7

Urras

Shevek encontró una carta en un bolsillo del nuevo gabán con forro de vellón que había encargado para el invierno en la tienda de la cañe pesadilla. No tenía idea de cómo había aparecido allí. No había llegado por cierto con el correo que le entregaban tres veces al día, y que consistía enteramente en manuscritos y reediciones de físicos de todo Urras, invitaciones a recepciones y cándidos mensajes de escolares. Era una hoja de papel delgado, doblada y pegada, sin sobre; no llevaba sello ni franquicia de ninguna de las tres empresas de correos rivales.

La abrió, con una vaga aprensión, y leyó: «Si eres un Anarquista por qué colaboras con el sistema traicionando a tu Mundo y la Esperanza Odoniana o estás aquí para traernos esa Esperanza. Víctimas de la injusticia y la represión esperamos del Mundo Hermano la luz de la libertad en la noche oscura. ¡Únete a nosotros tus hermanos!» No había ninguna firma, ninguna dirección.

Fue para Shevek una conmoción física e intelectual, un sobresalto no de sorpresa, sino una especie de pánico. Sabía que existían, ¿pero dónde estaban? No los había conocido, no había visto uno solo, no había encontrado gente pobre. Habían levantado un muro alrededor de él, y él ni siquiera lo había notado. Lo había aceptado como si fuera parte del propietariado de ese mundo. Lo habían elegido por unanimidad, como dijera Chifoilisk.

Pero no sabía cómo derribar el muro. ¿Y si lo supiera, a dónde podía ir? El pánico lo cercaba, cerrándose cada vez más. ¿A quién pedir ayuda? Estaba todo rodeado por las sonrisas de los ricos.

—Me gustaría hablar con usted, Efor.

—Sí, señor. Discúlpeme, señor, hago sitio para dejar esto aquí.

El sirviente depositó con destreza la pesada bandeja, retiró las tapas efe los platos, vertió el chocolate amargo que subió en espumas hasta el borde de la taza sin derramarse ni salpicar alrededor. Era evidente que el hombre disfrutaba del ritual del desayuno y de su propia pericia, y que no deseaba ninguna interrupción insólita. A menudo hablaba un iótico perfectamente claro, pero ahora, ni bien Shevek le dijo que quería conversar con él, se refugió en el staccato del dialecto urbano. Shevek había aprendido a entenderlo un poco, el cambio en el valor de los sonidos era consistente una vez que uno lo captaba, pero se le escapaban las apócopes, que suprimían la mitad de las palabras. Era una especie de código, pensaba Shevek; como si los «nioti», como se llamaban a sí mismos, no quisieran que la gente de afuera entendiera lo que decían.

El sirviente permaneció en pie atento a los deseos de Shevek. Sabía —había aprendido a conocer la idiosincrasia de Shevek en la primera semana— que Shevek no quería que le acercara la silla, o que esperara junto a él mientras comía. La postura erecta, solícita del hombre bastaba para desalentar cualquier esperanza de informalidad.

—¿Quiere sentarse, Efor?

—Con el permiso de usted, señor —respondió el hombre. Corrió una silla media pulgada, pero no se sentó.

—De esto quiero hablarle. Usted sabe que no me gusta darle órdenes.

—Trato de hacer las cosas a gusto de usted, señor, sin esperar a que me lo ordene.

—Las hace…; no me refiero a eso. Usted sabe, en mi país nadie da órdenes.

—Eso he oído decir, señor.

—Bien, quiero conocerlo a usted como mí igual, mi hermano. Usted es la única persona que conozco aquí que no es uno de los ricos… uno de los amos. Me interesa muchísimo hablar con usted. Quiero conocer la vida de usted…

Advirtió una mueca de desprecio en la arrugada cara de Efor, y se interrumpió con desesperación. Había cometido todos los errores posibles. Efor lo tomaba por un entrometido, un imbécil que lo trataba con arrogante condescendencia.

Dejó caer las manos sobre la mesa en un gesto de impotencia y dijo:

—¡Oh, demonios, lo siento, Efor! No sé cómo decirle lo que quiero. Olvídelo, por favor.

—Como usted diga, señor. —Efor se retiró.

No había nada que hacer. Las «clases desposeídas» seguían siendo algo tan remoto como cuando había leído sobre ellas en el Instituto Regional de Poniente del Norte.

Mientras tanto, había prometido pasar una semana con los Oiie, entre los trimestres de verano y primavera.

Oiie lo había invitado a cenar varias veces después de la primera visita, siempre con cierto empaque, como si estuviese cumpliendo un deber de hospitalidad, o una orden del gobierno, quizás. En su propia casa, sin embargo, aunque nunca del todo expansivo y confiado con Shevek, era genuinamente cordial. En la segunda visita los dos hijos de Oiie habían decidido que Shevek era un viejo amigo, y evidentemente la confianza de los niños desconcertaba al padre. Se sentía inquieto; no podía aprobarla, realmente; pero tampoco podía decir que fuese injustificada. Shevek se comportaba como un viejo amigo, como un hermano mayor. Los niños lo admiraban, y el más pequeño, Ini, llegó a quererlo apasionadamente. Shevek era tierno, serio, sincero, y les contaba excelentes historias acerca de la Luna; pero había algo más. Representaba algo para Ini que él no podía describir. Incluso mucho más tarde, todavía influido de un modo profundo y oscuro por esa fascinación infantil, Ini no encontraba palabras para explicarla, sólo palabras que conservaban algún eco de aquella fascinación: la palabra viajero, la palabra exiliado.

La única nieve espesa del año cayó aquella semana. Shevek no había visto nunca una nevada de más de dos o tres centímetros. La extravagancia, la prodigalidad de la ventisca lo regocijaban. Le deleitaba ver aquel exceso. Era demasiado blanco, demasiado frío, silencioso e indiferente para que el más sincero de los odonianos pudiera llamarlo excrementicio; verlo como otra cosa que una magnificencia inocente hubiera sido mezquindad de alma. Ni bien el cielo se aclaró, salió a la nieve con los niños, tan entusiasmados como él. Corretearon por el gran jardín de los fondos de la casa, arrojaron bojas de nieve, construyeron túneles, castillos y fortalezas de nieve.

Sewa Oiie estaba con su cuñada Vea en la ventana, mirando jugar a los niños, al hombre, y a la pequeña nutria. La nutria se había construido un tobogán en una de las paredes inclinadas del castillo de nieve y se deslizaba cuesta abajo una y otra vez, chillando, excitada. Los chicos tenían las mejillas encendidas. El hombre, los largos cabellos ásperos de un caoba grisáceo sujetos a la nuca con un trozo de cuerda y las orejas encarnadas de frío, cavaba con energía.

—¡Aquí no!

—¡Cava allí!

—¿Dónde está la pala?

—¡Tengo hielo en el bolsillo! —resonaban constantemente las voces infantiles.

—Ahí tienes a nuestro extraño —dijo Sewa, sonriendo.

—El más grande de los físicos vivientes —dijo la cuñada—. ¡Qué divertido!

Cuando entró, resoplando y pateando nieve y exhalando el vigor renovado y frío y el bienestar que sólo conocen quienes entran en una casa viniendo de la nieve, fue presentado a la cuñada. Shevek extendió la mano grande, dura y fría y miró a Vea con ojos afables.

—¿Usted es la hermana de Demacre? —dijo—. Sí, es idéntica.

Y este comentario, que en labios de cualquier otro le habría parecido insípido, le gustó enormemente a Vea. «Es un hombre», siguió pensando toda aquella tarde. «Un hombre auténtico, ¿Qué es eso que hay en él?»

Se llamaba Vea Doern Oiie, a la usanza ioti; su marido Doem era presidente de un gran monopolio industrial y viajaba con frecuencia, pasando la mitad de cada año en el extranjero como representante del gobierno. Todo esto le fue explicado a Shevek mientras la observaba. En ella, la pequeñez, los colores pálidos de Demacre, y los ojos negros y ovales habían sido trasmutados en belleza. Los pechos, hombros y brazos eran redondos, suaves, y muy blancos. Shevek se sentó al lado de ella en la mesa de la cena. Le miró todo el tiempo los pechos desnudos, empujados hacia arriba por el corpiño rígido. La idea de andar así semidesnuda en un tiempo glacial era extravagante, tan extravagante como la nieve, y los pechos pequeños tenían una blancura inocente, también como la nieve. La curva delicada del cuello se prolongaba en la curva de la cabeza orgullosa, rasurada y grácil.

Era en verdad muy atractiva, se dijo Shevek. Es como las camas de aquí: suave. Afectada, sin embargo. ¿Porqué arrastra las palabras al hablar?

Se aferró a aquella voz tenue, a aquellos melindres como a una balsa en alta mar, y no se daba cuenta, no sospechaba que se estaba ahogando. Ella regresaría a Nio Esseia en tren, después de la cena; había ido sólo a pasar el día y no la vería nunca más.

Oiie tenía un resfriado. Sewa estaba atareada con los niños.

—Shevek ¿cree que podría acompañar a Vea a la estación?

—¡Santo Dios, Demacre! No obligues al pobre hombre a protegerme. No pensarás que hay lobos ¿verdad? ¿O que los salvajes mingrads vienen a la ciudad para raptarme y llevarme a los harenes? Quizá mañana me encuentren en las puertas de la estación con una lágrima congelada en un ojo y un ramillete rígido en mis manos pequeñas. ¡Oh, casi me gustaría!

Por encima de la voz cascabeleante, tintineante de Vea la risa rompía como una ola, una ola oscura, tranquila, poderosa, que arrastraba todo y dejaba la arena vacía. No se reía del mundo sino de sí misma; la risa oscura del cuerpo, que borraba las palabras.

Shevek se puso el gabán en el vestíbulo y la esperó en la puerta.

Caminaron un rato en silencio. La nieve crujía y chirriaba bajo los pies.

—En verdad es usted demasiado cortés para…

—¿Para qué?

—Para ser un anarquista —dijo ella con su voz tenue y arrastrada (era la misma entonación de Pae, y de Oiie cuando se encontraba en la Universidad)—. Me decepciona. Creía que era usted peligroso e indómito.

