Cuando lo mandaron a casa después de diez días en el hospital, el vecino del cuarto 45 fue a verlo. Era un matemático, muy alto y muy delgado. Tenía un estrabismo no corregido, de manera que nunca se podía saber si lo estaba mirando a uno y/o si uno estaba mirándolo. El y Shevek habían convivido amigablemente, lado a lado en el domicilio del Instituto durante un año, sin haber intercambiado jamás una frase entera.
Desar entró y miró a Shevek, o al lado de Shevek.
—¿Algo? —dijo.
—Estoy muy bien, gracias.
—¿Qué te parece cenar juntos?
—¿Contigo? —dijo Shevek, influido por el estilo telegráfico de Desar.
—De acuerdo.
Desar trajo dos cenas en una bandeja del refectorio del Instituto, y comieron juntos en el cuarto de Shevek. Hizo lo mismo mañana y noche durante tres días hasta que Shevek estuvo en condiciones de volver a salir. Shevek no entendía los motivos de esta conducta. Desar no era un hombre afable, y las expectativas de la hermandad no significaban mucho para él. Uno de los motivos por los que se mantenía apartado de la gente era sin duda el deseo de esconder su deshonestidad. Tenía un carácter espantosamente perezoso o bien francamente posesivo, pues el cuarto 45 estaba abarrotado de cosas que conservaba sin ningún derecho y ninguna razón: platos del comedor, libros de las bibliotecas, un juego de herramientas para tallar madera sacado de un almacén de útiles de artesanía, un microscopio traído de algún laboratorio, ocho mantas diferentes, un armario repleto de prendas de vestir, algunas que evidentemente no le servían a Desar ni le habían servido nunca, otras que parecían cosas que había usado cuando tenía ocho o diez años. Daba la impresión de que iba a las proveedurías y depósitos y juntaba brazadas de cosas, las necesitase o no.
—¿Para qué guardas toda esa chatarra? —le preguntó Shevek la primera vez que Desar le permitió entrar en el cuarto. Desar le clavó una mirada torcida.
—Abulta —dijo vagamente.
El campo de la matemática que Desar había elegido era tan esotérico que nadie en el Instituto o en la Federación de Matemáticos podía en realidad comprobar si él progresaba. Por eso, precisamente, había elegido ese campo. Daba por supuesto que los motivos de Shevek eran los mismos.
—Demonios —decía—, ¿trabajar? Buen puesto aquí. Secuencia, simultaneidad, mierda.
En algunos momentos Shevek gustaba de Desar, y en otros lo detestaba, por las mismas cualidades. Seguía aferrado a él, sin embargo, deliberadamente, como parte de la resolución que había tomado: cambiar de vida.
La enfermedad le había obligado a comprender que si trataba de seguir solo se derrumbaría definitivamente. Veía esto en términos morales, y se juzgaba sin ninguna piedad. Había vivido encerrado en sí mismo, en contra del imperativo ético de hermandad. El Shevek de veintiún años no era, exactamente, un mojigato, pues mostraba una moral apasionada y drástica, pero vivía aún ajustado a normas rígidas, el odonianismo simplista que unos adultos mediocres enseñaban a los niños, una prédica internalizada.
Había estado actuando mal. Tenía que actuar correctamente. Lo hizo.
Se prohibió trabajar en física cinco noches de cada diez. Se ofreció como voluntario para los trabajos del comité administrativo del domicilio del Instituto. Asistía a reuniones de la Federación de Física y del Sindicato de Miembros del Instituto. Se incorporó a un grupo que practicaba ejercicios de bio-realimentación y de entrenamiento de ondas cerebrales. En el refectorio se obligó a sentarse en las mesas grandes y no en una pequeña con un libro frente a él.
Era sorprendente: daba la impresión de que la gente había estado esperándolo. Lo acogían, lo agasajaban, lo invitaban como compañero de cuarto y camarada. Lo llevaban a pasear con ellos, y al cabo de tres días había aprendido más acerca de Abbenay que en todo un año. Iba con grupos de jóvenes alegres a los campos de atletismo, a los centros de artesanía, a las piscinas de natación, a festivales, museos, teatros y conciertos.
Los conciertos fueron una revelación, una sorpresa maravillosa.
Nunca había ido a un concierto aquí en Abbenay, en parte porque pensaba que la música es algo que uno hace, no algo que uno escucha. De niño siempre había cantado, o tocado, uno u otro instrumento, en los coros y conjuntos locales; había disfrutado muchísimo, pero no tenía verdadero talento. Y eso era todo cuanto sabía de la música.
En los centros de enseñanza se aprendía todo lo necesario para la práctica del arte: canto, métrica, danza, el uso del cepillo, el cincel, el cuchillo, el torno, y así sucesivamente. Todo era pragmático: los niños aprendían a ver, a hablar, a escuchar, a moverse, a manejar. No había una línea divisoria entre las artes y los oficios; el arte no tenía un lugar especial en la vida, era una simple técnica básica de la vida, como el lenguaje. De este modo la arquitectura había desarrollado, desde el principio y en plena libertad, un estilo coherente, puro y simple, de sutiles proporciones. La pintura y la escultura eran sobre todo elementos de la arquitectura y el urbanismo. En cuanto a las artes de la palabra, la poesía y la narrativa, tendían a ser efímeras, a confundirse con el canto y la danza; sólo el teatro se mantenía apañe, y sólo al teatro lo llamaban «El Arte», algo completo en sí mismo. Había numerosos elencos regionales e itinerantes de actores y bailarines, compañías de repertorio, muy a menudo con un autor acólito. Representaban tragedias, comedias improvisadas a medias, pantomimas. Eran tan bienvenidas como la lluvia en las solitarias ciudades del desierto, eran la gloria del año en cualquier lugar a donde iban. Nacido del aislamiento y el espíritu de solidaridad de los anarresti, y encarnándolos, el arte dramático había alcanzado una pujanza y una brillantez extraordinarias.
Shevek, sin embargo, no era particularmente sensible al arte del teatro. Gustaba del esplendor verbal, pero la actuación misma no le interesaba. Sólo en el segundo año de su estancia en Abbenay descubrió, por fin, su Arte: el arte que está hecho de tiempo. Alguien lo llevó a un concierto en el Sindicato de Música. Volvió a la noche siguiente. Iba a todos los conciertos, con sus nuevas amistades si era posible, solo si no había otro remedio. La música era una necesidad más urgente, una satisfacción más profunda que la compañía humana.
En realidad, nunca había conseguido romper su aislamiento esencial, y él lo sabía. No tenía amigos íntimos. Copulaba con varias muchachas, pero copular no era el goce que tenía que ser. Era sólo el alivio de una necesidad, de la que luego se sentía avergonzado, pues involucraba a otra persona como objeto. Prefería la masturbación, el camino adecuado para un hombre como él. La soledad lo había atrapado; estaba condenado por herencia. Ella había dicho:
—Lo primero es el trabajo. —Rulag lo había dicho, lo había dicho con calma, ella había enunciado esa realidad, incapaz de cambiarla, de sacarla de la celda fría. Lo mismo le ocurría a él. Anhelaba acercarse a aquellas almas jóvenes y generosas, que lo llamaban hermano, pero no podía llegar a ellas, ni ellas a él. Había nacido para estar solo, un frío intelectual maldito, un egotista.
El trabajo era lo primordial, pero no lo llevaba a nada. Como el sexo, tendría que haber sido un placer, y no lo era. Seguía enredado en los mismos problemas, sin avanzar ni un solo paso hacia la solución de la Paradoja Temporal de To, y menos aún la Teoría de la Simultaneidad, que el año anterior casi había tenido al alcance de la mano, o así lo había pensado al menos. Aquella confianza en sí mismo le parecía inverosímil. ¿Se había considerado capaz, a los veinte años, de desarrollar una teoría que podría cambiar los fundamentos mismos de la física cosmológica? Evidentemente, había estado loco mucho tiempo, mucho antes de la fiebre. Se inscribió en dos grupos de matemática filosófica, diciéndose que los necesitaba y negándose a admitir que él podía haber encabezado uno y otro tan bien como los instructores. Evitaba a Sabul siempre que podía.
En el primer arranque de las nuevas resoluciones se había propuesto conocer mejor a Gvarab. Gvarab le respondió lo mejor que pudo, pero el invierno había sido cruel con ella: estaba enferma y sorda, y senil; inició un curso y al poco tiempo lo abandonó. Estaba incoherente: un día apenas reconocía a Shevek, y al día siguiente lo llevaba ala rastra a su domicilio para conversar con él toda la noche. Shevek, que había llegado poco más allá de las ideas de Gvarab, encontraba tediosas aquellas charlas interminables. O tenía que permitir que Gvarab lo aburriese durante horas, repitiendo cosas que él ya sabía o que había refutado, o tenía que herirla y confundirla mientras trataba de mostrarle el buen camino. Era un conflicto que superaba la paciencia o el tacto de alguien tan joven, y terminó por evitar a Gvarab cuando podía, siempre con remordimientos.
