Hace un frío que pela. El aliento de Luke Findley flota en el aire, casi como un objeto sólido con forma de avispero congelado, despojado de todo su oxígeno. Sus manos se apoyan pesadas en el volante; está atontado, se ha despertado justo a tiempo para ir en coche al hospital para el turno de noche. A ambos lados de la carretera, los campos cubiertos de nieve son fantasmales extensiones azules a la luz de la luna, del azul de los labios que están a punto de entumecerse por la hipotermia. La nieve está tan alta que cubre todo rastro de los tallos de matas y zarzas que normalmente asfixian los campos, y da al terreno un aspecto engañosamente tranquilo. A menudo, Luke se pregunta por qué sus vecinos siguen viviendo en la región más al norte de Maine. Es un sitio solitario y gélido, una tierra difícil de cultivar. El invierno reina durante la mitad del año, la nieve se amontona en los alféizares y un frío cortante azota los campos de patatas desiertos.
De vez en cuando, alguien se congela, y como Luke es uno de los pocos médicos de la zona, ha visto a unos cuantos. Un borracho (y no escasean en Saint Andrew) se queda dormido apoyado en un banco de nieve y por la mañana se ha convertido en un polo humano. Un chico que patina en el río Allagash cae por un punto débil del hielo. A veces, el cuerpo se encuentra a mitad de camino de Canadá, en la confluencia del Allagash con el Saint John. Un cazador queda cegado por la nieve y no puede encontrar el camino de salida de los grandes bosques del norte: su cuerpo aparece sentado, con la espalda reclinada en un tronco y la escopeta apoyada inútilmente en su regazo.
«Esto no ha sido un accidente», le dijo disgustado el sheriff Joe Duchesne a Luke cuando llevaron el cuerpo del cazador al hospital. «El viejo Ollie Ostergaard quería morir. Esta ha sido su manera de suicidarse.» Pero Luke sospecha que si eso fuera verdad, Ostergaard se habría pegado un tiro en la cabeza. La hipotermia es una manera lenta de morir, y tienes tiempo de sobra para pensártelo mejor.
Luke estaciona con cuidado su camioneta en una plaza de aparcamiento libre en el Hospital del Condado de Aroostook, apaga el motor y se promete una vez más que se largará de Saint Andrew. Solo tiene que vender la granja de sus padres y después se marchará, aunque no sabe muy bien adónde. Luke suspira por costumbre, saca las llaves del contacto y se dirige a la entrada de la sala de urgencias.
– Luke -dice la enfermera de guardia, saludándolo con la cabeza. Luke entra quitándose los guantes. Cuelga su parka en la diminuta sala de los médicos y vuelve a la zona de recepción.
– Ha llamado Joe -le informa Judy-. Trae a un alborotador al que quiere que le eches un vistazo. Llegará en cualquier momento.
– ¿Un camionero?
Cuando hay problemas, siempre suele estar implicado uno de los conductores de las empresas madereras. Tienen fama de emborracharse y montar peleas en el Blue Moon.
– No. -Judy está absorta en algo que está haciendo en el ordenador. La luz del monitor destella en sus gafas bifocales.
Luke carraspea para llamar su atención.
– Entonces ¿quién es? ¿Alguien del pueblo?
Luke está harto de enmendar a sus vecinos. Parece que ese pueblo tan duro solo pueden aguantarlo los camorristas, los borrachos y los inadaptados.
Judy aparta la vista del monitor, apoyando un puño en la cadera.
– No. Una mujer. Y no es de por aquí.
Eso es poco corriente. Es raro que la policía lleve mujeres, a menos que sean la víctima. De vez en cuando, llevan a un ama de casa del pueblo que se ha peleado con su marido. O en verano a alguna turista que se descontrola en el Blue Moon. Pero en esa época del año no quedan turistas por ninguna parte.
Esa noche toca algo diferente. Luke coge un gráfico.
– Vale. ¿Qué más tenemos?
Casi no escucha mientras Judy le detalla la actividad del turno anterior. Ha sido una tarde bastante ajetreada, pero a las diez de la noche hay tranquilidad. Luke vuelve a la sala a esperar al sheriff. No soportaría otra puesta al día sobre la inminente boda de la hija de Judy, una interminable disertación sobre el precio de los trajes de novia, el catering, los floristas… «Dile que se fugue», le contestó una vez Luke a Judy, y ella lo miró como si acabara de confesar que era miembro de una organización terrorista. «La boda de una chica es el día más importante de su vida -replicó Judy en tono de mofa-. Tú no tienes ni una pizca de romanticismo. No me extraña que Tricia se divorciara de ti.» Ha dejado de responder «Trida no se divorció de mí, yo me divorcié de ella», porque ya nadie le hace caso.
Luke se sienta en el destartalado sofá de la sala y procura distraerse con un sudoku. Pero está pensando en el trayecto al hospital de esa noche, en las casas ante las que ha pasado por las carreteras solitarias, luces aisladas brillando en la oscuridad. ¿Qué hace la gente metida en sus casas durante tantas horas las tardes de invierno? Como médico del pueblo, no hay secretos para Luke. Conoce todos los vicios: quién pega a su mujer; a quién se le va la mano con los niños; quién bebe y acaba empotrando su camioneta en un banco de nieve; quién sufre depresiones crónicas a causa de otro mal año de cosechas y la falta de perspectivas. Los bosques de Saint Andrew son espesos y están repletos de oscuros secretos. Eso le recuerda a Luke por qué quiere marcharse de ese pueblo: está harto de conocer sus secretos y de que los demás conozcan los suyos.
Y además está lo otro, en lo que piensa últimamente cada vez que entra en el hospital. No hace tanto tiempo que falleció su madre y recuerda con nitidez la noche en que la trasladaron a la unidad llamada de manera eufemística «el albergue», las habitaciones para pacientes cuyo final está demasiado próximo para que merezca la pena ingresarlos en el centro de rehabilitación de Fort Kent. Sus funciones cardíacas habían descendido a menos del diez por ciento y tenía que esforzarse cada vez que respiraba, incluso con una mascarilla de oxígeno. Luke estuvo sentado a su lado aquella noche, solo, porque era tarde y las demás visitas se habían ido a casa. Cuando su madre sufrió la última parada cardíaca, él la tenía cogida de la mano. Para entonces, ella estaba agotada y solo se agitó un poco; después la mano se relajó y ella se marchó tan en silencio como la puesta del sol que deja paso al anochecer. La alarma del monitor se activó casi al mismo tiempo que la enfermera de guardia entraba corriendo, pero Luke apagó el interruptor y le hizo a la enfermera un gesto de que se marchara, sin pensárselo. Cogió el estetoscopio que llevaba colgado del cuello y comprobó el pulso y la respiración. Estaba muerta.
La enfermera de guardia le preguntó si quería estar un rato a solas y él dijo que sí. Había pasado la mayor parte de la semana en cuidados intensivos con su madre, y le parecía inconcebible marcharse sin más precisamente en aquel instante. Así que se quedó sentado junto a la cama, mirando al vacío, desde luego no al cadáver, e intentando pensar qué tenía que hacer a continuación. Llamar a los familiares; todos eran granjeros que vivían en el sur del condado… Llamar al padre Lymon, de la iglesia católica a la que Luke se resistía a asistir… Elegir un ataúd… Demasiados detalles reclamaban su atención. Sabía lo que había que hacer porque había pasado por todo aquello solo siete meses antes, cuando murió su padre, pero solo pensar en pasar otra vez por lo mismo resultaba agotador. Era en ocasiones como aquella cuando más echaba de menos a su ex mujer. Tricia, que era enfermera, había sido una buena ayuda en los momentos difíciles. No era de las que perdían la cabeza, era práctica incluso ante el dolor.
No era momento para desear que las cosas fueran diferentes. Estaba solo y tendría que arreglárselas por su cuenta. Se ruborizó de vergüenza, sabiendo lo mucho que su madre había deseado que él y Tricia siguieran juntos, cómo le sermoneó por dejarla escapar. Echó un vistazo a la difunta, un acto reflejo de culpabilidad.
La muerta tenía los ojos abiertos. Un minuto antes, estaban cerrados. Luke sintió que se le encogía el pecho de esperanza, aunque sabía que aquello no significaba nada. Un simple impulso eléctrico que recorría los nervios, y las sinapsis dejaban de funcionar, como un coche petardeando mientras pasan por el motor los últimos vapores de gasolina. Extendió el brazo y le bajó los párpados.
Se abrieron por segunda vez, de forma natural, como si su madre se estuviera despertando. Luke casi dio un salto atrás, pero consiguió controlar el susto. No; susto, no: sorpresa. Volvió a colocarse su estetoscopio y se inclinó sobre ella, apretando el diafragma contra el pecho. Silencio; la sangre no circulaba por las venas, no había respiración. Le cogió la muñeca. No tenía pulso. Consultó su reloj: habían pasado quince minutos desde que declaró muerta a su madre. Le bajó la mano fría, incapaz de dejar de mirarla. Habría jurado que ella le estaba devolviendo la mirada, con los ojos fijos en él.
