Quebec, en la actualidad
Luke y Lanny están sentados a la mesa de la habitación del hotel, con un servicio de café de elegante porcelana blanca desplegado ante ellos, incluyendo una bandeja de cruasanes que no han tocado. En un cuenco plateado, hay cuatro paquetes de cigarrillos que han pedido junto con el resto del servicio de habitaciones.
Luke toma otro sorbo de café, muy cargado de crema. La noche ha sido dura, con tanto beber y fumar hierba, y aunque a él se le nota la fatiga en la cara, el rostro de Lanny no revela nada, solo piel tersa, lisa y suave. Y tristeza.
– Supongo que habrás intentado informarte sobre el hechizo -dice Luke en cierto momento. La pregunta arranca un destello de desconcierto en los ojos de Lanny.
– Claro que sí. No es fácil encontrar a un alquimista, a uno de verdad. En todas las ciudades a las que iba, buscaba a la gente oscura. Ya sabes, personas con inclinaciones extrañas. Y los hay en todas las ciudades, algunos abiertamente, otros clandestinos. -Menea la cabeza-. En Zurich encontré una tienda en un callejón estrecho, justo al lado de la avenida principal. Vendía artefactos raros, calaveras antiguas con inscripciones grabadas a cincel en el hueso, manuscritos encuadernados en piel humana y llenos de palabras que ya nadie entiende. Pensé que si alguien conocía el verdadero arte de la nigromancia, serían los dueños de aquella tienda, que habían dedicado sus vidas al conocimiento de la magia arcana. Pero solo habían oído rumores. Todo se quedó en nada.
»Fue en este siglo, hace unos cincuenta años, cuando por fin oí algo con ciertos visos de verdad. Ocurrió en Roma, durante una cena. Conocí a un profesor, un historiador. Su especialidad era el Renacimiento, pero su vocación personal era la alquimia. Cuando le pregunté si había oído hablar de alguna pócima que confiriera la inmortalidad, me explicó que un auténtico alquimista no necesita un elixir de inmortalidad, porque el verdadero propósito de la alquimia es transformar al hombre, llevarlo a un estado superior de existencia. Como la supuesta búsqueda de una fórmula para transformar los metales inferiores en oro; me dijo que era una alegoría, que lo que pretendían era transformar a un hombre inferior en un ser más puro. -Lanny baja la barbilla y empuja su taza unos centímetros; por delante del platillo se extiende una diminuta onda en el damasco blanco-. Estaba frustrada, como podrás imaginar. Pero después me dijo que había oído hablar de una pócima rara con un efecto similar al que yo describía. Se suponía que transformaba un objeto en… bueno, creo que la mejor palabra es la criatura de un alquimista. Consistía en dar vida a un objeto inanimado, como un gólem, para convertirlo en sirviente del alquimista. La pócima también podía reanimar a los muertos y hacerles volver a la vida.
»Ese profesor suponía que el espíritu que ocupaba la persona muerta o el objeto procedía del mundo de los demonios -dice Lanny, y parece sentir desprecio por sí misma-. Un demonio que tiene que cumplir la voluntad de alguien. Y no quise escuchar nada más… Desde entonces, no he vuelto a buscar explicaciones.
Permanecen sentados en silencio y miran el tráfico a doce pisos por debajo de ellos: coches que se mueven de manera ordenada por la cuadrícula que se ve desde su ventana. El sol de la mañana está empezando a abrirse paso entre las nubes, arrancando destellos de la cubertería y el cuenco plateado. Todo es blanco, plata y cristal, limpio, aséptico, y todo aquello de lo que han estado hablando -tinieblas y muerte- parece estar a un millón de kilómetros de distancia.
Luke coge un cigarrillo, lo hace rodar entre dos dedos y lo deja a un lado sin encenderlo.
– Así que dejasteis a Adair emparedado en la mansión. ¿Y nunca has vuelto a ver… si salió?
– Como es natural, me preocupaba que pudiera salir -contesta ella, asintiendo casi imperceptiblemente-. Pero la sensación, nuestra conexión, había desaparecido. No tenía ninguna pista que seguir. Volví una vez, dos… Tenía miedo de lo que podría encontrar… pero quería ver si la casa todavía seguía en pie. Allí estaba, en efecto. Durante mucho tiempo se utilizó como vivienda. Yo daba la vuelta a la manzana, intentando sentir la presencia de Adair. Pero nada. Después, una vez que volví, la habían transformado en una empresa funeraria, ¿te lo puedes creer? El barrio había decaído. Podía imaginarme las salas donde trabajaban con los cadáveres, en el sótano, a unos pasos de donde estaba sepultado Adair. La incertidumbre era insoportable… -Lanny apaga el cigarrillo consumido que tiene en la mano y de inmediato enciende otro-. Así que hice que mi abogado contactara con la funeraria, con una oferta para comprarla. Como te digo, el barrio iba de capa caída, y el precio que yo ofrecía superaba lo que los dueños podían aspirar a ver en toda su vida… Y aceptaron.
»En cuanto la desalojaron, yo entré, sola. Era difícil imaginar que aquella era la casa que había conocido, de tan cambiada que estaba. La parte del sótano situada bajo la escalera de delante se había reformado. Suelo de cemento, crematorio y calderas de agua caliente. Pero la zona de atrás se había dejado como estaba, y se había ido deteriorando. Allí no llegaba la electricidad. Todo estaba oscuro y húmedo.
»Fui al sitio en el que… en el que habíamos metido a Adair.
No se podía distinguir dónde terminaba la pared original y empezaba la parte que había cerrado Jonathan. Todo se había deteriorado por igual. Y no sentía nada al otro lado de la piedra. Ninguna presencia. No sabía qué pensar. Casi estuve tentada, casi, de hacer que echaran abajo la pared. Es como esa voz perversa que hay dentro de tu cabeza y te dice que saltes del balcón cuando te acercas demasiado al borde… -Sonríe sin ganas-. No lo hice, claro. A decir verdad, mandé que reforzaran la pared con hormigón. Tenía que ser cuidadosa, no quería que la pared resultara dañada durante las obras. Ahora está perfectamente sellada. Y duermo mucho mejor.
Pero no duerme bien. Luke lo ha comprobado en el poco tiempo que llevan juntos.
Tiene que sacarla del sitio en el que la ha metido, el sótano oscuro y húmedo con el hombre al que condenó. Luke extiende el brazo sobre la mesa y le coge la mano.
– Tu historia… todavía no ha terminado, ¿verdad? Tú y Jonathan os marchasteis juntos de casa de Adair… ¿Qué ocurrió después?
Durante un momento, Lanny parece hacer caso omiso de la pregunta, y mira fijamente la colilla de un cigarrillo que tiene en la mano.
– Estuvimos juntos unos cuantos años. Al principio, estábamos juntos porque era lo mejor que podíamos hacer. Podíamos cuidar uno del otro, guardarnos las espaldas, como quien dice. Fueron tiempos de aventura. Viajábamos sin parar porque era preciso, porque no sabíamos cómo sobrevivir. Aprendimos a crearnos nuevas identidades, a mantenernos en el anonimato… aunque era difícil que Jonathan no llamara la atención. La gente siempre se sentía atraída por su notable belleza. Pero después se fue haciendo cada vez más evidente que seguíamos juntos porque era lo que yo quería. Un matrimonio de conveniencia, solo que sin intimidad. Éramos como una pareja de viejos en un pacto sin amor, y yo había obligado a Jonathan a asumir el papel de marido mujeriego.
– No tenía por qué hacerlo.
– Lo llevaba en la sangre. Y las mujeres que se interesaban por él… Aquello no tenía fin. -Resopla lo más delicadamente que puede y echa ceniza en el plato que están utilizando como cenicero-. Los dos sufríamos. Llegó un momento en el que resultaba doloroso estar en presencia del otro. Nos habíamos hecho tanto daño, nos habíamos dicho cosas tan hirientes… Llegó un punto en el que a veces lo odiaba y deseaba que se marchase. Sabía que tendría que ser él quien se marchara, porque yo nunca tendría fuerzas para dejarlo.
»Y por fin, un día me desperté y encontré una nota en la almohada junto a mí. -Sonríe con ironía, como si estuviera acostumbrada a contemplar su dolor desde cierta distancia-. Escribió: "Perdóname. Es por nuestro bien. Prométeme que no vendrás a buscarme. Si cambio de parecer, yo te encontraré. Por favor, respeta mis deseos. Con mucho cariño, J.".
Lanny hace una pausa, aplastando el cigarrillo en el plato. Tiene una expresión seria, pero ligeramente divertida mientras mira por las altas ventanas.
– Por fin encontró el valor para hacerlo. Fue como si me hubiera leído el pensamiento. Claro que perderlo fue una agonía… Quería morirme, segura de que no lo volvería a ver. Pero logré salir adelante, ¿no? De todos modos, no tenía más remedio… Sin embargo, ayuda creer que puedes hacerlo.
Luke recuerda lo que se siente al estar agotado por la tensión, recuerda aquellos días en los que él y Tricia no podían soportar estar en la misma habitación. Cuando él se sentaba en la oscuridad y procuraba imaginar lo que sentiría si se separaran, la paz que experimentaría. No cabía duda de que sería ella la que se marchara -no se podía esperar que él se separara de sus hijas ni del hogar de su infancia-, pero cuando su familia se marchó y Luke se quedó solo en la granja, no fue como quedarse solo sin más. Fue como si todo se lo hubieran arrebatado por la fuerza, como si le hubieran amputado una parte de sí mismo.
Le da un momento a Lanny para que aplaque su dolor y lo vuelva a guardar en su sitio.
– Pero no se terminó ahí, ¿verdad? Evidentemente, os volvisteis a ver.
Ella tiene una expresión inescrutable, clara y oscura.
– Sí, así fue.
París, un mes antes
Día gris. Miré por detrás de las cortinas la delgada franja de cielo visible desde el tercer piso de mi casa, que forma parte de una serie de casas antiguas en el distrito quinto. Empezaba el invierno en París, lo que significaba que casi todos los días serían grises.
