10

Anarres

La mayor parte de las líneas férreas del Sudoeste corrían sobre terraplenes a una yarda o más por encima de la llanura. Un balasto elevado estaba menos expuesto a las polvaredas, y permitía que los viajeros vieran el amplio panorama desolado.

El Sudoeste era la única de las ocho regiones de Anarres que no contaba con importantes extensiones de agua. En el verano el deshielo polar alimentaba las marismas del lejano sur; hacia el ecuador sólo había lagos alcalinos poco profundos en vastas cuencas de sal. No había montañas; cada centenar de kilómetros una cadena de colinas corría de sur a norte, áridas, resquebrajadas, carcomidas, en riscos y puntas. Unas estrías de violeta y de rojo manchaban las colinas, y en las caras de los riscos crecía en empinadas verticales de verde-gris el musgo de las rocas, una planta que soportaba cualquier extremo de calor o frío, de sequía y de viento, y que se extendía sobre las vetas de la piedra arenisca como un tapiz cuadriculado. No había en el paisaje otro color que el pardo, un pardo blancuzco en los lugares en que la arena cubría a medias las cuencas de sal. En el cielo, por encima de las llanuras, se desplazaban raras nubes de tormenta. Nunca traían lluvia, sólo sombras. El terraplén y los rieles centelleantes corrían hasta perderse de vista por detrás del furgón, y también por delante, siempre en línea recta.

—Con el Sudoeste no se puede hacer nada —dijo el conductor—, nada más que atravesarlo.

El hombre que lo acompañaba no contestó, pues se había quedado dormido. La cabeza se le sacudía junto con las vibraciones del motor. Las manos, endurecidas por el trabajo y ennegrecidas por la escarcha, descansaban flojas sobre los muslos; el rostro somnoliento era demacrado y triste. Había subido en Montaña de Cobre, y como no había otros pasajeros el conductor le había pedido que viajara con él en la cabina. Se había dormido inmediatamente. De vez en cuando el conductor le echaba una mirada decepcionada pero de simpatía. En los últimos años había visto tanta gente extenuada que le parecía la condición normal.

El hombre despenó al final de la tarde, y luego de contemplar un rato el desierto, preguntó:

—¿Siempre haces solo este viaje?

—Los últimos tres, cuatro años.

—¿Nunca has tenido una avería por aquí?

—Un par de veces. Llevo comida y agua en abundancia en la gaveta. A propósito, ¿tienes hambre?

—Todavía no.

—En un día o algo así me mandan desde Soledades el equipo de averías.

—¿Es ésa la población más cercana?

—Aja. Mil millas desde Minas Sedep a Soledades. El trayecto más largo entre dos ciudades en todo este mundo. He estado haciéndolo durante once años.

—¿No estás cansado?

—No. Me gustan los trabajos independientes.

El pasajero asintió, sin hablar.

—Y es algo seguro. Me gusta la rutina; puedes imaginarlo. Quince días de camino, quince libres con la compañera en Nueva Esperanza. Año va, año viene; sequía, hambruna, cualquier cosa. No cambia nada, aquí siempre es sequía. Me gusta el viajecito. Saca el agua, ¿quieres? El enfriador está atrás, debajo de la gaveta.

El pasajero trajo la botella, y cada uno bebió un largo sorbo. El agua tenía un sabor indefinido, alcalino, pero estaba fresca.

—¡Ah, qué buena! —exclamó con gratitud el pasajero. Apañó la botella, y sentándose de nuevo en el asiento de delante, se desperezó, tocando el techo con las manos—. Así que eres un hombre acompañado —dijo.

La simplicidad con que lo dijo le cayó bien al conductor, quien respondió:

—Dieciocho años.

—Como si empezaras.

—¡Diantre, estoy de acuerdo con eso! Y eso es lo que algunos no ven. Pero tal como yo lo entiendo, si copulas bastante con una y otra hasta los veinte, es entonces cuando le sacas mejor provecho, y descubres también que es siempre más o menos lo mismo. ¡Y algo bueno, además! Pero aun así, la diferencia no está en copular; está en la otra persona. Y dieciocho años es como si empezaras cuando descubres esa diferencia. Al menos, si es una mujer lo que estás tratando de entender. A una mujer puede no durarle tanto el misterio de un hombre, aunque quizá representen una comedia… Como quiera que sea, ése es el gusto de la cosa. Los misterios y las comedias y todo lo demás. La variedad. La variedad no se obtiene sólo yendo de un lado a otro. Anduve por todo Anarres, de joven. Por todas las Divisiones, manejando y cargando. He conocido hasta un centenar de chicas en las distintas ciudades. Terminó por aburrirme. Volví aquí, y hago este viajecito cada tres décadas, año va, año viene, a través del mismo desierto, donde no puedes distinguir una duna de arena de la otra y todo es igual a lo largo de mil quinientas millas para cualquier lado que mires, y vuelvo a casa a la misma compañera… y no me he aburrido ni una sola vez. No es ir de un lado a otro lo que te mantiene vivo. Es tener tu propio tiempo. Trabajar con el tiempo, no contra él.

—Así es —dijo el pasajero.

—¿Dónde está la compañera?

—En el Noreste. Cuatro años, ahora.

—Eso es demasiado —dijo el conductor—. Tendrían que haberos mandado juntos.

—No donde yo estuve.

—¿Dónde?

—Codo, y después Valle Grande.

—Supe lo de Valle Grande. —El conductor miró al pasajero con el respeto con que se mira a un sobreviviente. Vio la tez reseca y curtida del hombre, como carcomida hasta el hueso por la lluvia y el viento, la misma que había visto en otros sobrevivientes de los años de hambruna en La Polvareda—. Fue un error intentar que esas refinerías continuaran trabajando.

—Necesitábamos los fosfatos.

—Pero dicen que cuando el tren de víveres fue atacado en Portal, las refinerías seguían funcionando, y la gente se moría de hambre en sus puestos. Se alejaban unos pasos, se acostaban en el suelo y se morían. ¿Era así?

El hombre asintió, en silencio. El conductor no preguntó más, pero al cabo de un rato dijo:

—No sé qué haría yo si alguna vez atacaran mi tren.

—¿Nunca te pasó?

—No. Es que no llevo víveres; un furgón, a lo sumo, para Alto Sedep. Este es un tren minero. Pero si me dieran un tren de víveres, y me detuvieran, ¿qué haría? ¿Atropellarlos y llevar los víveres a destino? Pero demonios, ¿cómo vas a atropellar a niños, a viejos? Está mal que lo hagan, pero ¿los matarás por eso? ¡No sé!

Los rieles rectos y brillantes corrían bajo las ruedas. En el oeste las nubes proyectaban sobre la llanura grandes espejismos temblorosos, los espectros de sueños de lagos que se habían secado diez millones de años atrás.

