Me encontré de espaldas, mirando el árbol que había atravesado el coche del tiempo. Oía cerca la respiración de Nebogipfel, pero no podía verle.
El árbol, congelado ahora en el tiempo, se elevaba para unirse a sus compañeros en un dosel arbóreo grueso y uniforme sobre nosotros, y los retoños y plántulas brotaban de la tierra alrededor de su base y a través de los fragmentos del coche. El calor era intenso, el aire húmedo y pesado para mis pulmones, y el mundo a mi alrededor estaba lleno de los ruidos, vibraciones y suspiros de la jungla, todo sobre un retumbar profundo y rico que me hizo sospechar la presencia cercana de un gran cuerpo de agua: ya fuese un río —alguna versión primitiva del Támesis— o un mar.
¡Era más parecido al trópico que a Inglaterra!
Mientras estaba allí tendido y mirando, un animal bajó gateando por el tronco hacia nosotros. Era parecido a una ardilla, de unas diez pulgadas de largo, pero tenía la piel ancha y suelta, y colgada de su cuerpo como una capa. Llevaba fruta en las mandíbulas. A diez pies del suelo la criatura nos vio; inclinó la cabeza, abrió la boca —dejó caer la fruta— y chilló. Vi que sus incisivos tenían la punta dividida en cinco. Saltó directamente del tronco. Extendió brazos y piernas y la capa de piel se abrió de golpe, convirtiendo al animal en una cometa cubierta de piel. Voló hacia las sombras y desapareció de mi vista.
—Vaya una bienvenida —dije con un jadeo—. Era como un lémur volador. ¿Pero viste sus dientes?
Nebogipfel, todavía fuera de mi vista, contestó.
—Era un Planetatherium. Y el árbol es un dipterocarpo, no demasiado diferente de la especie que sobrevivirá en los bosques de nuestros días.
Hundí la mano en el humus del suelo —estaba podrido y era resbaladizo— y luché por darme la vuelta para verle.
—Nebogipfel, ¿estás herido?
El Morlock yacía de lado, con la cabeza doblada para mirar al cielo.
—No estoy herido —susurró—. Propongo que empecemos a buscar…
Pero yo no escuchaba; porque había visto —detrás de él— una cabeza con pico, del tamaño de la de un caballo, que se abría paso a través del follaje, ¡y que se dirigía hacia el frágil cuerpo del Morlock!
Durante un instante me paralizó la sorpresa. El pico curvo se abrió de golpe, los ojos redondos se fijaron en mí con todos los signos de la inteligencia.
Entonces, con un fuerte picado, la gran cabeza se hundió y cerró el pico alrededor de la pierna del Morlock. Nebogipfel gritó, y sus pequeños dedos arañaron la tierra, y trozos de hojas se le pegaron al pelo.
Me eché hacia atrás y acabé con la espalda contra un tronco.
Ahora, con un crujido de ramas rotas, el cuerpo de la bestia salió de la vegetación ante mi vista. Tenía unos siete pies de alto, y estaba cubierto de plumas negras y escamosas; las patas eran robustas, con pies fuertes, y estaban cubiertas de una piel amarilla y arrugada. Unas alas residuales, desproporcionadamente pequeñas para el inmenso torso, golpeaban el aire. El pájaro tiró de la cabeza arrastrando al pobre Morlock por el suelo.
—¡Nebogipfel!
—Es un Diatryma —gritó—. Un Diatryma Gigantica, yo… ¡oh!
—No me importa su filogenia —grité—, ¡huye!
—Me temo… no puedo… ¡oh!
Una vez más, sus palabras se convirtieron en un aullido inarticulado de angustia.
Ahora la criatura giraba la cabeza de lado a lado. Vi que intentaba golpear el cráneo del Morlock contra un árbol, ¡sin duda como paso preliminar para comerse su pálida carne!
Necesitaba un arma, y sólo pude pensar en la llave inglesa de Moses. Me puse en pie y rebusqué por entre los restos del coche del tiempo. Había cantidad de tornillos, paneles y cables, y el acero y la madera pulida de 1938 parecían extrañamente fuera de lugar en aquel bosque antiguo. ¡No podía ver la llave! Hundí los brazos, hasta los codos, en la cubierta del suelo. Me llevó muchos y agónicos segundos de búsqueda, mientras el Diatryma arrastraba todavía más su presa hacia el bosque.
¡Al fin la encontré! Mi mano derecha salió del humus sosteniendo la llave.
Con un rugido, levanté la llave hasta el hombro y corrí. Los ojos del Diatryma me miraban al acercarme —redujo sus golpes—, pero no soltó la pierna de Nebogipfel. Por supuesto, nunca antes había visto a un hombre; dudaba que hubiese entendido que yo podía ser una amenaza. Cargué, e intenté ignorar la horrible piel escamosa alrededor de las garras de las patas, la inmensidad del pico y el aliento a carne podrida que desprendía.
Como un golpe de criquet, hendí el mazo en la cabeza del Diatryma. Las plumas y la carne amortiguaron el golpe, pero sentí la agradable colisión contra el hueso.
El pájaro abrió el pico, soltando al Morlock, y chilló; un sonido como el del metal rompiéndose. El inmenso pico estaba ahora encima de mí, y todos mis instintos me decían que corriese, pero sabía que si lo hacía los dos estaríamos acabados. Volví a levantar la llave sobre la cabeza, y golpeé contra el cráneo del Diatryma. Esta vez la criatura se apartó y el impacto fue lateral; así que levanté la llave de nuevo y golpeé la base del pico.
Algo se rompió, y la cabeza del Diatryma se echó hacia atrás. Se tambaleó, y luego me miró con ojos calculadores. Emitió un chillido tan bajo que más parecía un gruñido.
Entonces —muy rápido— agitó las plumas negras, se volvió y se hundió en el bosque.
Me puse la llave en el cinturón y me arrodillé al lado del Morlock. Estaba inconsciente. La pierna le sangraba y estaba aplastada, y el pelo de la espalda estaba manchado de la saliva del monstruo.
—Bien, mi compañero en el tiempo —le susurré—, ¡después de todo, quizás hay ocasiones en que es útil tener a un salvaje primitivo a mano!
Encontré sus gafas en el suelo, las limpié con la manga, y se las coloqué sobre la cara.
Observé la penumbra del bosque preguntándome qué hacer a continuación. Podía haber viajado en el tiempo y a la gran Esfera de los Morlocks, pero en mi propio siglo jamás había viajado a ningún país tropical. Sólo tenía vagos recuerdos de libros de viaje y otras fuentes populares para guiarme en mi lucha por la supervivencia.
Pero al menos, me consolé, ¡los retos que me aguardaban serían comparativamente simples! No tendría que encontrarme con mi yo más joven. No ahora que el coche del tiempo estaba destruido. Ni tendría que lidiar con las ambigüedades filosóficas y morales de la multiplicidad de historias. En su lugar, sólo tendría que buscar comida, refugio contra la lluvia y una forma de protegernos contra las bestias y aves de aquel tiempo remoto.
Decidí que buscar agua fresca debía ser mi primera misión; incluso dejando de lado las necesidades del Morlock, mi propia sed me mataba, ya que no había tomado nada desde el bombardeo de Londres.
Coloqué al Morlock entre los restos del coche del tiempo, cerca del tronco. Lo creí un lugar tan seguro como cualquier otro para evitar que fuese atacado por los monstruos de la época. Doblé la chaqueta y se la puse debajo de la cabeza, para protegerle de la humedad del suelo, ¡y de cualquier cosa que se arrastrase y mordiese que pudiese vivir allí! Entonces, después de vacilar un poco, saqué la llave del cinturón y la coloqué sobre el Morlock, para que sus dedos se agarrasen al mango del arma.
No me sentía bien al quedarme sin armas, por lo que rebusqué por entre los restos hasta que encontré una pieza de hierro corta y la doblé hasta que la pude arrancar de la estructura. La sopesé en la mano. No tenía la satisfactoria solidez de la llave, pero sería mejor que nada.
Decidí dirigirme hacia el sonido de agua; parecía estar en dirección opuesta al sol. Me puse el trozo de hierro al hombro y me adentré en el bosque.
No me fue difícil abrirme camino, los árboles crecían en bases separadas con mucha tierra en medio. La gruesa y uniforme bóveda arbórea de hojas y ramas excluía la luz del sol, aunque eso no parecía impedir el crecimiento en el suelo.
La bóveda arbórea estaba repleta de vida. Epífitas —orquídeas y enredaderas— colgaban de la corteza de los árboles y las lianas caían de las ramas. Había gran cantidad de aves y colonias de criaturas que vivían en las ramas: monos y otros primates (pensé al primer vistazo).
Había una criatura parecida a una marta, de unas ocho pulgadas de largo, de articulaciones flexibles y una cola rica y esponjosa, que emitía un sonido ronco. Otro animal trepador era bastante grande —quizá de una yarda de largo—, con garras y cola prensil. No huyó al verme; en su lugar, se agarró a la parte baja de una rama y me miró calculador.
Seguí caminando. La fauna local desconocía al hombre, pero estaba claro que había desarrollado fuertes instintos de autopreservación gracias a la presencia del Diatryma de Nebogipfel y, sin duda, otros depredadores, y no se dejarían cazar con facilidad.
A medida que mis ojos se acostumbraban al fondo boscoso, encontré el camuflaje y el engaño por todas partes. Una hoja podrida, por ejemplo, estaba pegada al tronco de un árbol, o al menos eso pensé, hasta que al aproximarme la «hoja» desarrolló patas de insecto y la criatura saltó. Allá, en un saliente de rocas, vi lo que parecía un montón de gotas de agua que brillaban como joyas bajo la luz filtrada. Pero cuando me incliné para examinarlas, vi que eran una nidada de escarabajos con caparazones transparentes. No me sorprendí demasiado cuando una mancha de guano en un tronco, blanco sobre negro, desarrolló patas de araña.
Después de media milla, los árboles se hicieron más escasos; atravesé un borde de palmeras y salí a la luz del sol, y una arena joven y áspera me raspó las botas. Me encontré en una playa. Más allá de la línea de arena blanca había una extensión de agua brillante, tan ancha que no podía ver su orilla opuesta. El sol estaba bajo en el cielo, pero brillaba con intensidad; podía sentir su calor sobre el cuello y la cabeza.
En la distancia —a un lado, sobre la larga playa— vi una familia de pájaros Diatryma. Los dos adultos se pavoneaban, envolviendo los cuellos alrededor del otro, mientras las tres crías se tambaleaban por los alrededores, saltando y ululando, o se sentaban en el agua para humedecerse las plumas. Todo el conjunto, con su plumaje negro, sus torpes estructuras y alas minúsculas, parecía cómico, pero los vigilé con cuidado mientras permanecía allí, ya que incluso el más pequeño de los jóvenes tenía tres o cuatro pies de alto y era muy musculoso.
Me dirigí al borde del agua; mojé los dedos y probé el líquido. El agua era salada: agua de mar.
Me pareció que el sol se había hundido todavía más tras el bosque; debía de descender por el oeste. Por tanto había caminado una media milla hacia el este a partir de la posición del coche del tiempo, por lo que estaba —imaginé— en algún lugar cerca de la intersección de Knightsbridge y Sloane Street. ¡Y, en el Paleoceno, estaba al borde del mar! Miraba un océano que cubría aparentemente todo Londres hasta la punta este de Hyde Park. Quizá, supuse, aquel mar era una extensión del Mar del Norte o del Canal, que había penetrado en Londres. Si tenía razón, habíamos tenido mucha suerte. Si el nivel de los mares se hubiese incrementado un poco más, Nebogipfel y yo hubiéramos aparecido en las profundidades de un océano, y no en la costa.
Me quité las botas y los calcetines, los até al cinturón por los cordones, y entré un poco en el mar. El líquido se cerraba frío alrededor de mis tobillos; tuve la tentación de mojar la cara en él, pero me resistí, por miedo a la interacción de la sal con mis heridas. Encontré una depresión en la arena que podría formar un charco durante la marea baja. Allí hundí las manos y conseguí inmediatamente una colección de criaturas: bivalvos, gasterópodos y lo que parecían ostras. Daba la impresión de que había pocas especies pero muchos individuos en aquel fértil mar.
Al borde de aquel océano, con los borboteos de agua alrededor de tobillos y dedos, y con el sol caliente en el cuello, una gran sensación de paz cayó sobre mí. De niño mis padres me habían llevado de viaje a Lympne y Dungeness, y yo caminaba hasta la orilla del mar —al igual que hoy— e imaginaba que estaba solo en el mundo. Pero ahora, ¡era casi completamente cierto! Era sorprendente pensar que ningún barco navegaba por aquellos mares en ningún lugar del mundo; que no había ciudades humanas tras la jungla que se hallaba a mi espalda; de hecho, los únicos rastros de inteligencia en el planeta éramos yo y el pobre Morlock herido. Pero no era una idea terrible; no después de la horrible oscuridad y caos de 1938, de los que había escapado recientemente.
Me enderecé. El mar era encantador, ¡pero no podía vivir de agua salada! Anoté cuidadosamente el lugar del cual había salido de la jungla —no tenía intención de perder a Nebogipfel en la penumbra arbórea— y caminé descalzo por el borde del agua, alejándome de la familia Diatryma.
Después de más o menos una milla, llegué a un arroyo que salía del bosque y bajaba hacia la playa. Cuando la probé resultó ser agua dulce, fresca y parecía limpia. Me sentí aliviado: ¡al menos no moriríamos hoy! Me eché de rodillas y metí la cabeza y el cuello en el líquido frío. Bebí a grandes tragos y luego me quité la chaqueta y la camisa para lavarme cabeza y cuello. La sangre seca, marrón por estar expuesta al aire, navegó hacia el mar; cuando me puse en pie me sentí mucho mejor.
Ahora me enfrentaba al desafío de llevar aquel tesoro hasta Nebogipfel. Necesitaba una taza u otro contenedor.
Pasé varios minutos al lado del arroyo mirándolo confuso. Todo mi ingenio parecía haberse agotado en mi reciente viaje por el tiempo, y aquel último puzzle era demasiado para mi cerebro cansado.
Al final, cogí las botas del cinturón, las lavé lo mejor que pude y las llené con el agua del arroyo; así la llevé a través del bosque hasta el Morlock. Al lavar la cara herida de Nebogipfel e intentar hacerle beber, me prometí a mí mismo que al día siguiente encontraría algo más apropiado como servicio de mesa que unas viejas botas.
El asalto del Diatryma había deformado la pierna derecha de Nebogipfel; la rodilla parecía aplastada y el pie descansaba en un ángulo poco natural. Empleando un fragmento de la carrocería del coche del tiempo —no tenía cuchillo— intenté rudimentariamente afeitar el pelo de las áreas dañadas. Lavé lo mejor que pude la carne expuesta: al menos las heridas superficiales parecía que se habían cerrado, y no había señales de infección.
En el proceso de mis torpes manipulaciones —no soy médico— el Morlock, todavía inconsciente, gruñía y lloriqueaba de dolor, como un gato.
Una vez que hube limpiado sus heridas, recorrí la pierna con las manos, pero no pude detectar ninguna fractura evidente en la tibia o la pantorrilla. Como ya he dicho antes, el daño principal parecía estar localizado en la rodilla y el tobillo; y lo acepté con desaliento porque, si bien sería capaz de restablecer una tibia rota al tacto, no había forma en que pudiese tratar los daños que Nebogipfel había sufrido. Aun así, rebusqué por entre los restos hasta que encontré dos secciones rectas de la estructura. Usé el cuchillo improvisado con la chaqueta —no me parecía que la prenda fuese a serme muy útil en aquel clima— y fabriqué vendas que lavé.
Entonces, con todo mi coraje, enderecé la pierna y el pie del Morlock. Até la pierna a los entablillados, y luego, para asegurarme, a su vez a la otra pierna sana.
Los gritos del Morlock, repetidos por los árboles, eran un sonido horrible.
Agotado, esa noche cené ostras crudas, porque no tenía fuerzas para encender fuego— y me apoyé contra un tronco, cerca del Morlock, y con la llave de Moses en mis manos.
Monté el campamento a orillas del mar del Paleoceno, cerca del arroyo de agua fresca que había descubierto. Decidí que estaríamos mejor y más a salvo de ataques allí, y no en medio del bosque. Construí una protección del sol para Nebogipfel empleando trozos del coche del tiempo con prendas de ropa extendidas entre ellos.
Llevé allí a Nebogipfel en brazos. Pesaba tan poco como un niño y sólo estaba consciente a medias; me miraba, indefenso, con las gafas destrozadas, ¡y me era difícil recordar que representaba a una especie que había cruzado el espacio y domesticado el Sol!
El fuego fue mi siguiente prioridad. La madera disponible —ramas caídas y cosas así— estaba húmeda y mohosa, y la llevé a la playa para que se secase. Podía encender una llama con relativa facilidad utilizando hojas caídas y la chispa de una roca contra un trozo de metal del coche del tiempo. Al principio realizaba el ritual de encender nuevamente el fuego cada mañana, pero pronto descubrí el sin duda viejo truco de mantener los carbones ardiendo en la hoguera durante el día, con lo que era simple encender el fuego cuando era necesario.
La convalecencia de Nebogipfel transcurrió con lentitud. La inconsciencia forzada, para un miembro de una especie que no duerme, es grave y perturbadora, y después de haberse restablecido pasó varios días sentado a la sombra, pasivo y sin ganas de hablar. Pero se mostró capaz de comer las ostras y bivalvos que cogía del mar, aunque muy renuentemente. Con el tiempo pude variar la dieta con carne de tortuga cocida, ya que esa criatura era muy abundante a todo lo largo de la costa. Después de un poco de práctica, conseguí bajar frutos de las palmeras de la costa lanzando trozos de metal y rocas contra las ramas. Los frutos resultaron muy útiles: su leche y carne variaban la dieta; y las cáscaras vacías servían de contenedores para muchos propósitos; e incluso la fibra marrón que colgaba de la cáscara podía ser tejida. Sin embargo los trabajos tan delicados no me son fáciles, y nunca pude ir más allá de fabricarme una gorra, de ala muy grande como la de un coolie.
Sin embargo, a pesar de la munificencia del mar y las palmeras, nuestra dieta era monótona. Miraba con envidia las suculentas criaturas que saltaban, lejos de mi alcance, por la ramas de los árboles.
Exploré la costa. Muchos tipos de criaturas habitaban el mundo oceánico. Observé una sombra grande con forma de diamante que supuse sería una raya; y en dos ocasiones aletas sobresaliendo del agua al menos un pie, que sólo podían pertenecer a enormes tiburones.
Entreví una forma ondulada, que atravesaba la superficie del agua, a una media milla de la tierra. Distinguí una mandíbula ancha y abierta repleta de dientes crueles, con carne blanca de fondo. La bestia tendría unos cinco pies de largo y nadaba por medio de ondulaciones de su cuerpo sinuoso. Se lo conté a Nebogipfel, quien —utilizando una vez más ese conjunto enciclopédico de datos que guardaba en su cráneo— la identificó como un Champsosaurus: una vieja criatura, relacionada con el cocodrilo, y de hecho un superviviente de la época de los dinosaurios, una época ya olvidada en el Paleoceno.
Nebogipfel me dijo que en ese periodo los mamíferos acuáticos de mi siglo —la ballenas, los manatíes y similares— estaban en medio de su adaptación evolutiva al mar y todavía vivían como enormes y lentos animales terrestres. Mantuve los ojos abiertos en busca de una ballena terrestre que tomase el sol, porque estaba seguro de poder cazar un animal tan lento como ése, pero nunca vi una.
Cuando le quité el entablillado a Nebogipfel, pude ver que la carne había sanado. Sin embargo, Nebogipfel probó la articulación y dijo que no se había arreglado correctamente. No era una sorpresa, pero ninguno de los dos podía pensar en una forma de mejorar la situación. Sin embargo, después de un tiempo, Nebogipfel pudo caminar, en cierta forma, con la ayuda de una muleta hecha con una rama, y se dedicó a cojear por el campamento como un lagarto seco.
Pero su ojo —que había destrozado con mi ataque en el taller no se recuperó, y siguió sin vista, para mi profundo arrepentimiento y vergüenza.
Al ser un Morlock, el pobre Nebogipfel no estaba muy confortable bajo la luz diurna del sol. Por lo que se acostumbró a dormir de día, dentro del refugio que había construido, y se movía durante las horas de oscuridad. Yo seguí a la luz del día, por lo que cada uno pasaba la mayor parte de sus horas de trabajo solo. Nos encontrábamos y hablábamos en el amanecer y al anochecer, aunque debo admitir que después de unas pocas semanas de aire puro, calor y trabajo físico intenso, estaba muy cansando a la hora de la puesta de sol.
Las palmeras tenían frondas grandes, y decidí coger algunas para utilizarlas en la construcción de un refugio mejor. Pero todos mis esfuerzos por arrojar objetos a los árboles no lograron hacer caer las palmas, y no tenía forma de cortar las palmeras. Por lo tanto, me vi obligado a quitarme los pantalones y trepar por los árboles como un mono. Una vez arriba, sólo tuve que arrancar las ramas y tirarlas al suelo. Las subidas eran agotadoras. Al aire puro del mar y a la luz del sol, tenía mejor salud y estaba más robusto; pero no soy joven, y pronto encontré los límites de mi habilidad atlética.
Con las palmas construí un refugio más sustancial, de ramas caídas cubiertas con palmas. Hice un gran sombrero de palmas para Nebogipfel. Cuando se sentaba a la sombra con aquello atado a la barbilla, desnudo por completo, parecía absurdo.
En lo que a mí respecta, siempre he tenido la piel pálida, y después de los primeros días sufría mucho por mi exposición al sol, y aprendí a ser precavido. La piel se me caía de la espalda, de los brazos y de la nariz. Me dejé crecer la barba para protegerme la cara, pero los labios se me hincharon, y lo peor fue la intensa quemadura en la calva. Me acostumbré a lavarme las quemaduras y a llevar el sombrero y lo que quedaba de la camisa durante todo el día.
Un día, después de un mes de aquello, mientras me afeitaba (empleaba trozos del coche del tiempo como cuchilla. y espejo), comprendí, de pronto, lo mucho que había cambiado. Mis dientes y ojos brillaban blancos en una cara marrón, mi estómago estaba tan plano como en mis días de universidad y caminaba con un sombrero de palmas, pantalones cortos y descalzo, con total naturalidad.
Me volví hacia Nebogipfel.
—¡Mírame! Mis amigos apenas me reconocerían. Me estoy convirtiendo en un aborigen.
Su cara sin barbilla no demostró ninguna expresión.
—Tú eres un aborigen. Esto es Inglaterra, ¿recuerdas?
Nebogipfel insistió en recuperar los restos del coche del tiempo del bosque. Podía ver su lógica, porque en los días siguientes necesitaríamos todos los trozos de material, especialmente los metales. Así que recuperamos el coche, y reunimos los trozos en un montón sobre la arena. Cuando las necesidades más urgentes de nuestra supervivencia estuvieron resueltas, Nebogipfel se dedicó a pasar mucho tiempo con los restos. Al principio no me interesé demasiado, ya que suponía que construía un anexo al refugio, o un arma de caza.
Sin embargo, una mañana, después de que se durmiese, estudié su proyecto. Había reconstruido la estructura del coche del tiempo; había rehecho el suelo, y construido una jaula de barras a su alrededor, todo atado con trozos de cable recuperados de la columna de dirección. Incluso había encontrado el interruptor azul que cerraba el circuito de plattnerita.
Hablé con él cuando se despertó.
—Intentas construir una nueva Máquina del Tiempo, ¿no?
Hundió los dientes en una fruta.
—No. Reconstruyo una.
—Tu intención está clara. Has reconstruido la estructura del circuito de plattnerita.
—Como dices, está claro.
—¡Pero es inútil hombre! —Me miré las manos encallecidas y sangrantes, y me descubrí resentido por su tarea, mientras yo luchaba por mantenernos con vida—. No tenemos plattnerita. La agotamos por completo, y no tenemos forma de fabricar más.
