Hay personas que coleccionan sellos, otras libros antiguos. El señor Povondra, portero de la casa de G.H. Bondy, buscó durante largos años un complemento a su vida; vacilaba entre su interés por las tumbas prehistóricas y su pasión por la política extranjera, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, se presentó en su vida lo que le faltaba para hacerla completa. Las grandes cosas, por lo general, ocurren de repente.
Aquella tarde estaba el señor Povondra leyendo el periódico, su esposa remendaba los calcetines de Frantik, y éste ponía una cara como si estuviese aprendiendo los afluentes de la ribera izquierda del Danubio. Reinaba un plácido silencio.
—Estaré loco… —gruñó el señor Povondra.
—¿Qué te pasa? —preguntó la señora Povondra pasando la aguja.
—Esas salamandras —exclamó el señor Povondra—. Aquí leo que en el último trimestre se han vendido setenta millones de ellas.
—Eso es mucho, ¿verdad? —exclamó la señora Povondra.
—¡Ya lo creo! Es una cifra inmensa, mamá. Imagínate, ¡setenta millones!
El señor Povondra movió la cabeza.
—En este negocio se debe de ganar una buena suma. Y, ¡hay que ver el trabajo que hacen! —añadió al cabo de un momento de meditación—. Leo aquí que en todas partes se construyen febrilmente nuevas tierras e islas. Te digo que la gente se puede construir ahora todos los continentes que quiera. Esto es algo monumental, mamá. Te digo que significa más progreso que el descubrimiento de América —el señor Povondra quedó pensativo—. Una nueva época en la historia de la humanidad, ¿sabes? ¡No hay vuelta que darle, mamá, vivimos en una gran época!
De nuevo reinó el amable silencio casero. De pronto, papá Povondra chupó con fuerza su pipa.
—¡Cuando pienso que si no llega a ser por mí, no hubiera ocurrido nada de esto!
—¿De qué?
—De todo ese negocio con las salamandras. Esa Nueva Época. Si se piensa bien, fui yo mismo el que comenzó todo esto.
La señora Povondra levantó la vista de los agujeros del calcetín.
—Dime, por favor, ¿cómo?
—Todo empezó aquel día en que dejé pasar al capitán a hablar con Bondy. Si no llega a ser por mí, aquel capitán no se hubiera encontrado nunca con el señor Bondy. Si no hubiera sido por mí, no hubiera ocurrido nada, absolutamente nada, de todo esto.
—Quizás el capitán hubiera encontrado algún otro socio… —objetó la señora Povondra.
Papá Povondra gruñó con desprecio.
—¡Qué entiendes tú de estas cosas! Un negocio así sabe hacerlo solamente G.H. Bondy. ¡Caramba!, ése ve más lejos que otro cualquiera. Los demás hubieran pensado que se trataba de una locura o de una estafa, pero el señor Bondy, ¡qué va! Ése tiene un olfato…
El señor Povondra recordó…
—Aquel capitán, ¿cómo se llamaba?, van Toch, no tenía un gran aspecto que digamos. Era un tipo gordo y grandote. Cualquier otro portero le hubiera dicho: «¿Adonde vas hombre?» o, «el señor no está en casa» o algo por el estilo. Pero yo sentí una especie de corazonada. Lo anunciaré, me dije, aunque me cueste una reprimenda. Yo siempre digo lo mismo: el portero ha de tener cierto olfato para conocer a la gente. A veces llega un señor que parece un barón, y resulta ser un agente de una casa de neveras. Otras, llega un tío gordo y, ¡mira lo que representa! Uno ha de saber conocer a la gente —reflexionó papá Povondra—. De esto se deduce, Frantik, que hasta en el empleo más humilde puede hacer uno grandes cosas. Toma esto como ejemplo y esfuérzate siempre por cumplir con tu obligación, como lo hago yo.
El señor Povondra movió la cabeza solemnemente, algo emocionado.
—Yo podía haber despedido a aquel capitán en la misma entrada, y me hubiera ahorrado el subir y bajar unos escalones. Otro portero, por darse importancia, le habría cerrado la puerta en las narices. Con ello hubiera aniquilado un progreso tan fantástico del mundo. Recuerda, Frantik, si cada uno cumpliera con su deber, el mundo sería un paraíso. ¡Y pon atención cuando te hablo!
—Sí, papá —refunfuñó el desgraciado Frantik.
Papá Povondra tosió.
—Préstame las tijeras, mamá. Voy a recortar todo lo que publican los periódicos sobre esas salamandras, para dejar cuando muera algún recuerdo mío.
Y así fue como el señor Povondra empezó a recoger los recortes que hablaban sobre las salamandras. A su afán de coleccionista debemos mucho material que, de otro modo, habría caído en el olvido. Recortaba y guardaba todo lo que decían los periódicos sobre las salamandras. No ocultaremos que, después de cierto nerviosismo sufrido en los primeros días, aprendió en su café preferido a recortar de los periódicos que allí tenían a disposición de la clientela todos los artículos que trataban sobre las salamandras, y eso, en las mismas narices del camarero, sin que éste se diese cuenta y con la habilidad de un prestidigitador. Como se sabe, todos los coleccionistas estarían dispuestos a robar o asesinar con tal de conseguir algo nuevo para su colección. Pero esto no rebaja, de ninguna manera, su carácter moral.
Ahora tenía ya un sentido su vida, porque era la vida de un coleccionista. Noche tras noche arreglaba y contaba sus recortes de periódicos, ante los ojos indulgentes de la señora Povondra, que sabía que todos los hombres son un poco locos, o un poco niños. Mejor era que jugase con los recortes de periódicos a que fuese a la taberna a beber o a jugar a las cartas. Hasta hizo sitio en el armario para las cajas que él mismo había hecho para guardar su colección. ¿Se puede pedir más de una mujer y ama de casa?
El mismo señor G.H. Bondy quedaba a veces sorprendido de los conocimientos enciclopédicos del señor Povondra en todo lo referente a las salamandras. El señor Povondra confesó, algo avergonzado, que archivaba todo lo que se publicaba sobre las salamandras, y mostró al señor Bondy sus cajitas. El señor Bondy alabó calurosamente la colección. ¿Qué podría él hacer? Solamente los grandes señores saben ser benévolos, y sólo los poderosos pueden hacer felices a otros sin que les cueste un céntimo. Los grandes señores tienen la suerte de quedar siempre bien. Por ejemplo, el señor Bondy ordenó sencillamente que del Sindicato de las Salamandras mandasen a Povondra los recortes sobre las salamandras que no era necesario archivar. El feliz y emocionado señor Povondra recibía diariamente infinidad de documentos en todas las lenguas del mundo, entre ellos, periódicos impresos en el alfabeto griego, en letras hebreas, chinas, bengalesas, en javanés, birmano, etc., lo que le infundía un gran respeto. «Cuando pienso» decía contemplándolos «que todo esto no hubiera ocurrido de no ser por mí»…
Como hemos dicho, la colección del señor Povondra contenía mucho material único sobre toda la historia de las salamandras. Con eso no queremos decir, sin embargo, que bastase para contentar a un historiador científico. Primero: el señor Povondra, que no había tenido una educación especializada sobre la forma de contribuir a la historia de la ciencia, ni sobre los métodos de archivo, no adjuntaba a sus recortes ninguna nota sobre la fuente de información o la fecha de su publicación, por lo que no se sabe cuándo ni dónde se publicaron la mayoría de los documentos archivados. Segundo: el señor Povondra guardaba con preferencia artículos largos, por considerarlos más importantes, mientras que las noticias cortas y despachos sencillos los tiraba al cesto de los papeles. Como consecuencia de ello, conservamos de aquella época poquísimas noticias y datos. Y tercero: en el asunto intervenía a menudo la mano de la señora Povondra. Cuando las cajas del señor Povondra se llenaban demasiado, sacaba silenciosamente y a escondidas algunos recortes y los quemaba, operación que repetía varias veces al año. Conservaba solamente aquellos que no aumentaban con tanta rapidez, o sea, los recortes impresos en malabar, tibetano o copto. Se podría decir que éstos estaban completos, pero por ciertas fallas de nuestra educación, no nos sirven para nada. El material que tenemos a nuestra disposición sobre la historia de las salamandras es, básicamente, para nosotros, como el Registro de la Propiedad del siglo VIII después de J. C, o como las poesías completas de Safo. Solamente por casualidad se conservaron fragmentos sobre éste o aquel acontecimiento de la historia del mundo que, a pesar de todos los vacíos, tratamos de presentarles a ustedes bajo el título: «Tras las huellas de la civilización».
En la época histórica que el señor G.H. Bondy anunció en la memorable asamblea general de la Sociedad Exportadora del Pacífico, con palabras proféticas, como el comienzo de la utopía[4], no se podían medir los acontecimientos históricos por siglos ni por décadas de siglo, como se había hecho, hasta entonces, en la historia del mundo, sino por trimestres, ya que trimestralmente se publicaban las estadísticas económicas.[5]
Podríamos decir que la historia se producía al por mayor y, por ello, el tiempo histórico se multiplicaba rápidamente (según cálculos, cinco veces más). Hoy no podemos esperar cientos de años para que en el mundo ocurra algo bueno o malo. Por ejemplo: el traslado de una nación de un lugar a otro, que antes duraba varias generaciones, se podría organizar, con el transporte actual, en unos tres años. De no ser así, no podría sacarse de ello ningún provecho. Lo mismo ocurrió con la liquidación del Imperio Romano, con la colonización de continentes, con el exterminio de indios, etc. Todas estas cosas pueden ser realizadas hoy con extraordinaria rapidez, si se confían a empresas con fuerte capital. En este sentido, el inmenso éxito alcanzado por el Sindicato de las Salamandras y su tremenda influencia en la historia del mundo muestran, sin lugar a dudas, el camino hacia el futuro. La historia de las Salamandras se distingue desde un principio por el hecho de que estaban bien y racionalmente organizadas. El primero, pero no el único mérito por ello, corresponde al Sindicato de las Salamandras; mas hay que reconocer que la la filantropía, la cultura, la prensa y muchas otras, participaron en no poca medida en el extraordinario desarrollo y progreso de las salamandras. También hay que tener en cuenta que fue el Sindicato de las Salamandras el que, día tras día, conquistó para sus protegidas nuevos continentes aun debiendo vencer muchos obstáculos que frenaban dicha expansión.[6] El boletín trimestral del Sindicato muestra cómo, gradualmente, son colonizados por las salamandras los puertos de la India y China. Refiere también cómo dicha colonización de salamandras inunda las costas africanas y saltan al continente americano, donde pronto surgen las más modernas obras ejecutadas por aquéllas, en el Golfo de México. Junto a esta amplia ola de colonización se envían, también, salamandras como pioneros, vanguardia de la futura exportación. Por ejemplo: a Holanda, que podríamos llamar Estado Acuático, le han sido obsequiados por el Sindicato de las Salamandras mil ejemplares de primera calidad. A la ciudad de Marsella, seiscientas salamandras para la limpieza del antiguo puerto, y así otros casos. Es decir, a diferencia de la colonización humana del mundo, la expansión de las salamandras se verifica planeada y desinteresadamente. Si este trabajo hubiera sido confiado a la naturaleza, se hubieran retrasado los acontecimientos cientos y miles de años. Es innegable que la naturaleza no es, ni ha sido nunca, tan emprendedora ni tan práctica como la producción y el comercio humanos. Parece ser que el aumento de la demanda ha influido también en la fecundidad de las salamandras; la descendencia de la freza de una hembra aumentó hasta ciento cincuenta renacuajos por año. También han sido paralizadas, casi en su totalidad, las habituales pérdidas de salamandras ocasionadas por los tiburones. Las salamandras han recibido pistolas submarinas con balas dum-dum para que se puedan defender contra los peces voraces.[7] La expansión de las salamandras no se realizó en todas partes tan fácilmente. A veces, los círculos conservadores criticaban duramente y se oponían a esta nueva fuerza de trabajo, viendo en ella una competencia turbia para el trabajo humano.[8] Otros expresaban su temor a que las salamandras, por alimentarse de pequeños animales marinos, amenazasen la pesca. Algunos aseguraban que con sus pasadizos y caminos minaban las costas y las islas. A decir verdad, hubo mucha gente que advirtió sobre el peligro que significaban las salamandras. Pero siempre ocurre lo mismo; cada novedad y cada progreso tropieza al principio con cierta repulsión y falta de confianza. Así ocurrió cuando se instalaron máquinas en las fábricas, y volvió a ocurrir con las salamandras. En otros lugares se produjeron desavenencias de diferente carácter[9], pero gracias a la desinteresada ayuda de la prensa mundial, que apreció debidamente no sólo las grandes posibilidades del comercio con las salamandras, sino también las productivas inversiones que a ellas van unidas, se instalaron salamandras en todas partes del mundo y fueron recibidas, en la mayoría de los lugares, con vivo interés y hasta con cierto entusiasmo[10].