—Un síndico, un hombre que conocí durante años, hizo eso precisamente, al norte de aquí, en el 66. Trataron de sacarle un furgón de granos. Retrocedió con la máquina, y mató a un par de hombres antes de que despejaran los rieles, eran como gusanos en el pescado podrido, espesos, decía. Hay ochocientas personas esperando ese furgón de grano, decía, y ¿cuántos de ellos morirán si no les llega? Más de un par, muchos más. Así que parece que hizo bien. Pero, ¡maldición! Yo no puedo sumar o restar de ese modo. No sé si está bien contar personas como se cuentan números. Pero entonces, ¿qué haces? ¿A quiénes matas?

—El segundo año que estuve en Codo, donde era coordinador de Trabajo, el sindicato redujo las raciones. La gente que trabajaba seis horas recibía raciones completas, apenas suficientes para esa clase de trabajo. Los que trabajaban media jornada recibían tres cuartos de ración. Si estaban enfermos o demasiado débiles para trabajar, les daban medía ración. Una media ración no alcanzaba para que se curasen, aunque los mantenía vivos. Pero no volvían al trabajo. Yo era el encargado de poner a la gente a media ración, gente que ya estaba enferma. Yo trabajaba todo el día, ocho, diez horas algunas veces, trabajo burocrático, de modo que obtenía raciones completas: las ganaba. Las ganaba confeccionando las listas de los que pasarían hambre. —Los ojos claros del hombre miraban adelante, la luz seca—. Como tú dijiste, tenía que contar a la gente.

—¿Renunciaste?

—Sí, renuncié. Fui a Valle Grande. Pero algún otro se encargó de las listas en las refinerías de Codo. Siempre hay alguien dispuesto a hacer listas.

—Ves, eso es lo que está mal —dijo el conductor mirando el fuego con el ceño fruncido. Tenía una cara y un cráneo morenos y desnudos, no le quedaba vello ni pelo entre los pómulos y el occipital, aunque no podía tener más de cuarenta y cinco. Era una cara fuerte, dura e inocente—. Eso es lo que está espantosamente mal. Tenían que haber clausurado las refinerías. No se le puede pedir a un hombre que haga una cosa así. ¿No somos odonianos acaso? Un hombre puede perder los estribos, de acuerdo. Eso es lo que le pasaba a la gente que atacaba los trenes. Tenían hambre, los niños tenían hambre, hacía demasiado tiempo que estaban hambrientos, y allí había comida y no era para ti, perdías los estribos y atacabas. Lo mismo con el amigo, esa gente le estaba destrozando el tren, perdió los estribos y retrocedió. No le importó nada. ¡No en ese momento! Más tarde tal vez. Pues se sintió enfermo cuando vio lo que había hecho. Pero lo que te hacían hacer, diciendo éste vive y aquél muere… nadie tiene derecho a hacer ese trabajo o de pedirle a algún otro que lo haga.

—Han sido malos tiempos, hermano —dijo el pasajero con gentileza, observando la llanura deslumbrante donde los espectros del agua ondulaban y volaban con el viento.

El viejo dirigible de carga anadeó por encima de las montañas y amarró en el aeropuerto en la Montaña Riñón. Bajaron tres pasajeros. En el preciso momento en que el último de los tres pisaba el suelo, el suelo se encrespó y se encabritó.

—Terremoto —observó el hombre; era un residente local que regresaba a casa—. ¡Maldito sea, mira ese polvo! Algún día aterrizaremos aquí y no habrá más montaña.

Dos de los pasajeros optaron por esperar a que cargaran los camiones. Shevek prefirió caminar, pues el residente decía que Chakar quedaba a sólo unos seis kilómetros montaña abajo.

El camino avanzaba en una sucesión de curvas largas con una corta elevación al final de cada una. En las laderas ascendentes, a la izquierda del camino, y en las descendentes a la derecha, crecían espesos matorrales de holum; hileras de altos árboles holum, espaciados como si hubiesen sido plantados, seguían los cursos de agua subterránea a lo largo de las laderas. En la cresta de una elevación, Shevek vio el oro claro del crepúsculo por encima de las colinas replegadas y oscuras. Excepto el camino mismo, que descendía hacia las sombras, no había señales de vida humana. Cuando empezaba a bajar, el aire gruñó levemente, y Shevek sintió algo extraño: no una sacudida, no un temblor, sino un desplazamiento, una convicción de que las cosas andaban mal. Completó el paso que estaba dando, y allí estaba el suelo, que le recibió el pie. Continuó andando; el camino seguía allí muy quieto. Shevek nunca había estado en peligro, pero nunca tampoco se había sentido tan cerca de la muerte. La muerte estaba en él, debajo de él; la tierra misma era insegura, traidora. Lo perdurable, aquello en que se puede confiar, es una promesa hecha por la mente humana. Shevek sintió el aire frío, limpio, en la boca y los pulmones. Prestó atención. Un torrente de montaña atronaba en algún sitio, abajo entre las sombras.

Llegó a Chakar cuando caía la noche. El cielo era de un violeta sombrío por encima de los cerros negros. Los faroles resplandecían en la calle claros y solitarios. Las fachadas de las casas parecían bosquejos a la luz artificial, contra el fondo oscuro del desierto. Había numerosos solares vacíos, casas solitarias; un poblado antiguo, un pueblo fronterizo, aislado, disperso. Una mujer que pasaba le indicó a Shevek las señas del Domicilio Ocho:

—Por ese camino, hermano, pasando el hospital, al fondo de la calle. —La calle corría hacia la oscuridad al pie de la ladera y terminaba en la puerta de un edificio bajo. Entró y se encontró en el vestíbulo de un domicilio rural que le recordó la infancia, los lugares de Libertad, Montaña del Tambor, Llanos Anchos, donde había vivido con su padre: la luz débil, las esteras remendadas, un papel que describía las actividades de un grupo local de instrucción para mecánicos, un aviso de las reuniones del Sindicato, un volante anunciando la representación de una obra teatral tres décadas atrás, sujeto a la cartelera; un cuadro enmarcado de Odo en la prisión, obra de algún aficionado, colgado sobre el sofá de la sala común; un armonio de fabricación casera; una lista de residentes, y el horario del agua caliente en los baños pegado junto a la puerta.

Sherut, Takver, Nº 3.

Shevek golpeó, observando el reflejo de la luz del pasillo en la superficie oscura de la puerta, que no cerraba bien. Una mujer dijo desde dentro:

—¡Adelante! —Shevek abrió la puerta.