Y entonces la mano de su madre salió de debajo de la sábana y lo buscó. Estirada hacia él, con la palma hacia arriba, le hacía señas para que Luke la cogiera. Él lo hizo y la llamó por su nombre, pero en cuanto agarró la mano, la dejó caer. Estaba fría y sin vida. Luke dio cinco pasos alejándose de la cama, frotándose la frente, preguntándose si estaba alucinando. Cuando se volvió, los ojos de su madre estaban cerrados y su cuerpo inmóvil. Luke apenas podía respirar, con el corazón palpitándole en la garganta.
Tardó tres días en decidirse a hablar con un colega de profesión de lo que había ocurrido. Eligió al viejo John Mueller, un médico de cabecera pragmático que se sabía que atendía los partos de terneros de un ganadero vecino. Mueller le había echado una mirada escéptica, como si sospechara que Luke había estado bebiendo. «Temblores de los dedos de manos y pies, sí, eso ocurre -había dicho-. Pero ¿quince minutos después? ¿Movimiento muscular-esquelético? -Mueller había vuelto a mirar fijamente a Luke, como si el mero hecho de estar hablando de aquello fuera vergonzoso-. Crees que lo viste porque querías verlo. No deseabas que estuviera muerta.» Luke sabía que no era así. Pero no había querido insistir en ello, al menos entre médicos.
«Además -había añadido Mueller-, ¿qué diferencia hay? Aunque el cuerpo se moviera un poco, ¿acaso piensas que estaba intentando decirte algo? ¿Crees en ese rollo de la vida después de la muerte?»
Pensar en ello cuatro meses después todavía le produce a Luke un ligero escalofrío que le baja por los brazos. Deja la revista de sudokus en la mesita y se masajea la cabeza con los dedos, para librarse de la confusión. La puerta de la sala se abre hacia atrás con un chasquido: es Judy.
– Joe está aparcando ahí delante.
Luke sale sin su parka, para que el frío le despeje a bofetadas. Ve cómo Duchesne para junto a la acera en una gran furgoneta pintada de negro y blanco, con el distintivo del escudo del estado de Maine en las puertas delanteras y una discreta barra de luces sujeta al techo. Luke conoce a Duchesne desde que los dos eran niños. No estaban en el mismo curso, pero coincidieron en el colegio, así que lleva más de veinte años viendo la estrecha cara de hurón de Duchesne, con sus ojos brillantes y su nariz algo siniestra.
Con las manos en las axilas para calentárselas, Luke ve cómo Duchesne abre la puerta y agarra del brazo a la detenida. Tiene curiosidad por ver a la alborotadora. Se esperaba una motorista grandota y hombruna, con la cara colorada y un labio partido, y le sorprende ver que la mujer es menuda y joven. Podría ser una adolescente. Delgada y andrógina, excepto por la cara bonita y la mata de tirabuzones rubios, un pelo de querubín.
Cuando mira a la mujer (¿la chica?), Luke siente un extraño hormigueo, un zumbido en la cabeza. Esa pulsación capta algo que es casi… reconocimiento. «Te conozco», piensa. Puede que no el nombre, pero sí algo más fundamental. ¿Qué es? Luke fuerza la vista, estudiándola con más atención. «¿La he visto antes en alguna parte?» No, se da cuenta de que se equivoca.
Mientras Duchesne conduce por el codo a la mujer, que va maniatada con una brida de plástico, un segundo coche de policía se detiene y un agente, Clay Henderson, se baja y se encarga de acompañar a la detenida a urgencias. Cuando pasan, Luke ve que la blusa de la detenida está mojada, con una mancha oscura, y percibe un olor familiar mezcla de hierro y de sal, el olor de la sangre.
Duchesne se acerca a Luke, señalando con la cabeza en dirección a la pareja.
– La hemos encontrado así, andando por la orilla de la pista forestal que va a Fort Kent.
– ¿Sin abrigo? ¿A cuerpo, con este tiempo? No podía llevar mucho tiempo fuera.
– No. Escucha, necesito que me digas si está herida o si puedo llevarla a la comisaría y encerrarla.
Aun teniendo en cuenta que Duchesne es un agente de la ley, Luke siempre ha sospechado que se le va la mano; ha visto a demasiados borrachos que llegaban con chichones o con contusiones faciales. Esa chica es solo una cría. «¿Qué demonios puede haber hecho?»
– ¿Por qué está detenida? ¿Por no llevar abrigo con este tiempo?
Duchesne le dirige a Luke una mirada cortante; no está acostumbrado a que se burlen de él.
– Esa chica es una asesina. Nos ha dicho que ha matado a un hombre a puñaladas y que ha dejado su cadáver en el bosque.
Luke ejecuta los movimientos de examinar a la detenida, pero apenas puede pensar a causa de la extraña pulsación que siente en la cabeza. Le apunta con una linterna de bolsillo a los ojos -son del azul más claro que ha visto nunca, como dos cristales de hielo comprimido- para ver si tiene dilatadas las pupilas. La piel está húmeda al tacto, el pulso es bajo y la respiración entrecortada.
– Está muy pálida -le dice a Duchesne mientras se separan de la cama a la que la detenida está atada por las muñecas-. Eso podría significar que se está poniendo cianótica. Que va a entrar en shock.
– ¿Eso quiere decir que está herida? -pregunta Duchesne, escéptico.
– No necesariamente. Podría sufrir un trauma psicológico. Tal vez por una discusión. Puede que por pelear con ese hombre al que dice que ha matado. ¿Cómo sabes que no ha sido en defensa propia?
Duchesne, con las manos en las caderas, observa a la detenida de la cama como si pudiera discernir la verdad solo con mirarla. Cambia su peso de un pie al otro.
– No sabemos nada. No ha contado mucho. ¿Puedes decir si está herida? Porque si no está herida, me la llevo detenida.
– Tengo que quitarle la blusa, limpiar la sangre…
– Pues hazlo. No puedo quedarme aquí toda la noche. He dejado a Boucher en el bosque, buscando el cadáver.
Aun con luna llena, el bosque es oscuro e inmenso, y Luke sabe que el agente Boucher tiene muy pocas probabilidades de encontrar un cadáver él solo.
Luke tira del borde de su guante de látex.
– Ve a ayudar a Boucher mientras yo la examino.
– No puedo dejar aquí a la detenida.
– Por amor de Dios -dice Luke, sacudiendo la cabeza en dirección a la frágil muchacha-. Es difícil que pueda conmigo y se escape. Si tanto te preocupa, que se quede Henderson.
Los dos miran con disimulo a Henderson. El corpulento agente está apoyado en un mostrador, hojeando un viejo Sports Illustrated que han dejado en la sala de espera, con un vaso de café de la máquina en la mano. Tiene la figura de un oso de dibujos animados y es, como corresponde, simpático y tontorrón.
– No te servirá de mucha ayuda en el bosque. No pasará nada -dice Luke con impaciencia, dándole la espalda al sheriff como si el asunto estuviera ya zanjado. Siente que Duchesne le taladra la espalda con la mirada, mientras decide si discute con Luke.
Y entonces el sheriff se aleja de pronto en dirección a la doble puerta corredera.
– ¡Quédate aquí con la detenida! -le grita a Henderson, encasquetándose en la cabeza el grueso gorro con forro de piel-. Yo regreso para ayudar a Boucher. Ese idiota no se encontraría el culo ni con las dos manos y un mapa.
Luke y la enfermera atienden a la mujer atada a la cama. Luke coge unas tijeras.
– Voy a tener que cortarte la blusa -le avisa.
– Haga lo que quiera. Está echada a perder -dice ella con voz suave y un acento que Luke no es capaz de situar. La blusa es evidentemente cara. Es el tipo de prenda que sale en las revistas de moda y que nunca se vería llevar a alguien de Saint Andrew.
– No eres de por aquí, ¿verdad? -dice Luke, dándole conversación para relajarla.
Ella escruta de nuevo su rostro, considerando si fiarse de él, o eso supone Luke.
– Pues la verdad es que he nacido aquí. Eso fue hace mucho tiempo.
Luke resopla.
– Será mucho tiempo para ti. Si hubieras nacido aquí, yo te conocería. He vivido en esta zona casi toda mi vida. ¿Cómo te llamas?
Ella no cae en la pequeña trampa.
– No me conoce -dice de manera tajante.
Durante unos minutos, solo se oye el sonido de la tela mojada que se está cortando con dificultad; las pequeñas puntas de las tijeras se mueven torpemente por el tejido empapado. Cuando termina, Luke se echa atrás para dejar que Judy limpie a la chica con una gasa mojada en agua caliente. Las manchas rojas de sangre se disuelven, revelando un pecho pálido y fino sin un solo arañazo. La enfermera deja caer ruidosamente en una bandeja metálica las pinzas que sujetan la gasa y sale deprisa de la sala de reconocimientos como si hubiera sabido desde el primer momento que no iban a encontrar nada y, aun así, Luke hubiera demostrado una vez más su incompetencia.
Él desvía la mirada mientras cubre con una sábana de papel el torso desnudo de la muchacha.
– Le habría dicho que no estaba herida si me lo hubiera preguntado -le explica a Luke en un murmullo.
– Pero no se lo has dicho al sheriff -responde Luke, echando mano a una banqueta.
