LIBRO TRES La guerra contra los alemanes

1. UNA NUEVA IMAGEN DE RICHMOND


Ese último viaje al futuro fue más caótico y desorientador de lo normal, supuse que debido a la distribución desigual de plattnerita en el Juggernaut. Pero el viaje fue corto y la sensación de caer desapareció pronto.

Filby se había quedado sentado con los brazos cruzados y la papada contra el pecho, formando la perfecta imagen de la miseria. Ahora miró lo que yo había tomado como un reloj de pared y se golpeó la rodilla.

—¡Ja! Aquí estamos; otra vez en el dieciséis de junio de 1938 d.C. —Empezó a quitarse los cinturones.

Me levanté de la silla para inspeccionar de cerca el «reloj». Descubrí que aunque las manecillas formaban la esfera convencional de un reloj tenía pequeños indicadores cronométricos. Bufé y golpeé con el dedo la esfera. Le dije a Moses:

—¡Mira esto! Es un reloj cronométrico, pero marca años y meses. Exceso de diseño, Moses; una característica de los proyectos gubernamentales. Me sorprende que no tenga muñequitos con chubasqueros y trajes de verano para señalar el paso de las estaciones.

Después de unos minutos la capitana Hilary Bond se unió a nosotros, así como el joven soldado que nos había recibido en Richmond Hill (cuyo nombre, nos dijo Bond, era Harry Oldfield). La pequeña cabina se hizo aún más pequeña. La capitana Bond dijo:

—He recibido instrucciones sobre usted. Tengo por misión escoltarle al Imperial College, donde se realizan las investigaciones sobre Guerra por Desplazamiento Cronológico.

Nunca había oído hablar de ese college, pero no dije nada.

Oldfield llevaba una caja con máscaras de gas y charreteras metálicas.

—Aquí tienen —nos dijo—, será mejor que se las pongan.

Moses sostuvo su máscara con disgusto.

—No pueden esperar que meta la cabeza en semejante artefacto.

—Oh, debe hacerlo —dijo Filby ansioso, y vi que ya se estaba colocando su propia máscara sobre la cara—. Tenemos que caminar un poco al descubierto, sabe. Y no es seguro. ¡Nada seguro!

—Vamos —le dije a Moses, y ceñudo cogí un juego de máscara y charreteras para mí—. Me temo que ya no estamos en casa, viejo.

Las charreteras eran pesadas, pero se ajustaron muy bien a la chaqueta; aun así la máscara que Oldfield me había dado, aunque era amplia y encajaba bien, era muy incómoda. Vi que las gafas se empañaban casi inmediatamente, y la goma y el cuero con los que estaba hecha pronto se empaparon de sudor.

—Nunca me acostumbraré a esto.

—Espero que no nos quedemos aquí el tiempo suficiente como para tener que hacerlo —murmuró Moses con la voz apagada por la máscara.

Me volví a Nebogipfel. El pobre Morlock —que ya iba encajado en un uniforme escolar— estaba ahora coronado por una ridícula máscara demasiado grande para él: cuando movía la cabeza, el filtro de insecto del frente se balanceaba.

Le palmeé la cabeza.

—¡Al menos ahora no destacará en la multitud, Nebogipfel!

Omitió responder.

Salimos del útero metálico del Raglan a una mañana brillante de verano. Debían de ser las dos de la tarde, y la luz del sol se reflejaba en los monótonos colores del Juggernaut. Mi máscara se llenó inmediatamente de vaho y sudor; deseé poder quitarme aquella presencia pesada de la cabeza.

El cielo era inmenso, de un azul profundo y sin nubes, aunque aquí y allí podía ver delgadas líneas blancas y rizos, rastros de vapor o de cristales de hielo grabados en el cielo. Vi el centelleo de uno de aquellos rastros; quizá fuese la luz del sol reflejándose en alguna máquina voladora de metal.

El Juggernaut se encontraba en una versión de Petersham Road muy cambiada desde 1873 e incluso 1891. Reconocí la mayoría de las casas de mi época: incluso la mía todavía se alzaba tras un carril aéreo corroído y cubierto de verdín. Pero los jardines y márgenes parecía que habían sido levantados y sustituidos por cultivos de vegetales que no conocía. Vi también que muchas de las casas habían sufrido grandes daños. Algunas habían quedado reducidas a la fachada, con los interiores y techos derrumbados; aquí y allá había edificios destruidos y ennegrecidos por los incendios; y otros no eran más que escombros. Incluso mi propia casa había resultado afectada, y el laboratorio destruido. Y los daños no eran recientes: la vida, verde y vital, había reclamado el interior de muchas casas; el musgo y jóvenes plantas cubrían los restos de cuartos de estar y salones, y la hiedra colgaba de las ventanas como si fuese una cortina.

Pude ver que los árboles todavía se inclinaban hacia el Támesis, pero incluso ellos aparecían dañados: vi los muñones de ramas arrancadas, troncos chamuscados, y demás. Era como si un gran viento, o fuego, hubiese pasado por allí. El embarcadero estaba intacto pero del puente de Richmond sólo quedaban los soportes, negros y truncados. La mayor parte del prado hacia Petersham había sido dedicado al mismo cultivo extraño que habitaba los jardines, y también vi que había algo marrón que flotaba en el río.

No había nadie en los alrededores. Tampoco había tráfico; la hierba atravesaba la superficie resquebrajada de la carretera. No se oía gente —ni risas, ni gritos, ni el juego de los niños—, ni animales, ni caballos, ni pájaros cantando.

Toda la alegría que una vez había tenido una tarde de junio en aquel lugar —el movimiento de los remos, las risas de placer de los que flotaban plácidamente por el río— había desaparecido por completo.

Todo había desaparecido en aquel año terrible; y quizá para siempre. Richmond estaba desierta, era un lugar muerto. Recordé las espléndidas ruinas en el mundo jardín de 802.701 d.C. ¡Todo me había parecido tan alejado de mi mundo; nunca pensé que vería mi Inglaterra de siempre en ese estado!

—Gran Dios —dijo Moses—. ¡Qué catástrofe! ¡Qué destrucción! ¿Han abandonado Inglaterra?

—Oh, no —dijo alegre el soldado Oldfield—. Pero lugares como éste ya no son seguros. Con el gas y los torpedos aéreos… la mayor parte de la gente se ha ido a las Bóvedas, ¿ve?

—Pero Filby, todo está en ruinas —protesté—. ¿Qué ha sido del espíritu de la gente? ¿Dónde está la voluntad para reparar todo esto? Sabes que se podría hacer…

Filby dejó descansar su guante en mi brazo.

—Algún día, cuando este terrible asunto termine, lo recuperaremos todo. ¿Eh? Y será tal y como era. Pero por ahora… —Le falló la voz y deseé poder ver su expresión—. Ven —dijo—. Es mejor que no estemos al descubierto.

Dejamos el Raglan atrás y corrimos por la carretera hasta el centro de la ciudad: Moses, Nebogipfel y yo, con Filby y dos soldados. Nuestros compañeros de 1938 caminaban agachados, mirando nerviosa y continuamente al cielo. Volví a notar que Bond caminaba cojeando de la pierna izquierda.

Miré con anhelo el Juggernaut, porque en su interior estaba la Máquina del Tiempo, mi única ruta de vuelta a casa, lejos de aquella pesadilla de múltiples historias, pero sabía que no tenía posibilidades de alcanzar la máquina; todo lo que podía hacer era esperar los acontecimientos.

Caminamos por Hill Street y giramos en George Street. No había ni rastro del bullicio y la elegancia característicos de esa calle en mi época. Los grandes almacenes, como Gosling's y Wright's, estaban cerrados con tablas, e incluso las maderas que cubrían sus ventanas se habían desteñido por los años de luz. Vi que una esquina de una ventana de Gosling's había sido abierta, evidentemente por saqueadores; el agujero parecía como roído por una rata de tamaño humano. Pasamos por un refugio con una cubierta castigada, y una columna al lado pintada a cuadros y con una pieza de vidrio rota. También parecía abandonado, y la pintura amarilla y negra de la columna se caía.

—Es un refugio contra ataques aéreos —dijo Filby—. Uno de los primeros diseños. Bastante inadecuado si recibe un impacto directo… ¡Bien! La columna señala un punto de primeros auxilios, equipado con máscaras y respiradores. Apenas se utilizó antes de que comenzase la retirada a las Bóvedas.

—Ataques aéreos… Éste no es un mundo feliz, Filby, si ha tenido que inventar esos términos.

Suspiró.

—Tienen torpedos aéreos, ¿entiendes? Me refiero a los alemanes. ¡Máquinas voladoras, que pueden ir a un punto a doscientas millas de distancia, tirar una bomba y volver! Todo mecánico, sin la intervención humana. Es un mundo de maravillas; la guerra es un gran acicate para las mentes inventivas, ya lo sabes. ¡Te encantará esto!

—Los alemanes… —dijo Moses—. No hemos tenido sino problemas con los alemanes desde que apareció Bismarck. ¿Sigue vivo el viejo canalla?

—No, pero tiene buenos sucesores —dijo Filby ceñudo.

Yo no tenía nada que decir. Desde mi punto de vista, tan alejado ya del de Moses, incluso un bruto como Bismarck apenas merecía la pérdida de una sola vida humana.

Filby me contaba, a trozos, más maravillas de la guerra en aquella edad oscura: submarinos de ataque, diseñados para proseguir las batallas de gas, con una autonomía prácticamente ilimitada, y que contenían media docena de misiles aéreos cada uno, todos llenos de una cantidad formidable de bombas de gas; un torrente de cacharros metálicos que yo imaginaba abriéndose paso por las heridas planicies de Europa; más Juggernauts que podían viajar bajo el agua, o flotar, o excavar; y a todo eso se le oponía un conjunto igualmente formidable de minas y cañones.

Evité la mirada de Nebogipfel; ¡no podía enfrentarme a su juicio! Aquél no era un trozo de una Esfera en el cielo, poblado por mis descendientes remotos: ¡aquél era mi mundo, mi especie, enloquecida por la guerra! Por mi parte, mantenía algo del punto de vista que desarrollé en el Interior de aquella gran construcción. Apenas podía soportar ver que mi propia nación se dedicaba a esas tonterías, y me dolía oír las contribuciones de Moses, guiadas por los ridículos prejuicios de su época. ¡No podía culparle! Pero me angustiaba pensar que mi propia imaginación fue una vez tan limitada, tan maleable.

2. UN VIAJE EN TREN

Llegamos a una tosca estación de tren. Pero no era la estación que había utilizado en 1891 para ir de Richmond a Waterloo, a través de Barnes; aquella nueva construcción estaba lejos del centro de la ciudad, justo en Kew Road. Y se trataba de una estación rara: no había ventanillas de billetes o carteles de destino, y la plataforma era un simple trozo de cemento. Había una nueva línea improvisada. Un tren nos esperaba: la locomotora era un cacharro oscuro y viejo que escupía humo tristemente por la caldera llena de hollín, y había un solo vagón. No había luces en la locomotora, ni ninguna marca de la compañía de trenes.

El soldado Oldfield abrió la puerta del vagón; era pesada y tenía un cierre de goma alrededor del borde. Los ojos de Oldfield, visibles tras las gafas, miraban de un lado a otro. ¡Richmond, en una soleada tarde de 1938, no era un lugar seguro!

El vagón era austero: tenía filas de bancos de madera —eso era todo—, ningún recubrimiento ni adorno. Estaba pintado de un tono marrón aburrido, sin personalidad. Las ventanillas estaban selladas, y tenían persianas para cubrirlas.

Nos acomodamos derechos unos frente a otros. El calor en el interior del vagón era sofocante.

Una vez que Oldfield hubo cerrado la puerta, el tren comenzó a moverse inmediatamente con algo de incertidumbre.

—Está claro que somos los únicos pasajeros —murmuró Moses.

—Es un tren algo raro —dije yo—. No hay muchas comodidades, ¿eh, Filby?

—Ésta no es una época de comodidades, viejo.

Atravesamos algunas millas más de paisaje desolado como el que habíamos visto en Richmond. Casi toda la tierra estaba ahora dedicada a la agricultura, o eso me parecía, y estaba prácticamente deshabitada, aunque aquí y allá pude ver una figura o dos trabajando en los campos. Podría haber sido una imagen del siglo quince, no del veinte, si no hubiese sido por las casas destruidas y bombardeadas que salpicaban el campo, acompañadas, aquí y allá, por las frentes imponentes de los refugios antiaéreos: se trataba de grandes caparazones de hormigón medio hundidos en la tierra. Soldados armados patrullaban el perímetro de los refugios, mirando el mundo a través de máscaras de insecto, como si desafiasen a los refugiados a acercarse.

Cerca de Mortlake vi a cuatro hombres colgando de un poste telegráfico al lado del camino. Sus cuerpos estaban fláccidos y negros, y quedaba claro que los pájaros habían dado cuenta de ellos. Le comenté esa imagen horrible a Filby —ni él ni el soldado habían notado la presencia de los cadáveres— y volvió su vista acuosa en aquella dirección; murmuró algo sobre que «seguro que los han pillado robando colinabos o algo así».

Me dio a entender que tales imágenes era comunes en la Inglaterra de 1938.

Justo entonces —sin avisar— el tren bajó una pendiente y se metió en un túnel. Dos tristes bombillas eléctricas del techo se encendieron, y allí nos quedamos sentados bajo el resplandor amarillo.

—¿Éste es un tren subterráneo? Supongo que estamos en alguna extensión de la Línea Metropolitana —le pregunté a Filby.

Filby parecía confundido.

—Oh, supongo que la línea tiene un número…

Moses comenzó a luchar con su máscara.

—Al menos podemos quitarnos esto.

Bond le puso la mano en el brazo.

—No —dijo—. No es seguro.

Filby asintió.

—El gas penetra en todas partes. —Pensé que temblaba, pero era difícil saberlo bajo aquellas ropas tan sueltas—. Hasta que no has pasado por eso…

Entonces, en pocas y precisas palabras, nos describió un ataque con gas que había presenciado al comienzo de la guerra, en Knightsbridge, cuando las bombas todavía se arrojaban a mano desde globos y la población todavía no se había acostumbrado.

Escenas tan terribles como ésas se habían hecho comunes, nos dio a entender Filby, en aquel mundo de guerra sin fin.

—Es increíble que la moral no esté completamente por los suelos, Filby.

—Parece que la gente no es así. La gente sobrevive. Por supuesto, ha habido momentos bajos —siguió—. Recuerdo agosto de 1918, por ejemplo… Parecía que los Aliados Occidentales podrían derrotar definitivamente a los malditos alemanes, después de tanto tiempo, y acabar con la guerra. Pero entonces llegó la batalla del Káiser: la Kaiserschlacht, la gran victoria de Ludendorff, en la que atravesó las líneas británicas y francesas… Después de cuatro años de guerra de trincheras, fue un gran triunfo para ellos. Por supuesto, el bombardeo de París que mató a la mayor parte del estado mayor francés no nos ayudó demasiado…

La capitana Bond asintió.

—La rápida victoria en el oeste permitió a los alemanes volverse contra los rusos en el este. Entonces, en 1925…

—En 1925 —dijo Filby—, los alemanes ya habían establecido su soñada Mitteleuropa.

Él y Bond me describieron la situación. Mitteleuropa: la Europa del Eje, un mercado único que se extendía desde la costa atlántica hasta los Urales. En 1925, el control del Káiser iba del Atlántico hasta el Báltico, atravesando Rusia hasta Crimea. Francia se había convertido en una ruina, desprovista de la mayor parte de sus recursos. Luxemburgo fue obligada por la fuerza a convertirse en un estado federal alemán. Bélgica y Holanda tuvieron que poner sus puertos a disposición de Alemania. Las minas de Francia, Bélgica y Rumania se explotaban para continuar la expansión del Reich hacia el este, los eslavos tenían que retroceder, y millones de no-rusos eran «liberados» del dominio de Moscú…

Y así era todo, con todos sus insensatos detalles.

—Entonces, en 1926 —dijo Bond—, los aliados, Gran Bretaña con su imperio y América, volvieron a abrir el frente occidental. Fue la invasión de Europa: el mayor movimiento de tropas por mar y aire jamás visto.

»Al principio fue bien. La población de Francia y Bélgica se levantó en armas, y los alemanes fueron expulsados…

—Pero no demasiado —dijo Filby—. Pronto fue otra vez como en 1915: dos ejércitos inmensos atascados en el barro de Francia y Bélgica.

Así había comenzado el asedio. Pero ahora, los recursos de la guerra eran mucho mayores: la sangre del Imperio Británico y del continente americano de un lado, y de la Mitteleuropa del otro, se perdía por el horrible sumidero de la guerra.

A continuación comenzó la guerra contra los civiles, realizada con todo entusiasmo: los torpedos aéreos, los gases…

—«Las guerras de las gentes serán más terribles que las guerras de los reyes» —citó Moses solemnemente.

—¡Y la gente, Filby!

Su voz, apagada por la máscara, me era a la vez familiar y lejana.

—Ha habido protestas populares, especialmente a finales de los años veinte. Pero después aprobaron la Orden 1.305, que convirtió en ilegales las huelgas, los cierres patronales y demás. ¡Y ése fue el fin! Desde entonces, bien, supongo que simplemente seguimos adelante.

Noté que las paredes del túnel se habían alejado de las ventanas, como si se abriese. Parecía que entrábamos en una gran cámara subterránea.

Bond y Oldfield se quitaron las máscaras con un gesto de alivio; Filby también se soltó los cierres, y cuando su pobre cabeza se liberó de la prisión de calor pude ver las marcas en su mentón donde el cierre de la máscara se le había incrustado.

—Así está mejor —dijo.

—¿Estamos seguros?

—Deberíamos estarlo —dijo— ¡Tan seguros como en cualquier otro sitio!

Me quité la máscara; Moses se arrancó la suya con rapidez y luego ayudó al Morlock. Cuando la pequeña cara de Nebogipfel fue visible, Oldfield, Bond y Filby se le quedaron mirando —¡no podía reprochárselo!— hasta que Moses le ayudó a colocarse la gorra y las gafas en su lugar.

—¿Dónde estamos? —pregunté a Filby.

—¿No lo reconoces? —Filby señaló con la mano la oscuridad exterior.

—Es Hammersmith, hombre. Hemos cruzado el río.

Hilary Bond me lo explicó.

—Es la puerta de Hammersmith. Hemos llegado a la Bóveda de Londres.

3. LONDRES EN GUERRA

¡La Bóveda de Londres!

Nada de mi época me había preparado para aquel increíble logro de la construcción. Imagínenlo: un gran tazón de hormigón y acero de casi dos millas de diámetro que cubría la ciudad desde Hammersmith hasta Stepney, y de Islington hasta Clapham… Por todos lados las calles eran interrumpidas por columnas, puntales y refuerzos que se hundían en el suelo de Londres, que dominaban y confinaban a la población como las piernas de una multitud de gigantes.

El tren se movía, más allá de Hammersmith y Fulham, hacia el interior de la Bóveda. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra, comencé a ver que las luces delineaban la imagen de un Londres que todavía podía reconocer:

—Ahí está Kensington High Street, tras la valla. ¿Y eso es Holland Park? —Y así.

Pero a pesar de los lugares reconocibles y los nombres de calles familiares, aquél era un nuevo Londres: un Londres de noche perpetua, una ciudad que nunca podría disfrutar del brillo del cielo de junio. Pero un Londres que había aceptado todo aquello como el precio de la supervivencia, me había dicho Filby; las bombas y los torpedos caían rodando por aquel techo masivo, o estallaban inocuos en el aire, dejando sin daño al Great Wen de Cobbet que está debajo.

En todas partes, dijo Filby, las ciudades de los hombres —que una vez habían estado llenas de luz y convertían el lado nocturno del planeta en una joya brillante— habían sido cubiertas con caparazones oscuros; ahora, los hombres apenas se movían entre las grandes ciudades-bóveda, prefiriendo quedarse acobardados en sus penumbras artificiales.

La nueva línea ferroviaria parecía haber sido construida atravesando la vieja disposición de las calles. Las carreteras sobre las que pasábamos estaban llenas, pero de gente a pie o en bicicletas; no vi vehículos, ya sea a caballo o a motor, como esperaba. ¡Había incluso rickshaws! Carruajes ligeros, de los que tiraban hombres flacos y sudorosos, que esquivaban las columnas de la Bóveda.