El comercio de las salamandras estaba, en su mayor parte, en manos del Sindicato de las Salamandras, que las expedía en buques cisterna de su propiedad, construidos especialmente con este fin. El Centro comercial y, pudiéramos decir, una especie de Bolsa de las Salamandras, era el Salamander-Building de Singapur.
Publicamos una amplia y objetiva información, firmada con las iniciales E.W., 5 de octubre:
Noticias así pueden leerse diariamente en las secciones económicas de los periódicos, entre los telegramas que indican los precios del algodón, el estaño o el trigo. Pero, ¿saben ustedes qué significan esas misteriosas palabras acompañadas de ciertos números? ¡Claro que sí! El comercio de las salamandras, o sea, el S-Trade. Mas, sobre la forma de efectuarse dicho comercio, están la mayoría de los lectores poco informados. Quizá se imaginan en un gran mercado con miles y miles de salamandras, por el que se pasean los compradores con cascos tropicales y turbantes, observando la mercancía a la venta y, finalmente, señalan con el dedo a una joven salamandra sana, bien desarrollada, y dicen: ¡Véndame esa pieza, por favor! ¿Cuánto vale?
Pero, en realidad, el mercado de las salamandras es muy diferente. En el edificio de mármol del S-Trade en Singapur no verían ustedes ni una sola salamandra, sino empleados eficientes y elegantes vestidos de blanco, recibiendo los encargos por teléfono. «Sí, señor. Leading vale 63. ¿Cuánto? ¿Doscientas unidades? Sí, señor. Doce Heavy y ciento ochenta Team. Okey, comprendo. El barco saldrá de aquí a cinco semanas. Right? Thank you, sir.»
Por todo el palacio del S-Trade resuenan los timbres y las conversaciones telefónicas. Da más bien la impresión de un despacho o banco que de un mercado. Y, sin embargo, este noble y blanco edificio con esbeltos pilares en su fachada es un mercado, más conocido mundialmente que el bazar de Bagdad en tiempos de Harán Al-Raschid.
Pero volvamos a la noticia citada, sobre el mercado y su, podríamos decir, jerga comercial. LEADING se llama a las salamandras especialmente elegidas, inteligentes, por lo general de unos tres años de edad, especialmente preparadas para ser capataces y jefes en las colonias de trabajo de las salamandras. Se venden por unidades, sin tener en cuenta su peso, apreciándose solamente su inteligencia. El Leading de Singapur habla buen inglés y se considera de primera calidad y de completa confianza. También se ofrecen diferentes clases de salamandras-jefes, como las llamadas Capitán, Ingeniero, Jefe Malayo, Contramaestre y otras, pero los Leading son más apreciados. Hoy oscila su precio alrededor de los sesenta dólares por unidad.
HEAVY se llama a las salamandras fuertes, atléticas, por lo general de dos años de edad, cuyo peso oscila entre cincuenta y sesenta kilos. Se venden solamente en cuadrillas de seis (llamadas pelotones). Están entrenadas para los trabajos más pesados, como romper rocas, transportar bloques de piedra, etc. Si en la noticia arriba mencionada se dice: Heavy 317, eso significa que un pelotón de seis salamandras pesadas cuesta trescientos diecisiete dólares. Para cada pelotón de Heavy se destina, por lo general, un Leading como encargado y guardián.
TEAM son salamandras para trabajo ordinario, con un peso de 40 a 50 kilos, que se venden solamente en equipos (teams) de veinte piezas. Están destinadas al trabajo colectivo y se las emplea en desecación de terrenos, relleno de mares, construcción de diques, etc. A cada team de veinte salamandras corresponde un Leading.
ODD JOBS es una clase particular. Se trata de salamandras que, por diferentes motivos, no han completado su aprendizaje ni están especializadas en ningún trabajo, por ejemplo, por haber crecido fuera de las granjas establecidas para las salamandras. Son, podríamos decir, medio salvajes pero, en muchos casos, muy inteligentes. Se compran por unidades o docenas y se las emplea en diferentes trabajos o tareas pequeñas, para las que no valdría la pena enviar a todo un pelotón de salamandras o a un equipo. Si consideramos al Leading como la élite de las salamandras, podríamos decir que Odd Jobs son algo así como el pequeño proletariado. En los últimos tiempos se compran de preferencia como materia prima, siendo después educadas por particulares y convertidas en Leading, Heavy, Team o Trash.
TRASH o deshecho, son salamandras de menos valor, débiles o con algún defecto físico, que no se venden por separado ni en grupos, sino en montón y al peso, por lo general por decenas de toneladas. Un kilogramo vale hoy de siete a diez céntimos. No se sabe, en realidad, para qué se las compra, quizá para algún trabajo ligero bajo el agua. Para evitar malas interpretaciones, queremos recordar que la carne de las salamandras no es comestible. Este Trash lo compran, por lo general, los chinos, pero no se ha averiguado todavía a dónde lo llevan.
SPAWN es, sencillamente, el retoño de salamandra, mejor dicho, los renacuajos hasta el año. Se compran y venden por cientos y son muy solicitados, principalmente porque son baratos y porque su transporte es mucho más sencillo. Una vez trasladados al lugar fijado, se les cría hasta la época en que son aptos para trabajar. Se les traslada en barriles, ya que los renacuajos no necesitan salir del agua diariamente como las salamandras adultas. Puede suceder que de los renacuajos salgan individuos de una inteligencia extraordinaria, que se aproximen al tipo standard Leading. Por esto, el negocio de los renacuajos cobra todavía mayor interés. Las salamandras de gran inteligencia se venden también por piezas, alcanzando precios de algunos cientos de dólares la unidad. El millonario norteamericano Denicker pagó dos mil dólares por una salamandra que hablaba fluidamente nueve idiomas, y la hizo transportar a Miami en un barco especial. Dicho viaje costó veinte mil dólares. En los últimos tiempos se compran renacuajos para los llamados establos de salamandras, donde se seleccionan y entrenan salamandras deportivas rápidas. Éstas se enganchan después, en número de tres, en pequeñas embarcaciones en forma de concha. Las regatas de conchas tiradas por salamandras están muy de moda, siendo la diversión favorita de la juventud norteamericana en Palm Beach, Honolulú y Cuba. Se les llama Carreras de Tritones o Regatas de Venus. En conchas ligeras y adornadas, que resbalan por la superficie del mar, se alzan las competidoras vestidas con los más hermosos y diminutos trajes de baño, sosteniendo en sus manos las riendas de seda del terceto de salamandras. Se disputa el título de Venus. El señor J.S. Tincker, llamado el rey de las conservas, compró para su hija tres salamandras de carreras, Poseidón, Hengist y Rey Eduardo, en nada menos que treinta mil dólares. Pero todo esto ya queda fuera del marco de la S-Trade, que se limita a vender, a todo él mundo, solamente trabajadores en calidad de Leadings, Heavies y Teams.
Hemos mencionado antes las granjas de salamandras. Que no se imagine él lector grandes establos y campos cercados. Son sólo unos cuantos kilómetros de costa desnuda, en la que se elevan unas casitas con techos de pizarra. Una es para el veterinario, otra para el director, y, las demás, para el personal que guarda a las salamandras. Al llegar la marea baja es cuando se pueden ver, desde la costa hasta el mar, largos diques que dividen él litoral en varios estanques: uno para los renacuajos, otro para los Leading, etc. Cada categoría se entrena y alimenta por separado y ambas cosas se hacen al atardecer. A la puesta del sol las salamandras salen de sus agujeros y se acercan a la playa, reuniéndose alrededor de sus maestros que, por lo general, son militares retirados. Primero tienen una hora para aprender a hablar. El maestro dice una palabra, por ejemplo, cavar, y con él gesto indica a las salamandras su significado. Luego las forma en filas de cuatro y les enseña a marchar. A esto sigue media hora de gimnasia y, después, descanso en el agua. A continuación aprenden a usar las diferentes herramientas y armas, después de lo cual y bajo la vigilancia de sus maestros, hacen algún trabajo como práctica, construcciones acuáticas, etc. Terminado esto, las salamandras vuelven al agua y reciben su alimento, consistente en galletas especiales que contienen, principalmente, maíz y sebo. Las salamandras Leading y Heavy son alimentadas con carne. La pereza o la desobediencia se castigan retirándole a la culpable el alimento. No se aplican castigos físicos, porque la sensibilidad de las salamandras al dolor físico es mínima. Con la salida del sol reina en las granjas de salamandras una tranquilidad sepulcral. La gente se va a descansar y las salamandras desaparecen bajo la superficie de las aguas.
Esta rutina cambia solamente dos veces al año. Una, en la época de celo, en que se deja a las salamandras solas durante 15 días, y otra, cuando llega a la granja el barco-cisterna del Sindicato de las Salamandras, que entrega al director las órdenes sobre cuántas salamandras de cada clase han de ser embarcadas. La selección se hace por la noche. El oficial del barco, él director de la granja y el veterinario están sentados a una mesa iluminada por una lámpara, mientras que los guardianes y la tripulación del barco les cierran a las salamandras la salida al mar. Luego las salamandras se acercan, una a una, a la mesa y se las reconoce, apta o no apta. Las salamandras seleccionadas suben después a una barca que las conduce al buque-cisterna. La mayoría van voluntariamente, o sea, basta que se les dé una orden tajante. Algunas veces, sin embargo, es preciso usar un poco de fuerza como, por ejemplo, atarlas. Las larvas o renacuajos son, desde luego, recogidos en redes.
El transporte de las salamandras en los barcos-cisterna es humano e higiénico. Cada dos días se les cambia el agua de los recipientes y se les da alimento en abundancia. La mortalidad durante el transporte alcanza solamente un 10%. A petición de la Sociedad Protectora de Animales, en cada buque-cisterna hay un capellán que se preocupa de que se trate humanitariamente a las salamandras y que noche tras noche les hace una pequeña plática en la que, principalmente, les inculca él respeto a los hombres, la obediencia y el agradecimiento a sus futuros amos, que no desean más que ocuparse paternalmente de su bienestar. Desde luego, es bastante difícil explicar a las salamandras esa «preocupación paternal», ya que el sentimiento de la paternidad les es desconocido. Las salamandras más educadas decidieron llamar a dicho capellán Papá Salamandra. También han dado muy buen resultado las películas educativas que son proyectadas a las salamandras durante el transporte y que les enseñan, ya la técnica humana, ya su futuro trabajo y obligaciones. Hay gente que traduce la abreviatura S-Trade (Salamander TradeJ, como Slave Trade, o sea, comercio de esclavos. Como observadores imparciales, hemos de decir que si el antiguo negocio de esclavos hubiera estado tan bien organizado y hubiese sido tan higiénico como el actual de las salamandras, no podríamos menos que felicitar a los esclavos. Sobre todo con las salamandras más caras, se guardan una serie de atenciones y delicadezas, principalmente porque el capitán y la tripulación del barco responden con sus sueldos por la vida de las salamandras que les han sido confiadas. El que escribe este artículo fue testigo de cómo hasta los más duros marineros del buque-cisterna S.S.14 estaban profundamente impresionados cuando doscientas cuarenta formidables salamandras enfermaron de diarrea. Iban a mirarlas con lágrimas en los ojos y daban salida a sus sentimientos humanitarios con ásperas palabras tales como: «¡Qué falta nos hacían estos bichos del diablo!»
