Había un muro. No parecía importante. Era un muro de piedras sin pulir, unidas por una tosca argamasa. Un adulto podía mirar por encima de él, y hasta un niño podía escalarlo. Allí donde atravesaba la carretera, en lugar de tener un portón degeneraba en mera geometría, una línea, una idea de frontera. Pero la idea era real. Era importante. A lo largo de siete generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel muro.
Al igual que todos los muros era ambiguo, bifacético, Lo que había dentro, o fuera de él, dependía del lado en que uno se encontraba.
Visto desde uno de los lados, el muro cercaba un campo baldío de sesenta acres llamado el Puerto de Anarres. En el campo había un par de grandes grúas de puente, una pista para cohetes, tres almacenes, un cobertizo para camiones y un dormitorio: un edificio de aspecto sólido, sucio de hollín y sombrío; no tenía jardines ni niños. Bastaba mirarlo para saber que allí no vivía nadie, y que no estaba previsto que alguien se quedara allí mucho tiempo: en realidad era un sitio de cuarentena. El muro encerraba no sólo el campo de aterrizaje sino también las naves que descendían del espacio, y los hombres que llegaban a bordo de las naves, y los mundos de los que provenían, y el resto del universo. Encerraba el universo, dejando fuera a Anarres, libre.
Si se lo miraba desde el otro lado, el muro contenía a Anarres: el planeta entero estaba encerrado en él, un vasto campo-prisión, aislado de los otros mundos y los otros hombres, en cuarentena.
Un gentío se acercaba por el camino al campo de aterrizaje, y a la altura en que la carretera cruzaba al otro lado del muro se desbandaba en grupos de merodeadores.
La gente solía ir allí desde la cercana ciudad de Abbenay con la esperanza de ver una nave del espacio, o sólo el muro. Al fin y al cabo, aquél era el único muro-frontera en el mundo conocido. En ningún otro sitio podrían ver un letrero que dijese Entrada Prohibida. Los adolescentes, en particular, se sentían atraídos por él. Se encaramaban, se sentaban en lo alto del muro. Acaso hubiera una cuadrilla descargando cajas de los vagones, frente a los depósitos. Hasta podía haber un carguero en la pista. Los cargueros descendían sólo ocho veces al año, sin avisar a nadie excepto a los síndicos que trabajaban en el Puerto, y entonces, si los espectadores tenían la suerte de ver uno, al principio se alborotaban. Pero ellos estaban aquí, de este lado, y allá, lejos, en el otro extremo del campo, se posaba la nave: una torre negra y rechoncha en medio de un confuso ir y venir de grúas móviles. De pronto, una mujer se separaba de una de las cuadrillas que trabajaban junto a los almacenes y decía:
—Vamos a cerrar por hoy, hermanos.
Llevaba el brazal de Defensa, algo que se veía tan pocas veces como una nave del espacio, y esto causaba no poca conmoción. Pero el tono, aunque benévolo, parecía terminante. La mujer era la capataz de la cuadrilla, y si intentaran provocarla, los síndicos la respaldarían. De todos modos, no había nada digno de verse. Los extraños, los hombres de otro mundo, permanecían ocultos en la nave. No había espectáculo.
También para la cuadrilla de Defensa solía ser monótono el espectáculo. A veces la capataz deseaba que alguien intentase siquiera cruzar al otro lado del muro, que un tripulante extraño saltase de improviso de la nave, que algún chiquillo de Abbenay se escurriese a hurtadillas para examinar más de cerca el carguero. Pero eso no ocurría nunca. Nunca ocurría nada. Y cuando algo ocurrió la tomó desprevenida.
El capitán del carguero Alerta le dijo:
—¿Anda detrás de mi nave esa gentuza?
La capataz miró y vio que en efecto había un verdadero gentío alrededor del portón, cien personas o más: merodeando en pequeños grupos, como en las estaciones de los trenes de víveres durante la hambruna. La capataz se sobresaltó.
—No. Ellos, ah, protestan —dijo en su iótico lento y limitado—. Protestan, usted sabe… ¿Pasajero?
—¿Quiere decir que andan detrás del bastardo que se supone tenemos que llevar? ¿Es a él a quien tratan de impedirle la salida, o a nosotros?
La palabra «bastardo», intraducible a la lengua de la capataz, carecía de significado para ella, era uno entre otros términos extraños, pero no le gustaba nada como sonaba, ni la voz del capitán, ni el capitán.
—¿Puede en verdad arreglárselas sin mí? —le preguntó, cortante.
—Sí, qué demonios. Usted ocúpese de que baje el resto de la carga, de prisa. Y haga subir a bordo a ese pasajero bastardo. Ninguna chusma de odolunáticos nos va a crear problemas a nosotros. —Palmeó el objeto de metal que llevaba en el cinto, y que parecía un pene deformado, y miró con aire de superioridad ala mujer inerme.
La capataz echó una ojeada fría al objeto fálico; sabía que era un arma.
—La nave estará cargada a las catorce. Mantenga la tripulación segura a bordo. Despegue a las catorce y cuarenta. Si necesita ayuda, deje un mensaje grabado en el Control de Tierra.
Y echó a andar a grandes zancadas antes que el capitán tuviese tiempo de llamarla al orden. La cólera le daba fuerzas para exhortar con más energía a la cuadrilla y a la multitud.
—¡A ver, vosotros, si despejáis el camino! —dijo en tono perentorio cuando llegaba al muro—. Pronto pasarán los camiones, y habrá heridos. ¡Apartaos!
Los hombres y mujeres del gentío discutían con ella y entre ellos. Seguían atravesándose en el camino, y algunos pasaban al otro lado del muro. Aun así, el camino había quedado relativamente despejado. Si ella no sabía dominar un tumulto, ellos tampoco sabían cómo desencadenarlo. Eran miembros de una comunidad, no los elementos de una colectividad: no los movía un sentimiento de masas, y había allí tantas emociones como individuos. Incapaces de suponer que las órdenes pudieran ser arbitrarias, no tenían la práctica de la desobediencia. La inexperiencia de todos salvó la vida del pasajero.
