Libro Tercero La guerra de las salamandras

CAPÍTULO PRIMERO Matanza en las islas Cocos

El señor Povondra estaba equivocado en una cosa: el tiroteo ocurrido en la ciudad de Kankesanturai no era el primer enfrentamiento entre salamandras y seres humanos. El primer conflicto históricamente conocido había ocurrido algunos años antes, en las Islas Cocos, todavía en la edad de oro de las expediciones piratas a la caza de salamandras. Pero tampoco fue el primer incidente de su clase. En los puertos del Océano índico se comentó bastante un suceso lamentable, en el que las salamandras opusieron resistencia hasta al S-Trade o tráfico comercial normal; desde luego que incidentes así no se registran en la Historia.

Lo ocurrido en las islas Cocos o de Keeling fue lo siguiente: llegó allí el barco Montrose, de la conocida compañía Harriman Pacific Trade, bajo el mando del capitán James Lindley, a la consabida caza de salamandras del tipo llamado Maccaroni. En las Islas Cocos era ya conocida, desde tiempos del capitán van Toch, una bahía en la que abundaban las salamandras, pero que había sido abandonada hacía tiempo por estar alejada de las rutas marítimas corrientes. No se puede acusar al capitán Lindley de no haber tomado las precauciones necesarias, ni tampoco de que la tripulación bajase a tierra desarmada. (Entonces la caza ilegal de las salamandras ya se había regularizado). La verdad es que antes los barcos piratas y su tripulación iban armados con ametralladoras y hasta con cañones ligeros, desde luego, no contra las salamandras, sino contra la turbia competencia de otros piratas. En la isla de Karakelong se enfrentó una vez la tripulación del barco de Harriman con los hombres de un barco danés, cuyo capitán consideraba Karakelong como su coto de caza. En aquella ocasión ambas tripulaciones ajustaron cuentas ya viejas, sobre todo con referencia al prestigio y a la incompatibilidad comercial, de tal manera que dejaron la caza de salamandras y empezaron a disparar unos contra otros con pistolas. Es verdad que en tierra ganaron los daneses, que hicieron un ataque a cuchillo, pero el barco de Harriman disparó más tarde sus cañones, con gran éxito, contra el barco danés, hundiéndolo con todo lo que contenía, incluido el capitán Niels. Éste, pues, es el llamado «incidente de Karakelong». Aquella vez intervinieron las autoridades y los gobiernos de los estados respectivos y se prohibió a los barcos piratas que, en lo sucesivo, usaran cañones, ametralladoras y granadas de mano. Además, las sociedades filibusteras se repartieron la así llamada caza libre de salamandras, de manera que cada localidad habitada por ellas era visitada solamente por ciertos barcos piratas. Este acuerdo de caballeros entre los grandes corsarios fue respetado y cumplido lealmente hasta por las pequeñas empresas piratas. Pero, volviendo al capitán Lindley, hay que decir que actuó en la forma corriente en estos negocios, y según las costumbres marineras, cuando mandó a sus hombres a cazar salamandras en las Islas Cocos armados solamente con palos y remos, y las autoridades que investigaron posteriormente este asunto dieron plenas satisfacciones al capitán muerto.

El teniente de a bordo, Eddie Mc Carth, hombre con experiencia en este tipo de caza, mandaba la gente que bajó en aquella noche de luna a las Islas Cocos. Es cierto que la manada de salamandras que encontró en la costa era extraordinariamente numerosa. Según calculó, había unos seiscientos o setecientos machos vigorosos, mientras que el teniente Me Carth llevaba solamente dieciséis hombres. Pero no se le puede acusar por no haber abandonado la caza, aunque sea por el hecho de que los tenientes y la tripulación de los barcos piratas cobraban un tanto por cada pieza cazada. En la investigación posterior del incidente se dijo que «el teniente Me Carth era, desde luego, responsable por el desgraciado incidente», pero que, «en dichas condiciones todos hubieran obrado de la misma manera.» Por el contrario, el desgraciado y joven teniente tuvo suficiente visión para ordenar que, en lugar de cercar a las salamandras, cosa que hubiera sido difícil de lograr por la diferencia de número, se hiciese un ataque frontal que debía aislarlas del mar, hacerlas retroceder hasta el interior de la isla y atontarlas luego a golpes de remo y porrazos. Por desgracia, el ataque frontal de los marinos fue roto, y unas doscientas salamandras se escaparon al agua. Mientras los hombres empezaban a atacar a las salamandras que se habían refugiado en la isla, estallaron a sus espaldas los secos disparos de las pistolas submarinas (shark-guns). Nadie había pensado que salamandras que vivían en la naturaleza en estado salvaje podían estar armadas con pistolas contra los tiburones. Nunca se pudo averiguar quién se las había proporcionado.

El marinero Michael Kelly, que sobrevivió a toda esta catástrofe, cuenta lo siguiente: «Cuando empezaron a sonar los disparos, creímos que nos tiraba la tripulación de algún otro barco, llegado también a aquel lugar en busca de salamandras. El teniente Mc Carth se volvió rápidamente y gritó: «¿Qué están haciendo, brutos? Ésta es la tripulación del Montrose.» En ese momento fue herido en la cadera, pero todavía sacó su revólver y comenzó a disparar. Después recibió una bala en el cuello y cayó. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estaban disparando las salamandras y que trataban de aislarnos del mar. Long Steve levantó el remo y se lanzó contra ellas, gritando: “¡Montrose!, ¡Montrose!” También nosotros comenzamos a gritar “Montrose” y a golpear a aquellos bichos con los remos como podíamos. Unos cinco de los nuestros quedaron en el suelo y los demás pudieron huir hacia el mar. Long Steve saltó al agua y vadeó hasta el bote, pero se le colgaron unas cuantas salamandras que lo arrastraron hacia el fondo. También ahogaron a Charlie, que nos gritaba: “¡Muchachos, por Cristo, no me abandonen!” Pero no podíamos hacer nada. Aquellas puercas nos disparaban por la espalda. Bodkin se volvió y recibió un balazo en el vientre. Solamente dijo: “¡Pero no!”, y cayó sin vida. Entonces tratamos de volver hacia el interior de la isla. Ya habíamos roto sobre aquellas bestias nuestros palos y remos, y sólo podíamos correr como liebres para escapar de ellas. De los dieciséis hombres sólo quedábamos en pie cuatro. Teníamos miedo de alejarnos demasiado de la orilla y no poder luego llegar hasta el barco. Nos escondimos detrás de unos arbustos y unas piedras y tuvimos que contemplar cómo eran exterminados nuestros compañeros por las salamandras, que los ahogaban en el agua como a gatitos, y cuando alguno de ellos todavía nadaba, le daban con una porra en la cabeza. Yo me di cuenta de que tenía dislocado un tobillo y que no podía seguir caminando.»

Parece ser que, mientras tanto, el capitán James Lindley, que se había quedado en el Montrose, oyó los disparos. Quizás pensó que se habían encontrado sus hombres con los indígenas o con otro grupo de traficantes de salamandras, el caso es que llamó al cocinero y a dos maquinistas que se habían quedado en el barco, hizo cargar en el bote que quedaba el fusil automático que llevaba en secreto el barco, a pesar de la prohibición, y navegó en ayuda de sus hombres. Tuvo la precaución de no desembarcar en la orilla; sólo se acercó en el bote, en que estaba preparada la ametralladora, y se puso de pie, con los brazos cruzados. Dejemos que el marinero Kelly nos siga refiriendo la historia:

«No queríamos avisar al capitán para que no nos encontrasen las salamandras. El señor Lindley estaba de pie en el bote, con los brazos cruzados y gritaba: “¿Pero qué pasa aquí?” Entonces las salamandras se dirigieron a él. En la orilla había unas doscientas, y del agua surgían continuamente otras, que se acercaban al bote rodeándolo. “¿Qué pasa aquí?”, dijo el capitán, y entonces una salamandra enorme se acercó más y le ordenó: “¡Vuelva al barco!” El capitán la miró extrañado, estuvo un momento silencioso y luego le preguntó: “¿Usted es una salamandra?” “Sí, somos salamandras”, le contestó ésta. “¡Vuelva al barco, señor!” “Quiero saber qué han hecho de mi gente”, le respondió el capitán. “No debían habernos atacado”, respondió la salamandra. “¡Vuelva a su barco, señor!”

»El capitán volvió a guardar silencio unos momentos, y después, completamente tranquilo ordenó:

“Bueno Jenkins, está bien, ¡dispare!”

»El maquinista Jenkins empezó a disparar con su ametralladora contra las salamandras. (En las investigaciones ulteriores sobre todo este caso, declararon las autoridades marítimas, al pie de la letra: “En este sentido, el capitán James Lindley se portó como corresponde a un marino británico”.)

»Había cientos de salamandras (continúa el testigo Kelly) y caían al fondo como trigo segado. Algunas dispararon todavía sus pistolas contra el señor Lindley, pero éste continuó con los brazos cruzados y ni siquiera se movió. En aquel momento surgió del agua, detrás mismo del bote, una salamandra negra que tenía en la mano algo así como una lata de conservas. Quitó algo con la otra mano y lo tiró al agua, debajo mismito del bote. Antes de que pudiese contar hasta cinco, surgió de aquel lugar una columna de agua y se oyó una amortiguada pero fuerte explosión, que hizo temblar hasta la tierra bajo nuestros pies».

(Según el relato de Kelly, la comisión investigadora juzgó que se trataba del explosivo W3, que se entregaba a las salamandras que trabajaban en las fortificaciones de Singapur para volar las rocas existentes bajo el agua. Pero siguió siendo un misterio cómo llegaron estos explosivos a manos de las salamandras de las Islas Cocos. Según decían unos, debían haber sido llevados allí por hombres; según otros, las salamandras debían tener, ya entonces, algunas comunicaciones de larga distancia entre sí. La opinión pública pidió entonces que se prohibiese confiar a las salamandras explosivos tan peligrosos. Sin embargo, las autoridades respectivas declararon que, por el momento, no era posible reemplazar el W3, altamente explosivo y relativamente seguro, por ningún otro. Y no hubo quien los sacase de ahí.)

»E1 bote voló por los aires hecho pedazos (continúa la declaración de Kelly.) Las salamandras que todavía habían quedado vivas se acercaron al lugar del suceso. No podíamos ver bien si el señor Lindley estaba o no vivo, pero mis tres compañeros —Donovan, Burke y Kennedy— saltaron y fueron en su ayuda para que no cayese en poder de aquellas bestias. Yo también habría ido, pero el tobillo dislocado me dolía terriblemente, y trataba de volver a colocarlo en su sitio. Así pues, no sé lo que ocurrió en aquel momento, pero cuando alcé la vista de nuevo, Kennedy estaba tirado de bruces en la arena, y de Donovan y Burke no quedaba ni rastro. Bajo el agua, continuaban las explosiones.»

El marino Kelly huyó después hacia el interior de la isla y encontró un pueblo indígena, pero la gente se portó de manera extraña y no quiso proporcionarle albergue. Quizá tenían miedo a las salamandras. Solamente después de siete semanas, un barco de pesca encontró al Montrose, destrozado y abandonado, anclado junto a las Islas Cocos. Ellos fueron también los que salvaron a Kelly.

Algunas semanas más tarde navegó hacia las Islas Cocos el cañonero de S.M. Británica, Fireball y, después de anclar, esperó la llegada de la noche. Era de nuevo una blanca noche de luna llena. Las salamandras salieron del agua, se sentaron en la arena formando círculo y empezaron sus solemnes danzas. Entonces disparó el barco la primera bomba en medio del círculo. Las salamandras que no resultaron deshechas se quedaron tiesas un momento y después se sumergieron rápidamente en el agua. En aquel momento resonaron los terribles disparos de seis cañones, y sólo algunas de las salamandras chapotearon todavía en el agua. Después se oyó la segunda, la tercera salva…

Entonces el buque de S.M. Británica, Fireball, se alejó a media milla y empezó a disparar bajo el agua, navegando lentamente a lo largo de la costa. Este bombardeo marítimo duró seis horas y en su transcurso se dispararon unos ochocientos cañonazos. Después, el barco Fireball abandonó el lugar. Todavía dos días más tarde la superficie del mar, cerca de las Islas Cocos, estaba cubierta con los cuerpos destrozados de miles y miles de salamandras.

La misma noche de este acontecimiento, el barco de guerra holandés Van Dijck disparó tres cañonazos contra una multitud de salamandras en el islote de Goenong Api; el crucero japonés Kakadote lanzó tres granadas a la isla de Ailinglab; el cañonero francés Becbamel interrumpió la danza de las salamandras de la isla Rawaiwai. Fue una advertencia a las salamandras, y no en vano. No volvió a repetirse un caso parecido a la matanza de Keeling y el comercio legal e ilegal con las salamandras continuó sin interrupción y floreciente.

CAPÍTULO II Choque en Normandía

El choque ocurrido un poco más tarde en Normandía tuvo un carácter completamente diferente. Allí, las salamandras que trabajaban en las costas de Cherburgo y que vivían en los litorales de los alrededores, sentían gran predilección por las manzanas. Pero como sus contratistas no querían añadirlas a la dieta acostumbrada, alegando que aumentaban considerablemente el presupuesto establecido, organizaban ellas solas expediciones a los huertos de fruta cercanos y las robaban. Los campesinos fueron a quejarse a la prefectura, y las salamandras recibieron orden de no salir de la llamada «zona de las salamandras», cosa que no les hizo la menor impresión. La fruta siguió desapareciendo de los huertos, y, con ella, hasta los huevos de los corrales, y cada vez más a menudo aparecían los perros guardianes muertos a palos. Entonces los campesinos se decidieron a vigilar sus huertos ellos mismos, armados de viejas escopetas, y dispararon contra las salamandras ladronas. El asunto hubiera quedado como un incidente local, pero los campesinos estaban amargados, más que nada porque les habían aumentado los impuestos y se había elevado el precio de las municiones, así que todo unido hizo nacer en ellos un odio mortal hacia las salamandras y organizaron contra ellas expediciones punitivas en grupos armados. Cuando la multitud atacó y disparó sobre las salamandras en sus lugares de trabajo, fueron a quejarse al prefecto los empresarios de las construcciones acuáticas, y la referida autoridad ordenó que se les confiscasen a los campesinos sus oxidadas armas. Los campesinos, desde luego, trataron de oponerse, llegando a desagradables conflictos con los gendarmes. Los testarudos normandos empezaron a disparar, no solamente contra las salamandras, sino también contra los gendarmes. Entonces llegaron refuerzos y se registró el pueblo casa por casa.

Precisamente por la misma época ocurrió, al margen de éste, otro incidente desagradable. En los alrededores de Coutance unos muchachos del pueblo atacaron a una salamandra que, de manera sospechosa, se había metido en un gallinero. Los chiquillos la rodearon, haciéndole apoyarse en la pared, y empezaron a apedrearla con ladrillos. La salamandra herida abrió la mano y tiró al suelo algo parecido a un huevo. Se oyó una explosión y la salamandra quedó hecha pedazos, lo mismo que los tres muchachos, Pierre Cajus, de once años, Marcel Bernard, de dieciséis, y Louis Kermadec, de quince. Además fueron heridos, de mayor o menor gravedad, otros cinco. La noticia se extendió rápidamente por toda la región. Unas seiscientas personas llegaron en autobuses de todas partes y atacaron a la colonia de salamandras en la Bahía de Coutance, armados de escopetas, horcas y hoces. Veinte salamandras fueron asesinadas antes de que pudiera intervenir la policía y rechazar irritada a la multitud. Los zapadores de Cherburgo llegaron a toda prisa y construyeron una valla protectora alrededor de la Bahía de Coutance, con alambre de púas. Pero al llegar la noche, salieron las salamandras, destrozaron con granadas de mano las alambradas y se dispusieron a atacar al pueblo. Camiones militares trajeron inmediatamente compañías de infantería con ametralladoras, y un cordón de soldados se esforzó por separar a las salamandras de la gente. Mientras tanto, los campesinos atacaron las oficinas de recaudación de impuestos y colgaron a uno de los inspectores de un farol, con el siguiente letrero: «¡Fuera las salamandras!» La prensa, principalmente los periódicos alemanes, hablaron con grandes titulares de una revolución en Normandía. El Gobierno de París, sin embargo, desmintió enérgicamente la noticia.

Mientras los choques sangrientos entre las salamandras y los campesinos se extendían por la costa de Calvados, Picardía y el Paso de Calais, salió de Cherburgo el viejo crucero francés Jules Flambeau en dirección a la costa de Normandía. Se trataba, como se aseguró más tarde, de que su presencia tranquilizase los ánimos, tanto de los habitantes del lugar, como de las salamandras. El Jules Flambeau se detuvo a milla y media de la Bahía de Basse Coutance. Cuando llegó la noche, ordenó el comandante del barco, para aumentar el efecto, que fueran disparados unos fuegos artificiales. Mucha gente contempló el hermoso espectáculo desde la costa. De pronto se oyó un zumbido silbante y en la proa del crucero surgió una monumental columna de agua; el barco se inclinó, y en ese momento sonó un ruido atronador. El crucero se hundía. En un cuarto de hora ya estaban en el lugar del suceso las lanchas a motor para ayudar al salvamento, pero no fue necesario. Aparte de tres hombres que murieron a consecuencia de la explosión, se salvó toda la tripulación. El Jules Flambeau se hundió en cinco minutos, después de abandonar su comandante el puente con las memorables palabras: «¡No hay nada que hacer!»

