Capítulo séptimo

Llamador, ítem nombrado knaker, coblynau, polterduk, karkonos, rubezahl, tesorero, pukacz y desertarlo. Es variante del kobold, del cuál el ll. en porte y poderío en grande medida lo descuella. Portan también los ll. barbas descomunales, lo cuál los koboldes no acostumbran. Habita el ll. en galerías, pozos de mina, escombreras, abismos, cavernas oscuras, dentro de las peñas y en todo espécimen de grutas, cuevas y piedras güecas. Allí donde mora, de seguro haya escondidas en la tierra riquezas, ya sean menas, metales, carbones, sal o aceite de roca. Destomismo, al ll. a menudo puede encontrárselo en las minas, las más de las veces ya sin uso, mas y en las minas vivas gusta de mostrarse. Maligno truhán y dañador, maldición y verdadero castigo divino para mineros y picadores, a los que el ll. enseñoreado por el camino de la amargura lleva, con sus llamamientos en las peñas confunde y amedranta, las escalas les desface, las yerramientas y avíos todos propios de los mineros hurta y esconde, y tampoco le es impropio el echar palos a la testa desde detrás del carbón.

Mas puede comprárselo, para que no menoscabe en demasía, colocando dosea, en corredor oscuro o en los pozos, pan con manteca, requesón o una lonja de maharrana ahumada. Cuanto quier lo mejor sea una garrafa de orujo, ya que el ll. muy goloso de ello acostumbra a ser.

Physiologus

– Están seguros -le confirmó el vampiro, espoleando a la mula Draakul-. El trío entero. Milva, Jaskier y por supuesto Angouléme, se entiende, quien nos alcanzó a tiempo en el valle de Sansretour y nos contó todo, sin ahorrarse palabras pintorescas. Nunca he podido entender por qué vosotros, humanos, extraéis la mayor parte de las maldiciones e insultos de lo relacionado con la esfera erótica. Pero si el sexo es hermoso, y se relaciona con la belleza, la alegría, el placer. Cómo se puede usar en forma de sinónimo vulgar el nombre de la herramienta sexual…

– Ajústate al tema, Regis -le interrumpió Geralt.

– Por supuesto, perdón. Avisados por Angouléme de la llegada de los bandidos, cruzamos sin vacilar la frontera de Toussaint. Milva, es verdad, no estaba contenta, rabiaba por darse la vuelta e ir a buscaros a ambos a toda prisa. Conseguí persuadirla. Y Jaskier, sorpresa, en vez de alegrarse por el asno que nos ofrecían las fronteras del condado, andaba a todas luces de capa caída… ¿No sabes por casualidad qué es lo que él teme tanto en Toussaint?

– No lo sé, pero me lo imagino -respondió Geralt ácido-. Porque no sería el primer lugar donde nuestro amigo el bardo ha hecho de las suyas. Ahora se contiene un tanto, porque viaja en compañía de personas decentes, pero cuando era joven no existía nada sagrado para él. Incluso diría que ante él sólo estaban seguros los erizos y aquellas mujeres que eran capaces de trepar a la misma punta de un árbol muy alto. Y a menudo, los maridos de aquellas mujeres le tenían esto a mal al trovador, no se sabe por qué. En Toussaint con toda seguridad hay algún marido al que ver a Jaskier puede avivar los recuerdos… Pero esto, al fin y al cabo, no tiene importancia. Volvamos a las cosas concretas. ¿Qué hay de los perseguidores? Espero que…

– No creo -sonrió Regís- que nos siguieran hasta Toussaint. La frontera está atestada de caballeros andantes que se aburren soberanamente y buscan ocasión para una peleílla. Aparte de ello, nosotros, junto con un grupo de peregrinos que encontramos en la frontera, nos llegamos enseguida a la floresta sagrada de Myrkvid. Y ese lugar despierta el temor. Incluso los peregrinos y enfermos que viajan hasta Myrkvid "desde los más lejanos rincones para recuperar la salud se detienen en una aldea no muy lejos del borde del bosque, sin atreverse a entrar en su interior. Porque corren rumores de que quien se atreve a entrar en el robledal sagrado termina ardiendo en una hoguera dentro de la Moza de Esparto.

Geralt tomó aire.

– Es decir…

– Por supuesto. -El vampiro de nuevo no le permitió terminar-. En la floresta de Myrkvid habitan los druidas. Aquéllos que antes vivían en Angren, en Caed Dhu, que luego se trasladaron al Loc Monduirn y por fin a Myrkvid, a Toussaint. Nos estaba predestinado que los íbamos a encontrar. No me acuerdo, ¿dije que nos estaba predestinado?

Geralt espiró con fuerza. Cahir, que iba a su espalda, también.

– ¿Está tu amigo entre esos druidas? El vampiro sonrió de nuevo.

– No es mi amigo, sino mi amiga -explicó-. Sí, está entre ellos. Hasta ha ascendido. Dirige un Círculo entero.

– ¿Una hierofanta?

– Flaminica. Así se llama el título druídico más alto cuando lo lleva una mujer. Sólo los hombres se denominan hierofantes.

– Cierto, lo había olvidado. Así que Milva y el resto…

– Están ahora bajo los cuidados de la flaminica y su Círculo. -El vampiro, siguiendo su costumbre, respondió a la pregunta mientras se estaba haciendo, después de lo que inmediatamente procedía a contestar una pregunta que todavía no se había hecho-. Yo, por mi parte, me apresuré a venir a buscaros. Puesto que sucedió una cosa enigmática. La flaminica, cuando comencé a presentar nuestro asunto, no me dejó terminar. Afirmó que ya lo sabía todo. Que desde hacía algún tiempo espera nuestra visita…

– ¿Cómo?

– Yo tampoco pude ocultar mi incredulidad. -El vampiro detuvo la muía, se alzó sobre los estribos, miró a su alrededor.

– ¿Estás buscando algo o a alguien? -preguntó Cahir.

– Ya no busco, lo he encontrado. Descabalguemos.

– Preferiría que cuanto más deprisa…

– Descabalguemos. Te contaré todo.

Tuvieron que hablar más fuerte para poder entenderse a causa del ruido de una cascada que caía desde una impresionante altura por la pared vertical de un despeñadero rocoso. Abajo, allá donde la cascada se derramaba sobre una laguna bastante grande, se abría en la roca la negra boca de una cueva.

– Sí, ésa es -Regís confirmó las suposiciones del brujo-. Acudí a encontrarme contigo porque me ordenaron dirigirte aquí. Tendrás que entrar en esa cueva. Ya te dije, los druidas sabían de ti, sabían de Ciri, sabían de nuestra misión. Y se enteraron de ello a través de la persona que vive ahí. Esta persona, si creemos a los druidas, desea hablar contigo.

– Si creemos a los druidas -repitió con énfasis Geralt-. Yo ya he estado en estos alrededores antes. Sé lo que vive en las profundas cuevas bajo la Montaña del Diablo. Allí habitan diversos tipos de gentes. Pero en su mayoría no se puede hablar con ellos, a no ser que sea con la espada. ¿Qué más es lo que ha dicho tu druidesa? ¿En qué más tengo que creer?

– De forma muy clara -el vampiro clavó sus negros ojos en Geralt- me dio a entender que, en general, no le vuelven loca los personajes que destruyen y matan a la naturaleza viva y, en particular, los brujos. Le expliqué que en este momento eres brujo más bien de nombre. Que no perjudicas en absoluto a la naturaleza viva en tanto ésta no te perjudica a ti. La flaminica, has de saber que es una mujer de extraordinaria inteligencia, se dio cuenta al punto de que has abandonado el brujerismo no debido a un cambio de tu forma de pensar, sino obligado por las circunstancias. Sé perfectamente, dijo, que la desgracia ha afectado a una persona cercana al brujo. Así que el brujo se vio obligado a abandonar el brujerismo y a apresurarse a acudir a salvarla…

Geralt no hizo ningún comentario pero su mirada era suficientemente significativa como para que el vampiro se apresurara con las aclaraciones.

– Afirmó, cito: «No siendo brujo, el brujo demuestra que es capaz de humildad y sacrificio. Entrará en las oscuras simas de la tierra. Desarmado. Abandonando toda arma, todo hierro afilado. Todos los pensamientos malvados. Toda agresión, rabia, furia, arrogancia. Entrará con humildad. Y una vez allí, en las simas de la tierra, el humilde no brujo encontrará las respuestas a las preguntas que lo mortifican. Encontrará la respuesta a muchas preguntas. Pero si el brujo sigue siendo brujo, no encontrará nada».

Geralt escupió en dirección a la cascada y la cueva.

– Esto es la chorrada de siempre -afirmó-. ¡Un juego! ¡Una burla! Clarividencias, sacrificios, encuentros secretos en grutas, respuestas a preguntas… Tan elaboradas artimañas sólo las usan los viejos cuentistas ambulantes. Alguien se está burlando de mí. En el mejor de los casos. Y si no es una broma…

– No lo llamaría broma en ningún caso -dijo Regis categórico-. En ningún caso, Geralt de Rivia.

– Entonces, ¿qué es? ¿Una de las famosas rarezas druídicas?

– No lo sabremos -habló Cahir- mientras no nos convenzamos. Venga, Geralt, entraremos juntos…

– No. -El vampiro negó con la cabeza-. La flaminica fue, en ese aspecto, categórica. El brujo tiene que entrar allí solo. Sin armas. Dame tu espada. Me ocuparé de ella durante tu ausencia.

– Que los diablos… -comenzó Geralt, pero Regis le interrumpió con un rápido gesto.

– Dame tu espada -extendió la mano-. Y si tienes alguna otra arma, déjamela también. Recuerda las palabras de la flaminica. Nada de agresión. Sacrificio. Humildad.

– ¿Sabes a quién voy a encontrar allí? ¿Quién… o qué me está esperando en esa cueva?

– No, no lo sé. Los seres más diversos habitan los pasadizos subterráneos de la Gorgona.

– ¡Que me parta un rayo!

El vampiro carraspeó bajito.

– Eso tampoco se puede descartar -dijo serio-. Pero tienes que acometer el riesgo. Al fin y al cabo, sé que lo vas a acometer.

No se había equivocado. Tal y como se esperaba, la entrada a la cueva estaba cubierta de una impresionante alfombra de calaveras, costillas, pelvis y huesos. Sin embargo, no se percibía olor a corrupción. Aquellos restos de la vida terrena tenían por lo visto siglos tras de sí y cumplían el papel de decoración para asustar a intrusos.

O al menos eso pensaba él.

Entró en la oscuridad, los huesos crepitaron y chasquearon bajo sus pies.

La vista se le adaptó enseguida a la oscuridad.

