Capítulo sexto

Sabido es que el bruxo, cuando otorga tormento, sufrimiento y muerte, recibe similísimos placeres y gustos cual el hombre piadoso no más tiene en tanto que coyunda con su legítima cónyuge, ibidem cum eiaculatio. De esto despréndese que y hasta en esta materia es el bruxo monstruo contrario a natura, inmoral y malévolo degenerado, nacido del fondo del más oscuro y apestoso infierno, puesto que del sufrimiento y el tormento sólo el diablo puede lograr placer.

Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos

Se salieron de la carretera principal que iba hacia el valle del Neva, cabalgaron por un atajo a través de las montañas. Iban tan deprisa como les permitía el sendero, estrecho, retorcido, pegado a unas rocas de fantásticas formas, cubiertas de una alfombra de líquenes y musgos. Cabalgaban entre despeñaderos de rocas verticales desde los que caían las cintas quebradas de cascadas y saltos de agua. Atravesaron gargantas y barrancos, a través de puentecillos que se balanceaban tendidos sobre precipicios en cuyo fondo burbujeaba la blanca espuma de unos arroyos.

La espada de granito de la Gorgona parecía alzarse justo por encima de sus cabezas. No se podía ver la punta de la Montaña del Diablo, estaba sumergida entre nubes y nieblas que encapotaban el cielo. El tiempo, como suele suceder en las montañas, empeoró en unas pocas horas. Comenzó a lloviznar, a lloviznar de forma viva y molesta.

Cuando fue acercándose el ocaso, los tres empezaron a mirar a su alrededor con impaciencia y nerviosismo, buscando un chozo de pastor, un redil arruinado o aunque fuera una cueva. Algo que les protegiera durante la noche del agua que caía del cielo.

– Creo que ya ha dejado de llover -dijo Angouléme con esperanza en la voz-. Sólo cae agua por los agujeros en el techo del chozo. Mañana, por suerte, andaremos ya aprés Belhaven y en los arrabales siempre se puede pernotar en alguna choza o establo. -¿No vamos a entrar en la ciudad?

– Ni hablar de entrar. Unos forasteros a caballo resaltan demasiado y el Ruiseñor tiene en el pueblo un montón de informantes.

– Estábamos pensando en meternos voluntariamente en la trampa…

– No -le interrumpió-. Es un mal plan. El que estemos juntos levanta sospechas. El Ruiseñor es un rufián astuto, y de seguro que la noticia de mi captura ya se ha extendido. Si algo le quita el sosiego al Ruiseñor, también el medioelfo se enterará.

– Así que, ¿qué propones?

– Arrodearemos la ciudad por el este, desde la salida del valle de Sansretour. Allí hay unas minas. En una de esas minas tengo un compadre. Iremos a verlo. Quién sabe, si tenemos suerte, puede que esta visita nos valga la pena.

– ¿Puedes hablar más claro?

– Lo diré mañana. En la mina. Para no dar mala suerte.

Cahir añadió al fuego unas hojas de abedul. Había llovido todo el día, otras maderas no ardían. Pero el abedul, aunque mojado, sólo chasqueó un poco y enseguida comenzó a arder con un poderoso fuego azulado.

– ¿De dónde eres, Angouléme?

– De Cintra, brujo. Es un país junto al mar, en la desembocadura del Yaruga…

– Sé dónde está Cintra.

– Entonces, ¿por qué preguntas si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?

– Digamos que un poco.

Guardaron silencio. La hoguera chasqueaba.

– Mi madre -dijo por fin Angouléme, mirando al fuego- era una noble de Cintra y al parecer de alto linaje. En el blasón, el linaje éste tenía un gato de mar, te lo enseñaría, pues un medalloncito tenía con ese gato de mierda, de mi madre, mas lo perdí a los dados… Mas el tal linaje, me cagüen su perro marino, me mandó a freír gárgaras, pues al parecer mi madre se había arrejuntado con no sé qué bellaco, paréceme que mozo de cuadra, y yo era una bastarda, una cagada, vergüenza y mancha en el honor. Me entregaron a unos parientes lejanos para que me cuidaran, éstos, todo sea dicho, no tenían en el blasón ni gato ni perro ni puta alguna, pero no fueron malos conmigo. Me mandaron a la escuela, me pegaban poco… Aunque muy a menudo me recordaban quién era, una bastarda concebida en el pajar. Mi madre vino a verme igual tres o cuatro veces cuando era pequeña. Luego dejó de venir. A mí, al fin y al cabo, me importaba una puta mierda…

– ¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?

– ¡Preguntas como un juez de cargo! -bufó, torciendo el gesto en forma grotesca-. Entre delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!

Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver con claridad.

– El tuerto de Fulko -dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo con fuerza en la encía y respirando hondo por la nariz- es, de todos modos, un tío legal. Lo que se llevó se lo llevó, pero el polvo me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?

– No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.

– ¿Por qué?

– Porque no.

– ¿Cahir?

– No tomo fisstech.

– Pues no me han tocado dos santurrones -agitó la cabeza-. Ahora seguro que me vais a salir con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo. Que si voy parir crios retrasados.

– Déjalo, Angouléme. Y termina de contar la historia.

La muchacha estornudó con fuerza.

– Vale, como quieras. En qué estaba yo… Ah. Estalló la guerra, sabes, con Nilfgaard, los parientes perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa. Tenían tres hijos propios, y yo me convertí en un peso para ellos, así que me dieron a un orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes de no sé qué santuario. Un sitio alegre, resultó ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni más ni menos, para los que les gustan las frutas acidas con pipas blancas, ¿entiendes? Muchachillas jóvenes. Y muchachos también. Yo, cuando llegué, estaba ya demasiado desarrollada, crecida, no tenía aficionados…

Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del fuego.

– Casi no tenía -añadió entre dientes.

– ¿Cuántos años tenías entonces?

– Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un poco mayores. Y nos pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto, las leyendas y los cuentos. Del Loco Dei, de Barbanegra, de los hermanos Cassini… ¡Nos tiraba el camino, la libertad, el bandolerismo! Qué es eso, nos dijimos, sólo porque nos dan aquí de comer dos veces al día tenemos que ponerle el culo a placer a unos mariconazos…

– Cuida tu lenguaje, Angouléme. Sabes que lo mucho empalaga.

La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.

– ¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la cocina del orfanatorio se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una piedra y esconderlos al cinto. De las patas de una silla de roble nos salieron buenos palos. Sólo nos eran necesarios caballos y dinero, así que esperamos a que vinieran dos depravados, clientes asiduos, unos vejestorios, puf, lo menos cuarentones. Vinieron, se sentaron, se tomaron su vinillo, esperaron hasta que los sacerdotes, como era costumbre, les ataran a la mozuela elegida a un curioso mueble especial… ¡Mas aquel día no encularon a nadie, no!

– Angouléme.

– Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos viejos depravados, a tres sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y defendió los caballos. Al dispensador del santuario, que no quería soltar la llave del cofre, le pusimos al fuego hasta que la soltó, pero le perdonamos la vida, porque era un viejo amable, siempre bueno y generoso. Y nos echamos al monte, al camino. Nuestra suerte posterior fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a veces nos dieron, a veces nosotros les dimos. A veces hartos, a veces hambrientos. Ja, hambrientos las más de las veces. De lo que se arrastra he comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre, cazar. Y de lo que vuela hasta una cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.

Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.

– Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del orfanatorio, no vive ya ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron hace unos días los infantes de don Fulko. Abel se entregó, como yo, mas lo rajaron igual, por mucho que había arrojado la espada. A mí no me mataron. No pienses que por bondad de corazón. Ya me estaban tirando de espaldas y me abrían de patas, mas se allegó un oficial y no les permitió la diversión. Y luego tú me salvaste del cadalso…

Guardó silencio un instante.

– Brujo.

– Dime.

– Yo sé mostrar gratitud. Si quieres…

– ¿Qué?

– Voy a ver qué tal los caballos -dijo Cahir rápido y se levantó, envolviéndose con la capa-. Daré un paseo… por los alrededores…

La muchacha estornudó, sorbió los mocos, carraspeó.

– Ni una palabra, Angouléme -se anticipó Geralt, verdaderamente enfadado, verdaderamente avergonzado, verdaderamente confundido-. ¡Ni una palabra!

Carraspeó de nuevo.

– ¿De verdad que no tienes ganas de mí? ¿Ni un poquitito?

– Ya te dio Milva con el cinto, mocosa. Si no te callas ahora mismo te voy a dar yo también una buena.

– Ya no digo más.

– Buena chica.

En una pendiente poblada de pinos retorcidos y encorvados se abrían cuevas y agujeros, revestidos y tapados con tablas, ligados con pasarelas, escalerillas y andamiajes. De los agujeros surgían unas plataformas apoyadas sobre unos postes entrecruzados. Por algunas de aquellas plataformas se afanaban unas personas que empujaban carretillas y vagonetas. El contenido de las carretillas y las vagonetas, que parecía al primer golpe de vista una sucia tierra pedregosa, era vertido desde las plataformas a una artesa cuadrangular, o más bien a un complejo de artesas cada vez más pequeñas, divididas por tablas. A través de la artesa corría una corriente continua y ruidosa de agua conducida desde la colina boscosa con ayuda de unos canalones de madera apoyados en unos caballetes bajos. Y de igual forma era luego despachada hacia abajo, al despeñadero.

