Karel Čapek La guerra de las salamandras

Libro Primero Andrias Scheuchzeri

CAPÍTULO PRIMERO Las rarezas del capitán Van Toch

Si busca usted en el mapa la islita de Tana Masa, la encontrará exactamente en el Ecuador, un poco al oeste de Sumatra. Pero si pregunta al capitán J. van Toch, a bordo del Kandong Bandoeng, qué es esa Tana Masa ante la cual acaba de echar anclas, maldecirá un rato y, después, le dirá que es el agujero más sucio de toda esta zona de los Estrechos, aún más miserable que Tana Bala y al menos tan maldito como Pinos o Banka; que el único hombre, con perdón, que vive allí, —sin contar, desde luego, a los piojosos batacos—, es un agente comercial borracho, un mestizo de cubano y portuguesa, y más ladrón, pagano y guarro que el cubano y la blanca juntos; y que si en el mundo hay algo maldito, señores, es la maldita vida en esa maldita Tana Masa. Después de lo cual, probablemente, le preguntará usted por qué, entonces, echó en ese lugar las malditas anclas, como si pensara quedarse tres malditos días, y Van Toch refunfuñará irritado y murmurará algo parecido a esto: que «el Kandong Bandoeng no navegaría hasta aquí solamente por la maldita copra o por aceite de palma, eso es fácil de entender y, además, a ustedes no les importa y hagan el favor, señores, de ocuparse de sus propios asuntos». Y maldecirá con tanta fluidez y amplitud como corresponde a un viejo capitán de barco, bien conservado para su edad.

Pero si en vez de hacerle preguntas impertinentes, deja usted al capitán van Toch jurar y maldecir para sí, acabará enterándose de muchas más cosas. ¿Acaso no se le nota que necesita desahogarse? ¡Déjelo en paz! Su amargura acabará encontrando, por sí sola, una vía de escape.

—Fíjese usted, señor —exclama el capitán—, a aquella gente nuestra de Amsterdam, a aquellos malditos judíos de allá arriba, se les ocurre de pronto: «¡Perlas, hombre! Averigüe dónde puede haber perlas.» Te dicen que la gente anda loca por las perlas y ¡nada más!

Aquí el capitán escupe asqueado.

—Está claro, ¡quieren invertir su dinero en perlas! Eso ocurre porque ustedes, todo el mundo, están pensando siempre en alguna de esas guerras o lo que sea… ¡El miedo del dinero!, eso es todo. ¡Y a esto le llaman crisis, señor mío!

El capitán van Toch duda un momento si ponerse a hablar con usted sobre cuestiones de economía política, porque, hoy en día, no se habla de otra cosa. Sólo que aquí, en Tana Masa, hace demasiado calor y uno se siente perezoso. El capitán van Toch hace un gesto con la mano y gruñe:

—¡Perlas! Es fácil decirlo, señor mío. En Ceilán las agotaron hace ya cinco años, en Formosa se ha prohibido pescarlas… Pero ellos… «…trate Vd., capitán van Toch, de encontrar nuevos bancos. Vaya usted a aquellas malditas islas, quizás encuentre en ellas algún criadero completo»…

El capitán se suena con desprecio en su pañuelo azul.

—Aquellas ratas europeas se imaginan que aquí se puede encontrar todavía algo desconocido por todo el mundo. ¡Dios mío! ¿Serán estúpidos? Como no quieran que les suene las narices a esos batacos, a ver si echan perlas… ¿Nuevos bancos? En Padang hay un nuevo burdel, eso sí, pero ¿nuevos bancos de perlas? Señores, yo conozco estas islas mejor que mis propios pantalones, desde Ceilán hasta esa maldita isla de Cliperton… Si alguien piensa que aquí se puede encontrar aún algo que proporcione alguna ganancia, pues ¡feliz viaje, señor mío! Treinta años hace que navego por estos mares y ahora quieren esos idiotas que les descubra todavía algo…

El capitán van Toch casi se ahoga de rabia al pensar en tan ofensiva exigencia.

—¡Que manden aquí a algún novato y les descubrirá tantas cosas que se quedarán boquiabiertos! Pero pedirle eso a uno que conoce el lugar como el capitán van Toch… ¡Compréndalo, señor! En Europa podrían descubrirse quién sabe cuántas cosas, pero, ¿aquí? Aquí la gente viene solamente a husmear lo que se puede zampar y, ¡ni siquiera zampar! Lo que se puede comprar y vender. Señor mío, si en estos malditos trópicos quedara todavía algo que tuviese algún precio, habría ya tres agentes, gesticulando y haciendo señas con sus sucios pañuelos a los barcos de siete naciones para que se detuvieran. Así es la cosa, señor. Yo esto lo conozco mejor que los empleados del Ministerio de Colonias de S.M. la reina… con perdón.

El capitán van Toch hace esfuerzos por dominar su justa indignación, lo que consigue después de maldecir y jurar un rato.

—¿Ve usted a esos dos miserables holgazanes? Son pescadores de perlas de Ceilán, Dios me perdone, cingaleses como el Señor los creó (aunque, en realidad, no puedo comprender por qué lo hizo). A esos los llevo ahora conmigo, señores, y si alguna vez encuentro un trocito de costa en el que no esté escrito «Agencia», «B'ata» o «Aduanas», los tiro al agua para que busquen perlas. El más pequeño de esos granujas bucea hasta una profundidad de ochenta metros; hace poco, en las islas Príncipe, pescó a una profundidad de noventa metros la manivela de una cámara cinematográfica, señor mío, pero, ¿perlas? ¡Ni soñarlo! Son unos inútiles codiciosos, estos cingaleses. Ésta es la maldita tarea que yo tengo, señores míos; hacer como que compro aceite de palma y, mientras, buscar nuevos criaderos de perlas. A lo mejor algún día se les ocurre que descubra un continente virgen, ¿no? Ésta no es una tarea apropiada para un honrado capitán mercante; el señor J. van Toch no es ningún maldito aventurero, no, señor.

Y así continúa hablando… El mar es grande y el océano del tiempo no tiene límites. Escupa en el mar, hombre, y verá que ni se mueve; cuéntele su destino y no se conmoverá. Y así, después de muchas preparaciones y rodeos, llegamos al momento en que el capitán J. van Toch, del barco holandés Kandong Bandoeng, lamentándose y maldiciendo, sube a un bote para que le lleve al kampong en Tana Masa y tratar con el agente borracho, mestizo de cubano y portuguesa, algunos asuntos comerciales.

—Lo siento, capitán —dijo finalmente el mestizo—, pero aquí en Tana Masa no llega a crecer ningún molusco. Estos cochinos batacos —añadió con un gesto de asco—, se comen hasta las medusas, están más tiempo en el agua que en la tierra y las mujeres apestan a pescado. ¡No se lo puede usted imaginar…! ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Usted me preguntaba por mujeres.

—¿Y no hay por aquí un trocito de litoral —preguntó el capitán—, donde no se metan en el agua esos batacos?

El mestizo negó con la cabeza:

—No lo hay, señor, como no sea en la Bahía del Diablo… pero aquello no es para usted.

—¿Y por qué?

—Porque… allí no puede ir nadie. ¿Le sirvo más, capitán?

—Gracias. ¿Hay tiburones allí?

—Tiburones y… lo demás… —balbuceó el mestizo—. Un mal sitio, señor. A los batacos no les gustaría que nadie metiese las narices allí.

—Pero, ¿por qué?

—Allí hay diablos, señor. Diablos marinos.

—¿Qué es eso de «diablo marino»? ¿Algún pez?

—No, ningún pez —respondió evasivo el mestizo—. Sencillamente, diablos, señor. Diablos submarinos. Los batacos los llaman Tapas. Dicen que esos diablos tienen su ciudad en el fondo del mar. ¿Le sirvo más bebida?

—¿Y qué forma tienen esos diablos marinos?

El mestizo se encogió de hombros.

—Como diablos, señor, sencillamente, como diablos. Yo vi uno una vez… mejor dicho, solamente su cabeza. Volvía en un bote del Cabo Haarlem… de pronto, justo delante de mí, salió del agua una cabezota…

—Bueno, ¿y cómo era? ¿A qué se parecía?

—En fin, la cabezota era, más o menos, como la de un bataco, pero completamente calva, señor.

—¿Y no sería un bataco?

—No lo era, señor. ¡En aquel lugar no hay bataco que se meta en el agua! Además, me hacía guiños con los párpados inferiores, señor —el mestizo tembló de horror al recordarlo—. Con los párpados inferiores que le cubrían casi todo el ojo. Así son los Tapas.

El capitán J. van Toch hizo rodar entre sus gruesos dedos el vasito con vino de palma.

—Y… ¿no estaría usted borracho? ¿No estaría usted como una cuba?

—Lo estaba, señor. De no ser así, no habría remado por aquel lugar. A los batacos no les gusta que nadie moleste a esos diablos.

El capitán van Toch negó con la cabeza.

—Mire, hombre, diablos no existen y, caso de existir, se parecerían a los europeos. Quizás fuese algún pez o algo parecido.

—¿Un pez? —tartamudeó el mestizo—. Un pez no tiene manos, señor. Yo no soy ningún bataco, señor, he ido a la escuela en Bandjoeng. Quizás me acuerde todavía de los Diez Mandamientos y de otras enseñanzas científicas. Un hombre culto sabe distinguir perfectamente un diablo de un animal. Pregúnteselo usted a los batacos, señor.

—Ésas son supersticiones de negros, hombre —aclaró jovialmente el capitán con la superioridad de un hombre culto—. Científicamente es algo sin sentido, pues un diablo no puede vivir en el agua. ¿Qué haría allí? No debes hacer caso de los cuentos de los nativos, muchacho. Alguien dio a ese golfo el nombre de “Bahía del Diablo” y, desde entonces, los batacos le tienen miedo. Así es la cosa —añadió el capitán, golpeando con su gruesa palma la mesa—, allí no hay nada, muchacho, eso está científicamente claro.

—Lo está, señor —asintió el mestizo que había ido a la escuela en Bandjoeng—, pero ningún hombre con sus cinco sentidos tiene nada que buscar en la Bahía del Diablo.

El capitán van Toch enrojeció.

—¿Cómo? —gritó—. ¿Crees que me voy a asustar de tus diablos? ¡Ya lo veremos! —dijo levantando con gran dignidad su mole de cien kilos de peso—. No voy a perder mi tiempo contigo, cuando tengo que ocuparme de negocios. Pero, ¡recuérdalo bien!, en las colonias holandesas no existe ningún diablo; si los hubiera sería, en todo caso, en las francesas. Allí es posible. Y, ahora, llámame al jefe de este maldito kampong.

No fue preciso esperar mucho tiempo al referido mandatario. Estaba sentado en cuclillas junto a la tienda del mestizo, chupando una caña de azúcar. Era un señor de cierta edad, completamente desnudo, aunque muchísimo más delgado de lo que acostumbran a ser los alcaldes europeos. Tras él, un poco retirada para conservar la distancia apropiada, estaba sentada en cuclillas toda la aldea, incluidos mujeres y niños, esperando seguramente que los fueran a filmar.

—Escucha, viejo —le dijo el capitán van Toch en malayo (podía haberle hablado también en holandés o inglés, porque el muy honorable viejo bataco no sabía una palabra de malayo, y todo el discurso del capitán se lo tenía que traducir al bataco el mestizo; pero por alguna razón, el capitán consideraba el malayo la lengua más adecuada). Escucha, viejo, necesitaría algunos muchachos grandes, fuertes, valientes, para que viniesen conmigo a pescar, ¿comprendes?, a pescar.

El mestizo hizo la traducción y el alcalde movió la cabeza afirmativamente, para demostrar que comprendía. Luego se volvió hacia el amplio auditorio y tuvo con su gente una conversación, con evidente éxito.

—El jefe dice —tradujo el mestizo— que toda la aldea irá con el señor capitán a pescar donde quiera.

—¿Lo ves? Diles, pues, que vamos a ir a pescar perlas a la Bahía del Diablo.

A esto siguió un cuarto de hora de agitadas discusiones en las que participó toda la aldea, principalmente las viejas. Por fin el mestizo se volvió hacia el capitán:

—Dicen, señor, que a la Bahía del Diablo no se puede ir.

El capitán empezó a enrojecer.

—¿Y por qué no?

El mestizo se encogió de hombros.

—Porque dicen que allí hay Tapa-tapas. Diablos, señor.

El capitán empezó a ponerse morado.

—Bien, pues diles que si no vienen… ¡les sacaré los dientes, les arrancaré las orejas, los colgaré y le prenderé fuego a todo este piojoso kampongl ¿comprendes?

El mestizo lo tradujo escrupulosamente y de nuevo siguió una larga deliberación. Finalmente, se volvió hacia el capitán.

—Dicen, señor, que irán a presentar una denuncia a la policía de Padang, que usted los ha amenazado… Dicen que contra eso hay leyes… El alcalde asegura que no va a dejar las cosas así…

El rostro del capitán van Toch tomó un tinte azulado…

—Bien, pues dile —gritó— que es un…

Y habló sin parar durante once minutos.

El mestizo lo tradujo hasta donde le bastó su reserva de palabras y, después de una larga pero efectiva discusión con los batacos, tradujo a su vez al capitán:

—Dicen, señor, que estarían dispuestos a no llevar el asunto a las autoridades si el capitán paga una multa al jefe local. Dicen —titubeó un momento— que doscientas rupias, pero yo creo que es demasiado… Ofrézcales sólo cinco.

La tez del capitán van Toch empezó a llenarse de manchas oscuras. Primero ofreció asesinar a todos los batacos del mundo, después lo rebajó hasta trescientos puntapiés y, finalmente, se hubiera conformado con disecar al alcalde para el Museo Colonial de Amsterdam. Por otra parte los batacos fueron rebajando también, de doscientas rupias a una bomba de hierro con una rueda, acabando por conformarse con que el capitán, como castigo, diese al alcalde un encendedor de gasolina.

—Déselo, señor —trataba de convencerlo el mestizo—, yo tengo tres en el almacén, pero sin mecha.

Así fue restablecida la paz en Tana Masa, pero el capitán J. van Toch sabía que ahora estaba en juego el prestigio de la raza blanca.


Al atardecer salió del barco Kandong Bandoeng un bote en el que se encontraban el capitán J. van Toch, el sueco Jensen, el islandés Gudmundson, el finlandés Gillemainen y dos cingaleses pescadores de perlas. El bote se dirigió a la Bahía del Diablo.

A las tres, al culminar la marea baja, el capitán estaba en la playa, el bote cruzaba a unos cien metros de la costa para ahuyentar a los tiburones, y los dos buzos cingaleses esperaban, con los cuchillos preparados, la señal para sumergirse en el agua.

—Bien, ahora tú —dijo el capitán señalando al más alto de los hombres desnudos. El cingalés saltó al agua, dio unas cuantas brazadas y después se sumergió. El capitán miró su reloj.

A los cuatro minutos y veinte segundos apareció, a unos sesenta metros a la izquierda, una cabeza oscura; con un extraño, desesperado y, al mismo tiempo, rígido apresuramiento, el cingalés se aferraba a los pedruscos, en una mano el cuchillo, en la otra una madreperla.

El capitán se enfadó.

—¿Qué pasa? —dijo secamente.

El cingalés seguía resbalando por las piedras, dando gritos de horror.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó el capitán.

¡Sahib, Sahib…! —pudo articular por fin el cingalés, y cayó desplomado en la playa. Luego, con la respiración entrecortada dijo: —¡Sahib, Sahib!

—¿Tiburones?

¡Djinns! —sollozó el cingalés— ¡Diablos, señor, miles de diablos! —se tapaba los ojos con los puños—. ¡Nada más que diablos, señor!

—¡A ver esa madreperla! —dijo el capitán, y la abrió con un cuchillo. En ella había una perlita pequeña y limpia.

—¿Y no has encontrado nada más?

El cingalés sacó todavía otras tres madreperlas del saquito que llevaba colgado al cuello.

—Hay madreperlas, señor, pero los diablos las están guardando… Me observaban cuando yo trataba de despegarlas…

Sus rizados cabellos se erizaron de espanto.

¡Sahib, aquí no!

El capitán abrió las madreperlas. Dos estaban vacías, pero en la tercera había una perla como un guisante, redonda como una gota de mercurio. La mirada del capitán van Toch iba de la perla al cingalés desplomado en el suelo.

—Oye, tú —dijo dudando—, ¿no quieres sumergirte una vez más?

El cingalés negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.

El capitán J. van Toch sintió en la lengua un gusto fuerte que lo incitaba a maldecir, pero con sorpresa advirtió que estaba hablando silenciosamente, casi con suavidad.

—¡No tengas miedo, muchacho! Y… ¿qué aspecto tienen esos… diablos?

—Parecen niños pequeños —tartajeó el cingalés—, tienen rabo, señor, y son así de altos —indicó un metro y unos veinte centímetros sobre el suelo—. Estaban a mi alrededor y miraban lo que hacía… formaban un círculo así… —el cingalés tembló—. \Sahib, sahib, aquí no!

El capitán van Toch reflexionó un momento.

—¿Y qué más?, ¿hacen guiños con los párpados inferiores, o cómo?

—No sé, señor —dijo con voz ronca el cingalés—. ¡Hay por lo menos diez mil!

El capitán miró al segundo cingalés. Estaba a unos ciento cincuenta metros de distancia y esperaba indiferente, con las manos cruzadas sobre los hombros. La verdad es que, cuando uno está desnudo, no tiene otro lugar en que poner las manos más que en sus propios hombros. El capitán le hizo una seña silenciosamente, y el pequeño cingalés saltó al agua. Al cabo de tres minutos y cincuenta segundos apareció agarrándose a los pedruscos con sus resbaladizas manos.

—¡Sal ya! —gritó el capitán, pero después lo miró con atención y empezó a saltar por las piedras en dirección a aquellas vacilantes manos. Uno nunca hubiese imaginado que un hombrón así pudiera saltar de esa manera. En el último momento agarró al cingalés por una mano y, ¡aupa!, lo sacó del agua. Luego lo colocó sobre las rocas y se secó el sudor. El muchacho yacía inerte; tenía una herida en la pantorrilla, probablemente causada con alguna piedra, pero, aparte de eso, estaba ileso. El capitán le levantó los párpados. Se veía solamente el blanco del ojo. No tenía ni madreperlas ni cuchillo.

En ese momento el bote con los marineros se acercó a la orilla.

—¡Señor! —gritó el sueco Jensen—, ¡hay algunos tiburones! ¿Van a seguir pescando?

—No —respondió el capitán—, vengan a recoger a estos dos.

Cuando regresaban al barco, Jensen llamó la atención del capitán van Toch.

—Mire usted, señor, qué poca profundidad hay en este lugar. Va desde aquí, directamente hasta la orilla —señalaba metiendo el remo en el agua—, como si hubiese algún dique bajo el agua.


Una vez en el barco, el pequeño cingalés recobró el conocimiento. Estaba sentado con la barbilla apoyada en las rodillas y le temblaba todo el cuerpo. El capitán despidió a la gente y se arrellanó en su asiento.

—Anda, desembucha —dijo—, ¿qué has visto?

—Diablos, djinns, sahib —tartajeó el pequeño cingalés—. Ahora empezaron a temblarle también los párpados y, por todo el cuerpo, se le puso la carne de gallina.

El capitán van Toch tosió un poco.

—Dime, ¿qué tipo tienen?

—Como… como…

El cingalés empezó a poner de nuevo los ojos en blanco. El capitán van Toch, con una agilidad inesperada, le dio unas bofetadas en ambas mejillas con el dorso de la mano, para hacerlo volver en sí.

—Gracias… sahib… —jadeó el pequeño cingalés, y en el blanco de sus ojos brillaron de nuevo las niñas.

—¿Ya estás bien?

—Sí, sahib.

El capitán van Toch continuó su interrogatorio con no poca paciencia y minuciosidad.

—Sí, allí hay demonios.

—¿Cuántos?

—Miles y miles. Son del tamaño de un niño de diez años, señor, casi negros. En el agua nadan, pero en el fondo andan sobre las patas traseras. En dos, como usted y yo, señor, pero, al mismo tiempo, van contoneándose, tin tan, tin tan, siempre tin tan… Sí, señor, también tienen manos como las personas. No, no son garras, más bien son parecidas a las manos de los niños. No, sahib, ni tienen cuernos ni son peludos. Sí, la cola un poco parecida a la de los peces, pero sin aletas. Y una cabezota redonda, como las de los batacos. No, no decían nada, señor, pero parecían masticar.

Cuando el cingalés despegaba las ostras a unos dieciséis metros de profundidad, sintió en la espalda el roce de unos dedos fríos. Se volvió y vio a su alrededor cientos y cientos de estos diablos, nadando y de pie en las rocas, todos mirando lo que hacía. Entonces tiró el cuchillo y las madreperlas y trató de salir a la superficie. En el camino tropezó con algunos que nadaban sobre él. De lo que ocurrió después, ya no sabía nada. El capitán van Toch contempló pensativo al tembloroso buzo. «Este muchacho ya nunca servirá para nada, —se dijo—, lo enviaré desde Padang a su tierra, Ceilán.» Refunfuñando y gruñendo se fue a su camarote. Una vez allí dejó caer sobre la mesa dos perlas, desde el cartuchito que las guardaba. Una era pequeñita como un grano de arena, y la segunda era como un guisante con brillo plateado, tirando a rosado. El capitán del barco holandés rezongó y sacó del armario su whisky irlandés.


A las seis se hizo llevar de nuevo en el bote a la aldea y, directamente, a aquel mestizo. «Toddy», dijo, y ésa fue la única palabra que pronunció. Sentado en la veranda, sostenía entre sus dedos rollizos el vaso de grueso vidrio, bebía y escupía, y miraba fijamente, bajo sus pobladas cejas, a las flacas y amarillentas gallinas que picoteaban Dios sabe qué en el sucio y pisoteado patio entre las palmeras. El mestizo se guardaba muy bien de hablar, limitándose a servirle vino de palma. Poco a poco, los ojos del capitán se pusieron sanguinolentos y sus dedos empezaron a moverse con dificultad. Anochecía ya cuando se levantó y se estiró los pantalones.

—¿Ya se va a dormir, capitán? —le preguntó cortésmente el mestizo de demonio y diablo.

El capitán alzó un dedo en el aire.

—¡Tendría gracia —dijo— que hubiese en el mundo diablos que yo no conociera! Oye, tú, ¿dónde está ese maldito noroeste?

—Por ahí —señaló el mestizo—. ¿A dónde va, capitán?

—¡Al infierno! —dijo con voz ronca el capitán J. van Toch—. Voy a echarle una mirada a la Bahía del Diablo.

Aquella noche comenzaron las rarezas del capitán J. van Toch. Volvió al kampong al amanecer y no pronunció ni una palabra. Se hizo llevar al barco, donde se encerró en su camarote hasta que anocheció. Esto todavía no extrañó a nadie, porque el Kandong Bandoeng tenía mucho que cargar en la bendita isla de Tana Masa (copra, pimienta, alcanfor, gutapercha, aceite de palma, tabaco y mano de obra). Pero cuando le anunciaron por la noche que la mercancía estaba ya embarcada, solamente rezongó y dijo:

—¡Un bote! ¡A la aldea!

Y volvió de nuevo al amanecer. El sueco Jensen, que lo ayudó a subir a cubierta, le preguntó solamente por cortesía:

—Entonces, ¿continuaremos hoy el viaje, capitán?

El capitán se volvió como si le hubiesen pinchado en el trasero.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Durante todo el día estuvo el Kandong Bandoeng con las anclas echadas, a un nudo de distancia de la costa de Tana Masa, sin hacer nada. Al anochecer salió el capitán de su camarote y ordenó: —¡Un bote! ¡A la aldea!

El pequeño griego Zapatis lo miró con un ojo ciego y el otro bizco.

—Muchachos —tartamudeó—, o nuestro viejo tiene allá una novia, o se ha vuelto completamente loco.

El sueco Jensen frunció el ceño.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Luego, con ayuda del islandés Gudmundson, bajó un bote pequeño y remaron en dirección a la Bahía del Diablo. Llegaron con el bote hasta los pedruscos y esperaron a ver qué iba a pasar. El capitán llegó a la Bahía; parecía que esperaba a alguien. Al cabo de un momento se paró y llamó: «Chiss, chiss, chiss…»

—¡Mira! —dijo Gudmundson señalando al mar, ahora rojo y dorado por la puesta de sol.

Jensen contó dos, tres, cuatro, seis aletas, afiladas como cuchillos, que se dirigían a la Bahía del Diablo.

—¡Caramba! —exclamó Jensen—. ¡Vaya cantidad de tiburones que hay por aquí!

A cada momento desaparecían un par de aletas, sobre el agua se agitaba una cola, formándose luego un remolino. Entonces el capitán van Toch empezaba a saltar furioso en la orilla, maldiciendo y amenazando a los tiburones con el puño. Después llegó el rápido crepúsculo tropical y la luna brilló sobre la isla. Jensen tomó los remos y acercó el bote hasta unos doscientos metros de la orilla. El capitán se había sentado sobre las piedras y hacía: «Chiss, chiss, chiss…»

Algo se movía a su alrededor, pero no se divisaba bien qué era.

—Parecen focas —pensó Jensen—, pero las focas se arrastran de otra manera.

Salían del agua por entre las piedras y se contoneaban como pingüinos. Jensen remó silenciosamente y se aproximó a unos cien metros del capitán. Sí, el capitán decía algo, pero ¡ el diablo podía entenderlo! Parecía malayo o tamules. Extendía las manos como si echase algo a aquellas focas («Pero no son focas» se decía Jensen) y, al mismo tiempo, les hablaba en chino o malayo.

En ese momento se le escapó a Jensen el remo de la mano y fue a parar al agua. El capitán alzó la cabeza, se levantó, dio unos treinta pasos hacia el agua, y de pronto empezó a brillar y estallar algo. El capitán disparaba su browning en dirección al bote. Casi simultáneamente se oyó en el golfo un ligero susurro y, después, un ruido como si miles de focas se zambullesen de pronto en el agua. Pero ya Jensen y Gudmundson habían cogido los remos y, como un rayo, alejaban el bote hasta que quedó escondido tras las rocas más cercanas. Cuando volvieron al barco no dijeron a nadie ni una palabra. Esos nórdicos, desde luego, saben callar cuando es preciso. Por la madrugada llegó el capitán. Su aspecto era malhumorado y cruel, pero no habló. Sólo cuando Jensen le ayudó a subir a bordo, se encontraron dos pares de ojos azules en una mirada fría e inquisitiva.

—Jensen —dijo el capitán.

—Sí, señor.

—Partimos hoy.

—Sí, señor.

—En Surabaya recibirá su libreta.

—Sí, señor.

Y eso fue todo. Ese día el Kandong Bandoeng salió hacia Padang. Desde allí envió el capitán J. van Toch a su sociedad de Amsterdam un paquetito asegurado en mil doscientas libras esterlinas y, al mismo tiempo, una petición cablegráfica de un año de vacaciones. Urgentes razones de salud, etc… Después deambuló por Padang hasta encontrar la persona que buscaba. Era un salvaje de Borneo, un dayak, por el que se interesaban de vez en cuando los viajeros ingleses como cazador de tiburones, solamente por el placer de ver cómo los mataba. Porque el dayak trabajaba todavía a la antigua, armado solamente con un enorme cuchillo. Era, seguramente, caníbal, pero tenía su precio fijo: cinco libras por tiburón, además de las comidas. Aparte de eso causaba una impresión terrible, porque en los brazos, pecho y piernas tenía la piel rasguñada por los tiburones, y las narices y oídos adornados con dientes de tiburón. Le llamaban Shark, o tiburón.

Y con este dayak se estableció el capitán J. van Toch en la isla de Tana Masa.

CAPÍTULO II Los señores Golombek y Valenta

Era un verano demasiado caluroso para poder escribir algo, uno de esos veranos en los que no ocurre nada, pero absolutamente nada, en los que no se hace política y ni siquiera existe la «cuestión europea». Y, sin embargo, también en esa época los lectores de periódicos, tumbados en la agonía del aburrimiento a la orilla del agua o a la escasa sombra de los árboles, desmoralizados por el calor, la naturaleza, la tranquilidad campestre y, en resumen, por la vida sencilla y sana de las vacaciones, esperan cada día, para desilusionarse después, que los periódicos traigan algo nuevo, refrescante, algún crimen, una guerra o un terremoto. En fin, ¡ALGO! Y si no lo hay, tiran el diario amargados diciendo que «en los periódicos ya no hay nada, pero absolutamente nada que leer, y que no renovarán su suscripción».