No había nadie más con quien hablar. Nadie en el Instituto sabía bastante de física temporal pura como para sostener una conversación con él. Le hubiera gustado enseñarla, pero todavía no le habían dado una clase en el Instituto. Pidió un puesto una vez, pero el Sindicato de Profesores y Estudiantes lo rechazó de plano. No querían enemistarse con Sabul.
A medida que avanzaba el año, se acostumbró a distraerse escribiendo cartas a Atro y otros físicos y matemáticos de Urras. Pocas de aquellas canas eran enviadas. Algunas las rompía él mismo en seguida de escribirlas. Descubrió que el matemático Loai-An, a quien había enviado una tesis de seis páginas sobre la reversibilidad temporal, estaba muerto desde hacía veinte años: no se le había ocurrido leer el prefacio biográfico de la Geometría del Tiempo de An. Otras canas que intentó enviar con los cargueros de Urras fueron detenidas por los administradores del Puerto de Abbenay. El Puerto estaba bajo el control directo de la CPD, y como las funciones de la CPD incluían la coordinación de numerosos sindicatos, algunos de los coordinadores necesitaban saber iótico. Esos administradores del Puerto, de conocimientos especializados y posición relevante, se aficionaban pronto a la mentalidad burocrática: decían «no» automáticamente. Desconfiaban de las cartas a matemáticos, les parecían escritas en código, y nadie podía asegurarles lo contrario. Las canas a los tísicos sólo eran admitidas con la aprobación de Sabul, el asesor. Y Sabul no aprobaba ninguna que tratase de temas ajenos a su propia rama: la física secuencial.
—No es de mi competencia —gruñía, empujando a un lado la carta. Shevek la enviaba de todos modos a los administradores del Puerto, y la recibía de vuelta con un sello: «Denegada la exportación».
Planteó el problema en la Federación de Física, a cuyas asambleas Sabul rara vez se molestaba en asistir. Nadie allí daba importancia a la necesidad de una libre comunicación con el enemigo ideológico. Algunos sermonearon a Shevek por trabajar en un campo tan arcano que, como él mismo admitía, no había nadie que lo dominara, ni siquiera en su propio mundo.
—Pero es un campo nuevo —arguyó Shevek, con lo que no llegó a ninguna parte.
—¡Si es nuevo, compártelo con nosotros, no con el propietariado!
—Cada trimestre, desde hace un año, he tratado de dar un curso. Siempre decís que no hay demanda suficiente. ¿Le tenéis miedo porque es nuevo?
Nadie lo apoyó. Los dejó enfurecidos.
Seguía escribiendo cartas a Urras, aun cuando nunca las enviaba. El hecho de escribir para alguien que comprendía —que hubiera podido comprender— le permitía escribir, pensar. De otro modo no era posible.
Transcurrían las décadas y los trimestres. Dos o tres veces al año llegaba la recompensa: una carta de Atro u otro físico de A-Io o Thu, una carta larga, de escritura apretada, con argumentaciones profusas, teoría pura desde el saludo hasta la firma, pura, intensa y abstrusa física temporal matemático-ética-cosmológica, escrita en un idioma que él no sabía hablar por hombres que no conocía, ferozmente empeñados en combatir y destruir sus teorías, enemigos de su mundo, rivales, extraños, hermanos.
Durante unos días, después de recibir una de estas cartas, estaba irascible y radiante, trabajaba día y noche, las ideas le brotaban como de un manantial. Luego, poco a poco, con arrebatos y luchas desesperados, volvía a la tierra, al suelo seco, árido.
Terminaba su tercer año en el Instituto cuando murió Gvarab. Pidió hablar en el servicio fúnebre, que se celebraba como de costumbre en el lugar donde el muerto había trabajado: en este caso en una de las salas de conferencia en el edificio del laboratorio de Física. Fue el único orador. No asistió ningún estudiante; hacía dos años que Gvarab no enseñaba. Estaban allí unos pocos miembros veteranos del Instituto, y el hijo de Gvarab, de mediana edad, que era químico agrícola en el Noreste. Shevek habló desde el sitio en que la anciana profesora solía dar clase. Dijo a los presentes, con la voz enronquecida por la ahora permanente bronquitis invernal, que Gvarab había fundado la ciencia del tiempo, y que era la cosmóloga más notable que había trabajado jamás en el Instituto.
—Tenemos ahora nuestra Odo en física —dijo—. La tenemos, y nunca la hemos honrado.
Luego, una mujer le agradeció, con lágrimas en los ojos.
—Siempre hacíamos juntas el décimo día, ella y yo; en la portería del domicilio pasábamos tan buenos momentos conversando —dijo, estremeciéndose en el viento glacial cuando salían a la calle. El químico agrícola farfulló unas palabras de agradecimiento, y se marchó de prisa para alcanzar un vehículo de regreso al Noreste. En un arranque de dolor, futilidad e impaciencia Shevek echó andar a la deriva por las calles de la ciudad.
Tres años aquí, ¿y qué había conseguido? Un libro, expropiado por Sabul, cinco o seis trabajos inéditos; y una oración fúnebre por una vida desperdiciada.
Nadie comprendía lo que hacía. O, para decirlo más honestamente, nada de lo que hacía tenía significado. No estaba cumpliendo ninguna función necesaria, personal o social. En realidad —y no era un fenómeno insólito en ese campo— ya nunca haría nada más. Había chocado con el muro para siempre.
Se detuvo frente al auditorio del Sindicato de Música a leer los programas para la década. No había concierto esa noche. Se volvió apartándose de la cartelera y se encontró cara a cara con Bedap.
Bedap, siempre ala defensiva y un tanto miope, no lo reconoció. Shevek lo tomó del brazo.
—¡Shevek! ¡Diantre, eres tú! —Se abrazaron, se besaron, se separaron, se abrazaron otra vez. Shevek se sentía desbordante de amor. ¿Por qué? Ni siquiera había simpatizado mucho con Bedap aquel año del Instituto Regional. Nunca se habían escrito, en estos tres últimos años. La amistad entre ellos era cosa de la niñez, del pasado. Sin embargo el amor estaba allí: llameaba como ascuas removidas.
Caminaron, hablaron, sin saber a dónde iban. Las calles anchas de Abbenay estaban silenciosas en la noche invernal. En las bocacalles la luz empañada de los faroles era un estanque de plata, y la nieve seca revoloteaba allí como cardúmenes de peces diminutos que perseguían sus propias sombras. El viento soplaba áspero y frío detrás de la nieve. Los labios entumecidos y el castañeteo de los dientes entorpecían la conversación. Alcanzaron el ómnibus de las diez, el último, para el Instituto. El domicilio de Bedap quedaba lejos, en la margen este de la ciudad, un largo viaje en el frío.
Bedap inspeccionó el cuarto 46 con un asombro irónico.
—¡Pero Shev, vives como un podrido aprovechado urrasti!
—Vamos, no exageres. ¡Señálame algo excrementicio!
La habitación contenía en realidad poco más o menos lo mismo que cuando Shevek había entrado en ella por primera vez. Bedap señaló:
—Esa manta.
—Estaba aquí cuando vine. Alguien la tejió, y la dejó al mudarse. ¿Es algo excesivo una manta en una noche como ésta?
—El color es decididamente excrementicio —dijo Bedap—. Como analista de funciones he de puntualizar que el naranja no es necesario. No cumple ninguna función indispensable en el organismo social, sea a nivel cultural o a nivel orgánico, y ninguno por cierto en el nivel holorgánico o más centralmente ético; en cuyo caso la tolerancia es una elección menos buena que la excreción. ¡Tíñela de verde sucio, hermano! ¿Qué es todo esto?
—Notas.
—¿En código? —preguntó Bedap mientras examinaba un cuaderno con aquella frialdad que era una de sus características, como recordó Shevek. Bedap tenía aún menos sentimientos posesivos —menos sentido de la propiedad privada— que la mayoría de los anarresti. Nunca había tenido un lápiz predilecto que llevara consigo a todas partes, ni una camisa vieja con la que se hubiera encariñado y no quisiese tirar al recipiente de reciclaje; y sí recibía un regalo, trataba de conservarlo por respeto a los sentimientos del donante, pero siempre acababa perdiéndolo. Bedap no ignoraba esta particularidad de su carácter, lo que demostraba, según él, que era menos primitivo que la mayoría, un ejemplar anticipado del Hombre Prometido, el genuino, el verdadero hombre odoniano. Pero tenía un cierto sentido de la vida privada. La vida privada empezaba para él en el cráneo, el suyo o el de otro, y a partir de allí era total. Él nunca espiaba. Dijo ahora:
—¿Te acuerdas de aquellas cartas disparatadas que escribíamos en código cuando estabas en el proyecto de replantación forestal?
—Esto no es código, es iótico.
—¿Lo has aprendido? ¿Por que escribes en iótico?
—Porque nadie en este planeta entiende lo que trato de decir. O no quiere entender. La única persona que entendía murió hace tres días.
—¿Sabul ha muerto?
—No. Gvarab. Sabul no ha muerto. ¡Tiene suerte!
—¿Cuál es el problema?
