Desde la clara y antigua villa de Assengar anduviéramos puede que unas seis centenas de leguas al sur, al país llamado Cien Lagos. Mirando aquel país desde las alturas de un monte, viéramos muchos lagos, los cuales ciertamente por su colocación y sucesión pudieran tenerse por dibujos de lo más disparejo. Entre los susodichos dibujos el nuestro guía, el elfo Avallac'h, mandó buscáramos uno que fuera ensemejante a las hojas de un trifolium. Y en verdad que el tal vimos. Aunque apareciera por fin que no tres, sino cuatro son los lagos, puesto que uno, alargado, tendido del mediodía al septentrión, hacía como si el tallejo de la hoja fuera. Este lago, nombrado como Tarn Mira, encuéntrase rodeado de negra selva y a su confín del norte se eleva cierta torre incógnita. Llámase la Torre.e la Golondrina, nómbranla los elfos en su lengua Tor Zireael.
Al pronto nada se viera, no más que la niebla. Cuando me las arreglara para platicar con el elfo Avallac'h inquiriendo por la dicha torre, éste, haciendo señal de callar la boca, estas palabras dijera: «Esperar y tener esperanza. La esperanza vuelve con la luz y con los buenos presagios. Vigilad el agua sin límites, puesto que allá veréis los embajadores de la buena nueva».
Buyvid Backhuysen, Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos
Este libro es desde el principio al final un humbug. Las ruinas del lago Tarn Mira han sido investigadas muchas veces. No son mágicas, en contra de los enunciados de B. Backhuysen; no pueden entonces ser los restos de la legendaria Torre de la Golondrina.
Ars mágica, ed. XIV
– ¡Que vienen! ¡Que vienen!
Yennefer se sujetó con las dos manos los cabellos agitados por el húmedo viento. Estaba junto a la balaustrada de las escaleras, intentando apartarse del camino de las mujeres que corrían hacia la orilla. Empujada por un viento del oeste, la marejada se estrellaba con estruendo contra la orilla, blancas flechas de espuma salían disparadas cada poco tiempo de las grietas entre las rocas.
– ¡Que vienen! ¡Que vienen!
Desde las terrazas superiores de la ciudadela de Kaer Trolde, la fortaleza principal de Ard Skellig, se veía casi todo el archipiélago. En frente, al otro lado del estrecho, se extendía An Skellig, llana y baja en su extremo sur, rocosa y quebrada por fiordos en su parte norte, que no se podía ver desde allí. A la izquierda, lejos, rompía las olas con los agudos colmillos de sus escollos la alta y verde Spikeroog, con sus montañas de cumbres escondidas entre las nubes. A la derecha se veían los abruptos acantilados de la isla de Undvik, plagada de gaviotas, petreles, cormoranes y alcatraces. Desde detrás de Undvik se elevaba el boscoso cono de Hindarsfjall, la isla más pequeña del archipiélago. Pero si se subiera a la misma punta de alguna de las torres de Kaer Trolde y se mirara en dirección al sur, se vería la isla de Faroe, solitaria, alejada de las otras, saliendo del agua como la cabeza de un gigantesco pez para el que el océano es demasiado poco profundo.
Yennefer bajó a la terraza inferior, se detuvo ante un grupo de mujeres, a las cuales el orgullo y la posición social no les permitía correr a tontas y a locas hasta la orilla y mezclarse con la muchedumbre excitada. Abajo, a sus pies, yacía la ciudad portuaria, negra e informe, como una enorme concha marina arrojada por las olas.
Por el estrecho entre An Skellig y Spikeroog se acercaban, unos tras otros, los drakkars. Las velas ardían al sol en blanco y rojo, brillaban las puntas de azófar de los escudos colgados en la borda.
– El Ringhorn va el primero -afirmó una de las mujeres-. Detrás de él el Fenris…
– Trigla -reconoció otra con una voz excitada-. Detrás de él el Drac… Por detrás el Havfrue…
– Anghira… Támara… Daría… No, es el Scorpena… No está el Daría…
Una joven mujer con una gruesa trenza rubia, que rodeaba con las dos manos una barriga de avanzado estado de embarazo, gimió sordamente, palideció y se desmayó, derrumbándose sobre las baldosas de la terraza como una cortina arrancada de las anillas. Yennefer se acercó de inmediato, se puso de rodillas, apoyó los dedos en la barriga de la mujer y gritó un encantamiento, ahogando los espasmos y palpitaciones, evitando con fuerza y seguridad la ruptura del cordón umbilical y la placenta. Para estar segura lanzó un hechizo tranquilizador y protector sobre el niño, cuyas patadas sentía bajo la mano.
A la mujer, para no despilfarrar energía mágica, la reanimó con un golpe en el rostro.
– Lleváosla. Con cuidado.
– Ignorante -dijo una de las mujeres mayores-. Poco ha faltado para…
– Histérica… Puede que viva su Nils, igual está en otro drakkar…
– Gracias por vuestra ayuda, señora maga.
– Lleváosla -repitió Yennefer, levantándose. Se tragó una maldición al darse cuenta de que le habían cedido las costuras del vestido al arrodillarse.
Descendió a una terraza todavía más baja. Los drakkars iban uno por uno alcanzando la orilla, los guerreros saltaban a la playa. Barbados, cargados con armas, los berserkers de Skellige. Muchos se destacaban por el blanco de los vendajes, muchos para poder andar tenían que usar de la ayuda de los camaradas. A algunos había que transportarlos.
Las mujeres de Skellige arremolinadas en la orilla reconocían, gritaban y lloraban de alegría, si tenían suerte. Si no la tenían, se desmayaban. O se iban, despacio, en silencio, sin un reproche. A veces miraban, con la esperanza de que en el golfo brillara la vela blanca y roja del Daría.
No venía el Daría.
Yennefer distinguió la melena pelirroja de Crach an Craite, yarl de Skellige, por encima de las otras cabezas. Fue uno de los últimos en bajar de la cubierta del Ringhorn. El yarl gritaba órdenes, realizaba encargos, comprobaba, se preocupaba. Dos mujeres, una rubia y otra morena, tenían los ojos clavados en él y lloraban. De alegría. El yarl, seguro por fin de que había vigilado todo y de todo se había ocupado, se acercó a las mujeres, las abrazó en una tenaza de oso, las besó a las dos. Y luego alzó la cabeza y vio a Yennefer. Sus ojos ardieron, su rostro tostado se endureció como un escollo rocoso, como la punta de azófar de un escudo.
Lo sabe, pensó la hechicera. Las noticias se extienden pronto. Mientras estaba navegando, el yarl se enteró de cómo me pescaron anteayer con una red, en el golfo, detrás de Spikeroog. Sabía que me iba a encontrar en Kaer Trolde.
¿Magia o palomas mensajeras?
Se acercó a ella sin apresurarse. Olía a mar, a sal, a pez, a cansancio. Ella miró sus ojos claros e inmediatamente resonó en sus oídos el grito de guerra de los berserker, el golpeteo de los escudos, los chasquidos de las espadas y las hachas. El grito de los asesinados. El grito de gente saltando desde el Daría en llamas.
– Yennefer de Vengerberg.
– Crach an Craite, yarl de Skellige. -Hizo una ligera reverencia ante él.
Él no correspondió la reverencia. Malo, pensó Yennefer.
Él vio de inmediato el cardenal de ella, un recuerdo del golpe de remo. El rostro del yarl se endureció de nuevo, le temblaron los labios, mostró por un segundo los dientes.
– El que te golpeara responderá de ello.
– Nadie me golpeó. Me tropecé en las escaleras.
La miró con atención, luego se encogió de hombros.
– No quieres acusar a nadie; como quieras. Yo no tengo tiempo de andar investigando. Y ahora escucha lo que tengo que decir. Atentamente, porque van a ser las únicas palabras que te diga.
– Te escucho.
– Mañana se te subirá a un drakkar y serás conducida a Novigrado. Allí serás entregada a los gobernantes de la ciudad y luego a los gobernantes témenos o redaños, a quien primero acuda. Y sé que tanto los unos como los otros te desean firmemente.
– ¿Eso es todo?
– Casi. Sólo una aclaración que se te debe, al fin y al cabo. Ha sucedido muchas veces que Skellige ha dado asilo a gentes perseguidas por la ley. No faltan en las islas posibilidades ni ocasiones de comprar las culpas a base de trabajo duro, valentía, sacrificio, sangre. Pero no en tu caso, Yennefer. Yo no te daré asilo; si contabas con ello, te has equivocado. Odio a los que son como tú. Odio a quienes para conseguir el poder siembran cizaña, los que ponen por delante su beneficio, los que conspiran con el enemigo y traicionan a aquéllos a los que deben no sólo obediencia y hasta agradecimiento. Te odio, Yennefer, puesto que precisamente cuando tú estabas con tus cofrades y comenzabas una rebelión incitada por los nilfgaardianos en Thanedd, mis drakkars estaban en Attre, mis muchachos les llevaban ayuda a los rebeldes de allá. ¡Trescientos de los míos contra dos mil de los negros! ¡Ha de haber alguna recompensa para la valentía y la fidelidad, ha de haber castigo para la vileza y la traición! ¿Cómo voy a recompensar a los que cayeron? ¿Con cenotafios? ¿Con inscripciones en obeliscos? ¡No! Recompensaré y honraré a los caídos de otro modo. Por su sangre, que han absorbido las dunas de Attre, tu sangre, Yennefer, goteará bajo la tabla del cadalso.
– No soy culpable. No tomé parte en el complot de Vilgefortz.
– Las pruebas de ello se las presentarás a los jueces. Yo no te voy a juzgar.
– Tú no sólo me has juzgado. Tú hasta has emitido la condena.
– ¡Basta de cháchara! Como he dicho, mañana al amanecer viajarás cargada de cadenas hasta Novigrado, ante el juzgado real. A por un castigo justo. Y ahora dame tu palabra de que no vas a intentar utilizar la magia.
– ¿Y si no la doy?
– Marquard, nuestro hechicero, murió en Thanedd; no tenemos ahora mago que pudiera controlarte. Pero has de saber que estarás continuamente vigilada por los mejores arqueros de Skellige. Si sólo movieras una mano de forma sospechosa, te atravesarán.
– Está claro -afirmó ella con la cabeza-. Así que daré mi palabra.
– Perfecto. Gracias. Adiós, Yennefer. No te acompañaré mañana.
– Crach.
Se giró sobre sus talones.
– Dime.
– No tengo la más mínima intención de subir a un barco que se dirija a Novigrado. No tengo tiempo para demostrar a Dijkstra que soy inocente. No puedo arriesgarme a que poco después de mi arresto muera de un repentino derrame cerebral o que cometa suicidio en mi celda de alguna forma espectacular. No puedo perder tiempo ni asumir tal riesgo. No puedo tampoco aclararte por qué esto es tan arriesgado para mí. No iré a Novigrado.
Él la miró largo rato.
– No vas a ir -repitió-. ¿Qué es lo que te permite suponerlo? ¿Acaso el que alguna vez nos uniera un arrebato amoroso? No cuentes con ello, Yennefer. Lo pasado, pasado está.
– Lo sé y no cuento con ello. No iré a Novigrado, yarl, porque me urge ponerme en camino para acudir en ayuda de una persona a la que le prometí que nunca dejaría sola y sin ayuda. Y tú, Crach an Craite, yarl de Skellige, me ayudarás en esa empresa. Porque también tú hiciste una promesa parecida. Hace diez años. Precisamente aquí, donde estamos, en esta playa. A esa misma persona. Ciri, nieta de Calanthe. La Leoncilla de Cintra. Yo, Yennefer de Vengerberg, considero a Ciri mi hija. Por eso, en su nombre exijo que mantengas tu promesa. Mantenía, Crach an Craite, yarl de Skellige.
– ¿De verdad? -Crach an Craite se aseguró otra vez-. ¿Ni siquiera lo vas a probar? ¿Ninguna de estas exquisiteces?
– De verdad.
El yarl no insistió. Tomó de una cazuela un bogavante, lo colocó sobre la mesa y lo abrió con un potente pero preciso golpe de cuchillo. Lo aliñó con abundante limón y salsa de ajo, comenzó a extraer la carne de la concha. Con los dedos.
Yennefer comía con distinción, con cuchillo y tenedor de plata. Comía filete de carnero con espinacas, especialmente preparado para ella por el estupefacto y algo irritado cocinero. La hechicera no quería ni ostras, ni salmonetes, ni salmón marinado en su jugo, ni sopa de trigla y moluscos cordiformes, ni rabo seco de rana marina, ni pez espada asado, ni morena frita, ni pulpo, ni cangrejos, ni bogavantes, ni erizos de mar. Ni -especialmente- algas frescas.
