XI

La noche que sigue a mi elección, la lluvia cae en tromba al punto de tenerme despierto durante horas, no por el ruido que hace sino por un sentimiento casi personal de gratitud que siento por ella. Siempre he amado el agua viva, pero era un amor negligente. Uno se acostumbra a lo que lo hace vivir. Termina por creer que va de suyo. Y no es verdad, nada es dado para siempre. Siempre, todo puede desaparecer. Y el saberlo y el volver a ver de nuevo el agua me da la impresión de estar convaleciente.

He elegido para dormir esta habitación en que estoy, porque su alto ventanal da al este sobre los Rhunes y sobre el encantador castillo de Rouzies, ahora en ruinas, del otro lado del valle. Es por esta ventana que a la mañana el sol entra y me despierta. No puedo creer a mis ojos. Como lo predijo Peyssou, todo viene al mismo tiempo. Me levanto, sacudo a Thomas con fuerza, y juntos, miramos el primer sol desde hace dos meses.

Recuerdo un paseo de veinticinco kilómetros, de noche, en la bici con los compañeros del Círculo, luego una subida de una buena hora y media para alcanzar el punto culminante del departamento (512 m) y ver levantarse el sol. Es el tipo de cosas que uno hace a los quince años, con una euforia que se pierde en seguida. Y es una lástima. Se debería vivir dando más atención a la vida. No es tan larga.

– Ven -digo a Thomas-. Vamos a ensillar los caballos e ir a ver esto desde la Poujade.

Y es lo que hacemos, sin lavarnos y sin comer. La Poujade, por encima de Malejac, es la colina más alta del rincón. Tomo a Malabar y como de costumbre, dejo a Amaranta para Thomas, porque Malabar necesita todavía mucha atención mientras que Amaranta es la docilidad misma.

Me marco ese paseo al alba a la Poujade, con Thomas, no porque sucediera algo -no hubo nada más que el sol y nosotros- y no porque se hubo dicho algo de importancia, no se abrió la boca. Ni siquiera, porque lo que se vio de la Poujade fuera lindo: una región calcinada, granjas en ruinas, campos ennegrecidos, esqueletos de árboles. Pero sin embargo, sobre todo eso, existía el sol.

El tiempo necesario para alcanzar la colina y su círculo ya alto sobre el horizonte ha virado del rojo al rosa y del rosa al blanco rosado. Aunque da un buen calor, aún se lo puede mirar sin pestañear, de tal modo está velado. La tierra empapada en agua humea de todos lados. Deja libre una bruma que parece tanto más blanca como que la gleba, carbonizada, es de color tinta.

Con nuestros caballos a la par, cara al este sobre la Poujade, esperamos sin decir una palabra que el sol se desprenda de sus vapores. Cuando lo consigue -y eso sucede de golpe- la yegua y el padrillo apuntan al mismo tiempo sus orejas hacia adelante, como si estuvieran sorprendidos por un fenómeno insólito. Amaranta hasta deja oír un pequeño relincho de miedo y gira la cabeza del lado de Malabar. Él le mordisquea en seguida la boca, lo que parece tranquilizarla. Como su cabeza está dada vuelta hacia mí, veo que pestañea con una rapidez sorprendente, mucho más rápido, me parece, que un humano. Es verdad que Thomas, como si sus párpados no bastaran a su cometido, ha puesto la mano delante de los ojos. Lo imito. El resplandor es apenas soportable. Nos damos cuenta, por el dolor que nos significa, que hemos vivido durante dos meses en una penumbra de sótano. Con todo, cuando ya me he acomodado, la euforia sucede al dolor. Mi pecho se dilata. Cosa curiosa, huelo el aire con fuerza como si la claridad fuera algo que se respira. Tengo también la impresión de que mis ojos se abren mucho más de lo que nunca han hecho, y que yo me abro con ellos. Al mismo tiempo, al bañarme en esta luz, experimento un sentimiento inaudito de liberación, de liviandad. Le hago dar una vuelta a Malabar para sentir sobre las espaldas y la nuca el calor del sol. Y con el objeto de presentarle sucesivamente todas las partes de mi cuerpo, me pongo a dar vueltas al paso sobre la cumbre de la colina, seguido luego por Amaranta que no le pide permiso a Thomas para imitar al padrillo. Miro la tierra a mis pies. Amasada y penetrada por la lluvia, ya no es más polvo. Ha vuelto a tener un aspecto vivo. En mi impaciencia, hasta busco en ella el rastro de un brote fresco y miro los árboles menos quemados como si pudiera distinguir en ellos algunas yemas.

Al día siguiente se decide sacrificar a Príncipe, el becerro. En Malevil tenemos ya a Hércules, el toro del Estanque. En La Roque igualmente tienen un toro. Conservar a Príncipe ya no tiene ningún sentido, y puesto que vamos a dar a la Negrita a La Roque, y que por otra parte Marquesa alimenta a sus mellizas, nos hace falta la leche de Princesa.

El "sacrificio" -tal es el término hipócrita que se emplea en las revistas especializadas para el asesinato de un animal- fue algo horroroso. Porque desde el momento en que le sacamos a Príncipe, Princesa se puso a mugir como para arrancarnos el corazón. Miette, que había acariciado a Príncipe hasta el último minuto, se sentó en las baldosas y lloró a lágrima viva. Lo que por lo menos tuvo un efecto feliz, porque este género de "sacrificio", hasta entonces, excitaba a Momo al más alto grado y le hacía pegar unos gritos salvajes durante todo el tiempo que duraba la vergonzosa operación. Al ver a Miette bañada en llanto, Momo se calló, trató de consolarla y al no conseguirlo se sentó a su lado y se puso a llorar con ella.

Príncipe tenía ya más de dos meses y cuando Jacquet lo hubo despedazado, se decidió darle la mitad a las gentes de La Roque y pedirles en cambio azúcar y jabón. También se llevaron dos hogazas y manteca, pero a título de regalos. Y también dos perforadoras para sacar los troncos de los árboles que, el día del acontecimiento, habían debido caer al través del camino.