Se encontraba en una gigantesca cueva, una caverna de roca cuyas medidas el ojo no estaba en condiciones de abarcar, puesto que las proporciones se quebraban y desaparecían en el bosque de estalactitas que colgaban del techo en pintorescos manojos. Del yacente de la cueva, brillante de humedad y entreverado de gravilla multicolor, surgían estalagmitas blancas y rosas, toscas y achaparradas en la base, esbeltas por arriba. Algunas de las puntas alcanzaban muy por encima de la cabeza del brujo. Algunas se unían por arriba con las estalactitas, formando acolumnadas estalagmitas. Nadie le gritaba. El único sonido que se podía oír era el eco del agua goteando y chapoteando.

Anduvo, despacio, directamente enfrente, en la oscuridad, entre las columnas de estalagmitas. Sabía que le estaban observando.

La falta de la espada a la espalda se hacía sentir con fuerza, importuna y claramente. Como la falta de un diente roto hacía poco tiempo.

Redujo el paso.

Algo que todavía un segundo antes había tomado por unas piedras redondas yaciendo a los pies de una estalagmita clavaba ahora en él unos ojos enormes y brillantes. En una masa compacta de greñas grisáceas cubiertas de polvo se abrían unas enormes mandíbulas y relucían unos colmillos cónicos

Barbeglaces.

Anduvo despacio y asentando los pies con cuidado. Los barbeglaces estaban por todos lados, grandes, medianos, pequeños, yacían en su camino, sin intenciones de apartarse. Hasta el momento se comportaban con tranquilidad; no estaba seguro, sin embargo, de lo que pasaría si pisaba a alguno.

Las estalagmitas eran ya como un bosque, no era posible caminar derecho, tenía que rodearlas. Desde arriba, desde la bóveda erizada de agujas como carámbanos, goteaba el agua.

Los barbeglaces -cada vez había más- le acompañaban en su marcha, revolcándose y amontonándose por el yacente. Escuchó su monótono chamulleo y sus bufidos. Percibió su olor penetrante y ácido.

Tuvo que detenerse. En su camino, entre dos estalagmitas, en un lugar que no le era posible evitar, yacía un equinopes bastante grande, una masa erizada de largas espinas. Geralt tragó saliva. Sabía bien que los equinopes podían disparar las espinas hasta una distancia de diez pies. Las espinas tenían una propiedad especial: una vez clavadas en el cuerpo, se quebraban y las afiladas puntas se hundían y «paseaban» cada vez más profundamente, hasta que por fin alcanzaban algún órgano sensible.

– Brujo tonto -escuchó en la oscuridad-. ¡Brujo cobarde! ¡Tiene miedo, ja, ja!

La voz sonaba extraña y ajena, pero Geralt ya había escuchado voces así más de una vez. Así hablaban seres que no estaban acostumbrados a comunicarse con ayuda del habla articulada, por eso tenía una acentuación y una entonación extraña, que alargaba las sílabas innaturalmente.

– ¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!

Se abstuvo de comentar nada. Se mordió los labios y pasó junto al equinopes. Las espinas del monstruo ondearon como los tentáculos de una actinia. Pero sólo por un momento; luego el equinopes se quedó inmóvil y comenzó a recordar de nuevo a un gran montón de hierba del pantano.

Dos enormes barbeglaces se cruzaron por su camino, farfullando y gruñendo. Desde arriba, de lo alto de la bóveda, le llegó el revoloteo de unas alas membranosas y unas risillas siseantes, una señal inequívoca de la presencia de portahojas y vespertilos.

– ¡Ha venido aquí un asesino, un matarife! ¡Un brujo! -Por la oscuridad se extendió la misma voz que había escuchado antes-. ¡Entró aquí! ¡Se atrevió! Pero no tiene espada, el matarife. ¿Cómo quiere matar? ¿Con la mirada? ¡Ja, ja!

– ¿O puede -se oyó una voz con una articulación todavía más innatural- que nosotros lo matemos? ¿Jaaa?

Los barbeglaces chamullaron en un coro furioso. Uno, grande como una calabaza madura, se acercó mucho y chasqueó sus dientes junto a los talones de Geralt. El brujo ahogó una maldición que le salió a los labios. Siguió adelante. Caía agua de las estalactitas, resonaba con un eco argentino.

Algo se pegó a su pierna. Se contuvo para no agitarla con violencia.

El ser era pequeño, no mucho mayor de un perro pequinés. También recordaba un poco al pequinés. En el rostro. Lo demás parecía de mono. Geralt no tenía ni idea de lo que era. En su vida había visto algo parecido.

– ¡Burujo! -articuló el pequinés con voz estridente, pero por completo inteligible, espasmódicamente agarrado a la bota de Geralt-. ¡Burujujo! ¡Jojoputa!

– Suéltate -dijo él a través de sus apretados dientes-. Suéltate de la bota o te doy una patada en el culo.

Los barbeglaces chamullaron todavía en taño más alto, violento y amenazador. Algo bramó en las tinieblas. Geralt no vio lo que había sido. Sonaba como una vaca, pero el brujo se apostaba cualquier cosa á que no había sido una vaca.

– ¡Burujo! ¡Jojoputa!

– Suelta mi bota -repitió, controlándose a duras penas-. He venido aquí sin armas, en paz. Me estás entorpeciendo…

Se detuvo y se atosigó con una ola de repugnante olor a causa del cual le lloraron los ojos y se le puso la carne de gallina.

El ser pequinoforme aferrado a su muslo desencajó los ojos y le defecó directamente sobre la bota. El asqueroso hedor estaba acompañado de sonidos todavía más asquerosos.

Lanzó una palabrota adaptada a la situación y separó de la pierna a la repugnante criatura. Mucho más delicadamente de lo que le correspondía. Pero y aun así sucedió lo que se esperaba.

– ¡Ha pegado una patada al pequeño! -gritó algo en la oscuridad, por encima de los huracanados chamulleos y bufidos de los barbeglaces-. ¡Ha pegado una patada al pequeño! ¡Ha dañado a uno menor que él!

Los barbeglaces más cercanos se le apretaron a los pies. Sintió cómo sus patillas nudosas y duras como una piedra lo agarraban e inmovilizaban. No se defendió, estaba completamente resignado. En la piel del más grande y más agresivo se limpió la bota enmendada. Le tiraron de las ropas, se sentó.

Algo grande se arrastró por una estalactita, saltó al suelo. Enseguida supo lo que era. Un llamador. Rechoncho, panzudo, peludo, de pies torcidos, de un ancho de tripa de como una braza, con una barba pelirroja que era incluso más ancha.

Al acercarse el llamador le iban acompañando unos temblores del suelo, como si no fuera el llamador el que se acercara, sino un percherón. Los pies callosos y anchos del monstruo tenían -por muy raro que esto sonara- una longitud cada uno de pie y medio.

El llamador se inclinó sobre él y emanó una peste a vodka. Los tunantes se destilan aquí su propio aguardiente, pensó Geralt maquinalmente.

– Has golpeado a uno menor que tú, brujo -le echó la peste en la cara el llamador-. Sin dar razón alguna atacaste y dañaste a una criaturilla pequeña, amable e inocente. Sabíamos que no se podía confiar en ti. Eres agresivo. Posees instintos asesinos. ¿Cuántos de nosotros has matado, canalla?

No le pareció adecuado responder.

– ¡Oooh! -El llamador le asfixió todavía más con el hedor de su alcohol digerido-. ¡Soñaba con esto desde niño! ¡Desde niño! Por fin se han cumplido mis sueños. Mira a la izquierda.

Miró como un idiota. Y recibió un puño derecho en los dientes de tal forma que vio la más absoluta claridad.

– ¡Ooooooh! -El llamador enseñó unos grandes dientes curvos desde el interior de una densa y apestosa barba-. ¡Soñaba con esto desde niño! Mira a la derecha.

– Basta. -Desde algún lugar en lo profundo de la caverna se escuchó una orden alta y sonora-. Basta de estos juegos y chanzas. Dejadlo ir.

Geralt escupió la sangre de su labio parido. Lavó la bota en una corriente de agua que caía de la pared. La mofeta con rostro de pequinés sonrió sarcástica, pero desde una distancia segura. El llamador también sonrió, mientras se masajeaba el puño.

– Ve, brujo -ladró-. Ve hacia él, ya que te llama. Yo esperaré. Porque al fin al cabo habrás de volver por aquí.

La caverna en la que entró, sorpresa, estaba llena de luz. A través de unas aberturas en la bóveda preñada de estalactitas caían unas columnas de claridad que se cruzaban, arrancando de las rocas y formaciones sedimentarias un espectáculo de brillos y colores. Además, en el aire colgaba una bola mágica de ardiente claridad, apoyada por los reflejos del cuarzo en las paredes. Pese a toda aquella iluminación, los límites de la caverna se perdían en la oscuridad, en una perspectiva de columnas de estalagmitas que desaparecían en la negra oscuridad.

En una pared, a la que la naturaleza había como preparado para aquel objetivo, se estaba creando en aquel momento una enorme escena de pinturas rupestres. El artista pintor era un alto elfo de cabello rubio, vestido con una toga manchada de pintura. En el brillo mágico-natural, su cabeza parecía estar rodeada por un halo luminoso.

– Siéntate. -El elfo, sin apartar la vista de la pintura, le señaló una roca a Geralt con un movimiento del pincel-. ¿No te han hecho daño?

– No. La verdad es que no.

– Tienes que perdonarlos.

– Cierto. Tengo.

– Son un poco como niños. Se alegraron terriblemente de tu venida.

– Ya lo he visto.

Sólo entonces le miró el elfo.

– Siéntate -repitió-. En un momento estaré a tu disposición. Ya estoy terminando.

Lo que estaba terminando el elfo era un animal estilizado, seguramente un bisonte. De momento sólo tenía listo el contorno, desde los imponentes cuernos hasta el no menos maravilloso rabo. Geralt se sentó en la roca señalada y se prometió a sí mismo ser paciente y humilde. Hasta las fronteras de lo posible.

El elfo silboteaba bajito a través de sus dientes apretados, sumergió el pincel en un recipiente con pintura y con rápidos movimientos pintó su bisonte de color violeta. Al cabo de un momento de reflexión pintó en un costado del animal unas rayas de tigre.

Geralt le contemplaba en silencio.

Por fin el elfo retrocedió un paso, admirando el fresco rupestre que mostraba ya toda una completa escena de caza. Unas delgadas figuritas humanas, armadas de arcos y lanzas y pintadas con unos negligentes toques de pincel, perseguían en salvajes saltos al bisonte violeta y rayado.

– ¿Qué se supone que tiene que ser esto? -Geralt no pudo resistirse.

El elfo le miró de pasada, mientras se llevaba la punta limpia del pincel a los labios.

– Esto es -explicó- una pintura prehistórica realizada por los primeros hombres que habitaron en esta caverna hace miles de años y se ocupaban sobre todo de cazar al ya largo tiempo extinguido bisonte violeta. Algunos de estos cazadores prehistóricos eran artistas, sentían una profunda necesidad de reaccionar artísticamente. Eternizar aquello que les rondaba en el espíritu.

