decir justamente que no vinieras.
– ¿Es mi mujer, no? -dice con los ojos centelleantes.
Preveo, por su aspecto, que no lo voy a hacer ceder.
– Vienes, con una condición: no abres la boca.
– Prometido.
– Diga lo que diga, no abras la boca.
– Ya he dicho que lo prometía.
Apuro el paso hasta el portal. Y allí agito un poco la llave en la cerradura antes de abrir. Ahí está Armand. Le estrecho la mano, la mano que lleva mi anillo en el meñique. Aquí está, con sus ojos claros, sus cejas blancas, su carota, sus botones y su uniforme paramilitar. A su lado, reconozco a mi lindo, mi pobre Faraón. Lo acaricio y le hablo. Digo pobre, porque es como para ser compadecido el tener en el lomo un jinete que le maltrate hasta ese punto la boca. Encuentro en mi bolsillo, a pesar de nuestras severas economías, un terrón de azúcar y sus labios golosos lo atrapan en seguida. Y como Momo llega con la Menou trayendo vasos y botellas, le confío a Faraón recomendándole que le saque el freno y le dé una ración de cebada. Prodigalidad que hace murmurar a la Menou.
Henos aquí sentados en la cocina del castillete, reunidos con Meyssonnier y Peyssou, bonachones y armados. En cuanto a Armand, tiene el vaso lleno en la mano, bastante incómodo, no por el vaso, desde luego, sino por lo que tiene que decirnos; yo ataco, decidido a tratar sin rodeos el asunto:
– Estoy muy contento de verte, Armand -digo trincando con él (no pienso terminar mi vaso, no bebo nunca a esa hora, pero dentro de un rato Momo estará encantado de tragarse las tres cuartas partes), justamente iba a mandarles un correo para tranquilizar a Marcel. Pobre Marcel, ha debido estar muy inquieto.
– ¿Entonces están aquí? -dice Armand, dudando entre la pregunta de cajón y el tono acusador.
– Pero claro, ¿dónde quieres que estén? ¡Ah, habían calculado muy bien el golpe! Las hemos encontrado en el cruce de la Rigoudie con las valijas. Y he aquí que la mayor me dice: Vengo a pasar quince días con la abuela. Ponte en mi lugar: no tuve el coraje de echarlas.
– No tenían derecho -dice Armand con enojo.
Es el momento de frenarlo un poco, aunque siempre con tono bonachón. Abro los brazos al cielo.
– ¡No tienen derecho! ¡No tienen derecho! ¡Exageras, Armand! ¿No tienen derecho a pasar quince días con la abuela?
Thomas, Meyssonnier, Peyssou y la Menou miran a Armand con una silenciosa desaprobación. Yo también lo miro. ¡La familia está con nosotros! ¡Los lazos sagrados en nuestro bando!
Para esconder su turbación, Armand mete su nariz aplastada en el vaso y lo vacía.
– ¿Otra vuelta, Armand?
– Con mucho gusto.
La Menou refunfuña, pero le sirve. Yo choco, pero no bebo.
– Donde no tienen razón -digo ecuánime y razonable- es en no pedirle permiso a Marcel.
– Y a Fulbert -dice Armand ya en la mitad de un segundo vaso.
Pero no le voy a hacer esa concesión.
– A Marcel que le hubiera informado a Fulbert.
Armand no es tan idiota como para no comprender el matiz. Pero, no se decide a hablar en Malevil de los decretos de La Roque. Vacía el vaso de un trago y lo deja. Momo podrá pasar la lengua, no queda ni una gota.
– ¿Bueno, y entonces? -dice Armand.
– Entonces -digo levantándome- dentro de quince días las devolveremos a La Roque. Puedes decírselo de mi parte a Marcel.
No me animo a mirar el rincón donde está sentado Thomas. Armand mira la botella, pero como no hago amago de ofrecerle un tercer vaso, se levanta y sin una palabra de adiós ni de agradecimiento, sale de la cocina. A mi entender, es por pura timidez: cuando no infunde miedo a la gente, ya no sabe cómo tratar con ella.
Momo está poniéndole el freno a un caballo feliz. El balde, a sus pies, no puede estar ni más vacío ni más lamido. Amo y cabalgadura se van, los dos con el buche lleno y la última plena de gratitud. No se olvidará de Malevil.
– Hasta la vista, Armand.
– Hasta la vista -refunfuña el amo.
No cierro la puerta en seguida. Lo miro alejarse. Desearía que estuviera lejos del alcance de sus oídos cuando Thomas vaya a estallar. Cierro lentamente las dos hojas, pongo en su lugar el cerrojo y hago girar la enorme llave en la cerradura.
Resulta más violento de lo que hubiera creído.
– ¿Qué significa esta porquería? -grita Thomas, avanzando hacia mí con los ojos fuera de las órbitas.
Me enderezo, lo miro sin una palabra, y dándole la espalda lo dejo plantado y me dirijo hacia el puente levadizo. Detrás de mí, oigo a Peyssou que lo reta:
– ¡Y bueno, muchacho, no vale la pena ser tan instruido para ser tan idiota! ¡Te imaginas que Emanuel no va a devolver las chicas! ¡No lo conoces!
– ¿Pero entonces -grita Thomas (porque grita)- para qué todos estos firuletes?
– No tienes más que preguntárselo -dice Meyssonnier rudamente.
Oigo un ruido de carrera detrás de mí. Llega Thomas. Camina a mi lado. Desde luego, no lo veo, miro el puente levadizo. Camino ligero, con las manos en los bolsillos, el mentón levantado.
– Te pido disculpas -dice con voz blanca.
– No me importan tus disculpas, no estamos en un salón.
Iniciación poco alentadora. ¿Pero qué puede hacer sino insistir?
– Peyssou dice que no devolverás las chicas.
– Se equivoca, Peyssou. Te caso mañana y dentro de quince días devuelvo a Cati a La Roque para que Fulbert se la coma.
Esto, aunque de dudoso gusto, tiene sin embargo el efecto de calmarlo. -¿Pero para qué toda esta comedia? -dice con un tono quejoso que no le es habitual-. No comprendo nada.
– No comprendes nada, porque no piensas más que en ti.
– ¿No pienso más que en mí?
– ¿Y Marcel? ¿Piensas en él?
– ¿Y por qué tengo que pensar en Marcel?
– Porque es él quien se va a aguantar,…
– ¿Va a aguantar qué?
– Las represalias, la disminución de las raciones, etcétera.
Un corto silencio.
– ¡Ah!, pero yo no sabía -dice Thomas con aire contrito.
Yo sigo:
– Es por eso que le he dado la mano a esa basura y le he presentado el asunto como la escapada de dos chiquilinas. Para salvar a Marcel.
– ¿Y qué pasa dentro de quince días?
Todavía un poco inquieto, el idiota.
– ¡Pero vamos, eso cae de su propio peso! Le escribo a Fulbert que Cati y tú se han enamorado el uno del otro, que yo los he casado y que Cati, desde luego, debe quedarse con su marido.
– ¿Y quién le impide a Fulbert, en ese momento, tomar represalias contra Marcel?
– ¿Y por qué lo haría? El acontecimiento ha tomado un rumbo fortuito que lo desarma. No ha habido complot. Marcel no está en el golpe.
Prosigo con una cierta frialdad:
– He aquí la razón de todos los firuletes, como tú dices.