Angouleme bajó del caballo, hizo una señal para que Geralt y Cahir desmontaran también. Dejaron a los animales junto a la valla y anduvieron en dirección a los edificios, hundiéndose en el barro provocado por las cercanas artesas y canalones, que dejaban traspasar el agua.

– Lavan mena de yerro -dijo Angouleme, señalando la estructura-. De allí, de los pozos, sacan el mineral, lo amontonan en la artesa y echan agua que toman del río. El mineral se asienta en los lavaderos, de allí se lo recoge. Alrededor de Belhaven hay muchas minas y muchos de estos lavaderos. Y el mineral se lleva al valle, a Mag Turga, allá hay hornos y fábricas puesto que allí hay más bosques y para el beneficio de los metales hace falta madera…

– Gracias por la lección -le cortó Geralt, ácido-. Ya he visto en mi vida más de una mina y sé lo que hace falta para beneficiar los metales. ¿Cuándo nos vas a revelar por fin para qué hemos venido aquí?

– Para platicar con un conocido mío. El capataz local. Venid conmigo. ¡Ja, ya lo veo! Oh, allí, al lado de la carpintería! Vamos.

– ¿Es el enano?

– Sí. Se llama Golan Tordilho. Es, como he dicho…

– El capataz local. Lo has dicho. Lo que no has dicho ha sido de qué quieres hablar con él.

– Mirad vuestras botas.

Geralt y Cahir la obedecieron, su calzado estaba hundido en un barro de un extraño color rojizo.

– El medioelfo que buscamos -Angouleme se adelantó a sus preguntas- también tenía las mismitas manchas de limo rojizo en las polainas. ¿Entendéis?

– Ahora sí. ¿Y el enano?

– No habléis con él. Yo me ocuparé de la chachara. Ha de teneros a vosotros por unos que no hablan, sino que degüellan. Poned cara de duros.

No tuvieron que poner ninguna cara especial. Algunos de los picadores que los miraban apartaban los ojos rápidamente, otros se quedaban pasmados y con la boca abierta. Aquéllos que se cruzaban en su camino se salían de él a toda prisa. Geralt se imaginó por qué. En el rostro de Cahir y en el suyo propio todavía se veían los cardenales, rasguños, cicatrices y las hinchazones resultado de su pintoresca lucha y de la paliza que les había atizado Milva. Así que tenían el aspecto de individuos que encuentran gusto en darse en los morros mutuamente y a los que tampoco hay que convencer mucho rato para romperle la cara a un tercero.

El enano amigo de Angouleme estaba al lado de un edificio con un letrero que ponía «Carpintería» y pintaba algo en una tablilla hecha de dos listones de madera pulidos. Contempló a los que se acercaban, soltó el pincel, posó el cubo con la pintura, los miró con los ojos entornados. En su fisonomía adornada con una barba llena de manchas se pintó de pronto una expresión de profundo asombro.

– ¿Angouléme?

– Buenas, Tordilho.

– ¿Eres tú? -El enano abrió la barbada boca-. ¿Eres tú en verdad?

– No. No soy yo. Soy el profeta Lebioda, recién resucitadito. Haz otra pregunta, Golan. Para variar, una que sea inteligente.

– No te mofes, Clara. Yo ya no me esperaba echarte el ojo encima nunca. Nomás hace cinco días estuvo aquí el Mulillas, chocheó que te habían cazado y clavado en un palo en Riedbrune. ¡Juró que era cierto!

– Siempre hay algún beneficio. -La muchacha se encogió de hombros-. Si ahora el Mulillas viniera a pedirte dinero y jurara que te lo va a devolver tú ya sabrás lo que valen sus juramentos.

– Yo ya lo sabía -le repuso el enano, removiendo y encogiendo la nariz con rapidez exactamente igual que un conejo-. A él yo ni un real de vellón roto que le prestara, ni aunque se cagara aquí mesmo y se comiera la tierra. ¡Mas estás viva y salva, malegro, malegro, je! Y pudiera ser que me devolvieras lo que me debes, ¿eh?

– Pudiera, ¿quién sabe?

– ¿Y quiénes están contigo, Clara?

– Unos buenos amigos.

– Ah, qué lengua… ¿Y aónde te llevan los dioses?

– Como de costumbre, por el mal camino. -Angouléme, sin importarle para nada la mirada fulminante del brujo, se metió en la nariz una pizca de fisstech, el resto se lo frotó en las encías-. ¿Una rayita, Golan?

– Por supuesto. -El enano puso el dedo, se metió el polvillo de narcótico ofrecido en el agujero de la nariz.

– Hablando en serio -siguió la muchacha-, pienso que a Belhaven. ¿No sabrás si acaso no ande por allá el Ruiseñor con la hansa?

Golan Tordilho inclinó la cabeza.

– A ti, Clara, lo mejor te sea evitar al Ruiseñor. Enrabietao está, dicen, contigo, como al oso cuando le despiertan de la invernada.

– ¡Oh, venga! Y cuando la noticia llegole de que me ensartaron en una estaca afila tirando de los tiros de dos caballos, ¿no se le cambió el corazón? ¿No lo lamentó? ¿Lagrimillas no vertiera, no se tiró de la barba?

– Na de na. Dicen que habló así: tiene ésta, Angouléme, lo que hace tiempo se mereciera, un palo en el culo.

– Hala, malhablado. Será vulgar el gañán. El señor prefecto Fulko diría: el fondo de la sociedad. Yo, en cambio, digo: ¡el fondo de la cloaca!

– Mejor para ti, Clara, que no digas tales cosas ante sus ojos. Y no andurrear por Belhaven, arrodear la villa y no entrar en ella. Y si has de entrar, lo mejor desfrazada.

– Eh, Golan, no le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos.

– Ni matrevería.

– Escucha, enano. -Angouléme apoyó la bota en un peldaño de la escalera de la carpintería-. Te haré una pregunta. No has de apresurarte a responder. Piénsalo bien primero.

– Pregunta.

– ¿No te ha pasao por delante últimamente un medioelfo? ¿Forastero, no de aquí?

Golan Tordilho aspiró aire, estornudó con fuerza, se limpió la nariz con la manga.

– ¿Un medioelfo, dices? ¿Qué medioelfo?

– No te hagas el tonto, Tordilho. Uno que le contrató a Ruiseñor para un trabajo. Un trabajo sucio. Para cierto brujo…

– ¿Un brujo? -Golan Tordilho sonrió, alzó del suelo su tablilla-. ¡No me digas na! Nosotros, por un casual, andamos buscando a un brujo, oh, mira, pintamos tales letreros y los colgamos por los alredores. Mira: «Se necesita brujo, buena paga, y amás manutención y cobijo, pormenores en la oficina de la mina La Pequeña Babette…»¿Cómo se escribe, «pormenores» o «promenores»?

– Pon: «detalles». ¿Y para qué queréis vosotros un brujo en la mina?

– Vaya una pregunta. ¿Y pa qué, si no pa los moustros?

– ¿Para cuáles?

– Pa los llamadores y barbeglaces. Se nos han llenao que no veas las galerías más bajas.

Angouléme miró a Geralt, que le confirmó con un gesto de la cabeza que sabía de qué se trataba. Y con un carraspeo le hizo señal de que era hora de volver al tema.

– Volviendo al tema. -La muchacha lo entendió al vuelo-. ¿Qué es lo que sabes de ese medioelfo?

– No sé na de ningún medioelfo.

– Te he dicho que lo pienses bien.

– Y tal hice. -Golan Tordilho adoptó de pronto un gesto maligno-. Y me pensé que no me merece la pena saber na de este asunto.

– ¿Es decir?

– Es decir, que esto está peligroso. La comarca está peligrosa y los tiempos están peligrosos. Bandas, nilfgaardianos, guerrilleros de Taludes Libres… Y varios otros alementos, medioelfos. Y tos ardiendo en ganas de darte un disgusto…

– ¿Es decir?

– Es decir, que tú unas perras me debes, Clara. Y en vez de devolverlas, quiés hacer otras deudas. Deudas mu serias, pos por lo que me preguntas pué ser que le levanten a uno por la testa, y no con las manos desnudas, sino con una hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Me merece la pena saber algo de ese medioelfo, eh? ¿O me llevaré arguna cosilla? Porque si no hay más que riesgo y ningún beneficio…

Geralt estaba harto. Le aburría la conversación, le molestaba el argot y las maneras usadas. Con un movimiento fulminante agarró al enano por la barba, lo agitó y empujó. Golan Tordilho se tropezó con el cubo de pintura, cayó. El brujo se acercó a él de un salto, apoyó la rodilla sobre el pecho y le puso un cuchillo ante los ojos.

– Beneficio -bramó- puede ser el de salir con vida. Habla.

Parecía que los ojos de Golan iban a salirse al instante siguiente de sus órbitas y se iban a ir a dar un paseo por los alrededores.