La noticia oficial publicada aquella misma noche decía que «el viejo acorazado Jules Flambeau, que ya estaba destinado a ser retirado del servicio, había encallado durante un viaje nocturno en las rocas y se había hundido al explotar sus calderas», pero los periódicos no se dejaron apaciguar tan fácilmente; mientras que la prensa semigubernamental dijo que el barco había chocado contra una mina alemana de fabricación reciente, los diarios de oposición y la prensa extranjera publicaban en grandes titulares:


¡¡UN ACORAZADO FRANCÉS TORPEDEADO POR LAS SALAMANDRAS!!
MISTERIOSO ACONTECIMIENTO EN LA COSTA DE NORMANDlA
¡¡¡LA REBELIÓN DE LAS SALAMANDRAS!!!

«Pedimos responsabilidades», escribía exaltadamente en su periódico el diputado Barthelemy, «a aquéllos que armaron a los animales contra las personas, a aquéllos que pusieron bombas en manos de las salamandras para que matasen a campesinos franceses y a niños inocentes, a aquéllos que dieron a los monstruos marinos los más modernos torpedos para que pudiesen hundir los barcos franceses cuando les diera la gana. Les exigimos responsabilidades con todo el derecho. ¡ Que sean acusados de alta traición! ¡Que se averigüe cuánto recibieron de las fábricas de armamento por suministrar armas a la canalla marina en contra de la marina civilizada!», etcétera. En resumen, reinaba intranquilidad general, la gente formaba grupos en las calles y hasta se comenzaron a levantar barricadas. En los bulevares de París se veían tiradores senegaleses con sus fusiles colocados en pirámide, y en los suburbios de la ciudad esperaban los tanques y los coches blindados. En esos momentos estaba en el Parlamento el Ministro de Marina, Francois Ponceau, pálido pero decidido, declarando: «El Gobierno acepta la responsabilidad de haber armado a las salamandras de las costas francesas con fusiles y ametralladoras submarinas, torpedos y baterías submarinas completas. Pero mientras que las salamandras francesas tienen solamente cañones ligeros de poco calibre, las alemanas están armadas con cañones de 32 cms.; mientras que en las costas francesas existe un almacén submarino de granadas de mano, torpedos y explosivos, cada 24 kilómetros, como promedio, en las profundidades de las costas italianas existen depósitos de material de guerra cada veinte kilómetros, y en las aguas territoriales alemanas cada dieciocho kilómetros. Francia no puede dejar, y no dejará, sus costas indefensas. Francia no puede dejar de armar a sus salamandras. El Ministerio hará investigaciones y castigará severamente al culpable de la trágica confusión ocurrida en las costas de Normandía. Parece ser que las salamandras consideraron las señales rojas como una orden a las tropas para que las atacasen y, como es natural, trataron de defenderse. Hasta ahora han sido relevados de sus funciones tanto el comandante del Jules Flambeau, como el prefecto de Cherburgo. Una comisión especial averiguará también cómo se portan los contratistas de obras hidráulicas con las salamandras. En lo sucesivo se ejercerá una firme vigilancia en este sentido. El Gobierno lamenta profundamente las pérdidas de vidas humanas. Los tres jóvenes héroes nacionales, Pierre Cajus, Marcel Bernard y Louis Kermadec, serán condecorados y enterrados por cuenta del Gobierno, y sus familiares recibirán una pensión honorífica. En las más altas esferas de la marina francesa se producirán cambios de importancia. El Gobierno pedirá al Parlamento un voto de confianza en cuanto pueda dar noticias más concretas.» Después de esto, el Gabinete anunció que se reunía en sesión permanente.

Mientras tanto, los periódicos —según su color político— proponían expediciones de castigo, sometimiento por hambre, colonización o una cruzada contra las salamandras, una huelga general, la dimisión del Gobierno, la detención de todos los contratistas que empleaban salamandras, la detención de los dirigentes y agitadores comunistas y muchas otras medidas de seguridad. Ante la perspectiva de que fuesen cerradas las costas y puertos, empezaron las gentes a pertrecharse febrilmente de productos alimenticios y, con ello, los precios de toda clase de mercancías aumentaron a una velocidad vertiginosa. En las ciudades industriales estalló una tormenta contra el aumento de precios. La Bolsa se cerró durante tres días. Era, sencillamente, la situación más tensa y terrible de los últimos tres o cuatro meses. En aquellos momentos intervino en el asunto, cambiando completamente la situación, el Ministro del Interior, M. Monti. Ordenó que en las costas francesas fueran arrojados al mar, dos veces por semana, tantos y cuantos vagones de manzanas para las salamandras, desde luego por cuenta del Estado. Esta medida contentó extraordinariamente a las salamandras y tranquilizó a los hortelanos de Normandía y de otros lugares. Pero Monsieur Monti fue aún más lejos en este sentido. Como ya hacía tiempo que había problemas en las regiones vinícolas, a causa de la falta de consumo, ordenó el Ministro que, a cargo del Estado, se entregase diariamente a cada salamandra medio litro de vino blanco. Al principio las salamandras no sabían qué hacer con él, porque al beberlo sufrían fuertes diarreas, así que lo tiraban al mar. Pero con el correr del tiempo se acostumbraron a él y se advirtió que, desde entonces, las salamandras se apareaban con más entusiasmo, aunque con menor fecundidad que antes. Así fueron resueltas, de golpe, la cuestión agraria y la de las salamandras. La terrible tensión cedió, y cuando, al cabo de algún tiempo, se produjo una nueva crisis a causa del escándalo financiero de Madame Tóppler, el ingenioso y capacitado señor Monti se convirtió en el nuevo Ministro de Marina.

CAPÍTULO III Incidente en el Canal de la Mancha

Algún tiempo después navegaba el barco de pasajeros Oudembaurgh, de nacionalidad belga, desde Ostende hacia Ramsgate. Cuando estaban en mitad del Paso de Calais observó el oficial de servicio que, media milla al sur del curso normal, «algo ocurría.» Como no podía distinguir si se estaba ahogando alguien, ordenó navegar hacia aquel lugar tan fuertemente agitado. Unos doscientos pasajeros contemplaron desde cubierta un extraordinario espectáculo. Aquí y allá saltaba de pronto el agua como un surtidor, aquí y allá surgía de ella algo como un cuerpo negruzco. Al mismo tiempo, la superficie del agua, en una extensión aproximada de trescientos metros, se agitaba locamente, hervía y se oía subir de las profundidades un fuerte ruido. «Parecía que, bajo el agua, hervía un pequeño volcán.» Cuando el Oudembourgh se estaba acercando hacia el lugar, surgió de pronto, a unos diez metros de él, una enorme ola seguida de una terrible explosión. Todo el barco se levantó bruscamente, en el puente cayó una lluvia de agua hirviente y, junto con ella, un cuerpo negruzco que se retorcía y emitía alaridos terribles. Era una salamandra completamente quemada y destrozada. El oficial de mando ordenó inmediatamente dar marcha atrás, para que el barco no penetrase directamente en el centro de aquel infierno explosivo. Pero, mientras tanto, se produjeron estallidos en todas direcciones y la superficie del mar se vio cubierta de pedazos de salamandras destrozadas. Finalmente consiguió el barco virar y, a todo vapor, escapó hacia el norte. Entonces se escuchó una explosión angustiosa unos seiscientos metros a sus espaldas, y del mar surgió una columna de más de cien metros de agua y vapor. El Oudembourgh se dirigió hacia Harwich y envió en todas direcciones una advertencia por telegrafía sin hilos: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! En la línea marítima Ostende-Ramsgate hay gran peligro de explosiones submarinas. No sabemos cuál es su origen. Aconsejamos a todos los barcos que se desvíen de esa ruta.» Mientras tanto, continuaban las explosiones y los ruidos, casi igual que cuando se ejecutan maniobras militares. Pero la visibilidad era nula a causa del humo y el vapor. Ya para entonces, de Dover y Calais salían a toda marcha torpederos y destructores, así como flotillas de aviación militar, hacia el lugar del suceso. Pero al llegar allí encontraron solamente las aguas turbias, como una especie de barro amarillento en su superficie, cubierta de peces muertos y pedazos de salamandras.

En los primeros momentos se habló de la explosión de alguna mina en el canal, pero cuando a ambos lados del Estrecho de Calais las costas fueron cerradas por cordones de soldados, y cuando el Primer Ministro inglés, por cuarta vez en los anales de la Historia mundial, interrumpió el sábado por la tarde su week-end regresando apresuradamente a Londres, se empezó a sospechar que se trataba de un acontecimiento de alcance internacional. Los periódicos publicaban las más alarmantes noticias, pero, ¡cosa extraña!, aún estaban muy lejos de referir la verdad. Nadie sospechaba que durante varios días críticos Europa, y con ella todo el mundo, estuvo a un paso de una conflagración bélica. Sólo al cabo de varios años, cuando sir Thomas Mulberry, entonces miembro del Gobierno británico, perdió su puesto en el Parlamento y como consecuencia de ello publicó sus memorias políticas, fue posible enterarse de lo que ocurrió en aquellos días aunque, en realidad, ya entonces a nadie le interesaba.

El caso fue, en resumen, el siguiente: Tanto Francia como Inglaterra empezaron a construir, por medio de las salamandras, fortalezas submarinas en el Canal de la Mancha que permitirían, en caso de guerra, el cierre de dicho Canal. Después, como es natural, las dos potencias se acusaron de que empezó «la otra.» Pero parece ser que las dos comenzaron al mismo tiempo, temiendo que el otro estado, su vecino y amigo, pudiese comenzar antes. En resumen: bajo las aguas del Canal de la Mancha empezaron a crecer, una frente a otra, dos enormes fortalezas de hormigón, armadas con artillería pesada, lanzatorpedos, amplias zonas minadas y, en resumen, todas las modernas posibilidades inventadas hasta la época por el progreso humano para el «arte» de la guerra. En la costa inglesa fue ocupada esta terrible fortaleza de las profundidades por dos divisiones de salamandras pesadas y unas treinta mil salamandras trabajadoras, y en la parte francesa por tres divisiones de salamandras guerreras de primera clase.

Parece ser que en aquel día crítico se encontraron, en medio del Canal y en sus profundidades, una colonia de salamandras trabajadoras inglesas con las salamandras francesas y, entre ellas, se produjo una especie de confusión. En la parte francesa se afirmaba que sus pacíficas salamandras habían sido atacadas por las británicas, que las querían echar del lugar. Las salamandras británicas armadas trataron de detener a unas cuantas de las francesas que, desde luego, opusieron resistencia. Después las salamandras militares británicas empezaron a disparar contra las salamandras obreras con granadas de mano y lanza-minas, de manera que las pobres salamandras francesas no tuvieron más remedio que defenderse usando armas parecidas. El Gobierno francés se vio obligado a pedir al Gobierno británico plena satisfacción, y la evacuación del terreno submarino causante del problema, más la promesa de que casos así no volverían a repetirse.

Por otra parte, el Gobierno de S.M. Británica anunció, en una nota especial dirigida al Gobierno de la República Francesa, que las salamandras francesas militarizadas habían penetrado en la mitad inglesa del Canal y se disponían a colocar minas en ellas. Las salamandras británicas les advirtieron que penetraban en el lugar de trabajo británico. A esto las salamandras francesas, armadas hasta los dientes, contestaron arrojando granadas de mano que mataron a algunas salamandras-obreras británicas. El Gobierno de S.M. se sentía obligado a exigir al Gobierno de la República Francesa plena satisfacción y la garantía de que, en adelante, las salamandras militares francesas no penetrarían en la parte británica del Canal de la Mancha.

A esto contestó el Gobierno francés «que no podía consentir que el Estado vecino construyese fortificaciones submarinas en las cercanías inmediatas de la costa francesa. En lo que se refiere a la confusión ocurrida en el Canal, el Gobierno de la República proponía que, según el sentido de la Convención de Londres, el desagradable incidente fuese presentado ante el Tribunal de Conciliación de la Haya.»

El Gobierno de S.M. Británica contestó que no podía y no estaba dispuesto a someter la protección de las costas británicas a ninguna decisión externa. Como país atacado pedía de nuevo, y enérgicamente, que se le presentasen excusas, se le indemnizase por las pérdidas sufridas y se le asegurase la integridad de su territorio para el futuro. Al mismo tiempo, la marina inglesa del Mar Mediterráneo, con base en Malta, navegó a todo vapor en dirección oeste. La flota del Atlántico recibió órdenes de concentrare en Portsmouth y Yarmouth.

El Gobierno francés ordenó la movilización de cinco reservas de marinos.

Parecía que ninguno de los dos Estados podía ya retroceder. Después de todo, se veía claramente que no se trataba más que de lograr la supremacía en el Canal. En este momento crítico presentó Sir Thomas Mulberry un factor sorprendente: que en la parte inglesa no existía ningún obrero-salamandra ni salamandras militares (por lo menos, de jure), ya que en las Islas Británicas todavía estaba vigente la orden dada cierta vez por Sir Manuel Mandeville, por la cual ninguna salamandra podía ser empleada en las costas o en aguas territoriales de las Islas Británicas. Según esto, el Gobierno Británico declaraba oficialmente que las salamandras francesas no podían haber atacado a las inglesas, y todo el problema quedó reducido a la siguiente cuestión: si las salamandras francesas, por equivocación o deliberadamente, habían entrado en aguas territoriales británicas. Las autoridades de la República Francesa prometieron investigar el caso, y el Gobierno inglés ni siquiera propuso que fuera presentado al Tribunal Internacional de la Haya. Después los almirantazgos inglés y francés decidieron que en el Canal de la Mancha quedara una extensión neutral de cinco kilómetros de anchura, entre las fortalezas submarinas de ambos países, con lo que se reforzó considerablemente la amistad entre ambos estados.

CAPÍTULO IV Der Nordmolch

No muchos años después del establecimiento de las primeras colonias de salamandras en los mares Báltico y del Norte, un investigador y científico alemán llamado Hans Thüring comprobó que las salamandras del Báltico mostraban —seguramente por influencia del medio ambiente— algunas diferencias particulares en su constitución: eran un poco más claras, caminaban más rectas y la dimensión de su cabeza demostraba que tenían el cráneo más largo y más estrecho que las demás salamandras. Esta variedad recibió los nombres de Der Nordmolch (salamandra del Norte), de Der Edelmolcb (salamandra noble), de Andrias Scheuchzeri y de nobilis erecta Thüring.

A partir de aquello la prensa alemana empezó a ocuparse febrilmente de las salamandras del Báltico. Se dio una importancia especial al hecho de que, influenciada favorablemente por el ambiente alemán, esta salamandra se había transformado en un tipo de raza superior, sin duda alguna mejor que cualquier otra clase de salamandra; se escribió con desprecio sobre las degeneradas salamandras mediterráneas, poco desarrolladas moral y físicamente, sobre las salvajes salamandras tropicales y, en resumen, sobre las bárbaras, ruines y bestiales salamandras de otras naciones. «De la Salamandra Gigante hasta la Supersalamandra Alemana» era la frase de moda en aquella época. ¿Acaso no era la tierra alemana el lugar de origen de todas las salamandras de la nueva época? ¿No era su cuna Oe-ningen, donde el sabio alemán Dr. Johannes Jakub Scheuchzer encontró las formidables huellas de su esqueleto, ya en el mioceno, sobre una piedra de ónice? No cabía pues la más mínima duda de que el primitivo Andrias Scheuchzeri había nacido antes de las épocas geológicas en tierras germanas, había cruzado después hacia otros mares y había pagado esto con su degeneración y el atraso en su desarrollo. Pero en cuanto Andrias se establece de nuevo en la tierra que fue su patria de origen, empieza otra vez a ser lo que era antes: la noble salamandra del Norte, Scheuchzeri, más clara, más erguida y con un cráneo mayor. Así pues, solamente en tierra germana pueden las salamandras volver a su tipo normal y más puro, como el encontrado por el gran Johannes Jakub Scheuchzer en las huellas dejadas en la piedra de ónice. Como consecuencia de todo esto, Alemania necesitaba nuevas y más extensas costas, necesitaba colonias, necesitaba mares mundiales para que en todas partes, y en aguas territoriales alemanas, pudieran desarrollarse las nuevas generaciones de salamandras de origen germánico de pura raza. «Necesitamos nuevas tierras para nuestras salamandras», escribían los periódicos alemanes. Y para que esta realidad estuviese siempre presente ante los ojos de la nación alemana, fue erigido un magnífico monumento a Johannes Jakub Scheuchzer. El gran doctor estaba representado con un gran libro en la mano, y a sus pies había sentada una hermosa y noble salamandra nórdica, que miraba a lo lejos, a las costas invisibles de los océanos mundiales.