—¿El problema con Sabul? Mitad envidia, la otra mitad incompetencia.
—Tenía entendido que su libro sobre la causalidad era excelente. Tú lo dijiste.
—Así lo pensaba, hasta que leí las fuentes. Son todas ideas urrasti. No nuevas, además. En veinte años no se le ha ocurrido un solo pensamiento. Ni darse un baño.
—¿Qué tal andan tus propios pensamientos? —preguntó Bedap, poniendo una mano sobre los cuadernos y observando a Shevek por debajo de las cejas. Bedap tenía los ojos pequeños y ligeramente estrábicos, una cara fuerte, un cuerpo robusto. Se comía las uñas, y ese hábito de años las había reducido a franjas diminutas en las puntas de los dedos gruesos y sensibles.
—Es inútil —dijo Shevek, sentándose en la plataforma de la cama—. Me equivoqué de campo.
Bedap sonrió.
—¿Tú?
—Creo que al final de este trimestre pediré otro puesto.
—¿Para hacer qué?
—Me da lo mismo. Enseñanza, ingeniería. Tengo que salir de la física.
Bedap se sentó en la silla del escritorio, se mordió una uña y dijo:
—Eso me suena raro.
—Me he dado cuenta de mis limitaciones.
—No sabía que tuvieras ninguna. En física, quiero decir. Tenías toda clase de limitaciones y defectos. Pero no en física. Yo no soy un temporalista, lo sé. Pero no necesitas saber nadar para reconocer un pez, no necesitas brillar para reconocer una estrella…
Shevek miró a su amigo y soltó lo que nunca había sido capaz de decirse claramente a sí mismo:
—He pensado en el suicidio. A menudo. Este año. Parece el mejor camino.
—No creo que te lleve más allá del sufrimiento.
Shevek sonrió, rígido.
—¿Te acuerdas de eso?
—Vividamente. Fue una conversación muy importante para mí. Y para Takver y Tirin, creo.
—¿De veras? —Shevek se levantó. No había sitio allí para dar más de cuatro pasos, pero no podía quedarse quieto—. Fue importante para mí entonces —dijo, deteniéndose en la ventana—. Pero he cambiado, aquí. Hay algo malo aquí, no sé qué es.
—Yo sé —dijo Bedap—. El muro. Te has topado con el muro.
Shevek se volvió con una mirada asustada.
—¿El muro?
—En tu caso, el muro parece ser Sabul. Sabul y quienes lo respaldan en los sindicatos de ciencias y en la CPD. En lo que a mí atañe, hace cuatro décadas que estoy en Abbenay. Cuarenta días. Bastante para saber que si paso aquí cuarenta años no habré logrado nada, absolutamente nada, de lo que quiero hacer, el mejoramiento de la instrucción científica en los centros de aprendizaje. A menos que las cosas cambien. O a menos que me una a los enemigos.
—¿Los enemigos?
—Los hombrecillos. ¡Los amigos de Sabul! La gente que está en el poder.
—¿De qué estás hablando, Dap? No tenemos ninguna estructura de poder.
—¿No? ¿Qué da fuerza a Sabul?
—No una estructura de poder, un gobierno. ¡Esto no es Urras, al fin y al cabo!
—No. No tenemos gobierno, no tenemos leyes, de acuerdo. Pero hasta donde yo sé, las ideas nunca fueron manejadas por leyes y gobiernos, ni siquiera en Urras. Si lo hubieran estado, las ideas de Odo no habrían sido posibles, ni el odonianismo habría llegado a ser un movimiento mundial. Los arquistas trataron de extirparlo por la fuerza, y fracasaron. La vía más eficaz para destruir las ideas no es reprimirlas sino ignorarlas. ¡Y eso es precisamente lo que nuestra sociedad hace! Sabul te usa cuando puede, y cuando no, te impide publicar, enseñar, hasta trabajar. ¿Verdad? En otras palabras, tiene poder sobre ti. ¿De dónde lo saca? No de una autoridad constituida, no existe ninguna. No de la excelencia intelectual, que no la tiene. La saca de la cobardía innata de la mente humana común. ¡La opinión pública! Sabul es parte de esa estructura de poder, y sabe cómo usarla. La autoridad inadmitida, inadmisible que gobierna a la sociedad odoniana y sofoca el pensamiento del individuo.
Shevek apoyó las manos en el antepecho de la ventana, mirando hacia afuera, hacia la oscuridad, a través del cristal empañado. Al fin dijo:
—Desvarías, Dap.
—No, hermano. Estoy en mi sano juicio. Lo que enloquece a la gente es tratar de vivir fuera de la realidad. La realidad es terrible. Puede matarte. Si le das tiempo, te matará sin ninguna duda. La realidad es dolor… ¡Tú lo dijiste! Pero las mentiras, las evasiones de la realidad, todo eso te enloquece. Las mentiras hacen que pienses en matarte.
Shevek se volvió y lo miró de frente.
—¡Pero no puedes hablar en serio de un gobierno, aquí!
—Las Definiciones de Tomar: Gobierno: el uso legal del poder para mantener y extender el poder. Sustituye «legal» por «rutinario», y tienes a Sabul, y al Sindicato de Instrucción y a la CPD.
—¡La CPD!
—La CPD es ya ahora, básicamente, una burocracia arquista.
Al cabo de un momento Shevek se rió, con una risa no muy natural, y dijo:
—Bueno, vamos, Dap, esto es divertido, pero un poco enfermizo, ¿no?
—Shevek, ¿pensaste alguna vez que lo que el modo analógico llama enfermedad, malestar, descontento, alienación, analógicamente también podría llamarse dolor… lo que tú decías cuando hablabas del dolor, del sufrimiento? ¿Y que tienen una determinada función en el organismo, lo mismo que el dolor?
—¡No! —dijo Shevek con violencia—. Yo hablaba en términos personales, en términos espirituales.
—Pero hablaste de sufrimiento físico, de un hombre que se moría de quemaduras. ¡Y yo hablo de sufrimiento espiritual! De gente que ve malgastado su talento, su trabajo, su vida. De mentes bien dotadas sometidas a mentes estúpidas. De la fortaleza y el coraje estrangulados por la envidia, la ambición de poder, el miedo al cambio. El cambio es libertad, el cambio es vida… ¿Hay algo más básico en el pensamiento odoniano? ¡Pero ya nada cambia! Nuestra sociedad está enferma. Tú lo sabes. Tú sufres esa misma enfermedad. ¡Es la enfermedad suicida!
—Ya basta, Dap. Acaba.
Bedap no dijo más. Empezó a morderse la uña del pulgar, metódica y pensativamente.
Shevek volvió a sentarse en la plataforma del lecho y hundió la cabeza entre las manos. Hubo un largo silencio. La nieve había cesado. Un viento seco, oscuro, sacudía el cristal de la ventana. La habitación estaba fría. Ninguno de los dos se había quitado el gabán.
—Mira, hermano —dijo Shevek al fin—. No es nuestra sociedad lo que frustra la creatividad del individuo. Es la pobreza de Anarres. Este planeta no fue hecho para albergar una civilización. Sí, dejamos de ayudarnos unos a otros, si no renunciamos a nuestros deseos personales por el bien común, nada, nada en este mundo estéril puede salvarnos. La solidaridad humana es nuestro único bien.
—¡Solidaridad, sí! Aun en Urras, donde la comida cae de los árboles, aun allí decía Odo que la solidaridad humana es nuestra única esperanza. Pero hemos traicionado esa esperanza. Hemos permitido que la cooperación se transforme en obediencia. En Urras gobiérnala minoría, aquí la mayoría. ¡Pero es un gobierno! La conciencia social ha dejado de ser una cosa viva para transformarse en una máquina, ¡una máquina de poder, manejada por burócratas!
—Tú o yo podríamos ofrecernos como voluntarios y ser elegidos para trabajar en la CPD dentro de unas décadas. ¿Nos convertiría eso en burócratas, en patrones?
—No se trata de los individuos de la CPD, Shev. La mayoría de ellos se parecen a nosotros. Se nos parecen demasiado. Bien intencionados, ingenuos. Y no es sólo en la CPD. Es en todo Anarres. Centros de aprendizaje, institutos, minas, refinerías, pesquerías, fábricas de alimentos conservados, centros de desarrollo e investigación agrícola, fábricas de electricidad, comunidades de mono-producción, en todos aquellos campos en los que la función requiera pericia y una institución estable. Pero esa estabilidad da cabida al impulso autoritario. En los primeros años de la Colonización nos dábamos cuenta, estábamos atentos. La gente discriminaba entonces con mucho cuidado entre el gobierno y la administración. Lo hicieron tan bien que olvidamos que el deseo de poder es tan fundamental en el ser humano como el impulso a ayudarnos mutuamente, y que esto hay que inculcárselo a cada nuevo individuo, en cada nueva generación. ¡Nadie nace odoniano del mismo modo que nadie nace civilizado! Pero lo hemos olvidado. No educamos para la libertad. La educación, la actividad más importante del organismo social, se ha hecho rígida, moralista, autoritaria. Los chicos aprenden a recitar las palabras de Odo como si fueran leyes… ¡La peor blasfemia!