– No. Pero se lo habría dicho a usted. -Le hace un gesto con la cabeza al médico-. ¿Tiene un cigarrillo? Me muero por fumar.
– Lo siento, no tengo. No fumo -responde Luke.
La muchacha le mira, escrutándole la cara con sus ojos azules como el hielo.
– Lo dejó hace tiempo, pero ha vuelto a fumar. No se lo reprocho, teniendo en cuenta todo lo que le ha pasado últimamente. Pero tiene un par de cigarrillos en su bata de laboratorio, si no me equivoco.
Luke se lleva la mano al bolsillo de manera instintiva y nota el tacto del papel de los cigarrillos, allí donde los ha dejado. ¿Ha sido un palo de ciego afortunado o se los ha visto en el bolsillo?
¿Y qué ha querido decir con «todo lo que le ha pasado últimamente»? Solo estaba fingiendo que le leía el pensamiento, intentando introducirse en su cabeza como haría cualquier chica lista que se encontrara metida en un lío. Últimamente, lleva sus problemas escritos en la cara. Todavía no ha dado con la manera de poner en orden su vida; sus problemas están interconectados, amontonados. Tendría que saber cómo solucionarlos todos para ocuparse de uno de ellos.
– En este sitio no se fuma, y por si se te ha olvidado, estás atada a una cama. -Luke aprieta el extremo de su bolígrafo y coge una libreta-. Esta noche estamos un poco escasos de personal, así que necesitaré que me des algo de información para los registros del hospital. ¿Nombre?
La muchacha mira con aprensión la libreta.
– Prefiero no decirlo.
– ¿Por qué? ¿Te has escapado de casa? ¿Por eso no quieres decirme tu nombre?
La observa: está tensa, alerta, pero se controla. Luke ha estado con pacientes implicados en muertes accidentales y suelen estar histéricos: lloran, tiemblan, gritan. Esa joven está temblando un poco bajo la sábana y mueve nerviosamente las piernas, pero Luke sabe por su cara que está en estado de shock.
También siente que está empezando a confiar en él; percibe una química entre ellos, como si ella quisiera que él le preguntara por eso tan terrible que ocurrió en el bosque.
– ¿Quieres contarme lo que ha pasado esta noche? -pregunta, acercando la silla a la cama-. ¿Estabas haciendo autoestop? Tal vez alguien te recogió, ese hombre del bosque… ¿Te ha atacado y tú te has defendido?
Ella suspira y se aprieta contra la almohada, mirando al techo.
– No ha sido nada de eso. Nos conocíamos. Llegamos juntos al pueblo. Él… -Se detiene, no encuentra las palabras-. Él me pidió que lo ayudara a morir.
– ¿Eutanasia? ¿Se estaba muriendo? ¿Cáncer? -Luke es escéptico. Los que quieren matarse suelen elegir algo tranquilo y seguro, como veneno, pastillas o el motor de un coche parado y una manguera de jardín. No piden que los maten a puñaladas. Si su amigo quería morirse de verdad, podría haberse limitado a sentarse bajo las estrellas toda la noche hasta congelarse.
Mira a la mujer, que tiembla bajo la sábana de papel.
– Te voy a traer una bata de hospital y una manta. Debes de tener frío.
– Gracias -dice ella, bajando la mirada.
Luke regresa con una bata de franela rosa desteñida y una manta acrílica despeluchada de color azul bebé. Colores de maternidad. Le mira las manos, atadas a la camilla con correas de nailon.
– A ver, primero una mano y luego la otra -dice Luke, y desata la correa de la mano más cercana a la mesita donde están colocados los utensilios de reconocimiento: pinzas, tijeras ensangrentadas, bisturí.
Rápida como un conejo, ella se lanza a por el bisturí y su mano delgada se cierra a su alrededor. Lo apunta hacia él, con mirada salvaje y los orificios de la nariz rosados y abiertos.
– Tranquila -dice Luke, dando un paso atrás desde la banqueta, fuera del alcance de su mano-. Hay un policía en el pasillo. Si le llamo, se acabó, ¿sabes? No puedes dominarnos a los dos con ese bisturí. Así que ¿por qué no lo dejas?
– No le llame -dice ella, pero con el brazo todavía estirado-. Necesito que usted me escuche.
– Estoy escuchando.
La cama está entre Luke y la puerta. Ella puede soltarse la otra mano en el tiempo que él tardaría en llegar a la puerta.
– Necesito su ayuda. No puedo dejar que me detengan. Tiene que ayudarme a escapar.
– ¿Escapar? -De pronto, a Luke no le preocupa que la joven le haga daño con el bisturí. Está avergonzado por haber bajado la guardia, dejando que ella saque ventaja-. ¿Estás loca? No voy a ayudarte a escapar.
– Escúcheme…
– Has matado a alguien esta noche. Lo has dicho tú misma. No puedo ayudarte a escapar.
– No fue un asesinato. Él quería morir, ya se lo he dicho.
– ¿Y vino a morir aquí porque también él se crió aquí?
– Sí -dice ella, un poco aliviada.
– Pues dime quién es. A lo mejor le conozco…
Ella niega con la cabeza.
– Ya se lo he dicho. No nos conoce. Aquí nadie nos conoce.
– Eso no lo sabes con seguridad. A lo mejor alguno de vuestros familiares… -La obstinación de Luke sale a relucir cuando se irrita.
– Mi familia no vive en Saint Andrew desde hace mucho, mucho tiempo. -Suena cansada. Después estalla-. Cree que sabe, ¿verdad? Muy bien. Me llamo McIlvrae. ¿Le suena ese apellido? Y el hombre del bosque se llama Saint Andrew.
– ¿Saint Andrew, como el pueblo? -pregunta Luke.
– Exacto, como el pueblo -responde ella, un tanto arrogante.
Luke siente unas curiosas burbujas que se filtran en su mente. No es exactamente reconocimiento. ¿Dónde ha visto ese apellido, McIlvrae? Sabe que lo ha visto u oído en alguna parte, pero esa información está fuera de su alcance.
– No ha habido un Saint Andrew en este pueblo desde hace… por lo menos cien años -dice Luke categóricamente, molesto porque le lleve la contraria una chica que pretende haber nacido allí, que está diciendo una mentira absurda que no le hará ningún bien-. Desde la guerra civil. O eso me han dicho.
Ella hace un amago con el bisturí para llamar su atención.
– Mire… no soy una persona peligrosa. Si me ayuda a escapar, no voy a hacer daño a nadie más. -Le habla como si fuera él quien no está siendo razonable-. Deje que le enseñe una cosa.
Y entonces, sin previo aviso, se apunta a sí misma con el bisturí y se corta el pecho. Una línea larga y ancha que empieza en el seno izquierdo y llega hasta la zona de las costillas bajo el seno derecho. Luke se queda paralizado un momento, mientras la línea se perfila en rojo sobre la piel blanca. La sangre brota de la herida, y por la abertura empieza a asomar el tejido orgánico carmesí.
– ¡Dios mío! -exclama él. ¿Qué demonios le pasa a esa chica? ¿Está loca? ¿Tiene ganas de morir? Sale de su desconcertada inercia y se dirige a la cama.
– ¡Atrás! -dice ella mientras lo amenaza de nuevo con el bisturí-. Espere y mire.
Alza el pecho, con los brazos en cruz, como para ofrecerle una visión mejor, pero Luke ve bien, solo que no puede creer lo que está viendo. Los dos bordes de la herida se están acercando uno a otro como los zarcillos de una planta, volviéndose a unir, entrelazándose. La herida ha dejado de sangrar y está empezando a cicatrizar. Durante el proceso, la chica respira agitadamente, pero no da señales de dolor.
Luke no está seguro de si eso es real. Está viendo algo imposible. ¡Imposible! ¿Qué se espera que piense? ¿Se ha vuelto loco, o está soñando, dormido en el sofá de la sala de los médicos? Sea lo que sea lo que ha visto, su mente se niega a aceptarlo y empieza a cerrarse.
– ¿Qué demonios…? -dice, apenas en un susurro. Vuelve a respirar, el pecho le sube y le baja, su rostro se ruboriza. Siente que va a vomitar.
– No llame al policía. Se lo explicaré, lo juro, pero no grite pidiendo ayuda, ¿vale?
Mientras Luke se balancea sobre los pies, le llama la atención que la zona de urgencias haya quedado en silencio. ¿Hay por ahí alguien que pueda oírle si grita? ¿Dónde está Judy, dónde está el policía? Es como si el hada madrina de la Bella Durmiente hubiera llegado flotando y lanzado un hechizo que dejara dormido a todo el mundo. Los ruidos habituales -las lejanas risas grabadas de un programa de televisión, el tic-tac metálico del interior de la máquina expendedora de refrescos- han desaparecido. No se oye el zumbido del limpiasuelos que recorre laboriosamente los pasillos vacíos. Solo existen Luke y su paciente y el sonido apagado del viento que azota la fachada del hospital e intenta entrar.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Cómo lo has hecho? -pregunta Luke, incapaz de ocultar el miedo de su voz. Vuelve a deslizarse sobre la banqueta para no caerse al suelo-. ¿Qué eres?