Todo lo que oliera algo a mar se le relacionaba con Fringilla Vigo y Filippa Eilhart, con una teleportación de loco riesgo, con la caída al mar, con la red que habían echado sobre ella… en la que, por cierto, había unas algas y unos sargazos exactamente iguales que los que había en aquella cacerola de allá. Unas algas y sargazos que fueron destrozados sobre su cabeza y hombros con golpes que dejaban paralizado de un remo de pino.
– Así que -continuó Crach la conversación, chupando la carne que se había quedado entre las articulaciones quebradas de las pinzas del bogavante- he decidido darte crédito, Yennefer. No lo hago por ti, has de saberlo. El bloedgeas, juramento de sangre, que le hice a Calanthe, ciertamente me ata las manos. Así que si tus intenciones de prestar ayuda a Ciri son verdaderas y honestas, y apuesto por que lo sean, no tengo otra salida: tengo que ayudarte con ellas…
– Gracias. Pero ahórrame, por favor, ese tono patético. Repito: no tomé parte en la conspiración de Thanedd. Créeme.
– ¿Acaso es tan importante -se enfureció él- que yo crea en ello? Convendría comenzar mejor por los reyes, por Dijkstra, cuyos agentes te buscan a todo lo largo y ancho del mundo. Por Filippa Eilhart y los hechiceros fieles a los reyes. De los que, como tú misma reconociste, viniste huyendo aquí, a las Skellige. A ellos es a quienes hay que aportarles las pruebas…
– No tengo pruebas -interrumpió Yennefer con rabia, al tiempo que pinchaba con el tenedor en una pequeña col que el irritado cocinero había añadido al filete de carnero-. Y si las tuviera no me permitirían presentarlas. No puedo explicarte esto, me obliga la orden de guardar silencio. Cree sin embargo en mis palabras, Crach. Te lo ruego.
– Te dije…
– Me lo dijiste-le interrumpió ella-. Me has confirmado tu ayuda. Gracias. Pero sigues sin creer en mi inocencia. Cree.
Crach tiró la cáscara vacía del bogavante, se acercó una olla con salmonetes. Rebuscó ruidosamente, escogió el más grande.
– De acuerdo -dijo por fin, mientras se limpiaba la mano en el mantel-. Te creo. Porque quiero creerte. Pero no te concederé asilo ni protección. No puedo. Sin embargo, tú puedes dejar Skellige cuando quieras e ir adonde quieras. Te sugeriría que te apresuraras. Llegaste aquí, permite que tal me exprese, en alas de la magia. Otros pueden seguir tus pasos. También saben hechizos.
– Yo no busco asilo ni un escondrijo seguro, yarl. Yo tengo que ir a salvar a Ciri.
– Ciri -repitió él, pensativo-. La Leoncilla… Era una niña extraña.
– ¿Era?
– Ohh. -Se enervó de nuera-. Mal me expresé. Era, porque ya no es una niña. Eso es a lo que me refería. Sólo a eso. Cirilla, la Leoncilla de Cintra… Pasaba en las Skellige veranos e inviernos. Más de una vez hizo unas travesuras que para qué. Diablilla era, y no Leoncilla… Voto a bríos, ya dije por segunda vez que «era»… Yennefer, aquí nos han llegado diversos rumores desde el continente… Unos dicen que Ciri está en Nilfgaard…
– No está en Nilfgaard.
– Otros dicen que la muchacha está muerta.
Yennefer guardaba silencio, mordiéndose los labios.
– Pero este último rumor -dijo el yarl con dureza- yo lo rechazo. Estoy seguro de ello. No ha habido señal alguna… ¡Ella está viva!
Yennefer alzó las cejas. Pero no hizo preguntas. Guardaron silencio largo rato, sumidos en el rumor de las olas que se estrellaban contra las rocas de Ard Skellig.
– Yennefer -dijo al cabo Crach-. Del continente nos han llegado otras noticias. Sé que tu brujo, que después de la paliza de Thanedd se ocultó en Brokilón, se fue de allí con intenciones de llegar a Nilfgaard y liberar a Ciri.
– Repito, Ciri no está en Nilfgaard. No sé qué es lo que pretende mí, como has querido llamarlo, brujo. Pero él… Crach, no es ningún secreto que yo… le tengo afecto. Pero sé que él no salvará a Ciri, no conseguirá nada. Lo conozco. Él se equivocará, se perderá, comenzará a filosofar y a tener piedad de sí mismo. Luego descargará su rabia rajando con la espada a quien sea que tenga a mano. Luego, como expiación, realizará cualquier acto noble pero sin sentido. Al final, con toda seguridad, terminará muerto, de una forma tonta y sin sentido, lo más probable de una puñalada por la espalda…
– Dicen -introdujo a toda prisa Crach, asustado por el tono cambiado, extraño y sombrío de la temblorosa voz de la hechicera-. Dicen que Ciri le está predestinada. Yo mismo lo vi, entonces, en Cintra, durante la petición de mano de Pavetta…
– La predestinación -le interrumpió bruscamente Yennefer- puede ser interpretada de formas muy diversas. Muy diversas. Pero es una pena perder el tiempo con divagaciones. Repito que no sé lo que Geralt pretende, si es que pretende algo. Pero tengo intenciones de ponerme yo misma manos a la obra. Con mis métodos. Y activamente, Crach, activamente. Yo no acostumbro a sentarme y llorar, agarrándome la cabeza con las dos manos. ¡Yo actúo!
El yarl alzó las cejas, pero no dijo nada.
– Actuaré -repitió la hechicera-. Ya tengo un plan pensado. Y tú, Crach, me ayudarás, siguiendo la promesa que hiciste.
– Estoy listo -afirmó con dureza-. A todo. Los drakkars están en el puerto. Ordena, Yennefer.
Ella no resistió: tuvo que reírse.
– Siempre el mismo. No, Crach, ninguna prueba de hombría y valentía. No hará falta navegar hasta Nilfgaard y alzar el hacha en combate en la Ciudad de las Torres de Oro. Me hará falta una ayuda menos espectacular. Pero más concreta… ¿Cuál es el estado de tus finanzas?
– ¿Cómo?
– Yarl Crach an Craite. La ayuda que necesito se puede medir en moneda contante y sonante.
Comenzó al día siguiente. En las habitaciones dadas para el uso de Yennefer reinaba un loco desorden que sólo con el mayor de los esfuerzos podía controlar el senescal Guthlaf, que había sido asignado a la hechicera.
Yennefer estaba sentada a la mesa, casi sin alzar la cabeza de los papeles. Calculaba, sumaba columnas, hacía cuentas, con las que de inmediato alguien echaba a correr hacia el tesoro y hacia la filial del banco de los Cianfanelli. Dibujaba y trazaba, y los dibujos y los trazos iban a parar a manos de los artesanos: alquimistas, plateros, vidrieros, joyeros.
Durante algún tiempo todo funcionó bien; luego comenzaron los problemas.
– Lo siento, noble hechicera -pronunció despacio el senescal Guthlaf-. Pero si no hay, no hay. Os hemos dado todo lo que teníamos. ¡Nosotros no sabemos hacer milagros ni hechizos! Y me permito haceros observar que lo que yace ante vos son diamantes de un valor conjunto de…
– ¿Y a mí qué me importa ese valor conjunto? -bufó Yennefer-. Yo necesito uno, pero lo suficientemente grande. ¿Cómo de grande, maestro?
El tallador de diamantes miró otra vez el dibujo.
– ¿Para realizar una talla y unas facetas como éstas? Como mínimo treinta quilates.
– Una piedra así -afirmó categóricamente Guthlaf- no existe en todas las Skellige.
– No es cierto -le contradijo el joyero-. Existe.
– ¿Qué es lo que te piensas, Yennefer? -Crach an Craite frunció las cejas-. ¿He de enviar a unos hombres armados para que asalten y saqueen ese santuario? ¿Tengo que amenazar a las sacerdotisas con mi furia si no nos dan el brillante? No entra en juego. No soy especialmente religioso, pero un santuario es un santuario, y unas sacerdotisas son unas sacerdotisas. Sólo puedo pedírselo educadamente. Hacerlas entender cuánto lo necesito y cuan grande sería mi agradecimiento. Pero esto no será más que una petición. Una súplica humillante.
– ¿Que se puede rechazar?
– Así es. Pero no se pierde nada con probar. ¿Qué es lo que arriesgamos? Vayamos los dos a Hindarsfjall, presentaremos esta súplica. Yo les haré entender a las sacerdotisas lo que haga falta. Y luego todo estará en tus manos. Negocia. Presenta argumentos. Intenta el soborno. Despierta ambiciones. Refiérete a todas las razones. Desespérate, llora, revuélcate, pide piedad… ¡Por todos los diablos del mar! ¿Voy a tener que enseñarte, Yennefer?
– Eso no sirve de nada, Crach. Una hechicera nunca llegará a un acuerdo con una sacerdotisa. La diferencia de… formas de ver el mundo es demasiado fuerte. Y en la cuestión de permitir a un hechicera el uso de un artefacto o de una reliquia «sagrada»… No, hay que olvidarse de ello. No hay ni una posibilidad…
– ¿Para qué exactamente quieres ese brillante?
– Para construir una «ventana». Es decir, un megascopio de telecomunicación. Tengo que hablar con unas cuantas personas.
– ¿Mágico? ¿A distancia?
– Si me bastara con subir a la cumbre de Kaer Trolde y gritar muy fuerte, no te molestaría.
Las gaviotas y petreles giraban por encima del agua. Los ostreros de rojos picos que anidaban en los abruptos acantilados y fiordos de Hindarsfjall chillaban agudamente, chirriaban y graznaban roncos los alcatraces de amarilla cabeza. Los negros copetes de los cormoranes marinos observaban cómo la barca avanzaba con una atenta mirada de sus brillantes ojos verdes.-Esa roca enorme suspendida sobre el agua -señaló Crach an Craite apoyado en el pretil- es Kaer Hemdall, la Guarida de Hemdall. Hemdall es nuestro héroe mítico. La leyenda dice que cuando llegue el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Helada Blanca y la Tormenta del Lobo, Hemdall se enfrentará a las fuerzas del mal del país de Morhógg, los espectros, demonios y fantasmas del Caos. Estará en el Puente del Arco Iris y soplará en el cuerno, como señal de que es hora de echar mano al arma y ponerse en formación de combate. Para Ragh nar Roog, la Última Batalla, que decidirá si cae la noche o despuntará el alba.
La barca avanzaba fluidamente por sobre las olas, navegando sobre las aguas más tranquilas de la ensenada, entre la Guarida de Hemdall y otra roca de formas fantásticas.
– Esa roca más pequeña es Kambi -aclaró el yarl-. En nuestros mitos, el nombre de Kambi lo lleva un gallo mágico de oro, el cual con su canto advierte a Hemdall de que acude Naglfar, el drakkar infernal que trae al ejército de la oscuridad, a los demonios y fantasmas de Morhógg. Naglfar está construido de uñas de muertos. No lo creerás, Yennefer, pero todavía hay en las Skellige personas que antes del entierro les cortan las uñas a los cadáveres para no darles materiales de construcción a los espectros de Morhógg.
– Lo creo, conozco la fuerza de las leyendas.
El fiordo les cubría un tanto del viento, la vela ondeaba.
– Haced sonar el cuerno -ordenó Crach a la tripulación-. Nos acercamos a la orilla y hay que dar señal a las señoras santuarias de que vienen invitados.
El edificio situado en la cumbre de unas largas escaleras de piedra parecía un gigantesco erizo, de tan cubierto que estaba de musgo, hiedra y arbustos. En su tejado, como observó Yennefer, no sólo crecían arbustos, sino hasta pequeños árboles.
– Y éste es el santuario -afirmó Crach-. La floresta que lo rodea se llama Hindar y también es lugar de culto. De aquí sale el muérdago sagrado y en las Skellige, como sabes, todo se decora y cubre de muérdago, desde la cuna del recién nacido hasta la tumba… Cuidado, las escaleras son resbaladizas… La religión, je, je, hace crecer el musgo… Permite que te tome por los hombros… Todavía el mismo perfume… Yenna…
– Crach. Por favor. Lo pasado, pasado está.
– Perdona. Entremos.