Largo silencio.
– ¿Estás enojado, Emanuel?
Levanto los hombros, lo dejo y volviendo sobre mis pasos me dirijo hacia Peyssou y Meyssonnier. Todavía hay que arreglar esa historia de los cuartos. ¡Son macanudos! No solamente aceptan ser desposeídos, sino que lo aceptan con alegría. Esos dos chicos, te imaginas, dice Peyssou enternecido, olvidándose que acaba de tratar a uno de ellos de idiota.
Todos estarán más enternecidos al día siguiente cuando case a Cati y Thomas en la gran sala de la casa. La disposición es la misma que para la misa de Fulbert: yo de espaldas a los dos ventanales, la mesa haciendo de altar y del otro lado, frente a mí, los compañeros en dos filas. La Menou increíblemente pródiga, ha dispuesto dos grandes velas sobre la mesa, aunque el tiempo sea claro y que el sol entre a raudales por los dos grandes ajimeces, dibujando dos cruces impresionantes sobre el piso de baldosas. Todos, hasta los hombres, tienen los ojos brillantes. Y todos, incluso Meyssonnier, llegado el momento, comulgan. La Menou llora, diré más adelante por qué. Pero muy diferentes son las lágrimas de Miette. Llora en silencio, las gotas rodando por sus frescas mejillas. Y sí, pobre Miette. Me doy cuenta, yo también, que hay algo de injusto en esta gloria y esta pompa que recaen en una chica que no se comparte.
Después de la ceremonia, tomo a Meyssonnier aparte y damos unas vueltas por el primer recinto. Hay en él un cambio sutil. Siempre con esa cara larga, seria, con los ojos muy cerca el uno del otro, y esa manera de parpadear sin descanso cuando está emocionado. No, lo que lo cambia es su pelo. Por falta de peluquero, primero ha crecido, como dije, derecho hacia el cielo y ahora siempre más largo, cae hacia atrás, introduciendo en su fisonomía la curva que le faltaba.
– He notado que has comulgado -le digo con voz neutra-. ¿Puedo preguntarte por qué?
Un ligero rubor invade su cara honesta y otra vez se pone a parpadear como de costumbre.
– He vacilado -dice al cabo de un momento-. Pero he pensado que absteniéndome podía ofender a los demás. No he querido quedarme aparte.
– Y bueno -dije-, tienes razón. ¿Por qué no dar ese sentido a la comunión? Una participación.
Me mira sorprendido.
– ¿Quieres decir, que ese es el sentido que tú le das?
– Sin ninguna duda. El contenido social de la comunión me parece muy importante.
– ¿El más importante?
Pregunta insidiosa. Me parece que Meyssonnier está tratando de atraerme. Le digo que no, pero no sigo con el tema.
– A mi vez -dice Meyssonnier- te voy a hacer una pregunta. ¿Solamente para alejar a Gazel te has hecho elegir abate de Malevil?
Si Thomas me hiciese esa pregunta lo pensaría dos veces antes de contestarle. Pero sé que Meyssonnier no va a juzgar muy rápido. Va a masticar lo que le voy a decir lentamente y sacará de ello prudentes conclusiones. Le digo, pesando yo mismo mis palabras:
– Digamos si quieres, que, según mi opinión, toda civilización necesita un alma.
– ¿Y esa alma es la religión?
Hace una mueca al decir esta frase. Contiene dos palabras que no le gustan, "alma" y "religión". Dos palabras bastante "fuera de uso". Meyssonnier es un militante instruido, ha seguido la escuela de los cuadros del P. C.
– En el actual estado de cosas, sí.
Medita esta afirmación, que es al mismo tiempo una restricción. Meyssonnier es lento, anda paso a paso. Pero no es un espíritu frívolo. Me hace precisar.
– ¿El alma de nuestra civilización actual, aquí, en Malevil?
Su entonación pone comillas en alma, como si utilizara la palabra de lejos, con pinzas.
– Sí.
– ¿Quieres decir que esta alma es la creencia de la mayoría de las gentes que viven en Malevil?
– No solamente eso. Es también el alma que corresponde a nuestro nivel actual de civilización.
En realidad, es un poco más complicado. Esquematizo para no chocarlo. Pero lo choco igual. Enrojece un poco y parpadea: es porque va a contraatacar.
– Pero esta "alma", como dices, podría muy bien ser una filosofía. Por ejemplo, el marxismo.
Hemos llegado.
– El marxismo se refiere a una sociedad industrial. No es de ninguna utilidad en un comunismo agrario primitivo.
Para de caminar, me hace frente, y me mira. Parece muy impresionado por lo que acabo de decir. Y máxime que he hablado sin pasión y como si enunciara un hecho.
– ¿Es así como defines nuestra pequeña sociedad de Malevil? ¿Un comunismo agrario primitivo?
– ¿Qué otra cosa?
Prosigue con aire bastante desdichado:
– ¿Pero ese comunismo agrario primitivo no es el verdadero comunismo?
– No es a ti a quien se lo voy a enseñar.
– ¿Es una regresión?
– Lo sabes muy bien.
Es curioso. A pesar de que no soy marxista, parecería tener más confianza en mi juicio que en el suyo. Y parece muy aliviado. Si ya no puede aspirar al verdadero comunismo, por lo menos lo conserva en su espíritu como referencia ideal. Sigo:
– Es una regresión, en el sentido en que el saber y la tecnología han sido aniquilados. La existencia es por lo tanto más precaria, más amenazada. Sin embargo, eso no quiere decir que uno sea más desgraciado. Muy al contrario.
Lamento en seguida haber dicho eso, porque el hombre que tengo delante de mí, me doy cuenta de golpe, ha perdido a todos los suyos dos meses antes. Pero, Meyssonnier no parece acordarse, tampoco parece estar chocado. Me mira y hace sí con la cabeza, lentamente, sin decir palabra. Él también ha comprobado, entonces, que después del día del acontecimiento, el amor a la vida se ha intensificado y los placeres sociales son más vivos.
Yo tampoco hablo. Reflexiono. Los valores han cambiado, eso es todo. Malevil, por ejemplo. Antes Malevil era esa cosa un poco artificial: un castillo restaurado. Yo vivía solo. Estaba orgulloso de él, y mitad vanidad, mitad interés, esperaba abrirlo a los turistas. Malevil, hoy, es totalmente otra cosa. Es una tribu con tierras, rebaños, reservas de heno y de granos, unos compañeros unidos como los dedos de la mano, y mujeres que nos darán hijos. Es también nuestro amparo, nuestro cubil, nuestro nido de águilas. Sus muros nos protegen y sabemos que seremos enterrados dentro de sus muros.
En la mesa, esa noche, Evelina, siempre tosiendo, desposee a Thomas de su lugar a mi derecha. Él se corre un asiento, sin hacer comentarios, Cati se sienta a su derecha. Somos ahora, doce en la mesa, y los otros puestos siguen sin cambiar, salvo que Momo, no sé cómo, ha reemplazado a la Menou en la punta de la mesa, quedando ésta ahora sentada a la izquierda de Colin. Momo goza así de una situación estratégica envidiable. Cuando vuelva el invierno tendrá el fuego en la espalda. Y sobre todo tiene una buena vista de Cati, su vecina de izquierda, y de Miette, del otro lado de la mesa. Y las mira alternativamente, cebándose. No es del todo la misma mirada. Para Cati es una especie de sorpresa feliz, como un sultán que divisa en su harem una cara nueva. Para Miette, es adoración.