Encendí mi ordenador, pero me quedé de pie ante el escritorio y le eché crema a mi café mientras el programa se iniciaba. Me lo bebí por la fuerza de la costumbre. Apenas había dormido, un sueñecito; estaba levantada desde primera hora de la mañana, como de costumbre, llevando a cabo con disciplina la investigación necesaria para el libro que me había comprometido a escribir pero que me aburría hasta no poder más. Después, cansada de aquello, reanudé la tarea de catalogar mi colección de cerámica mientras veía reposiciones de series de televisión americanas. Había llegado al punto de pensar en ceder mi colección de cerámica a una universidad o un museo de arte, algún lugar donde pudiera verla más gente. Me había hartado de tener tantos cacharros a mi alrededor, que se agarraban a mí como manos surgidas de tumba. Sentía la necesidad de deshacerme de unas cuantas cosas.
El café, caliente y cremoso, hizo maravillas en mí aquella mañana; me hizo sentir estable y metódica, todo lo contrario de como me sentía normalmente, distraída e incapaz de centrarme. La sensación era tan poco familiar que -como ya no tenía calendarios en la casa- durante un breve y perturbador instante, no pude recordar qué año era.
Mis correos electrónicos terminaron de descargarse y eché un vistazo a la lista de remitentes. Casi todos los mensajes eran asuntos de trabajo: mi abogado, mi editora… y la pequeña y destartalada imprenta que publicaba mis preciosas monografías sobre cerámica asiática antigua, una invitación a una fiesta… Qué vida me había creado durante los últimos veinte años como falsa experta en tazas de té chinas. Mi identidad ficticia se apoyaba en una colección de valiosísimas tazas que mi jefe chino había puesto en mis manos cuando yo subía a bordo de un barco británico para escapar de los saqueadores nacionalistas. Hacía toda una vida, otra historia que nadie conocía. Era lo que decidí ser en aquella ocasión y, si no pensaba mucho en ello, la mayor parte de las veces me servía.
Había una dirección de correo que no reconocí. De Zaire… ah, sí, ahora se llama República Democrática del Congo. Yo me acordaba de cuando era el Congo Belga. Fruncí el ceño. ¿Conocía a alguien en Zaire? Debía de tratarse de una petición de donativos o de una estafa, me dije, un timador que aseguraría ser un príncipe africano que necesitaba un poco de ayuda para salir de un apuro económico momentáneo. Estuve a punto de borrar el mensaje sin abrirlo, pero en el último momento cambié de parecer.
Querida Lanny:
Saludos de la única persona de la que pensabas que no volverías a saber. En primer lugar, gracias por haber respetado mi último deseo y no intentar seguirme la pista desde que nos separamos…
Malditas sean las palabras inocentes, escritas en píxeles parpadeantes en la pantalla, IMPRIMIR, pulsé con el ratón. «Imprímelo, maldita sea.» Necesitaba tener esas palabras en las manos.
Espero que me perdones por irrumpir en tu vida de esta manera. Aunque resulta muy cómoda, nunca he superado la sensación de que la correspondencia por correo electrónico es algo menos educada y correcta que escribir una carta. Por la misma razón me resulta difícil usar el teléfono. Pero el tiempo apremia, así que he tenido que recurrir a esto. Dentro de unos días estaré en París y me gustaría muchísimo verte mientras estoy ahí. Espero que tus planes te lo permitan. Por favor, responde y dime si querrás verme.
Con cariño,
JONATHAN
Me instalé rápidamente en mi silla, con los dedos sobre las teclas. ¿Qué decir? Había tanto comprimido dentro, después de décadas de silencio… De querer hablar y no tener a nadie con quien hablar. De hablar con las paredes, con el cielo, con las palomas, con las gárgolas pegadas a los chapiteles de la catedral de Notre Dame… Gracias a Dios… «Pensé que no volvería a saber de ti. Lo siento. Lo siento. ¿Significa esto que me has perdonado? Te he estado esperando. No puedes imaginarte lo que he sentido al ver tu nombre en la pantalla de mi ordenador. ¿Me has perdonado?», quise contestarle.
Vacilé, cerré las manos en dos puños apretados, los agité, los abrí, volví a agitar las manos. Me incliné sobre el teclado. Y por fin, escribí: «Sí».
Esperar a que llegara el día fue un tormento. Intenté refrenar mis expectativas, pero era imposible no soñar después de haber tenido noticias de Jonathan salidas de la nada. Yo sabía que no debía concebir muchas esperanzas, pero todavía había una pequeña parte de mí que atesoraba salvajes e improbables sueños románticos cuando se trataba de Jonathan. Era imposible no dejarse llevar por una o dos fantasías, solo para sentir otra vez esa clase de alegría. Hacía tanto tiempo que no esperaba algo con impaciencia…
Jonathan me habló de su vida en su segundo correo electrónico. Había estudiado medicina, en Alemania en los años treinta, y utilizaba su título para viajar a lugares pobres y remotos para prestar sus servicios médicos. Cuando uno tiene una documentación dudosa, es más fácil sortear a las autoridades en zonas aisladas donde se necesita un médico y los agobiados funcionarios del gobierno pueden hacer la vista gorda con tu caso. Había trabajado con leprosos en el Pacífico asiático, con víctimas de la viruela en el subcontinente. Un brote de fiebre hemorrágica lo había llevado a África central, y se había quedado para dirigir una clínica en un campo de refugiados cerca de la frontera de Ruanda. «No es cirugía a corazón abierto», escribía. Trataba heridas de bala, disentería, vacunación contra el sarampión. Lo que hiciera falta.
¿Qué podía decir como respuesta, aparte de confirmar la hora y el lugar donde íbamos a encontrarnos? Me emocionaba e inquietaba pensar que Jonathan era médico, un ángel misericordioso. Pero Jonathan estaba esperando que yo le contara mi vida desde la última vez que nos habíamos visto, y allí sentada ante el ordenador no se me ocurría qué escribir. ¿Qué podía decir que no fuera embarazoso? La vida había sido difícil desde que nos habíamos separado. Había estado vagando la mayor parte del tiempo. Casi todas las cosas que había hecho habían sido tontas, mezquinas, cosas que en su momento creí que eran necesarias para mi supervivencia. En aquel momento mi vida era apacible, casi monacal, y no del todo por elección propia. Pero había llegado a aceptarla.
Jonathan se percataría de mi omisión, pero me aseguré a mí misma que me conocía y no se haría ilusiones de que hubiera cambiado en todo el tiempo que habíamos estado separados. Al menos, no tan drásticamente como él. En cambio, mi primer correo electrónico a Jonathan estaba lleno de cumplidos: qué impaciente estaba por verlo para ponernos al día en persona, y cosas parecidas.
A medida que se acercaba el día, cedí a algunos caprichos tontos y esperanzados. Por si acaso Jonathan quería ver mi casa, le pedí a la mujer de la limpieza que viniera unos días antes, compré un ramo de flores enorme, el tipo de arreglo floral que no desentonaría en una boda real. Guardé champán en el frigorífico y saqué un excelente cabernet añejo de la bodega.
La noche anterior no pude pegar ojo, y estuve sentada en la cama, mirándome en un espejo. ¿Le parecería diferente? Escudriñé mi reflejo. Resultaba mezquino preocuparse porque hubiera habido cambios, una fantasía en la que yo era como otras mujeres, las mujeres de los anuncios de televisión, angustiadas por las arrugas y las patas de gallo. Pero yo sabía que no había cambios. Seguía pareciendo una estudiante universitaria con una expresión permanentemente contrariada. Tenía el mismo rostro sin arrugas que Jonathan había mirado el día en que se marchó. Era guapa, pero no bella. La desgracia y la gracia salvadora de mi vida: lo bastante bonita para ser apreciada, pero no lo bastante hermosa para ser codiciada. Todavía tenía rescoldos del ardor de una mujer joven que nunca se cansaba del sexo, aunque la verdad era que había tenido sexo suficiente para todas mis múltiples vidas. No quería parecer desesperada cuando él me viera, pero al mirarme en el espejo me di cuenta de que no había manera de evitarlo. Siempre estaría desesperada por él.
Todavía mirándome en el espejo, me pregunté si resultaría extraño y perturbador que nos encontráramos al día siguiente para vernos, con tanta familiaridad, entre una multitud de recién nacidos. Al mirarnos uno al otro, parecería que el tiempo se había detenido. ¿Cuántos años habían pasado desde que Jonathan me dejó? ¿Ciento sesenta…? Ni siquiera podía acordarme de en qué año había sido. Me sorprendió descubrir que ya no me dolía de la manera violenta e intensa en que me había dolido en su momento, que el dolor había tardado décadas en convertirse en un malestar difuso, fácil de calmar con la excitación de verlo.
Dejé el espejo. Era hora de beber algo. Abrí la botella fría de champán. ¿Qué sentido tenía guardarla para el día siguiente, para algo que sin duda no iba a ocurrir? ¿No era suficiente motivo de celebración que Jonathan se hubiera puesto en contacto conmigo después de llevar una eternidad separados? Decidí cortar de raíz mis esperanzas antes de cambiar las sábanas o poner más toallas en el cuarto de baño. Iba a visitarme y nada más.
«Nos veremos en el vestíbulo a mediodía», había indicado en su último correo electrónico. Apenas podía esperar, de modo que consideré la posibilidad de acampar allí a una hora más temprana o subir a la habitación de Jonathan. Pero no podía mostrarme tan desesperada; era mejor fingir que tenía mi orgullo y que era capaz de controlarme. Así que me quedé en mi despacho mirando cómo avanzaban las manecillas del reloj hasta las once, antes de salir a la calle, llamar a un taxi y dirigirme al Hôtel Prix Saint Germaine con cierta tranquilidad que podía pasar por indiferencia. Por la ventanilla posterior del taxi vi cómo se iba desdibujando mi curiosa callecita, como la decoración pintada de un tiovivo cuando empieza la música.
Conocía el Hôtel Prix Saint Germaine, pero nunca había estado en él. Era un hotel viejo y tranquilo, escondido en una calle de la Rive Gauche que no estaba de moda, muy adecuado para un médico de la selva que va a pasar unos días a París. El aire del vestíbulo olía a rancio y, si hubiera tenido color, habría sido pardo. Había un empleado de aspecto profesionalmente adusto detrás del mostrador de recepción, cuyos ojos me siguieron mientras yo me sentaba en una de las butacas de cuero dispuestas en grupos en el vestíbulo. ¿Acaso todos los vestíbulos de hotel daban esa sensación, como de habitación que contiene el aliento? La butaca que yo había elegido estaba enfocada al espacio que iba de la puerta a la recepción. Sobre la puerta, un viejo reloj ornamental marcaba las 11.48 horas.