Al aumentar las ganancias por la explotación de las salamandras surgió, también, el comercio pirata; el Sindicato de las Salamandras no pudo controlar y administrar todas las líneas en las que el fallecido capitán van Toch había llevado salamandras, especialmente las que dejó en las islas de Micronesia, Melanesia y Polinesia, así que muchas bahías en las que vivían y se multiplicaban las mismas, quedaron abandonadas. Como resultado de esto se estableció, junto a la cría racional de salamandras, la caza de las salvajes, que recordaba, en muchos aspectos, las antiguas expediciones a la caza de focas. En cierto modo, esta caza era ilegal, pero como no existía ninguna ley para la protección de las salamandras salvajes, sólo se podía perseguir a los piratas por intromisión en las aguas territoriales de este o aquel país. Y como al multiplicarse tan extraordinariamente en aquellas islitas las salamandras causaban un sinfín de molestias a los naturales del lugar, amén de destrozos en sus huertos y campos, esta caza de salamandras se consideraba, aunque en silencio, como un modo de regular la población salamándrica. Citamos una auténtica investigación judicial:
Eran las once de la noche cuando el capitán de nuestro barco ordenó bajar la bandera de nuestro país y nos mandó arriar los botes. Hacía una clara noche de plenilunio. La islita hacia la que remábamos era, según creo, Gardner Island, del archipiélago Fénix. En las noches de plenilunio las salamandras salen a bailar a la playa. Uno puede acercarse a ellas sin que lo oigan, tan embebidas están en su silenciosa danza colectiva. Veinte de nosotros llegamos a la playa con los remos en la mano y, esparcidos en semicírculo, empezamos a acercarnos al oscuro rebaño que se agitaba en la playa, bajo la lechosa luz de la luna.
Es difícil expresar la impresión que produce la danza de las salamandras. Unos trescientos animales están sentados sobre sus patas traseras en un círculo exacto, con la cara mirando hacia el centro de dicho círculo, que permanece vacío. Las salamandras no se mueven, están como petrificadas, parecen una especie de empalizada ante algún altar secreto. Pero allí no hay altar ni dios alguno. De pronto, uno de los animales hace chasquear la lengua, «Chisss, chisss, chisss», y empieza a balancearse haciendo un movimiento circular con la parte superior de su cuerpo. Esta especie de balanceo se va transmitiendo de unas salamandras a otras y, al cabo de unos segundos, todas mueven circularmente la parte superior, sin moverse de su sitio, cada vez con mayor rapidez, sin sonido, como fanáticos en una furiosa y loca embriaguez. Al cabo de un cuarto de hora se debilita alguna salamandra, luego otra y otra, se balancean y, exhaustas, quedan paralizadas. De nuevo permanecen quietas, sentadas como estatuas, descansando algunos momentos. Después de unos segundos se oye de nuevo «Chisss, chisss, chisss»… y otra salamandra se empieza a mover, pasando su danza de unas a otras hasta que se balancea frenéticamente todo el círculo. Sé que, por esta descripción, les parecerá la danza un poco mecánica, pero añadan ustedes a ello la blanquecina luz de la luna y el susurro melodioso de las olas. Todo esto tiene en sí algo de embrujo, de magia. Me quedé parado con el corazón en la garganta, sintiendo algo así como horror y admiración. «¡Hombre, mueve los pies», me gritó el compañero más próximo, «vas a hacer un agujero en la arena!»
Cada vez cerrábamos más el cerco alrededor de los animales danzantes. Los hombres tenían preparados los remos y hablaban en susurros, no tanto porque las salamandras pudiesen oírlos, sino porque era de noche. «¡Hacia ellas, rápido!», gritó el oficial. Corrimos hacia aquel círculo hirviente; los remos, con un chasquido seco, chocaban contra los espinazos de las salamandras. De pronto éstas volvieron en sí, escapándose hacia el centro del círculo o tratando de pasar por entre los remos para llegar hasta el mar, pero los golpes que recibían las hacían retroceder, encogidas de dolor y de miedo. Se empujaban hasta el centro del círculo aplastándose, pisoteándose, cayendo unas sobre otras, formando ya varias capas. Diez hombres las levantaban y las metían tras un cerco de remos, y diez más hincaban y golpeaban a las que trataban de escabullirse o de escapar. Era una especie de ovillo negro que se movía y temblaba, una masa de carne croante sobre la que caían pesados golpes. Luego se abría algún espacio entre los remos, se escurría alguna salamandra y quedaba aturdida por un golpe de remo en la nuca. Tras ella, otra y otra más, hasta que yacían unas veinte. «¡Cerrad!», gritaba el capitán, y el espacio entre los remos se cerraba de nuevo. Bully Beach y Dingo cogían cada uno de una pata a una de las salamandras aturdidas y la llevaban arrastrando por la arena hasta el bote, como un saco sin vida. Algunas veces el cuerpo del animal se enganchaba en las piedras; los marineros, rabiosos, tiraban con fuerza quedándose con las patas en las manos. «No es nada», gruñía el viejo Mike que estaba a mi lado, «¡Ya les crecerán de nuevo!» Una vez que las salamandras, aturdidas, estaban en el bote, el oficial ordenaba secamente: «¡Preparen otras!» Y de nuevo llovían los golpes de remo sobre las salamandras. Aquel oficial —Bellamy se llamaba— era un hombre inteligente y silencioso, formidable jugador de ajedrez. Pero se trataba de una caza o, mejor dicho, de un negocio, así que ¿para qué andar con miramientos? De esta forma cazamos más de doscientas salamandras aturdidas, quedando unas setenta que seguramente estaban muertas y que ya no valía la pena llevar.
Una vez en el barco, las salamandras eran echadas a las cisternas. Nuestro barco era un antiguo buque-cisterna para el transporte de gasolina. Los tanques, poco limpios, apestaban a petróleo, y el agua que habíamos puesto en ellos estaba grasienta y con reflejos de arco-iris. Cuando tiraron en aquella agua a las salamandras, parecía algo espeso y repugnante, lo mismo que una sopa de fideos. En algunos lugares se movía débil y dolorosamente algo, pero durante todo el día no se hizo nada para que las salamandras pudieran recobrarse. Al día siguiente llegaron cuatro hombres con largos palos y empezaron a hurgar en aquella «sopa» (profesional-mente se dice soup,). Removían aquellos cuerpos espesos y observaban si alguno quedaba inmóvil o si se desprendía su carne. Entonces pinchaban al animal con un enorme gancho y lo sacaban, tirándolo al mar. «¿Está limpia la sopa?», «Sí, señor». Esta limpieza de la sopa se repetía diariamente y cada vez se arrojaba al mar la «mercancía averiada» como se la llamaba. Nuestro barco era acompañado por una fiel cabalgata de grandes y bien alimentados tiburones. Las cisternas apestaban terriblemente y, a pesar de ser cambiada a menudo, el agua tenía un color amarillento y el fondo estaba lleno de inmundicias y galletas deshechas; en ella chapoteaban, o yacían torpemente, cuerpos negros que respiraban con dificultad. «Pues aquí no están tan mal», aseguraba el viejo Mike. «Yo he visto un barco que las llevaba en barriles vacíos de gasolina: ¡Se les murieron todas!»
Al cabo de seis días volvimos a recoger nueva mercancía en la isla de Nanomea.
Así pues, este comercio con las salamandras es, en realidad, un comercio ilegal, rigurosamente hablando, piratería moderna que, se puede decir, brotó de la noche a la mañana. Se asegura que casi una cuarta parte de las salamandras vendidas y compradas son capturadas de esta forma. Hay salamandras que no justifican, según el Sindicato, mantener granjas permanentes, y en algunas islas del Pacífico se han multiplicado de tal manera que empiezan a ser verdaderamente molestas. Los indígenas no las quieren, y aseguran que con sus agujeros y pasadizos están barrenando todas las islas. Por ello, tanto los centros coloniales como el Sindicato de las Salamandras cierran los ojos a esas incursiones. Se cree que hay unos cuatrocientos barcos piratas que sólo se dedican al robo de salamandras. Junto a pequeñas empresas, practican esta bucanería moderna sociedades navieras completas, entre las cuales la mayor es la Pacific Trade Comp., con sede en Dublín; su presidente es el honorable señor Charles B. Harri-man. Hace un año las condiciones eran, relativamente, mucho peores. Entonces un bandido chino llamado Teng atacó directamente con tres barcos una granja del Sindicato, y no vaciló en asesinar al personal que trató de oponer resistencia. En el pasado mes de noviembre, Teng, con su pequeña escuadra, fue deshecho por el cañonero norteamericano Minnentonka, cerca de la isla de Midway. Desde esta fecha, la piratería contra las salamandras tiene un aspecto mucho menos feroz y goza de cierto auge, habiéndose fijado ciertas reglas que se respetan discretamente. Por ejemplo: al adentrarse en una costa extranjera deben ser retiradas las banderas de los mástiles; la piratería no será aprovechada para la importación y exportación de otras mercancías. Las salamandras no serán vendidas a precios de dumping y serán marcadas como de segunda calidad. En el comercio ilegal las salamandras se venden de veinte a veinticinco dólares la unidad. Se considera a dichas salamandras, aunque de una clase muy inferior, muy resistentes, debido a que han sobrevivido a las terribles condiciones existentes en los barcos piratas. Se calcula que en estos transportes mueren del 20 al 30% de las salamandras capturadas, pero las que quedan con vida son de una resistencia considerable. En la lengua comercial se las llama Maccarroni y, en los últimos tiempos, se las menciona en las noticias regulares del mercado.
Dos meses más tarde estaba yo jugando una partida de ajedrez con el señor Bellamy, en el hall del Hotel France de Saigón; desde luego, yo ya no estaba como marinero en su barco.
—Oiga, Bellamy, le dije, usted es un hombre decente y, ¿cómo se dice?, un gentleman. ¿No siente a veces cierta sensación de que está sirviendo para algo que, en el fondo, es la más miserable forma de esclavitud?
Bellamy se encogió de hombros.
—Las salamandras son salamandras —gruñó desviando el tema.
—Hace doscientos años también se decía que los negros eran sólo negros.
—¿Y acaso no es verdad? —dijo Bellamy—. ¡Jaque!
Perdí aquella partida. De pronto me pareció que cada jugada que se presentaba en el tablero ya se había hecho alguna vez. Quizá nuestra historia también había sido vivida ya alguna vez, y nosotros movemos las figuras con los mismos movimientos y alcanzando las mismas derrotas que en tiempos pasados. Quizá precisamente un hombre tan decente y silencioso como Bellamy había cazado alguna vez negros en la Costa de Marfil para llevarlos a Haití o Luisiana, dejándolos morir en las bodegas de los barcos. Entonces aquel Bellamy tampoco imaginaba que hacía nada malo. Los Bellamy nunca creen que hacen nada malo. Por eso son incorregibles.
—Han perdido las negras —dijo Bellamy satisfecho, y se levantó para desperezarse.
Junto a la buena organización del comercio de salamandras y la amplia propaganda de la prensa, contribuyó también al desarrollo de las salamandras una inmensa ola de idealismo técnico que en aquella época inundó al mundo. G.H. Bondy previo con justicia que el espíritu humano empezaría entonces a trabajar en nuevos continentes y nuevas Atlántidas. Durante toda la época de las salamandras reinó entre los técnicos una viva y fructífera contradicción sobre si se tenían que construir los pesados continentes y fortalezas con playas de hormigón o si debían hacerse de suave arena traída de los mares. Casi diariamente surgían nuevos proyectos gigantescos. Un ingeniero italiano proponía la construcción de una Gran Italia, que ocuparía casi todo el mar Mediterráneo, hasta Trípoli, las Baleares y el Dodecaneso, o la construcción de un nuevo continente al que se llamaría Lemuria, al este de la Somalia italiana, que llegaría a ocupar un día el Océano índico. En realidad se construyó, con el trabajo de todo un batallón de salamandras, una nueva isla frente al puerto de Mogdis, en Somalia, de una extensión de trece acres y medio. Japón proyectó, y en parte hizo, una nueva y gran isla en el lugar que ocupaba el archipiélago de las Marianas, preparando también la unión de las islas Carolinas con las Marshall, llamadas anticipadamente Nuevo Nipón. En cada una de ellas se tenía que construir una especie de volcán artificial, para que recordase a los futuros habitantes el sagrado Fujiyama. También se rumoreaba que ingenieros alemanes construían secretamente una fortaleza de hormigón en el mar de los Sargazos, que debía ser la futura Atlántida, y que amenazaría el África Occidental Francesa pero, según parece, sólo se llegaron a fijar los cimientos. En Holanda se inició la desecación de Zelandia; Francia unió Guadalupe, Grand Terre, Basse Terre y La Désirade, en una sola isla; Estados Unidos empezó a construir en el meridiano 37 la primera isla-aeropuerto (constaba de dos pisos, con inmensos hoteles y estadios deportivos, Lunapark y cine para cinco mil personas). En resumen: parecía que se habían derrumbado las últimas barreras que el mar oponía al florecimiento de la Humanidad. Comenzó una época feliz de extraordinarios planes técnicos; el hombre comprendía que era precisamente ahora cuando se convertía en el Amo del Mundo gracias a las salamandras, que habían entrado en el momento preciso en la historia de la Humanidad; hasta podría decirse «por fatalidad histórica». Probablemente las salamandras no se habrían desarrollado de esa manera si nuestra época técnica no hubiera preparado tantas tareas y un campo tan amplio de trabajo continuo. El porvenir de los obreros del mar parecía asegurado por cientos de años.