Delante del santuario esperaban algunas sacerdotisas jóvenes y silenciosas. El yarl las saludó cortésmente, expresó el deseo de hablar con su superiora, que se llamaba Modron Sigrdrifa. Entraron a un interior alumbrado por columnas de luz que surgían de unas vidrieras situadas en alto. Una de aquellas vidrieras iluminaba el altar.
– Por cien diablos marinos -murmuró Crach an Craite-. Me había olvidado de lo grande que es este Brisingamen. No había estado aquí desde niño… Con él hasta se podrían comprar todos los astilleros de Cidaris.
El yarl exageraba. Pero no mucho.
Sobre un sencillo altar de mármol, sobre unas figurillas de gatos y halcones, sobre una escudilla de piedra para los sacrificios votivos, se erguía la estatua de Modron Freya, la Gran Madre, en su típico aspecto maternal: una mujer de amplia toga que traicionaba un embarazo exageradamente mostrado por el escultor. Con la cabeza inclinada y los rasgos del rostro cubiertos por un pañuelo. Sobre las manos dispuestas en el pecho de la diosa se veía un brillante, una parte de un collar de oro. El brillante era ligeramente celeste en su coloración. Como el agua más pura. Grande.
A ojo hasta ciento cincuenta quilates.
– Ni siquiera sería necesario cortarlo -susurró Yennefer-. Tiene un corte en rosa, exactamente como necesito. Precisamente las facetas para la refracción de la luz…
– Es decir, que tenemos suerte.
– Lo dudo. Dentro de un instante estará aquí la sacerdotisa y yo, como impía, seré insultada y expulsada de aquí con el rabo entre las piernas.
– ¿Y no exageras?
– Ni una mica.
– Bienvenido, yarl, al santuario de la Madre. Seas también bienvenida, noble Yennefer de Vengerberg.
Crach an Craite hizo una reverencia.
– Mis saludos, reverenda madre Sigrdrifa.
La sacerdotisa era alta, casi tan alta como Crach, lo que quería decir que superaba a Yennefer en una cabeza. Tenía los ojos y los cabellos claros, un rostro alargado, no demasiado hermoso ni femenino.
¿Donde la he visto antes?, pensó Yennefer. No hace mucho. ¿Dónde?
– En las escaleras de Kaer Trolde, las que conducían al puerto -le recordó la sacerdotisa con una sonrisa-. Cuando los drakkars entraron en la bahía. Estaba junto a ti cuando le prestaste ayuda a una mujer embarazada que estuvo a punto de abortar. De rodillas, sin preocuparte de un vestido de pelo de camello muy caro. Lo vi. Y ya jamás prestaré oído a las historias de que las hechiceras son insensibles y egoístas.
Yennefer carraspeó, inclinó la cabeza en una reverencia.
– Estás delante del altar de la Madre, Yennefer. Que ella te cubra con su merced.
– Reverenda, yo… Quisiera pedir con humildad…
– No digas nada, yarl. Con toda seguridad tienes muchas tareas. Déjanos solas aquí, en Hindarsfjall. Nosotras nos pondremos de acuerdo. Somos mujeres. No importa de qué nos ocupemos, quiénes seamos: siempre servimos a aquélla que es Virgen, Mujer y Anciana. Arrodíllate ante mí, Yennefer. Inclina la cabeza ante la Madre.
– ¿Quitarle a la diosa el collar de Brisingamen? -repitió Sigrdrifa, y en su voz había más de incredulidad que de enfado santurrón-. No, Yennefer. Esto es simplemente imposible. No se trata de que ni siquiera me atreviera… Incluso aunque lo quisiera. Brisingamen no se puede quitar. El collar no tiene cierre. Está fundido con la estatua.
Yennefer estuvo callada largo rato, midiendo a la sacerdotisa con una mirada serena.
– Si lo hubiera sabido -dijo con voz fría- me hubiera ido de inmediato con el yarl de vuelta a Ard Skellig. No, no. El tiempo que he pasado charlando contigo al menos no lo considero perdido. Pero tengo poco tiempo. Muy poco, de verdad. Reconozco que me has sorprendido un poco con tu amabilidad y cordialidad…
– Soy amable contigo -le interrumpió sin emociones Sigrdrifa-. También apoyo tus planes, con todo mi corazón. Conocí a Ciri, me gustaba aquella niña, me inquieta su suerte. Te admiro por lo decidida que te aprestas a ir a salvar a esa muchacha. Concederé todos tus deseos. Pero no Brisingamen, Yennefer. No Brisingamen. No pidas eso.
– Sigrdrifa, para aprestarme a ir a salvar a Ciri tengo que saber urgentemente algo. Conseguir algunas informaciones. Sin ellas no podré hacerlo. Ese conocimiento y esas informaciones sólo las puedo conseguir mediante la telecomunicación. Para poder comunicarme a esta distancia necesito construir con ayuda de la magia un artefacto mágico, un megascopio.
– ¿Un aparato del tipo de vuestra famosa bola de cristal?
– Bastante más complicado. La bola sólo permite la comunicación con otra bola correlacionada. Hasta el banco de enanos local tiene una bola, para comunicarse con la de la central. El megascopio tiene mayores potenciales… Pero, ¿para qué teorizar? Sin el brillante no voy a poder hacer nada de esto. En fin, me despido…
– No te apresures tanto.
Sigrdrifa se levantó, atravesó la nave, deteniéndose junto al altar y la estatua de Modron Freya.
– La diosa -dijo- también es patrona de las sabedoras. De las adivinas. Y de las telépatas. Eso es lo que simbolizan sus animales sagrados: el gato, que oye y ve lo oculto, y el halcón, que ve desde lo alto. Esto es lo que simboliza la joya de la diosa: Brisingamen, el collar de la adivinación. ¿Para qué construir un aparato que oye y ve, Yennefer? ¿No es más sencillo volverse a la diosa por ayuda?
Yennefer contuvo en el último segundo una maldición. Al fin y al cabo se trataba de un lugar de culto.
– Se acerca la hora de la oración de la víspera -siguió Sigrdrifa-. Me dedicaré a la meditación junto con otras sacerdotisas. Voy a pedir a la diosa que ayude a Ciri. A Ciri, que estuvo aquí más de una vez, en este santuario, que más de una vez contempló Brisingamen en el cuello de la Gran Madre. Sacrifica todavía una o dos horas de tu precioso tiempo, Yennefer. Quédate aquí con nosotras, para la hora de la oración. Apóyame cuando esté rezando. Con tu pensamiento y tú presencia.
– Sigrdrifa.
– Por favor. Hazlo por mí. Y por Ciri.
La joya Brisingamen. En el cuello de la diosa.
Ahogó un bostezo. Si por lo menos hubiera algún canto, pensó, algunas entonaciones, algunos ritos… algún folklore místico… sería menos aburrido, el sueño no la mortificaría tanto. Pero ellas simplemente están ahí de rodillas, con la cabeza baja. Sin movimiento, sin sonido.
Pero también es verdad que cuando quieren saben utilizar la Fuerza, a veces tan bien como nosotras, las hechiceras. Sigue siendo un enigma cómo lo hacen. Nada de preparaciones, nada de ciencia, nada de estudios… Sólo oración y meditación. ¿Divinación? ¿Una forma de autohipnosis? Eso es lo que afirmaba Tissaia de Vries… Absorben energía inconscientemente, en el trance alcanzan la capacidad de transformarla de forma análoga a nuestros hechizos. Transforman la energía y piensan que se trata de un don y una merced de la divinidad. La fe les da fuerza.
¿Por qué a nosotros, hechiceros, nunca nos es posible hacer algo así?
¿Lo probamos? ¿Utilizamos la atmósfera y el aura de este lugar? Podría intentar entran en trance yo misma… Aunque fuera mirando a ese diamante… Brisingamen… Pensar intensamente en lo bien que cumpliría su papel en mi megascopio…
Brisingamen… Brilla como la estrella de la mañana, allá, en la oscuridad, entre la bocanadas del incienso y las velas humeantes…
– Yennefer.
Alzó la cabeza.
El santuario estaba oscuro. Olía intensamente a humo.
– ¿Me he dormido? Perdona…
– No hay nada que perdonar. Ven conmigo.
En el exterior el cielo nocturno ardía con luces temblorosas, que se transformaban como en un calidoscopio. ¿La aurora boreal? Yennefer se restregó los ojos con asombro. ¿Aurora borealis? ¿En agosto?
– ¿Qué es lo que estás dispuesta a dar, Yennefer?
– ¿Cómo?
– ¿Estás dispuesta a darte a ti misma, Yennefer? ¿Tu valiosa magia?
– Sigrdrifa -dijo con rabia-. No intentes conmigo esas inspiradas comedias. Yo tengo noventa y cuatro años. Pero trata esto, por favor, como un secreto de confesión. Me sincero contigo sólo para que comprendas que no me puedes tratar como a una niña.
– No has respondido a mi pregunta.
– Y no pienso. Porque es un misticismo que no acepto. Me dormí en vuestro servicio. Me cansó y me aburrió. Porque no creo en vuestra diosa.
Sigrdrifa se dio la vuelta y Yennefer, contra su voluntad, aspiró profundamente.
– No me es demasiado halagüeña tu falta de fe -dijo una mujer de ojos llenos de oro líquido-. Pero, ¿acaso tu falta de fe cambia algo?
Lo único que Yennefer fue capaz de hacer fue soltar el aire.
– Llegará un día -dijo la mujer de ojos de oro- en el que nadie, absolutamente nadie, incluyendo a los niños, creerá en la hechicería. Te lo digo con estudiada maldad. Como una venganza. Ven.
– No… -Yennefer consiguió por fin romper con su pasiva aspiración y espiración-. ¡No! No voy a ningún sitio. ¡Basta de esto! ¡Es un encantamiento o hipnosis! ¡Una ilusión! ¡Un trance! Tengo creados mecanismos de defensa… ¡Puedo deshacer todo esto con un hechizo, oh, así! Rayos…
La mujer de ojos de oro se acercó. El diamante en su cuello ardía como la estrella de la mañana.
– Vuestro habla poco a poco deja de servir al entendimiento -dijo-. Se convierte en arte por el arte, cuanto más incomprensible, más se considera como más profunda y más inteligente. De verdad, os prefería cuando sólo sabíais hacer «e-e» y «gu-gu». Ven.
– Esto es una ilusión, un trance… ¡No voy a ningún lado!
– No quiero obligarte. Sería una vergüenza. Al fin y al cabo eres una muchacha inteligente y orgullosa, tienes carácter.
Una pradera. Un mar de hierba. Un brezal. Rocas, alzándose entre los brezos como el lomo de una fiera agazapada.
– Tú querías mi joya, Yennefer. No puedo dártela sin asegurarme antes de unos cuantos asuntos. Quiero comprobar qué es lo que se oculta dentro de ti. Por eso te he traído aquí, a este lugar, que desde tiempos inmemoriales es un lugar de Fuerza y Potencia. Tu valiosa magia al parecer está por todos lados. Al parecer basta con alargar la mano. ¿No tienes miedo de absorberla?
Yennefer no pudo extraer ni un sonido de su garganta agarrotada.
– ¿Una Fuerza capaz de cambiar el mundo -dijo la mujer a la que no está permitido llamar por su nombre- es según tú, caos, artificio y ciencia? ¿Maldición, bendición y progreso? ¿Y no será por casualidad fe? ¿Amor? ¿Sacrificio?
¿Lo oyes? Es el canto del gallo Kambi. Una ola se estrella contra la orilla, una ola empujada por la proa de Naglfar. Resuena el cuerno de Hemdall, que está cara a cara con los enemigos en Bifrost, el arco iris. Se acerca el Frío Blanco, se acerca la tempestad y la tormenta… La tierra tiembla con los violentos movimientos de la Serpiente…
El Lobo devora al sol. La luna enrojece. No hay más que frío y oscuridad. Odio, venganza y sangre…
¿De qué lado vas a estar, Yennefer? ¿Estarás en el borde oriental o en el occidental de Bifrost? ¿Estarás con Hemdall o contra él?
Canta el gallo Kambi.
Decide, Yennefer. Escoge. Porque precisamente por ello se te devolvió una vez la vida, para que en el momento adecuado pudieras realizar tu elección.
¿Luz u oscuridad?
– ¿Bien y Mal, Luz y Oscuridad, Orden y Caos? ¡Eso son sólo símbolos, en la realidad no existe tal polaridad! La Luz y la Oscuridad están en cada uno de nosotros, un poco de esto y un poco de aquello. Esta conversación no tiene sentido. No lo tiene. No me embarcaré en el misticismo. Para ti y para Sigrdrifa el Lobo devora al sol. Para mí no es más que un eclipse. Y que así se quede.