Al mirar la multitud desde la ventana del tren, a pesar del aspecto atareado, creí apreciar desánimo, tristeza y desilusión… Vi cabezas gachas, hombros caídos, rostros sombríos y marcados; me parecía que había algo de obstinación en la forma en que la gente seguía con sus vidas, pero no creía que hubiese —y no me sorprendía— demasiada alegría.

Me sorprendió que no pudiese ver niños en ninguna parte. Bond me dijo que las escuelas eran subterráneas, para ofrecer mayor protección contra un posible bombardeo, mientras los padres trabajaban en las fábricas de munición, o en los enormes aeródromos que habían surgido alrededor de Londres, en Balham, Hackney y Wembley. Bien, quizás así fuese más seguro, pero la ciudad era un espectáculo miserable sin las risas de los niños jugando, como incluso un soltero satisfecho como yo estaba dispuesto a admitir. ¿Y qué preparación para la vida estarían recibiendo aquellos pobres chiquillos subterráneos?

Una vez más, pensé, mis viajes me habían llevado a un mundo de irremediable oscuridad, a un mundo del que un Morlock podría disfrutar. Pero los que habían construido aquel gran edificio no eran Morlocks; pertenecían a mi propia especie, ¡acobardados por la guerra hasta el punto de renunciar a la luz, que era su derecho de nacimiento! Caí en una profunda depresión, un estado de ánimo que permanecería conmigo durante casi toda mi estancia en 1938.

Aquí y allá vi pruebas más directas del horror de la guerra. En Kensington High Street vi a un tipo que caminaba por la carretera ayudado por una mujer delgada que iba a su lado. Sus labios eran delgados y estirados, y tenía los ojos como cuentas en agujeros hundidos. La piel del rostro la tenía llena de marcas púrpuras y blancas sobre un fondo gris.

Filby aspiró al señalarlo.

—Quemaduras de guerra —dijo—. Tienen siempre el mismo aspecto… Un soldado aéreo, probablemente. ¡Un joven gladiador, cuyas hazañas adoraremos todos cuando las Máquinas Parlanchinas las divulguen! ¿Y aun así, adónde pueden ir luego? —Me miró y puso su mano marchita en mi brazo—. No quiero parecer insensible, amigo mío. Sigo siendo el mismo Filby que conocías. Es que… ¡Dios!, a veces tienes que endurecerte.


Parecía que la mayoría de los viejos edificios de Londres habían sobrevivido, aunque algunas de las edificaciones más altas habían sido derribadas para poder colocar el caparazón de hormigón —¡me pregunté si la Columna de Nelson seguiría en pie!— y los nuevos edificios eran pequeños, aplastados y feos. Quedaban todavía cicatrices de los primeros días de la guerra, antes de que se terminase la Bóveda: cráteres, como cuencas vacías, y montones de escombros que nadie había tenido la decisión y la energía de retirar.

La Bóveda alcanzaba su altura máxima a unos doscientos pies directamente por encima de Westminster, en el corazón de Londres; al acercarnos al centro de la ciudad, vi rayos de luz brillante que surgían de las calles centrales y que iluminaban el techo universal. Por todas partes, saliendo de las calles de Londres y desde inmensas bases en el río, estaban las columnas: desbastadas, apretadas, con bases amplias y reforzadas. Diez mil Atlas de cemento para sostener el techo, columnas que habían convenido a Londres en una inmensa mezquita.

¡Me pregunté si la cuenca de creta y arcilla sobre la que se sostenía Londres podría soportar aquel peso colosal! ¿Qué pasaba si todo se hundía en el lodo, llevándose consigo su preciada carga de millones de vidas? Recordé con algo de melancolía la Era de las Grandes Edificaciones por venir, cuando el dominio de la gravedad que había visto haría de la construcción de la Bóveda un asunto trivial…

Aun así, a pesar de la tosquedad e impaciencia evidentes en su construcción, y lo desolador de su propósito, la Bóveda me impresionaba. Porque había sido construida con simples piedras y colocada sobre la arcilla de Londres con poco más que la tecnología de mi época; aquella construcción colgante me resultaba más increíble que todas las maravillas que había visto en el año 657.208 D.C.

Seguíamos viajando, pero estaba claro que nos acercábamos al final, porque el tren se movía muy despacio. Vi que las tiendas estaban abiertas, pero apenas había luz en los escaparates; los maniquíes llevaban las ropas monótonas de la época y los clientes miraban por los cristales remendados. Ya casi no quedaban lujos en aquella larga y amarga guerra.

El tren se detuvo.

—Hemos llegado —dijo Bond—. Esto es la Puerta de Canning: a sólo unos minutos del Imperial College.

El soldado Oldfield abrió la puerta del vagón. Hizo un «pop», como si la presión de la Bóveda fuese mayor. El ruido nos inundó. Vi más soldados, vestidos con ropa de batalla de infantería, que nos esperaban en la plataforma.

De esa forma, con la máscara antigás en la mano, entré en la Bóveda de Londres.

¡El ruido era increíble! Ésa fue mi primera impresión. Era como estar en una inmensa cripta que compartía con millones. Un alboroto de voces, los chirridos de las ruedas del tren y el zumbido de los tranvías: todo parecía resonar bajo aquel inmenso techo y caía sobre mí. Hacía muchísimo calor, más que en el Raglan. Percibía muchísimos olores, no todos agradables: de comida, del ozono de las máquinas, del humo y aceite de los trenes y, sobre todo, de gente, millones de personas respirando y transpirando bajo la gran manta de aire.

Aquí y allá en la misma Bóveda había luces: no las suficientes para iluminar las calles, pero sí para que fuese posible moverse guiándose por ellas. Vi pequeñas formas volando por entre las luces: eran las palomas de Londres, me dijo Filby —todavía sobrevivían, aunque ahora debilitadas por los años de oscuridad—, y junto a las palomas una cuantas colonias de murciélagos, poco populares en algunos distritos.

En una esquina del Techo, al norte, se proyectaba un espectáculo de luz. Oí el eco de una voz amplificada que provenía de aquella dirección. Filby la llamaba «la Máquina Parlanchina» —por lo que pude entender, era un tipo de cinematógrafo público—, pero estaba demasiado lejos para ver con claridad.

Vi que la nueva vía del tren había sido escopleada con gubias, aunque no muy bien, en la vieja carretera; y que la «estación» no era más que un montón de cemento en Canning Place. Todos los cambios producidos en aquel nuevo mundo indicaban prisa y pánico.

Los soldados formaron un pequeño diamante a nuestro alrededor, y nos alejamos de la estación por Canning Plagie hacia Gloucester Road. Moses llevaba los puños apretados. Con sus ropas de vivos colores parecía asustado y vulnerable, y sentí un ramalazo de culpa por haberle traído a ese mundo cruel de charreteras metálicas y máscaras antigás.

Miré por De Vere Gardens hacia el hotel Kensington Park, donde en momentos más felices había tenido por costumbre cenar; el pórtico columnado del lugar todavía estaba en pie, pero la fachada del edificio estaba sucia, muchas de las ventanas habían sido cubiertas con tablas, y el hotel parecía que se había convertido en una parte más de la nueva terminal de ferrocarriles.

Giramos en Gloucester Road. Había mucha gente allí, en la carretera y en el asfalto, y el sonido de las bicicletas era una nota alegre entre la tristeza general. Nuestra segura expedición —y el traje extravagante de Moses en particular— recibió muchas y atentas miradas, pero nadie se acercó o nos habló. Había muchos soldados por los alrededores, con uniformes como los de la tripulación del Juggernaut, pero la mayoría de los hombres vestía trajes que —si bien algo monótonos y no muy bien cortados— no hubiesen desentonado en 1891. La mujeres llevaban faldas delicadas y blusas, sencillas y funcionales, y lo único sorprendente era que las faldas eran bastante altas, unos tres o cuatro pulgadas por encima de la rodilla, ¡por lo que había más pantorrillas y talones femeninos en unas pocas yardas que los que había visto en toda mi vida! (Esto último no me resultaba tan interesante, en contraste con tantos cambios de fondo; pero por lo visto, fascinaba bastante más a Moses, a juzgar por las miradas poco caballerosas que lanzaba.)

Pero, uniformemente, todos los peatones llevaban las extrañas charreteras de metal, y todos cargaban, incluso en el calor del verano, con bolsas de lona que contenían las máscaras antigás.

Noté que los soldados que nos acompañaban llevaban abiertas las pistoleras; me di cuenta de que las armas no estaban destinadas a nosotros, porque podía ver que los soldados vigilaban de cerca a la gente.

Giramos al este por Queen's Gate Terrace. Ésa era la parte de Londres que conocía. Era una calle amplia y elegante bordeada por altas casas; y vi que las casas no habían sido afectadas en demasía por el tiempo. La fachadas todavía exhibían la ornamentación grecorromana que recordaba —columnas talladas con diseños florales y demás— y el pavimento seguía bordeado por las mismas barandas negras.

Bond se detuvo en una de las casas, a mitad de la calle. Subió los escalones hasta la puerta y llamó con la mano enguantada. Un soldado —otro recluta en uniforme de batalla— la abrió desde dentro. Bond nos dijo:

—Todas la casas fueron requisadas por el Ministerio del Aire hace un tiempo. Tendrán todo lo que necesiten, pídanselo al soldado, y Filby se quedará con ustedes.

Moses y yo intercambiamos miradas.

—Pero, ¿ahora qué hacemos? —pregunté.

—Esperen —dijo ella—. Refrésquense, duerman un poco. ¡Sólo el cielo sabe qué hora creen sus cuerpos que es…! Tengo instrucciones del Ministerio del Aire; están interesados en conocerle —me dijo—. Un científico del ministerio se encargará de su caso. Estará aquí mañana a primera hora para conocerle.

»Bien. Buena suerte. Quizá nos encontremos de nuevo.

Y con eso nos dio la mano a mí y a Moses, como un hombre, y llamó al soldado Oldfield. Bajaron nuevamente por Mews, dos jóvenes guerreros derechos y valientes, y tan frágiles como el despojo quemado por la guerra que había visto antes en Kensington High Street.

4. LA CASA DE QUEEN'S GATE TERRACE

Filby nos enseñó la casa. Las habitaciones eran grandes, luminosas —aunque las cortinas estaban echadas— y limpias. La decoración era cómoda pero austera, con un estilo que no hubiese desentonado en 1891; la principal diferencia era la proliferación de cacharros eléctricos, especialmente el gran número de luces y otros electrodomésticos, como un horno, un refrigerador, ventiladores y radiadores.

Fui hasta la ventana del comedor y abrí la gruesa cortina. La ventana tenía una doble capa de vidrio, y estaba sellada por el borde con goma y cuero —también había cierres alrededor de las puertas—, y más allá, en aquella tarde inglesa de junio, sólo se veía la oscuridad de la Bóveda, sólo rota en la distancia por el parpadeo de los rayos de luz en el techo. Bajo la ventana encontré una caja, disimulada por un diseño hecho con incrustaciones, que contenía una serie de máscaras antigás.

Con las cortinas cerradas y la iluminación brillante era posible olvidar, por un momento, la desolación del mundo exterior.

Había una sala de estar bien provista de libros y periódicos; Nebogipfel los estudió, sin saber claramente para qué servían. Había también un armario grande con múltiples rejillas. Moses lo abrió, para encontrarse con un desconcertante paisaje de válvulas, cables y conos de papel ennegrecido. El dispositivo resultó llamarse fonógrafo. Era del tamaño y forma de un reloj holandés, y delante tenía indicadores barométricos eléctricos, un reloj y calendario también eléctrico, y varios recordatorios de citas; era capaz de recibir con gran fidelidad voz e incluso música, emitida por una extensión sofisticada de la telegrafía sin hilos de mi época. Moses y yo pasamos algún tiempo con aquel aparato, experimentando con los controles. Podía sintonizarse para recibir ondas de radio en varias frecuencias por medio de un condensador regulable —ese ingenioso dispositivo permitía que la frecuencia de resonancia del circuito pudiese ser ajustada por el usuario— y resultó que había gran número de estaciones emisoras: ¡tres o cuatro al menos!

Filby se había preparado un whisky con agua y nos contemplaba experimentar con indulgencia.

—El fonógrafo es algo maravilloso —dijo—. Nos convierte a todos en uno, ¿no creen? Aunque, por supuesto, todas las emisoras son del MdI.

—¿MdI?

—Ministerio de Información. —Filby intentó a continuación ganar nuestra atención contándonos el desarrollo de un nuevo tipo de fonógrafo capaz de enviar también imágenes—. Estuvo de moda antes de la guerra, pero no llegó a implantarse debido a las distorsiones de la Bóvedas. Y si quieres imágenes siempre tienes la Máquina Parlanchina, ¿no? Todo lo que dan es material MdI, por supuesto, pero si te gustan los discursos de los políticos y soldados, y las homilías sobre lo bueno y lo grandioso, entonces es para ti. —Se bebió un trago de whisky y sonrió—. ¿Pero qué esperabas? Después de todo estamos en guerra.

Moses y yo nos cansamos pronto de la retahíla de noticias sin interés del fonógrafo y de los sonidos de orquestas ligeras en el aire, así que apagamos el aparato.

Nos dieron un dormitorio para cada uno. Había ropa interior limpia para todos —incluso para el Morlock—, aunque estaba claro que habían preparado la ropa con rapidez y no nos sentaba muy bien. Un soldado raso, un chico de cara delgada llamado Puttick, se quedaría con nosotros en la casa; aunque siempre que le vi llevaba el traje de campaña, Puttick fue un gran sirviente y cocinero. Siempre había otros soldados fuera de la casa y en las vecinas. ¡Estaba claro que se nos protegía o éramos prisioneros!

Puttick sirvió la cena alrededor de las siete. Nebogipfel no se unió a nosotros. Pidió agua y un plato de vegetales crudos; y se quedó en el cuarto de estar, con las gafas todavía sobre la cara peluda, oyendo el fonógrafo y estudiando las revistas.

La cena resultó sencilla pero deliciosa, con un plato principal parecido a la carne asada con patatas, col y zanahorias. Cogí un trozo de carne; se deshacía con facilidad y sus fibras eras cortas y suaves.

—¿Qué es esto? —pregunté a Filby.

—Soja.

—¿Qué?

—Soja. Crece por todo el país fuera de las Bóvedas, incluso el campo de criquet Oval ha sido dedicado a su cultivo, porque la carne no es fácil de conseguir hoy en día. Es difícil persuadir a las vacas y las ovejas para que lleven siempre sus máscaras antigás. —Cortó una rebanada del vegetal procesado y se la metió en la boca— ¡Pruébala! Sabe bien; los técnicos de alimentos modernos son bastante ingeniosos.

Aquello tenía una textura seca, y su sabor me recordó al cartón mojado.

—No es tan malo —dijo Filby con valor—. Te acostumbrarás.

No encontré nada que decir. Me lo tragué con vino —tenía el sabor de un burdeos decente aunque preferí no preguntar por su procedencia— y el resto de la comida transcurrió en silencio.


Tomé un baño rápido —había grandes cantidades de agua caliente en los grifos— y entonces, después de una rápida copa de brandy y unos cigarros, nos retiramos. Sólo Nebogipfel se quedó allí, ya que los Morlocks no duermen como nosotros, y pidió papel y lápiz (le tuvimos que enseñar a utilizar la goma y el afilador).

Me tendí, caliente en la cama estrecha, con la ventana cerrada y el aire cada vez más cargado. Más allá de las paredes, los sonidos del Londres azotado por la guerra retumbaban hasta los confines de la Bóveda, y a través de las aberturas de la cortinas vi el parpadeo de las nuevas lámparas del ministerio en lo más profundo de la noche.

Oí a Nebogipfel moverse por el cuarto de estar; aunque parezca extraño, sentí tranquilidad al oír el sonido de los pequeños pies del Morlock al moverse de un lado para otro, y en el rasgueo torpe del lápiz sobre el papel.

Finalmente, me dormí.


Había un pequeño reloj sobre la mesa al lado de la cama que me indicó que me había despertado a las siete de la mañana; aunque fuera, por supuesto, seguía estando tan oscuro como si fuese de noche.

Salté de la cama. Me volví a poner el traje ligero que ya había visto muchas aventuras, y cogí un juego limpio de ropa interior, camisa y corbata. El aire estaba pegajoso a pesar de ser tan temprano; me sentí ligero de ánimo y fuerte de brazos.

Abrí las cortinas. Vi la Máquina Parlanchina de Filby todavía iluminando el techo; creí oír fragmentos de una música animada, como una marcha, que sin duda tenía por fin acelerar a los trabajadores dubitativos hacia otro día de trabajo en favor del esfuerzo de la guerra.

Bajé al comedor. Me encontraba a solas exceptuando a Puttick, el sirviente soldado, que me sirvió un desayuno compuesto de tostadas, salchichas (rellenas de un sustitutivo de carne sin identificar) y —Puttick me dio a entender que era una excepción digna de agradecer— un huevo frito.

Cuando terminé, me fui, comiéndome el último trozo de tostada, al cuarto de estar. Allí encontré a Moses y Nebogipfel inclinados sobre libros y una pila de papeles que ocupaban el gran escritorio; tazas de té frío cubrían la superficie de la mesa.

—¿Ni rastro de Filby?

—Todavía no —me dijo Moses. Mi yo más joven iba en bata, no se había afeitado y tenía el pelo revuelto.

Me senté en el escritorio.

—Moses, parece como si no hubieses dormido.

Sonrió y se pasó la mano por el pelo que tenía sobre la frente.

—Bueno, no lo he hecho. No podía calmarme. Creo que me han pasado demasiadas cosas, ¿sabes?, y mi cabeza no dejaba de darme vueltas… Sabía que Nebogipfel todavía estaba despierto, por lo que bajé aquí. —Me miró con ojos rojos y ojerosos—. Hemos pasado una noche fascinante, ¡fascinante! Nebogipfel me ha introducido en los misterios de la Mecánica Cuántica.

—¿De qué?

—Sí —dijo Nebogipfel—. Y a cambio Moses me ha enseñado a leer el inglés.

—Aprende muy rápido —dijo Moses—. Sólo le hizo falta poco más que el alfabeto y un repaso rápido a los principios de la fonética, y ya está.

Rebusqué por entre los desperdicios del escritorio. Había varias hojas de papel cubiertas de extraños símbolos crípticos: la letra de Nebogipfel, supuse. Cuando levanté una de las hojas vi con qué torpeza había utilizado los lápices; en varios sitios el papel estaba roto. Bueno, el pobre diablo nunca había tenido que depender de utensilios tan primitivos como una pluma o un lápiz; me pregunté cómo me hubiese ido a mí con las herramientas de piedra de mis ancestros, ¡que me eran más cercanos en el tiempo que Nebogipfel a 1938!

—Me sorprende que no hayas escuchado el fonógrafo —le dije a Moses—. ¿No estás interesado en los detalles del mundo en que nos encontramos?

Moses contestó:

—La mayoría es música o ficción, del tipo para elevar la moral que nunca he encontrado apetecible, y me cansé del montón de trivialidades disfrazadas de noticias. Uno quiere tratar de los grandes temas del día, ¿dónde estamos?, ¿cómo llegamos aquí?, ¿adónde vamos?, y en su lugar te inundan con un montón de tonterías sobre trenes retrasados, racionamiento y los oscuros detalles de lejanas campañas militares, de las que hay que conocer los antecedentes para enterarse de algo.

Le palmeé el brazo.

—¿Qué esperabas? Mira: nos sumergimos en la historia como turistas del tiempo. A la gente le interesa generalmente la superficie de las cosas, ¡y están en su derecho! ¿En cuántas ocasiones, en nuestro propio año, encuentras los periódicos llenos de análisis profundos sobre las causas de la historia? ¿Qué parte de tus conversaciones diarias dedicas a explicar la forma general de 1873?

—Tienes razón —dijo. Mostró poco interés en la conversación; no parecía dispuesto a concentrarse en el mundo que le rodeaba—. Mira —dijo—. Tengo que contarte algo de lo que tu amigo Morlock me ha dicho sobre esa nueva teoría. —Sus ojos se encendieron, su voz se hizo clara y vi que ése era un tema más agradable para él, era una ruta de escape, supongo, de las complejidades de nuestra situación hacia los misterios de la ciencia.

Decidí seguirle la corriente; ya tendría tiempo de enfrentarse con la situación en los días siguientes.

—Asumo que tiene relación con nuestra situación actual…

—Sí —dijo Nebogipfel. Se pasó los dedos por las sienes en un gesto muy humano de cansancio—. La Mecánica Cuántica es el esquema que tengo que emplear para comprender la multiplicidad de historias que estamos experimentando.