La última pregunta parece golpearla como un puñetazo en el abdomen. Agacha la cabeza y los vaporosos rizos rubios le tapan la cara.
– Eso… eso es lo único que no puedo decirle. Ya no sé lo que soy. No tengo ni idea.
Es imposible. Esas cosas no ocurren. No tiene explicación. ¿Qué pasa, es una mutante? ¿Hecha con materiales sintéticos que cicatrizan solos? ¿Es alguna especie de monstruo?
Y sin embargo, la chica parece normal, piensa el doctor mientras su corazón vuelve a acelerarse y la sangre le empieza a palpitar en las sienes. Las baldosas de linóleo parecen moverse bajo sus pies.
– Volvimos, él y yo, porque echábamos de menos este sitio. Sabíamos que todo iba a ser diferente, que ya no quedaba nadie, pero añorábamos lo que habíamos tenido -dice la joven con tristeza, mirando más allá del doctor, hablando sin dirigirse a nadie en particular.
La sensación que Luke ha tenido cuando la ha visto por primera vez esa noche -el hormigueo, el zumbido- forma entre ellos un arco fino y eléctrico. Quiere saber.
– Vale -dice temblando, con las manos en las rodillas-. Esto es de locos, pero adelante. Te escucho.
Ella respira hondo y cierra los ojos un momento, como si fuera a sumergirse bajo el agua. Y después, empieza.
Territorio de Maine, 1809
Empezaré por el principio, porque esa es la parte que tiene sentido para mí, la que he grabado en mi memoria, temiendo que si no lo hago se pierda a lo largo de mi recorrido, en el infinito paso del tiempo.
Mi primer recuerdo claro y vivido de Jonathan Saint Andrew es de una luminosa mañana de domingo en la iglesia. Estaba sentado en el extremo del banco de su familia, en la parte delantera de la sala de cultos. Tenía entonces doce años y ya era tan alto como cualquier hombre del pueblo. Casi tan alto como su padre, Charles, el hombre que había fundado nuestro pequeño asentamiento. Me habían contado que en otro tiempo Charles Saint Andrew había sido un gallardo capitán de la milicia, pero para entonces era un hombre maduro con una barriga blanda de patricio.
Jonathan no estaba prestando atención al oficio religioso, pero lo más probable era que pocos de los asistentes lo hiciéramos. El oficio de los domingos podía durar cuatro horas, hasta ocho si el pastor se sentía elocuente. ¿Quién podía decir sinceramente que se mantenía atento a cada palabra del predicador? Tal vez la madre de Jonathan, Ruth, que se sentaba junto a él en el sencillo banco vertical. Procedía de una estirpe de teólogos de Boston y podía darle al pastor Gilbert un buen rapapolvo si le parecía que su sermón no era lo bastante riguroso. Había almas en juego, y estaba claro que ella consideraba que las almas de aquel pueblo aislado en la naturaleza, lejos de las influencias civilizadoras, corrían un peligro especial. Pero Gilbert no era un fanático, y cuatro horas solían ser su límite, así que todos sabíamos que pronto saldríamos libres a la gloria de una hermosa tarde.
Mirar a Jonathan era uno de los pasatiempos favoritos de las chicas de la aldea, pero aquel domingo en particular era él quien miraba. No trataba de ocultar que estaba observando a Tenebraes Poirier. Su mirada no se había apartado de ella durante diez buenos minutos, sus astutos ojos castaños estaban fijos en el atractivo rostro de Tenebraes y en su cuello de cisne, pero sobre todo en su pecho, que se apretaba contra el ceñido percal de su corpiño cada vez que respiraba. Al parecer, no le importaba que Tenebraes fuera varios años mayor que él y estuviera prometida a Matthew Comstock desde que tenía seis.
¿Era amor?, me preguntaba yo mientras le miraba desde lo alto de la galería, donde mi padre y yo nos sentábamos con las otras familias pobres. Aquel domingo solo estábamos mi padre y yo, y el resto de mi familia se encontraba en la iglesia católica, al otro lado del pueblo, practicando la religión de mi madre, que procedía de una colonia acadiana del nordeste. Con la mejilla apoyada en el antebrazo, yo observaba a Jonathan con desdén, como solo puede hacerlo una niña enamorada En cierto momento, me pareció que Jonathan se mareaba, como si tragara con dificultad, y apartó por fin la mirada de Tenebraes, que se mantenía ajena al efecto que estaba causando en el hijo predilecto del pueblo.
Si Jonathan estaba enamorado de Tenebraes, yo ya podía tirarme desde la galería de la iglesia, a la vista de todos los del pueblo. Porque a los doce años, yo sabía con absoluta claridad que amaba a Jonathan con todo mi corazón, y si no podía pasar mi vida con él, lo mismo me daba morir. Estuve sentada al lado de mi padre hasta el final del oficio, con el corazón martilleando en la garganta, las lágrimas acumulándose detrás de mis ojos, aunque me decía que era una boba por dejar que se apoderara de mí algo que probablemente no tenía sentido.
Cuando terminó el oficio, mi padre, Kieran, me cogió de la mano y me condujo escalera abajo para reunirnos con nuestros vecinos en el prado comunal. Ese era el premio por permanecer sentados durante todo el oficio: la oportunidad de hablar con tus vecinos, de tener algo de relajación después de seis días de trabajo duro y tedioso. Para algunos, era el único contacto que tenían fuera de su familia en toda la semana, la única oportunidad de oír las últimas noticias y los cotilleos. Yo me quedé detrás de mi padre mientras él hablaba con un par de vecinos, espiando desde detrás de sus piernas para localizar a Jonathan, con la esperanza de que no estuviera con Tenebraes. Se encontraba junto a sus padres, solo, mirándoles la nuca como petrificado. Estaba claro que quería irse, pero igual habría podido desear que nevara en julio; la relación social después de los oficios religiosos solía durar una hora por lo menos, y más si el tiempo era tan agradable como aquel día, y a los más obstinados prácticamente había que llevárselos. Su padre estaba muy solicitado, porque había muchos en el pueblo que veían el domingo como una oportunidad de hablar con el hombre que, o bien era el dueño de sus tierras, o bien estaba en condiciones de mejorar de algún modo su situación. Pobre Charles Saint Andrew; hasta muchos años después no me di cuenta de la carga que tenía que soportar.
¿De dónde saqué el valor para hacer lo que hice a continuación? Puede que fuera la desesperación y el empeño en no perder a Jonathan por culpa de Tenebraes lo que me impulsó a separarme de mi padre. En cuanto estuve segura de que no había advertido mi ausencia, corrí a través del prado hacia Jonathan, sorteando los grupos de adultos que charlaban. A aquella edad yo era una niña menuda que se ocultaba fácilmente de la vista de mi padre tras las voluminosas faldas de las señoras, hasta que llegué ante Jonathan.
– Jonathan, Jonathan Saint Andrew -dije, pero mi voz salió como un chillido.
Aquellos preciosos ojos oscuros me miraron a mí y solo a mí por primera vez, y mi corazón dio un pequeño brinco.
– ¿Sí? ¿Qué quieres?
¿Qué quería? Ahora que tenía su atención, no sabía qué decir.
– Eres de los McIlvrae, ¿no? -dijo Jonathan con recelo-. Nevin es tu hermano.
Mis mejillas se sonrojaron al acordarme del incidente. ¿Por qué no había pensado en el incidente antes de acercarme? La primavera pasada, Nevin le había tendido una emboscada a Jonathan a la puerta de la tienda de provisiones y le había hecho sangrar por la nariz antes de que los adultos los separaran. Nevin siempre había odiado a Jonathan, por razones desconocidas por todos menos por Nevin. Mi padre pidió disculpas a Charles Saint Andrew por lo que se consideró simplemente como el tipo de peleas en las que los niños se enzarzan de manera rutinaria, sin la menor malicia. Lo que ni mi padre sabía era que Nevin mataría sin dudarlo a Jonathan si alguna vez tuviera la oportunidad.
– ¿Qué quieres? ¿Es una de las jugarretas de Nevin?
Le guiñé un ojo.
– Yo… Hay una cosa que quiero preguntarte.
Pero no podía hablar en presencia de todos aquellos adultos. Era solo cuestión de tiempo que los padres de Jonathan se dieran cuenta de que había una niña entre ellos, y se preguntarían qué demonios estaba haciendo la hija mayor de Kieran McIlvrae, si era verdad que los hijos de McIlvrae tenían extrañas intenciones para con su hijo.
Le cogí la mano con las dos mías.
– Ven conmigo.
Le guié a través de la multitud, volviendo al vacío vestíbulo de la iglesia, y por razones que nunca sabré, él me obedeció. Curiosamente, nadie se fijó en nuestra partida, nadie gritó para impedir que nos marcháramos solos. Nadie se separó del grupo para acompañarnos. Era como si el destino conspirara también para que Jonathan y yo tuviéramos nuestro primer momento juntos.
Entramos en el guardarropa, con su frío suelo de pizarra y sus huecos oscuros, sus insinuaciones de soledad. El sonido de las voces parecía muy lejano, solo eran murmullos y fragmentos de conversación que llegaban desde el prado. Jonathan estaba inquieto, confuso.