La ciencia tuvo parte muy importante en el favorable desarrollo de las salamandras, ya que pronto volcó su atención hacia la investigación de éstas, tanto en el aspecto físico como en el síquico.
Presentamos un informe sobre el Congreso Científico de París, descrito por un testigo ocular.
Abreviando, se le llama Congreso de los Batracios Urodelos, aunque el titulo oficial es un poco más largo: Primer Congreso Internacional de Zoólogos para la Investigación Sicológica de los Anfibios Urodelos. Pero a los verdaderos parisinos no les agradan los títulos largos. Aquellos eruditos profesores que se reúnen en el anfiteatro de la Sorbona son para ellos, sencillamente, los señores urodelos, los señores anfibios urodelos y, basta. O todavía más resumido y menos respetuoso: «Ces Zoos-lá.» Fui pues a la reunión de «Ces Zoos-lá», más bien por curiosidad que por deber de informador. Por curiosidad, compréndanlo bien, no hacia aquellos señores universitarios, en su mayoría viejas autoridades con gafas, sino, precisamente, por aquellos… seres (¿por qué no quiere salir de la pluma la palabra animales?), de los que ya tanto se había dicho en los boletines científicos como en las canciones de bulevar; y que —según algunos— «son una estafa periodística», y, según otros, «más inteligentes que el mismo rey de la creación», como se llama aún hoy (quiero decir, todavía después de la guerra mundial y otras circunstancias históricas) al hombre. Pensaba que los sabios señores participantes en el Congreso para la investigación psíquica de los anfibios urodelos aclararían a los laicos en la materia, con una decisión final, el asunto de esta famosa racionalidad del Andrias Scheuchzeri. Que nos dirían: sí, es un ser comprensivo, tan apto para ser civilizado, por lo menos, como ustedes y yo, y por ello ha de contarse con él para el futuro con especies de razas humanas consideradas en otro tiempo como salvajes y primitivas… Pero el Congreso no adoptó ninguna de estas decisiones… La ciencia de hoy es demasiado… especializada para preocuparse de esos problemas. En fin, aprendamos, por lo menos, lo que científicamente se llama «la vida psíquica de los animales.» Ese señor de barba larga y ondulante que parece un mago, y que ahora precisamente grita en el estrado, es el famoso profesor Dubosque; parece ser que refuta alguna teoría derrotista de uno de sus respetables colegas, pero este punto de su disertación no lo hemos entendido claramente. Al cabo de unos minutos comprendemos que el apasionado mago habla de las reacciones de Andrias al color y de su capacidad para distinguir diferentes colores. No sé si comprendí bien, pero salí con la impresión de que Andrias Scheuchzeri es, hasta cierto punto, acromatópsico, y que el profesor Dubosque tiene que ser muy corto de vista por la forma en que se acercaba las notas a sus gruesas y brillantes gafas. A continuación habló el sonriente erudito japonés doctor Okagawa; dijo algo sobre las curvas de reacción y sobre los fenómenos que se producen al cortarse una especie de conducto sensitivo en el cerebro del Andrias; después describió la reacción del Andrias cuando se le tritura el laberinto del oído. Luego el profesor Rehmann explicó detalladamente cómo reacciona el Andrias a las sacudidas eléctricas. De pronto se produjo una especie de apasionada controversia entre él y el profesor Bruckner. Este profesor Bruckner es un tipo pequeño, rabioso y casi trágicamente vivaz. Entre otras cosas, aseguró que Andrias está tan mal equipado de sentidos como el hombre, y que se distingue por la misma pobreza de instintos. Tomado estrictamente en el aspecto biológico, es un animal tan decadente como el hombre y, lo mismo que éste, trata de suplir su poco valor con lo que se llama intelecto. Parece ser que los demás expertos no tomaron en serio al profesor Bruckner, seguramente porque no habló de ninguna clase de conductos sensitivos y no envió ninguna corriente eléctrica al cerebro de Andrias. Seguidamente tomó la palabra el profesor van Dieten que, despacio, y casi como si ejecutase un oficio divino, explicó las alteraciones que aparecen en Andrias cuando se le quita cierta parte del hueso craneano o del occipital. Después intervino el profesor americano Devrient… Perdonen, en realidad no sé lo que dijo, porque en aquel momento empezó a darme vueltas en la cabeza qué clase de alteraciones aparecerían en el profesor Devrient si le quitasen parte del hueso craneano y parte del occipital, cómo reaccionaría el sonriente Okagawa a las corrientes eléctricas y cómo se comportaría el profesor Rehmann si alguien le triturase el laberinto del oído. También sentí una especie de inseguridad sobre mi capacidad para distinguir los colores o sobre los factores que producen mis reacciones motoras. Me martirizaba la idea de si tenemos derecho a hablar de nuestra vida (quiero decir, la humana) psíquica mientras no nos hayamos abierto unos a otros las membranas que cubren el cerebro y destruido los conductos sensitivos. En realidad, deberíamos lanzarnos unos sobre otros, bisturí en mano, a fin de poder estudiar nuestra vida psíquica. Por lo que a mí se refiere, estaría dispuesto en nombre de la ciencia a romperle las gafas al profesor Dubosque o a aplicar corrientes eléctricas a la calva del profesor van Dieten y, después, publicaría un artículo sobre sus reacciones. A decir verdad, puedo imaginármelas maravillosamente. Me represento con menos viveza lo que ocurriría en el ánimo de Andrias Scheuchzeri durante esos experimentos, pero creo que es un ser muy paciente y bondadoso. Ninguna de las distinguidas autoridades ha hablado de que Andrias se hubiese enfurecido alguna vez.
No me cabe duda de que el Primer Congreso de los Anfibios Urodelos fue un destacado éxito científico. Pero, cuando tenga un día libre, pienso ir al Jardín des Plantes, directamente al estanque en que está Andrias Scheuchzeri, para decirle en voz baja: «Oye, salamandra, cuando llegue tu día… ¡no se te vaya a ocurrir investigar la vida psíquica del hombre!»
Gracias a estas disertaciones científicas la gente dejó de considerar a las salamandras como algo milagroso. A la sobria luz de la ciencia perdieron mucho de su primer nimbo extraordinario y excepcional. Al ser motivo de experimentos psicológicos demostraron cualidades mediocres y poco interesantes. Sus grandes disposiciones naturales, según lo había demostrado la ciencia, eran una fábula. La ciencia descubrió a la Salamandra Normal, que resultaba un ser aburrido y de inteligencia bastante limitada. Solamente los periódicos publicaban, de vez en cuando, alguna noticia sobre una Salamandra maravillosa que sabía hacer mentalmente multiplicaciones por cinco cifras; pero hasta esto dejó de interesar a los lectores, sobre todo cuando se demostró que, con un entrenamiento adecuado, también puede llegar a hacerlo un ser humano. La gente, sencillamente, empezó a considerar a las salamandras como algo tan natural como las máquinas calculadoras u otros aparatos automáticos. Ya no veían en ellas aquello secreto que surgió un día de quién sabe qué profundidades y Dios sabe por qué. Además, la humanidad no considera misterioso lo que le sirve y beneficia, sino lo que le perjudica o amenaza. Y como, según se demostró, las salamandras eran seres altamente provechosos en varios aspectos, fueron simplemente aceptadas como algo perteneciente al curso racional de los acontecimientos.
La utilidad de las salamandras fue investigada, particularmente, por el descubridor hamburgués Wuhrmann, de cuyo informe citaremos, por lo menos, un pequeño extracto:
«Los experimentos que he ejecutado en la Gran Salamandra del Pacífico (Andrias Scheuchzeri Tschudi) en mi laboratorio de Hamburgo estaban dirigidos hacia una cierta meta: probar la resistencia de Andrias a ciertos cambios de ambiente y a otras influencias exteriores, para demostrar así su aprovechamiento práctico en ciertas regiones geográficas y bajo ciertos cambios condicionados.
Con la primera serie de experimentos debía comprobar cuánto tiempo resiste la salamandra fuera del agua. Los animales con los que experimentaba fueron puestos en recipientes vacíos, a una temperatura de 40-50°. Al cabo de algunas horas, las salamandras dieron señales de cansancio, y al rociarlas con agua, se animaron de nuevo. Después de estar sin agua 24 horas, yacían exhaustas, moviendo solamente los párpados. El pulso se hizo lento y todas sus actividades corporales quedaron reducidas al mínimo. Se notaba que los animales sufrían, y cada movimiento les costaba un gran esfuerzo. Al cabo de tres días comenzó el estado de paralización cataléptica (xerosa); los animales no reaccionaron ni al serles aplicado electrocauterio. Al aumentar la humedad del ambiente empezaron de nuevo a dar señales de vida (cerrar los ojos ante una luz potente, etc.) Cuando las salamandras así conservadas fueron de nuevo metidas en agua al cabo de siete días, se reanimaron después de cierto tiempo. Al conservárseles por un periodo más largo fuera del agua, murieron todos los animales con los que se experimentaba. Si se colocan las salamandras directamente bajo los rayos del sol, mueren al cabo de unas horas.
A otras salamandras con las que experimentábamos se les obligó a dar vueltas a una rueda en un ambiente seco. Al cabo de tres horas, su capacidad de trabajo empezó a disminuir, pero subió de nuevo al ser rociadas en abundancia. Rociándolas con bastante frecuencia consiguieron las salamandras dar vueltas a la rueda durante diecisiete, veinte y, en un caso, hasta veintiséis horas consecutivas, mientras que un hombre, al cabo de cinco horas de trabajo mecánico, estaría considerablemente agotado. De estos experimentos debemos sacar la siguiente conclusión: las salamandras pueden ser bien aprovechadas para trabajos en tierra seca, bajo dos condiciones: que no estén directamente al sol y que, de vez en cuando, se las rocíe con agua fresca.
La segunda serie de experimentos se refería a la reacción ante el frío de las salamandras de origen tropical. Al enfriarles repentinamente el agua, murieron de catarro intestinal; pero por medio de una lenta aclimatación a un ambiente más frío, se acostumbraron a él fácilmente. Al cabo de ocho meses ya conservaban su vivacidad hasta una temperatura de 7° C, a condición de que se les aumentase la grasa en las comidas (de 150 a 200 gramos diarios). Si la temperatura bajaba a menos de 5° C, comenzaban a dar nuevamente señales de vida, y de 7 a 10° C empezaban a demostrar interés por los alimentos. De esto se deduce que las salamandras se pueden aclimatar en nuestro país o en las regiones frías de Noruega e Islandia. Para saber si soportarían las condiciones climáticas polares, habría que hacer nuevos experimentos.
Por el contrario, las salamandras son muy sensibles a las influencias químicas. Durante experimentos hechos con lejía muy diluida, residuos de las fábricas, productos usados en el curtido, etc., la piel se les caía a tiras y los animales experimentales morían a causa de cierta gangrena en las branquias. Para nuestros ríos son, pues, prácticamente inservibles las salamandras.