—Es un desarrollo teórico increíble —nos dijo Moses entusiasmado—. Nadie lo hubiese creído en mi época, ¡no hubiesen podido imaginarlo!, es increíble que el orden de las cosas pueda cambiar con tal rapidez.

Solté el trozo de papel de Nebogipfel.

—Cuéntame —dije.

5. LA INTERPRETACIÓN DE MUCHOS MUNDOS

Nebogipfel intentó hablar, pero Moses levantó la mano.

—No, déjame a mí; quiero ver si lo he entendido bien. Mira, supones que el mundo está más o menos hecho de átomos, ¿no? No sabes de qué están compuestos, porque son demasiado pequeños para verlos, pero más o menos eso es todo: un montón de partículas duras chocando unas con otras como bolas de billar.

Fruncí el ceño ante esa simplificación.

—Creo que deberías recordar con quién estás hablando.

—Oh, ¡déjame hacerlo a mi modo! Presta atención ahora; porque tengo que decirte que esa imagen de las cosas está equivocada en todos sus detalles.

Volví a fruncir el ceño.

—¿Cómo es eso?

—Para empezar, debes desechar las partículas, porque tales cosas no existen. Resulta ser, a pesar de la creencia de Newton, que uno nunca puede decir exactamente dónde está una partícula o hacia dónde se dirige.

—Pero si se tiene un microscopio lo suficientemente potente, con seguridad podrás examinar una partícula con el grado de precisión que quieras…

—Tampoco —me dijo—. Hay un límite fundamental para la medida, llamado el Principio de Incertidumbre, creo, que impone un mínimo a esos ejercicios.

»Debemos despedirnos del conocimiento definitivo sobre el mundo. Debemos pensar en términos de probabilidad, la posibilidad de encontrar un objeto físico en un lugar determinado con una velocidad determinada. Las cosas son un poco difusas, lo que…

Contesté terminantemente:

—Pero mira, supongamos que realizo un experimento simple. Mido, en algún instante, la posición de una partícula, con un microscopio de determinada precisión. No puedes negar la plausibilidad de ese experimento. Bien, entonces: ¡tengo mi medida! ¿Dónde está la incertidumbre?

—Pero la cuestión. es —prosiguió Nebogipfel— que existe una posibilidad finita de que si repitiese el experimento se encontrase a la partícula en otro lugar, incluso muy alejado de su primitiva posición…

Los dos siguieron argumentando de la misma forma durante un rato.

—Es suficiente —dije—. Supongamos que es así para poder seguir hablando. ¿En qué nos afecta eso?

—Hay, habrá, una nueva filosofía llamada Interpretación de Muchos Mundos de la Mecánica Cuántica —dijo Nebogipfel, y el sonido de su voz líquida emitiendo esa frase sorprendente me hizo temblar—. Pasarán todavía diez o veinte años antes de que se publique el artículo crucial. Recuerdo el nombre de Everett…

—La cosa es así —dijo Moses—. Supón que tienes una partícula que puede estar en dos lugares, digamos aquí o allí, con una probabilidad asociada a cada lugar. ¿Bien? Ahora miras por tu microscopio y la encuentras aquí…

—Según la Interpretación de Muchos Mundos —dijo Nebogipfel—, la historia se divide en dos cuando se realiza ese experimento. En la otra historia, hay otro usted que ha encontrado al objeto allí en lugar de aquí.

—¿Otra historia?

—Con la misma realidad y consistencia que ésta. —Sonrió—. Hay otro tú, de hecho un número infinito de «tús», propagándose como conejos a cada momento.

—Qué idea tan espantosa —dije—. Pensaba que dos ya era más que suficiente. Pero, Nebogipfel, ¿no podríamos notar si nos dividimos de esa forma?

—No —dijo—, porque una medida así, en cualquiera de las historias, debería realizarse después de la separación. Sería imposible medir las consecuencias de la división misma.

—¿Sería posible detectar esas otras historias, o viajar allí para encontrarme con ese montón de gemelos que dice que tengo?

—No —dijo Nebogipfel—: Imposible, a menos…

—¿Sí?

—A menos que alguno de los principios de la Mecánica Cuántica resultara ser falso.

—Está claro cómo estas ideas podrían ayudarnos a entender las paradojas que hemos encontrado —dijo Moses—. Si puede existir más de una historia…

—Entonces es fácil tratar las violaciones de la causalidad —dijo Nebogipfel—. Mire: supongamos que viaja al pasado con una pistola y le dispara a Moses sin avisar. —Moses se puso algo pálido al oír eso—. Ahí tiene una paradoja causal en los términos más simples. Si Moses está muerto, no construirá la Máquina del Tiempo, no se convertirá en usted, por lo que no podrá viajar al pasado para cometer el asesinato. Pero si el asesinato no se produce, Moses vive para construir la máquina, viaja al pasado y mata a su yo más joven. Pero entonces no puede construir la máquina, y el asesinato no puede cometerse y…

—Basta —dije—. Creo que lo entiendo.

—Es un fallo patológico de la causalidad —dijo Nebogipfel—, un bucle sin fin.

—Pero si la idea de los muchos mundos es correcta, no hay paradoja. La historia se divide en dos: en una versión, Moses vive; en la otra, muere. Usted, como viajero en el tiempo, simplemente ha pasado de una historia a otra.

—Ya veo —dije maravillado—. Y está claro que ese fenómeno de los muchos mundos es lo que hemos presenciado, Nebogipfel y yo… nosotros ya hemos contemplado el desarrollo de más de una versión de la historia…

Me sentí increíblemente tranquilizado por aquello. ¡Por primera vez, me parecía que podía haber algo de lógica en la tormenta de historias contradictorias que revoloteaban a mi alrededor desde mi segundo viaje en el tiempo! Encontrar una estructura teórica para explicarlo todo me era tan importante como encontrar tierra sólida bajo los pies si me estuviese ahogando; aunque todavía no podía imaginar qué consecuencias prácticas podríamos extraer de todo aquello.

Y —pensé— si Nebogipfel tiene razón, quizá no fuese después de todo responsable de la completa destrucción de la historia de Weena.

¡Quizá, de alguna forma, esa historia todavía existía! Sentí que me desprendía de algo de mi culpa y tristeza.

En ese momento se abrió la puerta de la habitación y Filby entró. Todavía no eran las nueve de la mañana; Filby no se había aseado ni afeitado, y la bata le colgaba del cuerpo. Me dijo:

—Tienes visita. El científico del Ministerio del Aire que te comentó Bond…

Me levanté de la silla. Nebogipfel volvió a sus investigaciones, y Moses me miró todavía con el pelo revuelto. Le miré con algo de preocupación; comenzaba a entender que toda aquella dislocación temporal le estaba afectando mucho.

—Mira —le dije—, parece que tengo trabajo. ¿Por qué no vienes conmigo? Me gustaría disponer de tu opinión.

Me sonrió divertido.

—Mis opiniones son tus opiniones —dijo—. No me necesitas.

—Pero me gustaría tu compañía… Después de todo, éste puede ser tu futuro. ¿No crees que estarías mejor si te mueves un poco?

Sus ojos eran profundos, y creí reconocer en ellos la nostalgia del hogar que yo también sentía.

—Hoy no. Ya habrá tiempo… quizá mañana. —Me despidió con un saludo—. Ten cuidado.

No se me ocurrió nada más que decir, al menos en aquel momento.

Dejé que Filby me condujese el salón. El hombre que me esperaba en la puerta principal era alto y desgarbado, con el pelo gris. A su espalda, en la calle, había un soldado.

Cuando el tipo alto me vio, se adelantó con una torpeza juvenil extraña en un hombre tan grande. Se dirigió a mí por mi nombre y me estrechó la mano; tenía manos fuertes y callosas, y supe que era un investigador experimental, ¡quizás un hombre como yo!

—Estoy encantado de conocerle, mucho —dijo—. Trabajo para DGCron, es decir, Dirección de Guerra por Desplazamiento Cronológico, del Ministerio del Aire.

Tenía la nariz recta, las facciones delgadas y su mirada, tras las gafas de alambre, era franca. Estaba claro que se trataba de un civil, porque bajo las charreteras y la bolsa de la máscara antigás, llevaba un traje sencillo y desaliñado, con una corbata de rayas y una camisa amarillenta. Tenía unos cincuenta años.

—Estoy encantado —dije—. Aunque me temo que no recuerdo su cara.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Sólo tenía ocho años cuando su prototipo de VDT partió hacia el futuro… ¡Perdone! Quiero decir «Vehículo de Desplazamiento Temporal. Puede que se acostumbre a nuestros acrónimos… ¡o puede que no! Yo nunca lo he conseguido; y dicen que el propio Lord Beaverbrook tiene que hacer un esfuerzo para recordar todas las direcciones de su ministerio.

»No soy muy conocido, ¡ni tan famoso como usted! Hasta hace poco, mi trabajo no pasaba de ser Asistente del Ingeniero jefe de la compañía Vickers-Armstrong, en el búnker de Weybridge. Cuando mis propuestas para la Guerra del Tiempo recibieron algo de atención, me destinaron a los cuarteles de la DGCron en el Imperial. Vaya —dijo con seriedad—, estoy tan contento de que esté usted aquí. Ha sido una suerte maravillosa la que lo ha traído. Creo que nosotros, usted y yo, podremos realizar una unión que cambiará la historia, ¡que podría incluso acabar con esta maldita guerra para siempre!

No pude evitar temblar, porque ya tenía cambios más que suficientes en la historia. ¡Y su charla sobre Guerra del Tiempo, el concepto de que mi máquina, que ya había provocado tanto daño, fuese empleada deliberadamente para la destrucción! La idea me llenaba de horror, y no estaba seguro de qué hacer.

—Bien, ¿dónde hablamos? —preguntó—. ¿Le gustaría venir a mis habitaciones en el Imperial? Tengo algunos artículos que…

—Más tarde —dije—. Mire, puede que esto le resulte extraño, pero acabo de llegar y me gustaría ver más de su mundo. ¿Es posible?

Se encendió.

—¡Por supuesto! Podemos hablar por el camino. —Miró por encima del hombro al soldado, que asintió para darnos permiso.

—Gracias —dije—, señor…

—Bueno, soy el doctor Wallis —dijo—. Barnes Wallis.

6. HYDE PARK

Resultó que el Imperial College estaba en South Kensington, a unos pocos minutos andando de Queen's Gate Terrace. El college fue fundado después de mi época, en 1907, a partir de otros tres colleges que sí conocía: el Real College de Química, la Real Escuela de Minas y el City and Guilds College. Cuando era más joven había sido profesor durante un tiempo en la Normal School of Science, que ahora era también parte del Imperial; y, al salir a South Kensington, recordé cómo había pasado mi tiempo en Londres, con múltiples visitas a los placeres de instituciones como el Empire*, en Leicester Square. De cualquier forma, había conocido bien la zona, ¡pero cuán transformada estaba!

Caminamos por Queen's Gate Terrace hacia el College, y luego giramos hacia Kensington Gore, en la parte sur de Hyde Park. Nos escoltaba media docena de soldados —bastante discretos, ya que se movían a nuestro alrededor en un círculo—, pero me pregunté por el tamaño de la fuerza que vendría a nosotros si algo saliese mal. No pasó mucho tiempo antes de que el calor comenzase a hacer mella en mis fuerzas —era como estar en un inmenso edificio sofocante—, por lo que me quité la chaqueta y me aflojé la corbata. Por consejo de Wallis, me puse las pesadas charreteras y fijé la bolsa de la máscara antigás al cinturón.

Las calles estaban muy cambiadas, y me sorprendió comprobar que no todos los cambios desde mi época hasta el presente habían sido para peor. La eliminación de los sucios caballos, del humo de los fuegos domésticos y de los gases de los coches —todo para preservar la calidad del aire en la Bóveda— había dado lugar a algo de frescura. En las avenidas principales, la carretera estaba recubierta de un nuevo material cristalino más resistente, que mantenía limpio una cadena de obreros, con carros provistos de cepillos y aspersores. La carretera estaba repleta de bicicletas, rickshaws y tranvías eléctricos, guiados por cables que lanzaban destellos azules en la oscuridad; pero había nuevos caminos para los peatones, llamados Filas, que corrían por las fachadas de las casas a la altura del primer piso, y en el segundo y tercer piso en algunos lugares. Puentes, ligeros y airosos, unían las Filas por encima de las carreteras a intervalos, dando a Londres —incluso en aquella oscuridad estigia— un aspecto vagamente italiano.

Moses llegó a ver más de la vida de la ciudad que yo, y me informó de las bulliciosas tiendas del West End —a pesar de las privaciones de la guerra— y de los nuevos teatros alrededor de Leicester Square, con fachadas de porcelana reforzada y anuncios, todo resplandeciente con reflejos y anuncios luminosos. Moses se quejó de que las obras que representaban eran aburridas, educativas y moralistas, con dos de los teatros dedicados exclusivamente a representar perpetuamente a Shakespeare.

Wallis y yo llegamos al Royal Albert Hall, que siempre había considerado una monstruosidad: ¡una sombrerera rosa! Bajo la oscuridad de la Bóveda, la mole estaba iluminada por un conjunto de brillantes rayos (proyectados por cañones de luz), que daban a aquella montaña un aspecto aún más grotesco, como si estuviese sentada y brillase complacida. Entramos en el parque por Alexandra Gate, volvimos al Albert Memorial y continuamos por Lancaster Walk hacia el norte. Frente a nosotros podía ver el parpadeo del rayo de la Máquina Parlanchina contra el Techo, y oír el eco lejano de la voz amplificada.

Wallis siguió hablando mientras caminábamos. Era un buen acompañante, y comencé a entender que era el tipo de hombre que —en una historia diferente— podía haber considerado un amigo.

Recordaba Hyde Park como un lugar civilizado: atractivo y tranquilo, con amplios paseos y árboles desperdigados. Algunas de las características que recordaba seguían allí —reconocí la cúpula verde cobriza del quiosco de música, donde podía oír a los mineros galeses cantar himnos al unísono—, pero esa versión del parque era un lugar de sombras, rotas sólo por las islas de luz alrededor de las farolas. La hierba había desaparecido, muerto sin duda, tan pronto como se había ocultado el sol, y la mayor parte de la tierra desnuda había sido cubierta con maderas. Le pregunté a Wallis por qué no se habían limitado a cubrir el parque con cemento; me dio a entender que a los londinenses les gustaba pensar que algún día la horrible Bóveda sería demolida, y que su hogar volvería a tener la belleza de antaño, parques incluidos.

Una parte del parque, cerca del quiosco de música, era un barrio de chabolas. Había tiendas, cientos, colocadas alrededor de un edificio de cemento que resultó ser la cocina y baño comunes. Adultos, niños y perros se paseaban por entre las tiendas continuando el aburrido proceso de vivir.

—El pobre Londres ha recibido muchos refugiados en los últimos años —me explicó Wallis—. La densidad de población es mucho mayor que antes… y aun así hay trabajo útil para todos. Sin embargo, sufren en las tiendas, pero no hay otro sitio para ellos.

Dejamos Lancaster Walk y nos acercamos al estanque en el corazón del parque. Antes era un detalle atractivo y ordenado, que ofrecía una vista bonita de Kensington Palace. El estanque seguía allí, pero con una valla; Wallis me dijo que se usaba como depósito para suplir las necesidades de la población. Y del palacio sólo quedaba el armazón; evidentemente lo habían bombardeado.

Paramos en un puesto y bebimos limonada tibia. La multitud se abigarraba a nuestro alrededor, algunos en bicicleta. En una esquina jugaban a fútbol, con montones de máscaras antigás que marcaban las porterías; incluso oí risas. Wallis me contó que la gente todavía acudía al rincón de los oradores para oír al Ejército de Salvación, a la Sociedad Nacional Seglar, a la Liga Católica, a la Liga Antiquintacolumna (que mantenía una campaña contra los espías, traidores y cualquiera que ayudase al enemigo) y a todo el resto.

Ése fue el momento en el que vi a la gente más feliz en aquella terrible época; si exceptuamos las charreteras universales y las máscaras —y el estancamiento de la tierra y el terrible Techo que nos cubría aquélla podía haber sido una multitud festiva de cualquier época, y nuevamente me sorprendió la resistencia del espíritu humano.

7. LA MÁQUINA PARLANCHINA

Al norte del estanque habían colocado filas de deslucidas sillas de tela para aquellos que deseasen ver las noticias proyectadas en el Techo. La mayoría de las sillas estaba ocupada; Wallis pagó a un encargado —las monedas eran fichas de metal mucho más pequeñas que las de mi época— y nos sentamos en dos de ellas con la cabeza hacia atrás.

Los soldados que nos acompañaban se colocaron en posición a nuestro alrededor, vigilándonos a nosotros y a la multitud.

Polvorientos dedos de luz llegaron desde los focos situados (me dijo Wallis) en Portland Place, y pintaron tonos grises y blancos en el Techo. Música y voz amplificadas llovieron sobre la multitud pasiva. En aquella zona habían pintado el Techo de blanco, por lo que la imagen cinematográfica era clara. La primera secuencia mostró a un hombre delgado, de aspecto algo salvaje, dándole la mano a otro, y luego posaban al lado de lo que parecía un montón de ladrillos. Las voces no estaban muy bien sincronizadas con los movimientos de las bocas, pero la música animaba, y el efecto general era fácil de seguir.

Wallis se inclinó hacia mí.

—¡Tenemos suerte! Es una noticia sobre Imperial College. Ése es Kurt Gödel, un joven científico austríaco. Le conocerá. Hace poco pudimos rescatar a Gödel del Reich; parece que quería desertar porque tiene algunas ideas curiosas sobre que el Káiser ha muerto y ha sido sustituido por un impostor… Entre usted y yo, es un tipo raro, pero tiene un gran cerebro.

—¿ Gödel? —Sentí algo de interés—. ¿El tipo detrás de la incompletitud de la matemática, y todo eso?


—Sí, exactamente. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo lo sabe? Es posterior a su época. Bien —dijo—, no lo queremos por sus logros en filosofía matemática. Le hemos puesto en contacto con Einstein en Princeton… —me abstuve de preguntar quién era Einstein— y va a continuar unas investigaciones que había comenzado en el Reich. Esperamos que para nosotros sea otro camino para el viaje en el tiempo. Fue un buen golpe. Supongo que los chicos del Káiser están enfadados unos con otros…

—¿Y la construcción de ladrillos que hay a su lado? ¿Qué es eso?

—Oh, un experimento. —Miró con cuidado a su alrededor—. No debería decir demasiado, sólo sale en la Máquina Parlanchina para darle chispa. Está relacionado con la fisión atómica… Si tiene interés, se lo puedo explicar más tarde. Aparentemente, Gödel tiene mucho interés en realizar experimentos sobre el tema; de hecho, creo que ya ha realizado algunos.

A continuación vimos la imagen de una tropa de hombres bastante avejentados. Sonreían a la cámara vestidos con trajes de combate que no les sentaban bien. Uno de ellos quedó en primer plano, un tipo intenso y delgado. Wallis dijo:

—La Guardia Nacional… hombres y mujeres demasiado viejos para el servicio, que sin embargo actúan como soldados en caso de que llegue a producirse una invasión de Inglaterra. Ése es Orwell, George Orwell. Un escritor; supongo que no lo conoce.

Parecía que las noticias habían terminado, y un nuevo entretenimiento surgió sobre nuestras cabezas. Resultó ser un tipo de dibujo animado acompañado de música. Estaba protagonizado por un personaje llamado Dan Desesperado que vivía en una Tejas pobremente dibujada. Después de comerse un enorme pastel de carne, ese Dan intenta hacerse un jersey de cables, utilizando postes telegráficos como agujas. Por error hace una cadena; y cuando la arroja al mar se hunde. Dan saca la cadena y descubre que ha capturado al menos tres Juggernauts submarinos alemanes. Un oficial naval que lo ha visto todo le entrega una recompensa de cincuenta libras… y así.

Yo había supuesto que un entretenimiento de ese estilo sólo sería apto para niños, pero vi que los adultos se reían con ganas. Me pareció propaganda burda, y decidí que el nombre común de Máquina Parlanchina se ajustaba bastante bien a ese espectáculo cinematográfico.

Después de eso, nos ofrecieron más noticias. Vi una ciudad ardiendo —podía haber sido Glasgow o Liverpool— donde un resplandor llenaba el cielo nocturno y las llamas eran gigantescas. Había imágenes de niños evacuados de una bóveda derrumbada en las Midlands. Me parecían típicos niños de ciudad, sonreían a la cámara, con la piel sucia y las botas demasiado grandes, indefensos ante la guerra.