Durante la inauguración de este monumento se pronunciaron, desde luego, solemnes discursos que despertaron extraordinariamente la atención de la prensa mundial. Alemania amenaza de nuevo, constataban, particularmente, los diarios ingleses: «Estamos ya acostumbrados a ese tono, pero con motivo de ese acto oficial se habló de que Alemania necesitaba, en un plazo de tres años, cinco mil kilómetros de nuevas costas marítimas. Nos vemos obligados a advertir claramente: ¡Está bien, intentadlo! En las costas británicas os romperéis los dientes. Estamos preparados y lo estaremos todavía mejor de aquí a tres años. Inglaterra debe tener y tendrá tantos barcos de guerra como las dos mayores potencias continentales juntas. Esta relación de fuerzas es, de una vez para siempre, indiscutible. Si quieren desatar locas carreras en el armamento marítimo, ¡que lo hagan! Ningún británico consentirá que su patria quede rezagada ni un solo palmo.»

«Aceptamos el reto alemán», declaró en el Parlamento el primer Lord del Almirantazgo, Sir Francis Drake, en nombre del Gobierno. «El que extienda su mano hacia cualquier mar que sea, se encontrará con nuestros acorazados. Gran Bretaña es lo bastante fuerte como para rechazar cualquier ataque contra su isla y las costas de sus dominios y colonias. Para evitar un ataque así, estudiaremos la construcción de nuevas fortalezas y bases aéreas en cada mar cuyas olas bañen los retazos más mínimos de costas británicas. Que sirva esto como la última advertencia a cualquiera que intentase rectificar las costas marítimas, aunque solamente fuese en una yarda.» Después de esto, el Parlamento aprobó la construcción de nuevos buques de guerra con un presupuesto preliminar de quinientos millones de libras esterlinas. Era, en realidad, una respuesta desmesurada a la construcción del monumento a Johannes Jakub Scheuchzer en Berlín, pues dicho monumento había costado, solamente, doce mil marcos.

A este discurso contestó el magnífico publicista francés Marqués de Sade, generalmente muy bien informado, de la siguiente forma: «El primer Lord del Almirantazgo británico ha declarado que Gran Bretaña está preparada para cualquier eventualidad. Bien, ¿está, sin embargo, informado ese distinguido lord de que Alemania tiene en sus salamandras del Báltico un terrible ejército permanente armado? ¿Que cuenta hoy en día con unos cinco millones de salamandras militares profesionales, a las que puede poner inmediatamente en pie de guerra tanto en las costas como en el agua? A esto, sumen ustedes unos diecisiete millones de salamandras para servicios técnicos y de intendencia, preparadas para servir en cualquier momento como fuerzas de ocupación o de reserva. La salamandra del Báltico es hoy el mejor soldado del mundo, preparado a la perfección psicológicamente, y ve en la guerra su verdadera y más elevada misión. Irá a luchar con el entusiasmo de los fanáticos, con una fría y calculada técnica y con la terrible disciplina de una verdadera salamandra prusiana.»

»¿Sabe también el primer Lord del Almirantazgo Británico que Alemania construye febrilmente barcos de pasajeros que pueden llevar brigadas enteras de salamandras de guerra de una sola vez? ¿Sabe que están construyendo cientos y más cientos de pequeños submarinos con un radio de acción de tres a cinco mil kilómetros, cuya tripulación estará formada por esas mismas salamandras del Báltico? ¿Sabe ya que está estableciendo enormes depósitos de combustible en diferentes partes del Océano? Así pues, preguntamos una vez más: ¿Tiene el ciudadano británico la completa seguridad de que su gran país está verdaderamente bien preparado para toda eventualidad?»

»No es difícil imaginar (continuaba el Marqués de Sade) lo que significarán las salamandras en una próxima guerra, armadas con cañones submarinos tipo Berta, con lanza-minas y torpedos para el bloqueo de las costas. A fe mía que, por primera vez en la historia del mundo, no puede nadie envidiar a Inglaterra su magnífica posición insular. Pero, ya que hablamos de esto… ¿sabe el Almirantazgo Británico que las salamandras del Báltico están equipadas con unas máquinas —por otra parte muy útiles para la paz— que se llaman taladradoras-neumáticas, y que estas modernas taladradoras atraviesan en una hora una profundidad de diez metros de la mejor tierra sueca existente, y de cincuenta a sesenta metros de la inglesa? (Esto fue probado en una perforación secreta, efectuada por una expedición técnica alemana durante las noches de los días 11, 12 y 13 del mes pasado en la costa inglesa entre Hythe y Folkestone, o sea, directamente bajo las narices de la fortaleza de Dover.) Aconsejamos a nuestros amigos del otro lado del Canal que calculen ellos mismos en cuántas semanas pueden ser taladrados Kent o Essex por debajo del agua, hasta quedar con agujeros iguales a una bola de queso. Hasta ahora, el ciudadano británico contemplaba siempre el firmamento como la única parte de donde podía llegarle el peligro y la destrucción de sus florecientes ciudades, su Bank of England, sus pequeñas y acogedoras casitas rodeadas de jardines. Mejor harán en pegar su oído a la tierra en que juegan sus hijos para advertir, hoy o mañana, si se oyen los chirridos de las incansables y terribles taladradoras de las salamandras, abriéndose camino, paso a paso, para colocar explosivos de un poder hasta ahora desconocido. Ya no será la guerra en el aire, sino la guerra bajo el agua y bajo tierra, que es la última de nuestra era. Hemos oído discursos llenos de confianza desde el puente de mando de la Orgullosa Albión. Sí, hasta ahora, es una poderosa nave que se balancea sobre las olas y las domina. Pero puede llegar un día en que esas olas se cierren sobre la nave destruida, que se hundirá en las profundidades del mar. ¿No sería mejor tratar de evitar ese peligro ahora} ¡De aquí a tres años sería ya demasiado tarde!»

Esta advertencia del brillante publicista francés despertó gran excitación en Inglaterra. A pesar de haber sido desmentida la noticia, los ingleses oían el ruido de los taladros de las salamandras en diferentes regiones de Gran Bretaña. Los círculos oficiales alemanes desmintieron, desde luego, el citado artículo, declarando que era, desde el principio hasta el final, una provocación sin sentido y propaganda hostil. Sin embargo, por aquellos días se realizaron en el Báltico maniobras combinadas de la marina alemana, las fuerzas subterráneas y las salamandras guerreras. En su transcurso, las unidades de salamandras-zapadoras hicieron volar, ante la vista de los observadores militares extranjeros, un pedazo de terreno taladrado cerca de Rügenwalde, de una extensión de seis kilómetros cuadrados. Según decían, fue un espectáculo inmenso: la tierra se levantó con una terrible explosión, igual que si fuera un iceberg al partirse, y después voló como una inmensa pared de humo, arena y piedra. De pronto todo se oscureció como si fuera de noche, la arena levantada fue a caer en un radio de unos cien kilómetros y, al cabo de unos días, llovió arena sobre Varsovia. Después de este experimento, quedó tanta arena flotante y polvo en la atmósfera que, hasta fin de año, las puestas de sol de Europa eran extraordinariamente hermosas, de un rojo purpúreo e incandescente, como nunca se habían visto hasta entonces.

El mar que ocupó el pedazo de costa destrozada recibió, más tarde, el nombre de Mar de Scheuchzer, y era punto de peregrinación de muchas excursiones escolares y giras de los niños alemanes, que cantaban el popular himno:

Solche Erfolche Erreichen

Nur Deutsche Molche

Gloria a nuestras Salamandras

De pura raza Germana.

CAPÍTULO V Wolf Meynert escribe su obra

Quizá fueron, precisamente, las magníficas puestas de sol las que inspiraron al solitario filósofo Wolf Meynert para escribir su monumental obra Untergang der Menschheit (El ocaso de la humanidad). Podemos imaginárnoslo paseando vivamente por la costa, con la cabeza descubierta y el abrigo desabrochado ondeando al viento, atravesando con sus ojos arrebatados aquella inundación de fuego y sangre que ocupaba más de la mitad del firmamento. «Sí, ya es tiempo de que escriba un epílogo a la historia de la Humanidad», se dijo. Y lo escribió.

«Termina la tragedia de la especie humana», comenzó Wolf Meynert. «No nos dejemos engañar por su febril afán emprendedor y su felicidad técnica; eso es, solamente, lo que las manchas rosadas en el rostro del organismo marcado por la tuberculosis, por la muerte. Nunca pasó la Humanidad por una coyuntura tan alta como ahora, pero, ¡encuéntrenme una clase social que esté satisfecha o una nación que no se sienta amenazada en su ser! En medio de todos los regalos de la Naturaleza, de las riquezas de Creso espirituales y materiales de tantos Estados, se apodera cada vez más de nosotros cierto sentimiento de inseguridad, angustioso e incómodo.» Y Wolf Meynert, inexorablemente, analizaba el estado psíquico del mundo de nuestros días, esa mezcla de odio y miedo, desconfianza y megalomanía, cinismo y mala fe. En una palabra: desesperación, terminaba Wolf Meynert. Los típicos espectros del fin. La agonía moral.

«La cuestión es: ¿Hay o hubo alguna vez un hombre capaz de ser feliz? El hombre, como cada ser viviente, sí; pero la Humanidad, nunca. Toda la desgracia del hombre consiste en que fue obligado a convertirse en Humanidad, o quizá en que se convirtió en Humanidad demasiado tarde, cuando ya había una diferencia incorregible de naciones, razas, fes, estados y clases, cuando ya había pobres y ricos, cultos e incultos, gobernantes y gobernados. Poned en un solo rebaño caballos, lobos, ovejas y gatos, zorras y ciervos, osos y cabras; encerradlos en un corral y obligadles a vivir en esta confusión a la que se llama «leyes sociales», y a respetar ciertas reglas necesarias para la vida. Será un rebaño desgraciado, poco satisfecho, fatalmente indiferente, en el que ni una sola de las criaturas de Dios se sentirá en su casa. Éste es un cuadro exacto del gran rebaño heterogéneo y sin esperanzas al que se llama Humanidad. Naciones, razas, clases, no pueden vivir continuamente juntas sin fastidiarse y agobiarse mutuamente, hasta llegar a la intolerancia. Pueden vivir eternamente separadas —lo que sería posible si el mundo fuese lo bastante grande para ello—, o unas contra otras, en una lucha de vida o muerte. Para los grupos biológicos humanos como la raza, la nación o la clase, hay solamente un camino hacia la homogeneidad y la felicidad, y es hacerse sitio para sí y aniquilar a los demás. Y esto es, precisamente, lo que el género humano olvidó hace mucho. Hoy ya es tarde para ello. Nos hemos agenciado demasiadas doctrinas y compromisos con los que defendemos “a los otros”, en lugar de sacudírnoslos de encima. Inventamos reglamentos sobre moral, derechos humanos, compromisos, leyes, igualdad, humanidad y muchas otras cosas. Creamos una Humanidad de ficción que nos precipita, a nosotros y “a los otros”, en una especie de unidad superior. ¡Qué fatal equivocación! Hemos puesto la ley moral sobre la ley biológica. Hemos alterado las grandes bases naturales de toda la sociedad, que dicen que solamente una sociedad homogénea puede ser feliz en común. Esta felicidad alcanzable la hemos sacrificado a un sueño grande, pero inalcanzable. Crear una Humanidad y un solo orden con todos los hombres, las naciones, las clases sociales y los niveles de vida. Fue una formidable tontería, podríamos decir, el único esfuerzo del hombre por elevarse sobre sí mismo, digno de respeto. Y por este su magnánimo idealismo, paga hoy el género humano con su inevitable destrucción».

«El proceso por el que el hombre trata de organizarse de alguna manera en Humanidad es tan viejo como la misma civilización, como las primeras leyes y los primeros pueblos. Si al cabo de tantos miles de años sólo se ha llegado —como hoy podemos verlo— a hacer mucho más profundo ese abismo entre las razas, naciones, clases y opiniones mundiales, entonces ya no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que el desgraciado intento histórico de hacer de todos los hombres, sin más ni más, una Humanidad, ha fracasado definitiva y trágicamente. Después de todo, ya empezamos a darnos cuenta —y de ahí esos intentos y planes de unificar al género humano de otra manera, haciendo sitio solamente para una nación, una clase, una religión. Mas ¿quién puede decir hasta qué punto estamos infectados de esa enfermedad incurable llamada diferenciación? Más tarde o más temprano, cada presunto “todo” homogéneo se desmoronará irremediablemente en grupos sin coordinación, con diferentes intereses, partidos, posiciones, etc., que, o bien se destrozarán entre sí, o sufrirán de nuevo los tormentos de la vida en común. No hay salida posible, nos movemos en un círculo vicioso, pero la evolución no puede moverse continuamente en circunferencia. Por eso la naturaleza se ocupó por sí misma del asunto, haciendo sitio en el mundo a las salamandras».

«No es por casualidad (profundizaba Wolf Meynert) el que las salamandras hayan aparecido en la vida precisamente en la época en que la enfermedad crónica de la Humanidad, este gran organismo mal desarrollado y que se desmorona continuamente, está en la agonía. Salvo algunas pequeñas excepciones sin importancia, las salamandras se presentan como el único todo homogéneo y formidable. No han creado, hasta ahora, una profunda diferenciación de raza, lengua, nación, religión, clase o casta; entre ellas no hay amos y esclavos, libres y oprimidos, ricos y pobres. Desde luego, existen diferencias impuestas por las distintas clases de trabajo que ejecutan, pero, en sí, son de la misma raza, unidas, como si dijésemos de la misma carne, igualmente primitivas biológicamente en todas sus partes, igualmente mal dotadas por la naturaleza, igualmente esclavas y viviendo en iguales y bajas condiciones. El último negro o esquimal del mundo vive en mejores condiciones que ellas, no sólo materiales sino también culturales. Y, sin embargo, las salamandras no dan muestras de sufrir con ello. Por el contrario, vemos que no necesitan nada de aquello en lo que el hombre busca consuelo y alivio de los horrores metafísicos y de la angustia vital. Pueden prescindir de la filosofía, de la vida eterna y del aire. No saben lo que es fantasía, humor, misticismo, juego o sueño. Son completamente realistas. Están tan lejos de nosotros, los humanos, como las hormigas o los arenques. Solamente se diferencian de ellos en que se organizan en otro ambiente vital, o sea, en la civilización humana. Se asentaron en ella como se asientan los perros en los residuos que dejan los hombres. Sin ellos no pueden vivir, pero no por ello dejarán de ser lo que son: animales muy primitivos y que se diferencian muy poco entre sí. Les basta con vivir y multiplicarse, y hasta pueden ser felices, porque no les inquieta ningún sentido de desigualdad entre ellos. Son, sencillamente, homogéneos. Por eso pueden cualquier día, sí, cualquier día, realizar sin obstáculos lo que no pudo hacer la Humanidad: su unidad de clases en todo el mundo, su sociedad mundial, en una palabra, el Universo de las salamandras (Salamandrismo universal). Ese día terminará la agonía de miles de años del género humano. En nuestro planeta no habrá lugar suficiente para dos tendencias, que se esforzarán por gobernar todo el mundo. Una tendrá que dejar libre el paso. ¡Ya sabemos, ahora, cuál de las dos será!»

«Hoy viven en nuestro planeta unos veinte mil millones de salamandras civilizadas, o sea, unas diez veces el número total de la Humanidad. De esto se desprende, por la necesidad biológica y la lógica de la historia, que las salamandras esclavizadas tendrán que liberarse; que, siendo homogéneas, tendrán que unirse, y que convirtiéndose así en el mayor poder que ha visto nunca el mundo, tendrán que tomar la dirección de él. ¿Creéis que son tan locas como para respetar después al hombre? ¿Creéis que repetirán la histórica equivocación que cometió siempre el que sometió a las naciones y clases vencidas en vez de aniquilarlas? ¿De los que, por orgullo, establecían nuevas diferencias entre la gente para después, por magnanimidad o idealismo, esforzarse en revocarlas? No, este disparate de la historia no lo repetirán las salamandras (exclama Wolf Meynert) aunque sólo sea porque seguirán los consejos y advertencias de mi libro. Serán herederas de toda la civilización humana; caerá en su regazo todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos intentado para llegar a dominar el mundo; pero irían contra sí mismas si, con esta herencia, quisieran también quedarse con nosotros. Tienen que prescindir de los seres humanos si quieren conservar su homogeneidad racial. Si así no lo hiciesen, propagaríamos entre ellas, antes o después, nuestras dos inclinaciones destructivas: crear diferencias y sufrirlas. Pero no nos atrevamos a esto. Hoy, cualquier ser que continúe la historia del hombre, ya no repetirá las locuras suicidas de la Humanidad».

«No hay duda de que el mundo de las salamandras será más feliz de lo que fue el del género humano. Será unido, homogéneo y estará dominado por el mismo espíritu. Las salamandras no se distinguirán unas de otras por la lengua, opiniones, religión ni exigencias vitales. No habrá entre ellas diferencias culturales ni de clase, sino la diferencia del trabajo. Nadie será señor o esclavo, porque todos servirán al Gran Conjunto de las Salamandras, que será su Dios, su Gobierno, su patrono y director espiritual. Formarán una sola nación con un solo nivel, un mundo mejor y más perfecto que el nuestro. Serán un poderoso y feliz Mundo Nuevo. ¡Hagámosle, pues, sitio!

La Humanidad, que se apaga, ya no puede hacer otra cosa que apresurar su propio fin, en una trágica belleza, siempre que no sea ya demasiado tarde.»