Salimos al alba, el miércoles, en la carreta tirada por Malabar, yo, con el corazón apretado por quitar Malevil, aunque fuera por un día. Colin contento de volver a ver su negocio, Thomas contento de cambiar de panorama. Los tres armados, con la escopeta en bandolera.

Los del Estanque rebosan de alegría de volver a ver a Cati y a su tío Marcel. Miette, con los cabellos lavados el día anterior, y vestida con un vestidito floreado por el que la felicitamos todos (grandes gestos para agradecernos). Jacquet, afeitado y peinado.

Y la Falvina trémula de júbilo, porque al placer de volver a ver a su hermano se agrega el de escapar por algunas horas a las tareas domésticas y a la tiranía de la Menou.

Esa felicidad es demasiado grande para ella: apenas hemos dejado Malevil que ya se puso, como dice Colin, a hablar a mares. Comprendemos el origen de su euforia y nadie tiene alma como para retarla. Preferimos, al encontrar el primer árbol, bajar los cuatro de la carreta, seguidos por Miette, y no volver a subir a ella, salvo en las bajadas, dejando que Jacquet soporte solo su verborragia. De todos modos, no es cuestión de ir al trote. La Negrita está atada detrás de la carreta y sigue como puede. Necesitamos más de tres horas para franquear los quince kilómetros que nos separan de La Roque. Durante todo ese tiempo, Falvina sin que nadie la escuche, no para. Una o dos veces escucho para comprender el mecanismo del flujo. No tiene nada de misterioso: una cosa trae la otra, por un simple juego de asociación de ideas. La conversación de Falvina se devana como un rosario. O mejor dicho, como un papel higiénico. Se tira de un extremo y se larga el rollo.

Llegamos delante de la puerta sur de La Roque a las ocho.

Y nos encontramos con el pequeño batiente recortado en la puerta. No tengo más que empujarlo para penetrar en el interior, correr los cerrojos y abrir los dos batientes. Estoy en la plaza, y nadie en la proximidad. Llamo. Nadie responde. Es cierto que la puerta da a la parte baja de la ciudad y dado que ésta está quemada y en ruinas, no tiene nada de extraño que no esté habitada. Pero que la puerta no esté vigilada ni incluso cerrada, es algo que dice mucho sobre la inconsciencia de Fulbert.

La Roque es un pequeño burgo encaramado, adosado a un acantilado, completamente cerrado por murallas en su parte baja y coronado en su cima por un castillo. Hay una buena docena de burgos de ese estilo en Francia, antes muy gustados por los turistas; pero La Roque es uno de los más homogéneos, porque todas las casas son antiguas, ninguna ha sido estropeada, y las murallas son continuas, con dos lindas puertas flanqueadas de torres redondas, una al sur -la que acabamos de cruzar- y la otra al oeste, abriendo sobre la carretera secundaria que lleva a la capital del departamento.

Cuando se entra por la puerta sur, se presenta ante uno un dédalo de estrechas callecitas, luego se desemboca sobre la calle mayor. Es apenas más ancha que las otras, pero la llaman así en razón de los negocios que la flanquean. Esta calle mayor tiene otro nombre: el atajo.

Sus negocios son muy lindos porque cuando sonó la hora de la modernización, Monumentos Públicos prohibió que se tocara a los medios puntos de las aberturas. El resto es de aparentes piedras doradas con unas junturas muy discretas, los techos de piedras chatas, y las partes reconstruidas lo han sido en tejas de pizarra nuevas, claras y cálidas, zigzagueando en medio de las manchas gris-negro de las tejas de pizarra antiguas. Las grandes baldosas desparejas tienen como las casas cuatrocientos años y están magníficamente pulidas por los hombres que han visto pasar.

Esta calle mayor sube de manera muy empinada hasta el portal del castillo, exornado, monumental, pero sin castillete de entrada, sin matacanes, sin troneras, porque esas "defensas" en la época tardía en que fue construido habían pasado de moda. Incluso la puerta fue pintada de verde oscuro por los Lormiaux, lo que a primera vista llama la atención porque todos los postigos en La Roque están pintados de rojo oscuro como lo exige la tradición. También el castillo es de muros corridos contra los cuales se apoyan en colgadizo casas que tienen su misma edad, y es enteramente del siglo XVI, habiendo sido reconstruido sobre el emplazamiento de una fortaleza que se incendió. Delante de él, se extiende una pequeña explanada de cincuenta metros por treinta de donde se goza de una extensa vista -con tiempo claro, se ve hasta Malevil- y donde los Lormiaux han hecho acarrear enormes cantidades de mantillo para dotarse de un cuadro de césped inglés. Y detrás del castillo, el acantilado que lo domina y lo protege.

Al salir de las callecitas macadamizadas, los cascos de Malabar y las ruedas de la carreta hacen un lindo estruendo sobre las baldosas gibadas del atajo. Las cabezas comienzan a aparecer en las ventanas. Le digo a Jacquet que se detenga delante de Lanouaille, el carnicero, para descargar la mitad del ternero. Y apenas nos detenemos, la gente ya está en el umbral de sus puertas.

Los encuentro enflaquecidos, y sobre todo bastante molestos. Me esperaba una recepción exuberante. Y aunque los ojos se ponen a brillar cuando Jacquet carga sobre su espalda la mitad de Príncipe y la suspende, ayudado por Lanouaille, en un gancho, este brillo se apaga pronto. El mismo fenómeno se repite cuando exhibo las dos hogazas y la manteca y se lo doy a Lanouaille que lo recibe, me doy cuenta, con una cierta vacilación y con aire un poco asustado, mientras que los larroqueses, en círculo alrededor de nosotros, miran el pan con miradas intensas, cargadas de tristeza.

– ¿Nos das todo esto para nosotros? -me dice Marcel Falvine con tono abrupto y casi violento, desprendiéndose del abrazo de su hermana y de su sobrina nieta y adelantándose hacia mí, con su delantal de cuero bamboleándose a cada paso.