—Lo soy.

Ella levantó la cabeza y lo miró de soslayo. Llevaba una chalina escarlata atada por encima de la cabeza; los ojos parecían muy negros y brillantes contra el color vivido y la blancura de la nieve todo alrededor.

—Pero ahora me está acompañando mansamente a la estación, doctor Shevek.

—Shevek —dijo él con suavidad—. Nada de «doctor».

—¿Ese es su nombre completo… primero y último?

Él asintió, sonriente. Se sentía bien y vigoroso, disfrutando de aquel aire resplandeciente, el gabán bien cortado, el encanto de la mujer que lo acompañaba. Hoy no lo agobiaban las preocupaciones ni los pensamientos opresivos.

—¿Es verdad que una computadora les pone a ustedes los nombres?

—Sí.

—¡Qué horrible, que una máquina le ponga el nombre a uno!

—¿Por qué horrible?

—Es tan mecánico, tan impersonal.

—¿Pero qué es más personal que un nombre único, que no pertenece a ningún otro?

—¿Ningún otro? ¿Usted es el único Shevek?

—Mientras viva. Hubo otros antes que yo.

—¿Parientes, quiere decir?

—Entre nosotros no cuentan mucho los parentescos; todos somos parientes, ¿se da cuenta? No sé quiénes fueron, salvo una mujer, en los primeros años de la Colonia. Inventó una especie de cojinete que se utiliza en las máquinas pesadas, todavía los llaman «shevek». —Shevek sonrió otra vez, con una sonrisa más ancha—. ¡Una buena inmortalidad!

Vea parecía sorprendida.

—¡Buen Dios! —exclamó—. ¿Cómo diferencian a los hombres de las mujeres?

—Bueno, hemos descubierto métodos…

Un momento después la risa de ella estalló, blanda, pesada. Se secó los ojos, que le lagrimeaban en el aire frío.

—Sí, tal vez sea usted indómito… ¿Todos, entonces, tienen nombres inventados, y aprenden un idioma inventado… todo nuevo?

—¿Los Colonizadores de Anarres? Sí. Eran gente romántica, supongo.

—¿Y usted no lo es?

—No. Nosotros somos muy pragmáticos.

—Se puede ser las dos cosas —dijo ella.

Shevek no había esperado de ella ninguna sutileza mental.

—Sí, eso es cierto —dijo.

—¿Qué puede ser más romántico que haber venido aquí solo, sin un cuarto en el bolsillo, a interceder por el pueblo de usted?

—Y entre tanto dejarme corromper por los lujos.

—¿Lujos? ¿Las habitaciones de la Universidad? ¡Buen Dios! ¡Pobrecito! ¿No lo han llevado a ningún sitio decente?

—A muchos, pero todos iguales. Ojalá pudiera llegar a conocer mejor Nio Esseia. Sólo he visto lo exterior de la ciudad, el envoltorio del paquete. —Lo dijo porque desde el comienzo le había fascinado la costumbre urrasti de envolverlo todo en papel y plástico y cartón y hojas de metal laminado, todo muy limpio, todo muy decorativo. La ropa de la lavandería, los libros, las legumbres, las prendas de vestir, los medicamentos, todo venía dentro de capas y capas de envoltorio. Hasta los paquetes de papeles venían envueltos en varias capas de papel. Para que nada estuviera en contacto con nada. Había empezado a pensar que a él también le habían empaquetado.

—Lo sé. ¡Lo llevaron a ver el Museo Histórico y el Monumento Dobunnae, y a escuchar un discurso en el Senado! —Shevek se echó a reír, pues ése había sido precisamente el itinerario de un día, el verano anterior—. ¡Lo sé! Son tan estúpidos con los extranjeros. ¡Yo me encargaré de mostrarle la verdadera Nio!

—Me gustaría.

—Conozco toda clase de gente maravillosa. Colecciono gente. Lo tienen ahí, atrapado junto con todos esos profesores y políticos aburridos… —Continuó parloteando. Shevek disfrutaba de aquella charla insustancial tanto como del sol y la nieve.

Llegaron a la pequeña estación de Amoeno. Ella tenía billete de vuelta; el tren llegaría de un momento a otro.

—No espere, se va a congelar.

Shevek no respondió, pero se quedó allí, corpulento en el gabán forrado de vellón, mirándola con afecto.

Ella se miró el puño del abrigo y sacudió un copo de nieve del bordado.

—¿Tiene esposa, Shevek?

—No.

—¿Nadie de familia?

—Oh… sí. Una compañera; nuestras hijas. Discúlpeme, estaba distraído. Para mí una «esposa» es algo que sólo existe en Urras.

—¿Qué es una "compañera"? —Vea lo miró de frente, con malicia.

—Supongo que ustedes dirían una esposa, o un esposo.

—¿Por qué no vino con usted?

—Porque ella no quiso venir; y la niña menor tiene apenas un…, no, dos años, ahora. Además… —Shevek titubeó.

—¿Por qué no quiso venir?

—Bueno, allí tenía trabajo, aquí no. Si hubiese sabido que ella hubiera disfrutado aquí de tantas cosas, le habría pedido que viniera. Pero no se lo pedí. Hay que tener en cuenta el problema de la seguridad, sabe.

—¿La seguridad, aquí?

Él titubeó otra vez, y al fin dijo:

—También cuando regrese.

—¿Qué le sucederá? —preguntó Vea, los ojos redondos de asombro. El tren cruzaba la colina en las afueras del pueblo.

—¡Oh!, probablemente nada. Pero hay gente que me considera un traidor. Porque trato de entablar amistad con Urras, entiende. Podrían ponerme dificultades, cuando vuelva. No quiero que ocurra, por ella y por las niñas. Ya tuvimos un poco de eso antes de que yo saliera para aquí. Suficiente.

—¿Correrá un peligro real, quiere decir?

Shevek se agachó para oírla, pues el tren entraba en la estación con un estrépito de ruedas y vagones.

—No sé —dijo, sonriendo—. ¿Sabe que nuestros trenes son muy parecidos a éstos? Un buen diseño no requiere cambios. —La acompañó hasta un coche de primera clase. Como Vea no abría la puerta, la abrió él. Cuando ella entró, Shevek metió la cabeza observando el compartimiento—. ¡Por dentro no se parecen, sin embargo! ¿Todo esto es privado… para usted sola?

—¡Oh!, sí, detesto la segunda clase. Hombres mascando goma maera y escupiendo. ¿Masca maera la gente en Anarres? No, seguramente no. ¡Oh, hay tantas cosas que me encantaría saber acerca de usted y de su país!

—A mí me encanta hablar de eso, pero nadie pregunta.

—¡Volvamos a vernos, y hablemos entonces! ¿Me llamará la próxima vez que venga a Nio? Prométalo.

—Prometo —dijo Shevek, afable.

—¡Magnífico! Sé que usted no promete en vano. Todavía no sé nada de usted, salvo eso. Eso puedo verlo. Adiós, Shevek. —Puso por un momento la mano enguantada en la de él, mientras Shevek sostenía la puerta. La máquina emitió un doble silbido, y Shevek cerró la puerta, y vio partir el tren, la cara de Vea un centelleo blanco y escarlata en la ventanilla.

Volvió animado a pie a casa de los Oiie, y libró una batalla de bolas de nieve con Ini hasta el anochecer.


¡REVOLUCIÓN EN BENBILI! ¡EL DICTADOR HUYE! ¡LA CAPITAL EN PODER DE CABECILLAS REBELDES! SESIÓN DE EMERGENCIA EN EL CGM. POSIBLE INTERVENCIÓN DE A-IO.


El periódico se excitaba en grandes titulares. La ortografía y la gramática se perdían por el camino; era como leer la charla de Efor: «Anoche los rebeldes se apoderan del oeste de Meskti y hostigan al ejército…» Era el modo verbal de los rúo ti, el pasado y el futuro consolidados en un tiempo presente explosivo, inestable.

Shevek leyó los periódicos y buscó una descripción de Benbili en la Enciclopedia del CGM. La nación, nominalmente una democracia parlamentaria, era de hecho una dictadura militar, gobernada por generales. Un vasto territorio del hemisferio occidental, montañas y sabanas áridas, subpoblado, pobre. Tendría que haber ido a Benbili, pensó Shevek, pues la idea lo atraía; se imaginaba las llanuras pálidas, el viento incesante. La noticia lo había conmovido extrañamente. Escuchaba los boletines por la radio, que rara vez había encendido desde que descubriera que la función principal del aparato era la de anunciar cosas en venta. Los comunicados de la radio, así como los del telefax oficial en los auditorios públicos, eran breves y escuetos: un curioso contraste con los periódicos populares, que en todas las páginas vociferaban ¡Revolución!

El general Havevert, el Presidente, logró escapar sano y salvo en su famoso avión blindado, pero algunos generales menores fueron capturados y castrados y un castigo que los benbili preferían a la ejecución, desde tiempos inmemoriales. El ejército al batirse en retirada quemaba los campos y aldeas. Los guerrilleros hostigaban al ejército. En Meskti, la capital, los revolucionarios abrían las cárceles, y liberaban a los prisioneros. Shevek leía con el corazón en la boca. Había esperanza, todavía había una esperanza. … Seguía las noticias de la lejana revolución con una evasión creciente. El cuarto día, cuando miraba en el tele-IX la transmisión de un debate en el Consejo de Gobiernos Mundiales, vio que el embajador ioti en el CGM anunciaba que A-Io, acudiendo en ayuda del gobierno democrático de Benbili, enviaba refuerzos armados al Presidente, general Havevert.

La mayoría de los revolucionarios benbili ni siquiera estaban armados. Las tropas ioti llegarían con cañones, carros blindados, aeroplanos, bombas. Shevek leyó en el periódico la descripción del armamento y sintió náuseas.