Llegamos a una sección del espectáculo titulada según el cartel «Postdata». Primero apareció un retrato del rey; me resultó desconcertante descubrir que se trataba de un tío flacucho llamado Egbert, que era un familiar lejano de la reina que yo recordaba. Ese Egbert era uno de los pocos miembros de la familia que había sobrevivido a los audaces ataques alemanes al comienzo de la guerra. Mientras tanto un actor de voz grave leyó un poema: … Todo estará bien y / Todo tipo de cosas estarán bien / Cuando las lenguas de llamas se plieguen hacia dentro / En el coronado nudo de fuego / Y el fuego y la rosa sean uno…

¡Y así seguía! Por lo que pude entender era una representación de los efectos de la guerra como un Purgatorio que finalmente lavaría las almas de la humanidad.

Antes podía haber estado de acuerdo con ese razonamiento; pero después de mi estancia en el Interior dé la Esfera, creo que había acabado considerando la guerra como una excrescencia terrible, un error del alma humana; y cualquier justificación era sólo eso: una justificación después del acto.

Creo que a Wallis no le interesaban mucho ese tipo de cosas. Se encogió de hombros.

—Eliot —dijo, como si eso lo explicase todo.

A continuación apareció la imagen de un hombre mayor, agobiado por las inquietudes, con una gran papada, un bigote indomable, ojos cansados, orejas feas y aspecto feroz y frustrado. Estaba sentado con un pipa en la mano al lado de una chimenea —estaba claro que la pipa no estaba encendida— y comenzó a declamar con voz frágil un comentario sobre los sucesos del día. El tipo me era familiar, pero al principio no logré recordarlo. No parecía estar muy impresionado con los esfuerzos del Reich:

«… Su vasta maquinaria no puede crear ni una gota de esa poesía de la acción que distingue la guerra del exterminio en masa. Es una máquina, y por lo tanto no tiene alma.»

Nos conminó a realizar esfuerzos aún más disciplinados. Utilizó el mito del campo inglés:

«… verdes colinas redondeadas que se disuelven en el azul del cielo…», y nos pidió que imaginásemos esa escena inglesa destruida, «para mostrar el viejo Frente Flanders, trincheras y cráteres de bombas, ciudades destruidas, el paisaje roto, un cielo que vomita muerte y las caras de los niños asesinados», esto último creo que lo pronunció con un regocijo apocalíptico.

De pronto recordé quién era. Se trataba de mi viejo amigo el Escritor, ¡convertido en un hombre marchito por la edad!

—Pero ¿no es ése Mr…? —dije nombrándole.


—Sí —dijo—. ¿Le conocía? Supongo que es posible… ¡Por supuesto que sí! Él escribió ese relato popular sobre su viaje en el tiempo. Apareció como serial en The New Review, si no recuerdo mal; y luego apareció como libro. Ése fue mi despertar, ¿sabe?, encontrarme con aquello… El tipo sigue como puede; no creo que su salud fuese nunca muy buena, y su obra ya no es lo que era, en mi opinión.

—¿No?

—Demasiada moraleja y poca acción, ya sabe. Aun así, sus obras de divulgación científica e histórica tienen mucho éxito. Es un buen amigo de Churchill, quiero decir del Primer Lord del Almirantazgo, y creo que ha tenido mucha influencia en las cosas por venir, después de que acabe la guerra. Ya sabe, cuando alcancemos las «Cumbres del futuro» —dijo Wallis, citando alguno de los discursos de mi antiguo amigo—. Trabaja en una Declaración de Derechos Humanos, o algo así, a la que tendremos que ceñirnos después de la guerra. Ya conoce ese tipo de sueños. Pero no es buen conferenciante. Yo prefiero a Priestley.

Escuchamos la perorata del Escritor durante varios minutos. Por mi parte, me alegraba de que mi viejo amigo hubiese sobrevivido a las vicisitudes de aquella terrible historia, y que hubiese encontrado un papel importante para sí mismo, ¡pero me entristecía ver lo que el tiempo había hecho con el joven apasionado que había conocido! Al igual que cuando me había reencontrado con Filby, sentí una punzada de piedad por la multitud que me rodeaba, inmerso en un tiempo lento y condenado a una degradación inexorable. Y era una ironía terrible, pensé, que un hombre con una fe tan fuerte en la perfectibilidad de la humanidad pasase la mayor parte de su vida dominado por la peor guerra de la historia.

—Venga-dijo Wallis bruscamente—. Caminemos un poco más. Los espectáculos se repiten con gran rapidez…

Wallis me contó más cosas de su trabajo. En el búnker de Weybridge, trabajando para la compañía Vickers-Armstrong, se había ganado una reputación como diseñador de dispositivos aeronáuticos; según él, era conocido como un «genio científico».

Al alargarse la guerra, el fértil cerebro de Wallis se dedicó a ingeniar sistemas para acelerar su final.

Había considerado, por ejemplo, cómo destruir las fuentes energéticas del enemigo —reservas, presas, minas y demás— por medio de explosivos lanzados desde la estratosfera por «bombarderos gigantescos». Para tal fin, se había dedicado al estudio de la variación de la velocidad del viento con la altura, el efecto de la ondas terrestres en las minas de carbón y demás.

—Ve las posibilidades, ¿no? Sólo se necesita un poco de imaginación. Con diez toneladas de explosivos se podría desviar el curso del Rin.

—¿Y cómo reaccionaron ante esas propuestas?

Suspiró.

—Los recursos son escasos durante las guerras, incluso para planes prioritarios y para aventuras arriesgadas como… Las llamaron «locura». «Tonterías absolutas»… y algunos militares hablaban de «inventores» como yo que «malgastaban» las vidas de «sus muchachos». —Pude ver que le dolían esos recuerdos—. Ya sabe que hombres como usted o yo debemos esperar el escepticismo… ¡pero aun así!

Pero Wallis había perseverado en sus investigaciones, y al final se le había dado permiso para construir su «bombardero gigantesco».

—Se llama Victory —dijo—. Con una capacidad de veinte mil libras de explosivo y un límite de cuarenta mil pies, puede viajar a trescientas millas por hora y tiene un alcance de cuatro mil millas. Proporciona una vista magnífica al despegar; tiene seis motores Hércules y no le lleva más de dos tercios de milla el elevarse en el aire… ¡y las bombas terremoto que lanza ya han empezado a causar el terror en el corazón del Reich! —Sus profundos y elegantes ojos brillaban tras los cristales empañados de las gafas.

Wallis se había dedicado durante varios años al desarrollo de la máquina aérea Victory. Pero entonces, al encontrarse con el relato popular de mi viaje en el tiempo, su línea de investigación cambió y vio inmediatamente las posibilidades de emplear mi máquina para la guerra.

Esa vez sus ideas fueron oídas con atención —tenía buena reputación y no se necesitaba mucha imaginación para ver el ilimitado potencial militar de la Máquina del Tiempo— y se estableció el Directorio de Guerra por Desplazamiento Cronológico con Wallis como jefe civil de investigación. El primer acto de DGCron fue confiscar mi casa, que había permanecido abandonada desde mi viaje en el tiempo, y recuperar las reliquias de mis investigaciones.

—¿Pero qué quieren de mí? Ya tienen una Máquina del Tiempo, el Juggernaut que me trajo aquí.

Se puso las manos a la espalda, y adoptó una expresión seria.

—El Raglan. Por supuesto, pero ya lo ha visto. En lo que se refiere a su capacidad para el viaje en el tiempo, se construyó con los restos encontrados en las ruinas de su laboratorio. Trozos de cuarzo y cobre tratados con plattnerita, imposibles de equilibrar o calibrar. El Raglan es una vieja chatarra que apenas puede viajar a cincuenta años del presente. Sólo nos atrevimos a emplear el Juggernaut para asegurarnos de que no hubiese interferencias anacrónicas en el desarrollo original de la Máquina del Tiempo. Pero, ¡por casualidad!, le ha traído a usted aquí.

»Por supuesto, ahora ya podemos hacer más: hemos sacado la plattnerita de su vieja máquina, y hemos depositado la carrocería en el Imperial War Museum. ¿Le gustaría verla? Será exhibida con todos los honores.

Me dolía pensar que mi viejo vehículo hubiese tenido un final así, y ¡me preocupaba la destrucción de mi único camino para huir de 1938! Agité la cabeza.

Wallis continuó.

—Le necesitamos para producir más cantidad de esa sustancia que llama plattnerita, por toneladas. ¡Enséñenos cómo! —¿Así que Wallis pensaba que yo había fabricado la plattnerita…? Me guardé esa reflexión. El siguió—. Queremos empezar con su tecnología de la Máquina del Tiempo y extenderla. Darle usos que quizás estén más allá de sus sueños más extraordinarios…

»Con un VDT se puede bombardear la historia y cambiar su curso, ¡como mi plan para desviar el Rin! ¿Por qué no? Si puede imaginarse debería hacerse. Es el desafío técnico más emocionante que imaginarse pueda, y todo para beneficio del esfuerzo bélico.

—¿Bombardear la historia?

—Piénselo. Se puede ir atrás e intervenir en las primeras fases de la guerra. O asesinar a Bismarck, ¿por qué no?, sería una buena broma, para detener la formación de Alemania desde un principio.

»¿Lo ve, señor? Una Máquina del Tiempo es un arma contra la que no existe defensa posible. El primero que desarrolle una tecnología segura de Desplazamiento Temporal será el amo del mundo, y ¡ese amo debe ser Gran Bretaña!

Sus ojos brillaban, y comencé a encontrar preocupante su gran entusiasmo por toda aquella destrucción y poder.

8. LAS CUMBRES DEL FUTURO

Llegamos a Lancaster Walk y caminamos hacia el borde sur del parque. Todavía nos flanqueaban los soldados.

—Dígame qué sucederá cuando Gran Bretaña y los Aliados ganen esa guerra del tiempo. Explíqueme lo de las Cumbres del futuro.

Se rascó la nariz y parecía confuso.

—No soy un político, señor. No puedo…

—No, no. Con sus propias palabras.

—Bien. —Miró hacia la Bóveda—. Para empezar, esta guerra nos ha privado de muchas de nuestras más queridas ilusiones.

—¿Sí? —Lo consideré un preámbulo ominoso, ¡y mis temores quedaron más que justificados!

—La primera, la falacia de la democracia. Ahora tenemos claro que no es bueno preguntarle a la gente lo que quiere. Primero debes pensar qué es lo que deberían querer si la sociedad debe salvarse. Luego les dices qué es lo que quieren y vigilas para que lo obtengan.

»Sé que debe de parecerle extraño a un hombre de su época —dijo—, pero es el pensamiento moderno, y ¡he oído antes a su amigo abrazar las mismas ideas en el fonógrafo!, y él es de su época, ¿no?

»No conozco demasiado la historia, pero parece que el estado moderno que estamos desarrollando en Gran Bretaña y América, que esperamos compartir con el resto del mundo, se parece a las repúblicas de la antigüedad: Cartago, Atenas, Roma, que eran básicamente aristocráticas, ya sabe. Todavía tenemos parlamentarios, pero ya no se les elige con un método tan crudo como el sufragio popular.

»Y todas las viejas ideas sobre la oposición, ¡bien! Todo eso lo hemos desechado. Mire, hombres como usted y yo sabemos que en la mayoría de los temas no puede haber dos opiniones opuestas correctas. Sólo hay un único camino correcto e infinitas formas erróneas de hacer las cosas. Un gobierno o intenta ir por el buen camino o es criminal. Ése es el fondo de la cuestión. La oposición del pasado no era sino un trabajo de derribo realizado para avanzar. El sabotaje debe cesar.

»Y algunos de los jóvenes, en sus ideas sobre el futuro, van aún más lejos. La familia, por ejemplo, está desapareciendo, al menos eso dicen ellos. Fue la célula social común, si lo prefiere, a lo largo de todo nuestro pasado agrícola. Pero ahora, en nuestro mundo moderno, la familia ha perdido relevancia, y ha quedado disuelta en un sistema mayor de relaciones. Las ocupaciones domésticas de los jóvenes, incluidas las mujeres, se están reduciendo en gran número.

Pensé, ante aquello, en la capitana Hilary Bond.

—Pero ¿qué remplazará a la familia?

—Bien, no está claro, pero los jóvenes hablan de una renuclearización de la sociedad alrededor de distintas semillas: profesores, escritores, oradores, que nos guiarán hacia una nueva forma de pensar, y nos sacarán del viejo tribalismo para llevarnos a un mundo mejor.

—«Cumbres», sin duda. —Dudaba de que mucho, ¡o algo!, de toda aquella filosofía tuviese su origen en Wallis; era un simple espejo de su tiempo, moldeado por los formadores de opinión del gobierno y otros grupos—. ¿Y qué opina usted de todo eso?

—¿Yo? —Se rió—. Oh, soy demasiado viejo para cambiar, y —la voz se le quebró un poco— odiaría perder a mis hijas… Pero, igualmente, ¡no quiero que crezcan en un mundo como… —señaló con la mano la Bóveda, el parque muerto, los soldados— como éste! Y si eso significa cambiar el corazón humano, que así sea.

»Ahora —dijo—, ¿ve por qué necesitamos su cooperación? Con un arma como un VDT, una Máquina del Tiempo, la llegada de ese estado moderno no es trivial pero sí más fácil. Y si fracasamos…

—¿Sí?

Se detuvo; nos acercábamos a la pared norte del parque y había pocas personas a nuestro alrededor.

Habló en voz baja.

—Hemos recibido rumores de que los alemanes están construyendo su propia Máquina del Tiempo. Si lo consiguen primero, si el Reich tiene la posibilidad de utilizar la Guerra por Desplazamiento Cronológico…

—¿Sí?

Pintó para mi beneficio un breve pero escalofriante retrato, evidentemente formado por años de propaganda, de la futura guerra del tiempo. Los fríos oficiales del Káiser estarían planeando invadir nuestra noble historia con sus jóvenes locos y medio drogados, sus guerreros del tiempo. Wallis describió a esos soldados como si fuesen bombas con patas; ocuparían cientos de antiguas batallas como si fuesen muñecos de la muerte…

—Destruirían Inglaterra, estrangulada en su lecho. Y eso es lo que debemos evitar-me dijo—. Lo entiende, ¿no? ¿Lo entiende?

Incapaz de responder, miré su rostro intenso y sincero.

Wallis me devolvió a la casa de Queen's Gate Terrace.

—No quiero forzarle a que decida trabajar conmigo. Sé que esto debe de resultarle muy difícil; después de todo, no es su guerra. Pero el tiempo se acaba. Y aun así, ¿qué significa «tiempo» en estas circunstancias? ¿Eh?

Me reuní con mis compañeros en la sala de estar. Acepté de Filby un whisky con agua y me arrojé en un sillón.

—Es claustrofóbico ahí fuera —dije—. ¡Como Burma! Maldita Bóveda. ¿Y no es extraño? Oscuridad absoluta y es sólo la hora del almuerzo.

Moses levantó la vista del libro que leía.

—«La experiencia es intensidad y no duración —citó. Me sonrió—. ¿No sería un epitafio perfecto para un viajero del tiempo? Intensidad, eso es lo que cuenta.

—¿Quién es el autor?

—Thomas Hardy. Casi un contemporáneo tuyo, ¿no?

—No lo he leído.

Moses miró el prefacio.

—Bien, ya no está… 1928. —Cerró el libro—. ¿Qué has descubierto de Wallis?

Le resumí la conversación.

—Me alegro de haber escapado de él. Qué fárrago de propaganda y política a medio digerir… sin mencionar la confusión más absoluta sobre la causalidad.

Las palabras de Wallis habían ahondado la depresión que sufría desde mi llegada a 1938. Me parece que hay un conflicto fundamental en el corazón humano. A la humanidad la guían las fuerzas de su propia naturaleza; más que nadie, yo había visto la acción implacable de las corrientes evolutivas que actúan en la humanidad, y que derivan incluso de los mares primordiales y, sin embargo, ahí tienen a esos brillantes jóvenes británicos y americanos, endurecidos por la guerra, decididos a planear, controlar y luchar contra la naturaleza e introducirse a sí mismos y a sus semejantes en una situación estática, ¡en una utopía inalterable!

Si yo fuese un ciudadano de ese nuevo estado moderno que planeaban, sabía que sería uno de los espíritus inconformistas que se debatirían bajo su control benevolente e inmisericorde.

Pero, al pensarlo, me pregunté, en lo más profundo de mi corazón, si no hubiese adoptado yo la forma de pensar de Wallis —de ese estado moderno, con sus controles y planes— antes de que el viaje en el tiempo me hubiese abierto los ojos sobre las limitaciones de la humanidad.

—Por cierto, Nebogipfel —dije—, me he encontrado con un amigo nuestro… Kurt Gödel. ,

Y el Morlock emitió una palabra extraña de su lengua; saltó de la silla y se puso de pie con un movimiento rápido y ágil que hizo que pareciese más un animal que un humano. Filby se quedó blanco y los dedos de Moses se apretaron alrededor del libro que sostenía.

—Gödel, ¿está aquí?

—Sí, está en la Bóveda. De hecho, no está ni a un cuarto de milla de este punto, en el Imperial College. —Le describí el programa de la Máquina Parlanchina que había visto.

—Una pila de fisión. Eso es —dijo Nebogipfel—. Ahora lo entiendo. Él es la clave. Gödel es la clave de todo esto. Debe de haber sido él, con sus especulaciones sobre universos giratorios…


—No sé de qué está hablando.

—Mire: ¿quiere huir de esta historia terrible?

Sí, ¡por supuesto que quería! Por miles de razones: para huir de un conflicto terrible, para intentar volver a casa, para detener el viaje en el tiempo antes de la aparición de la locura de la guerra del tiempo…

—Pero para eso debemos encontrar una Máquina del Tiempo.

—Sí. Por tanto, debemos encontrarnos con Gödel. Usted debe hacerlo. Ahora veo la verdad.

—¿Qué verdad?

—Barnes Wallis se equivoca con respecto a los alemanes. Su Máquina del Tiempo es algo más que una amenaza. ¡Ya se ha construido!

Después de eso estábamos todos de pie y hablando a la vez.

—¿Qué? ¿Pero qué dice? ¿Cómo…?

—Ya —dijo el Morlock— estamos en una versión de la historia que ha sido preparada por los alemanes.

—¿Cómo lo sabe? —le exigí.

—Recuerde que en mi historia estudié, su época —dijo—. Y, en mi historia, no existía una guerra europea como ésta, que ya ha ocupado décadas. En mi historia, hubo una guerra en 1914, pero terminó en 1918, con la victoria de los aliados sobre los alemanes. Otra guerra comenzó en 1939, pero con una nueva forma de gobierno en Alemania. Y…

Me sentí extraño —confuso— y busqué una silla para sentarme.

Filby parecía aterrorizado.

—Esos malditos alemanes. ¡Te lo dije! ¡Te dije que causarían problemas!

Moses dijo:

—Me pregunto si esa batalla final que Filby describió, la Kaiserschlacht, fue de alguna forma modificada en favor de los alemanes. Quizás el asesinato de un comandante aliado pudiese…

—El bombardeo de París —dijo Filby, confundido y perdido—. ¿Pudo ser eso?

Recordé la horrible descripción de Wallis de soldados robóticos alemanes que invadían la historia británica.

—¿Qué vamos a hacer? ¡Debemos detener esta horrible guerra del tiempo!

—Llévenos hasta Gödel —dijo el Morlock.

—Pero ¿por qué?

—Porque sólo Gödel puede haber fabricado la plattnerita alemana.

9. EL IMPERIAL COLLEGE

Wallis me mandó llamar nuevamente después del almuerzo. Comenzó inmediatamente a presionarme para que tomase una decisión sobre mi participación en su proyecto de guerra del tiempo.

Le pedí que me llevase al Imperial College para visitar a Kurt Gödel. Al principio Wallis se resistió:

—Gödel es un hombre difícil. No estoy seguro de que usted ganase algo con el encuentro, y las medidas de seguridad son muy sofisticadas…

Pero mantuve la boca cerrada y Wallis pronto se rindió.

—Deme treinta minutos —dijo—, y haré los preparativos.