Estoy asombrado por la agresividad de su tono, y lo miro. Lo conozco desde hace mucho, pero la mayoría de las veces lo he visto en su negocio, con la horma entre sus rodillas, en tren de remendar zapatos. Es un hombre de unos sesenta años, casi calvo, con ojos muy negros, una gran nariz que ostenta una verruga sobre la narina izquierda. Pero lo que más me choca, es el contraste entre sus piernas, cortas y torcidas, y sus hercúleas espaldas.

– Pero seguro -digo-. Es para todos ustedes.

– En ese caso -dice Marcel con voz fuerte dándose vuelta hacia Lanouaille- inútil esperar. Repartes en seguida. Empezando por las hogazas.

– No sé si el señor cura estaría de acuerdo -dice Fabrelâtre-. Sería mejor esperar.

Fabrelâtre es la ferretería-bazar de La Roque. Físicamente, un largo velón blancuzco de rasgos blandos, un bigotito gris como un cepillo de dientes bajo la nariz, ojos parpadeando detrás de unos anteojos de metal.

– Se le guardará su parte -dice Marcel sin mirarlo, con un violento gesto del brazo-. Y también la de Armand, de Gazel y de Josefa. No se le hará trampa a nadie, pierdan cuidado. ¡Carajo, Lanouaille, qué estás esperando, por Dios!

– Inútil blasfemar -dice Fabrelâtre con tono autoritario.

Un silencio. Lanouaille me mira como para buscar mi opinión. Es un muchacho de veinticinco años, tan sólido como el Jacquet, con unas mejillas redondas y ojos francos. Por lo que puedo ver está de acuerdo con Marcel, pero no se atreve a pasar por encima de la oposición de Fabrelâtre.

Estamos rodeados por unas veinte personas. Miro esas caras, unas conocidas, otras desconocidas, y en todas, leo el hambre, el miedo y la tristeza. Me doy cuenta que voy a intervenir y en qué sentido. Pero espero para captar mejor la situación.

Alguien se adelanta. Es Pimont. Atendía el kiosco de tabaco-papelería-diarios de La Roque. Lo conozco muy bien, y mejor todavía a su mujer, Inés. Treinta y cinco años los dos, Pimont ex centro-delantero del equipo que ganó a Malejac el día en que mi tío y mis padres se mataron en el auto. Pequeño, vivo, fornido, con los pelos en cepillo, sonriente. Pero su sonrisa, hoy, no existe.

– No hay razón para postergar la distribución -dice con tono tenso-. Aquí todos somos garantes de que será equitativa y que no nos olvidaremos de nadie.

– Sería de todos modos más cortés esperar -dice Fabrelâtre en tono seco, sus ojos parpadeando detrás de sus anteojos de metal.

Noto que ni Pimont, ni Marcel, ni Lanouaille miran a Fabrelâtre cuando habla. Y noto también que Marcel, vivo y efervescente como es, no se ha rebelado cuando Fabrelâtre, en público, lo retó por su improperio. Con ver los ojos ansiosos y famélicos que todos fijan sobre las dos hogazas, es claro que están de acuerdo con una distribución inmediata. Pero aparte de Marcel y Pimont, nadie se ha atrevido a hablar. ¡El blando, el opaco, el amorfo Fabrelâtre mantiene a raya a veinte personas!

– ¡Ah, vaï -dice de pronto el viejo Pougès dirigiéndose a Lanouaille en dialecto (y al punto, tengo la certeza que Fabrelâtre no comprende el dialecto)- distribuye, pequeño, que ya tengo la boca hecha agua, con esa hogaza!

Del viejo Pougès hablaré más tarde. Se ha expresado riendo en tono de broma, pero nadie hace eco a su risa. Cae un silencio. Lanouaille me mira y mira luego el gran portal verde del castillo, como si temiera verlo abrirse de golpe.

Como el silencio se prolonga, comprendo que ha llegado el momento de intervenir.

– ¡Vaya una discusión! -digo con una risita jovial-. ¡Pero miren que hacen historias, para nada! Me parece que si están en desacuerdo, no tienen más que decidir por mayoría de los presentes. Vamos -empalmé yo levantando la voz- ¿quién está a favor del reparto inmediato?

Hubo un momento de estupor. Luego Marcel y Pimont levantan la mano. Marcel con una violencia contenida, y Pimont más mesuradamente, pero de una manera por completo resuelta. Lanouaille baja los ojos, con aire molesto. Al cabo de un segundo, Pougès avanza un paso y levanta el índice derecho mirándome con cara de entendido, pero sin despegarlo de su pecho, de tal modo que Fabrelâtre delante de quien está colocado no puede verlo. Esa pequeña astucia me da vergüenza por él y no cuento su voto.

– Dos a favor -digo sin que él proteste-. ¿Y ahora quién está en contra?

Fabrelâtre, solo, levanta el dedo y Marcel se ríe con burla bien fuerte, pero siempre sin mirarlo. Pimont sonríe con sarcasmo.

– ¿Quién se abstiene?

Nadie se mueve. Paseo mi mirada sobre los larroqueses. Es increíble: ni siquiera se atreven a abstenerse.

– Por dos votos contra uno -digo con voz pareja- el reparto inmediato es votado. Se efectuará bajo el control de los donantes. Thomas y Jacquet serán los responsables.

Thomas, que prosigue una animada conversación con la Cati (acoto para detallarla más adelante con tiempo), se adelanta, seguido de Jacquet, y la muchedumbre se abre ante ellos con docilidad para dejarlo entrar en el puesto de Lanouaille. Echo una rápida ojeada a Fabrelâtre, amarillo y corrido. Tiene que ser muy estúpido, ése, por haberse prestado a mi elección y por haber votado él mismo, demostrando así su aislamiento. En sí mismo, me doy cuenta, ese gran papanatas no es nadie. Es la fuerza que está detrás del portal verde la que dirige el juego.