En lo que cabe, hemos expuesto aquí las opiniones de Wolf Meynert, en forma comprensible. Sabemos que, con ello, pierden mucho del efecto y profundidad con que en otro tiempo fascinaron a toda Europa y, sobre todo, a la juventud, que recibió con entusiasmo la noticia de la caída y el fin de la Humanidad. El Gobierno del Reich, desde luego, prohibió las enseñanzas del Gran Pesimista, a causa de ciertas consecuencias políticas que se produjeron, y Wolf Meynert tuvo que asilarse en Suiza. A pesar de esto, todo el mundo culto se apropió con satisfacción de la Teoría de Meynert sobre la extinción de la Humanidad. Su libro, de 632 páginas, se publicó en todas las lenguas del mundo y fue difundido, en muchos millones de ejemplares, también entre las salamandras.

CAPÍTULO VI X advierte

Quizás fue también consecuencia del libro profético de Meynert el que los vanguardistas literarios y artísticos de los centros culturales proclamaran: «¡Por nosotros, que vengan las salamandras! El porvenir pertenece a las salamandras. Las salamandras significan la revolución cultural. ¿Qué importa que no tengan su arte? Por lo menos, no estarán cargadas de ideales estúpidos, tradiciones muertas y todo ese torturante, aburrido y pedante desperdicio que se llama poesía, música, arquitectura, filosofía y, en general, cultura —palabra senil, al oír la cual se nos revuelve el estómago. Es mejor que no hayan caído, hasta ahora, en el amaneramiento del arte humano: nosotros les haremos un arte nuevo; nosotros, la juventud, allanaremos el camino para el futuro de las salamandras. ¡Queremos ser las primeras salamandras, las salamandras del futuro!» Y así nació la sociedad de jóvenes poetas salamandrinos, surgió la música tritónica y la pintura pelágica, que se inspiraba en las formas del mundo de las medusas, algas marinas y corales. Además de esto, se descubrió que las obras de regularización de las salamandras eran nuevas fuentes de belleza y de monumentalidad. «¡Ya estamos hartos de naturaleza! —gritaban—. ¡Que vengan las costas lisas de hormigón en lugar de las viejas rocas. El romanticismo está muerto. Los futuros continentes estarán bordeados de líneas rectas y serán rehechos en triángulos y rombos. El viejo mundo geológico será reemplazado por el geométrico». En resumen: había otra vez algo nuevo y prometedor de que ocuparse, nuevas sensaciones psíquicas y nuevas manifestaciones culturales, y aquéllos que no supieron seguir a tiempo el camino del futuro salamandrismo sentían amargamente que habían perdido su gran ocasión, y se vengaban declarándose partidarios de la Humanidad, de la vuelta al hombre y a la naturaleza, y otras consignas reaccionarias. En Viena se silbó un concierto de música tritónica, en el Salón de los Independientes de París, un criminal desconocido rasgó un cuadro pelágico titulado: «Capricho en azul». En resumen: el salamandrismo iba por el camino de la victoria, sin que nada ni nadie pudiese detenerlo.

Desde luego, no faltaban voces retrógradas que se alzaban contra «la manía salamándrica», como se la llamaba. Pero lo más enérgico en este sentido fue un folleto inglés anónimo, que se publicó bajo el título de X advierte. Este folleto fue muy leído, pero nunca se llegó a averiguar la identidad de su autor, aunque muchos creían que se trataba de una alta personalidad eclesiástica, juzgando por el hecho de que, en griego, la «X» es una abreviatura de Cristo.

En el primer artículo, el autor trataba de hacer estadísticas sobre las salamandras existentes, disculpándose, al mismo tiempo, por la poca exactitud de las cifras publicadas. Así calculaba que el número de todas las salamandras existentes era ya de siete a veinte veces mayor que el del género humano.

«Igualmente imprecisos son nuestros conocimientos sobre cuántas fábricas, pozos de petróleo, plantaciones de algas, criaderos de anguilas, aprovechamiento de la fuerza hidráulica y otras fuentes naturales, tienen las salamandras bajo el agua. No tenemos ni la menor idea de su capacidad industrial y, menos todavía, de cuál es la situación respecto a su armamento. Sabemos, sin embargo, que las salamandras dependen del hombre en lo que concierne a los metales, en los componentes para construir máquinas, materias explosivas y muchos otros productos químicos. Pero, por otra parte, cada Estado guarda el mayor secreto sobre cuántas armas y otras clases de productos entrega a sus salamandras, y también sabemos muy poco sobre lo que producen en el fondo del mar con las materias primas y los productos semielaborados que adquieren del hombre. Lo que sí es seguro es que las salamandras no tienen ningún interés en que lo sepamos, y en los últimos años han muerto ahogados o estrangulados tantos buzos en el fondo de los mares que ya no se puede atribuir solamente a la casualidad. Esto es un síntoma muy alarmante, “lo mismo en el aspecto industrial que en el militar”.»

«Es, sin embargo, difícil imaginar (continuaba Míster X, en otro de los párrafos) qué pueden querer las salamandras de la gente. No pueden vivir en tierra firme, y nosotros no podemos molestarlas en el agua. Nuestro ambiente vital y el suyo están completamente diferenciados y para muchos siglos. Es verdad que exigimos de ellas cierto trabajo, pero les damos a cambio comida, materias primas y productos que, sin nuestra ayuda, nunca llegarían a tener; por ejemplo, metales. Pero, aunque prácticamente no hay ningún motivo para antagonismos entre nosotros y las salamandras, existe, diría yo, la antipatía metafísica: contra los seres de la tierra están los de las profundidades; los seres del día contra los de la noche; los oscuros estanques de agua contra la tierra clara y seca. La frontera entre el agua y la tierra es, en cierta forma, más aguda de lo que era. Nuestra tierra toca su agua. Podríamos vivir por los siglos de los siglos perfectamente al margen unos de otros, intercambiando sólo pequeños servicios y productos; pero es difícil quitarse de encima la angustiosa sensación de que no podrá ser así. El porqué no puedo explicarlo claramente, pero tengo la impresión, algo así como un presentimiento, de que una vez el agua se volverá contra la tierra para resolver la cuestión de “¿quién de las dos?”»

«Confieso que siento una opresión, hasta cierto punto irracional (continúa diciendo el señor X), pero me sentiría muy aliviado si las salamandras se enfrentasen a la gente pidiendo alguna reivindicación, exigiendo algo. Entonces se podría tratar con ellas, se podrían hacer diferentes concesiones, contratos o compromisos. Pero su silencio es terrible. Me asusta su incomprensible demora. Podrían, por ejemplo, pedir ciertas ventajas políticas. Hablando francamente, las leyes para las salamandras son, en todos los Estados, bastante anticuadas e impropias de seres civilizados y tan poderosos numéricamente. Deberían modificarse los nuevos derechos y deberes de las salamandras de manera más ventajosa para ellas. Deberían considerarse algunas medidas de autonomía para las salamandras, sería justo mejorar sus condiciones de trabajo y recompensarlo regularmente. En muchos aspectos, hasta sería posible mejorar su suerte 5/, por lo menos, lo pidiesen. Después podríamos concederles varias cosas y comprometernos en acuerdos de compensación o, por lo menos, se ganaría tiempo para algunos años. Pero las salamandras no piden nada más que aumentar su rendimiento y sus encargos. Hoy ya podemos preguntar a dónde irá a parar todo esto. Se ha hablado a veces del peligro amarillo, negro o rojo; pero en aquellos casos, se trataba de hombres, y de los hombres podemos, más o menos, imaginarnos lo que pueden querer. Pero, aunque no tengo idea de cómo y contra qué estará la Humanidad obligada a defenderse, una cosa sé por lo menos con seguridad: que si a un lado están las salamandras… al otro estará toda la Humanidad».

«¡Los hombres contra las salamandras! Ya es hora de que las cosas se digan así. Sí, hablando con franqueza, el hombre normal odia instintivamente a las salamandras, le dan asco… y les teme. Sobre todos los hombres ha caído como una especie de sombra horrenda. ¿Qué otra cosa es esa frenética ansia de disfrutar, esa sed insaciable de diversión y placer, esas orgías locas que vive la gente de hoy? Una caída tan baja de la moral no había ocurrido desde los tiempos en que el Imperio Romano estaba ya a punto de perecer en la barbarie. Estos no son los frutos de una felicidad material desacostumbrada, sino el desesperado y sordo miedo a la destrucción, la angustia de la extinción. ¡Que traigan la última copa antes de que termine nuestra vida! ¡Qué vergüenza, qué atolondramiento! Parece ser que Dios, en su terrible misericordia, deja debilitar a las naciones y clases que se precipitan en la perdición. ¿Queremos que aparezca el Mane Thecel Phares de fuego escrito sobre el festín de la Humanidad? ¡Mirad los anuncios luminosos que brillan durante la noche en los muros de las disipadas y corrompidas ciudades! En ese aspecto nos aproximamos, nosotros los humanos, a las salamandras: vivimos más de noche que de día».

«Si, por lo menos, esas salamandras no fuesen tan terriblemente mediocres… (exclama como oprimido Míster X). Sí, son más o menos educadas, pero a causa de ello tienen una inteligencia aún más limitada, porque han aprendido de la civilización humana sólo lo que tiene ésta de corriente y útil, de mecánico y repetible. Están al lado de Fausto; aprenden de los mismos libros que los Faustos humanos, con la única diferencia de que a ellas les basta, ya que no les roe ninguna duda. Lo más terrible es que han multiplicado ese tipo práctico, tonto y suficiente de la mediocridad civilizada, en grande, en millones y miles de millones de piezas iguales. O, no; creo que me equivoco. Lo más terrible es que tengan tanto éxito. Aprendieron a usar las máquinas y los números y se ha demostrado que esto les basta para convertirse en amos de su mundo. Han prescindido de la civilización humana, de todo lo que tenía de inservible, juguetón, fantástico o anticuado. Así pues, despreciaron lo que había en la civilización de humano y tomaron solamente su parte práctica, técnica y útil. Y esta triste caricatura de la civilización humana está llena de vida. Construye prodigios técnicos, renueva nuestro viejo planeta y, finalmente, empieza a fascinar a la misma Humanidad. Junto a su alumno y criado aprenderá Fausto el secreto del éxito y la mediocridad. O la Humanidad se enfrenta con las salamandras, en una conflagración histórica de vida o muerte, o se “salamandriza” sin remedio. Por lo que a mí se refiere, he de decir que vería más a gusto lo primero».

«En fin, X os advierte (continuaba el escritor desconocido).

Todavía es posible sacudir ese frío y pegajoso círculo que nos aprisiona. Debemos librarnos de las salamandras. ¡Ya hay demasiadas! Están armadas y pueden volver contra nosotros un potencial de guerra de cuya magnitud sabemos bien poco. Pero el peligro más terrible no reside en su número o su fuerza; es, para nosotros los hombres, su triunfante inferioridad. No sé qué tenemos que temer más, si su civilización humana o su tenebrosa y fría crueldad animal. Pero estas dos cosas unidas dan algo indescriptiblemente aterrador, casi diabólico. En nombre de la cultura, en nombre de la cristiandad y de la Humanidad, debemos liberarnos de las salamandras.» Y aquí exclamaba el apóstol anónimo:


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¡¡LOCOS, LOCOS,
DEJAD POR FIN
DE ALIMENTAR
A LAS SALAMANDRAS!!
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«Dejad de emplearlas, renunciad a sus servicios, dejadlas que se vayan a algún lugar donde puedan alimentarse por sí solas, como otros seres acuáticos. La misma naturaleza ya sabrá qué hacer con las que sobren. Lo que se necesita es que los hombres, la civilización humana y la historia de la Humanidad no sigan trabajando para las salamandras».

«Y no deis más armas a las salamandras, ¡detened las entregas de metales y explosivos, no les enviéis máquinas y fábricas humanas! No vais a encender fuego bajo los volcanes, ni a cavar diques bajo el agua. ¡Que se prohíba la entrega de armas y toda clase de mercancía a las salamandras de todos los mares! ¡Que sean puestas fuera de la ley las salamandras! ¡Malditas seáis, salamandras! ¡Que os arrojen de nuestro mundo!»


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¡QUE SE CREE LA LIGA
DE LAS NACIONES
CONTRA LAS SALAMANDRAS!
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«Toda la Humanidad debe estar preparada para defender su existencia con las armas en la mano. Que sea convocada, por iniciativa de la Sociedad de Naciones, del Rey de Suecia o del Papa de Roma, una conferencia mundial de todos los Estados civilizados, para crear una Unión Mundial o, por lo menos, una Sociedad de Naciones Cristianas contra las salamandras. Estamos en el momento crítico en que, bajo la terrible presión del peligro salamándrico y la responsabilidad humana, puede lograrse lo que no se logró con la guerra mundial, a pesar de sus innumerables víctimas: organizar la Unión de los Estados del Mundo. ¡Dios lo quiera! Si esto se lograse, entonces las salamandras no habrían llegado al mundo en vano, y serían el instrumento empleado por Dios.»


* * *

Este patético folleto despertó gran sensación entre las más amplias capas del público. Las señoras de edad estaban de acuerdo, sobre todo, en que había comenzado una decadencia moral sin precedentes; por otra parte, en las columnas de economía de los periódicos se señalaba principalmente que era imposible dejar de suministrar las entregas a las salamandras, porque se produciría una gran caída en la producción y una fuerte crisis en varias ramas industriales. Lo mismo ocurriría en la agricultura, que producía grandes cantidades de maíz, patatas y otros productos agrícolas para alimento de las salamandras. «Si disminuye el número de salamandras, descenderán desastrosamente los precios de los productos alimenticios y los campesinos se encontrarán al borde de la ruina.» La Unión Sindical de Obreros consideraba al señor X un reaccionario y declaraba que no permitiría que fuese frenada la entrega de ningún tipo de mercancía a las salamandras. «Justamente cuando la clase obrera acaba de obtener el empleo completo y primas por el trabajo, quiere el señor X quitarle el pan de las manos. Los obreros se solidarizan con las salamandras y rechazarán cualquier intento de rebajar su nivel de vida y de entregarlas, arruinadas e indefensas, en manos del capitalismo.» En lo que se refiere a la creación de una Liga de las Naciones contra las salamandras, se opusieron a ello todos los centros políticos de importancia. «Ya tenemos», decían, «por una parte, la Sociedad de Naciones y, por otra, la Convención de Londres, en que los estados marítimos se comprometieron a no armar a sus salamandras con armas pesadas. No es cosa fácil pedir ese desarme a un estado que no tiene la completa seguridad de que otra potencia cualquiera marítima no siga armando a sus salamandras, aumentando así su poder a costa de su vecino. Por lo tanto, ningún estado o continente puede obligar a sus salamandras a que emigren a otro lugar, sencillamente porque con ello aumentarían, por una parte, las ventas industriales y agrícolas y, por otra, la fuerza de defensa y ataque de otros estados o continentes.» Y de estas objeciones, que cada hombre con un poco de sentido tenía que comprender, se presentaron muchas.

A pesar de todo, el folleto X advierte no dejó de causar un profundo efecto. En casi todos los países se extendió la Unión Popular contra las salamandras y se fundaron sociedades para la persecución de las salamandras, clubes antisalamándricos, comités para la salvación del género humano y muchas otras organizaciones de esta clase. Las salamandras delegados de Ginebra fueron insultadas cuando se dirigían a una de las reuniones de la Comisión para el estudio del Problema de las Salamandras. En las cercas de madera de las costas marítimas aparecieron letreros amenazadores como «Muerte a las salamandras», «Fuera las salamandras», etc. Muchas salamandras fueron apedreadas y ninguna se atrevía a sacar la cabeza fuera del agua hasta que llegaba la noche. Sin embargo, por su parte, ellas no hicieron ninguna demostración de protesta o actos de represalia. Eran, sencillamente, invisibles, por lo menos durante el día, y la gente que miraba a través de las vallas protectoras veía solamente el mar infinito y agitado. «¡Miren esos bichos!», decía la gente con odio, «¡ni siquiera se dejan ver!»

Y en medio de este silencio agobiante, resonó de pronto el llamado

CAPÍTULO VII El terremoto de Luisiana

Aquel día —11 de noviembre a la una de la madrugada— se sintió en Nueva Orleans un brusco movimiento de tierra. Algunas casuchas del distrito de los negros se derrumbaron y la gente, presa de pánico, se lanzó a las calles. Pero la sacudida no se repitió. Solamente se oyó como un zumbido y un choque furioso, seguido de un corto ciclón que rompió las ventanas y barrió los techos de las callejuelas de los negros. Perecieron algunas decenas de personas. Después de esto, comenzó a caer una lluvia de fango.