Sintió náuseas y furia, y no había nadie con quien hablar. Pae no contaba. Atro era un militarista ardiente. Oiie era un hombre moral, pero tenía temores secretos, preocupaciones de propietario, y se aferraba a nociones rígidas de ley y orden. Podía reconocer que le tenía simpatía a Shevek sólo negándose a admitir que era un anarquista. La sociedad odoniana se llamaba a sí misma anarquista, decía, pero en realidad eran simples populistas primitivos que vivían sin gobierno aparente porque la población escaseaba y no tenían Estados vecinos. Cuando la propiedad de los odonianos fuera amenazada por un rival agresivo, o despertarían a la realidad, o serían exterminados. Los rebeldes benbili estaban despertando ahora a la realidad: descubriendo que la libertad es inútil si no hay armas para defenderla. Le explicó todo esto a Shevek, discutiendo con él. No importaba quiénes gobernaban, o quiénes creían gobernar a los benbili: la política de la realidad concernía a la lucha de poder entre A-Io y Thu.

—La política de la realidad —repitió Shevek. Miró a Oiie y dijo—: Una frase curiosa en boca de un físico.

—De ninguna manera. Tanto el político como el físico manejan cosas reales, las fuerzas reales, las leyes básicas del mundo.

—¿Pone usted las «leyes», esas leyes mezquinas, miserables, destinadas a proteger la riqueza, las «fuerzas» de los fusiles y las bombas en la misma frase que la ley de la entropía y la fuerza de la gravedad? ¡Tenía una mejor opinión de las ideas de usted, Demacre!

Oiie se encogió ante aquel fulminante estallido de desprecio. No dijo nada más, y tampoco Shevek dijo nada más, pero Oiie nunca lo olvidó. Lo recordó siempre como el momento más bochornoso de su vida. Pues si Shevek, el iluso Shevek, el utopista ingenuo lo había hecho callar tan fácilmente, ya era bochornoso; pero si Shevek el físico y el hombre a quien no podía menos que querer y admirar, cuyo respeto anhelaba merecer, como sí fuera de una calidad más pura que el respeto común de los demás… si este Shevek lo despreciaba, entonces el bochorno era intolerable, y tenía que ocultarlo, arrumbarlo por el resto de sus días en el rincón más oscuro del alma.

También en Shevek el tema de la revolución benbili había agravado… ciertos problemas: en particular el problema de su propio silencio.

Le era difícil desconfiar de la gente con quien estaba. Había sido educado en una cultura que confiaba deliberada y constantemente en la solidaridad, en la ayuda mutua. Ajeno a muchos aspectos de esta otra cultura, que no entendía del todo, conservaba aún los hábitos de toda una vida: daba por sentado que la gente sería solidaria. Confiaba en ellos.

No obstante, las advertencias de Chifoilisk, que había tratado de desechar, volvían a él una y otra vez, fortalecidas por lo que ahora veía y sospechaba. Le gustara o no, tendría que aprender a desconfiar. Tenía que callar, ser reservado, conservar el poder de negociación.

Hablaba poco, esos días, y escribía menos. El escritorio era una muralla de papeles insignificantes; las escasas notas de trabajo las llevaba siempre encima, en uno de los numerosos bolsillos urrasti. Nunca olvidaba dejar en blanco la computadora de mesa que tenía en el escritorio.

Sabía que estaba a un paso de definir la Teoría Temporal General que tanto interesaba a los ioti para los vuelos por el espacio y para el prestigio de la nación. También sabía que aún no lo había conseguido y que acaso no lo conseguiría, y que nunca se lo había confesado a nadie abiertamente.

Antes de partir de Anarres, había creído tenerla al alcance de la mano. Había desarrollado las ecuaciones, Sabul lo sabía, y le propuso una reconciliación, un reconocimiento, a cambio de la oportunidad de imprimirlas y alcanzar la gloria. Había rechazado a Sabul, pero no había sido un gesto noble, moral. El gesto moral, al fin y al cabo, hubiera sido entregarlas a la imprenta del Sindicato de Iniciativas, y tampoco lo había hecho. No estaba muy seguro de estar en condiciones de publicar la teoría. No era del todo perfecta, había que depurarla. Y puesto que había estado trabajando diez años, no importaba que se tomara un poco más de tiempo, para pulirla y quitarle cualquier imperfección.

Aquella pequeñez que no era del todo perfecta le parecía un error cada vez más grave. Una pequeña falla en el razonamiento. Una gran falla. Una resquebrajadura en los cimientos mismos… La noche antes de dejar Anarres había quemado todos los papeles de la teoría general. Había llegado a Urras sin nada. Durante medio año, como dirían ellos, había estado engañándolos.

¿O se había estado engañando él mismo?

Era perfectamente posible que una teoría general de la temporalidad fuese una meta ilusoria. También era posible que él no fuera el hombre destinado a unificar la secuencia y la simultaneidad en una teoría general, había estado intentándolo durante diez años y no lo había conseguido. Los matemáticos y los físicos, los atletas del intelecto, triunfan en plena juventud. Era más que posible —probable— que estuviese consumido, acabado.

Sabía perfectamente que siempre tenía esas mismas depresiones y temores justo antes de los momentos más creativos. Descubrió que quería alentarse a sí mismo con este argumento, y lo enfureció su propia ingenuidad. Interpretar el orden temporal como un orden causal era una idea demasiado estúpida para un filósofo del tiempo. ¿Estaría senil, ya? Más le valdría ponerse a trabajar en la tarea insignificante pero práctica de clarificar el concepto de intervalo. Quizá pudiera servirle a algún otro.

Pero aun así, aun hablando con otros físicos del problema, tenía la impresión de que estaba reprimiendo algo. Y ellos lo sabían.

Estaba harto de reprimir, estaba harto de no hablar, de no hablar de la revolución, de no hablar de física, de no hablar de nada.

Iba a una conferencia cruzando el campo de la Universidad. En el follaje nuevo de los árboles cantaban los pájaros. No los había oído en todo el invierno, pero ahora estaban otra vez allí, pródigos, derramando las dulces melodías. Rü-dii, cantaban, tii-dü. Esta propiedad es para mí, este territorio es para mí, me pertenece a míí, mu.

Shevek permaneció un momento inmóvil bajo los árboles, escuchando.

Luego se desvió del sendero, fue hacia la estación, y tomó un tren matutino a Nio Esseia. ¡Tenía que haber una puerta abierta en algún lugar de este maldito planeta!

Pensó, mientras iba en el tren, en tratar de salir de A-Io; en ir a Benbili, quizá. Pero no lo consideró seriamente. Tendría que viajar por barco o por avión, lo descubrirían y le impedirían abandonar el país. El único lugar donde podía refugiarse, esconderse de sus anfitriones benévolos y protectores, era la gran ciudad, a la vista de todos.

No era una huida. Aun cuando lograse salir del país, seguiría encerrado, recluido en Urras. Como quiera que lo llamaran los arquistas, dominados por la mística de las fronteras nacionales, no podía decirse que esto fuese una fuga. Sin embargo, se sintió repentinamente contento, como hacía días que no lo estaba, cuando se le ocurrió que sus anfitriones benévolos y protectores podrían pencar, por un rato, que había huido.

Era él primer día realmente templado de aquella primavera. Los prados estaban cubiertos de verdor, centelleantes de agua. En las dehesas, las hembras apacentaban acompañadas por la prole. Las crías de las ovejas eran particularmente encantadoras, saltarinas como blancas pelotas elásticas, moviendo las colas en círculo. En un corral esperaba el progenitor —el macho cabrío, el toro, el semental-, henchido el cogote, impetuoso como una tempestad, cargado de poder generativo. Las gaviotas revoloteaban sobre los estanques desbordantes, blanco sobre azul, y las nubes blancas iluminaban el cielo pálido. Las ramas de los árboles frutales terminaban en puntos rojos, y algunos capullos se habían abierto, rosados y blancos. Mirando desde la ventanilla del tren, Shevek descubrió que en aquel estado de ánimo desazonado y rebelde se sentía dispuesto a oponerse aun a la belleza del día. Era una belleza injusta. ¿Qué habían hecho los urrasti para merecerla? ¿Por qué se les brindaba a ellos tan pródiga, tan generosa, y era tan escasa, tan terriblemente escasa en su propio planeta?

Estoy pensando como un urrasti, se dijo. Como un maldito propietario. Como si merecer significara algo. ¡Como si la belleza se pudiera ganar, o la vida! Trató de no pensar en nada, de dejarse llevar y contemplar la luz del sol en el cielo y los corderitos que triscaban en los campos de la primavera.

Nio Esseia, una ciudad de cinco millones de almas, asomó con sus delicadas torres centelleantes del otro lado de las marismas verdes del Estuario, como una urbe de brumas y luz solar. El tren se deslizó con un leve balanceo por un largo viaducto y la ciudad emergió más alta, más brillante, más compacta, hasta que repentinamente envolvió al tren entero en la rugiente oscuridad de un acceso subterráneo, veinte rieles juntos, para liberarlo luego, junto con los pasajeros, en los enormes y brillantes recintos de la Estación Central, bajo la cúpula de marfil y de azur, la cúpula más grande, decían, que la mano del hombre hubiera levantado alguna vez en cualquiera de los mundos.

Shevek vagabundeó a través de acres de mármol pulido bajo aquella bóveda enorme y etérea, y llegó por fin a la larga serie de puertas por las que entraban y salían multitudes urrasti, todos con un determinado propósito, todos separados. Todos tenían, para él, rostros ansiosos. Ya antes había observado esa misma ansiedad en las caras de los urrasti, y se había preguntado cuál sería la causa. ¿Sería porque, aunque tuvieran mucho dinero, estaban siempre preocupados por ganar más, por el temor de morir en la pobreza? ¿Se sentirían culpables porque aunque tuvieran muy poco dinero siempre había alguien que tenía menos? Cualquiera que fuese la respuesta, todos los rostros se parecían. Shevek se sintió terriblemente solo. Al escapar de la custodia de guías y guardianes no había previsto cómo se sentiría a solas en una sociedad de hombres desconfiados, en la que la premisa moral básica no era la ayuda mutua, sino la agresión mutua. Estaba un poco atemorizado.