La luz brillante de la habitación estaba detrás de ella. Por un momento no pudo distinguirla, no pudo estar seguro de que era Takver. Ella estaba de pie frente a él. Alargó una mano, como para echarlo o abrazarlo, un ademán incierto, inconcluso. Él le tomó la mano, y entonces se acercaron, se abrazaron, y permanecieron unidos sobre la tierra insegura, traidora.

—Entra —dijo Takver—. Oh, entra, entra.

Shevek abrió los ojos. Un poco más lejos, en el cuarto, que todavía parecía muy iluminado, vio la cara seria, atenta de una niña.

—Sadik, éste es Shevek.

La niña se acercó a Takver, se le abrazó a la pierna, y se echó a llorar.

—Pero no llores, ¿por qué lloras, almita?

—¿Por qué lloras tú? —murmuró la niña.

—¡Porque soy feliz! Sólo porque soy feliz. Siéntate en mi falda. ¡Shevek, Shevek! Tu carta llegó ayer. Pensaba ir al teléfono cuando llevara a Sadik a dormir. Decías que llamarías esta noche. ¡No que vendrías! Oh, no llores, Sadik, mira, yo ya no lloro, ¿ves que no?

—El hombre también lloraba.

—Claro que lloraba.

Sadik lo observaba con una curiosidad recelosa. Había cumplido cuatro años. Tenía una cabeza redonda, una cara redonda; era redonda, morena, afelpada, suave.

No había muebles en el cuarto excepto las plataformas de dos camas. Takver se había sentado en una de ellas con Sadik en el regazo. Shevek se sentó en la otra y estiró las piernas. Se secó los ojos con el dorso de las manos, y extendió los nudillos para mostrarlos a Sadik.

—Ves —dijo—, están mojados. Y la nariz gotea. ¿Tienes un pañuelo?

—Sí. ¿Tú no?

—Tenía, pero se perdió en una lavandería.

—Puedes compartir el pañuelo que yo uso —dijo Sadik luego de una pausa.

—Él no sabe dónde está —dijo Takver.

Sadik bajó del regazo de su madre y buscó un pañuelo en un cajón del armario. Se lo dio a Takver, quien se lo alcanzó a Shevek.

—Está limpio —le dijo Takver con su sonrisa ancha. Mientras Shevek se secaba la nariz, Sadik lo observaba atentamente.

—¿Hubo un terremoto aquí hace un rato? —preguntó Shevek.

—Tiembla todo el tiempo, al final ni lo notas —dijo Takver, pero Sadik, encantada de proporcionar información, dijo con su voz aguda aunque cálida—: Sí, hubo uno grande antes de la cena. Cuando hay un terremoto las ventanas se ríen y el piso tiembla, y tienes que quedarte en el portal o fuera de casa.

Shevek miraba a Takver; ella lo miraba a él. Takver había envejecido más de cuatro años. Nunca había tenido muy buenos dientes, y ahora había perdido dos, los dos premolares, y se le veían los huecos cuando sonreía. La piel no tenía ya la tersura delicada de la juventud, y el cabello, cuidadosamente recogido en la nuca, era opaco.

Shevek veía claramente que Takver había perdido la gracia de la juventud, que ahora parecía una mujer común, fatigada, ya casi en la mitad de la vida. Veía todo esto con claridad, como ningún otro hubiera podido verlo, desde la perspectiva de años de intimidad y de añoranza. La veía tal como ella era.

Las miradas se encontraron.

—¿Cómo… cómo han marchado las cosas por aquí? —preguntó Shevek, enrojeciendo de súbito y hablando obviamente a la ventura. Ella sintió la ola palpable, el aluvión del deseo de Shevek. También ella se ruborizó ligeramente y sonrió. Dijo con su voz grave—: Oh, lo mismo que cuando hablamos por teléfono.

—¡Eso fue hace seis décadas!

—No cambian mucho las cosas por aquí.

—Es muy hermoso todo esto… las colinas… —En los ojos de Takver veía la oscuridad de los valles entre las montañas. El deseo sexual creció abruptamente, y por un instante se sintió mareado. Al fin consiguió dominarse—. ¿Crees que te gustaría quedarte aquí? —preguntó.

—Me da lo mismo —respondió ella, con su voz extraña, sombría, aterciopelada.

—Todavía te gotea la nariz —observó Sadik, preocupada, pero sin ansiedad.

—Alégrate, no es demasiado grave —dijo Shevek.

Takver dijo:

—¡Calla, Sadik, no seas egotista! —Y los dos adultos se echaron a reír. Sadik seguía estudiando a Shevek.

—En realidad me gusta el pueblo, Shev. La gente es simpática… es gente. Pero no hay demasiado trabajo. Es simple trabajo de laboratorio en el hospital. El problema de la escasez de técnicos está prácticamente resuelto; podría marcharme pronto sin dejarlos en la estacada. Me gustaría volver a Abbenay, si eso es lo que querías decir. ¿Te han dado otra vez el puesto?

—No pedí ninguno, y no he averiguado. Estuve en camino toda una década.

—¿Qué estuviste haciendo en el camino?

—Viajando, Sadik.

—Ha tenido que atravesar medio mundo, desde el sur, desde los desiertos, para venir a reunirse con nosotras —dijo Takver. La niña sonrió, se acomodó en la falda de Takver, y bostezó.

—¿Has comido, Shev? ¿Estás cansado? Tengo que llevar a esta niña a dormir; estábamos por salir cuando llegaste.

—¿Ya duerme en el dormitorio?

—Desde principios de este trimestre.

—Ya tenía cuatro —explicó Sadik.

—Se dice ya tengo cuatro —dijo Takver, dejándola resbalar suavemente para ir hasta el armario en busca del abrigo. Sadik se quedó de pie, de perfil, delante de Shevek; parecía muy pendiente de él.

—Pero tenía cuatro, ahora tengo más de cuatro —le dijo.

—Una temporalista lo mismo que el padre.

—No puedes tener cuatro y más de cuatro al mismo tiempo, ¿verdad que no? —preguntó la niña, adivinando la aprobación de Shevek, y hablándole directamente.

—Oh sí, claro. Y puedes tener cuatro y casi cinco al mismo tiempo, además. —Sentado en la plataforma baja, Shevek podía mantener la cabeza al nivel de la de Sadik, para que ella no tuviera que mirarlo alzando los ojos—. Pero me había olvidado de que tienes casi cinco, sabes. La última vez que te vi eras apenas menos que nada.

—¿De veras? —El tono era de evidente coquetería.

—Sí. Eras así de grande. —Shevek separó las manos, no a mucha distancia.

—¿Ya sabía hablar?

—Sabías decir uaa y un par de cosas más.

—¿Despertaba a todos en el domicilio, como el bebé de Cheben? —inquirió Sadik con una sonrisa ancha, alborozada.

—Por supuesto.

—¿Y cuándo aprendí a hablar de verdad?