Y mientras tanto, en la redacción están sentados cinco o seis individuos abandonados, porque los otros colegas se han ido también de vacaciones y estarán tirando con desprecio los periódicos, quejándose de que en todo el número no hay NADA, pero absolutamente NADA que valga la pena. Y de la linotipia sale el señor tipógrafo diciendo en tono de reproche: «¡Señores, señores, todavía no tenemos el artículo de fondo para mañana!»

—Bueno, pues ponga usted ese artículo sobre la situación económica en Bulgaria —sugiere uno de los abandonados.

El señor tipógrafo suspira ruidosamente.

—¿Pero quién va a leer eso, redactor? Otra vez no habrá en todo el periódico NADA que valga la pena.

Seis caballeros abandonados levantan sus ojos hacia el techo, como si en él pudieran descubrir ALGO que se pueda leer.

—Si de pronto pasara algo… —sugiere uno.

—O si tuviéramos algún reportaje interesante —añade otro.

—¿Sobre qué?

—¡Qué sé yo!

—O… si se inventara alguna nueva vitamina —refunfuña un tercero.

—¿Ahora en verano? —replica el cuarto—. Hombre, las vitaminas son cosas instructivas. Eso pegaría mejor en el otoño, cuando empiezan las clases.

—Dios mío, ¡qué calor! —dice bostezando el quinto—. Deberíamos escribir algo sobre las regiones polares.

—Pero, ¿qué?

—Bueno, algo como aquello del esquimal Welzl. Dedos helados, hielos perpetuos y cosas parecidas.

—Es fácil decirlo —interviene el sexto—, pero ¿de dónde sacarlo?

Un silencio sin esperanzas se extiende por la redacción.

—Yo estuve el domingo en Jevícko —dice dudando el señor tipógrafo.

—¿Y qué?

—Parece ser que está allí de vacaciones un tal capitán van Toch. Dicen que nació en Jevícko.

—¿Qué van Toch?

—Uno gordo. Dicen que es capitán de un barco, ese van Toch. Algunos aseguran que ha sido pescador de perlas.

Golombek miró al señor Valenta.

—¿Y dónde las pescaba?

—En Sumatra y en las Célebes… en fin, por aquellos parajes. Parece ser que vivió allí unos treinta años.

—Hombre, no es mala idea —dice el señor Valenta—. Podría hacerse un reportaje formidable. ¿Vamos, Golombek?

—Bueno, podemos probar —decide el señor Golombek bajando de la mesa en la que está sentado.


—Aquel señor es —dijo el posadero de Jevícko. En el jardín, junto a una mesa, se arrellanaba en su asiento un hombre gordo con una gorra blanca de marinero, bebiendo cerveza y garabateando con su dedo índice en el mantel. Los dos señores se dirigieron a él.

—Redactor Valenta.

—Redactor Golombek.

El señor grueso alzó la vista.

—Whatf ¿Qué?

—Soy el redactor Valenta.

—Y yo el redactor Golombek.

El señor grueso se levantó con dignidad.

—Capitán J. van Toch, servidor de ustedes. Very glad. Siéntense, muchachos, por favor.

Los dos señores se sentaron satisfechos.

—¿Qué beberán, muchachos?

—Un refresco de frambuesa —indicó el señor Valenta.

—¿De frambuesa? —repitió incrédulo el capitán—. ¿Por qué? ¡Posadero! Tráigales unas cervezas. Bien. ¿Y qué es lo que quieren? —dijo apoyando el codo sobre la mesa.

—¿Es cierto que nació usted aquí, señor van Toch?

—Sí. Aquí he nacido.

—Por favor, dígame, ¿cómo llegó usted al mar?

—Vía Hamburgo.

—¿Y cuánto tiempo ha sido usted capitán?

—Veinte años, muchachos. Y la documentación la tengo aquí —dijo golpeando enérgicamente el bolsillo de su chaqueta—, para enseñársela a quien la quiera ver.

El señor Golombek tenía grandes deseos de verla, pero se contuvo.

—En esos veinte años, capitán, habrá visto usted una buena parte del mundo, ¿no es así?

—Sí, un buen pedacito. Sí.

—¿Y dónde ha estado?

—En Java, Borneo, Filipinas, las islas Fidji, las Solomón, las Carolinas, Samoa, la maldita isla de Cliperton. Una serie de malditas islas, muchachos. ¿Por qué lo preguntan?

—Por nada, porque es interesante. Nos gustaría que nos contase muchas cosas, ¿sabe?

—¡Aja! Entonces ustedes preguntan sin ton ni son, ¿no?

El capitán fijó en ellos sus ojos azul pálido.

—¿No son ustedes de la pólice? Quiero decir, de la policía, ¿no?

—No, capitán. Somos periodistas.

—¡Ah, de los periódicos! Reporteros, ¿eh? Entonces pueden escribir: Capitán J. van Toch, capitán del barco Kandong Bandoeng.

—¿Cómo ha dicho?

Kandong Bandoeng, de puerto Surabaya. Objeto del viaje: vacances… ¿cómo se dice?

—Vacaciones.

—Ah, sí, vacaciones. Pongan entonces en el periódico quién llegó a puerto. Y ahora, guarden ya sus notas, jóvenes. ¡A su salud, muchachos!

—Señor van Toch, hemos venido para que usted nos cuente algo de su vida.

—¿Y por qué?

—Para escribirlo en nuestro periódico. Al público le interesará mucho leer algo sobre los países lejanos y lo que pasó y vivió en ellos su compatriota, un checo natural de Jevícko.

El capitán asintió con la cabeza.

—Es cierto, muchachos, soy el único capitán de Jevícko. Así es la cosa. Dicen que también hay aquí un capitán, pero será de alguna mecedora… Yo creo que no es un verdadero capitán —añadió confidencialmente—. Eso se mide según el tonelaje del barco, ¿saben ustedes?

—¿Y qué tonelaje tiene su barco, capitán?

—Mil doscientas toneladas, muchachos.

—Entonces, usted es un gran capitán.

—Sí, muy grande —dijo van Toch con dignidad—. Muchachos, ¿tienen dinero?

Los dos señores se miraron un poco confusos.

—Tenemos, pero poco. ¿Acaso necesita usted, capitán?

—Sí. Necesitaría.

—Ya lo ve. Si nos cuenta muchas cosas, lo escribiremos en los periódicos y usted recibirá dinero.

—¿Cuánto?

—Quizá… algunos miles —dijo magnánimo el señor Golombek.

—¿En libras esterlinas?

—No, en coronas checoslovacas.

El capitán J. van Toch movió la cabeza.

—Coronas no quiero, tengo bastantes, muchachos. —Sacó del bolsillo del pantalón un gran paquete de billetes y dijo—: ¿Ven?

Después apoyó el codo en la mesa y se inclinó hacia los dos señores.

—Señores, yo podría proporcionarles un big business. ¿Cómo se dice?

—Un gran negocio.

Yes, un gran negocio. Pero ustedes tendrían que poner quince… ¡esperen!, quince o dieciséis millones de coronas. ¿Qué les parece?

Los dos señores se miraron una vez más algo intranquilos. Los redactores, desde luego, tienen sus experiencias sobre las más extraordinarias clases de locos, estafadores e inventores.

—Esperen —dijo el capitán—, puedo mostrarles algo. —Buscó con sus gruesos dedos en el bolsillo del chaleco, sacó algo y lo puso sobre la mesa. Eran tres perlas rosadas del tamaño de huesos de cerezas. —¿Entienden ustedes de perlas?

—¿Qué valor pueden tener? —jadeó el señor Valenta.

Yes, lots ofmoney, muchachos. Éstas las llevo solamente como muestra. Bueno qué, ¿quieren asociarse conmigo? —dijo alargando a través de la mesa su amplia mano.

El señor Golombek suspiró.

—Señor van Toch, ¡tanto dinero!…

—¡Alto! —le interrumpió el capitán—. Ya sé… tú no me conoces, pero pregunta por el capitán van Toch en Surabaya, en Batavia, en Padang, ¡donde quieras! Ve y pregunta, y todos te dirán: «Yes, Captain van Toch, he is as good as his word.»

—Señor van Toch, no es que no le creamos —protestó el señor Golombek—, pero…

—¡Espera! —ordenó el capitán—. Ya sé, tú no quieres dar tu bonito dinero sólo porque sí. ¡Eso es elogiable, muchacho! Pero vas a invertir tu dinero en un barco, ¿comprendes? Tú compras el barco, te conviertes en naviero y podrás venir conmigo. Yes, puedes venir y verás cómo lo administro. Pero el dinero que se saque con él serífifty-fifty. Es un negocio honrado, ¿no?

—Pero, señor van Toch —pudo articular por fin el señor Golombek un poco agobiado—, ¡si no tenemos tanto dinero!

—¡Aja! Eso ya es otro cantar —dijo el capitán—. Sorry, señores, pero entonces no comprendo por qué han venido a verme.

—Para que nos cuente su vida, capitán. ¡Usted debe de haber vivido tantas experiencias!

—Eso sí, muchachos; ¡muchas experiencias tengo yo!

—¿Ha naufragado usted alguna vez?

—¿Qué quiere decir? Ship-wrecking? ¡Eso no! ¿Qué te has creído tú, hombre? Si me das un buen barco, no puede ocurrir-le nada. Si quieres informes sobre mí, pregunta en Amsterdam, pregunta.

—¿Y qué tal los nativos de aquellas islas? ¿Conoció usted a muchos nativos?

El capitán van Toch sacudió la cabeza.

—Eso no es tema para gente culta. Esas cosas se callan.

—Pues cuéntenos cualquier otra cosa.

Yes, contar —gruñó el capitán con desconfianza—. Y ustedes, después, van con el cuento a cualquier compañía y ella envía allí sus barcos. Te digo, my lad, que la gente es muy ladrona. Y los más ladrones son esos banqueros de Colombo.

—¿Ha estado muchas veces en Colombo?

Yes, muy a menudo. Y también en Bangkok y en Manila. ¡Jóvenes! —dijo de pronto—, yo sé de un barco muy útil a un precio muy barato, que está en Rotterdam. Vengan conmigo a verlo. Rotterdam está ahí al lado —y señaló con el índice por encima del hombro—. Ahora los barcos están muy baratos, a precio de chatarra. Éste es un barco de unos seis años, con motor diesel. ¿Quieren verlo, muchachos?

—No tenemos tiempo, señor van Toch.

—¡Qué gente tan rara son ustedes! —suspiró el capitán, y se sonó ruidosamente en el cielo azul de su inmenso pañuelo—. ¿Y no saben de alguien que quiera comprar un barco?

—¿Aquí, en Jevícko?

Yes, aquí o cerca de aquí. Yo quisiera que este gran negocio lo hiciese alguien de mi tierra.

—Es usted muy bondadoso, capitán.

Yes, porque los otros son demasiado ladrones y, además, no tienen dinero. Ustedes, como periodistas, deben conocer a los peces gordos de por aquí, banqueros, shipowners… ¿cómo se dice? ¿navegadores?

—Navieros. No, no conocemos a nadie, señor van Toch.

—¡Es lástima! —exclamó contrariado el capitán.

El señor Golombek trató de recordar.

—Quizá conozca usted al señor Bondy.

—¿Bondy?… ¿Bondy?… ¡Espera! Ese nombre me suena—el capitán reflexionó—. Bondy… Yes, en Londres hay una Bond Street en la que vive gente muy rica. ¿No tendrá ese tipo algún comercio en Bond Street, muchachos?

—No, señor, vive en Praga y creo que nació en Jevícko.

—¡Caramba! —exclamó alegremente el capitán—, tienes razón, muchacho. Aquél que tenía en la plaza una tienducha en la que vendía de todo. Yes, Bondy… ¿Cómo se llamaba?… Max, Max Bondy. ¿Así que, ahora, tiene un comercio en Praga?

—No, el que usted dice es el padre. Este Bondy se llama G.H., el presidente G.H. Bondy, capitán.

—G.H. —negó con la cabeza el capitán—, G.H. no había ninguno. Como no sea Gustl Bondy… pero él no era presidente ni mucho menos. Un judiíto pecoso… ¡No puede ser él!

—Sí que puede ser él, señor van Toch. ¡Hace muchos años que usted no lo ha visto!

—Tienes razón, ¡muchísimos años! Puede que ese Gustl ya sea mayor. ¿Y qué hace?

—Es presidente del Consejo de Administración de la M.E.A.T. ¿sabe?, esa fábrica grande que construye calderas y cosas parecidas. Y, además, presidente de unas veinte sociedades y trusts. Un gran señor, capitán van Toch. Lo llaman el capitán de nuestra industria.

—¿Capitán? —se extrañó van Toch—. Entonces, ¡no soy el único capitán de Jevícko! ¡Caramba! Así que Gustl es también capitán. Tendré que ir a verlo. Y, ¿tiene dinero?

—¡Ya lo creo! ¡Montones de dinero, señor van Toch! Ése tendrá sus buenos cientos de millones. Es el hombre más rico del país.

El capitán van Toch estaba pensativo.

—¡Y también capitán!… Muchas gracias, muchachos. Voy a buscar a ese Bondy; / know, yes, Gustl Bondy. Un judiíto pequeño era… Y ahora es el capitán G.H. Bondy. Yes, yes… ¡cómo vuela el tiempo! —dijo suspirando melancólicamente.

—Capitán, nosotros tenemos que irnos ya para no perder el tren de la noche.

—Les acompañaré hasta el puerto —dijo el capitán con la fuerza de la costumbre, y empezó a levar anclas.

—Me alegro de que hayan venido, señores. Conozco a un redactor en Surabaya, buen muchacho, yes, a good friend of mine. Un tremendo borracho, jovencitos. Si tienen interés, les puedo buscar un puesto en el periódico de Surabaya. ¿No quieren? ¡Está bien, muchachos!

Al ponerse en marcha el tren, el capitán J. van Toch les dijo adiós, despacio y con solemnidad, agitando su inmenso pañuelo azul. Al hacerlo, se le cayó al suelo una gran perla, de forma irregular. Perla que nunca encontró nadie.

CAPÍTULO III G.H. Bondy y su paisano

Es cosa sabida que, cuanto más importante es una persona, menos tiene escrito en la placa de su puerta. Un señor como el viejo Max Bondy, de Jevícko, tenía carteles sobre su tienda, a los lados de las puertas y en las ventanas, que decían que allí estaba Max Bondy, comerciante en toda clase de artículos al detalle, ajuares para novias, batistas, toallas, servilletas, manteles y sábanas, holandas y algodones, paño de primera calidad, sedas, cortinas, visillos, pasamanería y todo lo necesario para coser. Casa fundada en el año 1885.

Su hijo G.H. Bondy, capitán de industria, presidente de la sociedad M.E.A.T., consejero de la Cámara de Comercio, consejero de la Bolsa, vicepresidente de la Sociedad de Industriales, Cónsul de la República del Ecuador, miembro de muchos consejos de administración, etc., etc., tenía en su puerta una sencilla placa de cristal negro con letras doradas, en la que decía simplemente:



Nada más. Solamente Bondy. Hay otros que escriben en sus puertas: «Julio Bondy, representante de la firma tal o cual», o «Dr. Ervin Bondy» o «S. Bondy y Compañía». Pero hay sólo un «Bondy» que es sencillamente «Bondy», sin ninguna indicación adicional. Según tengo entendido, el Papa tenía también escrito en su puerta solamente «PÍO», sin ningún título ni número. Y Dios no tiene puesta placa ni en la Tierra ni en el Cielo. Eso ya lo debes de saber tú, ¡hombre!, que Él vive allí. Pero esto no viene a cuento, y quede mencionado solamente, entre paréntesis.

Ante aquella placa de cristal se paró, un día de calor agobiante, un señor con una gorra blanca de capitán de marina, y se limpió el pescuezo con su pañuelo. «¡Maldita casa de nobles!» pensó, y un poco inseguro tiró del mango de latón de la campanilla.

En la puerta apareció el portero Povondra, midió con los ojos a aquel inmenso caballero, desde los pies hasta los galones de la gorra, y dijo con cierta reserva:

—¿Qué desea usted?

—Oye, muchacho —resonó la voz del inmenso caballero—, ¿vive aquí un tal señor Bondy?

—¿Desea usted?… —preguntó el señor Povondra con frialdad.

—Dígale que quisiera hablarle el capitán J. van Toch, de Surabaya… Yes —dijo recordando—, aquí está mi tarjeta. Y entregó una tarjeta de visita al señor Povondra, en la que, bajo un ancla, estaba impreso lo siguiente:

El señor Povondra inclinó la cabeza y vaciló un momento. «¿Debo decirle que el señor Bondy no está en casa? ¿O que lo siento, pero que el señor Bondy tiene una importante conferencia?» Hay visitas que se deben anunciar, y otras que un portero como es debido resuelve por sí mismo. El señor Povondra sintió una atormentadora ausencia de intuición, que era la que le había ayudado siempre en casos parecidos. Aquel grueso caballero no podía contarse entre la acostumbrada clase de visitas que no se anuncian. No parecía ni agente comercial, ni funcionario de alguna sociedad benéfica.

Mientras tanto, el capitán J. van Toch se limpiaba la frente con su pañuelo azul, y curioseaba el recibidor.

—¡Caramba! ¡qué bien puesta tiene la casa Gustl! Parece el salón de uno de esos barcos que navegan de Rotterdam a Batavia. ¡Qué dineral debe de costar todo esto! Y entonces era un judiíto lleno de pecas… —se extrañaba el capitán.

Mientras, G.H. Bondy miraba sorprendido la tarjeta del capitán.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó pensativo.

—No sé, señor —contestó respetuosamente el señor Povondra.

El señor Bondy tenía todavía en sus manos la tarjeta. Un ancla. Capitán J. van Toch, Surabaya. «¿Dónde está Surabaya? ¿No es por Java?» El señor Bondy sentía la impresión de algo extraño, lejano. «Kandong Bandoeng… eso suena a golpes de gong. Surabaya… Y hoy, precisamente, hace un tiempo verdaderamente tropical. Surabaya…»

—Bien, ¡hágalo pasar! —ordenó el señor Bondy.

En la puerta apareció un hombre inmenso, con una gorra de capitán de marina, que le saludaba.

G.H. Bondy salió a su encuentro.

Very glad to meet yon, captain. Please, come in.

—¡Hola, hola, señor Bondy! —exclamó jovialmente el capitán.

—Pero… ¿usted es checo? —dijo extrañado el señor Bondy.

Yes, checo. Nosotros, señor Bondy, nos conocemos de Jevícko. Tienda de granos van Toch. Do you remember?

—Cierto, cierto —se alegró ruidosamente Bondy, pero sintiendo como una especie de decepción. (¡Así que no es holandés!)

—Sí, la tienda de granos van Toch, en la plaza, ¿verdad? No ha cambiado usted mucho, señor van Toch. ¡Siempre el mismo viejo! Y, ¿qué?, ¿cómo le va la tienda?

—Gracias —contestó el capitán atentamente—. Papá hace tiempo que se fue… ¿cómo se dice?

—¿Murió? ¡Caramba, caramba! ¡Si es verdad! Usted debe de ser el hijo. —Los ojos del señor Bondy se animaron con los recuerdos—. ¡Hombre de Dios! ¿No es usted aquel van Toch con el que me pegaba yo en Jevícko cuando éramos pequeños?

Yes, yes, ése soy yo —confirmó el capitán seriamente—. Por ese motivo me mandaron mis padres a Moravská Ostrava.

—Peleábamos muy a menudo, pero usted era más fuerte que yo —reconocía sinceramente el señor Bondy.

—Sí, sí. Usted entonces era un judiíto flacucho, y aguantaba mucha leña en el trasero… ¡Muchísima!

—Es verdad, mucha leña —recordó G.H. Bondy conmovido.

—Bueno, siéntese, paisano. Es usted muy amable al haberse acordado de mí. Y, ¿de dónde sale, capitán?

El capitán van Toch se sentó dignamente en el sillón de cuero y colocó su gorra en el suelo.

—Estoy aquí de vacaciones, señor Bondy. Sí, así es. Eso mismito.

—¿Recuerda usted —dijo enfrascándose en los recuerdos el señor Bondy— cómo gritaba persiguiéndome: «Judío, judío, te llevará el demonio»?…

Yes —dijo el capitán, y trompeteó conmovido en su pañuelo azul—. ¡Ay, sí, qué tiempos más hermosos aquéllos, muchacho! ¡Qué se le va a hacer! El tiempo vuela. Ahora los dos somos capitanes y ambos de bastante edad.

—Es verdad, usted es capitán—, recordó el señor Bondy ¡Quién lo hubiera dicho! Captain of long distances… ¿se dice así?

Yes, sir. A bighseaer. East India and Pacific Lines, sir.

—¡Hermosa profesión! —suspiró el señor Bondy—. Me cambiaría ahora mismo con usted, capitán. Tiene que contarme muchas cosas.

—Eso es lo que quiero —se animó el capitán—. Yo quisiera contarle algo, señor Bondy. Una cosa muy interesante, joven-cito.

El capitán J. van Toch miró intranquilo a su alrededor.

—¿Busca usted algo, capitán?

Yes, ¿tú no bebes cerveza, señor Bondy? A mí me ha entrado una sed en mi viaje desde Surabaya…

El capitán empezó a buscar en los inmensos bolsillos de su pantalón y sacó un pañuelo azul, un saquito de tela con algo dentro, una bolsa de tabaco, una navaja, un compás y un fajo de billetes de banco.

—Quisiera enviar a alguien a por cerveza. Quizá ese stewart que me trajo a esta cabina…

El señor Bondy tocó el timbre.

—¡Déjelo, capitán! Encienda, mientras tanto, uno de estos cigarros.

El capitán tomó un puro con anillo negro y dorado y lo olfateó.

—Esto es tabaco de Lombok. Allí son grandes ladrones, a decir verdad.

Y luego, ante los ojos horrorizados del señor Bondy, aplastó el costoso puro en su potente palma y metió la picadura en su pipa.

—Sí, Lombok o Surabaya.

Mientras tanto, apareció en la puerta el señor Povondra.

—Traiga cerveza —ordenó el señor Bondy.

El señor Povondra alzó las cejas.

—¿Cerveza?… y… ¿cuánta?

—Un galón —gruñó el capitán, aplastando la cerilla encendida contra la alfombra—. En Aden hacía un calor terrible, muchacho. Yo tengo una novedad que contarte, señor Bondy. De las islas de la Sonda, ¿sabes? Allí se podría hacer un negocio formidable. A big business. Pero para eso, tendría que contarte toda… ¿cómo se dice?, the story, ¿no?

—La historia.

Yes. Es una magnífica historia, señor. Espere —el capitán clavó en el techo sus azules ojos color nomeolvides—. No sé por dónde empezar.

«Otro negocio» —pensó G.H. Bondy. «¡Señor, qué aburrimiento! Me va a decir que podría exportar máquinas de coser a Tasmania, o calderas de vapor e imperdibles a las Fidji. ¡Formidable negocio! ya sé… Para eso ha venido. ¡Al demonio! Yo no soy ningún tendero. Tengo fantasía, soy un poeta a mi manera. ¡Cuénteme, marinero, de las Sindibads o de Surabaya, o de las islas Fénix. ¿No te llevó a su nido un grifo? ¿No vuelves con un cargamento de perlas, canela y bezoar? ¡Venga hombre, empieza a mentir!»

—Bien, creo que empezaré por lo de aquellos animales — dijo el capitán.

—¿Por qué animales? —preguntó extrañado el financiero Bondy.

—Bueno, con esos… ¿cómo se dice? … lizards.

—¿Lagartos?

Yes, ¡caramba!, lagartos. Allí hay unos lagartos, señor Bondy…

—¿Dónde?

—En una de aquellas islitas. El nombre no se lo puedo decir, muchacho. Es un gran secreto, que vale muchos millones. —El capitán van Toch se secó la frente con su pañuelo—. Oye, ¿dónde está esa cerveza?

—En seguida la traen, capitán.

Yes. Está bien. Para que usted lo sepa, señor Bondy, son animales muy simpáticos y muy buenos, esos lagartos. Yo los conozco muy bien, muchacho —el capitán dio un puñetazo en la mesa—: y eso de que son diablos, es una gran mentira. A damned lie, sir. Más fácil es que usted o yo seamos diablos, ¡yo, el capitán van Toch, señor! Puede usted creerme.

G.H. Bondy empezó a inquietarse. «Delirium» se dijo. «¿Dónde estará ese maldito Povondra?»

—Allí hay unos cuantos miles de lagartos, pero los devoran esos… ¡caramba! ¿cómo se dice? Sharks.

—¿Tiburones?

Yes, tiburones. Por eso son tan escasos esos lagartos, señor Bondy, y solamente existen en un lugar de la costa que no le puedo decir.

—Entonces, ¿esos lagartos viven en el mar?

Yes, en el mar. Solamente cuando anochece salen a la orilla, pero a las pocas horas tienen que volver de nuevo al agua.

—¿Y qué aspecto tienen? —el señor Bondy se esforzaba por ganar tiempo hasta que volviese el maldito Povondra.

—Bueno… por el tamaño serían como focas, pero cuando caminan sobre las patas de atrás, entonces son así de altos —señalaba el capitán—. No se puede decir que sean bonitos, ¡eso no! No están cubiertos por esas laminillas…

—¿Escamas?

Yes, escamas. Están completamente pelados, señor, como las ranas y las salamandras, y sus patas delanteras son como las manitas de los niños, pero con cuatro dedos. ¡Son tan infelices! —añadió compasivo el capitán—, pero muy listos y muy simpáticos, señor Bondy. —El capitán se puso en cuclillas y en esa posición empezó a balancear su enorme cuerpo de un lado para el otro—. Así andan aquellos lagartos, señor Bondy.

El capitán van Toch se esforzaba por dar cierto ritmo ondulante a sus movimientos y, al mismo tiempo, levantaba las manos como un perrito pedigüeño, clavando en el señor Bondy sus ojos color nomeolvides, que parecían implorar simpatía.

G.H. Bondy estaba fuertemente impresionado y, podría decirse, «humanamente avergonzado». Y para colmo de sus males, apareció en la puerta el silencioso señor Povondra con la jarra de cerveza, y levantó sorprendido sus expresivas cejas al ver la posición poco digna del capitán.

—¡Deje aquí la cerveza y váyase! —exclamó apresuradamente el señor Bondy.

El capitán se levantó resollando.

—Así son esos animalitos, señor Bondy. ¡A su salud! — dijo, y bebió con ganas—. Tienes buena cerveza, muchacho, eso hay que reconocerlo. Una casa como la que tienes tú… —el capitán se secó los bigotes.

—¿Y cómo encontró usted esos lagartos, capitán?

—Eso es, precisamente lo que quiero contarle, señor Bondy. Pues ocurrió lo siguiente: Un día fui a pescar perlas a Tana Masa —el capitán se detuvo de pronto—, bueno, por allí. Era en otra isla, pero su nombre es mi secreto, jovencito. La gente es ladrona, muy ladrona, señor Bondy, y uno tiene que saber cerrar el pico. Y cuando aquellos dos malditos cingaleses arrancaban bajo el agua las sbells ésas de las perlas…

—¿Madreperlas?

Yes. Esas madreperlas están pegadas a las rocas, tan firmes como los judíos a su fe, y hay que arrancarlas con cuchillos. Pues bien, aquellos lagartos se pusieron a mirar lo que hacían los cingaleses, y esos malditos creyeron que eran diablos marinos. ¡Son gente poco culta, esos cingaleses y batacos! Se empeñaban en que en aquella bahía sólo había diablos. —El capitán trompeteó en su inmenso pañuelo—. ¿Sabes, muchacho? Yo empecé a darle vueltas y más vueltas al asunto ese de los diablos. Yo no sé si sólo nosotros los checos somos una nación tan curiosa, pero en cualquier lugar en que me he encontrado con un compatriota, siempre tenía que meter las narices en todas partes y enterarse de qué había detrás de cada cosa. Me parece que eso se debe a que los checos somos muy desconfiados, ¿no crees? Entonces se me metió en esta vieja y tonta cabeza que tenía que ver a esos diablos de cerca. Desde luego, estaba borracho, es verdad, pero todo era por culpa de esos diablos, que no me podía quitar de la imaginación. Es que allá abajo, en el Ecuador, todo es posible, hombre, así que me decidí a ir una noche a la Bahía del Diablo…

El señor Bondy trató de imaginarse una bahía tropical, rodeada de rocas y selvas vírgenes.