Había imaginado vagamente que iría de un lado a otro por la ciudad y hablaría con la gente, con miembros de la clase desposeída, si había aún algo así, o de las clases trabajadoras, como ellos las llamaban. Pero toda esa gente pasaba de largo, presurosa, ocupada, nada dispuesta a conversaciones ociosas, a perder un tiempo valioso. Le contagiaron la prisa. Tenía que ir a alguna parte, pensó, cuando salió a la luz del sol y a la magnificencia multitudinaria de la calle Moie. ¿A dónde? ¿A la Biblioteca Nacional? ¿Al Jardín Zoológico? Pero no quería hacer turismo.

Indeciso, se detuvo frente a una tienda próxima a la estación, que vendía periódicos y baratijas. Los titulares del periódico decían THU ENVÍA TROPAS EN AYUDA DE LOS REBELDES BENBILI, pero no reaccionó. En vez de mirar el diario, miró las fotografías en colores expuestas en los estantes. Se le ocurrió que no tenía ningún recuerdo de Urras. Cuando uno visita países extraños, suele comprar recuerdos de viaje. Le gustaban las fotografías: vistas de A-Io, las montañas que había escalado, los rascacielos de Nio, la capilla de la Universidad (casi el mismo paisaje que veía desde la ventana del cuarto), una muchacha campesina ataviada con un bonito vestido provinciano, las torres de Rodarred, y la que primero lo había atraído, un corderito en un prado de flores, dando pataditas en el aire y, al parecer, riéndose. A la pequeña Pilun le gustaría ese corderito. Tomó unas tarjetas y las llevó al mostrador.

—Y cincuenta y cinco y la ovejita, sesenta; y un mapa, aquí tiene, señor, uno cuarenta. Hermoso día, ¿verdad, señor? Por fin ha llegado la primavera. ¿No tiene más pequeño, señor? —Shevek había sacado un billete de veinte unidades. Manoseó con torpeza el cambio que le habían dado cuando comprara el billete de tren, y tras un breve estudio de las inscripciones de los billetes y monedas, consiguió reunir una unidad cuarenta—. Está bien señor, ¡Gracias y que pase un día agradable!

¿También la amabilidad se compraba con dinero, lo mismo que las tarjetas postales y el mapa? ¿Habría sido igualmente amable el vendedor si él hubiese entrado en la tienda como entraba un anarresti en una proveeduría de bienes de consumo: a buscar lo que necesitaba, saludar con un gesto al encargado, y marcharse?

Inútil, inútil pensar en esa forma. Cuando estás en el Reino de la Propiedad, piensa como un propietario. Vístete como ellos, actúa como ellos, sé como ellos.

No había parques en el centro de Nio, la tierra era demasiado valiosa para derrocharla en esparcimientos. Shevek se internó cada vez más en las mismas calles anchas y rutilantes por las que lo habían paseado muchas veces. Llegó al Paseo Saemtenevia, y lo atravesó de prisa, temiendo que se repitiera la pesadilla diurna. Ahora estaba en el distrito comercial. Bancos, edificios de oficinas, edificios del gobierno. ¿Era así toda Nio Esseia? Cajas grandes y brillantes de piedra y cristal, enormes, ornamentadas, paquetes descomunales, vacíos, vacíos.

Al pasar por una ventana de una planta baja con la inscripción Galería de Arte, entró, pensando huir de la claustrofobia moral de las calles y reencontrar en un museo la belleza de Urras. Pero en todos los cuadros de aquel museo había etiquetas con precios adheridas a los marcos. Se detuvo a contemplar un desnudo de mujer hábilmente pintado. La etiqueta indicaba 4.000 UMI.

—Es un Fei Feite —le dijo un hombre trigueño que había aparecido junto a él sin hacer ruido—. Hace una semana teníamos cinco. La gran sensación en el mercado de arte dentro de poco. Un Feite es una inversión segura.

—Cuatro mil unidades es el dinero que cuesta mantener a dos familias durante un año en esta ciudad —dijo Shevek.

El hombre lo inspeccionó y dijo, arrastrando las palabras:

—Sí, bueno, pero usted ve, señor, ésta es una obra de arte.

—¿Arte? Un hombre hace arte porque tiene que hacerlo. ¿Por qué hicieron esta pintura?

—Usted es un artista, supongo —dijo el hombre, ahora con desembozada insolencia.

—No, ¡soy un hombre que reconoce la mierda cuando la ve!

El comerciante retrocedió. Cuando estuvo fuera del alcance de Shevek, empezó a decir algo acerca de la policía. Shevek hizo una mueca y salió a paso largo de la tienda. Un poco más adelante se detuvo. No podía seguir de ese modo.

¿Pero a dónde ir?

A ver a alguien… a alguien, a otra persona. Un ser humano. Alguien que le diera ayuda, no que se la vendiera. ¿Quién? ¿Dónde?

Pensó en los hijos de Oiie, los niños que lo querían, y durante un rato no pudo pensar en nadie más. De pronto una imagen le apareció en la mente, distante, pequeña, y clara: la hermana de Oiie. ¿Cómo se llamaba? Prométame que me llamará, le había dicho, y desde entonces le había escrito dos veces invitándolo a cenar, con una letra clara e infantil, en un papel grueso, muy perfumado. Shevek había ignorado las invitaciones, junto con otras de gente desconocida. Ahora las recordó.

Recordó al mismo tiempo el otro mensaje, el que había aparecido inexplicablemente en el bolsillo de su gabán: Únete a nosotros tus hermanos. Pero no podía encontrar ningún hermano, en Urras.

Entró en la tienda más próxima. Era una confitería, toda serpentinas de oropel y estuco rosado, con hileras de vitrinas repleta de cajas y latas y cestas de bombones y golosinas, rosa, castaño, crema, oro. Preguntó a la mujer que estaba detrás de las vitrinas si lo ayudaría a buscar un número telefónico. Se sentía tranquilo ahora, después del arrebato de cólera en la tienda de arte, y tan humildemente ignorante y extranjero que la mujer quedó conquistada. No sólo lo ayudó a buscar el nombre en el pesado tomo de números telefónicos; ella misma llamó desde el teléfono de la tienda.

—¿Hola?

—Shevek —dijo; y se quedó callado. El teléfono era para él un vehículo de necesidades urgentes, notificaciones de muertes, nacimientos y terremotos. No se le ocurría nada que decir.

—¿Shevek? ¿De veras? ¡Qué bueno que me haya llamado! No me importa despertarme si es usted.

—¿Estaba durmiendo?

—Profundamente, y todavía estoy en la cama. Está tibia y deliciosa. ¿Por dónde anda usted?

—En la calle Kae Sekae, creo.

—¿Y qué hace ahí? Venga en seguida. ¿Qué hora es? ¡Buen Dios, casi mediodía! Ya sé, lo encontraré a mitad de camino. Junto al estanque de los botes en los jardines del Palacio Viejo. ¿Sabrá encontrarlo? Escúcheme, tiene que quedarse. Doy una fiesta absolutamente paradisíaca esta noche. —Parloteó un rato más; él asentía a todo. Cuando salía de atrás del mostrador, la vendedora le sonrió.

—Convendría que le llevara una caja de dulces ¿no le parece, señor?

Shevek se detuvo.

—¿Sí?

—Nunca caen mal, señor.

Había un algo de descaro y complacencia en la voz de la mujer. El aire de la tienda era tibio y dulzón, como si todos los perfumes de la primavera se hubiesen acumulado allí. Shevek seguía en pie en medio de las vitrinas de pequeños lujos tentadores, alto, pesado, abstraído, como los pesados machos en los corrales, los carneros y toros adormecidos por la tibieza anhelante de la primavera.

—Le prepararé lo mejor de lo mejor —dijo la mujer, y llenó una cajita de metal, exquisitamente esmaltada, con hojas en miniatura de chocolate y rosas de azúcar. Envolvió la lata en papel de seda, puso el paquete en una caja de cartón plateado, envolvió la caja en un grueso papel de color rosa, y lo ató con una cinta de terciopelo verde. En todos los movimientos hábiles de la mujer había una divertida y simpática complicidad, y cuando le entregó a Shevek el envoltorio completo, y él lo tomó y se disponía a salir musitando las gracias, no había aspereza en la voz de la vendedora, que le recordó—: Son diez sesenta, señor. —Hasta lo hubiera dejado ir, compadeciéndolo, como las mujeres compadecen la fuerza; pero él regresó obedientemente y contó el dinero.

Tomó el tren subterráneo para llegar a los jardines del Palacio Viejo, y al estanque de los botes, donde niños graciosamente vestidos hacían navegar embarcaciones de juguete, barquichuelos maravillosos con cordaje de seda y arboladura de bronce que parecían piezas de orfebrería. Vio a Vea del otro lado del ancho y brillante círculo del agua y fue hacia ella bordeando al estanque, consciente de la luz del sol, del viento primaveral, del verde tierno de las primeras hojas en los árboles oscuros del parque.

Almorzaron en un restaurante del parque, en una terraza protegida por una alta cúpula de vidrio. En el interior de la cúpula, a la luz del sol, los árboles estaban cubiertos de hojas, sauces encorvados sobre un estanque en el que flotaban unas aves gordas y blancas, observando con indolente voracidad a Tos comensales, esperando las sobras. Vea no se encargó de ordenar la comida, poniendo en claro que era Shevek quien estaba a cargo de ella, pero unos camareros hábiles le aconsejaron con tanta delicadeza que él quedó convencido de que lo había resuelto todo; y por fortuna tenía dinero de sobra en los bolsillos.

La comida era excelente. Nunca había paladeado sabores tan sutiles. Acostumbrado a dos comidas diarias, solía pasar por alto el almuerzo de los urrasti, pero hoy comía de todo, mientras Vea picoteaba delicadamente, como un pajarito. Al fin no pudo más, y ella se rió del aire afligido de Shevek.

—Comí demasiado.

—Una pequeña caminata le sentará bien.