La estructura del Imperial College parecía que no había sido afectada por los años, o por su refundación a partir de los colleges que recordaba. Allí estaba Queen's Tower, el monumento central de piedra blanca flanqueado por leones, rodeado por los poco elegantes edificios de ladrillo rojo que formaban aquel funcional hogar del conocimiento. Pero vi que algunos de los edificios adyacentes habían sido requisados para las actividades bélicas del college: en particular el Museo de la Ciencia había sido cedido al Directorio de Guerra por Desplazamiento Cronológico de Wallis, y había varias estructuras nuevas en el campus —rechonchas y simples en su mayoría, obviamente construidas con rapidez y sin tener demasiado en cuenta las sutilezas arquitectónicas— y todos los edificios estaban interconectados por una serie de corredores cerrados que recorrían el campus como un laberinto formado a partir de los cadáveres de enormes gusanos.

Wallis miró la hora.

—Tenemos un poco de tiempo antes de que Gödel esté listo —dijo—. Venga por aquí, tengo permiso para mostrarle algo más. —Formó una sonrisa juvenil y entusiasta—. ¡Nuestro mayor orgullo!

Me llevó al laberinto de corredores, que resultaron estar fabricados de hormigón e iluminados a largos intervalos por bombillas solitarias. Recuerdo que la luz desigual resaltaba la posición de los hombros torpes de Wallis y su andar desgarbado al llevarme al interior del laberinto. Atravesamos varias puertas, y ante cada una comprobaron la insignia de la solapa de Wallis, se le exigió mostrar varios papeles, dar sus huellas dactilares, comparar su cara con fotografías y todo lo demás; yo también fui contrastado con fotografías y se nos registró dos veces.

Dimos varios giros y vueltas; pero anoté cuidadosamente mi posición, por lo que tenía una idea clara de la situación de los distintos anexos del college.

—Han ampliado bastante el college —dijo Wallis—. Me temo que hemos perdido el Royal College of Music, el College of Art, e incluso el Museo de Historia Natural. Esta maldita guerra, ¿eh? Y puede ver que hemos tenido que hacer sitio para todo esto.

»Hay algunos laboratorios científicos muy buenos en el país, incluyendo el Royal Ordnance en Chorley y Woolwich, el Vickers-Armstrong en Newcastle, Barrow, Weybridge, Burhill y Crawford, el Royal Aircraft Establishment en Farnborough, el Armament and Aeronautical Experimental Establishment en Boscombe Down… y podría seguir. La mayoría han sido trasladados a búnkers y bóvedas. De cualquier forma, el Imperial, ampliado como está, se ha convertido en el más importante centro de investigación científica de Gran Bretaña en el desarrollo de tecnología militar.

Después de más controles de seguridad, llegamos a una especie de hangar, muy iluminado, en el que se percibía el olor saludable de la grasa de motores, la goma y el metal quemado. Los vehículos a motor estaban en el suelo de cemento manchado en diferentes estados de montaje; hombres con monos se movían entre ellos, algunos silbaban. Sentí que mi ánimo se alejaba un poco de mi estado de opresión habitual producido por la Bóveda. He tenido la oportunidad de comprobar que nada molesta a un hombre que tiene la oportunidad de trabajar con las manos.

—Esta —me anunció Wallis— es la División de Construcción de VDT.

—¿VDT? ¡Ah! Ya recuerdo. Vehículo de Desplazamiento Temporal.

En aquel hangar, hombres alegres se dedicaban a la construcción de Máquinas del Tiempo, ¡y parecía que a escala industrial!

Wallis me llevó hasta uno de los vehículos, que parecía completo. El coche del tiempo, como lo consideraba, tenía unos cinco pies de alto, y era una caja angulosa; la cabina parecía lo bastante grande para llevar a cuatro o cinco personas, y se sostenía sobre tres pares de ruedas con orugas. Tenía faros, soportes y otros equipamientos. En cada esquina de la carrocería había depósitos de un par de pulgadas de ancho; era evidente que los depósitos estaban huecos porque cada uno tenía una tapa que se atornillaba. El conjunto estaba sin pintar, y el acabado metálico reflejaba la luz.

—Tiene un aspecto distinto al de su prototipo, ¿no? —dijo Wallis—. Es una versión de un vehículo militar estándar, un transporte universal, y funciona también como un coche de motor, por supuesto. Mire: tiene un motor Ford V8 que mueve las orugas con estos dientes, ¿ve? Y puede dirigirlo al mover esto… —imitó el movimiento— así; o, si quiere dar un giro más grande, puede intentar frenar las orugas. El conjunto está bien blindado…

Me rasqué la barbilla. ¡Me preguntaba cuánto habría visto de los mundos que había visitado si los hubiese contemplado ansiosamente desde el interior blindado de un coche del tiempo como aquél!

—Por supuesto, la plattnerita es esencial —siguió Wallis—, pero no creemos que sea necesario cubrir los componentes de la máquina con la sustancia, como hizo usted. En su lugar, debería ser suficiente con llenar los contenedores. —Desenroscó la tapa de una de las unidades para mostrármela—. ¿Ve? Y luego el artefacto puede ser conducido por el tiempo, si conducido es el verbo apropiado, desde la cabina.

—¿Lo han probado?

Se pasó los dedos por los pelos haciendo que muchos de ellos se le quedasen de punta.

—¡Por supuesto que no! No tenemos Plattnerita. —Me puso la mano sobre el hombro—. Y ahí es donde entra usted.

Wallis me llevó a otra parte del complejo. Después de más controles de seguridad penetramos en una cámara larga y estrecha como un pasillo. Esa cámara tenía una pared completamente de vidrio, y tras el cristal pude ver una habitación mucho mayor, más o menos del tamaño de una cancha de tenis. La habitación mayor estaba vacía. En la cámara más estrecha había seis o siete investigadores sentados; cada uno llevaba la bata de laboratorio sucia con la que todo experimentador parece que ha nacido, y se inclinaban sobre indicadores e interruptores. Los investigadores me miraron al entrar —tres de ellos eran mujeres— y me sorprendieron sus rostros; se les notaba una fatiga nerviosa, a pesar de su apariencia juvenil. Un instrumento emitió una serie de chasquidos durante todo el tiempo que estuvimos allí; era el sonido de un «contador de radiación», me dijo Wallis.

La cámara grande tras el cristal era una simple caja de cemento con paredes sin pintar. Estaba vacía, exceptuando un monolito de ladrillos de unos diez pies de alto y seis de ancho que estaba, cuadrado y silencioso, en el centro de la cámara. Los ladrillos eran de dos tipos, gris claro y oscuro, colocados de forma alterna. El monolito se elevaba sobre el suelo por medio de una capa de trozos más gruesos, y había cables que iban de él hasta orificios sellados en las paredes de la habitación.

Wallis miró por el cristal.

—Impresionante, ¿no? Que algo tan feo, tan simple, pueda tener implicaciones tan profundas. Estamos seguros a este lado, el cristal contiene plomo, y además la reacción está contenida en estos momentos.

Reconocí el montón de ladrillos que había visto en la Máquina Parlanchina.

—¿Ésa es su máquina de fisión?

—Es el segundo reactor de grafito del mundo —dijo Wallis—. Es más bien una copia del primero, el que construyó Fermi en la Universidad de Chicago. —Sonrió—. Creo que lo construyó en una cancha de squash. Es una historia increíble.

—Sí-dije algo irritado—, pero ¿qué reacciona con qué?

—Ah —dijo y se quitó las gafas para limpiar las lentes con la punta de la corbata—.Intentaré explicárselo…

No tengo que decir que le llevó algo de tiempo, pero me las arreglé para destilar la esencia y entender un poco.

Ya sabía por Nebogipfel que había una subestructura en el interior del átomo, y que Thomson daría uno de los primeros pasos hacia ese descubrimiento. Ahora descubrí que esa subestructura podía cambiarse. Eso podría suceder con la combinación de un núcleo atómico con otro, o quizás espontáneamente, con la desintegración de un átomo masivo; a esa desintegración se la llama fisión atómica.

Y, ya que la subestructura determina la identidad del átomo, el resultado de ese cambio no es otra cosa, por supuesto, que la transmutación de un elemento en otro, el viejo sueño de los alquimistas.

—Ahora —dijo Wallis—, no le sorprenderá saber que con cada desintegración atómica se libera algo de energía, ya que los átomos siempre buscan el estado más estable y con menor energía. ¿Me sigue?

—Por supuesto.

—En esta pila tenemos seis toneladas de carolinio, cincuenta toneladas de óxido de uranio y cuatrocientas toneladas en bloques de grafito… y produce un flujo de energía invisible, incluso mientras la miramos.

—¿Carolinio? No lo he oído nombrar.

—Es un elemento artificial nuevo, producido por bombardeo. Tiene una vida media de diecisiete días, es decir, pierde la mitad de su energía en ese periodo de tiempo.

Miré nuevamente el anodino montón de ladrillos: ¡parecía tan vulgar, tan poco atractivo! Y aun así, pensé, si lo que Wallis decía sobre la energía del núcleo atómico era cierto…

—¿Cuáles son las aplicaciones de esa energía?

Se volvió a colocar las gafas.

—Tenemos tres áreas principales. Primero, la producción de energía a partir de una fuente compacta: con una pila así a bordo, podemos concebir Juggernauts submarinos que podrían pasar meses debajo del océano, sin necesidad de repostar; o podríamos construir bombarderos de gran altitud que podrían dar docenas de veces la vuelta al mundo sin tener que aterrizar, e ideas similares.

»Segundo, empleamos la pila para irradiar materiales. Podemos utilizar los productos de la fisión del uranio para transmutar otros materiales… De hecho, hay ahí en este momento cierto número de muestras para el profesor Gödel, para apoyar algún oscuro experimento suyo. No podemos verlas, por supuesto, las muestras están en el interior de la pila…

—¿Y la tercera aplicación?

—Ah —dijo, y una vez más sus ojos adoptaron ese brillo remoto y calculador.

—Ya lo entiendo —dije sombrío—. La energía atómica podría emplearse en una buena bomba.

—Por supuesto hay importantes problemas prácticos que resolver —dijo—. La producción de los isótopos adecuados en cantidades suficientes… la coordinación de la explosión inicial… pero sí, parece que podría servir para fabricar una bomba con la potencia suficiente para aplastar una ciudad, Bóveda incluida; una bomba lo bastante pequeña para encajar en una maleta.

10. EL PROFESOR GÖDEL

Recorrimos más pasillos estrechos de hormigón, para salir, finalmente, al edificio principal del college. Llegamos a un corredor lujosamente alfombrado y con retratos de hombres eminentes del pasado en las paredes; ya conocen el lugar: ¡un mausoleo de científicos muertos! Había soldados, pero su presencia era discreta.

Allí estaba situada la oficina de Kurt Gödel.

Con pinceladas ágiles y rápidas, Wallis me dibujó la vida de Gödel. Había nacido en Austria y se había licenciado en matemáticas en Viena. Bajo la influencia de los positivistas lógicos que conoció allí (yo nunca he tenido demasiado tiempo para las filosofías), los intereses de Gödel pasaron a ser la lógica y el fundamento de la matemática.

En 1931 —apenas con veinticinco años— Gödel había publicado su tesis sorprendente sobre la incompletitud eterna de la matemática.

Más tarde, demostró interés en el reciente estudio de los físicos del Espacio y el Tiempo, y produjo algunos artículos especulativos sobre la posibilidad del viaje en el tiempo (supongo que ésos debían de ser los estudios publicados que Nebogipfel había mencionado). Pronto, por presión del Reich, se le trasladó a Berlín, donde comenzó a trabajar en las aplicaciones militares del viaje en el tiempo.

Llegamos a una puerta con una placa de níquel que llevaba grabada el nombre de Gödel. Era tan reciente que pude encontrar serrín de los agujeros en la alfombra.

Wallis me advirtió que la visita duraría sólo unos minutos. Llamó a la puerta.

Una voz aguda y alta sonó dentro:

—¡Pasen!

Penetramos en una habitación amplia, con techos altos, una buena alfombra, un bonito papel pintado y una mesa cubierta de cuero verde. Antes la habitación debía de tener una buena iluminación, ya que las grandes ventanas —ahora cubiertas— estaban orientadas al oeste: de hecho, en dirección al lugar donde yo me alojaba.

El hombre de la mesa continuó escribiendo cuando entramos; mantenía el brazo alrededor de la página, evidentemente para que no viésemos nada. Era un hombre bajo, delgado y de aspecto enfermizo, con una frente amplia y frágil; su traje era de lana y estaba lleno de arrugas. Mi impresión era que tenía unos treinta años.

Wallis levantó una ceja.

—Es un tipo raro —me susurró—, pero una mente increíble.

La habitación tenía estanterías, que en aquel momento estaban vacías; la alfombra estaba repleta de cajas, libros y revistas —la mayoría en alemán— que se habían caído formando montones desiguales, y había varios botes de muestras. ¡Y en uno de ellos vi algo que hizo que el corazón me saltase de emoción!

Me aparté de la caja e intenté ocultar mi agitación.

Finalmente, con un sonido de exasperación, el hombre tras la mesa tiró la pluma lejos de él —chocó contra una pared— y arrugó las hojas escritas con las manos, ¡antes de tirar todo —todo lo que había escrito— a una papelera!

Levantó la vista como si se hubiese dado cuenta por primera vez de que estábamos allí.

—Ah —dijo—. Wallis. —Puso las manos tras la mesa y pareció hundirse sobre sí mismo.

—Profesor Gödel, es muy amable al permitir que le visitemos. Éste es… —me presentó.

Ah —dijo Gödel nuevamente, y sonrió mostrando dientes desiguales—. Por supuesto —se puso en pie, con movimientos angulares, y caminó alrededor de la mesa para ofrecerme la mano. La estreché; era delgada, huesuda y fría—, el placer es mío: Anticipo que tendremos muchas discusiones apasionantes. —Hablaba un buen inglés con un ligero acento.

Wallis tomó la iniciativa y nos llevó a unos sillones cerca de la ventana.

—Espero que encuentre su lugar en esta Nueva Era —me dijo Gödel con sinceridad—. Puede que sea un poco más salvaje que el mundo de sus recuerdos. Pero quizás, al igual que yo, se le tolerará como a un excéntrico útil. ¿Sí?

Wallis saltó.

—Oh, vamos, profesor…

—Excéntrico —contestó él—. Ekkentros, fuera del centro. —Sus ojos se volvieron hacia mí—. Sospecho que así es como somos nosotros, un poco fuera del centro de las cosas. Vamos, Wallis, sé que los formales británicos me consideran un poco raro.

—Bien…

—El pobre Wallis no puede acostumbrarse a mi hábito de escribir y reescribir mi correspondencia —me dijo Gödel—. En ocasiones escribo doce borradores e incluso más, y aun así acabo abandonando la carta por completo, como ha visto. ¿Es eso raro? Bien. ¡Que así sea!

—Debe de tener algunas dudas sobre haber abandonado su hogar —dije.

—Ninguna. Ninguna. Debía alejarme de Europa —me dijo en una voz baja como la de un conspirador.

—¿Por qué?

—Por el Káiser, por supuesto.

Barnes Wallis me lanzó una mirada de advertencia.

—Tengo pruebas —me dijo Gödel intensamente—. Tomé dos fotografías, una de 1915 y otra de este año, del hombre que pretende ser el Káiser Wilhelm. Si mide la longitud de la nariz y calcula la proporción con la distancia desde la punta de la nariz hasta la barbilla, descubrirá que es diferente.

—Yo… ah… ¡Gran Scott!

—Sí, y con ese simulacro en la jefatura, ¿quién sabe hacia dónde va Alemania? ¿Eh?

—Eso —dijo Wallis con rapidez—. De cualquier forma, no importan los motivos, estamos contentos de que aceptase nuestra oferta, de que eligiese Gran Bretaña como su hogar.

—Sí —dije—, ¿no podía haber buscado algún lugar en América?. Quizás Princeton, o…


Pareció sorprendido.

—Supongo que podría. Pero sería por completo imposible. Por completo imposible.

—¿Por qué?

—¡Por la constitución, por supuesto! Y se lanzó a un largo monólogo sobre cómo había descubierto un fallo lógico en la constitución americana que podría permitir la creación legal de una dictadura en aquel país.

Wallis y yo lo aguantamos sentados.

—Bien —dijo Gödel cuando terminó—, ¿qué opina?

Recibí más miradas severas de Wallis, pero decidí ser honesto.

—Su lógica es impecable —le dije—, pero su uso me parece de lo más extravagante.

Bufó.

—Bien, ¡quizá!, pero la lógica lo es todo. ¿No opina así? El método axiomático es muy potente. —Sonrió—. También tengo una prueba ontológica de la existencia de Dios, bastante sólida por lo que veo, y con antecedentes honorables que se remontan ochocientos años en el pasado hasta el arzobispo Anselmo. Verá…

—Quizás en otro momento, profesor-dijo Wallis.

—Ah… sí. Muy bien. —Nos miró alternativamente, su mirada era penetrante y desconcertante—. Vaya. El viaje en el tiempo. Le tengo mucha envidia, ¿sabe?

—¿Por mis viajes?

—Sí. Pero no por todos esos tediosos saltos por la historia. —Sus ojos eran acuosos; brillaban bajo la potente luz eléctrica.

—Entonces, ¿por qué?

—Por la posibilidad de ver los otros mundos… las otras posibilidades… ¿me entiende?

Sentí un escalofrío; su comprensión era extraordinaria, casi telepática.

—Dígame qué quiere decir.

—La realidad de otros mundos, que contienen un significado más allá de nuestra breve existencia, me parece evidente. Cualquiera que haya experimentado la emoción del descubrimiento matemático debe saber que las Verdades matemáticas tienen existencia independiente de las mentes que las albergan… que las Verdades son fragmentos de pensamiento de una Mente superior…

Mire: nuestras vidas, aquí en la Tierra, tienen un sentido dudoso. Por tanto, su verdadero significado debe estar fuera de este mundo. ¿Me sigue? Hasta aquí es pura lógica. Y la idea de que todo en el mundo tiene un significado último es el análogo exacto del principio de que todo tiene una causa, un principio sobre el que descansa toda la ciencia.

»Se sigue inmediatamente que en algún lugar más allá de nuestra historia está el Mundo Final, el mundo en el que todos los significados están claros.

»El viaje en el tiempo, por su propia naturaleza, produce la perturbación de la historia, y por tanto genera, o descubre, mundos distintos a éste. Por tanto, la tarea del viajero en el tiempo es buscar, seguir buscando hasta que encuentre el Mundo Final.

Para cuando dejamos a Gödel, mi mente corría como loca. Decidí no volver a reírme jamás de los filósofos matemáticos, ¡ya que ese extraño hombrecillo había viajado más en el Tiempo, el Espacio y la Comprensión, sin salir de su despacho, que yo en la Máquina del Tiempo! Y sabía que pronto debería visitar nuevamente a Gödel… ¡estaba convencido de que había visto un frasco de plattnerita dentro de una de las cajas!

11. EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Me llevaron a nuestros alojamientos a las seis. Entré lanzando bolas y me encontré al resto en la sala de estar. El Morlock todavía seguía estudiando sus notas —parecía intentar reconstruir la ciencia futura de la Mecánica Cuántica por completo a partir de su memoria imperfecta—, pero se enderezó en cuando entré.

—¿Lo encontró? ¿Gödel?

—Sí. —Le sonreí—. Y… ¡sí!… tenía usted razón. —Miré a Filby, pero el pobre tipo estaba dormido sobre una revista y no podía oírnos—. Creo que Gödel tiene algo de plattnerita.

—Ah. —Como siempre, el rostro del Morlock era inexpresivo, pero golpeó con un puño en la otra mano en un gesto muy humano—. Entonces hay esperanza.

Moses se me acercó; me alcanzó un vaso que resultó ser de whisky con agua. Bebí agradecido, ya que el día había sido tan cálido como la mañana.

Moses se me acercó algo más, y los tres inclinamos las cabezas para hablar en privado.

—Yo también he llegado a una conclusión —dijo Moses.

—¿Qué es?

—Que debemos salir de aquí, ¡por cualquier medio!


Moses me relató su día. Aburrido de su encierro, había empezado a hablar con uno de los guardias soldados. Algunos eran soldados rasos, pero otros eran oficiales; y todos los destinados a protegernos o a atender otras necesidades de aquel campus científico eran por lo general inteligentes y educados. Parece que Moses les había caído bien, y le habían invitado a un hostal cercano —el Queen's Arms en Queen's Gate Mews— y más tarde habían ido al West End. Después de varias bebidas, aquellos jóvenes disfrutaban discutiendo sus ideas —y los conceptos del nuevo estado moderno— con aquel extraño del pasado.

