LIBRO UNO La Noche Negra

1. EL VIAJE EN EL TIEMPO

Hay tres dimensiones espaciales por las que el hombre puede vagar libremente. El Tiempo no es sino una cuarta dimensión: idéntica a las otras en sus principales características, excepto por el hecho de que nuestra conciencia se ve obligada a viajar por ella a un paso fijo, como la punta de mi pluma sobre esta página.

Si —ésas eran mis especulaciones en el curso de mis estudios sobre las peculiares propiedades de la luz— uno pudiese girar las cuatro dimensiones de Espacio y Tiempo —convirtiendo la longitud en duración, por así decirlo— ¡entonces podríamos recorrer los pasillos del tiempo con la misma facilidad con la que cogemos un taxi a West End!

La plattnerita introducida en la sustancia de la Máquina del Tiempo era la clave de esa operación; la plattnerita permitía a la máquina girar, de forma poco usual, a una nueva configuración de la estructura del Espacio y el Tiempo. De esta forma, los espectadores que observasen la partida de la Máquina del Tiempo —como el Escritor— verían que la máquina giraba vertiginosamente antes de desvanecerse en la historia; asimismo, el conductor —yo— inevitablemente sufría mareos, producidos por la fuerza centrífuga y de Coriolis, que te hacían sentir como si te salieses de la máquina.

Por todas esas razones, el giro inducido por la plattnerita era de un tipo diferente al de una peonza, o al de la lenta revolución de la Tierra. La sensación de girar se contradecía por completo, desde el punto de vista del conductor, con la impresión de estar quieto sobre el asiento, a medida que el tiempo dejaba atrás la máquina, porque se trataba de una rotación del Espacio y el Tiempo en sí mismos.

A medida que las noches sucedían a los días, la forma nebulosa del laboratorio desapareció y me encontré en espacio abierto. Una vez más recorría el periodo del futuro en el que, suponía, el laboratorio había sido derribado. El Sol volaba por el cielo como una bala de cañón, múltiples días condensados en un minuto, iluminando un pálido y esquelético andamio a mi alrededor. El andamio desapareció pronto, dejándome al descubierto al lado de la colina.

Mi velocidad en el tiempo se incrementó. El parpadeo de noches y días se combinó en un azul profundo, y pude ver la Luna, girando en sus fases como la peonza de un niño. Y a medida que viajaba más rápido, la bola de cañón del Sol se transformó en un arco de luz, un arco que se elevaba y cruzaba todo el cielo. A mi alrededor, el clima oscilaba, y las ráfagas de nieve invernal y verde primaveral marcaban las estaciones. Finalmente, ya acelerado, penetré en una nueva quietud tranquila en la que los ritmos anuales de la Tierra misma —el Paso del anillo solar por sus solsticios— latían como un corazón sobre el paisaje.

No estoy seguro de si dejé claro, en mi primer relato, el silencio en que uno se ve envuelto cuando viaja en el tiempo. El canto de los pájaros, el traqueteo del tráfico en el pavimento, el tictac de los relojes —incluso el respirar suave de la propia casa— forman todos juntos un tapiz invisible en nuestras vidas. Pero, apartado del tiempo, sólo me acompañaban el sonido de mi propia respiración y el suave ruido, como el de una bicicleta, de la Máquina del Tiempo bajo mi peso. Tenía una increíble sensación de aislamiento, parecía como si hubiese penetrado en un nuevo universo mudo a través de cuyas paredes fuese visible nuestro mundo como por una ventana, pero en este nuevo universo yo era la única cosa viva. Una gran confusión se apoderó de mí, y se alió con la sensación vertiginosa de caída que acompaña el viaje al futuro, para provocarme náuseas y depresión.

Sin embargo, el silencio quedó roto: un murmullo pesado, sin fuente aparente, parecía llenar mis oídos como el ruido de un río inmenso. Ya lo había notado en mi primer viaje: no estaba seguro de la causa, pero parecía ser el resultado de mi paso indecoroso a través del majestuoso devenir del tiempo.

Cuán equivocado estaba, como sucedía a menudo con mis hipótesis apresuradas.

Estudié los cuatro indicadores cronométricos; golpeé con la uña cada uno de ellos para asegurarme de que funcionaban. La manecilla del segundo indicador, que medía miles de días, había comenzado a desplazarse de la posición de reposo.

Esos indicadores —sirvientes mudos y fieles— habían sido adaptados de medidores de presión de vapor. Funcionaban midiendo la presión en la barras de cuarzo tratadas con plattnerita, una tensión que era producida por el efecto de rotación del viaje en el tiempo. Los indicadores contaban días —¡no años, o meses, o años bisiestos, o fiestas de guardar!— por decisión de diseño.

Tan pronto como comencé a investigar en los aspectos prácticos del viaje en el tiempo, y en particular en la necesidad de medir la posición de la máquina en él, empleé bastante esfuerzo en intentar producir un medidor cronométrico capaz de mostrar una medida normal: siglos, años, meses y días. ¡Pronto me di cuenta de que probablemente invertiría más tiempo en ese proyecto que en el resto de la Máquina del Tiempo!

Me volví bastante intolerante con las peculiaridades de nuestro ya viejo calendario, que había sido el resultado de una historia de ajustes inadecuados: intentos de fijar la recolección y el invierno que se remontaban a los comienzos de la sociedad organizada. Nuestro calendario es un absurdo histórico, sin ser siquiera preciso, al menos no en la escala cosmológica que pretendía desafiar.

Escribí cartas furibundas a The Times proponiendo reformas que nos permitiesen funcionar con precisión y sin ambigüedades en una escala de tiempo que fuese útil en algo a un científico moderno. Para empezar, dije, desechemos esos absurdos años bisiestos. El año tiene cerca de trescientos sesenta y cinco días y cuarto; y ese cuarto accidental es el que produce esa estupidez de ajuste con años bisiestos. Propuse dos esquemas alternativos, ambos capaces de eliminar ese absurdo. Podríamos tomar el día como unidad básica, y crear meses y años regulares con múltiplos de días: imaginen un año de trescientos días compuesto de diez meses de treinta días cada uno. Por supuesto, el ciclo de la estaciones se desplazaría a lo largo del año, pero —en una civilización tan avanzada como la nuestra— eso no produciría demasiados problemas. El Observatorio de Greenwich, por ejemplo, podía publicar diarios cada año con las diversas posiciones solares —los equinoccios y demás— de la misma forma que, en 1891, todos los periódicos imprimen las fiestas de la Iglesia Cristiana.

Por otra parte, si el ciclo de las estaciones se considera unidad fundamental, entonces deberíamos inventar un Nuevo Día que fuese una fracción exacta —digamos una centésima— de un año. Eso significaría que nuestro periodo de oscuridad y luz, de sueño y vigilia, caería en momentos diferentes cada Nuevo Día. Pero ¿y qué? Argumentaba que ya muchas ciudades modernas operan las veinticuatro horas. Y por lo que se refiere al lado humano, bastaría con llevar un diario; con la ayuda de registros adecuados uno podría planear sus momentos de sueño y vigilia con unos Nuevos Días de antelación.

Finalmente propuse que deberíamos mirar hacia delante, cuando la conciencia del hombre se liberase de su foco decimonónico en el aquí-y-ahora, y considerásemos cómo podrían ser las cosas cuando nuestro pensamiento se ocupara de decenas de milenios. Imaginaba un nuevo Calendario Cosmológico, basado en la precesión de los equinoccios —la inclinación lenta del eje de nuestro planeta bajo la influencia gravitatoria del Sol y la Luna—, un ciclo que tarda veinte milenios en completarse. Con un Gran Año de ese tipo podríamos medir nuestro destino en términos precisos y sin ambigüedades, por ahora y para siempre.

Rectificaciones de ese tipo, decía, tendrían un valor simbólico más importante que el práctico: sería la forma perfecta de celebrar la llegada del nuevo siglo, ya que serviría para anunciar a todos los hombres que una nueva Era de Pensamiento Científico había comenzado.

No tengo que decir que mis contribuciones fueron ignoradas, si exceptuamos una respuesta obscena, que decidí ignorar, en una sección de la prensa popular.

De cualquier forma, después de eso abandoné todo intento de construir medidores cronométricos sujetos al calendario, y opté por contar simplemente los días. Siempre he sido bueno con los números, y no me era difícil convertir mentalmente el recuento de días a años. En mi primera expedición, había viajado al día 292.495.934, que —ajustando los años bisiestos— resultaba ser el año 802.701 después de Cristo. Nuevamente debía viajar por tanto hasta que los indicadores señalasen el día 292.495.940: ¡el día exacto en que había perdido a Weena, y gran parte de mi autoestima, entre la llamas del bosque!

Mi casa había estado situada en una hilera de terrazas situada en Petersham Road, la parte bajo Hill Rise, por encima del río. Me encontré, una vez que la casa había sido derribada, a la intemperie a un lado de la colina. El rellano de Richmond Hill se levantaba a mis espaldas; una masa incrustada en el tiempo geológico. Los árboles florecían y se convertían en tocones en cuanto sus vidas de siglos transcurrían en unos pocos latidos de mi corazón. El Támesis se había convertido en un cinturón de luz argentina, suavizado por mi paso a través del tiempo, y labrábase un nuevo cauce: parecía retorcerse por el paisaje como un gusano inmenso y paciente. Nuevas edificaciones se elevaban impetuosas: algunas incluso estallaban a mi alrededor, allí donde se había levantado mi casa. Aquellos edificios me sorprendieron por sus dimensiones y gracia. El puente de Richmond de mis días había desaparecido hacía tiempo, pero vi un nuevo arco, quizá de una milla de longitud, que formaba un lazo, sin ningún soporte, en el aire y a través del Támesis; y había torres disparadas al cielo inconstante, soportando masas inmensas en sus gargantas esbeltas. Consideré la idea de utilizar la Kodak a intentar fotografiar aquellos fantasmas, pero sabía que los espectros carecían de luz suficiente, difuminados como estaban por el viaje en el tiempo. Las tecnologías arquitectónicas que allí vi me parecían tan alejadas de las posibilidades del siglo diecinueve como remota era una catedral gótica para los romanos o los griegos. Con seguridad, supuse, en ese futuro el hombre habría ganado algo de libertad frente al inexorable tirón de la gravedad; ¿de qué otra forma podrían haberse elevado esas formas contra el cielo?

Pero no tardó el gran arco del Támesis en mancharse de marrón y verde, los colores de la vida destructiva a irreverente, y —en lo que me pareció un parpadeo— el arco se desplomó por su centro, convirtiéndose en dos troncos a cada orilla. Como toda obra humana, comprendí, incluso aquellas estructuras colosales eran quimeras pasajeras, destinadas a la caducidad frente a la paciencia inmemorial de la tierra.

Me sentí extrañamente ajeno al mundo, un distanciamiento producido por el viaje en el tiempo. Recordé la curiosidad y la emoción que sentí al penetrar por primera vez por entre esos sueños de arquitecturas futuras; recordé mi breve y febril especulación a propósito de los logros de aquella futura raza de hombres. Esta vez sabía la verdad; sabía que a pesar de esos logros increíbles, la humanidad caería inevitablemente, bajo la presión inexorable de la evolución, en la decadencia y la degradación de Elois y Morlocks.

Me di cuenta de lo ignorantes que somos, o nos hacemos, las personas con el paso del tiempo. ¡Cuán breves son nuestras vidas!, y qué pequeños son los males que nos afligen cuando los vemos con la perspectiva del curso de la historia. Somos menos que moscas, desamparados frente a las fuerzas inmisericordes de la geología y la evolución; unas fuerzas que se mueven imparables, pero con tal lentitud que, día a día, no somos conscientes de su existencia.

2. UNA NUEVA VISION

Pronto pasé la época de las grandes edificaciones. Nuevas casas y mansiones, menos ambiciosas pero todavía enormes, hicieron acto de presencia a mi alrededor, cubriendo por completo el valle del Támesis, y adquirieron una cierta opacidad, que es, a ojos de un viajero en el tiempo, el resultado de la longevidad. El arco del Sol, que se inclinaba en el cielo azul oscuro entre los solsticios, pareció hacerse más brillante, y una afluencia verde cubrió Richmond Hill y tomó posesión de la tierra, desterrando los marrones y blancos del invierno. Una vez más, había penetrado en la era en que el clima de la Tierra había sido ajustado en favor de la Humanidad.

Miré el paisaje reducido a la inmovilidad por mi velocidad; sólo los fenómenos de más larga vida persistían en el tiempo lo suficiente para ser registrados por los ojos. No vi ni gentes, ni animales, ni siquiera el paso de una nube. Quedé suspendido en una quietud misteriosa. Si no hubiese sido por la banda oscilante del Sol, y el profundo y sobrenatural azul del cielo, habría tenido la impresión de encontrarme sentado a solas en un parque una tarde de otoño.

Según mis indicadores, había recorrido algo menos que un tercio del viaje (aunque ya habían transcurrido un cuarto de millón de años desde mi propia época), y aun así la era en que el hombre construía sobre la tierra ya había acabado. El planeta se había transformado en el jardín en el que las gentes que se convertirían en Elois vivirían sus vidas fútiles e insignificantes; y ya, estaba seguro, los proto-Morlocks debían haber sido aprisionados bajo tierra, y debían estar ya construyendo sus inmensas cavernas llenas de máquinas. Pocas cosas cambiarían en el próximo medio millón de años que me quedaba por atravesar, sólo la posterior degradación de la humanidad, y la identidad de las víctimas en el millón de pequeñas tragedias que a partir de ese momento sería la condición humana…

Pero observé, al dejar esas mórbidas elucubraciones, que había un cambio que lentamente se manifestaba en el paisaje. Me sentí trastornado, en el acostumbrado balanceo de la Máquina del Tiempo. Algo había cambiado, quizás algo en la luz.

Desde mi asiento contemplé los árboles fantasma, la llanura plana de Petersham y los recodos del paciente Támesis.

Entonces levanté la cabeza hacia los cielos difuminados por el tiempo, y finalmente comprendí que la banda del Sol estaba quieta. La Tierra todavía giraba sobre su eje con la suficiente rapidez como para manchar el movimiento de nuestra estrella sobre los cielos, y para convertir las estrellas en invisibles, pero la banda de luz ya no cabeceaba entre los solsticios: se había quedado quieta a inmutable, como hecha de cemento. Rápidamente me volvieron la náusea y el vértigo. Me tuve que agarrar con fuerza a los carriles de la máquina, y tragué, luchando por controlar mi cuerpo.

¡Me es difícil explicar el impacto que aquel único cambio del paisaje tuvo en mí! Primero, me conmocionó la audacia de la ingeniería necesaria para eliminar el ciclo de las estaciones. Las estaciones de la Tierra son el producto de la inclinación del eje del planeta con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. Parecía que ya nunca más habría estaciones sobre la Tierra. Y eso sólo podía significar —me di cuenta instantáneamente— que habían corregido la inclinación del eje del planeta.

Intenté imaginar cómo podría haberse logrado tal cosa. ¿Qué grandes máquinas se habían instalado en los polos? ¿Qué medidas se habían tomado para garantizar que la Tierra no saliese disparada durante el proceso? Quizás, especulé, habían empleado algún dispositivo magnético de gran tamaño, con el que habían manipulado el núcleo fundido y magnético del planeta.

Pero no fue sólo la magnitud de esa ingeniería planetaria lo que me conmocionó: más aterrador era el hecho de que no había apreciado la regularización de las estaciones en mi primer viaje en el tiempo. ¿Cómo era posible que no hubiese visto un cambio tan inmenso y profundo? Después de todo, soy un científico: mi oficio es la observación.

Me froté la cara y miré la banda solar que colgaba del cielo, como desafiándome a creer en su falta de movimiento. Su brillo hería mis ojos; y parecía hacerse cada vez más brillante. Primero supuse que era mi imaginación o un defecto en mis ojos. Agaché la cabeza, deslumbrado, me sequé las lágrimas con la manga y parpadeé para librarme de las manchas de luz.

No soy un hombre primitivo, ni un cobarde, pero sentado allí ante la prueba de los logros extraordinarios de los hombres del futuro, me sentí como un salvaje que se pintase su desnudez y llevase huesos en el pelo, acobardado ante los dioses del esplendoroso cielo. Temí en lo más profundo de mi ser por mi cordura; y aun así intenté creer que, de alguna forma, no había notado aquel increíble fenómeno astronómico durante mi primer paso por esos años. Porque la única hipótesis alternativa me aterraba hasta lo más profundo de mi alma: no me había equivocado durante mi primer viaje; aquella vez no había habido regulación del eje de la Tierra; el curso de la historia había cambiado.

La forma semieterna de la colina no se había transformado —la morfología de la antigua tierra no se veía afectada por la evolución de la luz en los cielos—, pero pude ver que el manto de verdor que la había cubierto retrocedía, bajo el brillo constante del sol.

Noté un lejano parpadeo sobre la cabeza, y miré hacia arriba protegiéndome con una mano. El parpadeo provenía de la banda solar, o lo que había sido la banda solar, porque una vez más podía distinguir la trayectoria del Sol en forma de bola de cañón a través del cielo en su ciclo diurno; ya su velocidad no era tan rápida para que no pudiese seguirlo, y el cambio de la noche al día producía el parpadeo.

Al principio pensé que la máquina había desacelerado. Pero cuando miré los indicadores, vi que las manecillas se movían por las esferas con la misma velocidad de antes.

La uniformidad perlada de la luz se disolvió, y la alternancia de noche y día quedó en evidencia. El Sol se movía por el cielo, reduciendo su velocidad con cada trayectoria, caliente, brillante y amarillo; y pronto me di cuenta de que la estrella empleaba muchos siglos en completar una revolución por el cielo de la Tierra.

Finalmente, el Sol se detuvo por completo; se paró en el horizonte occidental, ardiente, inmisericorde a inalterado. La rotación de la Tierra se había detenido; ¡y ahora giraba con una cara perpetuamente hacia el Sol!

Los científicos del siglo diecinueve habían predicho que finalmente las fuerzas de marea del Sol y la Luna harían que la rotación de la Tierra se ajustase al Sol, de la misma forma que la Luna se veía obligada a presentar siempre la misma cara a la Tierra. Ya había sido testigo de ese fenómeno en mi primer viaje al futuro: pero era algo que no ocurriría hasta pasados muchos millones de años. Y sin embargo, ¡a poco más de medio millón de años en el futuro me encontraba con una Tierra quieta!

Comprendí que había visto de nuevo la mano del hombre en acción: dedos que descendían de los de los monos se habían extendido por los siglos con la fuerza de los dioses. El hombre no se había conformado sólo con enderezar su mundo, sino que también había reducido el giro mismo de la Tierra, eliminando así para siempre el viejo ciclo del día y la noche.

Miré el nuevo desierto de Inglaterra. La hierba había desaparecido por completo, y sólo quedaba expuesto un barro seco. Aquí y allá vi parpadeos de algún arbusto resistente —de forma similar a un olivo que intentaba sobrevivir bajo el sol implacable. El poderoso Támesis, que se había desplazado como una mina en su lecho, se encogió entre sus orillas hasta que ya no pude ver el brillo de sus aguas. No sentía que esos últimos cambios hubiesen mejorado el lugar: al menos el mundo de Morlocks y Elois había mantenido el carácter esencial de la campiña inglesa, con mucho verde y mucha agua; el efecto, reflexiono ahora, debía ser similar al de remolcar las Islas Británicas al trópico.

Imaginen al pobre mundo, con una cara vuelta siempre hacia el Sol, y la otra alejada de él. En el ecuador, en el centro del lado diurno, debía de hacer calor suficiente como para hervir las carnes de un hombre sobre los huesos. Y el aire debía de estar huyendo del lado supercalentado, con vientos huracanados, hacia el hemisferio más frío, para quedar allí congelado formando una nieve de oxígeno y nitrógeno sobre los océanos helados. Si en ese momento hubiese detenido la máquina, quizás esos grandes vientos me hubiesen arrastrado, ¡como el último suspiro de los pulmones del planeta! El proceso sólo acabaría cuando el lado diurno estuviese seco y al vacío, desprovisto de vida; y el lado oscuro quedase cubierto por una costra de aire congelado.

También comprendí con creciente terror que ¡no podía volver a mi época! Para volver debía detener la máquina, y si lo hacía me encontraría en un mundo sin aire, ardiente, tan estéril como la superficie de la Luna. ¿Pero me atrevería a continuar, hacia un futuro incierto, y esperar encontrar en las profundidades del tiempo un mundo habitable?

Ya sabía con seguridad que algo había fallado en mis percepciones, o recuerdos, de mi viaje en el tiempo. Si me era apenas creíble que durante el primer viaje pudiese haber pasado por alto la desaparición de las estaciones —aunque no lo creía—, me resultaba inconcebible que no hubiese notado el cambio en el giro de la Tierra.

No había ninguna duda: viajaba a través de sucesos que diferían, enormemente, de los que había presenciado la primera vez.

Soy un hombre especulativo por naturaleza, no me faltan nunca una o dos hipótesis; pero en aquel momento estaba tan conmocionado que no podía pensar. Me sentía como si mi cuerpo siguiese avanzando por el tiempo; pero con el cerebro todavía en el pasado. Creo que el valor que había sentido al principio era sólo apariencia porque complacientemente me sabía dirigido hacia un peligro ya conocido. Pero ahora ¡ya no tenía ni idea de lo que me esperaba en los corredores del tiempo!

Mientras me entretenía con esas elucubraciones morbosas, presencié cambios posteriores en el cielo, ¡como si el orden natural de las cosas no hubiese sido suficientemente alterado! El Sol se volvía más brillante. Y, aunque es difícil estar seguro de por qué el brillo resultaba más intenso, me parecía que la forma de la estrella cambiaba. Se extendía por el cielo convirtiéndose en un trozo elíptico de luz.

Consideré la posibilidad de que se le hubiese hecho girar más deprisa, para que se aplastase debido a la rotación…

Y entonces, repentinamente, el Sol estalló.

3. EN LA OSCURIDAD

Penachos de luz emergieron de los polos de la estrella, como enormes llamaradas. En unos pocos latidos de mi corazón el Sol se cubrió de un brillante manto. Calor y luz golpearon de nuevo la castigada Tierra.

Grité y escondí el rostro entre las manos; pero todavía podía ver la luz del multiplicado Sol que se filtraba a través de la carne de los dedos, y era reflejada por el cobre y el níquel de la Máquina del Tiempo.

Entonces, tan rápido como había llegado, la tormenta de luz cesó, y una especie de cáscara se cerró alrededor del Sol, como una boca enorme que se tragase la estrella, y caí en la tinieblas.

Aparté las manos y me encontré en medio de la oscuridad más absoluta, incapaz de ver, aunque las manchas de luz todavía me bailaban en los ojos. Podía sentir el duro asiento de la Máquina del Tiempo debajo de mí, y al inclinarme pude encontrar las esferas de los indicadores; y la máquina todavía temblaba al proseguir su viaje por el tiempo. Comencé a temer que había perdido la vista.

La desesperación se adueñó de mí, más oscura que la oscuridad exterior. ¿Acabaría tan pronto mi segundo viaje en el tiempo, con tanta ignominia? Agarré los controles, mientras mi cerebro concebía planes en los que rompía las esferas de los indicadores cronométricos y, por medio del tacto, tal vez pudiese volver a casa .

… Y supe entonces que no estaba ciego: podía ver algo.

En muchos aspectos ése fue el hecho más extraño de todo el viaje hasta ese momento; tan extraño que al principio permanecí más allá del horror.

Primero distinguí una luz en la oscuridad. Era un brillo tan tenue y extenso, similar a la aurora, y tan débil que pensé que mis ojos me estaban jugando una mala pasada. Creí ver estrellas a mi alrededor; pero eran débiles, como si su luz me llegase a través de una ventana empañada.

Y luego, bajo el débil resplandor, vi que no estaba solo.

La criatura estaba a una pocas yardas por delante de la Máquina del Tiempo; o mejor dicho, flotaba en el aire, sin apoyo aparente. Se trataba de una bola de carne: algo así como una cabeza flotante, de unos cuatro pies de diámetro, con dos juegos de tentáculos que colgaban hacia el suelo como dedos grotescos. Su boca era un pico de carne, y no parecía tener nariz. Los ojos de la criatura —dos, grandes y oscuros— eran humanos. Parecía emitir un ruido —un murmullo bajo, como el de un río— y comprendí con horror que ése era exactamente el ruido que había oído al principio de la expedición, a incluso durante mi primera aventura en el tiempo.

¿Me había acompañado esa criatura —ese Observador, como la llamé— de forma invisible en mis dos expediciones por el tiempo?

De pronto, corrió hacia mí. ¡Apareció a no más de una yarda de mi cara!

Me derrumbé por fin. Grité y, sin pensar en las consecuencias, tiré de la palanca.

¡La Máquina del Tiempo volcó —el Observador desapareció— y volé por los aires!


Quedé inconsciente; no sé durante cuánto tiempo. Desperté despacio, con la cara pegada a una superficie dura y arenosa. Sentí como un aliento cálido en el cuello —un suspiro, un toque de pelos suaves contra mi mejilla—, pero cuando me quejé a intenté inclinarme, la sensación desapareció.

Extendí los brazos y busqué a mi alrededor. Para mi tranquilidad, me vi recompensado con un choque casi inmediato con una masa de marfil y cobre: era la Máquina del Tiempo, arrojada como yo en aquel desierto oscuro. Palpé con manos y dedos los carriles y travesaños de la máquina. Estaba volcada, y en la oscuridad no tenía forma de saber si había sufrido algún daño.