Fue una pequeñísima caminata: un lento paseo de diez minutos por el césped, y de pronto Vea se dejó caer con naturalidad a la sombra de un barranco de arbustos, brillantes de flores doradas. Shevek se sentó junto a ella. Recordó una frase de Takver mientras miraba los gráciles pies de Vea, decorados con zapatitos blancos de tacones muy altos. «Una aprovechada del cuerpo», llamaba Takver a las mujeres que utilizaban la sexualidad como un arma contra los hombres, en una lucha competitiva. Vea era, por su aspecto, la aprovechada del cuerpo más consumada. Los zapatos, el vestido, los cosméticos, las joyas, los gestos, todo en ella era provocación. Toda ella era tan elaborada y ostentosamente un cuerpo femenino que casi no parecía un ser humano. Encarnaba toda la reprimida sexualidad que los ioti sólo expresaban en sueños, en novelas y poemas, en infinitas pinturas de desnudos femeninos, en la música, las curvas y cúpulas arquitectónicas, las golosinas, los baños, los colchones. Era la mujer que se insinuaba en la tersura curvilínea de las mesas.

Se había espolvoreado la cabeza, enteramente afeitada, con un talco que contenía diminutos copos de mica, de manera que un ligero centelleo atenuaba la desnudez de los contornos. Vestía un chal o estola de una tela transparente, bajo la cual las formas y la textura de los brazos desnudos parecían suavizadas y protegidas. Tenía los pechos cubiertos: las mujeres ioti no salían a la calle con los pechos desnudos, reservaban la desnudez para sus propietarios. Unos pesados brazaletes de oro le adornaban las muñecas, y en el hueco de la garganta, contra la piel tersa, brillaba, solitaria, una gema azul.

—¿Cómo se sostiene ahí?

—¿Qué? —Como ella no veía la gema podía fingir que no sabía de qué hablaba Shevek, obligándolo a señalarla, quizá a pasar la mano por encima de los pechos para tocar la gema. Shevek sonrió, y la tocó.

—¿Está pegada?

—Ah, eso. No. Tengo un imán diminuto incrustado ahí adentro, y la gema tiene detrás un trocito de metal ¿o es al revés? De cualquier modo estamos unidas.

—¿Tiene un imán debajo de la piel? —inquirió Shevek con espontánea repugnancia.

Vea sonrió y retiró el zafiro para que él pudiera ver que no había allí nada más que el minúsculo hoyuelo plateado de una cicatriz.

—Usted me reprueba tan totalmente… es estimulante. Tengo la sensación de que por mucho que diga o haga, no puedo caer más bajo en la opinión de usted, ¡porque ya he tocado fondo!

—No es así —protestó él. Se daba cuenta de que ella estaba jugando, pero sabía poco acerca de las reglas del juego.

—No, no; sé reconocer el horror moral cuando lo veo. Como ahora. —Vea hizo un mohín de desesperación; los dos se echaron a reír—. ¿Tan distinta soy, realmente, de las mujeres anarresti?

—Oh, sí, realmente.

—¿Son todas tremendamente fuertes y musculosas? ¿Llevan botas, y tienen pies grandes y planos, y ropas sensatas, y se afeitan una vez por mes?

—No se afeitan.

—¿Nunca? ¿En ninguna parte? ¡Oh, Dios! Hablemos de otra cosa.

—De usted. —Shevek se recostó sobre la barranca herbosa, bastante cerca de Vea como para quedar envuelto en los perfumes naturales y artificiales que ella exhalaba—. Quiero saber si una mujer urrasti se contenta con ser siempre inferior.

—¿Inferior a quién?

—A los hombres.

—¡Oh, eso! ¿Qué le hace pensar que soy inferior?

—Al parecer, en la sociedad de ustedes los hombres se ocupan de todo. La industria, las artes, la administración, el gobierno, las decisiones. Y durante toda la vida ustedes llevan el apellido del padre y el apellido del esposo. Los hombres van a la escuela y ustedes no; ellos son siempre los maestros, los jueces, la policía, el gobierno, ¿no es así? ¿Por qué permiten que lo dominen todo? ¿Por qué no hacen lo que se les antoja?

—Es que lo hacemos. Las mujeres hacen exactamente lo que se les antoja. Y no tienen que ensuciarse las manos, ni usar cascos de bronce, o pasarse las horas gritando en el Directorio.

—¿Pero qué es lo que hacen ustedes?

—¿Qué hacemos? Gobernar a los hombres, naturalmente. Y sabe una cosa, no corremos peligro diciéndolo, porque ellos no lo creen. Dicen: ¡Jua, jua, qué mujercita tan graciosa!, y te dan una palmadita en la cabeza, y se van con un tintineo de medallas, muy satisfechos.

—¿Y también ustedes se sienten satisfechas?

—En verdad yo sí.

—No lo creo.

—Porque no está de acuerdo con los principios de usted. Los hombres siempre tienen teorías, y las cosas han de acomodarse a esas teorías.

—No se trata de ninguna teoría; es porque veo que usted no está contenta. Que es una mujer inquieta, insatisfecha, peligrosa.

—¡Peligrosa! —Vea rió, radiante—. ¡Qué cumplido tan maravilloso! ¿Por qué soy peligrosa, Shev?

—Bueno, porque sabe que a los ojos de los hombres usted es una cosa, un objeto que se posee, que se compra y se vende. Y sólo piensa en engañar al propietario, en vengarse…

Ella le puso la manita sobre la boca.

—Calle —dijo—. Sé que no quiere ser grosero. Le perdono. Pero ya basta y sobra.

Esta hipocresía enfureció a Shevek, y también la idea de que quizá la había ofendido de veras. Aún sentía en los labios el roce fugaz de la mano de Vea.

—¡Lo siento! —dijo.

—No, no. ¿Cómo va a comprender, viniendo de la Luna? Y además, usted no es más que un hombre. Le diré una cosa, sin embargo. Si a una de esas «hermanas», allá en la Luna, le da usted la oportunidad de sacarse las botas, de tomar un baño de aceite y depilarse, de ponerse un par de sandalias bonitas, y una gema en el ombligo, y perfume, se sentirá encantada. ¡Y a usted también le encantaría! ¡Claro que le encantaría! Pero no lo harán, pobrecitos, con esas teorías que tienen. ¡Todos hermanos y hermanas y nada de diversión!

—Tiene razón —le dijo Shevek—. Nada de diversión. Nunca. En Anarres nos pasamos el día cavando para extraer el plomo de las entrañas de las minas, y cuando llega la noche, después de nuestra ración de tres granos de holum cocido en una cucharada de agua salobre, recitamos a coro las Máximas de Odo, hasta la hora de irnos a la cama. Lo que hacemos todos por separado y con las botas puestas.

Su fluidez en iótico no era suficiente para permitirle el vuelo verbal que este discurso hubiera tenido en su propia lengua, una de esas fantasías improvisadas que sólo Takver y Sadik habían escuchado con bastante frecuencia como para estar acostumbradas a ellas; no obstante, imperfecto y todo, asombró a Vea. La risa oscura estalló, densa y espontánea.

—¡Buen Dios, es usted un imaginativo, además! ¿Hay algo que no sea?

—Un vendedor —dijo él.

Ella lo estudió, sonriente. Había algo profesional, algo teatral en la actitud de Vea. No es común que las personas miren a otras intensamente de muy cerca, salvo las madres a sus hijos pequeños, los médicos a sus pacientes, o los amantes entre ellos.

Shevek se incorporó.

—Quiero caminar un rato más.

Ella le tendió la mano para que él la sostuviera y la ayudara a levantarse. El ademán era indolente e incitante, pero ella dijo con una ternura incierta en la voz:

—Es usted como un hermano realmente… Deme la mano. ¡Prometo que lo soltaré!

Vagabundearon por los senderos del gran jardín. Entraron en el palacio, conservado como museo de la antigua realeza, porque Vea dijo que le encantaba ver las joyas que había allí. Retratos de señores y príncipes arrogantes los miraban desde las paredes tapizadas de brocado y los mantos tallados de las chimeneas. Los salones desbordaban de plata y oro, y cristal, y maderas raras, y tapices, y joyas. Los guardianes estaban en pie detrás de los cordones de terciopelo. Los uniformes de color negro y escarlata armonizaban con el esplendor, los cortinados de filigrana, de oro, los cobertores de plumas entrelazadas, pero las caras parecían fuera de lugar: eran caras aburridas, cansadas, cansadas de estar todo el día de pie entre gente extraña en una tarea inútil. Shevek y Vea se acercaron a una vitrina en la que se exhibía el manto de la Reina Teaea, confeccionado con la piel curtida de unos rebeldes desollados vivos, el manto que aquella mujer terrible y provocadora había llevado cuatrocientos años atrás, cuando en medio del pueblo castigado por la peste iba a orar a Dios para que pusiera fin a la plaga.

—Para mí se parece terriblemente a la cabritilla —dijo Vea, examinando el andrajo descolorido, deteriorado por el tiempo. Miró a Shevek.

—¿Se siente bien?

—Creo que me gustaría irme de este sitio.

Una vez afuera, ya en los jardines, Shevek recobró el color, pero miró con odio los muros del palacio.

—¿Por qué ese afán de preservar la ignominia?

—Pero no es más que historia. ¡Esas cosas ya no ocurren más! —replicó Vea.

Lo llevó a una función teatral vespertina, una comedia sobre matrimonios jóvenes y suegras, con muchos chistes sobre la copulación en los que nunca se mencionaba la copulación. Shevek trataba de reírse cuando Vea se reía. Luego fueron a un restaurante del centro, un lugar de inverosímil opulencia. La cena costó cien unidades. Shevek apenas comió, pues había comido al mediodía, pero cedió a la insistencia de Vea y bebió dos o tres copas de vino, que era más agradable de lo que había pensado, y parecía no tener ningún efecto mental deletéreo. No tenía dinero suficiente para pagar la cena, pero Vea no se inmutó, limitándose a sugerirle que extendiera un cheque, cosa que él hizo. Luego fueron en un coche de alquiler hasta el apartamento de Vea; también le permitió que pagara al conductor. ¿Sería posible, se preguntaba, que Vea fuese en realidad una prostituta, esa entidad misteriosa? Pero las prostitutas que Odo describía eran mujeres pobres, y Vea con seguridad no lo era; «su» fiesta, la fiesta de que le había hablado, la estaban preparando «su» cocinero, «su» doncella, y «su» despensero. Además los hombres en la Universidad hablaban de las prostitutas con menosprecio, como criaturas procaces, mientras que Vea, pese a las constantes insinuaciones, se mostraba tan sensitiva y reacia a hablar abiertamente de cualquier tema sexual que Shevek cuidaba de su lenguaje como si estuviera en Anarres conversando con una tímida niña de diez años. En suma, no sabía qué era exactamente Vea.