En otra serie de experimentos, conseguimos comprobar cuánto tiempo resisten las salamandras sin alimentos. Pueden ayunar tres semanas o más sin que se advierta en ellas otro síntoma que un ligero malestar. A una salamandra experimental la dejé hambrienta durante seis meses; durante los últimos tres meses dormía sin interrupción y sin moverse. Cuando después tiré en su barril unos pedazos de hígado, estaba tan débil que no reaccionó y tuvo que ser alimentada artificialmente. Al cabo de algunos días comía ya normalmente y estaba lista para nuevos experimentos.
La última serie de experimentos trataba de las posibilidades regeneradoras de las salamandras. Si a una salamandra se le corta el rabo, le crece uno nuevo a los catorce días. En una salamandra hemos repetido el experimento siete veces, con los mismos resultados. Igualmente les crecen, a los pocos días, las patas cortadas. A una salamandra le cortamos, para experimentar, las cuatro patas y el rabo. A los treinta días estaba completa de nuevo. Si a una salamandra se le rompe un hueso de la pierna o el brazo, se le cae todo el miembro y le crece otro. Lo mismo le vuelve a crecer un ojo vaciado o la lengua cortada. Es muy interesante que una salamandra a la que le cortamos la lengua, al salirle una nueva tuvo que aprender otra vez a hablar. Si a una salamandra se le amputa la cabeza, o si se corta su cuerpo entre el cuello y la pelvis, el animal muere. Por otra parte, puede quitársele el estómago, parte de los intestinos, dos terceras partes del hígado y otros órganos, sin que sus funciones físicas se interrumpan, así que se puede decir que una salamandra destripada puede tranquilamente seguir viviendo. Ningún otro animal es tan insensible a las heridas como la salamandra. Desde este punto de vista podría ser un animal de primera clase, invulnerable, para la guerra. Por desgracia, este animal es muy pacífico e indefenso por naturaleza.
Paralelamente a estos experimentos, mi asistente, doctor Walter Hinkel, experimentó el valor de las salamandras como materia prima. Comprobó que el cuerpo de las salamandras contiene un porcentaje elevado de yodo y fósforo; no está descartado que estas importantes materias primas pudieran extraerse y aprovecharse, en caso de necesidad, para la industria. La piel de la salamandra que, por sí sola, es de muy mala calidad, se puede moler y prensar a gran presión. La piel artificial así lograda es ligera, bastante resistente, y podría reemplazar al cuero de vacuno en la fabricación de calzado… La grasa de salamandra no se puede usar a causa de su sabor desagradable, pero sirve para usos técnicos porque se congela a temperaturas muy bajas. La carne de la salamandra había sido considerada impropia para el consumo, hasta venenosa. Si se come cruda produce fuertes dolores, vómitos y hasta alucinaciones. El Dr. Hinkel comprobó, después de muchos ensayos que hizo en sí mismo, que estos efectos perjudiciales desaparecen si la carne, cortada en pedazos, es escaldada con agua hirviendo (lo mismo que ocurre con algunas setas), y después de lavarla cuidadosamente, se coloca durante 24 horas en una solución de permanganato. Después se puede guisar o cocer normalmente, y tiene el mismo gusto que la carne de vaca de segunda. Así nos comimos a una salamandra a la que llamábamos Hans. Era un animal culto e inteligente, con especiales disposiciones para el trabajo científico. Trabajaba en el departamento con el Dr. Hinkel, como su ayudante, y se le podían confiar los análisis químicos más delicados. En las largas noches teníamos conversaciones interesantes con él, y nos distraía su insaciable afán de saber. Tuvimos que deshacernos con gran pesar de nuestro Hans, pues a causa de unos experimentos que hice en él sobre trepanación, quedó ciego. Su carne era oscura y esponjosa, pero no produjo en nosotros ninguna reacción desagradable. Es cosa segura que, en caso de guerra, la carne de salamandra sería bien recibida, como un económico sustituto de la carne de vacuno.»
Después de todo, es natural que las salamandras dejasen de ser una sensación al haber en el mundo millones de ellas. El interés que despertaban en la gente cuando todavía eran una especie de novedad, tuvo también eco, durante algún tiempo, en las películas cómicas («Sally y Anda, dos buenas salamandras»); y en los cabarets, las cantantes que tenían una voz especialmente mala se presentaban vestidas de salamandra, expresándose gramaticalmente mal y cantando como en una especie de graznido. En cuanto las salamandras se convirtieron en algo habitual cambió, por decirlo así, su problemática.[11] La verdad es que la gran sensación que despertaban, languideció, para hacerle sitio a otra cosa, hasta cierto punto mucho más sólida: El problema de las salamandras. Como ha ocurrido ya muchas veces en la Historia, la abanderada del problema de las salamandras fue la señora Louise Zimmerman, una mujer, directora de un pensionado femenino de Lausana, la que con extraordinaria energía e incansable entusiasmo propagaba por todo el mundo su noble lema: ¡Dad a las salamandras la debida educación escolar! Largo tiempo tropezó con la incomprensión del público, mientras llamaba la atención incansablemente sobre la natural disposición de las salamandras para aprender, y sobre el peligro que podría correr la civilización moral y razonable. «Tal como se extinguió la cultura romana bajo la invasión de los bárbaros, se extinguiría también nuestra cultura si hubiera una isla en el mar con seres a los que se hubiese impuesto un yugo espiritual que les impidiera su participación en los más altos ideales de la humanidad de nuestros días.» Estas palabras las pronunció proféticamente en las seis mil trescientas cincuenta conferencias que dio en clubes femeninos por toda Europa y América, lo mismo que en el Japón, China, Turquía y otros países. «Si queremos mantener la cultura, decía, ha de ser por medio de la instrucción de todos. No podemos disfrutar tranquilamente de los frutos de nuestra civilización y de nuestra cultura, mientras existan a nuestro alrededor millones y millones de seres desgraciados e inferiores, mantenidos artificialmente en estado de animalidad. Lo mismo que el lema del siglo diecinueve fue «la liberación de la mujer», la consigna de nuestra época ha de ser ¡DAD A LAS SALAMANDRAS LA DEBIDA EDUCACIÓN ESCOLAR!». Etcétera. Gracias a su elocuencia y tenacidad increíbles, movilizó Madame Louise Zimmerman a las mujeres de todo el mundo, consiguiendo la suficiente ayuda económica para crear en Beaulieu (cerca de Niza), el Primer Liceo para Salamandras, en el que los renacuajos de las salamandras que trabajaban en Marsella y Tolón aprendieron lengua y literatura francesas, retórica, urbanidad, matemáticas e historia de la cultura[12].
Menor éxito tuvo la Escuela para Salamandras de Mentón, en la que ciertos cursos, especialmente los de música, cocina dietética y trabajo manual delicado (en los que insistía madame Zimmerman por motivos pedagógicos), tropezaban con la falta de interés, por no decir la oposición, de las jóvenes salamandras del liceo. Por otra parte, el primer ensayo público con las jóvenes salamandras tuvo tanto éxito que inmediatamente después se organizó (financiada por la Sociedad Protectora de Animales), la «Politécnica Marina para Salamandras» en Cannes, y la «Universidad de las Salamandras» en Marsella. En ésta fue donde, más tarde, obtuvo la primera salamandra el grado de Doctor en Derecho.
La cuestión de la educación de las salamandras empezó entonces a extenderse rápidamente y por vías normales. A las ejemplares «Escuelas Zimmerman» opusieron, maestros más progresistas, toda una serie de importantes objeciones. Principalmente, se aseguraba que para la educación de las salamandras adolescentes no eran apropiados los métodos que la vieja escuela humanista aplicaba a la enseñanza de los jóvenes humanos. Se rechazaba decididamente la enseñanza de literatura e historia, recomendándose que el mayor espacio y tiempo fuese dedicado a asignaturas prácticas y modernas, como ciencias naturales, trabajo en talleres escolares, preparación técnica, gimnasia, etc. Ésta, así llamada, Escuela de Reforma, o sea, Escuela para la Vida Práctica, fue criticada apasionadamente por los representantes de la enseñanza clásica, que declararon que la salamandra puede aproximarse a la cultura humana solamente a base del latín, y que no basta que aprendan a hablar si no les enseñamos a recitar versos y a pronunciar discursos con la exacta pronunciación ciceroniana. Hubo largos y exaltados debates sobre este asunto, que se solucionó, finalmente, nacionalizando las escuelas para la juventud humana, de manera que se aproximasen, lo más posible, a los ideales de la Escuela de Reforma para Salamandras.
Era natural que también en otros Estados se alzasen voces pidiendo educación escolar para las salamandras, bajo control estatal. Esto ocurrió gradualmente en todos los Estados marítimos (a excepción, desde luego, de Gran Bretaña). Y como estas escuelas para salamandras no estaban trabadas por las viejas tradiciones clásicas de las escuelas para humanos y, por lo tanto, podían usar los métodos más modernos y psicotécnicos, educación técnica, instrucción premilitar y otras posibilidades pedagógicas, se convirtieron en las escuelas más modernas y científicas del mundo, lo que era motivo justificado de envidia de todos los pedagogos y escolares humanos.
Al mismo tiempo que el de la enseñanza de las salamandras, se presentó el problema del idioma. ¿Cuál de las lenguas mundiales debían aprender con preferencia las salamandras? Las originarias de las islas del Océano Pacífico se expresaban en pidgin-english, según lo habían aprendido de los indígenas y marineros; muchas hablaban malayo o algún dialecto del lugar. Las salamandras criadas para el mercado de Singapur eran inducidas a hablar el basic-english, ese inglés simplificado científicamente, que se expresa con unos cuantos cientos de palabras, sin los antiguos rodeos gramaticales. Por ello, este inglés estandarizado empezó a llamarse Sala-mander-english. En las ejemplares Escuelas Zimmerman se expresaban las salamandras en el idioma de Corneille, no por motivos nacionalistas, sino porque así corresponde a la cultura superior. Por el contrarío, en las Escuelas Reformadas se aprendía el esperanto, como lengua más comprensible. Además de esto, surgieron en aquella época unas cinco o seis nuevas lenguas «universales», que pretendían reemplazar la confusión babilónica de los idiomas humanos y dar una lengua materna única a los hombres y a las salamandras; hubo, sin embargo, muchas controversias sobre cuál de estas lenguas internacionales era más apropiada, más agradable al oído y más universal. Finalmente, se decidió que cada país propagase la lengua universal que más le convenía[13]. Con la nacionalización de las escuelas para salamandras todo el asunto quedó simplificado. Cada nación enseñó a sus salamandras en su idioma respectivo. Aunque Andrias aprendía las lenguas extranjeras con relativa facilidad y entusiasmo, su capacidad lingüística presentaba algunas imperfecciones debido, no solamente a la construcción de sus órganos vocales, sino más bien, a un motivo psíquico. Así, por ejemplo, pronunciaba con dificultad las palabras largas de muchas sílabas, y trataba de reducirlas a una sola, que pronunciaba corta y, en cierto modo, graznante. Decía «1» en vez de «r» y ceceaba un poco. Se comía los finales de palabra, nunca aprendió a distinguir entre «yo» y «nosotras» y no le importaba si una palabra era femenina o masculina (quizá esto era una manifestación de su frialdad sexual fuera de la época de apareamiento). En resumen, cada idioma quedaba característicamente reformado al hablarlo las salamandras, racionalizándolo en cierto modo, en una forma más sencilla y rudimentaria. Es digno de atención que sus neologismos, su pronunciación y su primitiva gramática empezaron a influir rápidamente, por una parte, en la gente de los puertos y, por otra, en la así llamada «buena sociedad». De allí se extendió esta manera de expresarse a los periódicos y, de pronto, se hizo popular. Hasta entre la gente pudiente empezaron a desaparecer los géneros gramaticales, se eliminaron las terminaciones y las declinaciones. Los jovencitos empezaron a pronunciar «1» en lugar de «r» y a cecear. Difícilmente se hubiera encontrado alguien, aun entre la gente culta, que supiese el significado de «indeterminismo» o de «trascendente», sencillamente porque estas palabras se habían convertido en demasiado largas e impronunciables. En resumen, mejor o peor, las salamandras sabían hablar en todas las lenguas del mundo, según la zona costera en que viviesen. Entonces se publicó en un periódico de nuestro país (creo que en El Diario Nacional), un artículo en el que con razón se preguntaba amargamente por qué las salamandras no aprendían también checo, ya que sabían portugués, holandés y otras lenguas de naciones pequeñas. «Por desgracia nuestro país no tiene costas», decía el citado artículo, «y por ello no existe aquí ni una sola salamandra marítima. Pero aunque no tenemos mar, no significa eso que no tengamos cierta parte —hasta mucho más importante que otras naciones cuyas lenguas hablan miles de salamandras— en la cultura mundial. Sería justo que las salamandras conociesen nuestra vida psíquica pero, ¿cómo van a enterarse si entre ellas no hay ni una sola que hable nuestro idioma? No esperemos a que alguien que reconozca esta deuda cultural cree la cátedra de checo y literatura checoslovaca en algún centro de enseñanza de las salamandras. Como dice el poeta, «no creamos a nadie en el amplio mundo, allá no tenemos ningún amigo. Preocupémonos nosotros mismos de remediarlo», pedía el artículo. «¡Todo lo que hemos conseguido en el mundo ha sido siempre por nuestras propias fuerzas! Es nuestro derecho y obligación el esforzarnos por conseguir amigos también entre las salamandras. Pero, según parece, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores no demuestra mucho interés por la propagación de nuestro nombre y de nuestros productos entre las salamandras (aunque otras naciones más pequeñas dedican millones para abrirles los tesoros de su cultura) y, al mismo tiempo, despertar su interés por nuestra producción industrial.» El artículo despertó gran entusiasmo, sobre todo en la Federación industrial y, por lo menos, consiguió el siguiente resultado: se publicó un libro titulado Lengua checa para salamandras., con pasajes de la hermosa literatura checa. Parecerá increíble, pero de este libro se vendieron más de setecientos ejemplares. Fue pues, en conjunto, un éxito digno de interés[14].