—¿Y bien?

—Me senté allí e hice: Chiss, chiss…, para ver si se acercaban aquellos diablos. Y, ¡oye!, de pronto vi salir del agua a uno de aquellos lagartos, que se alzó sobre sus patas posteriores y empezó a retorcer su cuerpo mientras me hacía también: Chiss, chiss, chiss… Si no hubiera estado borracho, quizá le hubiese disparado, pero, ¡compañero!, yo estaba tan borracho como una cuba, así que me acerqué a él y le dije: «Ven, ven aquí Tapa-boy, que no te haré nada malo».

—¿Y le hablaba usted en checo?

—No, en malayo. Allí lo que más se habla es malayo, muchacho. Y él no hacía más que balancearse de uno al otro pie, y se retorcía como un niñito avergonzado. Alrededor nuestro había cientos de lagartos, que sacaban del agua sus hociquitos y me miraban. Y yo, ¡le juro que estaba completamente borracho!, me puse en cuclillas y empecé a retorcerme lo mismo que el lagarto, para que me tomase confianza. Luego salió del agua otro lagarto, del tamaño de un chico de diez años, que comenzó también a moverse así: Tin tan, tin tan… Y en sus patitas delanteras tenía una de esas conchas en las que se crían perlas. —El capitán volvió a beber—. ¡A su salud, señor Bondy! La verdad, yo estaba más borracho que una cuba, así que me acerqué y le dije: ¿Qué?, sinvergüenza, ¿quieres que te abra esa madreperla? Pues acércate y te la abriré con mi cuchillo. Pero el lagarto me miraba y no se atrevía. Así que empecé de nuevo a retorcerme yo, como si fuera una niñita tímida, y él fue acercándose más y más, hasta que alargué la mano y le cogí la concha de entre sus patas. Miedo teníamos los dos, te lo puedes imaginar, señor Bondy, pero como yo estaba borracho, no me daba cuenta de lo que hacía. Así que cogí el cuchillo y le abrí el molusco, buscando con los dedos por si escondía alguna perla, ¡pero solamente estaba el bicho ese que vive dentro! «Toma», le dije, «chiss, chiss, chiss, trágatelo si quieres.» Y le eché la concha abierta. ¡Si hubieras visto, muchacho, cómo se relamía! Para esos lagartos, las ostras deben ser un formidable tit-bit…, ¿cómo se dice?

—Una golosina.

Yes, golosina. Sólo que, los pobrecitos, tienen las manos demasiado finas para poder abrir esas conchas. ¡Qué vida tan dura, yes\ —El capitán bebió—. Después, meditando sobre todo ello, me dije: Cuando esos lagartos vieron a los cingaleses arrancar las madreperlas, seguramente se dijeron: «¡Aja! ellos se las comen, y quisieron ver cómo las abrían los muchachos. Un cingalés es bastante parecido a un lagarto, pero estos lagartos son mucho más listos que cualquier cingalés o bataco. Y el bataco nunca aprende más que a robar» —añadió el capitán van Toch indignado.

—Pues bien, cuando yo les hacía chiss, chiss en la playa y me retorcía como un lagarto, seguramente pensaron que era una salamandra grandota. Por eso no se asustaron demasiado y vinieron a que les abriese aquella madreperla. ¡Así son de inteligentes y confiados esos animales!

El capitán van Toch se ruborizó y siguió contando:

—Cuando ya los conocía un poco mejor, señor Bondy, me desnudé un día completamente para parecerme más a ellos, para estar completamente libre de ropas. Pero los lagartos se extrañaban al ver mi pecho tan peludo y todas esas cosas… Yes. —El capitán se pasó el pañuelo por su bronceada nuca—. No sé si no le parecerá mi historia demasiado larga, señor Bondy.

G.H. Bondy le escuchaba maravillado:

—No, no, capitán. Siga, siga usted contando, por favor.

—Bueno, si no le canso… Cuando aquel lagarto relamía la ostra, los otros, que lo estaban mirando, salieron a la playa. Algunos tenían también ostras en sus patas delanteras. Es bastante extraño, muchacho, que supieran arrancarlas, con aquellas manitas como las de los niños, de los cliffs. Se pararon un momento, como si tuvieran vergüenza, y después se dejaron quitar las ostras de las patas. Bueno, no eran solamente madreperlas, lo que me entregaban para que se las abriese, sino toda clase de indecentes conchas. Entonces yo las tiraba al agua y les decía: eso no, pequeños, con mi cuchillo no les voy a abrir esas tonterías sin valor. Pero cuando era una madreperla, la abría y tanteaba para ver si había alguna perla escondida. Luego, les daba el molusco para que se lo comieran. A todo esto, ya había algunos cientos de lagartos a mi alrededor, mirando cómo abría yo las ostras. Y algunos trataban de imitarme, metiendo un pedacito de concha de las que había tiradas por la arena, y haciendo los mismos movimientos que hacía yo con mi cuchillo. Eso me extrañó mucho, muchacho, porque no hay ningún animal que sepa cómo manejar las herramientas. Dígase lo que se diga, el animal no es más que parte de la naturaleza. Cierto que en Buitenzorg vi una vez a un mono que abría con una navaja una de esas latas… de conserva, creo que se llaman. Pero un mono no es un animal cualquiera, señor mío, y aun así, me pareció muy raro.

El capitán bebió otra vez.

—Sólo aquella noche encontré en las madreperlas que me dieron a abrir ¡dieciocho perlas! Las había pequeñitas y más grandes, y tres de ellas eran como huesos de fruta, señor. ¡Así de grandes! —el capitán van Toch movió ceremonioso la cabeza—. Cuando a la mañana siguiente volví a mi barco, me dije: «Capitán van Toch, ¡lo habrás soñado todo! Estabas borracho, sir.» ¡Pero era inútil! En este bolsillo tenía las dieciocho perlas. Yes.

—Ésta es la mejor historia —suspiró el señor Bondy— que he oído en toda mi vida.

—¿Lo ves, muchacho? —exclamó el capitán van Toch complacido—. Durante el día calculé bien todo el asunto. Pensé: «Voy a… domesticar, ¿no?, a esos lagartos, y ellos me traerán shells con perlas. En esa Bahía del Diablo las debe de haber a montones.» Así pues, volví a ir al día siguiente, pero no tan tarde. Cuando empezaba a ponerse el sol, los lagartos sacaron sus cabezotas del agua, por aquí y por allá, hasta que se llenó la playa de ellos. Yo me senté en la playa y hacía: Chiss, chiss, chiss… De pronto miro, y veo que se acerca un tiburón. Solamente salían del agua sus aletas. Luego se oyó, ¡plas!, y desapareció un lagarto. Conté unos doce tiburones que a la caída del sol se dirigían hacia la Bahía del Diablo. Señor Bondy, en una sola tarde esas fieras se tragaron veinte de mis lagartos —rezongó el capitán, sonándose con rabia—. Yes, más de veinte. Es cosa natural, un lagarto con esas patas no puede defenderse. Uno lloraría al ver un caso así. ¡Si hubieras estado allí, muchacho!

El capitán se quedó un momento pensativo.

—Es que yo soy muy amante de los animalitos, hombre —dijo finalmente, levantando su mirada hacia G.H. Bondy—. No sé qué pensará de esto que le he contado, capitán Bondy.

El señor Bondy movió la cabeza para manifestar que estaba completamente de acuerdo.

—Entonces, me alegro —dijo contento van Toch—. Esos tapa-boys son muy buenos y sensatos. Cuando uno les habla, prestan atención como si estuviesen escuchando a su amo. Y, más que nada, esas manitas suyas… ¿sabes, muchacho? Yo soy un hombre viejo y no tengo familia… Yes, un hombre completamente solo en el mundo —gruñó el capitán, tratando de disimular su emoción—. Esos lagartos son tremendamente simpáticos, hay que reconocerlo. ¡Si no los devorasen los tiburones! Cuando yo empecé a tirarles piedras, quiero decir a esos sharks, ellos, los tapa-boys, empezaron a tirarles también. Es verdad que no alcanzaban muy lejos, porque tienen los brazos muy cortitos, pero, de todos modos, oye, es extraño. «Si son tan mañosos, muchachos», les dije, «traten de abrir una madreperla con mi navaja». Y dejé la navaja en el suelo. Al principio parecían tímidos, pero luego uno de ellos tomó la navaja y probó a meter la punta entre las dos conchas. «Hay que ir abriéndola poco a poco», le dije, «¿ves?, torciendo la navajita y ¡ya está!» El pobrecito probaba y probaba, hasta que al fin se oyó un crujido y el molusco se abrió. «¿Lo ves?», le dije, «¡si es muy sencillo! Si lo sabe hacer uno de esos paganos cingaleses o batacos, ¿cómo no iba a hacerlo un tapa-boy?» Yo, desde luego, no podía decirles a los lagartos que el que hubiesen abierto una concha era algo maravilloso y extraordinario. Pero ¡créame usted!, yo estaba… bueno, completamente thun-derstruck.»

—Como el que ve visiones —sugirió el señor Bondy.

Yes, eso es, como el que ve visiones. Todo esto me daba tantas vueltas en la cabeza que decidí quedarme con mi barco, en aquel lugar, todavía un día más. Y al atardecer, volví otra vez a la Bahía del Diablo y de nuevo contemplé cómo los tiburones mataban a mis indefensos lagartos. Aquella noche, muchacho, juré que no iba a dejar las cosas así. A todos ellos les di mi palabra de honor, señor Bondy. ¡Tapa-boys, Captain J. van Toch os promete, bajo estas estrellas, que os ayudará!

CAPÍTULO IV La empresa del capitán van Toch

Al referir todo esto, al capitán van Toch se le erizaban los cabellos en la nuca de entusiasmo y emoción.

Yes, señor, eso fue lo que juré. Desde aquel día, muchacho, no he tenido un momento de tranquilidad. En Batang pedí vacaciones y les envié a aquellos judíos de Amsterdam ciento cincuenta perlas, todas las que me habían traído los ani-malitos. Después encontré a un hombre, era dayak y cazador de tiburones, de ésos que los matan bajo el agua. Un ladrón y asesino terrible. Y con él, después de vagar algún tiempo por los barcos, volví de nuevo a Tana Masa. «Ahora, fellow», le dije, «con tu cuchillo vas a matar a esos tiburones para que dejen tranquilos a mis lagartos». Pero aquel dayak era tan asesino y tan pagano que no se preocupaba de mis tapa-boys. Diablo o no diablo, a él le daba igual. Y yo, mientras tanto, observaba a aquellos lagartos y hacía experimentos con ellos. Ya verás, tengo un gran libro en el que escribía todos los días.

El capitán sacó del bolsillo de su chaqueta algunas notas que empezó a hojear.

—¿A qué estamos hoy? A 25 de junio, ¿verdad? Aquí: 25 de junio, desde luego, del año pasado. Yes. “El dayak mató un tiburón. Los lagartos demuestran gran interés por el bicho. Toby (era un lagarto más bien pequeño, pero muy listo —explicó el capitán—; tuve que ponerles toda clase de nombres, ¿sabes?, para poder escribir un libro sobre ellos); bien, continúo: Toby ha metido su dedo en uno de los agujeros hechos por el cuchillo. Por la noche, los lagartos me han traído ramas secas para el fuego.” Eso no es nada —gruñó el capitán—. Voy a buscar otro día. Quizá el 20 de junio, ¿no? “Los lagartos han construido un… un…” ¿Cómo se dice jetty

—Dique, ¿no?

Yes, un dique. Una especie de dam. Pues bien, construyeron ese nuevo dique en la parte noroeste, al fondo de la Bahía del Diablo. ¡Si lo hubieras visto, hombre! —explicaba el capitán—, era una obra formidable. Un verdadero breakwater.

—¿Rompeolas?

Yes. Ellos ponían sus huevos en aquel lugar y querían tener aguas en calma, ¿sabes? Ellos solos idearon el hacer una especie de dique; pero te digo que ningún empleado ni ingeniero del Waterstat de Amsterdam hubiera hecho un proyecto mejor para aquella especie de dique submarino. ¡Una obra formidable que demostraba su habilidad! Pero se lo llevó el agua. Los lagartos hacen cerca de la costa, bajo el agua, unos agujeros profundos en los que viven durante el día. Son animales tremendamente listos, señor, igual que los beavers.

—Castores.

Yes, esas ratas grandes que saben hacer diques en los ríos. Mis lagartos tenían hechos una gran cantidad de esos diques y diquecitos en aquella Bahía del Diablo, ¡unos dams tan hermosos!, completamente rectos. Aquello parecía una especie de ciudad submarina. Y antes de irme yo, querían hacer un dique que cruzase toda la Bahía del Diablo. Así es, amigo —continuó—. «Ya saben transportar las piedras de un lugar a otro, haciéndolas rodar. Alberto…» —era un tapa-boy— «se ha aplastado los dedos»… 21 de junio: «El dayak se ha comido a Alberto. Después se puso muy enfermo. 15 gotas de láudano. Prometió no hacerlo más. Ha llovido durante todo el día…» 30 de junio: «Los lagartos han construido un dique. Toby no quiere trabajar…» ¡Ése sí que era vivo, señor! —explicaba con admiración el capitán—. Esos vivos siempre estaban inventando algo para no hacer nada. ¡Había que ver a aquel Toby! ¿Qué se puede hacer? Hasta entre los lagartos hay grandes diferencias. 3 de julio: «Hoy le he entregado un cuchillo a Sergent». Era un lagarto grande y fuerte, aquel Sergent. Y muy hábil, señor mío… 7 de julio: «Sergent ha matado con su cuchillo un cuttle-fish.» Es un pez que tiene una especie de tinta color maroon, ¿sabe?

—¿Sepia?

Yes, eso sería. 20 de julio: «Sergent ha matado con su cuchillo a un gran jelly-fish». Es una especie de bicho como gelatina, que quema como las ortigas. ¡Un bicho repugnante! Y, ahora, atención, señor Bondy. 13 de julio —lo tengo subrayado—: «Sergent ha matado con su cuchillo un pequeño tiburón. Peso: 35 kilos.» Aquí lo tiene usted —declaró solemnemente el capitán—, aquí está escrito en negro sobre blanco. Fue un día glorioso, muchacho. Precisamente, el 13 de julio del año pasado.

El capitán cerró su cuaderno de notas.

»No me avergüenza decirlo, señor Bondy. Aquel día caí de rodillas en la Bahía del Diablo y lloré de pura alegría. Entonces comprendí que mis tapa-boys no me decepcionarían. Como premio, Sergent recibió un nuevo arpón. El arpón es lo mejor, muchacho, si quieres cazar tiburones. Y yo le dije: Be a man, Sergent, y muéstrales a esos tapa-boys que también ellos se pueden defender.

El capitán golpeó entusiasmado sobre la mesa y continuó:

—¡Hombre!, ¿sabes que tres días más tarde nadaba el cadáver de un inmenso tiburón lleno de…?

—¿Heridas?

Yes, lleno de heridas de arpón —el capitán bebió con avidez—. Ésta es la pura verdad, señor Bondy. Entonces fue cuando hice una especie de contrato con aquellos tapa-boys, es decir, les di mi palabra de honor de que, si me traían madreperlas, yo les daría arpones y knives, quiero decir, cuchillos para que pudieran defenderse, ¿comprende? Era un negocio justo, señor. ¿Qué remedio queda? Uno ha de ser honrado hasta con los animales. Y también les di alguna madera y dos wheelbarrows.

—Carretillas.

—Sí, unas carretillas para que pudiesen acarrear las piedras hasta su dique. Los pobrecitos tenían que llevarlas en las manos, ¿sabes? En fin, les di una gran cantidad de cosas, porque yo no quería estafarlos, eso no. Espera, muchacho, te voy a enseñar algo.

El capitán van Toch se sostuvo con una mano el enorme vientre y, con la otra, sacó una bolsita de tela del bolsillo del pantalón.

—Aquí las tengo —dijo, y vació el contenido sobre la mesa. Había más de mil perlas de todos los tamaños, pequeñitas como semillas, grandes, grandísimas como guisantes y, algunas, del tamaño de cerezas. Perlas perfectas como gotas de agua, perlas deformes, perlas plateadas, azuladas, color carne, amarillentas, de tonalidades oscuras y rosadas. G.H. Bondy estaba como extasiado, no podía evitarlo; necesitaba tocarlas, hacerlas rodar con las yemas de sus dedos, taparlas con sus dos manos…

—¡Qué maravilla, capitán! —exclamó—. ¡Parece un sueño!

Yes, sir —dijo el capitán sin alterarse lo más mínimo—. Son bonitas. Y en un año que estuve con ellos, mataron 30 tiburones. Aquí está escrito —dijo golpeándose el bolsillo de la chaqueta—. ¡Hay que ver la de cuchillos que ya les he dado! Y unos cinco arpones. Esos cuchillos me cuestan unos dos dólares americanos la unidad. Son muy buenos cuchillos, muchacho, de ese acero que no se…

—Inoxidable.

—Eso es. Porque son cuchillos para usarlos bajo el agua, quiero decir, en el mar. Y aquellos batacos también me costaron un dineral.

—¿Qué batacos?

—Me refiero a los naturales de aquella islita. Ellos creen que los tapa-boys son diablos, y les temen. Cuando vieron que yo hablaba con los «diablos» me quisieron matar sin más ni más. Noches enteras estuvieron tocando una especie de campana, para alejar a aquellos diablos de su aldea. Hacían un ruido terrible, señor. Y luego, por las mañanas, querían que yo les pagase por todo el jaleo que habían armado. Según decían, por el trabajo que les daban los demonios. ¿Qué podía hacer? Los batacos son unos grandísimos ladrones. Pero con esos tapa-boy s, sir, con esos lagartos, se podría hacer un magnífico negocio, y muy honrado. Así es, señor Bondy, ¡un buen negocio!

G.H. Bondy creía estar soñando.

—¿Comprarles perlas?

Yes. Pero es que en la Bahía del Diablo ya no queda ni una, y en las otras islas no hay tapa-boys. Y ahora entramos en el asunto, jovencito.

El capitán J. van Toch alzó su rostro triunfalmente.

—Ése es, precisamente, el negocio que tengo metido en la cabeza. Muchacho —dijo haciendo chasquear sus dedos en el aire—, ¡esos lagartos se han multiplicado enormemente desde que tienen medios para protegerse! Ahora pueden defenderse ellos solitos, ¿sabe usted? Y cada vez habrá más. ¿Qué le parece, señor Bondy? ¿No cree que sería un magnífico negocio?

—Acabo de comprender qué es lo que usted me propone —exclamó inseguro el señor Bondy.

—Llevar a los tapa-boys a otras islas donde haya perlas —exclamó finalmente el capitán—. He observado que esos lagartos no pueden atravesar sin ayuda las olas ni el mar profundo. Tienen que nadar un poco y andar otro rato por el fondo, pero en los lugares profundos hay demasiada corriente, ¿sabe?, y como son tan blandos… Pero si yo tuviera un barco en el que se pudiese hacer para ellos una especie de tanque, podría llevarlos donde quisiera, ¿me comprende? Ellos buscarían perlas, y yo viajaría y les llevaría cuchillos, arpones y todo lo que les hiciera falta. Esos pobrecitos de la Bahía del Diablo se dividieron… ¿cómo se dice?

—Multiplicaron.

Yes, eso es, se multiplicaron tanto que pronto no tendrán ni qué comer. Se tragan los pececitos pequeños y los moluscos, y todos esos bichitos marinos, pero también pueden comer patatas y galletas, todas esas cosas corrientes. Por eso no sería difícil alimentarlos en esa especie de tanques de los barcos. Y yo, en un sitio apropiado donde no hubiese mucha gente, los soltaría al agua de nuevo y haría allí una especie de… granjas para mis lagartos. Me gustaría que los pobres animalitos se pudiesen ganar la vida, porque, ¡son tan simpáticos y listos, señor Bondy! Pues bien, éste es el gran negocio que yo había imaginado.

G.H. Bondy estaba confuso.

—Lo siento muchísimo, capitán —comenzó a decir dudando—, pero yo… en realidad… no sé…

Los ojos del capitán van Toch se llenaron de lágrimas.

—Eso no me gusta, muchacho. Yo te dejaría aquí todas estas perlas como garantía por el barco, pero yo no puedo comprarlo solo. Sé de uno muy apropiado que hay en Rotterdam… con motor diesel.

—¿Por qué no le ofreció ese negocio a algún holandés?

El capitán movió la cabeza.

—Conozco a esa gente, muchacho. Con ellos no puede uno hablar de estas cosas. Yo podría, además, llevar en el barco toda clase de mercancías, señor, y las vendería por aquellas islas. Yes, eso podría hacerlo muy bien. Tengo allí muchísimos conocidos, señor Bondy. Y, al mismo tiempo, en esa especie de tanque transportaría a mis lagartos…

—Eso ya sería otra cosa —reflexionó el señor Bondy—. Precisamente… Sí, tenemos que buscar nuevos mercados para nuestra industria. Sobre este punto he hablado, últimamente, con algunas personas… Me gustaría comprar un par de barcos: uno para la América Latina y el otro para esos países orientales…

El capitán se animó.

—Harás muy bien, señor Bondy, sir. Los barcos están ahora baratísimos, puedes comprarte, por poco dinero, todo un puerto lleno si quieres…

El capitán van Toch comenzó a hacer una explicación técnica sobre dónde y a qué precios había barcos para la venta, boats y tank-steamers. G.H. Bondy no lo escuchaba; sólo lo contemplaba en silencio, porque G.H. Bondy sabía conocer a la gente. Ni por un momento tomó en serio los lagartos del capitán van Toch, pero él, como marino, valía la pena. Un hombre honrado a carta cabal, sí, y conocedor de las condiciones reinantes en aquellos parajes. Un loco, desde luego, pero terriblemente simpático. En el corazón de G.H. Bondy vibró una especie de cuerda fantástica. Un barco con perlas y café, un barco con especias y todos los aromas de Arabia. G.H. Bondy sentía cierta sensación, que experimentaba siempre antes de tomar alguna decisión afortunada, una sensación que no podía explicarse con palabras. «No sé por qué, pero seguramente emprenderé este negocio», se dijo. Mientras tanto, el capitán van Toch dibujaba en el aire, con sus inmensas mana-zas, barcos y awning-decks o quarter-decks, formidables barcos, muchacho…

—¿Sabe qué, capitán van Toch? —dijo de pronto G.H. Bondy— venga usted dentro de quince días. Volveremos a hablar sobre su barco, ¿le parece bien?

El capitán van Toch comprendió el tremendo significado que tenían aquellas pocas palabras. Se puso rojo de alegría y sólo pudo decir:

—Entonces, esos lagartos… ¿podré llevarlos también en su barco?

—¡Claro que sí! pero, desde luego, no hable de ellos a nadie, por favor, la gente creería que se ha vuelto loco… y yo también.

—¿Y puedo dejar aquí estas perlas?

—Puede.

Yes, pero tengo que elegir dos perlas de las más bonitas para enviarlas a alguien.

—¿A quién?

—A dos redactores, muchacho. Yo… ¡caramba!, espera…

—¿Qué pasa?

—¡Mecachis!, ¿cómo se llamaban? —el capitán van Toch guiñó pensativo los ojos—. ¡Tengo una cabeza! Figúrate que no me puedo acordar del nombre de aquellos dos boys.

CAPÍTULO V El capitán J. van Toch y sus lagartos amaestrados

—¡Que me muera de repente si no eres Jensen! —dijo un hombre cierto día en Marsella.

El sueco Jensen levantó la vista.

—Espera —dijo—, y no hables hasta que adivine de dónde te conozco. —Se puso una mano sobre la frente—. Seagull, no. Empress of India… no. Pernambuco, no. ¡Ya lo tengo! Vancouver. Hace cinco años en Vancouver, Osake-Line, Fris-co. Y te llaman Dingle, sinvergüenza, y eres irlandés.

El hombre enseñó sus amarillentos dientes y afirmó:

Rigbt, Jensen. Y bebo toda clase de alcohol que se me presente. ¿De dónde sales?

Jensen señaló con la cabeza.

—Voy ahora en la línea Marsella-Saigón. ¿Y tú?

—Tengo vacaciones —presumió Dingle—, así que voy a casa, a ver en cuántos hijos me ha aumentado la familia mientras estaba fuera.

Jensen lo miró atentamente.

—¡Otra vez te han despedido!, ¿no es verdad? Por emborracharte en horas de trabajo y cosas parecidas… Si fueras a la YMCA[1] como yo, hombre…

Dingle exclamó con entusiasmo:

—¿Aquí hay YMCA?

—Sabes que hoy es sábado, ¿no? —gruñó Jensen—. ¿Y por qué mares has viajado?

—Una especie de vagabundeo —contestó Dingle evasivo—. Por todas las islas imaginables de allá abajo.

—¿Y de capitán?

—Un tal van Toch, holandés o algo parecido.

El sueco Jensen reflexionó un momento.

—El capitán J. van Toch. Con ése también navegué hace años, hermano. Barco: Kandong Bandoeng. Línea: del demonio al diablo. Gordo, calvo, y maldice hasta en malayo, para que surta más efecto. Lo conozco muy bien.

—¿Ya estaba entonces tan chalado?

El sueco Jensen negó con la cabeza.

—El viejo van Toch es all rigbt, hombre.

—¿Llevaba sus lagartos en el barco?

—No —Jensen dudó un momento—. Algo he oído hablar sobre eso, en Singapur. Un mentiroso decía no sé qué tonterías sobre eso.

El irlandés se sintió ofendido.

—No son tonterías, Jensen, es la pura verdad. Todo lo que te pueden haber contado sobre los lagartos es cierto.

—Aquél de Singapur también decía que era cierto —gruñó el sueco— y se ganó un golpe en la jeta —terminó victorioso.

—Deja que te cuente —se defendió Dingle— lo que hay de verdad en ese asunto, compañero. ¡He visto a esos bichos con mis propios ojos!

—Yo también —murmuró Jensen—. Casi negros, con un rabito, un metro sesenta de altura y andan sobre dos patas. Ya lo sé.

—Son repugnantes —se estremeció Dingle—, llenos de verrugas, oye. ¡Virgen santa! No los tocaría por nada del mundo. ¡Y deben de ser venenosos!

—¿Por qué, hombre? —respondió el sueco—. Yo he servido en muchos barcos que estaban llenitos de gente, en el over y lower dock. Hombres, mujeres y cosas parecidas, que bailaban y jugaban a las cartas. Y yo era allí fogonero… Y ahora dime tú, ¡estúpido!, ¿qué es más venenoso…?

Dingle escupió.

—Si fuesen caimanes, hombre, no diría nada. Yo también he llevado una vez serpientes a un parque zoológico, en Bandsermasin y ¡vaya si apestaban, señor mío! Pero estos lagartos, Jensen, son unos animales muy raros. Durante el día estaban en esos tanques de agua que les habían preparado, pero por las noches salían: chap, chap, chap… Todo el barco se llenaba de ellos. Andaban sobre sus patas traseras y volvían completamente la cabeza para mirarle a uno… —el irlandés se santiguó—. Además, nos llamaban como las putas de Hongkong: cbiss, chiss, chiss… Que Dios me perdone, pero yo creo que hay algo sucio en este asunto. Si no llega a ser por lo difícil que es encontrar trabajo, no hubiera durado allí ni una hora, Jensen, ¡ni una hora!

—Aja —dijo Jensen—, ¿por eso vuelves con tu mamaíta?

—En parte, sí. Uno tiene que beber como un condenado para poder soportar eso y, ya sabes, el capitán es un perro. ¡Hay que ver el escándalo que armó porque una vez le di un puntapié a un bicho de ésos! ¡Y con qué gusto, oye!, hasta le rompí el espinazo. Hubieras visto gritar al viejo… se puso azul, me agarró por el cuello y faltó poco para que me tirase al agua. Si no hubiera estado allí el compañero Gregorio, ¿lo conoces?

Jensen afirmó con la cabeza.

—«Ya tiene bastante», dijo Gregorio, y me tiró un cubo de agua a la cabeza. En Kotopo dejé el barco.

El señor Dingle escupió abundantemente.