Necesitaba una luz. Busqué las cerillas en el bolsillo y no las encontré: ¡como un idiota las había colocado todas en la mochila! El pánico se apoderó de mí; pero pude controlarme, y temblando me acerqué a la Máquina del Tiempo. La comprobé con el tacto, buscando entre los carriles doblados hasta que encontré la mochila, todavía segura bajo el asiento. Con impaciencia, la abrí y busqué en su interior. Encontré dos cajas de cerillas y me las puse en los bolsillos; luego saqué una cerilla y la encendí .

Había un rostro, justo frente a mí, ni a dos pies, brillando en el círculo de luz de la cerilla: vi una piel blanca y sin relieves, el pelo le colgaba del cráneo, y tenía unos ojos grandes de color rojo grisáceo.

La criatura emitió un grito extraño y gutural, y se esfumó en la oscuridad más allá del brillo de la luz.

¡Era un Morlock!

La cerilla me quemó los dedos y la solté; busqué otra y con el pánico casi tiro mi preciada caja.

4. LA NOCHE NEGRA

El fuerte olor a azufre de las cerillas se me metió en la nariz, y retrocedí sobre la arena hasta que toqué con la espalda las barras de cobre de la Máquina del Tiempo. Después de unos minutos de desesperación recuperé el sentido común suficiente para sacar una vela de la mochila. Sostuve la vela frente a la cara y fije la vista en la llama amarilla, ignorando la cera caliente que me corría por los dedos.

Comencé a distinguir alguna estructura en el mundo que me rodeaba. Pude ver la masa de cobre y cuarzo que era la Máquina del Tiempo brillando bajo la luz de la vela, y una forma —como una gran estatua o edificio— que se alzaba, pálida a inmensa, no lejos de donde me encontraba. La falta de luz no era completa. El Sol podía haber desaparecido, pero las estrellas seguían brillando en grupos sobre mí, aunque las constelaciones de mi niñez se habían desplazado. No puede encontrar ni rastro de nuestra Luna.

Sin embargo, en una zona del cielo no brillaba ninguna estrella: en el oeste, sobresaliendo sobre el horizonte negro, había una elipse aplastada, sin estrellas, que ocupaba un cuarto del cielo. Era el Sol, ¡rodeado de una increíble cáscara!

Cuando se me pasó algo el miedo, decidí que mi primera tarea debía ser asegurarme el regreso a casa: debía colocar en posición la Máquina del Tiempo, ¡pero no lo haría en la oscuridad! Me arrodillé y palpé en el suelo. La arena era dura y de grano fino. Escarbé con el pulgar, y abrí un pequeño agujero donde inserté la vela, confiando que en unos pocos momentos se fundiese cera suficiente para mantenerla en su lugar. Ahora tenía una fuente de luz para realizar la operación, y las manos libres.

Apreté los dientes, respiré hondo, y luché con el peso de la máquina. Metí muñecas y rodillas bajo la estructura en un intento de levantarla del suelo —la había construido para que fuese sólida, no fácil de manejar— hasta que finalmente se rindió a mi asalto y volvió a su posición. Una barra de níquel me golpeó dolorosamente en el hombro.

Descansé las manos en el asiento, y sentí que la arena de este nuevo futuro había estropeado el cuero. En la oscuridad de mi propia sombra encontré los indicadores cronométricos con un dedo —una esfera se había hecho pedazos, pero el indicador en sí parecía estar bien— y las dos palancas blancas con las que podría volver a casa. Al tocar las palancas, la máquina tembló como un fantasma, recordándome que yo no pertenecía a esta época: que en cualquier momento podía subir al aparato y regresar a la seguridad de 1891, sólo herido en mi orgullo.

Saqué la vela de su hueco en la arena y la mantuve frente a los indicadores. Era el día 239.354.634: por tanto —estimé— el año era el 657.208 después de Cristo. Mis especulaciones sobre la mutabilidad del pasado y el futuro debían ser ciertas, porque esa colina oscura estaba situada en el tiempo ciento cincuenta milenios antes del nacimiento de Weena, ¡y no podía concebir cómo aquel mundo jardín iluminado por el sol podía haber salido de esa oscuridad!

En mi remota infancia, recuerdo que mi padre me entretenía con un juguete primitivo llamado «Imágenes cambiantes». Toscas imágenes en color se proyectaban sobre una pantalla por medio de un doble juego de lentes. La lente de la derecha proyectaba una imagen; luego la luz iba cambiando hacia la izquierda, de forma que la imagen proyectada por la derecha se desvanecía a medida que la otra incrementaba su brillo. De niño me impresionaba profundamente por la forma en que una realidad brillante se convertía en un fantasma, para ser sustituida por una sucesora que al principio apenas se veía. Había momentos emocionantes en que las dos imágenes estaban en perfecto equilibrio, y era difícil decir con exactitud qué realidades avanzaban y cuáles retrocedían, o si alguna parte del conjunto de imágenes era verdaderamente «real».

De la misma forma, en medio de un paisaje en sombras, sentía que la descripción del mundo que había construido se volvía nebulosa y débil, y era reemplazada sólo por el esquema de su sucesora, ¡con más confusión que claridad!

La divergencia de las historias gemelas que había presenciado —en la primera, la construcción del mundo jardín de los Elois; en la segunda, la desaparición del Sol y la aparición de ese desierto planetario— me era incomprensible. ¿Cómo podían las cosas ser y luego no ser?

Recordé las palabras de Tomás de Aquino: «Dios no puede hacer que lo ya pasado no haya sido. Es una imposibilidad mayor que resucitar a los muertos…» ¡Yo también lo había creído! No soy dado a las especulaciones filosóficas, pero siempre había considerado el futuro como una extensión del pasado: fijo a inmutable, incluso para Dios, y por supuesto para la mano del hombre. El futuro para mí era como una enorme habitación, fija y estática. Y en el mobiliario del futuro podía yo explorar con mi Máquina del Tiempo.

Pero había descubierto que el futuro podía no ser algo fijo, ¡sino algo mutable! Si así era, pensé, ¿qué sentido tenían las vidas de los hombres? Ya era bastante soportar la idea de que todos nuestros logros serían reducidos a la insignificancia por la erosión del tiempo —¡y yo, de todos los hombres, era el que mejor lo sabía!—, pero al menos uno siempre había tenido la sensación de que sus monumentos, y las cosas que amaba, habían sido una vez. Pero si la historia era capaz de un borrón tan completo, ¿qué valor tenía cualquier actividad humana?

Reflexionando así sentí como si la solidez de mi pensamiento y la firmeza de mi comprensión del mundo se derritiesen. Miré fijamente la llama de la vela, en busca del esquema de una nueva comprensión.

No todo estaba perdido, decidí; mis temores se apaciguaban, y mi mente permanecía fuerte y decidida. Exploraría ese mundo extraño y tomaría todas las fotos posibles con la Kodak, y luego regresaría a 1891. Allí, mejores filósofos que yo podrían lidiar con el problema de dos futuros que se excluían el uno al otro.

Fui hacia la Máquina del Tiempo, desenrosqué las palancas que me conducían en el tiempo y las guardé seguras en el bolsillo. Luego busqué hasta encontrar el atizador, todavía fijo en el sitio de la máquina donde lo dejé.

Probé el mango y lo sopesé. Me imaginé partiendo los blandos cráneos de algunos Morlocks con ese trozo de ingeniería primitiva y mi confianza creció. Metí el atizador en una de las presillas del cinturón. Colgaba un poco torpemente pero me tranquilizaba con su peso y solidez, y por sus resonancias a hogar y fuego.

Levanté la vela en el aire. La estatua o edificio espectral que había notado cerca de la máquina apareció vagamente iluminada. Era de hecho un monumento de algún tipo: una figura colosal esculpida en piedra blanca, aunque la forma era difícil de distinguir bajo la luz de la vela.

Me aproximé al monumento. Cuando lo hacía, por el rabillo del ojo me pareció ver un par de ojos de color rojo grisáceo que se abrían y una espalda blanca que huía por la arena con un ruido de pies descalzos. Coloqué la mano sobre el trozo de cobre que colgaba de mi cinturón y seguí.

La estatua se erigía sobre un pedestal que parecía ser de bronce y decorado con paneles finamente grabados. El pedestal estaba manchado, como si tiempo atrás hubiese sufrido un ataque de verdín que se había secado hacía mucho. La estatua en sí era de mármol blanco, y de un cuerpo leonino se extendían grandes alas que parecían flotar sobre mí. Me pregunté cómo podían sostenerse esas grandes hojas de piedra, ya que no pude ver ningún puntal. Quizá tuviese una estructura metálica, pensé, o quizás algo de aquel control de la gravedad, que había supuesto en mi paso por la Era de las Grandes Edificaciones, había perdurado hasta esa época. La cara de la bestia de mármol era humana y estaba vuelta hacia mí; sentí que aquellos dos ojos de piedra me miraban, acompañados de una sonrisa sardónica y cruel en los labios golpeados por la intemperie…

Y con una sacudida reconocí la construcción; ¡si no hubiese sido por mi temor a los Morlocks hubiese saltado de alegría! Era el monumento que había denominado La Esfinge Blanca; una estructura con la que me había familiarizado en ese mismo sitio durante mi primera visita al futuro. ¡Era casi como encontrarse con una vieja amiga!

Caminé por la colina arenosa, alrededor de la máquina, recordando. El sitio había sido un prado, rodeado de malvas y rododendros púrpura; arbustos que en mi primera visita habían arrojado sus flores sobre mí como bienvenida. Y, alzándose sobre todo, inconfundible, había estado la imponente forma de esa esfinge.

Bien, allí estaba otra vez, ciento cincuenta mil años antes de esa fecha. Los arbustos y el prado no estaban allí, y sospechaba que nunca lo estarían. El jardín iluminado por el sol había sido sustituido por un desierto oscuro, y ahora sólo existía en los recovecos de mi mente. Pero la esfinge estaba allí, sólida como la vida y casi indestructible.

Palmeé los paneles de bronce de la estatua casi con afecto. De alguna forma, la existencia de la esfinge, que permanecía desde mi anterior visita, me reafirmaba que no estaba imaginando todo aquello, ¡que no me volvía loco en alguna alcoba de mi casa en 1891! Todo era objetivamente real, y —sin duda y como el resto de la creación— todo encajaba en un esquema lógico. La Esfinge Blanca era parte de ese esquema, y sólo mi ignorancia y las limitaciones de mi cerebro me impedían ver el resto. Me sentí reforzado, y decidido a continuar con mis exploraciones.

En un impulso, caminé hasta el lado del pedestal que quedaba más cerca de la Máquina del Tiempo y, a la luz de la vela, examiné el panel de bronce tallado. Fue ahí, recordé, donde los Morlocks —en aquella otra historia— habían abierto la base hueca de la esfinge para encerrar la Máquina del Tiempo dentro del pedestal, con la intención de aprisionarme. Había ido a la esfinge con una piedra y había golpeado en ese panel, justo allí; recorrí los adornos con las yemas de los dedos. Había aplastado algunas espirales de ese panel, aunque sin resultado. Bien, ahora las espirales estaban en perfectas condiciones, como si fuesen nuevas. Era extraño pensar que esas espirales no conocerían la furia de mi piedra hasta dentro de muchos milenios o quizá nunca en absoluto.

Estaba decidido a alejarme de la máquina para explorar. Pero la presencia de la esfinge me había recordado el horror de dejar la Máquina del Tiempo en manos de los Morlocks. Me palmeé el bolsillo —al menos, sin las palancas la máquina no funcionaba— pero no había nada que impidiese acercarse a aquellas horribles bestias a la máquina tan pronto como me alejase, quizá para desmontarla o robarla nuevamente.

Por otra parte, ¿cómo iba a evitar perderme en aquel paisaje oscuro? ¿Cómo podría volver a la máquina una vez que me hubiese alejado aun unas pocas yardas?

Medité el problema unos momentos: mi deseo por explorar en lucha con mis temores. Y se me ocurrió una idea. Abrí la mochila y saqué las velas y los trozos de alcanfor. Con impaciencia coloqué esos elementos en los recovecos de la Máquina del Tiempo. Luego recorrí la máquina con cerillas encendidas hasta que cada trozo o vela estaba ardiendo.

Me aparté de mi obra con algo de orgullo. Las llamas de las velas se reflejaban en el níquel y el cobre, por lo que la Máquina del Tiempo parecía un adorno de Navidad. En esa oscuridad, y con la máquina situada en un lado desnudo de la colina, podría ver mi faro desde una distancia adecuada. Con suerte, las llamas alejarían a los Morlocks y, si no, vería inmediatamente la reducción de la iluminación y podría volver de inmediato para unirme a la batalla.

Jugueteé con el mango del atizador. Creo que una parte de mí deseaba ese desenlace; ¡sentía un hormigueo en manos y brazos al pensar en la rara y suave sensación de sentir el puño hundirse en la cara de un Morlock!

De cualquier forma, ahora estaba preparado para la expedición. Cogí la Kodak, encendí una pequeña lámpara de aceite y caminé por la colina, deteniéndome cada pocos pasos para asegurarme de que la Máquina del Tiempo permanecía tranquila.

5. EL POZO

Levanté la lámpara, pero su brillo sólo alcanzaba unos pocos pies. Todo estaba en silencio; no había ni un soplo de aire, ni ningún ruido de agua, y me pregunté si el Támesis seguía fluyendo. A falta de un destino definido, decidí dirigirme hacia el lugar, donde estaba el gran salón comedor en la época de Weena. Se encontraba a poca distancia hacia el noroeste, por la colina más allá de la esfinge, y ése fue el camino que seguí una vez más, reflejando en el espacio, aunque no en el tiempo, mi primer paseo en el mundo de Weena.

Recordé que cuando realicé ese viaje por última vez había hierba bajo mis pies, sin ser atendida, pero que crecía exacta, corta y libre de hierbajos. Ahora, mis botas empujaban la arena suave al caminar por la colina.

Mi visión se estaba adaptando a aquella noche escasa en estrellas, pero, aunque había edificios —sus siluetas se recortaban contra el cielo— no vi ninguna señal del salón. Lo recordaba perfectamente: había sido un edificio gris, deteriorado y vasto, de piedra desgastada, con una entrada tallada y adornada; y al entrar por su arco, los pequeños Elois, delicados y hermosos, habían revoloteado a mi alrededor con sus miembros pálidos y sus túnicas suaves.

No tardé mucho en caminar tanto que supe que había superado el emplazamiento del salón. Evidentemente —al contrario que la esfinge y los Morlocks— el palacio comedor no había sobrevivido en esa historia, o quizá nunca había sido construido, pensé con un escalofrío; quizás había caminado, dormido, ¡e incluso comido!, en un edificio inexistente.

El camino me llevó hasta un pozo, un elemento que había visto en mi primer viaje. Como recordaba, la estructura estaba rodeada de bronce y protegida por una cúpula pequeña y extrañamente delicada. Había algo de vegetación —negra como el humo a la luz de las estrellas— alrededor de la cúpula. Lo examiné todo con cierto temor, ya que esos enorme conductos habían sido el medio empleado por los Morlocks para subir de su cavernas infernales al mundo soleado de los Elois.

La boca del pozo estaba en silencio. Eso me pareció extraño, ya que recordaba haber oído en aquellos otros pozos el tuc-tuc-tuc de las grandes máquinas de los Morlock, en lo más profundo de las cavernas.

Me senté a un lado del pozo. La vegetación parecía ser un tipo de liquen; era suave y seca al tacto, aunque no la investigué más profundamente, no intenté determinar su estructura. Levanté la lámpara, intentado sostenerla sobre el anillo para ver si volvía el reflejo en el agua; pero la llama parpadeó, como en una gran corriente, y en un breve momento de temor ante la idea de enfrentarme a la oscuridad, la aparté.

Metí la cabeza bajo la cúpula y me incliné sobre el borde del pozo, y un golpe de aire cálido y húmedo me recibió —fue como abrir la puerta de un baño turco—, algo inesperado en aquella noche calurosa y árida del futuro. Tenía la impresión de que era muy profundo, e imagine que mis ojos, adaptados ya a la oscuridad, podían distinguir un resplandor rojo.

A pesar de su aspecto, no se parecía en nada a los pozos de los primeros Morlocks. No podía ver ningún gancho de metal a los lados, los que usaban para trepar, y todavía seguía sin detectar el ruido de las máquinas que había oído antes; y además, tenía la impresión extraña a imposible de probar de que ese pozo era mucho más profundo que las cavernas de aquellos otros Morlocks.

Por capricho, saqué la Kodak y preparé el flash. Llené el hueco de la lámpara con blitzlichtpulver, levanté la cámara a inundé el pozo con luz de magnesio. Su reflejo me deslumbró, y era un brillo tan intenso que posiblemente no se había visto sobre la Tierra desde el momento en que el Sol había quedado cubierto, cien mil años antes o más. ¡Al menos eso habría asustado a los Morlocks! Y comencé a preparar un esquema defensivo según el cual conectaría el flash a la Máquina del Tiempo, de forma que el polvo se encendiese si alguien la tocaba.

Me levanté y pasé algunos minutos cargando el flash y tomando fotos al azar alrededor del pozo. Pronto me rodeó una nube de humo blanco y acre. Quizá tuviese suerte, pensé, ¡y pudiera capturar para maravilla de la humanidad la huida aterrorizada de un Morlock!

… Oía unos arañazos, suaves a insistentes, al lado del pozo, ni a tres pies de donde me encontraba.

Grité mientras buscaba el atizador. ¿Me habían atacado los Morlocks mientras fantaseaba?

Con el atizador en la mano, me adelanté con cuidado. Comprendí que el sonido chirriante provenía de entre los líquenes; había una forma que se movía segura por entre esas pequeñas plantas oscuras. No era un Morlock, así que bajé el atizador, y me incliné para examinar los líquenes. Vi un pequeña criatura como un cangrejo, no mayor que mi mano; el sonido que oía era el roce de su única y desmesurada boca contra los líquenes. La concha del cangrejo parecía ser negra y

no tenía ojos, como si fuese una criatura ciega de las profundidades del océano.

Comprendí, al ver aquel simple drama, que la lucha por la supervivencia continuaba, incluso en esa noche cerrada. Me sorprendió que no hubiese visto ningún signo de vida —exceptuando a los Morlocks—, aparte de ese pozo, en toda mi visita. No soy biólogo, pero me parecía evidente que la presencia de una fuente de calor y aire húmedo debería atraer la vida, en aquel mundo convertido en un desierto, de la misma forma que había atraído a ese cangrejo granjero y a su cosecha de líquenes. Supuse que el calor debía de provenir del interior de la Tierra, cuya actividad volcánica, evidente en nuestros propios días, no se había reducido significativamente en los pasados seiscientos mil años. Y quizá la humedad provenía de un acuífero que todavía existía bajo el suelo.

Debía de ser, pensé, que la superficie del planeta estaba llena de cúpulas y pozos como áquél. Pero su propósito no era permitir la entrada al mundo interior de los Morlocks —como en aquella otra historia— sino liberar los recursos intrínsecos de la Tierra para calentar y humedecer el planeta sin Sol; y la vida que había sobrevivido a la monstruosa ingeniería que había presenciado se congregaba ahora alrededor de aquellas fuentes de calor y humedad.

Mi confianza se incrementaba —entender algo de todo aquello era un tónico poderoso para mi valor, y después de la falsa alarma del cangrejo no tenía sensación de peligro— y me senté nuevamente al borde del pozo. Tenía mi pipa y algo de tabaco en un bolsillo; llené la cazoleta y la encendí. Comencé a especular sobre la forma en que esa historia difería de la primera que había visto. Evidentemente había algunos hechos paralelos —había habido Morlocks y Elois— pero sus monstruosas diferencias habían sido resueltas en eras pasadas.

Me pregunté por qué ambas especies se habían enfrentado finalmente, ya que los Morlocks, a su modo bestial, eran tan dependientes de los Elois como éstos de los Morlocks, y el sistema parecía estable.

Vi la forma en que podría haber sucedido. Los Morlocks eran humanos degradados después de todo, y el corazón del hombre no está hecho para la lógica. Los Morlocks debían de saber que dependían de los Elois para su existencia; debían de haber sentido resentimiento por ello y haberlos despreciado: sus primos remotos reducidos a ganado. Y aun así…

Y aun así, ¡qué maravillosas eran las breves vidas de los Elois! La pequeña gente reía, cantaba y amaba sobre la superficie de un mundo convertido en un jardín, mientras que los Morlocks debían trabajar en las pestilentes profundidades de la Tierra para proporcionar una vida de lujo a los Elois. De acuerdo en que los Morlocks estaban condicionados para su lugar en la creación, y con seguridad sentirían repugnancia ante la luz del sol, el agua clara y la fruta de los Elois si alguna vez se les ofreciese, pero ¿no envidiarían oscura y taimadamente la vida de lujo de los Elois?

Quizá la carne de los Elois se volvía rancia en la boca de los Morlocks, cuando la comían en sus sórdidas cavernas.

Imaginé a los Morlocks —o a una facción de ellos— surgiendo una noche de sus túneles bajo la Tierra para caer sobre los Elois con sus armas y brazos musculosos. Habría una gran criba, pero en esta ocasión no sería la recolección disciplinada de carne, sino un asalto a sangre fría con un único a inconcebible propósito: la extinción definitiva de los Elois.

¡Cómo debió de correr la sangre por los prados y los palacios, y las viejas piedras devolvieron el eco de los gemidos infantiles de los Elois!

En esa batalla sólo podría haber un vencedor. La frágil gente del futuro, con su belleza atareada y destructiva, jamás podría defenderse contra el criminal asalto organizado de los Morlocks.

Lo vi todo, ¡o al menos eso creí! Los Morlocks, triunfantes al fin, habían heredado la Tierra. Como el jardín de los Elois ya les era inútil, habían permitido que decayese; habían surgido de la Tierra y de alguna forma ¡trajeron con ellos su propia oscuridad estigia para cubrir el Sol! Recordé que el pueblo de Weena había temido las noches de Luna nueva —ella las llamaba «Noches negras»—; ahora me parecía que los Morlocks habían desencadenado una Noche negra definitiva para cubrir la Tierra por siempre. Los Morlocks habían asesinado hasta el último de los hijos verdaderos de la Tierra, a incluso habían asesinado a la propia Tierra.

Ésa fue mi primera hipótesis: salvaje, estrafalaria, ¡y errónea en todos sus detalles!

… Y fui consciente, casi con un espasmo físico, de que en medio de todas aquellas especulaciones históricas había olvidado por completo inspeccionar regularmente la abandonada Máquina del Tiempo.

Me puse en pie y miré hacia la colina. Encontré pronto las luces de la máquina, pero parpadeaban y se movían, como si formas opacas evolucionasen a su alrededor.

¡Sólo podían ser Morlocks!

6. MI ENCUENTRO CON LOS MORLOCKS

Con un arrebato de miedo —y, debo confesarlo, sed de sangre en mi ánimo— lancé un rugido, levanté el atizador y corrí de vuelta. Sin cuidado, dejé caer la Kodak; a mi espalda oí el suave tintineo del cristal roto. Por lo que sé, la cámara todavía esta allí —si se me permite utilizar la frase—, abandonada en la oscuridad.

A medida que me acercaba a la máquina, pude ver que efectivamente eran Morlocks —quizás una docena—, que brincaban alrededor de la máquina. Parecían igualmente atraídos y repelidos por la luz, exactamente igual que las polillas alrededor de las velas. Eran las mismas criaturas simiescas que recordaba —quizás un poco más pequeñas—,con el largo pelo rubio en cara y espalda, la piel de un blanco pastel, brazos largos como los de los monos y fantasmagóricos ojos rojo grisáceo.

Se gritaban y hablaban unos a otros en su extraña lengua. Comprobé con alivio que todavía no habían tocado la Máquina del Tiempo, pero sabía que sólo era cuestión de segundos que esos dedos grotescos —de monos, pero inteligentes como los de un hombre— se abalanzasen sobre el bronce y el níquel.

Pero no habría tiempo para eso, porque me lancé sobre los Morlocks como un ángel vengador.

Blandí puño y atizador a mi alrededor. Los Morlocks gimieron y gritaron al intentar huir. Agarré a una de las criaturas que pasó a mi lado, y sentí una vez más el frío tacto de la carne de Morlock. Su pelo, como tela de araña, me rozaba la mano y el animal me mordió los dedos con sus pequeños dientes, pero no lo solté. Blandí el atizador y sentí el colapso suave y húmedo de carne y huesos.

Los ojos rojo grisáceo se abrieron y se cerraron.

Me daba la impresión de verlo todo desde una parte pequeña y remota del cerebro. Había olvidado mi propósito de volver con pruebas de la existencia del viaje en el tiempo, o incluso de encontrar a Weena: sospeché en ese momento que aquélla era realmente la razón por la que había vuelto a viajar en el tiempo, por aquel momento de venganza: por Weena, y por el asesinato de la Tierra, y por mi propia indignidad. Dejé caer al Morlock-inconsciente o muerto, no era más que un montón de pelos y huesos— y fui a por sus compañeros, empuñando el atizador.

Entonces oí una voz —claramente de Morlock, pero distinta a las otras en su tono y profundidad— que emitió una sola sílaba imperativa. Me volví con los brazos llenos de sangre, y me preparé para seguir luchando.

Ante mí estaba un Morlock que no huía. A pesar de estar desnudo como el resto, su cubierta de pelo parecía peinada y cuidada, lo que le daba el aspecto de un perro acicalado que se hubiese puesto en pie como un hombre. Me adelanté con fuerza, con el atizador firmemente agarrado entre las manos.

Con calma, el Morlock levantó la mano derecha —algo centelleó en ella—, hubo un brillo verde y sentí que el mundo se movía bajo mis pies, arrojándome al lado de mi resplandeciente máquina; ¡y ya no fui consciente de nada más!