Las cuestiones de educación e idioma eran, desde luego, solamente una parte del gran problema de las salamandras que, por decirlo así, crecía a ojos vista. Por ejemplo, de pronto se presentó la cuestión de cómo había que tratar a las salamandras desde el punto de vista, llamémosle así, social. En los primeros, casi prehistóricos días de la Era de las Salamandras, había sociedades protectoras de animales que se preocupaban febrilmente de que no se las tratara con crueldad o inhumanidad. Gracias a su constante intervención se consiguió que casi en todas partes, los centros competentes vigilaran para que se respetasen, con relación a las salamandras, las prescripciones policíacas y veterinarias válidas para cualquier otra clase de animales.
También los enemigos de la vivisección firmaron muchas protestas y peticiones para que se prohibieran los experimentos científicos con salamandras vivas, y en una serie de estados se promulgó, efectivamente, una ley en ese sentido[15].
Sin embargo, con la creciente cultura de las salamandras se sentía cada vez mayor perplejidad al tener que colocarlas bajo la ley llamada «Protectora de Animales.» Parecía algo impropio a causa de un motivo no claramente definido. Entonces fue cuando se creó la Liga Internacional Protectora de Salamandras (Salamander Protecting Leagué), bajo el patrocinio de la duquesa de Huddersfield. Esta liga, que contaba con más de doscientos mil socios, principalmente en Inglaterra, hizo un considerable y provechoso trabajo a favor de las salamandras; sobre todo consiguió que se construyesen, a lo largo de las costas, campos de juego especiales para las salamandras, donde éstas pudieran ejecutar, sin ser molestadas por los curiosos espectadores, sus «reuniones y fiestas deportivas», aunque, en realidad, se decía que era para que celebrasen sus secretas «Danzas del Plenilunio». Además logró que en todas las escuelas y centros de enseñanza (hasta en la misma Universidad de Oxford), se influyera en los alumnos para que dejasen de apedrear a las salamandras y para que, hasta cierto punto, se tuviese en cuenta el no recargar de trabajo escolar a los renacuajos. Finalmente obtuvo también que los lugares de trabajo y residencia de las salamandras fuesen rodeados de una especie de empalizada alta, para protegerlas contra posibles molestias y, principalmente, para separar su mundo del de los humanos[16].
Sin embargo, pronto se vio que este intento aislado, aunque loable, de solucionar en forma decorosa y humanitaria el problema de las relaciones entre la sociedad humana y las salamandras, no era suficiente. Había sido relativamente fácil incorporar a las salamandras al proceso de producción, pero agruparlas en alguna forma de orden social era mucho más complicado. La gente conservadora aseguraba que, en aquel caso, no se podía hablar de ningún problema legal o público. Las salamandras eran, sencillamente, propiedad de sus patronos, que respondían por ellas y consecuentemente, de los daños que pudiesen ocasionar. A pesar de su indudable inteligencia, las salamandras eran, solamente, un objeto legal, cosas o bienes, y cualquier ley especial sobre ellas sería una intervención nociva en el sagrado derecho de la propiedad individual. Otros, por el contrario, aseguraban que las salamandras, como seres inteligentes y, hasta cierto punto, responsables, podían infringir por los medios más diversos las leyes vigentes. ¿Por qué había de ser el dueño de las salamandras el que pagase los delitos cometidos por ellas? Un riesgo así acabaría, sin lugar a dudas, con la iniciativa privada en todo lo referente al trabajo de las salamandras. En el mar no hay barreras, se decía. No puede encerrarse a las salamandras para tenerlas bajo control. Por eso es necesario dominarlas por vía legal, haciendo que respeten las leyes humanas y se guíen por las órdenes promulgadas especialmente para ellas[17].
Según nuestros informes, las primeras leyes para las salamandras fueron promulgadas en Francia. La primera fijaba las obligaciones de las salamandras en caso de movilización y guerra; la segunda, llamada ley Deval, recordaba a las salamandras que podían establecerse solamente en las partes de litoral que les indicase su propietario o las autoridades departamentales; la tercera, indicaba que las salamandras debían obedecer incondicionalmente todas las disposiciones de la policía. Caso de que así no lo hiciesen, las autoridades policíacas tenían derecho a castigarlas encerrándolas en lugares secos y soleados o, finalmente, despidiéndolas del trabajo por algún tiempo. Los partidos de izquierda, por otra parte, presentaron una proposición al Parlamento a fin de que se elaborase una legislación social para las salamandras que ajustase sus obligaciones de trabajo e impusiera a los patronos ciertos compromisos hacia ellas (por ejemplo, vacaciones de catorce días durante la época de apareamiento en la primavera). La extrema izquierda exigía que fueran totalmente prohibidas las salamandras como enemigos de la clase obrera al servicio del capitalismo, por trabajar demasiado aprisa y casi gratuitamente, amenazando así el nivel de vida de los trabajadores. Para apoyar estas demandas se declaró una huelga en Brest y se hicieron grandes manifestaciones en París. Hubo muchos heridos y el Ministro Deval se vio obligado a presentar la dimisión. En Italia fueron sometidas las salamandras a una corporación especial, compuesta de patronos y autoridades; en Holanda se las colocó bajo el control del Ministerio de Construcciones Acuáticas; en resumen, cada Estado resolvió la cuestión de las salamandras a su manera, pero las disposiciones oficiales que indicaban los deberes públicos y restringían la libertad de las salamandras, fueron en todas partes casi las mismas.
Se comprende que con la promulgación de las primeras leyes para las salamandras surgió gente que, en nombre de la lógica y el derecho, aseguraba que la sociedad, al imponer obligaciones a las salamandras, tenía también que reconocerles algunos derechos. «El Estado que promulga leyes para las salamandras las reconoce ipso facto como seres responsables y libres, como sujetos jurídicos y, a fin de cuentas, hasta como sus ciudadanos.» «En este caso, es preciso solucionar de alguna forma sus relaciones de ciudadanos con respecto al Estado bajo cuya legislación viven. Desde luego, sería posible considerar a las salamandras como inmigración extranjera, pero entonces el Estado no podría imponerles ningún servicio determinado y la obligación de movilización en tiempos de guerra, como ocurre ahora (a excepción de Inglaterra), en todos los países civilizados. Seguramente queremos que las salamandras, en caso de guerra, defiendan nuestras costas, pero entonces no podremos negarles ciertos derechos de ciudadanía como, por ejemplo, el derecho al voto, el de reunión, el de representación en diferentes cuerpos, etc.[18]» Hasta llegó a proponerse que se diese a las salamandras como una especie de autonomía submarina. Pero éstas y otras consideraciones quedaron puramente en proyectos, no llegándose a ninguna solución práctica, principalmente porque las salamandras nunca solicitaron su derecho a la ciudadanía.
De la misma forma, sin interés directo o intervención de las salamandras, se trató otro problema que giraba alrededor de la conveniencia o no del bautizo de aquéllas. La Iglesia Católica, desde un principio, tomó la decisión de que era completamente innecesario porque, al no ser las salamandras descendientes de Adán, no habían heredado el Pecado Original y, por lo tanto, no necesitaban redimirse por medio del bautismo. La Santa Iglesia no quiso intervenir de ninguna forma en la cuestión de si las salamandras tenían o no un alma inmortal, o si participaban de la misericordia y gracias que concede el Creador a sus criaturas. Su buena voluntad hacia las salamandras la expresaba solamente acordándose de ellas en oraciones especiales, que eran leídas en días determinados junto a los ruegos por las almas del purgatorio y la intercesión por los paganos[19]. Mucho más complicada era esta cuestión para las iglesias protestantes. Reconocían que las salamandras tenían conocimiento y, por lo tanto, facilidad de comprender la enseñanza cristiana, pero dudaban en hacerlas miembros de la iglesia y, de esa forma, sus hermanos en Cristo. Por tanto, se conformaron en publicar un extracto de las Sagradas Escrituras para las salamandras en papel impermeable, editando millones de ejemplares. También se consideró el hacer para las salamandras, al estilo del basic-english, una especie de basic-Chñstian con las enseñanzas básicas bien simplificadas; pero los proyectos en este sentido levantaron tal número de protestas entre los teólogos que, finalmente, se desistió de ello[20]. Algunas sectas religiosas (sobre todo en Estados Unidos) no tuvieron tantos escrúpulos y enviaron a sus misioneros a predicar a las salamandras la Verdadera Fe, bautizándolas según las palabras de la Escritura: «Id por todo el mundo enseñando a todas las naciones.» Pero pocos misioneros consiguieron cruzar la valla que separaba las salamandras de la gente. Los propietarios les prohibían la entrada, para que con sus sermones no distrajeran inútilmente a las salamandras en su trabajo. Aquí y allá se veían predicadores asomados por las vallas de hormigón, entre los perros que ladraban furiosamente a sus enemigos del otro lado de la tapia. Sin embargo, a pesar de todos los inconvenientes, predicaban con gran fervor la Palabra de Dios.
Según se sabe, lo que se extendió más entre las salamandras fue el Monismo; algunas creían también en el materialismo, el patrón-oro y otras creencias científicas. Un popular filósofo llamado Georg Sequens compuso hasta una doctrina especial para las salamandras, cuyo mandamiento principal y más elevado era la fe en la Gran Salamandra. Es verdad que esta fe no encontró muchos adeptos entre las salamandras, pero en cambio obtuvo numerosos partidarios entre la gente, sobre todo en las grandes ciudades, donde surgieron, de la noche a la mañana, gran cantidad de templos para el Culto a las Salamandras[21]. En los últimos tiempos las salamandras habían aceptado, casi en su totalidad, otra religión que no se sabe cómo llegó hasta ellas. Era el culto a Moloch, al que se imaginaban como una inmensa salamandra con cabeza humana. Tenían tremendos ídolos submarinos fabricados en Armstrong o en Krupp, pero nunca se llegó a saber más detalles de sus ceremonias y ritos, según se decía, crueles y secretos, porque los celebraban bajo el agua. Parece ser que esta fe se extendió mucho entre ellas, porque el nombrado Moloch les recordaba su nombre científico (Molche) o el alemán Molch, que significa salamandra.