—El viejo se interesaba más por esos bichos que por la gente. ¿Sabes que les enseñaba a hablar? ¡Te lo juro! Se encerraba con ellos y les hablaba durante horas y horas. Yo creo que los está amaestrando para el circo. Pero lo extraño es que después los suelta al agua. Se para en alguna maldita isla, va con un bote hasta la orilla y mide la profundidad, luego se mete en esos tanques, abre las esclusas y deja a esos bichos saltar al agua. ¡Muchacho! Saltan unos detrás de otros como focas amaestradas, siempre diez o doce de una vez. Y luego, por la noche, va el viejo Toch a la orilla con unas cajas. Lo que hay en ellas es un secreto. Luego continuamos el viaje. Ése es el caso del capitán van Toch, Jensen. Extraño, ¡muy extraño!

Los ojos del señor Dingle quedaron fijos un momento.

—¡Dios todopoderoso, Jensen! No sabes qué angustia sentía con todo eso. Bebía, oye, bebía como un loco… Y cuando por las noches andaban por todo el barco y hacían chiss, chiss… yo pensaba: «Muchacho, eso será la bebida». Ya me había ocurrido una vez en Frisco, tú lo sabes, Jensen. Entonces veía por todas partes arañas. De-li-rium, decían los doctores del Sailor Hospital. Así que no sabía qué pensar. Pero luego le pregunté a Big Bing si había visto también lagartos por las noches, y me dijo que sí. Decía que había visto con sus propios ojos cómo uno de los lagartos puso su pata delantera en el picaporte de la cabina del capitán, abrió la puerta y entró. No sé qué pensar, porque Joe también bebía terriblemente. ¿Crees que Joe también tendría delirium? ¿Qué te parece?

El sueco Jensen se encogió de hombros.

—Y Peter, el alemán, nos contó que en las islas Manihiki, cuando llevó al capitán a la orilla, se escondió tras las rocas y vio lo que hacía el viejo Toch. Decía que el viejo les dio un escoplo a los lagartos y éstos abrieron ellos solos las cajas. ¿Y sabes qué había en ellas? ¡Cuchillos, compañero! Unos cuchillos así de largos, arpones y cosas parecidas. Muchacho, yo a ese Peter no le creo mucho, porque lleva gafas en la nariz… Pero es extraño, ¿no te parece?

A Jensen se le marcaron las venas de la frente.

—Bueno —gruñó— sólo te digo una cosa, y es que ese alemán tuyo mete las narices donde no le importa. ¡Y yo te digo que no se lo aconsejo!

—Pues escríbeselo y en paz —sonrió el irlandés—. Y lo más seguro es dirigir la carta al infierno, creo que allí la recibiría antes o después. Lo más extraño es que el viejo van Toch va de vez en cuando a visitar a los lagartos en los sitios en que los desembarcó. ¡Te lo juro! Se hace llevar a tierra al anochecer y vuelve por la mañana. Dime tú, Jensen, qué irá a buscar allí. Y dime también qué es lo que envía en esos paquetes pequeños, que asegura a veces en mil libras esterlinas.

—¿Cómo lo sabes? —se enfureció Jensen.

—Uno sabe lo que sabe —añadió Dingle evasivo—. ¿Y sabes de dónde son esos lagartos? ¡De la Bahía del Diablo! Del golfo del demonio, Jensen. Yo tengo allí un conocido, un agente muy culto, y él me dijo: «Escucha, ésos no son lagartos amaestrados, ¡qué va! Eso de que son animalitos, ¡que se lo cuenten a los niños de teta! No te dejes engañar, muchacho.»

El señor Dingle guiñó intencionadamente los ojos.

—Así es la cosa, Jensen, para que sepas. ¡A mí me vas a decir que el capitán van Toch es all right!

—¡Atrévete a decirlo otra vez! —carraspeó amenazador el sueco.

—Si el viejo Toch fuera all right, no llevaría por el mundo diablos. Y no los dejaría por todas las islitas, como chinches en colchón. Durante el tiempo que he estado con él, Jensen, ha llevado unos cuantos miles. El viejo Toch ha vendido su alma, hombre, y yo sé bien qué le dan los diablos a cambio: rubíes, perlas y cosas parecidas. Ya te puedes figurar que gratis no lo haría, no seas inocente, Jensen.

Jensen se enfureció.

—¿Y qué te importa a ti? —gritó golpeando la mesa—. ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

El pequeño Dingle saltó del susto.

—Pero, hombre —tartamudeó confuso—, ¿qué te ha pasado tan de repente? Yo sólo digo lo que he visto, y si te empeñas, pues lo he soñado y en paz. Por ser tú, Jensen, si quieres diré que es delirium. ¡No quiero que te molestes conmigo, Jensen. ¡Si ya sabes que me ocurrió una vez en Frisco! «Un caso difícil», decían los doctores del Sailor Hospital. Hombre, ¡te juro que fue un sueño eso de los lagartos, o diablos, o lo que sean! En el barco no había ninguno.

—Los había, Pat —dijo sombrío el sueco—. Yo también los he visto.

—No, Jensen —trataba de contradecirle el irlandés—. Tendrías también delirium. El viejo van Toch es all right, pero no debía llevar esos diablos por todo el mundo. ¿Sabes qué? Cuando llegue a casa, haré decir una misa por su alma. ¡Que me caiga muerto si no le mando a decir una misa, Jensen!

—En mi religión no se hacen esas misas —gruñó Jensen pensativo—. Qué crees tú, Pat, ¿ayudará el que digan una misa por alguien?

—¡Hombre! ¡No te lo puedes imaginar! —exclamó el irlandés—. Yo te podría contar miles de casos en los que una misa fue la salvación. Hasta en casos dificilísimos. Contra los diablos y cosas parecidas, es el mejor remedio.

—Pues yo también haré decir una misa católica —decidió Jensen—, por el alma del capitán van Toch. Pero la haré decir aquí, en Marsella. Yo creo que en esa iglesia grande la dirán más barata, como a precio de fábrica.

—Quizás, pero las misas irlandesas son las mejores. En mi tierra, oye, hay sotanas del diablo[2] que saben hasta embrujar. Igual que los faquires o los paganos.

—Mira, Pat —dijo el sueco—, yo te daría doce francos para esa misa, pero tú eres tan bandido, hermano, que te los beberías.

—Jensen, un pecado así no lo querría tener sobre mi conciencia. Pero, espera, para que me creas, te daré un recibo como que te debo esos doce francos, ¿te parece bien?

—No estaría mal —dijo el sueco, amante del orden.

El señor Dingle cogió un pedazo de papel y lápiz, y se arrellanó cómodamente en la mesa.

—Bueno, ¿qué debo escribir?

Jens Jensen lo miró por encima del hombro.

—Escribe arriba que ese papel es como un recibo. Y después Dingle, despacio y sacando la lengua a causa del esfuerzo, y chupando de vez en cuando el lápiz, escribió:

—¿Está bien así? —preguntó el señor Dingle inseguro—. ¿Y quién de los dos debe quedarse con el recibo?

—¡Desde luego que tú, burro! —dijo el sueco con naturalidad—. El recibo es para que uno no se olvide de que recibió dinero, hombre.

El señor Dingle se bebió los doce francos en El Havre y, además, en lugar de marchar a Irlanda se fue a Yibutí. En resumen: la misa no fue dicha y, por tanto, ningún poder supremo intervino en el curso normal de los acontecimientos.


CAPÍTULO VI Un yate en la laguna

El señor Abe Loeb parpadeaba al contemplar la puesta de sol. Hubiera querido expresar de alguna forma lo hermoso que era todo, pero su Queridita Li, alias Miss Lily Valley, de verdadero nombre Lilian Nowak, en resumen, Cabellos de oro, la blanca Lily, esa larguirucha de Lilian y toda la serie de nombres que le decían hasta sus diecisiete años, dormía sobre la cálida arena envuelta en un suave albornoz y hecha un ovillo, como un perrito cuando duerme. Por eso el señor Abe no dijo nada sobre la belleza de la naturaleza y se limitó a suspirar, urgándose los dedos de sus pies descalzos, porque se le había metido arena entre ellos. Allá en el mar estaba anclado el yate Gloria Pickford, regalo de papá Loeb por el éxito de sus exámenes de ingreso en la Universidad. Papá Loeb era un hombre formidable. Jesse Loeb, magnate cinematográfico, etc. «Abe, convida a un par de amigos o amiguitas y ve a conocer un poco de mundo», le había dicho el viejo. ¡Qué tipo tan formidable es papá Loeb! Allá, en la superficie nacarada, se mece el Gloria Pickford, y aquí, en la caliente arena, duerme su Queridita Li. Abe suspiró feliz. «Duerme como un niño, pobrecita.» El señor Abe Loeb sintió un inmenso deseo de protegerla de alguna manera. «En realidad, debería casarme de verdad con ella», piensa el joven señor Loeb, sintiendo en su corazón una hermosa y atormentadora pulsión, compuesta de firme decisión y temor. Mamá Loeb, desde luego, no estaría de acuerdo, y papá Loeb alzaría los brazos al cielo y exclamaría: ¡Estás loco, Abe!

Sencillamente, los padres no pueden comprender, eso es todo. Y Mr. Abe, suspirando tiernamente, tapó con una punta del albornoz el blanco tobillo de su Queridita Li. «¡Qué fastidio —pensó confuso—, que yo tenga unas piernas tan terriblemente peludas!»

«¡Dios mío, qué hermoso es todo esto, qué hermoso! Lástima que Li no lo vea». Mr. Abe contempló la firme línea de su cadera y, por una especie de asociación, empezó a pensar en el arte. Su Queridita Li era una artista. Artista cinematográfica. Verdad es que todavía no había rodado ninguna película, pero estaba firmemente decidida a ser la mayor estrella cinematográfica de todos los siglos, y Li solía conseguir siempre lo que quería. «Eso es precisamente lo que mamá no comprende», pensó Abe. «Una artista es, sencillamente, artista, y no puede ser como las demás jovencitas. Y, además, hay jovencitas que tampoco son diferentes a mi Li», decidió Mr. Abe. «Por ejemplo, esa Judy del yate, ¡una muchacha tan adinerada!… y yo sé muy bien que Fred va a su camarote cada noche, mientras que Li y yo… En resumen, Li no es de ésas. Yo le deseo mucha suerte a Baseball Fred», pensó magnánimo el joven Abe, «es mi mejor amigo de la Universidad, pero, ¡cada noche! Una muchacha tan adinerada no debería hacer eso. Quiero decir, una muchacha de una familia como la de Judy. Y, además, Judy no es artista. ¿De qué hablarán a veces estas muchachas?, pensó Abe, y ¡cómo les brillaban los ojos! Fred y yo nunca hablamos de esas cosas.» El señor Abe siguió su meditación: «Li no debería beber tantos cócteles, después no sabe lo que dice. Como, por ejemplo, esta tarde… ¡Ha sido todo tan desagradable! Esa discusión que han tenido ella y Judy, sobre cuál de las dos tenía las piernas más bonitas… ¡Está claro que Li!, lo sé muy bien. Y a Fred no se le debía haber ocurrido que hiciésemos un concurso de belleza de piernas. Eso estaría bien en Palm Beach, pero no en la intimidad. Además, las muchachas no tenían ninguna necesidad de haberse levantado tanto las faldas. ¡Aquello ya no eran solamente piernas! Por lo menos, Li no debía haberlo hecho y, precisamente, delante de Fred. ¡Y una muchacha tan adinerada como Judy no está bien que haga esas cosas! Creo que yo tampoco hice bien en llamar al capitán para que juzgase qué par de piernas eran más bonitas. Hice una tontería. Y, ¡cómo enrojeció el capitán y se le erizaron los bigotes! Después dijo solamente: «Perdonen» y se marchó dando un portazo. Violento. Terriblemente violento. El capitán no necesitaba ser tan brusco. Después de todo, es mi yate, ¿no?… Es verdad que el capitán no tiene aquí ninguna amiguita. ¿Cómo puede, el pobre, mirar tranquilo estas cosas? Quiero decir, si tiene que estar solo. ¿Y por qué ha llorado Li cuando Fred ha dicho que Judy tenía mejores piernas? Luego me dijo Li que Fred era un grosero, y que le había estropeado todo el viaje… ¡Pobrecita Li!… Y ahora las chicas no se hablan, y cuando me he acercado a charlar con Fred, Judy lo ha llamado como si fuera su perro. ¡Después de todo, Fred es mi mejor amigo! Es natural; si es amante de Judy, ha de decir que ella tiene las piernas más bonitas. Pero, claro, no necesitaba afirmarlo tan rotundamente. Ha sido una falta de delicadeza… Li tiene razón cuando afirma que Fred es un chiquillo mal educado, prendado de sí mismo. ¡Un chiquillo terrible! En realidad, me había imaginado este viaje de otra manera… ¡Maldita la hora en que invité a Fred!»

Mr. Abe se dio cuenta de que ya no contemplaba embriagado el mar nacarado, sino que estaba realmente molesto, ¡muy molesto!, mientras jugaba con la arena y las conchas. Se sentía incómodo y destemplado. Papá Loeb le había dicho: «Anda a ver un poco de mundo». «¿Hemos visto acaso un poco de mundo?» Mr. Abe trató de recordar todo lo que había visto, pero a su memoria volvía la imagen de Judy y de su Queridita Li enseñando las piernas, y Fred, el corpulento Fred, en cuclillas ante ellas. Abe se enfurruñó todavía más. «¿Cómo se llama esta isla de coral? Taraiva, creo que dijo el capitán. Taraiva o Tahuara o, ¿quizá Taraiha-tuara-ta-huara? ¡Si al menos no hubiese llamado al capitán!», pensó enojado Mr. Abe. «He de hablar con Li para que no vuelva a hacer cosas parecidas. ¡Dios mío! ¿Cómo puedo quererla tan terriblemente? Cuando se despierte le hablaré. Le diré que nos podríamos casar…» Mr. Abe tenía los ojos llenos de lágrimas. «¡Dios mío!, ¿es amor o dolor?, ¿o es este dolor la causa de que la quiera tanto?»

Los párpados sombreados de azul de su queridita Li, parecidos a dos delicadas Conchitas, se movieron.

—Abe —dijo medio dormida—, ¿sabes qué pienso? Que en esta islita se podría hacer una película for-mi-da-ble.

Mr. Abe cubrió con arena sus piernas terriblemente peludas.

—Una idea magnífica, Queridita. Y… ¿qué clase de película?

Queridita Li abrió sus enormes ojos azules.

—Bueno… imagínate que yo fuera una Robinsona en esta isla. ¿Verdad que es una idea magnífica y original?

—Sí —contestó Mr. Abe, poco seguro—. ¿Y cómo habrías llegado hasta aquí?

—Magníficamente —respondió una dulce voz—. ¿Sabes?, nuestro yate naufragaría y todos vosotros os ahogaríais, Judy, el capitán, ¡todos!

—¿Y Fred también? Fred nada magníficamente.

La límpida frente se ensombreció.

—Bien, pues a Fred lo devoraría un tiburón. Sería un detalle formidable —dijo aplaudiendo Queridita—. Fred tiene un cuerpo terriblemente precioso para eso, ¿no te parece?

Mr. Abe lanzó un suspiro.

—¿Y qué más?

—Y a mí, que habría perdido el conocimiento, me arrastraría una ola hasta la orilla. Llevaría puesto ese pijama, el azul a rayas que tanto te gustó anteayer. —Entre los párpados entreabiertos navegó una profunda mirada, ejemplo de seducción femenina—. En realidad tendría que ser una película en colores, Abe. Todos dicen que el azul va muy bien con mi cabello.

—¿Y quién te encontraría aquí? —siguió preguntando Mr. Abe.

Queridita reflexionó un momento.

—Nadie. Si hubiese aquí gente ya no sería yo Robinsona —dijo Li con una lógica sorprendente—. Por eso sería tan formidable, Abe. Yo estaría aquí siempre sola. Imagínate, Lily Valley en el principal y único papel.

—¿Y qué harías durante toda la película?

Li se apoyó en un codo.

—Eso ya lo he pensado. Me bañaría y cantaría subida en las rocas.

—¿En pijama?

—Sin —dijo Queridita—. ¿No crees que tendría un éxito extraordinario?

—¡No querrás decir que irías desnuda en toda la película! —gruñó Abe con un vivo sentimiento de desaprobación.

—¿Por qué no? —se extrañó inocentemente Queridita—. ¿Qué tendría que ver?

Mr. Abe dijo algo incomprensible.

—Y después —siguió imaginando Li—… espera, ya está. Después me raptaría un gorila, ¿sabes? Un gorila terriblemente peludo, un gorila bien negro.

Mr. Abe se sonrojó, tratando de ocultar sus desgraciadas piernas, todavía más, entre la arena.

—Pero si aquí no hay gorilas —exclamó poco convencido.

—Hay. Aquí hay toda clase de animales imaginables. Debes ver las cosas desde el punto de vista artístico, Abe. A mi tez le sentaría un gorila oscuro magníficamente. ¿Te has fijado qué piernas tan peludas tiene Judy?

—No —respondió Abe, a quien no le agradaba el tema.

—Unas piernas terribles —continuó Queridita, mirándose sus pantorrillas—. Y cuando el gorila me llevara en sus brazos, saldría de la selva un joven y hermoso salvaje y me salvaría.

—¿Cómo iría vestido?

—Llevaría un arco —decidió sin vacilar Queridita —y una corona de flores silvestres en la cabeza. Y ese salvaje me llevaría prisionera a una tribu de caníbales.

—Aquí no existen caníbales —dijo Abe, tratando de defender la islita de Tahuara.

—¡Sí que los hay! Y esos caníbales me querrían sacrificar a sus dioses, y cantarían para celebrarlo canciones hawaianas, ¿sabes?, como ésas que cantan los negros en el Café Paraíso. Pero el caníbal joven se enamoraría de mí —suspiró Queridita, abriendo los ojos de par en par con entusiasmo— y todavía se enamoraría de mí otro salvaje, quizás el jefe de la tribu… y después, un blanco…

—¿Y de dónde saldría el blanco? —preguntó, para estar seguro, el señor Abe.

—Estaría también prisionero de la tribu. Podría ser algún famoso tenor que cayó en manos de los salvajes. Es para que pueda cantar en la película, ¿sabes?

—¿Y cómo iría vestido?

Queridita examinó el dedo pulgar de su pie.

—Iría vestido… sin nada, como van los caníbales.

Mr. Abe movió con desaprobación la cabeza.

—Queridita, eso es imposible. ¡Si todos los tenores famosos son terriblemente gordos!

—¡Qué lástima! —exclamó Queridita—. Entonces Fred podría interpretar el papel del blanco, y el tenor cantaría. ¿Sabes cómo se hace la sincronización en las películas?

—¡Pero si a Fred se lo había tragado un tiburón!

Queridita se enfadó.

—No seas tan terriblemente realista, Abe. Contigo es imposible hablar de arte. Y ese jefe de la tribu enlazaría mi cuerpo con un cordón de perlas…

—¿De dónde las iba a sacar?

—Aquí hay una barbaridad de perlas —aseguró Li—. Y Fred, lleno de celos, boxearía con ellos en las rocas, sobre el oleaje furioso del mar. Fred estaría formidable en silueta, teniendo como fondo el cielo, ¿no te parece? ¿Verdad que es una idea formidable? Durante la lucha, los dos caerían al mar —Queridita resplandeció—, y aquí podríamos poner ese detalle del tiburón. ¡Qué rabia le daría a Judy si Fred trabajara conmigo en una película! Y yo me casaría con aquel hermoso salvaje. —Cabellos de oro Li se puso en pie de un salto—. Estaríamos aquí, en esta orilla… contra la puesta del sol, completamente desnudos… Y la película acabaría lentamente… —Li se quitó el albornoz—. ¡Voy a bañarme!

—No te has puesto el bañador —advirtió Abe angustiado, volviéndose hacia donde estaba el yate para ver si alguien miraba. Pero su queridita Li ya bailaba por la arena en dirección a la laguna.

«En realidad, vestida está mejor», resonó en el joven una voz brutalmente fría y criticona. Abe quedó sorprendido de su tibieza de enamorado, sintiéndose casi culpable, pero… well, cuando Li llevaba traje y sandalias, estaba mucho más bonita.

«Quizás quieres decir más decente», trató de defenderse Abe contra aquella voz fría.

«Well, eso también. Y mucho más atractiva: ¿Por qué caminará de una forma tan rara? ¿Y por qué le tiembla la carne de los muslos al andar? ¿Por qué esto, y por qué lo otro…?»

«¡Para ya!», gritó Abe horrorizado. «Li es la muchacha más bonita que existe en el mundo. Yo la quiero terriblemente.»

«¿Hasta cuando estará desnuda?», dijo sin piedad la voz fría y criticona.

Abe apartó sus ojos de Li dirigiéndolos hacia el yate que se mecía en la laguna. «¡Qué hermosura! ¡Qué belleza de líneas!» Lástima que Fred no estuviera allí. Con él podría hablar sobre la belleza de su yate…

Mientras tanto, Queridita ya estaba metida en el agua hasta las rodillas. Alzó sus brazos hacia el sol poniente y cantó.

«¡Caramba! ¡que se bañe ya de una vez!», pensó Abe, molesto. «¡Pero qué bonita estaba antes, acostada en la arena, hecha un ovillito y envuelta en el albornoz de felpa! ¡Su Queridita Lü». Y Abe, lleno de emoción, suspiró y besó la manga de su albornoz. Sí, la quería terriblemente, tanto que sentía un dolor en su corazón.

De pronto se oyó un grito penetrante que llegaba del lago.

Abe se puso de rodillas para ver mejor. Su Queridita Li gritaba, agitaba los brazos y corría presurosa hacia la orilla saltando y salpicando a su alrededor… Abe se levantó y corrió hacia ella.

—¿Qué te pasa, Li?

«¡Mira qué manera tan rara de correr tiene!», le advertía la voz fría y criticona… «¡Levanta tan exageradamente las piernas! Y, además, ¿para qué agita tanto las manos a su alrededor? En resumen, el correr no le favorece mucho, que digamos… Y además, ¡hay que ver cómo cacarea, eso es, cacarea!»

—¿Qué te pasa, Li? —gritó Abe corriendo en su ayuda.

—¡Abe, Abe! —exclamó Li castañeteándole los dientes y, ¡zas!, se colgó de su cuello mojada y fría—. Abe, en el agua había un animal raro.

—No es nada —la consoló Abe—, seguramente algún pez.

—¡Si tenía una cabezota terrible! —gimió Queridita apretando su naricilla mojada contra el pecho de Abe.

Abe le hubiera querido dar unos golpecitos en la espalda para tranquilizarla, pero en un cuerpo mojado eso produce demasiado ruido.

—¡Ea, ea! —gruñó—. Mira, ya no hay nada.

Li miró desconfiada hacia la laguna.

—Ha sido algo tan terrible… —suspiró. Y, de pronto, empezó a gritar de nuevo—. ¡Allí… allí! ¿Lo ves?

Hacia la orilla se aproximaba lentamente una cabezota negra, cuyas fauces se abrían y cerraban. Queridita gritó histéricamente y empezó a correr como una desesperada playa adentro.

Abe estaba indeciso. ¿Debía seguir a Li para protegerla, o quedarse quieto, para demostrarle que no le tenía miedo a aquel bicho? Decidió, desde luego, lo segundo. Se acercó hacia la orilla hasta que el agua le mojó los tobillos, y con los puños cerrados miró al animal a los ojos. La cabeza negra se paró, se balanceó en forma rara y dijo: Chiss, chiss, chiss…

Abe sintió cierta angustia, pero la disimuló lo mejor que pudo.

—¿Qué hay? —dijo secamente dirigiéndose a la cabezota.

Cbiss, chiss, chiss —respondió el animal.

—¡Abe, Abe, Abe…! —gritó Queridita Li.

—¡Voy en seguida! —contestó Abe, y lentamente (para que no dijeran…), se acercó a la muchacha. Todavía se paró una vez más y miró hacia el mar.

En la orilla, donde el mar dibujaba en la arena su eterno y efímero encaje, estaba de pie sobre sus patas traseras una especie de animal oscuro con una cabezota redonda, que se retorcía como avergonzado. Abe quedó paralizado. Su corazón latía fuertemente.

Chiss… chiss… chiss… —hizo el animal.

—¡Abe! —gimoteó Queridita medio desmayada.

Abe retrocedía paso a paso, sin apartar sus ojos del animal. Éste no se movía, volviendo solamente hacia él su inmensa cabeza.

Finalmente, Abe llegó junto a su queridita que, tirada de cara al suelo, lloraba horrorizada.

—Es una especie de foca —exclamó Abe, algo inseguro—. Debemos volver al yate, Li.

Pero Li no hacía más que temblar.

—No es peligroso —afirmó Abe. Le hubiera gustado arrodillarse junto a Li, pero debía permanecer, como un valiente, entre ella y el extraño animal. «Si al menos estuviese vestido», pensaba, «o tuviera una navajita o algún bastón…»

Comenzaba a anochecer. El animal se acercó unos treinta pasos más y luego se quedó parado. Y tras él aparecieron en el agua otros siete u ocho animales iguales, que, inseguros y tambaleándose, fueron aproximándose al lugar en que Abe protegía a su Queridita Li.

—¡No mires, Li! —gritó Abe. Pero era innecesario, porque Li no se hubiera atrevido a mirar por nada del mundo.

Del mar surgieron nuevas sombras que se acercaron en semicírculo.

«Serán ya sesenta, por lo menos», contó Abe mentalmente.

«Aquello claro de allá es el albornoz de mi Queridita Li». Sí, el albornoz sobre el que dormía hacía un momento. Mientras tanto, los animales se acercaban hacia «aquello claro de allá», que estaba extendido en la arena.

Entonces Abe hizo algo natural y sin sentido, como aquel caballero de Schiller que entró en la jaula del león a recoger el guante de su dama. ¡Qué se puede hacer! ¡Hay tantas cosas naturales y sin sentido que los hombres harán mientras el mundo sea mundo! Sin pensarlo, con la cabeza erguida y los puños apretados, Abe Loeb se metió entre los animales para recuperar el albornoz de su Queridita Li.

Los animales retrocedieron un poco, pero no escaparon. Abe recogió el albornoz, se lo echó sobre el hombro, como un torero, y se quedó parado.

—Abe… —gemía una voz tras él.

Abe se sintió animado por una fuerza poderosa y un gran valor.

—Bueno, ¿qué hay? —les dijo a aquellos animales, y se les acercó un poco más—. ¿Qué diablos queréis?

Chiss, chiss, chiss… —hizo uno de los animales. Y después, con una especie de sonito gutural y desvencijado, se oyó—: ¡Naif!

Naif—resonó de nuevo un poco más lejos—. ¡Naif, naif!

—A-be…

—No tengas miedo, Li, parece que piden knives, cuchillos…

Li, Li, Li —ladraron los bichos—. A-be, A-be…

Abe creía estar soñando.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren?

—¡Naif!

—A-be… —gimió Queridita—, ¡por favor, ven aquí!

—En seguida. ¿Queréis decir knife, cuchillo? Yo no tengo aquí ningún cuchillo, no voy a haceros daño. ¿Qué más queréis?

Chiss, chiss… —parecía que masticaban ruidosamente. Balanceándose, se acercaban a Abe.

Abe se enrolló el albornoz alrededor del brazo, pero no retrocedió ni un paso.

Chiss, chiss —repetían los extraños animales.

—¿Qué quieres? —preguntó Abe a un animal que se le acercaba. Parecía que le ofrecía su pata delantera, pero a Abe no le hacía demasiada gracia.

—¿Qué quieres? —dijo con cierta aspereza.

Naif—ladró el animal, y soltó de su pata algo blanco, como una gota de agua. Pero no era ninguna gota, porque rodó por la arena.

—Abe —sollozaba Li—, ¡no me dejes aquí!

Mr. Abe había perdido completamente el miedo.

—¡Quítate de mi camino! —dijo, y agitó el albornoz delante del animal. Los animales, sorprendidos, retrocedieron rápidamente con torpeza. Ahora ya podía Abe alejarse con honor, pero todavía se dijo: «¡Que vea Li lo valiente que soy!», y se agachó a recoger aquello blanco que el animal había dejado caer en su pata. Eran tres bolitas finas y muy brillantes. Mr. Abe las acercó a sus ojos, porque ya oscurecía.

—A-be —gemía la abandonada Li.

—Ya voy —respondió Mr. Abe—. Li, tengo un regalito para ti; Li, te traigo una cosa.

Haciendo girar el albornoz sobre su cabeza, Mr. Abe Loeb caminaba por la playa como un joven dios.

Li estaba en cuclillas, hecha un ovillo, y temblando.

—Abe… —sollozó— ¿cómo puedes…, cómo puedes…?