– Fascinante.

– Claro que sí -admitió el elfo-. Vuestros científicos merodean desde hace años por las cavernas buscando las huellas de los hombres prehistóricos. Y cuantas veces las encuentran, se sienten fascinados sin medida. Puesto que encuentran pruebas de que no sois extraños en esta esfera y en este mundo a la vez. La prueba de que vuestros antepasados han habitado aquí desde hace siglos, de que por ello a sus herederos les pertenece este mundo. En fin, cada raza tiene derecho a algunas raíces. Incluso la vuestra, la humana, cuyas raíces hay que buscar más bien en la copa del árbol. Ja, un retruécano gracioso, ¿no crees? Digno de un epigrama. ¿Te gusta la poesía ligera? ¿Qué más piensas que se puede pintar aquí?

– Dibuja a los cazadores prehistóricos unos enormes falos tiesos.

– Es una buena idea. -El elfo sumergió el pincel en la pintura-. El culto fálico es típico de las civilizaciones primitivas. Puede también servir para que se forje la teoría de que la raza humana padece de degeneración física. Los antepasados tenían falos como porras, y a los descendientes no les quedaron más que unas ridículas pollitas… Gracias, brujo.

– No hay de qué. Oh, me rondaba en el espíritu. La pintura tiene un aspecto demasiado reciente como para ser prehistórica.

– Al cabo de tres o cuatro días los colores palidecen por influjo de la sal que colma la pared y la imagen se hace tan prehistórica que te caes de espaldas. Vuestros científicos se van a mear de gusto cuando lo vean. Apuesto la cabeza a que ninguno reconoce mi comedia.

– Lo reconocerán.

– ¿Y cómo?

– Porque no vas a ser capaz de no firmar tu obra maestra.

El elfo se rió seco.

– ¡Tocado! Me has descifrado sin error. Ah, es difícil que el artista apague la hoguera de las vanidades. Ya he firmado la pintura. Oh, aquí.

– ¿Eso no es una libélula?

– No. Es un ideograma que significa mi nombre. Me llamo Crevan Espane aep Caomhan Macha. Por comodidad utilizo el alias de Avallad! y también de este modo puedes dirigirte a mí.

– No dejaré de hacerlo.

– A ti, por tu parte, te llaman Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sin embargo, en la actualidad no te dedicas a perseguir a monstruos y bestias, te ocupas de buscar a muchachas desaparecidas.

– Las noticias se extienden asombrosamente rápido. Y asombrosamente lejos. Y asombrosamente profundo. Al parecer has predicho que yo iba a aparecer por aquí. Entonces, ¿he de entender que sabes predecir el futuro?

– Predecir el futuro -Avallac´h se limpió las manos en un trapo- puede hacerlo cualquiera. Y todo el mundo lo hace, porque en realidad es fácil. Lo difícil es acertar.

– Un argumento elegante y digno de un epigrama. Tú, está claro, sabes acertar.

– Y bastante a menudo. Yo, querido Geralt, sé muchas cosas y sé hacer muchas cosas. Al fin y al cabo, esto lo señala mi título académico, como diríais vosotros, humanos. Al completo: Aen Saevherne.

– Un Sabedor.

– Exactamente.

– ¿Y que tiene ganas, espero, de compartir su saber?

Avallac´h guardó silencio durante un instante.

– ¿Compartir? -dijo por fin, arrastrando las sílabas-. ¿Contigo? El saber, querido mío, es un privilegio, y el privilegio sólo se comparte con los que son iguales a uno. ¿Y por qué yo, elfo, Sabedor, miembro de la élite, tendría que compartir nada con el descendiente de un ser que apareció en el universo hace nada más que cinco millones de años, evolucionando a partir del mono, la rata, el chacal u otro mamífero? ¿Un ser que precisó alrededor de un millón de años para descubrir que con ayuda de dos manos peludas podía realizar no sé qué operación con un hueso mordisqueado? ¿Y que después de lo cual se metió ese hueso en el ano, gimiendo de felicidad?

El elfo guardó silencio, se dio la vuelta y clavó los ojos en su pintura.

– ¿Por qué -repitió- te atreves a juzgar que voy a compartir contigo cualquier saber, humano? ¡Dímelo!

Geralt se limpió la bota de los restos de mierda.

– ¿Puede -replicó seco- que porque sea inevitable?

El elfo se dio la vuelta bruscamente.

– ¿Qué -preguntó a través de los dientes apretados- es inevitable?

– ¿Puede -Geralt no tenía ganas de alzar la voz- que porque cuando pasen unos cuantos años más los humanos se vayan a adueñar por su cuenta de todo saber, sin importarles si alguien quiere compartirlo con ellos o no? ¿Incluyendo el saber acerca de lo que tú, elfo y Sabedor, tan hábilmente escondes tras unos frescos rupestres? ¿Contando con que los humanos no van a querer destrozar con picos esa pared, pintada con falsas pruebas de la existencia de hombres primitivos? ¿Qué? ¿Tu hoguera de las vanidades?

El elfo bufó. Muy alegre.

– Oh, sí -dijo-. Una vanidad verdaderamente ligada a la estupidez sería considerar que no vais a destrozar algo. Lo destrozáis todo. Sólo que, ¿qué pasa con ello? ¿Qué pasa con ello, humano?

– No lo sé. Dímelo. Y si no lo consideras adecuado, entonces me iré. Lo mejor, por otra salida, porque en aquélla está esperándome tu traviesa compañía con el deseo de romperme las costillas.

– De acuerdo. -El elfo extendió la mano con un brusco movimiento y la pared de roca se abrió con un chirrido y un chasquido, partiendo brutalmente en dos al bisonte violeta-. Vete entonces. Sal a la luz. En sentido literal o figurado, suele ser el camino correcto.

– Da un poco de pena -murmuró Geralt-. Me refiero al fresco.

– Bromeas -dijo el elfo al cabo de un instante de silencio, sorprendentemente suave y amistoso-. Al fresco no le pasará nada. Con un hechizo idéntico cerraré la roca, no quedará ni la huella de una grieta. Ven. Saldré contigo, te guiaré. He llegado a la conclusión de que sí que tengo algo que contarte. Y que mostrarte.

Al otro lado reinaba la oscuridad, pero el brujo enseguida supo que la cueva era enorme, por la temperatura y el movimiento del aire. La grava sobre la que caminaban estaba húmeda.

Avallac´h hizo luz con un hechizo, al modo élfico, sólo con un gesto, sin pronunciar un encantamiento. La bola luminiscente voló hacia el techo, unas formaciones de cristal de roca en las paredes de la gruta ardieron con una miríada de reflejos y brillos, las sombras bailaron. Contra su propia voluntad, el brujo lanzó un suspiro.

No era la primera vez que veía esculturas y relieves élficos, pero cada vez, la sensación era la misma. Que las figuras de elfos y elfas congeladas en pleno movimiento, en mitad de un parpadeo, no eran obra del cincel de un escultor sino efecto de algún poderoso hechizo capaz de transformar los tejidos vivos en blanco mármol de Amell.

La estatua más cercana representaba a una elfa sentada con los pies recogidos sobre una placa de basalto. La elfa volvía la cabeza como si se hubiera alarmado por unos pasos que se acercaran. Estaba completamente desnuda. El mármol blanco, pulido hasta lograr un brillo lácteo, lograba que hasta se sintiera el calor emanando de la estatua.

Avallac´h se detuvo y se apoyó sobre una de las columnas que delimitaban el camino entre el paseo de estatuas.

– Por segunda vez -habló despacio- me has descifrado al momento, Geralt. Sí, tenías razón, las pinturas de bisontes en la roca eran un camuflaje. Que se supone que tenía que evitar que cavaran y atravesaran la pared. Que se supone que tenía que proteger todo esto del robo y la devastación. Todas las razas, la élfica también, tienen derecho a sus raíces. Lo que ves aquí son nuestras raíces. Pisa, por favor, con cuidado. Esto es, en realidad, un cementerio.

Los reflejos de luz que bailaban en los cristales de roca arrancaban más detalles a las tinieblas: detrás del paseo de las estatuas se veían columnatas, escaleras, galerías de anfiteatros, arquerías y peristilos. Todo de mármol blanco.

– Quisiera -siguió Avallac´h, deteniéndose y señalando con una mano- que todo esto perdurara. Incluso cuando nosotros nos vayamos, cuando todo este continente y todo este mundo se encuentre bajo una capa de una milla de espesor de hielo y nieve, Tir ná Béa Arainne perdurará. Nos iremos de aquí, pero volveremos algún día. Nosotros, los elfos. Nos lo ha prometido Aen Ithlinnespeath, las profecías de Ithlinne Aegli aep Aevenien.

– ¿De verdad creéis en ella? ¿En esa pitonisa? ¿Tan profundo es vuestro fatalismo?

– Todo -el elfo no le miraba a él sino a la columna de mármol cubierta de un relieve delicado como una tela de araña- ha sido ya predicho y profetizado. Vuestra llegada al continente, la guerra, la sangre de elfo y de humano vertida. El desarrollo de vuestra raza y la decadencia de la nuestra. La lucha de los gobernantes del norte y del sur. Y la rebelión del rey del sur contra los reyes del norte y la invasión de sus tierras como si fuera una inundación. Ellos serán aplastados y sus naciones destruidas… Y así comenzará el fin del mundo. ¿Recuerdas el texto de Mina, brujo? Quien esté lejos, morirá de la peste. Quien esté cerca, caerá por la espada. Quien se esconda, morirá de hambre. Quien perviva, se perderá por el frío… Puesto que se acerca Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Espada y el Hacha, el Tiempo del Odio, el Tiempo del Invierno Blanco y de la Ventisca del Lobo…

– Poesía.

– ¿Lo prefieres menos poético? A causa de un cambio en el ángulo de caída de los rayos solares se desplazará, y mucho, la frontera de los hielos eternos. El hielo que vendrá del norte destrozará estas montañas y se arrastrará lejos hacia el sur. Todo quedará cubierto por la blanca nieve. Una capa de más de una milla de espesor. Y hará frío, mucho frío.

– Tendremos que llevar calzoncillos largos -dijo Geralt sin emoción-. Zamarras. Y gorros de piel.

– Me lo has quitado de la boca -el elfo, sereno, concedió-. Y con esos calzoncillos y esas zamarras sobreviviréis hasta que algún día volváis aquí, a cavar y a registrar estas cavernas, para destruir y robar. La profecía de Itlina no lo dice, pero yo lo sé. No hay forma de destruir por completo ni a los humanos ni a las cucarachas, siempre queda por lo menos una parejita. En lo que concierne a nosotros, los elfos, Itlina es bastante más decidida: sólo se salvarán aquéllos que sigan a Golondrina. La Golondrina, el símbolo de la primavera, es la salvadora, aquélla que abrirá la Puerta Prohibida, el camino de la salvación. Y permitirá la resurrección del mundo. La Golondrina, la Hija de la Antigua Sangre.