Lonousille se pone al trabajo con diligencia y mientras empieza a cortar las hogazas, veo que Inés con su bebé en los brazos se queda un poco aparte, dejando a su marido que haga la cola. Me parece un poco enflaquecida, pero siempre tan agradable, con sus cabellos rubios brillando al sol, sus ojos marrón claro que me dan siempre la impresión de ser azules. Me acerco. Al verla, siento despertar la antigua pequeña debilidad que tuve por ella. Y ella, de su lado, me mira con ojos afectuosos y tristes, como diciéndome: y bueno, ya ves, mi pobre Emanuel si te hubieras decidido hace diez años, hoy, sería en Malevil donde estaría. Lo sé muy bien. Esa es otra de las cosas que no hice en mi vida. Y lo pienso con frecuencia. Mientras intercambiamos así nuestros pensamientos, la conversación se anuda al nivel de las palabras. Acaricio a su bebé en la mejilla, el bebé que hubiera podido ser el mío. Me entero por Inés de que es una nena y que va a tener ocho meses.

– Parece, Inés, que si no le hubiéramos dado la vaca a La Roque, no hubieras querido confiar tu hijita a Malevil. ¿Es cierto?

Me mira con ojos indignados.

– ¿Quién te ha dicho eso? ¡Ni siquiera se ha hablado de eso!

– Sabes muy bien quién.

– ¡Ah, ese! -dice con una cólera contenida. Pero noto que baja la voz, ella también.

En ese momento, veo con el rabo de ojo a Fabrelâtre que se dirige de manera furtiva hacia el portal verde.

– ¡Señor Fabrelâtre! -digo bien fuerte.

Se detiene, se da vuelta y todos los ojos convergen en él.

– ¡Señor Fabrelâtre -digo sonriendo con jovialidad, mientras avanzo hacia él-, me parece en usted muy imprudente alejarse durante la distribución!

Siempre sonriendo, lo tomo del brazo sin que reaccione, y le digo con tono agridulce:

– No vaya a despertar a Fulbert. Es un hombre, como usted sabe, de salud frágil. Necesita dormir mucho.

Siento su brazo fofo y sin músculos temblar bajo el mío, y sin aflojar mi apretón lo llevo hacia el puesto, pasito a pasito.

– Pero, es necesario que el señor cura sea prevenido de su llegada -dice con una voz sin timbre.

– No hay ningún apuro, señor Fabrelâtre. ¡Apenas son las ocho y media! Mire, por qué no va a ayudar a Thomas a distribuir las porciones.

¡Y me obedece, ese gran velón! ¡Se somete! Es lo bastante blando y lo bastante estúpido como para participar en el reparto que ha desaprobado. Marcel, con los brazos cruzados sobre su delantal de cuero, se permite reír en grande, fuerte y solo, sin que nadie lo imite, salvo Pimont. Pero tengo ahora un poco de vergüenza de mirarlo a Pimont, después de la conversación un poco demasiado tierna que acabo de tener con los ojos de su mujer.

Me voy a acercar a Cati cuando el viejo Pougès me intercepta. Lo conozco muy bien. Si mis recuerdos no me engañan, acaba de cumplir setenta y cinco años. Es bajito, tiene poca grasa, pocos cabellos, pocos dientes y muy poco ardor en el trabajo. Lo único que tiene en abundancia, es su bigote, de un blanco amarillento, que cae a lo largo de cada lado de sus labios y del que está orgulloso, creo, porque lo alisa de buena gana con cara de pícaro. Yo, Emanuel, me decía cuando me lo encontraba en Malejac, no lo parezco, pero se la di bien a todos. Primero, mi mujer que revienta. Y va una. Una víbora, tú la conocías. Después, a lo sesenta y cinco años, mi jubilación de cultivador y en seguida, meto a la granja a que me dé una renta vitalicia. Y listo, yo bien tranquilo en La Roque, cobrando de los dos lados, que vivo como quien diría, a expensas del Estado. No laburando nunca. ¡Y ya van diez años que dura y no ha terminado! Hasta los noventa con que me moriré, como papá. ¡Lo que me significa que tengo por delante unos quince años de esta buena vida para tirar! ¡Y los demás que paguen!

Yo me encontraba con Pougès y su bigote en Malejac, porque todos los días, hasta con nieve, hacía en bicicleta los quince kilómetros que separan La Roque de Malejac para venir a tomar dos vasos de vino blanco en el bar que en el ocaso de la vida la Adelaida había abierto al lado de su almacén. Dos vasos, no más. Uno que se pagaba él. Y otro que ella le ofrecía, siempre buena chica para sus ex. Y ahí también, Pougès aprovechaba. Al vaso gratis, lo dejaba durar. -¿Y cómo pasó -me dice Pougès en voz baja tirando del bigote, y mirándome con aire pícaro- que no me contaste el voto?

– No te vi -dije con una sonrisa-. No debes haber levantado la mano suficientemente alto. La próxima vez, tendrás que ser más decidido.

– Con todo -dice arrastrándome aparte- voté a favor. Recuérdalo bien, Emanuel, voté a favor. No estoy de acuerdo con lo que pasa aquí.

Y tampoco de acuerdo en comprometerse, estoy seguro.

– Debes extrañar -digo cortésmente- los paseítos en bici y los dos golpecitos de blanco en Malejac.

Me mira moviendo la cabeza.

– Los paseítos, no los extraño, porque, no lo vas a creer, Emanuel, pero ando con mi bici todos los días por la provincial. Es más bien porque ya no hay nada al final para compensarte. ¡Porque el vino del castillo, y bueno, puedes pasártela corriendo para que esos puercos no me den ni un dedal! -prosigue con una rabia contenida.

– Escucha -le digo en dialecto-. Ahora que la ruta está despejada, ¿por qué no te podrías estirar hasta Malevil de vez en cuando? Que la Menou no pediría nada mejor que pagarte un trago del tinto de nuestra viña, que bien vale el blanco de la Adelaida.

– Pero con mucho gusto -dice ocultando apenas el sentimiento de triunfo cuasi insolente que le aporta la idea de esta consumición gratis-. ¡Y eres muy atento, Emanuel! ¡Y que no se lo diré a nadie, a ver si aparecen de los que quieren abusar!