– Bueno, ¿qué es lo que quieres decirme? -preguntó con un tono de impaciencia en la voz.
Yo había pensado en preguntarle por Tenebraes. Quería preguntarle por todas las chicas del pueblo, cuáles le gustaban y si se había prometido con alguna de ellas. Pero no podía. Aquellas preguntas se agolpaban en mi pecho y me tenían al borde del llanto.
Y así, por pura desesperación, me acerqué a él y apreté mis labios contra los suyos. Supe que le sorprendió por la manera en que se echó atrás, solo un poco, antes de recobrarse. Y entonces hizo algo inesperado: me devolvió el beso. Se me echó encima, buscando mis labios con la boca, echando el aliento en la mía. Fue un beso intenso, desesperado y torpe, mucho más de lo que yo podía esperar. Antes de que tuviera tiempo de asustarme, me empujó contra la pared, con su boca todavía sobre la mía, y se apretó contra mí hasta que me topé con el bulto oculto bajo la delantera de sus pantalones, por debajo de los pliegues de su chaqueta. Se le escapó un gemido; era la primera vez que yo oía un gemido de placer de otra persona. Sin decir palabra, me cogió la mano y la puso sobre la parte delantera de sus pantalones, y sentí que le recorría un estremecimiento mientras soltaba otro gemido.
Retiré la mano. Noté un hormigueo. Todavía sentía su erección en la palma.
Él estaba jadeando, intentando controlarse, confuso al ver que yo me separaba de él.
– ¿No es esto lo que querías? -preguntó al tiempo que escrutaba mi cara, más que un poco preocupado-. Me has besado.
– Sí… -Las palabras me salían a trompicones-. Quería preguntar… Tenebraes…
– ¿Tenebraes? -Retrocedió, alisándose la delantera de su chaleco-. ¿Qué pasa con Tenebraes? ¿Y qué importa…? -Siguió retrocediendo, tal vez porque había caído en la cuenta de que había sido observado en la iglesia. Meneó la cabeza, como sacudiéndose el pensamiento mismo de Tenebraes Poirier-. ¿Y cómo te llamas? ¿Cuál de las hermanas McIlvrae eres?
No podía reprocharle que no estuviera seguro. Éramos tres.
– Lanore -respondí.
– No es un nombre muy bonito, ¿eh? -dijo, sin darse cuenta de que cualquier pequeña palabra puede herir el corazón de una chica-. Te llamaré Lanny, si no te importa. Bueno, Lanny, ¿sabes que eres una niña muy mala? -Había un tono de guasa en su voz, para hacerme saber que no estaba enfadado de verdad conmigo-. ¿Nunca te han dicho que no debes provocar a los chicos, y menos aún a chicos que no conoces?
– Pero sí te conozco. Todo el mundo te conoce -dije yo, un poco preocupada porque me considerara frívola. Él era el hijo mayor del hombre más rico del pueblo, el propietario de la empresa maderera alrededor de la cual giraba toda la colonia. Claro que todos sabían quién era-. Y… y creo que te quiero. Me gustaría ser tu mujer algún día.
Jonathan enarcó una ceja con cinismo.
– Saber mi nombre es una cosa, pero ¿cómo puedes saber que me quieres? ¿Cómo puedes entregarme tu corazón? No me conoces nada, Lanny, y sin embargo te has declarado mía. -Se alisó la chaqueta una vez más-. Deberíamos volver afuera antes de que venga alguien a buscarnos. Lo mejor sería que no nos vieran juntos, ¿no crees? Sal tú primero.
Me quedé quieta un segundo, escandalizada. Estaba confusa, todavía poseída por los fantasmas de su deseo, su beso y el recuerdo de su erección en mi mano. En cualquier caso, él me había malinterpretado: yo no me había entregado a él; había declarado que él era mío.
– Muy bien -dije, y la decepción debió de ser evidente en mi voz, porque Jonathan me dedicó su sonrisa más atractiva.
– No te preocupes, Lanny. El domingo que viene… nos veremos después del oficio, te lo prometo. Tal vez pueda convencerte de que me des otro beso.
¿Quieres que te hable de Jonathan, de mi Jonathan, para que entiendas cómo podía estar tan segura de mi devoción? Era el primogénito de Charles y de Ruth Saint Andrew, y estos estaban tan contentos de haber tenido un hijo que le pusieron nombre de inmediato y le hicieron bautizar antes de un mes, festejándolo imprudentemente en una época en la que la mayoría de los padres no ponían nombre a un niño hasta que este había vivido algún tiempo y demostrado que tenía posibilidades de criarse. Su padre organizó una gran fiesta mientras Ruth estaba todavía recuperándose en la cama; hizo que todo el pueblo acudiera a tomar ponche de ron y té con azúcar, pastel de pasas y pastas de melaza; contrató a un violinista acadiano; tuvo música y risas tan poco después del nacimiento del niño que parecía que el padre estaba desafiando al diablo: ¡Atrévete a venir a llevarte a mi hijo! ¡Inténtalo y verás lo que te pasa!
Desde los primeros días se vio claro que Jonathan no era un niño corriente: era excepcionalmente inteligente, excepcionalmente fuerte, excepcionalmente sano y, por encima de todo, excepcionalmente guapo. Las mujeres se sentaban cautivadas junto a la cuna, pedían turno para cogerlo en brazos y fingir que aquel bulto tan bien formado de carne y delicados rizos de color negro era suyo. Incluso los hombres, hasta el más duro de los leñadores que trabajaban para Saint Andrew en la empresa maderera, se ponían insólitamente sentimentales cuando estaban cerca del niño.
Cuando Jonathan llegó a su duodécimo cumpleaños, no se podía negar que había en él algo sobrenatural, y parecía obvio atribuírselo a su belleza. Era un prodigio. Era la perfección. Eso no se podía decir de muchos en aquellos tiempos; era una época en la que la gente estaba desfigurada por numerosas causas: unos por viruela o accidentes, quemaduras en el hogar, otros escuálidos por la malnutrición, desdentados a los treinta años, cojos por un hueso roto que no había soldado bien, con cicatrices, parálisis, tiña por falta de higiene y, en nuestra zona de bosques, con miembros amputados por congelación. Pero en Jonathan no había una sola marca que lo desfigurara. Creció alto, erguido y ancho de hombros, tan majestuoso como los árboles de su propiedad. Su piel era tan blanca y pura como la leche recién ordeñada. Tenía un pelo negro y liso tan reluciente como el ala de un cuervo, y sus ojos eran oscuros e insondables, como los recovecos más profundos del Allagash. Era, simplemente, de una belleza admirable.
¿Es una bendición o una maldición tener un niño como Jonathan viviendo entre nosotros? Yo digo que pobres de nosotras, las chicas, si se tiene en cuenta el efecto que un chico como Jonathan puede tener en las muchachas de una aldea, en un pueblo tan pequeño que apenas existen otras distracciones, y donde es imposible evitar todo contacto con él. Era una tentación constante e inevitable. Siempre existía la posibilidad de verlo, saliendo de la tienda de provisiones o cabalgando por un campo, en teoría para hacer un recado, pero en realidad enviado por el diablo para debilitar nuestras defensas. No necesitaba estar presente para tomar el control de nuestra conciencia: cuando te sentabas a hacer labores de costura con tus hermanas o amigas, una de ellas decía en susurros que había visto a Jonathan hacía poco, y a partir de ahí no hablábamos de otra cosa que no fuera él. Puede que tuviéramos parte de la culpa de nuestro tormento, porque las chicas éramos incapaces de dejar de estar obsesionadas con él, ya fuera con ocasión de un encuentro casual («¿Te habló?», querían saber las chicas. «¿Qué te dijo?»), o simplemente por haberlo visto en el pueblo, cuando se comentaban hasta detalles tan triviales como el color de su chaleco. Pero en lo que en realidad pensábamos todas nosotras era en cómo podía mirarte de arriba abajo de un modo tan impertinente, o en la manera en que las comisuras de su boca se torcían hacia arriba en un gesto de reflexión, y en que todas nosotras moriríamos por estar acurrucadas en sus brazos una sola vez. Y no eran solo las jovencitas las que sentían eso por él; sobre todo cuando llegó a la adolescencia, a los quince o dieciséis años, ya hacía que los demás hombres del pueblo parecieran consumidos, toscos, gordos o esqueléticos, y las buenas esposas empezaron a mirar a Jonathan de otra manera. Se notaba en su forma de observarlo.
También había en él una faceta de ligero peligro, de querer tocarlo como cuando una voz sin juicio en tu cabeza te dice que toques un hierro candente. Sabes que no podrás evitar quemarte, pero eres incapaz de resistirte. Tienes que experimentarlo por ti misma. Haces caso omiso de lo que sabes que vendrá a continuación, el insoportable dolor de la carne chamuscada, el lacerante escozor de la quemadura cada vez que se toca la herida. La cicatriz que llevarás el resto de tu vida: la cicatriz que dejará una marca en tu corazón. Vacunada contra el amor, nunca volverás a ser tan tonta de la misma manera.