—Si construimos una Máquina del Tiempo —dijo—, podríamos escapar de esta época. Pero si no la construimos, seguro que no podremos escapar de aquí.
Gruñí.
—Nebogipfel, creo que deberías aceptar los hechos. Estamos atrapados, en lo más profundo del tiempo. Nunca encontraremos plattnerita aquí, no es una sustancia natural. No podemos fabricarla, ¡y nadie nos traerá una muestra, porque nadie sabe que estamos a diez millones de años!
Como respuesta, lamió la pulpa de la fruta.
—¡Bah! —Frustrado y enfadado, caminé por el refugio—. Emplearías mejor tu ingenio y esfuerzo fabricándome una pistola, para poder cazar algún mono.
—No son monos —dijo—. Las especies más comunes aquí son Miacis y Chriacus…
—Bien, lo que sean… ¡Oh!
Furioso, me marché.
Por supuesto, mis argumentos no hicieron ningún efecto, y Nebogipfel siguió con su paciente reconstrucción. No me ayudó en ninguna forma en mi intento de mantenernos con vida, y después de un tiempo acepté la presencia de la rudimentaria máquina, brillante, complicada y exquisitamente inútil, en la playa del Paleoceno.
Decidí que todos necesitamos esperanza, darle un propósito y estructura a nuestras vidas, y aquella máquina, tan incapaz de volar como un Diatryma, era la última esperanza de Nebogipfel.
Enfermé.
No podía ni levantarme del tosco jergón de palmas y hojas secas que me había hecho. Nebogipfel se vio obligado a cuidarme, tarea que realizó sin demasiada habilidad, pero con paciencia y persistencia.
Una vez, en lo más oscuro de la noche, estaba en un estado medio inconsciente y los dedos del Morlock palpaban mi cara y cuello. Imaginé que volvía a estar atrapado en la Esfinge Blanca y que los Morlocks se arremolinaban a mi alrededor para destruirme. Grité, y Nebogipfel se echó atrás; pero no antes de que levantase la mano y le golpease en el pecho. Aunque débil, conservaba fuerzas suficientes para derribar al Morlock.
Después me deslicé en la inconsciencia.
Cuando desperté de nuevo, Nebogipfel volvía a estar a mi lado, intentado pacientemente que tragase un poco de sopa de marisco.
Con el tiempo, recobré el sentido, y me encontré apoyado en el jergón. Estaba solo en el pequeño refugio. El sol estaba bajo, pero todavía podía sentir el calor del día. Nebogipfel me había dejado un poco de agua cerca; la bebí.
La luz fue apagándose, y la calurosa tarde oscura del trópico cubrió nuestro techo. La puesta de sol era magnífica, debido, según me había contado Nebogipfel, al exceso de cenizas depositado en la atmósfera por los volcanes del oeste de Escocia. El vulcanismo provocaría algún día la formación del océano Atlántico; la lava fluía hasta el Ártico, Escocia e Irlanda, y la zona de clima cálido en que nos encontrábamos se extendía hasta el norte de Groenlandia.
En el Paleoceno, Gran Bretaña ya era una isla, pero comparada con su configuración del siglo diecinueve, su punta noroeste se extendía a una gran altitud.
El mar de Irlanda estaba todavía por formarse, por lo que Gran Bretaña e Irlanda formaban una única masa; pero el sudeste de Inglaterra estaba sumergido en el mar a cuya orilla vivíamos. El mar del Paleoceno era una extensión del mar del Norte; si hubiésemos fabricado un bote, podríamos haber navegado por el Canal de la Mancha hasta el corazón de Francia por la Cuenca de Aquitania, una masa de agua que a su vez se unía al mar de Tetis, un gran océano que bañaba los países mediterráneos.
Con la llegada de la noche, el Morlock salió de las sombras de la jungla. Se estiró —flexionando los músculos más como un gato que como un hombre— y se masajeó la pierna herida. Luego invirtió varios minutos en peinarse el pelo de la cara, pecho y espalda con los dedos.
AL final se acercó a mí. cojeando; la luz púrpura de la puesta de sol se reflejaba en sus gafas rotas. Me trajo más agua, y con la boca húmeda le dije:
—¿Cuánto tiempo?
—Tres días.
Tuve que evitar un escalofrío al oír su extraña voz líquida. Podrían pensar que a esas alturas ya me habría acostumbrado al Morlock; pero después de pasar tres días acostado indefenso, ¡fue un shock recordar que estaba aislado en un mundo hostil sólo con la compañía de un extraño del futuro lejano!
Nebogipfel me hizo algo de sopa. Cuando terminé de comer, el sol ya no estaba, y la única luz provenía de una rodaja de luna que colgaba del cielo. Nebogipfel se había quitado las gafas, y podía ver sus enormes ojos rojo grisáceo flotando por la oscuridad del refugio como la sombra traslúcida de la luna.
—¿Lo que quiero saber es —dije— qué me hizo enfermar?
—No estoy seguro.
—¿No estás seguro?
Me sorprendió aquella inusual admisión de limitaciones, ya que la amplitud y profundidad de conocimientos de Nebogipfel era extraordinaria. Yo imaginaba la mente de un hombre del siglo diecinueve como algo análogo a un viejo taller: lleno de información, pero almacenada de forma fragmentaria, en libros abiertos, trozos de notas y dibujos dispersos sobre una superficie plana. Frente a ese desorden, en comparación, la mente de un Morlock —gracias a las avanzadas técnicas educativas del año 657.208— estaba ordenada como el contenido de una buena enciclopedia, con los libros de la experiencia y el aprendizaje catalogados y guardados. Todo eso incrementaba el nivel práctico de inteligencia y conocimientos hasta un punto ni siquiera soñado por un hombre de mi época.
—Aun así —dijo—, no debe sorprendernos tu enfermedad. De hecho, me sorprende que no cayeses enfermo antes.
—¿Qué quieres decir?
Se volvió hacia mí.
—Eres un hombre de tu tiempo.
De pronto, entendí lo que quería decir.
Los gérmenes de las enfermedades se habían cobrado su parte de la humanidad desde el principio. De hecho, reducían a los antecesores prehumanos del hombre incluso en esa época antigua. Pero debido a esa criba horrible hemos desarrollado un cierto poder de resistencia. Nuestro cuerpo lucha contra todos los gérmenes y es inmune a algunos.
Imaginé todas aquellas generaciones humanas que todavía aguardaban en aquella remota época, aquellas almas humanas que parpadearían en la oscuridad como chispas, ¡antes de desaparecer para siempre! Pero aquellas pequeñas luchas no serían en vano, porque —con la muerte de miles de millones— el hombre ganaría su derecho sobre la Tierra.
Era diferente para el Morlock. En el siglo de Nebogipfel, ya quedaba poco de la forma arquetípica humana. Todo en el cuerpo Morlock —los huesos, la carne, los pulmones, el hígado— había sido alterado por máquinas para permitir, según Nebogipfel, el equilibrio perfecto entre longevidad y calidad de vida. Nebogipfel podía quedar herido, como ya había visto, pero —según él— su cuerpo tenía tantas probabilidades de infectarse como una armadura. Y de hecho, no había visto señales de infección en la herida de su pierna, o de su ojo. Recordé que el mundo original de Elois y Morlocks había desarrollado una solución diferente, ya que no había visto enfermedades o infecciones allí, y poca podredumbre, por lo que había supuesto que era un mundo limpio de bacterias dañinas.
Yo, sin embargo, no tenía esa protección.
Después de mi primer roce con la enfermedad, Nebogipfel dedicó sus esfuerzos a aspectos más útiles de nuestra supervivencia. Me envío en busca de suplementos para la dieta, incluyendo cocos, tubérculos, frutas y hongos comestibles, que fueron añadidos a nuestra dieta básica de marisco y carne de esos animales y pájaros lo bastante estúpidos para dejarse atrapar con piedras y palos. Nebogipfel intentó fabricar medicinas simples: cataplasmas, tés de hierbas y cosas similares.
Mi enfermedad me sumió en una tristeza profunda y larga, porque era un peligro del viaje en el tiempo en que no había pensado antes. Temblé, y me rodeé el cuerpo con los brazos. La fuerza y la inteligencia podían derrotar a un Diatryma, y a otros masivos habitantes del Paleoceno, pero no me defendían del ataque de los monstruos invisibles llevados por el aire, el agua y la carne.
Quizá si hubiese tenido experiencia con las condiciones tropicales antes de perderme en el Paleoceno, puede que hubiese estado preparado para la tormenta.
El día había sido más pesado y húmedo de lo normal, y el aire cerca del mar tenía esa extraña cualidad que se asocia con los próximos cambios de tiempo. Aquella tarde, cansado por el trabajo e incómodo, me alegré de dejarme caer en el jergón; pero el calor era tan intenso que el sueño tardó en llegar.
Me despertó el lento repiqueteo de las gotas de lluvia que caían sobre el techo de palmas. Podía oír la lluvia cayendo en el bosque —balas de agua que martilleaban las hojas— y golpeando la arena de la playa. No podía oír, o ver, a Nebogipfel; era la hora más oscura de la noche.
Luego la tormenta cayó sobre nosotros.
Era como si se hubiese abierto una tapa en el cielo. Galones de agua se lanzaban hacia abajo, empujando en un momento el techo de palmas. El débil refugio se desmoronó a mi alrededor, y quedé completamente empapado; todavía estaba de espaldas, y miraba la trayectoria de las gotas de lluvia que llegaban desde el cielo oscurecido por las nubes.
Luché por ponerme en pie, pero las palmas húmedas me lo impedían, y mi jergón se convirtió en un pantano de barro. Pronto quedé cubierto de barro y detritus, y con la lluvia que me golpeaba en la calva y que me caía en los ojos, estaba completamente ciego.
Para cuando pude ponerme en pie, me espantaba la rapidez con que se desmoronaba el refugio; todos los soportes habían caído, o se inclinaban mucho. Podía distinguir la estructura del vehículo del tiempo reconstruido por Nebogipfel, pero estaba completamente enterrado en los fragmentos del refugio.
Busqué en el montón empapado y resbaladizo, apartando palmas y trozos de tejido. Encontré a Nebogipfel: parecía una rata hiperdesarrollada, con el pelo pegado al cuerpo y las rodillas apretadas contra el pecho. Había perdido las gafas y se estremecía indefenso. Me alegré de haberle encontrado con tanta facilidad; la noche era su momento normal de operación, y podría haber estado en cualquier lugar a varias millas del refugio.
Me incliné para levantarlo, pero se volvió para mirarme, con el ojo roto como un pozo de oscuridad.
—¡El coche del tiempo! ¡Debemos salvar el coche del tiempo! —Apenas podía oír su voz líquida en medio de la tormenta. Volví a intentar levantarlo, pero sin fuerzas intentó apartarse de mí.
Con la lluvia golpeándome en la cabeza, rugí para protestar; pero, derrotado, fui a buscar el cacharro de Nebogipfel. Retiré muchas palmas de él, pero encontré la estructura hundida en el barro, todo enredado con telas, tazas y los restos de nuestros intentos de mobiliario. Agarré la estructura e intenté sacarla del barro por medio de la fuerza bruta, pero sólo conseguí doblarla y romper una de las esquinas.
Me enderecé y miré a mi alrededor. El refugio estaba completamente derruido. El agua ya corría desde el bosque hasta la arena y el océano. Incluso nuestro amigable torrente de agua limpia se ensanchaba y se hacía más furibundo, y amenazaba con salirse del cauce y arrastrarnos.
Abandoné el coche del tiempo y volví donde estaba Nebogipfel.
—No hay nada que hacer —le grité—. Tenemos que salir de aquí.
—Pero el vehículo…
—¡Tenemos que irnos! ¿No lo entiendes? ¡A este paso acabaremos en el mar!
Luchó por ponerse en pie; mechones de pelo le colgaban como ropa sucia. Intenté sostenerlo, pero trató de evitarme; si hubiese estado perfectamente, quizá lo habría logrado, pero su pierna dañada se lo impidió y lo atrapé.
—¡No pude salvarlo! —le grité en la cara—. ¡Tendremos suerte si salimos de ésta con vida!
Y después de eso, me lo puse al hombro y salí del refugio en dirección al bosque. Al instante me encontré vadeando pulgadas de agua y barro. Resbalé más de una vez en la arena, pero mantuve un brazo alrededor del cuerpo del Morlock.
Llegué al borde del bosque. Bajo las copas de los árboles, la presión de la lluvia era menor. Todavía estaba completamente oscuro, y me vi obligado a moverme entre tinieblas, pisando raíces y chocando con los troncos; la tierra estaba húmeda y era traicionera. Nebogipfel dejó de resistirse y se quedó pasivo en mi hombro.
Finalmente llegué al árbol que recordaba: grueso y antiguo, y con ramas laterales bajas que salían del tronco un poco por encima de mi cabeza. Coloqué al Morlock en una de las ramas, donde colgó como un abrigo mojado. Luego —con algo de esfuerzo, porque ya no estoy para esos trotes— me levanté del suelo y me senté en una de las ramas con la espalda contra el tronco.
Y allí nos quedamos hasta que pasó la tormenta. Dejé descansar una mano sobre la espalda del Morlock, para asegurarme de que no se caía o intentaba volver al refugio; tuve que soportar una lámina de agua que corría por el tronco, mi espalda y hombros.
Al llegar la aurora, el bosque se iluminó con una belleza feérica. Mirando las copas, vi que la lluvia caía por las hojas y se deslizaba tronco abajo hasta el suelo; no soy botánico pero estaba claro que el bosque era como una gigantesca máquina diseñada para sobrevivir a la depredación de una tormenta como aquélla mucho mejor que las torpes edificaciones de los hombres.
Al aumentar la luz me arranqué un trozo de tela del pantalón —no tenía camisa— y la até sobre la cabeza de Nebogipfel, para proteger sus ojos desnudos. Ni se movió.
La lluvia cesó a mediodía, y consideré que era seguro descender. Llevé a Nebogipfel hasta el suelo, y pudo caminar, pero me vi obligado a guiarle de la mano, ya que estaba ciego sin las gafas.
El día más allá de la jungla era brillante y fresco; había una agradable brisa en el mar, y nubes ligeras navegaban por un cielo casi inglés. Era como si el mundo hubiese renacido, y ya no quedase nada de la opresión de ayer.
Vacilé al acercarme a los restos del refugio. Vi fragmentos —trozos de la estructura destrozada y trozos de cáscara-todo medio enterrado en la arena. En medio había un bebé de Diatryma, picando con torpeza los escombros.
—¡Eh! —grité y corrí golpeándome la cabeza con las manos. La bestia huyó agitando la carne amarilla de las patas.
Busqué por entre los restos. Habíamos perdido la mayoría de nuestras posesiones, arrastradas por la lluvia. El refugio había sido algo mediocre y lo poco que teníamos eran fragmentos improvisados, pero había sido nuestro hogar y me sentí violado.
—¿Qué hay del aparato? —me preguntó Nebogipfel, girando su cara vendada de un lado a otro—. El coche del tiempo, ¿qué hay de él?
Después de excavar un poco, encontré algunos pocos soportes, tubos y placas, trozos de metal ahora incluso más doblados y destrozados que antes; pero la mayor parte del coche había acabado en el mar. Nebogipfel tocó los fragmentos con los dedos.
—Bien —dijo—, bien, tendrá que ser suficiente.
Y se sentó en la arena para buscar a ciegas trozos de tela y lianas, y comenzó una vez más la paciente construcción de un vehículo del tiempo.
Nunca pudimos recuperar las gafas de Nebogipfel después de la tormenta, y resultó ser un gran handicap para él. Pero no se quejó. Como antes, se restringió a la sombra durante el día, y si se veía obligado a salir a la luz del atardecer o de la mañana, llevaba un sombrero de ala ancha y, sobre los ojos, una máscara con ranuras que le había hecho con la piel de un animal para permitirle ver algo.
La tormenta me causó un impacto mental además de físico, porque había comenzado a sentirme como si hubiese estado protegido de calamidades como aquélla. Consideré que debíamos llevar una vida más segura. Después de pensarlo, decidí que un refugio con base sólida y colocado sobre pilotes —eso es, por encima del camino de futuros monzones— era a lo que debíamos aspirar. Pero no podía confiar en las hojas caídas como material de construcción, ya que por naturaleza tienen forma irregular y a veces están podridas. Necesitaba troncos de árboles, y para eso necesitaba un hacha.
Por tanto, pasé algún tiempo como geólogo aficionado, buscando una formación rocosa adecuada. Finalmente encontré, en una capa de gravas en el área de Hampstead Heath, trozos redondos de pedernal y sílex. Pensé que debían de haber sido llevados allí por un río desaparecido.
Volví con esos tesoros al campamento con tanto cuidado como si fuese oro, o más, porque ese peso en oro no hubiese tenido ningún valor para mí.
Me dediqué a tallar el pedernal en la playa. Necesité muchos experimentos y malgasté mucho pedernal, hasta que encontré la forma de partir los nódulos en simpatía con los planos de la piedra, para formar bordes grandes y afilados. Mis manos eran torpes e inexpertas. Me había maravillado antes de las delicadas puntas de flecha y hachas de piedra que se exhibían en cajas de vidrio en los museos, pero sólo cuando intenté construir una comprendí el nivel de intuición ingenieril que habían tenido nuestros antecesores en la Edad de Piedra.
AL final construí una hoja que me pareció satisfactoria. La fijé a un trozo de madera, atándola con un trozo de piel de animal, y salí contento al bosque.
Volví menos de quince minutos después con los trozos de mi hacha en las manos; se había partido al segundo golpe, ¡sin apenas haber rozado la corteza del árbol!
Sin embargo, con unos cuantos experimentos más lo hice bien, y pronto me abrí paso a hachazos a través de un bosque de árboles jóvenes y rectos.
Para el campamento permanente nos quedaríamos en la playa, pero me aseguré de que estuviésemos por encima de la línea de marea, y lejos de inundaciones del arroyo. Me llevó algo de tiempo excavar agujeros lo suficientemente profundos para los cimientos; pero logré levantar una estructura cuadrada de postes verticales, fijados con seguridad, y con una plataforma de madera a una yarda del suelo. El suelo estaba lejos de ser horizontal, y planeaba adquirir los conocimientos de una mejor fabricación de tablas algún día; pero cuando me tendí aquella noche en el suelo me pareció sólido y seguro, y cierta medida de seguridad me la daba el estar por encima de los peligros. ¡Casi deseaba que cayese otra tormenta sobre nuestras cabezas para probar el nuevo diseño!. Nebogipfel llevó los restos del coche del tiempo a la plataforma por medio de una pequeña escalera que le hice, y continuó allí su tenaz construcción.
Un día, al pasar por el bosque, fui consciente de un par de ojos brillantes que me observaban desde una rama baja.
Reduje el paso, cuidándome de no hacer ningún movimiento brusco, y cogí el arco que llevaba a la espalda.
La criatura tenía unas cuatro pulgadas de largo, y era como un lémur en miniatura. Tenía cara y cola de roedor, con incisivos bastante evidentes delante, patas con garras y ojos sospechosos. O era tan inteligente que pensaba que podría engañarme con su inmovilidad o tan estúpido que no me veía como un peligro.
Sólo fue un momento el colocar la flecha en la cuerda y disparar.
Mis habilidades cazadoras habían mejorado mucho con la práctica, y mis dardos y trampas tenían un éxito moderado; pero mucho menos con el arco y las flechas. La construcción de flechas era fácil, pero nunca pude encontrar madera de flexibilidad adecuada para un arco. Y normalmente, para cuando había conseguido preparar el arco, la mayoría de los blancos, divertidos por mis preparativos, habían huido en busca de refugio.
¡No aquel pequeño animal! Me miraba con poco más que oscura curiosidad mientras mi flecha torcida atravesaba el aire hacia él. Por una vez apunté bien, y la cabeza de pedernal clavó su cuerpo al tronco del árbol.
Volví a Nebogipfel orgulloso de mi pieza, porque los mamíferos nos eran útiles: no sólo como fuentes de alimento, sino también por su piel, dientes, grasa y huesos. Nebogipfel estudió aquel cadáver de roedor a través de su máscara.
—Quizá debería cazar más de éstos —dije—. Parece que la criaturita era incapaz de entender el peligro, hasta el final. ¡Pobre bestia!
—¿Sabes lo que es?
—Dime.
—Creo que es un Purgatorius.
—¿Y eso significa…?
—Es un primate: el primero conocido. —Parecía divertido.
Lancé un juramento.
—Pensé que ya habíamos discutido esto. ¡Pero incluso en el Paleoceno no puedes evitar encontrarte con los parientes! —Estudié el pequeño cadáver—. ¡Así que éste es el antepasado del mono, del hombre y del Morlock! Así que ésta es la insignificante semilla de la que crecerá un árbol que ocupará más mundos que éste… Me pregunto cuántos hombres, naciones y especies habrían nacido de este modesto animalillo si no lo hubiese matado. ¡Quizás he destruido una vez más mi propio pasado!
—Ni tú ni yo podemos evitar interaccionar con la historia —dijo Nebogipfel—. Cada vez que respiramos, cada árbol que cortas, cada animal que matas, crea un mundo nuevo en la multiplicidad de mundos. Eso es todo. No se puede evitar.
Después de eso, no pude tocar la carne de la pobre criatura. La llevé al bosque y la enterré.
Un día decidí seguir el arroyo de agua hasta su fuente, en el interior.
Salí al amanecer. Lejos de la costa el olor a sal y ozono desapareció, para ser remplazado por el húmedo y cálido del bosque de dipterocarpos, y por el perfume poderoso de las flores. El camino era difícil por la espesa vegetación del suelo. Había aún más humedad, y mi gorra de fibra de fruto de palmera pronto se mojó del todo; los sonidos a mi alrededor, el roce de la vegetación y los interminables trinos y crujidos del bosque, se hicieron más intensos en el aire pesado.
A mediodía había recorrido dos o tres millas, y había llegado hasta Brentford. Allí encontré un lago ancho y poco profundo, del que salía nuestro arroyo y otros, y al lago lo alimentaba otra serie de arroyos y ríos. Los árboles crecían cerca alrededor de aquel cuerpo de agua, y las plantas trepadoras colgaban de sus troncos y ramas bajas, incluyendo algunas que reconocí como calabazas y esponjas vegetales. El agua estaba tibia y era salobre, y me preocupaba beberla, pero el lago estaba repleto de vida. La superficie estaba cubierta de grupos de enormes nenúfares, en forma de tapas y de unos seis pies
de ancho, que me recordaban las plantas que había visto una vez en Turner's Waterlily House en el Royal Botanic Gardens en Kew (¡era irónico que el emplazamiento futuro de Kew estuviese a apenas una milla de allí!). Las azucenas parecían lo suficientemente fuertes para soportar mi peso, pero no comprobé esa hipótesis.
Sólo necesité unos minutos para improvisar una caña de pescar. Sonreí al imaginar la envidia de algunos de mis amigos pescadores —el viejo Filby, por ejemplo— ante mi descubrimiento de aquel oasis virgen.
Encendí un fuego y esa noche cené pescado asado y tubérculos.
Un poco antes del amanecer me despertó un extraño ulular. Me senté y miré a mi alrededor. El fuego ya se había apagado. El sol todavía no había salido; el cielo tenía ese tinte azul ultraterreno que prefigura un nuevo día. No hacía viento, y no se movía ni una hoja; una niebla pesada flotaba inmóvil sobre la superficie del agua.
Entonces distinguí un grupo de pájaros, a cien yardas de mí al otro lado del lago. Tenían plumas marrones y las patas largas como las de un flamenco. Caminaban sobre las aguas del borde del lago, o se quedaban sobre una pierna como esculturas exquisitas. Tenían la cabeza con la forma de un pato moderno, hundían el pico en la superficie y lo agitaban en el agua, evidentemente buscando comida.