—Al año y medio más o menos —dijo Takver—, y no has parado desde entonces. ¿Dónde está el sombrero, Sadikiki?

—En la escuela. Odio el sombrero que uso —informó Sadik a Shevek.

Caminaron con la niña por las calles ventosas hasta el dormitorio del centro de aprendizaje, y la acompañaron a la antesala. Era un lugar pequeño y también desmantelado, pero lo alegraban las pinturas de los niños y varias miniaturas de bronce que reproducían máquinas, y una multitud de casas de juguete y gente de madera pintada de distintos colores. Sadik se despidió de su madre con un beso, y volviéndose a Shevek alzó los brazos; él se agachó y la niña lo besó formal pero resueltamente.

—¡Buenas noches! —dijo. Y entró con la asistente nocturna, bostezando. Oyeron la voz de la niña, y la voz calmosa de la asistente, sosegándola.

—Es hermosa, Takver. Hermosa, sana, inteligente.

—Está malcriada, me temo.

—No, no. Lo has hecho bien, fantásticamente bien… en tiempos como estos…

—No fueron tan malos por aquí, no como en el sur —dijo Takver, mirándolo a la cara cuando salieron del dormitorio—. Aquí los niños podían comer. No demasiado bien, pero lo suficiente. Aquí una comunidad puede cultivar alimentos. Si no hay otra cosa, están los matorrales de holum. Puedes recoger las semillas y molerlas para hacer harina. Aquí nadie pasó hambre. Pero es cierto que he malcriado a Sadik. La amamanté hasta los tres años, claro, ¡por qué no, cuando no había nada bueno para alimentarla! Sin embargo, en la planta de investigación de Rolny no estaban de acuerdo. Pretendían que la dejara en el parvulario todo el día. Decían que yo parecía una propietaria con la niña, y que no ponía todo de mi parte para que la sociedad saliera de la crisis. En realidad, tenían razón. Pero eran tan puritanos. Ninguno de ellos comprendía lo que es sentirse solo. Eran un grupo sin carácter. Pero las mujeres me hostigaban más que los otros porque seguía dando de mamar. Auténticas aprovechadas del cuerpo. Lo soporté, pues allí la comida era buena, y yo probaba buscando algas comestibles, pues algunas veces se obtenía más que una ración normal, aunque en verdad sabían a cola, hasta que al fin encontraron a alguien que se adaptaba mejor. Entonces fui a Nuevo Principio por unas diez décadas. Eso fue en el invierno, hace dos años, esa larga temporada en que el correo no funcionó, cuando las cosas andaban tan mal allí donde estabas. En Nuevo Principio vi este puesto en la lista, y vine. Sadik siguió conmigo en el domicilio hasta este otoño. Todavía la echo de menos. Hay tanto silencio en el cuarto.

—¿No hay una compañera de cuarto?

—Sherut; es muy buena, pero trabaja en el hospital en el turno de noche. Era tiempo que Sadik se fuera, le hace bien convivir con otros niños. Se estaba volviendo tímida. Lo tomó muy bien, lo de ir allí, con mucho estoicismo. Los niños pequeños son estoicos. Lloran por un simple porrazo, pero las cosas grandes las toman como vienen, no lloriquean como tantos adultos.

Siguieron caminando lado a lado. Habían salido las estrellas otoñales, increíbles en número y en brillantez, titilando y casi parpadeando a causa del polvo levantado por el terremoto y el viento, y el cielo entero parecía temblar, un centelleo de briznas de diamante, un chisporroteo de sol sobre un mar de tinieblas. Bajo aquel esplendor inquieto se recortaban las colinas negras y compactas, los cantos de los tejados, la media luz de los faroles de la calle.

—Hace cuatro años —dijo Shevek—. Hace cuatro años que volví a Abbenay, de ese lugar en Levante del Sur… ¿cómo se llamaba?, Saltos Colorados. Era una noche como ésta, con viento, con estrellas. Corrí, corrí todo el trayecto desde la Calle de los Llanos hasta el domicilio. Y no estabais allí, os habíais marchado. ¡Cuatro años!

—En el momento en que me fui de Abbenay supe que había sido una locura marcharme. Con hambruna o sin hambruna, tenía que haber rechazado el puesto.

—Eso no habría cambiado mucho las cosas. Sabul me estaba esperando para anunciarme que me habían echado del Instituto.

—Si yo hubiese estado allí, no te habrías ido a La Polvareda.

—Tal vez no, pero tampoco hubiéramos estado juntos. Hubo un tiempo en que parecía que nada podía continuar en pie, ¿no es cierto? Las poblaciones del Sudoeste… no había quedado un solo niño allí. Y todavía no han vuelto. Mandaron a la gente al norte, a regiones donde había comida, o alguna posibilidad de que la hubiera. La gente se quedó allí para atender a las minas y las refinerías. Es un milagro que nos hayamos salvado todos nosotros, ¿no?… Pero maldita sea, ¡me voy a dedicar a mi trabajo por un tiempo, ahora!

Takver le tomó el brazo. Shevek se detuvo en seco, como fulminado de golpe por aquel contacto. Ella lo sacudió, sonriendo:

—No comiste, ¿no?

—No. Oh, Takver, he estado enfermo por ti, ¡enfermo por ti!

Se unieron, abrazándose con pasión, en la calle oscura entre los faroles, bajo las estrellas. Se separaron con igual brusquedad, y Shevek retrocedió hasta recostarse contra la pared más cercana.

—Será mejor que coma algo —dijo, y Takver añadió:

—¡Sí, o te caerás en la calle! Vamos.

Caminaron a lo largo de la calle hasta el comedor, el edificio más grande de Chakar. La hora de la cena había pasado, pero los cocineros estaban comiendo, y pudieron ofrecer al viajero un tazón de caldo y el pan que quisiera. Estaban todos sentados alrededor de la mesa más próxima a la cocina. Las otras mesas ya habían sido preparadas para el desayuno de la mañana. La gran sala era cavernosa, el techo se perdía en las sombras, y el fondo estaba a oscuras excepto allí donde una vasija o un tazón parpadeaban sobre una mesa oscura reflejando la luz. Los cocineros y los ayudantes eran un grupo callado, cansado después de las tareas del día; comían de prisa, sin hablar demasiado ni prestar demasiada atención a Takver y el desconocido. Uno tras otro terminaron de cenar, se levantaron, y llevaron los platos a las artesas de la cocina. Una mujer vieja dijo al levantarse:

—No corre prisa, ammari, todavía les queda para una hora de lavado. —Tenía una cara agria, y parecía una mujer dura, poco maternal, poco benévola; pero hablaba con compasión, con la candad de los iguales. No podía hacer nada por ellos, pero dijo «No corre prisa», y los observó un instante con una mirada de amor fraterno.