– ¿Es decir, Ciri? -Geralt no aguantó-. ¿O un hijo de Ciri? ¿Cómo? ¿Y por qué?

Avallac´h, daba la sensación, no había escuchado.

– La Golondrina de la Antigua Sangre -repitió-. De su sangre. Ven. Y mira.

Incluso entre aquellas otras estatuas increíbles por su realismo, atrapadas en un movimiento o un gesto, la señalada por Avallad! se distinguía. Una elfa de mármol blanco, que medio yacía en una plataforma, producía la impresión como si, habiéndola despertado, fuera a sentarse y levantarse al momento siguiente. Estaba vuelta con el rostro hacia un lugar vacío a un lado, y la mano alzada parecía tocar allí algo invisible.

En el rostro de la elfa se pintaba una expresión de serenidad y felicidad.

Pasó mucho tiempo antes de que Avallac´h rompiera el silencio.

– Ésta es Lara Dorren aep Shiadhal. Por supuesto, esto no es una tumba, sino un cenotafio. ¿Te extraña la posición de la estatua? En fin, el proyecto de cincelar en el mármol a los dos legendarios amantes no obtuvo muchos apoyos. Lara y Cregennan de Lod. Cregennan era un humano, hubiera sido una profanación el despilfarrar el mármol de Amell en una estatua suya. Hubiera sido una blasfemia colocar aquí la estatua de un ser humano, en Tir ná Béa Arainne. Por otro lado, todavía un crimen mayor hubiera sido destruir con premeditación la memoria de aquel sentimiento. Así que se llegó al justo medio. Cregennan… formalmente no está aquí. Y sin embargo lo está. En la mirada y en el gesto de Lara. Los amantes están juntos. Ni siquiera la muerte consiguió separarlos. Ni la muerte ni el olvido… Ni el odio.

Al brujo le pareció que la voz de indiferencia del elfo se había transformado por un instante. Pero aquello seguramente no era posible.

Avallac´h se acercó a la estatua, con precaución, con un movimiento delicado acarició el brazo de mármol. Luego se dio la vuelta y en su rostro triangular apareció de nuevo su acostumbrada sonrisa levemente burlona.

– ¿Sabes, brujo, cuál es la peor desventaja de una larga vida?

– No.

– El sexo.

– ¿Cómo?

– Has oído bien. El sexo. Al cabo de menos de cien años acaba por hacerse aburrido. Nada hay en ello que pudiera fascinar y excitar, que tuviera la belleza excitante de la novedad. Ya se ha hecho de todo… De una u otra forma, pero todo. Y entonces, de pronto, tiene lugar la Conjunción de las Esferas y aparecéis vosotros aquí, los humanos. Aparecen aquí los humanos supervivientes, que provienen de otro mundo, de vuestro antiguo mundo, el cual conseguisteis destruir con vuestras propias manos, todavía cubiertas de pelos, apenas cinco millones de años después de haberos formado como género. Sois apenas un puñado, el tiempo de vida media que tenéis es ridículamente corto, así que vuestra perduración depende de la velocidad de multiplicaros, por eso el deseo de lujuria no os abandona nunca, el sexo os gobierna por completo, es un impulso más fuerte incluso que el instinto de supervivencia. Morir, ¿por qué no?, siempre y cuando antes pueda uno follar. Ésa, en pocas palabras, es toda vuestra filosofía.

Geralt no le interrumpió ni comentó nada, aunque tenía muchas ganas de hacerlo.

– ¿Y de pronto qué sucede? -siguió Avallac´h-. Los elfos, aburridos de sus aburridas elfas, se lían con las siempre dispuestas mujeres humanas; las aburridas elfas se entregan, por curiosidad perversa, a vuestros sementales humanos, siempre llenos de vigor y fuerza. Y ocurre algo que nadie ha conseguido explicar: las elfas, que normalmente sólo ovulan una vez cada diez o veinte años, desde que copulan con los humanos, comienzan a ovular con cada intenso orgasmo. Actúa no sé qué hormona oculta o combinación de hormonas. Las elfas entienden que, en la práctica, sólo pueden tener hijos con los humanos. Fue por las elfas que no os exterminamos cuando aún éramos más fuertes. Y luego vosotros fuisteis más fuertes y comenzasteis a exterminarnos a nosotros. Pero aún teníais aliados entre las elfas. Ellas eran las partidarias de la convivencia, la cooperación y la coexistencia… y no querían reconocer que, en realidad, se trataba del coacostarse.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? -gruñó Geralt.

– ¿Contigo? Absolutamente nada. Pero mucho con Ciri. Puesto que Ciri es descendiente de Lara Dorren aep Shiadhai, y Lara Dorren era partidaria de la coexistencia con los humanos. Principalmente con un humano. Con Cregennan de Lod, hechicero humano. Lara Dorren coexistió con el mencionado Cregennan a menudo y con éxito. Más claro: se quedó embarazada.

También esta vez el brujo guardó silencio.

– El problema yacía en que Lara Dorren no era una elfa común y corriente. Era un depósito genético. Especialmente preparado. El resultado de muchos años de trabajo. En unión con otro depósito, un elfo, se entiende, había de dar a luz a un niño todavía más especial. Concibiendo de la semilla de un humano, enterró aquella posibilidad, tiró por la borda el resultado de cientos de años de planes y preparaciones. Así por lo menos se pensó entonces. Nadie sospechó que el mestizo engendrado por Cregennan pudiera heredar de su valiosa madre algo positivo. No, un matrimonio tan desigual no podía traer consigo nada bueno…

– Y por ello -le interrumpió Geralt- fue severamente castigado.

– No de la forma que piensas. -Avallac´h le lanzó una rápida mirada-. Aunque la unión de Lara Dorren y Cregennan produjo un perjuicio incalculable a los elfos mientras que a los humanos sólo les podía venir bien, fueron los humanos, no los elfos, los que asesinaron a Cregennan. Los humanos, no los elfos, produjeron la perdición de Lara. Exactamente así fue, pese a que muchos elfos tenían motivos para odiar a los amantes. También motivos personales.

A Geralt, por segunda vez, le sorprendió un leve cambio en el tono de voz del elfo.

– De una u otra forma -siguió Avallac´h-, la coexistencia estalló como una burbuja de jabón, las razas se echaron mutuamente a la garganta. Comenzó la guerra que perdura hasta hoy. Y en este tiempo, el material genético de Lara… existe, como seguro que ya te has imaginado. E incluso se ha desarrollado. Por desgracia, ha sufrido mutación. Sí, sí. Tu Ciri es una mutante.

Tampoco esta vez el elfo esperó a que dijera algo.

– En esto metieron las narices por supuesto vuestros hechiceros, que unieron hábilmente al individuo criado con una parejita, pero también se les escapó de su control. Pocos son los que se imaginan por qué milagro el material genético de Lara Dorren se reavivó con tanta potencia en Ciri, cuál fue el disparador. Pienso que Vilgefortz lo sabe, ese mismo Vilgefortz que te molió las costillas en Thanedd. Los hechiceros que hacían experimentos con los descendientes de Lara y Riannon, llevando a cabo durante algún tiempo una crianza regular, no obtuvieron los resultados deseados, se aburrieron y abandonaron el experimento. Pero el experimento continuó, sólo que ahora autónomamente. Ciri, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, tataranieta de Riannon, es una verdadera descendiente de Lara Dorren. Vilgefortz se enteró de ello seguramente por casualidad. También lo sabe Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.

– Y tú también lo sabes.

– Yo, de hecho, sé mucho más que los dos. Pero esto no tiene importancia. El molino de la predestinación actúa, muele el grano del destino… Lo que está predestinado, habrá de pasar.

– ¿Y qué tendrá que pasar?

– Lo que está predestinado. Lo que fuera decidido desde el principio; dicho esto, por supuesto, en sentido figurado. En fin, algo que está determinado por la acción infalible de un mecanismo en cuyas bases yace el Objetivo, el Plan y el Resultado.

– Esto es o bien poesía o bien metafísica. O lo uno y lo otro, porque a veces es difícil distinguirlas. ¿No sería posible que dijeras algo concreto?

¿Aunque fuera minimamente? Con gusto discutiría contigo de esto y aquello, pero resulta que tengo prisa.

Avallac´h lo midió con una mirada penetrante.

– ¿Y por qué tienes tanta prisa? Ah, perdona… Tú, me da la impresión, no has entendido nada de lo que he dicho. Así que te lo diré directamente: tu gran aventura de salvamento carece de sentido. Lo ha perdido por completo.

»Hay varios motivos -siguió el elfo mirando el rostro pétreo del brujo-. En primer lugar es demasiado tarde ya, el mal fundamental ya ha sido realizado, no estás en situación de salvar a la muchacha. En segundo lugar, ahora, cuando ha entrado ya en el camino verdadero, Golondrina sabrá arreglárselas sola estupendamente, posee una fuerza demasiado poderosa dentro de sí como para tener miedo de nada. Así que tu ayuda es innecesaria. Y en tercer lugar… Hummm…

– Te. estoy escuchando todo el tiempo, Avallac´h. Todo el tiempo.

– En tercer lugar… en tercer lugar, otra persona la está ayudando ahora. Creo que no serás tan arrogante para creer que el destino sólo y exclusivamente te haya ligado a ti con ella.

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– Entonces, hasta la vista.

– Espera.

– Ya te he dicho. Tengo prisa.

– Pongamos por un momento -le dijo sereno el elfo- que yo de verdad sé lo que va a pasar, que veo el futuro. Si te digo que lo que ha de pasar pasará independientemente de tus esfuerzos. De tus iniciativas. Si te comunico que podrías buscar un lugar tranquilo en la tierra y sentarte allí, sin hacer nada, esperando a que se cumplan las consecuencias inevitables de la cadena de circunstancias, ¿te decidirías a hacer algo así?

– No.

– ¿Y si te comunico que tu actividad, que atestigua tu falta de fe en el inquebrantable mecanismo del Objetivo, el Plan y el Resultado, puede, aunque la probabilidad sea exigua, cambiar en verdad algo, pero exclusivamente para peor? ¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veo en tu gesto que no. Así que te preguntaré simplemente: ¿por qué no?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– De verdad.

– Pues porque simplemente no creo en tus vulgaridades metafísicas acerca de objetivos, planes y pensamientos primigenios de los creadores. No creo tampoco en vuestra famosa profetisa Itlina ni en otras pitonisas. La considero a ella, imagínate, la misma chorrada y el mismo humbug que tus pinturas rupestres. Un bisonte violeta, Avallac´h. Nada más. No sé si es que no puedes o no quieres ayudarme. Sin embargo, no te guardo rencor…

– Dices que no puedo o no quiero ayudarte. ¿De qué modo podría?

Geralt reflexionó durante un momento, completamente consciente de que de la apropiada formulación de la pregunta dependían muchas cosas.

– ¿Voy a recuperar a Ciri?