Cati, en todo caso, no parece estar incómoda con la proximidad de Momo. No detesta los homenajes. Encontrará más bien demasiado reservados a los compañeros de Thomas. Con Momo, está servida. Sus miradas acumulan la inocencia de un niño y la indecencia de un sátiro. Por otra parte su vecindad ya no es incómoda. Ahora que Miette lo lava, no ofende más el olfato. Aparte del hecho de que se mete en la boca enormes bocados y que se los empuja en seguida con los dedos, es muy presentable. Por otra parte, Cati interviene con energía. Se apodera de su plato, le corta el jamón en pedacitos, fragmenta también su parte de pan, y vuelve a poner el todo delante de él. Él la deja hacer, encantado. Cuando Cati ha terminado, adelantando su largo brazo simiesco le da dos o tres golpecitos en el hombro y dice: quelida, quelida. La Menou no interviene en ningún momento en esta escena.
En cuanto a la Menou, justamente, temía sus reacciones cuando traje a Evelina y a Cati a Malevil. Pero fueron muy moderadas. "Mi pobre Emanuel, otra vez más nos traes dos mocosas y dos yeguas". Dicho de otra manera, bocas inútiles. Pero la Menou teme menos el hambre ahora que el trigo de los Rhunes ha brotado. Y sobre todo con un casamiento en Malevil, está en las nubes. Siempre le gustaron los casamientos. Cuando había uno en Malejac, aun de gente que conocía poco, plantaba todo en Las Siete Hayas y corría en bicicleta a la iglesia. Esta vieja tonta, decía el tío, se ha ido de nuevo a llorar en forma. No se equivocaba. La Menou se apostaba ante el porche, no entraba, a causa de su pelea con el padre que le había rehusado la comunión a Momo, y en cuanto aparecía la joven pareja, sus lágrimas empezaban a fluir. En una mujer tan realista, esta reacción no ha dejado de sorprenderme siempre.
Momo está fascinado también por Evelina, pero Evelina no le hace ningún caso. No me saca los ojos de encima. Los encuentro sobre mí cuando doy vuelta la cabeza y también cuando no doy vuelta la cabeza, los siento. Tengo la impresión de que mi perfil derecho se va a poner a calentar a fuerza de ser mirado. Y cuando dejo mi tenedor y pongo mi mano derecha sobre la mesa, en seguida una patita se desliza bajo la mía.
Después de la comida, cuando me levanto y doy unos pasos por la gran sala para distenderme, Cati me alcanza.
– Quisiera hablarte.
– ¿Cómo, no te intimido más?
– Ya ves -dice sonriendo.
Salvo que sus ojos no tienen la misma dulzura animal: se parece mucho a su hermana. Para casarse, se ha despojado de sus oropeles chillones y se ha puesto un vestido azul marino de los más sencillos con un cuellito blanco. Está mucho mejor así. Se nota en su rostro un triunfo y una felicidad. Preferiría no ver más en él que la felicidad. Pero emite de todos modos rayos que bañan a cada uno con su calor.
Hay en eso una cierta generosidad, me parece. Oh, nada de común con Miette, que no es más que eso. Pero en fin, recuerdo que Cati ha cortado el jamón de Momo en la mesa y que varias veces se ha inclinado con inquietud del lado de Evelina que tosía.
– ¿Me encuentras siempre tan frío? -le digo rodeando su cuello con mi brazo y besándola en la mejilla.
– ¡Ay, ay, ay! -dice Peyssou-. ¡Desconfía, Thomas!
Risas. Cati me devuelve el beso, por otra parte a medias en la boca y se desprende sin ningún apuro, encantada, añadiendo mi cabellera a su cinturón. Yo por mi lado estoy bastante contento. El hecho de que no me acostaré jamás con Cati va a dar a nuestras relaciones una agradable libertad.
– Primeramente -dice-, gracias por la habitación.
– Es a los que te la han dado a quienes tienes que agradecer.
– Ya está hecho -dice Cati, con soltura-. Gracias a ti, Emanuel, por la gestión. Gracias sobre todo por recibirme en Malevil. En fin -dice con súbito embarazo- gracias por todo.
Veo que hace alusión a la pequeña disputa que Thomas le debe haber contado y sonrío.
– Quisiera decirte -prosigue bajando la voz- que Evelina seguramente va a tener un ataque esta noche. Ya hace dos días que tose.
– Y cuando tiene el ataque, ¿qué hay que hacer?
– No gran cosa. Te quedas con ella, la tranquilizas, si tienes agua de colonia, le pones en la frente y en el pecho.
Noto el tuteo. Veo en la cara de Cati que lo más difícil queda por decir. Decido ayudarla.
– ¿Y quieres que sea yo el que me ocupe de ella esta noche?
– Sí -dice aliviada-. Mi abuela, comprendes, se va a enloquecer, va a ponerse a dar vueltas, a cacarear sin parar, todo lo contrario de lo que hay que hacer.
Buena descripción de la Falvina. Le hago sí con la cabeza.
– ¿Entonces -sigue-, si Evelina tiene su crisis, mi abuela puede venir a buscarte?
Meneo la cabeza.
– No podrá. Durante la noche, la puerta del torreón está cerrada desde el interior.
– Y ¿no se puede, por una noche?…
Digo con tono severo:
– Categóricamente, no. Las consignas de seguridad no admiten excepciones.
Me mira, muy decepcionada.
– Hay una solución -digo-. Y es que instale a Evelina en mi cuarto, en el canapé dejado libre por Thomas.
– ¡Harías eso! -dice con alegría.
– ¿Por qué no?
– Solamente, te prevengo -dice Cati con honestidad-. Si la instalas en tu cuarto, después se acabó. No querrá irse más.
Me sonrío.
– No te inquietes. Algún día se las tomará.
Se sonríe también. Me doy perfecta cuenta que está inmensamente aliviada.
Evelina que, la noche de su llegada a Malevil, se acostó con la Falvina y Jacquet en el segundo piso de la casa, demuestra una alegría loca al saber que va a compartir mi pieza. Pero no tiene tiempo de disfrutarla. Apenas está acostada en el canapé, y Miette, que me ha ayudado a hacerle su cama, fuera de la pieza, cuando empieza el ataque. Evelina se ahoga. Su nariz se frunce, el sudor chorrea por su frente. Nunca he visto una persona sufrir un ataque de asma y lo que veo es terrorífico: un ser humano que no consigue respirar. Necesito algunos segundos para dominar mi emoción. Es lo primero que tengo que hacer porque Evelina me mira con ojos de angustia y tengo que reencontrar mi calma para calmarla. La siento de espaldas contra las almohadas, pero no se sostienen porque el canapé no tiene respaldo. La tomo en mis brazos y la llevo a mi cama. Es una amplia cama de dos plazas, heredada del tío, con un respaldo relleno donde la calzo. Evito mirarla. Al oírla luchar para recuperar su aliento, tengo la impresión que se va a asfixiar. El candelabro ilumina poco, pero la noche es clara y veo distintamente sus rasgos crispados. Voy a abrir la ventana de par en par y tomando de mi ropero el último frasco de agua de colonia, humedezco un guante de aseo y se lo paso por la frente y lo alto del pecho. Evelina no me mira más. Es incapaz de hablar.