Dicho esto, me da una palmadita amable sobre la parte carnosa del brazo, me sonríe y guiña el ojo tirándose del bigote, pagándome así de antemano todo el vino que va a conseguir de mí. Y ambos nos separamos contentos, él por haber vuelto a encontrar una princesa, y yo, por haber establecido una relación regular y discreta con La Roque.

En el puesto de Lanouaille, el reparto llega a su fin. Una vez que la gente ha recibido su parte de pan y de manteca, se vuelven apurados a su casa, como si temieran ser despojados en el último momento.

– Y ahora -digo a Lanouaille- cortas la carne, sin tardar.

– Es que va a tomar una punta de tiempo -dice Lanouaille.

– Empieza, de todos modos.

Me mira -gentil muchacho, tan fuerte y tan tímido- luego va a descolgar la mitad del ternero, lo tira sobre su tabla de carnicero y empieza a afilar el cuchillo. No quedan en el puesto más que Marcel, Thomas, Cati y una chiquilina que ésta tiene de la mano. Jacquet, el reparto terminado, se ha ido a darle una mano a Colin, que algunos metros más adelante en el atajo, carga su chatarra en la carreta. La Falvina y Miette, que no veo por ninguna parte, deben estar en lo de algún amigo del burgo. En cuanto a la Negrita que, cosa rara, todo el mundo ha olvidado un poco ante la vista de las hogazas, está atada a una anilla a la derecha del gran portal verde, con el morro metido en una gavilla de heno que Jacquet tuvo la buena idea de traer.

Por fin tengo tiempo de detallar a Cati. Es más alta y menos metida en carnes que Miette, habiendo debido ser influenciada en La Roque por las revistas femeninas y su culto en la delgadez. Tiene, como su hermana, una nariz y una barbilla un poco fuertes, lindos ojos negros, pero muy maquillados, una boca sangrante de rojo y una cabellera menos abundante pero más elaborada. Usa un blue-jean bien ajustado, una blusa con muchos colores, un ancho cinturón con hebilla dorada, y en las orejas, alrededor del cuello, en las muñecas y en los dedos una buena cantidad de alhajas de fantasías. Así compuesta y adornada, parece salir de una de las mejores páginas de "Señorita de Tierna Edad"; y su actitud descarada, desenvuelta e indolente, con un brazo apoyado contra la pared del puesto y con la pelvis salida y proyectada hacia adelante, se me parece copiada de las fotos de los programas de espectáculos picarescos:

La Cati, para mí, no tiene la mirada tan dulce como Miette, pero debe estar cargada de una agresividad sexual muy eficaz, con sólo ver la manera como en unos pocos minutos ha atrapado, retenido y amarrado a Thomas, de pie delante de ella y transido. Cuando bajamos de la carreta, la Cati ha debido hacer su elección de una ojeada, y se fijó en quien está ahora frente a frente con una rapidez y una intensidad que, a mi modo de ver, no dejan ninguna posibilidad al interesado.

– Emanuel -me dice Marcel-, no conoces a mi sobrina nieta.

Le doy la mano a la sobrina nieta, le digo algunas palabras, ella me contesta, y al margen de la ceremonia social, me envuelve en una mirada experta y rápida. Ya me ha juzgado, aforado y pesado, no en mi ser moral, y aun menos en mi intelecto, pero sí en tanto que eventual pareja en la única actividad que le parece importante en la vida. Y me pone una buena nota, me parece. Hecho esto, la Cati dirige hacia Thomas todo el fuego de sus ojos. Lo que me sorprende en este asunto, es la extraordinaria rapidez con la cual el proceso de apropiación de Thomas se ha producido. Es cierto que nada es normal en la vida que vivimos después del día del acontecimiento. Lo prueba la manera en que el problema del reparto acaba de plantearse en La Roque. Lo prueba también el hecho de que ninguno de nosotros ha juzgado prudente sacarse la escopeta que lleva en bandolera, incluso Colin, a quien sin embargo le debe molestar mucho para cargar la carreta.

– ¿Y tú? -le digo a la chiquilina que Cati tiene de la mano y la que, dejada de lado por los intensos combates de miradas que suceden por encima de su cabeza, desde hace un tato se divierte siguiendo todos mis movimientos-. ¿Cómo te llamas?

– Evelina -dice teniendo fijos en mí con seriedad unos ojos azules ojerosos y hundidos que ocupan más de la mitad de su cara flaca, encuadrada por largos cabellos rubios completamente lacios que caen hasta el pliegue del codo. La tomo con las dos manos debajo de las axilas y la alzo hasta la altura de mi cara para besarla, pero al punto, pasa sus dos piernas de cada lado de mis caderas y sus dos brazos flacos alrededor de mi cuello. Mientras me devuelve los besos con una expresión de felicidad, se prende de mí con las manos y los pies con un vigor que me sorprende.

– Oye -dice Marcel dándose vuelta hacia mí-, si tienes un momento, me gustaría verte en mi negocio antes de que los otros puercos se presenten.

– Con mucho gusto -digo-. Ustedes dos -esto dándome vuelta hacia Cati y Thomas- vayan a ayudar a Colin a cargar la carreta. Baja, Evelina, suéltame -sigo haciendo un esfuerzo para abrir sus bracitos flacos, mientras que Cati toma a Thomas de la mano y lo arrastra por la calle.

– No, no -dice Evelina pegándose contra mí-. Llévame así a lo de Marcel.

– ¿Te bajarás, si te llevo?

– Prometido.

– No acabarás nunca si le cedes a esa mocosita -dice Marcel.

Y agrega:

– Vive en casa desde la bomba. Cati es la que se ocupa de ella. Y créeme, a veces es muy penoso, dado que tiene asma. Las noches que nos hace pasar son algo…

Es entonces la huérfana de la que ha hablado Fulbert y de la que "nadie en La Roque consiente en ocuparse". Qué ser desagradable. Miente como respira, hasta cuando no le sirve para nada.