– Habla -repitió Geralt-. Habla lo que sepas. Si no, te voy a rajar la nuez de tal modo que te asfixiarás antes de desangrarte…

– Rialto… -jadeó el enano-. En la mina Rialto…

La mina Rialto se diferenciaba en muchos aspectos de la mina La Pequeña Babette, así como de otras minas y canteras que Angouléme, Geralt y Cahir habían pasado por el camino, y que se llamaban Manifiesto de Otoño, La Mena Vieja, La Mena Nueva, La Mena Julieta, Celestina, Asuntos Comunes y Agujero de Fortuna. En todas se trabajaba mucho, en todas se sacaba de los pozos o de las excavaciones la tierra sucia y se la echaba en las artesas y se la lavaba en los lavaderos. En todas había por todos lados el característico barro rojo.

Rialto era una mina grande, excavada cerca de la cumbre de una colina. La cumbre estaba truncada y formaba una cantera, es decir, una mina a cielo abierto. El lavadero se localizaba en una terraza excavada en la pendiente de la colina. Allí, junto a una pared vertical en la que resaltaban las aberturas de las galerías y los pozos, había artesas, lavaderos, canalones y demás parafernalia de la industria minera. Allí también se levantaba un asentamiento de casuchas de madera, chozas, chabolas y hutas con el tejado cubierto de corteza.

– No conozco aquí a nadie -dijo la muchacha, mientras ataba las riendas a una valla-. Mas intentaremos hablar con el capataz. Geralt, si puedes, no lo agarres tan pronto del gaznate ni lo amenaces con el bardeo. Primero platicaremos…

– No le enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos, Angouléme.

No tuvieron tiempo de hablar. No tuvieron ni siquiera tiempo de acercarse al edificio en el que suponían se encontraba la oficina del capataz. En la placita, donde se cargaba la gandinga en los carros, se encontraron de pronto con cinco jinetes.

– Oh, mierda -dijo Angouléme-. Oh, mierda. Mira lo que nos ha traído el gato.

– ¿Qué pasa?

– Son gente de Ruiseñor. Han venido a por la mordida por la protección. Ya me han visto y reconocido… ¡Su puta madre! La hemos liado…

– ¿Serás capaz de escaquearte? -murmuró Cahir.

– No cuento con ello.

– ¿Por?

– Robé a Ruiseñor, cuando huía de la hansa. No me lo perdonarán. Mas lo intentaré… Vosotros callad. Tened los ojos bien abiertos y estad dispuestos. A todo.

Los jinetes se acercaron. En vanguardia iban dos, un tipo de largos cabellos grises vestido con una piel de lobo y un zagalón con barba, que se había dejado a todas luces para cubrir las cicatrices del acné. Fingían indiferencia pero Geralt distinguió un oculto brillo de odio en las miradas con las que contemplaban a Angouléme.

– Clara.

– Novosad. Yirrel. Hola. Bonito día. Una pena que llueva.

El de las cicatrices se bajó del caballo o, mejor dicho, saltó de la silla, pasando enérgicamente la pierna derecha por encima de la testa del caballo. Los demás también desmontaron. El de las cicatrices le dio las riendas al zagalón de la barba, llamado Yirrel, y se acercó a ellos.

– Vaya -dijo-. Nuestra urraca parlanchína. ¿Y no resulta que vives y estás sana?

– Y doy brincos con los pies.

– ¡Mocosa deslenguada! El rumor decía que dabas brincos, pero en lo alto de un palo. El rumor decía que te había agarrado el tuerto Fulko. ¡El rumor decía que habías cantado en el potro como una tórtola, que habías chotado todo lo que te preguntaban!

– El rumor decía -resopló Angouléme- que tu madre, Novosad, sólo pedía a sus clientes cuatro chavos y nadie quería dar más de dos.

El bandolero le escupió a los pies con un gesto de odio. Angouléme bufó de nuevo, exactamente igual que un caballo.

– Novosad -dijo descarada, poniéndose en jarras-. Tengo algo entre manos para el Ruiseñor.

– Curioso. Porque él también tiene algo entre manos para ti.

– Cierra el pico y escucha mientras entoavía tengo ganas de chamullar. Hace dos días, a una milla de Riedbrune, yo y estos los mis amigos nos cargamos al brujo ése por el que había el precio. ¿Entiendes?

Novosad miró significativamente a sus camaradas, luego se quitó el guante, valoró con la mirada a Geralt y Cahir.

– Tus nuevos amigos -repitió despacio-. Ja, veo por sus jetas que no son curas. ¿Dices que mataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Con un estilete en la espalda? ¿O en sueños?

– Eso son promenores sin importancia. -Angouléme frunció el ceño como un mono-. El promenor importante es que el tal brujo se pudre bajo tierra. Escucha, Novosad. Yo no quiero importunar al Ruiseñor ni ponérmele por medio. Mas el negocio es el negocio. El medioelfo os dio un adelanto por el trabajo, de esto no hablo, es vuestro dinero, por los costes y la fatiga. Mas la otra parte, la que prometió el medioelfo para después del trabajo es, según la ley, mía.

– ¿Según la ley?

– ¡Así es! -Angouléme no prestó atención al tono sarcástico-. Nosotros fuimos quienes acabamos el contrato, matamos al brujo, de lo que podemos mostrar pruebas al medioelfo. Tomaré entonces lo que sea mío y me iré adonde el dios perdió el gorro. Con el Ruiseñor, como dije, no quiero competencias, porque Los Taludes son demasiado pequeños para mí y para él. Dile esto, Novosad.

– ¿Sólo esto? -De nuevo un sarcasmo venenoso.

– Y mis besos -resopló Angouléme-. Puedes chuparle el culo de mi parte, per procura.

– Me se ocurrió a mí mejor idea que ésa -anunció Novosad, mirando de reojo a los compañeros-. Yo le llevaré tu culo en original al Ruiseñor, Angouléme. Yo te me entrego atadita, Angouléme, y él entonces ya hablará todo y se pondrá de acuerdo en todo contigo. Y lo regulará. Todo. La disputa de a quién le pertenecen los dineros del contrato con el medioelfo Schirrú. Y el pago de lo que le robaras. Y lo de que en Los Taludes no hay sitio para los dos. De este modo todo se soluciona. Al detalle.

– Hay una pega. -Angouléme bajó las manos-. ¿Y cómo quieres llevarme hasta el Ruiseñor, Novosad?

– ¡Oh, así! -El bandido estiró las manos-. ¡Por el pescuezo!

Geralt, con un movimiento relampagueante, desenvainó el sihill y se lo puso a Novosad bajo la nariz.

– No te lo recomiendo.

Novosad retrocedió, echó mano a la espada. Con un siseo, Yirrel sacó un sable curvo de una vaina que llevaba a la espalda. Los otros siguieron su ejemplo.

– No te lo recomiendo -repitió el brujo.

Novosad maldijo. Miró a sus compañeros. No era muy ducho en aritmética, pero le salió que cinco es bastante más que tres.

– ¡Atacad! -gritó, al tiempo que se lanzaba sobre Geralt-. ¡Matad!

El brujo evitó el golpe con una media vuelta y lo rajó del revés en la sien. Antes de que cayera Novosad, Angouléme se inclinó en un pequeño impulso, un cuchillo brilló en el aire. Yirrel, que estaba atacando, se detuvo: bajo su barbilla sobresalía un mango de hueso. El bandolero dejó caer el sable, agarró el cuchillo en el cuello con las dos manos, borboteando sangre, y Angouléme, con un impulso, le golpeó en el pecho y lo echó al suelo. Entre tanto Geralt había degollado a un segundo bandido. Cahir rajó a otro más. Bajo el poderoso golpe de la espada nilfgaardiana algo en forma de un pedazo de sandía cayó del cráneo del bandolero. El último esbirro desertó, saltó sobre el caballo. Cahir bajó la espada, la agarró por la hoja y la lanzó como una jabalina, acertando al ladrón exactamente entre los omoplatos. El caballo relinchó y agitó la cabeza, se echó para atrás, pateó, arrastrando por el barrizal rojizo el cadáver que llevaba la mano enganchada en las riendas.

Todo aquello no duró más que cinco latidos del corazón.

– ¡Paisanooos! -gritó alguien por entre los edificios-. ¡Paisanooos! ¡Ayudaaa! ¡Asesinos, asesinos, que matan a alguien!

– ¡Al ejército! ¡Llamad al ejército! -gritó un segundo minero, mientras espantaba a los niños que, siguiendo la costumbre ancestral de todos los niños del mundo, habían aparecido de no se sabía dónde para mirarlo todo y enredarse en los pies de los mayores.

– ¡Que alguien corra a por el ejército!

Angouléme recobró su cuchillo, lo limpió y lo introdujo en la caña.

– ¡Venga, que corran! -gritó, mirando a su alrededor-. ¿Es que vosotros, picadores, estáis ciegos o qué? ¡Ha sido en defensa propia! ¡Nos asaltaron estos truhanes! ¿Y es que no los conocéis? ¿Es que no sus hicieron poco mal? ¿No os sacaron sus buenas mordidas?