Shevek vaciló. De niño, e incluso aquí, en el Instituto, había conocido demasiado de cerca el tipo de enseñanza que descubría Bedap.
Bedap aprovechó el terreno ganado:
—Siempre es más fácil no pensar por tu propia cuenta. Encontrar una jerarquía agradable y segura, y dejarse estar. No cambiar nada, no arriesgarte a las censuras, no intranquilizar a tus síndicos. Dejarte gobernar es siempre más cómodo.
—¡Pero no es gobierno, Dap! Los expertos y los veteranos o las cuadrillas dirigen los sindicatos; ellos conocen mejor el trabajo. ¡El trabajo tiene que hacerse, al fin y al cabo! En cuanto a la CPD, sí, podría convertirse en una jerarquía, en una estructura de poder, si no estuviera organizada para impedir precisamente que eso ocurra. ¡Recuerda cómo está montada! Voluntarios, elegidos por sorteo; un año de aprendizaje; luego cuatro años en la Nómina, y luego afuera. Nadie podría conquistar poder, en el sentido anjuista, en un sistema como éste, con sólo cuatro años de tiempo.
—Algunos se quedan más de cuatro años.
—¿Los consejeros? Pierden el voto.
—Los votos no tienen importancia. Hay gente entre bastidores…
—¡Vamos! ¡Eso es paranoia pura! Entre bastidores… ¿Cómo? ¿Qué bastidores? Cualquiera puede asistir a cualquier reunión de la CPD, y si es un síndico interesado, ¡puede intervenir en el debate y votar! ¿O tratas de decirme que aquí tenemos políticos?
Shevek estaba furioso con Bedap; tenía rojas las orejas prominentes; hablaba en voz muy alta; en todo el patio no brillaba una sola luz. Desar, en el cuarto 45, golpeó la pared pidiendo silencio.
—Estoy diciendo lo que ya conoces —dijo Bedap en un tono de voz mucho más bajo—. Que es la gente como Sabul la que en realidad maneja la CPD, y la ha manejado año tras año.
—Si tanto sabes —lo acusó Shevek en un murmullo áspero—, ¿por qué no lo dices en público? ¿Por qué no convocaste a una sesión de crítica en el sindicato, si tienes pruebas? Si tus ideas no pueden soportar el juicio público, no me las cuchichees aquí a medianoche.
Bedap tenía ahora los ojos muy pequeños, como cuentas de acero.
—Hermano —dijo—, eres un justiciero. Siempre lo fuiste. ¡Por una vez, mira afuera de tu maldita conciencia pura! Vengo aquí y cuchicheo porque sé que puedo confiar en ti, ¡maldición! ¿Con qué otro podría hablar? ¿Acaso quiero acabar como Tirin?
Shevek elevó la voz, sorprendido.
—¿Como Tirin? —Señalando con un gesto la pared, Bedap le pidió que se moderara—: ¿Qué pasa con Tirin? ¿Dónde está?
—En el Hospicio de la Isla Segvina.
—¿En el Hospicio?
Bedap se sentó de costado y se abrazó las rodillas, pegadas al mentón. Hablaba en voz muy baja ahora, a regañadientes.
—Tirin escribió una obra de teatro y la presentó el año después que te fuiste. Era rara, disparatada; tú sabes las cosas que a él se le ocurrían. —Bedap se pasó una mano por el pelo áspero, rojizo, y se soltó la cola—. Podía parecer antiodoniano, sí uno era estúpido. Mucha gente era estúpida. Se alborotó. Lo amonestaron. Lo amonestaron públicamente. Era algo que yo nunca había visto antes. Todo el mundo viene a las reuniones de tu sindicato y te lo cuenta en secreto. Así ponían en su sitio a un capataz o a un jefe de escuadrilla prepotente. Ahora emplean el mismo método sólo para decirle a un individuo que deje de pensar por sí mismo. Fue horrible. Tirin no lo pudo soportar. Creo que en realidad perdió un poco la cabeza. Le parecía que todo el mundo estaba contra él. Empezó a hablar más de la cuenta, como resentido. No cosas irracionales, pero siempre críticas, siempre amargas. Y hablaba con cualquiera en ese tono. Bueno, cuando terminó el Instituto, calificado como instructor de matemáticas, pidió un destino. Consiguió uno. En una cuadrilla de reparación de carreteras en Poniente del Sur. Protestó suponiendo que había sido un error, pero las computadoras de la Divtrab dijeron lo mismo. Así que fue.
—En todo el tiempo que lo conocí Tirin nunca trabajó al aire libre —interrumpió Shevek—. Desde que tenía diez años. Siempre se daba maña para conseguir algún trabajo burocrático. Lo que hizo la Divtrab era justo.
Bedap no prestó atención.
—No sé realmente lo que pasó allí. Me escribió varias veces, y cada vez le habían asignado otro puesto de trabajo. Siempre trabajos físicos, en comunidades pequeñas y lejanas. Escribió que dejaba el puesto y que volvía a Poniente del Norte, a verme. No volvió. Dejó de escribir. Lo encontré al fin por intermedio de los Archivos de Trabajo de Abbenay. Me enviaron una copia de la ficha, y la última entrada era clarísima: «Terapia. Isla Segvina». ¡Terapia! ¿Había asesinado a alguien, Tirin? ¿Había violado a alguien? ¿Por qué otras cosas te mandan al Hospicio?
—Nadie te manda al Hospicio. Tú mismo pides que te manden.
—No me hagas tragar esa mierda —dijo Bedap con una furia repentina—. ¡Él nunca pidió que lo mandaran allí! Ellos lo enloquecieron, y ellos mismos lo mandaron allí. Es de Tirin de quien te estoy hablando, Tirin, ¿te acuerdas de él?
—Lo conocí antes que tú. ¿Qué crees que es el Hospicio… una cárcel? Es un albergue. Si hay criminales y desertores crónicos es porque han pedido ir allí, porque allí no hay presiones ni castigos. Pero ¿quién es esa gente de la que siempre hablas… "ellos"? «Ellos» lo enloquecieron, y lo demás. ¿Estás tratando de decir que todo el sistema social es nefasto, que en realidad «ellos», los perseguidores de Tirin, tus enemigos, somos nosotros, el organismo social?
—Si puedes quitarte a Tirin de la conciencia como un desertor crónico, no tengo más que decirte —respondió Bedap, sentándose encorvado en la silla. Había en su voz un dolor tan evidente, tan simple, que la santa indignación de Shevek cesó de pronto.
Ninguno de los dos habló durante un rato.
—Será mejor que me vaya a casa —dijo Bedap desdoblándose con dificultad y poniéndose en pie.
—Tienes una hora de caminata desde aquí. No seas estúpido.
—Bueno, he pensado… ya que…
—No seas estúpido.
—Está bien. ¿Dónde está el cagadero?
—A la izquierda, tercera puerta.
Cuando volvió, Bedap propuso dormir en el suelo, pero como no había alfombra y sólo tenían una manta, la idea era estúpida, como opinó Shevek con voz monótona. Los dos estaban hoscos y malhumorados; doloridos, como si hubiesen peleado a puñetazos sin haber agotado toda la furia que llevaban dentro. Shevek desenrolló el colchón y la ropa de cama y se acostaron. Cuando apagaron la lámpara, una oscuridad plateada penetró en el cuarto, la penumbra de una noche ciudadana cuando hay nieve en la calle y la luz resplandece débilmente. Hacía frío. Cada uno sentía con gratitud el calor del cuerpo del otro.
—Retiro lo que dije de la manta.
—Escucha, Dap. No tenía intención de…
—Oh, por la mañana hablaremos de eso.
—Está bien.
Se acercaron todavía más. Shevek se puso boca abajo y al cabo de dos minutos se quedó dormido. Bedap, mientras trataba de mantenerse despierto, fue hundiéndose en la tibieza, en el abandono profundo del sueño confiado, y se durmió. En mitad de la noche uno de ellos lloró a gritos, en sueños. El otro extendió un brazo, adormecido, musitando palabras de alivio, y el peso ciego y cálido de aquel contacto ahuyentó todos los temores.
Volvieron a encontrarse a la noche siguiente y discutieron si iban o no a vivir juntos un tiempo, como en la adolescencia. Tenían que discutirlo, porque Shevek era definidamente heterosexual y Bedap definitivamente homosexual; el placer sería sobre todo para Bedap. Shevek estaba perfectamente dispuesto, sin embargo, a reafirmar la antigua amistad; y cuando vio que el elemento sexual de la relación significaba mucho para Bedap, que era, para él, una verdadera consumación, tomó la iniciativa y con gran ternura y tenacidad convenció a Bedap de que volviera a pasar la noche con él. Tomaron una habitación particular en un domicilio en el centro de la ciudad, y allí vivieron durante cerca de una década; luego se separaron otra vez, Bedap volvió a su dormitorio y Shevek al cuarto 46. No había en ninguno de los dos un deseo sexual bastante fuerte como para que la relación fuese duradera. No habían hecho más que confirmar una mutua confianza.