Tiene los ojos fijos y la cabeza echada hacia atrás, las mejillas chorrean de traspiración, tose y jadea. Como sus cabellos parecen molestarle cayendo constantemente sobre su frente, voy a buscar al cajón de mi escritorio un pedazo de piolín y se los ato.
Es todo lo que tengo para cuidarla: un frasco de agua de colonia y un pedazo de piolín. No tengo un diccionario médico, mis conocimientos en ese dominio son nulos, y el Larousse en diez volúmenes del tío, me temo que no va a servirme de ninguna ayuda. Con dificultad, porque el candelabro ilumina poco, leo sin embargo el artículo sobre el asma. No encuentro más que nombres de remedios desaparecidos: belladona, atropina, novocaína. Evidentemente no me van a dar remedios caseros. Sin embargo es lo que me haría falta.
Miro a Evelina. Palpo nuestro desamparo, nuestra impotencia. Pienso también en lo que pasaría, si tuviera una nueva crisis de apendicitis, yo que he descuidado el hacerme operar cuando podía.
Me siento al lado de Evelina. Me echa entonces una mirada tan llena de angustia que se me cierra la garganta. Le hablo, le digo que se le va a pasar, y cuando sus ojos no están ya en los míos, la observo. Noto al cabo de un momento que tiene más dificultad en vaciar su pecho que en inspirar. No sé por qué me había imaginado lo contrario. Si comprendo bien, se asfixia por dos razones: porque no echa bastante rápido el aire viciado y porque no inspira bastante rápido el aire de nuevo. Pero el bloqueo parece actuar más en el sentido de la espiración que en el otro. Además de eso, está la tos. Tiene por fin, supongo, que expulsar lo que impide la respiración. Es una tos seca, que la sacude y la agota. Y no expulsa nada.
Mirando su pecho flaco hundirse y levantarse, se me ocurre una idea. ¿Y si la ayudo a respirar con procedimientos mecánicos? No acostándola de espaldas, sino como está, en una posición que le permita toser y de ser necesario, escupir. Me siento en la cama, me apoyo contra el respaldo, y levantándola en mis brazos, la coloco entre mis dos piernas de manera que me dé la espalda. Pongo, entonces, mis dos manos sobre la parte superior de sus brazos y acompaño su movimiento de espiración por un doble movimiento. Empujo sus hombros hacia adelante e inclino al mismo tiempo su tórax. Para la inspiración, hago a la inversa, llevo los hombros hacia atrás y tiro su busto hacia mí hasta que su espalda toca mi pecho.
No sé si lo que hago es útil. Ignoro si a un médico le parecerían ridículos mis esfuerzos. Pero debo de todos modos prestarle a Evelina un cierto consuelo, por lo menos moral, pues en un momento me dice con voz extenuada, apenas audible, "gracias, Emanuel".
Continúo. Se entrega en mis manos por completo, y al cabo de un momento, noto que a pesar de la extrema ligereza de su busto, lo encuentro más pesado de manejar. Supongo que con el cansancio, me he adormecido, pues me doy cuenta que el candelabro se ha apagado, por falta de aceite, sin que lo haya visto apagarse.
En medio de la noche, creo, pues he puesto mi reloj pulsera sobre el escritorio y perdido toda noción del tiempo, Evelina es sacudida por un prolongado acceso de tos y me pide mi pañuelo con voz indistinta. La oigo escupir largamente aclarándose la garganta. El acceso de tos vuelve varias veces y cada vez expectora. Después se abate sobre mi pecho, agotada, pero aliviada.
Cuando abro de nuevo los ojos, es pleno día, el sol inunda la habitación y estoy tendido a través de la cama en una posición incómoda, Evelina, acostada entre mis brazos, está profundamente dormida. He debido deslizarme durante el sueño de la posición sentada a la posición acostada, bastante retorcida en que me encuentro. Cuando me levanto, tengo la cadera izquierda derrengada y un principio de tortícolis. Como Evelina está tan derrengada como yo, la coloco derecha y bien extendida en la cama y puedo hasta sacarle el piolín con que había atado sus cabellos, sin despertarla. Está ojerosa, con las mejillas hundidas, la tez blanca, y si no fuera por su respiración, parecería muerta.
A las once, la despierto, trayéndole desde la casa en una bandejita un bol de leche caliente y azucarada con una rebanada de hogaza enmantecada. Es todo un drama hacerle tragar cualquier cosa. Pero por fin, lo consigo casi del todo, haciendo alternar mimos y amenazas. La amenaza, pues el plural está de más, consiste en decirle que si no come, desde esta noche la reintegro a su cama en el segundo piso. Esto resulta para dos o tres bocados, y de golpe, con una vivacidad increíble, me devuelve el chantaje. Se rehúsa del todo a comer si no le prometo conservarla en mi cuarto. Al fin de cuentas, es una cuestión de concesiones mutuas. A cada trago de leche, gana un día. A cada bocado de pan con manteca, otro. Nos ponemos de acuerdo, después de muchas vueltas, sobre qué se entiende por trago y por bocado.
Cuando Evelina ha terminado su desayuno, le debo veintidós días de hospitalidad. Como tengo miedo de estar completamente desarmado en el futuro, me reservo el derecho de sacarle días si no come lo que le corresponde en la comida siguiente. Protesta:
– Vamos -me dice- gran vivo ¿y quién te impide ponerme montones y montones en mi plato?
Le prometo que no habrá trampa y que la ración de Evelina será fijada en razón de su edad por el consenso de los presentes. Evelina debe tener en su frágil cuerpecito reservas de vitalidad porque después de la noche que ha pasado, está vivaz y alegre durante toda esa escena. Sólo muestra un poco de lasitud al final. Hasta quiere levantarse, pero yo me niego. Va a dormir hasta el mediodía y al mediodía, vendré a buscarla. ¿Me prometes venir, Emanuel? Le prometo y mientras me dirijo hacia la puerta me sigue con la mirada, con su cabeza pálida pesando apenas sobre la almohada. Tiene unos ojos inmensos. Nada de cuerpo y casi nada de cara, puro ojos.
Cuando bajo, llevando el bol vacío en la bandeja, encuentro un grupito en el patio delante del torreón. Thomas, Peyssou, Colin, con las manos en los bolsillos, y Miette que parece esperarme. Y en efecto, apenas me ve, me toma la bandeja de las manos y da media vuelta para llevarla hasta la casa, no sin echarme al irse una mirada que me sorprende.
– Y bueno -dice Peyssou- quisiéramos decirte, Emanuel, que hemos terminado de arreglar los trastos de Colin. Y bueno, uno se aburre.
– ¿Y Meyssonnier?
– Meyssonnier -dice Peyssou- está servido. Está por hacer el arco que le has encargado. Jacquet y el Momo cuidan los animales. ¿Y nosotros, entonces, qué hacemos? De todos modos no vamos a pasarnos el tiempo mirando cómo crece el trigo.
– Fíjate -dice Colin con su sonrisa en góndola- que se le podría decir a las mujeres que se quedan acostadas por la mañana, y llevarles el desayuno a la cama.
Risas.
– Colin -digo- ¿quieres que te dé una patada?
– De todos modos es cierto -empalma Thomas-, es deprimente no hacer nada.