Algunos habían ido a matar a un traidor. Otros a impedirle que partiese, o a gritarle insultos, o a verlo, pura y simplemente; y todos estos otros obstruyeron el corto trayecto de los asesinos. Ninguno tenía armas de fuego, aunque dos de ellos llevaban cuchillos. Para esta gente atacar significaba asalto cuerpo a cuerpo; querían apoderarse del traidor con sus propias manos. Suponían que llegaría custodiado, en un vehículo. Mientras trataban de inspeccionar un camión de mercancías y discutían con el enfurecido conductor, el hombre que buscaban llegó por la carretera, solo y a pie. Cuando lo reconocieron, ya estaba a mitad de camino, seguido por cinco síndicos de Defensa. Los que pretendían matarlo intentaron perseguirlo, demasiado tarde, y apedrearlo, no del todo demasiado tarde. Apenas consiguieron magullarle un hombro al traidor que buscaban, pero un pedrusco de dos libras de peso golpeó en la sien a un hombre de la cuadrilla de Defensa, matándolo en el acto.
Las escotillas de la nave se cerraron. Los hombres de Defensa regresaron llevándose con ellos al compañero muerto; no trataron de detener a los cabecillas del tumulto que se precipitaban hacia la nave, pero la capataz, blanca de furia y horror, los insultó y los maldijo cuando pasaron junto a ella a todo correr, procurando esquivarla. Una vez al pie de la nave, la vanguardia del tumulto se dispersó y se detuvo, irresoluta. El silencio de la nave, los movimientos espasmódicos de las grúas enormes y esqueléticas, el raro aspecto calcinado del suelo… Nada había allí que pareciera humano; todo los desconcertaba. Una ráfaga efe vapor o de gas que parecía provenir de algo conectado con la nave sobresaltó a algunos de los hombres; levantando las cabezas, observaron con inquietud allá arriba los túneles negros de los cohetes. Lejos, a través del campo, aulló la alarma de una sirena. Primero uno, luego otro, todos emprendieron el regreso hacia el portón. Nadie los detuvo. Al cabo de diez minutos el sendero había quedado despejado, la muchedumbre se había dispersado a lo largo del camino de Abbenay. Como si, en definitiva, no hubiese ocurrido nada.
En el interior del Alerta estaban ocurriendo muchas cosas. Puesto que el Control de Tierra había adelantado la hora del lanzamiento, era necesario acelerar las operaciones de rutina. El capitán había dado orden de que sujetaran con correas al pasajero, y lo encerraran en la cabina de la tripulación junto con el médico, para que no entorpecieran las maniobras. Allí, en la cabina, había una pantalla, y si así lo deseaban podían observar el despegue.
El pasajero miró. Vio el campo, y el muro alrededor del campo, y a lo lejos más allá del muro las laderas distantes del Ne Theras salpicadas de matorrales holum y de unas pocas y plateadas zarzalunas.
Las imágenes resplandecieron precipitándose pantalla abajo. El pasajero sintió que le empujaban el cráneo contra el cabezal almohadillado. Era como si lo estuvieran sometiendo a un examen odontológico, la cabeza apretada contra el sillón, la mandíbula abierta a la fuerza. No podía respirar, parecía enfermo y sentía que el miedo le aflojaba los intestinos. Todo su cuerpo gritaba a las fuerzas enormes que se habían apoderado de él: ¡Ahora no, todavía no, esperad!
Los ojos lo salvaron. Las cosas que ellos seguían viendo y transmitiendo lo arrancaron del autismo del terror. Porque en la pantalla apareció ahora una imagen extraña, una llanura pálida de piedra. Era el desierto visto desde las montañas por encima de Valle Grande. ¿Cómo había vuelto a Valle Grande? Trató de decirse que estaba en una aeronave. No, una astronave. El borde de la llanura relucía con el brillo de la luz en el agua, la luz sobre un mar distante. En aquellos desiertos no había agua. ¿Qué era, entonces, lo que estaba viendo? Ahora la llanura de piedra ya no era plana sino hueca, una enorme concavidad colmada de luz solar. Mientras la observaba, perplejo, la concavidad se hizo menos profunda, derramando luz. De pronto, una línea la cruzó, abstracta, geométrica, el perfecto sector de un círculo. Más allá de aquel arco todo era negrura. La negrura invertía el cuadro entero, lo hacía negativo. Lo real, la parte de piedra, ya no era cóncava, ya no estaba llena de luz: ahora era convexa, refractante, rechazaba la luz. No era una planicie ni una concavidad, sino una esfera, una bola de piedra, blanca, que caía, se desplomaba en las sombras: su propio mundo.
—No entiendo —dijo en voz alta.
Alguien le contestó. Por un momento no se dio cuenta de que la persona que estaba allí en pie junto al sillón le estaba hablando a él, contestándole, pues ya no entendía qué cosa era una respuesta. Sólo de algo tenía conciencia clara, de su propio y total aislamiento. El mundo acababa de hundirse, y él se había quedado solo.
Siempre había temido esto, más que a la muerte. Morir es perder la identidad y unirse al resto. Él había conservado la identidad y había perdido el resto.
Pudo por fin mirar al hombre que estaba junto a él. Por supuesto, era un extraño. De ahora en adelante sólo habría extraños. Le estaba hablando en una lengua extranjera: iótico. Las palabras tenían algún sentido. Todas las cosas pequeñas tenían sentido; sólo la totalidad no lo tenía. El hombre le estaba diciendo algo de las correas que lo sujetaban a la silla. Las palpó. La silla se enderezó de golpe, y él perdió el equilibrio, aturdido como estaba, y casi cayó fuera de la silla. El hombre seguía preguntando si habían herido a alguien. ¿De quién estaba hablando?
—¿Está seguro él de que no lo han herido?
En iótico la fórmula de cortesía para hablarle a alguien utilizaba la tercera persona. El hombre se refería a él, a él mismo. El no entendía qué podía haberlo herido; el hombre continuaba hablando, ahora a propósito de alguien que había arrojado piedras. Pero las piedras no aciertan nunca, pensó. Volvió a mirar la pantalla buscando la roca, la piedra pálida que se precipitaba en la oscuridad, pero ahora la pantalla estaba en blanco.