Sin embargo, Shevek se preguntaba a veces, mientras seguía viendo a Bedap casi a diario, qué era lo que le gustaba de su amigo y por qué confiaba en él. Las opiniones actuales de Bedap le parecían detestables, y además las repetía una y otra vez hasta el aburrimiento. Discutían con ferocidad cada vez que se encontraban. A menudo, al separarse de Bedap, Shevek se acusaba a sí mismo por haberse aferrado a una lealtad desmedida, y juraba con furia no volver a ver a Bedap.
Pero lo cieno era que le gustaba mucho más Bedap el hombre que Bedap el niño. Inepto, obstinado, dogmático, destructivo: Bedap podía ser todo eso; pero había logrado una libertad de espíritu que Shevek codiciaba, aunque las ideas nacidas de esa libertad le parecieran abominables. Había cambiado la vida de Shevek, y Shevek lo sabía. Sabía que ahora por fin estaba saliendo a flote, y que era Bedap quien le había ayudado. Reñía con Bedap a cada paso, pero seguía viéndolo, para discutir, para herir y ser herido, para encontrar lo que estaba buscando por detrás de la cólera, el rechazo, la negación. No sabía qué buscaba. Pero, sabía dónde buscarlo.
Fue, conscientemente, un año tan desdichado para él como el anterior. Todavía no había avanzado un solo paso en su trabajo; en realidad, había abandonado por completo la física temporal para dedicarse una vez más a humildes trabajos prácticos, preparando diversos experimentos en el laboratorio de radiación, ayudado por un técnico diestro, silencioso, y estudiando las velocidades subatómicas. Era un campo bastante trillado, y el tardío interés de Shevek fue considerado por los demás como el reconocimiento de que por fin había renunciado a ser original. El Sindicato de Miembros del Instituto le confió un curso de física matemática para jóvenes principiantes. No sintió que hubiera triunfado por haber conseguido al fin que le permitieran enseñar, pues sólo había sido eso: se lo habían permitido, concedido. Nada lo consolaba. El hecho de que las paredes de su dura conciencia puritana se estuvieran ensanchando enormemente era cualquier cosa, pero no un consuelo. Se sentía frío y perdido. No tenía dónde abrigarse, dónde buscar refugio, de modo que seguía saliendo y alejándose en el frío, cada vez más distante, más extrañado.
Bedap había hecho muchas amistades, un grupo errabundo y descontento, y algunos llegaron a simpatizar con el hombre tímido. Shevek no se sentía más cerca de ellos que de la gente convencional que conocía en el Instituto, pero eran independientes, capaces de defender la autonomía moral aun a riesgo de parecer excéntricos, y esto le interesaba. Algunos de ellos eran intelectuales nuchnibi que desde hacía años no participaban regularmente en los trabajos comunitarios. Shevek los desaprobaba severamente, cuando no estaba con ellos.
Uno de ellos era un compositor llamado Salas. Salas y Shevek tenían interés en aprender uno del otro. Salas sabía poca matemática, pero cuando Shevek le explicaba la Física en el modo analógico o el experimental, era un oyente ávido e inteligente. Del mismo modo Shevek escuchaba todo cuanto Salas pudiese decirle sobre teoría musical, y cualquier cosa que Salas le hiciera oír en las cintas grabadas o en el instrumento portátil. Pero algunas de las cosas que Salas le contaba lo perturbaban profundamente. Salas trabajaba ahora en una cuadrilla de cavadores de acequias en los Llanos del Temae, al este de Abbenay. Venía a la ciudad los tres días libres de cada década y los pasaba en compañía de una u otra muchacha. Shevek suponía que había tomado el puesto voluntariamente, porque quería, para variar, trabajar un poco al aire libre; pero luego supo que nunca le habían dado un puesto en música, ni en nada que no fueran tareas no especializadas.
—¿En qué nómina estás en la Divtrab? —le preguntó, intrigado.
—Trabajos generales.
—¡Pero tú eres un especialista! Pasaste seis u ocho años en el Conservatorio de Música del Sindicato, ¿no? ¿Por qué no te ponen a enseñar música?
—Lo hicieron. No acepté. Hasta dentro de diez años no estaré en condiciones de enseñar. Soy un compositor, recuérdalo, no un ejecutante.
—Pero habrá puestos para compositores.
—¿Dónde?
—En el Sindicato de Música, supongo.
—A los síndicos de Música no les gustan mis composiciones. En verdad, no les gustan a mucha gente, todavía. Yo solo no puedo ser un sindicato, ¿no?
Salas era un hombre menudo y enjuto, ya calvo en la frente y el cráneo; llevaba lo poco que le quedaba de pelo en una franja rubia y sedosa alrededor de la barbilla y la nuca. Tenía una sonrisa dulce, que le arrugaba la cara expresiva.
—Tú sabes, no compongo como me enseñaron en el conservatorio. Compongo música disfuncional. —Sonrió con más dulzura que nunca—. Ellos quieren corales. Yo detesto los corales. Quieren piezas armónicas como las que escribía Sessur. Detesto la música de Sessur. Estoy escribiendo una pieza de música de cámara. Pensé que podría llamarla El Principio de la Simultaneidad. Cinco instrumentos tocando cada uno un tema cíclico independiente; nada de causalidad melódica; el desarrollo se apoya enteramente en la relación de las partes. Una nueva armonía, muy hermosa. Pero ellos no la oyen. No quieren oírla. ¡No pueden!
Shevek reflexionó un momento.
—Si la llamaras Las Alegrías de la Solidaridad —dijo—, ¿querrían oírla?
—¡Caramba! —dijo Bedap, que estaba escuchando—. Es la primera cosa cínica que has dicho en tu vida, Shev. ¡Bienvenido a la cuadrilla de trabajo!
Salas se echó a reír.
—Tal vez sí, pero no permitirían que se grabara o tocara. No está dentro del estilo orgánico.
—No me extraña no haber oído nunca música profesional cuando vivía en Poniente del Norte. Pero ¿cómo justifican este tipo de censura? ¡Tú escribes música! La música es un arte cooperativo, orgánico por definición, social. Quizá la forma más noble de comportamiento social de que seamos capaces. Sin duda una de las actividades más nobles del individuo. Y por su naturaleza, por la naturaleza de todo arte, es algo que compartes con otros. El artista comparte algo con otros, y esto es la esencia misma de lo que nace. Digan lo que digan tus síndicos, ¿cómo justifica la Divtrab que no te den un puesto en tu propio campo?
—No quieren compartirla —dijo Salas con buen humor—. Los asusta.
Bedap habló en tono más grave:
—Pueden justificarlo porque la música no es algo útil. Cavar acequias es importante, tú lo sabes; la música es simple decoración. El círculo se ha cerrado alrededor del utilitarismo más ruin. Hemos renegado de la complejidad, la vitalidad, la libertad de invención e iniciativa que eran el alma misma del ideal odoniano. Hemos retrocedido a la barbarie. ¡Si es nuevo, escapa; si no puedes comerlo, tíralo!
Shevek pensó en su propio trabajo y no encontró nada que decir. A pesar de todo, no podía aceptar las críticas de Bedap. Bedap le había hecho comprender que él, Shevek, era un auténtico revolucionario; pero tenía la convicción profunda de que era revolucionario por crianza y educación, como odoniano y como anarresti. No podía rebelarse contra su sociedad, porque esa sociedad, inteligente-: mente concebida, era ella misma una revolución, una revolución permanente, un proceso continuo. Para corroborar la validez y la fuerza de esa sociedad bastaba con que uno actuara, sin temor al castigo y sin esperar recompensa: que actuara desde el centro del alma.
Bedap y algunos de sus amigos habían resuelto salir de vacaciones juntos, por una década, e ir de excursión al Ne Theras. Habían convencido a Shevek de que los acompañara. A Shevek le agradaba la perspectiva de diez días en las montañas, pero no la de diez días escuchando a Bedap. La conversación de Bedap se parecía excesivamente a las Sesiones de Crítica, la actividad comunal que menos le había gustado siempre, en las que todo el mundo se levantaba y se quejaba de los defectos estructurales de la comunidad y, por lo común, de los defectos de carácter de los vecinos. Cuanto más se acercaban las vacaciones, menos lo atraían. No obstante, se metió un cuaderno en el bolsillo, para poder apartarse y fingir que trabajaba, y fue en busca de los otros.
Se reunieron detrás del paradero de camiones de Punta del Oeste a primera hora de la mañana, tres mujeres y tres hombres. Shevek no conocía a ninguna de las mujeres, y Bedap le presentó sólo a dos. Cuando se pusieron en camino rumbo a las montañas, se encontró al lado de la tercera.
—Shevek —dijo él.
Ella dijo:
—Ya sé.
Shevek comprendió que sin duda la había conocido antes en alguna parte y que tendría que saber cómo se llamaba. Las orejas se le pusieron rojas.
—¿Te estás haciendo el gracioso? —le preguntó Bedap, acercándose por la izquierda—. Takver estaba con nosotros en el Instituto de Poniente del Norte. Hace dos años que vive en Abbenay. ¿No os habéis visto nunca hasta añora?