Lo miro. Deprimido no está. Yo diría que más bien tiene sueño. Y no tantas ganas de trabajar, por lo menos esta mañana. Si está allí, participando del coro de los desocupados, aunque tenga el vivo deseo de estar en otro lado, es más bien porque no quiere aparecer como demasiado prendido a las polleras de su mujer.
Yo prosigo:
– Hacen bien en decírmelo, tengo todo un programa en reserva. Primero: lecciones de equitación para todo el mundo. Segundo: lecciones de tiro. Tercero: subir la muralla del castillete de entrada, que no está fuera del alcance de una escalera.
– ¿Lecciones de tiro? -dice Colin-. Vamos a desperdiciar metralla, no tenemos tanta.
– Nada de eso. ¿Te acuerdas de la pequeña carabina de tiro que el tío me había dado? La he encontrado en el desván, con balas en cantidad. Lo suficiente para el entrenamiento.
Peyssou se inquieta más bien por las murallas. Su padre era albañil, él mismo trabajaba muy bien, y en cuanto a las murallas no dice que no. Máxime que cemento hay, traído con el botín de El Estanque. Y la arena, no es eso lo que falta, piedras tampoco. Yo lo había pensado. Pero de todos modos…
– De todos modos -dice- no habría que arruinar la vista, si las elevas suprimes las almenas. No va a quedar bien sin almenas. A la vista les va a faltar algo.
– Ya encontrarás alguna manera -le digo-. Seguramente hay una manera de conciliar el golpe de vista con la seguridad.
Hace una mueca de duda y cabecea con aire austero. Pero conozco muy bien a Peyssou, está encantado. Va a pensar día y noche en la elevación. Va a hacer dibujos. Va a crear. Y cuando la cosa esté hecha, cada vez que, al volver del campo, se acerque al castillete de entrada, pensará sin decírselo nunca a nadie: Soy yo, Peyssou quien ha hecho esto.
– Thomas -digo- ve a mostrarles cómo se ensilla. Toma las tres yeguas, no Lindo Amor. Yo los alcanzo en La Maternidad.
Entro en la casa y en el fondo de la gran sala veo a las cuatro mujeres muy atareadas, las dos meninas y las dos jóvenes. La familia Falvina detenta ahora una neta mayoría: tres contra una. Pero la Menou es de talla como para defenderse. Cuando abro la puerta acaba de insultar a la Falvina. Las dos jóvenes se callan, una porque es muda, la otra porque es prudente.
– ¿Miette, puedes venir un instante?
Miette acude. La saco afuera y cierro la puerta detrás de mí. Con la pollerita de lana remendada y la blusa gastada de mangas cortas -pero todo esto muy limpio- y los pies descalzos. Acaba de lavar las baldosas de la casa y no ha tenido tiempo de calzarse. Miro sus pies desnudos sobre el empedrado del patio, luego su magnífica melena negra y por fin sus ojos los que, por su dulzura, se parecen tanto a los de los caballos. Luego vuelvo a mirar sus pies. No sé por qué me conmueven, aunque en sí no tienen nada de conmovedores: son largos y sólidos. Más bien es porque, estando desnudos, completan el cuadro de niña salvaje que Miette me representa esta mañana. Me digo que es la Eva de la edad de piedra que vuelve hacia mí desde el fondo de los tiempos. Idea idiota. Sobreestimación sexual, como diría Thomas. ¡Como si en este momento, no actuara él también con sobreestimación!
– ¿Miette, estás enojada?
Sacude la cabeza. No está enojada.
– ¿Qué tienes?
Nueva negación. No tiene nada.
– Vamos, Miette, me has mirado de una manera muy rara, recién.
Está delante de mí, dócil y cerrada.
– ¡Vamos Miette, hablame, dime lo que no anda bien!
Sus ojos fijos en mí con dulzura, están cargados, me parece, de un ligero reproche.
– Pero, explícate, caramba, ¿Miette, qué pasa?
Me mira, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Ni un gesto ni una mímica. Está dos veces muda.
– Miette, deberías decirme si hay algo que no anda, tú sabes que yo te quiero mucho.
Cabecea gravemente. Lo sabe.
– ¿Entonces?
Impasibilidad.
– ¿Miette?
La tomo por los dos hombros, me acerco a ella y la beso en la mejilla. Entonces de golpe, echa sus brazos alrededor de mí, me aprieta muy fuerte, pero sin besarme y desprendiéndose en seguida, me deja y entra corriendo a la casa.
La escena se ha terminado tan rápido que me quedo algunos segundos con los ojos fijos en la pesada puerta de roble que no se ha tomado el tiempo de cerrar detrás de sí.
Cuando pienso en los dos meses que siguieron a esa mañana, lo que sobre todo me llama la atención es la lentitud conque han pasado. No es por cierto por falta de actividad. Tiro, equitación, elevación de la muralla del primer recinto (servimos todos de mediacucharas al gran Peyssou) y para mí, además, clases de gimnasia a Evelina, y también lecciones de ortografía y cálculo.
Estamos muy ocupados y sin embargo, nada nos apura. Disponemos de amplios descansos. El ritmo de vida es lento. Cosa extraña, aunque las jornadas tengan el mismo número de horas, nos parecen infinitamente más largas. En el fondo, todas esas máquinas que se suponía eran para facilitar nuestras tareas, autos, teléfono, tractor, cortadoras, trituradora de granos, sierra circular, las facilitaban, es cierto. Pero tenían también por efecto acelerar el tiempo. Se quería hacer demasiadas cosas demasiado rápido. Las máquinas estaban siempre en los talones, apurándonos.
Por ejemplo, antes, para ir a La Roque para anunciar a Fulbert que Cati y Thomas se habían casado -suponiendo que no haya querido hacerlo por teléfono- habría necesitado nueve minutos y medio en auto, y eso a causa de las numerosas vueltas. Fui a caballo con Colin que quiso acompañarme, sin ninguna duda para volver a ver a Inés, y hemos necesitado una buena hora. Y ahí, con mi mensaje entregado a Fabrelâtre, ya que Fulbert no se había levantado, no era cuestión de salir en seguida, después de sus quince kilómetros de carretera, los caballos tenían necesidad de un poco de descanso. Además, a la vuelta, para no infligirles demasiado macadam, he tomado el atajo del bosque que, debido a la cantidad de troncos de árboles que lo obstruían, nos ha retardado mucho. Resumiendo: habiendo salido a la mañana temprano, volvimos a mediodía, cansados pero bastante contentos, Colin de haber hablado con Inés y yo de haber visto brotes verdes, aquí y allá, emerger del suelo y hasta en los árboles que parecían muertos.
Compruebo que nuestros movimientos son también más lentos. Se han adaptado a nuestro ritmo de vida. Uno no se baja del caballo como se sale de un auto. No es cuestión de golpear la puerta y subir la escalera de cuatro en cuatro para atender el teléfono que está sonando. Yo desmonto desde la entrada, llevo a Amaranta al paso hasta su box, la desensillo, la arreglo con cuidado y espero que esté bien seca para permitirle que beba. En todo, una buena media hora.
Es posible que habiendo desaparecido la medicina, la vida sea más breve. Pero si uno vive más lentamente, si los días y los años ya no pasan delante de la nariz a una velocidad pavorosa, si uno por fin tiene tiempo de vivir, me pregunto qué es lo que se ha perdido.