La niebla se levantó un poco, y se reveló algo más del lago; vi que había una gran bandada de aquellas criaturas (que Nebogipfel identificó más tarde como Presbyornis), miles de ellas en una gran colonia. Se movían como fantasmas a través de una niebla vaporosa.
Me dije que aquel lugar no era más exótico que el cruce de Gunnersbury Avenue con Chiswick High Road, ¡pero es difícil imaginar una visión más alejada de Inglaterra!
A medida que pasaban los días en aquel paisaje sofocante y vital, mis recuerdos de la Inglaterra de 1891 me parecían más distantes y remotos. Encontré una gran satisfacción en la construcción, la caza y la recolección; y el baño de sol y la frescura del mar se combinaban para darme una sensación de salud, fuerza y experiencias inmediatas que había perdido desde la infancia. Ya no necesitaba el pensamiento, decidí; sólo había dos mentes conscientes en toda aquella panoplia del Paleoceno, y no veía de qué me serviría la mía a partir de aquel momento, sino para mantenerme vivo un poco más.
Era el momento de que el Corazón y el Cuerpo diesen su opinión. Y a medida que pasaban los días, mayor era mi sensación de la grandeza del mundo, de la inmensidad del tiempo, y de mi pequeñez y la de mis preocupaciones ante los múltiples panoramas de la historia. Yo ya no era importante, ni siquiera para mí mismo; y aquello fue una pequeña liberación del alma.
Después de un tiempo, incluso la muerte de Moses dejó de clamar en mi mente.
Los chillidos de Nebogipfel me despertaron. Una voz de Morlock, gritando, es como un borboteo: misterioso, pero escalofriante.
Me senté en la fría oscuridad; y por un momento imaginé que había vuelto a mi cama en Petersham Road, pero los olores y texturas de la noche del Paleoceno me arrollaron.
Me arrastré fuera del jergón y salté del suelo del refugio a la arena. Era una noche sin luna; y las últimas estrellas se apagaban en el cielo a medida que llegaba el sol. El mar se mecía plácido y la pared del bosque estaba oscura y quieta.
En medio de aquella fría tranquilidad azul, el Morlock cojeaba hacia mí en la playa. Había perdido la muleta y, me parecía, apenas podía tenerse erguido, y menos aún correr. Tenía el pelo revuelto, y había perdido la máscara; incluso mientras corría tenía que levantar las manos para cubrirse los ojos sensibles.
Y tras él, persiguiéndolo…
Tenía unos diez pies de largo y era en su forma general similar a un cocodrilo; pero las patas eran largas y flexibles, lo que le daba un aspecto alto como de caballo, completamente diferente al andar de un cocodrilo de mi época; estaba claro que aquella bestia se había adaptado a correr y cazar. Sus ojos rasgados estaban fijos en el Morlock, y cuando abrió la boca vi hileras de dientes como sierras.
¡La aparición estaba a una yarda de Nebogipfel!
Grité y corrí por el llano, moviendo los brazos, pero sabía que todo había acabado para Nebogipfel. Lloré por el Morlock perdido, pero —y me da vergüenza admitirlo— mi primer pensamiento fue para mí, porque con su muerte me quedaría solo en medio del Paleoceno…
Y fue en aquel momento, con sorprendente claridad, cuando se oyó el disparo de un rifle en el margen del bosque.
La primera bala falló, creo; pero fue suficiente para que la enorme cabeza se volviese, y para detener el avance de las poderosas piernas.
El Morlock cayó y quedó tendido en la arena; pero levantó los hombros y se arrastró sobre la barriga.
Hubo un segundo disparo y un tercero. El cocodrilo retrocedía a medida que las balas golpeaban su cuerpo. Encaró el bosque desafiante, abrió la boca y emitió un rugido que sonó como un trueno entre los árboles. Luego se lanzó sobre las largas y decididas piernas contra la fuente de aquellos impactos inesperados.
Un hombre —bajo, compacto, vestido con un uniforme— surgió del bosque. Levantó una vez más el rifle, apuntó al cocodrilo y mantuvo el tipo ante la aproximación de la bestia.
Llegué hasta Nebogipfel y lo ayudé a levantarse; temblaba. Nos quedamos de pie sobre la arena, juntos, y esperamos a que terminara el drama.
El cocodrilo no estaba ni a diez yardas del hombre cuando el rifle sonó de nuevo. El cocodrilo tropezó —vi que le salía sangre de la boca— pero se levantó sin apenas perder impulso. El rifle gritó, y una bala tras otra se hundieron en el inmenso cuerpo.
Al fin, a menos de diez pies del hombre, la bestia cayó con la mandíbula abierta; y el hombre —¡tan duro como puedan imaginarlo!— se hizo a un lado para dejarlo caer.
Encontré la máscara de Nebogipfel, y el Morlock y yo seguimos el camino del cocodrilo por la playa. Sus garras habían marcado la arena, y los últimos pasos estaban señalados por sangre, saliva y mucosidad. De cerca, el cocodrilo era aún más aterrador que de lejos; los ojos y la mandíbula estaban abiertos, los últimos ecos de vida hacían que se moviesen los músculos de las patas, y los pies removían la arena.
El Morlock estudió el cuerpo aún caliente.
—Pristichampus —dijo en voz baja.
Nuestro salvador puso el pie sobre el cuerpo de la bestia. De unos veinticinco años: tenía la mandíbula recta y mirada firme. A pesar de haber rozado la muerte, parecía muy relajado; nos saludó con una sonrisa amable. Su uniforme estaba formado por pantalones marrones, botas pesadas y una chaqueta marrón; tenía una gorra azul en la cabeza. El visitante podría venir de cualquier época, o, suponía, de cualquier variante de la historia; pero no me sorprendió cuando el joven habló en un inglés directo y neutro.
—Horrible, ¿no? Un tipo duro; sin embargo… ¿Vio que tuve que dispararle a la boca antes de que cayese? E incluso así siguió avanzando. Hay que admitirlo, ¡fue una buena caza!
Ante sus modales relajados de oficial me sentí torpe, lerdo con mis pieles y barba. Alargué la mano.
—Señor, creo que le debo la vida de mi compañero.
Me cogió la mano y la agitó.
—No hay de qué. —Su sonrisa se ensanchó—. El señor…, supongo. —Había dicho mi nombre.
—¿Y usted es?
—Oh, lo siento. Mi nombre es Gibson. Teniente coronel Guy Gibson. Me alegro de haberlos encontrado.
Supuse que Gibson no estaba solo. Se puso el rifle al hombro, se volvió e hizo una señal hacia la jungla.
Dos soldados salieron de las sombras. El sudor había empapado las camisas de aquellos tipos y, a medida que salían a la luz del día, parecía que sospechaban de nosotros y estaban más incómodos que el teniente coronel. Creo que los dos era hindúes —cipayos, soldados del imperio—; sus ojos brillaban negros y feroces, y los dos. llevaban turbante y barba. Llevaban camisas caqui y pantalones cortos; uno cargaba una enorme arma automática a la espalda, y dos bolsas pesadas de cuero, evidentemente con munición para el arma. Las charreteras plateadas brillaban a la luz del Paleoceno; fruncieron el ceño ante el Pristichampus con indisimulada ferocidad.
Gibson nos dijo que él y sus compañeros participaban en una expedición de rastreo; habían recorrido una milla desde su campamento base, que estaba tierra adentro (me sorprendió que Gibson no nos presentase a los dos soldados. Esa pequeña descortesía —debido a la diferencia de rango— me parecía por completo absurda, ¡allá en una playa del Paleoceno con sólo un puñado de humanos en el mundo!).
Volví a agradecer a Gibson que rescatase al Morlock, y le invité a desayunar en el refugio.
—Está por la playa —dije, señalando; Gibson se puso la mano sobre los ojos para ver.
—Bien, parece… ah… parece una construcción sólida.
—¿Sólida? Yo diría que sí —contesté, y comencé un largo e incoherente discurso sobre los detalles del refugio inacabado, del que me sentía desmesuradamente orgulloso, y de cómo habíamos sobrevivido en el Paleoceno.
Guy Gibson se puso las manos a la espalda y escuchó con una expresión fija pero amable en la cara. Los cipayos me miraban sorprendidos y recelosos, con la manos siempre cerca de las armas.
Después de unos minutos sentí, algo tarde, la desatención de Gibson. Dejé que mi cháchara terminara.
Gibson le echó un vistazo a la playa.
—Creo que les ha ido muy bien. Sorprendentemente. Supongo que unas pocas semanas de Robinson Crusoe me hubiesen vuelto loco por la soledad. Quiero decir, ¡faltan cincuenta millones de años para que abran los bares!
Me reí del chiste —que no supe responder— y me sentí algo avergonzado por mi orgullo exagerado ante mis triunfos mediocres frente aquella visión de activa competencia.
—Pero mire —siguió Gibson con amabilidad—, ¿no cree que es mejor que vengan con nosotros a la Fuerza Expedicionaria? Después de todo, hemos venido aquí a buscarles. Tenemos provisiones decentes, y herramientas modernas —miró a Nebogipfel, y añadió, algo más dubitativo—, y puede que el doctor pueda hacer algo por el pobre hombre. ¿Necesitan algo de ahí? Podemos volver más tarde.
No necesitábamos nada —¡no tenía que volver a recorrer esos cientos de yardas de playa nunca más!—, pero sabía que con la llegada de Gibson y su gente mi breve idilio había terminado. Miré el rostro franco y práctico de Gibson y supe que jamás encontraría palabras para expresarle lo que había perdido.
Con los cipayos como guías, y con el Morlock apoyándose en mi brazo, nos encaminamos al interior de la jungla.
Lejos de la costa el aire era caliente y pegajoso. Nos movíamos en fila con los cipayos al frente y a la espalda, y Gibson, el Morlock y yo entre ellos; llevé al pobre Morlock en brazos durante casi todo el viaje. Los cipayos seguían mirándonos recelosos, aunque después de un rato apartaron las manos de las pistoleras. Durante todo el tiempo que caminamos juntos no nos dijeron ni una sola palabra a Nebogipfel o a mí.
La expedición de Gibson venía de 1944, seis años después de nuestra huida, durante el asalto alemán a la Bóveda de Londres.
—¿La guerra sigue?
—Me temo que sí —dijo y parecía muy triste—. Por supuesto, respondimos al brutal ataque sobre Londres. Les devolvimos mil por uno.
—¿Participó en esas acciones?
Al caminar, miró —aparentemente fue un gesto involuntario— a las cintas de servicio que llevaba en la túnica. No reconocí ninguna —no me interesa lo militar y algunas de aquellas medallas no habían sido inventadas en mi época—, pero supe más tarde que eran la Orden de Servicios Distinguidos y la Cruz y Barra del Aire: grandes honores, especialmente para alguien tan joven. Gibson habló sin dramatismo:
—Vi algo de acción, sí. Unas pocas salidas. Tengo mucha suerte de estar aquí para contarlo. Muchos buenos chicos no fueron tan afortunados.
—¿Y esas salidas fueron efectivas?
—Yo diría que sí. Les destrozamos las Bóvedas, no mucho después de que ellos nos hiciesen el mismo favor.
—¿Y las ciudades de debajo?
Me miró.
—¿Qué cree? Sin la Bóveda, una ciudad está indefensa frente a los ataques aéreos. Puedes lanzar una andanada desde tu ochenta y ocho…
—¿«Ochenta y ocho»?
—Los alemanes tienen un cañón antiaéreo de ocho punto ocho centímetros. Muy útil como arma de campo así como contra Juggernauts, aparte de su propósito original: un diseño muy bueno… De cualquier forma, si el piloto del bombardero consigue burlar ese fuego puede lanzar lo que le apetezca sobre la ciudad.
—¿Y el resultado después de seis años de eso es…?
Se encogió de hombros.
—Supongo que ya no quedan muchas ciudades. Al menos, no en Europa.
Estimé que habíamos llegado a las cercanías de South Hampstead. Atravesamos una línea de árboles para llegar a un claro. Era un espacio circular de un cuarto de milla de diámetro, pero no era natural: los tocones del borde demostraban que habían volado el bosque o lo habían cortado. Al aproximarnos pude ver soldados con el torso desnudo que se abrían paso por entre la vegetación con sierras y machetes, para ampliar el espacio. Habían eliminado toda vegetación de la tierra en el claro y la habían endurecido con varias capas de palmas, todo hundido en el barro.
En el centro del claro había cuatro Juggernauts como los que había visto en 1873 y 1938. Las bestias ocupaban inmóviles los lados de un cuadrado de cien pies de ancho, con las portillas abiertas como las bocas de animales sedientos; los mayales antiminas colgaban sueltos e inútiles de los tambores al frente, y los colores verde y marrón de los cascos estaban manchados de guano y hojas caídas. Había otros vehículos y materiales repartidos por el campamento, incluyendo algunos vehículos blindados ligeros y pequeñas piezas de artillería sobre ruedas.
Gibson me dio a entender que aquélla sería la localización de un campo de Juggernauts en 1944.
Los soldados trabajaban por todas partes y, cuando penetré en el claro al lado de Gibson y con Nebogipfel cojeando a mi lado, los soldados dejaron de trabajar como un solo hombre y nos miraron con curiosidad.
Llegamos al patio formado por los cuatro Juggernauts. En el centro había un asta de bandera blanca en la que ondeaba la enseña del Reino Unido, llamativa, caída e incongruente. Había un grupo de tiendas en el patio. Gibson nos invitó a sentarnos en unas sillas de tela al lado de la mayor. Un soldado —delgado, pálido e incómodo bajo el calor— salió de uno de los Juggernauts. Supuse que sería el ordenanza de Gibson, porque el teniente coronel le ordenó traernos algunos refrescos.
Mientras estuvimos allí sentados, el trabajo del campamento siguió a nuestro alrededor; era la actividad de una colmena, como parece que siempre ocurre en las instalaciones militares. La mayoría de los soldados llevaba un equipo completo de jungla con camisa cruzada y pantalones con tobilleras; en la cabeza llevaban sombreros ligeros o sombreros de paja de (me dijo Gibson) diseño australiano. Llevaban sus insignias provisionales cosidas a la camisa o al sombrero, y casi todos portaban armas: bandoleras de cuero para armas de poca munición, bolsas de lona, y así. Todos llevaban las charreteras pesadas que recordaba de 1938. Bajo el calor y la humedad, la mayoría de los soldados estaban desaliñados.
Vi a un tipo con un traje blanco que le cubría de la cabeza a los pies; llevaba guantes gruesos y un casco ligero que le cubría la cabeza, con un visor que le servía para mirar. Trabajaba en el panel abierto de uno de los Juggernauts. Comenté que el pobre tipo debía de estar fundiéndose en el calor con semejante traje; Gibson me explicó que el traje era de asbesto y que servía para protegerle del calor de los motores.
No todos los soldados eran hombres —creo que dos quintos del centenar de personas eran mujeres— y la mayoría tenía heridas de algún tipo, quemaduras y demás, e incluso, aquí y allá, algún miembro protésico. Comprendí que el terrible desgaste de la juventud de Europa había continuado desde 1938, hasta requerir los servicios de los heridos y de la mujeres.
Gibson se quitó las botas y se masajeó los pies lanzándome una sonrisa lastimera. Nebogipfel bebió un vaso de agua, mientras el ordenanza nos sirvió a Gibson y a mí una taza del tradicional té inglés; ¡té, en el Paleoceno!
—Han construido una colonia-le dije a Gibson.
—Supongo que sí. Es sólo instrucción. —Dejó las botas en el suelo y sorbió el té—. Por supuesto, pertenecemos a un montón de cuerpos. Supongo que se ha dado cuenta.
—No —dije con franqueza.
—Bueno, la mayoría pertenece al ejército de tierra. —Señaló a un soldado que llevaba una insignia caqui en el hombro—. Pero algunos pertenecemos, como él y yo, a la RAF
—¿RAF?
—La Real Fuerza Aérea. Los hombres de traje gris han comprendido finalmente que somos los más capacitados para conducir estos monstruos de hierro, ya sabe. —Un soldado de tierra pasó al lado, miró con ojos desorbitados a Nebogipfel y Gibson le dedicó una sonrisa fácil—. Por supuesto, no nos importa llevar a esos caminantes terrestres. Mejor que dejar que lo hagáis vosotros mismos, ¿no, Stubbins?
Stubbins —flaco, de pelo rojo, con una cara amplia y amigable devolvió la sonrisa, casi con timidez, pero claramente encantado por la atención de Gibson: todo eso sin contar que debía de ser un pie más alto que el diminuto Gibson, y algunos años mayor. Reconocí en los modales relajados de Gibson la marca de un líder natural.
—Ya llevamos aquí una semana —me dijo Gibson—. Supongo que es sorprendente que no nos encontrásemos antes.
—No esperábamos visita —le dije seco—. Si lo hubiésemos hecho, supongo que habríamos encendido fuegos o preparado alguna otra forma de señalar nuestra presencia.
Me guiñó un ojo.
—Nosotros también hemos estado muy ocupados. Tuvimos un trabajo del demonio los primeros dos días. Tenemos un buen equipo, los científicos nos dejaron bien claro que, en una perspectiva muy amplia, el clima de la querida y vieja Inglaterra es muy variable, por lo que nos vinimos preparados para todo, desde abrigos hasta pantalones cortos. Aun así, no esperábamos estas condiciones tan tropicales: no aquí, ¡el medio de Londres! Las ropas parece que se caen a trozos, se pudren literalmente en nuestras espaldas, y los enganches de metal se corroen, las botas no se agarran a este barro, ¡incluso mis calcetines han encogido! Y el resto se lo comen las ratas. —Frunció el ceño—. Al menos, creo que son las ratas.
—De hecho, es probable que no —contesté—. ¿Los Juggernauts? Clase Kitchener, ¿no?
Gibson alzó una ceja, claramente sorprendido por mi alarde de conocimiento.
—En realidad, apenas podemos mover los Juggernauts: las malditas patas de elefante se hunden en este barro interminable…
Una voz clara y familiar habló a mi espalda:
—Me temo que está usted un poco atrasado, señor. La clase Kitchener, incluyendo el viejo Raglan, fue desechada hace años.
Me giré en la silla. Se aproximaba una figura vestida con el uniforme de los Juggernauts. Caminaba con una cojera pronunciaba, y tenía la mano extendida para saludar. Cogí la mano; era pequeña pero fuerte.
—Capitana Hilary Bond —dije con una sonrisa.
Me miró de pies a cabeza, deteniéndose en la barba y en las ropas de pieles.
—Está usted un poco más desastrado, pero sigue siendo inconfundible. ¿Sorprendido de verme?
—Después de unas dosis de viajes en el tiempo, ¡nada me sorprende demasiado, Hilary!
Gibson y Bond me explicaron el propósito de la Fuerza Expedicionaria del Tiempo.
Gracias al desarrollo de pilas de fisión de carolinio, los británicos y americanos habían conseguido producir plattnerita en cantidades razonables poco después de mi partida. ¡Los ingenieros ya no tenían que depender de las pequeñas muestras encontradas en mi laboratorio!
Todavía se temía que guerreros del tiempo alemanes preparasen algún ataque por sorpresa al pasado inglés y, además, se sabía por los restos del Imperial College que Nebogipfel y yo debíamos de haber viajado decenas de millones de años en el pasado. Por tanto, se construyó con rapidez una flota de Juggernauts capaces de viajar en el tiempo, y se les equipó con instrumentos que podían detectar la presencia sutil de plattnerita (entendí que por el origen radiactivo de la sustancia). Ahora aquella fuerza expedicionaria iba al pasado en saltos de cinco millones de años o más.
¡Su misión era rada menos que proteger la historia de Gran Bretaña de ataques anacrónicos del enemigo!
Cuando se hacía una parada, se realizaba un gran esfuerzo por estudiar el periodo; y por tanto los soldados habían recibido entrenamiento apresurado para ser científicos aficionados: climatólogos, ornitólogos y así. Los muchachos realizaban un estudio rápido pero efectivo de la flora, fauna, clima y geología del periodo, y la mayor parte del diario de Gibson lo empleaba en resumir esas observaciones. Vi que los soldados, todos hombres y mujeres comunes, habían aceptado la tarea con buen humor y sonrisas, como lo hace ese tipo de gente y —me parecía claro— demostraban un saludable interés por la naturaleza del extraño valle del Támesis del Paleoceno que nos rodeaba.
Pero centinelas nocturnos patrullaban el perímetro del campamento, y soldados con prismáticos pasaban el día mirando el aire y el mar. Cuando se ocupaban de esas actividades, los soldados no demostraban el humor y la curiosidad amable que caracterizaba sus actividades científicas: en su lugar, el temor y la determinación eran evidentes en los rostros y en las líneas de los ojos.
Después de todo, aquella fuerza estaba allí no para estudiar las flores, sino para buscar alemanes: enemigos humanos que viajaban en el tiempo, en medio de las maravillas del pasado.
Orgulloso como estaba de mis logros para sobrevivir en aquella época extraña, abandoné con gran alivio el traje de pieles y me vestí con el traje tropical ligero y confortable de aquellos soldados que viajaban en el tiempo. Me afeité, me lavé —¡con agua tibia, limpia y jabonosa!— y me lancé a una comida de carne de soja enlatada. Y de noche, me tumbé seguro y en paz en un jergón dé tela con una mosquitera, y con la estructura poderosa de los Juggernauts a mi alrededor.
Nebogipfel no se estableció en el campamento. Aunque el que Gibson nos descubriese provocó celebración —ya que el propósito principal de la expedición había sido el encontrarnos—, el Morlock pronto se convirtió en el objeto de patente fascinación de los soldados. Por lo tanto, el Morlock volvió a nuestro campamento original a orillas del mar.
No me opuse, porque sabía que estaba deseoso de continuar con la construcción de su aparato del tiempo; incluso cogió prestadas herramientas de la Fuerza Expedicionaria. Como recordaba su encuentro con el Pristichampus, insistí en que no estuviese solo, sino que lo acompañase yo o un soldado armado.
En lo que a mí respecta, después de un día o dos me aburrí de descansar en aquel campamento tan ajetreado —no soy un hombre ocioso por naturaleza— y pedí participar en las actividades de los soldados. Pronto demostré mi valía compartiendo mis conocimientos dolorosamente adquiridos sobre la fauna y flora locales, y sobre la geografía de los alrededores. Había muchos enfermos en el campamento —los soldados no estaban más preparados que yo para las infecciones de la época— y eché una mano ayudando al solitario doctor del campamento, un joven perpetuamente cansado que pertenecía al Noveno de Rifles Gurkha.
Después de mi primer día no vi mucho a Gibson, que se esforzaba en los diminutos detalles de la operación diaria de la Fuerza Expedicionaria, y —para mi enfado— en una gran carga de burocracia, formularios e informes que debía llevar al día, ¡y todo para beneficio de un Whitehall que no existiría durante cincuenta millones de años! Me formé la idea de que Gibson se sentía inquieto e impaciente por el viaje en el tiempo. Creo que habría sido más feliz si hubiese podido continuar sus misiones de bombardeo sobre Alemania, que me describía con increíble claridad. Hilary Bond tenía mucho tiempo libre —sus actividades eran más importantes en los momentos en que los grandes acorazados atravesaban los siglos— y ejercía de anfitriona de Nebogipfel y mía.
Un día caminábamos los dos por el borde del bosque, cerca de la costa. Bond se abrió paso a través de la espesa vegetación. Cojeaba, pero tenía el paso elegante y seguro. Me describió los progresos de la guerra desde 1938.
—Había imaginado que la destrucción de las Bóvedas representaría el fin de todo —dije—. No entiendo… quiero decir: ¿por qué luchan ahora?
—¿Quieres decir que debía haber sido el final de la guerra? Oh, no. Supongo que ha sido el final de la vida de ciudad por un tiempo. La población ha sido muy castigada. Pero tenemos los búnkers. Desde ahí se hace la guerra ahora, y allí están las fábricas de municiones y lo demás. No creo que sea un siglo para las ciudades.