Cuando era joven, Jonathan tenía por norma hacer esperar a los demás. Como médico de la selva, yo imaginaba que habría aprendido a ser más puntual.
Sobre la mesita había un periódico matutino abandonado. Nunca fui muy dada a seguir los acontecimientos mundiales y ya casi nunca me molestaba en leer el periódico. Las noticias me confundían, todas se habían vuelto similares. Veía los noticiarios de la noche y me asaltaba una incómoda sensación de déjà-vu. ¿Una matanza en África? ¿Ha sido en Ruanda? No, espera, eso fue en 1993. ¿En el Congo Belga, o en Liberia? ¿Un jefe de Estado asesinado? ¿Una caída del mercado de valores? ¿Una epidemia de polio, de viruela, de tifus o de sida? Había pasado a través de todo aquello a una distancia prudencial, limitándome a ver cómo los acontecimientos hacían estragos y aterrorizaban a la humanidad. Era terrible ver el sufrimiento, pero nunca tuve capacidad para influir en nada. Solo era una espectadora.
Podía entender que a Jonathan le hubiera atraído estudiar medicina, prepararse para poder hacer algo con las desgracias que asolaban el mundo. Subirse las mangas y ponerse a la tarea, aun sabiendo que sería imposible erradicar las enfermedades, ni siquiera en una sola aldea, pero intentándolo a pesar de todo. Sin darme cuenta, mis ojos habían estado posados en el periódico durante todo el tiempo que había estado pensando.
De pronto levanté la mirada, anticipando la aparición de Jonathan.
La puerta de la calle se abrió y yo me eché hacia delante, ansiosa, al ver lo que parecía una figura familiar, pero volví a relajarme. El hombre vestía pantalones caquis arrugados y una vieja chaqueta de tweed. Alrededor del cuello llevaba una tela con algún tipo de estampado étnico, y gafas de sol en los ojos. Y su rostro estaba sin afeitar, de tres o más días, se veía áspero e irregular.
El hombre fue derecho hacia mí, con las manos en los bolsillos. Estaba sonriendo. Entonces me di cuenta.
– ¿Esta es la bienvenida que voy a tener? ¿Ya no te acuerdas de mi cara? Debería haberte enviado una foto reciente -dijo Jonathan.
Salimos a la calle a sugerencia de Jonathan. Dijo que estaba pálida. Me cogió del brazo desde el primer momento y lo tuvo bien agarrado mientras me acompañaba a la acera. Encontramos un rincón tranquilo en un parque: todo cemento y bancos, y un solo árbol solitario rodeado de hormigón por los cuatro lados, pero daba la ilusión de naturaleza.
– Me alegro de verte.
Yo no pude responder y, de todas maneras, mi respuesta era innecesaria. Se me antojaba absurdo que hubiera estado tanto tiempo ausente de mi vida y que, al volver a verlo, pareciera que no había nada en el mundo que pudiera separarnos. Quería tocarlo y besarlo, pasar las manos por su cuerpo y asegurarme de que estaba allí, en carne y hueso, delante de mí. Pero por muy familiarizados que estuviéramos uno con otro, más de cien años de separación se interponían entre nosotros. Y algo en su conducta me decía que procediera despacio.
Una vez que recuperé el color, encontramos un café y acabamos allí sentados durante horas. Entre cafés, vasos de Lillet y cigarrillos (para mí, aunque el doctor Jonathan no lo aprobaba), estuvimos en un reservado poniéndonos al día de varias vidas. Las historias de la sabana eran fascinantes, y me asombraba que Jonathan pudiera ser tan feliz en una tierra tan seca y árida como fresco y exuberante era Maine. Que pudiera sentarse como un hereje meditabundo en una tienda, llenando jeringas sin pensar en los mosquitos que zumbaban a su alrededor. Malaria, el oeste del Nilo, ¿a él qué le importaba? Se presentó voluntario para viajar a un valle afectado por un brote de dengue. Había llevado antidiarreicos y otras medicinas a la espalda cuando el Land Rover no podía cruzar un río. Por mucho que admirara lo que hacía, los relatos en los que se ponía en peligro me hacían sentir incómoda.
– ¿Cómo me has encontrado después de todo este tiempo, en todo el mundo? -le pregunté por fin (me estaba muriendo por preguntarlo). Él sonrió enigmáticamente y bebió otro sorbo de su aperitivo.
– Es una historia curiosa. La respuesta breve es tecnología… y suerte. He querido buscarte durante mucho tiempo, pero me enfrentaba a la misma pregunta: ¿cómo hacerlo? La respuesta empezó con un libro infantil que vi por casualidad en casa de un colega.
– La pagoda de jade -adiviné.
– La pagoda de jade -respondió él, asintiendo-. Mientras le leía el libro al hijo del colega, te reconocí en las ilustraciones. Hice algunas averiguaciones y descubrí quién había sido la modelo del artista: Beryl Fowles, una expatriada británica que vivía en Shangai…
– Siempre me gustó ese nombre. Me lo inventé yo.
– … y contraté a alguien para que averiguara lo que pudiera sobre Beryl. Pero para entonces, Beryl Fowles llevaba décadas desaparecida.
– Y aun así me encontraste.
– Contraté a un investigador para que averiguara quién había heredado el dinero de Beryl, y así sucesivamente, pero al final, el rastro se perdió.
– Pero no te rendiste.
Jonathan me sonrió otra vez.
– Aquí es donde entra la tecnología. ¿Sabes que ahora existen programas de identificación de fotos en internet, con los que puedes tratar de encontrar imágenes tuyas o de tus amigos en páginas web? Pues hice la prueba con una de las ilustraciones del libro y… que me maten si no funcionó. No fue fácil, y tuve que ser persistente, pero al final apareció una coincidencia, una foto pequeñita de la autora de una pequeña monografía sobre antiguas tazas de té chinas, nada menos… Nunca habría pensado que te convertirías en una experta en porcelana china. El caso es que tu editorial me dijo cómo contactar contigo.
Las tazas chinas que me confió mi jefe de Shangai, adonde había ido a trabajar después de posar para el libro infantil. De modo que mi última gran aventura en China había conducido a Jonathan hasta mí.
Terminamos en mi casa al final de la tarde, con la botella de champán vacía y tres cuartos de la de cabernet, y también dimos cuenta del foie gras y las tostadas. Como Jonathan insistió, le enseñé la casa, pero cada habitación resultaba más embarazosa que la anterior. Hasta a mí me asombraba la multitud de cosas que había acumulado con los años, amontonadas para hacer más llevadero el incierto futuro. Jonathan dijo palabras amables, alabó mi previsión al conservar objetos extraordinarios y bellos para las generaciones futuras, pero lo único que pretendía era aliviar mi sentimiento de culpa. Un médico de la selva no viaja con un cargamento de cachivaches. No existía un almacén de recuerdos esperando el regreso de Jonathan. Encontré una caja que no había visto en casi dos décadas, llena de preciosas alhajas que me habían regalado mis admiradores: un anillo con un rubí del tamaño de una uva; un ancestral broche con un diamante azul. La visión de tal exceso me ponía enferma y volví a ponerlo todo en la caja para dejarla en el olvidado estante donde habían estado envejeciendo.
Encontramos cosas peores: había objetos robados, cosas que yo había expoliado de lejanos países durante mis años de frenesí. Seguro que Jonathan las reconocía como lo que eran: bellos budas tallados, alfombras tejidas a mano de veinte colores, armaduras ceremoniales. Tesoros que yo había cambiado por rifles, o robado a punta de pistola o -en algunos casos- arrebatado a los muertos. Me iba a deshacer de todo aquello, juré, cerrando las puertas de aquellas habitaciones; donaría todos los objetos y estatuillas a los museos, los devolvería a sus países de origen. ¿Cómo podía haber vivido tanto tiempo con aquellas cosas en mi casa, sin pensar siquiera en ellas?
La última habitación que vimos fue mi alcoba, en el piso de arriba. Tenía el aire triste de una habitación que ya no se utilizaba para su propósito original. Había una cama con cabecera de estilo sueco junto a un par de ventanas altas y estrechas; las ventanas tenían cortinas de algodón blanco, como el dosel de la cama, y sobre el colchón había una colcha de seda azul. Un secreter francés del siglo XVIII, con sus patas estilizadas, servía como mesa de ordenador, con una silla Biedermeyer delante. La mesa estaba llena de papeles y baratijas, y sobre la silla había una bata de seda gris. Todo tenía el aspecto de una habitación en la que hacía poco que se habían quitado los guardapolvos de los muebles, como si todo hubiera estado esperando.
Jonathan se plantó ante un cuadro colgado enfrente de la cama. El nombre del artista estaba olvidado desde hacía mucho tiempo, pero yo recordaba el día en que se había hecho aquel boceto. Jonathan no quería posar para el retrato, pero Adair había insistido, y así había quedado plasmado, recostado con indolencia en un sillón, sombrío, malhumorado y arrebatador. Él creía que así estropearía el dibujo, pero que me maten si no lo mejoró. Los dos nos quedamos mirando el retrato, retrocediendo casi dos siglos en el tiempo.
– Con todos los tesoros que has acumulado en esta casa… no me puedo creer que hayas guardado este estúpido dibujo -dijo Jonathan con voz débil. Cuando vio la expresión agraviada de mi cara, se enterneció y me cogió la mano-. Pero claro que lo ibas a guardar… y me alegro de que lo hicieras.
Le echamos un último vistazo antes de salir de la habitación.
Al caer la noche, Jonathan estaba arrellanado en un sofá en el cuarto de estar y yo estaba en el suelo, apoyada en un brazo del mueble. Llevábamos horas intercambiando historias. Yo me había franqueado con él y le había contado algunos de los episodios del pasado que me avergonzaban: cuando iba en busca de aventuras con el loco que había ocupado el puesto de Jonathan cuando este me dejó. Se llamaba Savva y era uno de nosotros, uno de los primeros compañeros de Adair, el único de los nuestros con el que me topé en todos aquellos años. Savva tuvo la desgracia de que Adair lo encontrara siglos atrás, cerca de San Petersburgo, perdido en una tormenta. Nunca quiso contar los detalles de su ruptura con Adair, pero se podían adivinar: Savva tenía un carácter voluble y una lengua afilada e impaciente.