Marcel me lleva no a su negocio, donde podríamos ser vistos, sino a un minúsculo comedor cuya ventana da a un patio apenas más grande. En seguida me llaman la atención sus lilas. Protegidas entre cuatro paredes, se han chamuscado, pero sin quemarse.

– Has visto -dice Marcel con un destello de alegría en sus ojos negros-. ¡Tengo brotes! ¡No se jodieron, mis lilas van a volver a salir! Pero siéntate, Emanuel.

Obedezco y Evelina se pone en seguida entre mis piernas, con sus dos manos me agarra de los pulgares y dándome la espalda, los cruza sobre su pecho. Hecho esto, se queda quieta.

Al sentarme, miro por encima de la cómoda de nogal los anaqueles donde Marcel guarda sus libros. Nada más que de los de "bolsillo" y del Club del libro. Porque los de "bolsillo" se compran en cualquier parte, y los del Club, uno no se ve obligado a entrar en una librería para obtenerlos. El primer asombro que me brindó Marcel fue a los doce años. Antes de tomar un libro que quería mostrar a mi tío, lo vi jabonarse largamente las manos bajo la canilla de la cocina. Y cuando volvió, comprobé que no estaban más blancas que antes. Unas grandes manos curtidas como el cuero e incrustadas de negro en el espesor.

– Nada para ofrecerte, mi pobre Emanuel -dijo sentándose frente a mí.

Se pone a menear la cabeza con tristeza:

– ¿Has visto?

– He visto.

– Mira, hay que ser justo. Fulbert, al principio, fue útil. Fue él quien nos hizo enterrar a los muertos. En un sentido, hasta nos devolvió el coraje. Fue poco a poco que, con Armando, se puso a apretar las clavijas.

– ¿Y ustedes no reaccionaron?

– Cuando quisimos reaccionar, era demasiado tarde. Más bien fue porque al principio no desconfiamos lo suficiente. Es un pico de oro, Fulbert. Nos dijo: del almacén, hay que transportar todas las existencias al castillo, para evitar el pillaje, dado que los propietarios han muerto. Bueno, eso parecía razonable y lo hicimos. Mismo razonamiento para la tienda de embutidos. Después nos dijo: no tienen que quedarse con las escopetas. Van a terminar por matarse unos a otros. Hay que almacenarlas también en el castillo. Bueno, eso también, no era idiota. ¿Y qué sentido tenía conservar las escopetas, si no había más caza? Y un buen día, ves, nos dimos cuenta de que el castillo tenía de todo: el forraje, los granos, los caballos, los cerdos, los chacinados, el almacén y las escopetas. Ni siquiera hablo de la vaca que nos has traído. Y aquí estamos. Es el castillo el que, cada día, distribuye las raciones a la gente. Y las raciones varían de un tipo al otro, ¿me comprendes? Y también, de un día al otro, según el favor del patrón. Es así como nos tiene en mano, Fulbert. Por las raciones.

– ¿Y en todo esto qué tiene que ver Armando?

– ¿Armando? Es el brazo secular. Es el terror. Fabrelâtre es el servicio de informaciones. Fabrelâtre es más bien un estúpido que otra cosa, como te habrás podido dar cuenta.

– ¿Y Josefa?

– Josefa, es la empleada doméstica. En los cincuenta años. Ah, nada de muy lindo para ver. Pero de todos modos no hace solamente la limpieza, si te das cuenta de lo que quiero decir. Vive en el castillo con Fulbert, Armand y Gazel. Gazel -prosiguió- es el vicario que Fulbert te destina para cuando le haya dado el último toque.

– ¿Y qué tipo es ese Gazel?

– ¡Es una mujer! -dice Marcel poniéndose a reír, y me hace bien verlo reír, porque siempre lo he visto alegre en su trabajo, con los ojos negros chispeantes, la verruga trémula, sus hercúleas espaldas agitadas por una risa que debe contener a causa de todos los clavos que tiene en la boca y que toma uno a uno para clavarlos en sus suelas. ¡Ay, cómo me gusta su manera de plantarlos, bien derechos, bien a plomo, sin errarle jamás a uno, y a qué velocidad!

– Gazel es un viudo en la cincuentena. Pero entonces, si te quieres matar de risa, te vas a verlo a su casa a la mañana, a las diez, mientras hace la limpieza, con sus pelos envueltos en un turbante para que no se llenen de tierra, y te froto por aquí y te limpio por allá, y te lustro por ahí, y todo eso que no le sirve para nada, puesto que vive en el castillo! ¡Y muy contento! ¡Así por lo menos no ensucia su casa!

– ¿Y en otro aspecto?

– ¡Oh, no es un mal tipo, en el fondo, pero qué quieres, cree en eso! ¡Y venera a Fulbert! Sin embargo, si se va a vivir a Malevil, harás muy bien en desconfiarle.

Lo miro.

– No vivirá nunca en Malevil. Los compañeros me han elegido abate de Malevil el domingo a la noche.

Evelina suelta mis pulgares, se da vuelta y me mira de hito en hito con cara de susto, pero lo que lee en mi cara debe tranquilizarla porque vuelve de nuevo a su posición. En cuanto a Marcel, abre los ojos y la boca al máximo y al segundo se pone a reír a las carcajadas.

– ¡Eres igual a tu tío, vamos! -dice entre dos hipos-. ¡Y qué lástima que no vivas en La Roque! Nos hubieras desembarazado de esta chusma. Fíjate bien -dice retomando su aire serio- emprenderla con los procedimientos drásticos, ya lo he pensado, yo también. Pero aquí no puedo contar más que con Pimont. ¡Y para Pimont, tocar a un cura…!

Lo miro en silencio. Hace falta que la tiranía de Fulbert sea muy pesada como para que un hombre como Marcel tenga esa clase de pensamiento.

– Mira -dice-, ¿el último domingo no le diste pan a Fulbert, cuando partió de Malevil?

– Pan y manteca.

– Y bueno, se supo por Josefa. Esa, por suerte, es charlatana.

– Pero era para todos ustedes esa hogaza.