La respuesta fue inmediata.

– La recuperarás. Sólo para perderla de inmediato. Y esta vez para siempre, sin vuelta atrás. Antes de que se llegue a eso, perderás a todos los que te acompañan. Uno de tus camaradas lo perderás en las próximas semanas, puede que incluso días. Puede que incluso horas.

– Gracias.

– Todavía no he terminado. Una consecuencia directa y rápida de tu injerencia en la rueda del molino del Objetivo y el Plan será la muerte de varias decenas de miles de personas. Lo que al fin y al cabo no tiene gran importancia, puesto que no mucho tiempo después perderán la vida varias decenas de millones de personas. El mundo como lo conoces simplemente desaparecerá, dejará de existir, para que, al cabo del tiempo necesario, resucite de una forma completamente distinta. Pero sobre ello precisamente nadie tiene ni tendrá la mínima influencia, nadie es capaz de impedirlo ni de invertir el orden de las cosas. Ni tú, ni yo, ni los hechiceros, ni los Sabedores. Ni siquiera Ciri. ¿Qué dices a eso?

– Un bisonte violeta. Pero con todo ello, te lo agradezco, Avallad!,

– En cierto modo -el elfo se encogió de hombros-, siento cierta curiosidad por saber lo que puede causar una piedra que caiga en la rueda del molino… ¿Puedo hacer algo más por ti?

– Creo que no. Porque supongo que mostrarme a Ciri no podrás, ¿no?

– ¿Quién ha dicho eso?

Geralt contuvo el aliento.

Avallada se dirigió con rápidos pasos en dirección a la pared de la caverna, haciendo una señal al brujo para que le siguiera.

– Las paredes de Tir ná Béa Arainne -señaló los centelleantes cristales de roca- poseen propiedades especiales. Y yo, modestia aparte, poseo habilidades especiales. Pon tus manos aquí. Mira fijamente. Piensa con intensidad. En que ella te necesita mucho ahora. Y declara que se muestre aquí tu deseo de ayudarla. Piensa que quieres correr en su auxilio, estar a su lado, algo de este estilo. La imagen debiera aparecer sola. Y ser clara. Contempla, pero abstente de reacciones violentas. No digas nada. Será una visión, no una comunicación.

Obedeció.

La primera visión, pese a lo prometido, no era clara. Era confusa, pero a cambio, tan violenta que retrocedió inconscientemente. Una mano cortada sobre una mesa… La sangre salpicando sobre una tabla vítrea… Esqueletos humanos montados en esqueletos de caballos… Yennefer, cargada de cadenas…

¿Una torre? ¿Una torre negra? ¿Y detrás de ella, al fondo… la aurora-boreal?

Y de pronto, sin advertencia, la imagen se aclaró. Hasta demasiado clara.

– ¡Jaskier! -gritó Geralt-, ¡Milva! ¡Angouléme!

– ¿Eh? -se interesó Avallad!-. Ah, sí. Me parece que lo has destrozado todo.

Geralt retrocedió de la pared de la caverna, a poco no se cayó sobre el suelo de basalto.

– ¡No me importa una mierda! -gritó-. Escucha, AvallacTi, tengo que ir lo más deprisa posible a ese bosque de los druidas…

– ¿A Caed Myrkvid?

– ¡Cierto! ¡A mis amigos les amenaza allí un peligro mortal! ¡Una lucha por sobrevivir! También están amenazadas otras personas… ¿Por dónde más deprisa…? ¡Ah, al diablo! Vuelvo a por el caballo y la espada…

– Ningún caballo -le interrumpió el elfo con serenidad- será capaz de llevarte hasta la floresta de Myrkvid antes de que caiga la oscuridad…

– Pero yo…

– Todavía no he terminado. Ve a por esa tu famosa espada y yo entretanto te buscaré una montura. Una montura perfecta para las sendas de la montaña. Se trata de una montura un poco, diría, atípica… Pero gracias a ella estarás en Caed Myrkvid dentro de menos de media hora.

El llamador apestaba como un caballo, y aquí se acababa todo parecido. Geralt había visto una vez en Mahakam un concurso de doma de muflones organizado por los enanos y le había parecido el deporte más extremo posible. Pero sólo ahora, subido a los lomos de un llamador que corría como un loco, supo lo que era lo verdaderamente extremo.

Para no caer, clavaba convulsivamente los dedos en las ásperas greñas y apretaba con los muslos los peludos costados del monstruo. El llamador apestaba a sudor, orina y vodka. Corría como si estuviera poseído, la tierra temblaba bajo los golpes de sus gigantescos pies, como si las plantas fueran de bronce. Reduciendo apenas la velocidad, se lanzó por la pendiente y corrió por ella tan deprisa que el aire le aullaba en las orejas. Volaba por sobre unas aristas, unos senderos y unos salientes tan estrechos que Geralt apretó los párpados para no mirar abajo. Cruzó saltos de agua, cascadas, abismos y grietas que no las saltaría un muflón y cada uno de sus saltos culminados con éxito eran acompañados por un salvaje y ensordecedor rugido. Es decir, todavía más salvaje y ensordecedor de lo acostumbrado, puesto que el llamador bramaba prácticamente sin pausa.

-¡No corras así! -La fuerza del viento volvía a introducir las palabras del brujo en su garganta.

– ¿Por qué?

– ¡Por que has bebido!

– ¡Uuuuuuuaaahaaaaah!

Volaban. Le silbaban los oídos.

El llamador apestaba.

El golpeteo de los enormes pies sobre las rocas se redujo, crujieron los pedregales y los canchales. Luego el firme se hizo menos pedregoso, pasó raudo algo verde que podría haber sido un pino enano. Luego cruzó fugaz una mancha verde y broncínea, porque el llamador en sus locos brincos atravesaba un bosque de abetos. El olor de la resina se mezcló con el hedor del monstruo.

– ¡Uaaahaaah!

Se acabaron los abetos, crepitaban las hojas caídas. Ahora los colores eran el rojo, el burdeos, el ocre y el amarillo.

– ¡Más despacioooooo!

– ¡Uaaahaaah!

El llamador atravesó de un largo salto un montón de troncos caídos. Geralt por poco no se mordió la lengua.

La furiosa cabalgata se terminó de la misma forma poco ceremoniosa en que había empezado. El llamador clavó el talón en la tierra, bramó y tiró al brujo sobre una pendiente cubierta de hojas. Geralt yació allí un instante, no podía ni siquiera maldecir. Luego se levantó, gruñendo y masajeándose la rodilla, en la que de nuevo se le había presentado el dolor.

– No te has caído -afirmó el llamador, y la voz era de asombro-. Vaya, vaya.

Geralt no dijo nada.

– Ya hemos llegado. -El llamador señaló con su pata peluda-. Esto es Caed Myrkvid.

Bajo ellos yacía un valle cubierto de niebla. Por encima del vaho sobresalían las puntas de altos árboles.

– Esta niebla -el llamador se anticipó a su pregunta- no es natural. Aparte de ello, se siente el humo desde aquí. En tu lugar, me daría prisa. Eeeh, iría contigo… ¡Me muero de ganas de lucha! ¡Y ya cuando niño soñaba con cargar algún día sobre los humanos con un brujo a los lomos! Pero Avallac´h me prohibió mostrarme. Por la seguridad de toda nuestra comunidad…

– Lo sé.

– No me guardes rencor porque te diera en los morros.

– No te lo guardo.

– Eres un hombre de verdad.

– Gracias. También por estas palabras.

El llamador mostró los dientes desde debajo de su roja barba y exhaló un olor a vodka.

– El gusto ha sido mío.

La niebla que anegaba el bosque de Myrkvid era densa y tenía unos perfiles irregulares, que recordaban a un montón de nata que un cocinero falto de razón hubiera colocado encima de una tarta. Aquella niebla le recordaba al brujo a Brokilón. El bosque de las dríadas a menudo estaba cubierto por un vaho mágico de protección y camuflaje parecido. Un parecido también a Brokilón había en la atmósfera solemne y amenazadora del bosque, allí, en los bordes, que en su mayor parte se componían de alisos y de hayas.

Y de la misma forma que en Brokilón, ya al borde del bosque, en un sendero cubierto de hojas, Geralt casi se tropezó con unos cadáveres.

Los cuerpos horriblemente destrozados no eran ni de druidas ni de nilfgaardianos, y con toda seguridad tampoco pertenecían a la hansa de Ruiseñor y Schirrú. Antes de que Geralt entreviera en la niebla las siluetas de unos carros recordó que Regis le había hablado de unos peregrinos. Daba la sensación de que la peregrinación había terminado de forma no muy afortunada para algunos peregrinos.

El hedor del humo y los fuegos, desagradable en el aire húmedo, se iba volviendo cada vez más manifiesto, señalaba el camino. Luego el camino lo señalaron también unos sonidos. Gritos. Y la música desafinada, con sonido a gato, de una zanfona.

Geralt aceleró el paso.

En un camino anegado por la lluvia había un carro. Junto a una rueda había más cadáveres.

Uno de los bandidos rebuscaba en el carro, tiraba al camino objetos y herramientas. El segundo sujetaba a los caballos, un tercero le quitaba al peregrino muerto un capote de linces cruzados… El cuarto hacía girar el arco de una zanfona que debía de haber encontrado entre el botín. Por nada en el mundo parecía ser capaz de extraer de ella siquiera una nota limpia.

La cacofonía le vino bien. Ocultaba el sonido de los pasos de Geralt.

La música se interrumpió con brusquedad, las cuerdas de la zanfona lanzaron un gemido desgarrador, el ladrón cayó sobre las hojas y las regó de sangre. El que sujetaba los caballos ni siquiera acertó a gritar, el sihill le cortó la yugular. El tercer ladrón no consiguió saltar del carro, cayó, bramando, rajada la arteria femoral. El último consiguió incluso extraer la espada de la vaina. Pero ya no alcanzó a alzarla.

Geralt se limpió con el pulgar una mancha de sangre.

– Sí, hijos -dijo en dirección al bosque y al olor a humo-. Fue una idea tonta. No tendríais que haber hecho caso a Ruiseñor y Schirrú. Había que haberse quedado en casa.

Al poco se topó con el siguiente carro y los siguientes muertos. Entre los muchos peregrinos rajados y golpeados yacían también druidas con sus manchadas túnicas blancas. El humo de un lejano fuego se arrastraba bajito sobre la tierra.

Esta vez los ladrones estaban más alerta. Sólo consiguió acercarse sin ser advertido a uno, que estaba ocupado en arrancar unos anillos y pulseras de baratillo del brazo de una mujer muerta. Geralt, sin pensar, le dio un tajo al bandido, el bandido gritó y entonces los otros, que eran bandoleros mezclados con nilfgaardianos, se lanzaron sobre él con un aullido.