Mientras que los bomberos de Nueva Orleans acudían en ayuda de las calles más perjudicadas, llegaron telegramas de Morgan City, Plaquemine, Báton-Rouge y Lafayette: «¡S.O.S.! ¡Envíen inmediatamente columnas de salvamento! Hemos sido medio barridos por el terremoto y el ciclón; el dique del Mississipi a punto de ceder; preparen inmediatamente zapadores, ambulancias y todos los hombres capaces de realizar cualquier trabajo de ayuda.» De Fort Livingston llegó solamente una lacónica noticia: «Haló, ¿también les han hecho algún regali-to?» Después llegó el mensaje de Lafayette: «¡Atención! ¡Atención! La parte más afectada por el terremoto y el ciclón es Nueva Iberia. Las comunicaciones entre Nueva Iberia y Morgan City deben de estar cortadas. ¡Envíen socorros hacia allí!» Inmediatamente después se recibió una conferencia telefónica de Morgan City: «No conseguimos ponernos en contacto con Nueva Iberia. Están destruidas todas las carreteras y líneas férreas. Envíen barcos y aviones a la Bahía de Vermillion. Nosotros ya no necesitamos nada. Tenemos unos treinta muertos y cien heridos.» Más tarde llegó un telegrama de Baton-Rouge: «Tenemos noticias de Nueva Iberia. Ocúpense principalmente de Nueva Iberia. Aquí envíen solamente obreros, pero ¡rápidamente!, hay peligro de que se rompan los diques. Hacemos todo lo que está en nuestras manos.» Después: «Haló, haló, Shreveport, Natchitoches, Alejandría, envíen trenes de ayuda a Nueva Iberia. Haló, haló, Memphis, Winona, Jackson, envíen trenes vía Nueva Orleans. Todos los automóviles llevan gente en dirección a la presa de Báton-Rouge.» «Haló, haló, aquí Pascagoula. Aquí ha habido unos cuantos muertos. ¿Necesitan ayuda?»

Mientras tanto, ya habían salido vehículos de bomberos, ambulancias y trenes de ayuda en dirección a Morgan City, Patterson y Franklin. Después de las cuatro de la mañana llegó la primera noticia, algo más concreta: «El camino entre Franklin y Nueva Iberia, siete kilómetros al oeste de Franklin, está cortado por el agua; parece ser que, a causa del terremoto, se abrió allí una brecha profunda que llega a la Bahía de Vermi-llion y que está inundada por el mar. Según se ha podido comprobar hasta ahora, dicha grieta avanza desde la Bahía de Vermillion en dirección noroeste-oeste, y cerca de Franklin se desvía hacia el norte, hacia la boca del Lago Grande. Después sigue de nuevo hacia el norte, por la línea Plaquemine-Lafayette, donde termina en una vieja laguna. El segundo ramal de la brecha une Lago Grande, por el este, con el lago de Napoleonville. La longitud total de la hendidura es de unos ochenta kilómetros, y la anchura de dos a once kilómetros. Parece ser que aquí estuvo el centro del terremoto. Se puede decir que ha sido una extraordinaria casualidad el que esta brecha se desviase de todos los pueblos mayores. Sin embargo, el número de víctimas es bastante elevado. En Franklin ha llovido 60 cm de fango, en Patterson 45 cm. La gente de la Bahía de Atchafalaya cuenta que durante la sacudida se retiró el mar, de pronto, unos tres kilómetros, volviendo luego en forma de una ola de treinta metros de altura. Se teme que haya perecido mucha gente en las costas. Todavía no hay comunicación con Nueva Iberia.»

Mientras tanto, había llegado a Nueva Iberia, desde el este, un tren de Natchitoches; las primeras noticias enviadas por las líneas de Lafayette y Báton-Rouge eran terribles. Ya algunos kilómetros antes de llegar a Nueva Iberia el tren tuvo que detenerse porque el camino estaba inundado de fango. Nueva Iberia había desaparecido, al parecer, bajo la avalancha de fango. Era imposible avanzar a oscuras y bajo una lluvia continua. Todavía no se había logrado establecer comunicación con Nueva Iberia.

Al mismo tiempo llegaron noticias de Báton-Rouge: «En las márgenes del Mississipi ya trabajan unos cuantos miles de hombres stop si por lo menos dejara de llover stop necesitamos picos y palas envían gente stop mandamos ayuda a Plaquemine están muy apurados esos desgraciados.»


MENSAJE DE FORT JACKSON

A LA UNA Y MEDIA DE LA MAÑANA NOS ARREBATÓ UNA OLA MARINA TREINTA CASAS NO SABEMOS QUÉ OCURRIÓ UNAS TREINTA PERSONAS FUERON ARRASTRADAS PRECISAMENTE AHORA ACABO DE ARREGLAR EL APARATO EL EDIFICIO DE CORREOS FUE TAMBIÉN ARRASTRADO HALÓ COMUNIQUEN A MINNY LACOST QUE NO ME HA OCURRIDO NADA SOLAMENTE ME HE ROTO UNA MANO Y ME HE QUEDADO SIN TRAJE TELEGRAFÍEN POR FAVOR QUÉ ES LO QUE HA OCURRIDO PERO LO PRINCIPAL ES QUE EL TRANSMISOR ESTÁ OKEY FRED


DE PORT EADS LLEGARON LAS NOTICIAS MÁS BREVES

BURYWOOD HA SIDO ARRASTRADO COMPLETAMENTE HACIA EL MAR TENEMOS GRAN CANTIDAD DE VÍCTIMAS


Mientras tanto —esto era alrededor de las ocho de la mañana— volvieron los primeros enviados a los lugares afectados por los terremotos y ciclones. Toda la costa desde Port Arthur (Texas) hasta más allá de Mobile (Alabama), había sido inundada por una inmensa ola; por todas partes se veían casas destruidas o dañadas. «Al suroeste de Luisiana (desde la carretera de Lago Charles, Alejandría-Natchez y sur del Mississipi hasta la línea Jackson-Hattiesburgo-Pascagoula) todo está cubierto completamente de fango. En la Bahía de Vermillion se ha producido un cambio en el litoral; el mar penetra en la tierra formando una nueva ensenada de una anchura de tres a diez kilómetros. Esta penetración, más bien en forma de fiordo, llega casi hasta Plaquemine. Parece ser que Nueva Iberia está destruida, pero se puede ver a mucha gente quitando el fango de casas y caminos. Nos fue imposible aterrizar. El mayor número de víctimas será, seguramente, en las costas marítimas. Frente a Point au Fer se está hundiendo un barco, según parece, mexicano. Junto a las Islas Chandeleur el mar está cubierto de ruinas. La lluvia en toda la región continúa. Hay buena visibilidad.»

La primera edición especial de los periódicos de Nueva Or-leans salió, como es natural, después de las cuatro de la mañana. Durante el día aumentaron las nuevas publicaciones y los detalles, y hacia las ocho se publicaron ya fotografías de las zonas afectadas y mapas de los nuevos golfos y ensenadas. A las ocho y media salió en los periódicos la entrevista con el destacado sismólogo de la Universidad de Memphis, Dr. Wilbur R. Brownell, en la que explicaba los motivos del terremoto en Luisiana. «Por ahora no podemos extraer conclusiones definitivas», declaró el distinguido sabio, «pero parece que estas sacudidas no tienen nada en común con las actividades volcánicas, tan intensas, hasta ahora, en la región volcánica del centro de México, que está, precisamente, frente a la zona afectada. Los terremotos de hoy parecen ser más bien de origen tectónico, o sea, producidos por la presión de las moles montañosas: por una parte, Sierra Madre y las Montañas Rocosas, por la otra, la cordillera de los Apalaches en la vasta depresión del Golfo de México, cuya continuación es la amplia hondonada junto a la baja corriente del Mississipi. La brecha que viene ahora desde la Bahía de Vermillion es sólo un nuevo y casi imperceptible fragmento, un pequeño episodio en los hundimientos geológicos de los que surgieron el Golfo de México y el Mar Caribe, con su corona de las Antillas mayores y menores. No hay duda de que los asentamientos de las capas geológicas continuarán, y producirán nuevos terremotos, rupturas y brechas. No sabemos si la brecha de Vermillion es, solamente, una nueva “obertura” para revivir el proceso tectónico, cuyo centro está, precisamente, en el Golfo de México. En este caso, quizá seamos testigos de una gigantesca catástrofe a consecuencia de la cual una quinta parte de los Estados Unidos podría convertirse en fondo marino. En cambio, caso de producirse esto, podemos contar con que empezaría a elevarse el fondo del mar alrededor de las Antillas o todavía más al este, en el lugar en que los antiguos mitos señalaban a la sumergida Atlántida.»

«Por otra parte», continuaba la distinguida autoridad científica, en tono consolador, «no es necesario temer que en los lugares afectados aparezcan manifestaciones volcánicas. Los supuestos cráteres expulsores de fango no son más que la erupción de gases legamosos que se produjeron, seguramente, en la grieta de Vermillion. No sería extraño que en la cuenca del Mississipi se encontrasen inmensas burbujas de gas que, al ponerse en contacto con el aire, pueden explotar y arrastrar consigo cientos de miles de toneladas de agua y fango. Pero «para poder dar una explicación definitiva», continuaba el Dr. F. Brownell, «será preciso estudiar otras experiencias.»

Mientras las impresiones de Brownell se imprimían en los rodillos de las imprentas, recibió el Gobernador del Estado de Luisiana el siguiente telegrama de Fort Jackson:


SENTIMOS PÉRDIDAS DE VIDAS HUMANAS STOP HEMOS TRATADO DE DESVIARNOS VUESTRAS CIUDADES PERO NO HABÍAMOS CONTADO CON EXPANSIÓN Y CHOQUE AGUAS MARINAS DURANTE EXPLOSIÓN STOP HEMOS ENCONTRADO TRESCIENTAS CUARENTA Y SEIS VÍCTIMAS EN TODA LA COSTA STOP EXPRESAMOS NUESTRO MÁS SENTIDO PÉSAME STOP CHIEF SALAMANDER STOP HALÓ HALÓ AQUÍ FRED DALTON CENTRAL CORREOS FORT JACKSON EN ESTE MOMENTO ACABAN SALIR DE AQUÍ TRES SALAMANDRAS QUE PUSIERON HACE DIEZ MINUTOS TELEGRAMA EN CORREOS Y ME APUNTARON CON SUS PISTOLAS PERO YA SE HAN MARCHADO ESAS HORRIBLES BESTIAS PAGARON Y CORRIERON AL AGUA PERSEGUIDAS SÓLO POR PERRO DEL FARMACÉUTICO NO DEBERÍAN ANDAR POR LA CIUDAD APARTE ESTO NO HAY NOVEDAD RECUERDOS A MINNY LACOST BESOS DEL TELEGRAFISTA FRED DALTON


El Gobernador del Estado de Luisiana estuvo largo rato inclinado sobre este telegrama, moviendo dudoso la cabeza. «Este Fred Dalton debe de ser algún bromista», se dijo, «mejor será que no lo entregue a los periódicos.» Y guardó el telegrama.

CAPÍTULO VIII Chief Salamander impone condiciones

Tres días después del terremoto de Luisiana se tuvo la noticia de otra catástrofe geológica, esta vez en China. Tras un gigantesco y atronador terremoto se abrió una brecha en las costas marítimas de la provincia de Kiangsu, al norte de Nanking, aproximadamente entre la desembocadura del Yang-tse y el viejo cauce del Hwan-ho. Esta brecha fue inundada por el mar y se unió con los grandes lagos de Pan-yun y Huns-tsu, entre las ciudades de Hwaingan y Fugyang.

Parece ser que, a consecuencia del terremoto, el Yang-tse se salió de su cauce y corría en dirección al lago Tai y hacia Hang-chou. De momento no era posible calcular las víctimas. Cientos de miles de personas huían hacia las provincias del norte y del sur. Los barcos de guerra japoneses recibieron orden de navegar hacia las costas afectadas por el terremoto.

Aunque los terremotos de Kiangsu superaron en mucho, por su extensión, a la catástrofe de Luisiana, se les dedicó mucha menos atención, porque la gente ya está acostumbrada a los desastres en China y allí, al parecer, no le daban importancia a unos millones de vidas más o menos. Además de esto, se comprobó científicamente que se trataba tan sólo de un terremoto tectónico, en conexión con las profundas fosas marinas cercanas a las islas Riukiu y a las Filipinas. Sin embargo, tres días después marcaron los sismógrafos europeos nuevas sacudidas de tierra, cuyo centro parecía estar en algún lugar del archipiélago de Cabo Verde. Noticias más detalladas aseguraban que habían sido azotadas por fuertes terremotos las costas de Senegambia, al sur de San Luis. Entre las localidades de Lampul y Mboro surgió una profunda hendidura inundada por el mar, que avanzó hacia Merinaghen y Dimarske. Según testigos oculares brotó de la tierra, acompañada de un ruido atronador, una gran columna de fuego y vapor que esparció arena y piedras en una gran circunferencia. Seguidamente se oyó el ruido tempestuoso del mar que avanzaba por las grietas abiertas. El número de víctimas era desconocido de momento.

Este tercer terremoto despertó una especie de pánico. «¿Reviven acaso las actividades volcánicas de la tierra?», preguntaban los periódicos. LA CORTEZA TERRESTRE EMPIEZA A RESQUEBRAJARSE, anunciaban los diarios de la tarde. Los expertos expresaron su opinión de que «la brecha senegambesa surgió quizá a causa de la erupción de vetas volcánicas conectadas con el volcán de Pico, en la Isla de Fogo, que existían en el archipiélago de Cabo Verde. Este volcán estaba en erupción todavía en el año 1847 y, desde entonces, se le consideraba extinguido. El terremoto del África Occidental no tenía, pues, nada que ver con los movimientos sismológicos de Luisiana y Kiangsu, que eran seguramente de origen tectónico». Pero, según parece, a la gente le daba lo mismo que la tierra se resquebrajase por motivos tectónicos que volcánicos. La realidad es que, ese día, estaban todas las iglesias llenas de creyentes que oraban. En muchas regiones hubo necesidad de dejarlas abiertas durante toda la noche.

A la una de la mañana (era el 20 de noviembre), captaron los radioaficionados en sus aparatos fuertes interferencias en la mayor parte de Europa, como si transmitiera una nueva y potente emisora. La encontraron en la longitud doscientos tres. Se oía como el ruido de máquinas o de olas marinas; en medio de esta especie de susurro interminable se oyó de pronto una voz terrible y cavernosa (todos la describían de la misma manera: hueca, graznante, como si fuese una voz artificial y, además, aumentada considerablemente por el megáfono); y esta voz de rana clamaba excitada: «¡Haló, haló, haló! Chief Salaman-der speaking. Stop broadcasting, you men! Stop your broadcas-ting! Haló, Chief Salamander speaking!» Después otra voz, extrañamente hueca, preguntó: «Readyf Ready.» En esto se oyó un sonido como cuando se conecta algo y de nuevo una voz extraña dijo: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! ¡Haló! ¡Ahora!»

Entonces se escuchó una voz ronca, cansada, pero que, sin embargo, resonaba majestuosamente en medio del silencio de la noche: «¡Haló, hombres! Luisiana, Kingsu, Senegambia, sentimos mucho las pérdidas de vidas humanas. No queremos ocasionar víctimas innecesarias. Queremos solamente que evacuéis las costas en los lugares que os señalaremos de antemano. Si lo hacéis así, se evitarán sensibles desgracias. La próxima vez os advertiremos, por lo menos con 14 días de anticipación, en qué lugares vamos a ampliar nuestros mares. Hasta ahora hemos efectuado solamente ensayos técnicos. Vuestros explosivos han dado un resultado magnífico. Muchas gracias».

«¡Haló, hombres! Conservad la calma. No tenemos propósitos hostiles contra vosotros. Pero necesitamos más agua, más bancos de arena. Somos demasiadas. Vuestras costas ya no nos bastan. Por eso tenemos que destruir vuestros continentes. Haremos de ellos bahías e islas. Así podremos multiplicar por cinco la longitud de las costas del mundo. Vamos a construir nuevos bancos de arena. No podemos vivir en las profundidades de los mares. Vamos a necesitar vuestros continentes como material para rellenar el fondo de los mares. No nos guía el interés de perjudicaros, pero somos demasiadas. Por ahora os aconsejamos que os trasladéis a las ciudades del interior. Podéis vivir en las montañas, porque es lo último que derrumbaremos».

«Vosotros nos habéis buscado, nos habéis repartido por todo el mundo. ¡Pues ya nos tenéis! Queremos vivir en buenas relaciones con vosotros. Nos proporcionaréis acero para construir nuestros taladros, picos y palas. Nos suministraréis torpedos. ¡Trabajaréis para nosotros! Sin vuestra ayuda no podríamos acabar con los viejos continentes. ¡Haló, hombres! Chief Salamander, en nombre de todas las salamandras del mundo, os ofrece la colaboración. Trabajaréis con nosotros en la destrucción de vuestro mundo. Muchas gracias.»

La cansada y graznante voz enmudeció, y se oyó solamente el ruido de alguna máquina o del mar. «¡Haló, haló, —se oyó de nuevo a la cavernosa voz—, ahora vamos a retransmitir música ligera de vuestros discos fonográficos. Tocaremos “La marcha de los Tritones”, de la película “Poseidón”.»