Recordé la barbarie que había visto en el campo fuera de la Bóveda de Londres, e intenté imaginar la vida en un refugio permanente: conjuré una imagen de niños de ojos vacíos que corrían por túneles oscuros, y una población reducida por el miedo al servilismo y el salvajismo.
—¿Y para qué es la guerra? —pregunté—. Los frentes… el asalto de Europa…
Bond se encogió de hombros.
—Bien, se oyen muchas cosas sobre grandes avances aquí y allá:
Un último Esfuerzo, ese tipo de cosas. —Bajó la voz—. Pero, y no creo que importe demasiado si discutimos esto aquí, los aeronautas ven algo de Europa, aunque sea de noche y a la luz de las bombas, y corren rumores. Y no creo que las trincheras se hayan movido desde 1935. Estamos atrapados, eso es.
—No puedo imaginar por qué luchar ahora. Los países están acabados, industrial y económicamente. Con seguridad, ninguno representa una amenaza para el resto; y ninguno tiene ya nada que valga la pena coger.
—Quizá sea cierto —dijo—. Creo que a Gran Bretaña sólo le queda lo suficiente para reconstruir los campos una vez que acabe la guerra. ¡No conquistaremos durante un tiempo! Y, siendo la situación como es, el punto de vista de Berlín debe de ser muy similar.
—Entonces, ¿por qué seguir?
—Porque no podemos permitirnos parar. —Bajo el bronceado que había conseguido en el Paleoceno podía ver rastros de la antigua palidez de Bond—. Hay informes… rumores, pero algunos muy fundados, de desarrollos tecnológicos alemanes …
—¿Desarrollos tecnológicos? Quieres decir armas.
Nos alejamos del bosque y fuimos hasta la costa. El aire estaba caliente, y dejamos que el agua nos corriese por las botas.
Conjuré la Europa de 1944: las ciudades derruidas y, desde Holanda hasta los Alpes, millones de hombres y mujeres intentaban causarse daños irreparables unos a otros… En aquella paz tropical, todo parecía absurdo… ¡un sueño febril!
—¿Pero qué puede inventarse —dije protestando— que pueda provocar aún más daño del ya causado?
—Se habla de bombas. Un nuevo tipo… más poderoso que nada visto hasta ahora… hablan de bombas que contienen carolinio. —Recordé las especulaciones de Wallis sobre ese tema en 1938—. Y por supuesto está la Guerra de Desplazamiento Cronológico.
»No podemos dejar de luchar si eso significa dejar que los alemanes tengan el monopolio de tales armas. —Su voz tenía un deje de calmada desesperación—. Lo entiendes, ¿no? Por eso hemos corrido tanto por construir pilas atómicas, por conseguir carolinio, por producir más plattnerita… por eso se han invertido tantos recursos en esos Juggernauts para viajar por el tiempo.
—¿Y esos saltos en el tiempo persiguiendo a los alemanes? ¿Para hacérselo a ellos antes de que, ellos os lo hagan a vosotros?
Alzó el mentón y me miró desafiante.
—O para arreglar los daños que produzcan. Ésa es otra forma de verlo, ¿no?
No discutí, aunque Nebogipfel lo hubiese hecho, la inutilidad final de aquella empresa; porque estaba claro que los filósofos de 1944 no habían comprendido la multiplicidad de las historias como lo había hecho yo bajo la guía del Morlock.
—Pero —dije protestando— el pasado es un lugar muy amplio. Vinisteis a buscarnos, ¿pero cómo sabíais que estaríamos aquí? ¿Cómo pudisteis llegar ni a un millón de años de nosotros?
—Teníamos pistas —dijo.
—¿Qué clase de pistas? ¿Quieres decir los restos del Imperial College?
—En parte, pero también arqueológicas.
—¿Arqueológicas?
Me lanzó una mirada extraña.
—Mira, estoy segura de que no quieres oírlo…
¡Eso, por supuesto, no hizo sino incrementar mi curiosidad! Insistí.
—Bien. Ellos, los científicos, conocían el área donde habíais escapado al pasado, en los terrenos del Imperial College, por lo que realizaron una investigación arqueológica intensiva de la zona. Se excavaron pozos…
—Dios del cielo —dije—. ¡Buscaban mis huesos fosilizados!
—Y los de Nebogipfel. El razonamiento era que si se encontraba algo anómalo, huesos o herramientas, podríamos situaros razonablemente bien por la posición en los estratos…
—¿Y los hubo? —Se calló de nuevo y tuve que insistir. Hilary…
—Encontraron un cráneo.
—¿Humano?
—Más o menos. —Vaciló—. Pequeño y algo deformado, situado en un estrato, cincuenta millones de años anterior a cualquier resto humano, y partido de un mordisco por la mitad.
Pequeño y deforme. ¡Comprendí que debía ser el de Nebogipfel! ¿Podría ser el resultado del encuentro con el Pristichampus pero en una historia en la que Gibson no intervino?
¿Yacían mis huesos, rotos y convertidos en piedra, en algún pozo vecino por descubrir?
Sentí un escalofrío a pesar del calor del sol en cabeza y espalda. De pronto, aquel brillante mundo del Paleoceno parecía difuso, una transparencia; a través de la cual brillaba la inmisericorde luz del tiempo.
—Así que detectaron nuestro rastro de plattnerita y nos encontraron —dije—. Pero supongo que os sentisteis defraudados de encontrarme sólo a mí, ¡de nuevo!, y no una horda de prusianos belicosos. Pero ¿no ves que hay una paradoja?
Habéis desarrollado los acorazados del tiempo porque teméis que los alemanes hagan lo mismo. Bien. Pero la situación es simétrica: desde su punto de vista, los alemanes deben de temer que vosotros utilicéis esas máquinas del tiempo primero. Cada bando se comporta en la forma apropiada para provocar la peor reacción de su oponente. Y ambos os dirigís a la peor situación de todas.
—Puede que sea así —dijo Bond—. Pero si los alemanes poseen tecnología de viajes en el tiempo, eso sería una catástrofe para la causa aliada. El papel de esta expedición es cazar viajeros alemanes y evitar cualquier daño que los alemanes puedan infligir a la historia.
Alcé las manos al aire y las aguas del Paleoceno anegaron mis talones.
—Pero… maldita sea, Capitana Bond… ¡faltan cincuenta millones de años hasta el nacimiento de Cristo! Qué sentido puede tener aquí ese breve conflicto entre la Inglaterra y la Alemania del remoto futuro?
—No podemos descansar —dijo con una sonrisa de cansancio—. ¿No lo entiendes? Debemos perseguir a los alemanes, incluso hasta el principio de la creación si es necesario.
—¿Y dónde se parará esta guerra? ¿Consumiréis toda la eternidad antes de acabar? ¿No ves que eso… —señalé con la mano para indicar el terrible futuro de ciudades destruidas y cavernas subterráneas llenas de personas—, todo eso, es imposible? ¿O seguiréis hasta que sólo queden dos hombres, sólo dos, y el último se vuelva contra su vecino para partirle el cráneo con un trozo de escombro? ¿Eh?
Bond se volvió —la luz del mar resaltó las línea de su cara— y no me contestó.
Ese periodo de calma, después del primer encuentro con Gibson, duró cinco días.
Era un mediodía brillante y despejado, y yo había pasado la mañana poniendo mis pequeñas habilidades de enfermero al servicio del doctor gurkha. Sentí alivio cuando acepté la invitación de Hilary Bond de dar otro de nuestros paseos por la playa.
Atravesamos rápidamente el bosque —a esas alturas, los soldados habían limpiado varios caminos que radiaban del campamento central— y, cuando llegamos a la playa, me quité las botas y los calcetines, los tiré al borde del bosque y me metí en el agua. Hilary Bond también se quitó su calzado, un poco más decorosamente, y lo colocó en la arena junto con sus armas. Se levantó las perneras del pantalón —pude ver que su pierna izquierda era algo deforme, la piel estaba contraída por una vieja quemadura— y se metió en la espuma tras de mí.
Me quité la camisa (éramos muy informales en aquel campamento del antiguo bosque) y hundí la cabeza y el torso en el agua transparente, a pesar de que se me mojaban los pantalones. Aspiré hondo, disfrutando de todo: del calor del sol en la cara, del roce del agua, de la suavidad de la arena entre los dedos, del aroma de la sal y el ozono.
—Veo que te gusta venir aquí —dijo Hilary con una sonrisa tolerante.
—Sí, mucho. —Le conté que estaba ayudando al doctor—. ¿Sabes?, estoy dispuesto a ayudar. Pero a las diez de hoy mi cabeza estaba tan llena de cloroformo, éter y antisépticos, ¡además de olores más terrenales!, que…
Ella levantó las manos.
—Entiendo.
Salimos del agua y me sequé con la camisa. Hilary cogió la pistola, pero dejamos las botas en la playa, y paseamos por la orilla del mar. Después de una docena de yardas vi las marcas que indican la presencia de Corbiculas, los numerosos bivalvos que habitaban la playa. Nos echamos en el suelo; le enseñé a coger aquellas criaturas. En pocos minutos teníamos un buen montón; y los bivalvos se secaban al sol a nuestro lado.
AL coger los bivalvos con la fascinación de un niño, la cara de Hilary, con el pelo aplastado por el agua, se iluminaba de placer por aquel logro simple. Estábamos solos en la playa —podíamos haber sido los dos únicos humanos en el mundo del Paleoceno— y podía sentir los pinchazos del sudor en la cabeza, y la arena me raspaba la espinilla. Todo estaba impregnado del calor animal de la mujer a mi lado; como si los mundos múltiples se hubiesen concentrado en un solo momento de intensidad, en el aquí y ahora.
Quería comunicarle algo de eso a Hilary.
—¿Sabes…?
Pero se enderezó y volvió la cara hacia el mar.
—Escucha…
Miré a mi alrededor desorientado, el borde del bosque, el mar, el ciclo vacío. El único sonido era el roce de la brisa en las copas de los árboles, y el murmullo de las olas.
—¿Que escuche qué?
Su expresión se había vuelto dura y llena de sospecha. —El rostro de un soldado, inteligente y temeroso.
—Un monomotor-dijo concentrada—. Es un Daimler-Benz DB, doce cilindros. Creo… —Se puso en pie de un salto e hizo sombra con la mano.
Entonces yo también lo oí; mis viejos oídos iban retrasados. Era un rasgueo distante —como un insecto enorme y lejano— que venía del mar.
—Mira —dijo Hilary señalando—. Allá. ¿Lo ves?
Seguí el brazo de Hilary y recibí en recompensa una visión de algo: una distorsión que colgaba sobre el mar, hacia el este. Era un trozo de alteridad, una espiral no mayor que la luna llena, una refracción brillante manchada de verde.
Luego tuve la impresión de algo sólido en medio, que se congelaba y giraba; y luego vi una forma oscura y dura, como una cruz, que bajaba del cielo, desde el este, desde la dirección que correspondía a una Alemania todavía por nacer. El ruido aumentó.
—Dios mío —dijo Hilary Bond—. Es un Messerschmitt, un Águila; parece un BF 109F…
—Messerschmitt… Eso es alemán —dije, algo estúpido.
Me miró.
—Por supuesto que es alemán. ¿No lo entiendes?
—¿Qué?
—Es un avión alemán. Es die Zeitmaschine, que viene a cazarnos.
Al acercarse a la costa, la nave viró en el aire, como una gaviota en vuelo, y comenzó a volar en paralelo a la orilla. Con gran ruido, y tan rápido que Hilary y yo tuvimos que girar en la arena para seguir su vuelo, pasó por encima de nuestras cabezas, ni a cien pies del suelo.
La máquina tenía unos treinta pies de largo, y quizás un poco más de ala a ala. La hélice giraba en la parte delantera difuminada por la velocidad. La parte inferior de la nave estaba pintada de un azul grisáceo, y la parte superior llevaba manchas marrones y verdes. Las cruces estridentes del fuselaje y las alas señalaban claramente el país de origen de la nave, y había más símbolos militaristas en la superficie pintada: una cabeza de águila, una espada en alto y más. La parte inferior era suave, exceptuando la carga: una masa metálica en forma de gota de unos seis pies de largo, pintada de azul.
Durante unos momentos Bond y yo nos quedamos allí, tan sorprendidos por aquella súbita aparición como si fuese un milagro.
El joven dentro de mí —la sombra del pobre y desaparecido Moses— se emocionó al ver aquella máquina elegante. ¡Qué aventura para el piloto! ¡Qué imagen tan gloriosa! Y qué coraje extraordinario se debía de precisar para elevar aquella máquina en el aire ennegrecido por el humo de la Alemania de 1944 —elevarla tanto que el paisaje del corazón de Europa se reducía a un mapa, un mantel cubierto de arena, mar y bosques, y pequeñas gentes— y luego cerrar el interruptor que la lanzaba en el tiempo. Imaginaba que el Sol debía saltar sobre la nave como un meteoro, mientras que bajo el casco, el paisaje, convertido en plástico por el tiempo, fluía y se deformada…
Entonces, las alas brillantes viraron de nuevo y el ruido de la hélice se precipitó sobre nosotros. La nave se elevó y se alejó sobre el bosque en dirección a la Fuerza Expedicionaria.
Hilary corrió por la playa, y su cojera dejó cráteres desiguales en la arena.
—¿Adónde vas?
Llegó hasta las botas y comenzó a ponérselas, ignorando los calcetines.
—Al campamento, por supuesto.
—Pero… —Me quedé mirando nuestro pequeño y patético montón de bivalvos—. Pero no puedes ir más rápido que el Messerschmitt. ¿Qué harás?
Cogió su pistola y se puso derecha. Como respuesta, me miró, con expresión vacía. Luego se volvió y se abrió camino por entre las palmeras que bordeaban la jungla, y desapareció bajo las sombras de los dipterocarpos.
El ruido del Messerschmitt se desvaneció entre los árboles. Me quedé solo en la playa, con los bivalvos y las olas.
Parecía todo tan irreal: ¿la guerra importada a aquel idilio del Paleoceno? No sentía miedo, simplemente me sentía trastornado.
Luché contra la inmovilidad, y me preparé para seguir a Bond en el bosque.
Ni siquiera había llegado hasta las botas cuando una voz pequeña y líquida llegó flotando sobre la arena hasta mí:
—¡No…! Vete al agua… ¡No…!
Era Nebogipfel:. el Morlock venía cojeando hacia mí, cavando pequeños pozos con la muleta. Vi que le colgaba un trozo suelto de la máscara.
—¿Qué? ¿No ves lo que pasa? Die Zeitmaschine…
—El agua. —Colgaba de la muleta tan fláccido como un muñeco, y sus jadeos le rompían el pecho. Sus jadeos eran tan intensos que las sílabas eran apenas audibles—. El agua… debemos meternos en el…
—Éste no es momento de nadar, ¡hombre! —bramé indignado—. No ves que…
—No lo entiendes —dijo jadeando—. Tú. No… Ven…
Me volví, sorprendido; y miré el bosque. Ahora podía ver la forma elusiva de die Zeitmaschine al volar sobre las copas de los árboles, con la pintura verde y azul formando una mancha destacable contra el follaje. La velocidad era extraordinaria, y el ruido lejano era como el zumbido furibundo de un insecto.
Luego oí el staccato de la artillería y el silbido de las bombas.
—Contraatacan —le dije a Nebogipfel, atrapado en el embrujo de la guerra—. ¿No lo ves? La máquina voladora debe de haber detectado a la Fuerza Expedicionaria, pero disparan sus armas…
—El mar —dijo Nebogipfel. Se agarró a mi brazo con dedos tan débiles como los de un niño, y era un gesto de tal urgencia y súplica que tuve que apartar los ojos de la batalla aérea. La máscara sólo dejaba ver ranuras de sus ojos, y su boca era una línea doblada hacia abajo—. Es el único refugio cercano. Puede ser suficiente…
—¿Refugio? La batalla está a dos millas. ¿Cómo podrían dañarnos si nos quedamos en esta playa vacía?
—Pero la bomba… la bomba que llevaba el alemán; ¿no la viste…? —El pelo le colgaba desmadejado del cráneo—. Las bombas de esta historia no son muy avanzadas, poco más que un montón de carolinio puro… Pero son eficientes a pesar de eso.
» ¡No hay nada que puedas hacer por la expedición! Ahora no… debemos esperar a que termine la batalla. —Me miró fijamente—. ¿No lo entiendes? Ven —dijo y volvió a agarrarme el brazo. Había arrojado la muleta, por lo que se apoyaba en mí.
Como un niño, dejé que me guiase al agua.
Pronto llegamos a una profundidad de cuatro pies o más. El Morlock estaba cubierto hasta los hombros; me invitó a hundirme más, por lo que yo también quedé inmerso en el agua.
Sobre la jungla, el Messerschmitt ladeó y volvió de nuevo, volando como un pájaro depredador de metal y petróleo; la artillería disparaba a die Zeitmaschine y las balas se convertían en nubes de humo, que se deslizaban por el aire del Paleoceno.
Debo admitir que me emocionaba aquel encuentro aéreo —el primero que había visto—. Mi mente se llenaba de imágenes de los conflictos que debían de llenar los aires de Europa en 1944: vi hombres que cabalgaban los vientos y que mataban y caían como los ángeles de Milton. Aquélla era la apoteosis de la guerra, pensé: ¿qué era la brutal miseria de las trincheras comparada con aquel triunfo noble, con aquel precipitado descenso a la gloria o la muerte?
El Messerschmitt hizo una espiral para evitar los proyectiles, casi con tranquilidad, y comenzó a elevarse. En lo más alto pareció flotar, sólo durante un momento, a cientos de pies por encima de la tierra.
Entonces vi que la bomba —el letal contenedor de metal pintado de azul— se separaba de su padre, con delicadeza, y comenzaba a caer.
Una bomba surgió del bosque y abrió un agujero en un ala de la máquina voladora. Hubo una erupción de llamas, y die Zeitmaschine entró en barrena envuelta en humo.
Lancé un silbido.
—¡Buen tiro! Nebogipfel, ¿lo viste?
Pero el Morlock había entrado más en el agua, y me agarró la cabeza con la mano.
—Abajo —dijo—. Métete en el agua.
Mi última imagen de la batalla fue el trazo de humo que marcaba el camino del Messerschmitt caído y, antes, una estrella brillante, casi demasiado brillante para mirarla, que era la bomba.
Hundí la cabeza en el mar.
En un instante, desapareció la luz amable del sol del Paleoceno. Un resplandor púrpura inundó el aire por encima del agua. Un sonido inmenso rompió sobre nuestras cabezas: había comenzado como el sonido de una gran explosión, pero acompañado por un rugido y por los ruidos de choques y roturas. Todo quedaba aplacado por las pulgadas de agua que tenía encima, pero aun así era tan fuerte que tuve que cubrirme los oídos con las manos; grité, y las burbujas escaparon de mi boca y me rozaron la cara.
El fragor inicial se apagó, pero el rugido continuó. Pronto agoté el aire, y tuve que sacar la cabeza fuera del agua. Respiré hondo, y me quité el agua de los ojos.
El ruido era muy fuerte. La luz que venía del bosque era demasiado intensa, pero mis ojos conservaban la impresión de una gran bola de fuego carmesí que parecía girar, en medio del bosque, como algo vivo. Los árboles habían quedado convertidos en astillas alrededor de aquel fuego, y fragmentos enormes de dipterocarpo se elevaban en el aire con la misma facilidad que las cerillas. Vi animales que corrían, huyendo del terror de la tormenta: una familia Diatryma, con las plumas revueltas y chamuscadas, huyó hacia el agua; allí también venía un Pristichampus, un hermoso adulto, golpeando la arena con los pies.
Ahora parecía que la bola de fuego atacaba a la misma tierra, como si penetrase en ella. Del corazón del bosque destruido, volaban por los aires soplos de vapor incandescente y fragmentos de roca; todos estaban claramente saturados de carolinio, ya que cada uno era el centro de una energía arrasadora y candente, por lo que era como contemplar el nacimiento de una familia de meteoritos.
Un fuego inmenso y compacto comenzó en el corazón del bosque, en respuesta al toque divino de destrucción del carolinio; las llamas saltaron cientos de pies, formando entre ellas un cono de luz ondulante alrededor del centro del impacto. Una nube de cenizas y humo, acompañada de fragmentos, comenzó a formarse como una nube de tormenta sobre las llamaradas. Y atravesando la nube como un puño de luz había un pilar de vapor supercaliente, que surgía del cráter producido por la bomba de carolinio, un pilar iluminado en rojo desde abajo como si fuese un volcán en miniatura.
Nebogipfel y yo sólo podíamos refugiarnos en el agua, sumergiéndonos todo lo posible y, en los momentos en que teníamos que salir, poner los brazos sobre la cabeza por temor a la lluvia de fragmentos ardientes.
Finalmente, horas después, Nebogipfel decidió que ya era seguro volver a tierra.
Estaba agotado y sentía los brazos muy pesados. Me dolían las quemaduras dé cuello y cabeza y tenía una sed espantosa; pero aun así tuve que llevar al Morlock durante casi todo el camino a la orilla, porque sus pocas fuerzas le habían abandonado mucho antes de que acabase nuestro sufrimiento.
La playa no se parecía en nada al lugar agradable en que había recogido bivalvos con Hilary Bond unas horas antes. La arena estaba llena de fragmentos del bosque —la mayoría trozos de ramas y troncos, muchos todavía ardían— y varios arroyos enlodados se abrían paso por la superficie agujereada. El calor que venía del bosque era todavía insoportable —todavía ardía la mayor parte de él— y el resplandor alto y rojizo de la columna de carolinio brillaba en las aguas agitadas. Tropecé con un cadáver quemado, creo que era una cría de Diatryma, y encontré un trozo de arena razonablemente limpia. Limpié la cubierta de cenizas que se había depositado allí, y dejé al Morlock en tierra.
Encontré un riachuelo y cogí un poco de agua con la mano. El líquido estaba lleno de lodo y marcado con hollín —supuse que el agua se había contaminado por los fragmentos quemados de árboles y animales—, pero mi sed era tan grande que no me quedó más remedio que beberla.
—Vaya —dije y mi voz quedó reducida a un gemido por el humo y el cansancio—,esto sí que está bien. El hombre ha estado presente en el Paleoceno durante menos de un año… ¡y ya hemos hecho esto!
Nebogipfel se movía. Intentó meter el brazo debajo del cuerpo, pero apenas podía levantar la cara de la arena. Había perdido la máscara, y los delicados y grandes párpados de sus ojos estaban llenos de arena. Me sentí tocado por una extraña ternura. Una vez más, aquel Morlock desgraciado había tenido que sufrir la devastación de la guerra entre los humanos —entre miembros de mi propia especie degenerada— y había sufrido las consecuencias.
Can el mismo cuidado como si levantase a un niño, lo cogí del suelo, le di la vuelta, y lo senté derecho; las piernas le colgaban como trozos de cuerda.
—Ten paciencia, hombre —le dije—. Ahora estás a salvo.
Su rostro ciego se volvió hacia mí, su ojo bueno dejaba caer lágrimas inmensas. Murmuró unas sílabas líquidas.
—¿Qué? —Me incliné para oír—. ¿Qué dices?
Cambió al inglés .
… no estamos a salvo…
—¿Qué?
—No estamos a salvo aquí, en absoluto…
—Pero por qué? El fuego no puede alcanzarnos.
—El fuego no… las radiaciones… Incluso cuando se apague… durante semanas, o meses, todavía habrá partículas radiactivas… las radiaciones penetran en la piel… No es un lugar seguro.
Agarré su cara con las manos; y en aquel momento —quemado y sediento hasta lo indecible— sentí ganas de abandonarlo, sentarme en aquella playa destruida, sin que me importasen los fuegos, las bombas y las partículas radiactivas: sentarme y aguardar a que la oscuridad final se cerrase a mi alrededor. Pero con mis últimas fuerzas dije:
—Entonces nos iremos de aquí, y trataré de encontrar un lugar para descansar.