Retrocedió al bosque, junto al árbol más cercano, para guardarse las espaldas con el tronco de un árbol. Pero antes de que le alcanzaran los ladrones, sonaron unos cascos de caballo y de entre los arbustos y la niebla surgió un gigantesco caballo cubierto con una gualdrapa ajedrezada al sesgo de color amarillo y rojo. El caballo transportaba a un jinete en completa armadura, con una capa blanca como la nieve y un yelmo con una visera en pico cubierta de agujeros. Antes de que los bandidos consiguieran reponerse, ya tenían encima al caballero y éste les estaba dando tajos a diestro y siniestro y la sangre brotaba como de una fuente. Era una hermosa vista.

Geralt, sin embargo, no tenía tiempo para andar contemplando nada, pues dos enemigos se le echaban encima, uno era un bandido con un jubón de color cereza y el otro un nilfgaardiano de negra vestimenta. Al bandolero, que logró cubrirse por pura casualidad, le cortó a través de la boca. El nilfgaardiano, al ver dientes volando por el aire, puso pies en polvorosa y desapareció entre la niebla.

A Geralt casi le aplastó un caballo con una gualdrapa ajedrezada. Galopaba sin jinete.

Sin vacilar, saltó sobre los matorrales hacia el lugar del que provenían unos gritos, unas maldiciones y unos golpes.

Tres bandidos habían tirado de la silla al caballero de la capa blanca y ahora intentaban asesinarlo. Uno, que estaba con las piernas abiertas, blandía un hacha, un segundo daba tajos con la espada, un tercero, pequeño y pelirrojo, saltaba a su alrededor como una liebre buscando la ocasión y un lugar no cubierto por la armadura para clavarle una lanza. El caído caballero gritaba algo ininteligible desde el interior de su casco y rechazaba los golpes con un escudo que sujetaba con ambas manos. Tras cada golpe del hacha, el escudo estaba cada vez más bajo, ya casi se apretaba contra el pecho. Estaba claro que uno o dos golpes más y las tripas del caballero fluirían a través de las grietas de la armadura.

En tres saltos, Geralt se encontró en mitad del torbellino, le sajó en la nuca al pelirrojo de la lanza, dio un amplio corte en la barriga al del hacha. El caballero, ágil pese a su armadura, le sacudió al tercer bandido en la rodilla con el escudo y cuando cayó le aporreó tres veces en la cara hasta que la sangre le salpicó la rodela. Se puso de rodillas, palpó entre los juncos en busca de su espada, zumbando como un enorme tábano de latón. De pronto vio a Geralt y se quedó inmóvil.

– ¿En manos de quién me encuentro? -tronó desde lo profundo del casco.

– En manos de nadie. Éstos que aquí yacen son también mis enemigos.

– Ah… -El caballero intentó elevar la visera, pero la chapa estaba golpeada y el mecanismo se había bloqueado-. ¡Por mi honor! Gracias mil por vuestra ayuda.

– A vos. Al fin y al cabo fuisteis vos quien acudió en mi ayuda.

– ¿De verdad? ¿Cuándo?

No ha visto nada, pensó Geralt. Ni siquiera me advirtió a través de los agujeritos de esa olla de acero.

– ¿Cómo sois llamado? -preguntó el caballero.

– Geralt. De Rivia.

– ¿Armas?

– No es hora, señor caballero, para la heráldica.

– Por mi honor, verdad decís, valiente gentilhombre Geralt. -El caballero encontró su espada, se levantó. Su escudo mellado -como la gualdrapa de su caballo- estaba cubierto por un diseño ajedrezado al sesgo de color amarillo y rojo, en cuyos campos se veían alternativamente las letras A y H.

– Éste no es el escudo de mi linaje -zumbó aclarándolo-. Son las iniciales de mi señora, la condesa Anna Henrietta. Yo me llamo el Caballero del Ajedrez. Soy caballero andante. No me está permitido revelar mi nombre ni mis atributos. Hice juramento de caballero. Por mi honor, de nuevo, gracias por la ayuda, caballero.

– Mío ha sido el placer.

Uno de los bandoleros caídos gimió e hizo susurrar las hojas. El Caballero del Ajedrez se acercó y con una potente puñalada lo clavó a la tierra. El bandido agitó las manos y los pies como una araña clavada a un alfiler.

– Aprestémonos -dijo el caballero-. Todavía merodean los malandrines por estos lares. ¡Por mi honor, no es hora de descansar!

– Cierto -reconoció Geralt-. Una banda deambula por el bosque, matando a peregrinos y druidas. Mis amigos están en peligro…

– Disculpad un momento.

Otro bandido daba señales de vida. También resultó clavado con brío y con sus pies extendidos hizo tal trenza que hasta se le cayeron las botas.

– Por mi honor. -El Caballero del Ajedrez se limpió la espada al musgo-. ¡Difícil les resulta a estos truhanes el separarse de la vida! No os ha de sorprender, oh caballero, que dé la puntilla a los heridos. Por mi honor, antes no lo hacía. Mas estos bellacos recobran la salud con tal prontitud, que el hombre honrado no puede más que envidiarlos. Desde que hubiera de medirme con un tunante tres veces seguidas, comencé a rematarlos cuidadosamente. De modo que fuera para siempre.

– Entiendo.

– Yo, como veis, soy un andante. ¡Mas mi honor no tiene mella! Oh, aquí está mi caballo. Ven aquí, Bucéfalo.

El bosque se hizo más espacioso y claro, comenzaron a dominar los grandes robles de coronas amplias, pero poco densas. El humor y el hedor de los incendios se sentía ya cerca. Y al poco, los vieron.

Ardían los tejados cubiertos de juncos de las cabañas de un poblado no muy grande. Ardían las lonas de unos carros. Entre los carros yacían cadáveres, muchos de ellos con blancas túnicas druídicas visibles desde lejos.

Los bandidos y los nilfgaardianos, dándose a sí mismos valor a base de aullidos y escondiéndose tras unos carros que empujaban delante de sí, atacaban una gran casa que se alzaba sobre pilotes. La casa estaba construida de sólidas vigas de madera y cubierta con tejas de madera dispuestas en pendiente, por las que resbalaban sin hacer daño las antorchas arrojadas por los bandidos. La casa sitiada se defendía y contraatacaba con éxito: ante los ojos de Geralt uno de los bandidos se asomó descuidadamente por fuera del carro y cayó, como tocado por un rayo, con una flecha en el cráneo.

– ¡Vuestros amigos -alardeó de perspicacia el Caballero del Ajedrez- deben de estar en aquel edificio! ¡Por mi honor, en arduo asedio se encuentran! ¡Vayamos, aprestémonos a ayudarles!

Geralt escuchó unos chillones alaridos y unas órdenes, reconoció al bandolero Ruiseñor con la faz vendada. Vio también por un momento al medioelfo Schirrú, que se cubría tras los nilfgaardianos y sus capas negras.

De pronto bramaron los cuernos hasta que las hojas empezaron a caer de los robles. Tronaron los cascos de los alazanes guerreros, brillaron las armaduras y las espadas de caballeros cargando. Con un rugido, los bandoleros echaron a correr en diversas direcciones.

– ¡Por mi honor! -mugió el Caballero del Ajedrez, espoleando a su caballo-. ¡Son mis camaradas! ¡Nos han alcanzado! ¡Al ataque, para que nos quede también algo de gloria! ¡Ataca, mata!

Galopando sobre Bucéfalo, el Caballero del Ajedrez cayó sobre los ladrones que se escabullían. Fue el primero, en un instante rajó a dos y al resto los espantó como un halcón espanta a los gorriones. Dos se volvieron en dirección a Geralt, que se acercaba. El brujo los eliminó en un abrir y cerrar de ojos.

El tercero le disparó con un gabriel.

El autodisparador en miniatura lo había diseñado y patentado un tal Gabriel, artesano de Verden. Lo anunciaba con el eslogan: «Defiéndete solo». Alrededor tuyo campan el bandidaje y la violencia, decía el anuncio. La ley es impotente y sin fuerza. ¡Defiéndete solo! No salgas de casa sin el auto-disparador manual de la marca Gabriel. Gabriel es tu ángel de la guarda, Gabriel os protege a ti y a los tuyos de los bandidos.

La venta alcanzó un verdadero récord. Al poco todos los bandidos llevaban un gabriel cuando asaltaban a alguien.

Geralt era un brujo, sabía evitar una flecha. Pero había olvidado el dolor de la rodilla. El quiebro se retrasó una pulgada, la punta en forma de hoja le tocó la oreja. El dolor le cegó, pero sólo un instante. El ladrón no tuvo tiempo de tensar el autodisparador y defenderse solo. Geralt, lleno de rabia, le cortó las manos y luego le sajó la tripas con un amplio corte de sihill.

No tuvo tiempo ni siquiera de limpiarse la sangre de la oreja y el cuello cuando ya le estaba atacando un tipo pequeño y vivo como una comadreja, de unos ojos que brillaban innaturalmente, armado con una curvada saberra zerrikana que hacía girar con una habilidad digna de admiración. Ya había parado dos tajos de Geralt, el noble metal de ambas hojas tintineaba y echaba chispas.

Comadreja era rápido y observador. Al momento advirtió que el brujo cojeaba, al momento comenzó a rodearle y a atacarle por el lado que le era más beneficioso. Era increíblemente rápido, la hoja afilada de la saberra aullaba en tajos ejecutados con el peligroso arte cruzado. Geralt evitaba los golpes con una dificultad cada vez mayor. Y cada vez cojeaba más, obligado como estaba a apoyar el peso sobre la pierna herida.

Comadreja se encogió de pronto, saltó, realizó un hábil giro y una finta, cortó por la oreja. Geralt lo paró al sesgo y le rechazó. El bandido giró ágil, ya se ponía en posición de lanzar un peligroso corte bajo, cuando de pronto desencajó los ojos, estornudó con fuerza y se le salieron los mocos, bajando al momento la guardia. El brujo le cortó rápido en el cuello, la hoja llegó hasta la columna vertebral.

– Venga, que alguien me diga -jadeó, mirando el cuerpo tembloroso- que el uso de los narcóticos no es perjudicial.

Un bandido que le atacaba con una maza alzada se tropezó y cayó con la nariz entre el fango, una flecha le salía de la ingle.

– ¡Ya voy, brujo! -gritó Milva-. ¡Ya voy! ¡Aguanta!

Geralt se dio la vuelta, pero ya no había a quién rajar. Milva disparó al último ladrón que quedaba en los alrededores. El resto huyó al bosque, perseguidos por los multicolores caballeros. A algunos los perseguía el Caballero del Ajedrez. Los alcanzó, porque desde el bosque se oía cuan terrible era su acoso.

Uno de los nilfgaardianos negros, no del todo muerto, se alzó de pronto y se lanzó a la huida. Milva alzó y tensó su arco en un decir amén, aullaron los timones, el nilfgaardiano cayó sobre las hojas con una flecha de pluma gris entre las paletillas.

La arquera suspiró con fuerza.