Las habitaciones de Vea eran amplias y suntuosas, con ventanales que daban a las luces centelleantes de Nio, y enteramente amuebladas en blanco, hasta las alfombras. Pero Shevek empezaba a ser insensible al lujo, y además tenía muchísimo sueño. Los invitados no llegarían hasta dentro de una hora. Mientras Vea se cambiaba de ropa, se quedó dormido en un enorme sillón blanco. La doncella movió algo sobre la mesa haciendo ruido, y Shevek despenó en el momento en que Vea reaparecía, ataviada ahora con un formal traje de noche, una larga falda ioti plegada desde las caderas, que le dejaba el torso desnudo. En el ombligo le resplandecía una joya pequeña, como en las películas que viera con Tirin y Bedap hacía un cuarto de siglo en el Instituto Regional de Ciencias de Poniente del Norte, exactamente igual. Despierto a medias, y totalmente excitado, le clavó Tos ojos.

Ella lo miró a su vez, insinuando una sonrisa.

Se sentó en una banqueta almohadillada cerca de Shevek, para poder mirarlo a la cara. Se arregló los pliegues de la falda blanca sobre los tobillos, y dijo:

—Ahora, cuénteme cómo son realmente las cosas entre hombres y mujeres en Anarres.

Era inverosímil. La doncella y el empleado de la despensa estaban en la sala; ella sabía que él tenía una compañera, él sabía que ella lo sabía; y no habían cambiado entre ellos una sola palabra sobre la copulación. Sin embargo, el vestido, los movimientos, el tono de voz de Vea, ¿qué eran sino una invitación declarada?

—Entre un hombre y una mujer hay lo que ellos quieren que haya —dijo, con cierta brusquedad—. Cada uno, y ambos.

—¿Entonces es cierto que ustedes no tienen moral? —preguntó ella, como escandalizada y encantada a la vez.

—No sé lo que quiere decir. Ofender a una persona allí significa lo mismo que ofenderla aquí.

—¿Quiere decir que se atienen a las mismas normas anticuadas? Yo creo que la moral no es más que otra superstición, lo mismo que la religión. Hay que tirarla por la borda.

—Pero mi sociedad —dijo Shevek, completamente desorientado— es un intento de alcanzarla. Tirar por la borda la moralina, sí: las normas, las leyes, los castigos, para que el hombre pueda ver el bien y el mal y decidir entre ellos.

—Así que ustedes tiran por la borda todos los haz y no hagas. Pero ¿sabe una cosa? Yo creo que ustedes los odonianos se equivocaron de medio a medio. Tiraron por la borda a los sacerdotes y los jueces y las leyes de divorcio y todo eso, pero conservaron en el fondo el problema real. Lo arrinconaron muy adentro, en la conciencia de todos ustedes. Pero todavía sigue allí. ¡Son tan esclavos como siempre! No son verdaderamente libres.

—¿Cómo lo sabe?

—Leí un artículo en una revista sobre el odonianismo —dijo ella—. Y hemos estado juntos todo el día. No lo conozco a usted, pero sé algunas cosas. Sé que hay una… una Reina Teaea dentro de usted, dentro de esa cabeza peluda que tiene. Y le da órdenes, como antes a sus siervos, la vieja tirana. Le dice: «¡Haz esto!», y usted lo hace, y «¡No hagas eso!» y usted no lo hace.

—Está donde tiene que estar —dijo Shevek, sonriendo—. En mi cabeza.

—No. Mejor sería tenerla en un palacio. Así usted podría rebelarse contra ella. ¡Tendría que rebelarse! El tatarabuelo de usted lo hizo; al menos huyó a la Luna, escapó. Pero llevó consigo a la Reina Teaea, ¡y allí la tienen todavía!

—Puede ser. Pero he aprendido, en Anarres, que si me ordenan que haga daño a otra persona, me hago daño a mí mismo.

—La misma hipocresía de siempre. La vida es una lucha, y el más fuerte gana. ¡Todo lo que hace la civilización es ocultar la sangre y disfrazar el odio con palabras bonitas!

—La civilización de ustedes, tal vez. La nuestra no oculta nada. Todo está a la luz. Allí, la Reina Teaea no se pone la piel de otro. Hay una sola ley que respetamos, sólo una, la ley de la evolución humana.

—¡La ley de la evolución es la supervivencia del más fuerte!

—Sí, y los más fuertes, en cualquier especie social, son más sociales. En términos humanos, más éticos. Ya ve, nosotros no tenemos en Anarres ni víctimas ni enemigos, Sólo nos tenemos los unos a los otros. No es fuerza lo que se gana haciendo daño. Sólo debilidad.

—A mí no me importa herir y no herir. No me importa la otra gente, que a nadie le importa, por lo demás. Los que dicen lo contrario fingen. Yo no quiero fingir. ¡Yo quiero ser libre!

—Pero Vea —empezó a decir Shevek, con ternura porque el vehemente alegato lo había conmovido, pero en ese momento sonó la campanilla de la puerta. Vea se levantó, se alisó la falda, y avanzó sonriendo a recibir a los invitados.

En el transcurso de la hora siguiente llegaron treinta o cuarenta personas. Al principio Shevek se sentía malhumorado, descontento y aburrido. Era otra de aquellas reuniones en las que todo el mundo iba y venía con copas en las manos, sonriendo y hablando en alta voz. Pero al rato le pareció más entretenida. Se iniciaron discusiones y polémicas, la gente se sentaba para conversar, empezaba a recordarle una reunión en Anarres. Se pasaban fuentes de delicados pasteles, y trozos de carne y de pescado, un camarero atento llenaba incesantemente las copas. Shevek aceptó un trago. Hacía meses ya que veía cómo los urrasti engullían alcohol sin que nadie pareciera enfermarse. El brebaje sabía a medicamento, pero alguien le explicó que en su mayor parte era agua carbonatada, que a Shevek le gustaba. Tenía sed, y lo bebió de un sorbo.

Un par de hombres estaban decididos a hablar de física con él. Uno de ellos era bien educado, y Shevek logró esquivarlo durante un tiempo, pues le molestaba hablar de física con un lego. El otro era prepotente, y Shevek no pudo eludirlo; pero descubrió, irritado, que le era mucho más fácil conversar con él. El hombre lo sabía todo, aparentemente porque tenía montones de dinero.

—Tal como yo la veo —informó a Shevek— esa Teoría de la Simultaneidad de usted niega el hecho más obvio, el hecho de que el tiempo pasa.

—Bueno, en física somos cautelosos con lo que llamamos «hechos». No es lo mismo que en los negocios —dijo Shevek con mucha afabilidad y mansedumbre, pero había algo en aquella mansedumbre que hizo que Vea, que se encontraba cerca conversando con otro grupo, se volviera a escuchar—. Dentro de los términos estrictos de la Teoría de la Simultaneidad, la sucesión no sería un fenómeno físicamente objetivo, sino un fenómeno subjetivo.

—Deje de asustar a Dearri, y explíquenos en media lengua lo que eso significa —dijo Vea. La perspicacia de ella hizo sonreír a Shevek.

—Bien, nosotros pensamos que el tiempo «pasa», fluye y nos deja atrás, pero ¿y si somos nosotros los que nos adelantamos, del pasado al futuro, siempre descubriendo lo nuevo? Sería como leer un libro, se da cuenta. El libro está todo ahí, todo al mismo tiempo, entre la tapa y la contratapa. Pero si usted quiere leer la historia y comprenderla, ha de comenzar por la primera página, y seguir adelante, siempre en orden. El universo sería pues un libro inmenso, y nosotros lectores muy pequeños.

—Pero el hecho muestra —replicó Dearri— que experimentamos el universo como una sucesión, un transcurso. En cuyo caso, ¿para qué sirve esa teoría de que en un plano más alto todo puede ser eternamente coexistente? Divertido para ustedes los teóricos, tal vez, pero no tiene ninguna aplicación práctica, ninguna relación con la vida real. ¡A menos que haga posible construir una máquina del tiempo! —agregó con una suerte de tensa, fingida jovialidad.

—Pero no sólo experimentamos el universo como una sucesión —dijo Shevek—. ¿Usted nunca sueña, señor Dearri? —Se sintió orgulloso de haber llamado señor a alguien, por una vez.

—¿Qué relación tiene?

—Es sólo la conciencia, nuestra conciencia, parece, lo que experimenta el transcurso del tiempo. Para un bebé el tiempo no existe: él no puede separarse del pasado y comprender cómo ese pasado se relaciona con el presente, ni imaginar cómo el presente podría relacionarse con el futuro. No sabe que el tiempo pasa; no comprende la muerte. La mente inconsciente del adulto sigue siendo una mente infantil. En un sueño tampoco hay tiempo, y la sucesión es trastocada, y la causa y el efecto se confunden. En el mito y la leyenda no existe el tiempo. ¿A qué tiempo pasado se refiere el cuento cuando dice "Había una vez"? Y así, cuando la razón se funde con el inconsciente, el místico ve que todo se transforma en una existencia única, y comprende el eterno retorno.

—Si, los místicos —dijo con vehemencia el hombre más tímido—. Tebores, en el Octavo Milenio. Escribió: La mente inconsciente coexiste con el universo.

—Pero no somos bebés —lo interrumpió Dearri—, somos hombres racionales. ¿Es esa simultaneidad de usted una especie de regresividad mística?

Hubo una pausa, mientras Shevek se servía un pastelillo que no deseaba, y lo comía. Ese día ya había perdido una vez los estribos, y se había puesto en ridículo. Con una vez bastaba.