—Yo lo vi un par de veces —dijo la joven, y se rió de Shevek. Tenía la risa de una persona a quien le gusta comer bien, una boca grande, infantil. Era alta y más bien delgada, de brazos torneados y caderas anchas. La cara trigueña, inteligente y alegre no era muy bonita. Tenía en los ojos una zona oscura, no la opacidad de los ojos oscuros y brillantes sino algo abismal, casi como ceniza fina, negra, profunda, muy suave. Shevek, al encontrar aquellos ojos, supo que había cometido un error imperdonable al olvidarla, y en ese mismo instante supo también que había sido perdonado. Que estaba de suerte. Que su suerte había cambiado.
Emprendieron el camino de las montañas.
En el frío atardecer del cuarto día de excursión, él y Takver estaban sentados en una ladera desnuda y escarpada al borde de una garganta. Cuarenta metros más abajo un torrente de montaña se precipitaba ruidoso por el barranco, entre las rocas salpicadas de espuma. Había poca agua en Anarres; el agua potable escaseaba en casi todas las regiones; los ríos eran conos. Sólo en las montañas había ríos rápidos. El sonido del agua que gritaba y reía y cantaba era nuevo para ellos.
Habían estado trepando y gateando arriba y abajo por las gargantas de aquella comarca montañosa, y tenían las piernas cansadas. El resto del grupo estaba en el Refugio del Camino, un albergue de piedra construido por y para excursionistas, y bien cuidado; la Federación del Ne Theras era el más activo de los grupos voluntarios que cuidaban de los parajes «pintorescos» de Anarres, no muy numerosos. Un guardabosque que vivía allí en el verano estaba ayudando a Bedap y los otros a preparar una cena con las provisiones de las bien abastecidas despensas. Takver y Shevek habían salido, en ese orden, por separado, sin anunciar a dónde iban o, en realidad, sabiéndolo de antemano.
La encontró en la ladera escarpada, sentada entre las delicadas matas de zarzaluna que crecían allí como nudos de encaje, las ramas tiesas, frágiles y plateadas a la media luz crepuscular. En un claro entre los picos orientales el cielo incoloro anunciaba la salida de la luna. El fragor del torrente resonaba en el silencio de las colinas altas, descarnadas. No había viento, ni nubes. El aire que se elevaba por encima de las montañas parecía de amatista, duro, diáfano, profundo.
Estuvieron sentados allí un rato, sin hablar.
—Nunca en mi vida me he sentido atraído por una mujer como me he sentido atraído por ti. Desde que empezamos esta excursión. —El tono de voz de Shevek era frío, casi irritado.
—No tenía intención de estropearte las vacaciones —dijo ella, con una risa abierta, infantil, demasiado ruidosa para la media luz.
—¡No las estropeas!
—Me alegro. Pensé que decías que te distraigo.
—¡Que me distraes! Es como un terremoto.
—Gracias.
—No es por ti —dijo él roncamente—. Es por mí.
—Eso es lo que crees —dijo ella.
Hubo una pausa más larga.
—Si quieres copular —dijo ella—, ¿por qué no me lo pediste?
—Porque no estoy seguro de quererlo.
—Tampoco yo. —La sonrisa había desaparecido—. Escucha —dijo. La voz era dulce y casi sin timbre; tenía la misma cualidad aterciopelada de los ojos—. Tengo que decírtelo. —Pero lo que tenía que decirle quedó sin decir un largo rato. Shevek la miraba con una aprensión tan implorante que ella se apresuró a hablar, precipitadamente—: Bueno, sólo diré que no quiero copular contigo ahora. Ni con nadie.
—¿Has renunciado al sexo?
—¡No! —dijo ella con una indignación que no explicó.
—Yo, es como si hubiera renunciado —dijo él, arrojando un guijarro al río—. O soy impotente. Ya hace medio año, y fue sólo con Dap. Casi un año, en realidad. Era cada vez más insatisfactorio, hasta que renuncié a intentarlo. No valía la pena. No merecía el esfuerzo. Y sin embargo yo… recuerdo… sé cómo tendría que ser.
—Bueno, es lo mismo —dijo Takver—. Me divertí mucho copulando, hasta los dieciocho o los diecinueve. Me parecía excitante, e interesante, y había placer. Pero después… no sé. Como tú dices, empezó a ser insatisfactorio. Yo no quería placer. No sólo placer, quiero decir.
—¿Quieres niños?
—Cuando llegue el momento.
Shevek tiró otra piedra al río, que se perdía entre las sombras del barranco dejando una estela de ruido, una armonía continua de sonidos inarmónicos.
—Yo quiero terminar un trabajo —dijo él.
—¿Te ayuda el celibato?
—Hay una relación. Pero no sé cuál es, no es causal. Hacia la época en que el sexo empezó a corromperse para mí, lo mismo me ocurrió con el trabajo. Cada vez más. Tres años sin llegar a nada. La esterilidad. La esterilidad en todos los flancos. Hasta donde alcanza la vista se extiende el desierto infértil, bajo el resplandor implacable de un sol despiadado, un páramo sin vida, sin huellas, sin accidentes, sin sustancia, sembrado con los huesos de infelices caminantes…
Takver no se rió, dejó escapar un quejido de risa, como si le doliera. Shevek trató de verle la cara. Detrás de la cabeza oscura de Takver el cielo era duro y claro.
—¿Qué tiene de malo el placer, Takver? ¿Por qué no lo quieres?
—No tiene nada de malo. Y en realidad lo quiero. Sólo que no lo necesito. Y si tomo lo que no necesito, nunca tendré lo que en realidad necesito.
—¿Qué necesitas?
Ella miró para abajo, al suelo, rascando con la uña la superficie de una roca. No dijo nada. Se inclinó hacia adelante para arrancar una ramita de zarzaluna, pero no la arrancó, se limitó a acariciarla, a palpar el tallo velludo y la hoja frágil. Shevek notó la tensión de los movimientos de ella, como si luchara tratando de contener o refrenar una tormenta de emociones, para poder hablar. Cuando habló, lo hizo en voz baja y un poco áspera.
—Necesito el vínculo —dijo—. El verdadero. Cuerpo y mente y todos los años de la vida. Nada más. Nada menos.
Alzó la vista y lo miró con desafío, quizá con odio.
En Shevek crecía misteriosamente la alegría, como el sonido y el olor del agua que se alzaban en la oscuridad. Tenía una sensación de infinitud, de claridad, de claridad completa, como si hubiera sido liberado. Detrás de la cabeza de Takver, el cielo resplandecía a la luz de la luna; los picos flotaban límpidos y plateados.
—Sí, es eso —dijo, distraídamente, como si no advirtiera que estaba hablándole a alguien; decía lo que le venía a la cabeza, pensativo—. Yo nunca lo vi.
En la voz de Takver había aún un leve resentimiento.
—Nunca tuviste que verlo.
—¿Por qué no?
—Supongo que porque nunca te pareció posible.
—¿Posible, qué quieres decir?
—¡La persona!
Shevek lo pensó. Estaban sentados a casi un metro de distancia, abrazándose las rodillas porque empezaba a hacer frío. El aire les llegaba a la garganta como agua helada, y flotaba ante ellos como un vapor ligero a la creciente claridad de la luna.
—La noche que lo vi —dijo Takver— fue la noche antes de que te fueras del Instituto de Poniente del Norte. Hubo una fiesta, ¿recuerdas? Algunos nos quedamos levantados y conversamos toda la noche. Pero eso fue hace cuatro años. Y tú ni siquiera sabías mi nombre. —El rencor había desaparecido de su voz; parecía querer disculparlo.
—¿Tú viste en mí, entonces, lo que yo he visto en ti en estos últimos cuatro días?
—No sé. No sabría decirlo. No era sólo algo sexual. Ya me había fijado en ti antes, de ese modo. Esto era diferente. Te vi a ti. Pero no sé lo que tú ves ahora. Y no sabía realmente qué veía yo entonces. No te conocía bien, no te conocía nada. Sólo que, cuando hablaste, me pareció ver claro en ti, en el centro. Pero podías haber sido muy diferente. Eso no sería culpa tuya, al fin y al cabo —añadió—. Sólo supe que veía en ti lo que yo necesitaba. ¡No únicamente lo que quería!
—¿Y has estado dos años en Abbenay y nunca…?
—¿Nunca qué? Era todo cosa mía, todo en mi cabeza, tú ni siquiera sabías mi nombre. ¡Una persona sola no puede hacer un vínculo!
—Y tenías miedo de que si venías a mí yo quizá no quisiera el vínculo.
—No era miedo. Sabía que tú eras una persona… a quien no se podía forzar… Bueno, sí, tenía miedo. Tenía miedo de ti. No de cometer un error. Sabía que no era un error. Pero tú eras… tú. No te pareces a la mayoría de la gente, ¿sabes? ¡Te tenía miedo porque sabía que eras mí igual! —concluyó Takver con vehemencia; pero un momento después dijo muy suavemente, con ternura—: En realidad no importa, Shevek, sabes.