7. LA PRISIÓN DE LUZ

Desperté despacio, como si saliese de un sueño profundo y tranquilo. Estaba de espaldas con los ojos cerrados. Me sentía tan a gusto que por un momento creí estar en la cama, en mi casa de Richmond, y que el resplandor rosa que veía a través de los párpados era el sol de la mañana atravesando las cortinas…

Luego me di cuenta de que la superficie sobre la que yacía —aunque blanda y cálida— no tenía la suavidad de un colchón. No había sábanas debajo, o manta por encima.

Luego, de repente, lo recordé todo: todo mi segundo viaje en el tiempo, el oscurecimiento del Sol y mi encuentro con los Morlocks.

El terror me sobrecogió, me endureció los músculos y me atenazó el estómago. ¡Había sido capturado por los Morlocks! Abrí los ojos de golpe.

Y al instante me deslumbró una intensa luz. Venía de un disco remoto de poderosa blancura que estaba justo encima de mí. Grité y me protegí los ojos con los brazos; me di la vuelta para ponerme cara al suelo.

Me puse a cuatro patas. El suelo era cálido y agradable, como el cuero. Al principio mi visión estaba llena de imágenes danzantes del disco de luz, pero al final pude distinguir la sombra bajo mi cuerpo. Entonces, todavía a cuatro patas, noté algo aún más extraño: la superficie que estaba debajo de mí era transparente, como si estuviese hecha de un vidrio flexible, y donde se proyectaba mi sombra podía ver las estrellas con claridad a través del suelo. Me habían colocado en una plataforma transparente con un diorama de estrellas debajo: como si me hubiesen traído a un planetario invertido.

Sentí un mareo, pero pude levantarme. Tenía que cubrirme los ojos con la mano para protegerme del brillo que venía de arriba; ¡deseé no haber perdido el sombrero que traje de 1891! Todavía llevaba el traje ligero, pero ahora estaba manchado de arena y sangre, especialmente alrededor de las mangas, aunque noté con sorpresa que habían intentado limpiarme, ya que en manos y brazos no había sangre de Morlock, ni mucosidades, ni pus. El atizador había desaparecido, y no pude encontrar la mochila. Me habían dejado el reloj, pero las cerillas y las velas ya no estaban en los bolsillos. La pipa y el tabaco también habían desaparecido y sentí una punzada incongruente de pena por ello; ¡en medio de todos aquellos misterios y peligros!

Se me ocurrió una idea, y las manos me volaron a los bolsillos del chaleco, para encontrar las palancas de la Máquina del Tiempo. Seguían todavía allí. Suspiré aliviado.

Miré a mi alrededor. Estaba de pie sobre la sustancia plana y regular que ya he descrito. Me encontraba en el centro de un rayo de luz, de unas treinta yardas de ancho, emitido sobre el suelo por la enigmática fuente luminosa que se hallaba sobre mí. El aire estaba lleno de polvo, por lo que era fácil ver el rayo de luz que me bañaba. Deben imaginarme allí, de pie, bajo la luz como si me encontrase en el fondo de una mina y contemplase el sol de mediodía. Y de hecho, parecía luz solar, aunque no entendía cómo podían haber descubierto el Sol y situarlo estacionario sobre mí. Mi única hipótesis era que mientras estaba inconsciente me habían trasladado a algún punto del ecuador.

Luché contra el pánico creciente recorriendo el círculo de luz. Estaba solo y el suelo aparecía desnudo, exceptuando unas bandejas, dos, con contenedores de cartón que estaban situadas a unos diez pies de donde había dormido. Eché un vistazo a la oscuridad circundante, pero no puede distinguir nada, incluso protegiéndome los ojos. No podía ver las paredes de la cámara. Golpeé con las manos haciendo que las motas de polvo danzasen en el aire. El sonido se redujo, pero no volvió ningún eco. O las paredes estaban imposiblemente lejos o estaban recubiertas con alguna sustancia absorbente; en cualquier caso, no podía conocer la distancia.

No había ni rastro de la Máquina del Tiempo.

Sentí un terror profundo y peculiar: sobre la superficie de vidrio me sentía desnudo y expuesto, sin un sitio para protegerme ni una esquina para hacerme fuerte.

Me acerqué a las bandejas. Miré los contenedores y abrí las tapas:

había un gran cubo vacío y una taza con lo que parecía agua clara. En el último plato había tabletas del tamaño de puños que supuse sería comida, pero comida convertida en trozos amarillos, verdes o rojos, de forma que su origen era irreconocible. Palpé la comida con un dedo: estaba fría y era suave, parecida al queso. No había comido nada desde que Mrs. Watchets me sirvió el desayuno; hacía ya muchas horas frenéticas, y sentía ya una creciente presión en mi vejiga: presión que, suponía, debía aliviarse con el cubo. No veía razón por la que los Morlocks habiéndome mantenido vivo todo este tiempo fuesen a envenenarme, pero aun así no me sentía inclinado a aceptar su hospitalidad, ¡y menos aún a perder mi dignidad empleando el cubo!

Así que caminé alrededor de las bandejas, y alrededor del círculo de luz, husmeando como un animal que sospechase una trampa. Incluso cogí los recipientes y las bandejas, para ver si podían servirme de armas —quizá pudiese fabricarme un cuchillo—, pero las bandejas estaban hechas de un material plateado, parecido al aluminio, tan delgado y débil que podía arrugarlo con las manos. Atacar así a un Morlock sería como hacerlo con un hoja de papel.

Me sorprendió que aquellos Morlocks se comportasen con tanta amabilidad. No les hubiese costado nada acabar conmigo mientras estaba inconsciente, pero habían retenido sus brutas manos, e incluso, con sorprendente habilidad, parecía que habían intentado limpiarme.

Por supuesto, me parecía sospechoso. ¿Con qué intención me habían mantenido con vida? ¿Pretendían sonsacarme —con métodos horribles— el secreto de la Máquina del Tiempo?

Me aparté deliberadamente de la comida y salí del anillo de luz hacia la oscuridad exterior. Mi corazón martilleaba; nada tangible me impedía abandonar la zona iluminada, pero mis temores y mis deseos de luz me obligaban a permanecer allí.

Finalmente elegí una dirección al azar y caminé en la oscuridad con los brazos a los lados preparados para atacar. Conté los pasos: ocho, nueve, diez… Bajo mis pies podía ver las estrellas, ahora más visibles al estar fuera del cono de luz, formando un hemisferio lleno de ellas; me sentí nuevamente como si estuviese en el techo de un planetario. Me volví y miré hacia atrás; allí estaba el pilar de luz polvorienta que se elevaba al infinito, y los platos y la comida en su base sobre el suelo desnudo.

¡Me resultaba todo incomprensible!

A medida que caminaba dejé finalmente de contar los pasos. Las únicas luces eran el brillo de la aguja de luz y el frágil resplandor de las estrellas debajo de mí, por lo que apenas podía verme las piernas; los únicos sonidos eran mi respiración y el sordo impacto de mis botas sobre la superficie cristalina.

Después de unas cien yardas, giré y comencé a caminar alrededor de la aguja de luz. Sólo encontré oscuridad y las estrellas a mis pies. Me pregunté si en aquella oscuridad encontraría al Observador flotante que me había acompañado en mi segundo viaje por el tiempo.

La desesperación comenzó a apoderarse de mí, y deseé verme transportado al mundo jardín de Weena, o incluso al paisaje nocturno donde me habían capturado; ¡a cualquier lugar con rocas, plantas, animales y un cielo reconocible que pudiese entender! ¿Qué lugar era aquél? ¿Me encontraba en una cámara en las profundidades de la Tierra? ¿Qué terribles torturas me habían preparado los Morlocks? ¿Estaba condenado a pasar el resto de mis días en ese lugar estéril?

Durante un rato me sentí desquiciado por la soledad y la terrible sensación de estar atrapado. No sabía dónde estaba, ni dónde estaba la Máquina del Tiempo, y no esperaba volver a ver mi hogar. Era una bestia extraña varada en un mundo extraño. Grité en la oscuridad, pasando alternativamente de las amenazas a las peticiones de clemencia o libertad; y golpeé con el puño sobre el suelo plano, sin resultado. Lloré y corrí, ¡y me maldije por mi estupidez sin parangón —habiendo escapado una vez de manos de los Morlock— al haber regresado a la misma trampa!

Al final debí de chillar como un niño frustrado, agoté todas mis fuerzas, y me hundí en la oscuridad del suelo, exhausto.

Creo que dormí un poco. Cuando desperté, nada había cambiado. Me puse en pie. Mi furia y mi arrebato se habían desvanecido y, aunque nunca me había sentido tan desolado en toda la vida, tomé en cuenta las necesidades simples de mi cuerpo: hambre y sed las primeras.

Volví, agotado, al cono de luz. La presión en la vejiga se había incrementado. Con resignación cogí el cubo que me habían dado, penetré un poco en la oscuridad —por recato, ya que sabía que los Morlocks estarían observándome— y cuando terminé lo dejé allí, lejos de mi vista.

Examiné la comida de los Morlocks. Era una visión triste: no parecía más apetitosa que antes, pero yo seguía igualmente hambriento. Levanté el tazón de agua —tenía el tamaño de un tazón de sopa— y me lo llevé a los labios. No era una bebida agradable —tibia y sin sabor, como si le hubiesen quitado todos los minerales— pero estaba limpia y me refrescó la boca. Saboreé el líquido en la lengua durante unos segundos, vacilando ante aquel obstáculo final; luego, deliberadamente, la tragué.

Unos minutos después no había sufrido ningún efecto pernicioso que pudiese detectar, y tomé algo más de agua. Mojé también la punta del pañuelo en el tazón y me limpié manos y frente.

Me volví hacia la comida. Cogí una tableta verdosa. Mordisqueé una esquina: se rompió con facilidad, era verde también en su interior, y se desmigajó un poco como el queso Cheddar. Los dientes se hundieron con facilidad en su sustancia. En lo que respecta al sabor: si alguna vez han comido una verdura, digamos brécol o col, hervida a un paso de la desintegración, entonces reconocerán más o menos el sabor; ¡los miembros de los clubes londinenses peor equipados reconocerán los síntomas! Aun así, me comí la mitad de la tableta. Luego cogí otras tabletas para probarlas; y aunque su color difería su textura y sabor no se diferenciaban demasiado.

No necesité demasiada cantidad de ese alimento para satisfacerme, y arrojé los fragmentos en la bandeja y la aparté.

Me senté en el suelo y miré a la oscuridad. Me sentí agradecido de que los Morlocks me hubiesen dado al menos esa iluminación, ya que suponía que si me hubiesen depositado sobre una superficie desnuda y vacía en medio de una oscuridad sólo rota por la luz de las estrellas debajo de mí, creo que me habría vuelto loco. Aun así, también sabía que los Morlocks me habían dado ese anillo de luz por sus propias razones, como un medio eficaz de mantenerme en aquel lugar. Estaba indefenso, ¡prisionero de un simple rayo de luz!

La fatiga se apoderó de mí. No me sentía tentado de perder la conciencia una vez más —dejándome indefenso—, pero no creía posible el permanecer despierto para siempre. Salí del anillo de luz y entré un poco en la oscuridad, por lo que sentía, al menos, algo de seguridad en su manto de noche. Doblé la chaqueta como almohada. El aire era cálido, y el suelo suave parecía también caliente, por lo que no pasaría frío. Así que, con mi cuerpo corpulento tendido sobre las estrellas, dormí.

8. UN VISITANTE

No supe durante cuánto tiempo dormí. Levanté la cabeza y di un vistazo a mi alrededor. Estaba solo en la oscuridad, y todo parecía igual. Toqué los bolsillos del chaleco: las palancas de la Máquina del Tiempo seguían allí.

Al intentar moverme, la rigidez me produjo dolor en piernas y espalda. Me sentí incómodo, y pude ponerme en pie sintiendo todos y cada uno de mis años; ¡agradecía no tener que entrar inmediatamente en acción para rechazar a una tribu de Morlocks acechantes! Realicé algunos ejercicios para desentumecer los músculos; luego cogí la chaqueta, alisé las arrugas y me la puse.

Entré en el anillo de luz.

Habían cambiado las bandejas, con los recipientes de comida y el cubo. ¡Así que me vigilaban! Bueno, era lo que sospechaba. Abrí los recipientes, para encontrar los mismas tabletas deprimentes de pienso anónimo. Desayuné con agua y tabletas verdes. Ya no sentía miedo, había sido reemplazado por una sensación de aburrimiento: es increíble con qué rapidez la mente humana puede adaptarse a las condiciones más extrañas. ¿Sería ése mi destino: aburrimiento, una cama dura, agua tibia y una dicta de verduras cocidas? Era como volver al colegio, pensé pesimista.

Pau.

Esa sola sílaba, pronunciada en voz baja, me sonó en aquel silencio como un disparo.

Grité, me puse en pie de un salto, y agarré las tabletas de comida. Absurdo, pero eran mis únicas armas. El sonido había venido de mi espalda, y me giré con las botas arañando el suelo.

Allí se encontraba un Morlock, justo fuera del círculo de luz, en penumbra. Estaba erguido —no compartía con los Morlocks que había encontrado antes la pose de mono— y llevaba gafas que eran un escudo de vidrio azul que cubrían sus enormes ojos, impidiéndome verlos.

Tik. Pau —dijo la aparición con una voz que era un borboteo.

Me eché hacia atrás, pisando ruidosamente una de las bandejas.

—No te acerques.

El Morlock adelantó un paso, acercándose al cono de luz; a pesar de sus gafas, se acobardó un poco ante la iluminación. Pude ver que pertenecía a esa raza de Morlocks de aspecto más avanzado, uno de los cuales me había dejado inconsciente; parecía desnudo, pero el pelo pálido que le cubría la espalda y la cabeza había sido cortado y modelado —deliberadamente— en un estilo muy austero, cuadrado en el pecho y los hombros, lo que le daba aspecto de uniforme. Tenía una cara pequeña sin mentón, como la de un niño feo.

Me volvió un recuerdo tenue de la dulce sensación de los cráneos de los Morlocks partiéndose bajo mi maza. Consideré arrojarme sobre el sujeto y tirarle al suelo. ¿Pero qué ganaría? Habría muchos otros, sin duda, en la oscuridad. No tenía armas, ni siquiera el atizador, y recordé que el primo de mi visitante había usado un arma extraña contra mí, dejándome inconsciente sin ningún esfuerzo.

Decidí esperar mi oportunidad.

Y por otra parte —¡esto puede parecer extraño!— la furia se desvanecía y se transformaba en una sensación inexplicable de humor. Ese Morlock, a pesar del aspecto desagradable de su piel, parecía cómico: imaginen a un orangután, con el pelo recortado y teñido de un color claro amarillo blancuzco, obligado a permanecer de pie y a llevar unas estrafalarias gafas, y tendrán algo parecido a él.

Tik. Pau —repitió.

Me acerqué a él.

—¿Qué me dices, bestia?

Se estremeció —supongo que reaccionó a mi tono y no a mis palabras— y luego señaló las tabletas de comida que llevaba en la mano.

Tik —dijo—. Pau.

Comprendí.

—Por el amor del cielo —dije—. Intentas hablar conmigo, ¿no? —Levanté las tabletas una a una—, Tik. Pau. Uno. Dos. ¿Entiendes? Uno. Dos…

El Morlock echó la cabeza a un lado —los perros también lo hacen a veces— y luego, casi tan bien como yo, dijo:

Uno. Dos.

—¡Eso es! Y hay más: uno, dos, tres, cuatro…

El Morlock entró en el círculo de luz, aunque se mantuvo a distancia. Señaló el tazón de agua.

Wasser.

¿ Wasser? Eso parecía alemán, aunque las lenguas no son mi punto fuerte.

—Agua —contesté.

Una vez más, el Morlock escuchó en silencio con la cabeza inclinada.

Y así seguimos. El Morlock señalaba cosas comunes —ropas, partes del cuerpo como la cabeza o los brazos— y proponía una palabra. Algunos intentos me eran irreconocibles y otras parecían alemán o inglés antiguo.

Yo le respondía con la palabra moderna. Una o dos veces intenté establecer una conversación más larga —ya que no veía cómo ese simple registro de nombres iba a llevarnos muy lejos—, pero se quedaba quieto hasta que me callaba y luego continuábamos con el paciente juego de emparejamientos. Probé con él lo que recordaba de la lengua de Weena, esa lengua melódica y simplificada de frases de dos palabras; pero nuevamente el Morlock se quedó quieto hasta que me cansé.

Así estuvimos varias horas. Finalmente, sin ceremonia, el Morlock se fue; un camino hacia la oscuridad. No le seguí (¡todavía no!, me dije). Comí y dormí, y cuando desperté volvió para continuar nuestras lecciones.

Al caminar alrededor de mi prisión de luz, señalando y nombrando objetos, sus movimientos eran fluidos y graciosos, y su cuerpo parecía expresivo; pero llegué a darme cuenta de lo mucho que uno depende, en el contacto diario, de la interpretación de los movimientos del interlocutor. No podía leer al Morlock de ninguna forma. Me era imposible saber qué pensaba o sentía —¿me tenía miedo?, ¿se aburría?— y me sentí por tanto en desventaja.

AL final de nuestra segunda clase, el Morlock se echó un poco hacia atrás. Dijo:

—Con esto debería ser suficiente. ¿Me entiende?

Lo miré fijamente, ¡sorprendido por su increíble facilidad con mi lengua! Su pronunciación no era clara —parecía que la voz líquida de los Morlocks no estaba diseñada para las consonantes duras del inglés, pero sus palabras eran muy comprensibles.

AL no contestarle, repitió:

—¿Me entiende?

—S…sí. Es decir: sí, ¡le entiendo! ¿Cómo puede haber aprendido mi lengua a partir de unas pocas palabras? Porque me parece que no hemos superado las quinientas, y la mayoría eran nombres concretos y verbos simples.

—Tengo acceso a los registros de todas las lenguas antiguas de la humanidad desde el nostrático hasta el grupo indoeuropeo y sus prototipos. Un pequeño número de palabras clave es suficiente para encontrar la variante adecuada. Debe decírmelo si no entiende algo de lo que digo.

Di un paso al frente.

—¿Antiguas? ¿Y cómo sabe que soy antiguo?

Inmensos párpados se cerraron sobre los ojos cubiertos.

—Su estructura física es arcaica. Así como el contenido de su estómago cuando lo analizamos. —Se estremeció, evidentemente al recordar los restos del desayuno de Mrs. Watchets. Estaba sorprendido: ¡me las veía con un Morlock melindroso!—. Está fuera de su época. No sabemos todavía cómo ha llegado hasta aquí. Pero lo averiguaremos.

—Y mientras tanto —dije con fuerza—, me mantienen en esta… en esta prisión de luz. ¡Cómo si fuese una bestia y no un hombre! Me dan un suelo para dormir y un cubo como aseo…

El Morlock no dijo nada; me observó impasible.

La frustración y la vergüenza que había sentido desde mi llegada a aquel lugar resurgieron, ahora que podía expresarlas, y decidí que ya habíamos intercambiado demasiados saludos.

—Ahora que podemos comunicarnos, me va a decir dónde estoy. Y dónde han escondido mi máquina. ¿Lo entiende, amigo, o tengo que traducírselo? —y extendí la mano para coger las matas de pelo de su pecho.

Cuando llegué a dos pasos de él, levantó la mano. Eso fue todo. Recuerdo un extraño resplandor verde —no había visto que llevara ningún dispositivo mientras estaba cerca de mí— y cal al suelo, sin sentido.

9. REVELACIONES Y REPRIMENDAS

Volví en mí, una vez más tirado sobre el suelo, mirando aquella maldita luz.

Me apoyé en los hombros y me froté los ojos. Mi amigo Morlock todavía estaba allí, justo fuera del círculo de luz. Me puse en pie arrepentido. Me había dado cuenta de que aquellos nuevos Morlocks no iban a ser fáciles.

El Morlock entró en la luz con las gafas azules brillando. Como si nada hubiese interrumpido nuestro diálogo dijo:

—Mi nombre es —su pronunciación volvió a la estructura informe normal en los Morlocks— Nebogipfel.

Nebogipfel. Bien.

Yo le dije mi nombre. En unos pocos minutos era capaz de repetirlo con claridad y precisión.

Aquél era el primer Morlock cuyo nombre conocía. El primero que se destacaba de la masa que había encontrado y con la que había luchado; el primero en tener los atributos de una persona reconocible.

—Así que, Nebogipfel —dije. Me senté con las piernas cruzadas al lado de las bandejas y alisé con la mano la erupción de arrugas que mi última caída me había provocado en el brazo—, le han elegido como mi cuidador en este zoo.

Zoo —vaciló en la palabra—. No. No me eligieron. Me ofrecí voluntario para trabajar con usted.

—¿Trabajar conmigo?

—Yo, nosotros, queremos saber cómo llegó aquí.

—¿Quieren saberlo, por Júpiter? —Me levanté y di vueltas alrededor de la Prisión de Luz—. ¿Y si le digo que llegué aquí en una máquina que puede trasladar a un hombre a través del tiempo? —Levanté las manos— ¿Que construí esa máquina con estas manos? ¿Entonces qué, eh?

Pareció meditarlo.

—Su época, por lo que se deduce de su estructura física y su forma de hablar, está muy alejada de la nuestra. Es capaz de grandes logros tecnológicos; su máquina, le lleve o no a través del tiempo como dice, las ropas que lleva, el estado de sus manos y el ritmo de desgaste de sus dientes demuestran un alto grado de civilización.

—Me halaga —dije un poco agitado—, pero si me cree capaz de tales cosas, si soy un hombre y no un mono, ¿por qué estoy encerrado?

—Porque —dijo con tranquilidad— me ha intentado atacar con la intención de hacerme daño. Y en la Tierra, causó grandes daños…

Sentí que mi furia se encendía de nuevo. Me acerqué a él.

—Sus monos manoseaban mi máquina —grité—. ¿Qué esperaba? Me defendía…

Eran niños —dijo.

Esas palabras despedazaron mi furia. Intenté aferrarme a lo que quedaba de mi rabia justificadora, pero ya la estaba perdiendo.

—¿Qué ha dicho?

Niños. Eran niños. Desde que se completó la Esfera, la Tierra se ha convertido en un… jardín de infancia, un lugar para que los niños vivan. Sentían curiosidad por la máquina. Eso es todo. Jamás hubiesen causado daño deliberado ni a usted ni a su máquina. Y sin embargo, les atacó salvajemente.

Me eché atrás. Recordé —ahora que meditaba sobre ello— que los Morlocks reunidos alrededor de la máquina me habían parecido más pequeños que aquellos que había encontrado antes. Y no habían intentado atacarme… exceptuando aquella pobre criatura que había capturado, la que me había mordido la mano, ¡antes de golpearle en la cara!

—El que golpeé. ¿Sobrevivió?

—La heridas físicas pudieron ser reparadas. Pero…

—¿Sí?

—Las cicatrices internas, las cicatrices de la mente. Ésas puede que nunca sanen.

Dejé caer la cabeza. ¿Podría ser cierto? ¿Me había cegado tanto el odio a los Morlocks que había sido incapaz de reconocer a las criaturas alrededor de la máquina como lo que eran: no los seres viciosos del mundo de Weena, sino niños indefensos?

—No creo que entienda lo que digo, pero me siento atrapado en otra de esas «imágenes cambiantes».

—Está expresando vergüenza —dijo Nebogipfel.

Vergüenza… ¡Nunca creí que oiría, y aceptaría, una amonestación así de un Morlock! Lo miré desafiante.

—Sí. ¡Muy bien! ¿Y eso a sus ojos me hace más una bestia o no?

No dijo nada.

Mientras me enfrentaba a esos horrores personales, una parte calculadora de mi cerebro repasaba algo que Nebogipfel había dicho. Desde que se completó la Esfera, la Tierra se ha convertido en un jardín de infancia…

—¿Qué Esfera?

—Tiene todavía mucho que aprender de nosotros.

—¡Explíqueme lo de la Esfera!

—Se trata de una Esfera alrededor del Sol.

Ocho palabras simples y aun así… ¡Por supuesto! La evolución solar que había presenciado en el cielo acelerado, la exclusión de la luz solar de la faz de la Tierra.

—Comprendo —le dije a Nebogipfel—. Presencié la construcción de la Esfera.

Los ojos del Morlock parecieron abrirse, en un gesto muy humano, al considerar aquella noticia inesperada.

Y ahora, para mí, otros aspectos de mi situación se me aclaraban.

—Dijo: «En la Tierra, causó grandes daños», algo así. —Frase extraña, pienso ahora, si todavía estuviese en la Tierra. Levanté la cara y dejé que la luz me golpease—. Nebogipfel. Bajo mis pies. ¿Qué se ve a través del suelo?

—Las estrellas.

—No es una representación. No es algún tipo de planetario…

—Estrellas.

Asentí.

—Y la luz…

—Es luz solar.

Creo que de alguna forma ya lo sabía. Estaba de pie bajo la luz del Sol, que permanecía arriba veinticuatro horas al día; sobre un suelo por encima de las estrellas…

Sentí que el mundo cambiaba a mi alrededor; sentí que se me iba la cabeza, y un silbido me llenaba los oídos. Mis aventuras me habían llevado a través de los desiertos del tiempo, pero ahora —al haber sido capturado por aquellos asombrosos Morlocks— me habían llevado a través del espacio. Ya no estaba en la Tierra. Me habían transportado a la Esfera solar de los Morlocks.

10. DIÁLOGO CON UN MORLOCK

—Dice que ha viajado hasta aquí en una Máquina del Tiempo.

Yo iba y venía por el pequeño disco de luz, atrapado, inquieto.