* * *

Los periódicos calificaron esta emisión nocturna de una «burda broma» de alguna emisora clandestina, pero a pesar de ello millones de personas esperaban al día siguiente, junto a sus radiorreceptores, a que hablase de nuevo aquella terrible, nerviosa y cavernosa voz. Se la oyó nuevamente a la una, acompañada de fuertes y ruidosos zumbidos. «Good evening, you people», graznó alegre. «Primeramente vamos a ofrecer “La Danza de las Salamandras”, de su opereta “Galatea”.» Cuando acabó de sonar la cortante e indecorosa musiquilla, se alzó de nuevo la terrible voz con un cierto deje de alegría. «¡Haló, hombres! Acaba de ser hundido por un torpedo el cañonero británico Erebus, que trataba de destrozar nuestra emisora en el Océano Atlántico. La tripulación se ha hundido con el buque. Haló, ¡llamamos la atención del Gobierno británico! El barco Amenhotep, de Port Said, se ha negado a desembarcar en nuestro puerto de Makallahu un pedido de explosivos. Según dice, ha recibido órdenes de suprimir la entrega de explosivos. Desde luego, dicho barco ha sido torpedeado. Aconsejamos al Gobierno británico que retire esta orden, antes de mañana a mediodía, radiográficamente; de lo contrario, serán torpedeados y hundidos los barcos Winnipeng, Manitoba, Ontario y Quebec, que llevan cargamentos de trigo del Canadá a Liverpool. Haló, llamamos la atención del Gobierno francés.

Llamen a los cruceros que navegan hacia Senegambia. Necesitamos ampliar allí, todavía más, la nueva ensenada recientemente construida. Chief Salamander ha ordenado que transmita a los dos Gobiernos su voluntad inquebrantable de establecer con ellos relaciones amistosas. Aquí terminan las noticias. Ahora retransmitiremos vuestra canción “Salamandra”, vals erótico.»

Al día siguiente por la tarde fueron hundidos, al suroeste de Mizen Head, los barcos Winnipeg, Manitoba, Ontario y Quebec. Por el mundo se extendió una ola de angustia. Por la noche transmitió la BBC una nota diciendo que el Gobierno de S.M. Británica había prohibido la entrega de cualquier clase de productos alimenticios, químicos, maquinarias, armas y metal a las salamandras. Por la noche, a la una en punto, graznó en la radio una voz excitada: «Haló, haló, Chief Salamander speaking! Haló, Chief Salamander is going to speak!» Y de pronto se escuchó una voz cansada y colérica: «¡Haló, hombres! ¡Haló, hombres! ¿Creéis que nos vamos a dejar matar de hambre? ¡Acabad ya con vuestras tonterías! ¡Todo lo que intentéis se volverá contra vosotros! En nombre de todas las salamandras del mundo, llamo a la Gran Bretaña. Le declaramos, desde ahora, un bloqueo sin cuartel. A todas las Islas Británicas, a excepción del Estado libre de Irlanda. Vamos a cerrar el Canal de la Mancha. Vamos a cerrar el Canal de Suez. Vamos a cerrar el Estrecho de Gibraltar. ¡Para todos los barcos! Todos los puertos ingleses están ya bloqueados. Todos los barcos ingleses, encuéntrense donde se encuentren, serán torpedeados. Haló, Alemania. Aumentad el suministro de explosivos para nosotros en diez veces. Entregadlos inmediatamente en el depósito principal de Skagerak. Haló, Francia. Entregad inmediatamente el pedido de torpedos submarinos al fuerte C 3, BFF y Oeste 5. ¡Haló, hombres! Os advierto de nuevo. Si nos reducís la entrega de provisiones, las tomaremos nosotras mismas de vuestros barcos. ¡Lo advierto por última vez!» La voz fatigada bajó hasta ser solamente un graznido casi incomprensible.

«¡Haló, Italia! Prepárense para la evacuación de las zonas de Venecia, Padua y Udina. ¡Lo advierto por última vez, hombres! Ya habéis hecho bastantes tonterías.» Siguió una larga pausa en la que se oía el susurro de un mar como negro y frío. Y de nuevo habló la voz cavernosa, pero alegre: «Ahora vamos a tocar, de sus grabaciones musicales, el último éxito: “Tritontrott”.»

CAPÍTULO IX La conferencia de Vaduz

Era una extraña guerra, si se la podía llamar así, porque no existía ningún Estado de las Salamandras ni estaba reconocido ningún gobierno salamándrico que pudiera oficialmente declararse enemigo. El primer Estado que se encontró en guerra con las salamandras fue Gran Bretaña. En seguida, en las primeras horas, hundieron las salamandras casi todos sus barcos anclados en los puertos. Esto no podía solucionarse de ninguna manera. Muchos barcos que estaban en aquellos momentos en alta mar, disfrutaban de cierta seguridad transitoria, particularmente, mientras permanecieran lejos de las costas. Así se salvó parte de la marina inglesa, que rompió al bloqueo de las salamandras en Malta y se concentró en las profundas aguas del Mar Jónico. Pero también estas unidades, perseguidas por pequeños submarinos de las salamandras, fueron hundidas una tras otra. En seis semanas perdió Gran Bretaña cuatro quintas partes de sus barcos, fuera cual fuese su tonelaje.

John Bull tuvo ocasión de demostrar, una vez más en la historia, su famosa terquedad. El Gobierno de S.M. no trataba con las salamandras y no retiraba la orden de supresión de entrega de mercancías. «Los gentlemen ingleses», declaró el Primer Ministro inglés a toda la nación, «protegen a los animales, pero no negocian con ellos.» En pocas semanas se empezó a notar en las Islas Británicas la falta de alimentos. Solamente los niños recibían una rebanada de pan y algunas cucharaditas de té o leche diariamente. La nación británica lo soportaba todo con estoicismo ejemplar, aunque llegaron al extremo de tener que matar hasta a sus caballos de carrera. El Príncipe de Gales aró los primeros surcos en el campo del Royal Golf Club para que fuesen cultivadas zanahorias para los orfelinatos ingleses. En los campos de tenis de Wimbledon se sembraron patatas; en los terrenos de Ascot, donde antes se celebraban las famosas carreras, se cultivaron cereales. «Sufriremos hasta los mayores sacrificios», aseguró el jefe del Partido Conservador en el Parlamento, «pero no perderemos el honor británico».

Como el bloqueo de las costas británicas era completo, no le quedó más camino a Inglaterra para el suministro y relaciones con el exterior, que el del aire. «Hemos de tener cien mil aviones», declaró el ministro de aviación, y todo lo que tenía manos y piernas empezó a trabajar al servicio de esta consigna. Se hicieron preparaciones febriles para que se pudiesen construir diariamente mil aviones. Pero entonces intervinieron los gobiernos de las demás potencias europeas, protestando enérgicamente contra aquella violación del equilibrio aéreo. El Gobierno británico tuvo que abandonar su programa aéreo y comprometerse a no construir más de veinte mil aviones, y aun eso, en cinco años. No quedó más remedio que seguir pasando hambre o pagar precios elevadísimos por los alimentos, que eran suministrados por aviones de otros Estados. Una libra de pan costaba diez chelines, un par de ratas una guinea, una cajita de caviar veinticinco libras esterlinas. En resumen: era una época de oro para el comercio industrial y agrícola del continente. Como la marina de guerra había sido destruida completamente desde el principio, las operaciones militares contra las salamandras se efectuaban, solamente, en tierra firme o desde el aire. El ejército de tierra disparaba con sus cañones y fusiles al agua, sin que, por lo visto, causara a las salamandras ninguna pérdida de importancia. Algo más de éxito tenían las bombas aéreas arrojadas al mar. Las salamandras respondieron con salvas de sus cañones submarinos contra los puertos británicos, a los que convirtieron en montones de ruinas. Desde la desembocadura del Támesis bombardearon también Londres. Entonces los jefes del ejército intentaron envenenar a las salamandras con bacterias, petróleo y corrosivos, arrojados al Támesis y en algunas bahías. A esto respondieron las salamandras soltando una nube de gases contra las costas británicas, en una extensión de ciento veinte kilómetros. Era solamente una prueba, pero bastó. El Gobierno británico se vio obligado, por primera vez en la historia, a pedir a las otras potencias que tomasen medidas, apelando a la prohibición de la guerra de gases.

Una noche después de esto, se oyó en la radio la voz cavernosa, furiosa y pesada, del Chief Salamander: «¡Haló, hombres! ¡Que Inglaterra deje de hacer tonterías! Si nos envenenan el agua, nosotras les envenenaremos el aire. Usamos solamente vuestras propias armas. No somos bárbaros, no queremos luchar contra los hombres. Solamente deseamos vivir en paz. Os brindamos la paz. Vosotros nos procuraréis vuestros productos y nos venderéis vuestros continentes. Estamos dispuestos a pagaros bien. Os ofrecemos algo más que paz: el comercio. Os ofrecemos oro por vuestra tierra. Haló, me dirijo al Gobierno de la Gran Bretaña. Indíquenme el precio que desean por la parte sur de Linconshire, junto a la Bahía de Wash. Les doy tres días para decidirse. Hasta entonces, suspendo todos los actos hostiles a excepción del bloqueo.»

En el mismo momento cesó el ruido de los cañones submarinos en las costas británicas. También los cañones de tierra enmudecieron. Era un silencio extraño, casi horroroso. El Gobierno inglés declaró en el Parlamento que no estaba dispuesto a negociar con las salamandras. Los habitantes de la Bahía de Wash y Lynn Deep fueron advertidos de que, probablemente, las salamandras iban a lanzar un ataque y que sería mejor que se trasladasen al interior del país. Sin embargo, los autobuses, trenes y automóviles preparados, llevaron solamente a los niños y a algunas mujeres. La mayoría de los hombres se quedó en sus puestos. No podían comprender, por más que se esforzasen, que los ingleses pudiesen perder su tierra. Un minuto después de terminada la tregua de tres días, se oyó el primer disparo. Era la bala de un cañón inglés disparada por el Roy al North Lancashire Regiment, mientras tocaba la marcha del regimiento, «La rosa encarnada.» Seguidamente se oyó una indescriptible explosión. La desembocadura del río Nen se hundió hasta Wisbeck y fue inundada por el mar de la Bahía de Wash. Entre otras cosas se derrumbaron en las aguas la famosa Abadía de Wisbeck, el castillo de Holland, la taberna San Jorge y el Dragón y otros recuerdos históricos.

Al siguiente día declaró el Gobierno de S.M. Británica en el Parlamento, contestando a las apelaciones de los diputados, que, militarmente, se había hecho todo lo posible para la defensa de las costas británicas; que no estaban descartados otros y más amplios ataques a territorio inglés; que, sin embargo, el Gobierno de S.M. no podía tratar con un enemigo que no respetaba ni a la población civil, ni siquiera a las mujeres. (Aprobación.)

«Hoy no se trata solamente del destino de Inglaterra, sino del de todo el mundo civilizado. Gran Bretaña está dispuesta a considerar garantías internacionales que mitiguen estos terribles y bárbaros ataques que amenazan a la misma Humanidad.»

Una semana más tarde se reunió la Conferencia Mundial de los Estados, en Vaduz.


* * *

Se celebró en Vaduz, en los Altos Alpes, porque allí no había peligro de que llegasen las salamandras y porque ya se habían refugiado en aquella zona la mayoría de la gente pudiente y los más destacados personajes de los países marítimos. La Conferencia, de común acuerdo, pasó de inmediato a tratar de todas las cuestiones mundiales de actualidad. Primeramente, todas las naciones (a excepción de Suiza, Abisinia, Afganistán, Bolivia y otros estados sin mar), rechazaron en principio el reconocer a las salamandras como una potencia guerrera independiente, principalmente porque en ese caso las salamandras de cada país podrían considerarse como pertenecientes al Estado Salamándrico. No sería imposible que el reconocimiento de las salamandras como estado trajera como consecuencia el que éstas exigiesen derechos sobre todas las aguas y costas que habitaban. Por dicha razón era legal y prácticamente imposible declarar la guerra a las salamandras o ejercer sobre ellas cualquier otra clase de presión internacional. Cada estado tenía derecho a tomar medidas solamente con respecto a las salamandras de su propiedad, siendo esto cuestión puramente interior. Por lo tanto, no se podía hablar de medidas colectivas, ya fueran diplomáticas o militares, contra las salamandras. A los estados atacados por las salamandras se les podía prestar ayuda internacional solamente concediéndoles préstamos extranjeros para su defensa.

Seguidamente Inglaterra presentó una proposición para que todos los estados se comprometiesen, por lo menos, a dejar de vender armas y explosivos a las salamandras. Después de ser considerada detenidamente, la proposición fue rechazada, principalmente, porque «un compromiso así ya está acordado en el Convenio de Londres; segundo, no se puede prohibir a ningún estado que dé a sus salamandras equipos técnicos y armas para la defensa de sus costas, mientras lo considere necesario; tercero, a los estados marítimos les importa, naturalmente, conservar las buenas relaciones con los habitantes del mar, y, por ello, consideran conveniente no tomar por el momento medida alguna que pudiera ser considerada por las salamandras como represalia.» Por otra parte, todos los estados estaban de acuerdo en vender también armas y explosivos a los países que fueran atacados por las salamandras.

En una sesión secreta se aceptó la proposición colombiana de que se entablasen, por lo menos, negociaciones no oficiales con las salamandras. Chief Salamander sería invitado a enviar a la Conferencia dos apoderados. Los representantes de Gran Bretaña se opusieron terminantemente a ello, declarando que no se reunirían con ninguna salamandra. Finalmente se conformaron con que, mientras tanto, se irían «por cuestiones de salud» a pasar unos días a Engadina. Aquella noche fue enviada, en la clave estatal de todas las potencias marítimas, una invitación a Su Excelencia Chief Salamander para que nombrase dos delegados a la Conferencia de Vaduz. La respuesta fue ronca. «Sí, por esta vez todavía vamos a su encuentro; la próxima vendrán ustedes a hablar conmigo, bajo las aguas del mar.» A continuación siguió el anuncio oficial: «Los representantes de las salamandras llegarán pasado mañana por la noche, en el Orient-Express, a la estación de Buchs.»

Fueron acomodados los baños más lujosos de Vaduz, y un tren especial trajo, en cisternas, agua del mar para los delegados salamandras. Por la noche, en la estación de Buchs, tenía que celebrarse el recibimiento oficial. Estaban allí los secretarios de las delegaciones, representantes de las autoridades locales y unos doscientos periodistas, fotógrafos y camarógrafos.

Exactamente a las 6 y 25 minutos entró en la estación el Orient-Express. Del tren-salón salieron y descendieron por las alfombras rojas tres señores altos, elegantes y, detrás de ellos, unos cuantos secretarios perfectamente normales, con pesadas carteras. «¿Y dónde están las salamandras?», preguntó alguien en voz velada. Dos o tres personalidades oficiales se adelantaron inseguras al encuentro de aquellos tres señores. Pero ya el primero de ellos dijo rápida y claramente:

—Somos los delegados de las salamandras. Soy el profesor doctor Van Dott, de La Haya, Maítre Rosso Castelli, abogado de París. El doctor Manoel Carvalho, abogado de Lisboa.

Los señores se inclinaron y se presentaron. —¿Así que no son ustedes salamandras? —respiró el secretario francés.

—Desde luego que no —dijo el Dr. Rosso Castelli—. Nosotros somos sus abogados. Perdón, seguramente estos señores querrán filmarnos.

Seguidamente, la sonriente delegación de las salamandras fue fotografiada y filmada. También los secretarios presentes mostraban su satisfacción. Era un acto de decencia de las salamandras el haber enviado, como sus representantes, a seres humanos. Con los hombres es más fácil entenderse. Y, sobre todo, no se presentarían situaciones sociales desagradables.

Aquella misma noche se celebró la primera reunión con la delegación de las salamandras. En el programa estaba la cuestión de cómo sería posible renovar la paz entre las salamandras y Gran Bretaña. El profesor Van Dott pidió la palabra.

—No cabe duda de que las salamandras fueron atacadas por Gran Bretaña. El cañonero inglés Erebus atacó en alta mar al barco-emisora de las salamandras; el Almirantazgo inglés interrumpió las pacíficas relaciones comerciales con ellas, al prohibir al barco Amenhotep desembarcar la carga de explosivos ordenada; con su prohibición de todo tipo de comercio con las salamandras, provocó el bloqueo de sus mares y costas por éstas. Las salamandras no pudieron denunciar estos hechos ni en La Haya, porque el Convenio de Londres no les daba ni siquiera el derecho de presentar sus quejas en Ginebra, ya que no se las ha reconocido como miembros de la Sociedad de Naciones. Así, pues, no les quedó más remedio que defenderse por sí solas. A pesar de todo esto, Chief Salamander está dispuesto a suspender todos los actos bélicos, desde luego bajo ciertas condiciones:

1.° Gran Bretaña presentará disculpas a las salamandras por los hechos arriba mencionados;

Retirará todas sus órdenes relativas a la prohibición de entregas a las salamandras;

3.° Como parte perjudicada, las salamandras entrarán, sin ninguna indemnización, en la zona de la desembocadura de Pandzabu, para poder construir allí nuevas costas y bahías.

A continuación, el presidente de la conferencia declaró que comunicaría estas condiciones a su distinguido amigo, el delegado de Gran Bretaña, que no se encontraba presente. No ocultó su temor de que estas condiciones no serían fácilmente aceptadas. Tampoco se podía esperar que de ellas se desprendiese un motivo para nuevas negociaciones.