Por mi parte, me agradaba que Moses estuviese deshaciéndose de su timidez, y que mostrase interés por el mundo en que nos encontrábamos. Escuché con fascinación lo que tenía que decir.

—Esos jóvenes son agradables —dijo Moses—. Competentes, prácticos, y claramente valientes. ¡Pero sus puntos de vista…!

El gran concepto del futuro —había descubierto Moses— era la planificación. Cuando llegase el estado moderno, establecido por la victoriosa Gran Bretaña y sus aliados, un Control del Aire y el Mar tomaría posesión efectiva de todos los puertos, minas de carbón, pozos de petróleo, estaciones energéticas y minas. De la misma forma, un Control de Transportes se apropiaría de los astilleros del mundo y haría que dejasen de producir naves de guerra para pasar a fabricar barcos de carga de acero. El Control de Suministros Aliado organizaría la producción de hierro, acero, goma, metales, algodón, lana y sustancias vegetales. Y el Control de Alimentos…

—Bien —dijo Moses—. Ya coges la idea. El fin de la propiedad; todos los recursos serán propiedad del nuevo Estado Mundial Unido-Se hará que los recursos mundiales cooperen juntos, finalmente, para reparar la tierra castigada por la guerra, y más tarde, para la mejora de la humanidad. Todo planificado por una Hermandad sabia y omnisciente, ¡que se elegirá a sí misma!

—Exceptuando eso último, no suena tan mal —comenté.

—Puede… pero esa planificación no se detiene en los recursos físicos del planeta. Incluye también los recursos humanos.

»Y ahí es donde comienzan los problemas. Primero tenemos el comportamiento. —Me miró—. Esos jóvenes no le tienen demasiado aprecio a nuestra época —dijo—. Padecíamos de una «profunda laxitud de la conducta privada», ¡así se me informó! Éstos se han ido al otro extremo: hacia una austeridad severa… especialmente en lo que se refiere a la excitación sexual. ¡Ocupación decente! Ésa es la ley hoy en día.

Sentí algo de nostalgia.

—Supongo que eso significa problemas para el futuro del Empire y Leicester Square.

—¡Ya lo han cerrado! ¡Demolido! Para dejar sitio a una Oficina de Planificación Ferroviaria.

»Y aún hay más. En la siguiente fase, las cosas serán algo más activas. Veremos la destrucción indolora de los "tipos más penosos de defectos", ¡ésas no son mis palabras!, y también la esterilización de aquellos que podrían trasmitir tendencias que sean, cito, "claramente indeseables".

»Parece que ese proceso de limpieza ya ha comenzado en algunos lugares de Gran Bretaña. Tienen un tipo de gas llamado cinetógeno de Pabst…

Bien. Puedes ver que comienzan a dirigir la herencia racial de la humanidad.

—Hummm —dije yo—. Desconfío profundamente de esas normalizaciones. ¿Es tan deseable que el futuro de la especie humana sea filtrado por la tolerancia de los ingleses de 1938? ¿Debe su larga sombra extenderse durante los millones de años por venir?

—Está todo planificado, ya ves —dijo Moses—. Y dicen que la única alternativa sería la caída en la barbarie caótica que acabe en la extinción final.

—¿Son los hombres, las hombres modernos, capaces de tales actos?

Moses habló.

—Con seguridad habrá derramamiento de sangre y conflictos a una escala inimaginable, incluso para los estándares de esta terrible guerra, ¡al resistirse la mayoría del mundo a la imposición de un Plan infalible por partes de esos aliados tecnócratas!

Busqué los ojos de Moses, y reconocí la rabia justiciera, una furia producida por la estupidez de la humanidad, que había dado forma a mi alma juvenil. Siempre he desconfiado del progreso, deseable o no, de la civilización, porque me parecía un edificio inestable que un día se derrumbaría sobre las cabezas de sus estúpidos arquitectos; ¡y ese estado moderno parecía la mayor tontería que había oído en mucho tiempo, si exceptuamos la guerra misma! Era como si pudiese ver los pensamientos de Moses en sus ojos grises; sus temores habían desaparecido y se había convertido en una versión más joven y decidida de mí mismo, y nunca me había sentido tan cerca de él desde que nos habíamos conocido.

—Bien, entonces —dije— la cosa está clara. No creo que ninguno de nosotros pudiésemos soportar un futuro así. —Moses agitó la cabeza, Nebogipfel parecía asentir y, por mi parte, renové mi decisión de acabar de una vez por todas con el viaje en el tiempo—. Debemos huir. Pero ¿cómo…?

Y entonces, antes siquiera de poder terminar la pregunta, la casa tembló.

Apreté el hombro de Filby. Al menos no se resistió, y lo consideré un último retazo de amistad entre nosotros.

Ésa fue la última vez que lo vi.

Miramos la calle. Recordaba aquélla como una parte relativamente tranquila de Londres; pero ahora la gente corría por Queen's Gate Terrace, chocando, tropezando unos con otros. Hombres y mujeres habían abandonado sus hogares y lugares de trabajo. La mayoría llevaba la cabeza oculta por las máscaras antigás, pero donde vi rostros, vi miseria, dolor y miedo.

Parecía que había niños por todas partes, la mayoría con horribles uniformes escolares y con pequeñas máscaras antigás; estaba claro que habían cerrado las escuelas. Los niños vagaban por las calles llamando a sus padres a gritos; pensé en la agonía de una madre buscando a su hijo en el inmenso y repleto hormiguero en que se había convertido Londres, y me asusté.

Algunas personas cargaban con la parafernalia de la jornada laboral —portafolios y bolsos, familiares e inútiles— y otros ya habían recogido sus pertenencias, y las cargaban en maletas repletas o envueltas en cortinas o sábanas. Vimos a un hombre delgado e intenso que luchaba con un aparador, lleno sin duda de objetos valiosos, en precario equilibrio sobre una bicicleta. La rueda de su bicicleta chocaba con piernas y espaldas.

—¡Vamos! ¡Vamos! —les gritaba a los que iban por delante de él.

No había signos de una autoridad a cargo de todo. Si había policías o soldados seguramente los habían arrollado, o se habían arrancado las insignias y se habían unido a la estampida. Vi a un hombre con el uniforme del Ejército de Salvación; estaba de pie sobre una escalerilla y gritaba:

—¡Eternidad! ¡Eternidad!

Moses señaló con el dedo.

—Mira. La Bóveda está rota por el este, hacia Stepney. ¡Vaya con la impenetrabilidad de ese maravilloso techo!

Tenía razón. Era como si una gran bomba hubiese abierto un inmenso agujero en la cáscara de hormigón, cerca del horizonte oriental. Sobre la herida principal, la Bóveda se había rajado como una cáscara de huevo, y se podía ver una banda irregular de cielo azul casi hasta el cenit de la Bóveda. El daño todavía no había terminado. Los trozos de cemento —algunos del tamaño de casas— llovían por toda aquella sección de la ciudad, y sabía que los daños y las pérdidas de vidas en el suelo debían de ser muy grandes.

En la distancia —creo que hacia el norte— oí una secuencia de explosiones apagadas, como las pisadas de un gigante. A nuestro alrededor, el ulular de las sirenas y el inmenso rugido de la Bóveda agrietada rasgaban el aire.

Me imaginé mirando desde la Bóveda un Londres transformado en momentos de una ciudad temerosa pero en funcionamiento a un cuenco de terror y caos. Toda carretera al oeste, sur o norte, lejos de la grieta de la Bóveda, debía de estar llena de un torrente de refugiados, con cada punto del torrente representando a un ser humano, una mota de sufrimiento físico y miseria: cada uno un niño abandonado, un esposo o padre solo. Moses tuvo que gritar para hacerse oír sobre la cacofonía de la calle.

—¡Esa maldita Bóveda se nos va a caer encima en cualquier momento!

—Lo sé. Debemos llegar al Imperial College. Vamos. ¡Usa tus hombros! Nebogipfel, ayúdenos si puede.

Nos metimos de lleno en la calle atestada. Tuvimos que ir hacia el este, contra el flujo de la multitud. Nebogipfel, obviamente deslumbrado por la luz del día, fue casi derribado por un hombre de cara redonda, vestido elegantemente y con charreteras, que lanzó los puños contra el Morlock. Después de eso, Moses y yo llevamos al Morlock entre los dos, cada uno con una mano convertida en un puño. Choqué con un ciclista y casi lo tiré del vehículo; me gritó incoherencias, y me lanzó un golpe que esquivé; luego se perdió tambaleándose entre la multitud con la corbata sobre el hombro. Una gorda arrastraba de espaldas una alfombra enrollada; su falda se le había subido más allá de las rodillas y tenía las pantorrillas llenas de polvo. Cada pocos pasos, algún otro refugiado se subía a la alfombra, o la rueda de un ciclista corría sobre ella, y la mujer se caía; llevaba puesta la máscara, y pude ver las lágrimas reuniéndose tras los cristales al luchar con aquella masa irracional e inmanejable que le era tan importante.

Allí donde podía ver un rostro humano las cosas no parecían tan malas, ya que podía sentir algo de compañerismo por aquel oficinista de ojos rojos, o aquella dependienta cansada; pero, con las máscaras antigás, y bajo aquella iluminación fragmentaria y sombría, la multitud se volvía anónima y parecida a un grupo de insectos; era como si una vez más me hubiesen transportado lejos de la Tierra a algún remoto planeta de pesadilla.

Llegó un nuevo sonido: un tono alto y agudo que rasgó el aire. Me pareció que provenía de la brecha al este. La multitud se detuvo en su huida, como si prestase atención. Moses y yo nos miramos, sin saber cómo interpretar aquel nuevo y amenazador fenómeno.

A continuación el silbido se detuvo.

En el silencio que siguió, una sola voz lanzó una advertencia:

—¡Un proyectil! Es una maldita bomba…

Ahora ya sabía qué eran aquellos distantes pasos de gigante hacia el norte: era el aterrizaje del fuego de artillería.

La pausa se rompió. El pánico estalló a nuestro alrededor, más frenético que nunca. Pasé por encima de Nebogipfel y agarré los hombros de Moses; sin ceremonias lo eché a él y al Morlock al suelo, y una sábana de gentes cayó sobre nosotros, cubriéndonos con carne cálida y temblorosa. En aquellos últimos momentos, cuando los brazos y piernas me golpeaban el rostro, pude oír la voz aguda del hombre del Ejército de Salvación, todavía gritando:

—¡E-ternidad! ¡E-ternidad!

Luego hubo un resplandor, intenso incluso bajo aquel montón de carne, y una sacudida recorrió la tierra. Me elevé, mi cabeza chocó contra la de otro hombre, y luego caí al suelo inconsciente.

13. EL BOMBARDEO

Me desperté para encontrarme a Moses, con las manos bajo mis brazos, que me sacaba a rastras de debajo de los cuerpos caídos. Mi pie tropezó con algo —creo que era un cuadro de bicicleta— y grité; Moses me dio un momento para liberarme de la obstrucción, y luego me sacó.

—¿Estás bien? —Me tocó la frente con la punta de los dedos, y se le quedaron manchados de sangre. Vi que había perdido la mochila.

Me sentía mareado, y un terrible dolor planeaba sobre mi cabeza dispuesto a descender en cualquier momento; sabía que cuando aquel entumecimiento desapareciese me sentiría muy mal. Pero no había tiempo.

—¿Dónde está Nebogipfel?

—Aquí.

El Morlock estaba de pie ileso; aunque había perdido la gorra y algún fragmento volador le había roto las gafas. El fichero se había abierto y las notas estaban esparcidas por los alrededores, y Nebogipfel veía cómo el viento se las llevaba.

La explosión y la conmoción habían esparcido a la gente como bolos. A nuestro alrededor, los cuerpos ocupaban posiciones anómalas, unos sobre los otros, brazos extendidos, pies retorcidos, bocas abiertas, ojos fijos, hombres viejos sobre mujeres jóvenes, un niño sobre la espalda de un soldado. Había muchos movimientos y quejidos a medida que la gente intentaba ponerse en pie —sólo podía pensar en un montón de insectos, corriendo unos sobre los otros— y aquí y allá vi manchas de sangre, oscuras sobre la carne y la ropa.

—Dios mío —dijo Moses emocionado—. Tenemos que ayudarlos. ¿Puedes ver…?

—No —le contesté—. No podemos… hay demasiados; no hay nada que podamos hacer. Tenemos suerte de estar vivos… ¿no lo entiendes? Y ahora que los cañones han acertado con la distancia… ¡Vamos! Debemos continuar con nuestro plan; debemos huir de aquí en el tiempo.

—No puedo soportarlo —dijo Moses—. Nunca he visto algo así.

El Morlock se nos acercó.

—Me temo que tenemos cosas peores que ver antes de abandonar este siglo —dijo sombrío.

Así que seguimos. Resbalábamos sobre la superficie de la carretera, cubierta de sangre y excrementos. Pasamos al lado de un muchacho, quejumbroso e indefenso, con una pierna rota; a pesar de mi advertencia, Moses y yo no pudimos resistirnos a sus sollozos y gritos de ayuda, y lo levantarnos de donde estaba, cerca del cuerpo de un lechero, y lo sentamos contra una pared. Una mujer salió de la multitud, vio el estado del niño y se acercó a él; comenzó a limpiarle la cara con un pañuelo.

—¿Es su madre? —me preguntó Moses.

—No lo sé. Yo…

La extraña voz líquida sonó a nuestras espaldas, como una llamada de otro mundo.

—Vamos.

Continuamos, y finalmente llegamos a la esquina de Queen's Gate con Terrace; y vimos que aquél había sido el epicentro de la explosión.

—Al menos no hay gas —dije.

—No —dijo Moses con voz cerrada—. Pero… oh, ¡Dios!… ¡esto es demasiado!

Había un cráter en la superficie de la carretera de unos pocos pies de diámetro. Las puertas estaban arrancadas, y no había ventanas intactas por lo que podía ver; las cortinas colgaban inútiles. Había cráteres subsidiarios en el pavimento y las paredes producto de la metralla.

Y la gente…


En ocasiones el lenguaje es incapaz de expresar todo el horror de una escena; en ocasiones la comunicación de los sucesos que es la base de la sociedad no es posible. Aquélla era una de esas ocasiones. No podría comunicar el horror de aquella calle de Londres a alguien que no lo hubiese presenciado.

Las cabezas habían sido arrancadas. Una reposaba sobre el pavimento al lado de una maleta. La escena estaba cubierta de brazos y piernas, la mayoría todavía con ropas; allá vi un miembro que todavía tenía reloj —¡me pregunté si todavía funcionaba!— y acá, en una mano pequeña y arrancada que estaba cerca del cráter, vi dedos doblados hacia arriba como los pétalos de una flor. Describirlo suena absurdo, ¡cómico! Incluso en aquel momento tuve que obligarme a entender que aquellos componentes sueltos habían formado, unos pocos minutos antes, seres humanos, cada uno con vida y esperanzas propias. Pero esos trozos de carne fría me parecían tan inhumanos como los trozos de una bicicleta destrozada que vi desperdigados por la carretera.

Nunca había visto algo así; me sentí lejos de todo aquello, como si me moviese por un paisaje onírico, pero sabía que siempre visitaría aquella carnicería en mi memoria. Pensé en el Interior de la Esfera de los Morlocks, y la imaginé como un tazón lleno de millones de puntos de terror y sufrimiento, cada uno tan horrible como aquél. Pensar que una locura así podía caer sobre Londres —mi Londres— me llenaba de una angustia que me producía una sensación física de dolor en la garganta.

Moses estaba pálido, y su pies estaban cubiertos de una fina capa de sudor y polvo; sus ojos estaban abiertos y corrían alrededor mirándolo todo. Mire a Nebogipfel. Tras las gafas, los ojos no parpadeaban al mirar la horrible carnicería; y me pregunté si no estaba empezando a creer que lo había llevado a uno de los más profundos círculos del infierno y no al pasado.

14. LA ROTA-MINA

Sufrimos las últimas docenas de yardas hasta las paredes del Imperial College; allí, para nuestra desesperación, nos encontramos el camino bloqueado por un soldado, enmascarado y armado. Aquel tipo —robusto, pero claramente sin imaginación— había permanecido en su puesto, mientras que los desagües de la calle frente a él se llenaban de sangre. Abrió los ojos, tras los protectores discos de cristal, al ver a Nebogipfel.

No me reconoció e, inexorable, no nos dejaba pasar sin la autorización adecuada.

Otro silbido atravesó el aire. Todos nos encogimos —incluso el soldado se llevó el arma al pecho como un escudo totémico— pero, esta vez, la bomba cayó a cierta distancia de nosotros; hubo un resplandor, un golpe de cristales y un temblor en el suelo.

Moses se acercó al soldado con los puños cerrados. Su angustia ante el bombardeo pareció metamorfosearse en rabia.

—¿Oíste eso, imbécil de uniforme? —bramó—. ¡Es el caos por todas partes! ¿Qué proteges? ¿Qué sentido tiene ya? ¿No ves lo que pasa?

El guardia apuntó el rifle al pecho de Moses.

—Le advierto que…

—No, no lo entiende. —Me interpuse entre Moses y el soldado; me consternaba la falta evidente de control de Moses, a pesar de su angustia.

Nebogipfel habló.

—Puede que encontremos otra forma. Si las paredes del college están derruidas…

—No —dije con determinación—. Ésta es la ruta que conozco. —Me acerqué al soldado—. Mira, soldado, no tengo autoridad sobre ti, pero te aseguro que soy importante para el esfuerzo bélico.

Tras la máscara, los ojos del soldado se estrecharon.

—Llama —insistí—. Busca al doctor Wallis. O al profesor Gödel. Ellos te dirán quién soy. ¡Estoy seguro! Inténtalo al menos.

Finalmente, y con el rifle hacia nosotros, el soldado fue hacia la puerta, y levantó el teléfono de la pared.

Le llevó varios minutos realizar la llamada. Aguardé con la angustia en aumento; no podría soportar ser apartado del tiempo por un obstáculo tan insignificante como aquél, ¡no después de haber pasado por tantas cosas! Al fin, algo renuente, dijo:

—Deben ir a la oficina del doctor Wallis —El soldado simple y valiente se hizo a un lado, y nosotros dejamos atrás el caos de la calle y entramos en la calma relativa del Imperial College.

—Iremos directamente al doctor Wallis —le dije—. No te preocupes. ¡Gracias…!

Penetramos en el laberinto de pasillos cerrados que ya he descrito.

Moses dejó escapar un suspiro de alivio.

—Vaya con nuestra suerte —dijo—, ¡mira que toparnos con el único soldado que todavía permanece en su puesto en todo el maldito Londres! El pobre idiota…

—¿Cómo puedes ser tan desdeñoso? —repliqué—. Es un hombre normal que intenta hacer el trabajo que le han asignado lo mejor que sabe, en medio de todo esto, ¡una locura que no es responsabilidad suya! ¿Qué más quieres de un hombre? ¿Eh?

—¡Huh! ¿Qué te parece imaginación? Instinto, inteligencia, iniciativa…

Nos paramos y nos miramos.

—Caballeros —dijo Nebogipfel— ¿Es éste un buen momento para mirarse el ombligo?

En el rostro de Moses vi un terror vulnerable que enmascaraba con rabia —mirar en sus ojos era como mirar al interior de un animal aterrorizado—, y entonces asentí, intentado transmitirle seguridad.

El momento pasó y nos separamos.

—Por supuesto —dije intentando romper la tensión—,usted nunca se mira el ombligo, ¿no, Nebogipfel?

—No —dijo el Morlock con calma—. Entre otras cosas porque no tengo.

Nos apresuramos. Llegamos al bloque central de oficinas y nos lanzamos en busca del despacho de Wallis. Corrimos por las alfombras de los pasillos atravesando puertas con placas de metal. Las luces todavía funcionaban —supuse que el college tenía su propia fuente segura de energía— y la alfombra amortiguaba nuestras pisadas. Las puertas de algunas oficinas estaban abiertas y había muestras de una rápida huida: una taza de café tirada, un cigarrillo que ardía en un cenicero, papeles arrojados al suelo.

¡Era difícil creer que a unas pocas yardas había una masacre!

Llegamos a una puerta abierta; de ella salía un parpadeo azulado. Cuando llegamos al quicio, el único ocupante, Wallis, estaba sentado en el borde de la mesa.

—Oh… es usted. No estaba seguro de volver a verle. —Llevaba las gafas de alambre y una chaqueta de tweed con una corbata de lana; tenía puesta una de las charreteras y la máscara antigás estaba a su lado sobre la mesa; se preparaba para abandonar el edificio como el resto, pero se había distraído—. Éste es un asunto desesperado —dijo—. ¡Desesperado! —Nos miró más de cerca, como si nos viese por primera vez—. Buen Dios, ¡en qué estado vienen!