—El nombre es exacto. Es una máquina que puede viajar indistintamente en cualquier dirección del tiempo a una velocidad relativa que el conductor puede seleccionar.

—Así que afirma haber llegado aquí, del pasado remoto, en esa máquina, la que encontramos con usted en la Tierra.

—Exactamente —respondí.

El Morlock parecía estar a gusto de pie, casi inmóvil, durante largas horas, mientras realizaba su interrogatorio. Pero yo soy un hombre moderno, y nuestros caracteres no coincidían.

—Vamos, amigo —dije—, ya ha visto por sí mismo que tengo un diseño arcaico. ¿De qué otra forma, aparte del viaje en el tiempo, puede explicar mi presencia aquí, en el año 657.208 d. C.?

Las inmensas pestañas como cortinas parpadearon muy lentamente.

—Hay muchas alternativas: la mayoría de ellas más plausibles que el viaje en el tiempo.

—¿Como cuáles? —lo desafié.

—La resecuenciación genética.

—¿Genética?

Nebogipfel me lo explicó un poco más y entendí el concepto.

—¿Habla del mecanismo por el que opera la herencia, por el cual se transmiten las características de generación en generación?

—No es imposible generar simulacros de formas arcaicas deshaciendo las mutaciones posteriores.

—Así que cree que no soy más que un simulacro, reconstruido como el esqueleto de un megaterio en un museo, ¿no?

—Ha sucedido antes, aunque no en una forma humana de su antigüedad. Sí. Es posible.

Me sentí insultado.

—¿Y por qué razón habría sido construido?

Volví a caminar alrededor de la prisión. El aspecto más desconcertante de aquel desolado lugar era la falta de paredes, y el miedo constante y primario a que mi espalda estuviese desprotegida. Hubiese preferido verme arrojado a una prisión de mi propia era: primitiva y sórdida, sin duda, pero cerrada.

—No voy a morder ese anzuelo. Son sólo tonterías. Proyecté y construí una Máquina del Tiempo, y viajé hasta aquí en ella; ¡y que éste sea el final!

—Usaremos su explicación como hipótesis de trabajo —dijo Nebogipfel—. Ahora, por favor, descríbame el principio según el cual funciona la máquina.

Seguí andando, atrapado en un dilema. Tan pronto como descubrí que Nebogipfel era inteligente y racional, al contrario que los Morlocks que había encontrado antes, había esperado un interrogatorio así; después de todo, si un viajero del tiempo proveniente del antiguo Egipto llegase al Londres del siglo diecinueve habría peleado por estar en el comité que lo examinase. ¿Pero debía compartir el secreto de mi máquina —mi única ventaja en aquel mundo— con los nuevos Morlocks?

Después de meditarlo un poco, comprendí que no tenía otra elección. No dudaba que podrían extraer esa información de mí si quisiesen. Además, la construcción de mi máquina era intrínsecamente más simple que la de, digamos, un buen reloj. ¡Una civilización capaz de cubrir el Sol con una concha no tendría demasiados problemas en reproducir la obra de mis pobres tornos y prensas! Y si le hablaba a Nebogipfel quizá pudiese distraerle mientras buscaba una ventaja en aquella difícil situación. Todavía no sabía dónde tenían mi máquina, y aún menos cómo podría alcanzarla para tener una oportunidad de volver a casa.

¡Pero también —y ésa es la pura verdad— el recuerdo de mi salvajismo entre los niños Morlock de la Tierra todavía pesaba en mi mente! No quería que Nebogipfel me considerase —ni a la época de la humanidad que yo, a la fuerza, representaba— tan brutal. Por tanto, como un niño deseoso de impresionar, quería mostrar a Nebogipfel cuán inteligente era, cuán hábil científica y técnicamente: cuán lejos se había distanciado mi raza de los monos.

Aun así, por primera vez, me sentí con el valor suficiente como para plantear mis propias demandas.

—Bien —le dije a Nebogipfel—. Pero primero…

—¿Sí?

—Mire esto —dije—, las condiciones bajo las que me mantienen son un poco primitivas, ¿no? Ya no soy tan joven como antes y no puedo estar de pie todo el día. ¿Qué tal una silla? ¿Es demasiado pedir? ¿Y qué tal mantas para cubrirme al dormir, si he de permanecer aquí?

—Silla. —Le había llevado un segundo contestar, como si buscase la palabra en un diccionario invisible.

Hice otras peticiones. Necesitaba más agua fresca, dije, y algo equivalente al jabón; y pedí —esperando que me la denegasen— una navaja para afeitarme.

Nebogipfel se fue. Cuando volvió trajo mantas y una silla; y después de mi siguiente periodo de sueño encontré una bandeja más, la tercera, que contenía más agua.

Las mantas estaban hechas de una sustancia suave, de fabricación demasiado delicada para averiguar si habían sido tejidas. La silla —una cosa simplemente recta— por su peso podría haber sido de madera ligera, pero su superficie roja era recta y no tenía defectos, y no pude arrancar la pintura con la uña ni encontrar uniones, clavos, tornillos o molduras; parecía haber sido construida de una sola pieza por un proceso desconocido. Por lo que respecta al baño, el agua extra vino sin jabón, y no hacía espuma, pero el líquido tenía un tacto suave, y sospeché que lo habían tratado con algún detergente. Por un pequeño milagro, el agua estaba tibia, y permaneció así durante todo el tiempo.

No me trajeron la navaja. ¡No me sorprendió!

Cuando Nebogipfel me dejó solo, me desnudé por partes y me lavé el sudor de varios días, así como algunos restos de sangre de Morlock; también aproveché la oportunidad para lavar mi camisa y ropa interior.

De esa forma la vida en la Prisión de Luz se hizo algo más civilizada. Si pueden imaginar que alguien arrojase el contenido de una habitación de hotel barata en medio de un vasto salón de baile, podrán imaginar cómo vivía. Cuando reuní la silla, las bandejas y las mantas tenía algo similar a un nido confortable, y ya no me sentía tan en evidencia. Me acostumbré a colocar la chaqueta en forma de almohada bajo la silla, y podía dormir con la cabeza y los hombros bajo la protección de aquella pequeña fortaleza. La mayor parte del tiempo podía olvidarme de las estrellas bajo los pies —me decía que las luces del suelo eran una ilusión—, pero en ocasiones la imaginación me traicionaba, y me sentía como si me encontrase a una altura infinita, sólo con el suelo insustancial para detener la caída.

Todo eso era muy ilógico, por supuesto; pero soy humano, ¡y las necesidades deben ajustarse a los miedos y requisitos instintivos de la naturaleza humana!

Nebogipfel lo observó todo. No sabía si sus reacciones demostraban curiosidad o confusión, o incluso algo más remoto, quizá como yo podría vigilar los movimientos de un pájaro al construir su nido.

Y así pasaron los siguientes días —creo que cuatro o cinco— mientras intentaba explicar a Nebogipfel el funcionamiento de la Máquina del Tiempo y trataba de sonsacarle algunos detalles de la historia en que había caído.

Describí las investigaciones en óptica física que me habían llevado al descubrimiento del viaje en el tiempo.

—Se empieza a ver, o se empezaba en mi época, que la propagación de la luz tiene propiedades anómalas —dije—. La velocidad de la luz en el vacío es extremadamente alta, viaja cientos de miles de millas cada segundo, pero es finita. Y, aún más importante, como quedó demostrado claramente por Michelson y Morley unos años antes de mi partida, esa velocidad es isotrópica

Me preocupé de explicar con claridad ese asunto. Lo esencial es que la luz, al viajar por el espacio, no se comporta como un objeto material, como, por ejemplo, un tren.

Supongan que un rayo de luz de una estrella lejana llega a la Tierra, digamos en enero, mientras nuestro planeta realiza su órbita alrededor del Sol. La velocidad de la Tierra en su órbita es de unas setenta mil millas por hora. Podrían suponer, si midiesen la velocidad de la luz estelar vista desde la Tierra, que el resultado quedaría reducido en esas sesenta mil millas.

De la misma forma, en julio, la Tierra estaría al otro lado de su órbita: se encontraría ahora en el camino del fiel rayo de luz. Si miden nuevamente la velocidad, esperarían descubrir que había aumentado con la velocidad de la Tierra.

Bien, si llegasen trenes estelares a la Tierra, eso sería sin duda así. Pero Michelson y Morley demostraron que no es así con la luz de las estrellas. ¡La velocidad de la luz de las estrellas medida desde la Tierra —aunque nos alejemos o nos acerquemos al rayo— es exactamente la misma!

Esas observaciones encajaban con el tipo de fenómenos que había descubierto en la plattnerita en los años anteriores —aunque no había publicado el resultado de mis experimentos— y había formulado una hipótesis.

—Uno sólo necesita aflojar las riendas de la imaginación, especialmente en lo que se refiere a las Dimensiones, para darse cuenta de cuáles podrían ser los elementos de una explicación. Después de todo, ¿cómo medimos la velocidad? Simplemente con aparatos que registran los intervalos en diferentes Dimensiones: la distancia recorrida en el Espacio, medida con una simple cinta, y el intervalo en el Tiempo, que puede medirse con un reloj.

»Así que, si aceptamos las pruebas experimentales de Michelson y Morley, tenemos que considerar la velocidad de la luz como una magnitud fija, y las Dimensiones como algo variable. El universo se ajusta a sí mismo para que la medida de la velocidad de la luz sea constante.

»Comprendí que eso podía expresarse geométricamente como una torsión de las Dimensiones —levanté la mano, con dos dedos y el pulgar en ángulos rectos—. Si estamos en un sistema de Cuatro Dimensiones, bien, suponga que giramos todo el sistema más o menos así —giré la muñeca—, para que el Largo se coloque donde solía estar el Ancho, y el Ancho donde estaba el Alto, y, aún más importante, la Duración y una Dimensión del Espacio queden intercambiadas. ¿Lo ve? Uno realmente no necesita un cambio total, por supuesto, una mezcla de los dos explica el ajuste de Michelson y Morley.

»Mantuve estas especulaciones en privado —le dije—. No soy conocido como teórico. Además, no deseaba publicarlas sin tener una confirmación experimental. Pero hay, había, otros especulando en líneas similares; sé de Fitzgerald en Dublín, Lorentz en Leiden y Henri Poincaré en Francia, y no pasará mucho tiempo antes de que aparezca una teoría completa que trate de la relatividad de los sistemas de referencia…

»Bien, ésa es la base —de mi Máquina del Tiempo —concluí—. La máquina hace rotar el Espacio y el Tiempo a su alrededor, transformando así el Tiempo en una Dimensión Espacial; ¡y así puede uno viajar al pasado o al futuro con la misma facilidad con la que se conduce una bicicleta!

Me volví a sentar en la silla. Dadas las incómodas circunstancias de la conferencia, me dije, me había defendido bastante bien.

Pero el Morlock no era una audiencia agradecida. Se quedó allí plantado, observándome, mirándome a través de sus gafas azules. Luego, al fin, dijo:

—Bien. Pero ¿exactamente cómo?

11. FUERA DE LA PRISIÓN

¡La respuesta me irritó profundamente!

Salté de la silla y comencé a recorrer la prisión. Me acerqué a Nebogipfel, pero me resistí al impulso de hacerle gestos simiescos y amenazadores. Me negué rotundamente a contestar más preguntas hasta que me mostrase aquel mundo Esfera.

—Mire —le dije—, ¿no cree que es un poco injusto? Después de todo, he viajado seiscientos mil años para ver su mundo. ¡Y hasta el momento sólo he visto una colina de noche en Richmond —señalé con la mano toda la oscuridad que me rodeaba—, esto y sus interminables preguntas!

—Véalo de esta forma, Nebogipfel. Sé que quiere que le cuente todo lo relativo a mi viaje en el tiempo, y lo que vi de la Historia hasta su presente. ¿Cómo puedo hacer un relato así si no conozco la conclusión?, y menos aún de aquella otra historia que presencié.

Ahí dejé mi alegato, esperando haberle convencido.

Se llevó la mano a la cara; ajustó con los dedos pálidos la posición de las gafas, como un caballero que se ajustase los quevedos.

—Debo consultarlo —dijo finalmente—. Volveremos a hablar.

Y se fue. Le vi alejarse, pisando silencioso con sus pies desnudos sobre el suelo estrellado.

Después de haber dormido, Nebogipfel volvió. Levantó la mano y me llamó; fue un gesto rígido y poco natural, como si lo hubiese aprendido recientemente.

—Venga conmigo —me dijo.

Con alegría, teñida de no poco miedo, recogí la chaqueta del suelo lleno de estrellas.

Acompañado de Nebogipfel, entré en la oscuridad que me había rodeado durante tantos días. El cono de luz quedó atrás. Eché una mirada al punto de luz que había sido mi inhóspito hogar, con sus bandejas desordenadas, su montón de mantas, y la silla, ¡quizá la única silla de aquel mundo! No diré que sentí nostalgia al alejarme, ya que me había sentido atemorizado y deprimido durante mi estancia en aquella Prisión de Luz, pero me pregunté ciertamente si la volvería a ver.

Bajo nuestros pies, las eternas estrellas se balanceaban como un millón de linternas chinas, sostenidas por la corriente de un río invisible.

Mientras caminábamos, Nebogipfel me dio unas gafas azules como las que él llevaba. Las cogí, pero protesté:

—¿Para qué las necesito? La luz no me deslumbra…

—No son para la luz. Son para la oscuridad. Póngaselas.

Me coloqué las gafas sobre la cara. Estaban hechas de una sustancia flexible con dos aros, que rodeaban el vidrio azul de las gafas propiamente dichas; cuando me las puse, los aros se ajustaron perfectamente alrededor de mi cabeza, manteniéndolas en esa posición.

Giré la cabeza. No lo veía todo azul, a pesar de la coloración de las gafas. El cono de luz parecía tan brillante como siempre, y la imagen de Nebogipfel parecía tan clara como antes.

—Parece que no funcionan —le dije.

Como respuesta, Nebogipfel agachó la cabeza.

Yo le seguí, y me falló el paso. Bajo mis pies, y a través del suave suelo, las estrellas resplandecían. Su luz ya no quedaba enmascarada por el brillo del suelo, o por la pobre adaptación de mis ojos a la oscuridad; ¡parecía como si flotase sobre una noche estrellada en alguna montaña de Gales o Escocia! Como pueden suponer, sentí un agudo ataque de vértigo.

Detecté algo de impaciencia en Nebogipfel, parecía ansioso por seguir. Continuamos caminando en silencio.

Me pareció que en unos pocos pasos, Nebogipfel reducía su marcha, y vi, gracias a las gafas, que había una pared a unos pocos pies de nosotros. Me acerqué y toque la superficie negra como el carbón, pero tenía la misma textura y suavidad que el suelo. No podía entender cómo habíamos llegado tan pronto hasta los límites de la cámara. Me pregunté si habíamos caminado sobre algún tipo de pavimento móvil que hubiese ayudado nuestros pasos; pero Nebogipfel no ofreció ninguna información.

—Dígame qué es este lugar, antes de dejarlo —dije.

Su cabeza rubia se volvió hacia mí.

—Una cámara vacía.

—¿De qué tamaño?

—Aproximadamente dos mil millas.

Intenté ocultar mi reacción.¿Dos mil millas? ¿Había estado solo en una celda lo suficientemente grande como para contener un océano?

—Tienen bastante sitio libre —dije con tranquilidad.

—La Esfera es grande —contestó él—. Si está habituado a distancias planetarias, puede que le resulte difícil entender su tamaño. La Esfera ocupa la órbita del planeta que ustedes llamaban Venus. Tiene una superficie equivalente a la de trescientos millones de veces la de la Tierra…

—¿Trescientos millones?

Mi sorpresa sólo obtuvo como respuesta una mirada vacía del Morlock, y algo más de su sutil impaciencia. Comprendía su falta de paciencia, aunque me sentía molesto, y un poco avergonzado. ¡Para el Morlock yo era como un molesto habitante del Congo de viaje por Londres que debe preguntar el uso de hasta los utensilios más simples, como un tenedor o un par de pantalones!

¡Para mí, razoné, la Esfera era una construcción espectacular!, pero también las pirámides lo hubiesen sido para un hombre de Neandertal. Para aquel Morlock satisfecho, la Esfera no era más que parte del mobiliario histórico del mundo, no más destacable que un paisaje domado después de miles de años de agricultura.

Una puerta se abrió ante nosotros (no se echó hacia atrás, entiendan, sino más bien, la pared pareció dividirse, como el diafragma de una cámara) y salimos.

Me quedé boquiabierto y casi vuelvo atrás. Nebogipfel me observaba con su calma analítica habitual.

Desde una habitación del tamaño de un mundo —una habitación que tenía una alfombra de estrellas— millones de rostros Morlock se volvieron hacia mí.

12. LOS MORLOCKS DE LA ESFERA

Deben intentar imaginar aquel lugar: una única habitación inmensa, con una alfombra de estrellas y un complejo techo, y todo eso extendiéndose por siempre, sin paredes. Era un lugar de negro y plata, sin ningún otro color. En el suelo había divisiones que llegaban hasta la altura del pecho: no había áreas cerradas, en ningún lugar había nada que pareciese una oficina o una casa.

Y había Morlocks, una pálida extensión de ellos, por todo el suelo transparente; sus caras eran como grises copos de nieve desperdigados sobre la alfombra estrellada. Sus voces llenaban el lugar: me inundaba su constante parloteo líquido, casi oceánico, y muy alejado de los sonidos de una garganta humana, y también lejos de la voz seca que Nebogipfel se había acostumbrado a utilizar en mi presencia.

Había una línea en el infinito, completamente recta y un poco difuminada por el polvo y la niebla, donde el Suelo se encontraba con el Techo. Y aquella línea no mostraba el efecto de curvatura que en ocasiones se puede apreciar cuando se examina un océano. Es difícil describirlo —parece que ese tipo de cosas están más allá de la imaginación y sólo pueden ser experimentadas—, pero en aquel momento, allí de pie, supe que no estaba sobre la superficie de ningún planeta. No existía un horizonte lejano tras el cual se escondían más filas de Morlocks, como naves que se alejan en el mar; sabía realmente que los contornos cerrados y compactos de la Tierra estaban muy lejos. Mi corazón se hundió y quedé anonadado.

Nebogipfel se acercó a mí. Se había quitado las gafas, y me pareció que lo había hecho con alivio.

—Venga —me dijo amablemente—. ¿Tiene miedo? Esto es lo que quería ver. Pasearemos. Y seguiremos hablando.

Con grandes dudas —me fue muy duro dar un paso al frente y alejarme de las paredes de la inmensa celda— lo seguí.

Causé un gran efecto entre la población. Sus caras pequeñas me rodeaban, con ojos grandes y sin barbillas. Los evitaba al caminar, porque de nuevo sentía temor de esas carnes frías. Algunos intentaron tocarme con largos brazos cubiertos de pelo. Podía oler algo en sus cuerpos, un olor dulce y mustio que me era familiar. Muchos caminaban erguidos como un hombre, aunque algunos preferían caminar como un orangután, con los nudillos rozando el Suelo. Bastantes llevaban arreglado el pelo de la cabeza y la espalda, algunos de la forma severa y recta de Nebogipfel, y otros en estilos más decorativos y fluidos. Pero había uno o dos que llevaban el pelo tan desordenado y sucio como el de cualquier Morlock que hubiera encontrado en el mundo de Weena, y al principio pensé que aquellos individuos eran salvajes, en medio de aquella ciudad-habitación; pero se comportaban tan bien como los demás, y supuse que sus melenas sucias no eran sino un signo de afectación, de la misma forma que un hombre puede dejar que la barba le crezca demasiado.

Me di cuenta que me cruzaba con los Morlocks a mucha velocidad, mucho más rápido de lo que mis pasos me permitían. Casi me caí al darme cuenta. Miré abajo y no vi nada que distinguiese el trozo de Suelo por el que me movía de cualquier otro; pero sabía que debía encontrarme sobre algún tipo de pavimento móvil.

¡La muchedumbre, la caras pálidas de los Morlocks, la ausencia de color, la rectitud del horizonte, mi velocidad sobrenatural a través de aquel extraño paisaje, y sobre todo la ilusión de estar flotando sobre un pozo de estrellas de infinita profundidad, se combinaban para dar la impresión de un sueño! Pero entonces algún Morlock curioso se acercaba demasiado, recibía un soplo de su enfermizo olor y la realidad me aprisionaba de nuevo.

Aquello no era un sueño: estaba perdido, comprendí, varado en un mar de Morlocks; nuevamente tuve que hacer un esfuerzo para seguir caminando, y evitar formar un puño y hundirlo en los rostros curiosos que me rodeaban.

Vi a los Morlocks dedicados a sus misteriosas actividades. Algunos caminaban, algunos hablaban, algunos comían la misma comida insípida y sin interés que me habían dado a mí, tan desinhibidos como gatitos. Esa observación, combinada con la falta total de espacios cerrados, me hizo entender que los Morlocks de la Esfera no tenían necesidad de intimidad, no en el sentido en que la entendemos nosotros.

La mayoría de los Morlocks parecía estar trabajando aunque no pude entender en qué. La superficie de algunas divisiones sostenían paneles de cristal azul brillante, y los Morlocks tocaban con sus dedos de gusano aquellos paneles, o les hablaban. Como respuesta, textos, gráficos a imágenes corrían por el vidrio. En algunos lugares aquellas máquinas extraordinarias eran más desarrolladas y pude ver modelos complejos —aunque no sabía lo que representaban— aparecer en medio del aire. Bajo las órdenes de un Morlock, un modelo podía rotar, o abrirse, mostrando su interior, o deshacerse en un conjunto de cubos flotantes de colores.

Todas esas actividades, como pueden suponer, transcurrían bajo el flujo constante de la lengua líquida y gutural de los Morlocks.

Atravesamos un lugar en el que surgía del Suelo una partición nueva. Se elevó ya completa y acabada como algo que surgiese de un baño de mercurio; cuando el crecimiento hubo terminado se había convertido en una losa de unos cuatro pies de alto con tres de las omnipresentes ventanas azules. Cuando me incliné para mirar a través del Suelo transparente, no pude ver nada bajo la superficie: ninguna caja o mecanismo elevador. Parecía como si hubiese surgido de la nada.

—¿De dónde ha salido? —le pregunté a Nebogipfel.

Lo pensó un poco, buscando evidentemente las palabras.

—La Esfera tiene una Memoria. Tiene máquinas que le permiten almacenar esa Memoria. Y la forma de los bloques de datos —se refería a las divisiones— se guarda en la Memoria de la Esfera, para ser recuperada en su forma material cuando se desea.

Para mi diversión, Nebogipfel produjo más extrusiones: ¡sobre una columna vi una bandeja de comida y agua que se elevaba del suelo, como si hubiese sido preparada por un mayordomo invisible!

Me sorprendió la idea de extrusiones del Suelo uniforme. Me recordó la teoría platónica del pensamiento expuesta por algunos filósofos: que cada objeto existe, en algún lugar, como una Forma ideal —la esencia de Silla, el compendio de la Mesidad, y así—, y cuando se fabrica un objeto en nuestro mundo se consultan los modelos almacenados en el supramundo platónico.

Bien, aquí teníamos un universo platónico real: la totalidad de aquella poderosa Esfera solar estaba imbuida de una Memoria divina y artificial. Una memoria por la que me movía al caminar. Y en su interior estaban almacenados los Ideales de cada objeto que pudiese desearse, o al menos que los Morlocks pudiesen desear.

¡Qué conveniente sería fabricar y disolver aparatos a medida que se necesitasen! Mi gran hogar de Richmond podría quedar reducido a una sola habitación. Por la mañana, los muebles del dormitorio podrían desaparecer en la alfombra, para ser reemplazados por el baño, y luego, la mesa de la cocina. Como algo mágico, los diversos aparatos de mi laboratorio podrían fluir de las paredes y el techo, hasta estar listo para trabajar. Podría conjurar la mesa de la cena, con su ambiente de papel pintado y chimenea; ¡y quizá podría fabricarse la mesa ya repleta de comida!

Todas la profesiones de constructores, plomeros, carpinteros y demás desaparecerían en un santiamén. El inquilino —el dueño de esa habitación inteligente— sólo necesitaría un limpiador peripatético (¡aunque quizá la habitación también podría encargarse de eso!), y algún añadido adicional a la memoria mecánica de la habitación para mantenerse al día de las últimas modas…

Y así se desbocó, fuera de mi control, mi fecunda imaginación.

Pronto empecé a sentirme fatigado. Nebogipfel me llevó a un espacio libre —aunque había a mi alrededor Morlocks en la lejanía— y golpeó con el pie en el Suelo. Emergió algo así como un refugio; tenía unos cuatro pies de alto, no más que un techo sobre cuatro pilares gruesos: como una mesa quizá. Bajo la mesa aparecieron mantas y comida. Me metí en la choza agradecido —era el primer lugar cerrado desde mi llegada a la Esfera— y reconocí la consideración de Nebogipfel al proveérmela. Comí la sustancia verde con agua, y me quité las gafas. Quedé inmerso en la oscuridad sin fin del mundo de los Morlocks, y pude dormir con la cabeza sobre la chaqueta enrollada.

Aquel pequeño refugio fue mi hogar durante los días siguientes, mientras continuaba mi recorrido por la ciudad-cámara de los Morlocks con Nebogipfel. Cada vez que me levantaba, Nebogipfel hacía que el Suelo absorbiese nuevamente el refugio, y lo invocaba nuevamente en cada lugar donde parábamos; ¡no teníamos que llevar equipaje! Ya sabía que los Morlocks no dormían, y creo que mis actividades en la choza fueron la fuente de mucha fascinación por parte de los nativos de la Esfera —supongo que de la misma forma que las de un orangután atrapan el ojo de un hombre civilizado—, e intentaban rodearme mientras dormía, acercando sus caras redondas. Me habría sido imposible descansar si Nebogipfel no hubiese permanecido a mi lado para evitar tales visitas.