Ellos no podían hacer más por ella, y poco más el uno por el otro.

Regresaron al Domicilio Ocho, Habitación 3, y allí el largo deseo fue realizado. Ni siquiera encendieron la lámpara; a los dos les gustaba hacer el amor en la oscuridad. La primera vez todo concluyó cuando Shevek entró en ella; la segunda vez lucharon y gritaron en una furia gozosa, y prolongando el clímax como si dilataran el momento de la muerte; la tercera vez ambos estaban casi dormidos, y giraron alrededor del centro del placer infinito, el uno alrededor del ser del otro, como planetas que giraran ciegos, silenciosos, en el torrente de la luz del sol, alrededor del centro común de gravedad, meciéndose, girando interminablemente.

Takver se despertó al amanecer. Se acodó sobre el lecho y miró más allá de Shevek el rectángulo gris de la ventana, y luego miró a Shevek. Shevek yacía de espaldas, respirando tan apaciblemente que el pecho no se le movía apenas, la cara ligeramente vuelta hacia abajo, remota y grave en la penumbra del alba. Hemos llegado, pensó Takver, desde una gran distancia el uno al otro. Siempre lo hemos hecho. A través de grandes distancias, a través de años, a través de abismos de casualidad. Porque él viene de tan lejos, nada puede separarnos. Nada, ni la distancia, ni los años, puede ser más grande que la distancia que siempre estuvo entre nosotros, la distancia de nuestro sexo, la diferencia de nuestro ser, la de nuestras mentes; esa brecha, ese abismo que salvamos con una mirada, un roce, una palabra, la cosa más simple del mundo. Mira lo lejos que está, dormido. Mira lo lejos que está, lo lejos que está siempre. Pero vuelve, vuelve, vuelve…

Takver avisó que dejaba el trabajo del hospital de Chakar, pero se quedó hasta que pudieron reemplazarla en el laboratorio. Cumplía un turno de ocho horas; en el tercer trimestre del año 168 mucha gente continuaba aún en los puestos de emergencia de jornada larga, pues si bien la sequía había terminado en el invierno anterior, la economía no se había recuperado aún. «Jornadas largas y raciones cortas» era todavía el lema de quienes se ocupaban de tareas especializadas, pero ahora la comida era adecuada para el trabajo del día, cosa que no había ocurrido un año atrás y dos años atrás.

Shevek no hizo mucho durante un tiempo. No se consideraba enfermo; al cabo de cuatro años de hambruna todos estaban habituados a los efectos de la escasez y la desnutrición, y los consideraban normales. Tenía la tos del polvo, endémica en las comunidades del desierto del sur, una irritación crónica de los bronquios parecida a la silicosis y otras enfermedades de los mineros, pero también esta tos era inevitable en los parajes en que había vivido. Disfrutaba del hecho de que si no tenía ganas de hacer nada, no había nada que tuviese que hacer.

Durante algunos días él y Sherut compartieron el cuarto en las ñoras de luz, durmiendo ambos hasta bien avanzada la tarde; luego Sherut, una mujer plácida de cuarenta años, se mudó a la casa de otra mujer, que trabajaba de noche, y Shevek y Takver tuvieron el cuarto para ellos solos durante las cuatro décadas que aún permanecieron en Chakar. Mientras Takver estaba en el trabajo, Shevek dormía, o paseaba por los campos o por las colinas secas y desnudas en lo alto del poblado. Iba a última hora de la tarde al centro de aprendizaje y observaba a Sadik y a los otros niños en los patios de juego, o participaba con pasión, como suelen hacerlo los adultos, en algún proyecto de los niños: un grupo de desaforados carpinteros de siete años, o un par de topógrafos de doce que tenían problemas con la triangulación. Luego caminaba con Sadik hasta el cuarto; se reunían con Takver cuando ella salía del trabajo e iban juntos a los baños o al comedor. Una o dos horas después de la cena llevaban otra vez a la niña al dormitorio y volvían al domicilio. Los días eran maravillosamente plácidos, al sol del otoño, en el silencio de las colinas. Fue para Shevek un tiempo fuera del tiempo, al margen de la corriente, irreal, duradero, encantado. El y Takver conversaban a veces hasta muy tarde; otras noches se acostaban poco después del anochecer, y dormían nueve horas, diez horas, en el silencio profundo, cristalino de la noche montañesa.

Shevek había traído equipaje: una caja pequeña y andrajosa de cartón de fibra con su nombre escrito con tinta negra en grandes letras; cuando iban de viaje todos los anarresti llevaban papeles, recuerdos, el par de botas de repuesto en el mismo tipo de caja, canon de fibra de color naranja, rayado y abollado. La de Shevek contenía la camisa nueva que había recogido al pasar por Abbenay, un par de libros y algunos papeles, y un objeto curioso que en reposo y dentro de la caja parecía consistir en una serie de aros planos de alambre y algunas cuentas de vidrio. Lo mostró a Sadik, con cierto misterio, a la segunda noche de estar allí.

—Es un collar —dijo la niña con asombro. La gente de las pequeñas ciudades usaba joyas en abundancia. En la sofisticada Abbenay había un sentido más claro de la tensión entre el principio de la no propiedad y el impulso a adornarse, y allí un anillo o un broche eran el límite del buen gusto. Pero en el resto del planeta la relación entre lo estético y lo adquisitivo no preocupaba a nadie; la gente se engalanaba sin ninguna vergüenza. La mayoría de los distritos contaba con un joyero profesional que trabajaba por amor y por la fama, y con talleres artesanales donde cada uno podía satisfacer algún gusto personal con los modestos materiales accesibles: cobre, plata, abalorios, espíneles, y los diamantes rojos y amarillos de Levante del Sur. Sadik no había visto muchas cosas brillantes y delicadas, pero reconoció el collar.

—No, mira —le dijo su padre, y con solemnidad y destreza levantó el objeto del hilo que unía los aros. Colgado de la mano de Shevek, el objeto se animó, los aros giraron libremente, describiendo airosas esferas concéntricas, las cuentas de vidrio centellearon a la luz de la lámpara.

—¡Oh, hermoso! —dijo la niña—, ¿Qué es?

—Se cuelga del techo; ¿hay un clavo aquí? El gancho para el abrigo servirá, hasta que pueda conseguir un clavo en Suministros. ¿Sabes quién lo hizo, Sadik?

—No… Tú lo hiciste.

—Ella lo hizo. La madre. Lo hizo ella. —Se volvió a Takver.— Es mi favorito, el que tenía colgado sobre el escritorio. Le di los otros a Bedap. No los iba a dejar allí para la vieja cómo-se-llama, Misia Envidia, del fondo del corredor.

—¡Oh… Bunub! ¡Hacía años que no pensaba en ella! —Takver se sacudía de risa. Miraba el móvil como atemorizada.