Estornudó con fuerza. Luego le arrancó a Novosad, que todavía temblaba, la bolsa que llevaba al cinto, se arrodilló junto a Yirrel.

– Angouléme.

– ¿Qué?

– Déjalo.

– ¿Y por qué? ¡Esto es el botín! ¿Te sobra el dinero?

– Angouléme…

– Eh, vosotros -se oyó de pronto una voz sonora-. Venid acá, si os place.

En las puertas abiertas de una barraca que hacía las veces de almacén de herramientas estaban de pie tres hombres. Dos eran esbirros, con el pelo muy corto, de frentes bajas y seguramente bajo ingenio. El tercero -el que les había gritado- era extraordinariamente alto, de cabellos negros, un hombre apuesto.

– Sin quererlo escuché la conversación que precedió al incidente -dijo el hombre-. No estaba muy por la labor de creer en la muerte del brujo, pensaba que se trataba de fanfarronadas. Ahora ya no lo creo. Venid aquí, a la barraca.

Angouléme respiró sonoramente. Miró al brujo y asintió con la cabeza en un ademán apenas perceptible.

El hombre era un medioelfo.

El medioelfo Schirrú era alto, tenía más de seis pies de estatura. Llevaba los largos cabellos negros atados sobre el cuello, formando una cola de caballo que le caía sobre las espaldas. Su sangre mezclada se revelaba en sus ojos, grandes, de forma de almendra, azules y amarillos, como de gato.

– Así que vosotros habéis matado al brujo -repitió, con una sonrisa fea-. Adelantándoos a Homer Straggen, llamado Ruiseñor. Interesante, interesante. En una palabra, que tengo que pagaros cincuenta florines. La segunda parte. Así que Straggen se ganó la otra media centena por no hacer nada. Porque no creo que penséis que os la va a devolver.

– Cómo me las arregle con el Ruiseñor, eso ya es asunto mío -dijo Angouléme, sentada sobre un baúl y balanceando las piernas-. Y el contrato relativo al brujo era un contrato por obra. Y nosotros realizamos esa obra. Nosotros, no el Ruiseñor. El brujo está bajo tierra. Sus compañeros, los tres, bajo tierra. Así que resulta que el contrato ha sido cumplido.

– Eso al menos es lo que decís. ¿Cómo lo hicisteis?

Angouléme no dejó de balancear las piernas.

– Cuando sea vieja -declaró, con su acostumbrado tono de descaro- escribiré la historia de mis andanzas. Describiré en ella cómo sucediera esto y aquesto. Hasta entonces vais a tener que aguantaros, señor Schirrú.

– Hasta tal punto os avergonzáis -advirtió el mestizo con voz fría-. Tan despreciable y traicionero cometisteis el acto.

– ¿Os molesta? -intervino Geralt.

Schirrú le miró atentamente.

– No -respondió al cabo-. El brujo Geralt de Rivia no se merecía mejor suerte. Era un inocente y un tonto. Si hubiera tenido una muerte mejor, más honrada, más honorable, se hubiera convertido en una leyenda. Y él no se merecía ser una leyenda.

– La muerte es siempre la misma.

– No siempre. -El medioelfo meneó la cabeza, mientras intentaba mirar a los ojos de Geralt, escondidos por la sombra de la capucha-. Os aseguro que no siempre. Imagino que tú le diste el golpe mortal.

Geralt no respondió. Sentía unas ganas terribles de agarrar al mestizo por su cola de caballo, tirarlo al suelo y sacar de él todo lo que sabía, rompiéndole uno tras otro los dientes con el pomo de la espada. Se contuvo. La razón le decía que la mistificación de Angouléme podría dar mejores resultados.

– Como queráis -dijo Schirrú, sin esperar respuesta-. No voy a insistir en que narréis los acontecimientos. Está claro que no tenéis mucho que contar, está claro que no hay mucho de lo que alabarse. Eso si, por supuesto, vuestro silencio no proviene de algo completamente distinto… Por ejemplo, de que no haya pasado absolutamente nada. ¿Tenéis alguna prueba de la verdad de vuestras palabras?

– Le cortamos al brujo, después de muerto, la mano derecha -respondió descaradamente Angouléme-. Pero luego nos la quitó un mapache y se la comió.

– Así que sólo tenemos esto. -Geralt se desató lentamente la camisa y sacó el medallón con la cabeza de lobo-. El brujo lo llevaba al cuello.

– Dame.

Geralt no vaciló mucho. El medioelfo sopesó el medallón en la mano.

– Ahora lo creo -dijo lentamente-. El bibelot emana una magia poderosa. Algo así sólo podía tenerlo un brujo.

– Y un brujo no se lo dejaría quitar -terminó Angouléme- si todavía respirara. Es decir, ésta es una prueba concluyente. Así que, señor mío, versus colocando las perras en la mesa.

Schirrú guardó delicadamente el medallón, se sacó del seno un pliego de papeles, los colocó sobre la mesa y los enderezó con la mano.

– Venid acá, por favor.

Angouléme saltó del baúl, se acercó, haciendo monerías y retorciendo las caderas. Se inclinó sobre la mesa. Y Schirrú, como un rayo, la agarró por los cabellos, la echó sobre la mesa y le puso un cuchillo en la garganta. A la muchacha no le dio tiempo ni a gritar.

Geralt y Cahir ya tenían las espadas en la mano. Demasiado tarde. Los ayudantes del elfo, los esbirros de estrechas frentes, aferraban unos ganchos de hierro. Pero no se atrevieron a acercarse.

– Tirad las espadas al suelo -gritó Schirrú-. Ambos, espadas al suelo. De otro modo le amplío la sonrisa a esta puta.

– No le hagáis caso… -comenzó Angouléme, y terminó con un grito, porque el medioelfo retorció el puño con el que le agarraba los cabellos y apretó el puñal contra la piel, unas brillantes líneas rojas comenzaron a correr por el cuello de la muchacha.

– ¡Tirad la espada al suelo! ¡Yo no bromeo!

– ¿Y no podemos llegar a un acuerdo? -Geralt, sin hacer caso de la rabia que bullía dentro de él, se decidió a ganar tiempo-. ¿Como gente civilizada?

El medioelfo sonrió venenosamente.

– ¿Un acuerdo? ¿Contigo, brujo? A mí me enviaron para acabar contigo, no para hablar. Sí, sí, imitante. Tu fingías, jugabas a los títeres y yo ya te había reconocido desde el principio, desde que te eché el primer vistazo. Me habías sido descrito con todo detalle. ¿No te imaginas quién te describió tan detalladamente? ¿Quién me dio detalladas explicaciones de dónde y en qué compañía te encontraría? Oh, seguro que te lo imaginas.

– Deja a la muchacha.

– Pero yo no sólo te conozco por las descripciones -continuó Schirrú, sin pensar en absoluto en soltar a la muchacha-. Yo ya te había visto. Yo incluso hasta te seguí una vez. En Temería. En julio. Fui contigo hasta la ciudad de Dorian. Hasta el bufete de los abogados Codringher y Fenn. ¿Comprendes?

Geralt volvió la espada de tal modo que la hoja se reflejó en los ojos del medioelfo.

– Siento curiosidad -dijo con voz gélida- por saber cómo planeas librarte de esta situación tan embarazosa, Schirrú. Yo veo dos salidas. Primera: sueltas inmediatamente a la muchacha. Segundo: matas a la muchacha… Y un segundo después tu sangre coloreará hermosamente las paredes y el techo.

– Vuestras armas -Schirrú tiró del cabello a Angouléme con brutalidad- han de encontrarse en el suelo antes de que cuente tres. Luego comenzaré a cortar a la puta.

– Veremos cuánto te va a dar tiempo a cortar. Yo pienso que no mucho.

– ¡Uno!

– ¡Dos! -comenzó Geralt su propia cuenta, agitando el sihill en un silbante molinete.

Un ruido de cascos, relinchos y bufidos de caballos, unos gritos humanos les llegaron desde el exterior.

– ¿Y ahora qué? -se rió Schirrú-. Estaba esperando esto. ¡Ya no estamos en tablas, esto es un jaque mate! Han venido mis amigos.

– ¿De verdad? -dijo Cahir, mirando por la ventana-. Veo uniformes de la caballería ligera imperial.

– Así que es jaque mate, pero para ti -dijo Geralt-. Has perdido, Schirrú. Suelta a la muchacha.

– Seguro.

Las puertas de la barraca cedieron ante unos puntapiés, unas cuantas personas entraron, la mayoría iban vestidas de negro y con el mismo uniforme. Los dirigía uno con barbas, de cabellos rubios, y con una señal de un oso de plata en el hombro.

– ¿Que aen suecc's? -preguntó amenazador-. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es el responsable de este alboroto? ¿De estos cuerpos en el patio? ¡Hablad al punto!

– Señor jefe…

– ¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la espada!

Obedecieron. Porque les estaban apuntando con ballestas y arbaletes. Angouléme, a quien Schirrú había soltado, intentó levantarse de la mesa, pero de pronto se encontró en el abrazo de un rufián rechoncho, vestido de colores, con unos ojos saltones como una rana. Ella quiso gritar, pero el rufián le apretó sobre la boca una mano enguantada.