¿Se quede? ¿Qué?
Ella sintió cómo la tierra le huía de bajo los pies, cómo alguna fuerza monstruosa retorcía sus manos, quebraba las articulaciones de los hombros y los codos, tensaba su columna vertebral como en la tortura del strappado. Gritó de dolor, se agitó, abrió los ojos. No, no era un sueño. No podía ser un sueño. Estaba en un árbol, colgaba estirada en las ramas de un gigantesco fresno. Sobre ella, muy alto, volaba en círculos un halcón, bajo ella, abajo, en las oscuridad, escuchó el silbido de una serpiente, el susurro de las escamas rozando entre sí.
Algo se movió a su lado. Por sobre su tenso y dolorido brazo correteó una ardilla.
– ¿Estás lista? -preguntó la ardilla-. ¿Estás lista para el sacrificio? ¿Qué estás dispuesta a sacrificar?
– ¡No tengo nada! -El dolor la cegaba y paralizada-. ¡E incluso aunque lo tuviera no veo el sentido de un sacrificio así! ¡Yo no quiero sufrir por millones! ¡Yo ni siquiera quiero sufrir! ¡Por nada y por nadie!
– Nadie quiere sufrir. Y sin embargo esto es algo que todos experimentan. Y algunos sufren más. No necesariamente por propia elección. Lo importante no es si se padece dolor. Lo importante es cómo se padece.
¡María! ¡María!
¡Quita de mi vista a esta monstrua jorobada! ¡No quiero ni mirarla!
Es tan hija tuya como mía.
¿De verdad? Los niños que yo he engendrado son normales.
Cómo te atreves… Como te atreves a sugerir…
En tu familia era en la que había elfos hechiceros. Tú fuiste la que abortaste la primera vez. Es por eso. Tienes la sangre y el vientre contaminados de elfo. Por eso das a luz monstruos.
Es una pobre niña desgraciada… ¡Fue la voluntad de los dioses! ¡Es tu hija igual que mía! ¿Qué iba a hacer? ¿Ahogarla? ¿No atarle el ombligo? ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Llevarla al bosque y dejarla allí? ¿Qué es lo que quieres de mí, por los dioses?
¡Papá! ¡Mamá!
Largo de aquí, bicho raro.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves apegar así a la niña? ¡Quieto! ¿Adónde vas? ¿ Dónde? A su casa, ¿verdad? ¿A casa de ella?
Pues claro, mujer. Soy un hombre, me es lícito sofocar mi deseo donde quiera y cuando quiera, es mi derecho natural. Y tú me das asco. Tú y esa fruta de tu vientre podrido. No me esperes con la cena. No volveré a dormir.
Mamá…
¿Por qué lloras?
¿Por qué me pegas y me desprecias? Pero si he sido buena…
¡Mamá! ¡Mamá!
– ¿Eres capaz de perdonar?
– Hace ya mucho que perdoné.
– Saciada por la primera venganza.
– Sí.
– ¿Lo lamentas?
– No.
Dolor, un terrible dolor que le atravesaba las manos y los dedos.
– ¡Sí, soy culpable! ¿Es lo que querías escuchar? ¿Confesión y arrepentimiento? ¿Querías escuchar cómo Yennefer de Vengerberg se arrepiente y se humilla? No, no te doy esa satisfacción. Reconozco mi culpa y espero castigo. ¡Pero no esperes que me vas a escuchar arrepentirme!
El dolor alcanza las fronteras de lo que el ser humano es capaz de soportar.
– Me recuerdas a los traicionados, engañados, utilizados, me recuerdas a quienes murieron por mi mano, por mi propia mano… ¿El que alzara alguna vez la mano contra mí misma? ¡Se ve que tendría algún motivo! ¡Y no lamento nada! Aunque pudiera hacer retroceder el tiempo… No lamento nada.
El halcón se posó sobre su hombro.
La Torre de la Golondrina. La Torre de la Golondrina. Apresúrate a la Torre de la Golondrina.
Hija mía.
Canta el gallo Kambi.
Ciri en una yegua mora, con los cabellos grises agitados por el viento en su galope. De su rostro fluye y salpica la sangre, brillante, de rojo vivo. La yegua mora vuela como un pájaro, se desliza ligera hacia la agitación de un torbellino. Ciri se agarra a la silla, pero no cae…
Ciri en medio de la noche, en un desierto de roca y arena, con la mano alzada, de su mano surge una bola luminosa… Un unicornio arañando en la grava con su casco… Muchos unicornios… Fuego… Fuego…
Geralt en un puente. En una lucha. En el fuego. Las llamas se reflejan en la hoja de su espada.
Fringilla Vigo, sus ojos verdes muy abiertos de placer, su oscura cabe-cita de pelo corto sobre un libro abierto, sobre el frontispicio… se ve un fragmento del título: Notas sobre lo inevitable de la muerte…
En los ojos de Fringilla se reflejan los ojos de Geralt.
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen abajo. Escaleras que hay que bajar. Algo se termina. Llega el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin…
Oscuridad. Humedad. El terrible frío de las paredes de piedra. El frío del hierro en las articulaciones de las muñecas, en los huesos de los tobillos. Dolor palpitante en las manos destrozadas, punzante en los acribillados dedos…
Ciri la lleva de la mano. Un largo y oscuro pasillo, columnas de piedra, puede que estatuas… Tinieblas. En ellas susurros, bajitos como el ruido del viento.
Puertas. Una serie infinita de puertas de gigantescas y pesadas hojas se abren ante ella sin ruido. Y al final, en unas tinieblas impenetrables, unas que no se abren solas. Unas que está prohibido abrir.
Si tienes miedo, vuelve.
Está prohibido abrir estas puertas. Tú lo sabes.
Lo sé.
Y sin embargo me conduces allí.
Si tienes miedo, vuelve. Todavía estás a tiempo de volver. Todavía no es demasiado tarde.
¿Y tú?
Para mí si lo es.
Canta el gallo Kambi.
Ha llegado el Tedd Deireádh.
Aurora borealis.
El amanecer.
– Yennefer. Despiértate.
Alzó la cabeza. Miró las manos. Tenía las dos. Enteras.
– ¿Sigrdrifa? Me he dormido…
– Ven.
– ¿Adonde? -susurró-. ¿Adonde esta vez?
– ¿Cómo? No te entiendo. Ven. Tienes que ver esto. Ha pasado algo… Algo extraño. Ninguna de nosotras sabe cómo explicarlo. Y yo me lo imagino. La gracia… Sobre ti ha caído la gracia divina, Yennefer.
– ¿De qué se trata, Sigrdrifa?
– Mira.
Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Brisingamen, la joya sagrada de la Modron Freya no colgaba ya del cuello de la diosa. Yacía a sus pies.
– ¿Estoy oyendo bien? -se aseguró Crach an Craite-. ¿Te trasladas con todo tu taller de magia a Hindarsfjall? ¿Las sacerdotisas te permiten usar el diamante sagrado? ¿Te permiten usarlo para esa máquina infernal?
– Si.
– Vaya, vaya. Yennefer, ¿acaso te has convertido? ¿Qué es lo que pasó en la isla?
– No importa. Vuelvo al santuario y eso es todo.
– ¿Y los medios económicos que pediste? ¿Te serán necesarios?
– La verdad es que sí.
– El senescal Guthlaf realizará cada orden tuya. Pero, Yennefer, emite esas órdenes rápidamente. Apresúrate. He recibido nuevas noticias.
– Maldita sea, lo estaba temiendo. ¿Saben ya dónde estoy?
– No, todavía no lo saben. Me advirtieron sin embargo que podrías aparecer por las Skellige y me ordenaron detenerte de inmediato. Me ordenaron también hacer prisioneros en nuestros ataques y divulgar con ellos informaciones, incluso migajas de información relacionadas contigo. De tu presencia en Nilfgaard o en las provincias. Yennefer, apresúrate. Si te siguieran y atraparan aquí, en las Skellige, me encontraría en una situación ligeramente complicada.
– Haré lo que esté en mi poder. También de forma que no te comprometa. No tengas miedo.
Crach sonrió.
– He dicho que «ligeramente». Yo no les temo. Ni a los reyes ni a los hechiceros. No me pueden hacer nada, porque les soy necesario. Y además, estuve obligado a prestarte ayuda a causa del juramento de vasallaje. Sí, sí, has oído bien. Formalmente sigo siendo vasallo de la corona de Cintra. Y Cirilla tiene derecho formal a esa corona. Al representar a Cirilla, siendo su única tutora, tienes derecho formal a ordenarme, a exigir de mí obediencia y servicio.
– Sofismas casuísticos.
– Por supuesto. -Bufó-. Yo gritaré eso mismo, a grandes voces, si, pese a todo, resulta ser verdad que Emhyr var Emreis obliga a la muchacha a casarse con él. En ese caso, aunque hiciera falta la ayuda de algún picapleitos embrollador, se le quitarían a Ciri todos los derechos al trono y se pondría en él a algún otro, aunque fuera a ese mentecato de Vissegerd. Entonces, sin tardanza, declararé obediencia y juraré vasallaje.
– ¿Y si -Yennefer entornó los ojos- pese a todo resultara que Ciri está muerta?
– Ella está viva -dijo Crach con dureza-. Lo sé con toda seguridad.
– ¿Cómo?
– No vas a querer dar crédito.
– Ponme a prueba.
– La sangre de las reinas de Cintra -comenzó Crach- está extrañamente enlazada con el mar. Cuando muere alguna mujer de esta sangre, el mar entra en una verdadera locura. Se dice que Ard Skellig llora a las hijas de Riannon. Porque la tormenta es entonces tan fuerte que las olas que provienen del oeste se introducen a través de las rocas y cavernas hasta la parte de oriente y de pronto las rocas dejan brotar torrentes salados. Y toda la isla tiembla. La gente sencilla dice: mira cómo Ard Skellig sozolla. De nuevo ha muerto alguien. Ha muerto la sangre de Riannon. La Vieja Sangre.
Yennefer guardaba silencio.
– No se trata de un cuento de hadas -siguió Crach-. Yo mismo lo he visto, con mis propios ojos. Tres veces. Después de la muerte de Adalia la Adivina, después de la muerte de Calanthe… Y después de la muerte de Pavetta, la madre de Ciri.
– Pavetta -advirtió Yennefer- murió precisamente durante una tormenta, así que es difícil decir que…
– Pavetta -le interrumpió Crach, todavía pensativo- no murió durante la tormenta. La tormenta comenzó tras su muerte, el mar como de costumbre reaccionó a la muerte de alguien de sangre cintriana. Investigué el asunto el suficiente tiempo. Y estoy seguro de ello.
– Es decir, ¿de qué?
– El barco en el que navegaban Pavetta y Duny se hundió en el famoso Abismo de Sedna. No es el primer barco que se pierde allí. Seguro que lo sabes.
– Cuentos. Los barcos son afectados por alguna catástrofe, es una cosa muy natural…
– En las Skellige -le interrumpió él con bastante brusquedad- sabemos suficiente acerca de barcos y navegación como para saber diferenciar las catástrofes naturales de las innaturales. En el Abismo de Sedna los barcos desaparecen de forma innatural. Y no por casualidad. Lo mismo se refiere al barco en el que navegaban Pavetta y Duny.
– No voy a polemizar. -La hechicera suspiró-. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene? ¿Al cabo de casi quince años?
– Para ella lo tiene. -El yarl apretó los labios-. Yo sacaré a la luz este asunto. Sólo es cuestión de tiempo. Sabré… Encontraré una aclaración para todos los enigmas. También al de la época de la matanza de Cintra…
– ¿Y cuál es ahora este enigma?
– Cuando los nilfgaardianos entraron en Cintra -murmuró, mirando por la ventana-, Calanthe ordenó sacar en secreto a Ciri de la ciudad. Lo que pasaba es que la ciudad estaba ya ardiendo, los Negros estaban por todos lados, las posibilidades de escapar del cerco eran mínimas. Le desaconsejaron a la reina aquella empresa tan arriesgada, se le sugirió que Ciri capitulara formalmente ante los atamanes de Nilfgaard, que de esa manera salvara la vida y la razón de estado cintriana. En las calles llameantes moriría con toda seguridad y totalmente sin sentido a manos de la soldadesca. Y la Leona… ¿Sabes lo que respondió, según los testigos presenciales?
– No.