Entramos en la habitación y pude ver que el parpadeo azul provenía de la pantalla de una pequeña caja con la parte delantera de cristal. La pantalla mostraba una imagen de un trozo de río, supuestamente el Támesis, con detalles bastante granulosos.

Moses se inclinó, con las manos en las rodillas, para ver mejor el pequeño aparato.

—El foco es pobre —dijo—, pero es una novedad.

A pesar de la urgencia del momento, yo también estaba intrigado por el dispositivo.

Era evidentemente el aparato transmisor de imágenes que Filby había mencionado.

Wallis pulsó un interruptor de la mesa, y la imagen cambió; era igual en los detalles principales —el río, serpenteando por el paisaje-pero la luz era algo más brillante.

—Miren esto —dijo—. He estado viendo esta película una y otra vez desde que sucedió. No puedo creer lo que veo… Bien —dijo—, si nosotros podemos concebir cosas así, supongo que ellos también pueden.

—¿Quiénes? —preguntó Moses.

—Los alemanes, par supuesto. ¡Los malditos alemanes! Miren: esta imagen viene de una cámara fija en lo alto de la Bóveda. Estamos mirando al este, hacia Stepney, pueden ver la curva del río. Ahora: miren esto, ya viene…

Vimos una máquina voladora, negra y en forma de cruz, volando bajo sobre el río brillante. Venía del este.

—Saben, no es fácil bombardear una Bóveda —dijo Wallis—. Claro, precisamente de eso se trata. Todo el armatoste es albañilería, y se mantiene tanto por la gravedad como por el acero; cualquier grieta pequeña tiende a repararse a sí misma…

La máquina voladora arrojó un pequeño paquete al agua. La imagen era granulosa, pero el paquete tenía aspecto cilíndrico, y centelleaba a la luz como si girase al caer.

Wallis continuó.

—Los fragmentos de un disparo aéreo simplemente rebotarían en el hormigón. Incluso una bomba colocada, de alguna forma, directamente contra la pared de la Bóveda no le causaría ningún daño, en condiciones ordinarias, porque la mayor parte de la explosión se produce hacia el aire, ¿entienden?

»Pero hay una forma. ¡Lo sabía! La rota-mina, o torpedo de superficie… Yo mismo escribí una propuesta, pero no llegó a mucho, y no me quedaba demasiada fuerza, no si además tenía que ocuparme de la DGCron… Donde la Bóveda se encuentra con el río, ven, el caparazón se extiende bajo la superficie del agua. El propósito es rechazar ataques de sumergibles y similares. Estructuralmente el conjunto es como una presa.

»Ahora, si se coloca una bomba contra la parte de la Bóveda bajo el agua… —Wallis estiró sus grandes manos para mostrarlo—. Entonces el agua ayuda, contiene la explosión y dirige la energía hacia dentro, hacia la estructura de la Bóveda.

En la pantalla, el paquete —la bomba alemana— golpeó el agua.

Y rebotó, en medio de una niebla de espuma plateada, y saltó sobre la superficie del agua hacia la Bóveda. La máquina voladora se echó a la derecha y se alejó, con gracia, dejando la rota-mina correr hacia la Bóveda en sucesivos arcos parabólicos.

—¿Pero cómo se envía una bomba con precisión a un lugar tan inaccesible? —reflexionó Wallis—. No puedes limitarte a dejarla caer. Acabaría en cualquier sitio… Si tiras una mina desde una altura modesta de, digamos, quince mil pies, un viento de sólo diez millas por hora producirá una desviación de doscientas yardas.

Pero entonces se me ocurrió —dijo—. Dale algo de giro y la bomba botará en el agua; uno puede deducir las leyes del rebote con un poco de experimentación y conseguir bastante precisión… ¿Les he contado mis experimentos caseros con las canicas de mi hija?

»La mina se acerca rebotando hasta la base de la Bóveda, y luego se desplaza por su cara, bajo el agua, hasta que alcanza la profundidad deseada… Y ya está. ¡Un blanco perfecto! —Sonrió, y con su pelo blanco y las gafas desiguales parecía un anciano familiar.

Moses se acercó aún más a la imagen imprecisa.

—Pero esta bomba parece que va a fallar… Su rebote la dejará con seguridad sin… ah.

Ahora un hálito de humo, blanco brillante incluso en la pobre imagen, salió de la parte de atrás de la rota-mina. La bomba saltó sobre el agua como si estuviese revigorizada.

Wallis sonrió.

—Esos alemanes, los acabas admirando. Ni siquiera yo había pensado en ese pequeño toque…

La rota-mina, con el motor todavía encendido, pasó bajo la curva de la Bóveda y desapareció de la imagen. Luego la imagen tembló y la pantalla se llenó de luz azul informe.

Barnes Wallis suspiró.

—¡Parece que nos la han hecho!

—¿Qué pasa con el bombardeo alemán? —preguntó Moses.

—¿Los cañones? —Wallis apenas parecía interesado—. Probablemente cañones ligeros de ciento cinco milímetros, lanzados en paracaídas. Todo por delante de la invasión por mar y aire que vendrá a continuación, sin duda. —Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la punta de la corbata—. Todavía no han acabado con nosotros. Pero éste es un asunto desesperado. Muy malo…

—Doctor Wallis —dije—, ¿qué hay de Gödel?

—¿Hummm? ¿Quién? —Me miró con ojos fatigados y ojerosos—. Oh, Gödel. ¿Qué pasa con él?

—¿Está aquí?

—Sí, supongo que sí. En su oficina.

Moses y Nebogipfel se dirigieron a la puerta; Moses me indicó con urgencia que debía seguirles. Levanté la mano.

—Doctor Wallis, ¿viene con nosotros?

—¿Para qué?

—Puede que nos detengan antes de encontrar a Gödel. Debemos llegar hasta él.

Rió y se volvió a colocar las gafas.

—Oh, no creo que la seguridad importe ya demasiado. ¿No cree? De cualquier forma, tome. —Se llevó la mano a la solapa y se quitó la insignia numerada que llevaba—. Tome esto… diga que yo le he autorizado… si se encuentra con alguien lo bastante loco para estar en su puesto.

—Se sorprendería —le dije sinceramente.

—¿Hum?

Se volvió hacia el aparato de televisión. Ahora mostraba un conjunto caótico de escenas, claramente tomadas por diversas cámaras en la Bóveda: vi máquinas voladoras elevarse en el aire como mosquitos negros, y tapaderas en el suelo que se retiraban para mostrar máquinas Juggernaut que se afanaban sobre la tierra, escupiendo humo, para colocarse en una línea que se extendía, o eso me parecía, desde Leytonstone hasta Bromley. Aquella gran horda avanzaba, rompiendo la tierra, para enfrentarse a los invasores alemanes. Pero entonces Wallis pulsó un botón, y aquellos fragmentos del Armagedón desaparecieron, y volvió a poner la grabación de la rota-mina.

—Un asunto desesperado —dijo—. ¡Podíamos haberla tenido primero! Pero qué desarrollo tan maravilloso… ni siquiera estaba seguro de que pudiese hacerse. —Su vista seguía clavada en la pantalla, los ojos ocultos por el parpadeo insensato de la imágenes.

Y así lo dejé; sentí un extraño impulso de piedad y cerré la puerta de su oficina con suavidad.

15. EL COCHE DEL TIEMPO

Kurt Gödel estaba de pie frente a la ventana sin cortinas de su oficina, con los brazos cruzados.

—Al menos, todavía no ha llegado el gas —dijo sin preámbulos—. Una vez vi el resultado de un ataque con gas. Resulta que fue lanzado por bombarderos ingleses sobre Berlín. Vino por Unter den Linden y por Sieges Allee, y allí me lo encontré… ¡qué indignidad! El cuerpo se corrompe con tal rapidez… —Se volvió y me sonrió con tristeza—. El gas es muy democrático, ¿no cree?

Me acerqué a él.

—Profesor Gödel. Por favor… Sabemos que tiene plattnerita. La vi.

Como respuesta, caminó con rapidez hacia un armario. Pasó a menos de tres pies de Nebogipfel, y Gödel apenas le prestó atención. De todos los hombres que había conocido en 1938, Gödel era el que demostró la reacción más fría hacia el Morlock. Gödel cogió un frasco de vidrio del armario; contenía una sustancia de brillo verde que parecía retener la luz.

Moses gritó:

¡Plattnerita!

—Exacto. Sorprendentemente fácil de sintetizar a partir del carolinio, si se conoce la receta y se tiene acceso a una pila de fisión para irradiarlo. —Tenía aspecto malicioso—. Quería que la viese —me dijo—; esperaba que la reconociese. Me resulta agradablemente fácil retorcerle las narices a esos pomposos ingleses, con sus juntas directivas de esto y aquello, ¡que no podrían reconocer un tesoro bajo sus propias narices! Y ahora será su billete para salir de este valle de lágrimas, ¿no?

—Así lo espero —dije fervoroso—. Oh, así lo espero.

—Entonces, ¡vengan! —gritó—. Al taller de VDT. —Sostuvo la plattnerita en alto como un faro y nos guió fuera de la oficina.

Una vez más penetramos en el laberinto de corredores de hormigón. Wallis tenía razón: todos los guardias habían abandonado sus puestos y, aunque nos encontramos con uno o dos científicos de bata blanca o técnicos que corrían por los pasillos, no hubo ningún intento de detenernos o preguntarnos adónde íbamos.

Luego —¡booom!—, un nuevo impacto.

La luz eléctrica se apagó, y el pasillo se estremeció tirándome al suelo. Mi rostro chocó con el polvo; sentí la sangre que me manaba de la nariz —mi cara debía de ser un buen espectáculo— y noté un cuerpo ligero, creo que el de Nebogipfel, apoyado en mi pierna.

El estremecimiento sólo duró unos pocos segundo. La luces no volvieron.

Tuve un ataque de tos, ya que el aire estaba lleno de polvo de hormigón, y sufrí los restos de mi viejo terror a la oscuridad. Luego oí el silbido de una cerilla —tuve una visión fugaz de la cara redonda de Moses— y vi que encendía una vela. Levantó la vela, protegiendo la llama con la mano, y la luz amarillenta se extendió por el pasillo. Me sonrió.

—Perdí la mochila, pero tuve la precaución de poner algunos de los suministros en los bolsillos —dijo.

Gödel se puso en pie, con un poco de rigidez; protegía (lo vi con gratitud) la plattnerita contra el pecho, y el frasco estaba intacto.

—Creo que ése ha caído en el college. Podemos dar gracias por estar vivos; las paredes podrían habernos sepultado.

Continuamos por los corredores oscuros. En dos ocasiones paredes caídas nos impidieron el paso, pero con algo de esfuerzo trepamos por encima. Para entonces, ya estaba desorientado y perdido; pero Gödel —podía verle delante de mí, con el frasco de plattnerita brillándole bajo el brazo— seguía su marcha con confianza.

En unos pocos minutos llegamos al anexo que Wallis había llamado División de Desarrollo de VDT. Moses levantó la vela, y la luz brilló tenue en el gran taller. Exceptuando la falta de luces, y una grieta diagonal y elaborada que recorría el techo, el taller estaba tal y como lo recordaba. Piezas de motores, ruedas de repuesto, latas de aceite y combustible, trapos y monos —todos los elementos de un taller— cubrían el suelo. Las cadenas colgaban de poleas sujetas al techo y proyectaban sombras largas y complejas. En el centro del suelo vi una taza de té a medio beber, aparentemente la habían dejado con gran cuidado, con una capa delgada de polvo de hormigón que cubría la superficie del líquido.

El coche del tiempo casi terminado estaba en medio del suelo y el acabado metálico brillaba a la luz de la vela de Moses. Moses se acercó al vehículo y recorrió su carrocería con la mano.

—¿Y esto es?

Sonreí.

—El punto culminante de la tecnología de los años treinta. Un «transporte universal», creo que así lo llamó Wallis.

—Bueno —dijo Moses—, no es un diseño muy elegante.

—No creo que pretendiesen ser elegantes —dije—. Es un arma de guerra, no de placer, de exploración o científica.

Gödel se acercó al coche del tiempo, puso el frasco de plattnerita en el suelo e intentó abrir uno de los depósitos de acero unidos a la carrocería del vehículo. Enrolló la mano alrededor de la tapa y gruñó por el esfuerzo, pero no pudo abrirla. Se echó atrás jadeando.

—Debemos cebar la carrocería con plattnerita —dijo—. 0…

Moses puso la vela en un estante y rebuscó en la pila de herramientas y apareció con una enorme llave inglesa.

—Veamos —dijo—. Déjeme probar con esto. —Puso la llave en la tapa y con poco esfuerzo la abrió.


Gödel cogió el frasco de plattnerita y vació un poco en el depósito. Moses se paseó alrededor del coche del tiempo aflojando las tapas del resto de los depósitos. Yo fui a la parte trasera del vehículo, donde me encontré con una puerta sujeta por un cierre de metal. Quité la barra, doblé la puerta hacia el interior y entré en la cabina. Había dos asientos de madera, cada uno lo bastante grande para dos o tres personas, y un asiento individual para el conductor frente a dos pequeños ventanucos rectangulares. Me senté en el asiento del conductor.

Frente a mí sólo tenía un volante —lo agarré con las manos— y un pequeño panel de control, lleno de indicadores, interruptores, palancas y botones; había más palancas cerca del suelo, evidentemente había que manejarlas con los pies. Los controles tenían un aspecto primario sin terminar; los indicadores e interruptores carecían de cualquier indicación, y los cables y las palancas de la transmisión mecánica sobresalían de la parte de atrás del panel.

Nebogipfel se me unió en la cabina, y miró por encima de mis hombros; el fuerte olor del Morlock era casi insoportable en aquel espacio cerrado. Por las ventanas veía a Gödel y Moses rellenando los depósitos.

Gödel dijo algo:

—¿Comprende el principio del VDT? Por supuesto, el diseño es exclusivo de Wallis, no he participado demasiado en su construcción…

Acerqué la cara a los ventanucos.

—Estoy en los controles —dije—. Pero no están marcados. Y no puedo ver nada que se parezca a un indicador cronométrico.

Gödel seguía rellenando cuidadosamente los depósitos y no levantó la vista.

—Sospecho que todavía no han instalado comodidades como indicadores cronométricos. Después de todo, éste es un vehículo de prueba incompleto. ¿Le molesta?

—He de admitir que no me agrada demasiado perder mi sentido de la posición en el tiempo —dije—, pero… no… apenas tiene importancia… ¡siempre se puede preguntar a los nativos!

—El principio del VDT es muy simple —dijo Gödel—. La plattnerita se extiende por la subestructura del vehículo a través de un sistema de capilares. Forma algo similar a un circuito… Cuando cierre el circuito, viajará en el tiempo. ¿Lo entiende? La mayor parte de los controles que tiene están relacionados con el motor de gasolina, la transmisión, y otros; ya que el vehículo es también un eficiente coche a motor. Pero para cerrar el circuito temporal hay un botón azul en el salpicadero. ¿Lo ve?

—Lo tengo.

Moses ya había colocado la mayoría de las tapas de los depósitos,

y dio la vuelta al vehículo para dirigirse a la puerta de atrás. Se metió dentro y colocó la llave inglesa en el suelo. Golpeó las paredes interiores con el puño.

—Una construcción buena y fuerte —dijo.

—Creo que estamos listos para partir —dije yo.

—¿Pero a dónde… a cuándo… vamos?

—¿Importa eso? A cualquier sitio lejos de aquí… eso es lo único importante. Al pasado para intentar arreglar las cosas.

»Moses, hemos acabado con el siglo veinte. Ahora debemos dar otro salto en la oscuridad. ¡Nuestras aventuras todavía no han terminado!

Su mueca de confusión desapareció, y vi que una determinación temeraria tomaba su lugar; apretó la mandíbula.

—Entonces, ¡que así sea, o al infierno!

—Creo que puede que así sea —dijo Nebogipfel.

—Profesor Gödel, suba al coche —grité.

—Oh, no —dijo, y puso las manos frente a él—. Mi lugar está aquí.

Moses se adelantó.

—Pero las paredes de Londres se están desmoronado a nuestro alrededor. Los cañones alemanes están a unas pocas millas. ¡Éste está lejos de ser un lugar seguro, profesor!

—Oh, les envidio, por supuesto —dijo Gödel—. Dejar este mundo desgraciado con su desgraciada guerra…

—Entonces venga con nosotros —dije—. Busque el Mundo Final del que me habló…

—Tengo mujer —dijo. Su rostro era una mancha pálida a la luz de la vela.

—¿Dónde está?

—La perdí. No pudimos huir juntos. Supongo que está en Viena… No puedo imaginar que la dañasen, o la castigasen por mi huida.

Había una pregunta en sus palabras, y comprendí que aquel hombre perfectamente lógico me estaba pidiendo, en el momento más extremo, que le diese la seguridad más ilógica.

—No —dije—,estoy seguro de que ella…

Pero nunca acabé la frase, ya que —sin ni siquiera un silbido de advertencia en el aire— otro proyectil cayó, ¡y aquél fue el más cercano de todos!

Como un trozo de tiempo congelado, el último parpadeo de la vela me mostró el derrumbe de la pared oriental del taller. Simplemente eso; pasó de ser una superficie plana y suave a convertirse en una nube de fragmentos y polvo en un latido.


Luego caíamos en las tinieblas.

El coche tembló.

—¡Abajo! —gritó Moses.

Yo me escondí y una lluvia de pedruscos, bastante letal, golpeó la parte exterior del coche del tiempo.

Nebogipfel se adelantó; podía sentir su olor. Me agarró el hombro con una mano suave.

—Cierre el circuito —dijo.

Miré por los ventanucos hacia, por supuesto, la oscuridad más absoluta.

—¿Qué hay de Gödel? —grité—. ¡Profesor!

No hubo respuesta. Oí un crujido, bastante ominoso, que venía de arriba, y hubo un ruido de más fragmentos que caían.

Cierre el circuito —dijo urgente Nebogipfel—. ¿No lo oye? El techo se desmorona. ¡Moriremos aplastados!

—Iré a buscarlo —dijo Moses. Oí, en la más absoluta oscuridad, cómo las botas golpeaban el coche al intentar salir por la parte de atrás de la cabina—. Está bien, tengo más velas… —Su voz se desvaneció al llegar a la parte de atrás, y oí sus pasos sobre el suelo cubierto de escombros …

Y entonces hubo un crujido inmenso, como un jadeo grotesco, y un torrente que venía de arriba. Moses gritó.

Me giré con la intención de salir de la cabina en busca de Moses y sentí la mordedura de unos pequeños dientes en la parte de atrás de la mano. ¡Dientes de Morlock!

En aquel instante, con la muerte tan cerca de mí, e inmerso una vez más en la oscuridad primordial, la presencia del Morlock, sus dientes hundidos en mi carne, el roce de su pelo contra mi piel, ¡todo era demasiado! Grité y golpeé con el puño el blando rostro del Morlock.

Pero no gritó; incluso mientras le golpeaba sentía cómo intentaba llegar al salpicadero.

La oscuridad cayó sobre mis ojos —el rugido del hormigón que se desplomaba se redujo al silencio— y me encontré nuevamente cayendo en la luz grisácea del viaje en el tiempo.

16. CAYENDO EN EL TIEMPO

El coche del tiempo se balanceaba.

Intenté subirme al asiento, pero me caí al suelo y me golpeé cabeza y hombros contra uno de los bancos de madera. La mano me dolía por el mordisco del Morlock.

Una luz blanca llenó la cabina, echándose sobre nosotros en una explosión silenciosa.

Oí gritar al Morlock. Mi visión era borrosa, dificultada por los pelos ensangrentados de mis mejillas y cejas. Por la puerta trasera y los ventanucos un brillo pálido y uniforme penetró en la cabina; al principio parpadeé, pero pronto se estabilizó en un brillo grisáceo. Me pregunté si había habido una nueva catástrofe: quizás el taller hubiese sido arrasado por las llamas…

Pero pronto comprendí que la luz era demasiado estable y neutral para eso. Comprendí que ya habíamos avanzado mucho más allá del laboratorio bélico.