—Estoy bien —dijo por fin, al azar.
Al hombre no lo tranquilizó esa declaración.
—Por favor venga conmigo. Soy médico.
—Estoy bien.
—¡Por favor venga conmigo, doctor Shevek!
—Usted es el doctor —replicó Shevek luego de una pausa—. Yo no. Me llamo Shevek.
El médico, un hombre bajo, rubio y calvo, torció la cara, preocupado.
—Tendría que estar en la cabina, señor… peligro de infección; no puede estar en contacto con nadie más que conmigo, no por nada me he sometido a dos semanas de desinfección. ¡Dios maldiga a ese capitán! Por favor, venga usted conmigo, señor. Me harán responsable…
Shevek advirtió que el hombrecillo estaba agitado. No se sentía obligado de ningún modo, pero también aquí, donde se encontraba ahora, en una soledad absoluta, regía la única ley que siempre había acatado.
—Está bien —dijo, y se levantó.
Todavía se sentía mareado y le dolía el hombro derecho. Sabía que la nave tenía que estar en movimiento, pero la sensación era de quietud y silencio, un silencio terrible y completo, allá, detrás de las paredes. Fueron por unos corredores de metal, y el doctor lo guió hasta una cabina.
Era un cuarto muy pequeño, de paredes desnudas y estriadas. Shevek dio un paso atrás recordando un lugar del que no quería acordarse. Pero el doctor lo apremiaba, le imploraba; se adelantó otra vez y entró.
Se sentó en la cama-repisa, todavía mareado y aletargado, y miró al doctor sin curiosidad. Pensó que tendría que sentir curiosidad: nunca hasta ahora había visto a un urrasti. Pero estaba demasiado cansado. Hubiera querido recostarse, y echarse en seguida a dormir.
Había pasado en vela toda la noche anterior, revisando papeles. Tres días antes había enviado a Takver y las niñas a Paz y Abundancia, y desde entonces había estado ocupado, corriendo a la torre de radiocomunicaciones para enviar mensajes de último momento a la gente de Urras, discutiendo planes y posibilidades con Bedap y los otros. Durante todos aquellos días de ajetreo, desde que Takver se marchara, había tenido la impresión de que no era él quien hacía las cosas: las cosas lo nacían a él. Había estado en manos de otra gente. La voluntad no había actuado. No había tenido necesidad de actuar. La voluntad había estado en el comienzo, ella había creado este momento y las paredes que ahora lo rodeaban. ¿Hacía cuánto tiempo? Años. Cinco años atrás, en la silenciosa noche de Chakar allá en las montañas, cuando le había dicho a Takver:
—Iré a Abbenay y derruiré los muros.
Antes de eso aún, mucho antes, en La Polvareda, durante los años de la hambruna y la desesperación, cuando se había prometido que nunca más volvería a actuar, sino cuando él lo quisiera. Y luego de esa promesa él mismo se había traído aquí: a este momento intemporal, a este lugar sin tierra, a esta cabina diminuta, a esta prisión.
El doctor le había examinado el hombro magullado (aquel magullón era un misterio para Shevek: la tensión y la ansiedad no le habían permitido advertir lo que sucedía en el campo de aterrizaje; ni siquiera había sentido el golpe de la piedra). Ahora el médico se volvía hacia él esgrimiendo una jeringa hipodérmica.
—No quiero eso —dijo Shevek. Hablaba en un iótico lento, y como había podido comprobar en las conversaciones por radio, lo pronunciaba mal, pero la gramática era bastante correcta; le resultaba más difícil entenderlo que hablarlo.
—Una vacuna contra el sarampión —dijo el médico, profesionalmente sordo.
—No —dijo Shevek.
El doctor se mordió el labio un momento.
—¿Sabe usted qué es el sarampión, señor?
—No.
—Una enfermedad. Contagiosa. A menudo grave en los adultos. Ustedes no la tienen en Anarres; las medidas profilácticas la erradicaron cuando colonizaron el planeta. Es común en Urras. Podría matarlo. Lo mismo que otra docena de infecciones virales comunes. Usted no tiene resistencia. ¿No será zurdo, señor?
Shevek meneó la cabeza, como un autómata. Con la gracia de un prestidigitador el médico le deslizó la aguja en el brazo derecho. Shevek se sometió a esta y otras inyecciones en silencio. No tenía ningún derecho a desconfiar ni a protestar. El mismo se había entregado a esta gente; había renunciado al derecho natural de decidir. Había perdido ese derecho, lo había dejado caer junto con su propio mundo, el mundo de la Promesa, la piedra yerma.
El doctor le hablaba otra vez, pero él no escuchaba.
Por espacio de horas o días vivió en un vacío, una oquedad seca y mísera sin pasado ni futuro. Las paredes se alzaban tiesas alrededor. En el otro lado había silencio. Tenía los brazos y las nalgas doloridos a causa de las inyecciones; tuvo fiebre, una fiebre que nunca llegaba al delirio, pero que lo mantenía flotando entre la razón y la sinrazón, una tierra de nadie. El tiempo no transcurría. No había tiempo. Él era el tiempo: sólo él. Era el río, la flecha, la piedra. Pero no avanzaba. La piedra lanzada seguía suspendida en el punto medio. No había día ni noche. A veces el doctor apagaba la luz, o la encendía. Había un reloj de pared junto a la cama; la manecilla iba y venía sin sentido de una a otra de las veinte cifras de la esfera.
Despertó al cabo de un sueño prolongado y profundo, y como estaba frente al reloj, lo estudió, soñoliento. La manecilla se detuvo un instante después del 15; esto, si la esfera se leía desde la medianoche como en el reloj anarresti de veinticuatro horas, significaba que era la media tarde. Pero ¿cómo podía ser la media tarde en el espacio entre dos mundos? Bueno, la nave tendría sin duda un tiempo propio. Se incorporó; ya no se sentía mareado. Se levantó de la cama y probó el equilibrio: satisfactorio, aunque las plantas de los pies no se apoyaban bien en el suelo; el campo de gravedad de la nave parecía algo débil. La sensación no era muy agradable; necesitaba estabilidad, solidez, firmeza. Tratando de encontrarías se dedicó a investigar metódicamente la pequeña cabina.