– Evitemos el uso de la violencia -propuso Geralt con voz fría al jefe que llevaba el oso en el hombro-. No somos delincuentes.

– Lo que tú digas.

– Actuamos con conocimiento y beneplácito de don Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune.

– Lo que tú digas -repitió el Oso, haciendo una señal para que alzaran y recogieran las espadas de Geralt y Cahir-. Con conocimiento y beneplácito. De don Fulko Artevelde. El importante señor Artevelde. ¿Habéis oído, muchachos?

Su gente, los negros y los coloreados, risotearon a coro.

Angouléme se revolvió en el abrazo del ojos de rana, intentando gritar en vano. No era necesario. Geralt ya lo sabía. Antes de que el sonriente Schirrú comenzara a apretar las manos que se le tendían. Antes de que cuatro negros nilfgaardianos agarraran a Cahir y otros tres le dirigieran las ballestas directamente al rostro.

El ojos de rana empujó a Angouléme hacia sus camaradas. La muchacha colgó en su abrazo como una muñeca de trapo. Ni siquiera intentaba ofrecer resistencia.

El Oso se acercó lentamente a Geralt y de pronto le golpeó en la ingle con un puño embutido en un guante de armadura. Geralt se dobló, pero no cayó. Una rabia fría le mantuvo en pie.

– Puede que te alegre la noticia -le dijo el Oso- de que no sois los primeros idiotas que el tuerto Fulko ha utilizado para sus propios objetivos. Los rentables negocios que yo llevo a cabo aquí junto con el señor Straggen, por algunos llamado Ruiseñor, son para él como una piedra en el zapato. A Fulko se le llevaron los diablos cuando, en lo que concierne a estos negocios, tomé a Homer Straggen al servicio de su emperador y lo nombré jefe de una compañía de voluntarios para proteger la minería. Así que, como no puede vengarse oficialmente, contrata a picaros diversos.

– Y a brujos -intervino Schirrú, quien sonreía venenosamente.

– En el exterior -dijo en voz alta el Oso- hay cinco cadáveres empapándose con la lluvia. ¡Habéis asesinado a personas que estaban al servicio del emperador! ¡Habéis estorbado el trabajo en la mina! No hay ninguna duda: sois espías, saboteadores y terroristas. En estas tierras rige la ley marcial. Por la presente y en vía sumaria, os condeno a muerte.

El ojos de rana se carcajeó. Se acercó a Angouléme, a quien sujetaban los bandidos, la agarró con un rápido movimiento por un pecho y apretó con fuerza.

– Eh, ¿y qué, Clara? -gritó, y resultó que tenía la voz todavía más de rana que los ojos. El sobrenombre del bandido, si era él mismo el que se lo había dado, denotaba sentido del humor. Y si se trataba de un mote para camuflarse, entonces había acertado extraordinariamente.

– ¡Así que nos encontramos de nuevo! -gritó otra vez el batracio Ruiseñor, pellizcando a Angouléme en el pecho-. ¿Te alegras?

La muchacha gimió dolorosamente.

– ¿Y dónde tienes, puta, las perlas y las piedras que me robaste?

– ¡Las tomó en depósito el tuerto Fulko! -gritó Angouléme, intentando sin éxito aparentar que no tenía miedo-. ¡Preséntate a él para recogerlas!

El Ruiseñor gritó y desencajó los ojos, ahora tenía el aspecto de una verdadera rana, daba la impresión de que estaba a punto de ponerse a cazar moscas con la lengua. Apretó a Angouléme todavía con más fuerza, ella se agitó y gimió todavía más dolorosamente. Por detrás de la roja niebla de rabia que cubrió los ojos de Geralt, la muchacha otra vez comenzó a parecerse a Ciri.

– Lleváoslos -ordenó el Oso con impaciencia-. Al patio con ellos.

– Es un brujo -dijo inseguro uno de los bandidos de la compañía ruiseñora de protección de la minería-. ¡Un meigo! ¿Cómo lo vamos a coger con las manos desnudas? Lo mesmo nos echa algún hechizo o algo así…

– No tengáis miedo. -Schirrú, sonriente, se palmeó los alrededores del bolsillo-. Sin su amuleto brujeril no puede hechizar y su amuleto lo tengo yo. Cogedlo sin miedo.

En el exterior esperaban más nilfgaardianos armados vestidos con capas negras y más miembros de la coloreada hansa del Ruiseñor. Se había reunido también un grupo de mineros. Alrededor revoloteaban los ubicuos niños y perros.

Ruiseñor perdió de pronto el dominio de sí mismo. Exactamente igual que si lo hubiera poseído el diablo. Croando de rabia agredió a Angouléme con los puños, y cuando cayó la pateó varias veces. Geralt se arrancó de la sujeción de los bandidos, por lo que recibió un golpe en la nuca con algo duro.

– ¡Decían -croó Ruiseñor, mientras saltaba sobre Angouléme como un sapo loco- que te habían clavado en un palo por el culo, allá en Riedbrune, mala pécora! ¡Escrito te estaba el palo! ¡Y en el palo vas a reventar! ¡Eh, muchachos, buscadme por aquí alguna estaquilla y sacádmela punta! ¡Presto!

– Señor Straggen. -El Oso frunció el ceño-. No veo motivo para entretenernos con una ejecución tan bestial y que precisa de tanto tiempo. Hay que colgar sin más a los prisioneros…

Se calló ante la mirada de furia de los ojos de rana.

– Estaos calladito, capitán -croó el bandido-. Demasiado os pago para que me vengáis haciendo propuestas innecesarias. Yo le juré a Angouléme una mala muerte y ahora voy a jugar un poquillo con ella. Si queréis, colgad a esos dos. A mi ni me van ni me vienen.

– Pero a mí sí -intervino Schirrú-. Ambos me son necesarios. Sobre todo el brujo. Especialmente él. Y dado que el empalamiento de la muchacha va a tardar un poco, yo también voy a aprovechar ese tiempo.

Se acercó, clavó en Geralt sus ojos de gato.

– Has de saber, imitante -dijo-, que yo fui quien acabó con tu amigo Codringher en Dorian. Lo hice por orden de mi señor, el maestro Vilgefortz, al que sirvo desde hace años. Pero lo hice con verdadero placer.

»Ese viejo canalla de Codringher -siguió el medioelfo sin esperar a la reacción- tuvo la desvergüenza de meter la nariz en los asuntos del maestro Vilgefortz. Lo destripé con mi cuchillo. Y a ese asqueroso monstruo de Fenn lo quemé vivo entre sus papeles. Podría simplemente haberlo acuchillado, pero sacrifiqué un poco de tiempo y esfuerzo para escuchar cómo aullaba y gruñía. Y aullaba y gruñía, te digo, como un cerdo en la matanza. Nada humano había en aquellos aullidos, absolutamente nada.

«¿Sabes por qué te hablo de todo esto? Porque también a ti podría simplemente acuchillarte o mandar acuchillarte. Pero sacrificaré un poco de tiempo y esfuerzo. Voy a escuchar cómo aullas. ¿Dijiste que la muerte es siempre la misma? Ahora verás que no todas. Muchachos, calentadme alquitrán en unas graseras. Y traedme unas cadenas.

Algo se deshizo con un estruendo en el carbón de la barraca y explotó al instante con fuego y un estruendo estremecedor.

Otro recipiente con aceite de roca -Geralt lo reconoció por el olor- acertó directamente en la grasera, un tercero estalló junto al que sujetaba los caballos. Hubo un estruendo, borbotearon las llamas, los caballos se volvieron locos. Hubo un tumulto, del tumulto emergió un perro ardiendo y aullando. Uno de los bandidos del Ruiseñor extendió de pronto los brazos y cayó sobre el fango con una flecha en la espalda.

– ¡Vivan Los Taludes libres!

En la cima de la colina, detrás de los andamiajes y los soportes, se entreveían unas siluetas con capotes grises y gorros de piel. Sobre las personas, los caballos y las barracas de la mina seguían cayendo más proyectiles incendiarios, especie de susurros que arrastraban consigo unas trenzas de fuego y humo. Dos cayeron sobre el taller, el suelo lleno de virutas y serrines.

– ¡Vivan Los Taludes libres! ¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!

Silbaban las trayectorias de las flechas y las saetas.

Rodó bajo el caballo uno de los negros nilfgaardianos, se derrumbó con la garganta atravesada uno de los bandidos ruiseñores, cayó con una saeta en la nuca uno de los esbirros de pelo corto. El Oso cayó lanzando un macabro gemido. La flecha le había atravesado el pecho, bajo el esternón, más abajo del emblema. Eran aquéllas -aunque nadie podía saberlo- saetas robadas a un transporte militar, el modelo estándar del ejército imperial, con unas pequeñas modificaciones. La amplia punta dos hojas había sido aserrada en algunos lugares para lograr un efecto de expansión.

La punta se expansionaba maravillosamente en las entrañas del Oso.