– ¡Ya me di cuenta, bah,!

Abre delante de él sus dos manos negras y curtidas.

– Ahí, ahí es donde estamos. Mañana, si Fulbert ha decidido que revientes, revientas. Un suponer que te niegues a asistir a la misa o a confesarte, y ya está. Tu ración disminuye. ¡Oh, no te la va a suprimir, eso no! Te la rebaja. Poco a poco. Y si protestas, lo tienes a Armand que te hace una pequeña visita a domicilio. ¡Oh, no a mi casa! -prosigue Marcel enderezándose-. Todavía tiene un poco de miedo de mí, Armand. A causa de esto.

Del bolsillo delantero de su delantal de cuero, saca el cuchillo afilado como una navaja con el que recorta sus suelas. No es más que un relámpago y lo repone en su lugar en seguida.

– Escucha, Marcel -digo al cabo de un momento-. Nos conocemos de larga data, tú y yo. Y conocías al tío, tenía estima por ti. Si quieres venir a instalarte en Malevil con la Cati y Evelina, te recibiremos con mucho gusto.

Evelina no se da vuelta, pero crispando sus dos manos sobre mis pulgares aprieta mis brazos contra su pecho con una fuerza increíble.

– Te agradezco -dice Marcel, las lágrimas apareciendo en sus ojos negros-. En verdad, te lo agradezco. Pero no puedo aceptar por dos razones: primero, están los decretos de Fulbert.

– ¿Los decretos?

– Y sí, figúrate: el señor promulga decretos, él solo, sin consultar a nadie. Y nos los lee desde el púlpito el domingo. Primer decreto (me lo sé de memoria): la propiedad privada es abolida en La Roque, y todos los bienes inmuebles, comercios, víveres y provisiones existentes en el perímetro de las murallas pertenecen a la parroquia de La Roque.

– ¡No es posible!

– ¡Espera! Eso no es todo. Segundo decreto: ningún larroqués tiene el derecho de ausentarse de La Roque sin autorización del consejo de la parroquia. Y ese consejo ¡que él ha nombrado!, está compuesto de Armand, de Gazel, de Fabrelâtre y de él mismo.

Me quedo estupefacto. La prudencia de que he dado muestras respecto de Fulbert me parece ahora muy superada. Además, demasiado he visto y bastante escuchado desde hace tres cuartos de hora como para estar convencido de que el régimen de Fulbert no encontraría más que unos pocos defensores si las cosas se estropearan con Malevil.

– Te imaginas -retoma Marcel- que el consejo de la parroquia no me dará nunca autorización para irme. Es demasiado útil, un zapatero. Sobre todo ahora.

Dije con violencia:

– Nos importa un cuerno Fulbert y sus decretos. ¡Vamos, Marcel, te mudamos y te embarcamos! Marcel sacudió la cabeza con tristeza.

– No. Y te voy a decir mi verdadera razón. No quiero plantar a la gente de aquí. Sí, ya sé; no son muy valientes. Pero de todos modos, si yo no estuviera aquí, sería aún peor. Yo y Pimont por lo menos con todo los frenamos un poco, a esos señores. Y no quiero abandonar a Pimont. Sería demasiado feo.

Y sigue:

– En cambio, si quieres llevar a Cati y Evelina, hazlo. Ya hace rato que Fulbert molesta a Cati para que vaya a cuidar de sus cosas en el castillo. ¡Me comprendes! Sin contar con Armand que le anda detrás.

Arranco mis pulgares de las manos de Evelina, la hago girar sobre sí misma y la tomo de los hombros.

– ¿Eres capaz de sujetar la lengua?

– Sí.

– Entonces, escucha, vas a hacer todo lo que te diga Cati, y ni una palabra. ¿Entendido?

– Sí -dice con la seriedad de una esposa dando su palabra.

Sus grandes ojos azules agrandados por las ojeras fijos en mí con solemnidad, me divierten y me conmueven, y tomando la precaución de inmovilizar sus dos brazos para que no se me prenda de nuevo, me agacho y la beso sobre las dos mejillas.

En ese momento; viniendo de la calle se oyen gritos, luego un ruido de corrida sobre el empedrado y aparece Cati, jadeante, en la piecita y me grita desde la puerta: -¡Venga rápido! ¡Armand va a pelearse con Colin!

Y desaparece en seguida. Salgo de la pieza a paso rápido, pero en el umbral, viendo que Marcel me sigue, me doy vuelta.

– Puesto que estás decidido a quedarte aquí -le digo en dialecto- harías mejor en no mezclarte en esto y cuidar de que la chiquita no se meta entre nuestras piernas.

Cuando llego a la carreta, Armand está en muy mala postura y vocifera. Jacquet y Thomas le han inmovilizado los dos brazos. (Thomas con una llave.) Y Colin delante de él, rojo como un gallito, blande sobre su cabeza un pedazo de caño de plomo.

– ¡Eh, basta, qué es lo que está pasando aquí! -digo en el tono más pacífico.

Dando la espalda a Colin, me pongo entre él y Armand.

– ¡Vamos, ustedes dos, suelten a Armand! Déjenlo explicarse.

Thomas y Jacquet lo liberan, en el fondo bastante contentos por mi intervención, porque hace un buen rato que han inmovilizado a Armand, y como Colin no se decide a aporrearlo, se encuentran en una posición delicada.

– Fue él -dice Armand muy aliviado él también, señalando a Colin-. Fue tu amigo el que me ha insultado.

Lo miro. Ha engordado, Armand, desde la última vez que nos vimos. Es el único en La Roque. Es alto, más alto todavía que Peyssou. Sus anchas espaldas y su cuello poderoso anuncian mucha fuerza. Y con la reputación que tenía, bastaba, antes de la bomba, con que llegara a un baile para que el baile se vaciara.