Abe se inclinó solemnemente ante ella.

—Lily Valley, los dioses marinos, o sea los tritones, vinieron a rendirte homenaje. He de comunicarte que, desde los tiempos en que Venus surgió de la espuma, ninguna artista había despertado tanta admiración como tú. Como prueba de ello, te envían los tritones… —Abe extendió su mano— estas tres perlas.

—No digas tonterías, Abe —refunfuñó Queridita Li.

—Hablo en serio, Li. Mira y verás que son verdaderas.

—¿A ver? —lloriqueó Li, y con sus trémulos dedos tocó las tres bolitas blancas—. Abe —suspiró—, ¡si son perlas! ¿Las has encontrado en la arena?

—Pero Li, queridita, las perlas no se crían en la arena.

—Sí que se crían —afirmó Queridita—. ¿Lo ves? Ya te decía yo que aquí había montones de perlas.

—Las perlas se crían en una especie de moluscos con una concha dura, que viven bajo el agua —dijo Abe casi con seguridad—. Te lo juro, Li, las perlas te las han traído esos tritones. Vieron cómo te bañabas y quisieron dártelas personalmente, pero como les tenías tanto miedo…

—¡Si son feísimos…! —suspiró Li—. Abe, son unas perlas magníficas. ¡A mí me gustan las perlas con locura!

«Ahora está muy bonita, hay que reconocerlo», dijo la voz fría y criticona. «Arrodillada ahí en el suelo, con las perlas en la mano… En fin, formidable, no se puede decir otra cosa.»

—Abe, ¿y me las han traído, de verdad, esos… animales?

—No son animales, Queridita, sino dioses marinos. Se llaman tritones.

Queridita no se sorprendió ni poco ni mucho.

—¡Qué simpáticos son!, ¿verdad? Son terriblemente agradables. ¿Qué te parece, Abe? ¿Crees que debo darles las gracias?

—¿Ya no les tienes miedo?

Queridita tembló.

—¡Sí que les tengo, Abe! Por favor, ¡vamonos pronto de aquí!

—Mira, es preciso que lleguemos al yate —dijo Abe—. Ven y no temas.

—¿Y si nos cierran el paso? —gimió Li—. Abe, ¿no prefieres ir tú solo? ¡Pero no puedes dejarme aquí sólita!

—Te llevaré en brazos —propuso heroicamente Abe.

—No estaría mal —aprobó Li.

—Pero tienes que ponerte el albornoz —gruñó Abe.

—En seguida. —La señorita Li se arregló con las dos manos su famoso cabello dorado.

—¿No estoy terriblemente despeinada? ¿No tienes un lápiz de labios?

Abe le echó el albornoz por los hombros.

—Vamos ya, Li.

—Tengo miedo —susurró Queridita—. Mr. Abe la levantó en brazos. Li se sentía ligera como una pluma. «¡Caramba!, es más pesada de lo que creías, ¿no?», dijo la voz de Abe, fría y criticona. «Y, ahora, tienes las dos manos ocupadas, ¡hombre! Si esos animales nos atacaran… ¿qué ocurriría?»

—¿No quieres correr un poco? —propuso Queridita.

—Sí —respondió Mr. Abe, que movía con dificultad las piernas.

Oscurecía rápidamente. Abe se iba aproximando a aquel amplio semicírculo de animales.

—¡Aprisa, Abe, corre, corre! —gemía Queridita pataleando histérica, mientras clavaba en el cuello de Abe sus uñas plateadas.

—¡Caramba, Li, déjame en paz! —gruñó Abe.

Naif—ladraban junto a él—. Chiss, chiss, chiss… Naif, Li, Naif, Li…

Ya habían cruzado el semicírculo, y Abe sentía que sus piernas se hundían en la arena húmeda.

—¡Déjame ya en tierra! —dijo Queridita, precisamente en el momento en que a Abe le abandonaban las fuerzas.

Abe respiró pesadamente, limpiándose con el brazo el sudor de la frente.

—¡Métete en el bote, rápido! —gritó a su Queridita Li.

El semicírculo de sombras negras se había vuelto hacia Li y se acercaba, poco a poco.

Chiss, chiss, chiss… Naif… Li…

Pero Li no gritó, Li no echó a correr. Levantó sus brazos al cielo y el albornoz cayó al suelo. Li, desnuda, movía sus brazos hacia las sombras y les lanzaba besos. En sus temblorosos labios apareció algo que todos hubieran calificado de «encantadora sonrisa».

—¡Son tan tiernos! —dijo con voz vacilante. Y sus blancos brazos se extendieron de nuevo hacia aquellas sombras tambaleantes.

—Li, ven a ayudarme —gruñó Abe con rudeza, empujando el bote hacia la laguna.

Queridita Li recogió su albornoz.

—¡Adiós, queriditos!

Vieron cómo aquellas sombras chapoteaban en el agua en dirección a ellos.

—¡Date prisa, Abe! ¡rápido, rápido! —gritó Li corriendo hacia el bote.

—¡Ya están otra vez aquí! —Abe Loeb trataba desesperadamente de meter el bote en el agua. La señorita Li saltó dentro agitando sus brazos como en un saludo.

—Ponte al otro lado, Abe, me estás tapando.

Naif, cbiss, chiss, Abe, Abe…

Naif, chiss, naif…

Chiss, chiss…

Por fin, el bote se balanceó sobre las aguas. Mr. Abe se agarró a él, apoyándose con todas sus fuerzas en los remos. Uno de ellos tropezó con algún cuerpo resbaladizo.

Queridita Li respiró aliviada.

—¿Verdad que son terriblemente simpáticos y que lo hice perfectamente?

Mr. Abe remaba con todas sus fuerzas hacia el yate.

—Ponte el albornoz, Li —dijo secamente.

—Yo creo que tuve un éxito grandioso —constató la señorita Li—. Y esas perlas, Abe, ¿qué valor pueden tener?

Mr. Abe dejó un momento de remar.

—Creo que no debías haberte exhibido de esa manera, Queridita —dijo disgustado.

La señorita Li se sintió ofendida.

—¿Qué tiene que ver? Se ve en seguida, Abe, que no eres artista. Por favor, rema más aprisa, que con este albornoz tengo frío.

CAPÍTULO VII Un yate en la laguna (Continuación)

Aquella noche no hubo disputas personales en el yate Gloria Pickford. Solamente se emitían rotundas opiniones científicas. Fred, apoyado con lealtad por Abe, juzgaba que aquellos extraños animales debían de ser alguna especie de lagartos, mientras que el capitán opinaba que eran mamíferos. «En el mar no hay lagartos», afirmaba exaltado el capitán; pero los jóvenes señores universitarios no cedían, porque los lagartos eran algo más sensacional. Queridita Li se conformó con considerarlos tritones que eran, sencillamente, encantadores y, en resumen, como ella había tenido ¡un éxito terrible! estaba satisfecha, y, vestida con el pijama a rayas que tanto le gustaba a Abe, soñaba, brillantes los ojos, con las perlas de los dioses marinos. Judy estaba convencida de que todo eran embustes inventados por Li y Abe, y hacía señas furiosas a Fred para que se dejase de «aquellas tonterías». Abe pensaba que Li debía contar entusiasmada cómo él se había metido sin miedo entre los lagartos para recoger el albornoz que quedó olvidado en la arena, y para ver si se animaba, repitió tres veces que «Li hizo frente a los lagartos mientras él empujaba el bote hacia el agua». Ya estaba a punto de repetirlo por cuarta vez, aunque ni el capitán ni Fred le hacían el menor caso, enfrascados en su discusión sobre lagartos y mamíferos. «¡Como si tuviese tanta importancia!», pensó Abe. Finalmente, Judy bostezó y anunció que se iba a dormir, mirando intencionadamente a Fred. Pero éste acababa de recordar que antes del diluvio universal existía una clase de graciosos lagartos, ¿cómo diablos se llamaban?, diplosauros, bigosauros o algo parecido, y andaban sobre las patas traseras, señor mío. Fred lo había visto en una curiosa publicación, ¡un libro así de grueso!

—¡Lástima que usted no lo haya leído, capitán! —exclamó.

—Abe —dijo de pronto Queridita—, tengo una magnífica idea para una película.

—¿Cuál? —respondió Abe con cierta desconfianza.

—Algo extraordinariamente nuevo, ¿sabes? Nuestro yate se hundiría y sólo me salvaría yo, llegando a parar a esta isla. Y aquí viviría como una Robinsona.

—¿Y qué iba a hacer usted aquí sola? —preguntó el capitán algo escéptico.

—Me bañaría… y haría también otras cosas —dijo con sencillez Queridita—. Y entonces, se enamorarían de mí tres Tritones marinos que me traerían muchas perlas. ¿Ves? ¡Exactamente como ha ocurrido! Podría ser, al mismo tiempo, una película sobre la naturaleza y educativa, ¿no creen? Algo como Trader Horn.

—Li tiene razón —dijo de pronto Fred—. Mañana por la noche debemos filmar a esos lagartos.

—Dirá usted, a esos mamíferos —corrigió el capitán.

—O mejor dicho, a mí entre esos tritones —añadió Queridita.

—Pero con bañador —exigió Abe.

—Me pondré el bañador blanco —dijo Li—. Y Greta tendrá que hacerme un peinado apropiado. Hoy estaba, sencillamente, terrible.

—¿Y quién lo filmará?

—Abe. También ha de servir para algo. Y Judy tendrá que hacer de iluminadora porque, cuando salen, ya está demasiado oscuro para filmar.

—¿Y qué hará Fred?

—Fred tendrá un arco y una coronita en la cabeza y, si los tritones me quieren llevar, me defenderá, ¿no?

—Gracias de todo corazón —murmuró Fred— pero yo prefiero llevar un revólver. Y creo que debería venir también el capitán.

Al capitán se le erizaron los bigotes combativamente.

—No se preocupe usted. Yo haré lo que sea necesario.

—¿Y qué hará?

—Llevaré tres hombres de la tripulación. ¡Y bien armados!

Queridita Li demostró su entusiasmo en forma encantadora.

—¿Cree usted que serán tan peligrosos, capitán?

—No creo nada, niña —gruñó el capitán—, pero tengo órdenes del señor Jesse Loeb, por lo menos en lo que se refiere a Mr. Abe.

Los señores empezaron a preparar, llenos de entusiasmo, los detalles técnicos de la peligrosa empresa. Abe hizo un guiño a Queridita.

—¡Ya deberías estar en la cama! —le dijo, y otras cosas por el estilo.

Li se marchó obediente.

—¿Sabes, Abe? —dijo ya en su camarote—, yo creo que será una película fantástica.

—Será, Queridita —afirmó Abe, tratando de besarla.

—Hoy no, Abe —se defendió Queridita—, has de comprender que debo concentrarme terriblemente para mañana.


* * *

La señorita Li se estuvo «concentrando» todo el día. La pobre doncella Greta tuvo que preparar baños con sales y esencias importantísimas, lavado de cabellos con champú, masaje, maquillaje, pedicura, ondulación y peinado, planchado de vestidos, alguna pequeña reforma y aún muchas cosas más. Judy, arrastrada por el entusiasmo general, ayudaba a queridita Li con desinterés. Hay momentos en que las mujeres saben ser extraordinariamente leales entre sí, por ejemplo, cuando se trata de vestidos. Mientras que en el camarote de la señorita Li reinaba esta actividad febril, los hombres se habían reunido y, junto a los ceniceros y a las copas de licor, discutían su plan estratégico: dónde se situaría cada uno y de qué se ocuparían en caso de ocurrir algo desagradable. Durante dicha conferencia, el capitán fue ofendido varias veces en relación a las cuestiones de mando. Por la tarde, se llevó a la playa la cámara de filmar, una pequeña ametralladora, una cesta con cubiertos y comida, fusiles, gramófono y otros útiles necesarios en caso de guerra. Todo esto fue magníficamente camuflado entre hojas de palma. Antes de la caída del sol, tres hombres de la tripulación y el capitán en funciones de comandante ocuparon sus puestos. Después fue llevado a la orilla un enorme cesto con algunas pequeñeces de uso personal de la señorita Lily Valley; un poco más tarde, llegaron Fred y la señorita Judy y, finalmente, empezó a ponerse el sol en toda su magnificencia tropical.

Mientras tanto, el señor Abe golpeaba con sus nudillos, ¡ya por décima vez!, en la puerta del camarote de la señorita Li.

—Queridita, en serio, ya es hora de que bajemos.

—En seguida, en seguida —contestó la voz de Queridita—. Por favor, ¡no me pongas aún más nerviosa! Es preciso que me arregle un poquito, ¿no?

El capitán, en la playa, examinaba detenidamente la situación. Allá, sobre la superficie de las aguas, brillaba como una especie de cinturón, separando el oleaje del mar de las tranquilas olas de la laguna: «Como si hubiera bajo el agua alguna especie de dique o rompeolas», pensó el capitán. «Quizá sea arena o un banco de coral, pero más parece una obra artificial.» Un lugar extraño era aquél. En la tranquila superficie de la laguna aparecían ya, de vez en cuando, algunas cabezotas negras que se aproximaban a la orilla. El capitán frunció los labios y apretó intranquilo su pistola. «Mejor sería», pensó, «que esas chicas se quedaran en el barco.» Judy se puso a temblar, colgándose frenética del brazo de Fred. «¡Qué fuerte es, Dios mío», pensó, «y cómo le quiero!»

Por fin el último bote abandonó el yate. En él iba la señorita Lily Valley, con un bañador blanco y un dressing-gown transparente en el que, en apariencia, sería arrojada por las olas después de su naufragio. Con ella iban también la señorita Greta y Mr. Abe.

—¿Por qué remas tan despacio, Abe? —le echó en cara Queridita.

Mr. Abe miró las negruzcas cabezas que se acercaban a la orilla y no dijo nada.

Chiss, chiss…

Chiss.

Mr. Abe encalló el bote en la playa y ayudó a bajar de él a Li y a la señorita Greta.

—Ve corriendo y prepárate para filmar —le susurró al oído la artista—. Cuando te diga «¡ahora!» empieza en seguida.

—Si ya no se ve nada —objetó Abe.

—Pues tendrá que iluminarte Judy. ¡Greta!

Mientras que Mr. Abe ocupaba su puesto junto a la cámara, la artista se dejó caer en la arena como un cisne moribundo, y la señorita Greta le arregló los pliegues de su dressing-gown.

—Que se me vean un poco las piernas —susurró la náufraga—. ¿Ya está? Pues vete. Abe, ¡ahora!

Abe empezó a darle vueltas a la manivela.

—Judy, ¡luz!

Pero la luz no se encendió. Del mar salían sombras tambaleantes que se acercaban a Li. Greta tuvo que taparse la boca para no gritar.

—¡Li! —gritó Mr. Abe— ¡huye, Li!

Naif, chiss, chiss, chiss… Li, Li, Abe…

Alguien preparó el revólver.

—¡Diablo, no disparen! —murmuró el capitán.

—¡Li! —gritó Abe dejando de rodar—. ¡Judy enciende!

Li, lentamente, con movimientos graciosos, se levantó y empezó a alzar sus brazos al cielo. El ligero dressing-gown resbaló de sus hombros. La blanca Li apareció levantando sus encantadores brazos sobre la cabeza, como hacen los náufragos al volver en sí de su desmayo. Mr. Abe hizo girar furiosamente la manivela.

—¡Caramba, Judy, enciende ya!

Chiss, chiss, chiss…

Naif, naif…

—Naif…

—A-be…

Las sombras negras se balanceaban y cerraban el círculo alrededor de la blanca Li. ¡Alto, alto!, ¡aquello no era un juego! Li ya no levantaba los brazos sobre su encantadora cabecita, sino que trataba de apartar algo de su cuerpo, gritando:

—Abe, Abe, ¡me han tocado!

En aquel momento todo quedó iluminado por una luz cegadora. Abe movió rápidamente la manivela, Fred y el capitán, con los revólveres preparados, corrieron hacia Li, que estaba en cuclillas, sollozando aterrorizada. Al mismo tiempo se vio correr a decenas y cientos de aquellas largas y oscuras formas que, aterradas por la luz, se precipitaban en la laguna. Dos marineros tiraron una red sobre una de las sombras que huía, a la vez que Greta se desmayó, desplomándose como un saco. Se oyeron dos o tres disparos; el mar se agitó como si estuviera en ebullición. Los marineros que sostenían la red estaban echados sobre algo que se retorcía y forcejeaba. De pronto, la luz en manos de la señorita Judy se apagó.

El capitán encendió su linterna de bolsillo.

—Niña, ¿no le ha ocurrido nada?

—¡Un bicho de ésos me ha tocado una pierna! —gimió Queridita—. Fred ¡ha sido algo tan terrible!

Mr. Abe se acercó también con su linterna.

—¡Ha sido magnífico, Li!, pero Judy debía haber iluminado antes —dijo.

—¡Si no quería encenderse! —gritó Judy—. ¿Verdad que no quería encenderse, Fred?

—Judy tenía miedo —trató de disculparla Fred—. Les juro que no lo ha hecho adrede, ¿verdad Judy?

Judy se sintió ofendida. Mientras tanto, se habían acercado los dos marineros, llevando en la red algo que se agitaba como un enorme pez.

—¡Aquí lo tiene, capitán! ¡Y vivito!

—El muy granuja… Nos tiraba una especie de veneno. Tengo las manos llenas de ampollas, y queman como el infierno.

—¡A mí también me tocó! —gimió la señorita Li—. Abe, enciende. ¿No tengo aquí alguna ampolla?

—No, no tienes nada, Queridita —le aseguró Abe, que hubiera besado muy a gusto su rodilla. Pero Queridita, preocupada, seguía restregándose la pierna.

—Era algo tan frío y desagradable… —se quejó Queridita.

—Ha perdido usted una perla, señorita —dijo de pronto uno de los marinos, entregando a Li una bolita que acababa de recoger de la arena.

—¡Dios mío, Abe! ¡Si me han traído otra vez perlas! —gritó la señorita Li—. ¡Muchachos, vengan a ayudarme a buscar perlas! Por aquí debe de haber una barbaridad de perlas, esos pobrecitos me las han traído. Son simpatiquísimos, ¿verdad, Fred? ¡Otra perla! ¡Y aquí!

Tres linternas volvieron sus círculos luminosos hacia el suelo.

—¡He encontrado una tremenda!

—¡Es mía! —gritó la señorita Li.

—¡Fred! —sonó la fría voz de Judy.

—¡En seguida! —respondió Fred, que estaba de rodillas en la arena.

—Fred, quiero volver al yate.

—Alguien te puede llevar —aconsejó Fred muy ocupado—. ¡Caramba, qué divertido es esto!

Tres hombres y una señorita, Queridita Li, se movían por la arena como enormes luciérnagas.

—¡Aquí hay tres perlas! —anunció el capitán.

—¿A ver, a ver? —gritó Li entusiasmada arrastrándose de rodillas hacia el capitán.

En aquel momento brilló la luz de magnesio y se oyó la manivela de la cámara cinematográfica.

—Bien, ahora sí que los he filmado —declaró vengativa Judy—. Será una magnífica fotografía para los periódicos. «La Alta Sociedad Americana busca perlas.» «Lagartos marinos arrojan perlas a la gente.»

Fred se sentó de pronto.

—¡Caramba! Judy tiene razón. Eh, chicos, debemos publicar esto en los periódicos.

Li se puso de pie.

—Judy es un encanto. Judy, por favor, rueda algunas escenas más, esta vez de frente.

—Perderías mucho, queridita —aseguró Judy.

—Niños, haríamos mejor en seguir buscando. Empieza la marea alta.

En la oscuridad, a la orilla del lago, se agitó una sombra negra. Li dio un grito horrorizada.

—Allí, allí…

Tres linternas enfocaron su luz hacia aquel lado. Era Greta que, de rodillas, buscaba perlas.

Li tenía en su regazo la gorra del capitán, que contenía 21 perlas. Abe servía licores y Judy atendía al gramófono. La hermosura de una noche estrellada brillaba sobre el eterno susurro del mar.

—Bien, ¿qué título vamos a ponerle? —preguntó Fred.

—LA HIJA DE UN INDUSTRIAL DE MILWAUKEE FILMA A LOS REPTILES FÓSILES.

—LAGARTOS ANTEDILUVIANOS RINDEN HOMENAJE A LA BELLEZA Y A LA JUVENTUD —propuso Abe poéticamente.

—EL YATE GLORIA PICKFORD DESCUBRE SERES DESCONOCIDOS —aconsejó el capitán—. O quizás EL MISTERIO DE LA ISLA DE TAHUARA.

—Eso serviría solamente para el subtítulo. El título debe decir mucho más.

—Quizá: BASEBALL FRED LUCHA CONTRA LOS MONSTRUOS —exclamó Judy—. Fred estaba formidable cuando se lanzó contra ellos. Lo que hace falta es que salga bien en el film.

El capitán tosió:

—Es que yo llegué antes, señorita Judy, pero no hablemos de eso. Yo creo que el título debe ser científico. Ha de ser sucinto y… en resumen, científico. ANIMALES PREDILUVIANOS EN UNA ISLA DEL PACÍFICO.

—¿Prediluvianos? —corrigió Fred—. ¿Prediluvianos? ¡Caramba!, ¿cómo se dice? Antediluvianos… antidiluvianos… anteluvianos… No, eso no puede ser. Hay que poner un título más sencillo, para que todo el mundo pueda pronunciarlo. Judy es un hacha en eso.

—Antediluvianos —dijo Judy.

Fred negó con la cabeza.

—Demasiado largo, Judy. Más largo que esos bichos, con cola y todo. El título ha de ser conciso, pero Judy es fantástica ¿no? ¡Dígalo usted, capitán! ¿Verdad que es magnífica?

—Lo es —corroboró el capitán—. Una muchacha excelente.

—Es usted un buen muchacho, capitán —dijo agradecido el joven coloso—. Muchachos, el capitán es un tipo formidable. Pero prediluviano es una estupidez. ¡No es titular para un periódico! Mejor sería: LOS amantes DE LA ISLA DE las PERLAS, o algo así.

—LOS TRITONES LLENAN DE PERLAS A LA BLANCA LILY —gritó Abe—. HOMENAJE DEL IMPERIO DE POSEIDÓN. ¡NUEVA AFRODITA!

—Una idiotez —protestó Fred excitado—. Tritones no han existido nunca. Eso está comprobado científicamente, muchacho. Y tampoco ha habido ninguna Afrodita, ¿verdad que no, Judy? ¡CHOQUE DE SERES HUMANOS CONTRA LAGARTOS PREHISTÓRICOS! UN VALIENTE CAPITÁN ATACA A LOS MONSTRUOS ANTEDILUVIANOS. Hombre, un título así sería impresionante.

—Edición especial —gritó Abe—, UNA ARTISTA DE CINE ATACADA POR MONSTRUOS MARINOS. EL SEX-APPEAL DE LA MUJER MODERNA VENCE A LOS LAGARTOS PREHISTÓRICOS. ¡LOS REPTILES FÓSILES LAS PREFIEREN RUBIAS!

—Abe —se oyó la voz de Li—, tengo una idea.

—¿Cuál?

—Para una película. Sería algo formidable, Abe. Imagínate que me estaría bañando en la playa…

—Ese bañador te sienta formidablemente, Li —respondió apresuradamente Abe.

—¿Verdad? Y esos tritones se enamorarían de mí y me llevarían al fondo del mar para que fuese su reina.

—¿Al fondo del mar?

—Sí, bajo el agua. A su imperio secreto, ¿sabes? Ellos, desde luego, tendrán sus ciudades.

—¡Pero Queridita, te ahogarías!

—No te preocupes, sé nadar —dijo Queridita sin alterarse—. Una vez al día, saldría a la superficie para respirar. Li hizo una excelente exhibición de ejercicios respiratorios, acompañados por agitados movimientos de busto y acompasadas brazadas de nadadora. Algo así, ¿te parece? Y en la playa se enamoraría de mí… quizás un joven pescador. Y yo de él. ¡Locamente! —suspiró Queridita—. Él sería fuerte y hermoso. Los tritones tratarían de ahogarlo, pero yo lo salvaría y huiría con él a su cabaña. Los tritones nos cercarían y después… Bueno, después podríais llegar vosotros y salvarnos.

—Li —le dijo Fred seriamente—, eso es tan estúpido que, ¡por mi salud!, te juro que podría filmarse. Raro sería que el viejo Jesse no hiciese de eso una gran película.


* * *

Fred tenía razón. Con el tiempo, de «eso» se rodó una gran película, producción Jesse Loeb Pictures, con la señorita Lily Valley en el papel principal. Además, fueron empleados seiscientas nereidas, un Neptuno y doce mil extras vestidos de los más variados lagartos antediluvianos. Pero antes de ocurrir todo esto, corrió mucha agua por los ríos y ocurrieron diversos acontecimientos, entre otros:

1) El animal capturado, guardado en la bañera del camarote de queridita Li fue, durante dos días, el centro de la atención de todo el grupo. Al tercer día dejó de moverse, asegurando la señorita Li que «el pobrecito sentía nostalgia.» Al cuarto día empezó a apestar y tuvo que ser arrojado al mar, en avanzado estado de descomposición.

2) De las escenas filmadas en el lago, solamente dos estaban en buenas condiciones. En una de ellas Queridita Li, en cuclillas, se defendía aterrorizada de los animales erguidos que la rodeaban. Todos aseguraron que era una toma magnífica. En la segunda se veía a tres hombres y a una joven, arrodillados y con las narices rozando el suelo. Todos estaban de espaldas y parecía que adoraban a alguien. La toma fue rechazada por unanimidad.

3) En lo referente a los titulares para los periódicos, hay que decir que fueron aprovechados todos (sí, hasta aquellos de la fauna antediluviana), y que salieron publicados en cientos y cientos de diarios americanos y, en general, en periódicos, semanarios y revistas de todo el mundo. Bajo los titulares iba una relación de los acontecimientos, con toda una serie de detalles y fotografías como, por ejemplo: fotografía de Queridita Li entre los lagartos; fotografía del lagarto en el baño; fotografía de Li en traje de baño; fotografía de la señorita Judy, Mr. Abe, Baseball Fred, el capitán del yate, el yate Gloria Pickford, la isla de Tahuara y las perlas, colocadas sobre terciopelo negro. La carrera de Queridita Li estaba asegurada. Hasta rechazó los ofrecimientos que se le hacían para trabajar en varietés y declaró en una entrevista que pensaba dedicarse solamente al arte.

4) Desde luego, también hubo gente que, basándose en sus conocimientos científicos, aseguró que —según se podía juzgar por las fotografías— no se trataba de lagartos prehistóricos, sino de una especie de salamandras. Gente todavía más experta dijo, más tarde, que dicha clase de salamandras no estaba reconocida científicamente y que, por lo tanto, no existían. Hubo largos debates en la prensa con este motivo, que fueron cerrados por las declaraciones del profesor J. W. Hopkins (Universidad de Yale). La destacada autoridad dijo que había examinado detenidamente las fotografías y que las consideraba falsas o, mejor dicho, trucos cinematográficos; que los animales retratados recordaban, en cierto modo, a la Gran Salamandra (Cryptobranchus japónicas, Sieboldia máxima, Tritomegas Sieboldia o Megalobatrachus Sieboldia), pero no exactamente, sino que parecían una imitación torpe, hecha por personas que entienden poco del tema. Así quedó el asunto resuelto científicamente, por algún tiempo.

5) Finalmente, y en el momento oportuno, el señor Abe Loeb contrajo matrimonio con la señorita Judy. Baseball Fred, su mejor amigo, fue testigo de la boda, celebrada con gran solemnidad y con la asistencia de destacadas personalidades de los círculos políticos, artísticos y otros.