– ¡Abajo con el tirano Emhyr! ¡Los Taludes libres!

Ruiseñor gritó, se echó mano a un brazo al que le había rozado una flecha.

Uno de los niños cayó sobre el barro haciéndose una bola, estaba atravesado de parte a parte por la flecha de uno de los luchadores por la libertad con mala puntería. Cayó uno de los que sujetaban a Geralt. Se derrumbó uno de los que sujetaban a Angouléme. La muchacha se libró del otro, sacó como un rayo el cuchillo de la caña de la bota, cortó con un amplio ímpetu. Con la pasión del momento falló la garganta de Ruiseñor, pero le destrozó maravillosamente la mejilla, casi hasta los propios dientes. El Ruiseñor croó si cabe todavía peor que de costumbre y sus ojos se desencajaron todavía más. Cayó de rodillas, la sangre brotando por entre las manos con las que se aferraba el rostro. Angouléme aulló reprobatoria y se acercó para terminar su obra. Pero no lo consiguió, pues entre ella y Ruiseñor explotó otra bomba, borboteando de fuego y ondas de humo apestoso.

A su alrededor ya crepitaba el fuego y reinaba un pandemonium ígneo. Los caballos se habían desbocado, relinchaban y coceaban. Los bandidos y los nilfgaardianos gritaban. Los mineros corrían en pánico, unos huían, otros intentaban apagar los edificios que estaban ardiendo.

Geralt había conseguido ya alzar el sihill que había dejado caer el Oso. A una alta mujer con una cota de malla que intentaba golpear a Angouléme con una maza la cortó rápido en la frente. A un negro nilfgaardiano que se le acercaba con un regatón en la mano le rajó el muslo. Al siguiente, que simplemente se le cruzó, le cortó la garganta.

Junto a él, un caballo enloquecido, quemado, corriendo a ciegas, derrumbó y pateó a otro niño.

– ¡Coge los caballos! ¡Coge los caballos! -Cahir apareció junto a él, le señaló los dos alazanes con unos golpes enérgicos de la espada. Geralt no oía, no veía. Desventró a otro nilfgaardiano, estaba buscando a Schirrú.

Angouléme, de rodillas, a una distancia de tres pasos, disparó con una ballesta que tenía alzada, metiéndole un virote en el bajo vientre a uno de los bandidos de la compañía de protección de la minería, que la estaba atacando en aquel momento. Luego se levantó y agarró las riendas de un caballo que pasó trotando al lado.

– ¡Coge alguno, Geralt! -gritó Cahir-. ¡Y a correr!

El brujo se cargó a otro nilfgaardiano con un golpe desde arriba, desde el esternón hasta la cadera. Con un brusco movimiento de la cabeza se limpió de sangre las cejas y las pestañas. ¡Schirrú! ¿Dónde estás, canalla?

Un golpe. Un grito. Gotas calientes en el rostro.

– ¡Piedad! -se lamentó un muchacho vestido de uniforme negro que estaba arrodillado en el barro. El brujo vaciló.

– ¡Vuelve en ti! -gritó Cahir, agarrándolo por los hombros y agitándole con fuerza-. ¡Vuelve en ti! ¿Es que te has vuelto loco!

Angouléme volvió al galope, tirando de las riendas de otro caballo. La perseguían dos jinetes. Uno cayó bajo las flechas de un luchador por la libertad de Los Taludes. Al otro lo barrió de la silla la espada de Cahir.

Geralt saltó al caballo. Y entonces, a la luz de los incendios, vio a Schirrú, reuniendo a gritos a los despavoridos nilfgaardianos. Junto al medioelfo croaba y gritaba maldiciones Ruiseñor, que con su jeta ensangrentada tenía el aspecto de un verdadero troll antropófago.

Geralt bramó con rabia, dio la vuelta al caballo, hizo un molinete con la espada.

Junto a él, Cahir gritó y maldijo, se tambaleó en la silla, sangre proveniente de la frente le anegó al instante los ojos y el rostro.

– ¡Geralt! ¡Ayuda!

Schirrú reunió a su alrededor a un grupo, aulló, ordenó disparar con las ballestas. Geralt dio palmadas con la hoja en las ancas del caballo, listo para un ataque suicida. Schirrú debía morir. El resto no tenía importancia. No contaba. Cahir no contaba. Angouléme no contaba…

– ¡Geralt! -gritó Angouléme-. ¡Ayuda a Cahir!

Volvió en sí. Y se avergonzó.

Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se limpió los ojos con la manga, y la sangre le volvió a anegar de inmediato.

– No es nada, unos arañazos… -La voz le temblaba-. Al caballo, brujo… Al galope, detrás de Angouléme… ¡Al galope!

Desde los pies de la loma les llegó un enorme grito, desde allí se acercaba corriendo una muchedumbre armada de picos, palancas y hachas. En ayuda de sus compañeros y compadres de la mina Rialto acudían los mineros de las minas vecinas, del Agujero de Fortuna o de Asuntos Comunes. O de alguna otra. ¿Quién podía saberlo?

Geralt golpeó al caballo con los talones. Se lanzaron a galopar, en un loco ventre á terre.

Corrieron a toda velocidad sin mirar a su alrededor, pegados a los cuellos de los caballos. El mejor caballo le tocó a Angouléme, un pequeño pero fogoso alazán bandoleril. El caballo de Geralt, un bayo con arreos nilfgaardianos, ya había comenzado a roncar y a resollar, tenía problemas para mantener la cabeza alta. El caballo de Cahir, también militar, era más fuerte y resistente, pero a cambio el jinete tenía problemas, se columpiaba en la silla, apretaba maquinalmente los muslos y arrojaba un fuerte flujo de sangre sobre las crines y el cuello de su montura.

Pero el galope continuaba.

Angouléme, que se había situado en cabeza, les estaba esperando en una curva, en un lugar en el que el camino se dirigía hacia abajo, retorciéndose entre las rocas.

– Los perseguidores… -jadeó, limpiándose la porquería del rostro-. Nos van a perseguir, no nos lo perdonarán… Los mineros vieron por dónde nos fuimos. No debiéramos quedarnos en el camino… Tenemos que entrar en el bosque, en los despoblados… Perderlos…

– No -protestó el brujo, mientras escuchaba con preocupación los sonidos que escapaban de los pulmones del caballo-. Tenemos que ir por el camino. Por la ruta más fácil y corta hasta Sansretour…

– ¿Por qué?

– No hay ahora tiempo para hablar. ¡En marcha! Sacad de los caballos lo que se pueda…

Cabalgaron. El bayo del brujo resollaba.

El bayo no estaba en condiciones de seguir. Apenas podía caminar sobre unas patas rígidas como estacas, se iba mucho para los lados, exhalaba aire con un relincho ronco. Por fin cayó de lado, pateó entumecido, miró a su jinete y en sus martirizados ojos había un reproche.

El caballo de Cahir estaba en mejor estado, pero a cambio su jinete estaba peor. Cayó simplemente de la silla, se alzó, pero sólo a cuatro patas, vomitó violentamente aunque no tenía mucho que vomitar.

Cuando Geralt y Angouléme intentaron tocar su cabeza ensangrentada, gritó.

– Maldita sea -dijo la muchacha-. Vaya un corte de pelo que me le han hecho.

La piel sobre la frente y la sien del joven nilfgaardiano, junto con los cabellos, estaba separada en una longitud bastante significativa del hueso del cráneo. Si no hubiera sido porque la sangre ya había coagulado, la lonja desprendida habría caído hasta la oreja. Tenía un aspecto macabro.

– ¿Cómo pasó?

– Le lanzaron un hacha derechito a la testa. Para que fuera más gracioso, no fueron ni los negros ni los de Ruiseñor, sino uno de los picadores de la mina.

– Ahora no importa quién la lanzara. -El brujo vendó la cabeza de Cahir con un pedazo de la manga de la camisa-. Lo importante y afortunado es que el hachero era bien malo, sólo le escalpó, y podía haberle destrozado el cráneo. Pero el hueso del cráneo también sufrió bastante. Y hasta el cerebro lo ha sentido. No se mantendrá en la silla, ni siquiera si el caballo consiguiera soportar su peso.

– ¿Y qué habremos de hacer entonces? Tu caballo la palmó, el suyo casi, y el mío hasta gotea de sudor… Y nos persiguen. No podemos quedarnos aquí…

– Tenemos que quedarnos. Él y yo. Y el caballo de Cahir. Tú sigue adelante. Deprisa. Tu caballo es fuerte, aguantará el galope. E incluso si tuvieras que derrengarlo… Angouléme, en algún lugar del valle de Sansretour nos están esperando Regís, Milva y Jaskier. No saben nada y pueden caer en las garras de Schirrú. Tienes que encontrarles y avisarles y luego los cuatro tenéis que ir lo más deprisa que os lleven los caballos hasta Toussaint. Allí no os perseguirán. Espero.

– ¿Y tú y Cahir? -Angouléme se mordió los labios-. ¿Qué será de vosotros? Ruiseñor no es tonto, cuando vea un caballo medio reventao buscará cada escondrijo de los alrededores. ¡Y tú con Cahir no irás lejos!