Las paredes desnudas estaban repletas de sorpresas, prontas para revelársele a un simple toque del panel: lavabo, espejo, escritorio, silla, armario, anaqueles. Había varios artefactos eléctricos por completo misteriosos conectados con el lavabo, y el grifo no dejaba de funcionar cuando lo soltaba; había que cerrarlo; indicio, pensó Shevek, de una gran fe en la naturaleza humana, o de grandes caudales de agua caliente. Aceptó la segunda hipótesis y se lavó de arriba abajo, y como no había toallas se secó con uno de los artefactos misteriosos, que despedía una ráfaga agradable y cosquilleante de aire templado. No encontró su propia ropa y volvió a vestirse con las que llevaba puestas en el momento de despertar: pantalones flojos y anchos y una túnica informe, ambas prendas de un amarillo claro con pequeños lunares azules. Se observó en el espejo. El efecto le pareció lamentable. ¿Era así como se vestían en Urras? Buscó en vano un peine, y se resignó a trenzarse el cabello sobre la nuca; así acicalado intentó salir del cuarto.
No pudo. La puerta estaba cerrada con llave.
La incredulidad inicial de Shevek se transformó en furia, una especie de furia, un ciego deseo de violencia, como jamás había sentido hasta entonces. Sacudió el picaporte impasible, aporreó con ambas manos el bruñido metal efe la puerta, y dando media vuelta, apretó el puño contra el botón de llamada que podía utilizar en caso de emergencia según había dicho el doctor. No pasó nada. Había toda una serie de pequeños botones numerados de distintos colores en el tablero del intercomunicador; con la mano extendida los apretó todos al mismo tiempo. El parlante de la pared empezó a tartamudear:
—Quién demonios… sí en seguida voy… aclare qué… en el veintidós…
La voz de Shevek ahogó los balbuceos:
—¡Abra la puerta!
La puerta se deslizó, y el doctor asomó la cabeza. A la vista de aquella cara amarillenta, ansiosa, lampiña, la cólera de Shevek se enfrió, retrocedió a una penumbra interior.
—La puerta estaba cerrada con llave —dijo.
—Lo siento, doctor Shevek… una precaución… contagio… aislar a los otros…
—Encerrar fuera, encerrar dentro, es lo mismo —dijo Shevek, inclinando la cabeza y mirando al médico con los ojos claros, remotos.
—Seguridad…
—¿Seguridad? ¿Es necesario que me guarden en una caja?
—La sala de oficiales —propuso el doctor diligente, conciliador—. ¿Tiene hambre, señor? Tal vez si quisiera vestirse podríamos ir a la sala.
Shevek miró la vestimenta del doctor: pantalones azules ceñidos recogidos en botas que parecían tan finas y flexibles como si fuesen de tela; una túnica violeta abierta adelante y abrochada con alamares de plata; y bajo la túnica, dejando sólo visible el cuello y las muñecas, una camisa tejida de una deslumbrante blancura.
—¿No estoy vestido? —inquirió Shevek al cabo.
—Oh, puede ir en pijama, no faltaba más. ¡Ningún formalismo en un carguero!
—¿Pijama?
—El que tiene puesto. Prendas de dormir.
—¿Prendas que se usan para dormir?
—Sí.
Shevek parpadeó. No hizo ningún comentario. Preguntó:
—¿Dónde está la ropa que traía puesta?
—¿La ropa de usted? La puse a limpiar… esterilización. Espero que no le moleste, señor… —El médico examinó uno de los paneles murales que Shevek no había descubierto y sacó un paquete envuelto en papel verde claro. Desenvolvió el viejo traje de Shevek, que parecía inmaculado y un tanto reducido, hizo una pelota con el papel verde, movió otro panel, arrojó el papel en la boca de un recipiente, y miró a Shevek con una vaga sonrisa—. Ya está, doctor Shevek.
—¿Qué pasa con el papel?
—¿El papel?
—El papel verde.
—Oh, lo… tiré ala basura.
—¿Basura?
—Desperdicios. Se quema.
—¿Ustedes queman el papel?
—Tal vez caiga simplemente al espacio, no lo sé. No soy médico del espacio, doctor Shevek. Me concedieron el honor de atenderlo a usted a causa de mi experiencia con visitantes de otros mundos, los embajadores de Terra y de Hain. Estoy a cargo de los procedimientos de descontaminación y adaptación de todos los extraños que llegan a A-Io. No es que usted sea un extraño en el mismo sentido, desde luego.
Miró azorado a Shevek, que aunque no alcanzaba a comprender todo lo que el otro decía, adivinaba por detrás de las palabras una preocupación sincera, tímida, bien intencionada.
—No —lo tranquilizó Shevek—, es posible que tengamos una abuela en común, usted y yo, doscientos años atrás, en Urras.
Se estaba cambiando de ropa y cuando se pasaba la camisa por encima de la cabeza vio que el doctor echaba las «prendas de dormir» azules y amarillas en el recipiente de la «basura». Shevek se detuvo, con el cuello de la camisa todavía sobre la nariz. Sacó la cabeza, se arrodilló y abrió el recipiente. Estaba vacío.
—¿Ustedes queman la ropa?
—Oh, éstos son pijamas baratos, de producción en serie… Se usan y se tiran; cuesta menos que limpiarlos.
—Cuesta menos —repitió Shevek meditativamente. Pronunció las palabras en el tono de un paleontólogo que observa un fósil, un fósil que define todo un estrato.
—Me temo que el equipaje de usted se haya perdido en la carrera final hasta la nave. Espero que no tuviera en él nada importante.
—No traía nada —dijo Shevek.