Sadik continuaba observándolo mientras giraba, silencioso, buscando su equilibrio.

—Desearía —dijo al cabo, con cautela— poder compartirlo una noche sobre la cama del dormitorio.

—Haré uno para ti, alma querida. Todas las noches.

—¿De verdad puedes hacerlos, Takver?

—Bueno, los hacía. Creo que podría hacerte uno. —Ahora las lágrimas eran visibles en los ojos de Takver. Shevek la abrazó. Los dos estaban todavía impacientes, demasiado tensos. Sadik los observó abrazados un momento con una mirada serena, una mirada tranquila, atenta, y luego se volvió a contemplar el Ocupante del Espacio Deshabitado.

Cuando estaban solos, por las noches, hablaban a menudo de Sadik. Takver se preocupaba demasiado por la niña, a falta de otras intimidades, y las ambiciones y angustias maternas le turbaban de algún modo el sentido común. Aquello no era natural para Takver; ni la competencia ni la sobreprotección eran motivos poderosos en la vida de un anarresti. Le alegraba poder confesar esas preocupaciones y librarse de ellas, ahora que la presencia de Shevek se lo permitía. Las primeras noches era ella quien llevaba la mayor parte de la conversación, y él escuchaba como hubiera podido escuchar una música o el rumor del agua, sin intentar responder. No había hablado mucho, desde hacía cuatro años; había perdido el hábito de la conversación. Takver, como siempre hasta ahora, lo sacaba del silencio. Más adelante, era él el que hablaba más, aunque siempre pendiente de las respuestas de ella.

—¿Te acuerdas de Tirin? —le preguntó una noche. Hacía frío; había llegado el invierno, y el cuarto, el más alejado de los hornos del domicilio, nunca se calentaba mucho, ni aun con la llave totalmente abierta. Habían quitado las ropas de cama de las dos plataformas y estaban acurrucados juntos en la más próxima al calefactor. Shevek usaba una camisa viejísima, muy lavada, para abrigarse el pecho, pues le gustaba estar en cama sentado. Takver, sin nada de ropa, se había tapado hasta las orejas.

—¿Qué fue de la manta naranja? —dijo.

—¡Qué propietaria! La dejé.

—¿A Misia Envidia? Qué pena. No soy propietaria. Sólo sentimental. Fue la primera manta que nos abrigó.

—No, no fue ésa. Creo que usamos otra manta allá arriba en el Ne Theras.

—Si la usamos, no la recuerdo. —Takver rió—. ¿Por quién me preguntaste?

—Tirin.

—No recuerdo.

—Del Regional de Poniente del Norte. Un chico trigueño, de nariz respingonada…

—¡Oh, Tirin! Claro. Estaba pensando en Abbenay.

—Lo vi, en el Sudeste.

—¿Viste a Tirin? ¿Cómo estaba?

Shevek no dijo nada durante un momento, pasando un dedo por la trama de la manta.

—¿Recuerdas lo que Bedap nos contó?

—Que seguían dándole puestos kleggish, y que iba de un lado a otro, y que por último fue a la Isla Segvina, ¿no? Y que luego le perdió la pista.

—¿Viste la obra que presentó, la que le creó todos los problemas?

—¿En el Festival de Verano, después que tú te fuiste? Oh, sí. No la recuerdo. Hace tanto tiempo. Era tonta. Ingeniosa… Tirin era ingenioso. Pero tonto. Era sobre un urrasti, eso es. Este urrasti se esconde en un tanque hidropónico en el carguero a la Luna, y respira por una pajita, y come las raíces de las plantas. ¡Te dije que era tonta! Y así viaja de contrabando a Anarres. Y entonces va de aquí para allá tratando de comprar cosas en los depósitos, y de venderle cosas a la gente, y guardando pepitas de oro hasta que lleva tantas encima que no puede moverse. Entonces tiene que quedarse donde está, y construye un palacio, y se llama a sí mismo el Amo de Anarres. Y había una escena muy divertida en la que él y la mujer quieren copular, y ella está abierta de par en par y dispuesta, pero él no puede hacerlo hasta haberle dado primero las pepitas de oro, para pagarle. Y ella no las quiere. Eso era cómico, la mujer tirada en el suelo y agitando las piernas, y él abalanzándose sobre ella, y de pronto saltaba como si lo hubieran mordido, diciendo: «¡No debo! ¡No es moral! ¡No es buen negocio!» ¡Pobre Tirin! Era tan divertido, y tan vital.

—¿Él hacía el papel del urrasti?

—Sí. Estaba maravilloso.

—Me mostró la obra. Varias veces.

—¿Dónde te encontraste con él? ¿En Valle Grande?

—No, antes, en Codo. Era portero de la fábrica.

—¿Él lo había elegido?

—No creo que Tir estuviera en condiciones de elegir, en ese entonces… Bedap siempre pensó que lo obligaron a ir a Segvina, que lo forzaron a solicitar terapia. No sé. Cuando lo vi, varios años después de la terapia, era una persona destruida.

—¿Piensas que le hicieron algo en Segvina…?

—No sé; yo creo que el Hospicio trata en serio de dar refugio y amparo a la gente. Según las publicaciones sindicales, son al menos altruistas. Dudo que llevaran a Tirin a ese extremo.

—¿Pero qué lo destruyó, entonces? ¿Sólo no haber encontrado el puesto que quería?

—La obra lo destruyó.

—¿La obra? ¿El alboroto que armaron esos viejos inmundos? Oh, pero escucha, para que te vuelva loco un sermón moralista de ese tipo, tienes que estar loco antes. Con no hacerles caso…

—Tir ya estaba loco. De acuerdo con las pautas de nuestra sociedad.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, yo creo que Tir es un artista nato. No un artesano… un creador. Un inventor-destructor, de esa especie que tiene que ponerlo todo patas arriba y luego darlo vuelta del revés. Un escritor satírico, un genio mordaz.

—¿Tan buena era la obra? —preguntó Takver ingenuamente, asomando unos centímetros por debajo de las mantas y estudiando el perfil de Shevek.

—No, no lo creo. Ha de haber sido graciosa en escena. Al fin y al cabo, no tenía más de veinte años cuando la escribió. La sigue escribiendo todo el tiempo. Nunca ha escrito ninguna otra cosa.

—¿Sigue escribiendo la misma obra?

—Sigue escribiendo la misma obra.

—Uf —dijo Takver con piedad y horror.

—Cada dos décadas venía a verme y me la mostraba. Y yo la leía, o hacía como que la leía y trataba de hablar con él de la obra. Él necesitaba desesperadamente hablar de la obra, pero no podía. Tenía demasiado miedo.

—¿De qué? No entiendo.