CAPÍTULO VIII Andrias Scheuchzeri

La curiosidad humana es insaciable. La gente no se conformó con las declaraciones del profesor J. W. Hopkins (Universidad de Yale), la mayor autoridad en reptiles de la época, de que aquellos misteriosos animales eran una verdadera estafa anti-ciéntifica y pura fantasía. En la prensa especializada y en los demás periódicos empezaron a multiplicarse las noticias sobre la aparición de ciertos animales, hasta entonces desconocidos, parecidos a enormes salamandras, en los lugares más diversos del Océano Pacífico. Las noticias relativamente más convincentes eran que se habían encontrado algunas de estas salamandras en las islas Salomón, en la isla Schouten, en Campingama-rangi, Butaritari y Tapeteuea y, además, en todo el siguiente grupo de islas: Nukufeta, Funafuti, Nukomo y Pucapuca, luego hasta en Hiau, Uahuka, Uapu y Fukaofu. Se citaron leyendas sobre los diablos del capitán van Toch (principalmente, en la región de Melanesia), y sobre los tritones de la señorita Lily (más bien en la región de Polinesia). Los periódicos juzgaron que se trataba, seguramente, de alguna especie descendiente de los monstruos submarinos antediluvianos (especialmente porque había empezado la temporada de verano y no había de qué escribir). Los monstruos prehistóricos gozaban de gran éxito entre los lectores, en particular en los EE.UU., donde los tritones se pusieron de moda. En Nueva York se presentó, más de trescientas veces consecutivas, un show sobre Poseidón y trescientos hermosos tritones, nereidas y sirenas. En Miami y en las playas californianas, la juventud se bañaba con trajes «Tritón» y «Nereida», o sea, tres hileras de perlas, y nada más, mientras que en los Estados del centro y centro-oeste se fortaleció extraordinariamente el Movimiento para la Defensa de la Moral (MDM), y con este motivo se celebraron manifestaciones por las calles durante las cuales varios negros fueron en parte colgados y en parte quemados. Finalmente se publicó, en The National Geographic Magazine, un boletín de la Expedición Científica de la Universidad de Columbia (organizada a expensas de J.S. Tinsker, llamado el Rey de las conservas); las informaciones estaban firmadas por P.L. Smith, W. Kleinschmidt, Charles Kovar, Louis Forgeron y D. Herrero, es decir, autoridades de fama mundial, especialmente en la rama de parásitos de los peces, gusanos circulares, plantas y biología, embudos y pulgones. Del total de noticias publicamos un extracto:


…En la isla Rakahanga tropezó la expedición, por primera vez, con huellas de las patas posteriores de una salamandra desconocida hasta ahora. Dichas huellas tienen cinco dedos, cuya longitud oscila entre 3 y 4 cm. Por el número de huellas encontradas en las playas de Rakahanga, ha de haber en dicha isla un verdadero hormiguero de las citadas salamandras. Por no haberse encontrado huellas de las patas delanteras (a excepción de una huella de cuatro dedos, seguramente de alguna salamandra pequeña, dedujo la expedición que estas salamandras andan, con toda probabilidad, sobre sus extremidades inferiores.

Queremos subrayar que en la islita de Rakahanga no existe ningún río ni pantano; estas salamandras deben vivir, pues, en el mar, y son con toda seguridad las únicas de su especie que habitan un ambiente pelágico. Es, desde luego, conocido, que el ajolote mejicano (Amblisto-ma mexicanum), habita en lagos de agua salada, pero sobre las salamandras pelágicas (que habitan en los mares), no encontramos referencia alguna ni siquiera en la obra clásica de W. KORNGOLD, Anfibios (Urodelos), Berlín, 1913.

…Esperamos hasta la caída del sol para poder cazar o, por lo menos ver, un ejemplar vivo, pero todo fue inútil. Con sentimiento abandonamos la encantadora islita de Rakahanga, en la que D. HERRERO consiguió encontrar una hermosa y nueva clase de chinche…

En la islita de Tongarewa tuvimos mucha más suerte. Esperamos en la playa con los fusiles preparados. A la caída de la tarde surgió de las aguas una cabeza de salamandra, relativamente grande y un poco aplastada. Al cabo de unos momentos empezaron a salir salamandras del mar y caminaron hacia la playa, balanceándose, pero bastante firmes en sus patas posteriores. Sentadas tenían una altura, aproximadamente, de un metro. Se sentaron formando un círculo y empezaron, con ciertos movimientos especiales, a retorcer la parte superior de su cuerpo como si bailasen. W. KLEINSCHMIDT se levantó para ver mejor. Al ruido, las salamandras volvieron las cabezotas y, por un momento, quedaron paralizadas. Luego se acercaron a él a bastante velocidad, produciendo sonidos guturales como si ladrasen. Cuando estaban ya a unos pasos de distancia, disparamos nuestros fusiles. Las salamandras huyeron precipitadamente y se zambulleron en el mar. Aquella tarde ya no volvieron a salir. En la playa quedaron, solamente, dos salamandras muertas y una con el espinazo roto, que emitía unos sonidos especiales como «o god, o god, o god». Más tarde murió, al abrirle W. KLEINS la cavidad torácica… (Sigue un informe anatómico detallado, que nosotros, legos en la materia, difícilmente comprenderíamos; los lectores especialistas pueden consultar el citado boletín).

De los informes arriba mencionados se desprende que se trata de un típico miembro de la familia de los anfibios urodelos, a la que, como es de todos conocido, pertenece el grupo de las verdaderas salamandras (Salamándridos), que abarca el grupo de los tritones y gallipatos y todos los anfibios pisciformes (ictioideos), incluidos los batracios branquíferos y la salamandra gigante. La salamandra descubierta en la isla de Tongarewa parece ser el pariente más cercano de la salamandra anfibia y, por muchos otros detalles, entre ellos su tamaño, recuerda a la salamandra gigante japonesa (Criptobranchus japonicus) y a la americana llamada «diablo del barro», distinguiéndose de ellas por tener los sentidos más desarrollados y las extremidades más fuertes, lo que le permite moverse con bastante habilidad en el agua y en tierra. (Siguen informes detallados sobre anatomía comparada).

Cuando estudiamos los esqueletos de los animales que habíamos matado, descubrimos algo muy interesante, y es que el esqueleto de estas salamandras coincide exactamente con las huellas fósiles del esqueleto de salamandra encontrado en una losa de ónice por el Dr. JOHANNES JAKUB SCHEUCHZER, y que describió en sus escritos, publicados en 1726, como «Homo diluvii testis».



A los lectores menos expertos les recordaremos que el citado Dr. SCHEUCHZER consideraba dicho fósil como los restos del hombre antediluviano. «Según la figura que adjunto» —escribía— «presentada al mundo erudito en un magnífico grabado en madera, se puede comprobar, sin lugar a dudas, que se trata del retrato del hombre que fue testigo del diluvio universal. No hay ni una sola línea a la que una imaginación exuberante tuviese que buscarle parecido con el hombre, sino, por el contrario, existe una completa armonía con las diferentes partes del esqueleto humano, al mismo tiempo que una simetría perfecta. La fotografía del hombre fósil, presentada en las primeras páginas, es un monumento a la humanidad extinguida, más antiguo que todos los túmulos romanos y griegos, y hasta egipcios, y de todo el Oriente en general.» Más tarde CUVIER reconoció en las huellas fósiles del ónice el esqueleto de una salamandra fosilizada, a la que se llamó Andrias Scheuchzeri Tschudi, y que fue considerada de una especie desaparecida hacía ya mucho tiempo. Por medio de una comparación osteológica conseguimos identificar nuestra salamandra con el antiguo y presunto desaparecido Andrias Scheuchzeri. El misterioso lagarto prehistórico, como se le llama en los periódicos, no es otra cosa que la salamandra fósil Andrias Scheuchzeri o, si es necesario aplicarle un nombre nuevo, Criptobran-chur Tinckeri, o sea, la salamandra gigante de Polinesia.

…Continúa siendo un misterio por qué esta salamandra tan interesante escapó a la atención de la ciencia a pesar de que, por lo menos en las islas Rakahanga y Tongarewa, del archipiélago de Manihiki, aparecen en gran número. Ni siquiera fueron nombradas por RANDOLPH y MONTGOMERY en su libro Dos años en el archipiélago Manihiki (1885). Los nativos de esos lugares aseguran que estos animales —a los que consideran venenosos— empezaron a aparecer hace solamente unos siete u ocho años. Cuentan que los «diablos marinos» saben hablar (!) y construyen, en los golfos donde viven, toda una serie de defensas y diques al estilo de ciudades submarinas. Dicen que en los golfos en que habitan el agua está todo el año en calma, como la de un estanque, y que edifican bajo el agua metros de pasadizos en los que viven durante el día. Por la noche salen a robar a los campos patatas, batatas y otros tubérculos, llevándose, al mismo tiempo, las azadas, picos y otras herramientas de los campesinos. La gente no los quiere y hasta les teme, por lo que, en muchos casos, han preferido abandonar el lugar y trasladarse a otros parajes. Seguramente se trata tan sólo de leyendas primitivas, habiendo sido exaltada, quizá, la imaginación de los nativos por el aspecto repugnante de estas grandes salamandras, que caminan como seres humanos.

También hay que citar con reserva las noticias de los viajeros y exploradores, según los cuales dichas salamandras aparecen también en otras islas además de en las Manihiki. Por el contrario, no cabe la menor duda de que las huellas de las patas posteriores, aparecidas recientemente en una playa de la isla de Tongatabu, según publicó el Capitán CROISSET en La Nature, son huellas de Andrias Scheuchzeri. Este descubrimiento es especialmente importante, porque enlaza los hallazgos en las islas Manihiki con la región australiana y neozelandesa, que guarda tantos residuos de la evolución de la fauna prehistórica. Recordemos, principalmente, el lagarto antediluviano Tuataru que, aún hoy, vive en la isla de Stephen. En estas islitas aisladas, poco habitadas por lo general y alejadas de la civilización, es posible que se hayan conservado ejemplares de este tipo de fauna, desaparecida en otros lugares. Al lagarto fosilizado Hatterrii hay que añadir ahora, gracias al señor J. S. TINCKER, la salamandra antediluviana. El buen Dr. JOHANNES JA-KUB SCHEUCHZER hubiera podido ver ahora la resurrección de su hombre de ónice…


* * *

Este boletín tan instructivo hubiera bastado, seguramente, para aclarar científicamente la cuestión de los misteriosos monstruos marinos, que tantas discusiones habían suscitado. Por desgracia, se publicó al mismo tiempo el informe de un experto holandés llamado Van Hogenhouck, que clasificó esta salamandra gigante en el grupo de verdaderas salamandras o tritones, bajo el nombre de Megatriton moluccanus, e indicó su multiplicación en las islas holandesas del Sudán, Dzillo, Mo-rotai y Ceram. También influyó la opinión del científico francés Dr. Mignard, que las clasificó como salamandras típicas, dándoles como lugar de origen las islas francesas de Takaros, Rangiroa y Raroira y nombrándolas, sencillamente, Cripto-branquios salamandroides. Todavía citaremos el informe de W. Spence, que reconoció en ellas una nueva especie de pelágidos naturales de las islas Gilbert, y que estaba dispuesto a obtener un nuevo ser científico bajo el nombre: Pelagotriton Spence. El señor Spence consiguió transportar un ejemplar vivo hasta el Parque Zoológico de Londres, donde fue objeto de nuevas investigaciones bajo los nombres de Pelagobatracio Hooker, Salamandrops maritimus, Abranchus giganteas, Amphiuma gi-gas y muchos otros. Muchos expertos aseguraban que el Pelagotriton Spence era igual que el Criptobranquios Tinckeri, y que la salamandra de Mignard no era otra que Andrias Scheuch-zeri. Hubo muchas discusiones sobre prioridad y otras cuestiones puramente científicas, y finalmente ocurrió que la Historia Natural de cada país tuvo su propia salamandra, criticando cruelmente las salamandras de los otros países. Por eso, en este importante problema de las salamandras, no se logró nunca una clara explicación científica.

CAPÍTULO IX Andrew Scheuchzer

Ocurrió un jueves, cuando el Parque Zoológico de Londres estaba cerrado al público. El señor Thomas Gregs, guarda del pabellón de los reptiles, limpiaba los estanques y terrenos de sus protegidos. Estaba solo en el departamento de las salamandras, con la salamandra gigante japonesa, el Helbendr americano, Andrias Scheuchzeri y toda una serie de pequeños lagartos, salamanquesas, ajolotes, etc. El señor Gregs se esmeraba con el trapo y la escoba, silbando Annie Laurie, cuando de pronto una voz cavernosa dijo a su espalda:

—Mira, mamá.

El señor Gregs se volvió y no vio a nadie. Solamente el «diablo del barro» americano masticaba y aquella salamandra negruzca y grande, Andrias Scheuchzeri, estaba apoyada con las patas delanteras en el borde del estanque y retorcía el torso.

—Lo habré soñado… —pensó el señor Gregs, y siguió barriendo el suelo hasta dejarlo reluciente.

—Mira, una salamandra —oyó de nuevo a su espalda.

El señor Gregs se volvió rápidamente. Aquella salamandra negra, aquel Andrias Scheuchzeri, le miraba haciéndole guiños con los párpados inferiores.

—¡Uy! ¡qué feo es! —dijo de pronto la salamandra—. Vámonos de aquí, querido.

El señor Gregs se quedó con la boca abierta.

—¿Qué?

—¿No muerde? —pareció graznar la salamandra.

—¿Tú… tú sabes hablar? —dijo admirado el señor Gregs.

La salamandra retorció su cuerpo.

—Me da miedo, mamá —exclamó la salamandra—. ¿Qué comerá?

—Di «buenos días» —dijo admirado el señor Gregs.

La salamandra se retorció como si le diese vergüenza.

—Buenos días —pronunció en una especie de ladrido—. Buenos días, buenos días. ¿Puede darme un pastel?

El señor Gregs buscó confuso en su bolsillo y sacó un pedazo de galleta.

—Toma —dijo.

La salamandra tomó la galleta con su pata y empezó a comérsela.

—Mira, una salamandra —dijo contenta—. Papá, ¿por qué es tan negra?

De pronto se zambulló en el agua y sacó la cabeza.

—¿Por qué está en el agua?, ¿por qué? ¡Uy, qué fea es!

El señor Gregs se rascaba la nuca sorprendido. «¡Aja!», pensó, «la salamandra repite lo que oye decir a la gente.»

—Di «Gregs» —probó.

—Di Gregs —repitió la salamandra.

—Señor Thomas Gregs.

—Señor Thomas Gregs.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, señor. Buenos días, señor. Buenos días, señor —parecía que la salamandra no podía saciar su ansia de hablar, pero el señor Gregs no sabía ya qué decirle. El señor Gregs no era hombre de muchas palabras.

—Bueno, cierra ya el hocico —dijo—. Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar si quieres.

—Bueno, cierra ya el hocico —gruñó la salamandra. — Cuando acabe el trabajo te enseñaré a hablar. Buenos días, señor.

Pero la dirección del Zoo no veía con buenos ojos que los guardias enseñasen cosas a sus pupilos. Si hubiese sido a los elefantes, bien, pero los otros animales estaban allí para servir de enseñanza y no para hacer exhibiciones circenses. Por ello, el señor Gregs, cuando el Parque Zoológico quedaba desierto, entraba en el pabellón de las salamandras y pasaba allí horas y horas, más o menos en secreto. Como era viudo, a nadie le extrañaba su aislamiento, ¡allá cada uno con sus gustos y rarezas! Además, el pabellón de las salamandras era de los menos visitados. El cocodrilo, por ejemplo, gozaba de más popularidad, pero Andrias Scheuchzeri pasaba días y más días en una soledad completa.

Una vez, cuando oscurecía y se cerraban ya los pabellones, paseaba el director del Zoo, Sir Charles Wiggan, por algunas de las secciones, para cerciorarse de que todo estaba en orden. Al pasar por el pabellón de las salamandras se oyó un chapoteo en una de las piscinas y una voz cavernosa dijo:

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches —respondió el director sorprendido—. ¿Quién está ahí?

—Perdone, señor —dijo la voz cavernosa—, yo no soy el señor Gregs.

—¿Quién está ahí? —repitió el director.

—Andy, Andrew Scheuchzer.

Sir Charles se acercó más al estanque. En él había, solamente, una salamandra de pie e inmóvil.

—¿Quién habla ahí?

—Andy, señor —dijo la salamandra—. ¿Quién es usted?

—Wiggan —dijo maravillado Sir Charles.

—Mucho gusto —respondió Andrias respetuosamente—. ¿Cómo está usted?

—¡Al diablo! —gritó Sir Charles—. ¡Gregs! ¡Eh, Gregs!

La salamandra dio media vuelta y se escondió rápidamente en el agua.

En la puerta apareció el señor Gregs, jadeando e inquieto.

—¿Desea usted, señor?

—Gregs, ¿qué significa esto? —explotó Sir Charles.

—¿Ha ocurrido algo, señor? —tartajeó el señor Gregs inseguro.

—¡Este animal habla!

—Perdone, señor —dijo el señor Gregs confuso—. Eso no debe hacerse, Andy. Ya te he dicho mil veces que no debes molestar a la gente con tu conversación. Perdone usted, Sir Charles, no se volverá a repetir.

—¿Usted ha enseñado a hablar a esa salamandra?

—Ella empezó primero —trató de disculparse el señor Gregs.

—Espero que esto no volverá a repetirse, Gregs —dijo severamente Sir Charles—. De ahora en adelante, tendré mucho cuidado con usted, señor Gregs.


* * *

Algún tiempo después de este acontecimiento, estaba el director Sir Charles en animada conversación con el profesor Petrov sobre la, así llamada, inteligencia de los irracionales, los reflejos condicionados y la tendencia de la gente a exagerar el conocimiento de los animales. El profesor Petrov manifestó sus dudas sobre los caballos de Elberfelds que, según se decía, sabían no solamente contar, sino también extraer las raíces y elevar al cuadrado y al cubo. «Si eso no lo sabe ni un hombre con una cultura normal», pensaba el distinguido profesor. Sir Charles recordó a la salamandra habladora de Gregs.

—Yo tengo aquí una salamandra —comenzó indeciso—, la conocida Andrias Scheuchzeri, y ¿sabe usted que ha aprendido a hablar como un loro?

—¡Imposible! —dijo el erudito.

Y después de un momento, añadió:

—Las salamandras tienen la lengua pegada. —Venga usted a verla —dijo Sir Charles—. Hoy es día de limpieza, así que no habrá tanta gente.

Y fueron.

A la entrada del pabellón de las salamandras Sir Charles se detuvo. Dentro se oía el roce de la escoba contra el suelo y una voz monótona que silabeaba algo.

—Espere —cuchicheó Sir Charles Wiggan.

¿Hay gente en Marte? —silabeaba la voz monótona.

—¿Quiere que se lo lea?

—Léeme cualquier cosa, Andy —contestaba otra voz.

¿Quién ganará el Derby de este año, Pelharn-Beauty o Gobernador?

—Pelham-Beauty —contestó la otra voz—, pero sigue leyendo.

Sir Charles abrió silenciosamente la puerta. El señor Thomas Gregs barría el suelo con la escoba, y en el estanque con agua de mar estaba sentado Andrias Scheuchzeri que, despacio, con voz que parecía más bien un graznido, silabeaba ante un periódico vespertino que sostenía entre sus patas delanteras.

—¡Gregs! —llamó Sir Charles.

La salamandra se escondió inmediatamente bajo el agua.

El señor Gregs, asustado, dejó caer la escoba.

—¿Decía usted, señor?

—¿Qué significa esto?

—Le ruego que me disculpe, señor —tartamudeó el desgraciado Gregs—. Andy me lee mientras yo limpio, y cuando barre él, le leo yo.

—¿Y quién le ha enseñado?

—Ha aprendido él solo, señor. Yo… yo le doy el periódico para que no hable tanto. He pensado que más vale que aprenda a hablar como una persona culta.

—Andy —llamó Sir Charles Wiggan.

Del agua salió una cabezota negra.

—Diga usted, señor —graznó.

—Ha venido a verte el profesor Petrov.

—Mucho gusto, señor. Soy Andy Scheuchzeri.

—¿Y cómo sabes que te llamas Andrias Scheuchzeri?

—Está escrito aquí, señor. Andrias Scheuchzeri, Islas Gilbert.

—¿Y lees la prensa muy a menudo?

—Sí, señor. Cada día.

—¿Y qué te interesa más del periódico?

—La información de tribunales, las carreras de caballos y el fútbol.

—¿Has visto alguna vez jugar al fútbol?

—No, señor.

—¿O las carreras de caballos?

—Tampoco, señor.

—Entonces, ¿por qué lo lees?

—Porque está en el periódico, señor.

—¿No te interesa la política?

—No, señor. ¿HABRÁ GUERRA?

—Eso nadie lo sabe, Andy.

Alemania está construyendo un nuevo tipo de submarino —dijo Andy preocupado—. Los rayos de la muerte pueden convertir una fortaleza en un desierto.

—¿Eso lo has leído en el periódico también? —preguntó Sir Charles.

—Sí, señor. ¿ Ganará el Derby Pelham-Beauty o Gobernador?

—¿Qué te parece a ti, Andy?

Gobernador, señor. Pero el señor Gregs cree que ganará Pelham-Beauty. —Andy movió su cabezota.

Compre usted mercancía inglesa, señor. Los tirantes Sni-der, ¡los mejores! ¿Ha comprado usted ya un nuevo seis cilindros Tancred Júnior? ¡Rápido, económico, elegante!

—Gracias, Andy. Eso basta.

—¿Qué artistas cinematográficos son sus preferidos?

Al profesor Petrov se le erizaron los cabellos y el bigote.

—Perdone, Sir Charles —balbuceó— pero debo marcharme ya.

—Está bien, vamos. Andy, ¿te sabría mal que vinieran a visitarte unos cuantos hombres de ciencia? Creo que les interesaría hablar contigo.

—Tendré mucho gusto, señor —medio graznó la salamandra—. ¡Hasta la vista, Sir Charles! ¡Hasta la vista, profesor!

El profesor estaba nervioso y escapó dando resoplidos y hablando solo.

—Perdón, Sir Charles —dijo finalmente—. ¿Podría usted enseñarme algún animal que no lea periódicos?


* * *

Los hombres de ciencia que fueron a visitar a Andy eran: Sir Bertram Dash, Doctor en Medicina, el profesor Ebbigham, Sir Oliver Dodge, Julián Poxley y otros. Citaremos, solamente, parte del informe de sus experimentos con Andrias Scheuchzeri.

—¿Cómo se llama usted?

Respuesta: Andrew Scheuchzeri.

—¿Qué edad tiene?

Respuesta: Eso no lo sé. ¿Quiere parecer joven? Use corsets Libella.

—¿Qué día es hoy?

Respuesta: Lunes. Hace buen tiempo, señor. Este sábado correrá Gibraltar en Epsom.

—¿Cuánto es tres por cinco?

Respuesta: ¿Por qué?

—¿Sabe usted contar?

Respuesta: Sí, señor. ¿Cuánto es diez y siete por veintinueve?

—Déjenos preguntar a nosotros, Andrew. Nómbrenos algún río de Inglaterra.

Respuesta: El Támesis.

—¿Algún otro?

Respuesta: El Támesis.

—No sabe otros, ¿verdad? ¿Quién gobierna en Inglaterra?

Respuesta: El rey Jorge, ¡Dios lo bendiga!

—Está bien, Andy. ¿Cuál es el mejor escritor inglés?

Respuesta: Kipling.

—Muy bien. ¿Ha leído algo de él?

Respuesta: No. ¿Les gusta a ustedes Mae West?

—Preferimos ser nosotros los que hagamos las preguntas, Andy. ¿Qué sabe sobre la historia de Inglaterra?

Respuesta: Les puedo hablar sobre Enrique VIII.

—¿Y qué puede decirnos sobre él?

Respuesta: Que es la mejor película de la última temporada. Fastuosa presentación, extraordinario espectáculo.

—¿La ha visto usted?

Respuesta: No la he visto. ¿Quiere conocer Inglaterra? Cómprese un Ford Baby.

—¿Qué preferiría ver usted más que nada?

Respuesta: Las regatas Oxford-Cambridge, señor.

—¿Cuántas son las partes del mundo?

Respuesta: Cinco.

—Muy bien. Nómbrelas.

Respuesta: Inglaterra y las otras.

—¿Cuáles son las otras?

Respuesta: Los bolcheviques, los alemanes e Italia.

—¿Dónde están las Islas Gilbert?

Respuesta: En Inglaterra. Inglaterra no estará atada de pies y manos en su fortaleza. Inglaterra necesita diez mil aviones. Visiten las playas del Sur de Inglaterra.

—¿Nos permite que le miremos la lengua?

Respuesta: Sí, señor. Límpiese los dientes con pasta Flit. ¿Quiere tener aliento fresco? Use pasta Flit.

—Gracias, eso basta. Y, ahora, díganos, Andy…

Etcétera… El informe de la charla con Andrias Scheuchzeri ocupaba dieciséis páginas completas y fue publicado en The Natural Science. En las últimas páginas del informe estaban resumidos los resultados de los experimentos en la forma siguiente:


1. Andrias Scheuchzeri, salamandra criada en el Parque Zoológico de Londres, sabe hablar, aunque con un sonido cavernoso. Cuenta con un vocabulario de unas cuatrocientas palabras.

Dice, solamente, lo que ha oído o leído. No se puede, de ningún modo, hablar de que piense por sí sola. Su lengua es bastante movible y sus órganos vocales, debido a las circunstancias, no fue posible examinarlos de cerca.

2. La salamandra antes mencionada sabe leer, pero solamente periódicos vespertinos. Le interesan las mismas cosas que a un inglés de tipo corriente y reacciona a los acontecimientos de la misma forma, o sea, según las opiniones comunes establecidas. Su vida síquica —si es que se puede hablar de tal cosa— es la herencia, precisamente, de las ideas y opiniones propias de estos tiempos.

3. No es necesario dar demasiada importancia a su inteligencia, porque en ningún aspecto sobrepasa a la del hombre corriente de nuestros días.


A pesar de esta sensata opinión de los expertos, la salamandra parlante se convirtió en la sensación del Zoo londinense. El querido Andy fue rodeado por el público, que quería entablar con él conversación sobre los temas más variados, empezando por el tiempo y terminando por la crisis económica y política. Mientras tanto, recibía de sus visitantes tantos bombones y chocolate, que acabó por ponerse muy enfermo de una dolencia intestinal. El pabellón de las salamandras tuvo que ser cerrado, pero ya era tarde: Andrias Scheuchzeri, llamado Andy, murió a causa de su popularidad. Como ven ustedes, la fama corrompe hasta a las salamandras.

CAPÍTULO X Las fiestas de Nové Strasecí

El señor Povondra, portero de la casa del señor Bondy, pasaba aquel año las vacaciones en su pueblo natal. Nos encontramos con él el día antes de comenzar las fiestas del pueblo. El señor Povondra salió de paseo llevando de la mano a su hijo Frantik, de ocho años de edad.

En toda Nové Strasecí se sentía un agradable olor a tortas y buñuelos, y por las calles cruzaban las mujeres y muchachas llevando bandejas llenas de tortas sin cocer, en dirección al horno. En la plaza principal ya habían levantado dos puestos los confiteros, un tendero con sus artículos de cristal y porcelana, y una alborotada mujer que vendía toda clase de mercancía. Y además, había una especie de tienda de lona, cubierta por todas partes con pedazos de toldo. Un hombre pequeñito, subido en una escalera, estaba precisamente colocando un letrero.

El señor Povondra se paró curioso a mirar qué decía.

El hombre pequeñito bajó de la escalera y miró satisfecho el cartel colgado. Y el señor Povondra leyó, con gran sorpresa, lo siguiente:



El señor Povondra recordó a aquel hombre grandote y fuerte con la gorra de marinero, el capitán al que una vez dejó pasar a entrevistarse con el señor Bondy. «¡Sí que le deben ir las cosas mal!», pensó el señor Povondra. «¡Capitán, y tiene ahora que recorrer el mundo con un circo tan miserable y en una tienducha así! ¡Si era un hombre con tan buen aspecto! Debería entrar a verlo», se dijo el señor Povondra compasivo.

Mientras tanto, el hombrecito había colgado, junto a la entrada de la tienda, otro cartel:



El señor Povondra dudó. Dos coronas por él y una por el niño era demasiado dinero. Pero Frantik estudiaba bien, y conocer los animales exóticos también es instructivo. El señor Povondra estaba dispuesto a sacrificar algo por la cultura y, decidido, se acercó al hombrecito pequeño y seco.

—Amigo —dijo—, quisiera hablar con el capitán J. van Toch.

El hombrecito infló el pecho bajo la camiseta a rayas.

—Servidor de usted, señor.

—¿Usted es el capitán van Toch? —se extrañó el señor Povondra.

—Sí, señor —respondió el hombrecito, señalando un ancla que llevaba tatuada en la muñeca.

El señor Povondra lo contempló pensativo. ¿Podría ser que el capitán se hubiera encogido de ese modo? ¡No era posible!

—Es que yo conozco al capitán van Toch personalmente, señor —dijo—. Yo soy Povondra.