13. DE CÓMO VIVÍAN LOS MORLOCKS

Durante todos los días que Nebogipfel me condujo por el mundo de los Morlocks nunca encontramos una pared, una puerta o cualquier otra barrera significativa. Tal y como me parecía, permanecimos —durante todo el tiempo— en una misma cámara: pero se trataba de una cámara de tamaño formidable. Y era, en sus generalidades, homogénea, ya que en todas partes encontré la misma alfombra de Morlocks enfrascados en sus oscuras tareas. Sólo los problemas prácticos de tal estructura ya eran sorprendentes. Consideré, por ejemplo, el prosaico problema de mantener una atmósfera consistente y estable, a temperatura, presión y humedad homogéneas en un espacio tan grande. Aun así, Nebogipfel me dio a entender que aquella era sólo una cámara en una especie de mosaico que cubría la Esfera de polo a polo.

Pronto comprendí que no había ciudades en aquella Esfera, en el sentido moderno. La población Morlock se había extendido por aquellas inmensas cámaras, y no había un lugar fijo para una actividad determinada. Si los Morlocks querían utilizar un área de trabajo —o liberarla para otra actividad— los aparatos necesarios podían ser invocados del Suelo, o devueltos a él. De tal forma, más que ciudades, había nodos de población de mayor densidad; nodos que fluían y migraban según fuese necesario.

Después de dormir abandoné el refugio y me senté con las piernas cruzadas en el Suelo, bebiendo agua. Nebogipfel permaneció de pie, sin fatiga aparente. Vi que se nos acercaba una pareja de Morlocks, cuya visión me hizo tragar un sorbo de agua con demasiada rapidez; tosí y gotas de agua me mojaron la chaqueta y los pantalones.

Supongo que aquel par eran realmente Morlocks, aunque completamente diferentes a cualquier Morlock que hubiese visto antes. Nebogipfel tenía algo menos de cinco pies de alto, pero aquellos eran como caricaturas, ¡de una altura de quizá doce pies! Una de las altas criaturas me vio y se dirigió a mí con rapidez, haciendo sonar el entablillado de metal de sus piernas al caminar; pasó por encima de las divisiones como si fuese una enorme gacela.

Se inclinó para mirarme. Sus ojos rojo grisáceo eran tan grandes como platos soperos y me acobardé ante su presencia. De olor penetrante, como a almendras quemadas, tenía los brazos largos y de aspecto frágil, y la piel aparecía como tensada sobre el esqueleto: pude apreciar, bastante bien a través de la piel, el perfil de una tibia de no menos de cuatro pies de largo. Tenía en las piernas entablillados de algún metal blando, evidentemente, para ayudarle a soportar los saltos. Esa bestia atenuada no parecía tener más folículos que un Morlock medio, así que su pelo se repartía sobre la piel de una forma muy desagradable.

Intercambió unas pocas sílabas líquidas con Nebogipfel, luego se reunió con su compañero y ambos —volviendo la vista hacia mí en muchas ocasiones— siguieron su camino.

Sorprendido, me volví a Nebogipfel; incluso él parecía un oasis de normalidad después de aquella visión.

Nebogipfel dijo:

—Son… —una palabra líquida que no podría repetir — de las latitudes altas. —Volvió la vista hacia nuestros visitantes—. Puede apreciar que no están preparados para estas regiones ecuatoriales. Necesitan tablillas para caminar, y…

—No lo entiendo en absoluto —interrumpí—. ¿Qué tienen de diferente las latitudes altas?

—La gravedad —me dijo.

La Esfera de los Morlocks era, como ya he dicho, una construcción colosal que llenaba la órbita que una vez había ocupado Venus. Y —me contó Nebogipfel— todo el conjunto rotaba sobre un eje. En su momento, el año venusiano había sido de doscientos veinticinco días. ¡Ahora —me comunicó Nebogipfel a gran Esfera rotaba en sólo siete días y trece horas!

—Por lo que la rotación… —empezó a decir Nebogipfel.

—… produce un efecto centrífugo, simulando la gravedad terrestre en el ecuador. Sí —dije—. Lo entiendo.

El giro de la Esfera nos mantenía pegados al Suelo. Pero lejos del ecuador, el círculo de rotación de un punto de la Esfera alrededor del eje era menor, por lo que la gravedad efectiva se reducía: de hecho, la gravedad se hacía cero en los polos de rotación de la Esfera. Y en aquellas extraordinarias regiones de baja gravedad vivían criaturas tan sorprendentes como esos dos Morlocks de paso largo, que se habían adaptado a su ambiente.

Me golpeé la frente con la mano.

—¡A veces creo que soy el mayor tonto que ha existido nunca! —exclamé ante el perplejo Nebogipfel.

No se me había ocurrido preguntar por el origen de mi «peso» en la Esfera. ¿Qué clase de científico no meditaba —ni siquiera observaba adecuadamente— sobre la «gravedad» que, a falta de algo tan conveniente como un planeta, lo mantenía pegado a la superficie de la Esfera? Me pregunté qué otras maravillas estaba ignorando, simplemente por el hecho de que no se me ocurría preguntar. Y para Nebogipfel, tales maravillas no eran, sin embargo, más que hechos del mundo, no más extraños que una puesta de Sol o las alas de una mariposa.

Le sonsaqué a Nebogipfel detalles sobre la forma de vida de los Morlocks. Fue difícil, ya que ni siquiera sabía qué preguntar. Puede parecer raro, pero ¿cómo podía preguntar, por ejemplo, sobre las máquinas que formaban el Suelo? Dudaba que mi lengua tuviese los conceptos adecuados para plantear la pregunta, de la misma forma que un hombre de Neandertal no dispondría de las herramientas lingüísticas para preguntar por el funcionamiento de un reloj. Y en lo que se refiere a las disposiciones sociales y de otro tipo que, de forma invisible, guiaban la vida de los millones de Morlocks de aquella inmensa cámara, me eran tan desconocidas como los movimientos sociales, los cables del teléfono y el telégrafo, las compañías de mensajeros y demás para un miembro de una tribu de África Central que llegase a Londres. ¡Incluso su sistema de alcantarillado me era un misterio!

Le pregunté a Nebogipfel cuál era la forma de gobierno de los Morlocks.

Me explicó —creo que con algo de condescendencia— que la Esfera era lo suficientemente grande para que muchas «naciones» de Morlocks tuviesen su lugar. Dichas «naciones» se diferenciaban principalmente por la forma de gobierno que habían elegido. Casi todas tenían alguna forma de proceso democrático. En algunas áreas se elegía un parlamento representativo por sufragio universal, muy similar a nuestro Parlamento de Westminster. En otros lugares, el voto se reservaba para una elite, formada por aquellos considerados por temperamento o educación como superiores: creo que nuestro ejemplo más cercano serían las repúblicas clásicas, o quizá la República ideal imaginada por Platón; y debo admitir que esa aproximación me resultaba atrayente.

Pero en la mayoría de las áreas, las maquinarias de la Esfera habían hecho posible una forma real de sufragio universal, en la que los habitantes se mantenían informados sobre los debates en curso por medio de las ventanas azules, y de la misma forma registraban sus preferencias. Por tanto el gobierno funcionaba a trozos, con cada decisión sujeta al deseo de la población.

Desconfié de ese sistema.

—¡Seguro que hay algunos a los que no se les puede dar tal autoridad! ¿Qué pasa con los locos o los deficientes mentales?

Me miró con cierta formalidad.

—No tenemos tales debilidades.

Me sentí deseoso de desafiar aquella utopía, ¡incluso en su mismo corazón!

—¿Y cómo se aseguran de eso?

No me contestó de inmediato. En su lugar, siguió hablando.

—Cada miembro adulto de la población es racional y capaz de tomar decisiones por otros, y se espera que así lo haga. Ante tales hechos, la forma más pura de democracia no sólo es posible, sino aconsejable, ya que muchas mentes se combinan para tomar mejores decisiones que una sola.

—¿Y esos Senados y Parlamentos que me ha descrito? —bufé.

—No todos están de acuerdo en que la forma de gobierno de esta parte de la Esfera sea ideal —dijo—. ¿No es ésa la esencia de la libertad? No todos sentimos suficiente interés por la mecánica del gobierno como para querer participar; y para algunos, confiar el poder a otros por representación, a incluso sin representación, es preferible. Se trata de una opción válida.

—Bien. ¿Qué pasa cuando esas posibilidades entran en conflicto?

Tenemos sitio —dijo—. No debe olvidarlo; todavía está dominado por los prejuicios de habitante de un planeta. Cualquier descontento puede irse y establecer un sistema rival en algún otro sitio…

Aquellas «naciones» de los Morlocks eran fluidas: los individuos entraban y salían a medida que cambiaban sus preferencias. No había territorios establecidos o posesiones, ni siquiera fronteras fijas, por lo que pude ver; las «naciones» no eran sino meros grupos de conveniencia repartidos por la Esfera.

No había guerras entre los Morlocks.

Me llevó algún tiempo creerlo, pero finalmente me convencí. No había razones para la guerra. Gracias a los mecanismos del Suelo no había escasez de provisiones, por lo que ninguna «nación» podía invocar ganancias económicas. La Esfera era tan inmensa que el espacio vacío era casi ilimitado, por lo que no tenían sentido las disputas territoriales. Y —más importante— las mentes de los Morlocks se veían libres de la corrupción de la religión, que tantos conflictos ha causado a lo largo de los siglos.

—Entonces, no tienen dios —le dije a Nebogipfel, con algo de entusiasmo: aunque tengo algunas tendencias religiosas, ¡me imaginaba escandalizando a los clérigos de mi época con mi relato de la conversación!

—No tenemos necesidad de dios —me respondió Nebogipfel.

Los Morlocks consideraban una mente religiosa —en oposición a un estado racional— como una característica hereditaria, sin más significado intrínseco que los ojos azules o el pelo castaño.

Cuanto más me lo explicaba Nebogipfel, mejor me parecía.

¿Qué idea de dios ha sobrevivido a lo largo de la evolución mental de la humanidad? Precisamente la que satisface la vanidad humana al conjurarla: un dios con poder inmenso, y sin embargo obsesionado con los asuntos humanos. ¿Quién podría adorar a un dios frío, aunque omnipotente, si no se interesase por los problemas de los humanos ?

Uno podría suponer que en una lucha entre humanos racionales y humanos religiosos, los racionales ganarían. Después de todo, ¡fue la racionalidad la que inventó la pólvora! Y sin embargo —al menos hasta el siglo diecinueve—, las tendencias religiosas han ganado generalmente, y la selección natural ha actuado, dejándonos con una población de corderos inclinados hacia la religión, capaces —o al menos me lo parecía a veces— de dejarse seducir por un predicador con labia.

La paradoja se explica porque la religión da a los hombres una meta por la que luchar. El hombre religioso empapará un trozo de tierra «sagrada» con su sangre, sacrificando más que el valor económico de la tierra, o cualquier otro valor.

—Pero nosotros hemos superado esa paradoja —me dijo Nebogipfel—. Hemos dominado nuestra herencia: ya no nos guía nuestro pasado, ni en nuestros cuerpos ni en nuestras mentes…

¡Pero no medité sobre esa intrigante idea —la pregunta evidente era: «Sin dios, ¿cuál es el propósito de sus vidas?»— porque me extasiaba pensar que al señor Darwin, con todos sus críticos en la Iglesia, le hubiese encantado presenciar el triunfo final de sus ideas sobre los Religionistas!

De hecho, mi comprensión del verdadero propósito de la civilización de los Morlocks no llegaría hasta más tarde.

Me impresionó, sin embargo, todo lo que vi de aquel mundo artificial de los Morlocks. Y no estoy seguro de haber reflejado mi admiración en este relato. Aquella raza de Morlocks había conquistado realmente sus debilidades heredadas; habían dejado a un lado el legado de la bestia —el legado que les dejamos nosotros— y habían conseguido una estabilidad y unas capacidades casi inimaginables para un hombre de 1891: para un hombre como yo, que había crecido en un mundo dividido cada día por las guerras, la avaricia y la incompetencia.

Y ese dominio de su propia naturaleza era aún más sorprendente en contraste con aquellos otros Morlocks —los Morlocks de Weena— que se habían, evidentemente, hundido en la bestia interior, a pesar de sus aptitudes para la mecánica.

14. CONSTRUCCIONES Y DIVERGENCIAS

Discutí sobre la construcción de la Esfera con Nebogipfel.

—Imagino grandes obras de ingeniería para desmontar los grandes planetas, Júpiter y Saturno, y…

—No —contestó Nebogipfel—. No se realizaron tales obras; los planetas primarios, de la Tierra hacia fuera, todavía giran alrededor del corazón del Sol. No hubiese habido materia suficiente en todos los planetas juntos ni siquiera para comenzar la construcción de un ente como esta Esfera.

—Entonces, ¿cómo…?

Nebogipfel me describió cómo el Sol había sido rodeado por una gran flota de naves capaces de navegar por el espacio, que incluían en su diseño inmensos imanes —que se basaban en circuitos eléctricos que de alguna forma tenían una resistencia igual a cero— . No puedo ni imaginarlo. La naves giraron alrededor del Sol con velocidad creciente, y un anillo de magnetismo se formó alrededor del diafragma de millones de millas del Sol. Y, como si la gran estrella no fuese más que una fruta madura sostenida en un puño, se obligó a que grandes fuentes de material solar, magnético por sí mismo, fluyesen por los polos de la estrella.

Más flotas de naves manipularon aquella inmensa nube de material robado, dándole la forma de una cáscara; y la cáscara fue comprimida, usando nuevamente campos magnéticos, para convertirla en la estructura sólida que tenía a mi alrededor.

El Sol encerrado todavía brillaba, ya que incluso las enormes masas necesarias para construir aquel artefacto no eran sino una fracción invisible de su volumen total; y en el interior de la Esfera, brillaba eternamente la luz del Sol sobre continentes gigantescos, cada uno de los cuales podría tragarse millones de Tierras.

Nebogipfel dijo:

—Un planeta como la Tierra sólo puede captar una fracción infinitesimal de la luz solar, mientras que el resto se pierde, malgastado, en el desagüe del espacio. Ahora, toda la energía del Sol queda atrapada en la Esfera. Y ésa es la principal justificación para su construcción: hemos dominado una estrella

En un millón de años, me contó Nebogipfel, la Esfera atraparía suficiente materia solar para incrementar su grosor en una cientoventicincoava parte de pulgada; ¡una pequeña capa invisible pero que cubriría un área formidable! La materia solar, convenientemente transformada, se empleaba para proseguir con la construcción de la Esfera. Mientras tanto, parte de la energía solar se usaba para mantener el Interior de la Esfera y para alimentar los distintos proyectos de los Morlocks.

Con algo de emoción, relaté lo que había visto en mi viaje a través del futuro: el incremento en el brillo del Sol, los géiseres de los polos y, finalmente, cómo el Sol se había desvanecido en la oscuridad, al ser encerrado en la Esfera.

Nebogipfel me miró con lo que me pareció envidia.

—Así que —dijo— realmente presenció la construcción de la Esfera. Se precisaron diez mil años…

—Pero para mí en la máquina no fueron sino unos pocos latidos del corazón.

—Me ha dicho que éste es su segundo viaje al futuro, y que en el primero vio diferencias.

—Sí —me enfrentaba de nuevo a ese confuso enigma—. Diferencias en el desarrollo de la historia… Nebogipfel, cuando viajé por primera vez al futuro, su Esfera nunca fue construida.

Resumí para Nebogipfel cómo había viajado anteriormente más allá del 657.208 d. C. Durante aquel primer viaje, había presenciado la colonización de la Tierra por una marea verde, al ser eliminado el invierno y el Sol hacerse más brillante. Pero al contrario que en el segundo viaje— no vi señales de cambios en la inclinación del eje de la Tierra, ni tampoco la reducción de su rotación. Y, lo más evidente, sin que la Esfera hubiese sido construida, la Tierra había permanecido iluminada y no se había exiliado a la oscuridad fúnebre de los Morlocks.

—Y —le dije a Nebogipfel—, llegué al año 802.701 d. C., ciento cincuenta mil años en su futuro. ¡Pero no creo que si ahora avanzase esa distancia me encontrase de nuevo con aquel mundo!

Le conté a Nebogipfel lo que había visto en el mundo de Weena, con sus Elois y Morlocks degradados. Nebogipfel lo meditó.

—Tal situación no se ha dado en la evolución de la humanidad, en toda su historia, mi historia —dijo—. Y ya que la Esfera, una vez construida, se automantiene, es difícil imaginar que en nuestro futuro se produzca esa caída en el barbarismo.

—Ahí lo tiene —asentí—. He viajado a través de dos versiones incompatibles de la historia. ¿Puede la historia ser deformada como el barro sin cocer?

—Puede que sí —murmuró Nebogipfel—. ¿Cuando regresó a su época, 1891, llevó consigo alguna prueba de sus viajes?

—No demasiado —admití—. Pero volví con algunas flores, pequeñas bellezas blancas como malvas, que Weena… que una Eloi me había colocado en el bolsillo. Mis amigos las examinaron. Las flores pertenecían a un orden que no podían identificar y recuerdo que se sorprendieron con el gineceo…

—¿Amigos? —dijo cortante Nebogipfel— ¿Dejó un relato de su viaje antes de embarcar de nuevo?

—Nada por escrito. Pero a mis amigos les hice un relato completo del viaje, durante la cena. —Sonreí—. Y si conozco a uno de ellos, sé que todo quedará escrito en una forma popular o sensacionalista, incluso puede que presentado como ficción…

Nebogipfel se me acercó.

—Entonces —me dijo, con su voz tranquila extrañamente dramática—, ahí está la explicación.

—¿Explicación?

—Para la diferencia de las historias.

Me enfrenté a él, horrorizado por el entendimiento.

—Quiere decir que con mi relato… mi profecía… ¿he cambiado la historia?

—Sí. Con ese aviso, la humanidad se las arregló para evitar la degradación y el conflicto que dio lugar al mundo cruel y primitivo de Elois y Morlocks. En su lugar, seguimos creciendo; en su lugar, hemos dominado el Sol.

Me sentí incapaz de enfrentarme a las consecuencias de aquella hipótesis, aunque su verdad y claridad me parecieron evidentes. Grité:

—Pero algunas cosas son iguales. ¡Los Morlocks todavía viven en la oscuridad!

—No somos Morlocks —dijo Nebogipfel con suavidad—. No como los recuerda. Y, en lo que se refiere a la oscuridad, ¿qué necesidad tenemos de un torrente de luz? Elegimos la oscuridad. Nuestros ojos son instrumentos de precisión, capaces de revelar una gran belleza. Sin el brillo brutal del Sol, las sutilezas del cielo pueden ser apreciadas por completo…

No tenía ganas de aguijonear a Nebogipfel y debía enfrentarme a la verdad. Me miré las manos: grandes objetos castigados y arañados por décadas de trabajo. ¡Mi único propósito, al que había dedicado el esfuerzo de aquellas manos, había sido explorar el tiempo! Ver cómo sucederían las cosas en una escala cosmológica, más allá de las breves décadas de mi vida. Pero, o eso parecía, había conseguido mucho más.

Mi invento era mucho más poderoso que una simple máquina para viajar en el tiempo: ¡era una máquina de historia, una destructora de mundos!

Había asesinado el futuro: había usurpado, comprendí, más poderes que los del propio Dios (si podemos creer a Santo Tomás de Aquino). Al torcer el curso de la historia, había borrado miles de millones de vidas por nacer, vidas que ahora ya nunca serían.

No podía soportar el vivir sabiéndolo. Siempre he sentido desconfianza del poder personal —nunca he conocido a un hombre lo suficientemente sabio como para confiárselo—, pero ahora ¡me había arrogado poderes mayores que los de ningún hombre que haya vivido nunca!

Si recuperaba la Máquina del Tiempo —me prometí a mí mismo— volvería al pasado para realizar un último y definitivo ajuste en la historia, y eliminar mi desarrollo de ese artefacto infernal.

…Y comprendía también que ya nunca recuperaría a Weena. No sólo había provocado su muerte, ¡sino que también había eliminado su propia existencia!

En aquel tumulto de emociones, el dolor de esa pequeña pérdida se destacaba claro y dulce, como las notas de un oboe en medio del clamor de una gran orquesta.

15. VIDA Y MUERTE ENTRE LOS MORLOCKS

Un día, Nebogipfel me llevó a lo que, posiblemente, fuese lo más inquietante que vi en la ciudad-cámara.

Nos acercamos a un área, tal vez de media milla cuadrada, donde las divisiones parecían más bajas de lo normal. Al acercarnos, comencé a notar un incremento en el nivel de ruido —un balbuceo de gargantas líquidas— y un aumento acusado del olor a Morlock, dulzón y mustio. Nebogipfel hizo que nos detuviéramos en el borde de aquel espacio.

Con mis gafas podía ver que la superficie del área estaba viva —se movía—, con las formas retorcidas, lloriqueantes y tambaleantes de bebés. Había miles de infantes Morlock, agarrándose con las pequeñas manos y pies al pelo suelto de los otros. Se revolcaban, como monos jóvenes, y utilizaban versiones infantiles de las divisiones informativas que ya he descrito, o se metían comida en las bocas oscuras; aquí y allá se paseaban adultos por entre la multitud, levantando a los que se habían caído, resolviendo una disputa o calmando unos llantos.

Contemplé perplejo aquel mar de niños. Quizás una colección de niños humanos pudiese atraer a alguien —no a mí, que soy un soltero perpetuo—, pero aquellos eran Morlocks… Deben recordar que un Morlock no es un ente atractivo para la sensibilidad humana, incluso de niño, con sus carnes con la palidez de un gusano, su frialdad al tacto y el aspecto de tela de araña de su pelo. ¡Si piensan en una gigantesca mesa cubierta de gusanos retorcidos, podrán tener una idea de mi impresión!

Me volví a Nebogipfel.

—Pero ¿dónde están sus padres?

Vaciló como buscando la expresión adecuada.

—No tienen padres. Ésta es una granja de nacimiento. Cuando sean lo suficientemente mayores, serán llevados a una guardería, ya sea en la Esfera o…

Pero ya no le escuchaba. Miré a Nebogipfel de arriba abajo, pero su pelo me ocultaba la forma de su cuerpo.

Maravillado, comprendí otro de esos hechos que había tenido delante de los ojos desde mi llegada, pero que mi inteligencia superior no me dejaba percibir: No había pruebas de diferenciación sexual, no en Nebogipfel, ni en ninguno de los Morlocks que había visto, ni tampoco en los visitantes de baja gravedad, cuyos cuerpos apenas estaban cubiertos por el pelo y eran fáciles de explorar. El Morlock medio estaba construido igual que un niño, sin diferenciación sexual, con la misma falta de énfasis en las caderas o en el pecho… ¡Comprendí que no sabía nada —ni se me había ocurrido preguntar— del proceso de amor y nacimiento de los Morlocks!

Nebogipfel me contó entonces algo del proceso de crianza y educación de los jóvenes Morlocks.

Los Morlocks comenzaban su vida en aquellas granjas de nacimiento y guardería —toda la Tierra, recordé con dolor, era una de ellas— y allí, además de los rudimentos del comportamiento civilizado, al joven se le enseñaba la habilidad esencial: la capacidad de aprender. Como si a un escolar del siglo diecinueve, en lugar de haberle metido en la cabeza un montón de tonterías sobre latín, griego u oscuros teoremas geométricos, se le hubiese enseñado a concentrarse, a usar una biblioteca y los mecanismos para asimilar el conocimiento, y sobre todo cómo pensar. Después de eso, la adquisición de un conocimiento en particular dependería de las necesidades de la tarea, y de la inclinación del individuo.

Cuando Nebogipfel me lo resumió, su lógica simple me sorprendió casi físicamente. ¡Por supuesto! —me dije—. ¡Para qué queremos escuelas! ¡Qué contraste con los campos de batalla de la ignorancia y la incompetencia que fueron mis días escolares!

Quise preguntarle a Nebogipfel por su profesión.

Me explicó que una vez que se había establecido mi fecha de origen, se había convertido, a partir de los registros de su pueblo, en un experto en mi periodo y sus costumbres; y había comprendido varias diferencias entre nuestras razas.

—Nuestras ocupaciones no nos absorben tanto como las de ustedes —dijo—. Tengo dos amores… dos vocaciones. —Sus ojos eran invisibles, lo que hacía más difícil leer sus emociones.

Dijo:

—La física y la educación de los jóvenes.

La educación, y el aprendizaje de todo tipo, continuaba a lo largo de la vida de un Morlock, y no era extraño que un individuo siguiese tres o cuatro «carreras», como las llamaríamos nosotros, una tras otra, o incluso en paralelo. El nivel general de inteligencia de los Morlocks era, tuve la impresión, bastante mayor que el de las gentes de mi propio siglo.

Aun así, las vocaciones de Nebogipfel me sorprendieron. Había creído que Nebogipfel sólo se especializaba en la ciencia física, tal era su habilidad pare seguir mi relato inconexo dé la teoría de la Máquina del Tiempo y la evolución de la historia.

—Dígame —dije con ligereza—, ¿por cuál de sus talentos se le asignó pare supervisarme? ¿Por su experiencia en física o su habilidad pare la educación?

Me pareció que la boca negra de dientes pequeños se extendió en una sonrisa.