Como Savva no soportaba estar mucho tiempo en ningún sitio, vagábamos de continente en continente como exiliados. Para ser un hombre nacido en el frío y la nieve, Savva sentía una inexplicable atracción por el calor y el sol, lo que significaba que pasamos la mayor parte del tiempo en el norte de África y en Asia central. Viajamos con nómadas a través de desiertos, transportamos rifles por el paso del Khyber, enseñamos a los beduinos a disparar fusiles, hasta vivimos algún tiempo con mongoles (que habían quedado impresionados por la extraordinaria habilidad ecuestre de Savva durante la persecución para alcanzarlos). Estuvimos juntos hasta el final del siglo XIX, cuando quedamos atrapados en un hotel de El Cairo durante una tormenta de arena. No fue una pelea lo que nos separó. Ningún incidente desagradable que diera lugar a una discusión en la que salieran a relucir años de afrentas acumuladas. Simplemente, nos dimos cuenta de que no nos quedaba nada que decirnos uno a otro. Deberíamos habernos separado décadas antes, pero había sido demasiado cómodo estar con alguien que no necesitaba explicaciones. Todavía seguimos comunicándonos cada veinte años, más o menos, con una llamada telefónica en medio de una borrachera o con una tarjeta durante unas fiestas que casi nunca celebramos, como una pareja de viejos divorciados.
– ¿Y tú? -Aproveché la oportunidad para cambiar de tema, agotada por sacar a la luz aquellos recuerdos-. Seguro que no has estado solo todo este tiempo. ¿Te volviste a casar?
Jonathan frunció la boca, pero no dijo nada.
– No me digas que has estado solo todo este tiempo. Sería muy triste.
– Bueno, yo no diría que solo. Casi nunca estás solo si eres médico en esas aldeas. Todo el mundo está tan necesitado de tu atención y les hace tan felices que estés ahí… Siempre me invitaban a comer, asistía a sus celebraciones. Participaba de sus vidas…
Los ojos se le quedaban cerrados cada vez durante más tiempo, y la languidez se instaló en su cara. Cogí una bata y la extendí sobre él. Abrió los ojos un breve instante.
– Voy a volver a Maine. Quiero verlo otra vez… Por eso te he buscado, Lanny. Quiero que vengas conmigo. ¿Vendrás?
Me esforcé por contener las lágrimas.
– Claro que iré.
Cogimos uno de esos Airbus gigantescos para regresar a América. Apenas había despegado el avión de Orly cuando Jonathan se quedó dormido. En Nueva York hicimos transbordo para volar a Bangor, y allí alquilamos un todoterreno para viajar hacia el norte. Hacía dos siglos que no veía aquella tierra y, por absurdo que pueda sonar, había partes que me parecía que habían cambiado muy poco. En el resto, había carreteras asfaltadas, granjas victorianas, inmensos campos de cultivos primorosamente atendidos, y las altas y estilizadas orugas de las tuberías de riego en el horizonte. Viéndolo a través del parabrisas de aquel vehículo grande y suntuoso, me resultaba fácil engañarme diciéndome que nunca había estado allí. Después, la carretera abandonaba las llanuras agrícolas para penetrar en los grandes bosques del norte. Nos sumergimos en su fría oscuridad, flanqueados por fila tras fila de enormes troncos, el cielo tapado por una manta de verdor. El coche subía y bajaba siguiendo los altibajos del terreno, y torcía bruscamente para rodear peñascos que se abrían paso fuera de la tierra, cubiertos ya de musgo y liquen. Todo eso sí que lo recordaba. Veía los árboles y retrocedía doscientos años, asaltada por los recuerdos de mi primera vida, mi auténtica vida, la vida que se me había arrebatado. A Jonathan tenía que pasarle lo mismo.
Sentíamos que nuestro hogar estaba cada vez más cerca. Qué deprisa se hacía el trayecto en un automóvil… La última vez que habíamos hecho aquel viaje pasamos semanas en un coche de caballos, con Jonathan en estado de shock por lo que yo le había hecho y sin apenas dirigirme la palabra.
Nos quedamos sin habla al acercarnos al pueblo. Cómo había cambiado todo. Ni siquiera estábamos seguros de que aquella carretera, la calle principal que atravesaba el centro del pueblo, fuera el mismo camino polvoriento de carros que conducía al incipiente Saint Andrew de hacía doscientos años. ¿Dónde estaban la iglesia y el cementerio? ¿No deberíamos ver desde donde estábamos la iglesia congregacionista? Hice rodar el coche calle abajo lo más despacio posible, para poder imaginar el pueblo que recordábamos y no el que teníamos delante.
Por lo menos, Saint Andrew mantenía su carácter peculiar y no era como la mayoría de los pueblos de Estados Unidos, donde cada tienda, restaurante y hotel es una franquicia de una multinacional, idéntica a sí misma en el mundo entero. Por lo menos, Saint Andrew tenía cierta individualidad, aunque hubiera perdido su propósito original. Ya no era un pueblo entregado al trabajo. Las granjas dispersas habían desaparecido y en los quince últimos kilómetros no habíamos visto ni rastro de la industria maderera. La industria del ocio había ocupado su puesto. Las tiendas de equipos de acampada y excursionismo cubrían ambos lados de la calle principal, negocios en los que hombres blancos bien lavados y con ropa de campaña guiaban a otros hombres y mujeres blancos a través de los bosques o Allagash abajo en canoas. O bien los llevaban hasta el centro del río, calzados con elegantes botas altas de agua, a pescar todo el día peces que volvían a soltar en cuanto los habían admirado. Había tiendas de artesanía y bares donde antes había habido casas rurales y pajares, la forja de Tinky Talbot y la tienda de suministros de los Watford. Nos quedamos asombrados cuando al fin comprobamos que la iglesia congregacionista se había demolido y que el centro del pueblo lo ocupaban una ferretería, una heladería y una oficina de correos. Por lo menos el cementerio seguía en pie.
Seguro que a aquella nueva generación de habitantes le resultaba bastante agradable, y si yo no hubiera sabido cómo había sido dos siglos atrás, no me habría parecido mal. Pero el pueblo se ganaba la vida atendiendo los caprichos de los forasteros y parecía degradado; era como encontrar que la casa de tu infancia se había convertido en un burdel o, peor aún, en un todo a cien. Saint Andrew había cambiado su alma por una vida más fácil, pero ¿quién era yo para juzgarlo?
Nos alojamos en un refugio a las afueras del pueblo. El Dunratty se había convertido en un viejo motel, destartalado por la inevitable dejadez, frecuentado por cazadores y pescadores de temporada y que pretendía resultar atractivo para los hombres, de modo que era de esperar cierta austeridad. Había unas diez habitaciones alineadas, pegadas a la oficina. Pedimos una cabaña, la más metida en el bosque. El encargado no dijo nada, solo miró discretamente para ver si llevábamos rifles o cañas de pescar y, al no ver nada de aquello, volvió con resignación, sin prisas, a su tarea. Preguntó si estábamos casados, como si le importara que una de sus mugrientas chabolas se utilizara como nido de amor. El motel estaba vacío, con excepción de nosotros, nos dijo; estaría todo muy tranquilo. Lo encontraríamos en la casa, si necesitábamos algo -y señaló en una dirección indefinida-, pero por lo demás podíamos confiar en que nadie nos molestaría.
Era un sitio miserable, con las cuatro paredes forradas de laminado barato y el tejado simplemente cubierto de contrachapado. Ocupaban el espacio en su práctica totalidad dos camas -un poco más grandes que las individuales pero no tanto como las de matrimonio, con débiles estructuras metálicas, como las de los tiempos de la Depresión – separadas por una pequeña cómoda que hacía las veces de mesita de noche, rematada por una lámpara de cerámica. Había dos sillones de tapicería deshilachada delante de un televisor que parecía tener treinta años. A un lado se hallaba una mesa camilla con tres sillas plegables de madera. Detrás de una puerta encontré una pequeña cocina funcional, y por una segunda puerta se accedía a un baño ligeramente enmohecido. Me eché a reír cuando Jonathan tiró las maletas encima de una de las camas.
– ¿Nos vamos a quedar? -pregunté, incrédula-. Tiene que haber algún sitio más agradable. Puede que en el pueblo…
Jonathan no dijo nada y se quedó de pie ante una puerta corredera de cristal. Más allá de una tarima de madera bastante burda estaba el bosque: grandes y gruesos troncos que se alzaban por encima de nosotros, crujiendo al viento. Abrimos la puerta y salimos en mitad del bosque, y el aire puro circuló a nuestro alrededor. Nos quedamos en la sencilla tarima mirando al bosque infinito durante no sabría decirte cuánto tiempo. Aquel era el hogar que habíamos conocido. Él nos había encontrado.
– Nos quedamos -respondió Jonathan.
Salimos de la cabaña aproximadamente a las cinco de la tarde, ansiosos de echar un vistazo alrededor antes de que se pusiera el sol. Pero era difícil orientarse; los caminos que esperábamos que fueran en una dirección acababan llevándonos a un sitio completamente distinto, como si la zona se hubiera remodelado una y otra vez con el tiempo. El trazado de los caminos era obra de las compañías madereras modernas, y atravesaba hectáreas y más hectáreas de bosque sin razón aparente, hasta llegar a una carretera que a su vez nos condujo a la confluencia de los ríos Allagash y Saint John. Después de dos intentos fallidos, encontramos un camino que nos recordó la pista de carros que llevaba a la casa de los Saint Andrew, y con un asentimiento silencioso de Jonathan lo seguimos hasta el final.
Tras recorrer un túnel de árboles muy crecidos, salimos a una zona despejada que en otro tiempo habían sido los campos de heno que había delante de la casa de Jonathan. El camino estaba cambiado -ya no se adentraba por la hondonada del depósito de hielo ni subía hasta la gran casa-, pero reconocí la orografía. Había una pista maderera de tierra a la derecha de la casa, que todavía se alzaba en el risco. Aceleramos un poco, ansiosos por volver a verla. Sin embargo, al acercarnos, levanté el pie del pedal. La casa todavía estaba en pie, pero solo alguien que hubiera vivido allí sería capaz de reconocerla.