– «Mejor que la sangre de la muchacha corra por los adoquines de Cintra que no que sea mancillada». ¿Mancillada, cómo?
– Por el matrimonio con el emperador Emhyr. Con la inmundicia nilfgaardiana. Yarl, ya es tarde. Mañana comienzo al alba… Te tendré informado de todos los adelantos.
– Cuento con ello. Buenas noches, Yenna… Humm…
– ¿Qué, Crach?
– ¿No tendrías, humrn, ganas…?
– No, yarl. Lo pasado, pasado está. Buenas noches.
– Vaya, vaya. -Crach an Craite miró a la recién llegada, inclinando la cabeza-. Triss Merigold en carne y hueso. Vaya un vestido más bonito. Y la piel… ¿Es chinchilla, verdad? Te preguntaría qué es lo que te trae aquí, a las Skellige… si no supiera lo que te trae. Pero lo sé.
– Maravilloso. -Triss sonrió arrebatadoramente, arregló sus hermosos cabellos castaños-. Es maravilloso que ya lo sepas, yarl. Eso nos ahorrará la introducción y las aclaraciones introductorias, nos permite pasar directamente al grano.
– ¿A qué grano? -Crach cruzó los brazos sobre el pecho y midió a la hechicera con una fría mirada-. ¿Qué es lo que tendríamos que preceder con introducciones, cuáles serían esas aclaraciones? ¿A quién represen-tas, Triss? ¿En nombre de quién has venido aquí? El rey Foltest, al que servías, te agradeció tus servicios con el destierro. Aunque no eras culpable de nada, te echó de Temería. Por lo que he oído, te ha acogido bajo su ala Filippa Eilhart, quien hoy día, junto con Dijkstra, gobierna de hecho en Redania. Como veo, correspondes al asilo como mejor puedes. Ni siquiera vacuas en aceptar el papel de agente secreto para perseguir a tu antigua amiga.
– Me insultas, yarl.
– Pido perdón con humildad. Si me he equivocado. ¿Me he equivocado?
Guardaron silencio durante largo rato, midiéndose con una mirada desconfiada. Por fin Triss se enfadó, blasfemó, dio taconazos.
– ¡Ah, al diablo! ¡Dejemos de pincharnos el uno al otro! ¿Qué importancia tiene a quién se sirve, quién está con quién, a quién se le da crédito y con qué motivos? Yennefer está muerta. Todavía no se sabe dónde y en qué manos está Ciri… ¿Qué sentido tiene jugar a secretismos? No he venido hasta aquí como espía, Crach. Vine aquí por propia iniciativa, como persona privada. Movida por mi preocupación por Ciri.
– Todos se preocupan por Ciri. Esa muchacha tiene suerte.
Los ojos de Triss lanzaron destellos.
– Yo no me burlaría de ello. Sobre todo en tu lugar.
– Disculpa.
Callaron, ensimismados, mirando por la ventana al rojo sol que se ponía al otro lado de las cumbres de Spikeroog.
– Triss Merigold.
– Dime, yarl.
– Te invito a cenar. Ah, el cocinero mandó preguntar si todas las hechiceras desprecian los mariscos bien preparados.
Triss no despreciaba los mariscos. Al contrario, comió dos veces más de lo que tenía previsto y ahora comenzaba a temer por su talle, por esas veintidós pulgadas de las que estaba tan orgullosa. Decidió ayudar la digestión con vino blanco, el famoso Est Est de Toussaint. De la misma forma que Crach, lo bebía en un cuerno.
– Así que -siguió ella la conversación- Yennefer apareció por aquí el diecinueve de agosto, cayendo espectacularmente del cielo en una red de pescadores. Tú, como fiel vasallo de Cintra, le diste asilo. La ayudaste a construir un megascopio… Con quién hablara, por supuesto no lo sabes.
Crach an Craite tiró fuerte del cuerno y ahogó un eructo.
– No lo sé -adoptó una sonrisa astuta-. Claro que no lo sé. ¿Qué va a saber un pobre y simple marinero de las cosas de las poderosas hechiceras?
Sigrdrifa, la sacerdotisa de Modron Freya, bajó la cabeza mucho, como si las preguntas de Crach an Craite le pesaran mil libras.
– Ella confiaba en mí, yarl -murmuró apenas audible-. No me exigió que hiciera juramento de guardar silencio, pero estaba claro que le importaba mucho la discreción. Yo de verdad no sé si…
– Modron Sigrdrifa -le interrumpió serio Crach an Craite-. Lo que te pido no es una delación. Del mismo modo que tú, apoyo a Yennefer, del mismo modo que tú deseo que encuentre y salve a Ciri. ¡Si yo hasta hice un bloedgeas, un juramento de sangre! En lo que respecta a Yennefer, me mueve la preocupación por ella. Es una mujer extraordinariamente orgullosa. Incluso yendo a un peligro muy grande, no se rebaja a pedir. Así que es posible que haya que apresurarse a ir a ayudarla con ayuda no deseada. Pero para hacer eso, necesito información.
Sigrdrifa carraspeó. Hizo una mueca imprecisa. Y cuando comenzó a hablar, la voz le temblaba un tanto.
– Construyó esa máquina… En suma, no es una máquina, porque no tiene mecanismo alguno, sólo dos espejos, una cortina de terciopelo negro, una caja, dos lentes, cuatro lámparas, bueno, y por supuesto, Brisingamen… Cuando ella pronuncia un hechizo, la luz de las dos lámparas cae…
– Dejemos los detalles. ¿Con quién habló?
– Habló con varias personas. Con hechiceros… Yarl, no escuché todo, pero lo que escuché… Entre ellos son gente miserable. Ninguno quiso ayudar desinteresadamente… Exigieron dinero… Todos exigieron dinero…
– Lo sé -murmuró Crach-. El banco me informó de las transferencias que realizó. ¡Buenas perras, pero buenas, me está costando mi juramento! Pero el dinero es cosa que se consigue. Lo que he dado para Yennefer y Ciri me lo recuperaré en las provincias nilfgaardianas. Pero sigue hablando, madre Sigrdrifa.
– A algunos -la sacerdotisa bajó la cabeza- Yennefer simplemente los chantajeó. Les dio a entender que estaba en posesión de información comprometedora y que si rehusaban colaborar la revelaría a todo el mundo… Yarl… Es una mujer inteligente y, en el fondo, buena… Pero no tiene escrúpulo alguno. No se anda con contemplaciones. Ni tiene piedad.
– Eso lo sé. Sin embargo, no quiero conocer los detalles de los chantajes y te aconsejo que tú también te olvides cuanto antes de ellos. Es un juego peligroso. Con ese fuego no deben jugar quienes estén al margen.
– Lo sé, yarl. A ti te debo obediencia… Y creo que tus objetivos justifican tus medios. Nadie más se enterará por mí de nada. Ni amigo en amistosa conversación, ni enemigo en las torturas.
– Bien, Modron Sigrdrifa, muy bien… ¿Recuerdas en torno a qué giraban las preguntas de Yennefer?
– No lo comprendí todo, yarl. Usaban un argot especial que era difícil de entender… A menudo hablaban de un tal Vilgefortz…
– Cómo podía ser de otro modo. -Crach hizo rechinar los dientes de manera audible. La sacerdotisa le contempló con una mirada asustada.
– Hablaron también de elfos y de Sabedoras -siguió-. Y de portales mágicos. Hasta se habló del Abismo de Sedna… Pero, me da la sensación, generalmente hablaban de torres.
– ¿De torres?
– Sí. De dos. De la Torre de la Gaviota y de la Torre de la Golondrina.
– Lo que me imaginaba -dijo Triss-. Yennefer comenzó por hacerse con el informe secreto de la comisión Radcliffe, que investigó los asuntos de Thanedd. No sé qué noticias acerca de ello llegaron aquí, a las Skellige… ¿Has oído hablar del teleporte de la Torre de la Gaviota? ¿Y de la comisión Radcliffe?
Crach an Craite miró a la hechicera con aire de sospecha.
– Aquí a las islas -frunció el ceño- no nos llega ni la política ni la cultura. Estamos atrasados.
– La comisión Radcliffe -Triss consideró adecuado no prestar atención ni a su tono ni a su gesto- investigó detalladamente las huellas de teleportación que surgían de Thanedd. El portal de Tor Lara, que se encontraba en la isla, mientras existía impedía en un radio bastante grande toda magia teleportadora. Pero como seguramente sabes, la Torre de la Gaviota explotó y se deshizo, haciendo posible la teleportación. La mayor parte de los participantes en los sucesos de Thanedd salieron de la isla gracias a los portales que se pudieron abrir.
– Ciertamente -sonrió yarl-. Tú, para no ir más lejos, volaste directamente a Brokilón. Con el brujo a las costillas.
– Vaya. -Triss le miró a los ojos-. No llega la política, no llega la cultura, pero las habladurías llegan. Dejemos esto por un momento, volvamos a la comisión Radcliffe. A la comisión le interesaba fijar concretamente quién se teleportó de Thanedd y adonde. Usaron lo que se denomina sinopse, unos hechizos capaces de crear la imagen de sucesos del pasado y mostrar las huellas ocultas de teleportación con las direcciones a las que conducían y en consecuencia asignar a personas concretas los portales que abrieran. Tuvieron éxito en casi todos los casos. Excepto en uno. Una de las direcciones de la teleportación conducía a la nada. Mejor dicho, al mar. Al Abismo de Sedna.
– Alguien -imaginó al punto el yarl- se teleportó a un barco que le esperaba en el lugar y momento acordados. Lo curioso es sólo que fuera tan lejos… y en un lugar de tan mala fama. Pero si el hacha cuelga sobre el pescuezo…
– Precisamente. También la comisión pensó lo mismo. Y formuló la siguiente conclusión: Vilgefortz, habiendo raptado a Ciri y con los caminos de huida cortados, utilizó una salida de emergencia: se teleportó junto con la muchacha al Abismo de Sedna, a un barco nilfgaardiano que estaba esperando allí. Según la comisión, esto aclara el hecho de que Ciri fuera presentada en el palacio imperial de Loc Grim ya el diez de julio, apenas diez días después de lo sucedido en Thanedd.
– Bueno, sí. -El yarl entornó los ojos-. Esto aclara muchas cosas. Se entiende, con la condición de que la comisión no se equivocara.
– Ciertamente. -La hechicera le devolvió la mirada, se permitió hasta una sonrisa burlona-. En Loc Grim, se entiende, se podría haber presentado a una doble y no a la verdadera Ciri. Esto puede también aclarar mucho. Sin embargo, no aclara un hecho todavía que estableció la comisión Radcliffe. Tan extraño que en la primera versión del informe lo omitieron como algo poco creíble. En la segunda versión del informe, completamente secreta, se mencionaba ese hecho. Como hipótesis.
– Hace mucho que soy todo oídos, Triss.
– La hipótesis de la comisión es: el telepuerto de la Torre de la Gaviota estaba abierto, funcionaba. Alguien lo atravesó y la energía de dicho paso fue tan fuerte que el telepuerto explotó y fue destruido.
Al cabo de un instante Triss continuó.
– Yennefer se enteró seguramente de ello. De lo que descubrió la comisión Radcliffe. Lo que se dice en el informe secreto. Existe alguna posibilidad… la sombra de una posibilidad… de que Ciri pudiera cruzar segura el portal de Tor Lara, sana y salva. Que escapara de los nilfgaardianos y de Vilgefortz…
– ¿Y dónde está ahora?
– Yo también quisiera saberlo.
Estaba diabólicamente oscuro. La luna, escondida detrás de cúmulos de nubes, no daba luz. Comparándola, sin embargo, con las noches anteriores, aquélla era poco ventosa y gracias a ello no tan fría. La canoa apenas se balanceaba ligeramente en la superficie de un agua arrugada por las pequeñas olas. Olía a pantano. A vegetación podrida. Y a mucosidades de anguila.
En algún lugar junto a la orilla, un castor golpeó con su cola en el agua, de tal modo que ambos dieron un respingo. Ciri estuvo segura de que Vysogota había estado dormitando y el castor le había despertado.
– Sigue hablando -dijo ella, limpiándose la nariz en una parte limpia de las mangas, todavía no cubierta de las mucosidades de anguila-. No duermas. ¡Cuando te duermes también a mí se me pegan los ojos, todavía se nos va a llevar la corriente y nos despertamos en el mar! ¡Cuéntame más de esos telepuertos!