Aunque el traje estaba casi blanco de tan limpio, y había encogido un poco, le seguía quedando bien, y el áspero contacto familiar con la tela de holum era agradable. Se sentía otra vez él mismo. Se sentó en la cama frente al doctor y dijo:
—Vea, sé que ustedes no toman las cosas, como nosotros. En el mundo de ustedes, en Urras, las cosas hay que comprarlas. Yo voy al mundo de ustedes, no tengo dinero, no podré comprar, de manera que hubiera tenido que traer. Pero ¿cuánto podría traer? Ropa, sí, podría traer un par de mudas. Pero ¿comida? ¿Cómo podría traer comida en cantidad suficiente? No pude traer, no podré comprar. Si tienen interés en que siga viviendo, tendrán que proporcionarme comida. Soy un anarresti, y obligo a los urrasti a comportarse como anarresti: a dar, no a vender. Si lo desean. Naturalmente, no tienen ninguna obligación de conservarme vivo. Soy el Mendigo, ya lo ve.
—De ninguna manera, señor, no, no. Usted es un huésped muy honrado. Le ruego que no nos juzgue por la tripulación de esta nave, son muy ignorantes, hombres limitados… no tiene usted idea de la acogida que le espera en Urras. Al fin y al cabo, usted es un científico mundial-mente… ¡galácticamente famoso! ¡Y nuestro primer visitante de Anarres! Las cosas serán muy diferentes cuando lleguemos a Campo Peier, se lo aseguro.
—No dudo que serán diferentes —dijo Shevek.
La Travesía Lunar, de ida o de vuelta, demoraba normalmente cuatro días y medio, pero en esta ocasión se agregaron al viaje de regreso cinco días para la adaptación del pasajero. Shevek y el doctor Kimoe los dedicaron a vacunas y conversaciones, y el capitán del Alerta a mantener la nave en órbita y a echar maldiciones. Cada vez que tenía que hablarle a Shevek empleaba un tono de enojosa irreverencia. El doctor, que parecía preparado para explicar todas las cosas, tenía siempre un análisis a flor de labios:
—Está acostumbrado a considerar como inferiores a todos los extraños, como menos que humanos.
—La creación de seudo-especies, la llamaba Odo. Sí. Yo creía que tal vez en Urras la gente no pensaba ya de esa manera, puesto que hay allí tantas lenguas y naciones, y hasta visitantes de otros sistemas solares.
—De ésos pocos en verdad, pues los viajes interestelares son muy costosos y lentos. Quizá no siempre sea así —añadió el doctor Kimoe, sin duda con el propósito de halagar a Shevek, o de hacerlo hablar, cosa que Shevek ignoró.
—El segundo oficial —dijo— parece tenerme miedo.
—Oh, en él es fanatismo religioso. Es un epifanista intransigente. Recita las primas todas las noches. Un espíritu absolutamente rígido.
—Entonces ve en mí… ¿qué?
—Un ateo peligroso.
—¡Un ateo! ¿Por qué ?
—Bueno, porque usted es un odoniano de Anarres… no hay religión en Anarres.
—¿No hay religión? ¿Somos piedras, en Anarres?
—Una religión establecida, quiero decir… iglesias, credos… —Kimoe se aturullaba con facilidad. Tenía el aplomo común del médico, pero Shevek lo confundía. Todas las explicaciones de Kimoe concluían al cabo de dos o tres preguntas de Shevek en titubeos y vacilaciones. Cada uno de ellos consideraba como válidas ciertas relaciones que el otro ni siquiera vislumbraba. Este curioso asunto de la superioridad y la inferioridad, por ejemplo. Shevek sabía que el concepto de superioridad, de jerarquía relativa, era importante para los urrasti; allí donde un anarresti emplearía la expresión «más importante», los urrasti solían emplear la palabra «superior» como sinónimo de «mejor». Pero ¿qué relación tenía la superioridad con el hecho de ser extranjero? Un enigma entre otros centenares.
—Entiendo —dijo ahora, a medida que aclaraba ese nuevo enigma—. Ustedes no admiten ninguna religión fuera de las iglesias, así como no admiten una moral fuera de las leyes. Curioso, nunca lo había interpretado así, en mis lecturas de libros urrasti.
—Bueno, hoy cualquier persona culta admitiría…
—Es el vocabulario lo que complica las cosas —dijo Shevek, progresando en su descubrimiento—. En právico la palabra religión es poco… No, como dicen ustedes… rara. Insólita. Por supuesto, es una de las Categorías: el Cuarto Modo. Pocas personas aprenden a practicar todos los Modos. Pero los Modos son una consecuencia de las facultades mentales innatas, una aptitud religiosa. No supondrá que hubiéramos podido desarrollar las ciencias físicas sin entender la muy profunda relación que hay entre el hombre y el cosmos.
—Oh, no, de ninguna manera…
—Eso equivaldría, en verdad, a convertirnos en una seudo-especie.
—La gente educada lo comprenderá sin duda, estos oficiales son muy ignorantes.
—Pero entonces, ¿sólo a los fanáticos les permiten viajar por el cosmos ?
Todas las conversaciones se asemejaban a ésta, agotadoras para el médico e insatisfactorias para Shevek, y a la vez intensamente interesantes para ambos. Eran el único medio de que disponía Shevek para explorar el mundo nuevo que lo aguardaba. La nave misma, y la mente de Kimoe, le parecían un microcosmos. No había libros a bordo del Alerta, los oficiales evitaban a Shevek, y a la tripulación se le prohibía estrictamente acercarse a él. En cuanto a la mente del doctor, aunque inteligente y bien intencionada sin lugar a dudas, era un verdadero laberinto de artificios intelectuales más enigmáticos aún que todos los aparatos, dispositivos y enseres que colmaban la nave. A estos últimos, Shevek los encontraba entretenidos: todo era tan ostentoso, tan imaginativo y elegante; el mobiliario del intelecto de Kimoe le parecía, en cambio, menos cómodo. Las ideas del médico nunca seguían una línea recta: un rodeo por aquí, un esguince por allá, para acabar chocando contra una pared. Todos los pensamientos de Kimoe estaban cercados por paredes, de cuya existencia no parecía tener idea alguna, aunque no hacía otra cosa que esconderse detrás. Sólo en una oportunidad, durante todos aquellos días de conversación entre los mundos, Shevek vio abrirse una pequeña brecha.