– Schirrú, que es el que nos persigue, irá detrás de ti.

– ¿Piensas?

– Estoy seguro. Cabalga.

– ¿Qué dirá la abuelilla cuando aparezca sin vosotros?

– Se lo explicarás. No a Milva, sino a Regis. Regís sabrá lo que hay que hacer. Y nosotros… Cuando la cabellera de Cahir se pegue un poco más fuerte al cráneo, iremos a Toussaint. Allí os encontraremos de alguna manera. Venga, no pierdas tiempo, muchacha. Al caballo y en marcha. No dejes que se acerquen los que te persiguen. No permitas que te tengan a ojo.

– ¡No enseñes a tu padre cómo se hacen los hijos! ¡Cuidaos! ¡Hasta la vista!

– Hasta la vista, Angouléme.

No se alejó demasiado del camino. No pudo negarse a echarles un vistazo a los perseguidores. Y en realidad no temía que aquéllos hicieran algo: sabía que no perderían tiempo, que irían detrás de Angouléme.

No se equivocó.

Los jinetes, que aparecieron por el paso poco menos de cuarto de hora después, se detuvieron, es verdad, al ver al caballo tendido, gritaron un poco, discutieron, patearon los matojos que había al lado de la ruta, pero casi de inmediato renovaron la persecución por el camino, indudablemente consideraron que de los tres fugitivos dos iban ahora en un solo caballo y se les iba a poder atrapar pronto si no se perdía tiempo. Geralt vio que algunos de los caballos de los perseguidores tampoco estaban en un estado especialmente bueno.

Entre los perseguidores no había demasiadas capas negras de la caballería ligera nilfgaardiana, dominaban los multicolores bandoleros de Ruiseñor. Geralt no pudo distinguir si el propio Ruiseñor tomaba parte en la persecución o si se había quedado curando la cara desfigurada.

Cuando el tableteo de los perseguidores se fue debilitando, Geralt se levantó de su escondrijo entre las cañas, alzó y sujetó a Cahir, que jadeaba y gemía.

– El caballo está demasiado débil para llevarte. ¿Vas a poder andar?

El nilfgaardiano emitió un sonido que podría haber sido tanto una afirmación como una negación. U otra cosa. Pero colocó los pies, y precisamente de esto se trataba.

Entraron en el barranco hacia la corriente. Cahir superó los últimos pies de las resbaladizas rocas en un deslizarse no del todo voluntario. Se arrastró hasta el arroyo, bebió, se echó abundante agua helada sobre el vendaje de la cabeza. El brujo no le apresuró, él mismo respiró intensamente, recolectando fuerzas.

Anduvo corriente arriba, sujetando a Cahir y, al mismo tiempo, tirando del caballo, chapoteando en el agua, tropezándose con los cantos rodados y los troncos desmochados. Cahir, al cabo de un tiempo, se negó a colaborar, no ponía ya los pies en forma adecuada, dejó de moverlos en absoluto; el brujo, simplemente, lo arrastró. No se podía seguir avanzando así, sobre todo porque el cauce del arroyo estaba obstaculizado por quebrados y por saltos de agua. Geralt jadeó, se echó al herido a la espalda. El ir tirando del caballo tampoco se lo hacía más fácil. Cuando por fin salieron del barranco, el brujo simplemente se derrumbó sobre la pendiente mojada y yació allí, jadeando, completamente exhausto, junto a Cahir, que no paraba de quejarse. Yació allí largo rato. Otra vez le comenzó a pulsar la rodilla con un dolor rabioso.

Por fin Cahir dio señales de vida, y poco después -sorpresa- se incorporó, maldiciendo y agarrándose la cabeza. Se pusieron en marcha. Cahir anduvo bien al principio. Luego redujo el paso. Luego cayó.

Geralt se lo echó a la espalda y se arrastró, gimiendo, resbalándose en las piedras. La rodilla le ardía de dolor, avispas negras y ardientes le cruzaban por los ojos.

– Hace sólo un mes… -gimió a su espalda Cahir-… quién hubiera pensado que me ibas a cargar a los lomos…

– Calla, nilfgaardiano… Cuando hablas, te haces más pesado…

Cuando por fin llegaron a las rocas y a las paredes de roca, ya era casi de noche. El brujo ni siquiera buscó una cueva, ni la encontró. Cayó sin fuerzas junto al primer agujero que hallaron.

En el yacente de la cueva se amontonaban cráneos humanos, costillas, pelvis y otros huesos. Pero, lo que era más importante, también había allí ramas secas.

Cahir tenía fiebre, tiritaba, se agitaba en sueños. Había soportado valiente y conscientemente el que le cosiera la lonja de piel al cráneo con ayuda de hilo y una aguja torcida. La crisis llegó después, por la noche. Geralt encendió un fuego en la cueva, menospreciando las medidas de seguridad. En el exterior estallaba la lluvia y bramaba el viento, así que era poco probable que alguien anduviera por los alrededores y descubriera el brillo del fuego. Y Cahir necesitaba calentarse.

La fiebre le duró toda la noche. Tembló, gimió, deliró. Geralt no se durmió, se dedicó a mantener el fuego. Y la rodilla le dolía espantosamente.

Siendo un muchacho joven y fuerte, Cahir volvió en sí por la mañana temprano. Estaba pálido y sudoroso, se percibía cómo latía en él la fiebre. El castañeteo de dientes complicaba un poco la articulación. Pero se entendía lo que hablaba. Y hablaba conscientemente. Se quejaba de dolor de cabeza, algo bastante normal para alguien a quien un hacha le había arrancado del cráneo la piel junto con el cabello.

Geralt repartió el tiempo entre unas siestecillas agitadas y el capturar el agua de lluvia que resbalaba por las rocas con un recipiente hecho de corteza de abedul. Tanto a él como a Cahir los devoraba la sed.

– ¿Geralt?

– Dime.

Cahir estaba arreglando la lumbre con ayuda de un hueso del muslo que había encontrado.

– En la mina, cuando estuvimos luchando… Me asusté, ¿sabes?

– Lo sé.

– Por un instante parecía que habías caído en una locura asesina. Que ya nada contaba para ti… excepto el matar…

– Lo sé.

– Tenía miedo -terminó sereno- de que en tu estado de amok degollaras a ese Schirrú. Y de un muerto no podríamos sacar información.

Geralt carraspeó. El joven nilfgaardiano le gustaba cada vez más. No sólo era valiente, sino también inteligente.

– Hiciste bien en mandar a Angouléme que se fuera -siguió Cahir, con sólo un leve castañeteo de dientes-. Esto no es para muchachas… Ni siquiera para tales como ella. Nosotros solos lo solucionaremos, nosotros dos. Iremos detrás de los perseguidores. Pero no para matarlos en una locura de berserk. Lo que entonces dijiste acerca de la venganza… Geralt, incluso en la venganza tiene que haber algún método. Atraparemos a ese medioelfo… Lo obligaremos a que diga dónde está Ciri…

– Ciri está muerta.

– No es verdad. No creo en esa muerte… Y tú tampoco crees. Reconócelo.

– No quiero creer.

En el exterior silbaba el viento, murmuraba la lluvia. En la cueva se estaba confortable.

– ¿Geralt?

– Dime.

– Ciri está viva. Tuve otro sueño… Cierto, algo sucedió en el equinoccio, algo fatal… Sí, sin duda, yo también lo sentí y lo vi… Pero ella está viva… Vive, con toda seguridad. Démonos prisa… Pero no para ir a la venganza y la muerte. Sino para a ir a ella.

– Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.

– ¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?

– Los tengo -dijo con énfasis-. Pero pocos, desde que cruzamos el Yaruga. Y nunca los recuerdo cuando me despierto. Algo se ha acabado dentro de mí, Cahir. Algo se ha quemado. Algo se ha cortado…

– No importa, Geralt. Yo voy a soñar por los dos.

Se pusieron en marcha al alba. Había dejado de llover, parecía incluso que el sol intentaba encontrar algún agujero por entre la grisura que cubría el cielo.

Cabalgaban despacio, ambos en un solo caballo con arreos militares nilfgaardianos.

El caballo chapoteaba en las riberas, iba al paso por la orilla del Sansretour, un riachuelo que discurría hacia Toussaint. Geralt conocía el camino. Ya había estado alguna vez allí. Hacía muchísimo tiempo, mucho había cambiado desde entonces. Pero no se había cambiado el valle ni el riachuelo Sansretour, el cual, según avanzaban, se iba convirtiendo cada vez más en el río Sansretour. No habían cambiado los Montes de Amell ni el obelisco de la Gorgona, la Montaña del Diablo, que los dominaba.

Algunas cosas tenían esa propiedad, simplemente no cambiaban.