– Nos cuelgarán -dijo.

– ¿Ponqué dices eso?

– Esto es Nilfgaard. Y ya van para dos meses que mayormente yo echo abajo nilfgaardianos.

– Esto es Toussaint, no Nilfgaard. -Geralt se tocó un lado de la cabeza, sacó la mano llena de sangre-. Joder. ¿Qué pasa ahí? Míralo, Milva.

La arquera lo contempló con atención crítica.

– Sólo te ha arrancado la oreja -afirmó por fin-. No hay por qué preocuparse.

– Qué fácil es hablar para ti. A mí me gustaba mucho mi oreja. Ayúdame a vendarlo con algo porque me corre la sangre hasta el cuello. ¿Dónde están Jaskier y Angouléme?

– En la choza, con los peregrinos… Oh, mierda.

Retumbaron los cascos y tres jinetes surgieron de la niebla. Iban sobre alazanes de guerra, sus capas y estandartes se agitaban al viento. Antes de que sonara su grito de guerra, Geralt abrazó a Milva y la arrastró debajo de un carro. No había bromas con alguien que cargaba armado con una lanza de catorce pies y daba un alcance efectivo de diez pies por delante de la cabeza del caballo.

– ¡Salid! -Los alazanes de los caballeros pateaban la tierra alrededor del carro-. ¡Tirad las armas y salid!

– Nos cuelgarán -murmuró Milva. Podía tener razón.

– ¡Ja, tunantes! -gritó burlón uno de los caballeros, que llevaba un escudo con una cabeza de toro en sable sobre campo de plata-. ¡Ja, belitres! ¡Por mi honor que vais a colgar!

– ¡Por mi honor! -le apoyó la juvenil voz de otro, con escudo celeste-. ¡Aquí mismo os vamos a despedazar!

– ¡Pero bueno! ¡Quietos!

El Caballero del Ajedrez, montado sobre Bucéfalo, salió de entre la niebla. Había conseguido por fin alzarse la abollada visera, desde debajo de ella surgía ahora una abundante masa de pelos de bigote.

– ¡Liberadles presto! -gritó-. Éstos no son malandrines, sino gente honrada y de bien. La moza se puso con valentía en defensa de los peregrinos. ¡Y este señor es un buen caballero!

– ¿Un buen caballero? -Cabeza de Toro alzó la visera y miró a Geralt con incredulidad-. ¡Por mi honor! ¡No puede ser!

– ¡Por mi honor! -El Caballero del Ajedrez se golpeó en la pechera con un guante acorazado-. ¡Puede ser, mi palabra empeño! Este tan bravío caballero me salvó de la opresión cuando los bellacos me tiraron al suelo. Nómbrase don Geralt de Rivia.

– ¿Armas?

– No me está permitido revelarlas -bufó el brujo-. Ni el nombre verdadero, ni los atributos. Hice el juramento de caballero. Soy el andante Geralt.

– ¡Oooh! -gritó de pronto una voz descarada y bien conocida-. ¡Mirad lo que nos ha traído el gato! ¡Ja, abuelilla, ya te dije que el brujo nos iba a venir en socorro!

– ¡Y en el momento justo! -gritó, Jaskier, acercándose junto con Angouléme y un grupillo de peregrinos, el laúd en una mano y en la otra su inseparable tubo-. Ni un segundo demasiado pronto. Tienes sentido de lo dramático, Geralt. ¡Debieras escribir obras para el teatro!

De pronto se quedó callado. Cabeza de Toro se inclinó en su silla, los ojos le brillaban.

– ¿Vizconde Julián?

– ¿Barón de Peyrac-Peyran?

Otros dos caballeros salieron de entre los robles. Uno, con un casco de olía adornado con un cisne blanco de alas abiertas de acertado parecido, conducía a dos prisioneros de un lazo. Otro caballero, andante pero práctico, preparaba unas sogas y miraba en busca de unas buenas ramas.

– Ni Ruiseñor ni Schirrú. -Angouléme advirtió la mirada del brujo-. Una pena.

– Una pena -reconoció Geralt-. Pero intentaremos arreglarlo. Señor caballero…

Pero Cabeza de Toro -o mejor dicho, el barón de Peyrac-Peyran- no le prestaba atención. No veía, parecía, más que a Jaskier.

– Por mi honor -dijo arrastrando las palabras-. ¡No me engaña la vista! Es el vizconde don Julián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómo se va a alegrar nuestra señora la condesa!

– ¿Quién es ese vizconde Julián? -se interesó el brujo.

– Yo soy -dijo Jaskier a media voz-. No te mezcles en esto, Geralt.

– Cómo se va a alegrar doña Anarietta -repitió el barón de Peyrac-Peyran-. ¡Ja, por mi honor! Os vamos a llevar a todos al castillo de Beauclair. ¡Nada de excusas, vizconde, no prestaré mi oído a excusa alguna!

– Unos cuantos de los desertores han huido. -Geralt se permitió un tono bastante frío-. Propongo capturarlos primero. Luego pensaremos qué hacer con un día que comenzara tan interesante. ¿Qué le decís a eso, señor barón?

– Por mi honor -dijo Cabeza de Toro- que de todo ello no saldrá nada. Es imposible perseguirlos. Los criminales huyeron al otro lado del río, y nosotros no debemos plantar al otro lado ni siquiera la punta de un casco del caballo. Aquella parte del bosque de Myrkvid es un santuario intocable, y en el espíritu de los tratados firmados con los druidas por nuestra amada condesa Anna Henrietta, piadosa señora de Toussaint…

– ¡Los bandoleros han huido allí, joder! -le interrumpió Geralt, enfureciéndose-. ¡En ese santuario intocable se dedicarán a matar! Y vos me venís con no sé qué tratados…

– ¡Hemos dado palabra de caballero! -El barón de Peyrac-Peyran, como resultó, parecía más digno de llevar una cabeza de carnero que de toro-. ¡No está permitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pie en el terreno de los druidas!

– A quien no le está permitido, no le está permitido -bufó Angouléme, llevando de las riendas a dos caballos de los bandidos-. Deja esa chachara vacía, brujo. Vamos. Tengo aún algunas cuentas pendientes con Ruiseñor, y tú, por lo que imagino, querrías todavía tener una charlilla con el medioelfo.

– Voy con vusotros -dijo Milva-. Presto me buscaré una yegua.

– Yo también -balbuceó Jaskier-. Yo también voy con vosotros.

– ¡Pero bueno, esto no! -gritó el barón cabecitoro-. Por mi honor, el señor vizconde Julián irá con nosotros al castillo de Beauclair. La condesa no nos perdonaría que, habiéndolo encontrado, no lo trajéramos. A vosotros no os detendré. Sois libres en obras y pensamientos. Como compañeros del vizconde Julián, su merced doña Anarietta os recibiría con honores y os hospedaría en el castillo, pero en fin, si despreciáis su hospitalidad…

– No la despreciamos -le interrumpió Geralt, mitigando con una mirada amenazadora a Angouléme, quien a espaldas del barón realizaba diferentes gestos repugnantes y ofensivos-. Lejos estamos de despreciarla. No dejaremos de ir a inclinarnos ante la condesa a ofrecerle el homenaje que se merece. Pero en primer lugar concluiremos lo que tenemos que concluir. Nosotros también dimos nuestra palabra, se puede decir que también firmamos un pacto. En cuanto lo concluyamos, nos dirigiremos sin tardanza al castillo de Beauclair. Iremos hacia allí sin falta.

«Aunque no sea más que por dar cuenta -añadió significativamente y con énfasis- de que deshonor alguno ni menoscabo se le cause a nuestro amigo Jaskier. Es decir, puf, Julián.

– ¡Por mi honor! -sonrió de pronto el barón-. ¡Ningún deshonor ni menoscabo alguno se le causará al vizconde Julián, estoy presto a dar mi palabra. Puesto que olvidé deciros, vizconde, que el conde Raimundo murióse hace dos años de apoplejía.

– ¡Ja, ja! -gritó Jaskier, con el rostro de pronto radiante-. ¡El conde la palmó! ¡Esto sí que es una nueva maravillosa y alegre! Es decir, me refería a tristeza y pena, congoja y angustia… Que le sea leve la tierra… ¡Sin embargo,' si esto es así, vayamos a Beauclair lo más presto posible, señores caballeros! ¡Geralt, Milva, Angouléme, nos veremos en el castillo!

Vadearon la corriente, espolearon los caballos hacia el bosque, entre robles de ramas muy extensas, entre helechos que les llegaban hasta las espuelas. Milva encontró sin esfuerzo el rastro de la banda de huidos. Iban tan deprisa como podían. Geralt tenía miedo por los druidas. Temía que los restos de la banda, al sentirse seguros, quisieran vengar en los druidas el pogromo recibido a manos de los caballeros andantes de Toussaint.

– Cuidao que ha tenío potra el Jaskier -dijo de pronto Angouléme-. Cuando el Ruiseñor nos cercó en la cabaña me contó por qué tenía miedo de Toussaint.

– Me lo había imaginado -respondió el brujo-. Sólo que no sabía que había apuntado tan alto. ¡Una condesa, jo, jo!

– Fue hace la tira de años. Y el conde Raimundo, ése que estiró la pata, al parecer juró que le iba a arrancar el corazón al poeta, lo mandaría cocinar, se lo pondría de cena a la condesa infiel y la obligaría a comerlo. Tiene Jaskier suerte de no haber caído en las garras del conde cuanto todavía vivía. Nosotros también tenemos suerte.

– Eso habrá que verlo.

– Jaskier dice que la tal condesa Anarietta lo ama hasta la locura.

– Jaskier siempre dice eso.

– ¡Cerrar el pico! -ladró Milva, tirando de las riendas y echando mano al arco.

Errando de árbol en árbol corría hacia ellos un ladrón, sin sombrero, sin armas, a ciegas. Corría, se caía, se levantaba, volvía a correr de nuevo. Y gritaba. Gritos agudos, penetrantes, horribles.

– ¿Qué pasa? -se asombró Angouléme.

Milva tensó el arco en silencio. No disparó, esperó hasta que el bandido se acercara y aquél corría directamente hacia ellos, como si no les hubiera visto. Cruzó a toda velocidad por entre el caballo del brujo y el de Angouléme.

Vieron su rostro, blanco como el papel y deformado por el miedo, vieron sus ojos desencajados.

– ¿Qué diablos? -repitió Angouléme.:

Milva se despertó de su estupor, se volvió en la silla y le lanzó al huido una flecha en la espalda. El bandido gritó y cayó sobre los helechos.

La tierra tembló. De tal forma que de un roble cercano se desgranaron al suelo las bellotas.

– Me pregunto -dijo Angouléme- de qué sería de lo que huía…

La tierra tembló de nuevo. Los arbustos chasquearon, crujieron las ramas quebradas.

– ¿Qué es eso? -gimió Milva, poniéndose de pie sobre los estribos-. ¿Qué es eso, brujo?