Había preguntado por qué no había mujeres en la nave, y Kimoe le había contestado que el mando de un carguero del espacio no era tarea propia de mujeres. Shevek no dijo nada más; la historia que conocía y su conocimiento de los escritos de Odo eran un contexto suficiente para interpretar aquella respuesta tautológica. Pero el médico le hizo a su vez una pregunta, una pregunta sobre Anarres.
—¿Es cieno, doctor Shevek, que en la sociedad de ustedes tratan a las mujeres exactamente igual que a los hombres?
—Eso equivaldría a desperdiciar un muy buen equipo —respondió, riendo, y cuando advirtió hasta qué punto la idea era ridícula se echó a reír otra vez.
El doctor titubeó, procurando visiblemente sortear uno de sus acostumbrados escollos mentales; luego dijo como azorado:
—Oh, no, no quise decir sexualmente… es obvio que ustedes… que ellas… Me refería a la condición social de las mujeres.
—¿Condición es lo mismo que clase?
Kimoe no encontró modo de explicar lo que significaba condición social, y volvió al tema anterior.
—¿No hay realmente diferencia alguna entre el trabajo de los hombres y el de las mujeres?
—Bueno, no, parece un fundamento demasiado mecánico para establecer una división del trabajo, ¿no lo cree usted así? Una persona elige el trabajo de acuerdo con sus intereses, talento, fuerza. ¿Qué tiene que ver el sexo con todo esto?
—Los hombres son físicamente más fuertes —sentenció el doctor con contundencia profesional.
—Sí, a menudo, y más corpulentos, pero ¿qué puede importar esto si tenemos máquinas? Y si no las tenemos, si hemos de utilizar la pala para cavar y la espalda para cargar, es posible que los hombres sean más rápidos, pero las mujeres son más resistentes… Cuántas veces he deseado tener la resistencia de una mujer.
Kimoe, habitualmente cortés y comedido, clavó en Shevek una mirada escandalizada.
—Pero la pérdida de… de todo lo femenino… de la delicadeza… Ningún hombre podría respetarse a sí mismo. No pretenderá, por cierto, en el trabajo de usted, que las mujeres son iguales. ¿En física, en matemáticas, en el intelecto? No pretenderá rebajarse constantemente al nivel de ellas.
Shevek se sentó en el sillón blando y confortable y miró alrededor. En la pantalla la curva brillante de Urras colgaba aún en el espacio negro como un ópalo azul. Durante los últimos días se había familiarizado con aquella imagen encantadora, y aun con la sala de oficiales, pero ahora los colores brillantes, los asientos curvilíneos, las luces veladas, las mesas de juego, las pantallas de televisión y las alfombras mullidas, todo le parecía tan extraño como cuando lo viera por primera vez.
—No creo pretender demasiado, Kimoe —dijo.
—Por supuesto, he conocido mujeres capaces de pensar como un hombre —se apresuró a decir el médico, consciente de que había estado hablando a los gritos, como aporreando con las manos, pensó Shevek, una puerta cerrada.
Shevek cambió de tema. La cuestión de la superioridad y la inferioridad parecía tener gran importancia en la vida social de los urrasti. Si para respetarse a sí mismo Kimoe tenía necesidad de considerar que la mitad del género humano era inferior a él, ¿cómo harían las mujeres para respetarse ellas mismas? ¿Acaso considerarían inferiores a los hombres? ¿Y de qué modo afectaría todo eso la vida sexual de los urrasti? Sabía por los escritos de Odo que doscientos años atrás las instituciones sexuales más importantes de los urrasti eran el «matrimonio», una asociación autorizada y reforzada por sanciones legales y económicas, y la «prostitución», un término que al parecer sólo se diferenciaba del primero por una mayor liberalidad: la copulación dentro de un contexto económico.
Odo había condenado una y otra, y sin embargo Odo había estado «casada». De todos modos, era posible que las instituciones hubiesen cambiado considerablemente en doscientos años. Si iba a vivir en Urras y con los urrasti, le convenía informarse.
Le parecía extraño que hasta el sexo, fuente de tanto solaz y deleite durante muchos años, pudiese transformarse de la noche a la mañana en un territorio desconocido, en el que tendría que pisar con cautela, consciente de su ignorancia, pero era así. No sólo los insólitos estallidos de sarcasmo y de furia de Kimoe lo habían puesto en guardia, sino también una oscura impresión anterior, que el incidente entre ellos había iluminado de algún modo. Cuando se encontró a bordo de la nave, en los primeros días, durante las largas horas de fiebre y desesperación, lo había sorprendido la blandura complaciente de la cama, una sensación a ratos placentera, a ratos irritante. Aunque no era más que una tarima, el colchón se hundía bajo su cuerpo con una elasticidad acariciadora. Se hundía, cedía con tanta insistencia que todavía ahora, mientras se dormía, tenía siempre conciencia de aquella molicie. Y tanto el placer como la irritación eran de naturaleza claramente erótica. También el artefacto aquel, la boquilla-toalla: el mismo efecto. Un cosquilleo. Y el diseño del mobiliario en la sala de oficiales, las curvas suaves impuestas a la dureza de la madera y el metal, la tersura y la delicadeza de las superficies y texturas: ¿no eran también vaga, sutilmente eróticas? Shevek se conocía lo bastante como para saber que unos pocos días sin Takver, incluso bajo los efectos de una gran tensión, no podían ser suficientes para que se excitara al punto de sentir una mujer en la superficie pulida de cada mesa. No a menos que la mujer estuviese realmente presente.
¿Serían célibes todos los ebanistas urrasti?
Renunció a dilucidar el enigma; no tardaría en resolverlo en Urras.
Momentos antes de que volvieran a atarlo para el descenso, el médico fue a la cabina a verificar los progresos de las diversas inmunizaciones, la última de las cuales, la inoculación de una peste, había dejado a Shevek mareado y con náuseas. Kimoe le dio una nueva píldora.