Era la primera vez que Takver lo llamaba por el nombre. Se volvió a ella y dijo tartamudeando, ahogándose casi:
—¿No importa? Primero me enseñas… me enseñas lo que importa, lo que realmente importa, lo que he necesitado toda mi vida… y luego me dices que no importa.
Estaban frente a frente ahora, pero no se habían tocado.
—¿Es eso lo que necesitas, entonces?
—Sí. El vínculo. La posibilidad.
—¿Ahora… para toda la vida?
—Ahora y para toda la vida.
Vida, dijo el torrente precipitándose piedras abajo en la tría oscuridad.
Cuando Shevek y Takver volvieron de las montañas se mudaron a una habitación doble. No había ninguna libre cerca del Instituto, pero Takver sabía de una no demasiado distante en un antiguo domicilio del norte de la ciudad. Para conseguir el cuarto fueron a ver a la administradora de manzanas —Abbenay estaba dividido en unos cien distritos administrativos, llamados manzanas-, una tallista de lentes que trabajaba en su casa y mantenía a tres niños de corta edad. Guardaba el fichero de viviendas en el estante alto de un armario, para que no lo alcanzaran los niños. Vio que la habitación estaba registrada como vacante. Shevek y Takver la registraron como ocupada, y firmaron.
Tampoco la mudanza fue complicada. Shevek llevó una caja con papeles, y la manta anaranjada. Takver tuvo que hacer tres viajes. Primero a la proveeduría de ropas del distrito a conseguir un conjunto de prendas nuevas para cada uno, algo que ella sentía oscura pero intensamente como indispensable para iniciar la sociedad. Luego fue a su antiguo dormitorio, una vez en busca de ropas y papeles, y otra, con Shevek, para llevarse una cantidad de objetos curiosos: complejas formas concéntricas de alambre que se movían y se transformaban lentamente hacia adentro cuando las colgaba del techo. Las había hecho con restos de alambres y las herramientas del depósito de material de artesanía, y las llamaba Ocupantes del Espacio Deshabitado. Una de las dos sillas del cuarto estaba decrépita, de modo que la llevaron al taller de reparaciones, donde consiguieron una sólida. Con esto completaron el mobiliario. La nueva habitación tenía el techo alto, lo que la hacía aireada y con espacio de sobra para los ocupantes. El domicilio se levantaba en una de las colinas bajas de Abbenay, y el cuarto tenía una ventana esquinada que recibía el sol de la tarde, con vista a la ciudad, las calles y las plazas, los tejados, el verde de los parques, y más allá las llanuras.
La vida en común después de la larga soledad, el goce abrupto, pusieron a prueba la estabilidad de Shevek y de Takver. En las primeras décadas Shevek tenía arranques salvajes de exaltación y de angustia; ella tenía accesos de mal humor. Los dos eran ultrasensibles y poco experimentados. La tensión se disipó poco a poco, mientras iban conociéndose. El hambre sexual persistía como un deleite apasionado, el deseo de comunión se renovaba en ellos diariamente porque se satisfacía diariamente.
Ahora era claro para Shevek, y le hubiera parecido un desatino pensar de otra manera, que los años de desdicha en esta ciudad habían sido parte de esta gran felicidad presente, pues lo habían llevado a ella, preparado para ella. Todo cuanto le había ocurrido era parte de lo que ocurría ahora. Takver no veía aquella oscura concatenación de efecto/causa/efecto, pero ella no conocía la física temporal. Veía el tiempo ingenuamente como un camino que se extendía, allá adelante. Uno caminaba hacia adelante y llegaba a algún lugar. Si tenía suerte, llegaba a un lugar al que valía la pena llegar.
Pero cuando Shevek retomó esa metáfora, y la expuso en su propio lenguaje, explicando que si el pasado y el futuro no llegaban a ser parte del presente por obra de la memoria y la intención, no había, en términos humanos, ningún camino, ningún lugar a donde ir, ella asintió antes que él hubiera explicado la mitad de la teoría.
—Exactamente —dijo—. Eso es lo que estuve haciendo los últimos cuatro años. No es todo suerte. Sólo en parte.
Tenía veintitrés años, medio menos que Shevek. Había crecido en una comunidad agrícola, Valle Redondo, en el Noreste. Era un paraje aislado, y antes de ir al Instituto de Poniente del Norte había trabajado más duramente que la mayoría de los jóvenes anarresti. En Valle Redondo apenas había gente para hacer las tareas más indispensables, y como los índices de producción eran allí mínimos dentro de la economía general, las computadoras de la Divtrab no lo tenían en cuenta. A los ocho años, Takver había trabajado en el molino tres horas diarias, separando la paja y las piedras del grano de holum, luego de tres horas de escuela. Poca de la enseñanza práctica que había recibido de niña tenía como objeto el enriquecimiento personal: había sido parte de la lucha de la comunidad por la supervivencia. En las épocas de siembra y cosecha todos los mayores de diez y los menores de sesenta trabajaban en los campos, el día entero. A los quince se había ocupado de coordinar los programas de trabajo en las cuatrocientas parcelas agrícolas de Valle Redondo, y había ayudado a la dietista en el refectorio de la ciudad. No había nada fuera de lo común en todo esto, y Takver no lo recordaba a menudo, pero había contribuido sin duda a modificar ciertos aspectos de su carácter y opiniones. Shevek se alegraba de haber hecho su parte de kleggish, porque Takver despreciaba a la gente que evitaba los trabajos físicos.
—Míralo a Tinan —decía—, lloriqueando y gimiendo porque ha conseguido un puesto de cuatro décadas en la cosecha de raíces de holum. ¡Es tan delicado como un huevo de pez! ¿Habrá tocado alguna vez la suciedad? —Takver no era particularmente caritativa, y tenía un temperamento violento.
Había estudiado biología en el Instituto Regional de Poniente del Norte, con suficiente éxito como para decidir trasladarse al Instituto Central y seguir estudiando allí. Al cabo de un año había solicitado un puesto en un nuevo sindicato. Estaban montando un laboratorio para estudiar el mejoramiento y la propagación de los peces comestibles en los tres océanos de Anarres. Cuando le preguntaban qué hacía, respondía:
—Soy genetista ictícola. —Le gustaba el trabajo; combinaba dos elementos que ella valoraba: la investigación minuciosa, concreta, y una meta específica. Sin un trabajo de este tipo no se habría sentido satisfecha. Pero no le bastaba. La mayor parte de lo que pasaba por la mente y el espíritu de Takver tenía poco que ver con la genética de los peces.
El interés que sentía por los paisajes y las criaturas vivas era apasionado. Ese interés, débilmente expresado por las palabras «amor a la naturaleza», le parecía a Shevek algo mucho más vasto que el amor. Hay almas, pensaba, a las que nunca se les ha cortado el cordón umbilical. Que nunca se desprenden del seno del universo. Esas almas no ven en la muerte a un enemigo; desean pudrirse y transformarse en humus. Era extraño ver a Takver tomar en la mano una hoja, o hasta una piedra. Se transformaba en una prolongación de la hoja o la piedra, o ellas en una prolongación de Takver.
Le mostró a Shevek los estanques de agua marina en el laboratorio, cincuenta o más familias de peces, grandes y pequeños, parduscos y llamativos, elegantes y grotescos. Shevek estaba fascinado y un poco intimidado.
En los océanos de Anarres abundaba la vida animal, que faltaba en la tierra. En aquellos mares, incomunicados durante millones de años, las formas de vida habían evolucionado siguiendo distintos cursos. Eran de una variedad prodigiosa. Nunca se le había ocurrido a Shevek que la vida pudiera proliferar con tanto ímpetu, con tanta exuberancia, que la exuberancia fuera quizá la cualidad esencial de la vida.
En la tierra, las plantas crecían bien, a su manera, ralas y espinosas, pero los animales que habían intentado respirar el aire oxigenado renunciaron al proyecto cuando el clima del planeta entró en una era milenaria de polvo y sequedad. Las bacterias sobrevivían, muchas de ellas litófagas, y había unos cuantos centenares de especies de lombrices y crustáceos.
El hombre se adaptó con cautela y peligro a esta ecología precaria. Si pescaba, pero sin una excesiva codicia, y si cultivaba, utilizando desechos orgánicos como fertilizantes, podía adaptarse. Pero no pudo adaptar a ningún otro ser vivo. No había pasto para los herbívoros. No había herbívoros para los carnívoros. No había insectos que fecundaran las flores; los árboles frutales importados eran siempre fertilizados a mano. Para no poner en peligro el delicado equilibrio de la vida no introdujeron de Urras ninguna especie animal. Sólo fueron los Colonos, y tan expurgados por fuera y por dentro que llevaron consigo sólo un mínimo de fauna y de flora privadas. Ni siquiera la pulga había llegado a Anarres.