—De mí. De todos. Del organismo social, del género humano, de la fraternidad que lo rechazaba. Cuando un hombre se siente solo contra todos, bien puede tener miedo.

—¿Quieres decir que sólo porque alguna gente tachó la obra de inmoral y dijo que no podía tener un puesto en la enseñanza, decidió que todo el mundo estaba contra él? ¡Eso es un poco absurdo!

—Pero ¿quiénes estaban a favor?

—Dap estaba… todos los amigos.

—Pero los perdió. Le dieron un destino lejano.

—¿Por qué no lo rechazó, entonces?

—Escucha, Takver. Yo pensé lo mismo, exactamente. Es lo que decimos siempre. Tú lo dijiste, que hubieras tenido que negarte a ir a Rolny. Yo lo dije ni bien llegué a Codo: soy un hombre libre, ¡no tenía por qué venir aquí!… Siempre lo pensamos, y lo decimos, pero no lo hacemos. Conservamos nuestra capacidad de iniciativa arropada y a salvo en nuestra mente, como en un cuarto en el que podemos entrar y decir: «No tengo la obligación de hacer nada, puedo elegir, soy libre». Y luego salimos de la buhardilla de nuestra mente, y vamos a donde nos manda la CPD, y nos quedamos allí hasta que nos cambian de destino.

—¡Oh, Shev, eso no es cieno! Sólo desde la sequía. Antes no había ni la mitad de todo eso. La gente trabajaba donde quería, y se unía a un sindicato o formaba uno, y luego se empadronaba en la Divtrab. La Divtrab asignaba destinos sobre todo a la gente que prefería estar en el Padrón de Trabajos Generales. Vamos a volver a eso, ahora.

—No sé. Tendríamos que volver, desde luego. Pero ya antes de la hambruna las cosas no iban en esa dirección, al contrario. Bedap tenía razón: cada emergencia, cada leva incluso, tiende a incrementar la maquinaria burocrática dentro de la CPD, y le da una suene de rigidez: ésta es la forma en que se hacía, ésta es la forma en que se hace, ésta es la forma en que tiene que hacerse… Hubo mucho de todo eso, antes de la sequía. Cinco años de control riguroso pueden haber estereotipado el sistema de modo permanente. ¡No pongas esa cara de escéptica! Escucha, dime, ¿cuántas personas conoces que se hayan negado a aceptar un destino… aun antes de la hambruna?

Takver reflexionó sobre la pregunta.

—¿Sin contar los nuchnibi?

—No, no. Los nuchnibi son importantes.

—Bueno, algunos de los amigos de Dap… ese compositor tan simpático, Salas, y algunos de los parias, también. Cuando yo era pequeña solían pasar por Valle Redondo nuchnibi verdaderos. Sólo que robaban, o así siempre lo pensé. Contaban mentiras y cuentos tan preciosos, y echaban la buenaventura, y todo el mundo estaba contento de verlos y de mantenerlos y alimentarlos mientras se quedaban allí. Pero nunca se quedaban mucho tiempo. Y luego la gente común del pueblo preparaba el equipaje y se marchaba, los chicos generalmente; algunos odiaban el trabajo en los campos, abandonaban sus puestos y se iban. La gente hace eso en todas partes, todo el tiempo. Van de un lado a otro, buscando algo mejor. ¡No llamarás a eso negarse a aceptar un destino!

—¿Por qué no?

—¿A dónde quieres llegar? —gruñó Takver, alejándose bajo la manta.

—Bueno, a esto. Que nos avergüenza decir que hemos rechazado un destino. Que la conciencia social domina por completo a la conciencia individual. No hay equilibrio. Nosotros no cooperamos, obedecemos. Tememos ser parias, que nos llamen haraganes, inútiles, egotistas. Tememos la opinión del prójimo más de lo que respetamos nuestra propia libertad. Tú no me crees, Tak, pero trata, trata de ponerte del otro lado, sólo con la imaginación, y de ver cómo te sientes. Te das cuenta entonces de lo que es Tirin, y por qué es un náufrago, un alma perdida. ¡Es un criminal! Nosotros hemos creado el crimen, exactamente igual que el propietariado. Expulsamos a un hombre del círculo de nuestra aprobación, y luego lo condenamos por ese mismo motivo. Hemos creado leyes, leyes de comportamiento convencional, hemos levantado muros alrededor de nosotros, y no podemos verlos, pues son parte de nuestro pensamiento. Tir nunca lo hizo. Lo conozco desde que teníamos diez años. El nunca lo hizo, nunca levantó muros. Era un rebelde nato. Era un odoniano nato… ¡un odoniano auténtico! Era un hombre libre, y todos los demás, sus hermanos, lo enloquecimos como castigo por ese primer acto de libertad.

—No creo —dijo Takver, arropada en la cama, y a la defensiva— que Tir fuera una persona muy fuerte.

—No, era extremadamente vulnerable.

Se hizo un largo silencio.

—No me extraña que te obsesione —dijo ella—. Su obra. Tu libro.

—Pero yo soy más afortunado. Un científico puede afirmar que su obra no es él mismo, que es pura y simplemente la verdad impersonal. Un artista no puede esconderse detrás de la verdad. No puede esconderse en ninguna parte.

Takver lo observó de reojo un rato; luego se dio vuelta y se sentó, tironeando la manta alrededor de los hombros.

—¡Brr! Qué frío… Estaba equivocada, verdad que sí, con lo del libro. Lo de permitir que Sabul lo mutilara y lo firmara con su nombre. Parecía correcto. Parecía que era anteponer la obra al autor, el orgullo a la vanidad, la comunidad al ego, todas esas cosas. Pero en realidad no era nada parecido, ¿verdad que no? Era una capitulación. Una rendición al autoritarismo de Sabul.

—No sé. Conseguí que lo imprimieran.

—¡El fin era bueno, pero el medio malo! Lo pensé mucho tiempo, Shev, en Rolny. Te diré lo que fue un error. Yo estaba embarazada. Las mujeres embarazadas no tienen moral. Sólo la más primitiva, el impulso al sacrificio. ¡Al infierno con él y la asociación, y la verdad, si amenazan al precioso feto! Es un instinto de conservación racial, pero a veces perjudica a otros; es biológico, no social. El hombre puede dar gracias por no tener que caer en las garras de ese instinto. Pero ha de entender que para la mujer no es lo mismo, y estar en guardia. Creo que por eso los antiguos anarquismos consideraban a las mujeres como bienes de propiedad. ¿Por qué lo permitían las mujeres? Porque estaban embarazadas todo el tiempo… ¡porque ya estaban poseídas, esclavizadas!