—Esto lo reanimará para el aterrizaje. —Estoico, Shevek tragó la píldora. El médico buscó algo en el botiquín y de pronto se puso a hablar, agriadamente:
—Doctor Shevek, no creo que se me permita volver a atenderlo, aunque quizá… pero aun así quería decirle que… que yo, que ha sido un inmenso privilegio para mí. No porque… sino porque he aprendido a respetar… a apreciar… simplemente como ser humano, la bondad, la genuina bondad que hay en usted…
No encontrando una respuesta adecuada, atormentado por el dolor de cabeza, Shevek se adelantó, tomó la mano de Kimoe, y dijo:
—¡Entonces volvamos a vernos, hermano!
Kimoe le estrechó la mano nerviosamente, a la usanza urrasti, y salió de prisa de la cabina. Sólo cuando el médico se hubo marchado, Shevek advirtió que le había hablado en právico, que lo había llamado ammar, hermano, en una lengua que Kimoe no entendía.
El parlante del muro estaba vociferando órdenes. Shevek escuchaba, atado a la litera; se sentía mareado y distante. Los movimientos del descenso lo mareaban más aún; fuera de la secreta esperanza de que llegaría a vomitar, tenía la conciencia casi adormecida. No supo que habían aterrizado hasta que Kimoe entró corriendo otra vez y lo empujó a la sala de oficiales. La pantalla en la que durante tanto tiempo había visto a Urras, flotante, luminoso, envuelto en espírales de nubes, ahora estaba en blanco. En la sala se apretaba mucha gente. ¿De dónde había salido? Notó, con sorpresa y con placer, que era capaz de mantenerse en pie, de caminar, de estrechar manos. Se concentró en todo esto sin preocuparse de lo que pudiera significar. Voces, sonrisas, manos, palabras, nombres. El suyo repetido una y otra vez: doctor Shevek, doctor Shevek… Ahora él y todos los desconocidos de alrededor descendían por una rampa techada, todos hablaban en voz muy alta, las palabras reverberaban en las paredes. El ruido de las voces se fue atenuando. Un aire extraño le rozó de pronto la cara.
Alzó los ojos, y al salir de la rampa al nivel del suelo, trastabilló y estuvo a punto de caer. Pensó en la muerte, en ese abismo que se abre entre el comienzo y el final de un paso, y al final del paso estaba en una tierra nueva.
Lo rodeaba una noche vasta y gris. Luces azules, neblinosas, brillaban a lo lejos entre las brumas del campo. £1 aire que sentía en la cara y en las manos, en la nariz, la garganta y los pulmones, era frío y húmedo, aromático, balsámico. Era el aire que habían respirado los colonizadores de Anarres, el aire de su propio mundo.
Alguien le había aferrado el brazo cuando tropezó. Unas luces estallaron sobre él. Los fotógrafos estaban filmando la escena para los noticieros: El Primer Hombre de la Luna: una figura alta, delgada en medio de una muchedumbre de dignatarios y profesores y agentes de seguridad, la delicada cabeza peluda muy erguida (de modo que los fotógrafos podían captar todas las facciones), como si tratase de mirar al cielo más allá de los torrentes de luz, el vasto cielo brumoso que ocultaba las estrellas, la Luna, todos los otros mundos. Los periodistas trataban de franquear los cordones de la policía.
—¿Hará usted una declaración, doctor Shevek, en este momento histórico? —Los obligaron a retroceder. Los hombres que rodeaban a Shevek le instaban a seguir adelante. Lo escoltaron hasta el automóvil, fotogénico siempre, de elevada estatura, cabello largo, una expresión rara en el rostro: tristeza y reconocimiento.
Las torres de la ciudad, grandes escalinatas de luz empañada, trepaban hacia la bruma. Arriba corrían los trenes, estelas luminosas y ululantes. Muros de piedra maciza y vidrio flanqueaban las calles por encima efe la marejada de automóviles y autobuses. Piedra, acero, vidrio, luz eléctrica. Ningún rostro.
—Esta es Nio Esseia, doctor Shevek. Hemos preferido que permanezca alejado de las multitudes urbanas, al menos al principio. Iremos directamente a la Universidad.
Había cinco hombres con él en el oscuro y mullido recinto del automóvil. Le señalaban algunos edificios, pero en la cerrazón Shevek no distinguía cuál de esas moles fugitivas era el Tribunal Supremo, y cuál el Museo Nacional, y cuál el Senado, y cuál el Directorio. Cruzaron un río o un estuario; el millón de luces de Nio Esseia temblaba en la niebla sobre el agua sombría. La carretera se oscurecía, la niebla aumentaba, el conductor aminoraba la marcha del vehículo. Las luces centellaban sobre la bruma como encima de un muro que retrocediera sin cesar. Sentado, con el torso algo inclinado hacia adelante, Shevek miraba, miraba casi sin ver y sin pensar, pero tenía una expresión grave y ensimismada, y los otros hombres conversaban en voz baja, respetando su silencio.
¿Qué era aquella sombra más densa que desfilaba, interminablemente, a la orilla del camino? ¿Árboles? ¿Era posible que desde que salieran de la ciudad hubieran viajado entre árboles? Recordó la palabra en iótico: «bosque». No desembocarían de súbito en el desierto. Los árboles se sucedían, en la colina próxima, y la próxima y la próxima, erguidos en el frío suave de la niebla, inacabables, un bosque que ocupaba el mundo entero, una silenciosa pugna de vidas intrincadas, un oscuro movimiento de hojas en la noche. De pronto, mientras Shevek miraba asombrado, en el momento en que el automóvil salía de la niebla espesa del valle a un aire más limpio, desde allí, desde la oscuridad de la fronda, una cara lo miró, por un instante.
No se parecía a ninguna cara humana. Era larga como un brazo, y de una blancura espectral. El aliento le brotaba en vapores de lo que parecía ser la nariz; y terrible, inconfundible, había un ojo. Un ojo grande, oscuro, melancólico (¿cínico acaso?) que desapareció en el resplandor de los faros del coche.