—Ése es otro cantar —exclamó el hombrecito—. Pero las salamandras son verdaderamente del capitán van Toch, señor. Salamandras australianas garantizadas, señor. Haga usted el favor de pasar adelante. Precisamente, va a comenzar la gran representación —cacareó levantando la lona que hacía de puerta.

—Vamos, Frantik —dijo papá Povondra, y entraron.

Junto a una pequeña mesa se sentó, rápidamente, una mujer extraordinariamente gorda y alta. «¡Vaya una pareja!», pensó el señor Povondra pagando sus tres coronas. Dentro del barracón no había nada, más que un cierto olor desagradable que se desprendía de una especie de bañera de hojalata.

—¿Dónde están esas salamandras? —preguntó el señor Povondra.

—En la bañera —respondió sin interés la gigantesca dama.

—No tengas miedo, Frantik —dijo Povondra acercándose al baño. En el agua estaba echado algo negro e indolente, del tamaño de un inmenso pez; solamente la piel de su nuca se inflaba y desinflaba.

—Mira, éste es el lagarto antediluviano del que se habló en los periódicos —dijo en plan de instrucción papá Povondra, sin manifestar su desilusión. («¡Otra vez me he dejado engañar!» pensaba, «pero que no se dé cuenta el niño, ¡lástima de tres coronas!»

—¿Por qué está en el agua, papá? —preguntó Frantik.

—Porque las salamandras viven en el agua, ¿sabes?

—¿Y qué come, papá?

—Peces y cosas por el estilo —respondió papá Povondra—. ¡Algo ha de comer!

—¿Y por qué es tan horrenda? —añadió Frantik.

El señor Povondra no sabía qué decir pero, en aquel momento, entró en el barracón el hombrecito.

—Por favor, señoras y caballeros —dijo con voz ronca.

—¿Tiene usted solamente esa salamandra? —preguntó el señor Povondra acusador. (Si al menos hubiese dos, ya no resultaba tan caro.)

—La otra se ha muerto hace poco —dijo el hombrecito—. Pues sí —continuó— éste, señoras y caballeros, es el famoso Andrias, importante y venenosa salamandra de las islas de Australia. En su lugar de origen llega a alcanzar la altura de un hombre y anda sobre sus patas traseras. ¡Venga! —dijo hurgando con un palo a aquello negruzco e indolente que estaba inmóvil en el agua. Aquello negro se removió y, con dificultad, se levantó del agua. Frantik retrocedió un poco, pero papá Povondra le apretó la manita como diciéndole: «No temas, yo estoy aquí.»

El animal se alzó sobre sus patas traseras, sosteniéndose con las otras en el borde de la bañera. Las agallas de su pescuezo se movían convulsivamente y su negro hocico trataba de atrapar aire. Su piel, demasiado libre, estaba llena de verrugas y sus ojos, redondos como los de las ranas, se cubrían por momentos, como doloridos, con la membrana de sus párpados inferiores.

—Como ven ustedes, señoras y caballeros —continuaba el hombrecito—, este animal tiene agallas y pulmones, a fin de poder vivir en el agua y respirar cuando sale a tierra. En las patas traseras tiene cinco dedos, en las delanteras, cuatro. También sabe coger y sostener cosas con las manos. Toma —el animal tomó entre sus dedos la vara y la sostuvo ante sí como un cetro.

—Además, hace perfectamente un nudo en una cuerda —anunció el hombrecito. Y le dio una cuerda sucia. El animal la sostuvo algún tiempo entre sus dedos y luego hizo un magnífico nudo.

—Ahora tocará el tambor y bailará —cacareó el hombrecito, dándole al animal un tambor y unos palillos. El animal dio algunos golpes en el tambor y contoneó la parte superior de su cuerpo. Al hacerlo, se le cayó un palillo al agua.

—¡Aparta, estúpida! —exclamó el hombrecito recogiéndolo—. Y este animal —añadió aumentando la solemnidad de su voz— es tan inteligente y listo que sabe hablar como cualquier persona. —Al decir esto, batió palmas.

Guten Morgen —graznó el animal guiñando dolorosa-mente sus párpados—. Buenos días.

El señor Povondra casi se asustó, pero a Frantik no le causó la menor impresión.

—¿Qué se le dice al distinguido público? —le preguntó secamente el hombrecito.

—¡Bienvenidos! —dijo la salamandra inclinándose. Sus agallas se abrieron convulsivamente.

Wellcome, Benvenuti.

—¿Sabes contar?

—Sé.

—¿Cuánto son seis por siete?

—Cuarenta y dos —contestó con dificultad la salamandra.

—¿Lo ves, Frantik, qué bien sabe contar? —advirtió papá Povondra.

—Señoras y caballeros —cacareó nuevamente el hombrecito—, ustedes mismos pueden hacerle las preguntas que gusten.

—Anda, Frantik, ¡pregúntale algo! —le animó el señor Povondra.

Frantik empezó a contonearse sin saber qué hacer.

—¿Cuánto son ocho por nueve? —exclamó por fin. Seguramente, esto le parecía lo más difícil de saber.

La salamandra contestó lentamente.

—Setenta y dos.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Povondra.

—Sábado —fue la respuesta.

El señor Povondra movió la cabeza admirado.

—¡De verdad! ¡Lo mismo que un hombre! ¿Cómo se llama este pueblo?

La salamandra abrió el hocico y cerró los ojos.

—Ya está cansada —explicó el hombrecito—. ¿Cómo te despides de los señores?

La salamandra se inclinó.

—Mis respetos. Muchísimas gracias. Adiós. Hasta la vista —y, rápidamente, se escondió en el agua.

—Es un… es un animal verdaderamente extraordinario —dijo con admiración el señor Povondra. Pero como, a pesar de todo, tres coronas le parecía demasiado dinero, preguntó todavía al hombrecito—: ¿Y no tiene usted nada más por aquí que pudiera enseñar a este niño?

El hombrecito estiró el labio inferior con perplejidad.

—Eso es todo —dijo—. Antes tenía monas, pero con ellas siempre ocurre lo mismo —explicó poco preciso—. Como no quiera usted que le enseñe a mi mujer… Antes era la mujer más gorda del mundo. ¡Maruska, ven aquí!

Maruska se levantó con dificultad.

—¿Qué quieres?

—Ven a que te vea este señor.

La mujer más gorda del mundo inclinó la cabeza hacia un lado con coquetería, adelantó una pierna y se levantó la falda por encima de la rodilla. Apareció una media roja de lana y de ella se veía sobresalir algo así como un jamón.

—La circunferencia de la pierna, por arriba, es de 80 cm. —explicó el hombrecillo—, pero hoy, con tanta competencia, Maruska ya no es la mujer más gorda del mundo.

El señor Povondra se llevó rápidamente al maravillado Frantik.

—Beso a usted la mano —graznó aquello negruzco del baño—. Venga usted a vernos otra vez. Auf wiedersehen.

—Bien, Frantik, dime, ¿has aprendido algo? —preguntó papá Povondra a su hijito cuando salieron a la calle.

—He aprendido mucho, papá —respondió Frantik—. Papá, ¿por qué llevaba esa señora las medias rojas?

CAPÍTULO XI Sobre los lagartos humanos

Sería exagerado decir que en aquella época no se hablaba ni se escribía de otra cosa que de las salamandras. También se comentaba y escribía sobre la futura guerra, sobre la crisis económica, los partidos de fútbol, las vitaminas y la moda. Pero las salamandras eran uno de los puntos preferidos y trataba sobre ellas toda clase de gente, a veces no muy experta. Por ello, el destacado erudito profesor Dr. Vladimir Uher (de la Universidad de Brno) escribió un artículo en el Lidoré Noviny en el que señalaba lo siguiente: «El hecho de que Andrias Scheuch-zeri pueda hablar articuladamente no es, ni más ni menos, que lo que estamos acostumbrados a considerar normal en los papagayos. Mucho más interesantes, desde el punto de vista científico, son otras cuestiones referentes a este anfibio. El misterio de Andrias Scheuchzeri es muy diferente; por ejemplo, de dónde ha salido y cuál es su lugar de origen, en el que ha vivido toda esta época geológica. Por qué fue desconocido durante tanto tiempo, cuando ahora anuncian haberlo visto en grandes cantidades en casi toda la línea ecuatorial del Océano Pacífico. Parece ser que, en los últimos tiempos, se multiplicaba de manera extraordinaria. ¿De dónde ha surgido esa vitalidad en este monstruo de la época terciaria que, hasta hace poco, estaba completamente escondido en regiones esporádicas y llevaba una existencia topográficamente aislada? ¿Cambiaron, quizá, las condiciones de vida de esta salamandra fósil, en un sentido biológicamente favorable, de forma tal que, para los descendientes de aquel extraordinario monstruo del mioceno, llegó una época de evolución? Si es así, no está descartado el que Andrias Scheuchzeri no sólo se multiplique rápidamente, sino que se desarrollen sus cualidades, y nuestra ciencia tendrá una ocasión única de asistir, por lo menos, en un ser viviente, a una segunda e inmensa mutación de la Historia «in actu». Eso de que Andrias Scheuchzeri grazne unas cuantas decenas de palabras y haya aprendido a hacer algunas cosas que a los profanos les parecen manifestaciones de inteligencia no es, desde el punto de vista científico, ningún milagro. Lo que considero un verdadero milagro es ese poderoso afán de multiplicarse que tan de repente y con tanto ímpetu revivió la apagada existencia de ese ser de evolución atrasada y ya casi desaparecido. Hay que advertir algunas circunstancias especiales: Andrias Scheuchzeri es la única salamandra que vive en el mar y —todavía más extraño— la única que se presenta en la región etiópico-australiana, en la mítica Lemuria. ¿No podríamos casi decir que la Naturaleza quiere ahora volcar su gracia sobre unos seres vivos a los que había olvidado casi por completo? Y además, sería extraño que en la región de los océanos, situada entre la Gran salamandra japonesa por una parte, y el «diablo del barro» por la otra, no hubiese ningún eslabón que los uniera. Si el Andrias no existiera, el lugar que habríamos fijado como el de su pasada existencia sería, precisamente, la región donde ha aparecido ahora. Parece como si, de repente, ocupase el lugar en el que, según los geógrafos y las condiciones de evolución, vivía en tiempos prehistóricos. Sea como sea, —concluía el erudito profesor—, en esta resurrección de la salamandra miocénica vemos con respeto y admiración que el Genio de la evolución en nuestro planeta todavía no ha terminado su obra creadora.»

Este artículo se publicó a pesar de las silenciosas pero enérgicas protestas de la redacción de que dichas disertaciones tan eruditas no correspondían en realidad a los periódicos. Por aquellos días el profesor Uher recibió una carta de uno de los lectores de su artículo. Decía lo siguiente:


Muy ilustre señor:

El año pasado compré una casa en la plaza de Cáslav. Al recorrer las diferentes habitaciones encontré, en una caja que había en el portal, viejos e interesantes documentos científicos, como, por ejemplo, dos años completos de la revista Hyllos, de 1821-22. Los mamíferos de Jan Svatopluk Presl, Fundamentos de la Naturaleza o la Física de Vojtech Sedlácek, diecinueve años completos de la revista Paso y trece años de la Revista del Museo Central Checo. En una traducción de Prelov de la obra de Cuvier Disertaciones sobre los cambios de la corteza terrestre (del año 1834), encontré como señal un recorte de algún periódico antiguo, en el que leí un informe sobre una especie rara de reptiles.

Al leer su extraordinario artículo sobre estas salamandras, recordé dicho recorte y se lo adjunto. Creo que para usted puede tener interés. Recíbalo, pues, de un entusiasta amigo de la Naturaleza y ardiente lector de usted.

Con todo respeto,

Y. V. NAJMAN


En el recorte del artículo incluido no había ni título ni año. Según la letra y ortografía parecía ser de la tercera década del pasado siglo. Estaba tan amarillento que difícilmente se podía leer. El profesor Uher iba ya a tirarlo al cesto de los papeles, pero estaba emocionado por la antigüedad de aquel impreso y empezó a leerlo. Al cabo de un momento respiró fuerte y dijo: «¡Caramba!», arreglándose las gafas muy excitado. En el recorte de periódico leyó lo siguiente:


SOBRE
LOS LAGARTOS
HUMANOS

En un diario extranjero hemos leído que cierto capitán de un barco de guerra inglés, volviendo de países lejanos, informó sobre unos reptiles que había encontrado en una pequeña isla del mar de Australia. En dicha islita existe un lago con agua salada, pero que no tiene ninguna comunicación con el mar, siendo también bastante impenetrable. Junto a ese lago estaban descansando el capitán y el médico del barco. De pronto salió del lago un animal parecido a un lagarto, pero caminando sobre dos extremidades como las personas; era del tamaño de un perro marino o de una foca y, al llegar a la orilla, empezó a contonearse como si bailara. El capitán y el médico dispararon y cazaron dos de estos animales. Dicen que tienen el cuerpo liso, sin vello o escamas, y son bastante parecidos a las salamandras. A causa del mal olor que despedían, los tuvieron que dejar en el lugar y ordenaron a los marinos que cazasen en aquel lago un par de monstruos y los llevasen vivos al barco. Los marinos llegaron al lago y aniquilaron a los lagartos, llevando solamente dos al barco. Decían que echaban un líquido venenoso que producía el mismo escozor que las ortigas. Los dos lagartos fueron metidos en un barril con agua de mar, a fin de que llegasen vivos a Inglaterra, pero ¡todo fue inútil! Al acercarse el barco a la isla de Sumatra desaparecieron. Según dicen, los lagartos prisioneros salieron de los barriles y, por una ventanilla, saltaron al mar. Según testimonio del capitán y otros testigos, es un animal muy raro, pero, sin embargo, no peligroso para el hombre. Podríamos llamarles, con derecho, Lagartos humanos.


Hasta aquí el recorte.

—¡Caramba! —repetía excitado el profesor Uher—. ¿Por qué no habrá algún dato o, por lo menos, el título del periódico que lo publicó? ¿Y qué periódico extranjero sería, cómo se llamaría aquel capitán, aquel capitán, cuál sería el nombre del barco inglés? ¿En qué islita del mar de Australia ocurriría el suceso? ¿No podría ser la gente más exacta y… ¡sí, desde luego!, más científica? ¡Si éste es un documento histórico de un valor incalculable!

Una islita en el mar de Australia, sí. Un lago con agua salada. Según eso, debía de ser una isla de coral con una laguna, difícil de descubrir. Precisamente, el lugar apropiado para que se pudiesen conservar esos fósiles, aislados del ambiente de evolución más progresiva y sin que nadie los molestase en su reserva natural. Desde luego, no podían multiplicarse mucho, porque en el lago no hubieran encontrado alimento necesario.

Eso está claro, se dijo el profesor. Animales parecidos a los lagartos pero sin escamas y caminando sobre dos extremidades como las personas; o sea, Andrias Scheuchzeri u otra salamandra muy parecida a ella. Supongamos que era nuestro Andrias; supongamos que esos malditos marineros exterminaron todas las salamandras que había en el lago, y que solamente una pareja llegó viva al barco y, al acercarse a Sumatra, se escapó al mar. O sea, directamente a la línea del Ecuador, en condiciones biológicas altamente favorables y en un ambiente que les suministraba alimentos en abundancia. ¿Era posible que ese cambio de ambiente hubiera dado a las salamandras del mioceno ese gran impulso de desarrollo? Es cierto que estaban acostumbradas al agua salada. Si imaginamos su nueva residencia en una bahía tranquila, cerrada, con grandes cantidades de alimentos, ¿qué hubiera podido ocurrir? La salamandra, trasladada a un ambiente propicio, empieza a multiplicarse con enorme energía. ¡Eso es! La salamandra empieza a desarrollarse con gran entusiasmo, se agarra a la vida con locura y se multiplica extraordinariamente, porque sus nuevos huevos y renacuajos no tienen en aquel ambiente ningún enemigo. Ocupa una isla tras otra (pero lo extraño es que parecen haber pasado por alto algunas islas). Por lo demás, es la emigración típica tras el alimento. Y ahora, una cuestión: ¿Por qué no se desarrollaron ya antes? ¿No está esto relacionado con el hecho de que en la región etiópico-australiana no existe, o hasta ahora no ha existido, ninguna salamandra? ¿No ocurrieron en esta región, quizá durante el mioceno, algunos cambios desfavorables en el sentido biológico para las salamandras? Solamente en una isla, en un pequeño lago cerrado, se conservó el lagarto miocénico; desde luego, al precio de la paralización de su desarrollo. Su marcha evolutiva se paralizó, como una cuerda metálica en tensión que no se pudiera enrollar. También pudiera ser que la Naturaleza tuviese grandes planes para esta salamandra, que debía desarrollarse más y más y alcanzar quién sabe qué altura… (El profesor Uher sintió un pequeño escalofrío al imaginárselas). ¡Quizá era, precisamente, Andrias Scheuchzeri la que tenía que convertirse en el hombre del mioceno!

Este animal, no desarrollado completamente, se encuentra de pronto en un nuevo y prometedor ambiente. La cuerda en tensión, cede. ¡Con cuánta ansia de vida, con qué vigor miocénico y avidez se precipita Andrias Scheuchzeri por el camino del desarrollo! ¡Con qué fiebre trata de alcanzar todo el tiempo perdido en aquellos cientos de miles y millones de años! ¿Se conformará con el desarrollo gradual que lleva hoy? ¿Estará satisfecha con su florecimiento actual, del que somos testigos? o ¿estamos en el umbral de su evolución y esto es, solamente, la preparación para llegar quién puede saber adonde?

Éstas fueron las consideraciones y puntos de vista que el profesor Dr. Vladimir Uher escribió mirando el recorte amarillento del viejo periódico, temblando con el entusiasmo intelectual de un descubridor.

—Lo publicaré en los periódicos —dijo—, porque las revistas científicas no las lee nadie. ¡Que sepa todo el mundo de qué gran acontecimiento de la Naturaleza somos testigos!

Y le pondré por título:


¿TIENEN ALGÚN
PORVENIR
LAS SALAMANDRAS?

Pero la redacción del Lidové Noviny leyó el artículo del profesor Uher y sacudió la cabeza. ¡Otra vez las salamandras! Nuestros lectores están cansados de esas historias. Ya sería hora de publicar otras cosas… Y, además, relatos tan científicos no son apropiados para los periódicos.

Como consecuencia, el artículo sobre el porvenir de las salamandras no llegó a publicarse.

CAPÍTULO XII El sindicato de las salamandras

El presidente G.H. Bondy hizo sonar la campanilla y se puso de pie.

—Respetable asamblea —comenzó—, tengo el honor de abrir esta reunión general extraordinaria de la Sociedad Exportadora del Pacífico. Doy la bienvenida a todos los presentes y les agradezco su numerosa asistencia.

—Señores —continuó con voz conmovida—, me toca el penoso deber de comunicarles una dolorosa noticia. El capitán John van Toch ya no existe. Ha muerto nuestro, por así decirlo, fundador, padre de la feliz idea de entablar relaciones comerciales con miles de islas del lejano Pacífico, nuestro primer capitán y ferviente colaborador. Falleció a principios de este año a bordo de nuestro barco Sárka, no lejos de la isla de Fanning, a consecuencia de un ataque cerebral que le sobrevino durante el cumplimiento de su deber. («Vaya escándalo que debía de estar armando el viejo!» pensó Bondy). Les suplico que en honor a su memoria se pongan ustedes de pie.

Los señores se pusieron de pie, haciendo un terrible ruido con las sillas, y guardaron un silencio solemne dominado por la idea común de si aquella reunión general iba a durar demasiado. (¡Pobre camarada van Toch!) —pensaba verdaderamente emocionado G.H. Bondy. ¡Qué aspecto tendrá ahora! Seguramente lo arrojarían al mar, ¡habría que haber oído el chapoteo! Era un buen hombre y tenía unos ojos tan azules…).

—Muchas gracias, señores —añadió brevemente—, por haber recordado con tanta emoción al capitán van Toch, amigo personal mío. Suplico al Sr. director Volavka nos informe sobre los resultados económicos con que puede contar este año la S. E. P. Las cifras no son definitivas, pero les advierto que no esperen que puedan sufrir algún cambio considerable hasta fin de año. Así que, señor director, haga usted el favor.

—Muy honorable asamblea —comenzó en un susurro el señor director Volavka, y luego alzó la voz—. La situación del mercado de perlas es muy insatisfactoria. Después del año pasado, en que la producción de perlas se multiplicó casi por veinte en comparación con el ya favorable año 1925, comenzó a descender catastróficamente el precio de las perlas hasta en un sesenta y cinco por ciento. Por ello, el Consejo Central ha decidido no sacarlas este año al mercado, guardándolas para una época en que sea mayor la demanda. Por desgracia, en el otoño del año pasado las perlas dejaron de estar de moda, quizá por haberse abaratado tan considerablemente.

—En nuestra filial de Amsterdam están en almacén más de doscientas mil perlas que, por ahora, casi no tienen salida. Por el contrario, —siguió susurrando el director Volavka—, este año la producción de perlas está reduciéndose peligrosamente.

—Fue preciso abandonar muchos criaderos porque su rendimiento no compensaba los gastos del viaje hasta dichos lugares. Los bancos de perlas encontrados hace dos o tres años parecen estar, en mayor o menor medida, agotados. Por eso, el Consejo Central decidió dirigir su atención hacia otros productos de la profundidad de los mares, como son los corales, las conchas y las esponjas. Es cierto que hemos conseguido revivir el mercado de las joyas de coral y otros adornos, pero en esta coyuntura tienen más valor los corales de Italia que los del Pacífico. El Consejo Central está estudiando la posibilidad de dedicarse a la pesca intensiva en las profundidades del océano Pacífico, pero el problema está en cómo transportar dicho pescado a los mercados europeos y americanos. Los informes que tenemos hasta ahora no son muy alentadores.

—Sin embargo, por otra parte —leyó el director alzando un poco más la voz—, se nota un aumento en la venta de mercancías secundarias, como textiles de exportación, cacerolas esmaltadas, radios y guantes, a las islas del Pacífico. Este comercio tiene posibilidades de extenderse y profundizarse. Ya este año el déficit será, proporcionalmente, insignificante, pero desde luego, no hay la menor esperanza de que la S. E. P. pueda pagar esta vez cualquier clase de dividendos en sus acciones. Por eso, el Consejo Central ha preferido anunciárselo a ustedes anticipadamente.

A esta declaración siguió un silencio violento (¿Cómo serán esas islas Fanning?, pensó G.H. Bondy. El buenazo de van Toch murió como un verdadero marino. ¡Es una lástima! Era un hombre de verdad… ¡Si todavía no era tan viejo! No sería mayor que yo…) El Dr. Hubka pidió la palabra. A continuación citaremos el informe de la sesión extraordinaria de la Sociedad Exportadora del Pacífico:


El Dr. Hubka pregunta si es que se piensa liquidar la S. E. P.

G.H. Bondy contesta que el Consejo Central ha decidido esperar, sobre este punto, nuevas proposiciones.

M. Louis Bonenfant reprocha que la recogida de perlas en los bancos no fuera puesta bajo la vigilancia de representantes permanentes, con residencia en dichos lugares, capaces de controlar si la pesca se efectuaba con la suficiente intensidad y por expertos.

El director Volavka indica que esto se tuvo en cuenta, pero que se calculó que de esta forma disminuirían considerablemente los ingresos de la compañía. Serían necesarios, por lo menos, trescientos agentes con paga permanente. Además, tengan ustedes en cuenta, ¿cómo hubiéramos podido determinar si dichos agentes entregaban todas las perlas capturadas?

M.H. Brinkeler pregunta si se puede confiar en que las salamandras entregan todas las perlas que encuentran a la Sociedad, y no a personas extrañas.

G.H. Bondy contesta que, por primera vez, se ha nombrado aquí a las salamandras. Hasta ahora, fue regla general el no dar ningún detalle particular sobre la pesca de las perlas. Advierte que precisamente por eso se había elegido el sencillo título de Sociedad Exportadora del Pacífico.

M.H. Brinkeler pregunta si acaso está prohibido hablar en este lugar de cosas que interesan a la Sociedad y que, además, son conocidas desde hace tiempo por amplias capas del público.

G.H. Bondy contesta que no está prohibido, pero que es algo nuevo. Se alegra de que se pueda hablar sobre esta cuestión abiertamente. A la primera pregunta del señor Brinkeler puede contestar que, según tiene entendido, no procede dudar de la perfeta honradez y el trabajo desinteresado de las salamandras empleadas en la pesca de perlas y corales. Por otra parte, se puede contar con el hecho de que los bancos de perlas están, o estarán agotados en breve plazo. Por lo que se refiere a nuevos bancos, ha muerto nuestro inolvidable amigo y colaborador capitán van Toch, precisamente cuando navegaba hacia islas no explotadas todavía. Es imposible reemplazarlo, por ahora, por un hombre de su misma experiencia y de su honradez y que tenga un entusiasmo tan grande por dicho asunto.

El coronel D.W. Bright reconoce los méritos del capitán van Toch, recientemente fallecido; sin embargo, cree que el capitán, cuya pérdida todos lamentamos, mimaba demasiado a las referidas salamandras. (Aprobación.) No cree necesario entregar a las salamandras cuchillos y herramientas de primera calidad, como hacía el capitán van Toch, ni alimentarlas tan costosamente. Hubiera sido posible disminuir considerablemente los gastos de mantenimiento de las salamandras y aumentar así los ingresos de la Sociedad. (Vivos aplausos.)

El vicepresidente J. Gilbert está de acuerdo con el coronel Bright, pero señala que en vida del capitán van Toch fue imposible hacerlo. El capitán van Toch aseguraba que tenía compromisos personales con sus salamandras. Por diversos motivos, no era posible dejar de tener en cuenta los deseos del fallecido capitán, en este sentido.

Curt von Fritsch pregunta si las salamandras no podrían emplearse de forma que produjesen más que pescando perlas. Debemos tener en cuenta sus cualidades naturales, podría decirse, de castor, para construir diques y otras obras bajo el agua. Quizá sería posible aprovecharlas en la profundización de puertos, construcción de muelles y otras tareas técnicas en el agua y bajo el agua.

G.H. Bondy manifiesta que el Consejo Central estudia este punto intensamente. En dicha dirección se abren, desde luego, grandes posibilidades. Indica que la cantidad de salamandras pertenecientes a la Sociedad es, aproximadamente, de seis millones. Si tenemos en cuenta que una pareja de salamandras engendra anualmente, digamos, cien renacuajos, podemos disponer el próximo año de trescientos millones de salamandras. De aquí a diez años la cifra será astronómica.

G.H. Bondy pregunta qué piensa hacer la Sociedad con esta inmensa cantidad de salamandras que, ya hoy en día, han de ser alimentadas en las granjas superpobladas con copra, patatas, maíz, etc.

C. von Frisch pregunta si las salamandras son comestibles.

J. Gilbert. No señor. Tampoco su piel sirve para nada.

M. Bonenfant pregunta al Consejo Central qué piensa hacer.

G.H. Bondy (se levanta) «Respetables señores, hemos convocado esta sesión extraordinaria para llamarles la atención sobre las desfavorables perspectivas de nuestra Sociedad, que, permítanme recordarlo con orgullo, repartía en los pasados años un dividendo de un veinte o treinta por ciento, sobre buenas bases de reservas y contratos. Ahora estamos ante un dilema. Los métodos comerciales que fueron provechosos en los pasados años están, prácticamente, agotados. No nos queda otro remedio que buscar nuevos caminos». (Grandes aplausos.)

»Me atrevo a decir que quizá sea una indicación del destino el que, precisamente en estos momentos, haya muerto nuestro magnífico capitán y amigo J. van Toch. A su persona estaba unido ese romántico, hermoso y —lo diré francamente— en cierto modo insensato negocio con las perlas. Lo considero un capítulo terminado en la historia de nuestra Sociedad. Tenía, por así decirlo, su encanto exótico, pero no era apropiado para la época moderna. Respetables señores, las perlas no pueden ser nunca suficiente base para una arriesgada empresa en todas las direcciones: horizontal y vertical. Para mí, personalmente, todo este asunto de las perlas fue sólo una pequeña diversión. (Intranquilidad.) Sí, señores, una diversión que, lo mismo a ustedes que a mí, nos produjo una bonita suma. Además de esto, al comenzar nuestro negocio esas salamandras tenían, diría yo, el encanto de la novedad. Trescientos millones de salamandras carecerían ya de ese encanto…» (Sonrisas.)