La antaño magnífica mansión se había dejado deteriorar. Era como un muerto abandonado a merced de los elementos, un cadáver con todos los rasgos por los que reconocerías a la persona fallecida. La que fue gran mansión estaba combada, despintada; le faltaban tejas en el tejado y tablones en la fachada. Incluso el conjunto de pinos de delante, que había servido de escudo contra el viento, se hallaba en un estado lamentable, sin podar, desatendido, como el tipo de árboles que se ve en los cementerios.
– Está abandonada -dijo Jonathan.
– Quién lo habría pensado… -No se me ocurría qué otra cosa decir-. Bueno, mira, Jonathan… por lo menos la han dejado en su sitio. Ya viste dónde estaba la casa de mi familia: ahora no hay más que un cruce de caminos. El mundo cambia, ¿no?
Jonathan se quedó callado como respuesta a mis palabras de ánimo. Dimos la vuelta con el coche y regresamos al pueblo.
Aquella noche fuimos a cenar a un pequeño restaurante en el centro de Saint Andrew. Se le podía llamar restaurante porque era un sitio donde se servían comidas, pero no se parecía al tipo de restaurantes al que yo estaba acostumbrada. Se parecía más a un vagón comedor con una docena de mesas de tablero laminado, cada una rodeada por cuatro sillas de tubo metálico. Los manteles eran de hule, y las servilletas, de papel. Los menús estaban plastificados y amarillentos, y daba la sensación de que la carta no había cambiado en veinte años.
Había cinco clientes, incluyéndonos a Jonathan y a mí. Los otros tres eran hombres con vaqueros y camisas de franela y algún tipo de gorra, cada uno sentado a una mesa diferente. Probablemente, la camarera era también la cocinera. Nos miró con recelo al entregarnos los menús, como si estuviera dudando si servirnos o no. En una radio sonaba de fondo música country.
Pedimos comida que ninguno de los dos había visto en mucho tiempo, si es que la habíamos visto alguna vez, ya que habíamos vivido en el extranjero: filetes de siluro frito, pollo y dumplings, platos casi exóticos de lo raros que eran. Nos quedamos hasta apurar las botellas de cerveza, bajo la mutua impresión de que los otros clientes nos estaban mirando. La camarera -pelo como alambres enroscados y bolsas muy visibles bajo los ojos- miró con descaro los platos a medio terminar antes de preguntarnos si queríamos algún postre. «El pastel es bueno», dijo con voz anodina, como quien hace un comentario intrascendente.
– ¿Te ha decepcionado visitar tu casa? -pregunté, después de que la camarera nos sirviera dos cervezas más. Jonathan negó con la cabeza.
– Debería haber esperado eso. Pero aun así, no estaba preparado.
– Es tan diferente… Y en algunos aspectos parece tan igual… Me siento desplazada. Si no estuvieras conmigo, me marcharía.
Salimos del restaurante y caminamos calle abajo. Todo estaba cerrado, menos un bar diminuto, el Blue Moon, a juzgar por el incongruente letrero de neón en forma de media luna, como era de esperar. Sonaba romántico, pero a través del cristal vi que estaba completamente lleno de hombres, camioneros y leñadores que miraban una retransmisión deportiva en la televisión. Cuando la zona comercial del pueblo se terminó, llegamos al cementerio. La luz de la luna nos bastaba para dar una vuelta entre las lápidas.
Estaba descuidado y cubierto de maleza. Arbustos de bayas silvestres, ortigas y matorrales habían reclamado la tapia de piedra y envuelto las columnas gemelas que en otro tiempo habían flanqueado la entrada, además de engullir algunas de las lápidas. Años de fuertes heladas habían movido de su sitio algunas lápidas; otras estaban erosionadas por el tiempo o rotas por vándalos. Me orienté rápidamente entre las tumbas, sin muchas ganas de visitar de aquel modo a mis antiguos vecinos, pero Jonathan iba de tumba en tumba, intentando leer los nombres y las fechas, retirando las hierbas que habían crecido alrededor de las lápidas. Parecía tan triste y abatido que tuve que reprimir el impulso de cogerle de un brazo y sacarlo de allí.
– ¡Mira, es la tumba de Isaiah Gilbert! -gritó Jonathan-. ¡Murió en… 1842!
– ¡Un montón de años… Una vida buena y larga! -respondí a gritos desde donde estaba, fumando y debatiéndome entre la nostalgia y el vértigo.
Para entonces, Jonathan ya estaba junto a otra tumba. Se había agachado, sobre las puntas de los pies, y echaba un vistazo a su alrededor.
– Me pregunto si todos los que conocíamos están aquí, en alguna parte.
– Es inevitable que algunos de ellos se marcharan. ¿Has encontrado a alguien de mi familia?
– ¿No estarán en el cementerio católico, al otro lado del pueblo? -preguntó él. Recorrió un pasillo, mirando lápida tras lápida-. Podemos ir después, si quieres.
– No, gracias. No tengo curiosidad.
Supe que Jonathan había encontrado a alguien importante cuando se arrodilló junto a una gran lápida doble. Era de piedra sin pulir y estaba erosionada por los años, con el dorso plano hacia mí, de modo que yo no podía leer la inscripción.
– ¿Quién es? -pregunté, acercándome.
– Es mi hermano. -Estaba pasando las manos por las palabras grabadas-. Benjamín.
– Y Evangeline… -Toqué el otro lado de la lápida: «Evangeline Saint Andrew, amada esposa. Madre de Ruth».
– Así que se casaron…
– ¿Honor familiar? -pregunté, frotando las letras con la punta de los dedos-. No parece que ella viviera mucho.
– Y a Benjamín lo enterraron a su lado. No se volvió a casar.
Durante la hora siguiente, encontramos a la mayor parte de la familia de Jonathan: su madre y después la hija, Ruth, la última Saint Andrew que vivió en el pueblo. Pero faltaban las hermanas de Jonathan, lo que le hizo suponer que se habrían casado y marchado del pueblo, formando familias felices y prósperas en alguna otra parte, para ser enterradas junto a sus maridos en entornos menos tristes. Para escapar de toda la melancolía de Saint Andrew.
Llevé a Jonathan de vuelta a la cabaña. Había pasado de contrabando dos botellas de un cabernet extraordinario desde Francia en mi maleta. Descorchamos una y dejamos que respirara en la encimera mientras nos tumbábamos juntos en la cama. Apreté a Jonathan contra mí hasta que el frío abandonó su cuerpo, y después lo desnudé. Estuvimos en la cama entre las desgastadas sábanas de algodón, bebiendo el cabernet en vasos y hablando de nuestra infancia, los hermanos y hermanas, amigos y conocidos. Los allegados muertos desde hacía tanto tiempo, materia inerte y descompuesta en el suelo mientras nosotros seguíamos inexplicablemente vivos. Yo todavía no era capaz de contarle la verdad sobre Sophia. En cambio, hablamos de todas las personas que habíamos querido hasta que Jonathan se quedó dormido… Y yo lloré; fue la primera de muchas veces.
No hubo más excursiones para revivir el pasado. No más visitas a cementerios, ni recorrido de caminos por el bosque, antes familiares pero ahora apenas reconocibles y fantasmales. Paseamos por la orilla del Allagash, viendo alces y ciervos y admirando la luz del sol de Maine centelleando en la corriente, en lugar de rememorar sucesos que habían ocurrido en tal o cual lugar. Pasamos el resto del tiempo apaciblemente en compañía mutua.
El tiempo que compartíamos se convirtió en una especie de droga de la que yo nunca tenía suficiente, y empecé a pensar que a lo mejor podíamos perdernos allí, donde había empezado nuestra relación. Puede que Jonathan se conformase con quedarse en aquel lugar familiar. No tendríamos que vivir en el mismo Saint Andrew; dado lo mucho que había cambiado el pueblo, quizá nos resultara desconcertante permanecer en él. Podíamos encontrar un terreno en el bosque y construir una cabaña solitaria, donde viviríamos apartados de todo y de todos. Ni periódicos, ni reloj, ni el insistente tictac del tiempo repicando en nuestro hombro, reverberando en nuestros oídos. Sin huir del pasado cada cincuenta o sesenta años para reaparecer como otra persona en otro país, o más bien fingiendo ser una persona nueva, tan nueva como un polluelo recién salido del huevo, pero sintiéndome por dentro como la persona que era y de la que no podía escapar.
Una noche, estábamos en el porche trasero de la destartalada cabaña, envueltos en nuestros abrigos, sentados en dos sillas plegables, bebiendo vino en vasos de cristal y mirando la luna empañada. Jonathan dirigió nuestra conversación hacia el pasado y aquello me incomodó. Se preguntaba si Evangeline habría tenido una vida dura e infeliz después de su desaparición, y si habría sido él la causa de la muerte prematura de su madre. Yo dije que lo sentía una y otra vez, pero Jonathan no quería escucharme, negaba con la cabeza y decía que no, que había sido culpa suya, que se había portado fatal conmigo, aprovechándose de mi evidente amor por él. Yo negué con la cabeza, poniendo una mano en el antebrazo de Jonathan.
– Pero yo te quería tantísimo… -dije-. La culpa no fue toda tuya.
– Vamos otra vez ahí afuera -dijo Jonathan-, a ese sitio del bosque donde solíamos encontrarnos, bajo la bóveda de abedules jóvenes. He pensado mucho en ellos, es el lugar más bonito del mundo. ¿Crees que seguirán allí? Me reventaría que alguien los hubiera talado.
Achispados y calientes por la bebida, subimos al todoterreno, aunque yo tuve que volver a la cabaña para coger una manta y una linterna. Yo sujetaba la botella de vino contra el pecho mientras Jonathan maniobraba con el vehículo a través del bosque. Tuvimos que dejar el todoterreno a un lado de la pista maderera y recorrer los últimos ochocientos metros a pie.
Conseguimos encontrar el claro, aunque había cambiado. Los arbolitos habían crecido, pero solo hasta cierta altura, y ahí se habían detenido. Sus ramas más altas se tocaban, cerrándose en las copas de los árboles, negando el sol a los brotes que habían intentado seguir su ejemplo. Yo recordaba aquel claro en el que nos reuníamos de niños para reírnos y contarnos anécdotas de nuestras solitarias vidas, pero el tiempo se había llevado su belleza sin igual. El claro ya no era maravilloso, no tenía nada de especial; era como cualquier otra parte del bosque, ni más ni menos.