Después seguían en el orden del día las protestas de Francia a causa de la voladura de las costas de Senegambia por las salamandras, con lo cual habían entrado éstas en territorio colonial francés. El delegado de las salamandras, el famoso abogado parisiense Dr. Julien Rosso Castelli, pidió la palabra.

—Demuéstrenlo ustedes —dijo—. Las eminencias mundiales en sismología confirmaron que los temblores de tierra de Senegambia fueron de origen volcánico, y que se relacionan con las antiguas actividades del volcán Pico, de la isla de Fogo. Aquí —exclamó el Dr. Rosso, golpeando con la mano su cartera— están sus confirmaciones científicas. Si tienen ustedes pruebas de que el terremoto de Senegambia se produjo a consecuencia de las actividades de mis clientes, preséntenlas, las esperamos.

El delegado belga Creux:

—¡Su Chief Salamander declaró él mismo que todo había sido obra de las salamandras!

Profesor Van Dott:

—Su discurso no fue oficial.

Maitre Rosso Castelli:

—Estamos autorizados a desmentir su discurso. Pido que sean escuchados los expertos técnicos, y que manifiesten si es posible provocar en la corteza terrestre, de manera artificial, brechas de sesenta y siete kilómetros. Les propongo que ejecuten un experimento en la misma extensión. Mientras no existan esas pruebas, señores, seguiremos hablando de «actividades volcánicas». De todas formas, Chief Salamander está dispuesto a comprar al Gobierno francés los golfos marítimos que se formaron a consecuencia del terremoto en Senegambia, y que pueden servir para nuevas residencias de las salamandras. Tenemos plenos poderes para tratar del precio con el Gobierno francés.

El delegado francés, ministro Deval:

—Si esto equivale a una especie de indemnización por los daños causados, estamos dispuestos a considerarlo.

Maitre Rosso Castelli:

—Muy bien. El Gobierno de las salamandras pide que en el contrato de venta sea incluido el territorio de las Landas, desde la desembocadura del Gironda hasta Bayona, con una extensión de seis mil setecientos veinte kilómetros cuadrados. En otras palabras: el gobierno de las salamandras está dispuesto a comprar a Francia esta parte de su territorio sur.

Ministro Deval:

(Nacido en Bayona y diputado por dicha región.)

—¿Para que vuestras salamandras conviertan en mar el suelo de Francia? ¡Nunca! ¡Nunca!

Maitre Rosso Castelli:

—Francia se arrepentirá de esas palabras, señor. Hoy se ha hablado todavía de precio de venta.

Después de esto, se suspendió la sesión.

El tema principal de la segunda reunión fue un gran ofrecimiento internacional a las salamandras para que, en lugar de destrozar los antiguos continentes tan densamente poblados, se construyesen ellas mismas nuevas costas e islas, para lo que se les garantizaría un sustancioso crédito. Los nuevos continentes e islas así construidos serían después considerados como territorios independientes bajo la soberanía de las salamandras.

Dr. Manuel Carvalho: (Gran abogado de Lisboa.)

Da las gracias por este ofrecimiento que transmitirá al Gobierno de las salamandras. Añade que hasta un niño puede comprender que es un trabajo mucho más largo y complicado construir nuevos continentes que destruir los antiguos.

—Nuestros clientes necesitan nuevas costas y bahías a corto plazo —continuó—. Para ellos es cuestión de ser o no ser. Sería mejor para la Humanidad aceptar los generosos ofrecimientos de Chief Salamander, que hoy está todavía dispuesto a comprar el Mundo a los humanos en vez de tomarlo por la fuerza. Nuestros clientes han encontrado la forma de obtener el oro contenido en el agua del mar. A consecuencia de esto, dominan espacios casi inconmensurables. Pueden pagar el Mundo de ustedes muy bien, sí; magníficamente. Cuenten ustedes con que, para ellos, el precio del Mundo bajará cada vez más con el correr del tiempo, sobre todo si se producen, como es de suponer, otras catástrofes tectónicas o volcánicas, mucho más extensas que aquéllas de las que hemos sido testigos hasta ahora, que reducirían considerablemente la extensión actual de los continentes. Cuando sobre la superficie de los mares queden solamente los picos de las montañas, no les dará nadie por ellas ni un pepino. Estoy aquí, desde luego, como representante y consejero legal de las salamandras —continuó el señor Carvalho—, y debo defender sus intereses; pero soy también un hombre, señores, y el bienestar de la Humanidad me interesa tanto como a ustedes. Por eso les aconsejo, ¡no!, les suplico, que vendan los continentes cuando todavía están a tiempo. Pueden venderlos en conjunto o divididos según países. Chief Salamander, cuya magnanimidad e ideas modernas son conocidas por todos, se compromete a evitar en lo posible las víctimas humanas en los futuros y necesarios cambios del mundo. La inundación de los continentes se hará gradualmente y de forma que no produzca pánico ni catástrofes innecesarias.

Tenemos poderes para comenzar las negociaciones, ya sea en una solemne conferencia de todas las naciones, o con los diferentes países en particular. La presencia de abogados tan destacados como el profesor Van Dott, o Maitre Julien Rosso Cas-telli, deben servirles de garantía de que, junto a los intereses de nuestros clientes, iremos mano a mano con ustedes para defender lo más querido por todos nosotros: la cultura humana, el bienestar de toda la Humanidad.

En medio de una gran tensión se pasó a la siguiente proposición. Se ofreció a las salamandras poner a su disposición la China central para inundarla; a cambio de ello las salamandras se comprometerían a asegurar para siempre las costas de los Estados europeos y sus colonias.

Dr. Rosso Castelli:

—Para siempre es quizás demasiado. Digamos mejor por doce años.

Profesor Van Dott:

—La China central es demasiado poco. Digamos las provincias de Nganhuei, Honan, Kiangsu, Chi-li y Fung-tien.

El delegado japonés protestó contra la entrega de la provincia de Fung-tien, situada en zona de influencia japonesa. El delegado chino hizo uso de la palabra pero, por desgracia, no se le pudo entender. En el salón de sesiones reinaba gran intranquilidad. Era ya la una de la madrugada.

En aquel momento entró en la sala el secretario de la delegación italiana y murmuró algo al oído del delegado italiano, Conde de Tosti. El Conde empalideció, se levantó y, sin tener en cuenta que el delegado de China, Dr. Ti, estaba todavía hablando, exclamó con voz ronca:

—Señor presidente, pido la palabra. Precisamente acaban de comunicarme que las salamandras acaban de inundar parte de nuestra provincia de Venecia, en dirección a Portogruaro.

A esto siguió un silencio impresionante. Solamente el delegado de China continuaba hablando.

—Chief Salamander se lo advirtió hace ya tiempo —gruñó el Dr. Carvalho.

El profesor Van Dott se movió algo inquieto y alzó la mano.

—Señor presidente, quizá deberíamos volver al asunto que se estaba tratando. En el programa está la cuestión de la provincia de Fung-tien. Estamos autorizados a ofrecer a las autoridades japonesas una remuneración en oro. La cuestión es, qué dan los Estados interesados a nuestros clientes por acabar con China.

En aquel momento los radioaficionados nocturnos estaban escuchando de nuevo la emisora de las salamandras.

«Acaban ustedes de oír en grabación, la Barcarola de los Cuentos de Hoffmann», graznó el locutor. «Haló, haló, ahora conectamos con la Venecia italiana.»

Y después se oyó solamente algo como el ruido oscuro e inmenso de las aguas que avanzaban.

CAPÍTULO X El señor Povondra se echa la culpa

¡Quién diría que han pasado tantos años y tanta agua por el río! ¡Si ni siquiera nuestro señor Povondra es ya portero de la casa de G.H. Bondy! Ahora es, por decirlo así, un respetable anciano, que puede recoger con tranquilidad el fruto de su larga y esforzada vida, en forma de una pequeña pensión. Pero, ¿cómo van a bastar unos cuantos cientos de coronas, con los exagerados precios de guerra? Menos mal que, de vez en cuando, le da por picar a algún pez. Sentado en el barquito, con la caña de pescar en la mano, piensa cuánta agua corre durante el día y de dónde puede salir tanta. Algunas veces pesca un barbo, otras una perca. Ahora abundan mucho más los peces, seguramente porque los ríos son más cortos. Una perca tampoco viene mal; es verdad que tiene muchas espinas, pero su carne es sabrosa, un poco parecida a las almendras. Y mamá Povondra las sabe preparar tan bien… El señor Povondra ignora que mamá enciende el fuego para guisar sus percas, por lo general, con los recortes que en otro tiempo coleccionaba y seleccionaba. Es cierto; el señor Povondra abandonó su afán coleccionista al ser jubilado. En cambio, se procuró un acuario donde, junto a truchas doradas, tenía pequeños tritones y salamandras. Durante horas enteras las contemplaba, inmóviles en el agua, o tratando de trepar por el margen que les había hecho con piedrecitas. Después movía la cabeza y decía: «¡Quién lo hubiera dicho de ellas!» Pero el hombre no se contentaba tan sólo con mirar, y, por ello, el señor Povondra se dedicó a la pesca. «¡Qué se puede hacer!», pensaba indulgente mamá Povondra. «Los hombres siempre han de tener sus manías. Más vale eso y no que se vaya al café o se meta en política.»

Es cierto. Ha corrido mucha, muchísima agua. Nuestro Frantik ya no es ni el colegial que estudiaba geografía, ni el joven que rompía calcetines corriendo tras las vanidades del mundo. Aquel Frantik es ahora un señor mayor. Gracias a Dios, es empleado de correos. Para algo sirvió, después de todo, que aprendiese con tanto entusiasmo la geografía. «También empieza ya a tener conocimiento», piensa el señor Povondra, dejando deslizar su botecito corriente abajo, hacia el puente de la Legión. «Hoy vendrá a buscarme. Es domingo y no tiene que trabajar. Lo haré subir en el bote e iremos hacia arriba, a la punta de la Islita de los Tiradores. Allí pican más los peces. Y Frantik me contará lo que dicen los periódicos. Después iremos a nuestra casita, en Vysehrad, y mi nuera traerá a los dos nietecitos…» El señor Povondra se entrega por unos momentos a las delicias de ser abuelo. «Dentro de un año ya irá Marenka a la escuela, está muy ilusionada. Y el pequeño Frantik, mi nietecito, ya pesa ¡treinta kilos!» El señor Povondra siente la sensación de que todo está en el más perfecto orden.

Su hijo ya le espera junto al río y le saluda con la mano. El señor Povondra se acerca a la orilla.

—¡Ya era hora de que llegaras! —le dice en son de reproche—, y ten cuidado, no vayas a caerte al agua.

—¿Pican? —pregunta el hijo.

—Poco —responde al anciano—. Vamos hacia arriba, ¿no?

Es una hermosa tarde dominguera. Todavía no es hora de que esos locos y holgazanes vuelvan del fútbol y otras tonterías por el estilo. Praga está vacía y silenciosa. Las pocas personas que pasean por la orilla del río o por los puentes no tienen prisa. Caminan decentemente y con dignidad. Son gente mejor y más comprensiva, que no se reúne en grupitos para burlarse de los pescadores del Vltava. Papá Povondra vuelve a sentir esa fuerte sensación de que todo está en perfecto orden.

—¿Qué dicen los periódicos? —pregunta con brusquedad paternal.

—En total, nada, papá —responde su hijo—. Aquí leo que esas salamandras ya han llegado hasta Dresde.

—Entonces, Alemania está perdida —contesta el anciano—. ¿Sabes, Frantik? Los alemanes son un país muy raro. Cultos, pero raros. Yo conocía a un alemán, era chófer en una fábrica, un hombre muy brusco. Pero el coche lo tenía en orden, eso hay que reconocerlo. Así, pues, Alemania ha desaparecido del mapa mundial —reflexiona el señor Povondra—. ¡Y cuánto jaleo armaban antes! Era algo terrible, nada más que soldados y más soldados… ¡No hay nada que hacer! Contra las salamandras no pueden ni los alemanes. ¿Sabes? Yo conozco a esas salamandras muy bien… ¿Recuerdas cómo te llevé un día a verlas cuando eras pequeño?

—¡Atención, papá! Ha picado un pez.

—Ése no vale la pena —gruñe el anciano apartando la caña—. ¡Caramba! También Alemania… Uno ya no se extraña de nada. ¡Hay que ver la que armaban antes, cuando esas salamandras inundaban algún país! Aunque fuera solamente Mesopotamia o China, los periódicos estaban repletos de informaciones. Hoy se toma todo como cosa natural —exclama el señor Povondra, contemplando la caña de pescar—. Uno acaba acostumbrándose a todo. ¿Qué se puede hacer? Lo principal es que no las tenemos aquí. ¡Si las cosas no estuvieran tan caras! Por ejemplo, lo que piden hoy por el café… Es cierto, Brasil ha desaparecido también bajo las aguas. Se siente comer-cialmente que la mitad del mundo está inundada.

La barquita del señor Povondra danza sobre las suaves olas. «¡Hay que ver la tierra que han inundado ya las salamandras!», piensa el anciano. «Egipto, India, China… ¡hasta con Rusia se han atrevido! ¡Cuando pienso que, ahora, el Mar Negro llega hasta el círculo Polar! ¡Qué cantidad de agua! A decir verdad, ¡cuántos continentes nos han arrebatado! Menos mal que avanzan poco a poco…»

—¿Así que dicen que las salamandras ya están en Dresde?

—A dieciséis kilómetros de Dresde. Ya estará bajo el agua toda Sajonia.

—Una vez estuve yo allí con el señor Bondy —exclama papá Povondra—. Era una tierra inmensamente rica, Frantik, pero no te puedo decir que se comiera muy bien. Aparte de eso, la gente era muy agradable, mejor que los prusianos. ¡Te digo que no se puede ni comparar!

—Prusia también ha desaparecido.

—No me extraña —dice el señor Povondra—. Yo no les tengo cariño a los prusianos. Pero los franceses estarán contentos de que Alemania esté al caer. Por lo menos, ya podrán respirar tranquilos.

—Mucho, no, papá —contesta Frantik—. El otro día leí en los periódicos que por lo menos una tercera perte de Francia está también inundada.

—¡Ay! —suspira el señor Povondra—. En mi casa, quiero decir, en casa del señor Bondy, había un criado francés, Jean se llamaba. Y perseguía tanto a las mujeres que era una verdadera vergüenza. ¿Sabes?, esas frivolidades acaban pagándose antes o después.

—Pero dicen que las salamandras han sido derrotadas a diez kilómetros de París —continúa Frantik—. Habían hecho una especie de trincheras, y las volaron. Deshicieron dos cuerpos de ejército de salamandras completos.

—Los franceses son buenos soldados —opina el señor Povondra, como conocedor del asunto—. Yo no sé de dónde lo sacan. Aquel Jean olía a perfumería, pero cuando había que pelear, luchaba como los buenos. Aunque dos cuerpos de ejército de salamandras es muy poco. Cuando reflexiono sobre todo esto. —continúa el anciano—, veo que los hombres saben luchar mucho mejor contra los hombres y, además, las guerras antes no duraban tanto tiempo. Con las salamandras empezó todo hace doce años y, hasta ahora, los hombres siempre se retiran a posiciones «estratégicas». ¡En mi juventud sí que había batallas! Tres millones de hombres aquí y tres allá —señalaba el anciano, haciendo balancear la barquita—, y de pronto, ¡Cristo!, se lanzaban unos contra otros. Esta guerra no vale la pena —dice con desprecio papá Povondra—. No hacen más que fabricar paredes de hormigón, pero, ¿ataques a la bayoneta? ¡Ni pensarlo!

—Pero si las salamandras y las personas no pueden luchar cuerpo a cuerpo, papá —dice Frantik, tratando de defender la nueva manera de guerrear—. Es imposible hacer un ataque a la bayoneta dentro del agua…

—Eso es —gruñe despectivo el señor Povondra—. No pueden ni acercarse unos a otros como es debido. Pero echa a hombres contra hombres, y verás de lo que son capaces… ¡¡Qué sabéis ahora lo que es la guerra!!

—Lo que hace falta es que no llegue hasta aquí —dice Frantik un poco inquieto—. ¿Sabes, papá? Cuando uno tiene hijos…

—¿Qué quieres decir con «aquí»? —dice al anciano un poco excitado—. ¿Quieres decir, «aquí», a Praga?

—A Bohemia, a Checoslovaquia en general —contesta el joven Povondra preocupado—. Pienso que si las salamandras han llegado hasta Dresde…

—¡Qué listo eres, chico! —le regaña el señor Povondra—. ¿Cómo iban a llegar hasta aquí? ¿cruzando las montañas?

—Quizás por el Elba y, después, continuando por el Vltava.

El señor Povondra grita escandalizado.

—¡No me hagas reír! ¡Por el Elba! Quizás podrían llegar hasta Podmokel, pero nada más. Allí hay solamente montañas rocosas; he estado allí una vez. No te preocupes, aquí no llegarán las salamandras. En ese aspecto, estamos muy seguros. Y Suiza también tiene la misma suerte. Ésa es la ventaja de no tener costas marítimas, ¿sabes? El que tiene hoy mar, está perdido.

—Pero si ahora llega el mar hasta Dresde…

—Allí hay alemanes —declara el anciano protestando—. Eso es asunto suyo. Pero hasta aquí no pueden llegar las salamandras, eso se comprende. Primero tendrían que darles la vuelta a las montañas, ¿te puedes imaginar el trabajo que significaría?