En este aspecto, yo era envidiada y ridiculizada al mismo tiempo: envidiada por todos los ratos que pasaba en compañía de Jonathan; ridiculizada porque había dejado claro que no había entre nosotros ningún tipo de idilio. A los ojos de otras chicas, eso solo confirmaba que yo carecía de las argucias femeninas necesarias para excitar el interés de un hombre. Pero yo no era diferente de ellas. Sabía que Jonathan tenía el poder de quemarme con el resplandor de su atención, como una llama aplicada a un papel. Una chica podía quedar destruida en un instante de divino amor. La cuestión era: ¿valía la pena?
Podrías preguntar si yo amaba a Jonathan por su belleza, y yo respondería que esa es una pregunta absurda, ya que su extraordinaria belleza era una parte indisociable de todo su ser. Era lo que le daba su tranquila confianza en sí mismo -que algunos llamarían altiva arrogancia- y su soltura desarmante con el bello sexo. Y si fue su belleza lo que primero atrajo mi atención, no pediré disculpas por ello, ni pienso pedirlas por mi deseo de hacer mío a Jonathan. Contemplar una belleza así es desear poseerla; es el anhelo que impulsa a todo coleccionista. Y yo no era la única. Casi todas las personas que conocían a Jonathan intentaban poseerlo. Aquella era su maldición, y la maldición de todas las personas que lo amaban. Pero era como estar enamorado del sol: brillante y fascinador cuando estás cerca, pero es imposible quedártelo para ti solo. Era desesperante amarlo, e igualmente desesperante no hacerlo.
Y así caí víctima de la maldición de Jonathan, atrapada en su terrible atracción, pero los dos estábamos condenados a sufrir por ello.
De este modo se fue desarrollando una amistad entre nosotros -Jonathan y yo- durante la adolescencia. Nos encontrábamos después de los oficios religiosos del domingo y en acontecimientos sociales como bodas e incluso funerales, hablando en susurros en los márgenes del grupo de dolientes, o prescindiendo de todo decoro y escapándonos al bosque para poder concentrar toda nuestra atención en el otro. Había cabezas que se meneaban con desaprobación, y seguro que algunas lenguas se entregaron al cotilleo, pero nuestras familias no hicieron nada por impedir nuestra amistad. Al menos, si lo hicieron, yo no me enteré.
Durante aquella época me fui dando cuenta poco a poco de que Jonathan estaba más solo de lo que yo había imaginado. Los otros chicos buscaban su compañía mucho menos de lo que yo había supuesto; y por parte de Jonathan, cuando un grupo se nos acercaba en un acto social, él solía mantenerse al margen. Recuerdo una ocasión, en una reunión de primavera en la iglesia, en la que Jonathan me llevó por otro camino al ver que un grupo de chicos de su edad iba en nuestra dirección. Yo no sabía cómo interpretar aquello, y al cabo de unos minutos de angustiosa reflexión, decidí preguntarle:
– ¿Por qué has querido venir por este camino? ¿Es porque te da vergüenza que te vean conmigo?
Él hizo un sonido de burla.
– No seas tonta, Lanny. Me están viendo contigo. Todos pueden ver que estamos paseando juntos.
Aquello era cierto en buena medida, y un alivio. Pero yo no podía dejar de preguntar.
– Entonces ¿es porque no te gustan esos chicos?
– No me disgustan -dijo con displicencia.
– Entonces ¿por qué…?
Él me interrumpió.
– ¿Por qué me preguntas? Cree lo que te digo: para los chicos es diferente, Lanny, y así son las cosas.
Empezó a andar más deprisa, y yo tuve que levantarme un poco la falda para mantener su paso. No me había explicado qué era aquello tan misterioso a lo que había aludido. ¿Qué era diferente para los chicos?, me preguntaba. Por lo que yo podía ver, casi todo. A los chicos se les permitía ir a la escuela, si sus familias podían permitirse pagar al profesor, mientras que las chicas no tenían más educación que la que podían impartirles sus madres: las artes domésticas de coser, limpiar y cocinar, y tal vez un poco de lectura de la Biblia. Los chicos podían pelearse entre ellos por diversión, correr y jugar a «tú la llevas» sin el estorbo de las faldas largas, montar a caballo… Sí, era cierto que les tocaban trabajos más duros y tenían que dominar todo tipo de habilidades -una vez, me contó Jonathan, su padre le hizo reparar los cimientos de su nevera, con piedra y argamasa, solo para que supiera un poco de albañilería-, pero la vida de un chico era mucho más libre, pensaba yo. Y ahora Jonathan se quejaba de ello.
– Ya me gustaría ser un chico -murmuré, casi sin aliento por intentar seguir su paso.
– No, de eso, nada -dijo él por encima del hombro.
– No veo por qué…
Se volvió hacia mí.
– ¿Qué me dices de tu hermano Nevin? A él no le gusto mucho, ¿a que no?
Me detuve, perpleja. No, a Nevin no le gustaba Jonathan, y así había sido desde que yo recordaba. Me acordé de la pelea con Jonathan, cómo Nevin llegó a casa con la cara decorada con una costra de sangre seca, cómo nuestro padre se sintió discretamente orgulloso de él.
– ¿Por qué crees que tu hermano me odia? -preguntó.
– No lo sé.
– Nunca le he dado motivos, pero me odia de todos modos -dijo Jonathan, esforzándose por que no se notara en su voz que estaba dolido-. Y lo mismo pasa con todos los chicos. Me odian. Y también algunos de los adultos. Lo sé, puedo sentirlo. Por eso los evito, Lanny. -El pecho se le alzaba con esfuerzo debido al cansancio de explicarme aquello-. Bueno, ya lo sabes -dijo, y apretó el paso dejándome atrás, mientras yo lo miraba sorprendida.
Estuve toda la semana pensando en lo que me había revelado. Podría haberle preguntado a Nevin por qué había llegado a odiar tanto a Jonathan, pero de hacerlo habría reanudado una vieja discusión entre nosotros; por supuesto, él no podía soportar que yo fuera amiga de Jonathan, y yo conocía perfectamente las razones sin tener que preguntar. Mi hermano pensaba que Jonathan era soberbio y arrogante, que hacía ostentación de su riqueza y que esperaba -y obtenía- un trato especial. Yo conocía a Jonathan mejor que nadie aparte de su familia -tal vez incluso mejor que su familia-, así que sabía que todo aquello era falso… excepto lo último, pero no era culpa de Jonathan que los demás lo trataran de manera diferente. Y aunque Nevin se negaba a reconocerlo, yo veía en su mirada de odio el deseo de destruir la belleza de Jonathan, de dejar su marca en aquel rostro armonioso y atractivo, de derribar al hijo predilecto del pueblo.
A su manera, Nevin quería desafiar a Dios, corregir lo que él veía como una injusticia que Dios había cometido deliberadamente con él: obligarle a vivir a la sombra de Jonathan en todos los aspectos.
Por eso Jonathan se había alejado de mí en la merienda campestre de la iglesia, porque se había visto obligado a compartir su vergüenza conmigo y tal vez pensara que ahora que yo conocía su secreto le abandonaría. ¡Con qué fuerza nos aferramos a nuestros miedos en la adolescencia! Como si existiera algún poder en la tierra o en el cielo que pudiera impedir que yo amara a Jonathan. En cualquier caso, me hizo ver que también él tenía enemigos y detractores, que también a él le estaban juzgando a todas horas, y que me necesitaba. Yo era la única amistad con la que podía ser libre. Y aquello no era unilateral; hablando claramente, Jonathan era la única persona que me trataba como si le importara. Y tener la atención del chico más deseado e importante del pueblo no era poca cosa para una chica casi invisible entre sus compañeras. ¿No era inevitable que aquello me hiciera amarle aún más?
Y así se lo dije a Jonathan el domingo siguiente, cuando me acerqué a él y deslicé mi brazo bajo el suyo mientras él paseaba por la parte más alejada del prado.
– Mi hermano es idiota -fue lo único que dije, y seguimos paseando juntos sin cruzar ni una palabra más.
Lo único que yo no retiraba de nuestra conversación en la reunión era lo de que habría preferido nacer chico. Seguía convencida de ello. Me habían metido en la cabeza, mediante las cosas que hacían mis padres y las mismas reglas por las que se regía nuestra convivencia, que las chicas no valían tanto como los chicos y que nuestras vidas estaban destinadas a ser mucho menos trascendentes. Por ejemplo, Nevin heredaría la granja de mi padre, pero si no hubiera tenido temperamento o ganas de criar ganado, habría podido hacerse aprendiz del herrero o ir a trabajar de leñador para los Saint Andrew. Tenía opciones, aunque fueran limitadas. Como mujer, yo tenía menos opciones: casarme y fundar mi propio hogar, quedarme en casa y cuidar de mis padres, o trabajar como sirvienta en casa ajena. Si Nevin rechazaba la granja por alguna razón, lo más probable era que mis padres se la pasaran al marido de alguna de sus hijas, pero también esto dependía de las preferencias del marido. Un buen marido debe tener en cuenta los deseos de su esposa, pero no todos lo hacían.