Y la verdad me golpeó, y algo de humillación me quemó al pensarlo. Soy un hombre eminente de mi época, ¡y sin embargo me habían puesto a cargo de alguien con experiencia en cuidar niños!

…Y sin embargo, reflexioné, ¿qué fueron mis actos, al llegar al año 657.208 sino las acciones de un niño?

Nebogipfel me llevó a una esquina de la guardería. Aquel lugar especial estaba cubierto por una estructura del tamaño y forma de un pequeño invernadero, fabricado con el material pálido y translúcido del Suelo. De hecho, era una de las pocas zonas de la ciudad-cámara que estaba cubierta. Nebogipfel me llevó al interior de la estructura. El refugio carecía de muebles o aparatos, exceptuando una o dos de las divisiones con pantallas brillantes que ya había visto en otras partes. Y en el centro del Suelo se encontraba lo que parecía ser un pequeño bulto —de ropas, quizá— que surgía del vidrio.

Vi que los Morlocks que atendían aquel lugar tenían una actitud más seria que los que cuidaban de los niños. Sobre el pelaje llevaban batas sueltas —prendas como chalecos con muchos bolsillos— llenas de herramientas de propósito desconocido pare mí. Algunas de las herramientas brillaban débilmente. Aquel tipo de Morlock parecía tener un aire de ingeniero, pensé: un extraño atributo en un mar de bebés; y aunque se distraían con mi torpe presencia, los ingenieros vigilaban el pequeño bulto del Suelo, y periódicamente pasaban instrumentos por encima de él.

Habiendo captado mi curiosidad, me acerqué al bulto. Nebogipfel se echó atrás, dejándome continuar solo. La cosa apenas tenía unas pocas pulgadas de largo, y todavía estaba medio metida en el vidrio, como una escultura a medio tallar de un trozo de roca. Es más, se parecía un poco a una estatua: tenía los brotes de los brazos, y lo que podría convertirse en la cara, un disco cubierto de pelo y dividido por una fina boca. La extrusión del bulto parecía lenta, y me pregunté qué dificultad presentaba pare la maquinaria oculta el fabricar aquel artefacto en particular. ¿Era quizás especialmente complejo?

Y entonces —fue un momento que me atormentará mientras viva— la diminuta boca se abrió. Los labios se separaron con un ruido suave, y un llanto, más débil que el del más pequeño de los pollitos, se elevó en el aire; y la cara en miniatura se arrugó como si sufriese una incomodidad.

Me eché atrás, tan sorprendido como si me hubiesen golpeado.

Parece que Nebogipfel había previsto mi sorpresa. Dijo:

—Debe recordar que se encuentra medio millón de años en el futuro: la distancia entre nosotros es diez veces la edad de su especie…

—Nebogipfel, ¿cómo puede ser cierto? ¿Sus jóvenes, usted mismo, surgen del Suelo, son fabricados como una taza de agua sin mayor ceremonial?

Los Morlocks realmente habían «dominado su herencia genética», pensé: habían abolido los sexos y eliminado el nacimiento.

—Nebogipfel —protesté—, esto es… inhumano.

Inclinó la cabeza. Evidentemente, aquella palabra no significaba nada pare él.

—Nuestra política está diseñada pare optimizar el potencial de la Forma humana… porque también somos humanos —dijo con severidad—. La forma viene dada por una secuencia de un millón de genes, v por lo tanto, aunque el número de individuos diferentes es grande, es finito. Y todos esos individuos pueden ser… —vaciló— imaginados por la inteligencia de la Esfera.

La sepultura, me dijo, también era asunto de la Esfera.

Los cuerpos abandonados de los muertos pasaban al Suelo sin ceremonia o reverencia, para ser desmantelados y sus materiales reutilizados.

—La Esfera reúne los materiales necesarios pare dar vida al individuo elegido, y…

—¿Elegido? —Me enfrenté al Morlock, y la rabia y la violencia que había suprimido de mi ánimo volvieron nuevamente a mi alma—. ¿Qué más han racionalizado, Morlock? ¿Qué pasa con la ternura? ¿Con el amor?

16. DECISIÓN Y PARTIDA

Salí de la horrenda habitación de nacimiento y miré fijamente la inmensa ciudad-cámara, con sus ejércitos de Morlocks dedicados a incomprensibles tareas. Quise gritarles, romper su repugnante perfección; pero supe, incluso en aquel triste momento, que no podía permitir que su imagen de mi comportamiento se deteriorase aún más.

Quise huir incluso de Nebogipfel. Se había mostrado amable y considerado conmigo. Quizá más de lo que merecía, y más de lo que los hombres de mi propia época hubiesen dispensado para un salvaje violento de medio millón de años antes de Cristo. Aun así, él había estado fascinado y divertido por mis reacciones al proceso de nacimiento. ¡Puede que hubiese preparado aquella revelación para provocar en mí emociones tan extremas! Bien, si ésa era su intención, Nebogipfel había triunfado. Pero ahora la humillación y la rabia irracional eran tales que apenas podía mirar su cuidada figura.

Aun así, ¡no tenía adónde ir! Me gustase o no, lo sabía, Nebogipfel era mi único punto de referencia en aquel extraño mundo de Morlocks: el único individuo vivo cuyo nombre conocía y —por lo que sabía de la política de los Morlocks— mi único protector.

Quizá Nebogipfel sintió esos conflictos en mí. De cualquier forma, no me impuso su compañía; en su lugar, se volvió a invocó nuevamente la pequeña choza para dormir. Me metí en ella y me senté en la esquina más oscura, con los brazos a mi alrededor: ¡acobardado como un animal de bosque llevado a Nueva York!

Permanecí allí durante varias horas. Puede que durmiese. Finalmente, sentí que volvía algo de mi seguridad espiritual, por lo que comí un poco y me lavé.

Creo —antes del incidente de la granja de nacimiento— que me habían intrigado mis atisbos del mundo de los Morlocks. Siempre me había considerado sobre todo un hombre racional, y me fascinaba la visión de una sociedad de seres racionales capaces de dirigir su existencia, de cómo la ciencia y la ingeniería podían ser empleadas para crear un mundo mejor. Por ejemplo, me había impresionado la tolerancia de los Morlocks con las distintas formas de gobierno. Pero la visión de aquel homúnculo a medio formar me había trastornado. Quizá mi reacción demostraba cuán profundamente inscritos están los valores a instintos de nuestra especie.

¡Si era cierto que los nuevos Morlocks habían conquistado su herencia genética, la corrupción de los viejos océanos, entonces, en aquel momento de agitación interior, envidié su ecuanimidad!

Supe entonces que debía escapar de la compañía de los Morlocks —podían tolerarme, pero allí no había lugar para mí, no más que para un gorila en un hotel de Mayfair— y tomé una nueva decisión.

Salí del refugio. Nebogipfel estaba allí, esperando, como si no se hubiese alejado. Con un roce de la mano sobre un pedestal hizo que el refugio se disolviese en el Suelo.

—Nebogipfel —dije con sequedad—, debe parecerle evidente que aquí estoy tan fuera de lugar como un animal escapado de un zoo que corriese libre por la ciudad.

No dijo nada; su mirada impasible.

—A menos que tengan la intención de retenerme como prisionero, o como un espécimen de laboratorio, no deseo permanecer aquí. Pido que me den acceso a la Máquina del Tiempo, para que pueda volver a mi propia época.

—No es usted un prisionero —dijo—. Esa palabra no tiene traducción en nuestra lengua. Usted es un ser sensible, y como tal tiene derechos. El único límite a su comportamiento es que no debe volver a dañar a otros con sus actos…

—Límite que acepto —dije.

—… y —continuó— que no partirá en su máquina.

—Entonces, no tengo derechos —dije con un gruñido—. Soy un prisionero aquí… ¡y un prisionero en el tiempo!

—Aunque la teoría del viaje en el tiempo está clara, y la estructura dinámica de la máquina es evidente, todavía no comprendemos los principios —dijo el Morlock. Supuse que eso significaba que todavía no entendían el papel de la plattnerita—. Pero creemos que esa tecnología podría ser de gran valor para nuestra especie.

—¡Ya lo creo!

Tuve una súbita visión de aquellos Morlocks, con sus dispositivos mágicos y aterradoras armas, volviendo en Máquinas del Tiempo al Londres de 1891.

Los Morlocks mantendrían a la humanidad segura y alimentada. ¡Pero, privado de su alma, y quizá de sus hijos, preveía que el hombre moderno no sobreviviría más allá de unas pocas generaciones!

El horror ante esa posibilidad hizo que mi sangre se acelerase, pero incluso en aquel momento una parte remota y racional de mi mente me señalaba varias dificultades. «Mira —me dije—, si así fuesen destruidos todos los hombres modernos —y el hombre moderno es el antecesor de los Morlocks— los Morlocks no podrían existir, por lo que no podrían capturar mi máquina y volver en el tiempo… Es una paradoja, ¿no? No puedes tener ambas cosas.» Deben recordar que en alguna parte de mi cerebro seguía fermentando el problema de mi segundo viaje en el tiempo —con la divergencia de historias que había presenciado—, y estaba seguro de que mi comprensión de la filosofía del viaje en el tiempo era en el mejor de los casos todavía limitada.

Eché a un lado esos pensamientos y me enfrenté a Nebogipfel.

Nunca. Nunca les ayudaré a obtener el viaje en el tiempo.

Nebogipfel me miró fijamente.

—Entonces, dentro de las limitaciones que le hemos impuesto, es libre de viajar a cualquier lugar de nuestros mundos.

—En ese caso, me gustaría que me llevase a un lugar, dentro de este sistema solar rediseñado, donde todavía existan hombres como yo.

Creo que lancé ese desafío esperando que se me negase tal posibilidad. Pero, ante mi sorpresa, Nebogipfel se acercó a mí.

—No exactamente como usted —dijo—. Aun así… venga.

Y echó a andar por el inmenso y poblado plano. Pensé que sus palabras finales habían sido algo más que ominosas, pero no podía entender qué quería decir y, de cualquier forma, no me quedaba más elección que seguirle.

Llegamos a un área vacía de más o menos un cuarto de milla de ancho. Ya hacía tiempo que había perdido el sentido de la orientación dentro de la inmensa ciudad-cámara. Nebogipfel llevaba sus gafas y yo las mías.

De pronto, sin previo aviso, un rayo de luz bajó del techo y nos iluminó. Miré a la cálida luz amarilla, y vi motas de polvo caer en cascada desde el aire; por un momento pensé que había vuelto a la Prisión de Luz.

Esperamos unos segundos —no pude ver que Nebogipfel había dado una orden a las invisibles máquinas que controlaban el lugar hasta que el Suelo bajo mis pies dio una sacudida. Tropecé, parecía un pequeño terremoto y fue inesperado; pero me recuperé con rapidez.

—¿Qué fue eso?

Nebogipfel permanecía imperturbable.

—Quizá debí advertirle. Hemos comenzado el ascenso.

—¿Ascenso?

Pude ver entonces que un disco de vidrio, de un cuarto de milla de diámetro aproximadamente, se elevaba del Suelo, llevándonos a Nebogipfel y a mí a lo alto. Parecía como si estuviese sobre un inmenso pilar que surgiese del suelo. Ya nos habíamos elevado unos diez pies, y nuestro viaje hacia arriba parecía estar acelerándose; sentí en la frente un ramalazo de brisa.

Me acerqué al borde del disco para admirar cómo se abría a nuestros pies la inmensa y compleja planicie de los Morlocks. La cámara se extendía más allá del límite de mi visión, completamente plana y poblada regularmente. El Suelo parecía un mapa detallado, quizás de las constelaciones, dibujadas con hilos de plata y terciopelo negro, y de fondo las verdaderas estrellas. Una o dos caras plateadas estaban vueltas hacia nosotros, pero la mayoría de los Morlocks parecían indiferentes.

—Nebogipfel, ¿adónde vamos?

—Al Interior —dijo con calma.

Era consciente de un cambio en la luz. Parecía mucho más brillante, y más difusa, ya no estaba limitada a un solo rayo, como podría ser en el fondo de un pozo.

Estiré el cuello. El disco de luz se ensanchaba a ojos vistas, por lo que ya podía ver un anillo de cielo, alrededor del Sol. El cielo era azul, y estaba moteado de nubes altas y algodonosas; pero tenía una textura extraña, una mezcla de colores que al principio achaqué a las gafas que todavía llevaba.

Nebogipfel se volvió hacia mí. Golpeó con el pie en la base de la plataforma, y surgió un objeto que no pude reconocer de inmediato. Era un tazón con un palo que le salía del centro. Sólo cuando Nebogipfel lo sostuvo sobre su cabeza lo reconocí como lo que era: un parasol simple, para mantener su carne descolorida a resguardo del Sol.

Con estos preparativos, salimos a la luz —el agujero se amplió—, ¡y mi cabeza del siglo XIX se elevó sobre el césped!

17. EN EL INTERIOR

—Bienvenido al Interior —me anunció Nebogipfel, una figura realmente cómica con su parasol.

El pilar de un cuarto de milla recorrió sus últimas yardas sin ruido. Me sentí elevado como por un ilusionista a un escenario. Me quité las gafas, y me cubrí los ojos con las manos.

La plataforma se detuvo, y sus bordes se confundieron con el prado de hierba corta que la bordeaba con tanta precisión como si los hubiesen hecho con cemento. Mi sombra era una mancha de color negro. Era mediodía, por supuesto; ¡en todo el Interior era mediodía, todos y cada uno de los días! El Sol cegador me castigaba la cabeza y el cuello, pronto me quemaría, pero el placer de esa luz solar valía, por el momento, la pena.

Me volví estudiando el paisaje.

Hierba, una monótona pradera. Hierba por todas partes, hasta el horizonte, sólo que no había horizonte en aquel mundo completamente plano. Levanté la vista, esperando ver cómo el mundo se inclinaba hacia arriba: después de todo, ya no estaba unido a la superficie exterior de una pequeña bola de piedra como la Tierra, sino de pie en el interior de una inmensa cáscara hueca. Pero no aprecié ese efecto óptico; sólo vi más hierba, y quizás algunos grupos de árboles o arbustos en la distancia. El cielo era una planicie de color azul de nubes altas y blancas que se unía a la tierra en una costura de niebla y polvo.

—Me siento como si estuviese de pie sobre una enorme mesa —le dije a Nebogipfel—. Pensé que sería como un paisaje dentro de una taza. ¡Qué paradoja es no poder distinguir si estoy dentro de una gran Esfera o en el exterior de un gigantesco planeta!

—Hay formas de hacerlo —contestó Nebogipfel bajo su parasol—. Mire arriba.

Levanté el cuello. Al principio sólo pude ver el cielo y el Sol; podía haber sido cualquier cielo de la Tierra. Entonces, gradualmente, empecé a distinguir algo más allá de las nubes. Las manchas formaban algo así como una acuarela lejana, pintada con azules, grises y verdes, pero con gran detalle, por lo que la mayor de las manchas era empequeñecida por la nube más pequeña. Parecía un mapa… o varios mapas, cosidos juntos y vistos en la lejanía.

Y esa analogía fue la que me condujo a la verdad.

—Es el otro lado de la Esfera, más allá del Sol. Supongo que los colores que veo son los océanos, los continentes, las cadenas montañosas y las praderas, ¡puede que incluso ciudades!

Era un espectáculo sorprendente, como si hubiesen cosido, al igual que pieles de conejo, las cubiertas de piedra de miles de Tierras. No daba la impresión de curvatura, tal era la inmensa escala de la Esfera. Más bien, parecía que me encontraba entre dos capas, entre aquella pradera de hierba y la cubierta del cielo dibujado, con el Sol como una lámpara en medio, ¡y con los abismos del espacio a una o dos millas bajo mis pies!

—Recuerde que cuando mira al otro lado del Interior mira a la distancia de la órbita de Venus —me advirtió Nebogipfel—. A tal distancia, la misma Tierra no sería sino un punto de luz. Muchas de las características topográficas en este lugar están construidas a una escala mucho mayor que la propia Tierra.

—¡Debe de haber océanos que podrían tragarse la Tierra! —medité—.Supongo que las fuerzas geológicas de una estructura como ésta…

—Aquí no hay geología —me interrumpió Nebogipfel—. El Interior y sus paisajes son artificiales. Todo lo que ve fue, esencialmente, diseñado para ser como es. Y conscientemente es mantenido así. —Parecía sorprendentemente reflexivo—. Hay muchas diferencias entre esta historia y la que ha descrito. Pero algunas cosas permanecen igual: éste es un mundo de día perpetuo, en contraste con mi propio mundo de noche. Nos hemos separado en dos especies extremas de Oscuridad y Luz, como en aquella otra historia.

Nebogipfel me llevó al borde del disco de vidrio. Él permaneció en la plataforma con el parasol sobre la cabeza; pero yo pisé valientemente la hierba. La tierra era dura, pero sentí el placer de tener una superficie diferente bajo mis pies, después de días de aquel blando y acogedor Suelo. Aunque corta, la hierba era dura, del tipo que se encuentra cerca de las costas; cuando metí los dedos en el suelo, la tierra resultó ser seca y arenosa. Desenterré un pequeño escarabajo en la fila de agujeritos que había cavado con los dedos; huyó enterrándose más en la arena.

Sopló la brisa por entre la hierba. Noté que no cantaban los pájaros; ni oí el sonido de ningún animal.

—La tierra no es demasiado rica —le grité a Nebogipfel.

—No —dijo. Pero el … —una palabra líquida que no pude entender— se está recuperando.

—¿Qué ha dicho?

—Me refiero al complejo de plantas, insectos y animales que funcionan juntos, interdependientemente. Sólo han pasado cuarenta mil años desde la guerra.

—¿Qué guerra?

¡Nebogipfel se encogió de hombros —sus hombros se agitaron, haciendo que se le moviese el pelo del cuerpo—, un gesto que sólo podía haber aprendido de mí!

—¿Quién sabe? Las causas han sido olvidadas, y tos combatientes, las naciones y sus hijos están todos muertos.

—Me dijo que aquí no había guerras —le acusé.

—No entre los Morlocks —dijo—. Pero en el Interior… Ésa fue muy destructiva. Se emplearon grandes bombas. La Tierra fue destruida y toda vida eliminada.

—Pero las plantas, los animales pequeños podrían…

—Todo. No lo entiende. Todo murió, menos la hierba y los insectos, en millones de millas cuadradas. Y sólo ahora la Tierra ha vuelto a ser segura.

—Nebogipfel, ¿qué tipo de gente vive aquí? ¿Son como yo?

Hizo una pausa.

—Algunos imitan sus variantes arcaicas. Pero hay incluso formas más antiguas; sé de una colonia de Neandertales reconstruidos, que han reinventado la religión de esa gente… Y hay algunos que se han desarrollado más que ustedes: que se distinguen tanto de usted como yo, aunque de forma diferente. La Esfera es amplia. Si lo desea, le llevaré a una colonia que se aproxime a su propio tipo…

—Oh, ¡no estoy seguro de saber qué quiero! —dije—. Me siento abrumado por este lugar, este mundo de mundos, Nebogipfel. Quiero ver qué puedo entender de él, antes de tomar una decisión sobre mi vida. ¿Lo comprende?

No discutió la propuesta; parecía ansioso por huir de lo luz solar.

—Muy bien. Cuando desee verme de nuevo, vuelva a la plataforma y diga mi nombre.

Y así comenzó mi solitaria residencia en el Interior de la Esfera.

En aquel mundo de perpetuo mediodía no había ciclo de días y moches para marcar el paso del tiempo. Tenía, sin embargo, mi reloj de bolsillo: por supuesto, el tiempo que marcaba no tenía sentido, gracias a mi transferencia por el Espacio y el Tiempo; pero me servía para distinguir periodos de veinticuatro horas.

Nebogipfel había invocado un refugio en la plataforma: una choza simple y cuadrada con una ventana pequeña y una puerta de las que se dilatan. Me dejó una bandeja de comida y agua, y me enseñó a conseguir más: empujaba la bandeja al interior de la superficie —era una sensación extraña— y pocos segundos después una nueva bandeja aparecía, llena por completo. Ese proceso antinatural me inquietaba, pero no disponía de otra fuente de comida. Nebogipfel también me mostró cómo introducir objetos en la superficie para limpiarlos, e incluso limpió sus propios dedos. Empleaba esa característica para limpiar la ropa y las botas, pero nunca me atreví a insertar una parte de mi cuerpo. La idea de meter una mano o un pie —o aun peor, la cara— en aquella superficie blanda era más de lo que podía soportar, y seguí lavándome con agua.

Aún no tenía material para afeitarme; mi barba había crecido larga y exuberante, pero era una deprimente masa de color gris hierro.

Nebogipfel me mostró también otros usos de las gafas. Al tocar de cierta forma la superficie, podía hacer que aumentasen las imágenes de objetos lejanos, acercándolas, y haciéndolas tan claras como si las tuviese delante. Inmediatamente me puse las gafas y enfoqué lo que creí un grupo de árboles, pero no resultó ser más que una masa de roca, que parecía desgastada o fundida.

Durante los primeros días, me bastaba con estar simplemente allí, en aquel prado herido. Me dediqué a dar largos paseos; me quitaba las botas para disfrutar de la hierba y de la arena entre los dedos, y a menudo me quitaba los pantalones para recibir el calor del sol. ¡Pronto me puse moreno —aunque la proa de mi cabeza, ya con poco pelo, se quemó—,era como una cura de descanso en Bognor!

Por la tarde me retiraba a la choza. Era confortable con la puerta cerrada, y dormía bien, con la chaqueta como almohada y la cálida suavidad de la plataforma debajo.

La mayor parte de mi tiempo lo invertía en inspeccionar el Interior con las gafas de aumento. Me sentaba en el borde de la plataforma, o me tendía en un trozo blando de hierba con la cabeza sobre la chaqueta, y miraba el complicado cielo.

La parte del Interior opuesta a la mía, más allá del Sol, debía de estar en el ecuador de la Esfera; por lo que suponía que aquella región sería la más parecida a la Tierra: donde la gravedad sería más intensa y el aire más denso. La banda central era relativamente estrecha, no más de diez millones de millas de ancho (¡digo «no más» con mucha facilidad, pero sé que la Tierra se perdería, como una mota de polvo, frente a aquel fondo titánico!). Más allá de la banda central, la superficie parecía tener un color gris, difícil de apreciar a través del filtro azul del cielo, y sólo podía distinguir unos pocos detalles. En una de las regiones de alta latitud había una mancha de color plata, con incrustaciones de gris en forma de mares, que, de alguna forma, me recordaba la superficie de la Luna; y en otra un trozo de naranja brillante —casi completamente elíptico— cuya naturaleza no pude entender en absoluto. Recordé a los Morlocks atenuados que había visto, aquellos que venían de la regiones de baja gravedad en la parte exterior de la Esfera, lejos del ecuador; y me pregunté si no habría humanos distorsionados en aquellos remotos mapas mundiales de baja gravedad en las altas latitudes del Interior.

Cuando me centraba en el cinturón interno terrestre, gran parte de él parecía no estar poblado; podía ver inmensos océanos y desiertos capaces de tragarse mundos, brillando bajo la eterna luz del sol. Aquellas masas de tierra o agua separaban islas-mundo: regiones un poco mayores que la Tierra, si la hubiesen despellejado y extendido su piel sobre la superficie, y que estaban repletas de detalles.

Allí vi un mundo de hierba y bosque, con ciudades de rutilantes edificios que se elevaban sobre los árboles. Allá pude distinguir un mundo prisionero del hielo, cuyos habitantes debían sobrevivir corno mis ancestros en los periodos glaciales de Europa: me pregunté si no se enfriaba al estar montado sobre una plataforma que lo elevaba por encima de la atmósfera. En algunos mundos vi las marcas de la industria: un complejo entramado de ciudades, el humo nebuloso de las fábricas, bahías cosidas por puentes, la estela vaporosa de los barcos en mares atrapados por la tierra y, en ocasiones, una traza de vapor en la atmósfera que supuse debía de ser producida por algún vehículo volador.

Mucho me era familiar, pero algunos mundos estaban más allá del entendimiento.

Vislumbré ciudades que flotaban en el aire, sobre sus propias sombras; y edificios inmensos, que empequeñecerían la Gran Muralla China, que se dejaban caer por el reconstruido paisaje… No podía ni imaginar qué tipo de hombres podría vivir en aquellos lugares.

Algunos días me despertaba bajo una cierta oscuridad. Una gran capa de nubes se cernía sobre la Tierra, y no pasaba mucho antes de que comenzase a caer una lluvia pesada. Pensé que el clima en el Interior debía de estar controlado —como, sin duda, todos los demás aspectos de su funcionamiento—, porque podía imaginar con facilidad las energías ciclónicas que podrían producirse debido al rápido giro del mundo. Caminaba un poco bajo ese clima, disfrutando del sabor del agua fresca. En aquellos días, el lugar se hacía mucho más parecido a la Tierra, al quedar el otro lado del Interior y su dudoso horizonte ocultos por la lluvia y las nubes.

Después de una larga inspección con las lentes telescópicas, descubrí que la extensión de hierba que me rodeaba estaba tan desnuda como había supuesto. Un día —era luminoso y cálido— decidí intentar llegar a la formación rocosa que he mencionado, que era la única característica notable en el horizonte marcado por la niebla incluso en los días más claros. Puse algo de comida y agua en una bolsa que improvisé con la chaqueta y emprendí la marcha; llegué tan lejos como pude antes de cansarme, y luego me tendí para intentar dormir. Pero no podía hacerlo, no a la luz del Sol, y después de unas pocas horas desistí. Caminé un poco más, pero la formación rocosa no parecía estar más cerca, y empecé a tener miedo al alejarme de la plataforma. ¿Qué pasaría si me agotaba o resultaba herido? No podría llamar a Nebogipfel, y tendría que despedirme de cualquier posibilidad de volver a mi época: de hecho, moriría sobre la hierba como una gacela herida. ¡Y todo por un paseo hasta un anónimo montón de rocas!