El brillo era, por supuesto, luz diurna, convertida en monótona y aburrida por la superposición, demasiado rápida para seguirla con el ojo humano, de días y noches. Habíamos caído ciertamente en el tiempo. El coche —aunque tosco y poco equilibrado— operaba correctamente. No sabía si caíamos al pasado o al futuro, pero el coche ya nos había llevado a un periodo más allá de la existencia de la Bóveda de Londres.

Me apoyé con las manos e intenté levantarme, pero tenía sangre —mía o del Morlock— en las palmas y resbalé. Volví a chocar con el suelo duro, y me golpeé de nuevo la cabeza con el banco.

Caí en una profunda fatiga. El dolor de mis actividades durante el bombardeo, contenido por la carrera en la que me había visto envuelto, cayó vengativamente sobre mí. Dejé descansar la cabeza sobre el suelo de metal y cerré los ojos.

—De qué sirve, ¿eh? —pregunté sin dirigirme a nadie en particular.

Moses había muerto… perdido, con el profesor Gödel, bajo toneladas de escombros en un laboratorio destruido. No tenía ni idea si el Morlock estaba vivo o muerto; tampoco me preocupaba. Que el coche del tiempo me llevase al pasado o al futuro; que viajase por siempre, ¡hasta que se estrellase contra los muros del Infinito y la Eternidad! Que ése fuera el fin. Ya no podía hacer más.

—No merezco ni la vela —murmuré—. No merezco ni la vela…

Creí sentir unas manos suaves sobre las mías, el roce del pelo contra la cara; pero protesté, y —con las fuerzas que me quedaban aparté las manos.

Me hundí en una profunda oscuridad sin sueños.

Me despertó un fuerte zarandeo.

Me golpeé contra el suelo de la cabina. Tenía algo blando bajo la cabeza, pero se desplazó, y me golpeé el cráneo contra la esquina dura de uno de los bancos. Aquella nueva lluvia de dolor me devolvió la conciencia, y, con desgana, me senté.

La cabeza me dolía por todas partes y sentía el cuerpo como si hubiese sufrido un duro combate de boxeo. Pero, paradójicamente, me sentía con mejor humor. Todavía tenía la muerte de Moses en la cabeza —un suceso importante al que algún día tendría que enfrentarme—, pero después de esos momentos de bendita inconsciencia podía mirar más allá, como uno puede apartarse de la cegadora luz del sol y ver otras cosas.

La nebulosa mezcla perlífera de día y noche todavía llenaba el interior del coche. Sorprendentemente hacía frío; temblaba, y la respiración se convertía en vapor frente a mi cara. Nebogipfel estaba sentado en el asiento del conductor dándome la espalda. Con los dedos blancos comprobaba los instrumentos del rudimentario salpicadero y seguía los cables que colgaban de la parte de atrás.

Me puse en pie. El tambaleo del coche y el castigo que había sufrido en 1938 me impedían mantener el equilibrio; para sostenerme tuve que agarrarme al interior de la cabina, y descubrí que el metal estaba helado. El elemento blando que había hecho de almohada era la chaqueta del Morlock. La doblé y la coloqué sobre un banco. También vi, arrojada en el suelo, la herramienta pesada que Moses había utilizado para abrir los depósitos de plattnerita. La levanté con la punta de los dedos; estaba llena de sangre.

Todavía llevaba las charreteras; asqueado por aquellas piezas de armadura, me las arranqué y las arrojé al suelo.

AL oírlo, Nebogipfel me miró, y vi que sus gafas azules estaban partidas en dos, y que uno de los enormes ojos era una masa de sangre y carne desgarrada.

—Prepárese —dijo severo.

—¿Para qué? Yo…

Y la cabina se hundió en la oscuridad.

Me incliné hacia delante y casi me caigo de nuevo. Un frío intenso eliminó el calor residual de la cabina y de mi sangre; la cabeza me palpitaba de nuevo. Me cubrí el pecho con los brazos.

—¿Qué le ha pasado a la luz del día?

La voz del Morlock parecía casi cruel en la oscuridad.

—Durará sólo unos segundos. Debemos aguantar…

Y con la misma rapidez con que había llegado, la oscuridad desapareció, y la luz grisácea inundó nuevamente la cabina. El frío cortante se redujo, pero yo todavía temblaba violentamente. Me arrodillé en el suelo al lado de Nebogipfel.

—¿Qué sucede? ¿Qué ha sido eso?

—Hielo —dijo—. Viajamos a través de una era de glaciaciones periódicas; los glaciares bajan del norte y cubren el mundo, atrapándonos a nosotros en el proceso, y luego se funden. En ocasiones, me atrevo a decir, debe de haber hasta cien pies de hielo sobre nosotros.

Miré por los ventanucos de la parte delantera del coche. Vi el valle del Támesis convertido en una tundra sólo ocupada por hierba resistente, manchas de radiantes brezos púrpura y escasos árboles; estos últimos recorrían su ciclo anual demasiado rápido para seguirlo, pero me parecía que pertenecían a las variedades más resistentes: robles, sauces, álamos, olmos, espinas. No había ni rastro de Londres: ni siquiera podía apreciar los fantasmas de los efímeros edificios, y no había señales del hombre en todo aquel paisaje gris, ni tampoco de vida animal. Ni siquiera la forma del paisaje, las colinas y los valles me era familiar, al haber sido transformada una y otra vez por los glaciares.

Y ahora —lo vi llegar en un breve fogonazo de brillo blanco, antes de que nos alcanzara— el gran hielo apareció de nuevo. En la oscuridad, maldije y me metí las manos en los sobacos; tenía insensibles los dedos de manos y pies, y comencé a temer la congelación. Cuando los glaciares se retiraron una vez más, dejaron un paisaje habitado por la misma variedad de plantas resistentes, por lo que podía ver, pero con los contornos alterados: evidentemente, los intervalos de hielo rehacían el paisaje, aunque no podía saber si avanzábamos hacia el pasado o el futuro. Observé cantos rodados mas grandes que un hombre que parecían migrar por el paisaje, deslizándose y desviándose; era evidentemente un extraño efecto de la erosión del paisaje.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—No demasiado. Quizás unos treinta minutos.

—¿Y el coche nos lleva al futuro?

—Vamos hacia el pasado —dijo el Morlock. Volvió el rostro hacia mí, y vi que sus graciosos movimientos habían quedado reducidos a gestos bruscos por la paliza que le había dado—. Estoy bastante seguro. Vi fragmentos de la recesión de Londres, al volver a sus orígenes históricos… Del intervalo entre glaciaciones, yo diría que viajamos a unos diez mil años por minuto.

—Quizá deberíamos pensar en la forma de detener el impetuoso viaje del coche en el tiempo. Si encontramos una época uniforme…


—Creo que no tenemos forma de detener el viaje del coche.

—¿Qué?

El Morlock extendió las manos —el pelo de la parte de atrás estaba cubierto de una ligera capa de escarcha— y nos hundimos nuevamente en el oscuro sepulcro de hielo, mientras su voz flotaba en las tinieblas.

—Éste es un vehículo de prueba tosco e incompleto. La mayoría de los controles e indicadores está desconectada; los que tienen conexiones en su mayoría no parecen operativos. Incluso si supiésemos cómo alterar su funcionamiento sin dañar el vehículo, no veo la forma de salir de la cabina y alcanzar su mecanismo interior.

Otra vez salimos del hielo a la tundra remodelada. Nebogipfel miró el paisaje fascinado.

—Piénselo: los fiordos de Escandinavia todavía no se han formado, y los lagos de Europa y Norteamérica, producto del hielo fundido, son fantasmas del futuro.

»Ya hemos superado el amanecer de la historia humana. En África podríamos encontrar razas de australopitecos, algunas torpes, otras gráciles, algunas carnívoras, pero todas con postura bípeda y características simiescas: un cráneo pequeño y grandes mandíbulas y dientes.

Una soledad grande y fría cayó sobre mí. Ya antes me había perdido en el tiempo, pero nunca, pensé, ¡había sentido una soledad tan intensa!

¿Sería cierto —podía ser cierto— que Nebogipfel y yo, en el dañado coche del tiempo, fuésemos la única llama de la inteligencia en todo el planeta?

—Así que estamos fuera de control —dije—. Podríamos no detenernos hasta alcanzar el principio del tiempo…

—Dudo que lleguemos a eso —dijo Nebogipfel—. La plattnerita debe de tener una capacidad finita. No puede llevarnos al pasado eternamente, debe agotarse. Recemos porque eso suceda antes de que pasemos por el Ordovícico y el Cámbrico, antes de una época en que no haya oxígeno para sobrevivir.

—Una perspectiva alegre —dije—. Y supongo que las cosas podrían ser peor.

—¿Cómo?

Estiré las piernas y me senté en el suelo frío.

—No tenemos provisiones de ningún tipo. Ni agua ni comida. Y ambos estamos heridos. ¡Ni siquiera tenemos ropa de abrigo! ¿Cuánto tiempo podremos sobrevivir en esta helada nave del tiempo! ¿Unos días? ¿Menos?

Nebogipfel no contestó.

No soy un hombre que se rinda con facilidad al destino, e invertí algo de esfuerzo en estudiar los controles y cables del vehículo. Pronto descubrí que tenía razón —no había forma de poder convertir aquel montón de componentes en un vehículo controlable— y mis energías, ya de por sí reducidas, se agotaron pronto. Volví a una cierta apatía.

Atravesamos una vez más una glaciación breve y brutal; y luego penetramos en un invierno largo y desolado. Las estaciones todavía traían hielo y nieve sobre la Tierra, pero la época del hielo permanente pertenecía ahora al futuro. Vi pocos cambios en la naturaleza del paisaje, milenios sobre milenios: quizás había un lento enriquecimiento en la textura de la masa de verde que cubría las colinas. Un cráneo inmenso —me recordó al de un elefante— apareció en el suelo no lejos del coche, blanco, pelado y roto. Permaneció lo suficiente para adivinar su forma, un segundo o así, antes de desvanecerse tan rápido como había aparecido.

—Nebogipfel, a propósito de tu cara. Yo… debes entender…

Me miró fijamente con el ojo bueno. Vi que había vuelto a las peculiaridades de Morlock, dejando atrás la capa de humanidad que había adoptado.

—¿Qué? ¿Qué debo entender?

—No pretendía hacerte daño.

—Ahora no —dijo con la precisión de un cirujano—. Pero entonces sí. Las disculpas son inútiles… absurdas. Eres lo que eres… pertenecemos a especies diferentes, tan separadas una de la otra como del australopiteco.

Me sentí como un animal estúpido, con el puño manchado otra vez con la sangre de un Morlock.

—Me avergüenzas —dije.

Agitó la cabeza, un gesto breve y brusco.

—¿Vergüenza? El concepto no tiene sentido en este contexto.

No debía sentir más vergüenza —quería decir— que un animal salvaje de la selva. ¿Si me atacase una criatura así, discutiría con ella la moral del caso? No, sin inteligencia no podía evitar su comportamiento. Simplemente me ocuparía de sus actos.

Ante Nebogipfel me había mostrado —¡otra vez!— como poco mejor que los brutos de las praderas de África, los precursores del hombre en aquel desolado periodo.

Me retiré a los bancos de madera. Me tendí, cubriéndome la cabeza con las manos, y observé el parpadeo de las eras tras la puerta abierta del coche.

17. EL OBSERVADOR

El desolado frío invernal pasó, y el cielo adoptó una textura jaspeada más compleja. En ocasiones, la banda oscilante del sol quedaba cubierta por una concha de nubes oscuras, incluso durante un segundo. Florecieron nuevas especies de árboles en el clima templado: por lo que pude ver, tipos de hoja caduca, robles, álamos, cedros y otros. A veces esos antiguos bosques saltaban sobre el coche, aislándonos en una penumbra de verde y marrón alternante, para retirarse, como si se abriese una cortina.

Habíamos llegado a una época de grandes movimientos terrestres, dijo Nebogipfel. Los Alpes y el Himalaya estaban siendo sacados de la tierra, y volcanes inmensos lanzaban cenizas y polvo al aire, en ocasiones oscureciendo el cielo durante años. En los océanos, dijo el Morlock, navegaban grandes tiburones, de dientes como dagas. Y en África, los ancestros de la humanidad regresaban a una estupidez primitiva, con cerebros que se reducían, posturas inclinadas y dedos torpes.

Caímos por aquella época larga y salvaje durante unas doce horas.

Intenté ignorar el hambre y la sed que me atenazaban el estómago, mientras los siglos y los bosques pasaban al lado de la cabina. Aquél era el viaje más largo que había realizado en el tiempo desde mi huida al remoto futuro más allá de la historia de Weena, y el vacío inmenso y fútil —idénticas todas las horas— comenzó a deprimirme el alma. Ya el breve desarrollo de la humanidad no era sino un remoto punto de luz, alejado en el tiempo; incluso la distancia entre hombre y Morlock —o cualquier otra variedad— no era sino una fracción de la gran distancia que ya habíamos recorrido.

La inmensidad del tiempo y la pequeñez del hombre y sus logros me aplastaba; y mis propias pequeñas preocupaciones parecían absurdas e insignificantes. La historia de la humanidad parecía trivial, un momento fugaz perdido en la oscuridad e ignorancia de los salones de la eternidad.

La corteza de la Tierra se elevaba como el pecho de un hombre enfermo, y el coche subía y bajaba según lo hiciese el paisaje; parecía el oleaje de un inmenso mar. La vegetación se hacía más exuberante y verde, y nuevos bosques se apretaban contra el coche —pensé que ya debían de ser árboles de hoja caduca, aunque las flores y las hojas no eran sino un mancha uniforme de verde debido a la velocidad— y el aire se hizo más cálido.

El dolor de aquellos eones helados abandonó finalmente mis dedos, y me quité la chaqueta y me aflojé los botones de la camisa; abandoné las botas y reactivé la circulación de mis pies. La insignia de seguridad de Barnes Wallis se cayó de la chaqueta. La recogí, aquel pequeño símbolo de la sospecha de los hombres para con sus semejantes, ¡y creo que no hubiese podido encontrar, entre aquella vegetación prístina, un símbolo más perfecto de las estrecheces y absurdos con que los hombres malgastaban sus energías! Arrojé la insignia a la esquina más oscura del coche.

Las largas horas, suspendido bajo la cubierta vegetal, pasaron con más lentitud que nunca, y dormí durante un rato. Cuando desperté, la calidad de la vegetación que me rodeaba parecía haber cambiado

—era más translúcida, con algo del tono de la plattnerita, y me pareció ver las estrellas—, era como estar inmerso en esmeraldas y no en hojas.

Entonces lo vi: flotaba en el aire húmedo de la cabina, inmune al balanceo del coche, con ojos inmensos, la boca carnosa en forma de «V», y aquellos tentáculos articulados que descendían pero no llegaban a tocar el suelo. No era un fantasma —no podía ver a su través el bosque que había detrás— y era tan real como yo, Nebogipfel o las botas que había colocado en el banco.

El Observador me miró fría y analíticamente.

No sentí temor. Me acerqué a él, pero se alejó en el aire. No tenía duda de que sus ojos verdes estaban fijos en mi cara.

—¿Quién es? —pregunté— ¿Puede ayudarnos?

Si podía oírme, no respondió. Pero la luz ya cambiaba; la luminosidad del aire desaparecía y volvía a ver el verde vegetal. Sentí, entonces, un giro —el gran cráneo era como un juguete, rotando sobre su eje— y desapareció.

Nebogipfel caminó hacia mí, los largos pies pasaban por encima de las aristas del suelo. Se había quitado las ropas del siglo diecinueve e iba desnudo, exceptuando las gafas rotas y la capa de pelo blanco en su espalda, ahora enredada y grande.

—¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?

Le hablé del Observador, pero no había visto nada. Volví a descansar en el banco, sin saber si lo que había visto era real o un sueño persistente.

El calor era opresivo, y el aire de la cabina se cargaba.

Pensé en Gödel y Moses.

Aquel hombre poco atractivo, Gödel, había deducido la existencia de múltiples historias sólo a partir de principios ontológicos, ¡mientras que yo, pobre tonto, había necesitado de varios viajes en el tiempo antes de que se me ocurriera la posibilidad! Pero ahora aquel hombre que había conjurado su magnífico sueño de un Mundo Final, un mundo en el que estuviesen claras todas las respuestas, yacía aplastado y roto bajo los escombros, asesinado por la intransigencia y estupidez de sus compañeros humanos.

Y en lo que respecta a Moses, simplemente le lloraba. Era una desolación similar a la que podría sentirse por la muerte de un niño, creo, o un hermano menor. Moses había muerto a los veintiséis; y ¡aun así yo —la misma persona— seguía respirando a los cuarenta y cuatro! Mi pasado había desaparecido; era como si el suelo se hubiese evaporado dejándome colgado en el aire. Pero aún más, yo había conocido a Moses, aunque brevemente, como una persona por derecho propio. Era alegre, errático, impulsivo, un poco absurdo —¡como yo!— y muy agradable.

¡Era otra muerte en mis manos!

Todas las charlas de Nebogipfel sobre la multiplicidad de los mundos —todos los posibles argumentos de que el Moses que yo había conocido no estaba destinado, finalmente, a ser yo, sino otra variante de mí—, nada de eso planteaba ninguna diferencia en la forma en que me sentía.

Mis pensamientos se disolvieron en fragmentos medio coherentes —luché por mantener los ojos abiertos, temiendo no volver a despertar—, pero una vez más, consumido por la confusión y la pena, dormí.

Me despertó mi nombre, pronunciado en la forma líquida y gutural de los Morlocks. El aire estaba tan cargado como antes, y un nuevo dolor, producido por el calor y la falta de oxígeno, buscaba hueco en mi cerebro enfrentado a los residuos de heridas pasadas.

Los ojos destrozados de Nebogipfel eran enormes en aquel ambiente arbóreo.

—Mira a tu alrededor-dijo.

La vegetación se apretaba con la misma persistencia que antes —y aun ahora la textura parecía diferente—. Descubrí que —con cuidado— podía seguir la evolución de una sola hoja en las ramas repletas. Cada hoja surgía del polvo, se marchitaba a la inversa, y se replegaba a su yema en menos de un segundo.

—Vamos más despacio —articulé.

—Sí. Creo que la plattnerita pierde potencia.

¡Dije una oración de agradecimiento, ya que mis fuerzas se habían recuperado lo suficiente y ya no quería morir en una pradera rocosa sin aire en el amanecer de la Tierra!

—¿Sabes dónde estamos?


—En algún momento del Paleoceno. Hemos viajado veinte horas. Debemos de estar unos cincuenta millones de años antes del presente …

—¿El presente de quién? ¿El mío, 1891, o el tuyo?

Se tocó la sangre que tenía en 1a cara.

—En estas escalas de tiempo apenas importa.

El crecimiento de las hojas y la floración era ahora muy lento —casi majestuoso—. Distinguí un parpadeo, una intrusión inestable de mayor oscuridad, superpuesta al verde general.

—Puedo distinguir el día de la noche —dije—. Nos detenemos.

—Sí. —El Morlock se sentó en el banco frente a mí y se agarró al borde con sus largos dedos. Me pregunté si tenía miedo; ¡tenía todo el derecho a tenerlo! Creí apreciar un movimiento en el suelo del coche, un abultamiento bajo el banco de Nebogipfel.

—¿Qué hacemos?

Movió la cabeza.

—Tenemos que esperar a lo que suceda. No estamos en una situación controlada…

El aleteo de días y noches se redujo más aún, hasta que se convirtió en un pulso fijo a nuestro alrededor, como el latido de un corazón. El suelo crujió, y vi aparecer marcas en el acero…

¡De pronto lo entendí!

Grité:

—¡Cuidado! —Me levanté, me eché hacia delante y agarré a Nebogipfel por los hombros. No se resistió. Lo levanté como si fuese un niño enclenque y peludo, y caímos hacia atrás …

… y un árbol apareció en el aire frente a mí, rasgando el metal del coche como si fuese de papel. Una rama inmensa se disparó hacia los controles como el brazo de un hombre de madera enorme y decidido, y destrozó el panel frontal.

¡Estaba claro que llegábamos a un espacio ocupado por aquel árbol en aquella remota era!

Caí hacia atrás sobre un banco, sosteniendo a Nebogipfel. El árbol se encogió un poco al retroceder hacia el momento de su nacimiento. El aleteo de noche y día se hizo aún más lento, aún más pesado. El tronco se redujo todavía más; y entonces, con un crujido inmenso, la cabina del coche se partió en dos, rota desde el interior como una cáscara de huevo.

Tuve que soltar a Nebogipfel, y el Morlock y yo caímos sobre la tierra suave y húmeda, en medio de una lluvia de metal y madera.

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