Ignoré el dolor de mi piel cuarteada de hombros y cara, deslicé las manos debajo de su cuerpo y lo levanté.
Era muy tarde, y la luz se iba del cielo. Después de algo así como una milla, estábamos lo bastante lejos para que el cielo estuviese limpio de humo, pero el pilar púrpura sobre el cráter de carolinio iluminaba el cielo oscurecido, casi tanto como las lámparas que encendían la Bóveda de Londres.
Me sorprendió un Pristichampus joven que salió del bosque. La boca amarillenta estaba completamente abierta en un intento de enfriarse, y vi que arrastraba una de las patas; parecía ciego y aterrorizado.
El Pristichampus pasó a nuestro lado y huyó, gritando de forma sobrenatural.
Podía sentir una vez más la arena limpia bajo los pies y podía oler la sal del mar, un vapor que comenzó el trabajo de limpiar la peste a cenizas y humo de mi cabeza. El océano permanecía plácido e inamovible, la superficie parecía aceitosa a la luz del carolinio, a pesar de la estupidez de la humanidad; le di las gracias a aquella masa paciente, porque el mar me había acogido salvando mi vida mientras mis compañeros se masacraban mutuamente.
Ese ensueño quedó roto por una llamada lejana.
—Hoooola…
Venía de la playa. A algo así como un cuarto de milla de mí distinguí una figura ondulante que se me acercaba.
Durante un momento me quedé quieto, incapaz de moverme; supongo que había asumido, en un rincón morboso de mi alma, que todos los miembros de la Fuerza Expedicionaria habían muerto en la explosión atómica, y que Nebogipfel y yo estábamos solos en el tiempo.
El otro tipo era un soldado que había estado lo suficientemente lejos de la acción para seguir ileso, porque vestía el uniforme estándar de verde jungla, camisa cruzada, sombrero y pantalones con tobilleras. Llevaba una ametralladora ligera, con bolsas de munición. Era alto, esquelético, y pelirrojo; y me parecía familiar. No tenía ni idea de cuál podía ser mi aspecto: un caos terrible, supongo, con el pelo y la cara quemados, ojos en blanco, desnudo a excepción de los pantalones, y con la carga inhumana de un Morlock en brazos.
El soldado se echó atrás el sombrero.
—Éste es un buen lío, ¿no, señor? —Tenía el acento teutónico del noreste de Inglaterra.
Recordé quién era.
—Stubbins, ¿no?
—Exacto, señor. —Se volvió y señaló la playa—. Estaba cartografiando esa zona. Estaba a unas seis o siete millas cuando vi al alemán venir desde el agua. Tan pronto vi que la gran columna de llamas se elevaba… bueno, sabía lo que era. —Miró hacia el campamento dubitativo.
Cambié el peso intentado ocultar mi cansancio.
—Pero no debe regresar al campamento todavía. El fuego todavía arde… y Nebogipfel dice algo sobre emisiones radiactivas.
—y-Quién?
En respuesta, levanté un poco al Morlock.
—Oh, él. —Stubbins se rascó la parte de atrás de la cabeza.
—No podrá ayudar en nada, Stubbins… todavía no.
Suspiró.
—Bien, señor, ¿entonces qué hacemos?
—Creo que deberíamos seguir en la playa un poco más, y buscar refugio para esta noche. Creo que estaremos a salvo, no creo que después de esto ningún animal de Paleoceno sea tan estúpido para atacar a un hombre esta noche, pero quizá deberíamos encender un fuego. ¿Tiene cerillas, Stubbins?
—Oh, sí, señor. —Se palpó el bolsillo del pecho, y las cajas sonaron—. No se preocupe por eso.
—No lo haré.
Retomé el paso seguro por la playa, pero los brazos me dolían excesivamente, y me parecía que me temblaban las piernas. Stubbins notó mi incomodidad y con amabilidad silenciosa se colgó la ametralladora a la espalda y levantó al Morlock. Era fuerte y no parecía incomodarle llevar a Nebogipfel.
Caminamos hasta encontrar un lugar apropiado en el borde del bosque y allí establecimos el campamento para la noche.
La mañana comenzó fresca y clara. Desperté antes que Stubbins. Nebogipfel seguía inconsciente. Caminé hacia la playa y la orilla del mar. El sol se levantaba ante mí sobre el océano; su calor ya se dejaba sentir. Oía los ruidos de la fauna del bosque, ya ocupada con sus pequeñas preocupaciones; y una forma oscura —pensé que era una raya— se deslizó por las aguas a unas pocas yardas de la costa.
En aquellos primeros momentos del nuevo día, parecía que el mundo del Paleoceno permanecía vigoroso e ileso como antes de la llegada de Gibson y su expedición. Pero el pilar de fuego púrpura todavía salía de la herida en el corazón del bosque, elevándose miles de pies e incluso más. Trozos en llamas —trozos de roca fundida— volaban al lado del pilar en arcos parabólicos. Y sobre todo aquello todavía permanecía una nube en forma de paraguas de polvo y vapor, con los bordes rotos por efecto del viento.
Desayunamos agua y frutos. Nebogipfel, abatido, débil y con la voz convertida en un quejido, nos aconsejó a Stubbins y a mí que no volviésemos al campamento destruido. Por lo que sabíamos, nos dijo, los tres podíamos ser los únicos en el Paleoceno, y debíamos pensar en sobrevivir en el futuro. Nebogipfel defendía que debíamos emigrar más lejos varias millas, nos dijo— y establecer un campamento en un lugar mejor, a salvo de las emisiones radiactivas del carolinio.
Pero vi en los ojos de Stubbins, y en lo más profundo de mi propia alma, que aquel plan nos era imposible a ambos.
—Yo vuelvo —dijo finalmente Stubbins, con una brusquedad que superaba su amabilidad natural—. Oigo lo que dice, señor, pero el hecho es que podría haber personas enfermas y moribundas allí. No puedo abandonarlas. —Se volvió hacia mí, y su cara honesta y sincera se arrugó por la preocupación—. No estaría bien, ¿verdad que no, señor?
—No, Stubbins —dije—. No estaría nada bien.
Y así fue, con el día todavía en sus comienzos, como Stubbins y yo caminamos por la playa en dirección al campamento. Stubbins todavía vestía el equipo de jungla, que había pasado el día anterior sin problemas; yo, por supuesto, llevaba sólo lo que quedaba de los pantalones que llevaba en el momento del bombardeo. Incluso había perdido las botas, y no me sentía bien equipado. No teníamos suministros médicos, exceptuando las vendas y ungüentos que Stubbins llevaba para su propio uso. Habíamos recogido frutos de las palmeras, sacado la leche y llenado las cáscaras con agua fresca. Stubbins y yo llevábamos cinco o seis cáscaras al cuello atadas con trozos de liana. Pensábamos que con eso podíamos dar algún alivio a las víctimas del bombardeo que encontrásemos.
Había un ruido permanente producido por la detonación lenta y continua de la bomba: un sonido anónimo, como el temblor de una cascada. Nebogipfel nos había hecho prometer que nos mantendríamos a más de una milla del centro; y para cuando llegamos a la parte de la playa que, por lo que suponíamos, estaba a una milla del centro, el sol ya estaba en lo alto del cielo. Ya nos encontrábamos bajo la sombra de la nube ponzoñosa; y el brillo púrpura era tan intenso que proyectaba ante mí una sombra en la playa.
Nos lavamos los pies en el mar. Dejé descansar las rodillas doloridas, y disfruté del sol en la cara. Irónicamente, seguía siendo un día hermoso, con el cielo despejado y el mar bañado en luz. Observé que la acción de la marea había reparado los daños producidos en la playa por los humanos el día antes: los bivalvos volvían a esconderse en la arena, y vi una tortuga correteando, tan cerca que casi podíamos tocarla.
Me sentía muy viejo e inmensamente cansado: muy fuera de lugar allí, en el amanecer del mundo.
Dejamos la playa y nos metimos en el bosque. Penetramos en la oscuridad con temor. Nuestro plan era adentrarnos en el bosque alrededor del campamento, siguiendo un círculo de seguridad de una milla de radio. La geometría escolar nos indicaba que tendríamos que recorrer seis millas antes de volver a llegar al santuario de la playa; pero sabía que sería difícil, si no imposible, trazar un arco preciso, y suponía que la travesía completa sería mucho mayor, y que nos llevaría algunas horas.
Estábamos lo bastante cerca del centro de la explosión para ver muchos árboles caídos y rotos —árboles destruidos en un momento— y nos vimos obligados a sortear los troncos y las copas quemados. E incluso cuando los efectos de la explosión eran menos evidentes vimos las cicatrices de la tormenta de fuego, que convertía grupos enteros de dipterocarpos en montones de troncos desnudos y quemados, como un inmenso paquete de cerillas. La corteza de los árboles estaba dañada; y la luz llegaba hasta el suelo y era más intensa de lo habitual. Pero aun así, el bosque seguía siendo un lugar de sombras; y el brillo púrpura de aquella letal explosión continua daba un tono enfermizo a los restos de árboles y fauna.
No era sorprendente que los animales y pájaros supervivientes —incluso los insectos— hubiesen huido del bosque herido. Caminábamos en una quietud extraña que sólo rompían nuestros propios pasos y la respiración continua y caliente del pozo de fuego de la bomba.
En algunos lugares la madera caída estaba todavía tan caliente como para producir vapor e incluso emitir un brillo rojizo, y pronto los pies se me llenaron de quemaduras y ampollas. Me até hierbas a las plantas de los pies para protegerlas, y recordé que había hecho lo mismo para salir del bosque que había quemado en el año 802.701. Varias veces nos encontramos el cadáver de algún pobre animal que había quedado atrapado en un desastre más allá de su comprensión; a pesar del fuego, el proceso de putrefacción del bosque trabajaba vigorosamente, y tuvimos que soportar la peste de la podredumbre y la muerte mientras caminábamos. En una ocasión pisé los restos licuados de alguna pequeña criatura —creo que era un Planetetherium— y el pobre Stubbins tuvo que esperarme mientras yo, disgustado, raspaba los restos del animal de la planta del pie.
Después de una hora más o menos, llegamos hasta una forma inmóvil y encorvada en el suelo del bosque. El olor era tan intenso que me vi obligado a ponerme lo que quedaba del pañuelo sobre la nariz. El cuerpo estaba tan quemado que al principio pensé que era el cadáver de una bestia —una cría de Diatryma quizá—, pero luego oí la exclamación de Stubbins. Fui a su lado; allí vi, al final de un miembro ennegrecido extendido por el suelo, la mano de una mujer. La mano, por algún sorprendente accidente, no había sido dañada por el fuego; los dedos estaban doblados, como si durmiese, y un pequeño anillo de oro brillaba en el anular.
El pobre Stubbins se metió entre los árboles y le oí vomitar. Me sentí tonto, impotente y desolado al estar en medio de aquel bosque destruido con las cáscaras llenas de agua colgándome del cuello.
—¿Qué hacemos si todo es así, señor? —me preguntó Stubbins—. Ya sabe, así. —No podía mirar al cadáver, o señalarlo—. ¿Qué hacemos si no encontramos a nadie con vida? ¿Qué hacemos si todos han muerto, quemados de esta forma?
Le puse una mano en el hombro, y busqué unas fuerzas que no sentía.
—Si es así, volveremos a la playa y buscaremos la forma de sobrevivir —dije—. Lo haremos lo mejor que podamos; eso es lo que haremos, Stubbins. Pero no debe rendirse… apenas hemos empezado a buscar.
La blancura de sus ojos resaltaba en el rostro ennegrecido por las cenizas como el de un deshollinador.
—No —dijo—. Tiene razón. No debemos rendirnos. Lo haremos lo mejor que podamos; ¿qué otra cosa podemos hacer? Pero…
—¿Sí?
—Oh… nada —dijo; y comenzó a preparar su equipo, listo para seguir.
¡No tenía que acabar la frase para que entendiese lo que quería decir! Si todos habían muerto exceptuándonos a nosotros dos y al Morlock, entonces, Stubbins lo sabía, nos sentaríamos en nuestro refugio de la playa, hasta que muriésemos. Y luego la marea cubriría nuestros huesos y eso sería todo; tendríamos suerte de dejar restos fósiles, para ser descubiertos por familias curiosas que cavasen en sus jardines en Hampstead o Kew, cincuenta millones de años en el futuro.
Era una perspectiva terrible y fútil; ¿y qué —querría saber Stubbins— era lo mejor que podíamos hacer?
En medio de un silencio ominoso, abandonamos el cuerpo quemado de la chica y continuamos.
No teníamos forma de medir el paso del tiempo en el bosque y el día era largo en medio de aquella horrorosa destrucción; porque incluso el sol parecía haber renunciado a su travesía diaria por el cielo, y las sombras de los tocones de los árboles no parecían ni acortarse ni alargarse por el suelo. Pero en realidad debía de ser una hora más tarde cuando oímos un crujido impresionante que se nos acercaba desde el interior del bosque. Al principio no podíamos precisar la fuente del ruido —los ojos de Stubbins, abiertos y temerosos, eran tan blancos como el marfil en la penumbra— y esperamos conteniendo la respiración.
Una forma se acercó, surgiendo de las sombras quemadas, cojeando y tropezando con los tocones; era una figura ligera, claramente afligida, pero, sin duda, claramente humana.
Con el corazón en un puño, me eché a correr, sin que me preocupase la vegetación quemada a mis pies. Stubbins corrió a mi lado.
Era una mujer, pero con el rostro y la parte superior del cuerpo quemados, y tan negros que no podía reconocerla. Se echó en nuestros brazos con un suspiro, como de alivio.
Stubbins sentó a la mujer en el suelo con la espalda contra un tronco. Musitó torpes palabras cariñosas mientras realizaba la operación:
—No se preocupe… todo saldrá bien, yo la cuidaré… —decía con voz ahogada.
Ella todavía llevaba los restos chamuscados de la camisa cruzada y los pantalones caqui, pero el conjunto estaba negro y roto; sus brazos estaban muy quemados, especialmente la parte interior del antebrazo. Tenía la cara chamuscada —debía de haber mirado la explosión—, pero había, lo vi ahora, bandas de carne intacta en la boca y los ojos, que estaban ilesas. Supuse que se había colocado los brazos sobre la cara cuando se había producido la explosión, dañando los antebrazos pero protegiéndose parte del rostro.
Abrió los ojos: eran de un azul intenso. La boca se abrió, y salió un rumor de insecto; me incliné más para escuchar, evitando mi repulsión y el horror que me producían la nariz y las orejas destrozadas.
—Agua. Por amor de Dios… agua…
Era Hilary Bond.
Stubbins y yo nos quedamos con Hilary durante algunas horas, dándole sorbos de agua. Periódicamente Stubbins salía en rondas circulares por el bosque, gritando para llamar la atención de más supervivientes. Intentamos curar las heridas de Hilary con el equipo de primeros auxilios de Stubbins; pero su contenido —bueno para cortes y arañazos— no podía tratar quemaduras tan intensas y severas como las de Hilary:
Hilary estaba débil, pero coherente, y pudo hacer un relato racional de lo que había visto del bombardeo.
Después de dejarme en la playa, había ido por el bosque todo lo rápido que podía. No estaba ni a una milla del Messerschmitt.
—Vi la bomba caer por el aire —dijo en un murmullo—. Sabía que era carolinio por la forma en que ardía… No lo había visto antes, pero había oído contarlo… y pensé que todo había acabado. Me quedé paralizada como un conejo, o como una idiota, y para cuando recobré el sentido común, sabía que no tenía tiempo de echarme al suelo, o esconderme tras los árboles. Me eché los brazos a la cara…
El resplandor había sido brillante hasta lo inhumano.
—La luz me quemó la carne…, Era como si se abriesen las puertas del infierno… podía sentir que se me fundían las mejillas, y al mirar podía ver que la punta de mi nariz ardía como una pequeña vela… era extraordinario… —Le dio un ataque de tos.
Luego llegó el golpe —«como un gran viento»— y se cayó de espaldas. Rodó por el suelo del bosque hasta que chocó con una superficie dura —supongo que el tronco de un árbol— y, de pronto, ya no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, el pilar de llamas púrpura y carmesí se elevaba como un demonio desde el bosque, con sus asistentes familiares de tierra fundida y vapor. A su alrededor, los árboles estaban destrozados y quemados, aunque —por casualidad— estaba lo bastante lejos del centro para evitar la mayor parte del daño, y no la habían herido las ramas que caían.
Se tocó la nariz y sólo recordaba la espesa curiosidad al desprendérsele un trozo.
—Pero no sentí dolor, es extraño… aunque —dijo tenebrosa— se me compensó pronto…
Yo escuchaba en un silencio morboso, veía claramente en mi mente la mujer esbelta alta y torpe que había buscado bivalvos conmigo, unas pocas horas antes de aquella terrible experiencia.
Hilary creía haber dormido. Cuando despertó, el bosque estaba muy oscuro —las primeras llamas habían disminuido— y, por alguna razón, el dolor se había mitigado. Se preguntó si sus nervios habían quedado destruidos.
Con gran esfuerzo, estaba ya muy débil por la sed, se puso en pie y se acercó al centro de la explosión.
—Recuerdo el resplandor de las explosiones continuas de carolinio, el púrpura ultraterreno que brillaba al moverme entre los árboles… El calor se incrementó, me pregunté cuánto podría acercarme antes de verme forzada a retroceder.
Había llegado hasta el límite del espacio de aparcamiento de los Juggernauts.
—Apenas podía ver, tal era el brillo del carolinio, y había un rugido, como agua corriente —dijo—. La bomba había caído en el centro del campamento, el alemán era competente, era como un volcán en miniatura, con humo y llamas incluidos
»El campamento está destrozado y quemado, la mayoría de nuestras posesiones destruidas. Incluso los Juggernauts han quedado convertidos en chatarra: de los cuatro, sólo uno conserva la forma, aunque abierto en canal; los otros están abiertos como juguetes, quemados y destrozados. No vi a nadie —dijo—. Creo que esperaba… —Vaciló—. Horrores. Esperaba horrores. Pero no había nada, no quedaba nada de ellos. Oh, menos una cosa, lo más extraño. —Puso la mano sobre mi brazo; las llamas la habían convertido en una garra—. En la superficie de aquel Juggernaut, la pintura había desaparecido, menos en un lugar, donde había una mancha con forma… era como la sombra de un hombre agachado. —Me miró fijamente con los ojos brillando en el rostro en ruinas—. ¿Me entiendes? Era una sombra, la de un soldado, no sé de quién, atrapada en una explosión tan intensa que la carne se había evaporado y los huesos quedaron dispersos. Y sin embargo quedó la sombra en la pintura. —Su voz era monótona, desapasionada, pero tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿No es extraño?
Hilary había vagado por el borde del campamento durante un rato. Convencida de que no encontraría a nadie con vida, tenía la idea lejana de buscar suministros. Pero, dijo, sus ideas eran pocas y confusas, y el dolor residual tan intenso que amenazaba con superarla; y, con las manos dañadas, descubrió que era imposible buscar por entre los restos quemados del campamento con un mínimo de sentido.
Por tanto, había intentado llegar al mar.
Después apenas podía recordar nada de su vagar por el bosque; había durado toda la noche, y aun así se había alejado tan poco del lugar de la explosión que supuse que había andado en círculo hasta que Stubbins y yo la encontramos.
Stubbins y yo decidimos que lo mejor sería sacar a Hilary del bosque, lejos de las emisiones dañinas del carolinio, y llevarla a nuestro campamento de la playa, donde el ingenio avanzado de Nebogipfel podría encontrar una forma de hacerle la vida más confortable. Pero estaba muy claro que Hilary no tenía fuerzas para caminar más. Por tanto, improvisamos una camilla con dos ramas largas, con mis pantalones y la camisa de Stubbins atados entre ellas. Tuvimos cuidado con las ampollas y colocamos a Hilary en el cacharro. Gritó cuando la movimos, pero en cuanto la colocamos en la camilla su incomodidad se alivió.
Recorrimos el bosque de vuelta a la playa. Stubbins iba delante, y pronto pude ver que su espalda huesuda se llenaba de sudor y polvo. Caminaba torpemente por la oscuridad y las lianas y ramas bajas le pegaban en la cara; pero no se quejó, y mantuvo sus manos firmemente alrededor de los mangos de la camilla. Yo, siguiéndole en calzoncillos, agoté pronto mis fuerzas, y los músculos me empezaron a temblar. En ocasiones, me parecía imposible que pudiese levantar los pies para dar otro paso, o seguir sosteniendo la camilla. Pero, al mirar la determinación estoica de Stubbins frente a mí, luché por ocultar mi fatiga y seguir sus pasos.
Hilary yacía inconsciente, con los brazos agitándose. Se quejaba ligeramente, a medida que los ecos del dolor se abrían paso por su sistema nervioso.
Cuando llegamos a la costa, sentamos a Hilary a la sombra y Stubbins le levantó la cabeza, sosteniendo el cráneo con una sola mano, y le dio sorbos de agua. Stubbins era un hombre torpe, pero actuó con una delicadeza y sensibilidad que superaron las limitaciones naturales de su cuerpo; me parecía que ponía todo su ser en aquellos actos de gentileza para con Hilary. Stubbins me parecía fundamentalmente un hombre bueno y amable, y acepté que su cuidadosa preocupación por Hilary estaba motivada por la compasión. Pero también vi que hubiese sido imposible para Stubbins haber sobrevivido —gracias a la suerte de estar realizando un trabajo lejos del campamento cuando ocurrió el desastre— cuando todos sus compañeros habían muerto; y preveía que pasaría muchos de los días que le quedaban en actos de contrición como aquél.
Cuando terminamos de hacer todo lo que pudimos, recogimos la camilla y continuamos andando por la playa. Stubbins y yo, casi desnudos, con el cuerpo cubierto por el hollín y las cenizas del bosque en llamas, y con el cuerpo herido de Hilary Bond suspendido entre nosotros, caminamos por el suelo firme y húmedo de la orilla, con la arena fría y mojada entre los dedos y las olas saladas del mar golpeándonos las espinillas.
Cuando llegamos al pequeño campamento, Nebogipfel tomó el mando.
Stubbins intentó ayudar, pero impedía los movimientos de Nebogipfel y el Morlock se dedicó a lanzarme miradas hostiles hasta que agarré a Stubbins por el brazo y me lo llevé.
—Mira, amigo —dije—, el Morlock puede tener un aspecto un poco extraño, pero me atrevo a decir que sabe más de medicina que tú o que yo. Creo que es mejor que le dejemos vía libre durante un rato, y que él cuide a la capitana.
Stubbins cerró las grandes manos.
Finalmente tuve una idea.
—Todavía tenemos que buscar a los otros —dije— ¿Por qué no encendemos un fuego? Si empleas madera tierna y produce mucho humo, podrías crear una señal visible a muchas millas.
Stubbins aceptó la sugerencia con prontitud y se internó sin demora en el bosque. Parecía un animal torpe cargando ramas, pero me alivió haber encontrado un propósito útil para la energía que fluía de él.
Nebogipfel preparó una serie de cáscaras abiertas, colocadas sobre la arena, cada una llena con una loción láctea que había inventado. Le pidió a Stubbins la navaja; con ella, comenzó a cortar las ropas de Hilary.
Nebogipfel cogía la loción a manos llenas y, con sus suaves dedos de Morlock, trataba la carne más dañada.
Al principio Hilary, todavía inconsciente, gritaba al sufrir aquel tratamiento; pero pronto su malestar pasó, y pareció sumergirse en un sueño profundo y tranquilo.
—¿Qué es ese liquido?
—Un ungüento —dijo mientras seguía trabajando—, compuesto de leche de coco, aceite de bivalvo y plantas del bosque. —Se colocó mejor la máscara sobre la cara, y se dejó una marca de loción pegajosa—. Le aliviará el dolor de las quemaduras.
—Me impresiona tu previsión al preparar el ungüento —le dije.
—No se necesita mucha previsión —dijo fríamente— para prever tales víctimas, después de vuestra catástrofe autoinflingida de ayer.