– Un soldado no cuestiona las órdenes -dijo Cahir, masajeándose el vendaje en la cabeza-. No las analiza, no reflexiona sobre ellas, no espera que le expliquen su significado. Esto es lo primero que en mi país se le enseña a un soldado. Así que puedes imaginarte que ni siquiera por un segundo reflexioné sobre la orden que me habían impartido. La pregunta de por qué precisamente yo tenía que capturar a aquella infanta o princesa cintriana ni siquiera se me pasó por la cabeza. Una orden es una orden. Estaba enfadado, es cierto, porque quería obtener gloria luchando con la caballería, con el ejército regular… Pero el trabajo para el servicio secreto se considera en nuestra tierra un honor. Si solamente se hubiera tratado de una tarea más difícil, de un prisionero importante… Pero, ¿una muchacha?

Geralt echó al fuego las raspas de la trucha. Antes de que cayera la noche habían pescado en un arroyuelo que caía en el Sansretour suficientes peces como para hartarse. Las truchas estaban en la época de desove y se dejaban atrapar con facilidad.

Escuchaba la narración de Cahir, y la curiosidad luchaba en él con un sentimiento de profunda tristeza.

– Al fin y al cabo se trató del azar -dijo Cahir, mirando la lumbre-. El más puro azar. Teníamos, por lo que me enteré más tarde, un espía en la corte de Cintra, el camarero mayor. Cuando conquistamos la ciudad y nos preparábamos para rodear el castillo, el espía se escapó y nos hizo saber que se estaba intentando sacar a la princesa de la ciudad. Se formaron varios grupos como el mío. Por una casualidad, fue con el mío con el que se tropezaron los que transportaban a Ciri.

«Comenzó una persecución por las calles, en barrios que ya estaban ardiendo. Aquello era el mismo infierno. Nada, excepto el rugido de las llamas, paredes de fuego. Los caballos no querían avanzar y las personas, para qué hablar más, tampoco tenían muchas ganas de azuzarlos. Mis subordinados, eran cuatro, comenzaron a agitarse, a gritar que me había vuelto loco, que los conducía a la perdición… Apenas conseguí recuperar el control…

»Los perseguimos a través de aquella sartén de fuego y los alcanzamos. De pronto los tuvimos ante nosotros, cinco cintrianos a caballo. Y comenzó la escabechina antes de que tuviera tiempo de gritar que tuvieran cuidado con la muchacha. La cual, al fin y al cabo, se halló en el suelo al momento, puesto que el que la llevaba en el arzón fue el primero en caer. Uno de los míos la alzó y la subió al caballo, pero no fue muy lejos, alguno de los cintrianos le pinchó en la espalda y lo atravesó. Vi cómo la hoja pasó a una pulgada de la cabeza de Ciri, quien volvió a caer al barro. Estaba medio inconsciente a causa del miedo, vi cómo se apretaba junto al muerto, cómo intentaba arrastrarse por encima de él… Como un gatillo por encima de una gata muerta…

Se calló, se escuchó cómo tragaba saliva.

– Ni siquiera sabía que se aferraba a un enemigo. A un odiado nilfgaardiano.

»Nos quedamos solos -dijo al cabo-. Yo y ella, y alrededor había cadáveres y fuego. Ciri se arrastraba por un charco y el agua mezclada con sangre comenzaba ya a evaporarse. Una casa se hundió, ya casi no veía nada a causa del humo y las chispas. El caballo no quería acercarse. La llamé, le dije que viniera hacia mí, bramé por encima de los ruidos del incendio. Me vio y me escuchó, pero no reaccionó. El caballo no quería moverse y yo no podía controlarlo. Tuve que desmontar. Apenas pude cogerla a ella con una mano y con la otra sujetar el caballo, el caballo se resistió tanto que por poco no me tiró al suelo. Cuando la alcé, comenzó a gritar. Luego se tensó y se desmayó. La envolví con la capa, que había empapado en el charco, en el barro, el estiércol y la sangre. Y nos fuimos. Directamente a través del fuego.

»Yo mismo no sé cómo conseguimos escapar de allí. Pero de pronto apareció una grieta en la muralla y nos encontramos junto al río. Mala suerte, justo en un lugar que habían elegido los norteños para huir. Tiré el casco de oficial, porque me hubieran reconocido al instante, aunque las alas se habían quemado ya. El resto de la ropa estaba tan sucia que no podía traicionarme. Pero si la muchacha hubiera estado consciente, si hubiera gritado, me hubieran hecho pedazos con las espadas. Tuve suerte.

«Cabalgué con ellos dos leguas, luego me quedé retrasado y me escondí en los matorrales, junto al río lleno de cuerpos.

Se calló, carraspeó, se masajeó la cabeza vendada con las dos manos. Y enrojeció. ¿O se trataba tan sólo del brillo de la lumbre?

– Ciri estaba terriblemente sucia. Tuve que desnudarla… No se defendió, no gritó. Sólo temblaba, tenía los ojos cerrados. Cuantas veces la toqué, para lavarla o limpiarla, se tensó y se quedó rígida… Sé que hubiera hecho falta hablar con ella, tranquilizarla… Pero de pronto no pude encontrar palabras en vuestra lengua… En la lengua de mi madre, que sé desde niño. Como no pude encontrar palabras, quise tranquilizarla con caricias, con delicadeza… Pero ella se tensaba y gimoteaba… Como un pollito…

– Esto la persiguió en sus pesadillas -susurró Geralt.

– Lo sé. A mí también.

– ¿Qué pasó después?

– Se durmió. Y yo también. De cansancio. Cuando me desperté, ya no estaba junto a mí. No estaba por ningún lado. No recuerdo el resto. Quienes me encontraron afirman que corría en círculo y aullaba como un lobo. Tuvieron que atarme. Cuando me tranquilicé se ocuparon de mí gente del servicio secreto, gentes de Vattier de Rideaux. Les interesaba Cirilla. Dónde estaba, cuándo y adónde había huido, de qué forma se me había escapado, por qué le había permitido huir. Y otra vez, desde el principio, dónde está, adónde ha huido… Rabioso, grité algo sobre el emperador que persigue a las muchachas como un gavilán. A causa de aquel grito pasé más de un año en la ciudadela. Y luego recuperé la gracia imperial porque yo era necesario. En Thanedd era necesario alguien que hablara la común y supiera qué aspecto tenía Ciri. El emperador quería que fuera a Thanedd… Y que esta vez no fallara. Que le trajera a Ciri.

Guardó silencio un instante.

– Emhyr me dio la oportunidad. Podría haberla rechazado, objetado. Esto hubiera supuesto caer en desgracia y el olvido definitivo y total, para toda la vida. Pero podría haberla rechazado si hubiera querido. Pero no la rechacé. Porque sabes, Geralt… yo no había podido olvidarla.

»No te voy a mentir. Yo la veía sin descanso en mis sueños. Y no como la niña delgada que había sido en el río, cuando la desnudé y la lavé. La veía… y todavía la veo… como una mujer, hermosa, consciente, provocativa… Con tales detalles como una rosa tatuada en la ingle…

– ¿De qué hablas?

– No sé, yo mismo no lo sé… Pero así era y así sigue siendo. Yo la sigo viendo en sueños, de la misma forma que la veía entonces… Por eso me ofrecí a la misión a Thanedd. Por eso luego quise unirme a vosotros. Yo… Yo quiero volverla a ver. Quiero tocar otra vez sus cabellos, contemplar sus ojos… Quiero mirarla. Mátame si quieres. Pero no voy a fingir más. Yo pienso… pienso que la quiero. Por favor, no te rías.

– No es en absoluto para reírse.

– Precisamente por esto voy con vosotros. ¿Entiendes?

– ¿La quieres para ti o para tu emperador?

– Soy realista -susurró-. Ella no me quiere a mí. Y como esposa del emperador al menos podría verla.

– Como realista -bufó el brujo- debieras saber que primero tenemos que encontrarla y salvarla. Pongamos que tus sueños no mienten y que Ciri de verdad está viva.

– Lo sé. ¿Y cuando la hallemos? Entonces, ¿qué?

– Veremos. Veremos, Cahir.

– No me des largas. Sé sincero. Por supuesto no permitirás que me la lleve.

No respondió. Cahir no repitió la pregunta.

– ¿Hasta entonces -preguntó frío- podemos ser amigos?

– Podemos, Cahir. Te pido perdón otra vez por aquello. No sé lo que me pasó. En realidad nunca sospeché seriamente que fueras un traidor o un mentiroso.

– No soy un traidor. Yo nunca te traicionaré, brujo.

Cabalgaron por un profundo barranco labrado en las montañas por el agitado y ya muy amplio río Sansretour. Caminaban hacia el este, hacia la frontera del condado de Toussaint. La Gorgona, la Montaña del Diablo, se alzaba sobre ellos. Para mirar su cumbre tenían que echar la cabeza hacía atrás.

Pero no la echaban.

Primero percibieron el humo, luego, un poco después, vieron el fuego, y sobre él un espetón en el que se asaban unas truchas abiertas en dos. Vieron también a un individuo solitario sentado junto al fuego.

No mucho tiempo atrás todavía se habría reído Geralt, se habría burlado sin piedad y habría tenido por un completo idiota a cualquiera que se hubiera atrevido a afirmar que él, el brujo, se iba a sentir embargado por una gran alegría al ver a un vampiro.

– Ohó -dijo con tranquilidad Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, colocando el espetón-. Mirad lo que nos ha traído el gato.

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