—El trabajo es lo de menos —objeta el joven Povondra—, las salamandras saben trabajar bien. Ya sabes que en Guatemala consiguieron sumergir hasta las montañas.

—Eso es otra cosa —contesta con decisión el señor Povondra—. No hables tonterías, Frantik. Eso ha ocurrido en Guatemala y no aquí. En nuestro país existen otras condiciones.

El joven Povondra suspira.

—Como quieras, papá, pero cuando uno piensa que esos bichos han inundado ya una quinta parte del total de los continentes…

—En los países con mar, tonto, pero no en los demás. Tú no comprendes su política. Esos estados tienen costas marítimas, están en guerra con las salamandras, pero nosotros no. Somos neutrales; por lo tanto, no nos pueden atacar. Así está el asunto. ¡Y no hables tanto o no pescaré nada!

Sobre el agua reinaba el silencio. Los árboles de la Islita de los Tiradores daban ya sombra a la superficie del Vltava. En el puente se veían pasar los tranvías y las criadas paseaban con los cochecitos de los bebés, entre la gente vestida de domingo…

—Papá —exclamó el joven Povondra casi con angustia.

—¿Qué pasa?

—¿No es aquello un siluro?

—¿En dónde?

Del Vltava, precisamente delante del Teatro Nacional, salía una enorme cabezota negra, que adelantaba lentamente contra la corriente.

—¿Es un siluro? —repitió Povondra júnior.

La negra cabezota desapareció bajo el agua.

—No era un siluro, Frantik —exclamó el señor Povondra con una voz extraña—. Vamos a casa, hijo. ¡Todo ha terminado!

—¿Pero qué ha terminado, papá?

—Era una salamandra. Ya están aquí. Vamos a casa —repetía recogiendo con sus nerviosas manos sus avíos de pesca—. ¡Ahora sí que ha terminado todo!

—Estás temblando —se asustó Frantik—. ¿Qué te pasa?

—Vamos a casa —exclamó el anciano excitado, y su barbilla temblaba nerviosamente—. Tengo frío, hijo. ¡Esto nos faltaba! ¿Sabes? ¡Es el fin, Frantik, el fin! Ya están aquí… ¡Caramba, qué frío hace! Quisiera llegar a casa.

El joven Povondra, que lo miraba fijamente, tomó los remos.

—Yo remaré, papá —dijo con voz insegura, y de una fuerte sacudida separó la barquita de la isla—. Déjalo, yo amarraré el bote.

—¿Por qué hará tanto frío? —se extrañó el anciano castañeteando los dientes.

—Yo te sostendré, papá, vamos ya —dijo el joven Povondra tomándolo por el brazo—. Creo que te has enfriado en el agua. Aquello era solamente un pedazo de madera, no te preocupes.

El anciano tembló como una hoja.

—Sí… ¡un pedazo de madera! ¡A mí me vas tú a contar ese cuento…! Yo sé, mejor que nadie, lo que son las salamandras. ¡Déjame!

El joven Povondra hizo algo que no había hecho hasta entonces en su vida: llamó a un taxi.

—A Vysehrad —ordenó, y metió a su padre en el automóvil—. Yo te acompaño, papá, es demasiado tarde.

—Sí, ¡ya es demasiado tarde! —murmuró el viejo Povondra—. Demasiado tarde, hijo. ¡Esto es el principio del fin! ¡No era un pedazo de madera, Frantik! ¡Son ellas!

El joven Povondra casi tuvo que subir en brazos a su padre por las escaleras.

—Prepárale la cama, mamá —susurró al llegar a la puerta—. Hay que acostar inmediatamente a papá. Está enfermo.

Pues bien; ahora papá Povondra está acostado entre edredones, su nariz se destaca extrañamente en su rostro y sus labios murmuran algo incomprensible. ¡Qué viejecito parece! Ahora se ha tranquilizado un poco…

—¿Estás mejor, papá?

A los pies de la cama llora, con la cara escondida en el delantal, mamá Povondra. La nuera está encendiendo la estufa y los niños, Marenka y Frantik, abren extraordinariamente sus inocentes ojos para contemplar a su abuelo, como si no pudieran reconocerlo.

—¿No quieres que llame al médico, papá?

Papá Povondra miró a sus nietecitos y murmuró algo. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Quieres algo, papá?

—¡He sido yo! ¡He sido yo! —sollozó el anciano—. Quiero que lo sepas, ¡yo he tenido la culpa de todo! Si aquella vez no hubiera dejado pasar al capitán a hablar con G.H. Bondy, todo esto no hubiese ocurrido…

—¡Si no ha ocurrido nada, papá! —trató de tranquilizarlo el joven Povondra.

—Tú no lo comprendes —respondió el anciano—. Esto es el principio del fin, ¿sabes? ¡El fin del mundo! Ahora llegará el mar hasta aquí. ¡Si ya están en Praga las salamandras, Dios mío! Todo es culpa mía… No debí dejar entrar a aquel capitán… ¡Que el mundo sepa algún día quién tuvo la culpa de todo!

—Eso es absurdo —exclamó el hijo con aspereza—. No te calientes la cabeza, papá. Eso lo ha hecho el mundo entero. Eso lo hicieron los estados, lo hizo el capital… Todos querían tener el mayor número posible de salamandras. Todos querían ganar a costa de ellas. Nosotros mismos, también les hemos enviado armas y Dios sabe qué… ¡Todos tenemos la culpa!

Papá Povondra se movió intranquilo.

—Antiguamente, el mar ocupaba todo el mundo, y ahora, lo volverá a ocupar de nuevo… ¡Es el fin del mundo! Una vez me contó un señor que en Praga había antes mar… Yo creo que también entonces sería obra de las salamandras. ¿Sabes?

Yo no debí anunciar a aquel capitán. Oía un voz que me decía: «¡No lo hagas!», pero luego pensé: «Quizás este capitán me dé una propina.» ¿Y sabes? ¡No me la dio! Uno destruye tan inútilmente el mundo… —el anciano tragó unas lágrimas—. Yo lo sé… sé muy bien que estamos perdidos y sé también que yo tengo la culpa de todo…

—Abuelito, ¿no quiere un poco de té? —preguntó conmovida la joven señora Povondra.

—Solamente quisiera —suspiró el anciano— solamente quisiera que estos niños me perdonaran.

CAPÍTULO XI El autor habla consigo mismo

—¿Y tú vas a dejar las cosas así? —interrumpió en este punto la voz interior del autor.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el escritor un poco inseguro.

—¿Dejarás que el señor Povondra muera de esa manera?

—¿Qué remedio queda? —se defendió el autor—, no creas que lo hago a gusto, pero… después de todo, el señor Povondra tiene ya sus años; digamos que tiene ya… muchos más de setenta.

—¿Y tú dejas que sufra moralmente? ¿Ni siquiera le dices: «Abuelito, ¡si las cosas no están tan mal! El mundo no será destruido por las salamandras, la Humanidad se salvará, espere usted y verá?» Por favor, ¿no puedes hacer nada por salvarlo?

—Bueno, mandaré al médico —propuso el autor—. El anciano tiene, seguramente, una fiebre nerviosa. Claro que a su edad no está descartado que pueda contraer una congestión pulmonar. Pero quizás, con la ayuda de Dios, lo resistirá todo. Quizás columpiará todavía a la pequeña Marenka en sus rodillas, y le preguntará qué ha aprendido en la escuela… Las alegrías de la vejez, Dios mío. ¡Que tenga todavía el pobre anciano las alegrías de la vejez…!

—¡Vaya unas alegrías! —se burló la voz interior—. Apretará contra su corazón a sus nietecitos, con el temor de que un día tengan ellos también que escapar de las aguas, que inundarán el mundo sin remedio… Alzará desesperado sus erizadas normal! También esto es una especie de consuelo: que todo lo que ocurre, cumple su necesidad y su ley.

—¿No se podría detener a esas salamandras de alguna forma?

—Imposible. Hay demasiadas y se les tiene que hacer sitio.

—¿Y no podrían morirse de repente? Quizá a causa de una epidemia o por degeneración.

—Eso es demasiado barato, hermanito. ¿Es que la Naturaleza tiene que arreglar siempre lo que perjudica a los hombres? Así que tú también estás convencido de que los hombres, por sí solos, no podrán salir de este desastre. Ya lo ves, ya lo ves… al final quisieran que alguien los salvara… Te voy a confiar un secreto: ¿Sabes quién, todavía ahora, entrega explosivos, torpedos y taladros a las salamandras, cuando la quinta parte de Europa está ya inundada? ¿Sabes quién trabaja febrilmente en los laboratorios, a fin de encontrar materias y maquinarias más eficaces para barrer el mundo? ¿Sabes quién les presta a las salamandras dinero, sabes quién financia este Fin del Mundo, todo este Diluvio?

—Lo sé. Todas las fábricas, todos los bancos, todos los estados.

—Ya lo ves… Si fueran, solamente, las salamandras contra la Humanidad, quizás no sería tan difícil hacer algo. Pero hombres contra hombres, eso no hay quien lo detenga…

—¡Espera! ¡Hombres contra hombres…! Se me ha ocurrido algo. Quizás podrían luchar salamandras contra salamandras.

—¿Salamandras contra salamandras? ¿Qué quieres decir?

—Por ejemplo… Si ahora hay demasiadas salamandras podrían luchar entre sí por algún pedazo de litoral, por un golfo o lo que sea. Después seguirían luchando por poseer cada vez más y más costas y, finalmente, se pelearían por las costas de todo el mundo, ¿no? Salamandras contra salamandras. ¿Qué te parece? ¿No crees que esto sería lo más lógico?

—…No, eso no puede ser. Las salamandras no pueden luchar entre sí. Eso sería contra la Naturaleza. Las salamandras son, después de todo, de una misma especie.

—Los hombres también son todos de una misma especie, hombre, y, ¿lo ves?, no les importa mucho. Una misma especie, ¡y hay que ver por cuántas cosas luchan! Ni siquiera por el espacio vital, sino por el poder, por el prestigio, por la influencia, por la gloria, por los mercados y ¡qué sé yo por cuántas cosas más! ¿Por qué no iban a luchar las salamandras entre sí, también, por el prestigio?

—¿Para qué iban a hacerlo? Dime, por favor, ¿qué ganarían con eso?

—Nada. Como no sea que unas tendrían, temporalmente, más costas y más poder que las otras. Y al cabo de algún tiempo, cambiarían las cosas de nuevo.

—¿Y para qué quieren tener unas más poder que las otras? Si todas son idénticas, todas son salamandras, todas tienen los mismos esqueletos, todas son iguales de feas y todas tienen el mismo nivel, ¿para qué iban a martirizarse mutuamente? Por favor, ¿en nombre de qué iban a luchar entre sí?

—¡Déjalas! Ya se encontrará algún motivo. Mira, unas viven en las costas occidentales, y otras en las orientales. Se despedazarían, sobre todo, en nombre del «occidente contra el oriente». Aquí tienes las salamandras europeas, y allá abajo, las africanas. ¡El diablo me lleve si, finalmente, no quisieran ser las unas más que las otras! Hombre, podían ir unas a darles «una lección» a las otras, en nombre de la civilización, la expansión o qué sé yo. Siempre se puede encontrar algún motivo político o de ideas, por el que las salamandras de una costa querrán golpear a las de las otras. Las salamandras están tan civilizadas como nosotros, los hombres. No escasearán los argumentos de poder, económicos, legales, culturales o cualesquiera otros.

—Y tienen armas. No olvides que están formidablemente armadas.

—Sí, tienen una inmensa cantidad de armas. Ya lo ves. ¡Tendría gracia que no hubiesen aprendido de los hombres cómo se hace la historia!

—¡Espera, espera un momento! (el autor se levantó de un salto, y empezó a pasear de arriba a abajo.) La verdad es… ¡que el diablo me lleve si ellas no pueden conseguirlo! Ya lo veo claro. Basta con mirar el mapa del mundo. ¡Caramba! ¿Dónde habrá un mapa del mundo?

—Yo me lo imagino muy bien.

—Conforme. Aquí tienes el Océano Altántico, con los mares Mediterráneo y del Norte. Aquí está Europa y esto es América… Bien; esto es la cuna de la cultura y de la moderna civilización. Por este lugar está sumergida la antigua Atlántida…

—Y ahora, las salamandras, sumergen la Nueva Atlántida. Es verdad. Y aquí tienes los océanos Pacífico e índico. El lejano y misterioso Oriente, la cuna de la Humanidad, como suele decirse. Por aquí, al este de África, está hundida la mítica Le-muria. Aquí está Sumatra, y un poco más al oeste de Sumatra…

—…la islita de Tana Masa. La cuna de las salamandras.

—Sí. Y allí gobierna el Rey Salamandra, la cabeza espiritual de su raza. En Tana Masa viven todavía los Tapa-boys del capitán van Toch, originalmente, salamandras medio salvajes del Pacífico. En resumen, aquello es su Oriente, ¿sabes? Toda esta región se llama ahora Lemuria, mientras que la otra zona, civilizada, europeizada, americanizada y muy adelantada técnicamente, es Atlántida. El dictador de Atlántida es Chief Salaman-der, gran conquistador, técnico y militar, comandante de las salamandras y destructor de continentes. Una enorme personalidad, vaya.

(…Dime tú, ¿es Chief Salamander una salamandra de verdad?)

(…No. Chief Salamander es un hombre. Se llama, en realidad, Andreas Schultze, y, cuando la primera guerra mundial, era sargento en alguna parte.)

(¡Ya lo decía yo!)

(¡Claro, hombre! Así son las cosas…) Bueno, aquí están Atlántida y Lemuria. Esta división se debe a motivos geográficos, administrativos, culturales…

—… y nacionales. No te olvides de los motivos nacionales. Las salamandras de Lemuria hablan pidgin-english, mientras que las de la Atlántida se expresan en basic-english.

—Está bien. Al correr del tiempo, las salamandras de la Atlántida penetrarán por el llamado antiguamente Canal de Suez, hacia el océano Índico…

—Es natural. El camino clásico hacia el Este.

—Cierto. Por otra parte, las salamandras de Lemuria adelantarán por el cabo de Buena Esperanza hacia la costa de lo que antes era África. Asegurarán que a Lemuria le pertenece toda África.

—Es natural.

—La consigna será: Lemuria para los lemuros, ¡fuera los extranjeros!, etc. Entre la Atlántida y Lemuria se profundizará el abismo de la desconfianza y la enemistad de siglos… Enemistad a vida o muerte.

—O sea, se convertirán en verdaderas naciones.

—Sí. Las de la Atlántida desprecian a las salamandras de Lemuria y las llaman «sucios salvajes.» Las salamandras de Lemuria odian fanáticamente a las de la Atlántida y ven en ellas a imperialistas, diablos del oeste y violadores del antiguo, limpio y original salamandrismo. Chief Salamander obtendrá concesiones en las costas de Lemuria, según dirá, en interés de la exportación y la civilización. Su distinguida majestad el Rey Salamandra, quieras o no, tendrá que ceder, porque está menos armado. En la bahía de Tigris, no lejos de la actual Bagdad, estallará el conflicto. Los naturales de Lemuria atacarán una concesión atlántida y matarán a dos oficiales atlántidos, según dirán, por una ofensa a su nación. Como resultado de esto…

—… se declarará la guerra. Cosa natural.

—Y así llegaremos a una guerra mundial de salamandras contra salamandras.

—En nombre de la cultura y el derecho, no lo olvides.

—Y en nombre de la verdadera salamandra. En nombre de la Gloria y la Grandeza Nacional. La consigna será: ¡Nosotras o ellas! Las de Lemuria, armadas con krises malayos y dagas de Yoghu, destrozarán sin compasión a los invasores de la Atlántida. Entonces, las progresistas y educadas salamandras de la Atlántida echarán en los mares de Lemuria venenos químicos y bacterias cultivadas de efectos desastrosos, con una rapidez tan belicosa que inundarán con ellas todos los océanos del mundo. £1 mar quedará infectado con pestes artificialmente cultivadas, que afectarán a las agallas. Y eso significa el fin, amigo. Las salamandras desaparecerán.

—¿Todas?

—Todas, hasta la última. Se terminará su especie. De ellas sólo se conservará aquella vieja piedra de ónice con las huellas del esqueleto de Andrias Scheuchzeri.

—¿Y qué harán los hombres?

—¿Los hombres? ¡Ah, es verdad! Los hombres… Bueno, empezarán a volver, poco a poco, de las montañas a las costas, a lo que quede de los continentes. Pero los océanos apestarán, todavía mucho tiempo, con los residuos de las salamandras. Los continentes comenzarán de nuevo a crecer con los aluviones de los ríos. El mar se retirará paso a paso y todo volverá a ser casi como antes. Surgirá una nueva leyenda sobre la inundación del mundo, enviada por Dios a causa de los pecados de la Humanidad. Se hablará también de las ruinas de naciones míticas sumergidas, que se dirá fueron cuna de la civilización y de la cultura humana. Se contarán leyendas sobre una tal Inglaterra, o Francia, o Alemania…

—¿Y después?

—… La continuación sí que no la sé.

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