Sentí un ramalazo de irritación al oír aquello. ¿Autoinflingida?
Ninguno de nosotros le habíamos pedido al maldito alemán que atravesase el tiempo con su bomba de carolinio.
—Vete al infierno, ¡intentaba agradecerte tus esfuerzos con esta mujer!
—Pero hubiese preferido que no trajeseis esta triste víctima de la estupidez para probar mi compasión e ingenio.
—Oh… ¡maldita sea! —A veces el Morlock era imposible; bastante inhumano, pensé.
Stubbins y yo cuidamos de la hoguera, alimentándola con madera tan verde que se resquebrajaba lanzando oleadas de humo blanco. Stubbins inició breves pero ineficaces búsquedas por el bosque; tuve que prometerle que si el fuego no producía resultado en unos pocos días, retomaríamos la expedición alrededor del centro de la explosión.
Fue al cuarto día después de la explosión cuando los demás supervivientes comenzaron a llegar a nuestra señal. Llegaban solos o en parejas, y estaban quemados y maltrechos, vestidos con los restos de los equipos de selva. Pronto Nebogipfel dirigía un hospital de campaña respetable —una fila de camastros de palmas bajo la sombra de los dipterocarpos— mientras quienes podíamos movernos ejecutábamos tareas simples de enfermería y recogíamos más víveres.
Durante un tiempo mantuvimos la esperanza de que en algún otro sitio hubiese un campamento mejor equipado que el nuestro. Yo especulaba con que Guy Gibson hubiese sobrevivido y se hubiera encargado de todo a su modo práctico y decidido.
Tuvimos una breve ráfaga de optimismo de ese estilo cuando un vehículo a motor llegó por la playa. El coche llevaba dos soldados, ambos mujeres jóvenes. Pero pronto nos decepcionamos. La dos chicas no eran sino la expedición más lejana que la Fuerza Expedicionaria había enviado desde la base: habían seguido la costa hacia el oeste, buscando la forma de ir tierra adentro.
Durante algunas semanas después del ataque mantuvimos patrullas por la playa y el interior de la selva. En ocasiones encontraban los restos de alguna pobre víctima del bombardeo. Algunos parecían haber sobrevivido durante un tiempo después de la explosión, pero debilitados por las heridas, no habían podido salvarse o pedir ayuda (Nebogipfel señaló concienzudo que debíamos recuperar todos los restos de metal, porque decía que pasaría mucho tiempo antes de que nuestra colonia residual pudiese fundirlos). Pero no encontramos más supervivientes; las dos mujeres del coche fueron las últimas en unírsenos.
Pese a todo, mantuvimos encendida la señal día y noche hasta mucho después de que se desvaneciese cualquier esperanza razonable de encontrar más supervivientes.
Finalmente, del centenar o más de miembros de la expedición, veintiún individuos —once mujeres, nueve hombres y Nebogipfel sobrevivieron al bombardeo y la tormenta de fuego. No se encontraron rastros de Guy Gibson, ni del médico.
Así que nos empleamos en el cuidado de los heridos, la recogida de los víveres necesarios para mantenernos con vida de un día para otro, y la recogida de ideas para construir una colonia para el futuro… ya que, con la destrucción de los Juggernauts, pronto tuvimos claro que no regresaríamos a nuestros siglos de origen: que aquella tierra del Paleoceno recibiría después de todo nuestros huesos.
Cuatro murieron por las quemaduras y otras heridas poco después de ser traídos al campamento. Al menos parecía que habían sufrido poco, y me pregunté si Nebogipfel no habría alterado sus improvisadas drogas para reducir el sufrimiento de aquellos infelices.
Sin embargo, me guardé esas especulaciones.
Cada pérdida cubría con un velo mortuorio nuestra pequeña colonia. Yo me sentía paralizado, como si mi alma estuviese repleta de horrores e incapaz ya de reaccionar. Observaba a los jóvenes soldados, vestidos con los restos ensangrentados de ropas militares, dedicarse a tareas deprimentes; y sabía que aquellas muertes, en medio de la miseria brutal y primitiva en la que ahora intentábamos sobrevivir, les obligaba a enfrentarse nuevamente a su propia mortalidad.
Peor todavía, después de unas pocas semanas un nuevo mal comenzó a asolar nuestras huestes diezmadas. Afectaba a algunos de los ya heridos, y; preocupantemente, a otros que parecían no haber sufrido daños por la explosión. Los síntomas eran desagradables: vómitos, hemorragias por los orificios del cuerpo y pérdida de pelo, uñas e incluso de dientes.
Nebogipfel me llevó a un lado.
—Es como temía —me susurró—. Es una enfermedad producida por la exposición a la radiación del carolinio.
—¿Alguno de nosotros está a salvo… o todos la sufriremos?
—No tenemos forma de tratarla, sólo podemos aliviar algunos de los peores síntomas. En lo que se refiere a la seguridad…
—¿Sí?
Se metió la mano bajo la máscara para frotarse los ojos.
—No hay un nivel seguro de radiactividad-dijo—. Sólo hay niveles de riesgo, de posibilidad. Puede que sobrevivamos todos… o puede que muramos todos.
Lo encontré preocupante. Ver aquellos cuerpos jóvenes, ya castigados por años de guerra, ahora destrozados sobre la arena, por la mano de un ser humano, y sólo con los cuidados inexpertos de un Morlock —un alienígena varado— para tratar sus heridas… me hacía avergonzarme de mi especie, y de mí mismo.
—Una vez, ya sabes —le dije a Nebogipfel—,creo que una parte de mí podía haber defendido que la guerra podía al final ser buena, porque podía romper las costumbres osificadas del viejo orden de las cosas, y traer el cambio al mundo. Y en una ocasión creí en el optimismo innato de la humanidad: que, después de haber presenciado tanta destrucción en una guerra como ésta, un cierto sentido común sincero prevalecería para acabar con todo eso.
Nebogipfel se frotó la cara.
—¿«Sentido común sincero»? —repitió.
—Bien, eso es lo que imaginaba —dije—. Pero no había experimentado la guerra, no de verdad. Una vez que los humanos empiezan a matarse los unos a los otros, ¡pocas cosas los detendrán hasta que los derrote el agotamiento y el desgaste! Ahora veo que la guerra no tiene sentido… ni siquiera en…
Por otro lado, le dije a Nebogipfel, me sorprendía la devoción desinteresada del puñado de supervivientes por la atención y cuidado de los otros. Ahora que nuestra situación había quedado reducida a lo mínimo —el simple dolor humano— las tensiones de clase, raza, credo y rango, que había visto en la Fuerza Expedicionaria antes del bombardeo, se habían disuelto.
¡Así contemplaba, al adoptar el punto de vista desapasionado de un Morlock, el complejo contradictorio de fuerzas y debilidades que yacían en el alma de mi especie! Los humanos son más brutales y también, en cierta forma, más angelicales que lo que me indicaban las poco profundas experiencias de las primeras cuatro décadas de mi vida.
—Es un poco tarde —le concedí—, para aprender lecciones tan profundas sobre la especie con la que he compartido el planeta durante cuarenta y tantos años. Pero así es. Creo ahora que si el hombre obtiene alguna vez la paz y la estabilidad —al menos antes de convertirse en algo nuevo como los Morlocks—, entonces la unidad de la especie tendrá que comenzar en lo más profundo: construyendo sobre los pilares más firmes —la única base posible— el apoyo instintivo del hombre a sus semejantes. —Miré a Nebogipfel—. ¿Ves adónde quiero ir? ¿Crees que tiene sentido lo que digo?
Pero el Morlock ni apoyó ni rechazó esas racionalizaciones. Simplemente me devolvió la mirada: calmada, observadora, analítica.
Perdimos tres almas más por la enfermedad de la radiación.
Otros mostraron algunos síntomas —Hilary Bond, por ejemplo, sufrió una gran pérdida de pelo— pero sobrevivieron; y otros, incluso un hombre que había estado más cerca que nadie de la explosión, no mostraron ningún efecto secundario en absoluto. Pero, me advirtió Nebogipfel, no habíamos acabado todavía con el carolinio; ya que otras enfermedades —cáncer y otros males del cuerpo— podían desarrollarse en nosotros más adelante.
Hilary Bond era el mayor oficial superviviente y, tan pronto como pudo levantarse del camastro, tomó autoritaria y tranquilamente el mando. Una disciplina militar natural comenzó a dirigir nuestro grupo —aunque muy simplificada, considerando que sólo habían sobrevivido trece miembros de la Fuerza Expedicionaria— y creo que los soldados, especialmente los más jóvenes, se tranquilizaban por la recuperación de esa estructura familiar de su mundo. El orden militar no podía durar, por supuesto. Si nuestra colonia florecía, crecía y sobrevivía más allá de esa generación, entonces una cadena de mando según líneas militares no sería ni deseable ni práctica. Pero reflexioné que por ahora era necesaria.
La mayoría de los soldados tenía esposas, padres, amigos —incluso hijos— «en casa», en el siglo veinte. Ahora debían aceptar que ninguno de ellos regresaría a casa, y, a medida que los restos del equipo se deshacían lentamente en la humedad de la jungla, los soldados comenzaron a entender que todo lo que les mantendría en el futuro sería el fruto de su trabajo e ingenio, y el apoyo de unos a otros.
Nebogipfel, todavía preocupado por los peligros de la radiación, insistió en que debíamos establecer un campamento permanente más lejos. Enviamos grupos de exploración, empleando el coche lo mejor posible mientras duró el combustible. Finalmente, nos decidimos por el delta de un ancho río, a unas cinco millas al sudoeste del campamento original de la expedición; supongo que estaba en la vecindad de Surbiton. La tierra que rodeaba nuestro valle fluvial era fértil y estaba irrigada, si decidíamos desarrollar la agricultura en el futuro.
Realizamos la migración en varias fases, ya que había que transportar a la mayoría de los heridos durante todo el camino. A1 principio empleamos el vehículo, pero pronto agotamos el combustible.
Nebogipfel insistió en que nos llevásemos el vehículo con nosotros, para que sirviese de mina de goma, vidrio, metal y otros materiales; y para su viaje final empujamos el coche como un carro por la arena, lleno de heridos y con nuestras provisiones y equipo.
Así recorrimos la playa los catorce que habíamos sobrevivido, con las ropas rotas y las heridas mal curadas. Me sorprendió pensar que si un observador desapasionado hubiese visto esa comitiva, ¡apenas podría deducir que aquella miserable banda de supervivientes eran los únicos representantes en aquella época de una especie que podría un día destruir mundos!
El lugar de nuestra nueva colonia estaba lo bastante lejos del primer campamento de la expedición para que el bosque no mostrase señales de daños. Pero todavía no podíamos olvidar el bombardeo; de noche todavía permanecía el brillo púrpura al este —Nebogipfel dijo que sería visible durante muchos años— y, agotado por el trabajo diario, a menudo me sentaba al borde del campamento, lejos de la luz y de las charlas de los demás, para contemplar cómo se elevaban las estrellas por encima de aquel volcán hecho por el hombre.
Al principio el campamento era simple: poco más que una hilera de cobertizos improvisados con ramas caídas y hojas de palma. Pero al asentarnos y una vez que el suministro de agua y comida estuvo garantizado, se estableció un programa de construcción más vigoroso. Se acordó que la primera prioridad era un salón comunal, lo bastante grande para acogernos a todos en caso de tormenta u otro desastre. Los nuevos colonos se aprestaron con ganas a construirlo. Siguieron el esquema preliminar que había desarrollado para mi propio refugio: una plataforma de madera, sostenida sobre pilotes; pero la escala era bastante más ambiciosa.
Limpiamos el campo al lado del río para que Nebogipfel pudiese dirigir el cultivo paciente de lo que un día podían ser plantaciones útiles, criadas a partir de la flora aborigen. Se construyó un primer bote —una tosca canoa— para pescar en el mar.
Capturamos, después de muchos esfuerzos, una pequeña familia de Diatryma, y los encerramos tras una valla. Aunque las bestias se escaparon varias veces, provocando el pánico en la colonia, nos decidimos a mantener y domar a los pájaros, porque era agradable la perspectiva de carne y huevos de una banda de Diatrymas domesticados, e incluso experimentamos con la posibilidad de atar un arado a uno de ellos.
Día a día, los colonos me trataban con una deferencia amable, como correspondía a mi edad —¡les concedí esa duda!— y mi amplia experiencia en el Paleoceno. Por mi parte, me encontré ejerciendo de líder de algunos de nuestros proyectos en los primeros días, gracias a mi amplia experiencia. Pero la inventiva de los jóvenes, ayudada por el entrenamiento de supervivencia en la jungla que habían recibido, les permitió superar rápidamente mi limitada comprensión; y pronto detecté una cierta diversión tolerante en su trato conmigo. Sin embargo, seguí siendo un participante entusiasta en las muchas actividades de la colonia.
Y en lo que respecta a Nebogipfel, siguió siendo, muy naturalmente, un poco un recluso en aquella sociedad de jóvenes humanos.
Una vez resueltos los problemas médicos inmediatos y con más tiempo libre, Nebogipfel se dedicó a pasar largos periodos lejos de la colonia. Visitaba nuestro viejo refugio, que todavía estaba en pie a algunas millas al noroeste por la playa; y realizaba grandes exploraciones por el bosque. No me confió cuáles eran los propósitos de aquellos viajes. Recordé el coche del tiempo que había intentado construir, y sospeché que había vuelto a un proyecto similar; pero sabía que la plattnerita de la Fuerza Expedicionaria había sido destruida en el bombardeo, por lo que no veía el sentido de continuar con ese plan. Sin embargo, no presioné a Nebogipfel sobre sus actividades, sabiendo que, de todos nosotros, él era el que estaba más solo —el más alejado de la compañía de sus semejantes— y por tanto, quizás, el más necesitado de tolerancia.
A pesar de las terribles calamidades que habían sufrido, los colonos eran jóvenes resistentes, y podían tener un gran estado de ánimo. Gradualmente —una vez terminadas las muertes por radiación, y una vez que quedó claro que no nos moriríamos de hambre o acabaríamos en el mar— se hizo evidente un cierto buen humor.
Una tarde, con las sombras de los dipterocarpos extendiéndose hacia el mar, Stubbins me encontró sentado, como era habitual, al borde del campamento, mirando el resplandor del cráter del bombardeo. ¡Con timidez dolorosa me preguntó —para mi sorpresa— si quería unirme a un partido de fútbol! Mis protestas de que jamás había jugado un partido no sirvieron de nada, y pronto me encontré caminando por la playa, hacia el lugar donde habían marcado un campo simple y con postes —restos de madera de la construcción del salón— que servían de portería. La «pelota» era un fruto de palmera, vacío de leche, y ocho de nosotros nos preparamos para jugar, una mezcla de hombres y mujeres.
No espero que aquella austera batalla pase a los anales de la historia deportiva. Mi contribución fue mínima, excepto poner en evidencia esa falta completa de coordinación física que había convertido mis días de escuela en un calvario. Stubbins era de lejos el mejor de nosotros. Sólo tres de los jugadores, incluyendo a Stubbins, estaban sanos por completo, y uno de ésos era yo, y me agoté por completo a los diez minutos de empezar. ¡El resto era una colección de heridas y —cómicos y patéticos— miembros amputados o artificiales! Pero pese a todo, al desarrollarse el partido y empezar a surgir las risas y los gritos de apoyo, me pareció que mis compañeros eran poco más que niños; castigados y perdidos, y ahora varados en una época antigua. Pero aun así niños.
¿Qué especie es ésta, me pregunté, que daña de tal forma a sus propios hijos?
Cuando acabó el partido, nos fuimos del campo, riéndonos y agotados. Stubbins me agradeció que me uniese a ellos.
—De nada —le dije—. Eres un buen jugador, Stubbins. Quizá debías haber sido profesional.
—Bien, lo fui de hecho —dijo melancólico—. Fui alevín con el Newcastle United… pero eso fue al principio de la guerra. Pronto, se acabó el fútbol. Oh, ha habido algunas competiciones después, ligas regionales y la Copa de Guerra, pero en los últimos cinco o seis años, incluso eso se ha acabado.
—Bien, creo que es una pena —dije—. Tienes talento, Stubbins.
Se encogió de hombros, su decepción evidente se mezclaba con su modestia natural.
—No estaba escrito.
—Pero ahora has hecho algo mucho más importante —le consolé—. Has jugado el primer partido de fútbol sobre la Tierra y metiste tres goles. —Le palmeé la espalda—. ¡Ése es un buen récord!
Al pasar el tiempo se hizo evidente —quiero decir, a ese nivel del espíritu por debajo del intelecto donde reside el verdadero conocimiento— que realmente jamás volveríamos a casa. Lentamente —supongo que inevitablemente— los lazos y relaciones del siglo veinte se volvieron lejanos, y los colonos se unieron en parejas. Esas parejas no respetaban rango, clase o raza: los cipayos, los gurkha y los ingleses formaban nuevas relaciones. Sólo Hilary Bond, con ese aire residual de mando, permaneció al margen.
Le señalé a Hilary que podía emplear su rango para realizar bodas, de la misma forma que un capitán naval une a los pasajeros en matrimonio. Agradeció amablemente la sugerencia, pero detecté escepticismo en su voz, y no discutimos más la cuestión.
Una pequeña serie de viviendas se extendió hasta el valle fluvial desde el núcleo en la costa. Hilary lo contemplaba con ojo liberal; su única regla era que —por ahora— toda vivienda debía ser visible desde otra, y que ninguna podía estar a más de una milla del salón. Los colonos aceptaron las normas.
La sabiduría de Hilary en la cuestión de los matrimonios —y mi estupidez— se hizo pronto evidente, porque un día vi a Stubbins pasear por la playa del brazo de dos mujeres. Los saludé con alegría, ¡pero no fue hasta que pasaron cuando me di cuenta de que no sabía cuál de la dos era la «mujer» de Stubbins!
Me enfrenté a Hilary y ella claramente se divertía.
—Pero —protesté—, vi a Stubbins con Sarah en el baile del granero, pero cuando llamé a su puerta la semana pasada, había otra chica…
Se rió de mí y puso sus manos llenas de cicatrices sobre mis brazos.
—Mi querido amigo —dijo—, has navegado por los mares del Espacio y el Tiempo, has cambiado muchas veces la historia; eres un genio más allá de toda duda… y aun así, ¡qué poco conoces a la gente!
Sentí vergüenza.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo. —Se pasó la mano por el cráneo pelado, donde había retazos de pelo gris—. Somos trece, sin contar a tu amigo Nebogipfel. Y, de los trece, ocho son mujeres y cinco hombres. —Me miró—. Y eso es todo lo que tenemos. No hay una isla más allá del horizonte de la que puedan venir más jóvenes a desposar nuestras doncellas…
»Si hacemos matrimonios estables, si adoptamos la monogamia como sugieres, entonces nuestra pequeña sociedad pronto se desmoronaría. Ya que, está claro, ocho y cinco no se emparejan. Por lo tanto, creo que una cierta libertad es apropiada. Por el bien de todos. ¿No crees? Y además, es bueno para la «diversidad genética» sobre la que tanto nos adoctrina Nebogipfel.
Estaba sorprendido; ¡no por (lo creía sinceramente) las dificultades morales, sino por lo que tenía de calculador!
Preocupado, quise irme, y me llegó una idea. Me volví.
Pero, Hilary, yo soy uno de los cinco hombres de los que hablas.
—Por supuesto. —Estaba claro que se reía de mí.
—Pero yo… quiero decir, yo no…
Sonrió.
—Entonces quizá sea hora de que lo hagas. Sólo consigues que sea peor, ya sabes.
Me fui confundido. ¡Evidentemente, entre 1891 y 1944 la sociedad había evolucionado en formas que nunca había soñado!
Las obras del gran salón seguían a buen ritmo, y unos pocos meses después del bombardeo la parte principal de la construcción quedó terminada. Hilary Bond anunció que una ceremonia de inauguración conmemoraría la finalización de la obra. Al principio Nebogipfel fue reacio —con el análisis excesivo de los Morlocks no veía sentido a ese ejercicio—, pero le persuadí de que sería políticamente conveniente, en lo referente a sus futuras relaciones con los colonos, que asistiese.
Me lavé y afeité, y me puse tan elegante como me fue posible vestido con un par harapiento de pantalones. Nebogipfel se peinó y arregló las melenas de pelo rubio. Dada la situación práctica, muchos colonos se paseaban básicamente desnudos, con poco más que trozos de piel o tela para cubrirse. Hoy, sin embargo, vestían los restos de los uniformes, lavados y reparados en lo posible, y aunque era un desfile que no hubiese sido aceptado en Aldershot, fuimos capaces de presentarnos en un alarde de elegancia y disciplina que yo encontré entrañable.
Subimos un tramo desigual de escaleras y entramos en el interior oscuro del nuevo salón.
El suelo —aunque desigual— estaba ordenado y limpio, y el sol de la mañana entraba por las ventanas sin vidrios. Me sentí impresionado: a pesar de lo rudimentario de la arquitectura y la construcción, el lugar tenía una sensación de solidez, de deseo de permanencia.
Hilary Bond se subió a un podio improvisado con el depósito de gasolina del coche, y dejó reposar las manos sobre los anchos hombros de Stubbins. Su cara destrozada, coronada por aquellos bizarros penachos de pelo, mostraba una dignidad simple.
Nuestra nueva colonia, declaró, quedaba ahora fundada, y lista para recibir un nombre: propuso llamarla Primer Londres. Luego nos pidió que nos uniésemos a ella en una oración. Bajé la cabeza como todos y uní las manos frente a mí. Me había criado en una casa estrictamente religiosa y las palabras de Hilary me provocaban nostalgia, llevándome de vuelta a un periodo más simple de mi vida, a tiempos de certidumbre y seguridad.
Finalmente, mientras Hilary seguía hablando, simplemente y con facilidad, dejé de analizarlo todo y me permití el unirme a la simple Celebración comunal.
Los primeros frutos de las nuevas uniones llegaron durante el primer año, bajo la supervisión de Nebogipfel.
Nebogipfel inspeccionó al primer nuevo colono cuidadosamente —oí que la madre no las tenía todas consigo sobre dejar que el Morlock tocase a su bebé y protestó; pero Hilary Bond estaba allí para calmar esos temores— y finalmente anunció que el bebé era una niña perfecta, y se la devolvió a sus padres.
Con rapidez —o eso me parecía— nacieron varios niños en el lugar. Era normal ver a Stubbins llevar a su hijo en hombros para que disfrutara; y sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que hiciese que el niño le diese patadas a los bivalvos como si fuesen balones de fútbol.
Los niños eran una inmensa fuente de alegría para la colonia. Antes de los primeros nacimientos, varios de los colonos habían sufrido severos ataques de depresión, producidos por la nostalgia y la soledad. Ahora, sin embargo, había niños de los que ocuparse: niños que sólo conocerían Primer Londres como hogar, y cuya prosperidad futura proporcionaba una meta —la mayor meta de todas— a sus padres.
Y para mí, al mirar los miembros suaves e ilesos de los niños, mecidos entre las carnes llenas de cicatrices de padres que todavía eran jóvenes, era como ver que la sombra de aquella guerra terrible se levantaba al fin, una sombra desterrada por la luz abundante del Paleoceno.
Sin embargo, Nebogipfel inspeccionaba a cada recién llegado.
Finalmente, llegó un día en que no devolvió un niño a su madre. Ese nacimiento se convirtió en una oportunidad para la tristeza privada, en la que el resto no nos entrometimos; y después Nebogipfel desapareció en el bosque, para dedicarse a sus actividades secretas, durante largos días.