La otra razón -la más importante, en mi opinión- era que si yo fuera un chico, me sería mucho más fácil ser amigo de Jonathan. ¡La de cosas que podríamos hacer juntos si yo no fuera una chica! Podríamos montar a caballo y salir de aventuras sin acompañantes. Podríamos pasar muchísimo tiempo juntos sin que nadie frunciera el ceño o lo considerara un tema adecuado para hacer comentarios. Nuestra amistad sería tan banal y tan corriente que nadie repararía en ella y la dejarían que fraguase a su aire.
Mirando hacia atrás, ahora me doy cuenta de que aquella fue una época difícil para mí, todavía atrapada en la adolescencia pero dando tumbos hacia la madurez. Había cosas que yo quería de Jonathan, pero todavía no podía ponerles nombre, y solo disponía del torpe marco de la infancia para compararlas. Era íntima suya, pero quería intimar más de una manera que no comprendía. Veía cómo miraba a las chicas mayores, y que con ellas se comportaba de modo diferente que conmigo, y pensaba que me iba a morir de celos. En parte, esto se debía a la intensidad de la atención de Jonathan, a su gran encanto; cuando estaba contigo, conseguía hacer que sintieras que eras el centro de su mundo. Sus ojos, aquellos ojos oscuros e insondables, se posaban en tu cara y era como si él estuviera allí por ti y nada más que por ti. Es posible que fuera una ilusión, puede que fuera simplemente el gozo de tener a Jonathan para ti sola. Fuera como fuese, el resultado era el mismo: cuando Jonathan te retiraba su atención, era como si el sol se ocultara tras una nube y un viento frío y cortante soplara a tu espalda. Lo único que querías era que Jonathan volviera, para disfrutar de nuevo de su atención.
Y él iba cambiando año tras año. Cuando bajaba la guardia, yo descubría facetas suyas que no había visto antes (o no me había fijado). Podía comportarse con rudeza, sobre todo si creía que no había ninguna mujer observándole. Exhibía algunos de los comportamientos toscos de los leñadores que trabajaban para su padre, decía groserías de las mujeres como si ya estuviera familiarizado con todo abanico de intimidades posibles entre los sexos. Más adelante me enteré de que a los dieciséis años había sido seducido y que se había dedicado a seducir a otras, que había entrado a formar parte (relativamente pronto en su vida) de aquel baile secreto de amantes ilícitos que se desarrollaba en Saint Andrew, un mundo oculto si no sabías buscarlo. Pero aquellos eran secretos que no se atrevía a compartir conmigo.
Lo único que sé es que mi hambre de Jonathan iba creciendo y sentía que a veces estaba casi fuera de mi control. Que había algo en su mirada provocativa o en su media sonrisa, o en la manera de acariciar deliberadamente la manga de la blusa de una chica cuando creía que nadie le observaba, que me hacía desear que me mirara y me acariciara de la misma manera. Y cuando pensaba en las groserías que le había oído decir, deseaba que también fuera grosero conmigo. Ahora comprendo que era una chica solitaria y confusa, que suspiraba por la intimidad y ansiaba pasión física (aunque era un misterio para mí), y ahora sé que mi ignorancia me acarrearía la ruina. Estaba locamente empeñada en ser amada. No puedo culpar solo a Jonathan. Cuán a menudo provocamos nuestra propia caída…
Hospital del Condado de Aroostook, en la actualidad
El humo hace remolinos en dos haces de luz en la sala de reconocimiento médico. A estas alturas, las correas de las muñecas están desatadas y la detenida está sentada, con la cama levantada como una silla, con un cigarrillo encendido entre los dedos. Dos colillas quemadas hasta los filtros están aplastadas en el fondo de una cuña colocada en la cama entre ellos. Luke se echa hacia atrás en su asiento y tose, con la garganta irritada por el humo, y su cabeza está embotada, como si hubiera estado ingiriendo calmantes toda la noche, como si hubiera estado en un sueño narcótico y se estuviera despertando del trance.
Suena un golpe de nudillos en la puerta y Luke se pone en pie con más rapidez que una ardilla trepando a un árbol, porque sabe que es la señal preceptiva y rutinaria que hacen los trabajadores del hospital antes de entrar en una sala de reconocimiento. Bloquea la puerta con su cuerpo, dejando que se abra solo un par de centímetros.
La mirada fría de Judy, distorsionada por las lentes de sus gafas, le taladra.
– Han llamado del depósito. Acaba de llegar el cadáver. Joe quiere que llames al médico forense.
– Es tarde. Dile a Joe que no tiene sentido llamar al forense ahora. Eso puede esperar a mañana.
La enfermera cruza los brazos.
– También quería que te preguntara por su detenida. ¿Puede marcharse ya o no?
Esto es una prueba, comprende Luke. Siempre se ha tenido por una persona honrada, y sin embargo no se resigna a dejarla marchar todavía.
– No, todavía no puede llevársela.
Judy le mira con tal intensidad que parece que podría atravesarlo.
– ¿Por qué no? No tiene ni un rasguño.
Una mentira brota al instante en su mente.
– Se ha alterado mucho. He tenido que sedarla. Debo asegurarme de que no tiene una reacción adversa al sedante.
La enfermera suspira sonoramente, como si supiera -no sospechara, sino supiera- que le está haciendo algo asqueroso al cuerpo de la chica inconsciente.
– Déjame, Judy. Dile a Joe que le llamaré cuando ella esté estable. -Y le cierra la puerta en la cara.
Lanny empuja la ceniza por la cuña con su cigarrillo encendido, evitando deliberadamente el contacto visual con él.
– Así que Jonathan está aquí. Ahora ya no tienes que fiarte de mi palabra -dice, mientras deja caer ceniza en la cuña y señala la puerta con la cabeza-. Ve al depósito. Échale una mirada tú mismo.
Luke se mueve con incomodidad en la banqueta.
– Pues sí, hay un muerto en el depósito. Pero lo único que demuestra eso es que es verdad que has matado a un hombre esta noche.
– No, hay algo más. Te lo voy a enseñar. -Se sube la manga de la bata de hospital y le muestra un pequeño dibujo en la blanca cara interior del brazo. Él se inclina para mirar más de cerca y ve que es un tosco tatuaje en tinta negra, el contorno de un escudo heráldico con una figura reptiliana dentro-. Verás en el brazo de Jonathan, en este mismo sitio…
– ¿El mismo tatuaje?
– No -dice ella, golpeándose el tatuaje con el pulgar-. Pero es del mismo tamaño y lo hizo la misma persona, así que parecerá similar, como si estuviera hecho con alfileres mojados en tinta, que es como se hizo. El suyo es como dos cometas girando una en torno a la otra, con las colas un poco extendidas.
– ¿Qué significan las cometas? -pregunta Luke.
– Que me muera si lo sé -responde ella, mientras se ajusta la bata y arregla la sábana-. Tú ve a ver a Jonathan y luego dime si no me crees.
Después de atarla de nuevo -torpemente, con correas que casi nunca se usan pero se tienen a mano para pacientes alterados-, Luke Findley se baja de la banqueta. Se escabulle por las puertas batientes, mirando antes para asegurarse de que nadie le ve marchar. El hospital sigue estando oscuro y silencioso, y a duras penas se distingue movimiento en los lejanos puntos de luz que iluminan el puesto de enfermeras al final del pasillo. Sus zapatos rechinan contra el limpio suelo de linóleo mientras baja a toda prisa la escalera y se dirige al norte, por un pasillo del sótano que conduce al depósito de cadáveres.
Durante todo el camino, tiene los nervios de punta. Si alguien le para y le pregunta qué está haciendo fuera de urgencias, por qué va al depósito, dirá simplemente… Se le queda la mente en blanco. Luke nunca ha sido un mentiroso convincente. Se ve a sí mismo como una persona fundamentalmente honrada, aunque para poco le ha servido. Pero a pesar de su honradez y de su miedo a que le pillen, ha accedido a la extravagante sugerencia de la detenida porque tiene curiosidad por saber si ese muerto es el hombre más guapo que jamás se ha visto en el planeta, y cómo es el hombre más guapo del mundo.
Empuja la pesada puerta batiente del depósito para abrirla. Luke oye música -al asistente nocturno del depósito, un joven llamado Marcus, le gusta tener la radio encendida en todo momento-, pero no ve a nadie. Su mesa presenta señales de ocupación (la lámpara está encendida, hay papeles esparcidos, un envoltorio de chicle, un bolígrafo con la caperuza quitada), pero ni rastro de Marcus.
El depósito es pequeño, como corresponde a las modestas necesidades del pueblo. Más al fondo hay una sala refrigerada para las autopsias, pero los cuerpos se conservan en cuatro fríos nichos en la pared, nada más pasar la entrada. Luke respira hondo y agarra uno de los picaportes, grande y pesado como los tiradores de los antiguos camiones para alimentos congelados.