—Está bien, puede ser, pero nuestra sociedad, aquí, es una verdadera comunidad, en todo cuanto encarna las ideas de Odo. ¡Fue una mujer quien hizo la Promesa! ¿Qué estás haciendo… regodeándote con sentimientos de culpa? ¿Revoleándote en el estercolero? —La palabra que empleó no fue «estercolero», pues no había estiércol en Anarres; la frase significaba literalmente «envolviéndote sin cesar en una espesa capa de excremento». La flexibilidad y precisión del právico se prestaba para la creación de metáforas vividas, que los inventores de la lengua no habían previsto.

—Bueno, no. ¡Fue maravilloso, tener a Sadik! Pero yo me equivoqué con lo del libro.

—Nos equivocamos los dos. Siempre nos equivocamos juntos. ¿No pensarás en serio que tú lo decidiste por mí?

—En ese caso pienso que sí.

—No. La verdad es que ninguno de los dos decidió nada. Ninguno eligió. Dejamos que Sabul eligiera por nosotros. Nuestro Sabul interno, internalizado: las convenciones, el moralismo, el miedo al ostracismo social, el miedo a ser distintos, ¡el miedo a la libertad! Bueno, nunca más. Aprendo lentamente, pero aprendo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Takver, con un temblor de esperanzada excitación en la voz.

—Ir contigo a Abbenay y allí fundar un sindicato, un sindicato impresor. Editar los Principios, sin cortes. Y todo cuanto queramos. El Bosquejo para una Educación Abierta en las Ciencias de Bedap, que la CPD no quiso publicar. Y la obra de Tirin. Le debo eso. Él me enseñó lo que son las prisiones, y quiénes las construyen. Los que levantan los muros son los prisioneros mismos. Cumpliré la función que me corresponde en el organismo social. Derribaré los muros.

—Van a soplar unas cuantas corrientes de aire —dijo Takver, acurrucada entre las mantas. Se apoyó contra Shevek, y él le rodeó los hombros con un brazo—. Espero que sí —dijo.

Hacía largo rato que Takver se había dormido esa noche, y Shevek continuaba despierto, las manos debajo de la cabeza, mirando la oscuridad, escuchando el silencio. Pensaba en el largo viaje de regreso desde La Polvareda, recordando las llanuras y espejismos del desierto, el conductor del tren, aquel hombre de cabeza morena y calva y ojos cándidos, que había dicho que uno debe trabajar con el tiempo y no contra él.

En esos últimos cuatro años Shevek había aprendido algunas cosas acerca de la voluntad que lo animaba. La frustración de la voluntad le había enseñado a ver la fuerza que había en ella. Ningún imperativo social o ético podía igualársele. Ni siguiera el hambre era capaz de contenerla. Cuanto menos tenía, más absoluta era la necesidad de ser.

Reconocía esa necesidad, en la terminología odoniana, como su «función celular», el concepto analógico que expresaba la individualidad, el trabajo que más conviene a un individuo, y por consiguiente su mejor contribución a la sociedad. Una sociedad sana no sólo permitiría ejercer libremente esa función óptima; la adaptabilidad y la fuerza de un individuo dependían de esas mismas funciones. Esta era una idea fundamental en la Analogía de Odo. Para Shevek, el hecho de que la sociedad odoniana de Anarres no hubiera alcanzado del todo ese ideal, no lo hacía menos responsable; todo lo contrario. Liberados del mito del Estado, la reciprocidad genuina del organismo social y del individuo era evidente. Al individuo se le puede exigir un sacrificio, nunca un compromiso: porque aunque la sociedad dé a todos seguridad y estabilidad, sólo el individuo, la persona, es capaz de una elección ética: la capacidad de cambio, la función esencial de la vida. La sociedad odoniana estaba concebida como una revolución permanente, y una revolución comienza en la mente pensante.

Todo esto, en estos mismos términos, lo había visto Shevek porque tenía una conciencia absolutamente odoniana.

Por lo tanto estaba seguro ahora de que, en términos odonianos, su voluntad radical e ilimitada de crear se justificaba a sí misma. El sentido de la responsabilidad no lo aislaba de sus semejantes, de la sociedad, como había pensado hasta entonces. Lo comprometía con ellos de un modo absoluto.

También sentía que un hombre con este sentido de responsabilidad acerca de algo, estaba obligado a aplicarlo en todas las cosas. Era un error verse a sí mismo como un vehículo y nada más que eso, sacrificar a esa idea cualquier otra obligación.

Ese era el espíritu de sacrificio de que había hablado Takver, el que ella había conocido durante el embarazo; lo había confesado con algo de espanto, de repulsión, pues también ella era odoniana, y no admitía que alguien separase los medios de los fines. Para ella como para él, no había fines. Había procesos: todo era proceso. Uno podía ir en una dirección promisoria o equivocada, pero uno no se ponía en marcha con la esperanza de no detenerse jamás en ninguna parte. Entendidas de esta manera, todas las responsabilidades y compromisos ganaban en sustancia y en duración.

Así su compromiso mutuo con Takver, la relación entre ellos, había permanecido enteramente viva durante los cuatro años de ausencia. Los dos habían sufrido, intensamente, pero a ninguno se le hubiera ocurrido sustraerse al sufrimiento negando el compromiso.

Porque en última instancia, pensó ahora, acostado al calor del sueño de Takver, era la felicidad lo que ambos buscaban, la plenitud del ser. Al sustraerse al sufrimiento, uno se sustrae también a la felicidad posible. El placer uno puede conseguirlo, o los placeres, pero no le servirá de nada. No sabrá lo que es el retorno al hogar.

Takver suspiró levemente en sueños, como si aprobara, y se dio vuelta, persiguiendo algún sueño apacible.

La realización, reflexionó Shevek, es una función del tiempo. La búsqueda de placer es circular, repetitiva, atemporal. La variedad que persigue el espectador, el cazador de emociones, el sexualmente promiscuo, siempre concluye en el mismo lugar. Tiene un final. Llega al final y tiene que volver a empezar. No es un viaje y un retorno, sino un ciclo cerrado, un claustro, una celda.

Fuera del claustro está el paisaje del tiempo, en el que es posible, con suerte y coraje, construir los frágiles, provisorios e improbables caminos y ciudades de la fidelidad; un paisaje habitable para seres humanos.

Ningún acto es verdaderamente humano hasta que ocurre dentro del paisaje del pasado y el futuro. La lealtad, que consolida la continuidad del pasado y el futuro, unificando el tiempo en una totalidad, es la raíz de la fortaleza humana; no se obtiene ningún bien si se prescinde de ella.

Así, recordando los últimos cuatro años, Shevek los vio no como desperdiciados, sino como una parte del edificio que él y Takver estaban construyendo con sus vidas. Lo bueno de trabajar con el tiempo, y no contra él, pensó, es que nunca es tiempo perdido. Hasta el dolor cuenta.

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