Hasta las relaciones con la gente se han enriquecido considerablemente debido a la lentitud de nuestra vida. ¡Y cómo entonces, si comparo! Germán, mi pobre Germán, que murió delante de nuestros ojos el día del acontecimiento, a pesar de haber sido mi colaborador más cercano durante años, por así decir, no lo he conocido, o lo que es peor, lo he conocido justo lo necesario para utilizarlo. Horrible, esa palabra "utilizar", cuando se trata de un hombre. Pero así es, yo era como todo el mundo, estaba apurado. Siempre el teléfono, el correo, el auto, las ventas anuales de caballos de silla en las grandes ciudades, la contabilidad, los papelotes, el inspector de impuestos… Viviendo a un tal ritmo, las relaciones humanas desaparecen.
A principios de agosto recibimos la visita del viejo Pougès, que saliendo de La Roque para su pequeño paseo cotidiano había llegado hasta nosotros. Aplaudo la hazaña de este hombre de setenta y cinco años: treinta kilómetros de ida y vuelta por caminos accidentados para beber dos vasos de vino. A mi entender, se los tiene bien ganados. Pero no se puede decir que la Menou lo reciba con los brazos abiertos. Le tomo la botella de las manos y la mando a la casa. ¿Qué le he hecho?, me pregunta el viejo Pougès lamentándose y tirando de las dos puntas de su largo bigote. ¡Pero nada, le digo, no hagas caso, ocurrencias de vieja! En realidad, lo que Menou le reprocha, no lo ignoro, es haber arrastrado a su difunto marido, hace cuarenta y siete años a lo de Adelaida, con las consecuencias sabidas para la paz de su hogar y los nombres de sus marranas. Medio siglo no ha amortiguado el rencor de la Menou. Y bueno, tienes coraje, me dice a la noche antes de cenar, de recibir eso en tu casa. Un haragán, un borracho, un tipo que corre tras las mujeres. Vamos, Menou. Vamos Menou ¡ya no corre mucho, el Pougès, salvo en bici! Y para beber, no más que tú.
Pougès me da noticias de La Roque. El domingo en la capilla, en medio del sermón, el Fulbert ha denunciado mi duplicidad, es así como ha dicho, y por cierto una palabra no muy fina con respecto a Cati. Yo pensé en seguida: está provocando. Felizmente, Marcel estaba al lado de la Judith, con quien creo que se entiende bien. Bueno, cuando vio que él se ponía todo colorado, colocó su manaza sobre el brazo, se dio vuelta hacia Fulbert y en pleno sermón, le dijo: "Señor Cura, discúlpeme, pero yo vengo para oír hablar del buen Dios, y no para escuchar el relato de sus disputas personales con el señor Comte respecto de una chica". Y ya sabes cómo habla: pinchuda y seca. Educada, pero con la voz como un sargento. ¡A tu salud! ¡A tu salud!
– A tu salud.
– Al día siguiente le ha disminuido su ración. Entonces ella dio la vuelta al pueblo con su ración para mostrársela a la gente, y le dijo a Fabrelâtre: señor Fabrelâtre, le dirá al señor cura que le agradezco que me haga ayunar. Pero que si mañana no tengo una ración normal, iré a mendigar a Malevil. Y bueno, no lo creerás, Emanuel, pero al día siguiente, tenía como todo el mundo.
– Lo que prueba que hay que tener bolas para que le lleven a uno el apunte -digo mirándolo.
– ¡Y sí!, ¡y sí! -dice evasivamente el viejo Pougès extrayendo su pañuelo del bolsillo y limpiando con cuidado, de los dos lados, su largo bigote de un blanco amarillento.
No es solamente, si puedo decirlo, preocupación de limpieza. Es para hacerme comprender que su vaso está vacío. Se lo lleno por segunda vez hasta el borde. Luego entierro el corcho en el cogollo con un golpe seco. Para que no queden dudas.
Mientras chupa el primer vaso, el Pougès me da conversación. Pero para el segundo, debe considerar que ya estoy bien pago. Se calla. El segundo es, por así decir, el vaso gratuito, como en lo de Adelaida. Necesita recogimiento. Y yo aprovecho su silencio para escribir una carta a Marcel que él pondrá en el buzón de la torre previniendo al interesado con una palabra. Eso le evitará comprometerse. Aconsejo a Marcel en esa carta, que organice dos campañas de oposición: una abierta y cortés, llevada por Judith contra Fulbert. Y la otra, contra Fabrelâtre, clandestina e injuriosa.
De todos nosotros, fue Peyssou el que tuvo razón cuando dijo que el trigo de los Rhunes tenía la "voluntad" de recuperarse. El 15 de agosto, es verdad que con mucho retraso, las espigas se han formado, y para el 25, están casi maduras, y es otra vez Peyssou quien, una tarde, en el más cercano linde de los Rhunes ve tallos pisoteados, espigas comidas y huellas de patas.
– Esto -dice- es un tejón, y uno grande, no tienes más que fijarte en la separación de las patas.
– El tejón come el maíz -dice Colin-, o las uvas.
Encogimiento de hombros de Peyssou.
– Ni siquiera contesto -dice contestando-. ¡A falta de maíz, imagínate!… Este cochino animal, el día de la bomba debía estar en su cueva. Escarba profundo un tejón.
– ¿Y cómo ha comido, desde entonces? -dice Jacquet.
Reencogimiento de hombros de Peyssou.
– No ha comido, ha dormido.
Creo que Peyssou tiene razón. Es verdad que en nuestras regiones donde el frío es moderado y el alimento fácil, el tejón no entra más en hibernación. Pero, sin embargo, ha debido en caso de hambre conservar la facultad de restringir su actividad en el fondo de su agujero y vivir con economía de sus reservas de grasa, esperando días mejores.
Consejo de guerra. Antes, uno se contentaba con prender un fuego lento en los bordes del terreno para apartar al tejón. Pero el procedimiento no nos parece bastante vengativo. No queremos solamente apartarlo, queremos su pellejo. El odio del paisano por el dañino que le disputa su cosecha nos sube al corazón, más fuerte que nunca.
Sobre la pendiente de la colina, del otro lado de los Rhunes, a unos veinte pasos del terreno de trigo, se construye un pequeño abrigo cavado en el suelo y cubierto de un techo de fajinas apoyado sobre cuatro postes. El techo no se ha concebido solamente para esconder al cazador, sino para protegerlo de la lluvia y del viento. Y Meyssonnier, a quien debemos el plan de este puesto, ha llevado su refinamiento hasta disponer en el fondo de la trinchera un enrejado rústico para aislarnos del suelo. Porque, dice, a través de las botas de caucho tan gruesas como quieras, la humedad te sube por el cuerpo.
Se forman equipos para vigilar por turno, de noche, en la pequeña casamata, y no se excluye a las mujeres, las dos jóvenes por lo menos, a las que hemos enseñado a tirar en estos dos meses y que se desenvuelven muy bien. Cati, desde luego, va a hacer equipo con Thomas. Y Miette, de la que esperaba ser elegido, eligió a Jacquet. Lo que lleva a Peyssou, a falta de Jacquet, a tomar a Colin, y yo, a Meyssonnier. Al momento, Evelina -y esto Miette ha debido preverlo- me hace una escena para ser también de mi equipo, y ante mi resistencia, hasta comienza una huelga de hambre que me obliga a capitular.