Extendí la manta en el suelo y nos tumbamos de espaldas, intentando mirar el cielo nocturno a través del dosel de follaje, pero solo había unos pocos puntos por donde podían asomar las estrellas. Tratamos de convencernos de que era el mismo lugar donde siempre nos reuníamos, pero los dos sabíamos que podría haber estado cinco pasos al oeste o cien metros a la izquierda; en pocas palabras, era tan bueno como cualquier otro lugar del bosque donde hubiera claros entre las copas de los árboles, donde pudiéramos tumbarnos de espaldas para mirar las estrellas.
Pensando en nuestra infancia, me acordé de la carga que había arrastrado todo aquel tiempo. Había llegado el momento de decirle a Jonathan la verdad acerca de Sophia. Pero los secretos antiguos son los que más fuerza tienen, y me aterraba pensar cómo reaccionaría Jonathan. Nuestro reencuentro podía terminar aquella noche; esa vez quizá me desterraría de su vida para siempre. Esos temores casi hicieron que me echara atrás una vez más, pero no podía seguir oprimida bajo el peso de aquella carga. Tenía que hablar.
– Jonathan, hay algo que debo contarte. Es acerca de Sophia.
– ¿Hummm? -Se movió, a mi lado.
– Fue culpa mía que se suicidara. Culpa mía. Te mentí cuando me preguntaste si había ido a verla. La amenacé. Le dije que estaría perdida si tenía el niño. Le dije que tú nunca te casarías con ella, que habíais terminado. -Siempre había supuesto que me echaría a llorar cuando hiciera aquella confesión, pero no lo hice. Me empezaron a castañetear los dientes.
Él se volvió hacia mí, aunque no pude distinguir su expresión en la oscuridad. Pasaron unos cuantos segundos antes de que respondiera.
– ¿Y has esperado todo este tiempo para contarme esto?
– Por favor, por favor, perdóname…
– No pasa nada. De verdad. He reflexionado acerca de ello a lo largo de estos años. Es curioso lo diferentes que se ven las cosas con el tiempo. Entonces, jamás habría pensado que mi padre y mi madre me permitieran casarme con Sophia. Pero ¿qué habrían podido hacer para impedírmelo? Si yo amenazaba con dejar a la familia para estar con Sophia y el niño, no me habrían repudiado. Habrían acabado cediendo. Yo era su única esperanza para mantener en marcha el negocio, para que alguien cuidara de Benjamín y de mis hermanas después de morir ellos. Pero entonces no me daba cuenta. No sabía qué hacer y recurrí a ti. Fue injusto, ahora lo veo. Así que… soy igual de culpable de que Sophia se suicidara.
– ¿Te habrías casado con ella? -pregunté.
– No lo sé… Es posible, por el niño.
– ¿La querías?
– Hace tanto tiempo, que no recuerdo exactamente mis sentimientos.
Puede que estuviera diciendo la verdad, pero no se daba cuenta de que me iba a volver loca con aquel tipo de respuestas. Estaba segura de que él veía a las mujeres de su vida colocadas por orden de importancia, y estaba ansiosa por saber cuál era mi posición, quién estaba por delante de mí, quién quedaba por detrás. Quería que nuestra complicada historia se simplificara: desde luego, algunas cosas se tienen que aclarar solas con el paso de tantos años. A aquellas alturas, Jonathan tenía que saber lo que sentía.
Me incorporé, sin tocar en modo alguno a Jonathan, y aquello me puso nerviosa. Necesitaba la confirmación de su contacto para saber que no me odiaba. Aunque no me culpara de la muerte de Sophia, podía estar asqueado por las cosas terribles que yo había hecho.
– ¿Tienes frío? -le pregunté.
– Un poco. ¿Y tú?
– No, pero ¿te parece bien que me tumbe junto a ti? -Me quité mi chaquetón y lo extendí sobre los dos. Nuestro aliento helado flotaba sobre nosotros como un espectro mientras escrutábamos el cielo nocturno.
– Tienes la mano fría. -Levanté la mano de Jonathan y soplé aliento caliente en ella antes de besar cada dedo. Le puse la mano en la mejilla-. Y tienes la cara helada.
Tampoco hubo protestas cuando acaricié con mis labios su áspero rostro, su elegante nariz recta y sus párpados finos como el papel. Y no hubo interrupciones a partir de ahí, cuando fui abriendo la ropa de Jonathan hasta encontrar un camino hacia su pecho y su entrepierna. Entonces, me desnudé y me apreté encima de él, con la franela del forro de mi chaquetón rozándome suavemente las nalgas.
Hicimos el amor allí, sobre la manta, bajo las estrellas. Pero la unión sexual había cambiado entre nosotros. Resultó lenta y tierna, casi ceremonial, pero ¿de qué podía quejarme? El arrebato de nuestra pasión juvenil ya no existía, y en su lugar había ternura, cosa que no obstante me dejó triste. Era como si nos estuviéramos diciendo adiós.
Cuando terminamos -yo cabalgando sobre Jonathan como una amazona, y él suspirando en mi oído y después subiéndose los pantalones hasta la cintura-, metí la mano en el bolsillo de mi chaquetón para buscar cigarrillos. Expulsé una estela de humo en el aire frío, y aquel calor en mis pulmones me calmó. Seguí fumando mientras Jonathan me acariciaba la cabeza.
Me preguntaba qué ocurriría al final del viaje. Jonathan no había dicho nada, y yo no estaba segura de cuándo iba a terminar. Los billetes de avión no tenían fecha de vuelta, y Jonathan no había mencionado cuándo tenía que estar de regreso en el campo de refugiados. Desde luego, el viaje no podía prolongarse mucho más; había sido una completa decepción (con intermitentes añoranzas del «felices para siempre»), un recordatorio de las cosas perdidas, y solo los árboles y el bello cielo sobre nuestras cabezas nos habían dado la bienvenida.
Tampoco podía librarme de la irritante sospecha de que yo era la causa de la melancolía de Jonathan. Puede que le hubiera decepcionado, o que todavía no me hubiera perdonado. No habíamos hablado de por qué me había dejado, y yo creía conocer la razón: porque después de años de frustración y recriminaciones, se había hartado de decepcionarme.
Pero aquella vez no se trataba de estar juntos para siempre; era otra cosa. Solo que yo no estaba segura de qué era. Jonathan quería estar conmigo, eso era evidente; de lo contrario, no me habría pedido que hiciera el viaje con él. Si todavía estuviera resentido, no se habría puesto en contacto conmigo, enviado el correo electrónico, bebido champán, besado mi cara y permitido que yo le acunara en la cama. Yo estaba insegura acerca de él y siempre lo estaría; el peso de mi amor era como una piedra encadenada a mi cuello.
– ¿Qué te gustaría hacer mañana? -pregunté, fingiendo indiferencia y apagando el cigarrillo en la tierra.
Jonathan levantó la barbilla hacia las estrellas y cerró los ojos.
– Bueno, pues entonces -dije despacio, al ver que no respondía-, ¿cuánto tiempo más te gustaría quedarte? No es por meterte prisa, yo me quedaré todo el tiempo que tú quieras.
Me dedicó una sonrisa lenta, pero siguió sin responder. Yo rodé sobre el costado hacia Jonathan y apoyé la cabeza en una mano.
– ¿Has pensado en lo que vamos a hacer después? ¿Con… lo nuestro?
Por fin, él abrió los ojos y parpadeó hacia el cielo.
– Lanny, te pedí que vinieras aquí por una razón. ¿No la has adivinado?
Negué con la cabeza.
Él agarró la botella de vino, empinó el codo y echó un trago; después me pasó la botella, en cuyo fondo solo quedaban un par de dedos de vino.
– ¿No sabes por qué te sugerí que viniéramos aquí otra vez? -preguntó, y negué con la cabeza-. Lo hice por ti.
– ¿Por mí?
– Esperaba que te hiciera feliz que volviéramos aquí juntos, que fuera una pequeña compensación por haberme marchado. Este viaje no lo hemos hecho por mí… Para mí ha sido un infierno volver. Sabía que lo sería. Siempre he deseado poder arreglar las cosas con ellos, con mi familia, con la mujer y la hija que pensaban que las había abandonado. Daría cualquier cosa por recuperar aquello.
¿Cómo podía todo cambiar tan de repente, estropearse tanto? Sentí que una barrera fría e invisible caía entre nosotros.
– No fue culpa tuya -dije, como si no supiera de quién era la culpa. No tenía el estómago para más vino y le devolví la botella-. ¿Qué sentido tiene hablar de esto, Jonathan? No hay nada que tú o yo podamos hacer para que aquello vuelva. Lo pasado pasado está.
– Lo pasado pasado está -repitió él antes de terminarse la botella. Se quedó mirando hacia la oscuridad y tuvo mucho cuidado de no mirarme a mí-. Estoy tan harto de esto, Lanny… No puedo seguir más tiempo en esta noria, en esta interminable sucesión de días… He intentado todo lo que se me ha ocurrido para seguir adelante.
– Por favor, Jonathan, estás borracho. Y cansado…
La botella de vino se hundió en la tierra blanda cuando Jonathan se apoyó en ella.
– Sé lo que estoy diciendo. Por eso te pedí que vinieras conmigo. Eres la única persona que puede ayudarme.
Yo sabía adónde iba a llevar aquello: la vida es circular, y puedes tener la seguridad de que las peores partes volverán por segunda vez, arrastrándose a tus pies. Era la discusión que habíamos mantenido todas las noches durante meses… ¿años?, hasta que él había acabado por marcharse. Había fanfarroneado, suplicado, amenazado. Aquella había sido la verdadera razón de que se marchara. No fue porque no pudiera evitar decepcionarme: fue porque yo no le daba precisamente lo que él quería. Su único deseo flotaba en el aire entre nosotros, su manera de escapar de todo lo que deseaba olvidar: la responsabilidad abandonada, un hijo muerto, ser traicionado por la persona que más lo amaba. Solo una cosa podía hacer que todo aquello desapareciera.
– No puedes pedirme que haga eso. Los dos estábamos de acuerdo en que era algo demasiado terrible para pedírmelo. No puedes dejarme sola con… eso.
– ¿No crees que merezco la liberación, Lanny? Tienes que ayudarme.
– No. No puedo.