Nebogipfel pasaba mucho tiempo dirigiendo lo que él llamaba «grupos de estudio». Estaban abiertos a cualquiera de los colonos, aunque de hecho sólo aparecían tres o cuatro, dependiendo del interés o de otros compromisos. Nebogipfel hablaba de aspectos prácticos de vida en las condiciones del Paleoceno, como la fabricación de velas y telas a partir de ingredientes locales; incluso inventó un jabón, una pasta basta y arenosa fabricada con sosa y grasa animal. Pero también se extendía en temas de importancia más amplia: medicina, física, matemática, química, biología, y los principios del viaje en el tiempo…
Asistí a varias de esas sesiones. A pesar de la naturaleza ultraterrena de su voz y maneras, la exposición del Morlock siempre era admirablemente clara, y tenía la habilidad de saber hacer preguntas para probar la comprensión de la audiencia. Escuchándole, ¡comprendí que podía haber enseñado bastantes cosas a los profesores de las universidades británicas!
Y en lo que se refiere al contenido, se cuidaba de limitarse al lenguaje de su audiencia —al vocabulario, si no a la jerga, de 1944—, pero resumía para ellos los desarrollos principales posteriores a esa fecha. Preparaba demostraciones siempre que podía, con trozos de metal y madera, o trazaba diagramas en la arena con palos; hizo que sus «estudiantes» cubriesen todo trozo de papel que se pudo recuperar con sus conocimientos codificados.
Una noche obscura sin luna, lo discutí con él. Se había quitado la máscara, y sus ojos rojo grisáceo parecían luminosos; trabajaba con un mortero y una mano de almirez primitivos, con los que deshacía hojas de palma en un .líquido.
—Papel —dijo—. O al menos un experimento en esa dirección… ¡Debemos conseguir papel! La memoria verbal humana no es lo bastante fiel. Cuando me marche, lo perderán todo a los pocos años…
Pensé —resultó que erróneamente— que se refería al miedo, o a la expectativa, en cualquier caso, de la muerte. Me senté a su lado y cogí el mortero y la maja.
—¿Pero tiene esto sentido? Por el momento, al menos sobrevivimos. ¡Y les hablas de Mecánica Cuántica y de la teoría unificada de la tísica! ¿Qué necesidad tienen de eso?
—Ninguna —dijo—. Pero sí sus hijos… si quieren sobrevivir. Mira: según teorías aceptadas, se necesita una población de varios cientos, en cualquiera de las especies de grandes mamíferos, para tener la suficiente diversidad genética que garantice la supervivencia a largo plazo.
—Diversidad genética… Hilary lo mencionó.
—Está claro que el material humano aquí es demasiado pequeño para la viabilidad de la colonia, incluso si todo el material genético disponible entra en juego.
—¿Por lo tanto?
—Por tanto, la única posibilidad de supervivencia para estas gentes más allá de dos o tres generaciones es que obtengan rápidamente avanzados conocimientos tecnológicos. De esa forma, pueden convertirse en dueños de su destino genético: no tienen por qué tolerar las consecuencias de la endogamia, o los daños genéticos a largo plazo provocados por la radiactividad del carolinio. Ves por tanto que necesitan de la Mecánica Cuántica y de todo lo demás.
Empujé la mano de almirez.
—Sí. Pero hay una pregunta implícita… ¿debe la humanidad sobrevivir aquí, en el Paleoceno? Quiero decir, no deberíamos estar aquí… no durante los próximos cincuenta millones de años.
Me estudió.
—¿Pero cuál es la alternativa? ¿Quieres que mueran?
Recordé mi decisión de erradicar la Máquina del Tiempo antes de que fuese construida… detener la interminable fragmentación de la historia. Ahora, gracias a mis meteduras de pata, había provocado indirectamente el establecimiento de una colonia humana en el remoto pasado, ¡un asentamiento que podría provocar con seguridad la fractura más significativa de la historia! De pronto sentí que caía, era un poco como el vértigo que se siente en el viaje en el tiempo. Y sentí que la divergencia de la historia estaba más allá de mi control.
Y entonces recordé la expresión del rostro de Stubbins al contemplar a su primer hijo.
Soy un hombre, ¡no un dios! Debía dejar que me guiasen los instintos humanos, porque con seguridad era incapaz de manejar la evolución de la historia en una dirección determinada. Cada uno de nosotros, pensé, poco podía hacer para cambiar el curso de las cosas —de hecho, cualquier cosa que intentásemos probablemente sería tan incontrolable que provocaría más daño que bien— y aun así, de la misma forma, no debíamos permitir que el inmenso panorama que nos rodeaba, la inmensidad de la multiplicidad de la historia, nos superase. La perspectiva de la multiplicidad nos hacía a cada uno, y a nuestros años, diminutos, pero no nos quitaba el sentido; y cada uno de nosotros debíamos recorrer nuestras vidas con fortaleza y estoicismo, como si lo demás —el final de la humanidad, la multiplicidad sin fin— no existiese.
Fuera cual fuese su impacto cincuenta millones de años en el futuro, pensé que había una nota de salud y corrección en la colonia del Paleoceno. Por tanto, mi respuesta a la pregunta de Nebogipfel era inevitable.
—No. No, por supuesto que debemos hacer todo lo posible por ayudar a que los colonos y sus descendientes sobrevivan.
—Por tanto…
—¿Sí?
—Por tanto debo encontrar la forma de fabricar papel.
Seguí dándole al mortero y a la mano de almirez.
Un día, Hilary Bond anunció que faltaba una semana para el aniversario del bombardeo y que se prepararía una fiesta para celebrar la fundación de la villa.
Los colonos se entusiasmaron con ese plan, y pronto los preparativos estuvieron muy avanzadas. Se decoró el salón con lianas e inmensas guirnaldas recogidas en el bosque, y se hicieron preparativos para matar y cocinar uno de los preciados Diatryma de la colonia.
Yo, por mi parte, busqué embudos y trozos de tubos y, en la intimidad del cobertizo, comencé algunos experimentos propios. Los colonos sentían curiosidad, y me vi obligado a dormir en el cobertizo para mantener el secreto de mi aparato improvisado. Había decidido que ya era hora de hacer un buen uso de mis conocimientos científicos, ¡aunque fuese por una vez!
El día de la fiesta llegó. Nos reunimos en el salón bajo la luz brillante de la mañana, y todos parecían emocionados por la ocasión. Una vez más se limpiaron y vistieron los restos de los uniformes, y los pequeños se vistieron con los nuevos tejidos que Nebogipfel había inventado con un tipo de algodón local, teñidos de rojo brillante y púrpura con tintes vegetales. Recorría el grupo de gente buscando a mis amigos más íntimos y de pronto hubo un ruido de ramas rotas, y un bramido profundo y chirriante.
Se oyeron gritos.
—Pristichampus… ¡es un Pristichampus! Cuidado…
Y ciertamente el bramido era el característico de aquel inmenso cocodrilo de tierra. La gente corría, y yo busqué un arma, maldiciéndome por estar tan poco preparado.
Entonces otra voz, más amable y familiar flotó en el aire.
—¡Hola! No tengáis miedo… ¡mirad!
El pánico se calmó, y se oyeron risas.
El Pristichampus —un macho orgulloso— entró majestuoso en el espacio frente al salón. Nos echamos atrás para dejarle sitio, y sus grandes patas con pezuñas dejaron marcas en el arena… ¡y sobre la espalda, con una gran sonrisa y el pelo rubio flameando bajo la luz del sol, estaba Stubbins!
Me acerqué al cocodrilo. La piel escamosa olía a carne podrida, y uno dejos fríos ojos estaba clavado en mí, siguiéndome al moverme. Stubbins me sonrió de nuevo; sostenía en las manos riendas hechas con lianas trenzadas atadas alrededor de la cabeza del Pristichampus.
—Stubbins —dije—, esto sí que es un logro.
—Sí, bien, hemos usados los Diatryma para tirar de un arado, pero esta criatura es mucho más ágil. Incluso podríamos viajar durante millas… es mejor que un caballo…
—Aun así, ten cuidado —le aconsejé—. Stubbins, si más tarde te unes a mí…
—¿Sí?
—Puede que tenga una sorpresa para ti.
Stubbins tiró de la cabeza del Pristichampus. Le costó trabajo, pero se las arregló para que la bestia diese la vuelta. La gran criatura salió del claro y volvió al bosque; los músculos de las piernas funcionaban como pistones.
Nebogipfel se unió a mí, con la cabeza casi perdida bajo un gran sombrero de ala ancha.
—Es un gran logro —le dije—. Pero, ¿ves?, apenas puede controlarlo…
—Ganará —dijo Nebogipfel—. Los humanos siempre lo hacen. —Se acercó más a mí y su pellejo blanco brilló bajo la luz del sol de la mañana—. Escúchame.
Me sorprendió ese súbito susurro incongruente.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—He terminado mi construcción.
¿Qué construcción?
—Me voy mañana. Si quieres unirte a mí, serás bienvenido.
Se volvió y, sin hacer el más mínimo ruido, se adentró en el bosque; en un momento el blanco de su espalda se perdió entre la oscuridad de los árboles.
Yo me quedé allí de pie, con el sol dándome en el cuello, siguiendo con la mirada al enigmático Morlock; era como si el día hubiese quedado transformado; mi mente estaba en perfecta confusión, porque lo que quería decir estaba claro.
Una mano pesada se posó en mi espalda.
—Bien —dijo Stubbins—, ¿cuál es ese gran secreto tuyo?
Me volví a él, pero durante algunos segundos me fue difícil centrarme en su cara.
—Ven conmigo —dije al final, con todo el vigor y buen humor que pude reunir.
Unos minutos más tarde, Stubbins —y el resto de los colonos levantaban cáscaras llenas hasta el borde con mi licor casero de leche de frutos.
El resto del día transcurrió en una deliciosa confusión. El licor resultó ser más que popular, ¡aunque por mi parte hubiese preferido haber podido improvisar una pipa llena de tabaco! Había mucho baile con el sonido de canciones inexpertas y manos palmeando que pretendía ser un tipo de música de 1944 que Stubbins llamaba «swing», de la que me hubiese gustado haber oído más. Hice que me cantasen The Land of the Leal, y ejecuté, con mi solemnidad habitual, uno de mis bailes improvisados, que causó gran admiración e hilaridad. El Diatryma se asó en una brocheta —la cocción llevó casi todo el día y la tarde nos encontró tirados en la arena con platos repletos de suculenta carne.
Una vez que el sol se hundió por debajo de los árboles, la fiesta se apagó rápidamente; ya que la mayoría nos habíamos acostumbrado a una existencia de amanecer a crepúsculo. Dije buenas noches una última vez y me retiré a las ruinas de mi alambique improvisado. Me senté a la entrada del cobertizo bebiendo lo que quedaba del licor, y miré la sombra del bosque adentrarse en el mar del Paleoceno. Formas oscuras corrían por las aguas: rayas, o quizá tiburones.
Pensé en mi conversación con Nebogipfel, e intenté aceptar la decisión que debía tomar.
Después de un rato oí pasos suaves y desiguales en la arena.
Me volví. Era Hilary Bond —apenas podía ver su cara con la última luz del día— y, en cierta forma, no me sorprendió verla.
Sonrió.
—¿Puedo unirme a ti? ¿Te queda algo de ese alcohol ilegal tuyo?
Le indiqué con un gesto que se sentase a mi lado, y le pasé mi cáscara. La bebió con gracia.
—Ha sido un buen día —dijo.
—Gracias a ti.
—No. Gracias a todos nosotros. —Se acercó y me cogió la mano, sin avisar, y el roce de su piel fue una descarga eléctrica—. Quiero agradecerte todo lo que habéis hecho por nosotros. Tú y Nebogipfel.
—No hemos…
—Dudo que hubiésemos sobrevivido los primeros días sin vosotros. —Su voz, suave y baja, era sin embargo segura—. Y ahora, con todo lo que nos has mostrado, y todo lo que Nebogipfel nos ha enseñado… bien, creo que tenemos todas las posibilidades de edificar un nuevo mundo.
Sentí sus dedos largos y delicados en mi palma, y también podía sentir las cicatrices de las quemaduras.
—Gracias por el panegírico. Pero hablas como si nos fuésemos… —Te vas —dijo—, ¿no?
—¿Conoces los planes de Nebogipfel?
Se encogió de hombros.
—En principio.
—Entonces sabes más que yo. Por ejemplo, si ha construido el coche del tiempo, ¿de dónde ha sacado la plattnerita? Los Juggernauts fueron destruidos.
—De los restos de die Zeitmaschine, por supuesto. —Parecía divertida—. ¿No pensaste en eso? —Hizo una pausa—. Y quieres ir con Nebogipfel, ¿no?
Agité la cabeza.
—No lo sé. Sabes, a veces me siento viejo, cansado, ¡como si ya hubiese visto bastante!
Demostró su despreció ante esa idea.
—Tonterías. Mira: tú lo empezaste… —Movió la mano—. Todo esto. El viaje en el tiempo y todos los cambios que ha producido. —Miró el plácido mar—. Y ahora, éste es el mayor cambio de todos, ¿no? —Movió la cabeza—. Tuve algunos tratos con los estrategas de la DGCron, y siempre me deprimía la pequeñez de las ideas de esos tipos. Ajustar el curso de una batalla aquí, asesinar a una figura de cuarto orden allá… Si tuviese una herramienta como un Vehículo de Desplazamiento Temporal, y si supiese que la historia puede ser alterada, como lo sabemos nosotros, ¿entonces te limitarías, deberías limitarte, a metas tontas como ésas? ¿Por qué limitarte a unas pocas décadas, y juguetear con la juventud de Bismarck o el Káiser, cuando se puede ir a millones de años en el pasado como hemos hecho nosotros? Ahora, nuestros hijos tendrán cincuenta millones de años para reconstruir el mundo… Vamos a rehacer la especie humana, ¿no? —Se volvió hacia mí— Pero tú todavía no has llegado al final de todo esto. ¿Cuál crees que es el cambio definitivo? ¿Se puede ir a la Creación y comenzar de nuevo desde allí? ¿Cuánto se puede cambiar?
Recordé a Gödel y sus sueños de un Mundo Final.
—No sé hasta dónde se puede llegar —dije con sinceridad—. Ni siquiera puedo imaginarlo.
Veía su rostro enorme frente a mí, y sus ojos eran dos pozos de oscuridad en el crepúsculo.
—Entonces —dijo—, debes ir a descubrirlo. ¿No? —Se acercó más y sentí que mi mano se cerraba alrededor de la suya, y su aliento cálido contra mi mejilla.
Sentí una rigidez, una reticencia que parecía dispuesta a superar aunque fuese haciendo uso de la voluntad. Le toqué el brazo, encontré carne quemada, y tembló, como si mis dedos fuesen de hielo.
Pero luego cerró la mano alrededor de la mía y la apretó contra su brazo.
—Perdóname —dijo—. No es fácil para mí estar cerca de alguien.
—¿Por qué? ¿Por las responsabilidades de tu rango?
—No —dijo, y el tono de voz me hizo sentirme tanto y torpe—. Por la guerra. ¿Entiendes? Por todos los que ya no están… A veces es difícil dormir. Sufres ahora, no entonces, y eso es lo trágico para los que sobreviven. Sientes que no puedes olvidar y que está mal que sigas viviendo. Si rompes con los que hemos muerto / No dormiremos, aunque crezcan las amapolas / En el campo de Flanders…
Me acerqué más y ella se recostó en mí, una criatura frágil y herida.
En el último momento susurré:
—¿Por qué, Hilary? ¿Por qué ahora?
—La diversidad genética —dijo; su respiración se hacía menos profunda—. Diversidad genética…
Y pronto viajamos —no al fin de los tiempos— sino a los límites de nuestra humanidad, al lado del mar primigenio.
Cuando desperté, todavía era de noche y Hilary se había ido.
Llegué a nuestro viejo campamento a plena luz del día. Nebogipfel apenas me miró cuando entré; evidentemente estaba tan poco sorprendido por mi decisión como lo había estado Hilary.
El coche del tiempo estaba completo. Era una caja de cinco pies cuadrados, y a su alrededor vi fragmentos de un metal que me era desconocido: trozos, supuse, del Messerschmitt, recuperados por el Morlock. Había un banco, hecho con madera de dipterocarpo, y un pequeño panel de control —un conjunto primitivo de botones e interruptores— que incluía el botón azul que Nebogipfel había recuperado del primer coche del tiempo.
—Tengo algo de ropa para ti —dijo Nebogipfel. Sacó botas, una camisa y pantalones, todo en un razonable estado—. No creo que los colonos las echen de menos.
—Gracias. —Yo llevaba pantalones cortos hechos con piel de animales; me vestí con rapidez.
—¿Adónde quieres ir?
Me encogí de hombros.
—A casa. 1891.
Hizo una mueca.
—Está perdido en la multiplicidad.
—Lo sé. —Entré en la estructura—. Viajemos hacia delante, a ver qué encontramos.
Miré por última vez el mar del Paleoceno. Pensé en Stubbins y en el Diatryma domesticado, y en la luz del mar en la mañana. Y supe que allí había estado muy cerca de la felicidad, una satisfacción que me había eludido toda la vida. Pero Hilary tenía razón: no era suficiente.
Todavía sentía deseos del hogar; era una llamada que me llegaba por el río del tiempo, tan fuerte, pensaba, como el instinto que obliga a un salmón a volver a su lugar de nacimiento. Pero sabía, como había dicho Nebogipfel, que mi 1891, aquel mundo cómodo de Richmond Hill, se había perdido en la multiplicidad truncada.
Bien: si no podía volver a casa, decidí, seguiría adelante. ¡Seguiría la ruta de los cambios hasta que no pudiese continuar más adelante!
Nebogipfel me miró.
—¿Estás listo?
Pensé en Hilary. Pero no soy un hombre que tarde en despedirse.
—Estoy listo.
Nebogipfel subió también, primero con la pierna herida. Sin ceremonia, se acercó al panel y pulsó el interruptor azul.
Lo último que vi fueron dos personas —hombre y mujer, desnudos— que parecían precipitarse por la playa. Una sombra cayó brevemente sobre el coche, quizá producida por alguno de los inmensos animales de aquella época; pero pronto nos movíamos demasiado rápido para distinguir esos detalles, y caímos en el tumulto incoloro del viaje en el tiempo.
El Sol pesado del Paleoceno saltó por encima del mar, e imaginé que desde el punto de vista de nuestro movimiento en el tiempo la Tierra giraba alrededor de su eje como una peonza y corría veloz como un cohete alrededor de su estrella. La Luna también era visible como un disco apresurado, ensombrecido por el parpadeo de sus fases. El camino diario del Sol se transformó en una banda de luz argentina que cabeceaba limitada por los equinoccios, y el día y la noche se fundieron en el brillo azul grisáceo del que ya he hablado.
Los dipterocarpos temblaban por el crecimiento y la muerte, y debían hacerse a un lado por el brote de plantas más jóvenes; pero la escena que nos rodeaba —el bosque, el mar suavizado por nuestro movimiento en el tiempo hasta convertirlo en una planicie cristalina— permaneció esencialmente estático, y me pregunté si, a pesar de todos los esfuerzos de Nebogipfel y míos, el hombre no había podido sobrevivir en el Paleoceno.
Entonces, inesperadamente, el bosque murió y desapareció. Era como si hubiesen retirado del suelo la manta de vegetación. Pero la tierra no estaba desnuda; tan pronto como desapareció el bosque, una confusión de marrones y grises cuadriculados —los edificios de Primer Londres en expansión— cubrió el paisaje. Los edificios fluían sobre las colinas desnudas hasta el mar, para convertirse allí en muelles y puertos. Las construcciones individuales se estremecían y morían, casi demasiado rápido para que pudiésemos seguirlas, aunque una o dos persistieron, lo suficiente —supongo que varios siglos para hacerse casi opacas, como modelos toscos. El mar perdió su color azul y mutó a una capa de gris sucio, con las olas difusas por nuestro viaje; el aire parecía estar teñido de marrón, como la niebla del Londres de 1891, lo que daba a la escena un brillo crepuscular sucio, y el aire parecía más cálido.
Era sorprendente que a medida que los siglos quedaban atrás, sin que importase el destino de los edificios individuales, la forma general de la ciudad seguía siendo la misma. Podía ver la banda del río central —el proto-Támesis— y las cicatrices de las rutas principales permanecían, en su aspecto esencial, inalteradas por el tiempo; era una perfecta demostración de cómo la geomorfología, la forma del paisaje, domina la geografía humana.
—Está claro que los colonos han sobrevivido —le dije a Nebogipfel—. Se han convertido en una raza de nuevos humanos, y rehacen su mundo.
—Sí. —Se ajustó la máscara—. Pero recuerda que viajamos a varios siglos por segundo; estamos en medio de una ciudad que ha existido durante miles de años. Dudo que quede demasiado del Primer Londres que vimos fundar.
Miré a mi alrededor lleno de curiosidad. En esos momentos, la pequeña banda de exiliados debía de estar tan lejos de aquellos nuevos humanos como los sumerios de, digamos, 1891. ¿Quedarían recuerdos, en toda aquella amplia y bulliciosa civilización, de los frágiles orígenes de la especie humana en aquel periodo remoto?
Percibí un cambio en el cielo: la luz adoptó un parpadeo verdoso. Pronto comprendí que era la Luna, que todavía navegaba alrededor de la Tierra, fundiéndose alrededor de su ciclo con demasiada rapidez, pero el rostro de la paciente acompañante estaba manchado de verde y azul, los colores de la Tierra y de la vida.
¡Una Luna como la Tierra y habitada! Estaba claro que la nueva humanidad había viajado al mundo hermano en máquinas espaciales, para transformarlo y colonizarlo. ¡Quizás existía ahora una raza de hombres lunares, tan altos y larguiruchos como los Morlocks de baja gravedad que había encontrado en el año 657.208! Por supuesto, no podía distinguir ningún detalle por el giro completo de un mes de la Luna por el cielo acelerado; y lo lamenté mucho, porque me hubiese encantado haber tenido un telescopio para ver las aguas de aquellos nuevos océanos golpear aquellos cráteres profundos y antiguos, y los bosques que se extendían por el polvo de los grandes mares. ¿Cómo sería estar en aquellas praderas rocosas, separado del lazo de la Tierra? Con cada paso en aquella gravedad menguada saldrías volando por el aire frío, con el Sol feroz e inmóvil sobre la cabeza; sería como un paisaje onírico, pensé, con todo ese brillo, y plantas menos parecidas a la flora terrestre que las cosas que había imaginado entre las rocas del fondo del mar… Bien, aquéllas eran vistas que jamás contemplaría. Con esfuerzo, dejé de hacer supuestos sobre la Luna, y centré mi atención en la situación.
Ahora había movimiento en el cielo occidental, en lo más bajo del horizonte: luces breves se encendían, lanzadas frente al cielo, y colocadas en su lugar, donde permanecían durante largos milenios, antes de apagarse y ser remplazadas por otras. Pronto hubo una multitud de aquellas chispas, y se fundieron en un puente, que cruzaba el cielo de horizonte a horizonte; en su mejor momento, conté varias docenas de luces en aquella ciudad del cielo.
Se las señalé a Nebogipfel.
—¿Son estrellas?
—No —dijo ecuánime—. La Tierra todavía gira, y las verdaderas estrellas deben ser demasiado oscuras para ser visibles. Las luces que vemos cuelgan en una posición fija sobre la Tierra…
—¿Entonces qué son? ¿Lunas artificiales?
—Quizá. Ciertamente son los hombres quienes las han colocado ahí. Los objetos puede que sean artificiales, construidos con materiales tomados de la Tierra, o de la Luna, ya que su pozo gravitatorio es menor. O puede que sean objetos naturales llevados a ese lugar alrededor de la Tierra por medio de cohetes: quizá cometas o asteroides capturados.
¡Contemplé aquellas luces alborotadas con la misma fascinación con que cualquier cavernícola hubiese mirado la luz de un cometa que pasase por encima de su cabeza!
—¿Cuál será el propósito de tales estaciones espaciales?
—Ese satélite es como una torre, fija sobre la Tierra, de veinte mil millas de alto…
Sonreí.
—¡Qué vista! Se podría uno sentar en ella y admirar la evolución del clima sobre un hemisferio.