Al sentirme como un tonto, me volví y regresé a la plataforma.

18. LOS NUEVOS ELOIS

Varios días más tarde, salí de la choza después de un sueño, y me di cuenta de que la luz era más brillante de lo normal. Miré hacia arriba, y vi que la iluminación extra provenía de un feroz punto de luz a unos pocos grados de arco del Sol. Cogí mis gafas a inspeccioné la nueva estrella.

Era una isla-mundo que ardía. Mientras miraba, grandes explosiones astillaron la superficie, produciendo nubes que se transformaban en hermosas flores de muerte. Pensé que la isla-mundo debía de estar desprovista de vida, ya que nada podía sobrevivir a aquella conflagración, pero aun así las explosiones llovían sobre la superficie, ¡y todo en un silencio ominoso!

La isla-mundo brilló con más intensidad que el Sol durante varias horas, y supe que presenciaba una tragedia titánica, hecha por el hombre o por los descendientes del hombre.

En cada lugar del cielo rocoso —ahora que las buscaba— vi las señales de la Guerra.

Allí tenía un mundo en el que grandes regiones de tierra se dedicaban a la destructiva y debilitadora guerra de asedio: vi grandes franjas de campo excavadas, inmensas trincheras de cientos de millas de ancho, en las que, supuse, los hombres luchaban y morían año tras año. Por allí ardía una ciudad con arcos de vapor blanco atravesando su cielo; y me pregunté si empleaban algún arma aérea. Y allá encontré un mundo devastado por los efectos de la guerra, los continentes

quemados y estériles, con los límites de las ciudades apenas visibles a través de la acumulación de nubes negras.

¡Me pregunté cuántas de aquellas alegrías habrían visitado mi propia Tierra después de mi partida!

Después de varios días, me acostumbré a no llevar las gafas durante largos periodos. Comencé a encontrar aquel cielo pintado por completo por la guerra insoportablemente opresivo.

Algunos hombres de mi tiempo habían defendido la guerra, la hubiesen recibido, creo, como, por ejemplo, una válvula de escape de la tensión entre las grandes potencias. Los hombres consideraban la guerra —¡al menos, la siguiente!— como una gran limpieza y sería la última guerra que se tendría que luchar. Pero ahora podía ver que no había sido así: los hombres hacían la guerra por la herencia de la bestia en su interior, y cualquier justificación no era sino una simple racionalización dada por nuestros enormes cerebros.

Me imaginé cómo sería si Gran Bretaña y Alemania fuesen trasladadas de alguna forma a aquel cielo rocoso, como dos manchas más de color. Pensé en esas dos naciones que me parecían ahora, desde mi perspectiva elevada, en un estado de desorientación económica y confusión moral. ¡Y dudaba que hubiese un hombre vivo en 1891 en cualquiera de esos países que me hubiese podido decir cuáles eran los beneficios de la guerra sin importar el resultado! Qué ridículo y fútil parecía un conflicto así si Gran Bretaña y Alemania fuesen colocadas en el Interior de aquella monstruosa Esfera.

A lo largo de la Esfera, se perdían millones de irremplazables vidas humanas en conflictos así —que me eran tan distantes a incomprensibles como los frescos en el techo de una catedral— y podría esperarse que hombres que vivían en la Esfera —capaces de ver millones de islas-mundo como las suyas hubiesen abandonado sus estúpidas ambiciones y hubiesen descubierto la perspectiva que yo tenía. Pero parecía que no había sido así; la parte básica de los instintos humanos dominaba, incluso en el año 657.208 d.C. Allí en la Esfera, ¡incluso Las enseñanzas de miles, millones de guerras a lo largo del cielo de hierro no eran suficiente, aparentemente, para hacer que los hombres entendiesen la futilidad y crueldad de todo aquello!

Mi mente se volvió en contraste hacia la gente de Nebogipfel y su sociedad racional. No quiero decir que ya no me asaltara cierta repulsión al pensar en los Morlocks y sus prácticas antinaturales, pero ahora comprendía que la náusea provenía de mis propios prejuicios primitivos y mis desafortunadas experiencias en el mundo de Weena, que no tenían sentido al juzgar a Nebogipfel.

Pude, con tiempo para pensar, inventar una forma en que podría haber aparecido la indiferenciación sexual de los Morlocks. Entre los humanos se extiende un círculo de lealtad alrededor de cada individuo. Primero, uno debe luchar para preservarse a sí mismo y a los hijos directos. Después, uno lucha por sus hermanos, pero quizá con una intensidad reducida, ya que la herencia común es sólo la mitad. Su siguiente prioridad será luchar por los hijos de los hermanos y otros parientes más remotos, en bandas de intensidad decreciente.

De esa forma, con deprimente precisión, los actos de los hombres y sus lealtades pueden predecirse; ya que sólo con esa jerarquía de alianzas —en un mundo de limitaciones e inestabilidades— puede uno preservar su herencia para generaciones futuras.

Pero la herencia de los Morlocks estaba asegurada, y no a través de un hijo o familia, sino a través del gran recurso común de la Esfera. Por lo que la diferenciación y especialización sexual se hacían irrelevantes, incluso dañinas, para el progreso.

Era ciertamente irónico que ese mismo análisis —la desaparición de los sexos en un mundo estable, abundante y en paz— lo hubiese aplicado a los exquisitos y decadentes Elois; ¡y ahora veía que eran sus repugnantes primos, los Morlocks, los que habían conseguido en esta versión ese logro remoto!

Todo esto se fue formando en mi mente. Lentamente, me llevó varios días, tomé una decisión sobre mi futuro.

No podía permanecer en el Interior; después de la perspectiva casi divina que Nebogipfel me había proporcionado, no podía soportar la idea de dedicar mi vida y mis energías a uno de aquellos conflictos sin sentido que se extendían como el fuego por aquellas inmensas praderas. Tampoco podía permanecer con Nebogipfel y sus Morlocks; no soy un Morlock, y mis esenciales necesidades humanas me harían insoportable vivir como Nebogipfel.

Más aún, como ya he dicho, no podía vivir con la idea de que la Máquina del Tiempo todavía existía, ¡un artefacto capaz de causar tanto daño a la humanidad!

Comencé a preparar un plan para arreglarlo todo, y llamé a Nebogipfel.

—Cuando se construyó la Esfera —me dijo Nebogipfel—, hubo un cisma. Aquellos que querían vivir como los hombres lo habían hecho siempre vinieron al Interior. Y aquellos que quisieron hacer a un lado el antiguo dominio de los genes…

—… se convirtieron en Morlocks. Por lo que las guerras, inútiles y eternas, se extienden como olas a lo largo de la superficie del Interior.

—Sí.

—Nebogipfel, ¿el propósito de la Esfera es mantener a esos cuasi humanos, esos nuevos Elois, para darles un lugar en donde luchar sus guerras sin que destruyan a la Humanidad?

—No. —Sostenía el parasol en una pose digna que ya no me parecía cómica—. Por supuesto que no. La Esfera es para los Morlocks, como nos llama: para permitir el uso de la energía de la estrella en la búsqueda del conocimiento. —Sus enormes ojos parpadearon—. ¿Qué otra meta hay para las criaturas inteligentes sino la acumulación y almacenamiento de toda la información disponible?

La Memoria mecánica de la Esfera, me dijo, era como una inmensa Biblioteca que almacenaba la sabiduría de la raza, acumulada a lo largo de medio millón de años; y gran parte de las pacientes actividades de los Morlocks estaban dedicadas, como había visto, a la clasificación y reinterpretación de los datos ya recogidos.

¡Aquellos nuevos Morlocks eran una raza de estudiosos!, y toda la energía del Sol se empleaba en el crecimiento coralino de la gran Biblioteca.

Me palpé la barba.

—Lo entiendo, al menos el motivo. Creo que no está lejos del impulso que ha dominado mi vida. ¿Pero no temen que algún día acaben su tarea? ¿Qué harán cuando la matemática sea perfecta, por ejemplo, o se demuestre la teoría física definitiva del universo?

Negó con la cabeza, otro gesto que había tornado de mí.

—Eso no es posible. Un hombre de su época, Kurt Gödel, lo demostró por primera vez.

—¿Quién?

—Kurt Gödel: un matemático que nació unos diez años después de su partida…

Ese Gödel —me sorprendí al aprender lo que Nebogipfel me decía, demostrando una vez más sus profundos estudios de mi época—, en 1930 demostró que la matemática no podría completarse nunca. En su lugar, sus sistemas lógicos deben ser enriquecidos eternamente incorporando la verdad o falsedad de nuevos axiomas.

—¡Me duele la cabeza de pensarlo! No puedo ni imaginar el recibimiento que el pobre Gödel debió de tener cuando anunció la noticia. Mi viejo profesor de álgebra lo hubiese echado de clase.

Nebogipfel dijo:

—Gödel demostró que nuestra tarea, adquirir conocimientos y comprensión, nunca podrá ser realizada por completo.

—Les dio una meta infinita.

Ahora lo entendía, los Morlocks eran como un mundo de monjes pacientes que trabajaban incansablemente para comprender el funcionamiento de nuestro gran universo.

Finalmente —al final del tiempo— la gran Esfera, con su Memoria mecánica y sus pacientes sirvientes Morlocks, se convertiría en algo similar a un dios, atrapando el Sol.

¡Estaba de acuerdo con Nebogipfel en que no podía haber una meta más alta para una especie inteligente!

Había ensayado mis próximas palabras, y las dije con cuidado:

—Nebogipfel, deseo regresar a la Tierra. Trabajaré con ustedes en la Máquina del Tiempo.

Discutimos la propuesta, ¡pero no necesité más persuasión que ésa! Nebogipfel no parecía albergar ninguna sospecha y no me interrogó más.

Por lo tanto, me preparé para dejar aquella pradera sin sentido. Mientras trabajaba, pensaba.

Sabía que Nebogipfel —deseoso de adquirir la tecnología del viaje en el tiempo— aceptaría mi propuesta. Y me dolía en cierta forma, a la luz de mi nueva comprensión de la dignidad esencial de los nuevos Morlocks, ¡que ahora me viese obligado a mentirle!

Volvería a la Tierra con Nebogipfel, pero no tenía intención de permanecer allí; ya que tan pronto como llegase a la máquina, pretendía escapar hacia el pasado.

19. DE CÓMO ATRAVESÉ EL ESPACIO INTERPLANETARIO

Me vi obligado a esperar tres días hasta que Nebogipfel dijo que estaba preparado para partir; era, me dijo, cuestión de esperar hasta que la Tierra y nuestra parte de la Esfera estuviesen en la configuración adecuada una con respecto a la otra.

Mis pensamientos se dirigieron al viaje que me esperaba con algo de expectación —no miedo, porque ya había sobrevivido a uno de esos viajes interplanetarios, aunque inconsciente— y algo de interés. Especulaba sobre la forma en que el yate espacial de Nebogipfel estaría propulsado. Pensé en Verne, que había hecho que los miembros del club de Baltimore disparasen un ridículo cañón, con una bala tripulada, entre el espacio de la Tierra a la Luna. Pero bastan unos pocos cálculos mentales para mostrar que la aceleración necesaria para disparar un proyectil más allá de la gravedad de la Tierra sería también suficiente para extender mi cuerpo y el de Nebogipfel por el interior de la bala como si fuesen mermelada de fresa.

Entonces, ¿qué?

Se sabe que el espacio interplanetario carece de aire; por lo que no podríamos volar como pájaros hacia la Tierra, porque los pájaros dependen de la capacidad de sus alas para batir contra el aire. ¡Sin aire no hay sustentación! Quizá, suponía, el yate espacial estaría propulsado por algún tipo avanzado de cohete, ya que los cohetes vuelan al emitir hacia atrás la masa de su combustible ya consumido. Eso funcionaría en el vacío del espacio, si se lleva oxígeno para mantener la combustión.

Pero ésas eran especulaciones mundanas, ancladas en mi mentalidad del siglo diecinueve. ¿Cómo podría saber lo que sería posible en el año 657.208 d.C.? Imaginaba yates capaces de moverse contra la gravedad del Sol como si fuese un viento invisible; o, pensé, podrían manipular el campo magnético.

Así se desató mi imaginación hasta que Nebogipfel vino a buscarme, ya definitivamente, al Interior.

Al entrar en la oscuridad de los Morlocks permanecí con la cabeza hacia arriba mirando la luz solar que se alejaba; y, justo antes de ponerme las gafas, ¡me prometí que la próxima vez que sintiese el calor de la estrella del hombre sería en mi propio siglo!

Supongo que esperaba que me llevase al equivalente Morlock de un puerto, con grandes yates espaciales de ébano anclados contra la Esfera como barcos de línea contra un muelle.

Bien, no fue así; Nebogipfel me escoltó —a una distancia de no más de unas pocas millas, vía Suelo rodante— a un área sin artefactos, ni divisiones y sin Morlocks, pero también bastante normal. En medio de aquella área había una cámara pequeña, una caja de paredes transparentes un poco más alta que yo —como un ascensor— que estaba apoyada sobre el Suelo estrellado.

A un gesto de Nebogipfel, me metí en el compartimiento. Nebogipfel me siguió, y tras nosotros se selló con un silbido la puerta diafragma. El compartimiento era más o menos rectangular, y las esquinas y bordes redondeados le daban el aspecto de una losange. No tenía muebles; había, sin embargo, barras verticales colocadas a intervalos alrededor de la cabina.

Nebogipfel colocó los dedos alrededor de una de las barras.

—Debería prepararse. Durante el lanzamiento el cambio de gravedad efectiva es bastante brusco.

¡Esas tranquilas palabras me parecieron inquietantes! Los ojos de Nebogipfel, oscurecidos por las gafas, me miraban con su mezcla usual y desconcertante de curiosidad y análisis; y vi que apretaba los dedos alrededor de la barra.

Y luego —sucedió con mayor rapidez de la que puedo contar— el Suelo se abrió. El compartimiento cayó de la Esfera, ¡llevándonos a Nebogipfel y a mí con él!

Grité, y me agarré a una barra como un niño a las piernas de su madre.

Miré arriba, y allí estaba la superficie de la Esfera, ahora convertida en un inmenso Techo negro que me impedía ver la mitad del universo. En el centro del Techo podía ver un rectángulo de oscuridad más pálida que era la puerta por la que habíamos salido; a ojos vistas, la puerta se reducía con la distancia, y de cualquier forma, ya se estaba cerrando. La puerta giró ante nuestros ojos, demostrando que la cápsula-compartimiento comenzaba a girar en el espacio. Estaba claro lo que había sucedido: cualquier escolar puede obtener el mismo efecto haciendo girar una cuerda atada a una piedra sobre su cabeza y luego soltándola. Bien, la «cuerda» que nos había mantenido dentro de la Esfera —la solidez del Suelo— había desaparecido; y sin ceremonia nos habían lanzado al espacio.

Debajo —apenas podía mirar— había un pozo de estrellas, ¡una caverna sin suelo a la que caíamos por siempre Nebogipfel y yo!

—Nebogipfel, por amor de Dios, ¿qué nos ha pasado? ¿Ha sucedido algún desastre?

Me miró. Flotaba a unas pocas pulgadas del suelo de la cápsula, ¡ya que de la misma forma que la cápsula caía por el espacio, nosotros también, en su interior, caíamos como guisantes en una caja de cerillas!

—Hemos salido de la Esfera. Los efectos de su giro…

—Eso lo entiendo —dije—, pero ¿por qué? ¿Vamos a caer hasta la Tierra?

Encontré su respuesta bastante aterradora.

—En esencia —dijo—, sí.

Y me quedé sin fuerzas para seguir preguntado, porque me di cuenta de que empezaba a flotar por la cabina como si fuese un globo; y con esa impresión tuve que luchar contra las náuseas durante varios minutos.

Con el tiempo, recuperé algo de control sobre mi cuerpo.

Hice que Nebogipfel me explicase los principios de aquel viaje a la Tierra. Cuando hubo terminado, comprendí la elegancia y economía de su solución al viaje entre la Esfera y el cordón de planetas superviviente, tanto que tenía que haberla supuesto, y olvidé todas mis especulaciones sobre cohetes. Aun así, ¡he ahí otra muestra de la naturaleza inhumana del alma Morlock! En lugar del grandioso yate espacial que había imaginado, viajaría de la órbita de Venus a la Tierra en algo no más grandioso que aquel ataúd de forma rectangular.

Pocos hombres de mi siglo habían comprendido los grandes vacíos del espacio, con unos pocos reductos de calor y vida en él, y las inmensas velocidades necesarias para recorrer el espacio interplanetario en un tiempo razonable. Pero la Esfera de los Morlocks se movía, en su ecuador, a una velocidad enorme. Por lo que los Morlocks no necesitaban ni cohetes ni cañones para alcanzar velocidades interplanetarias. Se limitaban a dejar caer la cápsula de la Esfera y la rotación hacía el resto.

Y eso es lo que habían hecho con nosotros. A esa velocidad, me dijo el Morlock, alcanzaríamos la Tierra en sólo cuarenta y siete horas.

Exploré la cápsula, pero no pude descubrir ningún rastro de cohetes a otro dispositivo motor. Flotaba en la cabina sintiéndome enorme y torpe; la barba se alejaba de mi cara como una nube gris, y la chaqueta insistía en enrollarse alrededor de los hombros.

—Comprendo el principio del lanzamiento —le dije a Nebogipfel—. ¿Pero cómo se dirige la cápsula?

Vaciló durante unos segundos.

—No se dirige. ¿No ha comprendido lo que le he dicho? La cápsula no precisa de fuerza motora, porque la velocidad de la Esfera…

—Sí —dije ansioso—, eso lo entiendo. Pero ¿qué pasa si nos damos cuenta de que nos salimos de rumbo por un error de cálculo y que no llegaremos a la Tierra?

Había comprendido que el más pequeño error en la Esfera, incluso una fracción de grado de arco, podría —gracias a las grandes distancias interplanetarias— hacer que pasásemos a millones de millas de la Tierra, para vagar luego, presumiblemente, eternamente por el vacío entre las estrellas, ¡maldiciendo hasta que se nos acabase el aire!

Nebogipfel parecía confundido.

—No ha habido ningún error.

—Aun así —repetí—, si lo hubiese, quizá por un error mecánico, entonces, ¿cómo podríamos corregir el rumbo en la cápsula?

Pensó durante un tiempo antes de contestar.

—No se cometen errores —repitió—, por lo que la cápsula no tiene necesidad de ninguna propulsión correctora, como usted sugiere. Al principio no podía creerlo, y tuve que hacer que Nebogipfel me lo repitiera varias veces antes de aceptarlo como cierto. ¡Pero era cierto! Después del lanzamiento, la cápsula viajaba por el espacio con la inteligencia de una piedra: la cápsula recorría el espacio tan indefensa como la bala de cañón de Verne.

Al protestar por la estupidez de aquel diseño, tuve la impresión de que el Morlock estaba sorprendido —como si estuviese debatiendo un punto de moral dudoso con un vicario aparentemente de mente abierta— y lo dejé.

La cápsula giró con lentitud, haciendo que las remotas estrellas y la inmensa pared de la Esfera girasen a nuestro alrededor; creo que sin esa rotación quizás hubiese sido capaz de imaginarme seguro en alguna noche de desierto; pero el giro me hacía imposible olvidar que estaba en una frágil caja que caía sin soporte ni medio de propulsión. ¡Pasé las primeras horas en la cápsula paralizado por el miedo! No podía acostumbrarme a la transparencia de las paredes ni a la idea de que, una vez lanzados, no pudiésemos variar la trayectoria. El viaje parecía una pesadilla: una caída infinita por la oscuridad y sin medios de ajustar la situación para salvarme. Y ahí tienen, en un detalle, la diferencia fundamental entre la mente de los Morlocks y la de los humanos. ¿Qué hombre confiaría su vida a un viaje balístico a través del espacio interplanetario sin medio para alterar su curso? Pero ésos eran los modos de los nuevos Morlocks: después de medio millón de años de continua perfección tecnológica, el Morlock se confiaba sin dudarlo a sus máquinas, porque sus máquinas nunca le fallaban.

¡Pero yo, pensé, no soy un Morlock!

Sin embargo, poco a poco mi ánimo se calmó. Dejando de lado el lento giro de la cápsula, que siguió durante todo el viaje hasta la Tierra, las horas pasaban en quietud y silencio, que sólo quedaban rotos por los silbidos de la respiración de mi compañero Morlock. El vehículo era tolerablemente cálido, por lo que me encontraba físicamente confortable. Las paredes estaban hechas con el material del Suelo, y, al toque de Nebogipfel, nos proveían de comida, bebidas y otras necesidades, aunque la selección era más limitada que en la Esfera, que poseía una Memoria mucho mayor que la cápsula.

Por tanto, navegamos a través de la gran catedral del espacio interplanetario con mucha facilidad. Comencé a sentirme como si no tuviese cuerpo, y se apoderó de mí una sensación de independencia y despreocupación. No era como un viaje, ni siquiera —después de las primeras horas— como una pesadilla; más bien, me sentí como si durmiese.

20. MI RELATO DEL FUTURO LEJANO

Durante nuestro segundo día de viaje, Nebogipfel me preguntó nuevamente por mi primer viaje al futuro.

—Pudo recuperar su máquina de manos de los Morlocks —empezó—, y se adentró más en el futuro de aquella historia.

—Durante un tiempo simplemente me aferré a la máquina —recordé—, de la misma forma que ahora me agarro a estas barras, sin preocuparme demasiado de adónde iba. Finalmente me obligué a mirar los indicadores cronométricos, y descubrí que las manecillas corrían, con gran rapidez, hacia el futuro.

»Debe tener en cuenta —le dije— que en aquella otra historia no se había corregido el eje de la Tierra ni su rotación. Los días y las noches todavía batían sus alas sobre la Tierra, y el arco del Sol todavía se movía entre los solsticios al paso de las estaciones. Pero poco a poco percibí un cambio: a pesar del aumento de velocidad, el paso de días a noches había retornado, y se hacía más evidente.

—La rotación de la Tierra se hacía más lenta —dijo Nebogipfel.

—Sí. Finalmente, el día se extendía durante siglos. El Sol se había convertido en una cúpula que brillaba, inmensa y furiosa, con menos calor. En ocasiones, se incrementaba su luminosidad; unos espasmos que recordaban su antiguo brillo. Pero siempre volvía a su hosco color carmesí.

»Reduje mi marcha en el tiempo.

»Cuando me detuve, me encontraba en un paisaje que podría haber sido marciano. El enorme Sol inmóvil colgaba del horizonte; y en la otra mitad del cielo todavía brillaban las estrellas. Las rocas esparcidas por la tierra eran de un color rojo virulento, pero estaban manchadas de verde intenso, como de líquenes, en todas sus caras que daban al oeste.

»La máquina descansaba en una playa muy cerca de un mar, tan quieto que podría estar cubierto de vidrio. El aire era frío, y ligero; me sentí como si flotase sobre una gran montaña. Ya poco quedaba de la topografía del valle del Támesis; supuse que la mano de las glaciaciones y el lento ritmo de los mares debían haber eliminado todo rastro del paisaje que conocía, todos los rastros de la humanidad…

Nebogipfel y yo flotábamos, suspendidos en el aire dentro de nuestra caja brillante, y le susurraba mi relato del futuro; en calma, redescubrí detalles que no había contado a mis amigos de Richmond.

—Vi un animal parecido a un canguro —recordé—. Tenía unos tres pies de alto… rechoncho, con miembros fuertes y hombros caídos. Saltaba por la playa; recuerdo que parecía desesperado, con su abrigo de piel desordenado, tocaba las rocas ligeramente con la garras para coger algo de liquen y obtener así una miserable comida. Tuve una impresión de degeneración. Luego, sorprendido, pude ver que el animal tenía cinco pequeños dedos en cada una de sus patas delanteras y traseras… Tenía una gran frente y ojos que miraban adelante. ¡Los rastros de humanidad eran muy desagradables!

»Sentí un toque en el oído, como pelo que me acariciase, y me volví.

»Había una criatura justo detrás de la máquina. Era como un ciempiés, más o menos, ¡pero construido a una escala enorme!, tres o cuatro pies de ancho y quizá treinta de largo, su cuerpo segmentado y la quitina de sus placas carmesíes raspaban el suelo al moverse. Cilios, cada uno de un pie de largo, bailaban en el aire; uno de ellos era lo que me había rozado. La bestia levantó su cabeza y abrió una boca llena de dientes húmedos; poseía una estructura ocular en hexágonos que estaba fija en mí.

»Le di a la palanca, y me alejé del monstruo en el tiempo.

»Volví a aparecer en la misma playa triste, pero ahora vi una manada de las criaturas ciempiés, que se subían unas sobre las otras, rozando sus conchas. Tenían multitud de pies para arrastrarse, retorciendo los cuerpos al avanzar. En medio del grupo vi un montículo, bajo y sanguinolento, y creí ver la triste bestia canguro que había observado antes.

» ¡No pude soportar aquella carnicería! Le di a las palancas, y avancé un millón de años.

»Todavía permanecía en aquella horrenda playa. Pero ahora, cuando miré hacia la tierra, vi, lejos en la pendiente estéril a mis espaldas, algo parecido a una enorme mariposa blanca que brillaba, aleteando, en el cielo. Su torso podría ser del tamaño de una mujer pequeña, y las alas, pálidas y translúcidas, eran enormes. Su voz era lúgubre, extrañamente humana, y la desolación se apoderó de mi espíritu.