Como se ve claramente, la cuestión de las salamandras en su principio y durante largo tiempo, se refería solamente al siguiente punto: si las salamandras eran seres con conocimiento y suficientemente civilizados, capaces de disfrutar de ciertos derechos, aunque fuese solamente al margen de la sociedad y el orden humanos. En otras palabras, era una cuestión interior de los diferentes Estados, que se planteaba en el marco de los derechos civiles. Durante muchos años nadie imaginó que el Problema de las Salamandras pudiese tener algún día una gran importancia internacional, y que quizá fuese preciso negociar con ellas no sólo como con seres inteligentes, sino también como una colectividad o una nación. A decir verdad, el primer paso hacia esta concepción del problema de las salamandras lo dieron las sectas cristianas, hasta cierto punto excéntricas, que trataron de bautizarlas aplicando las palabras de la Escritura: «Id por todo el mundo enseñando a todas las naciones.» De esta forma se expresó, con palabras, por primera vez, el concepto de que las salamandras eran algo así como una nación[22].
Pero el primer reconocimiento internacional y básico de las salamandras como nación fue el contenido en la famosa proclama de la Internacional Comunista, firmada por el camarada Molokov y dirigida a «todas las salamandras oprimidas y revolucionarias del mundo[23].»
Aunque parece ser que este manifiesto no hizo la menor mella en las salamandras, despertó gran eco en la prensa mundial y, como consecuencia de él, llovieron sobre las salamandras, por decirlo así, invitaciones de los más diferentes partidos para que se adhiriesen, como conjunto, a éste o aquel programa social o político de la sociedad humana[24].
Desde ese momento empezó a tratarse el Problema de las Salamandras hasta en la Oficina Internacional del Trabajo de Ginebra. Se enfrentaban allí dos opiniones: una reconocía a las salamandras como una nueva clase trabajadora y se esforzaba por que se extendiesen a ellas todas clase de leyes sociales referentes a jornadas de trabajo, vacaciones pagadas, seguro de invalidez, de vejez, etc.; la segunda opinión era que con las salamandras surgía una competencia peligrosa para las fuerzas trabajadoras humanas y que el trabajo de dichas salamandras debía prohibirse como algo antisocial. Contra esta opinión se pronunciaban no sólo los representantes de los patronos, sino también los delegados de la clase obrera, señalando que las salamandras no eran solamente una fuerza de trabajo, sino también grandes y cada vez más importantes clientes. Como lo demostraron con cifras, en los últimos tiempos había aumentado hasta un nivel nunca alcanzado el empleo de obreros en las industrias de herramientas de metal (utensilios de trabajo, máquinas e ídolos para salamandras), armamento y productos químicos (explosivos submarinos), producción de papel (libros de enseñanza para las salamandras), cemento, madera, productos alimenticios artificiales (Salamander-food), y en muchas otras ramas industriales. El tonelaje total de los barcos había aumentado, en comparación con la época pre-salamándrica, en un 27%, la producción de carbón en un 18.6%. Al aumentar el número de obreros empleados y el bienestar de la gente, se elevó también indirectamente la producción de otras ramas industriales. Más tarde, en los últimos tiempos, las salamandras incluso encargaban diferentes accesorios para máquinas de su propia construcción. Pagaban por dichos accesorios aumentando el rendimiento de su trabajo. Ya entonces, una quinta parte de toda la producción mundial de la industria pesada y mecánica ligera dependía de los pedidos de las salamandras. «Acabad con las salamandras y tendréis que cerrar inmediatamente una quinta parte de las fábricas. En lugar de la prosperidad de hoy, tendréis millones de desempleados.» La Oficina Internacional del Trabajo no podía, desde luego, pasar por alto estas objeciones. Finalmente, y después de muchas negociaciones, se consiguió, al menos, la solución siguiente:
que «los trabajadores del grupo “A” llamados anfibios pueden ser empleados sólo en trabajos bajo el agua o en el agua, y a diez metros desde la marca de la marea más alta, para ejecutar trabajos en los litorales. Que no deben extraer carbón o petróleo del fondo del mar; que no deben fabricar para clientes de tierra firme papel, textiles o piel artificial de algas marinas», etc. Estas limitaciones impuestas a la producción de las salamandras estaban contenidas en un código de diecinueve párrafos, que no publicamos detalladamente, sobre todo porque, desde luego, nadie los tuvo en cuenta. Pero como una prueba de magnanimidad de la solución internacional dada al Problema de las Salamandras desde el punto de vista económico y social, señalamos el que fuese publicado un código, obra imponente y meritoria.
Con menos rapidez fue tratada la cuestión del reconocimiento de las salamandras en otras ramas internacionales, concretamente, en lo referente a asuntos culturales. Cuando apareció en la prensa especializada de más circulación un artículo titulado «Composición geológica del fondo del mar en las Islas Bahamas», firmado por John Seaman, nadie sabía desde luego que se trataba del trabajo científico de una salamandra. Pero cuando a las direcciones de diferentes academias y centros de enseñanza comenzaron a llegar noticias y estudios de investigadores salamandras sobre oceanografía, geografía, hidrobiología, matemáticas superiores y otras ciencias exactas, reinó gran confusión, sí, hasta intranquilidad, que fue expresada por el gran doctor Martel con las palabras: «¿Esos bichos pretenden enseñarnos algo?» El científico japonés doctor Onoshito, que se atrevió a citar la opinión de una salamandra (era algo sobre el desarrollo de la vesícula biliar de los renacuajos en el fondo de los mares, Argiropelecus bemigymnus Coceo), fue boicoteado científicamente y se hizo el harakiri. Para la ciencia universitaria era cuestión de honor y de principios el no tomar en consideración ningún trabajo científico de las salamandras. Por eso mismo llamó aún más la atención (o, mejor dicho, empeoró las cosas), el gesto de la Universidad Central de Niza[25], digno de notar habló sobre la teoría de un segmento del cono en la geometría no euclidiana. En este acto estaba también presente, como delegada de la organización de Ginebra, la señora María Dimineau; esta magnífica y generosa dama estaba tan emocionada de la modestia y saber del doctor Mercier (Pauvre petit, il est tellement laid! —exclamó—, ¡Pobrecito, es tan feo!), que se impuso la tarea de que las salamandras fueran admitidas en la Sociedad de Naciones. Inútilmente explicaban los estadistas a la enérgica y obstinada señora que las salamandras no tienen en ningún lugar del mundo su propia soberanía estatal, ni siquiera su propia tierra y que, por lo tanto, no pueden ser miembros de la Sociedad de Naciones. Madame Dimineau empezó a propagar la idea, entonces, de que las salamandras deberían tener en algún lugar su país libre y su Estado submarino. Esta idea, sin embargo, no fue muy bien recibida, por no decir directamente rechazada. Finalmente se logró llegar a un acuerdo feliz, o sea, que en la Sociedad de Naciones sería creada una comisión para el estudio de la Cuestión de las Salamandras, a la que se invitaría también a dos delegados salamandras. Como uno de ellos fue nombrado, debido a la insistente presión de la señora Dimineau, el Dr. Charles Mercier, de Tolón, y el otro un tal Don Mario, gordo y sabio profesor de Cuba, trabajador científico en la rama de estudios pelágicos. Con esto consiguieron las salamandras el más alto reconocimiento internacional de su existencia.[26]
Vemos, pues, a las salamandras en un seguro y continuo avance. Su número se calcula ya en siete mil millones, aunque, al crecer su civilización, disminuye mucho la fuerza procreadora (cada hembra tiene anualmente de veinte a treinta renacuajos). Han ocupado ya más del setenta por ciento de todas las costas del mundo; todavía son inhabitables las costas de los polos, pero las salamandras canadienses empiezan ya a colonizar los litorales de Groenlandia, donde hasta hacen retroceder a los esquimales al interior del país y toman en sus manos el negocio de la pesca y del aceite de pescado. Al mismo ritmo que su expansión material continúa su progreso civil. Se incorporan a las filas de las naciones cultas con la asistencia obligatoria de todos sus miembros a la escuela, y pueden vanagloriarse de tener muchos cientos de periódicos submarinos propios, que se publican en millones de ejemplares, centros científicos modelo, etc. Se comprende que este adelanto cultural no se realizó fácilmente y sin resistencia interior. Es verdad, sabemos muy poco sobre los problemas internos de las salamandras, pero según algunos signos (por ejemplo, el hecho de haberse encontrado cadáveres de salamandras con las narices y la cabeza mordisqueadas), parece ser que durante largo tiempo reinó bajo la superficie de las aguas una lenta y apasionada lucha de ideas entre las Viejas salamandras y las Jóvenes salamandras. Las jóvenes eran partidarias del progreso, sin obstáculos ni restricciones, y declaraban que también bajo el agua se debía alcanzar la instrucción existente en los continentes. ¡Todo y en todos los aspectos!, ¡sin exceptuar el fútbol, el flirt, el fascismo y la inversión sexual! Frente a esto, las Viejas salamandras se aferraban, conservadoras, a la naturaleza salamandrina, y no querían abandonar las viejas y buenas costumbres animales e instintivas. Sin lugar a duda condenaban el afán de novedades y veían en él un fenómeno de decadencia y traición a los ideales salamandrinos heredados. Seguramente se opusieron también a las influencias extrañas a las que sucumbió ciegamente la juventud, y se preguntaban si el imitar a la gente era digno de salamandras orgullosas, seguras de sí mismas[27].
Podemos imaginar que, con este motivo, surgieron consignas como, por ejemplo, ¡Atrás hacia el mioceno!, ¡Fuera todos los que tratan de humanizarnos!, ¡A la lucha por la integridad salamandrina! y otras parecidas. Sin lugar a dudas, existían todos los fundamentos necesarios para un vivo conflicto de opiniones entre las diferentes generaciones, y para una profunda revolución espiritual en la evolución de las salamandras. Sentimos no poder dar informes más concretos sobre el particular, pero confiamos en que las salamandras hicieran en este problema todo lo que pudieron.