– Al huir de Thanedd -siguió el ermitaño- atravesaste el portal de la Torre de la Gaviota, Tor Lara. Y Geoffrey Monck, seguramente la mayor autoridad en cuestiones de teleportaciones, autor de una obra titulada La magia del Antiguo Pueblo, que es como el opus magnum de los telepuertos élficos, escribe que el portal de Tor Lara conduce a la Torre de la Golondrina,. Tor Zireael…
– El telepuerto de Thanedd estaba roto -le interrumpió Ciri-. Puede que antes de que se rompiera llevara a alguna golondrina. Pero ahora lleva al desierto. Esto se llama «portal caótico». He leído acerca de ello.
– Pues, aunque no te lo creas, yo también -bufó el viejecillo-. Recuerdo mucho de lo leído. Por eso me asombra tanto tu relato… Algunos de sus fragmentos. Precisamente los que se refieren a la teleportación…
– ¿Puedes hablar más claro?
– Puedo, Ciri. Puedo. Pero ahora ya es hora de sacar la nasa. Seguro que ya han entrado anguilas en ella. ¿Lista?
– Lista. -Ciri se escupió en la mano y agarró el bichero. Vysogota tomó la cuerda que se introducía en el agua.
– Lo sacamos. ¡Uno, dos… tres! ¡Y a la barca! ¡Agárrala, Ciri, agárrala! ¡A la cesta, antes de que escapen!
Ya era la segunda noche que navegaban con la canoa por los pantanosos afluentes del río, ponían la nasa y los garlitos para las anguilas, que se dirigían en masa hacia el mar. Volvieron a la choza bastante después de la medianoche, llenos de mucosidades de la cabeza a los pies, húmedos y cansados a más no poder.
Mas no se tumbaron de inmediato a dormir. La pesca destinada al trueque tenía que ser metida en cajas y asegurarse bien. Si las anguilas encontraban siquiera la más pequeña fisura, a la mañana siguiente no quedaría ni una. Después de terminar el trabajo, Vysogota les quitó la piel a dos o tres de las anguilas más gruesas, las cortó en rodajas, las rebozó en harina y las frió en una enorme sartén. Luego comieron y hablaron.
– Sabes, Ciri, hay una cosa que no me deja dormir todo el tiempo. No he olvidado cómo después de que sanaras no pudimos ponernos de acuerdo en la fecha, y tu herida en la mejilla era el más perfecto calendario. La herida no podía tener más de diez horas, mientras que tú te empeñabas en que te habían herido cuatro días antes. Aunque estaba convencido de que se trataba de un simple error, no pude dejar de pensar en ello, y me hacía todo el tiempo la pregunta de dónde podían haberse metido los cuatro días perdidos.
– ¿Y qué? ¿Dónde se metieron, según tu opinión?
– No lo sé.
– Estupendo.
El gato dio un largo salto, el ratón clavado a sus uñas gimió bajito. El gato le mordió el cuello sin apresuramiento, le sacó las tripas y comenzó a comerlas con ganas. Ciri le miraba indiferente.
– El telepuerto de la Torre de la Gaviota -comenzó otra vez Vysogota- conduce a la Torre de la Golondrina. Y la Torre de la Golondrina…
El gato devoró todo el ratón, dejando el rabo para postre.
– El telepuerto de Tor Lara -dijo Ciri, dando un gran bostezo- está roto y conduce al desierto. Te lo he dicho cien veces.
– No se trata de eso, sino de otra cosa. De que hay una conexión entre ambos telepuertos. El portal de Tor Lara estaba roto, cierto. Pero todavía está el telepuerto de Tor Zireael. Si consiguieras llegar a la Torre de la Golondrina, podrías teleportarte de vuelta a la isla de Thanedd. Te encontrarías lejos del peligro que te acecha, lejos del alcance de tus enemigos.
– ¡Eh! Eso me vendría bien. Hay sin embargo un pequeño escollo. No tengo ni idea de dónde está la Torre de la Golondrina.
– Pues para eso puede que encuentre un remedio. ¿Sabes, Ciri, lo que le dan al ser humano los estudios universitarios?
– No. ¿Qué?
– La capacidad de utilizar las fuentes.
– Sabía que lo iba a encontrar -dijo Vysogota con orgullo-. Buscaba, buscaba y… Su puta madre…
Brazados de pesados libros se le cayeron de los dedos, incunables se estrellaron contra el suelo de tierra, hojas se escaparon de encuadernaciones enmohecidas y se repartieron en desorden.
– ¿Qué es lo que has encontrado? -Ciri se arrodilló a su lado, le ayudó a recoger las páginas caídas.
– ¡La Torre de la Golondrina! -El ermitaño espantó al gato, que se había aposentado descaradamente sobre una de las hojas-. Tor Zireael. Ayúdame.
– ¡Pero cuidado que está todo polvoriento! ¡Hasta se pega! ¿Vysogota? ¿Qué es esto? ¿Aquí, en este dibujo? ¿Este hombre colgando de un árbol?
– ¿Esto? -Vysogota miró la página suelta-. Una escena con la leyenda de Hemdall. El héroe Hemdall estuvo colgado durante nueve días y nueve noches en el Fresno de los Mundos para, a través del sacrificio y el dolor, poseer sabiduría y fuerza.
– He soñado varias veces con algo así. -Ciri se limpió la frente con la mano-. Una persona colgada de un árbol…
– El grabado ha caído, eh, de ese libro. Si quieres puedes leerlo luego. Ahora, sin embargo, es más importante que… Oh, por fin, lo tengo. Peregrinaciones por sendas y lugares mágicos de Buyvid Backhuysen, un libro considerado por algunos como un apócrifo…
– O sea, un timo.
– Más o menos. Pero también ha habido quienes han apreciado este libro… Escucha… Joder, qué oscuridad hay aquí…
– Hay luz de sobra, tú que estás cegato de viejo que eres -dijo Ciri con la verdadera crueldad que da la juventud-. Dame, yo misma lo leeré. ¿Desde dónde?
– Aquí -señaló con un dedo huesudo-. Lee en voz alta.
– Vaya una lengua rara con la que escribía este Buyvid. Assengard era un castillo, si no me equivoco. Pero, ¿cuál es ese país, Cien Lagos? Nunca he oído hablar de él. ¿Y qué es un trifolium?
– Un trébol. Y cuando termines de leer te contaré también acerca de Assengard y Cien Lagos.
– Y, oh pechada, apenas hubiera finiquitado el elfo Avallac´h de platicar, cuando de las aguas lacustres acudieran los tales pájaros, chicos y prietos, los cuales en el fondo de las honduras todo el invierno habíanse guardado del frío. Puesto que la golondrina, como es cosa sabida por la gente de ciencia, a la contra que otras aves no vuela hacia el mediodía y torna a la primavera, sino que, aferrándose de las patas, en grande grupo caen a lo profundo de las aguas, transcurren allá toda la estación de las nieves y a lo pronto en la primavera de bajo las aguas de profundis salen. Es por tanto esta ave no sólo símbolo de primavera y esperanza, mas y modelo de la limpieza no tocada, puesto que nunca pósase en la tierra y con la suciedad y el asco terrenales no ha contacto alguno.
«Tornemos pues al nuestro lago. Diríase que las tales aves con sus alas la niebla toda aventaron, puesto que tándem sin haberlo esperado elevárase de la bruma una portentosa torre, necromántica, y nuestros pechos hubieron de lanzar un suspiro de asombramiento puesto que la tal torre era como si hubiérase arrancado del rocío, habiendo la niebla como fundamentum y a lo más alto brillaban luceros, una necromántica aurora borealis. Ciertamente, poderoso artefacto mágico había de ser aquella torre, fuera de la razón humana.
«Contemplara el elfo Avallac'h nuestra admiración y dijo: «He aquí Tor Zireael, la Torre de la Golondrina. He aquí la Puerta de los Mundos y el Portón del Tiempo. Alégrate, humano, que los tus ojos esto vean, puesto que no a todos ni en todo tiempo les es dado verlo».
«Preguntado pues por nosotros si acaso pudiérase acercar a la tal torre, y de cerca verla y acaso tocarla propria manu, sonriérase el elfo Avallac'h y dijera: «Tor Zireael es un sueño, no se toca un sueño. Y bien está», añadiera, «puesto que la Torre a los Sabedores sirve y aun a unos pocos Elegidos para los que el Portón del Tiempo son portones de esperanza y resurrección. Mas para los profanos son puertas a la pesadilla».
«Apenas dijera estas palabras cayeron las nieblas nuevamente y la vista de aquel prodigio fue vedada a nuestros ojos…
– El país de Cien Lagos -aclaró Vysogota- se llama hoy Mil Trachta. Es una región lacustre en la parte norte de Metinna, cerca de la frontera con Nazair y Mag Turga. Buyvid Backhuysen escribe que salieron hacia el lago desde el norte, desde Assengard… Hoy no existe Assengard, sólo han quedado ruinas, la ciudad más cercana es Neunreuth. Buyvid contó seiscientas leguas desde Assengard. Se han venido usando distintos tipos de leguas, pero podemos tomar la más popular según la cual seiscientas leguas son, redondeando, cincuenta millas. Al sur de Assengard, que de aquí, de Pereplut, está alejado como unas trescientas cincuenta millas. Por decirlo de otro modo, de la Torre de la Golondrina te separan más o menos trescientas millas, Ciri. En tu Kelpa, como dos semanas de camino. Por supuesto en primavera. No ahora, cuando en uno o dos días vendrán los hielos.
– De Assengard, por lo que he leído -murmuró Ciri, frunciendo la nariz pensativa-, no han quedado de aquellos tiempos más que ruinas. Y yo he visto con mis propios ojos la ciudad élfica de Shaerrawedd en Kaedwen, estuve allí. Los humanos habían robado y saqueado todo, no habían dejado más que piedras desnudas. Apuesto a que de tu Torre de la Golondrina tampoco han quedado más que piedras, y sólo las grandes, por que las pequeñas seguro que las robaron. Y si para colmo allí había un portal…
– Tor Zireael era mágica. No era visible para todos. Y los telepuertos no son nunca visibles.
– Cierto -reconoció y se sumió en sus pensamientos-. El de Thanedd no lo era. Apareció de pronto en la pared desnuda… Y además justo a tiempo, porque aquel hechicero que me perseguía ya estaba cerca… Ya lo oía venir… Y entonces, como respondiendo a una llamada, apareció un portal.
– Estoy seguro -dijo Vysogota en voz baja- de que si consiguieras llegar a Tor Zireael, también se te aparecería aquel telepuerto. Aunque fuera en las ruinas, entre las piedras desnudas. Estoy seguro de que conseguirías encontrarlo y activarlo. Y él, estoy seguro, obedecería tus órdenes. Porque yo pienso, Ciri, que tú eres una elegida.
– Tus cabellos, Triss, son como el fuego a la luz de las velas. Y tus ojos como lapislázuli. Tus labios como corales…
– Cállate, Crach. ¿Estás borracho o qué? Échame más vino. Y cuéntame.
– ¿Contarte qué?
– ¡No finjas! Acerca de cómo Yennefer decidió navegar hasta el Abismo de Sedna.
– ¿Cómo te va? Cuenta, Yennefer.
– Primero tú contesta a mi pregunta: ¿quiénes son esas mujeres que encuentro siempre cuando voy a tu casa? ¿Y que siempre me regalan unas miradas que normalmente suelen estar reservadas para mirar a una mierda de gato que yace sobre la alfombra?
– ¿Te interesa el estado formal y jurídico o el fáctico?
– El segundo.
– En ese caso son mis esposas.
– Entiendo. Aclárales entonces, cuando tengas ocasión, que lo pasado, pasado está.
– Ya lo hice. Pero las mujeres son así. No importa. Cuenta, Yennefer. Me interesan los avances en tu trabajo.
– Por desgracia -la hechicera se mordió los labios- los progresos son mínimos. Y el tiempo corre.
– Corre -afirmó el yarl con la cabeza-. Y sigue trayendo nuevas sensaciones. He recibido noticias desde el continente, seguro que te interesan. Provienen del corpus de Vissegerd. Sabes, espero, quién es Vissegerd.
– ¿Un general de Cintra?
– Un mariscal. Dirige un cuerpo integrado en el ejército temerio que está compuesto por emigrantes y voluntarios cintrianos. Sirven en él suficientes voluntarios de las islas como para tener siempre nuevas de primera mano.
– ¿Y qué tienes?