—Tal vez podría vérsela —dijo— como el intento de establecer cierto equilibrio. Vea usted, la secuencia explica eficazmente nuestro sentido lineal del tiempo, y la evidencia de la evolución. Incluye la creación, y la mortalidad. Pero allí se detiene. Explica todos los cambios, pero no puede explicar por qué las cosas perduran. Habla sólo de la flecha del tiempo… nunca del círculo del tiempo.

—¿El círculo? —preguntó el inquisidor más educado, con un anhelo tan evidente de comprender que Shevek se olvidó por completo de Dearri, y se dejó llevar por el entusiasmo, moviendo las manos y los brazos como sí tratara de mostrar, materialmente, las flechas, los ciclos, las oscilaciones de que hablaba.

—El tiempo procede en ciclos, como también en una línea. Un planeta gira: ¿ve? Un ciclo, una órbita alrededor del sol, es un año ¿no? Y dos órbitas, dos años, y así sucesivamente. Uno puede contar las órbitas interminablemente… un observador puede hacerlo. En realidad con un sistema como ese medimos el tiempo. El contador de tiempo, el reloj. Pero dentro del sistema, del ciclo, ¿dónde está el tiempo? ¿Dónde comienza y dónde termina? La repetición infinita es un proceso atemporal. Es menester compararlo, referirlo a algún otro proceso cíclico o no cíclico, para poder verlo como temporal. Y bien, esto es muy curioso y muy interesante, ya lo ve. Los átomos, usted sabe, tienen un movimiento cíclico. Los compuestos estables están constituidos por partículas dotadas de un movimiento regular, periódico, un movimiento correlativo. En realidad, son los ciclos atómicos de tiempo reversible los que confieren a la materia la permanencia que hace posible la evolución. Las pequeñas intemporalidades sumadas constituyen el tiempo. Y luego, en la escala grande, el cosmos: bueno, usted sabe, nosotros pensamos que en el universo todo es un proceso cíclico, una oscilación de expansión y contracción, sin ningún antes, sin ningún después. Sólo dentro de cada uno de los grandes ciclos, en los que vivimos, sólo allí hay tiempo lineal, hay evolución, hay cambio. Por lo tanto el tiempo tiene dos aspectos. Está la flecha, el río eme fluye, sin lo cual no hay cambio, no hay progreso, ni dirección, ni creación. Y está el círculo o el ciclo, sin el cual todo es caos, la sucesión sin sentido de instantes, un mundo sin relojes, sin estaciones, sin promesas.

—Usted se contradice —dijo Dearri, con la tranquilidad del saber superior—. En otras palabras, uno de esos «aspectos» es real, el otro es simplemente una ilusión.

—Muchos físicos han dicho eso —admitió Shevek.

—Pero ¿qué dice usted? —le preguntó el que quería saber.

—Bueno, yo creo que es una manera fácil de salir del atolladero… ¿Se puede acaso desechar el ser, o el devenir, como una ilusión? El devenir sin el ser carece de sentido. El ser sin el devenir es el aburrimiento total… Si la mente es capaz de percibir el tiempo en estos dos aspectos, entonces una auténtica filosofía del tiempo incluiría un campo en el que la relación de los dos aspectos o procesos podría al fin comprenderse.

—Pero ¿para qué sirve esa clase de «comprensión» —dijo Dearri— si no resulta en aplicaciones prácticas, tecnológicas? Puro malabarismo verbal, ¿no?

—Sólo un propietario verdadero puede hacer esas preguntas —dijo Shevek, y nadie se dio cuenta de que había insultado a Dearri con la palabra más despectiva de su vocabulario; en realidad Dearri movió la cabeza afirmativamente, aceptando el cumplido con satisfacción. Vea, en cambio, advirtió la tensión, y estalló de pronto: —En realidad no entiendo una palabra de lo que dice, sabe, pero me parece que si entendí bien lo del libro, que realmente todo existe ahora… ¿no podríamos entonces predecir el futuro? ¿Si ya está aquí?

—No, no —dijo el hombre más tímido, sin ninguna timidez—. No está como un diván o como una casa. El tiempo no es el espacio. ¡Usted no puede dar un paseo alrededor del tiempo! —Vea asintió con vivacidad, como si en verdad estuviera contenta de que le hubiesen dado una lección. Como envalentonado por haber echado a la mujer fuera de los ámbitos del pensamiento elevado, el hombre tímido se volvió a Dearri y dijo: —A mí me parece que la física temporal tiene aplicación en el campo de la ética. ¿Está usted de acuerdo, doctor Shevek?

—¿Ética? Bueno, no sé. Yo hago fundamentalmente matemática, usted sabe. Usted no puede desarrollar ecuaciones del comportamiento ético.

—¿Por qué no? —dijo Dearri.

Shevek lo ignoró.

—Pero es verdad, la filosofía del tiempo implica una ética. Pues nuestro sentido del tiempo nos permite separar la causa y el efecto, los medios y los fines. El bebé, nuevamente, el animal, ellos no ven la diferencia entre lo que hacen ahora y lo que ocurrirá porque lo hacen. Ellos no pueden hacer una polea, o una promesa. Nosotros podemos. Adviniendo la diferencia entre el ahora y el no ahora, podemos relacionarlos. Y ahí entra la moral. La responsabilidad. Decir que por medios malos puedo obtener fines buenos equivale exactamente a decir que si tiro de la cuerda de esta polea levantaré el peso de aquella otra. Romper una promesa es negar la realidad del pasado; y negar por lo tanto la esperanza de un futuro real. Si tiempo y razón son funciones recíprocas, si nosotros somos criaturas temporales, entonces será mejor que lo sepamos, y tratemos de aprovecharlo lo mejor posible. De actuar de modo responsable.

—Pero mire una cosa —dijo Dearri, con la inefable satisfacción de su propia sagacidad—, ha dicho hace un momento que en el Sistema de la Simultaneidad de usted no hay pasado ni futuro, sólo una suerte de eterno presente. Si es así ¿cómo puede uno ser responsable por el libro que ya está escrito? Lo único que puede hacer es leerlo. No queda ninguna opción, ninguna libertad.

—Ese es el dilema del determinismo. Usted tiene toda la razón, está implícito en el pensamiento simultaneísta. Pero también el pensamiento secuencial tiene su dilema. Es así, para pintarle un cuadro un poco disparatado: usted le tira una piedra a un árbol, y si usted es un simultaneísta la piedra ya ha golpeado contra el árbol, y si usted es un secuencista nunca alcanzará el árbol. ¿Qué elige usted, entonces? Quizá prefiera tirar piedras sin pensarlo más, sin elegir. Yo prefiero el camino difícil, y elijo las dos interpretaciones.

—¿Cómo… cómo las reconcilia? —preguntó el hombre tímido con seriedad.

Shevek estuvo a punto de reírse de desesperación.

—No lo sé. ¡He estado trabajando mucho tiempo en eso! En última instancia la piedra golpea el árbol. Ni la pura secuencia ni la pura unidad podrán explicarlo. Nosotros no queremos pureza, sino complejidad, la relación de causa y efecto, cíe medio y fin. Nuestro modelo del cosmos tiene que ser tan inagotable como el cosmos mismo. Una complejidad que no sólo incluya la duración sino también la creación, no sólo el ser sino el devenir, no sólo la geometría sino la ética. No es una respuesta lo que buscamos, sino el modo de formular la pregunta…

—Todo está muy bien, pero son respuestas lo que la industria necesita-—dijo Dearri.

Shevek se volvió lentamente, lo observó un rato, y no dijo nada.

Se hizo un silencio pesado, en el que Vea saltó, graciosa e inconsecuentemente, a su tema de la predicción del futuro. Había otros interesados, y pronto todos empezaron a narrar sus experiencias con adivinos y clarividentes.

Shevek resolvió no decir nada más, no importaba lo que le preguntasen. Estaba más sediento que nunca; permitió que el camarero le volviera a llenar la copa, y bebió aquella cosa efervescente de sabor agradable. Miró alrededor de la sala, tratando de tranquilizarse, observando a otra gente. Pero éstos también se comportaban de una manera muy emocional, para ser ioti: gritaban reían a carcajadas. Se interrumpían unos a otros. En un rincón una pareja se entretenía en las preliminares de un juego sexual. Shevek miró para otro lado, con repugnancia. ¿Hasta en el sexo eran egotistas? Acariciarse y copular en presencia de gente sin pareja era tan grosero como comer en presencia de un hambriento. Volvió la atención al grupo que lo rodeaba. Habían abandonado el tema de la predicción, y se habían volcado a la política. Estaban todos discutiendo sobre la guerra, sobre cuál sería el próximo paso de Thu, cuál el próximo paso de A-Io, cuál el del CGM.

—¿Por qué sólo hablan en abstracto? —inquirió intempestivamente, preguntándose mientras hablaba por qué estaba hablando, cuando había resuelto no hacerlo—. No sólo nombres de países, son gentes que se están matando, unos a otros. ¿Por qué van los soldados? ¿Por qué un hombre va a matar a desconocidos?

—Pero si los soldados estancara eso —dijo una mujercita rubia con un ópalo en el ombligo. Varios hombres empezaron a explicarle a Shevek el principio de la soberanía nacional. Vea los interrumpió:

—Pero déjenlo hablar. ¿Cómo resolvería usted el embrollo, Shevek?

—La solución está a la vista.

—¿Dónde?

—¡Anarres!

—Pero lo que hacen ustedes en la Luna no resuelve nuestros problemas aquí.

—El problema del hombre es siempre el mismo. Supervivencia. Especie, grupo, individuo.

—Defensa nacional… —gritó alguien.

Ellos discutían, él discutía. Sabía lo que quería decir: algo claro y verdadero que podía convencer a todos, pero por alguna razón no conseguía decirlo con propiedad. Todo el mundo gritaba. La mujercita rubia palmeó el ancho brazo del sillón en que estaba sentada, y Shevek se instaló junto a ella. La cabeza rasurada y sedosa asomó por debajo de la cabeza de Shevek:

—¡Hola, Hombre de la Luna!—dijo.