– ¿Quieres que te diga que me lo debes?
Aquello me dolió, porque nunca jamás me lo había dicho. De alguna manera, se las había arreglado para no esgrimir aquellas palabras en mi cara, palabras que yo tenía bien merecidas. «Me debes esto porque tú me hiciste esto. Esta es una maldición que tú me impusiste.»
– ¡Cómo puedes decir eso -chillé, empeñada en devolver el golpe, deseando que se sintiera tan mal como él me había hecho sentir a mí-, cuando tú te marchaste y me dejaste sin saber por qué, todos estos años!
– Pero no has estado sola. Yo seguía contigo, en cierta manera. Estuvieras donde estuvieses, sabías que yo también estaba por ahí, en alguna parte del mundo. -Jonathan se puso en pie con dificultad, fatigado, meneando la cabeza cada vez que respiraba-. Las cosas han cambiado para mí. Tengo que contarte una cosa. No deseaba hacerlo, Lanny. No quiero hacerte daño, pero tienes que entender por qué te lo pido de nuevo. Por qué ahora es importante para mí. -Respiró hondo-. Verás, me enamoré.
Se detuvo, esperando que yo reaccionara mal a la noticia de lo mejor que le había pasado en la vida. Abrí la boca para felicitarle, pero, por supuesto, no me salieron palabras.
– Una mujer checa, una enfermera. Nos conocimos en los campos. Ella trabajaba para otra organización humanitaria. Un día, la llamaron a su embajada de Nairobi para una reunión. Por la radio, en la selva, oí la noticia de que había perdido la vida en un accidente de tráfico, en la ciudad. Tardé un día en conseguir que me llevaran en helicóptero para recuperar su cuerpo. Solo habíamos estado juntos unos cuantos años. No podía creerme aquella injusticia: yo había esperado tanto, varias vidas, para encontrar a la persona con la que estaba destinado a vivir, y pasamos juntos tan poco tiempo…
Hablaba con tranquilidad, sin demasiada pena, supongo que para no herirme. No obstante, mientras lo escuchaba se me revolvían las entrañas.
– ¿Lo entiendes ahora? No puedo seguir.
Negué con la cabeza, decidida a ser dura como el acero ante su dolor.
– No quiero hacerte daño -dijo-, y sé que tú conoces el dolor que estoy sufriendo. ¿Quieres que te diga lo maravillosa que era? ¿Que era inevitable amarla? ¿Que es imposible seguir viviendo sin ella?
– La gente lo hace todos los días -conseguí decir-. El tiempo pasa, vas olvidando. Se hace más fácil.
– No. Para mí, no. Yo sé más cosas. Lo mismo que tú… -Era posible que en aquel momento me odiara un poco-. No puedo seguir con esto. No puedo soportar su pérdida. Me niego a aceptar que no puedo hacer nada, ¡nada!, para que cese este dolor. Me volveré loco, loco… y atrapado para siempre en este cuerpo. No puedes condenarme a eso. He resistido todo el tiempo que he podido porque sé… sé muy bien que lo que te pido es algo terrible. No tenía intención de pedírtelo así. No quería hablarte de ella tan bruscamente. Pero has forzado mi jugada, y ahora que te lo he dicho… no podemos volver atrás. Ya está, ya sabes lo que necesito de ti. Tienes que ayudarme.
Agarró la botella de vino y la estrelló contra una roca.
Aquel tintineo de notas agudas nos atravesó, nos rodeó. Su puño aferraba aún el cuello de la botella, puntas de sierra de vidrio verde que él sostenía en la mano como un ramo de flores. Era la única arma que teníamos al alcance; era tosca y cruel, y él quería que yo la usara con él. Quería morir desangrado.
«No puedes dejarme sola, desvalida, sin ti.» Quería decirle eso, pero no podía. Me había presentado un argumento irrebatible: había perdido a su amor y no era capaz de seguir adelante. Había llegado por fin la hora de liberarlo.
Yo no podía hablar y solo sabía que estaba llorando por el frío que provocaba en mis mejillas el viento, implacable como el fuego. Estiró el brazo y me tocó las lágrimas.
– Perdóname, Lanny. Perdóname que hayamos llegado a esto. Siento no haber podido darte lo que querías. Lo intenté… No sabes cuánto deseaba hacerte feliz, pero no conseguía que funcionara. Tú mereces ser amada como siempre has deseado. Rezo por que encuentres ese amor.
Muy despacio, le quité la botella rota. Jonathan se despojó de la camisa y se ofreció, y yo me miré la mano y miré aquel pecho pálido con brillos azulados a la luz de la luna.
Deberíamos haber vivido un gran amor.
Nos arrodillamos uno frente a otro, temblando porque habíamos llegado a lo inevitable. Yo no podía mirarle; simplemente, me apreté contra él, sabiendo que el filo del vidrio haría el resto. Los dientes verdes se hundieron en su carne, un mordisco circular, perfecto, en la carne blanda que cedía. La botella rota se hundió profundamente y la sangre de Jonathan brotó entre mis dedos. Él solo dejó escapar un ligerísimo gemido.
Y después, mi mano dio un giro y se trazaron tres líneas en la blancura de su piel. En lo más hondo, las heridas se abrieron, dejando escapar más sangre. Jonathan se encogió, doblándose sobre el pecho, y después rodó de espaldas, sujetándose la herida con las manos flácidas, la sangre saliendo a borbotones. Lo que más me llamó la atención fue que la carne hubiera cedido con tanta facilidad. Yo seguía esperando que los bordes de la herida se volvieran a cerrar, pero no lo hicieron. Cuánta sangre… «Despierta -oí que decía mi propia voz desde muy lejos-. Tengo que despertarme.» Y entonces lo hice, me desperté en el bosque con mi amado agitándose, convulsionándose en el suelo ante mí, ahogándose y escupiendo sangre, pero sonriendo. El pecho subía y bajaba con deliberación, y me di cuenta de que ya había visto así a Jonathan, en el establo de Daughtery. Y al instante estuve junto a él, apretando su camisa contra las heridas, intentando inútilmente contener la fatal hemorragia. Y Jonathan movió la cabeza y trató de quitarme la camisa de las manos. Al final, lo único que pude hacer fue abrazarle.
Entonces fui consciente de lo que había perdido. Jonathan siempre había estado a mi lado, incluso durante los años en que estuvimos separados, y aquel zumbido que resonaba en mí siempre había permanecido en el fondo de mi mente como un consuelo. Lo único que tenía entonces era un vacío inmenso y absorbente. Había perdido la única cosa importante de mi vida. No tenía nada. Estaba sola, y el peso del mundo me aplastaba sin que hubiera nadie para ayudarme. Había cometido un error. Quería volver a tener a Jonathan. Era mejor ser egoísta. Era preferible que él estuviera resentido conmigo hasta el fin de los tiempos que sentirme como me sentía. Sentirme así y no tener ninguna manera de corregirlo o de hacer que se me pasara.
Abracé su cuerpo durante mucho tiempo, hasta que la sangre se enfrió y yo quedé impregnada de aquella humedad pegajosa. No recuerdo que soltara a Jonathan. No recuerdo que abandonara el cuerpo y corriera a través del bosque, gritándoles a los cielos que se apiadaran de mí y me permitieran morir. Que se acabara de una vez, también para mí. No podía seguir viviendo sin él. No recuerdo que acabara en la carretera, arrastrando los pies por la pista forestal hasta que me encontraron el sheriff y su ayudante. Hasta que estuve encerrada en el coche con las manos esposadas, no volvió todo a mí y me di cuenta de que lo único que quería era regresar al bosque con él, morir con él para que pudiéramos estar juntos para siempre.
París, en la actualidad
El estrecho vestíbulo delantero de la casa de la ciudad está lleno de cajas, de madera nueva y llena de astillas. Sobre una mesa de pedestal hay un martillo, clavos y un par de guantes de trabajo, junto con un montón de cartas sin abrir. Luke está bajando un busto de mármol por la escalera, con el rostro enrojecido por el esfuerzo. El busto es el segundo de un par destinado al Bargello de Florencia, uno de los muchos museos de Italia, elegido antes que el de los Uffizi porque su colección de esculturas del Renacimiento es más importante. La primera pieza ya está embalada en su caja. En la pared, como si estuviera contemplando tanta actividad, se encuentra la única obra de arte que jamás saldrá de la casa, el boceto a carboncillo de Jonathan que Lanny se llevó de la mansión de Adair. El retrato ha sido trasladado de su posición original -a los pies de la cama de Lanny- al vestíbulo delantero, aunque Luke no tenía ningún inconveniente en dejarlo donde estaba. Es tan poco capaz de sentir celos del hombre del cuadro como de odiar el resplandor de sol al amanecer o la catedral de Notre Dame.
Lanny sale del despacho con un sobre cerrado en la mano. Dentro del sobre hay una carta en la que pide disculpas por haber mantenido la obra de arte lejos de sus legítimos propietarios, sean quienes sean después de todo este tiempo. La carta -que ha acompañado a todas las obras enviadas hasta el momento- es contrita pero imprecisa, desprovista de todo dato acerca de cómo, cuándo o quién adquirió la pieza. Lanny ha estado revisando el texto durante días, le ha leído en voz alta varias versiones a Luke antes de que los dos se pusieran de acuerdo en la redacción definitiva. Se ponen guantes de látex para trabajar, con el fin de no dejar huellas dactilares. Lanny ha organizado el envío de las donaciones anónimas por medio de su abogado de París, al que eligió especialmente por su devoción a sus clientes y su actitud flexible hacia ciertos aspectos del código legal. No le interesa que se siga la pista de los envíos hasta ella, por muy insistentes que se pongan los diversos museos y los demás destinatarios.