»Entonces noté un movimiento en el paisaje cercano: algo como un producto de la rocas rojas que se movía por la arena hacia mí. Parecía un cangrejo: del tamaño de un sofá, con múltiples piernas que avanzaban por la playa, y con ojos rojo verdoso, pero de forma humana; sobre pedúnculos, agitándose en mi dirección. Su boca, tan compleja como una máquina, se retorcía y lamía según el movimiento de la cosa, y su costra metálica tenía manchas de los pacientes líquenes.

»La mariposa, repugnante y frágil, aleteaba sobre mi cabeza y la criatura cangrejo intentó atraparla con sus grandes pinzas. Falló; pero me pareció ver trozos de carne pálida en la boca.

»Desde entonces he meditado sobre aquella visión —le dije a Nebogipfel—, y esa impresión se ha confirmado. Ahora creo que aquella combinación de depredador traicionero y presa frágil podría ser consecuencia de la relación entre Elois y Morlocks.

»Pero sus aspectos eran tan distintos: los ciempiés y los cangrejos…

»En espacios de tiempo tan grandes —insistí—, la presión evolutiva es tal que las formas de las especies son flexibles, eso nos dice Darwin, y la regresión zoológica es una fuerza dinámica. ¡Recuerde que usted y yo, y los Elois y Morlocks, somos, si lo mira desde un punto de vista amplio, primos descendientes de la misma familia de peces!

Quizás, especulé, los Elois habían ido al aire en el intento desesperado de escapar de los Morlocks; y los depredadores habían salido de sus cavernas, dejando atrás toda simulación de invención mecánica, para arrastrarse por las frías playas, esperando a que una mariposa-Eloi se cansase y cayese del cielo. El viejo conflicto, que hundía sus raíces en la decadencia social, había quedado reducido a la mínima expresión.

—Seguí viajando —le dije a Nebogipfel—, en saltos de mil años. La multitud de crustáceos todavía se arrastraba por entre los líquenes y las rocas. El Sol se hacía mayor y más apagado.

»Mi última parada fue a treinta millones de años en el futuro, cuando el Sol se había convertido en una bóveda que oscurecía una gran parte del cielo. Nevaba, una nieve dura y sin piedad. Temblé de frío y tuve que poner las manos bajo los brazos. Las cumbres de las colinas estaban nevadas, pálidas a la luz de las estrellas, y grandes icebergs navegaban por el mar eterno.

»Ya no había cangrejos, pero permanecía el verde vivo de los líquenes. En un banco de arena creí ver un objeto negro, que palpitaba como si estuviese vivo.

»Un eclipse, producido por el paso de uno de los planetas interiores, hizo que una sombra cayese sobre la Tierra. Nebogipfel, ¡allí se hubiese sentido a gusto! Pero yo sentí terror, salí de la máquina para recuperarme. Luego, cuando el primer arco del Sol carmesí volvió a salir, vi que la cosa en el banco se movía. Era una bola de carne, como una cabeza sin cuerpo, de una yarda o más de diámetro, con dos juegos de tentáculos que colgaban como dedos. Por boca tenía un pico, y carecía de nariz. Sus ojos, dos, enormes y oscuros, parecían humanos…

Y mientras describía la criatura a Nebogipfel, veía con claridad las similitudes entre aquella cosa del futuro y mi extraño acompañante durante mi reciente viaje a través del tiempo, la criatura flotante iluminada por una luz verdusca que había denominado el Observador. Me callé. ¿Podría ser, me pregunté, que el Observador no fuese más que una visita del final de los tiempos?

—Por tanto —dije finalmente—, subí a la máquina una vez más, tenía miedo de permanecer indefenso en el frío, y volví a mi propio siglo.

Suspiré, los enormes ojos de Nebogipfel estaban fijos en mí, y vi, en lo que tenían de humano, rastros de la curiosidad y la maravilla que caracterizan a la humanidad.

Poca relación parecen tener aquellos días en el espacio con el resto de mi vida; en ocasiones el tiempo que permanecí flotando en aquel compartimiento es como una pausa momentánea, más breve que un latido en el gran río de mi vida, y otras veces me parece que pasé una eternidad en aquella cápsula, deslizándome por entre los mundos. Era como si se hubiese desenredado de mi vida, y pudiese verla desde fuera, como si se tratase de una novela incompleta. Yo era joven, trasteaba con mis experimentos, aparatos y montones de plattnerita, despreciaba las oportunidades de relacionarme, aprender de la vida, del amor, de la política y del arte, ¡despreciaba incluso el sueño!, en mi búsqueda de una imposible perfección del entendimiento. Incluso supongo que me vi a mí mismo después de terminar aquel viaje interplanetario, con mi plan para engañar a los Morlocks y huir a mi siglo. Todavía tenía la idea de completar el plan —deben tenerlo claro pero era como si contemplase los actos de otra pequeña figura que era yo.

Finalmente tuve la idea de que me convertía en algo fuera no sólo de mi mundo de nacimiento, sino de todos los mundos y del Espacio y el Tiempo también. ¿Qué sería de mí en el futuro, sino, una vez más, convertirme en una mota de conciencia zarandeada por los Vientos del Tiempo?

Sólo a medida que la Tierra se acercaba —una sombra aún más oscura en contraste con el espacio, y la luz de las estrellas reflejadas en los océanos— me sentí de nuevo partícipe de las preocupaciones normales de la humanidad; los detalles de mi plan —y mis esperanzas y miedos sobre el futuro— cobraron forma nuevamente en mi cerebro.

Nunca he olvidado aquel breve interludio interplanetario, y en ocasiones —cuando estoy entre la vigilia y el sueño— imagino que de nuevo vago por entre la Esfera y la Tierra, con la sola compañía de un paciente Morlock.

Nebogipfel meditó sobre mi visión del lejano futuro.

—Dice que viajó treinta millones de años.

—Eso o más —contesté—. Quizá pudiese recordar la cronología con mayor precisión si…

Hizo un gesto con la mano.

—Algo falla. Su descripción de la evolución solar es plausible, pero su destrucción, eso nos dice la ciencia, tendrá lugar en miles de millones de años, no en un puñado de millones.

Me puse a la defensiva.

—Le he contado lo que vi, con honestidad y precisión.

—No lo dudo —dijo Nebogipfel—. Pero la única conclusión es que en esa otra historia, como en la mía, alguien intervino en la evolución del Sol.

—Quiere decir…

—Quiero decir que alguien hizo un torpe intento de alterar la intensidad del Sol o su longevidad, o incluso, como nosotros, extraer materiales de la estrella.

La hipótesis de Nebogipfel era que los Elois y los Morlocks no eran toda la historia de la humanidad en aquella desgraciada historia perdida. Quizás —así elucubraba Nebogipfel— alguna raza de ingenieros había abandonado la Tierra y había intentado modificar el Sol, como los antepasados de Nebogipfel.

—Pero el intento fracasó —dije horrorizado.

—Sí. Los ingenieros nunca volvieron a la Tierra, que fue abandonada a la lenta tragedia de Elois y Morlocks. Y el Sol quedó desequilibrado, con su vida acortada.

Estaba horrorizado, y no podía hablar más. Me así a una barra, pensativo.

Pensé una vez más en la playa desolada, y en las espantosas y primitivas criaturas con sus ecos de humanidad y su carencia por completo de mente. La visión ya había sido lo bastante horrible cuando la había visto como la victoria final de las presiones evolutivas y de regresión sobre los sueños humanos de la mente. ¡Pero ahora veía que podía haber sido la humanidad misma,. con sus vanidosas ambiciones, la que había desequilibrado aquellas fuerzas opuestas, y acelerado su propia destrucción!

Nuestro acercamiento a la Tierra fue complicado. Debíamos reducir nuestra velocidad en algunos millones de millas por hora, para acomodarnos a la de la Tierra en su rotación alrededor del Sol.

Giramos varias veces, en órbitas decrecientes, alrededor del planeta; Nebogipfel me dijo que la cápsula se estaba acoplando a los campos magnético y gravitatorio. Ese acoplamiento era acelerado por ciertos materiales en el casco, y por la manipulación de satélites: lunas artificiales, que orbitaban la Tierra y ajustaban sus efectos naturales.

En resumen, como lo entendí, nuestra velocidad era intercambiada con la de la Tierra, que a partir de ese momento viajaría alrededor del Sol un poco más lejos y un poco más rápido.

Flotaba cerca de la pared de la cápsula, viendo aparecer el paisaje oscuro de la Tierra. Podía ver, aquí y allá, el resplandor de los pozos calefactores de los Morlocks. Aprecié varias torres inmensas y esbeltas que parecían sobrepasar incluso la atmósfera. Nebogipfel me dijo que las torres eran empleadas por las cápsulas que viajaban de la Tierra a la Esfera.

Vi motas de luz que subían por aquellas torres: eran cápsulas interplanetarias que transportaban Morlocks a su Esfera. Fue por medio de una de aquellas torres como había viajado —inconsciente— al espacio hasta la Esfera. Las torres funcionaban como ascensores más allá de la atmósfera, y maniobras de acoplamientos similares a las nuestras —realizadas al revés, para que me entiendan, lanzaban cada cápsula al espacio.

La velocidad adquirida por la cápsula en el lanzamiento no era igual a la producida por la rotación de la Esfera, por lo que el viaje en ese sentido llevaba más tiempo que el de vuelta. Pero al llegar a la Esfera, los campos magnéticos atrapaban con facilidad la cápsula, acelerándola hasta un encuentro sin problemas.

Finalmente penetramos en la atmósfera de la Tierra. El casco se calentó debido al calor producido por la fricción, y la cápsula tembló —era la primera sensación de movimiento que tenía en varios días—, pero Nebogipfel me había advertido previamente, y ya me había agarrado a una de las barras.

Con aquella . meteórica llamarada perdimos lo que quedaba de nuestra velocidad interplanetaria. Miré con incomodidad el paisaje negro hacia el que caíamos —creí poder ver la ancha cinta serpenteante que era el Támesis— y empecé a preguntarme si después de toda aquella distancia, ¡finalmente me estrellaría contra las inmisericordes rocas de la Tierra!

Pero entonces…

Mis recuerdos de los últimos momentos del descenso son confusos y parciales. Me es suficiente ei recuerdo de una nave, algo similar a un enorme pájaro, que surgió del cielo y nos tragó colocándonos en una especie de estómago. En la oscuridad, sentí una tremenda sacudida cuando la nave pegó contra el aire, perdiendo velocidad; y nuestro descenso continuó con gran suavidad.

Cuando volví a ver las estrellas ya no había rastro de la nave pájaro. Nuestra cápsula se había posado en la tierra seca y estéril de Richmond Hill, a apenas cien yardas de la Esfinge Blanca.

21. EN RICHMOND HILL

Nebogipfel hizo que la cápsula se abriese, y salí de ella, poniéndome las gafas sobre los ojos. De pronto, el paisaje envuelto en la noche se hizo más claro y definido, y por primera vez pude distinguir algunos detalles del mundo de 657.208 d.C.

El cielo estaba lleno de estrellas y la cicatriz de oscuridad creada por la Esfera se dibujaba claramente. Había un olor a óxido que venía de la arena, y algo de humedad, como de líquenes o moho. En todas partes el aire estaba lleno de olor a Morlock.

Me sentí aliviado al salir del losange y sentir tierra firme bajo las botas. Subí por la colina hasta el pedestal de bronce de la esfinge, y me quedé de pie, a medio camino, en el lugar donde una vez había estado mi casa.

Un poco más arriba en la colina había una nueva estructura, una choza pequeña y cuadrada. No pude ver ningún Morlock. Aquello contrastaba con mi impresión de la primera vez que había estado allí, cuando —al caminar por la obscuridad— me parecía que estaban por todas partes.

De la Máquina del Tiempo no había ni rastro; sólo surcos profundos en la arena, y las extrañas y estrechas pisadas características de los Morlocks. ¿Habían arrastrado de nuevo la máquina al interior de la esfinge? ¡Se repetía la historia!, pensé. Sentí cómo se me cerraban los puños, así de rápido se habían evaporado mis pensamientos elevados durante el viaje espacial; y el pánico bulló dentro de mí. Me calmé. Era un tonto, ¿cómo podía esperar que la Máquina del Tiempo me aguardase fuera de la cápsula al abrirse? No podía ponerme violento —¡no ahora!—, no cuando mi plan de huida se acercaba al final. Nebogipfel se unió a mí.

—Parece que estamos solos —dije.

—Se han llevado a los niños de esta área.

Sentí de nuevo un ataque de vergüenza.

—¿Tan peligroso soy…? Dígame dónde está la máquina

Se había quitado las gafas, pero no podía leer nada en aquellos ojos rojo grisáceo.

—Está segura. Ha sido trasladada a un lugar más adecuado. Si lo desea puede examinarla.

¡Sentí como si un cable de acero me uniese a la Máquina del Tiempo y estuviese tirando de mí! Ardía en deseos de correr hasta la máquina, subirme a ella, acabar de una vez con aquel mundo de oscuridad y Morlocks y ¡dirigirme al pasado…! Pero debía ser paciente. Contesté, luchando por mantener mi voz tranquila:

—No es necesario.

Nebogipfel me llevó colina arriba, al pequeño edificio. Estaba construido según el diseño simple y sin junturas de los Morlocks; era como una casa de muñecas, con una puerta de bisagras y un techo inclinado. Dentro había un jergón, con una manta, una silla y una pequeña bandeja con comida y agua. Todo parecía agradablemente sólido. Mi mochila estaba sobre la cama.

Me volví a Nebogipfel.

—Han sido muy considerados —dije con sinceridad.

—Respetamos sus derechos.

Se alejó de mi refugio. Cuando me quité las gafas, se convirtió en una sombra.

Cerré la puerta aliviado. Era un placer poder volver por un rato a mi propia compañía humana. ¡Me avergoncé por planear, tan deliberadamente, engañarle a él y a su gente! Pero mis planes ya me habían llevado a cientos de millones de millas —a unas pocas yardas de la Máquina del Tiempo— y ahora no podía soportar la idea de fracasar.

¡Sabía que si tenía que dañar a Nebogipfel para escapar lo haría!

Abrí la mochila al tacto, y encontré una vela que encendí. La .reconfortante luz amarilla y un hálito de humo convirtieron aquella pequeña caja inhumana en mi hogar. Los Morlocks habían retenido mi atizador —como podría haberlo anticipado— pero me habían dejado casi todo el resto del equipo. Incluso mi cuchillo seguía allí. Con su ayuda; y empleando la bandeja Morlock como un tosco espejo, me corté la barba y me afeité lo mejor que pude. Pude quitarme la ropa interior y ponérmela limpia —¡nunca supuse que la sensación de llevar unos calcetines realmente limpios me provocase casi un placer sensual!— y recordé con afecto a Mrs. Watchets, que había puesto esas prendas en la mochila.

Finalmente —y con gran placer— saqué la pipa de la mochila, la llené de tabaco y la encendí con la vela.

Desperté en la oscuridad.

Era extraño despertar sin la luz del día —como despertarse a una hora intempestiva— y nunca me sentí descansado por el sueño durante todo el tiempo que permanecí en la Noche Negra de los Morlocks; como si mi cuerpo no pudiese calcular la hora del día en que se encontraba.

Le había dicho a Nebogipfel que me gustaría inspeccionar la Máquina del Tiempo, y me sentí nervioso mientras daba cuenta del desayuno y me aseaba. Mi plan no era gran cosa en lo que se refería a estrategia: se trataba simplemente de apoderarme de la máquina, ¡a la primera oportunidad! Mi suposición era que los Morlocks, después de milenios de maquinarias sofisticadas que podían cambiar de forma, no supiesen cómo reaccionar ante un dispositivo de construcción tan tosca como la Máquina del Tiempo. Creía que no esperarían que el simple hecho de volver a colocar dos palancas restableciese la operatividad de la máquina, ¡o al menos eso deseaba yo! Salí del refugio. Después de todas mis aventuras, las palancas de la Máquina del Tiempo permanecían a salvo en el bolsillo interior de la chaqueta.

Nebogipfel se me acercó con las manos vacías. Sus pies finos dejaban marcas indolentes en la arena: Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí, esperando a que saliese.

Caminamos juntos hasta el borde de la colina, hacia el sur, en dirección a Richmond Park. Comenzamos a caminar sin preámbulos, ya que los Morlocks no eran dados a conversaciones innecesarias.

Ya he dicho que mi casa había estado en Petersham Road, en la parte bajo Hill Rise. Por lo tanto, había estado a medio camino del rellano de Richmond Hill, a unos pocos cientos de millas del río, con una buena vista al oeste —o la habría tenido, si no hubiese sido por los árboles—, y había podido ver algo de las prados de Petersham más allá del río. Bien, en el año 657.208 d.C. todo había sido eliminado; y podía ver desde un lado del profundo valle hasta donde el Támesis, brillando a la luz de las estrellas; fluía en su nuevo cauce. Podía ver, aquí y allá, las bocas calientes de los pozos de calefacción de los Morlocks que moteaban el paisaje. La colina estaba cubierta casi en su totalidad por arena o musgo; pero podían verse trozos del cristal que formaba la Esfera brillando bajo la luz de las estrellas.

El mismo río se había labrado un nuevo canal a una mina o así de su posición en el siglo XIX; parecía haber cortado el arco de Hampton a Kew, por lo que ahora Twickenham y Teddington estaban en la orilla este, y me parecía que el valle era más profundo que en mi época, o quizá Richmond Hill había sido levantada por algún otro proceso geológico. Recordé un desplazamiento similar del Támesis en mi primer viaje en el tiempo. Por tanto, me dio esa impresión, las discrepancias de la historia humana eran como la espuma del mar; bajo ellas, los lentos procesos geológicos y erosivos ejecutaban igualmente su paciente labor.

Me paré un momento para echar un vistazo desde la colina hasta el parque, porque me preguntaba durante cuánto tiempo habían sobrevivido a los vientos del cambio aquellos viejos bosques y las manadas de ciervos. Ahora el parque no sería más que un desierto oscuro, poblado sólo por cactus y unos pocos olivos. .Sentí que se me endurecía el corazón. ¡Puede que aquellos Morlocks fuesen pacientes y sabios —quizá su industriosa búsqueda del conocimiento en la Esfera fuese digna de elogio—, pero era vergonzoso cómo habían dado la espalda a la vieja Tierra!

Llegamos a la puerta del parque de Richmond, cerca de Star y Garter, a una media milla de donde había estado mi casa. Habían construido una plataforma rectangular de cristal sobre una extensión plana de tierra; la plataforma relucía a la luz de las estrellas. Parecía haber sido fabricada con el mismo material maravilloso que el Suelo de la Esfera; y en su superficie habían sido invocados gran variedad de podios. y divisiones que había aprendido a reconocer como las herramientas características de los Morlocks. Ahora estaban abandonadas; no había nadie excepto Nebogipfel y yo. Y allí, en el centro de la plataforma, vi un montón tosco y feo de níquel y cobre, con marfil como huesos blancos que brillaba bajo la luz de las estrellas, y un asiento de bicicleta en medio: era la Máquina del Tiempo, evidentemente intacta, ¡y lista para llevarme a casa!

22. ROTACIONES Y ENGAÑOS

El corazón se me salía; sentí dificultades para seguir caminando con normalidad detrás de Nebogipfel, pero lo hice. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y agarré las dos palancas de control. Ya estaba lo bastante cerca para ver los lugares en los que tenía que insertar las palancas para operar la máquina, ¡y tenía la intención de arrancarla en cuanto pudiese, y alejarme de aquel lugar!

—Como puede ver —decía Nebogipfel—, la máquina no ha sufrido daños. La hemos movido, pero no hemos intentado comprobar cómo funciona internamente.

Busqué distraer su atención.

—Dígame: ¿ahora que han estudiado mi máquina, y escuchado mis teorías sobre el tema, cuál es su impresión?

—Su máquina es un logro extraordinario, por delante de su tiempo.

Nunca he tenido mucha paciencia con los halagos.

—Pero es la plattnerita lo que me permitió construirla —dije.

—Sí. Me gustaría estudiar esa plattnerita más de cerca. —Se puso las gafas, y examinó las brillantes barras de cuarzo de la máquina—. Hemos hablado un poco de múltiples historias: de la posible existencia de distintas versiones. del mundo. Usted mismo ha presenciado dos…

—La historia de los Elois y los Morlocks, y la historia de la Esfera.

—Debe imaginar esas versiones de la historia como corredores paralelos que se extienden por delante de usted. Su máquina le permite recorrer uno de los corredores. Los corredores existen independientemente de los demás: desde cualquier punto, un hombre que observase un corredor vería una historia completa y autoconsistente. No podemos saber nada de otro corredor, y un corredor no puede influir en otro.

»Pero en algunos corredores las condiciones pueden ser muy diferentes. En algunos, incluso las leyes de la física pueden cambiar…

—Siga.

—Dice que el funcionamiento de la máquina depende de un giro del Espacio y el Tiempo —dijo—. Convirtiendo un viaje en el Tiempo en un viaje por el Espacio. Bien, estoy de acuerdo: así es, exactamente, como produce su efecto la plattnerita. ¿Pero cómo lo consigue?

»Imagine —dijo— un universo, otra historia, en la que ese giro Espacio-Tiempo es muy exagerado.

Continuó describiendo una variante del universo casi más allá de mi imaginación: donde la rotación era parte integrante de la misma estructura del universo.

—La rotación está en cada punto del Espacio y el Tiempo. Una piedra, lanzada desde cualquier punto, parecería seguir una trayectoria en espiral: su inercia actuaría como un compás, dando vueltas alrededor del punto de lanzamiento. Incluso algunos piensan que nuestro propio universo podría sufrir una rotación de ese tipo, pero a una escala inmensamente lenta: le llevaría cientos de miles de millones de años el completar un solo giro …

»La idea del universo rotatorio fue descrita por primera vez unas décadas después de su época, por Kurt Gödel de hecho.

—Gödel. —Me llevó un momento el recordar el nombre—. ¿El hombre que demostró la imperfección de la matemática?

—El mismo.


Caminamos hacia la máquina, y mantuve los dedos alrededor de las palancas. Planeaba colocarme en el lugar más adecuado para alcanzar la máquina.

—Dígame cómo explica eso el funcionamiento de la máquina.

—Está relacionado con el giro de ejes. En un universo en rotación, es posible un viaje por el espacio pero que acabe en el pasado o el futuro. Nuestro universo gira, pero tan lentamente que tales trayectorias tendrían cientos de miles de millones de años luz de largo, ¡y llevaría un millón de millones de años el recorrer una de ellas!

—No tendría muchas aplicaciones prácticas.

—Pero imagine un universo de densidad mucho mayor que el nuestro: un universo tan denso como el corazón de un átomo de materia. Allí, una rotación se completaría en una fracción de segundo.

—Pero no vivimos en un universo así. —Señalé con la mano a mi alrededor—. Es evidente.

—¡Pero usted quizá sí lo haga, durante una fracción de segundo, gracias a su máquina, o al menos a su parte de plattnerita.

»Mi hipótesis es que, por alguna propiedad de la plattnerita, la Máquina del Tiempo va y viene de ese universo ultradenso, y ¡en cada paso utiliza el giro de ejes de la realidad para viajar en bucles del pasado al futuro! Así que hace una espiral por el tiempo…

Pensé en esas ideas. Eran extraordinarias —¡por supuesto!— pero, me parecía a mí, no mucho más que una extensión fantástica de mis propias ideas preliminares sobre la interrelación entre el Espacio y el Tiempo, y la fluidez de sus ejes. Además, mi impresión subjetiva del viaje en el tiempo estaba condicionada por una sensación de giro, de rotación.

—Esas ideas son sorprendentes, pero creo que es necesario considerarlas en mayor profundidad —le dije a Nebogipfel.

Me miró.

—Su flexibilidad mental es impresionante, para un hombre de su periodo evolutivo.

Apenas escuché ese comentario. Ahora estaba lo bastante cerca. Nebogipfel tocó uno de los carriles de la máquina con un dedo cauteloso. El artefacto brillaba, desmintiendo su masa, y una brisa agitó los finos pelos del brazo de Nebogipfel. Retiró la mano. Yo miré fijamente las ranuras, repasando en mi cabeza los actos de sacar las palancas de los bolsillos y colocarlas en ellas. ¡Me llevaría menos de un segundo! ¿Podría completar la acción antes de que Nebogipfel me dejase inconsciente con el rayo verde?

La oscuridad me rodeaba y el olor a Morlock era intenso. En un momento, pensé con algo de impaciencia, me habré ido de aquí.

—¿Pasa algo?

Nebogipfel me miraba a la cara con sus ojos grandes y oscuros, y estaba derecho y tenso. ¡Ya sospechaba! ¿Me había traicionado a mí mismo? Ya, en la oscuridad que me rodeaba, supe que los cañones de incontables armas debían de estar apuntándome. ¡Tenía unos segundos antes de estar perdido!

Oí la circulación de la sangre en los oídos, saqué las palancas de los bolsillos y con un grito me eché sobre la máquina. Metí las pequeñas barras en las ranuras y con un solo movimiento las eché hacia atrás. La máquina tembló —¡en aquel momento final hubo un resplandor verde y pensé que todo había terminado para mí!— y luego las estrellas desaparecieron. Sentí una sensación extraordinaria de giro, y luego la terrible impresión de caer, pero le di la bienvenida a la incomodidad, ¡porque era la sensación familiar del viaje en el tiempo!

Grité. Había triunfado. Viajaba atrás en el tiempo. ¡Era libre!

… Y a continuación fui consciente de una presencia fría alrededor de mi cuello. Una suavidad, como si un insecto se hubiese posado allí, un crujido.

Me llevé la mano al cuello, ¡y toqué pelos de Morlock!

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