Vea se había unido a otro grupo durante un rato, pero ahora estaba otra vez cerca de él. Tenía la cara encendida y los ojos grandes y líquidos. Shevek creyó ver a Pae del otro lado de la sala, pero había tanta gente que las caras se le confundían. Las cosas se sucedían en espasmos y paroxismos, con lagunas intermedias, como si le permitiesen asistir entre bastidores al funcionamiento del cosmos cíclico, según la hipótesis de la vieja Gvarab.

—¡Si no defendemos el principio de autoridad legal, degeneraremos en mera anarquía! —tronó un hombre gordo, malcarado.

—¡Sí, sí, degeneraremos! —dijo Shevek—. Nosotros hemos disfrutado de esa anarquía durante ciento cincuenta años.

Los dedos de los pies de la mujercita rubia, calzados en sandalias de plata, asomaron por debajo de la falda, totalmente recamada de centenares y centenares de perlas diminutas. Vea dijo:

—Pero háblanos de Anarres… ¿cómo es realmente? ¿Es en verdad tan maravilloso?

Estaba sentado en el brazo del sillón, y Vea se había dejado caer en el cojín, a los pies de él, erguida y sumisa, los pechos tiernos clavando en él una mirada ciega, la cara sonriente, complaciente, sonrosada.

Algo sombrío giró en la mente de Shevek, oscureciéndolo todo. Tenía la boca seca. Vació la copa que el camarero acababa de llenarle.

—No sé —dijo. Sentía la lengua casi paralizada—. No. No es maravilloso. Es un mundo feo. No se parece a éste. Anarres es todo polvo y colinas secas. Todo estéril, todo seco. Y la gente no es hermosa. Tienen manos y pies grandes, como yo y como este camarero. Pero no grandes vientres. Se ensucian mucho, y se bañan juntos, nadie aquí lo hace. Las ciudades son muy pequeñas e insignificantes, son tristes. No hay palacios. La vida es opaca, y el trabajo duro. Uno nunca puede tener lo que quiere, y ni siquiera lo que necesita, porque no hay para todos. Ustedes los urrasti tienen suficiente para todos. Aire suficiente, lluvia suficiente, pastos, océanos, alimentos, música, edificios, fábricas, máquinas, libros, ropas, historia. Ustedes son ricos, nosotros pobres. Ustedes tienen, nosotros no tenemos. Todo es hermoso aquí. Menos las caras. En Anarres nada es hermoso, nada excepto las caras. Las otras caras, los hombres y las mujeres. Nosotros no tenemos nada más. Aquí uno ve las joyas, allí uno ve los ojos. Y en los ojos ve el esplendor, el esplendor del espíritu humano. Porque nuestros hombres y mujeres son libres. Y ustedes los poseedores son poseídos. Viven todos en una cárcel. Cada uno a solas, solitario, con el montón de lo que posee. Viven en una cárcel y mueren en una cárcel. Eso veo en los ojos de ustedes… el muro, ¡el muro!

Todos lo estaban mirando.

Shevek oía el sonido de su propia voz todavía vibrando en el silencio, le escocían las orejas. La oscuridad, la tiniebla, volvió a moverse dentro de él.

—Me siento mareado —dijo, y se levantó.

Vea estaba a su lado.

—Venga por aquí —dijo con una risa corta, sofocada.

Se abrió paso entre la gente y Shevek la siguió. Estaba muy pálido ahora, el mareo no se le pasaba; pensó que ella lo conduciría al lavabo, o hasta una ventana donde pudiera respirar un poco de aire fresco. Pero entraron en una habitación grande, iluminada con luces indirectas. Había una cama alta y blanca contra una pared; un espejo cubría la mitad de otra. Se respiraba una fragancia intensa, dulce, a cortinados, a ropa blanca, el perfume de Vea.

—Usted es demasiado —dijo Vea, poniéndose delante de él y mirándolo a la cara en la penumbra, con esa risa sofocada—. Realmente demasiado, usted es imposible… ¡Magnífico! —Le puso las manos sobre los hombros—. ¡Oh, las caras de todos! ¡Se merece un beso! —Y alzándose sobre las puntas de los pies le ofreció la boca, la garganta blanca, los pechos desnudos.

Él la abrazó y la besó en la boca, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego en la garganta y los pechos. Al principio Vea cedió, blanda como si no tuviera huesos; luego se resistió un poco, con pequeñas contorsiones, riendo y empujándolo débilmente, y diciéndole:

—¡Oh, no, no, pórtese bien ahora! A ver, vamos, tenemos que volver a la fiesta. No, Shevek, serénese, ¡no puede ser!

Él no la escuchaba. La arrastró hacia la cama, y ella fue con él aunque sin dejar de hablar. Tironeando con una mano de las complicadas prendas que vestía, Shevek logró abrirse el pantalón. Faltaba el vestido de Vea, la cinta con un lazo colgante pero ceñido al talle que le sujetaba la falda, y que no conseguía desatar.

—Bueno, basta —dijo ella—. No, ahora escuche, Shevek, no puede ser, ahora no. No he tomado un anticonceptivo, en buen lío me veré, si me quedo llena, ¡mi marido vuelve dentro de dos semanas! No, suélteme. —Pero él no podía soltarla, tenía la cara apretada contra la carne perfumada, sudorosa, tierna—. Escuche, no me estropee el vestido, la gente se dará cuenta, por favor. Espere… espere, podemos arreglarlo, podemos buscar un sitio donde encontrarnos, tengo que cuidar mi reputación, no puedo confiar en la doncella, espere un poco, ¡ahora no! ¡Ahora no! ¡Ahora no!

Asustada al fin por aquella urgencia ciega, por la fuerza de Shevek, le puso las dos manos contra el pecho, y lo empujó, todo lo que pudo. Él dio un paso atrás, confundido por aquella voz aguda, asustada, y por aquella lucha; pero no podía detenerse, la resistencia de ella lo excitaba todavía más. La estrechó contra él, y el semen saltó contra la seda blanca del vestido.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —le repetía Vea en el mismo murmullo agudo.

Shevek la soltó. Se sentía aturdido. Manoteó el pantalón, tratando de cerrarlo.

—Lo… siento… pensé que usted quería…

—¡Por amor de Dios! —dijo Vea, mirándose la falda a la luz mortecina, mientras tironeaba de los pliegues para quitársela—. ¡Realmente! Ahora tendré que cambiarme el vestido.

Shevek seguía en pie, inmóvil, la boca abierta, respirando con dificultad, las manos colgantes; de pronto dio media vuelta y salió atolondradamente de la media luz de la habitación. De regreso en la sala iluminada de la fiesta, trastabilló entre la gente amontonada, tropezó con una pierna, encontró el camino bloqueado por cuerpos, ropas, joyas, pechos, ojos, llamas de bujías, muebles. Tropezó contra una mesa. Sobre ella había una fuente de plata con pasteles de carne, crema y hierbas dispuestos en círculos concéntricos, como una enorme flor pálida. Shevek abrió la boca para tomar aliento, cayó doblado sobre la mesa, y vomitó sobre la fuente de planta.

—Lo llevaré a casa —dijo Pae.

—Llévalo, por favor —dijo Vea—. ¿Estuviste buscándolo, Saio?

—¡Oh!, un poco. Felizmente Demacre te telefoneó.

—Él se alegrará de veros, seguramente.

—No tendremos ningún problema con él. Se desvaneció en el vestíbulo. ¿Puedo usar tu teléfono antes de irme?

—Dale mis cariños al jefe —dijo Vea con malicia.

Oiie había ido al piso de su hermana acompañado por Pae, y se marchó con él. Se sentaron en el asiento medio de la gran limusina del gobierno de la que Pae disponía siempre, mediante una simple llamada, la misma que había llevado a Shevek desde el puerto el verano anterior. Ahora yacía en el asiento trasero, tal como ellos lo habían dejado.

—¿Estuvo con tu hermana todo el día, Demacre?

—Desde el mediodía, parece.

—¡Gracias a Dios!

—¿Por qué te preocupa tanto que pueda ir a los barrios bajos? Cualquier odoniano está ya convencido de que somos una caterva de esclavos asalariados y oprimidos, ¿qué diferencia hay si ve algunas pruebas?

—No me importa lo que él vea. Lo que no queremos es que lo vean a él. ¿No has leído los periódicos? ¿O las octavillas que circulaban la semana pasada en la Ciudad Vieja, sobre el "Precursor"? El mito, el que vendrá antes del milenio, «un extranjero, un paria, un exiliado, trayendo en las manos vacías el tiempo por venir». Citaban eso. Uno de esos malditos arranques de humor apocalíptico, propios del populacho. Buscan un mascarón de proa. Un catalizador. Hablan de una huelga general. Nunca aprenderán. De todos modos necesitan una lección. Maldita chusma rebelde, que luchen contra Thu, es lo único bueno que alguna vez conseguiremos de ellos.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante el trayecto.

El sereno de la Residencia de Docentes Decanos los ayudó a subir a Shevek. Lo descargaron como un fardo sobre la cama. El aliento del hombre borracho era repugnante; Oiie se apartó de la cama, y el temor y el amor que sentía por Shevek crecieron en él, cada sentimiento estrangulando al otro. Arrugó el ceño, y murmuró:

—Imbécil de mierda. —Apagó la luz y volvió al otro cuarto. Pae estaba en pie junto al escritorio revisando los papeles de Shevek.

—Deja eso —dijo Oiie, mientras la expresión de repugnancia se le acentuaba en el rostro—. Vamos. Son las dos de la mañana. Estoy cansado.

—¿Qué ha estado haciendo ese bastardo, Demacre? Nada todavía, absolutamente nada. ¿Será un farsante? ¿Habremos traído de Utopía un condenado campesino ingenuo? ¿Dónde está su teoría? ¿Dónde está nuestro vuelo instantáneo? ¿Dónde está nuestra ventaja sobre los hainianos? ¡Nueve, diez meses alimentando al bastardo, para nada! —No obstante, se metió en el bolsillo uno de los trabajos, antes de seguir a Oiie hacia la puerta.

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