Pasan ocho días. Nada de tejón. Aunque maloliente él mismo, debe tener el olfato sensible y ha sabido descubrirnos. Es verdad que, desde su punto de vista, quizá seamos nosotros los que apestamos. No importa, continuamos el acecho.
Así el tiempo pasa, lento como un río. Me despierto al alba por la claridad del día. Dejo la ventana abierta desde que está tan lindo. Me gusta, cuando me despierto, vigilar sobre la colina de enfrente, los progresos de la vegetación. Es increíble. Quién hubiera pensado, hace dos meses, que veríamos tanta hierba y tantas hojas, éstas no sobre los árboles -muy pocos han sobrevivido- pero sí sobre un número inaudito de pequeños arbustos que han aprovechado de la ruina de sus grandes vecinos para proliferar. Miro también a Evelina, dormida sobre el canapé de Thomas. El sistema de los días de hospitalidad por bocados de pan y tragos de leche le ha valido quedarse en mi cuarto dos meses después de haber sido admitida por una noche Pero no me animo a poner fin a nuestras convenciones, la han beneficiado mucho. Ahora tiene colores, mejillas y músculos. Y si su pecho se ha quedado chato a pesar de mis predicciones, por lo menos parece una gimnasta. Ha aprendido a montar a caballo, más rápido que nadie, pues monta con una impavidez total, con alegría, con sus piececitos golpeando los flancos para poner la montura al galope, y sus trenzas rubias volando tras ella. Para la equitación le he impuesto las trenzas desde el día que, montada en Morgane al levantar la mano derecha para echar sus largos cabellos hacia atrás, desencadenó una serie de saltos de carnero que la hicieron aterrizar sobre un pequeño arbusto, felizmente salva.
En el mismo momento que Evelina, sintiendo mi mirada sobre ella, abre los ojos, estalla un tiro. Luego un segundo, luego, un cuarto de segundo más tarde, un tercero. Paso en un abrir y cerrar de ojos de la estupefacción a la inquietud. Peyssou y Colin han pasado la noche al acecho en los Rhunes, pero a esta hora se preparan a volver.
Ya de día, el tejón no se va a arriesgar en los trigales. Y si estaba, por otra parte, Colin y Peyssou no necesitarían tres cartuchos para obtenerlo. Me levanto, y enfilo rápido mi pantalón.
– Evelina, corre al castillete de entrada a decirle a Meyssonnier que agarre su escopeta, abra y me espere.
Desde hace un mes, he decidido, en efecto, que las armas serían personales y que cada uno guardaría la suya en su cuarto. En caso de sorpresa nocturna habría pues tres fusiles en el castillete de entrada, tres en el torreón y uno, el de Jacquet, en la casa, salvo cuando Jacquet está en el cuarto de Miette, lo que es el caso.
Evelina corre, con los pies desnudos y en camisón, y cuando salgo de mi habitación apenas abrochado, la de Thomas se abre y aparece en pijama, con el torso desnudo.
– ¿Qué pasa?
– Tomen sus fusiles los dos y vayan a apostarse en el castillete de entrada. No se muevan de ahí. Se quedarán para cuidar Malevil: ¡Ligero, ligero! ¡Inútil vestirse!
Bajo de cuatro en cuatro la escalera caracol y me encuentro cara a cara con Jacquet, que sale del cuarto de Miette. Su reacción ha sido más rápida que la de Thomas: tiene un pantalón, tiene su arma. No cambiamos una palabra. Corremos el uno al lado del otro.
Cuando llegamos al medio del primer recinto un quinto tiro estalla en los Rhunes. Me paro, cargo mi fusil y tiro al aire. Espero que comprenderán que eso quiere decir que llegamos. Prosigo mi carrera. Veo delante de mí a Meyssonnier, con su arma en la mano, abriendo la puerta. Le grito de lejos:
– ¡Vamos, vamos, te alcanzo!
Jacquet, que ha seguido corriendo mientras yo me detenía a cargar mi arma, está ahora delante de mí. Franqueo detrás de él el portal de entrada, emprendo la bajada, oigo a mi espalda el ruido de un aliento, me doy vuelta, es Evelina, descalza, en camisón y corriendo a todo lo que da para alcanzarme.
Una rabia loca me asalta, me paro, la tomo del brazo, la sacudo y le grito: -¡Pero por Dios! ¡Qué estas haciendo aquí! ¡Vuélvete, vuélvete!
Ella grita, con los ojos fuera de las órbitas:
– ¡No, no; no quiero dejarte!
Yo chillo:
– ¡Vuélvete!
Y pasando mi fusil de la mano derecha a la mano izquierda, le doy dos bofetadas al vuelo. Obedece como un animal golpeado, camina retrocediendo hacia el portón, y luego con una lentitud exasperante mirándome con ojos aterrorizados. Yo chillo:
– ¡Vuélvete!
¡Pierdo segundos preciosos! ¡Y Cati y Thomas que no están todavía aquí! ¡Y a quién puedo confiársela! Ni a la Menou, que por otra parte veo bajo el portón abierto luchar con Momo al que retiene con las dos manos de la camisa.
Agarro a Evelina por el medio del cuerpo y poniéndomela al hombro, hago corriendo el trayecto que me separa del portón y la deposito como un bulto en el interior.
En el mismo momento, veo la camisa de Momo que se desgarra, y a Momo, liberado, que se abalanza y baja corriendo por el camino de los Rhunes.
– ¡Momo, Momo! -grita la Menou desesperadamente poniéndose a correr a su vez.
¡Y esos dos que no aparecen! ¡Pero no es posible, capaz que se está pintando! ¡Y él la espera!
Planto a Evelina allí y me pongo a correr por el camino, paso a la Menou trotando con sus piernitas flacas y grito: ¡Momo! ¡Momo! Pero sé que no lo voy a alcanzar. Corre como los chicos, con los pies rozando el suelo, pero va muy ligero y su aliento es inextinguible.
Al dar la curva muy cerrada que me lleva al lecho del torrente, puedo ver sin darme vuelta, pues el camino allí es casi paralelo a sí mismo, a la Menou corriendo con todas sus fuerzas, y detrás de ella, alcanzándola, ¡a Evelina! Me siento desmoralizado al último grado por esta inusitada seguidilla de actos de indisciplina. No sé por qué, por ahora estoy convencido de que Cati y Thomas también van a desertar de su puesto y seguirnos: Malevil se va a quedar sin defensores. ¡Todos nuestros bienes, todas nuestras reservas, todos nuestros animales, en manos de quien quiera entrar! Estoy desesperado y mientras corro, con el corazón golpeándome en las costillas, con los dientes apretados, mi garganta se contrae hasta dolerme. Estoy fuera de mí de furia y de aprensión.
Cuando desemboco en los Rhunes, veo bastante lejos y dándome la espalda, inmóviles, con el arma en la mano, en una fila, a Peyssou, Colin, Meyssonnier y Jacquet. Están completamente sin movimiento. No dicen nada. Parecen petrificados. Lo que los petrifica, no lo sé, pues no veo más que sus espaldas. En todo caso, no tienen la actitud de gente amenazada, o que deba defenderse, o que tiene miedo. Están mudos, cambiados en estatuas, y ni el ruido de mi carrera los hace darse vuelta.