»He dicho nuevos caminos. Mientras vivía mi buen amigo el capitán van Toch estaba descartado el dar a nuestra empresa otro carácter que el que podríamos llamar Vantochesco. (¿Por qué?) Porque tengo demasiado buen gusto, señores, para mezclar estilos. El estilo del capitán van Toch era, a mi parecer, estilo de novela de aventuras a lo Jack London, Joseph Conrad y otros. Un estilo antiguo, exótico, colonial, casi heroico. No niego que, hasta cierto punto, me fascinó. Pero después de la muerte del capitán van Toch no tenemos derecho a continuar esta aventura infantil. Ante nosotros se abre, no un nuevo capítulo, sino una nueva concepción, señores, tarea para una imaginación básicamente diferente. (¡Habla usted como si se tratase de una novela!) Sí, señores, tienen ustedes razón. El negocio me interesa a mí como artista. Sin cierto arte, señores, nunca se idearía nada nuevo. Hemos de ser poetas si queremos mantener el mundo en movimiento.» (Aplausos.)

G.H. Bondy (saluda). «Señores, con tristeza cierro este capítulo que he llamado Vantochesco; en él hemos alimentado lo que quedaba en nosotros de infantil y aventurero. Ya es hora de que terminemos este cuento de perlas y corales. Simbad ha muerto, señores. La cuestión es: ¿Ahora, qué? (¡Eso es lo que queremos saber!) Está bien, señores. Hagan el favor de tomar papel y lápiz. Seis millones. ¿Ya está? Multiplíquenlo por cincuenta. Son trescientos millones, ¿no? Multiplíquenlo otra vez por cincuenta. Eso es, quince mil millones, ¿no es cierto? Y ahora, por favor señores, tengan la amabilidad de decirme qué vamos a hacer de aquí a tres años con quince mil millones de salamandras. ¿En qué las vamos a emplear? ¿Cómo vamos a alimentarlas? (¡Pues déjenlas morir!) Sí, pero, ¿no es lástima, señores? ¿No creen que cada una de esas salamandras representa una especie de valor económico, una fuerza de trabajo que espera ser aprovechada? Señores, con seis millones de salamandras podemos, más o menos, saber qué hacer; con trescientos millones ya sería más difícil; pero quince mil millones de salamandras es ya más de lo que podemos administrar. Las salamandras se tragarán nuestra Sociedad. Así está el asunto.» (¡Usted será responsable de ello! ¡Usted empezó todo ese negocio de las salamandras!) G.H. Bondy (levanta la cabeza). «Acepto completamente esa responsabilidad, señores. El que lo desee puede deshacerse inmediatamente de las acciones de la Sociedad Exportadora del Pacífico. Estoy dispuesto a pagar por ellas… (¿Cuánto?) Su valor a la par, señor». (Gran nerviosismo. La presidencia anuncia un descanso de diez minutos.)


Al reanudarse la sesión pide la palabra el señor H. Brinkeler. Expresa su satisfacción por el hecho de que las salamandras se multipliquen de esa manera, con lo que aumentan los bienes de la Sociedad. «Pero, señores, sería desde luego una locura el criarlas solamente porque sí. Si nosotros no podemos emplearlas propongo, en nombre de un grupo de accionistas, que se vendan las salamandras como fuerza de trabajo a cualquiera que se proponga emprender obras en el agua o bajo el agua. (Aplausos.) La alimentación de las salamandras cuesta unos céntimos diariamente; si una pareja de salamandras se vendiese, digamos a cien francos, y si la fuerza de trabajo de una de ellas durase aunque fuese solamente un año, el dinero invertido se le amortizaría fácilmente al comprador. (Manifestaciones de aprobación.) J. Gilbert constata que las salamandras llegan a una edad bastante superior a un año. Todavía no tenemos suficiente experiencia para saber cuánto viven.

H. Brinkeler modifica su proposición en este sentido: que el precio de las salamandras sea fijado a trescientos francos por pareja, puesta en puerto.

S. Weissberger pregunta qué trabajos podrían, en realidad, efectuar las salamandras.

El director Volavka aclara que por su instinto natural y su extraordinaria técnica práctica, las salamandras sirven, sobre todo, para la construcción de diques, terraplenes y rompeolas, para la profundización de puertos y canales, para despejar los bancos de arena y los aluviones de fango y para abrir caminos acuáticos. Pueden asegurar y regular las márgenes del mar, ampliar los continentes, etc. En todos estos casos se trata de trabajo colectivo que precisa de cientos y miles como fuerza laboral; de un trabajo tan vasto al que la técnica moderna nunca se atrevería, de no tener a su disposición mano de obra tremendamente barata. (¡Así es! ¡Formidable!)

El Dr. Hubka objeta que, con la venta de las salamandras, que se podrían multiplicar en los nuevos lugares de residencia, la Sociedad pierde su monopolio sobre ellas. Propone que a los empresarios o contratistas de obras hidráulicas sólo se les alquilen las salamandras, debidamente entrenadas y calificadas, a condición de que sus posibles retoños pertenezcan a la Sociedad.

El director Volavka hace notar que no es posible vigilar en las aguas a millones y miles de millones de salamandras, menos aún, a sus retoños. Por desgracia, ya han sido robadas muchas salamandras para los parques zoológicos y casas de fieras.

El coronel D. W. Bright dice que deberían venderse o alquilarse solamente las salamandras machos, para que no pudieran multiplicarse fuera de las colonias propiedad de la Sociedad.

El director Volavka no puede asegurar que las granjas de salamandras sean propiedad de la Sociedad. No se puede tener o comprar un pedazo de fondo del mar. La cuestión legal de a quién pertenecen realmente las salamandras que viven en aguas territoriales, digamos por ejemplo, de Su Majestad la reina de Holanda, es muy insegura y podría llevar a una serie de disputas. (Intranquilidad.) En la mayoría de los casos, ni siquiera tenemos asegurado el derecho a la pesca; de hecho, señores, nuestras granjas de salamandras de las islitas del Océano Pacífico han sido organizadas de extranjís. (Creciente intranquilidad.)

J. Gilbert contesta al coronel Bright que, según las experiencias adquiridas hasta ahora, las salamandras machos aisladas pierden, al cabo de algún tiempo, su energía y capacidad de trabajo; se hacen perezosas, indolentes y, muchas veces, mueren de nostalgia.

Von Frisch pregunta si no sería posible castrar a las salamandras antes de venderlas.

J. Gilbert: Eso sería demasiado complicado. Sencillamente, no podemos evitar que las salamandras que vendamos se multipliquen.

S. Weissberger pide, como miembro de la Sociedad Protectora de Animales, que la futura venta de salamandras se verifique en forma que no ofenda los sentimientos humanos.

J. Gilbert agradece la advertencia. Se comprende que la caza y transporte de las salamandras será confiada, solamente, a personal especializado, que estará bajo cierto control. Pero, desde luego, no podemos responder sobre cómo tratarán a los animales sus compradores.

S. Weissberger declara que está satisfecho de las explicaciones del vicepresidente Gilbert. (Aplausos.)

G.H. Bondy: «Señores, tenemos que abandonar la idea de que, en el futuro, podamos mantener el monopolio de las salamandras. Por desgracia, según las leyes en vigor, no podemos patentarlas». (Risas.) «Nuestra posición privilegiada en este comercio de las salamandras, debemos y podemos asegurarla de otra forma. Desde luego, una condición necesaria para ello es que nuestro negocio continúe con otro estilo y con una amplitud mucho mayor que hasta ahora.» (¡Oigan!) «Aquí tengo, señores, todo un libro de acuerdos preliminares. El Consejo de Administración propone que sea creado un nuevo trust vertical, bajo el título de “Sindicato de las Salamandras”. Serían miembros del Sindicato de las Salamandras, además de los componentes de nuestra Sociedad, determinadas grandes empresas y fuertes grupos financieros. Por ejemplo: una determinada empresa produciría utensilios de acero, patentados, para las salamandras. (¿Quiere usted decir la M. E. A. T.?) Sí, señor, me refería a la M. E. A. T. Además determinada fábrica de productos químicos y alimenticios produciría alimentación patentada, muy barata, para las salamandras. Una sociedad de transporte hará patentar —haciendo uso de las experiencias adquiridas hasta la fecha— un tanque especialmente higiénico para el transporte de las salamandras; un trust de compañías de Seguros tomará a su cargo asegurar los animales comprados contra riesgos de heridas y muerte durante la duración del transporte hasta el lugar de trabajo. Además, están también interesadas en esta gran empresa destacadas industrias de exportación y hacienda que, por razones especiales, no nombraré ahora. Quizá sea suficiente si les digo, señores, que este Sindicato dispondría, para empezar, de cuatrocientos millones de libras esterlinas». (Emoción.) «Este legajo, señores, está compuesto de contratos que bastaría sólo firmar para que surgiese una de las mayores organizaciones económicas de nuestra época. El Consejo de Administración les pide, señores, que le concedan plenos poderes para fundar esta enorme empresa, cuya tarea será la reproducción racional y la explotación de las salamandras». (Aplausos y voces de protesta.)

«Señores, hagan el favor de considerar las ventajas de esta colaboración. El Sindicato de las Salamandras no proporcionará solamente salamandras, sino también todas las herramientas que ellas necesitan para su trabajo; además, los productos para su alimentación, o sea, maíz, fécula, sebo y azúcar para miles de millones de salamandras. Hay que añadir a esto el transporte, el seguro, la atención veterinaria, etc., a precios mucho más bajos, que nos proporcionarán, si no el monopolio, por lo menos una segura ventaja ante la competencia posible. ¡Que pruebe a competir alguien con nosotros, señores! ¡No sería por mucho tiempo!» (¡Bravo!) «Pero no sólo eso: el Sindicato de las Salamandras proporcionará toda clase de material para los trabajos en el agua y bajo el agua que ejecutarán las salamandras. Por lo tanto, nos respaldarán también la industria pesada, las fábricas de cemento, de madera para construcciones…» (¡Todavía no sabe usted cómo van a trabajar las salamandras!) «Señores, en estos momentos trabajan doce mil salamandras en el puerto de Saigón, en nuevas dársenas, estanques y muelles». (¡Eso no nos lo había dicho!) «No. Es la primera prueba en grande. Este ensayo, señores, se ha realizado con un resultado sumamente satisfactorio. Hoy, el porvenir de las salamandras ya no ofrece lugar a dudas». (Entusiastas aplausos.)

»Y no solamente eso, señores. Con lo dicho, las tareas del Sindicato de las Salamandras están lejos de verse agotadas. El Sindicato de las Salamandras se dedicará también a buscar en todo el mundo trabajo para millones de salamandras. Presentará planes e ideas para dominar el mar. Propagará la utopía y los sueños fantásticos. Presentará proyectos para nuevas costas y nuevos canales, para la construcción de diques que unan los continentes, para toda una cadena de islas artificiales al servicio de los vuelos transoceánicos, para nuevos continentes construidos en medio de los mares. ¡Allí está el porvenir de la humanidad! Señores, cuatro quintas partes de nuestro globo están cubiertas de agua; sin duda, es demasiado. La superficie de nuestro planeta, el mapa de los mares y las tierras debe rectificarse. Nosotros vamos a proporcionar al mundo los obreros del mar, señores. Esto ya no será el estilo del capitán van Toch. El cuento de aventuras sobre perlas y corales lo sustituiremos por un himno al trabajo. ¡O vamos a ser simples tenderos, o vamos a ser creadores! Pero si no pensamos en los continentes y en los océanos, no habremos estado a la altura de nuestras posibilidades. Aquí, señores míos, se ha hablado del precio al que se debe vender una pareja de salamandras. Me gustaría que pensáramos en los miles de millones de salamandras, en los millones y millones de unidades de fuerza de trabajo, en la transformación de la corteza terrestre, en nuevos génesis y nuevas épocas geológicas. Hoy ya podemos hablar de una nueva Atlántida, de viejos continentes que avanzarán más hacia el mundo marino, de Nuevos Mundos que se edificará la Humanidad por sí misma. Perdonen, señores, quizá les parezca utopía. Sí, entramos realmente en la UTOPÍA. ¡Ya estamos en ella, amigos! Debemos solucionar el futuro de las salamandras, solamente, en su aspecto técnico». (¡Y económico!)

»Sí. Hablemos de la parte económica. Señores, nuestra Sociedad es demasiado pequeña para poder explotar, ella sola, millones y millones de salamandras. No somos suficientes para ello ni económica ni políticamente. Si se ha de cambiar el mapa de la tierra y de los mares, se interesarán también en este asunto grandes potencias, señores. Pero de eso no hablaremos ahora ni nombraremos a las altas personalidades que demuestran, ya hoy, sus simpatías hacia nuestra Sociedad. Les ruego, sin embargo, señores, que no pierdan de vista el inmenso alcance de la cuestión sobre la que van a votar.» (Entusiastas y prolongados aplausos. Gritos de ¡Bravo! y ¡Formidable!)


No por ello fue menos necesario que, antes de sacarse a votación la formación del Sindicato de las Salamandras, tuviera que prometer la compañía que, por cada acción de la Sociedad Exportadora del Pacífico, se pagaría a fines de año, por lo menos, un dividendo de un 10%, a cuenta de las reservas existentes. A favor de esta proposición votaron un 87% de los accionistas y solamente un 13% en contra. Y, como consecuencia de ello, se aprobó por unanimidad el proyecto del Consejo de Administración. El Sindicato de las Salamandras entró en acción, de lo que se felicitó G. H. Bondy.

—Ha hablado usted magníficamente, señor Bondy —le dijo lisonjero el viejo Sigi Weissberger—. ¡Magníficamente! Y dígame usted, señor Bondy, ¿cómo se le ha ocurrido una idea así?

—¿Cómo? —respondió G.H. Bondy distraído—, a decir verdad, señor Weissberger, lo he hecho a causa del viejo van Toch. ¡Estaba tan encariñado con sus salamandras!… ¿Qué hubiera pensado el pobre si hubiésemos dejado matar o morir de hambre a sus tapa-boys?

—¿Qué tapa-boys?

—Esas malditas salamandras. Por lo menos, ahora las tratarán decentemente, ya que tendrán cierto precio. Y esos bichos no sirven para otra cosa, señor Weissberger, que para idear alguna utopía.

—Yo no entiendo un ápice de eso —explicó el señor Weissberger—. ¿Acaso sé yo lo que es una salamandra? ¿Ha visto usted alguna vez a esos bichos? Por favor, ¿qué aspecto tienen?

—Eso no se lo puedo decir, señor Weissberger. Yo, en realidad, no sé ni lo que son. Además, ¿para qué me interesa saberlo? ¿Cree que tengo tiempo de ocuparme de su aspecto? Lo que me preocupa y me alegra es que ya está decidido eso del Sindicato de las Salamandras, señor mío.

APÉNDICE al Libro Primero SOBRE LA VIDA SEXUAL DE LAS SALAMANDRAS

Una de las actividades más populares del ingenio humano es imaginare cómo serán algún día, en un lejano futuro, el mundo y la humanidad; qué milagros técnicos se habrán realizado, qué cuestiones sociales habrán sido resueltas, hasta dónde llegarán los progresos de la ciencia y de la organización social, etc. La mayoría de estos utopistas no dejan, sin embargo, de interesarse vivamente por cómo acabará, en dicho mundo tan avanzado o, por lo menos, tan desarrollado técnicamente, una institución tan antigua pero siempre tan popular, como el matrimonio, la familia; o la vida sexual, la fecundación, el amor, la cuestión femenina, etc. Con referencia a este punto véase la literatura de Paul Adam, H.G. Wells, Aldous Huxley y muchos otros.

Teniendo en cuenta dichos ejemplos, considera el autor como su obligación, ya que ha echado una mirada al futuro de nuestro planeta, tratar también sobre cómo será, en ese mundo venidero, el orden sexual de las salamandras. Y esta obligación prefiere cumplirla inmediatamente, para no tener que volver después otra vez sobre este asunto. La vida sexual de Andrias Scheuchzeri concuerda, en sus rasgos fundamentales, con la reproducción de otros urodelos; no existe la copulación en el verdadero sentido de la palabra; la hembra pone los huevos en varias etapas, los huevos fecundados se convierten en larvas, etc. Eso podría leerse en cualquier Historia Natural. Por lo tanto, nos referiremos solamente a algunas particularidades que fueron advertidas en Andrias Scheuchzeri, con referencia a esta cuestión tan importante.

«A principios de abril», cuenta H. Nolte, «se aproximan los machos a las hembras; por lo general, en cada época sexual el macho está todo el tiempo junto a la misma hembra, y no se aleja de ella ni un paso durante varios días, en los cuales no toma alimento alguno, mientras que la hembra manifiesta gran voracidad. El macho la persigue por el agua y se esfuerza por colocar su cabeza pegada a la de ella. Cuando lo consigue, levanta su hocico y lo coloca sobre el de la hembra, seguramente para evitar que se escape. Así, teniendo en contacto sus cabezas, mientras que sus cuerpos forman un ángulo de unos treinta grados, flotan los dos animales sin moverse, uno junto al otro. Hay momentos en que el macho empieza a sacudirse tan violentamente que con su costado golpea a la hembra; luego queda de nuevo inmóvil, con las patas muy estiradas, tocando solamente con su hocico la cabeza de la compañera elegida, que, mientras tanto, indiferente a todo, traga lo que encuentra en su camino. Este beso, llamémosle así, dura unos cuantos días. Algunas veces, la hembra se escapa en busca de alimento; entonces el macho la persigue muy excitado, podríamos decir, furioso. Finalmente la hembra deja de oponer resistencia, no huye, y la pareja se deja llevar por el agua sin moverse, como si fueran dos maderos negruzcos atados entre sí. Entonces el cuerpo del macho es sacudido por movimientos espasmódicos durante los cuales suelta una masa fecundante bastante pegajosa. En seguida abandona a la hembra y se esconde entre las piedras completamente exhausto; en ese periodo se le puede cortar una pata o la cola sin que reaccione para defenderse.

Mientras tanto, la hembra se mantiene todavía inmóvil durante algún tiempo, sin cambiar de posición; después se agita con fuerza y empieza a poner huevos enlazados como en una cadena, cubiertos de una sustancia gelatinosa. A veces se ayuda con las patas traseras, lo mismo que los sapos. Los huevos, en número de cuarenta a cincuenta, cuelgan del cuerpo de la hembra como un mechón. Con ellos nada la hembra hacia un lugar resguardado, y los fija en las algas, hierbas, o simplemente en las piedras. Al cabo de diez días pone la hembra una nueva serie de huevos, sin haberse vuelto a encontrar con el macho, en número de veinte o treinta. Seguramente los huevos son fecundados directamente en un receptáculo de su aparato genital, donde conserva los espermatozoides. Normalmente efectúa una tercera puesta al cabo de siete u ocho días, ésta de 10 a 15 huevos cada vez, de los cuales, al cabo de unas tres semanas, salen los renacuajos con branquias externas para la respiración, que pierden después paulatinamente. Al cabo de un año dichos renacuajos se convierten ya en salamandras adultas capaces de reproducirse, etc.

Por otra parte, la señorita Blanche Kistemaeckers observó a un macho y dos hembras que tenía cautivos, y cuenta lo siguiente: Durante la época sexual, el macho se mantenía sólo junto a una hembra a la que perseguía con bastante brutalidad, pegándole fuertes golpes con la cola cuando trataba de escapársele. No le gustaba que tomase ningún alimento y trataba de apartarla de la comida; podía notarse claramente que la quería para sí solo y por eso la aterrorizaba. Cuando soltó la masa fecundante, se lanzó sobre la otra tratando de devorarla. Hubo que sacarlo del recipiente y colocarlo en otro. A pesar de todo, la segunda hembra puso también huevos fecundados, en número de sesenta y tres. La señorita Kistemaeckers advirtió, sin embargo, que los tres animales tenían en aquellos días muy inflamados los órganos expelentes. Parece ser, escribía la señorita, que en los Andrias Scheuchzeri la fecundación no se efectúa por copulación, ni por la masa fecundante, sino por algo que podríamos llamar milieu o “ambiente” sexual. Como se ve, no hace falta ni la unión parcial para conseguir la fecundación de los huevos. Esto incitó a la joven investigadora a hacer otros interesantes experimentos. Separó al macho de las hembras y, cuando llegó el momento oportuno, exprimió la masa fecundante del macho, poniéndola en el agua en que estaban las dos hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. En otro experimento filtró la señorita Blanche Kistemaeckers el esperma del macho, y el filtrado, libre de los cuerpos envolventes (era un líquido puro, un poco ácido), lo puso en el agua de las hembras. También en este caso las hembras empezaron a poner huevos, unos cincuenta cada una, de los que la mayoría estaban fecundados y produjeron renacuajos normales. Esto, precisamente, condujo a la señorita Blanche a una deducción muy importante sobre los medios sexuales, que crean un cambio independiente entre la partenogénesis y la multiplicación sexual. La fecundación de los huevos se produce, sencillamente, por un cambio químico del ambiente (cierta acidificación que, hasta ahora, no se ha conseguido producir artificialmente), cambio que, de alguna forma, tiene relación con las funciones sexuales del macho. Pero estas funciones, de por sí, no son necesarias. Eso de que el macho se mantenga pegado a la hembra es, seguramente, un residuo de la forma de multiplicarse en tiempos antiguos, cuando Andrias se reproducía igual que otras salamandras. Esa unión es, en realidad como dice acertadamente la señorita Kistemaeckers—, una especie de ilusión de paternidad; en realidad, el macho no es el padre de los renacuajos, sino que es una especie de medio químico básicamente impersonalel que produce la fecundación. Si tuviésemos en un recipiente cien parejas de Andrias Scheuchzeri unidas, pensaríamos que estábamos presenciando cien actos independientes de fecundación. Pero, en realidad, se efectuaría un solo acto, o sea, la sexualización colectiva del ambiente dado o, dicho más exactamente, la acidificación del agua en la que los huevos maduros de Andrias reaccionan automáticamente desarrollándose en renacuajos. Prodúzcase artificialmente ese ambiente ácido, y no se necesitarán machos. Así pues, la vida sexual del extraordinario Andrias se nos aparece como una Gran Ilusión. Su pasión erótica, su matrimonio y su tiranía sexual, su fidelidad temporal, su pesado y lento placer, todo son cosas inútiles, pasadas, casi simbólicas, que acompañan o, mejor dicho, adornan, el acto en realidad impersonal del macho, con el que se crea el ambiente fecundante. La misma indiferencia con que la hembra recibe ese frenético e inútil cortejo del macho, testimonia claramente que, en este noviazgo, ella siente instintivamente que se trata de una especie de ceremonia o introducción al acto de alianza, en el que los sexos producen el medio fecundante. Podríamos decir que la hembra Andrias comprende este estado de cosas más claramente y lo vive sin ilusiones eróticas.

(Los ensayos de la señorita Kistemaeckers han sido completados por un interesante experimento del erudito Abate Bontempelli. Dicho Abate secó y molió la masa fecundante del macho, añadiéndola al agua en que se encontraban las hembras. Éstas empezaron a poner huevos fecundados. El mismo resultado obtuvo cuando secó y molió el aparato genital del macho Andrias, o cuando hizo un extracto de dicho aparato con alcohol y lo derramó en el recipiente en que vivían las hembras. Y también se produjo el mismo efecto con extracto de sesos y hasta con extracto de las glándulas de la piel de Andrias exprimidas en la época del celo. En todos los casos citados, la hembra no reaccionaba al principio a dichos compuestos, pero al cabo de unos momentos empezaba a perder interés por la comida y quedaba inmóvil en el agua. Después de unas horas empezaba a poner huevos, envueltos en una sustancia gelatinosa, del tamaño de los excrementos de una cucaracha…)

En relación con esto, presentaremos también el extraño rito llamado “Danza de las salamandras”. (No nos referimos a la Salamander-dance, que se puso de moda hace unos años, particularmente entre la alta sociedad y que fue considerada por el obispo de Hiramo como “la danza más repugnante de que he oído hablar en mi vida”.) En las noches de plenilunio (menos en la época del celo), salían los Andrias, pero sólo los machos, a la orilla del mar y allí en la playa se sentaban en corro y empezaban a retorcer y contonear la parte superior de su cuerpo, con un movimiento ondulatorio. Este movimiento era característico de estas grandes salamandras también en otras circunstancias. Pero durante la llamada “danza” se entregaban a él salvaje y ferozmente y hasta el agotamiento, como derviches danzantes. Algunos expertos consideraban estos movimientos locos, este retorcerse y cambiar de un pie a otro, como un culto a la luna y, por lo tanto, como un rito religioso. Otros, por el contrario, veían en ello una danza erótica y la explicaban, precisamente, por las especiales reglas sexuales de que hemos hablado anteriormente. Hemos dicho que, en el Andrias, el elemento fecundador es, en realidad, un milieu sexual, un medio colectivo e impersonal entre los machos y las hembras. También se dijo que las hembras aceptan estas relaciones impersonales con mucha más naturalidad que los machos, quienes seguramente, con un sentido de la fatuidad y el aire de dominación masculinoquieren, por lo menos, conservar una especie de triunfo sexual y, por ello, juegan a cortejar y a la posesión matrimonial. Es una de las mayores ilusiones eróticas, curiosamente complementada por estas grandes fiestas de los machos, que no son más que un esfuerzo instintivo de convencerse a sí mismos de que son el Colectivo Masculino. Con esta danza en común vencen la atávica y absurda ilusión del individualismo sexual del macho; ese movimiento circular, embriagador y frenético, no es otra cosa que el Macho Colectivo, el Novio Común, el Gran Copulador, que ejecuta su solemne danza de alianza y se entrega a un gran rito nupcial, sin la participación, ¡cosa extraña!, de la hembra que, mientras tanto, está mordisqueando un pez o una sepia. El famoso Charles Powell, que llamó a estas fiestas de las salamandras “La danza del principio masculino”, escribe además: “¿Y no son acaso estos ritos comunes de las salamandras, la misma raíz y fuente de su extraordinario colectivismo? Tengamos en cuenta que el verdadero colectivismo lo encontramos solamente en aquellos animales en los que la vida y el desarrollo no están basados en una pareja sexual: abejas, hormigas y termitas. La asociación de las abejas se puede expresar por las palabras: Yo Colmena Materna. La de las salamandras se expresa en una forma completamente diferente: Nosotros Principio Masculino. Todos los machos que en un momento dado expelen en conjunto el medio sexual procreador, son ese Gran Macho que penetra en el seno de la hembra y la fecunda. Su paternidad es colectiva y, por ello, su naturaleza es colectiva y se manifiesta en actos comunes, mientras que las hembras, ocupadas en poner los huevos, llevan hasta la siguiente primavera una vida más o menos interesante y solitaria. Solamente los machos son la comunidad, solamente ellos ejecutan las tareas en común. En ninguna raza animal desempeñan las hembras un papel tan secundario como en los Andrias: están al margen de las actividades comunes y, desde luego, tampoco demuestran demasiado interés por ellas. Su momento empieza cuando el Principio Masculino expele en el agua en que viven ese ácido químico, casi imperceptible, pero lleno de vida, que hace efecto hasta en las más fuertes mareas, altas y bajas. Es como si el mismo océano se convirtiese en un macho, que fecunda en sus orillas millones de embriones.

A pesar del orgullo tradicional de los gallos prosigue Charles J. Powell—, la naturaleza concedió, en la mayoría de las especies vivientes, cierta ventaja vital a las hembras. Los machos están en el mundo solamente para disfrutar y matar. Son engreídos y grandes individualistas, mientras que la hembra representa a la raza con su fuerza y sus actividades fijas. En Andrias (y, muchas veces, también en el hombre), las relaciones son básicamente diversas. La creación de la asociación y solidaridad masculinas da al macho cierta ventaja biológica, ya que él fija el desarrollo de “otro ser” en mayor medida que la hembra. Quizá precisamente por esa interesante dirección masculina del desarrollo se hace tan valiosa en el Andrias la técnica, o sea, la típica disposición masculina. Andrias ha nacido técnico, con una inclinación hacia las grandes empresas colectivas. Este rasgo secundario del sexo masculino, o sea, su talento técnico y su sentido de organización, se desarrolla en él tan rápidamente y con tanto éxito que podríamos hablar de un fenómeno de la naturaleza si no supiéramos que sus poderosos motivos son los determinantes sexuales. Andrias Scheuchzeri es un animal que en nuestra época está superando técnicamente hasta al hombre mismo y esto sólo en virtud de factores naturales, por haber llegado a crear una colectividad masculina.

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