Ahora seguimos a las salamandras por el camino de su máximo florecimiento. Pero también el mundo de los hombres disfruta de una prosperidad desacostumbrada. Se construyen febrilmente nuevas costas en los continentes, en los viejos bancos de arena crece la tierra firme, en medio del océano se elevan islas artificiales para la aviación. Pero todo esto no es nada comparado con el gigantesco proyecto técnico de completa reconstrucción de nuestro planeta, que espera solamente que alguien lo financie para ser puesto en práctica. Las salamandras trabajan sin descanso en todos los mares y a la orilla de todos los continentes mientras dura la noche. Parece que están contentas y no piden nada más que tener trabajo y algún lugar donde poder hacer sus túneles y sus oscuras viviendas. Tienen ciudades submarinas y subterráneas, sus metrópolis de las profundidades, sus Essex y Birminghams, a profundidades de veinticinco a cincuenta metros. Cuentan con barrios industriales muy poblados, puertos, líneas de transporte y millones de aglomeraciones. En resumen: tienen su mundo, más o menos conocido, pero, según parece, muy adelantado técnicamente[28]. Desde luego, no cuentan con fundiciones o altos hornos, pero los hombres les proporcionan metales a cambio de su trabajo. No fabrican explosivos, pero también se los procuran los humanos. La energía la obtienen del movimiento del mar, con sus mareas alta y baja, con sus corrientes profundas y sus diferencias de temperatura. Es cierto; las turbinas se las dieron los hombres, pero las salamandras saben manejarlas. ¿Qué otra cosa es la civilización, sino la posibilidad de usar cosas inventadas por otros? Aunque las salamandras no tengan ideas propias, pueden muy bien tener su ciencia. Es verdad que no tienen música o literatura, pero pueden prescindir de ellas magníficamente, y la gente empieza a advertir que lo que hacen las salamandras es formidablemente moderno. Porque, ¡caramba!, la gente ya tiene muchas cosas que aprender de las salamandras… Y no es extraño, ¿acaso no tienen éstas un gran éxito? ¿Y de qué otra cosa tiene la gente que tomar ejemplo, sino de los éxitos? Nunca se había producido tanto en la historia de la humanidad, nunca se había construido y ganado como en esta gran época. No hay vueltas que darle. Con las salamandras llegó al mundo un gigantesco progreso y un ideal que se llama «Cantidad». «Nosotros, gente de la Era de las Salamandras», se dice con verdadero orgullo. ¿Cómo puede compararse a la anticuada época humana, con su lenta, fútil e inútil pompa, a la que se llamaba cultura, arte, ciencias exactas, o quién sabe cómo? La gente consciente y consecuente con la época de las salamandras ya no perderá su tiempo buscando la profundidad y el fundamento de las cosas. Tendrán bastante que hacer solamente con los cálculos de la producción global. El porvenir del mundo consiste, tan sólo, en que aumenten continuamente la producción y el consumo. Por lo tanto, ha de haber todavía muchas salamandras para que puedan producir y consumir más. Las salamandras son, sencillamente, multitud; su gran importancia es su grandísima cantidad. Solamente ahora puede la imaginación humana trabajar plenamente, ya que trabaja en grande, con una capacidad máxima y un rendimiento récord. En resumen: vivimos una gran época. ¿Qué es, pues, lo que falta para que con la satisfacción general y la prosperidad se haga realidad una época nueva y feliz? ¿Qué impide que nazca la anhelada utopía, en la que se cosecharían todos los triunfos técnicos y magníficas posibilidades, que se abren más y más lejos, hasta lo infinito, para la felicidad humana y las actividades de las salamandras? Realmente nada, porque ahora el comercio con las salamandras será coronado por la comprensión de los estadistas que, ante todo, se preocuparán de que no llegue a chirriar el eje de la rueda de la nueva época. En Londres se reúne la Conferencia de Estados Marítimos, en la que se prepara y se aprueba la Convención Internacional de las Salamandras. Los importantes participantes en dicha convención se comprometen entre ellos a no mandar sus salamandras a las aguas territoriales de los otros estados; afirman que no consentirán que sus salamandras interrumpan, en cualquier forma que sea, la integridad o la esfera de influencia reconocida de cualquier otro estado. De ninguna manera interferirán en los intereses de otras potencias marítimas; en caso de choques entre salamandras de dos o más estados, éstos se someterán al Tribunal de Conciliación de la Haya. Ningún estado equipará a las salamandras con ningún tipo de armamento cuyo calibre supere el de las pistolas submarinas contra tiburones (las llamadas Shark-gun o mata-tiburones); no permitirán que sus salamandras entablen cualesquiera clases de relacions íntimas con salamandras pertenecientes a otro Estado; no ayudarán a las salamandras a construir nuevos continentes o a ampliar sus territorios, sin la aprobación previa de la Comisión marítima permanente de Ginebra, etc. (Había treinta y siete párrafos.) Por otro lado, se rechazó la proposición francesa de que las salamandras fueran internacionalizadas y estuviesen sometidas a un Centro Internacional de las Salamandras para el arreglo de las aguas del mundo; la proposición alemana de que a cada estado marítimo le fuera permitido sólo un cierto número de salamandras, establecido relativamente; la proposición italiana de que a los estados con un número excesivo de salamandras se les concediesen nuevas costas para la colonización o parcelas en el fondo del mar; la proposición japonesa para que sobre las salamandras, oscuras por naturaleza, ejerciese un mandato, como representante de todos los países, el Japón, el estado más culto de las razas de color[29].
La mayoría de estas propuestas fueron aplazadas para someterlas a discusión en la próxima Conferencia de Potencias Marítimas, que, por diversos motivos, nunca llegó a celebrarse. «Con este acto internacional», escribió en Les Temps Jules Sauerstoff, «está asegurado el porvenir de las salamandras y la pacífica evolución de la humanidad, por algunas decenas de años. Felicitamos a la Conferencia de Londres por el feliz término de sus difíciles deliberaciones. Felicitamos también a las salamandras porque, por medio de esos Estatutos, quedan bajo la protección del Tribunal de La Haya. Ahora pueden, con confianza y tranquilidad, dedicarse a su trabajo y a su progreso submarino. Hay que subrayar que el hacer apolítico el problema de las salamandras, lo que se consiguió en la Convención de Londres, es una de las garantías más importantes de la paz mundial. Sobre todo, el desarme de las salamandras reduce la posibilidad de un conflicto submarino entre los diferentes Estados. El caso es que, aunque continúan numerosas disputas sobre las fronteras entre diferentes potencias de casi todos los continentes, la paz mundial no está amenazada por ningún peligro actual; por lo menos, en lo referente a los mares. Pero, también en tierra firme, parece estar ahora más asegurada que nunca. Los estados marítimos están muy ocupados con la construcción de nuevas costas, y pueden ampliar sus territorios hacia el mar mundial, en vez de intentar cambiar sus fronteras en tierra firme. Ya no será necesario luchar con armas y gases por cada palmo de terreno. Basta, sencillamente, con las palas y los picos de las salamandras, para que cada Estado se construya cuanto territorio necesite. Y este tranquilo trabajo de las salamandras, por la paz y felicidad de todas las naciones, lo asegura, precisamente, la Convención de Londres. Nunca había estado el mundo tan cerca de la paz duradera y de un florecimiento tranquilo, pero glorioso, como precisamente lo está ahora. En vez del Problema de las Salamandras, del que ya se ha hablado y escrito tanto, quizá se hable ahora, con toda razón, de la «Edad de Oro de las Salamandras.»
En nada se nota tanto el correr del tiempo como en los niños. ¿Dónde está el pequeño Frantik, al que dejamos, no hace mucho, junto a los afluentes del lado izquierdo del Danubio?
—¿Dónde está otra vez ese Frantik? —gruñe el señor Povondra, abriendo el periódico de la tarde.
—Ya sabes… donde siempre —contesta la señora Povondra, inclinada sobre su labor.
—¡Así que ha ido otra vez a ver a la novia! —dice amenazador el señor Povondra—. ¡Caramba con el chico! Apenas tiene treinta años y no para ni una tarde en casa.
—¡Hay que ver los calcetines que rompe! —suspira la señora Povondra, metiendo una vez más en el calcetín destrozado el huevo de madera… ¿Qué voy a hacer con esto? —exclama contemplando el agujero del talón, de una forma parecida a la isla de Ceilán—. Mejor sería tirarlo —exclama críticamente, pero a pesar de ello, y después de largas consideraciones estratégicas, clava la aguja en la costa sur de Ceilán.
De nuevo reina el silencio familiar, que tanto le gusta a papá Povondra. Solamente lo interrumpen el crujido del papel, al que contesta el de la aguja con su rápido movimiento.
—¿Ya lo han cogido? —pregunta la señora Povondra.
—¿A quién?
—A ese asesino que mató a una mujer.
—¿Crees que me interesa ese asesino? —gruñe papá Povondra con cierta repugnancia—. Precisamente estoy leyendo aquí que reina cierta tirantez entre Japón y China. Eso es grave. Allí siempre es grave la cosa.
—Yo creo que ya no lo detendrán.
—¿A quién?
—A ese asesino. Cuando alguien mata a una mujer, casi nunca lo detienen.
—A los japoneses no les gusta que China esté regulando el río Amarillo. ¡Así es la política! Mientras el río Amarillo haga de las suyas, habrá cada año en China inundaciones y hambre, y eso debilita mucho a los chinos, ¿sabes? Préstame las tijeras, mamá, lo voy a recortar.
—¿Por qué?
—Estoy leyendo aquí que en ese río Amarillo trabajan dos millones de salamandras.
—Eso es mucho, ¿verdad?
—¡Ya lo creo! Pero, seguramente, Estados Unidos lo paga todo, ¡caramba! Por eso el Mikado quisiera meter allí sus propias salamandras. ¡Demonios!
—¿Qué ocurre?
—Aquí escribe Le Petit Parisién que Francia no va a dejar las cosas así.
—¿Y qué es lo que no va a dejar así?
—Que Italia quiere ensanchar la isla de Lampedusa. Es una posición estratégica muy importante, ¿sabes? Así Italia podría amenazar Túnez desde Lampedusa. Le Petit Parisién asegura que Italia pretende construir en esa Lampedusa una fortaleza marítima de primer orden. Dicen que tienen allí unas sesenta mil salamandras armadas. Eso es cosa seria. Sesenta mil salamandras son tres divisiones, mamá. Te digo que en el Mediterráneo va a ocurrir algo el día menos pensado. ¿A ver?, lo voy a recortar.
Mientras tanto, Ceilán había desaparecido bajo las hábiles manos de la señora Povondra, habiéndose reducido a una extensión menor que la isla de Rodas.
—Y también Inglaterra va a tener dificultades. En la Cámara de los Comunes se habló de que la Gran Bretaña está quedando por detrás de otros países en la construcción de obras acuáticas. Dicen que otras potencias coloniales construyen rápidamente nuevas costas y continentes, mientras que el Gobierno británico, en su desconfianza conservadora hacia las salamandras… Es verdad, mamá. Los ingleses son terriblemente conservadores. Yo conocía a un criado de la Embajada Británica, y a ése, aunque lo matases no le hacías comer nuestro embutido checo. Decía que en su país no se come, y que él no lo comía tampoco. No me extraña, pues, que otros Estados se les adelanten —el señor Povondra movió gravemente la cabeza—. Francia amplía sus costas en Calais y los periódicos ingleses arman un escándalo diciendo que Francia los va a cañonear a través del canal. La culpa la tienen ellos. Podían haber ampliado sus costas en Dover y disparar contra Francia.
—¿Y para qué iban a disparar? —preguntó la señora Povondra.
—Esas cosas tú no las comprendes. Hay motivos militares para ello. A mí no me extrañaría que ocurriese allí algo. Allí o en otro lugar. Se comprende que ahora, a causa de las salamandras, la situación internacional es completamente diferente, mamá, completamente diferente.
—¿Crees que puede haber guerra? —preguntó preocupada la señora Povondra—. Ya sabes, lo digo por nuestro Frantik, ¡si tuviera que ir a la guerra!
—¿Guerra? —opinó el señor Povondra—. Tendrá que haber una guerra mundial para que los Estados se puedan repartir el mar. Pero nosotros seremos neutrales. Siempre hay alguien que permanece neutral, para poder vender armas a los demás. Así es la cosa —decidió el señor Povondra—, pero las mujeres no comprenden eso.
La señora Povondra apretó los labios y con rápidas puntadas terminó de arreglar la isla de Ceilán en el calcetín del joven Frantik.
—¡Y cuando pienso —continuó el señor Povondra, con orgullo un poco amortiguado—, que esta situación amenazadora no existiría si no fuese por mí! Si aquella vez no hubiese dejado entrar a aquel capitán a hablar con el señor Bondy, la historia del mundo sería otra. Cualquier portero no lo hubiese dejado pasar, pero yo me dije: «Bajo mi responsabilidad, lo anunciaré al señor Bondy.» Y ahora, ¡fíjate qué inconvenientes tienen estados como Inglaterra y Francia! Y eso que ni siquiera sabemos lo que puede ocurrir un día… —el señor Povondra chupó su pipa excitado—. Así es la cosa, querida. Los periódicos no hablan más que de esas salamandras. Aquí tienes otra noticia… —papá Povondra dejó su pipa—. Aquí dice que en la ciudad de Kankesanturai, en Ceilán, las salamandras atacaron un pueblo. Se dice que los del pueblo habían apaleado antes a algunas de ellas. «Hubo que llamar a la policía y a una compañía de soldados del pueblo», leyó en voz alta el señor Povondra, «y llegó a entablarse un tiroteo entre las salamandras y la gente. Hubo varios heridos por parte de los soldados»… —El señor Povondra dejó el periódico—. Esto no me gusta, mamá.
—¿Por qué? —se extrañó la señora Povondra, golpeando satisfecha con las tijeras en la ex isla de Ceilán—. ¡Si eso no tiene nada que ver!
—No sé —gruñó el señor Povondra, paseando agitado de un lado a otro de la habitación—, esto no me gusta nada. No, no me agrada. No debía haber tiroteos entre la gente y las salamandras.
—Quizás las salamandras no hacían más que defenderse —trató de apaciguarlo la señora Povondra, dejando el calcetín.
—Precisamente por eso —gruñó el señor Povondra intranquilo—. En cuanto esos bichos empiecen una vez a defenderse, ¡ya estamos listos! Es la primera vez que lo hacen… ¡Cristo! Esto no me gusta ni un poquito —el señor Povondra se detuvo—. Yo no sé… pero quizás, después de todo, no debía haber dejado pasar a aquel capitán para que hablase con el señor Bondy.