—Me gusta la biología marina —dijo Takver a Shevek frente a los acuarios—; es tan compleja, una verdadera maraña. Este pez se come a aquel que come a los pequeños que comen a los ciliados que comen bacterias, y así sigue la ronda. En la tierra no hay más que tres familias, todas invertebradas, si descontamos al hombre. Nosotros los anarresti estamos artificialmente aislados. En el Viejo Mundo hay dieciocho familias de animales terrestres; hay clases, como los insectos, que tienen tantas especies que nunca han podido contarlas, y algunas de esas especies tienen poblaciones de miles de millones. Piensa en eso: por donde mires, animales, otras criaturas que comparten contigo el aire y la tierra. Hacen que te sientas tanto más uní pane. —Siguió con la mirada la curva fugitiva de un pequeño pez azul a través del estanque en sombras. Shevek, absorto, seguía el rastro del pez y el rastro de los pensamientos de Takver. Vagabundeó un rato entre las piscinas, y volvió a menudo con ella al laboratorio y a los acuarios, despojándose de su arrogancia de físico ante aquellas vidas pequeñas y extrañas, seres para quienes el presente es eterno, seres que no se explican a sí mismos y nunca necesitan explicarles a los hombres por qué son así. La mayoría de los anarresti trabajaban de cinco a siete horas diarias, con dos a cuatro días libres cada década. Los pormenores de regularidad, puntualidad, días libres, etcétera, eran decididos entre el individuo y el grupo, cuadrilla, sindicato o federación que coordinase el trabajo, en cualquier nivel en que pudieran mejorarse la eficiencia y la cooperación. Takver investigaba también por cuenta de ella, pero el trabajo y los peces tenían sus propias e imperiosas demandas: pasaba de dos a diez horas diarias en el laboratorio, sin jornadas de descanso. Shevek tenía a la sazón dos puestos docentes, un curso de matemática avanzada en un centro de aprendizaje y otro en el Instituto. Los dos eran matutinos y volvía al cuarto al mediodía. Por lo general Takver aún no había regresado. El edificio estaba en silencio. El sol no había dado aún la vuelta hasta la doble ventana que miraba al sur y al oeste y dominaba la ciudad y las llanuras. La habitación estaba fresca y en sombras. Los delicados móviles concéntricos suspendidos del techo a distintas alturas se movían con la introvertida precisión, el silencio y el misterio de los órganos corporales o los procesos de una mente. Shevek se sentaba a la mesa debajo de las ventanas y se ponía a trabajar, leyendo o haciendo notas o cálculos. Poco a poco entraba el sol, los rayos pasaban por encima de los papeles que estaban sobre la mesa, por encima de las manos sobre los papeles, e inundaban el cuarto de luz. Y Shevek trabajaba. Los falsos comienzos y futilezas de los años anteriores resultaron ser basamentos, cimientos puestos a ciegas aunque bien puestos. Sobre ellos, metódica y cautelosamente pero con una habilidad y una certeza que no parecían venir de él, sino de un conocimiento que pasaba por él, que lo usaba como vehículo, Shevek edificaba la hermosa e inmutable estructura de los Principios de la Simultaneidad.
A Takver, como a cualquier hombre o mujer que ha decidido acompañar a un espíritu creador, no siempre le era fácil aquella vida. Aunque la existencia de Takver era necesaria para Shevek, la presencia real de ella podía ser una distracción, Takver evitaba volver al cuarto demasiado temprano, pues a menudo él dejaba de trabajar cuando ella llegaba, y ella tenía la impresión de que esto no era justo. Más adelante, cuando fueran gente mayor, aburrida, él podría ignorarla, pero no a los veinticuatro. Por lo tanto ella organizaba las tareas de laboratorio para no regresar hasta media tarde. La solución no era perfecta, pues Shevek necesitaba que lo cuidaran. Los días en que no tenía clases podía estar sentado a la mesa de seis a ocho horas consecutivas. Cuando se levantaba trastabillaba, parpadeaba, le temblaban las manos, y era apenas coherente. El uso que el espíritu creador hace efe sus vehículos es brutal, los consume, los descarta, busca un nuevo modelo. Para Takver no había repuestos, y cuando veía de qué forma despiadada se servía de Shevek, protestaba. Hubiera exclamado como Asieo, el esposo de Odo:
—Por amor de Dios, mujer, ¿no puedes servir a la Verdad poco a poco? —con la diferencia de que la mujer era ella, y no tenía relación con Dios.
Conversaban, salían a caminar o a los baños, luego a cenar en el comedor del Instituto. Después de la cena había reuniones, o un concierto, o veían a los amigos, Bedap y Salas, y otros del mismo círculo, Desar y gente del Instituto, colegas y amigos de Takver. Pero las reuniones y los amigos pertenecían a un orden periférico. Para ellos la participación social o sociable no era necesaria; les bastaba la sociedad de ellos mismos y no podían ocultarlo. Sin embargo, no parecía ofender a los otros. Al contrario quizá: Bedap, Safas, Desar y el resto acudían a ellos como gente sedienta que acude a un manantial. Los otros eran periféricos para ellos: pero ellos eran centrales para los demás. No porque hicieran mucho: no eran ni más benevolentes ni conversadores más brillantes que otros; y sin embargo sus amigos los querían, dependían de ellos, y siempre les llevaban regalos, las pequeñas ofrendas que circulaban entre esta gente que no poseía nada y lo poseía todo: una bufanda tejida a mano, un trozo de granito tachonado de rubíes, una vasija torneada en el taller de la Federación de Alfareros, un poema sobre el amor, un juego de botones tallados en madera, una caracola del Mar Sorruba. Le daban el regalo a Takver, diciendo: «Ten, esto podría gustarle a Shevek como pisapapeles» o a Shevek, diciendo: «Ten, a Takver quizá te guste este color». Dando trataban de participar de lo que Shevek y Takver compartían, y también celebrar, y alabar.
Fue un verano largo, largo y luminoso, aquel verano del año ciento sesenta de la Colonización de Anarres. Las lluvias copiosas de la primavera habían reverdecido las Llanuras de Abbenay y asentado el polvo, y el aire era de una insólita diafanidad; durante el día el sol brillaba, cálido, y por las noches las estrellas resplandecían apretadas. Cuando la Luna estaba en el cielo bajo las deslumbrantes volutas blancas de las nubes, se alcanzaban a ver los bordes de los continentes.
—¿Por qué parece tan hermosa? —dijo Takver, acostada junto a Shevek bajo la manta de color naranja. Suspendidos del techo, los Ocupantes del Espacio Deshabitado flotaban apenas visibles en la habitación sin luz; afuera, del otro lado de la ventana, pendía, brillante, la Luna llena—. Cuando sabemos que es un planeta igual a éste, sólo que con un clima mejor y gente peor; cuando sabemos que todos allí son un vasto propietariado, y que hacen guerras, y que hacen leves, y comen mientras otros pasan Hambre, y aun así envejecen y tienen mala suerte y rodillas reumáticas, y callos en los pies igual que la gente de aquí… cuando sabemos todo eso, ¿por qué parece tan feliz… como si allí la vida fuera tan feliz? No puedo mirar ese resplandor e imaginarme que también allí vive un hombrecito horrendo de mangas grasientas y mente atrofiada como Sabul; no puedo.
La luna les iluminaba los brazos y los pechos desnudos. La pelusa débil, leve de la cara de Takver la envolvía en una tenue aureola; el cabello y las sombras eran negros. Shevek le acarició el brazo plateado con la mano de plata, maravillado por la tibieza del tacto en esa luz fría.
—Si puedes ver una cosa completa —dijo—, siempre te parece hermosa. Los planetas, las vidas… Pero de cerca, un mundo es tierra y piedras. Y día a día, la vida es un trabajo duro, te cansas, te pierdes. Necesitas distancia, intervalo. Para ver qué hermosa es la tierra hay que verla como la luna. Para ver qué hermosa es la vida, hay que contemplaría desde la altura de la muerte.
—Eso está muy bien para Urras. Dejémosla allí y que sea la luna… ¡yo no la quiero! Pero no me alzaré sobre la tumba para mirar la vida desde arriba y decir: «¡Qué maravillosa!» Quiero verla toda en el centro mismo, aquí, ahora. Me importa un bledo la eternidad.
—No tiene nada que ver con la eternidad —dijo Shevek, sonriendo, un delgado y velludo hombre de plata y sombra—. Todo cuanto necesitas para ver la totalidad de la vida, es verla como mortal. Yo moriré, tú morirás; ¿cómo podríamos amarnos si no fuera así? El sol se apagará, ¿qué otra cosa lo mantiene brillante?
—¡Ah, tu charla, tu maldita filosofía!
—¿Charla? No es charla. No es razón. Es el tacto de la mano, estoy tocando la totalidad, la tengo. ¿Cuál es la luz de la luna, cuál es Takver? ¿Cómo voy a temer a la muerte? Cuando la tengo, cuando tengo en mis manos la luz…
—Hablas como un propietario —musitó Takver.
—Corazón amado, no llores.
—No estoy llorando. Tú estás llorando. Estas son tus lágrimas.
—Tengo frío. La luz de la luna es fría.
—Acuéstate.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo a Shevek cuando ella lo abrazó.
—Tengo miedo, Takver —murmuró.
—Hermano, alma querida, silencio.
Durmieron abrazados esa noche, muchas noches.