Por otra parte, a fuerza de vaciar los bailes, no encontró muchacha con quien casarse, por más que en el castillo le paguen por mes, casa, calefacción y luz gratis. Y he aquí que, a falta de esposa, ha tenido que contentarse en el burgo con las viejas cacerolas y con sopas demasiado cocinadas, lo que ha acabado de amargarlo. Es cierto que con sus ojos pálidos, sus cejas y pestañas del todo blancas, su nariz aplastada, su mentón prognato y sus granos, no es muy atractivo. Pero en fin, esa no es la cuestión. El hombre más feo encuentra siempre con quien casarse. Lo que desagrada en Armand, además de su brutalidad, es que no le gusta trabajar. Le gusta únicamente infundir miedo. Y fastidia que se dé aires de administrador y de guardamonte, no siendo ni lo uno ni lo otro. Por lo demás se ha compuesto un uniforme paramilitar que acaba por alienarle todas las simpatías: un viejo quepis, una chaqueta de terciopelo negro con botones dorados, una bombacha de montar, negra también, y botas. Y la escopeta. No nos olvidemos de la escopeta. Aunque la caza esté vedada.

– ¿Te ha insultado? -digo yo-. ¿Qué te dijo?

– Dijo: me jodes -dice Armand con resentimiento-. Me jodes, tú y tu decreto.

– ¿Has dicho eso? -digo girando sobre mí mismo y aprovechando que le doy la espalda a Armand para guiñar el ojo a Colin.

– Sí -dice Colin todavía rojo-. Lo he dicho y lo…

Lo interrumpo.

– ¡Especie de mal educado, no tienes vergüenza! -digo bien fuerte en dialecto-. Vas a retirar eso en seguida, que no hemos venido aquí para ser groseros con la gente.

– Bueno, está bien, lo retiro -dice Colin entrando por fin en el juego-. Por otro lado -sigue-, me ha llamado "pequeño boludo".

– ¿Has dicho eso? -digo dándome vuelta hacia Armand y mirándolo a la cara con severidad.

– Me puso furioso -dijo Armand.

– Bueno, vamos, vamos, exageras. Porque pequeño boludo es mucho peor que "me jodes". Y después de todo, acá nosotros somos los invitados del cura de La Roque. Con todo, Armand, no hay que exagerar. Les traemos una vaca, la mitad de un ternero, dos hogazas y un kilo de manteca, y nos tratas de pequeños boludos.

– Fue a él al que traté de pequeño boludo -dice Armand.

– Nosotros o él, es igual. Vamos, Armand, haces como él, lo retiras.

– Si eso te da un gusto -dice Armand de muy mala gana.

– ¡Bravo! -digo, sintiendo que quizá sería imprudente llevar más lejos mis exigencias-. ¡Y bueno, ya está! Ahora que ya se han arreglado, y que se puede hablar con calma, ¿de qué se trata? ¿Qué es eso, ese decreto?

Armand me lo explica, lo que me da tiempo para preparar mi respuesta.

– Y tú, con seguridad -digo a Armand cuando ha terminado-, has querido aplicar el decreto de tu cura, impidiendo a Colin mudar su negocio. Dado que su negocio, según el decreto, pertenece ahora a la parroquia.

– Así es -dice Armand.

– Y bien, muchacho, no te culpo. No has hecho más que tu deber.

Armand me mira con sorpresa y no sin desconfianza, con sus pestañas blancas parpadeando sobre sus ojos pálidos. Sigo:

– Solamente, ves, Armand, hay una dificultad. Es que en Malevil hemos promulgado también un decreto. Y de acuerdo con ese decreto, todos los bienes que eran propiedad de los habitantes de Malevil, pertenecen ahora al castillo de Malevil, sea donde sea que esos bienes se encuentren. El negocio de Colin en La Roque pertenece ahora a Malevil. Me imagino que no irás a decir lo contrario -digo a Colin con severidad.

– No digo lo contrario -dice Colin.

– A mi entender -prosigo-, es un caso especial. El decreto de tu cura no es aplicable, puesto que Colin no es larroqués, sino malevilés.

– Es posible -dice Armand con tono arrogante-, pero es el señor cura el que debe decidir esto, no yo.

– Y bueno -digo tomándolo por el brazo, lo que tiene como finalidad facilitarle una graciosa salida-, vas a ir a explicarle esto de mi parte, a Fulbert, y al mismo tiempo decirle que estamos acá y que se está haciendo tarde. Ustedes -digo por encima del hombro- continúen cargando hasta nueva orden. Sin darme corte -le digo en tono confidente cuando nos hemos alejado unos cuantos pasos-, se puede decir que te he sacado de un mal paso, Armand, son unos duros esos tipos, y el pequeño Colin es el más duro de todos, es un milagro que no te haya partido el cráneo en dos, no tanto porque lo hayas llamado "boludo", comprendes, es que lo has llamado "pequeño boludo", eso no lo perdona. Con todo, Armand -le digo apretándole el brazo con fuerza-, ¡La Roque y Malevil no se van a hacer la guerra por un montón de chatarra que ya no le puede servir a nadie! Un suponer que Fulbert no quiera reconocer el derecho de Malevil sobre el negocio de Colin, y que las cosas se envenenen, y que se llegue a intercambiar unos tiros, sería bastante estúpido hacerse matar por eso, ¿no es cierto? Y del lado de ustedes, si distribuyen las escopetas del castillo a la gente de aquí, no es del todo seguro que las usarían contra nosotros.

– No veo qué te autoriza decir eso -dice Armand deteniéndose y mirándome, blanco de miedo y de rabia.

– Y bueno, mira a tu alrededor, muchacho. Sin embargo, ha hecho bastante ruido la pelea de ustedes. ¡Y bueno, mira!, ¡mira! ¡Nadie en la calle! -Me sonrío-: No se puede decir que los larroqueses han volado en tu auxilio cuando tenías mis tres muchachos encima.

Me callo para dejarlo tragar ese bol de hiel, y lo traga, en silencio, al mismo tiempo que mi velado ultimátum.

– Bueno, te dejo. Cuento contigo para que le expliques la situación a Fulbert.

– Voy a ver lo que puedo hacer -dice Armand, tratando de volver a juntar alrededor de él, lo mejor posible, los jirones de su amor propio.

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