– Tú llegaste aquí, a Skellige, el diecinueve de agosto, dos días después de la luna llena. Ese mismo día, es decir, el diecinueve, el corpus de Vissegerd atrapó durante una batalla a un grupo de fugitivos entre los que estaban Geralt y ese trovador amigo suyo…
– ¿Jaskier?
– Exacto. Vissegerd los acusó a ambos de espionaje, los detuvo y tenía intenciones de ajusticiarlos, pero ambos prisioneros huyeron y condujeron contra Vissegerd a los nilfgaardianos, con los que parece ser que tenían un acuerdo.
– Tonterías.
– También me parece. Pero me ronda por la cabeza que el brujo, pese a lo que tú piensas, realiza algún plan inteligente. Queriendo salvar a Ciri, se gana la merced de Nilfgaard…
– Ciri no está en Nilfgaard. Y Geralt no realiza plan alguno. La planificación no es su mayor cualidad. Dejémoslo. Lo importante es que estamos ya a veintiséis de agosto y yo todavía sé muy poco. Demasiado poco para emprender nada… A menos que…
Se calló, mirando por la ventana, jugueteando con la estrella de obsidiana cosida en terciopelo negro.
– ¿A menos que? -Crach an Craite no resistió.
– En vez de burlarnos de Geralt, probemos sus métodos.
– No entiendo.
– Se puede intentar el sacrificio, yarl. Al parecer, la disposición al sacrificio otorga réditos, produce consecuencias beneficiosas… Aunque sea en la forma del favor de una diosa. Que ama y valora el sacrificio y el sufrimiento por una causa.
– Sigo sin entender. -Él frunció el ceño-. Pero no me gusta lo que dices, Yennefer.
– Lo sé. A mí tampoco. Pero ya he ido demasiado lejos… El tigre puede ya escuchar los balidos del cabritillo…
– Esto es lo que me temía -susurró Triss-. Precisamente esto me temía. -Lo que quiere decir que entonces entendí bien. -Los huesos de las mandíbulas de Crach an Craite chasquearon con fuerza-. Yennefer sabía que alguien escuchaba las conversaciones que llevaba a cabo con ayuda de aquella máquina infernal. O que alguno de los interlocutores la traicionaría vilmente…
– O lo uno y lo otro.
– Lo sabía. -Crach hizo chirriar los dientes-. Pero seguía haciendo lo que le daba la gana. ¿Porque tenía que hacer de cebo? ¿Ella misma iba a ser el cebo? ¿Fingía que sabía más de lo que sabía para provocar al enemigo? Y navegó hasta el Abismo de Sedna…
– Lanzando un reto. Provocando. Muy arriesgado, Crach.
– Lo sé. No quería poner en peligro a ninguno de nosotros… Excepto a los voluntarios. Por eso pidió dos drakkars.
– Tengo para ti los dos drakkars que has pedido. Alción y Tamara. Y la tripulación, se supone. El Alción lo dirigirá Guthlaf, hijo de Sven, pidió ese honor, le has gustado, Yennefer. El Támara lo capitaneará Asa Thjazi, capitán, en el que tengo la más absoluta confianza. Ah, casi lo olvido. En la tripulación del Tamara también irá mi hijo, Hjalmar Bocatorcida.
– ¿Tu hijo? ¿Cuantos años tiene?
– Diecinueve.
– Pronto empezaste.
– Le dijo la sartén al cazo. Hjalmar pidió ser añadido a la tripulación por motivos personales. No le pude rechazar.
– ¿Por motivos personales?
– ¿De verdad no conoces esa historia?
– No. Dime.
Crach an Craite bajó el cuerno, sonrió al recordar.
– A los niños de Ard Skellig -comenzó- les encanta patinar en el invierno, se mueren esperando que lleguen los hielos. Se lanzan al hielo los primeros, apenas se congela el lago, sobre una superficie tan fina que no soportaría a los adultos. Por supuesto la mejor diversión son las persecuciones. Echar a correr y correr cuanto dan las fuerzas de una punta del lago a otra. Los niños compiten en lo que se llama el «salto del salmón». Se trata de saltar con los patines por encima de las rocas cercanas a la orilla, que surgen del hielo como los dientes de un tiburón. Del mismo modo que un salmón cuando se lanza por encima del borde de los saltos de agua. Se elige una fila de piedras adecuada, se toma impulso… Ja, yo mismo lo hice cuando era un mocoso…
Crach an Craite se quedo pensativo, sonrió levemente.
– Por supuesto -continuó-, estas competiciones las gana y luego alardea de ello como un pavo aquél que salta la fila de rocas más larga. En su momento, Yennefer, este honor recayó a menudo en este tu humilde sirviente y presente interlocutor, je, je. En la época que nos interesa más, el campeón solía ser mi hijo Hjalmar. Saltaba por encima de tales piedras que ninguno de los muchachos se atrevía a saltar. E iba con la nariz alta, retando a todos para que intentaran vencerlo. Y se aceptó aquel reto. Ciri, hija de Pavetta de Cintra. Ni siquiera era una isleña, aunque se consideraba a sí misma como una, puesto que pasaba más tiempo aquí que en Cintra.
– ¿incluso después del accidente de Pavetta? Pensaba que Calanthe le había prohibido venir aquí.
– ¿Sabes eso? -La miró con aire de sospecha-. Vaya, Yennefer, sabes mucho. Mucho. La ira y la prohibición de Calanthe no duraron más que medio año, luego Ciri comenzó a pasar aquí los veranos y los inviernos… Patinaba como un diablo, pero, ¿saltar al «salmón» en competición con los chavales? ¿Y retar a Hjalmar? ¡A nadie le cabía en la cabeza!
– Y saltó -adivinó la hechicera.
– Saltó. Saltó ese medio diablo cintriano. Una verdadera Leoncilla de la sangre de la Leona. Y Hjalmar, para que no se burlaran de él, tuvo que arriesgar un salto sobre una fila de piedras todavía más larga. Se arriesgó. Se rompió una pierna, una mano, cuatro costillas y se destrozó la cara. Le quedarán cicatrices hasta el final de su vida. ¡Hjalmar Bocatorcida! ¡Y su famosa prometida! ¡Je, je!
– ¿Prometida?
– ¿No sabías eso? ¿Tanto sabes y eso no? Ella fue a verle cuando guardaba cama y se estaba curando después del famoso salto. Le leía, le contaba cosas, le sujetaba de la mano… Y cuando alguien entraba en la habitación se ponían rojos como dos amapolas. Bueno, y por fin, Hjalmar me comunicó que se habían prometido. Por poco no me da algo. ¡Ya te daré yo a ti, mocoso, prometimientos, le dije, pero con un látigo! Y me embargó un poco el miedo, porque pensaba que la sangre de la Leoncilla es sangre caliente, que ella es de aquí te pillo aquí te mato, que es una temeraria, por no decir una pequeña locuela… Por suerte Hjalmar estaba completamente vendado y en tablillas, así que no podían haber hecho tonterías…
– ¿Cuántos años tenían entonces?
– Él quince, ella casi doce.
– Creo que exagerabas un poco con esos temores.
– Puede que un poco. Pero al menos Calanthe, a la que tuve que contárselo todo, no lo menospreció. Sé que tenían planes de matrimonio para Ciri, creo que se trataba del joven Tancredo Thyssen, de Kovir, o puede que Radowid de Redania, no estoy seguro. Pero los rumores podían dañar los proyectos de matrimonio, incluso rumores de inocentes besos o caricias medio inocentes. Calanthe, sin un instante de vacilación, se llevó a Ciri a Cintra. La muchacha se enfadó, gritó, lloró, pero no sirvió de nada. Con la Leona de Cintra no había discusión. Luego, Hjalmar estuvo dos días de cara a la pared y no habló con nadie. Apenas sanó, quiso robar un esquife y navegar solo hasta Cintra. Le di con el cinto y se le pasó. Y luego…
Crach an Craite calló, se quedó pensativo.
– Luego llegó el verano, luego el otoño y ya toda el poderío nilfgaardiano se lanzó contra Cintra, desde la pared sur, junto a las Escaleras de Marnadal. Y Hjalmar encontró otra ocasión para mostrar su hombría. En Marnadal, en Cintra, luego en Sodden, se enfrentó valientemente contra los Negros. Luego también, cuando los drakkars fueron a las costas nilfgaardianas,
Hjalmar vengó con la espada en la mano a su casi prometida, de la que entonces se pensaba que ya no vivía. Yo no lo creía porque no habían sucedido los fenómenos de los que te había hablado… Bueno, y ahora, cuando Hjalmar se enteró de la posibilidad de una expedición de rescate, se ofreció como voluntario.
– Gracias por esta historia, Crach. He descansado al oírte. Me he olvidado de mis… pesadumbres.
– ¿Cuándo te vas, Yennefer?
– En los próximos días. Puede que incluso mañana. Sólo me queda por hacer una última telecomunicación.
Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor. Se clavaban profundamente, hasta el fondo.
– ¿No sabes por casualidad con quién habló Yennefer por ultima vez antes de desmontar la máquina infernal? ¿La noche del veintisiete al veintiocho de agosto? ¿Con quién? ¿Y de qué?
Triss cubrió los ojos con sus pestañas.
El rayo de luz desviado por el brillante revivió con un resplandor la superficie del espejo. Yennefer extendió las dos manos, gritó un hechizo. El reflejo cegador se convirtió en una niebla retorcida, de la niebla comenzó a surgir enseguida una imagen. La imagen de una habitación de paredes cubiertas con unos tapices multicolores.
Un movimiento en la ventana. Y una voz inquieta.
– ¿Quién? ¿Quién está allí?
– Soy yo, Triss.
– ¿Yennefer? ¿Eres tú? ¡Dioses! ¿De dónde… dónde estás?
– No importa dónde esté. No bloquees porque la imagen titila. Y quita la lamparilla porque me ciega.
– Ya. Por supuesto.
Aunque era muy tarde, Triss Merigold no estaba ni en negligé ni en roba de trabajo. Llevaba un vestido de calle. Como de costumbre, abrochado muy alto junto al cuello.
– ¿Podemos hablar libremente?
– Por supuesto.
– ¿Estás sola?
– Sí.
– Mientes.
– Yennefer…
– No me engañas, mocosa. Conozco ese gesto, estoy harta de verlo. Hacías lo mismo cuando comenzaste a dormir con Geralt a mis espaldas. Entonces también te ponías la misma máscara de pollito inocente que veo ahora en tu rostro. ¡Y ahora significa lo mismo que entonces!
Triss enrojeció. Y junto a ella apareció en la ventana Filippa Eilhart, vestida con un jubón granate de hombre con bordados de plata.
– Bravo -dijo-. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Estoy contenta de verte sana y salva, Yennefer. Estoy contenta de ver que la loca teleportación desde Montecalvo no terminó en una tragedia.
– Pongamos que de verdad te alegras. -Yennefer torció el gesto-. Aunque se trata de una suposición bastante atrevida. Pero dejémoslo. ¿Quién me traicionó?
– ¿Acaso importa? -Filippa se encogió de hombros-. Ya hace cuatro días que contactas con traidores. Con aquéllos para los que la traición y la venalidad son su segunda naturaleza. Y con aquéllos a los que tú misma empujaste a la traición. Uno de ellos te traicionó. El orden natural de las cosas. No me digas que no lo esperabas.
– Por supuesto que me lo esperaba -bufó Yennefer-. La mejor prueba es que contacto con vosotras. No tendría por qué hacerlo.
– No tendrías. Eso quiere decir que quieres algo.
– Bravo. Astuta, como siempre, como siempre penetrante. Contacto con vosotras para aseguraros que el secreto de vuestra logia está a salvo conmigo. No os traicionaré.
Filippa la miró a través de sus pestañas.
– Si contabas -dijo por fin- con que esta declaración te iba a servir para comprarte tiempo, tranquilidad y seguridad, te equivocas. No nos engañemos, Yennefer. Al huir de Montecalvo realizaste una elección, te declaraste por un lado de la barricada. Quien no está en la logia está contra ella. Ahora intentas adelantarte a nosotras en la tarea de encontrar a Ciri y los motivos que te mueven a ello son precisamente los contrarios a los nuestros. Actúas contra nosotras. No quieres permitir que utilicemos a Ciri para nuestros objetivos políticos. Así que nosotras haremos todo lo posible para que no consigas utilizar a la muchacha para los tuyos, sentimentales.
– ¿Así que guerra?
– Competencia -sonrió Filippa venenosamente-. Sólo competencia, Yennefer.
– ¿Leal y honorable?
– Estás bromeando.
– Por supuesto. Sin embargo, al menos hay cierto asunto que querría dejar claro honestamente.