Llego por fin hasta ellos, sin que salgan de su estupor, sin que me hagan lugar. Y a mi vez, veo.
A unos diez metros de nosotros, hacia abajo, una veintena de individuos en harapos, llegados al último grado de la caquexia, no ya pálidos sino verdaderamente amarillos, con la piel de la cara colgando sobre los huesos, algunos tan débiles que ni siquiera tienen la fuerza de acomodar la mirada y bizquean a dar miedo. Están en cuclillas o acostados sobre nuestro trigo y devoran con pequeños ladridos asustados las espigas a medio maduras. Ni siquiera pierden el tiempo en separar el grano de su envoltura, comen todo. Observo que el contorno de sus bocas está verde, prueba de que antes de encontrar nuestro trigo, han tratado de comer pasto. Parecen animales esqueléticos. Sus ojos bizcos brillan de miedo y de avidez. Y nos echan miradas de reojo apurándose en meterse las espigas en la boca. Cuando se ahogan, escupen en el hueco de sus manos y se lo tragan de nuevo, en seguida. Hay mujeres entre ellos. Se diferencian por el largo del cabello, pues su pavorosa flacura les ha quitado toda característica sexual aparente. Ninguno de ellos tiene fusil. Pero veo a su lado, sobre el trigo, horquillas y garrotes.
El espectáculo es tan lastimoso que necesito un momento para darme cuenta que ya han estropeado un cuarto de nuestra cosecha y que van a estropearla toda entera si no intervenimos. No es solamente por lo que comen. Pierden muchas más espigas pisoteándolas y acostándose sobre los tallos. Y esos granos que arruinan o devoran son nuestra vida. Si se puede impunemente destruir el trigo de Malevil, entonces Malevil será reducido también al estado de una errante banda famélica, como tantas otras. Porque ésta no es más que la primera que vemos, estoy seguro.
Es el resurgimiento de la vegetación lo que los ha volcado sobre los caminos en busca de alimento.
Peyssou está a mi lado. No parece darse cuenta de mi presencia. Pero el sudor corre por su cara.
– Hemos probado todo -dice Colin con la voz ahogada por el dolor y la rabia-. Les hemos hablado, les hemos gritado. Hemos tirado al aire. Les hemos tirado piedras ¡Piedras, te das cuenta, ni les importa, se protegen la cabeza con un brazo y siguen tragando!
– ¿Pero qué son esa gente? -dice Meyssonnier, con un estupor que en otro momento encontraría cómico-. ¿Y de dónde vienen?
Les grita en dialecto con una furia impotente:
– ¡Rajen de aquí, por Dios! ¿No ven que estropean nuestro trigo? ¿Y nosotros, entonces, qué vamos a comer?
– ¡Ah, hombre -dice Colin- en dialecto o en francés ni contestan! Se llenan. ¡Y pensar que nos hacíamos mala sangre por un tejón!
– Y si los corriéramos a golpes de culata -dice por fin Peyssou con voz estrangulada.
Hago que no con la cabeza. No hay que fiarse de su debilidad.
Se puede esperar todo de un ser acosado. Y culatas de escopeta contra horquillas, el combate no sería igual. No. El solo partido lógico que tengo que tomar, lo sé. Mis compañeros también. Pero soy incapaz. Ahí, en el linde del campo de trigo, con el arma en la mano, el seguro quitado, una bala metida en el caño, y el dedo sobre el gatillo, es poco decir que vacilo. Estoy atacado por una inhibición total que, contra mi juicio claro, me paraliza. Yo también estoy petrificado.
Momo es el único que se agita. Sé que es muy excitable, pero nunca lo he visto presa de tal delirio. Patalea, alza los brazos al cielo, levanta el puño y aúlla. Está poseído por una furia demente y dando vuelta hacia mí sus ojos brillantes y su cabeza hirsuta, con la voz y con el gesto me conjura a poner término al pillaje. Grita con voz estridente:
– ¡El tigo! ¡El tigo!
Los saqueadores han debido pelearse entre ellos o pelearse con otra banda, pues sus ropas están en jirones y esos jirones sucios, manchados, color tierra, descubren sus nalgas, sus torsos, sus espaldas. Veo a una desgraciada cuyos senos flácidos y arrugados cuelgan hasta el suelo mientras se arrastra, a cuatro patas, de espiga en espiga. Esa tiene zapatos, pero la mayoría tiene los pies envueltos en trapos. No hay entre ellos ni chicos, ni individuos muy jóvenes, ni viejos. Los menos resistentes han muerto. Los que veo están en "plena madurez". Expresión que parece cruel, aplicada a esos esqueletos. Me llama la atención la saliente de los huesos de la cadera, de las rodillas que parecen enormes, de los omóplatos, de las clavículas. Cuando mastican se les ven los músculos de las mandíbulas. Su piel es una bolsa más o menos arrugada que envuelve los huesos, y emana de su grupo un olor rancio que se agarra a la garganta y da asco.
– ¡El tigo! ¡El tigo! -grita Momo, y con sus dos manos se mesa los cabellos como para arrancárselos.
Tengo la mano derecha crispada sobre el arma, pero está siempre a lo largo de mi cadera, con el caño dirigido a tierra. No consigo apoyarla en mi hombro. Hacia estos extraños, esos saqueadores, siento un odio loco porque devoran nuestra vida. Y también porque son lo que podríamos llegar a ser nosotros en cualquier momento, en Malevil, si el pillaje de nuestros recursos continuara. Pero siento al mismo tiempo una piedad abyecta que equilibra mi odio y me reduce a la impotencia.
– ¡El tigo! ¡El tigo! -aúlla Momo, en el paroxismo de la excitación.
Y de golpe, franquea corriendo los diez metros que nos separan de la banda, y se tira aullando sobre el saqueador más cercano y los golpea con sus puños y sus botas.
– ¡Momo! ¡Momo! -grita la Menou.
Alguien se rió, quizá Peyssou. Yo también tengo ganas de reír. Por cariño hacia Momo, porque un acto tal, tan infantil, tan irrisorio, es muy de él. Y también porque nada de lo que hace Momo tiene consecuencias, porque Momo es un paréntesis en lo serio de la vida, porque Momo "no cuenta para nada". Porque no se me ocurre que le pueda pasar algo a Momo, nunca. Ha estado siempre tan protegido por la Menou, por el tío, por mí, por los compañeros.
He visto una fracción de segundo demasiado tarde la mirada hosca del hombre. He visto un cuarto de segundo demasiado tarde el golpe de la horquilla. Creí prevenirlo tirando. Ya estaba asestado. Y los tres dientes de la horquilla se hundían en el corazón de Momo cuando mi bala golpeó a su adversario y le destrozó la garganta.
Caen al mismo tiempo. Oigo un aullido inhumano y veo a la Menou abalanzarse y echarse sobre el cadáver de su hijo. Avanzo entonces como un autómata y tiro mientras avanzo. A mi izquierda y a mi derecha, avanzando en fila, mis compañeros tiran también. Tiramos al montón, sin apuntar. Mi espíritu es un blanco total. Pienso: Momo está muerto. No siento nada. Avanzo y tiro. No es necesario avanzar, estamos ya tan cerca. Y sin embargo, avanzamos, mecánicamente, metódicamente, como si segáramos un campo.
Nada se mueve ya, y sin embargo seguimos tirando. Hasta el agotamiento de los cartuchos.