—¿Qué era eso?
—Un asno, ¿no?
—¿Un animal?
—Sí, un animal. Por Dios, es cierto. Ustedes no tienen animales grandes en Anarres, ¿verdad?
—Un asno es una especie de caballo —dijo otro de los hombres, y un tercero, al parecer mayor, añadió con voz firme—: Éste era un caballo. Los asnos nunca son tan grandes.
Querían hablar con él, pero otra vez Shevek había dejado de escuchar. Pensaba en Takver. Se preguntaba qué habría significado para Takver aquella mirada honda, seca y sombría en la oscuridad. Ella siempre había sabido que todas las vidas son la misma vida, y disfrutaba sintiéndose emparentada con los peces de los acuarios en el laboratorio, indagando en las experiencias ajenas más allá de los confines humanos. Takver habría sabido cómo devolverle la mirada a aquel ojo que lo había observado desde la oscuridad, bajo los árboles.
—Ya estamos llegando a Ieu Eun. Hay toda una multitud que espera para conocerle, doctor Shevek: el Presidente, y varios Directores, y el Rector, naturalmente, todos los señorones. Pero si está cansado, trataremos de abreviar al mínimo las amenidades.
Las amenidades se prolongaron por espacio de varias horas. Shevek nunca llegó a recordarlas con claridad. Desde la caja pequeña y oscura del automóvil, lo escoltaron hasta una enorme caja iluminada y colmada de gente —centenares de personas, bajo un techo dorado del que pendían lámparas de cristal—. Lo presentaron a todo el mundo. Todos eran más bajos que él, y calvos. Las contadas mujeres presentes también eran calvas; Shevek entendió al fin que se rasuraban, no sólo el vello fino y suave del cuerpo, sino también los cabellos. Pero llevaban en cambio atavíos esplendorosos, llamativos de corte y colorido, las mujeres con túnicas suntuosas que arrastraban por el suelo, los pechos desnudos, la cintura, el cuello y la cabeza adornados con joyas, gasas y encajes; los hombres de pantalón azul y chaquetas o túnicas de color rojo, azul, lila, oro, verde; de las mangas acuchilladas caían cascadas de encaje; las largas túnicas carmesíes o verdes o negras se abrían a la altura de la rodilla para exhibir los calcetines blancos, las ligas de plata. Otra palabra iótica flotó en la mente de Shevek, una palabra que hasta entonces nunca había tenido significado para él, aunque le gustaba el sonido: «esplendor». Esta gente tenía esplendor. Hubo discursos. El Presidente del Senado de la Nación de A-Io, un hombre de ojos fríos, extraños, propuso un brindis:
—¡Por la nueva era de fraternidad entre los Planetas Gemelos, y por el precursor de esta nueva era, nuestro distinguido y muy bienvenido huésped, el doctor Shevek de Anarres! —El Rector de la Universidad le habló con amabilidad, el primer Director de la Nación le habló con seriedad; lo presentaron a embajadores, astronautas, físicos, políticos, docenas de personas cuyos nombres iban siempre precedidos y seguidos de largos títulos y cargos honoríficos y todos le hablaban y le contestaban, pero Shevek nunca pudo recordar de qué habían hablado, y menos aún qué había dicho él. Muy entrada la noche, se encontró caminando junto con un pequeño grupo de hombres, bajo la llovizna tibia, cruzando un gran parque o una plaza. La hierba que pisaba era elástica, viva; la reconocía, le recordaba el Parque Triangular de Abbenay. Aquel recuerdo vivido y la refrescante caricia del viento nocturno lo despabilaron. El alma de Shevek salió de su escondite.
Los hombres que lo escoltaban lo condujeron a un edificio y a una habitación que llamaron «la habitación de usted».
Era espaciosa, de unos diez metros de largo, y sin duda una sala común, pues no había compartimientos ni plataformas para dormir; los tres hombres que aún lo acompañaban tenían que ser compañeros de cuarto. Era una sala común muy hermosa, con una hilera de ventanas que ocupaba toda una pared, separadas por columnas esbeltas que se elevaban como árboles y culminaban en un doble arco. La alfombra que cubría el piso era de color carmesí, y en el fondo, en un hogar abierto, ardía un fuego. Shevek cruzó la habitación y se detuvo frente al hogar. Era la primera vez que veía quemar madera para combatir el frío, pero ya nada lo asombraba. Extendió las manos hacia el grato calor, y se sentó en un asiento de mármol pulido junto al fuego.
El más joven de los hombres que lo acompañaban se sentó frente a él junto al hogar. Los otros dos seguían conversando. Hablaban de física, pero Shevek no trató de seguir la conversación. El hombre joven dijo en voz baja:
—Me gustaría saber cómo se siente, doctor Shevek.
Shevek estiró las piernas y adelantó el torso para recibir el calor en la cara.
—Me siento pesado.
—¿Pesado?
—La gravedad tal vez. O porque estoy cansado.
Miró al otro hombre, pero al resplandor de las llamas el rostro no era claro; sólo se veía el brillo de una cadena de oro y el intenso rojo rubí de la túnica.
—No sé el nombre de usted.
—Saio Pae.
—Oh, Pae, sí. Conozco los artículos de usted sobre la paradoja.
Hablaba con pesadez, soñoliento.
—Ha de haber un bar aquí, las habitaciones de los Decanos siempre tienen un gabinete de licores. ¿Le gustaría beber algo?
—Agua, sí.
El hombre reapareció con una copa de agua cuando los otros dos se unían a ellos junto al hogar. Shevek bebió el agua con avidez, y se quedó mirando la copa que tenía en la mano, una pieza frágil, delicadamente tallada, que reflejaba el resplandor de las llamas en el borde de oro. Sentía la presencia de los tres hombres, el modo en que estaban sentados o de pie junto a él, la actitud protectora, respetuosa, posesiva.
Alzó los ojos y los miró a la cara, uno a uno. Todos lo observaban, expectantes.
—Y bien, aquí me tienen —dijo. Sonrió—. Aquí lo tienen, el anarquista. ¿Qué harán con él?