»O la estación podría servir para transmitir mensajes telegráficos de un continente a otro. O, más radical, uno podría imaginar la transferencia de grandes industrias, manufactura pesada, o la generación de energía, a la seguridad relativa de la órbita alta.
Abrió las manos.
—Puedes observar por ti mismo la degradación del aire y el agua a nuestro alrededor. La Tierra tiene una capacidad limitada para absorber los productos de desecho de la industria, y con el desarrollo suficiente, el planeta podría hacerse inhabitable.
»Sin embargo, en órbita, los límites al crecimientos son virtualmente infinitos: piensa en la Esfera construida por mi propia especie.
La temperatura siguió subiendo, y el aire se hacía más irrespirable. El coche del tiempo improvisado por Nebogipfel era funcional, pero estaba pobremente equilibrado, y se agitaba y movía; me agarré sufriendo al banco, ya que la combinación de calor y movimiento y el vértigo normal del viaje en el tiempo me producían náuseas.
Se produjeron más cambios en la Ciudad Orbital del ecuador. La disposición caótica de las luces se había hecho más regular. Ahora había una banda de siete u ocho estaciones, todas muy brillantes, colocadas a intervalos regulares alrededor del globo; supuse que más estaciones similares debían de estar situadas bajo el horizonte, siguiendo su marcha continua alrededor de la cintura del globo.
Entonces, unas hebras de luz, hermosas y delicadas, bajaron directas de las estaciones, acercándose como dedos inseguros a la Tierra. El movimiento era regular, y lo bastante lento para que pudiésemos seguirlo; comprendí que contemplaba unos proyectos de ingeniería colosales —proyectos que ocupaban miles de millas de espacio durante milenios— y me impresionó la dedicación y el alcance de los nuevos humanos.
Después de varios segundos, la primeras hebras habían llegado a la oscuridad neblinosa del horizonte. Entonces, una de aquellas hebras desapareció, y la estación a la que estaba sujeta se apagó como la llama de una vela en la brisa. Claramente la hebra había caído o se había soltado, y su estación de anclaje había quedado destruida. ¡Contemplé la silenciosa imagen pálida preguntándome qué inmenso desastre —y cuántos muertos— representaba! Sin embargo, en unos pocos momentos una nueva estación apareció en la posición libre girando alrededor del ecuador, y una nueva hebra surgió de ella.
—No estoy seguro de creer lo que ven mis ojos —le dije al Morlock—. ¡Me parece que intentan fijar esos cables del espacio a la Tierra!
—Supongo que eso es lo que pasa —dijo el Morlock—. Presenciamos la construcción de un Ascensor Espacial, un nexo fijo entre la superficie de la Tierra y las estaciones en órbita.
Hice una mueca ante la idea.
—¡Un Ascensor Espacial! Me encantaría subir en algo así: elevarse entre las nubes hacia la grandeza silenciosa del espacio. Pero si el ascensor tuviese paredes de vidrio, no sería un paseo agradable para los que padecen de vértigo.
—No.
Ahora vi que más líneas de luz se extendían entre las estaciones geosincrónicas. Pronto los puntos brillantes de luz estaban unidos, y las líneas se ensancharon para formar una banda brillante, tan ancha y brillante como las estaciones. De nuevo —aunque realmente no tenía ganas de acortar nuestro viaje en el tiempo— deseé poder ver más de aquella inmensa ciudad de los cielos que circundaba todo un mundo.
Los cambios de la Tierra durante el mismo periodo no eran ni de lejos tan espectaculares. De hecho, me dio la impresión de que Primer Londres se había quedado estática, incluso tal vez había sido abandonada. Algunos de los edificios habían durado tanto que casi nos parecían sólidos, aunque eran oscuros, bajos y horribles; mientras otros se desplomaban en ruinas sin ser remplazados (notamos el proceso por la aparición brutal de huecos en el complejo perfil de la ciudad). Me parecía que el aire se hacía más espeso, el paciente mar más gris, y me pregunté si la Tierra había sido finalmente abandonada, ya sea por las estrellas o, tal vez, por un refugio más aceptable bajo el suelo.
Le comenté esa posibilidad al Morlock.
—Quizá —dijo—. Pero ya han pasado más de un millón de años desde que Hilary Bond y su gente establecieron la colonia original. Hay mayor distancia evolutiva entre tú y los nuevos humanos de esta era, que entre tú y yo. Por lo tanto, todas nuestras suposiciones sobre la forma de vida de esta raza, sus motivos e incluso su composición biológica son sólo eso.
—Sí-dije lentamente—. Aun así…
—¿Sí?
Aun así el Sol todavía brilla. Por tanto la historia de estos nuevos humanos es diferente a la tuya. Aunque está claro que tienen máquinas espaciales como las vuestras, no tienen la intención de cubrir el Sol como hicisteis los Morlocks.
—Evidentemente no. —Levantó la mano pálida al cielo—. De hecho, sus intenciones parecen mucho más ambiciosas.
Me volví para ver lo que me señalaba. Vi nuevamente que la Ciudad Orbital mostraba cambios. Ahora surgían enormes conchas —irregulares, de miles de millas de ancho— alrededor de la brillante ciudad lineal, como bayas en un bastón. A medida que las conchas se terminaban salían despedidas de la Tierra, floreciendo con un fuego que iluminaba el paisaje, y desaparecían.
Desde nuestro punto de vista, el desarrollo de aquellos artefactos, desde la forma embriónica hasta la salida, ocupaba un segundo 0 menos; pero sabía que cada dosis de luz brillante debía bañar la Tierra durante décadas.
Era un espectáculo impresionante, y duró algún tiempo; varios miles de años según mis cálculos.
Las conchas eran, por supuesto, grandes naves en el espacio.
—Así que —le dije al Morlock— los hombres viajan fuera de la Tierra en esos grandes yates del espacio. ¿Pero adónde crees que van? ¿A los planetas? ¿A Marte, o Júpiter, o…?
Nebogipfel estaba sentado con la máscara orientada al cielo, y con las manos en las rodillas, y las luces de las naves jugaban con el pelo de su cara.
—No se necesitan energías tan espectaculares como ésas para viajar a distancias tan pequeñas. Con motores como ésos… creo que la ambición de los nuevos humanos es aún mayor. Creo que abandonan el sistema solar, de la misma forma que parece que han abandonado la Tierra.
Miré las naves que partían sorprendido.
—¡Qué impresionantes deben de ser los nuevos humanos! No quiero ser duro con los Morlocks, viejo amigo, ¡pero qué diferencia de ambiciones y energía! Quiero decir, una cosa es una Esfera alrededor del Sol, pero enviar a tus propios hijos a las estrellas…
—Es cierto que nuestras ambiciones se limitaban al control cuidadoso de una sola estrella, y tiene lógica, porque así se obtiene más espacio vital para la especie que por medio de miles, de millones de saltos interestelares.
—Oh, puede que sí —dije—, pero ni de lejos es tan espectacular, ¿no?
Se ajustó la máscara y miró la Tierra destruida.
—Quizá no. Pero el control de recursos finitos, incluso de la Tierra, parece que es una competencia que los nuevos humanos no poseen.
Vi que tenía razón. A medida que la luz de las naves interestelares caía sobre el mar, los restos de Primer Londres se deterioraban todavía más —las ruinas parecían burbujear, como si se licuasen— y el mar se hizo más gris y el aire más irrespirable. El calor era ya intenso, y separé la camisa del pecho, donde se me había pegado.
Nebogipfel se movió en el banco, mirando a su alrededor incómodo.
—Creo… si pasa, será rápido…
—¿El qué?
No contestó. El calor era mucho más severo que el que recordaba de la jungla del Paleoceno. Las ruinas de la ciudad, desperdigadas sobre las colinas de basura marrón, parecían temblar, haciéndose irreales.
¡Y entonces —con un resplandor tan intenso que oscureció el Sol— la ciudad estalló en llamas!
El fuego devorador nos tragó durante una fracción de segundo. Un nuevo calor —insoportable— recorrió el coche del tiempo, y grité. Pero, afortunadamente, el calor se retiró tan pronto como se apagó el incendio de la ciudad.
En aquel instante de fuego, la antigua ciudad desapareció. Primer Londres desapareció de la superficie de la Tierra, y lo que quedó fueron unos pocos salientes de cenizas y ladrillos fundidos; y aquí y allá rastros de cimientos. El suelo desnudo fue pronto colonizado por los atareados procesos de la vida una lenta vegetación cubrió las colinas y las praderas, y árboles enanos se apresuraron a seguir su ciclo en la orilla de mar—, pero el avance de esa nueva ola de vida era lento. Parecía condenada a una existencia atrofiada; porque una niebla perlífera lo cubría todo, oscureciendo el brillo paciente de la Ciudad Orbital.
—Así que Primer Londres ha quedado destruido —dije maravillado—. ¿Crees que hubo una guerra? El fuego debió de haber durado décadas, hasta que no quedó nada más que quemar.
—No fue una guerra —dijo Nebogipfel—. Pero creo que fue una catástrofe provocada por el hombre.
Ahora vi la cosa más extraña. Lo nuevos árboles dispersos morían, pero no se marchitaban siguiendo su ciclo, como los dipterocarpos que había visto antes. Más bien, los árboles se incendiaban —ardían como inmensas cerillas— y todos desaparecieron en un instante. Vi también que una gran quemadura se extendió por la hierba y arbustos, un ennegrecimiento que persistía durante las estaciones, hasta que ya no creció más hierba, y la tierra quedó desnuda y oscura.
Encima, las nubes perlíferas se hacían más gruesas y la bandas del Sol y la Luna quedaron oscurecidas.
—Creo que esas nubes son de cenizas —le dije a Nebogipfel—. Parece que la Tierra arde… Nebogipfel, ¿qué pasa?
—Es como temía —dijo—. Tus amigos derrochadores… esos nuevos humanos…
—¿Sí?
—Con su intromisión y descuido, han destruido el equilibrio vital del clima del planeta.
Temblé, porque hacía frío: era como si el calor se escapase del mundo por un desagüe intangible. Al principio agradecí aquel alivio del calor ardiente; pero aquel frío pronto se hizo insoportable.
—Atravesamos una fase de exceso de oxígeno, de una mayor presión atmosférica-dijo Nebogipfel—. Los edificios, plantas y hierbas, incluso la madera húmeda, arden espontáneamente en tales condiciones. Pero no durará mucho. Es una transición a un nuevo equilibro… Es una inestabilidad:
La temperatura caía en picado —el área adoptó el aspecto de un noviembre frío— y me apreté la camisa más cerca del cuerpo. Tuve la breve impresión de un parpadeo blanco —era la aparición estacional de la nieve y hielo de invierno— y luego el hielo y el permafrost se asentaban sobre la tierra, sin tener en cuenta las estaciones, formando una superficie dura de un blanco grisáceo que parecía permanente.
La Tierra quedó transformada. A1 oeste, al norte y al sur, los contornos de la tierra quedaban ocultos por la capa de hielo y nieve. Al este, el viejo mar del Paleoceno había retrocedido varias millas; podía ver hielo en la playa, y —lejos al norte— un blanco reflejo fijo que indicaba la presencia de icebergs. El aire estaba claro, y una vez más pude ver el Sol y la verde Luna subiendo por el cielo, pero ahora el
aire tenía ese color perlífero que se asocia con lo más profundo del invierno, justo antes de una nevada.
Nebogipfel se había inclinado sobre sí mismo, con las manos bajo los brazos y las piernas dobladas debajo. Cuando le toqué el hombro, la carne estaba helada. Era como si su esencia se hubiese retirado a lo más profundo de su cuerpo. Los pelos de la cara y pecho se habían cerrado sobre sí mismos, como las plumas de un pájaro. Sentí culpa por sus problemas, porque consideraba las heridas de Nebogipfel como mi responsabilidad, ya sea directa o indirectamente.
—Venga, Nebogipfel. Ya hemos pasado antes por periodos glaciares, fueron mucho peores que éste, y sobrevivimos. Atravesamos un milenio cada pocos segundos. Pronto pasaremos esto y volveremos a salir a la luz del Sol.
—No lo entiendes —susurró.
—¿Qué?
—Esto no es simplemente una Época Glacial. ¿No lo entiendes? Esto es cualitativamente diferente… la inestabilidad… —Cerró los ojos de nuevo.
—¿Qué quieres decir? ¿Va a durar mucho más que antes? ¿Cien mil años, medio millón? ¿Cuánto?
Pero no contestó.
Puse los brazos a mi alrededor e intenté mantenerme caliente. Las garras del frío se hundieron más profundamente en la piel de la Tierra, y aumentó el grosor del hielo, siglo tras siglo, como una marea que subiese lentamente. El cielo parecía despejarse —la luz de la banda solar parecía brillante y dura, aunque aparentemente sin calor— y supuse que el daño provocado a la delgada capa de gases vitales se estaba reparando con lentitud, ahora que el hombre ya no era una fuerza sobre la Tierra.
Aquella Ciudad Orbital todavía colgaba, brillante e inaccesible, en el cielo sobre la tierra helada, pero no había rastros de vida en la Tierra, y todavía menos de la humanidad.
¡Después de algunos millones de años de aquello empecé a sospechar la verdad!
—Nebogipfel —dije—. No va a acabar nunca… esta Edad de Hielo, ¿no?
Giró la cabeza y murmuró algo.
—¿Qué? —Acerqué el oído a su boca—. ¿Qué has dicho?
Sus ojos se habían cerrado y estaba insensible.
Agarré a Nebogipfel y lo levanté del banco. Lo deposité en el suelo de madera del coche del tiempo, luego me tendí a su lado y apreté; mi cuerpo contra el suyo. No estaba muy cómodo: el Morlock era como un frío trozo de carne contra el pecho, haciéndome sentir
aún más frío; y tuve que luchar contra los restos de mi desprecio por la raza de los Morlocks. Pero lo soporté todo, porque esperaba que mi calor corporal lo mantuviese con vida un poco más. Le hablé, y le masajeé hombros y brazos; lo hice hasta que despertó, porque creía que si le dejaba permanecer inconsciente se deslizaría sin saberlo hasta la muerte.
—Explícame esa inestabilidad climática tuya —dije.
Giró la cabeza y murmuró:
—¿Qué sentido tendría? Tus amigos nuevos humanos nos han matado…
—El sentido es que me gustaría saber qué me está matando.
Después de algo más de persuasión, el Morlock se rindió.
Me dijo que la atmósfera de la Tierra era algo dinámico. La atmósfera sólo poseía dos estados estables naturales, dijo Nebogipfel, y ninguno de los dos podía sostener vida; y el aire, si se le alteraba demasiado, caería en cualquiera de esos estados, lejos de la estrecha banda de condiciones adecuadas para la vida.
—Pero no entiendo. ¿Si la atmósfera es una mezcla inestable como sugieres, cómo es que el aire se las ha arreglado para mantenernos, como ha hecho, durante muchos millones de años?
Me dijo que la acción de la vida misma había alterado ampliamente la evolución de la atmósfera.
—Hay un equilibrio de gases atmosféricos, temperatura y presión, que es ideal para la vida. Por lo tanto la vida actúa, en grandes ciclos inconscientes, implicando miles de millones de organismos, para mantener el equilibrio.
»Pero el equilibrio es inherentemente inestable. ¿Entiendes? Es como un lápiz que se apoya sobre la punta: ese sistema se caerá con la más pequeña alteración. —Giró la cabeza—. Aprendimos que era arriesgado jugar con los ciclos de la vida, nosotros los Morlocks; aprendimos que si eliges alterar los distintos mecanismos que mantienen la estabilidad atmosférica, entonces deben ser reparados o remplazados. ¡Qué pena —dijo con dificultad— que los nuevos humanos, esos héroes tuyos capaces de viajar a las estrellas, no hayan aprendido lecciones tan simples como ésa!
—Explícame lo de las dos estabilidades, Morlock; ¡porque me parece que vamos a visitar una o la otra!
En el primero de los estados estables letales, dijo Nebogipfel, la superficie de la Tierra ardería: la atmósfera se haría tan opaca como las nubes sobre Venus, y se convertiría en una trampa de calor. Tales nubes, de millas de ancho, impedirían el paso de la mayor parte de la luz del Sol, dejando sólo un pálido brillo rojizo; desde la superficie no podría verse el Sol, ni los planetas o las estrellas. Los rayos brilla-
rían continuamente en la lóbrega atmósfera, y la superficie estaría al rojo vivo: desprovista por completo de vida.
—Ésa es una posibilidad —dije, intentado evitar mis estremecimientos—, pero comparado con este maldito frío, suena como un club de vacaciones… ¿Y el segundo de los estados estables?
—La Tierra Blanca.
Cerró los ojos, y no me habló más.
No sé cuánto tiempo estuvimos tendidos allí, encogidos en la base del coche del tiempo, aferrándonos a lo que nos quedaba de calor corporal.
Suponía que éramos el único fragmento de vida que quedaba en el planeta, exceptuando, quizás, algún liquen resistente que colgaba de alguna roca congelada.
Me acerqué más a Nebogipfel y seguí hablándole.
—Déjame dormir-susurró.
—No —respondí, tan contundente como pude—. Los Morlocks no duermen.
—Yo sí. He pasado demasiado tiempo cerca de los humanos.
—Si duermes, morirás… Nebogipfel. Creo que debemos detener el coche.
Guardó silencio durante un rato.
—¿Por qué?
—Debemos regresar al Paleoceno. La Tierra está muerta, atrapada en el dominio de este terrible invierno, por lo que debemos regresar a un pasado más habitable.
—Es una buena idea… —tosió— exceptuando el detalle de que es imposible. No pude diseñar controles complejos para esta máquina.
—¿Qué dices?
—Que este coche del tiempo es básicamente balístico. Podía apuntar al pasado o al futuro, y durante un periodo de tiempo especificado; llegaremos a 1891 de esta historia, o a sus alrededores. Una vez apuntado y lanzado, no tengo control sobre la trayectoria.
»¿Entiendes? El coche sigue un camino en el tiempo determina-
do por las condiciones iniciales y la fuerza de la plattnerita alemana. Nos detendremos en 1891 —un 1891 helado— y no antes…
Sentí que se reducían mis temblores, pero no porque me sintiese más a gusto, sino porque, comprendí, mis propias fuerzas estaban comenzado a quedar exhaustas.
Pero quizás aquél no fuese el final, pensé: si el planeta no había sido abandonado —si los hombres fuesen a reconstruir la Tierra quizás encontrásemos un clima que pudiéramos habitar.
—¿Y el hombre? ¿Qué hay del hombre? —azucé a Nebogipfel.
Gruñó y giró los ojos cubiertos.
—¿Cómo podría sobrevivir la humanidad? El hombre ha abandonado el planeta o se ha extinguido por completo…
—¿Abandonado la Tierra? ¡Ni siquiera los Morlocks, con vuestra Esfera alrededor del Sol, llegasteis a tanto!
Me alejé de él y me levanté apoyado en los hombros para poder ver fuera del coche del . tiempo, hacia el sur. Porque era desde allí —ahora estaba seguro—, de la dirección de la Ciudad Orbital, de donde vendría cualquier esperanza.
Pero lo que vi a continuación me llenó de un miedo terrible.
El cinturón alrededor de la Tierra seguía en su lugar, las uniones entre las estaciones brillantes eran tan luminosas como siempre, pero vi que las líneas que habían anclado la ciudad al planeta habían desaparecido. Mientras me había ocupado del Morlock, los habitantes orbitales habían desmantelado los Ascensores, eliminando así su unión umbilical con la Madre Tierra.
A continuación, una luz brillante se encendió en varias de las estaciones. El resplandor se reflejó en la superficie de hielo de la Tierra, como una ristra de soles en miniatura. El anillo de metal se desplazó de su posición en el ecuador. A1 principio, esa migración era lenta; pero entonces la ciudad pareció girar sobre un eje —encendida, como una espiral de fuegos artificiales— hasta que se movió con tanta rapidez que no podía distinguir las estaciones individuales.
Luego se fue, desplazándose lejos de la Tierra hasta la invisibilidad.
El simbolismo de ese abandono era sobrecogedor y, sin el fuego de los grandes motores, la capa de hielo de la Tierra abandonada parecía más fría y más gris que antes.
Me eché en el coche.
—Es cierto —le dije a Nebogipfel.
—¿El qué?
—Que han abandonado la Tierra, la Ciudad Orbital se ha soltado y se ha ido. La historia del planeta ha terminado, Nebogipfel… ¡y también, me temo, la nuestra!
A pesar de todos mis esfuerzos, Nebogipfel cayó inconsciente, y después de un tiempo, yo no tenía fuerzas para seguir. Me acurruqué junto al Morlock, intentando proteger su cuerpo húmedo de lo peor del frío, aunque me temo que sin demasiado éxito. Sabía que, debido a nuestra velocidad por el tiempo, nuestro viaje no duraría más de treinta horas en total, ¿pero qué sucedería si la plattnerita alemana o el diseño de Nebogipfel estaban mal? Podría quedar atrapado, congelándome lentamente, en aquella dimensión atenuada para siempre, o saltar en cualquier momento al hielo eterno.
Creo que me dormí… o me desmayé.
Creí ver al Observador-la gran cabeza ancha— flotando frente a mis ojos, y más allá de su carcasa sin miembros podía ver las elusivas estrellas teñidas de verde. Intenté coger las estrellas, porque me parecían muy brillantes y cálidas; pero no podía moverme —quizá lo soñé todo— y luego el Observador desapareció.
Finalmente, con un bandazo, la potencia de la plattnerita se agotó, y el coche cayó nuevamente en la historia.
El brillo perlífero del cielo desapareció, y la luz pálida del Sol se apagó, como si le hubiesen dado a un interruptor: me encontré en las tinieblas.
Los restos de nuestro calor del Paleoceno se perdieron en el cielo. El hielo me agarró la carne —parecía que me quemaba— y no podía respirar, aunque no sabía si era por el frío o por la contaminación del aire, y sentía una gran presión en el pecho, como si me ahogase.
Sabía que no estaría consciente muchos segundos más. Decidí que al menos, antes de morir, vería aquel 1891 tan diferente de mi propio mundo. Puse los brazos debajo —ya no sentía las manos— y empujé hasta quedar medio sentado.
La Tierra yacía bajo una luz plateada, como la luz de la Luna (o al menos eso pensé al principio). El coche del tiempo estaba, como si fuese un juguete roto, en medio de una planicie de hielo antiguo. Era de noche y no había estrellas —al principio pensé que debía de haber nubes—, pero luego vi, en lo más bajo del horizonte, un trozo de Luna, y no podía entender la ausencia de estrellas; me pregunté si el frío había dañado mis ojos. El mundo hermano todavía era verde y sentí alegría: quizá todavía viviese gente allí. ¡Cuán brillante debía de ser la Tierra helada en el cielo de aquel mundo joven! Cerca del borde de la Luna brillaba una luz: no era una estrella, porque estaba demasiado cerca, quizá fuese el reflejo del Sol en un lago lunar.
Una parte de mi cerebro me obligó a preguntar por el origen de la luz plateada, porque ahora se reflejaba en la escarcha que se acumulaba en la estructura del coche del tiempo. Si la Luna seguía siendo verde, no podía ser la fuente de ese brillo élfico. ¿Qué entonces?
Con mis últimas fuerzas giré la cabeza. Y allí, en el cielo sin estrellas por encima de mi cabeza, había un disco brillante; una gasa titilante, como tejida con telas de araña, de una docena de veces el tamaño de la Luna llena.
Y, tras el coche del tiempo, aguardando pacientemente en la planicie de hielo…
No podía verlo bien; me pregunté si no me estarían fallando los ojos. Era una forma piramidal, de la altura de un hombre, pero las líneas eran difusas, como si estuviesen eternamente en movimiento.
—¿Estás vivo? —quise preguntarle a la terrible visión. Pero mi garganta estaba cerrada, mi voz congelada, y no pude plantear más preguntas.
La oscuridad se cerró a mi alrededor, y el frío retrocedió al fin.