En cuanto a Luke, le da un poco de lástima ver cómo abandonan la casa todas esas maravillas tan poco después de su llegada. Le gustaría tener más tiempo para estudiar la que debe de ser la colección particular de piezas de arte y otros objetos más amplia del mundo. Lanny no había exagerado cuando le dijo que su casa era más asombrosa que cualquier museo. Los pisos superiores estaban repletos de tesoros, almacenados sin orden ni concierto. Cada vez que saca una pieza para embalarla, descubre ocho o diez más. Y no son solo cuadros y esculturas. Hay montañas de libros, que sin duda incluyen muchas primeras ediciones; alfombras orientales de seda tan fina que podrían pasar por una pulsera de mujer; quimonos japoneses y caftanes turcos de seda bordada; toda clase de espadas y armas de fuego; vasijas griegas, samovares rusos, cuencos de jade tallado, de oro batido, de piedra cincelada. Varios cofres llenos de paquetes de seda rizada y de terciopelo, cada uno envolviendo una joya con gemas incrustadas. Y además, sorpresas absolutas: por ejemplo, dentro de una caja de abanicos, ha encontrado una carta dirigida a Lanny escrita por Lord Byron. Luke no entiende la mayoría de las palabras, pero consigue distinguir la palabra «Jonathan» escrita entre los garabatos. Lanny asegura que no recuerda de qué trataba la carta… ¿Cómo puede nadie olvidar una carta de uno de los mejores poetas del mundo? Es la casa de una coleccionista compulsiva, que ha intentado compensar una carencia innombrable y nunca revelada, esclava del deseo irrefrenable por acumular belleza. Aun así, se ha mostrado generosa y ha apartado algunas piezas para un fondo destinado a las hijas de Luke, suficiente para pagar sus estudios en una buena universidad cuando sean mayores.
Luke descubre que, aparte de la colección de cerámica china antigua, nunca se ha hecho un inventario, de modo que pide a Lanny que catalogue las piezas sobre la marcha: una descripción, algún apunte sobre el sitio en el que se adquirió, el nombre de la persona o de la institución que la recibirá. Cree que algún día le servirá de consuelo; le permitirá recordar sus lejanas aventuras sin sentirse abrumada por el peso de los objetos mismos.
Piensa que a ella le vendrá bien separarse de esas cosas. Apartará su mente de Jonathan, aunque no del todo. Luke ha pillado a Lanny llorando, en un cuarto de baño o en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua para el té. Aun así, últimamente llora menos, y su actual proyecto -deshacerse del contenido de su casa- la ha hecho visiblemente más feliz. Dice que se siente más en paz, que está reparando algunas de las cosas malas que ha hecho. Una vez llegó a decir que esperaba que si se esforzaba mucho en enmendar las cosas, sería perdonada y se rompería el hechizo. Podría hacerse vieja con Luke, dejar este mundo al mismo tiempo, más o menos. No volver a sufrir esa profunda soledad. Este tipo de conversación -dependencia de una intervención mágica- pone incómodo a Luke. Pero, dadas las circunstancias, sabe que no hay que dudar (por completo) de las intervenciones improbables.
Lanny pone la carta bajo el busto y Luke clava la tapa de la caja de madera. La empresa de paquetería llegará a las dos en punto para la entrega del día, y Luke solo ha embalado los dos bustos. Esperaba tener listas por lo menos media docena de piezas. Va a tener que trabajar más deprisa.
Cuando deja el martillo para secarse la frente, se fija en el montón de cartas sin abrir. Encima de todas hay un grueso sobre de América y, sin proponérselo, echa un vistazo al remite. Es de un bufete de abogados de Boston, el que se ocupaba de la mansión de Adair… o más bien, de la cripta de Adair. Luke examina rápidamente el montón: hay siete cartas de los mismos abogados, que abarcan casi un año. Abre la boca para decirle algo a Lanny sobre el asunto, pero ella pasa corriendo a su lado, con el bolso colgado del hombro, buscando distraídamente las llaves de la casa.
– Tengo hora con el peluquero, pero estaré de vuelta antes de que lleguen los mensajeros. ¿Compro comida para los dos? ¿Qué te gustaría?
– Sorpréndeme -dice él.
A Luke le encanta ver cómo Lanny ha vuelto a sus rutinas -señal de que la depresión no la ha paralizado- y en particular, lo pronto que le ha incorporado a él a su vida. Le encanta que estén tan a gusto juntos. Ella ha dejado de fumar porque él se lo pidió, porque él no puede soportar verlo, a pesar de que sabe que no representa ningún riesgo para su salud. Ella lo comparte todo con él: su panadería favorita, su paseo vespertino favorito, los ancianos con los que charla en el parque. A Luke le encanta hacer cosas por Lanny, cuidar de ella. Y Lanny, por su parte, le está agradecida por toda la consideración que le demuestra. ¿La ama? Luke es escéptico, sumamente escéptico, respecto a que pueda haber amor tan pronto, sobre todo teniendo en cuenta quién es ella y lo que le ha contado, pero al mismo tiempo reconoce que una vertiginosa sensación se ha apoderado de él, una sensación que no había tenido desde que nacieron sus hijas.
En cuanto Lanny se ha marchado, Luke vuelve al piso de arriba en busca del siguiente objeto que va a ser repatriado. Tiene que acordarse de dejar que Lanny trate con el mensajero porque Luke tiene una cita más tarde. Va a entrevistarse con el director de servicios voluntarios de Mercy International, una organización que envía médicos a zonas en guerra y campos de refugiados, a clínicas para gente sin hogar. Fue la última organización para la que trabajó Jonathan. Alguien se había puesto en contacto con Lanny poco después de que ella y Luke llegaran de Quebec, preguntando por Jonathan. Este le había dado a la organización la dirección de Lanny por si tenían que localizarlo durante su ausencia, y como no había regresado, ellos querían saber si Lanny conocía su paradero. Ella se quedó sin habla por un momento, pero después tuvo una idea y dijo que conocía a otro médico que tal vez quisiera ofrecer sus servicios, siempre que pudiera quedarse en París. Luke se alegra de ir a la entrevista, se alegra de que Lanny sepa que no será feliz si no puede hacer uso de su formación médica, confía en que su oxidado francés sea lo bastante bueno para atender a inmigrantes de Haití o de Marruecos.
Luke elige la siguiente pieza para embalar, un gran tapiz que irá a un museo textil de Bruselas. El tapiz está enrollado como una alfombra y está apoyado en un mueble librero con puertas de cristal repleto de toda clase de cachivaches. La mitad de las puertas de cristal de la librería se han dejado subidas, y un objeto se cae de un estante cuando Luke intenta poner el tapiz en posición vertical.
Se agacha y lo recoge. Es una bolita de gamuza, y por la manera en que está enrollada la gamuza -la manera descuidada que tiene Lanny de envolver las cosas-, se da cuenta de que hay algo dentro de la tela vieja y polvorienta. La desenvuelve con cuidado -quién sabe qué cosa delicada puede haber dentro- y encuentra un pequeño objeto metálico. Un frasquito, para ser exactos, más o menos del tamaño del meñique de un niño. Aunque está enmohecido y oscuro por los años, se nota que está tan primorosamente labrado como un artículo de joyería. Con dedos temblorosos, levanta la tapa y retira el tapón. Está seco.
Huele el frasquito vacío. Su mente se pone en marcha: puede que esté seco, pero hay maneras de analizar el residuo. Se podría llevar a un laboratorio y averiguar los ingredientes del elixir, las proporciones. Se podría intentar fabricar un lote y, probablemente, después de algunas pruebas y errores, se conseguiría. Recrear la pócima significa que podría vivir con Lanny para siempre. No estaría sola. Y por supuesto, quizá habría otras personas interesadas en la inmortalidad. Podrían venderlo por sumas exorbitantes, administrarlo en la lengua de sus clientes como hostias de comunión. O tal vez serían completamente caritativos -al fin y al cabo, ¿cuánto dinero necesita una persona?- y dárselo a los grandes cerebros para que lo estudiaran. ¿Quién sabe qué impacto podría tener eso en la ciencia y la medicina? Un elixir que regenera los tejidos dañados revolucionaría el tratamiento de las heridas y enfermedades.
Eso lo podría cambiar todo. Lo mismo que revelar al mundo la condición de Lanny.
Y sin embargo… Luke sospecha que el análisis de los residuos no revelaría nada. Algunas cosas resisten el escrutinio, no se pueden examinar a la fría luz del día. Un minúsculo porcentaje de casos no se puede explicar ni reproducir. En sus tiempos de estudiante de medicina, había oído unos cuantos casos de esos, ofrecidos espontáneamente por un viejo y sabio profesor al final de una clase, susurrados entre los estudiantes al salir de la sala de operaciones después de una disección. Hay algunos médicos e investigadores que descartan esas historias y querrán hacerte creer que la vida es mecánica, que el cuerpo no es más que un sistema de sistemas, como una casa. Que vivirás siempre que comas esto, bebas esto otro, sigas estas reglas, como si existiera una receta para la vida; igual que arreglas las cañerías o apuntalas la fachada, porque tu cuerpo no es más que un recipiente que contiene tu conciencia.
Pero Luke sabe que no es tan simple. Aunque un cirujano buscara dentro de Lanny -y qué pesadilla sería, con el cuerpo intentando cerrarse mientras las manos y los instrumentos entran en él-, no averiguaría qué parte de ella ha cambiado para hacerla eterna. Tampoco servirían los análisis de sangre ni las biopsias ni ningún tipo de examen radiológico. Luke mismo podría analizar la pócima, darle la receta a mil químicos para que la recreasen, pero piensa que nadie sería capaz de reproducir el resultado. En Lanny está actuando una fuerza, él puede sentirlo, pero no tiene ni idea de si es espiritual, mágica, química o algún tipo de energía. Lo único que sabe es que la bendición que es la existencia de Lanny, como la fe y la oración, funciona mejor en soledad, protegida del escepticismo y de la fuerza bruta de la razón. Y sabe que si se hicieran públicas las circunstancias de Lanny, podría desintegrarse como el polvo o evaporarse como el rocío a la luz del sol. Probablemente por eso, ninguno de los otros -esos otros de los que Lanny le ha hablado, Alejandro, Dona y la diabólica Tilde- ha salido a la luz pública, piensa Luke.
Le da vueltas al frasquito entre los dedos, como si fuera un cigarrillo, y después lo coloca sin pensarlo bajo su tacón y descarga todo su peso sobre él. Se dobla con tanta facilidad como si estuviera hecho de papel, y queda aplastado, plano. Va a la ventana, la abre y tira el fragmento metálico todo lo lejos que puede, por encima de los tejados de los vecinos, y deliberadamente no sigue con los ojos la trayectoria. Al instante, se siente aliviado. Tal vez debería haber hablado con Lanny antes de destruir el frasquito, pero no. Sabe lo que habría dicho ella. Ya está hecho.