Geralt fijó la mirada, vio y lanzó un profundo suspiro. Angouléme también lo vio. Y empalideció.

– ¡Su puta madre!

El caballo de Milva también lo vio. Relinchó con pánico, se puso a dos patas y luego pateó con las ancas. La arquera voló de la silla y cayó pesadamente al suelo. El caballo huyó hacia el interior del bosque. La montura de Geralt echó a galopar detrás sin pensarlo, con tan mala fortuna que eligió un camino bajo una rama de roble que colgaba muy baja. La rama barrió al brujo de la silla. El golpe y el dolor de la rodilla por poco no le quitaron el sentido.

Angouléme fue quien consiguió controlar a su enloquecido caballo por más tiempo, pero también al final acabó en el suelo. En su huida el caballo por poco no aplastó a Milva, que se estaba levantando.

Y entonces vieron con mayor claridad la cosa que avanzaba hacia ellos. Y dejaron por completo, pero por completo, de asombrarse del pánico de sus animales.

El ser recordaba a un gigantesco árbol, a un añudo y nudoso roble. O puede que en verdad fuera un roble. Pero un roble bastante poco típico. En vez de erguirse tranquilito allá en el campo entre hojas y bellotas caídas, en vez de permitir que le corrieran por encima las ardillas y se le cagaran encima los pardillos, aquel roble caminaba con brío por el bosque, pisaba rítmicamente con gruesas raíces y agitaba las ramas. El rechoncho tronco -o el torso- del monstruo tenía a ojo como unas dos brazas de diámetro y el pico que sobresalía de él no era quizás pico, sino más bien fauces, porque se abría y se cerraba con un sonido que recordaba al de unas pesadas puertas al cerrarse.

Aunque bajo su terrible peso temblaba la tierra de forma que hacía complicado mantener el equilibrio, el monstruo cruzaba por un barranco con una agilidad pasmosa. Y no lo hacía sin objetivo.

Ante sus ojos, el monstruo agitó las ramas, hizo que susurraran las hojas y extrajo de un árbol caído a un bandido que se escondía allí, tan hábilmente como una cigüeña extrae a una rana escondida entre la hierba. Envuelto en las ramas, el malandrín quedó suspendido, gritando que hasta daba pena. Geralt vio que el monstruo llevaba ya tres bandidos colgando de la misma forma. Y un nilfgaardiano.

– Huid… -jadeó, intentado en vano levantarse. Tenía la sensación como si alguien le estuviera golpeando rítmicamente con un martillo en la rodilla para clavarle un clavo al rojo-. Milva… Angouléme… Huid…

– ¡No te vamos a dejar!

El árbol monstruo les escuchó, taconeó alegre con las raíces y corrió en su dirección. Angouléme, intentando en vano alzar a Geralt, maldijo de forma especialmente blasfema. Milva, con las manos temblorosas, intentaba asentar una flecha en la cuerda. Completamente sin sentido.

– ¡Huid!

Era demasiado tarde. El árbol monstruo ya estaba sobre ellos. Paralizados por el miedo, ahora podían ver con precisión su botín, cuatro ladrones que colgaban en la trenza de ramas. Dos vivían, porque emitían terribles aullidos y meneaban las piernas. El tercero, quizá inconsciente, colgaba inerte. El monstruo, a todas luces, intentaba capturar vivas a sus presas. Pero con el cuarto prisionero no le había salido, quizá por falta de atención había apretado demasiado fuerte, lo que se dejaba ver por los ojos desencajados de la víctima, y la lengua, que le llegaba muy lejos, hasta la barbilla, manchada de sangre y de vómito.

Un segundo después colgaban ya en el aire, rodeados de ramas, todos gritando a voz en cuello.

– Mis, mis, mis -escucharon desde abajo, desde las raíces-.Mis, mis, Arbolillo.

Detrás del árbol monstruo, espoleándolo ligeramente con una ramita llena de hojas iba una druidesa jovencita, con una toga blanca y una corona de florecillas en la cabeza.

– No hagas daño, Arbolillo, no aprietes. Con delicadeza. Mis, mis, mis.

– No somos unos bandidos… -jadeó Geralt desde lo alto, pudiendo apenas alzar su voz desde un pecho apretado por las ramas-. Dile que nos suelte… Somos inocentes…

– Todos dicen lo mismo. -La druidesa espantó una mariposa que le rondaba por la ceja-. Mis, mis, mis.

– Me he meado… -gimió Angouléme-. ¡Me cagüentó, me he meado!

Milva sólo carraspeaba. Tenía la cabeza sobre el pecho. Geralt lanzó una maldición terrible. Era lo único que podía hacer.

El árbol monstruo, espoleado por la druidesa, avanzaba ligero por el bosque. Durante su carrera a todos -los que estaban conscientes- les castañeteaban los dientes al ritmo de los saltos del monstruo. Hasta se oía un eco.

Al cabo de no mucho tiempo se encontraron en un amplio claro. Geralt vio a un grupo de druidas vestidos de blanco, y junto a ellos otro árbol monstruo. Éste había sido menos afortunado con su caza: de sus ramas sólo colgaban tres bandidos, de los que sólo parecía vivir uno.

– ¡Criminales, canallas, gentes indignas! -enunció desde abajo uno de los druidas, un viejecillo que se apoyaba en un largo bastón-. Miradlo bien. Mirad qué castigo les espera en el bosque de Myrkvid a los criminales e indignos. Miradlo y recordadlo. Os dejaremos ir para que podáis contarles a otros lo que vais a contemplar dentro de un momento. ¡Para advertencia!

En el mismo centro del claro se amontonaba una gran pila de leños y carrascas, y sobre la pila, apoyada en unos maderos, había una jaula tejida de esparto que tenía la forma de una gran muñeca de palo. La jaula estaba llena de gentes gritando y sollozando. El brujo escuchó con claridad los gritos de rana, roncos por el miedo, del bandolero Ruiseñor. Vio también el rostro blanco como el papel y deformado por el pánico del medioelfo Schirrú, apretado contra las trenzas de esparto.

– ¡Druidas! -gritó Geralt, movilizando para aquel grito todas sus fuerzas para que se escuchara entre la barahúnda general-. ¡Señora flaminica! ¡Soy el brujo Geralt!

– ¿Cómo? -habló desde abajo una mujer alta y delgada con el cabello de color gris acero, que le caía sobre la espalda, sujeto a la frente con una corona de muérdago.

– Soy Geralt… El brujo… El amigo de Emiel Regis…

– Repite, porque no te oigo.

– ¡Geraaalt! ¡El amigo del vampiiiro!

– ¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!

A una señal de la druidesa de cabellos de acero, el árbol monstruo los dejó en tierra. No demasiado delicadamente. Cayeron, ninguno se pudo levantar por sus propias fuerzas. Milva estaba inconsciente, por la nariz le salía sangre. Haciendo un esfuerzo, Geralt se alzó y se arrodilló sobre ella.

La flaminica de cabellos de acero estaba a su lado, carraspeó. Tenía el rostro muy fino, incluso delgadísimo, tanto que despertaba asociaciones no demasiado agradables con el cráneo de un cadáver cubierto de piel. Sus ojos azul celeste como el aciano eran amables y dulces.

– Creo que tiene una costilla rota -dijo, mirando a Milva-. Pero ahora la curamos. Enseguida le prestarán ayuda nuestras sanadoras. Me pesa lo que ha sucedido. Pero, ¿cómo iba a saber quiénes erais? No os invité a venir a Caed Myrkvid y no os concedí permiso para entrar en nuestro santuario. Emiel Regis da fe de vosotros, cierto, pero la presencia en nuestro bosque de un brujo, asesino a sueldo de seres vivos…

– Me iré de aquí sin un momento de demora, honorable flaminica -aseguró Geralt-. Si sólo…

Se detuvo, al ver a los druidas portando teas ardiendo que se acercaban a la pila y a la muñeca de esparto llena de personas.

– ¡No! -gritó, apretando los puños-. ¡Deteneos!

– Esa jaula -dijo la flaminica, como si no lo escuchara- tenía que servir al principio como comedero invernal para animales hambrientos, tenía que estar en el bosque llena de heno. Pero cuando agarramos a estos canallas, recordé los rumores malvados y las calumnias que los humanos cuentan de nosotros. Bien, pensé, vais a tener vuestra Moza de Esparto.

Vosotros mismos os la sacasteis de la manga, como pesadilla que despierta el miedo, así que yo os voy a proporcionar esa pesadilla…

– Ordena que se detengan -susurró el brujo-. Honorable flaminica… No los queméis… Uno de esos bandidos tiene una información muy importante para mí…

La flaminica posó una mano sobre el pecho. Sus ojos de aciano eran amables y dulces.

– Oh, no -dijo con voz seca-. No, señor. Yo no creo en la institución del testigo de la corona. El librarse de la pena es inmoral.

– ¡Deteneos! -gritó el brujo-. ¡No le prendáis fuego! ¡De…!

La flaminica realizó un breve gesto con la mano, y Arbolillo, que todavía estaba en los alrededores, taconeó con sus raíces y le puso una rama al brujo en el hombro. Geralt se sentó y además con impulso.

– ¡Prendedle fuego! -ordenó la flaminica-. Lo siento, brujo, pero ha de ser así. Nosotros, druidas, valoramos y honramos la vida en cada una de sus formas. Pero el dejar con vida a los criminales es simple estupidez. A los criminales no les asusta más que el miedo. Así que les vamos a dar un ejemplo por el miedo. Albergo la esperanza de que no tenga que repetir este ejemplo.

Las carrascas se prendieron muy deprisa, la pila vomitó humo y se cubrió de llamas. Los gritos y aullidos que salían de la Moza de Esparto ponían los pelos de punta. Por supuesto, no era posible en la cacofonía de chasquidos producida por el fuego, pero a Geralt le parecía que distinguía el croar desesperado de Ruiseñor y los gritos agudos, llenos de dolor, del medioelfo Schirrú.

Él tenía razón, pensó. La muerte no siempre es igual.

Y luego, después de un tiempo macabramente largo, la pila y la Moza de Esparto explotaron piadosamente en un infierno de fuego estruendoso, un fuego al que nada podía sobrevivir.

– Tu medallón, Geralt -dijo Angouléme, que estaba junto a él. -

– ¿Cómo? -carraspeó, porque tenía la garganta encogida-. ¿Qué has dicho?

– Tu medallón de plata con el lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lo has perdido del todo. Se habrá fundido en esas brasas.

– Qué se le va a hacer -dijo al cabo, mirando a los ojos aciano de la flaminica-. Ya no soy un brujo. Dejé de ser brujo. En Thanedd, en la Torre de la Gaviota. En Brokilón. En el puente sobre el Yaruga. En la cueva de la Gorgona. Y aquí, en el bosque de Myrkvid. No, ya no soy un brujo. Así que he de aprender a vivir sin el medallón de brujo.

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