– Dilo.
– En los próximos días, puede que mañana, sucederán unos acontecimientos cuyas consecuencias no estoy en estado de prever. Puede ser que nuestra competencia deje de tener importancia de pronto. Por una causa muy simple. Que no haya competidora.
Filippa Eilhart entornó sus ojos, matizados por una sombra celeste.
– Entiendo.
– Conseguid entonces que recupere después de mi muerte mi reputación y mi buen nombre. Para que no me consideren más como una traidora y aliada de Vilgefortz. Pido esto a la logia. Te lo pido a ti personalmente.
Filippa calló un instante.
– Rechazo la petición -dijo por fin-. Lo siento, pero tu rehabilitación no está dentro de los intereses de la logia. Si mueres, mueres como una traidora. Serás una traidora y una criminal para Ciri, porque entonces será más fácil manipular a la muchacha.
– Antes de que emprendas algo que amenace muerte -habló de pronto Triss-, déjanos…
– ¿Un testamento?
– Algo que nos permita… continuar… seguir tus huellas. Encontrar a Ciri. ¡Se trata de su bienestar! ¡De su vida! Yennefer, Dijkstra encontró… ciertas huellas. Si Vilgefortz tiene a Ciri, a la muchacha le amenaza una muerte horrible.
– Calla, Triss -ladró brusca Filippa Eilhart-. Aquí no habrá mercadeo ni regateos.
– Os dejaré indicaciones -dijo Yennefer lentamente-. Os dejaré informaciones de lo que me enteré y de lo que voy a emprender. Os dejaré huellas que podréis seguir. Pero no gratis. No queréis rehabilitarme a ojos del mundo, pues al diablo con vuestro mundo. Pero rehabilitadme siquiera a ojos de un brujo.
– No -respondió casi de inmediato Filippa-. Esto tampoco entra dentro de los intereses de la logia. También para tu brujo seguirás siendo una hechicera traidora y nefanda. No entra dentro de los intereses de la logia el que alborotara, buscando venganza, y si te desprecia, no va a querer vengarte. Al fin y al cabo, creo que ya está muerto. O lo estará un día de éstos.
– Informaciones -habló Yennefer con voz sorda- por su vida. Sálvalo, Filippa.
– No, Yennefer.
– Porque no entra dentro de los intereses de la logia. -En los ojos de la hechicera ardió un fuego violeta-. ¿Lo has oído, Triss? Ésta es tu logia. Éste es su verdadero rostro, éstos sus verdaderos intereses. ¿Y qué dices a ello? Eras la tutora de la muchacha, casi, como tú misma dijiste, su hermana mayor. Y Geralt…
– No tomes a Triss por la fibra romántica, Yennefer. -Filippa se tomó la revancha con el fuego de sus ojos-. Encontraremos y rescataremos a la muchacha sin tu ayuda. Y si tú tuvieras éxito, entonces gracias mil, nos la proporcionarás, nos ahorrarás fatigas. Tu arrancas a la muchacha de manos de Vilgefortz, nosotros de las tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién es Geralt?
– ¿Has oído, Triss?
– Perdóname -dijo sordamente Triss Merigold-. Perdóname, Yennefer.
– Oh, no, Triss. Nunca.
Triss miraba al suelo. Los ojos de Crach an Craite eran como ojos de azor.
– Al día siguiente de esta última comunicación secreta -dijo despacio
el yarl de Skellige-, de ésa de la que tú, Triss Merigold, no sabes nada,
Yennefer se fue de Skellige, poniendo curso al Abismo de Sedna. Al preguntarle por qué se dirigía precisamente hacia allí, me miró a los ojos y respondió que tenía intenciones de comprobar en qué se diferencian las catástrofes naturales de las innaturales. Se fue con dos drakkars, el Támara y el Alción, con una tripulación compuesta exclusivamente de voluntarios. Esto fue el veintiocho de agosto, hace dos semanas. No la volví a ver…
– ¿Cuándo te enteraste…?
– Cinco días después. -La interrumpió bastante poco ceremoniosamente-. Tres días después de la nueva de septiembre.
El capitán Asa Thjazi, sentado delante del yarl, estaba intranquilo. Se lamía los labios, se removía en el banco, retorcía los dedos de tal forma que hasta saltaban los pulgares.
El sol rojo, que había logrado salir por fin de entre las nubes que cubrían el cielo, iba bajando poco a poco hacia Spikeroog.
– Habla, Asa -le ordenó Crach an Craite.
Asa Thjazi tosió con fuerza.
– Avanzamos muy deprisa -siguió-. El viento nos era favorable, hacíamos mas de doce nudos. Entonces, ya el veintinueve, vimos por la noche la luz del faro de Peixe de Mar. Doblamos un poco hacia el oeste, para no toparnos con algún nilfgaardiano… Y un día antes de la nueva de septiembre, al alba, entramos en la zona del Abismo de Sedna. Entonces, la hechicera nos llamó a mí y a Guthlaf…
– Necesito voluntarios -dijo Yennefer-. Sólo voluntarios. Ni uno más de los que sean necesarios para manejar el drakkar por un corto período de tiempo. No sé cuántos hacen falta, no sé nada de esto. Pero pido que no se deje en el Alción ni siquiera a una persona más por encima de la cifra estrictamente necesaria. Y repito: sólo voluntarios. Lo que pretendo hacer… es muy arriesgado. Más que una batalla naval.
– Comprendo. -El viejo senescal afirmó con la cabeza-. Y me presento como primero. Yo, Guthlaf, hijo de Sven, pido este honor.
Yennefer le miró largo rato a los ojos.
– Está bien -dijo-. El honor es mío.
– Yo también me presenté -dijo Asa Thjazi-, pero Guthlaf no accedió. Alguien, dijo, tiene que llevar el mando del Támara. Como resultado, se presentaron quince. Entre ellos Hjalmar, yarl. Crach an Craite alzó las cejas.
– ¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? -repitió la hechicera-. ¿Cuántos sobran? Por favor, cuéntalo con precisión.
El senescal guardó silencio algún tiempo, calculó.
– Con ocho basta -dijo por fin-. Si no es mucho tiempo… Pero al fin y al cabo aquí todos son voluntarios, así que no hay ninguna necesidad…
– Selecciona a ocho de entre esos quince -le interrumpió con brusquedad-Elígelos tú mismo. Y ordena a los elegidos que pasen al Alción. El resto se queda en el Tamara. Ah, uno de los que se queda lo selecciono yo. ¡Hjalmar!
– ¡No, señora! ¡No podéis hacerme esto! ¡Me presenté y estaré a vuestro lado! Quiero estar…
– ¡Calla! ¡Te quedas en el Tamara! ¡Es una orden! ¡Una palabra más y hago que te aten al mástil!
– Sigue, Asa.
– La maga, Guthlaf y los mencionados ocho voluntarios subieron al. Alción y navegaron hacia el Abismo. Nosotros, con el Tamara, nos mantuvimos a un lado siguiendo las órdenes, pero de modo que no nos alejáramos. Con el tiempo, que hasta entonces nos había sido favorable, alguna diablura comenzó a pasar al pronto. Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era, yarl… Que me pasen por la quilla si miento…
– Sigue.
– Allá donde nosotros estábamos, el Tamara, se entiende, estaba tranquilo. Aunque soplaba algo el aire y el cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi parecía que el día se tornaba noche. Mas allá donde estaba el Alción, se había abierto el mismo infierno. Un verdadero infierno…
La vela del Alción se agitó de pronto con tanta fuerza que escucharon sus estampidos pese a la distancia que los separaba del drakkar. El cielo se ennegreció, las nubes se agruparon. El mar, que alrededor del Tamara parecía totalmente tranquilo, se enfureció y bullía espumeante junto a la borda del Alción. Alguien gritó de pronto, otro le siguió y al poco gritaban todos.
Bajo una masa de negras nubes que se aposentaban sobre él, el Alción bailaba entre las olas como un corcho, girando, virando y saltando, golpeando en ellas bien con la proa, bien con la popa. A veces el drakkar desaparecía de la vista casi por completo. A veces no se veía más que la vela de bandas de colores.
– ¡Esto son hechizos! -gritó alguien a espaldas de Asa-. ¡Es magia diabólica!
Un remolino hacía girar al Alción cada vez más deprisa y más deprisa. Los escudos, arrancados por la fuerza centrífuga de las bordas del drakkar, volaban por el aire como discos, revoloteaban a izquierda y derecha los destrozados remos.
– ¡Arrizar la vela! -gritó Asa Thjazi-. ¡Y a los remos! ¡Vamos allá! ¡Hay que salvarlos!
Era ya, sin embargo, demasiado tarde.
El cielo sobre el Alción se había puesto negro, la oscuridad estalló de pronto en el zigzag de los relámpagos que rodearon el drakkar como los tentáculos de una medusa. Las nubes agrupadas en formas fantásticas se retorcían en un embudo monstruoso. El drakkar giraba en círculo con una increíble velocidad. El mástil se quebró como una cerilla, la vela destrozada salió disparada por encima de la cubierta como un gigantesco albatros.
– ¡A los remos, por mi fe!
Por encima de sus propios gritos, por encima del bramido de los elementos que lo amortiguaban todo, escuchaban sin embargo los gritos de la gente del Alción. Gritos tan increíbles que los pelos se ponían de punta. A ellos, viejos lobos de mar, sangrientos berserkers, marineros que habían visto y escuchado mucho.
Soltaron los remos, conscientes de su impotencia. Quedaron estupefactos, hasta dejaron de gritar.
El Alción, todavía girando, se comenzó a elevar lentamente por encima de las olas. Y subía cada vez más alto y más alto. Vieron el agua que se escurría, la quilla cubierta de moluscos y algas. Vieron luego una forma negra, una silueta que caía al agua. Luego una segunda. Y una tercera.
– ¡Están saltando! -bramó Asa Thjazi-. ¡A remar, muchachos, sin parar! ¡Con todas las fuerzas! ¡Vamos a ayudarlos!
El Alción estaba ya a más de cien codos de la superficie marina, que bullía como una olla. Seguía girando, enorme, el timón rezumando agua, rodeado por una ígnea tela de araña de relámpagos, atraído por una fuerza invisible hacia las nubes.
De pronto, una explosión que taladraba los oídos quebró el aire. Aunque empujado hacia delante por la fuerza de quince pares de remos, el Támara retrocedió de pronto y voló hacia atrás. A Thjazi le desapareció el suelo bajo sus pies. Cayó, se golpeó en la frente con la borda.
No se pudo levantar por sí mismo, tuvieron que alzarlo. Estaba aturdido, agitaba y movía la cabeza, se tambaleaba, balbuceaba sin sentido. Escuchaba los gritos de su tripulación como desde detrás de una pared. Se acercó a la borda, agarrándose como un borracho, clavó los dedos en el reling.
El viento enmudeció, las olas se calmaron. Pero el cielo todavía seguía negro de a causa de los cúmulos de nubes.
Del Alción no quedaban ni las huellas.
– Ni huellas quedaron, yarl. Oh, algún pedacillo, algunos trapos… Pero no más.
Asa Thjazi interrumpió la narración, miraba al sol, que desaparecía por detrás de la cumbre boscosa de Spikeroog. Crach an Craite, pensativo, no le apremió.
– No se sabe -siguió por fin Asa Thjazi- cuántos consiguieron saltar antes de que aquella diabólica nube se tragara al Alción. Pero de los que no saltaron, ninguno sobrevivió. Y nosotros, aunque no ahorramos tiempo ni esfuerzo, no conseguimos más que pescar dos cadáveres. Dos cuerpos, llevados por el agua. Sólo dos.
– ¿La hechicera -preguntó el yarl con un tono de voz levemente distinto- no estaba entre ellos?
– No.
Crach an Craite guardó silencio largo tiempo. El sol se ocultó por completo detrás de Spikeroog.
– Desapareció el viejo Guthlaf, hijo de Sven -habló de nuevo Asa Thjazi-. Seguro que hasta el último hueso lo han devorado ya los cangrejos del fondo del Sedna… Desapareció completamente la maga… Yarl, la gente comienza a decir… que todo esto es por su culpa… El castigo por su crimen…
– ¡Tontas habladurías!
– Murió -murmuró Asa- en el Abismo de Sedna. En el mismo sitio que entonces Pavetta y Duny… Una coincidencia…
– No fue una coincidencia -dijo convencido Crach an Craite-. Ni entonces ni ahora; con toda seguridad, no fue una coincidencia.