En el primer nicho encuentra el cuerpo de una mujer mayor que él no conoce, lo que significa que probablemente procede de uno de los pueblos más alejados del condado. El cuerpo de la mujer, de corta estatura y rechoncho, y su pelo blanco le hacen pensar en su madre, y por un momento revive la última conversación lúcida que tuvieron. Él había estado sentado al lado de su cama en la unidad de cuidados intensivos hasta que los ojos desenfocados de la madre miraron en su dirección y su mano buscó la de Luke para obtener consuelo. «Siento que tuvieras que venir a casa para cuidar de nosotros -le dijo ella, la madre que nunca se disculpaba porque jamás se permitía hacer algo que necesitara excusas-. Tal vez nos hemos quedado en la granja demasiado tiempo, pero tu padre no quería dejarla…» Se detuvo, incapaz de ser desleal a aquel viejo tan terco que había renqueado hasta el establo para ordeñar las vacas hasta la mañana del día en que murió. «Lamento lo que eso le hizo a tu familia… -Luke recuerda que intentó explicar que su matrimonio ya se estaba rompiendo mucho antes de que él volviera con su familia a Saint Andrew, pero su madre se negó a aceptarlo-. Tú nunca quisiste quedarte en Saint Andrew, desde que eras pequeño. Aquí ya no puedes ser feliz. Cuando yo no esté, no te quedes aquí atrapado. Ve en busca de una nueva vida.» Se echó a llorar y quiso seguir apretándole la mano; cayó en la inconsciencia pocas horas después.
Luke tarda un minuto en darse cuenta de que el nicho está todavía abierto y de que lleva allí tanto tiempo que siente frío en el pecho. Es como si pudiera oír la voz de su madre dentro de su cabeza. Se estremece y vuelve a meter la camilla en el cajón, y después se queda quieto otro minuto hasta que recuerda para qué ha ido al depósito.
En el segundo nicho encuentra una bolsa negra para cadáveres y, con un gruñido de esfuerzo, tira de la camilla hacia fuera. La cremallera se abre con un agradable sonido de desgarro, como cuando se despega una tira de velcro.
Luke abre la bolsa y mira bien. Ha visto muchos cadáveres a lo largo de los años, y la muerte no mejora en absoluto el aspecto de nadie. Dependiendo de cómo murieron, los difuntos pueden estar hinchados, pueden presentar moratones o despigmentación, o pueden estar pálidos y cianóticos. Siempre se ve la inconfundible falta de expresión en los rasgos. La cara de ese hombre está casi blanca y manchada con trozos de hojas oscuras y mojadas. El pelo negro está pegado a la frente; los ojos, cerrados. No importa. Luke podría estar mirándolo toda la noche. Es de una belleza exquisita, incluso muerto. Es impresionante, dolorosamente hermoso.
Luke está a punto de volver a meter la camilla en el nicho de la pared cuando se acuerda del tatuaje. Antes mira por encima del hombro, no vaya a ser que Marcus haya regresado sin hacer ruido, y después se apresura, abriendo más la cremallera y retirando la ropa para descubrir la parte superior del brazo del muerto. Y allí está, como Lanny dijo que estaría, dos esferas entrelazadas con colas en direcciones opuestas, y los puntitos parecen similares: el tamaño, el aspecto de haber sido hechos a mano, incluso la ligera torcedura de las líneas.
Volviendo sobre sus pasos a través de los desiertos pasillos que llevan a la sala de urgencias, Luke se enfrenta a una maraña de pensamientos; casi todos son preguntas. Son como la materia y la antimateria, que se niegan una a otra, dos verdades que no pueden coexistir. Sabe lo que ha visto en la sala de urgencias cuando la chica se ha cortado: no puede haber ocurrido, y sin embargo ha ocurrido. Él había tocado aquella misma zona del pecho, antes y después del corte, así que sabe que no hay trampa. Pero lo que ha visto con sus propios ojos no puede haber ocurrido, no como él lo ha visto.
A menos que ella esté diciendo la verdad. Y para colmo está el guapo del depósito de cadáveres, y los tatuajes… Todo ello le deja con la sensación de que necesita escuchar, dejarse llevar para variar. Pero es terco porque es un hombre de ciencia; no está dispuesto a prescindir de todo lo que sabe que es cierto. No obstante, tiene curiosidad por saber más.
El doctor irrumpe por la puerta de la sala de reconocimientos de urgencias -la energía y el nerviosismo dentro de su pecho son como luciérnagas en un tarro- y encuentra a la detenida acurrucada en la camilla, bañada por el haz descendente de luz y las volutas de humo. Podría ser un ángel excomulgado, piensa Luke, con las alas cortadas.
Lanny lo mira con ansiedad.
– ¿Qué? ¿Lo has visto? ¿No es tal como te he dicho?
El doctor Findley asiente. Una belleza como esa es un narcótico por derecho propio. Se frota la cara, respira hondo.
– Ahora lo entiendes -dice Lanny solemnemente-. Y si me crees, ayúdame, Luke. Desátame. -Arquea la espalda y estira las correas, con su dulce cara de niña vuelta hacia él-. Necesito que me ayudes a escapar.
Saint Andrew, 1811
Es posible que a Jonathan y a mí nos hubiera ido mejor si yo hubiera nacido varón. Yo habría dejado que nuestra amistad continuara y de ese modo siempre habría tenido a Jonathan. Habríamos pasado toda nuestra vida en los confines de aquel pueblo diminuto; yo nunca me habría metido en los líos en que me metí, nunca habríamos sufrido esta terrible prueba para los dos. Nuestras vidas habrían sido insignificantes, pero plenas, satisfactorias y completas, y yo me habría conformado con ello.
Pero yo era una chica y eso no se podía cambiar por mucho que lo deseara. Ante mí se alzaba la misteriosa transición de niña a mujer, que me resultaba tan inexplicable como un truco de magia. ¿Qué ejemplo iba a seguir? Y mi madre, Theresa, no sería capaz de darme el tipo de orientación que yo anhelaba: era demasiado recatada y callada para mi gusto; yo no quería ser como ella. Quería más. Quería casarme con Jonathan, por ejemplo, y no me parecía que mi madre pudiera enseñarme a convertirme en el tipo de mujer que consiguiera hacer suyo a Jonathan.
Al parecer, había secretos que no toda mujer tenía derecho a conocer. Por suerte, había en el pueblo una mujer que conocía aquellos secretos, una mujer de la que se decían cosas, cuyo nombre arrancaba una sonrisa en los hombres (si se la nombraba cuando sus esposas no estaban cerca). Era una mujer diferente a todas las demás del pueblo, y yo tenía que encontrar una manera de inducirla a compartir sus secretos conmigo.
En un sendero muy trotado, oculto en la sombra de la forja del herrero, había una pequeña cabaña. Si uno se fijara en ella, podía pensar que era un cobertizo o una caseta para las herramientas de la herrería, un sitio para guardar barras de hierro. Era demasiado pequeña y estaba demasiado destartalada para ser una casa, pero no parecía estar abandonada, y el sendero que llevaba a la puerta delantera se iba gastando cada vez más con el tiempo. Desde luego, allí no podía vivir más de una persona, y la tradicional ley contra los que vivían solos seguía vigente en los albores del siglo XIX en nuestra aislada avanzadilla puritana (porque éramos puritanos, de eso no te quepa duda; los fundadores del asentamiento se habían criado en los territorios de Massachusetts y estaban acostumbrados a mezclar la religión con el gobierno). No obstante, en ese extremo norte de lo que se iba a convertir en el estado de Maine, la única razón para imponer la ley contra los que vivían solos era la necesidad: era impensable que una sola persona pudiera realizar la multitud de tareas necesarias para salir adelante en un entorno tan duro. En cambio, en un pueblo puritano más estricto, no se permitía a nadie que viviera solo porque en la soledad uno podía descarriarse. Uno podía hacer cosas impías. La ley contra la vida en solitario permitía controlar la conducta de los vecinos, y los ciudadanos de Saint Andrew valoraban su independencia y protegían su intimidad con un poco más de celo.
De hecho, alguien vivía a solas en aquella casita: una mujer en el límite de la edad de concebir, todavía guapa, aunque marchita. Casi nunca salía, pero cuando se aventuraba por la calle a la luz del día, los lugareños la evitaban. Los hombres se esforzaban para que sus miradas no se encontraran y las mujeres apartaban sus largas faldas. Algunas le echaban miradas recriminatorias.
Pero por la noche la cosa cambiaba. Bajo la protección de la oscuridad, tenía visitas constantes. Los hombres -uno cada vez, raras veces dos- se escabullían por el sendero y llamaban educadamente a la vieja puerta. Si nadie respondía a la llamada, el visitante sabía que tenía que sentarse en el escalón de la entrada y esperar, de espaldas a la puerta, fingiendo no oír los sonidos que pudieran llegar de dentro. Con el tiempo, los sonidos del interior de la casita se convertían en murmullos de conversación, después en silencio, y al cabo de un minuto la puerta delantera se abría para el visitante que esperaba.
Los que conocían su existencia la llamaban Magdalena. Era el nombre que ella había dado cuando llegó al pueblo siete años antes. Nadie puso objeciones entonces al extraño nombre. Llegó con un pequeño grupo de viajeros procedentes del territorio canadiense francés, y cuando ellos siguieron su camino, ella se quedó. Dijo que era viuda y que había decidido trasladarse a un clima más meridional, siempre, claro está, que los ciudadanos de Saint Andrew la dejaran quedarse.
Y así, el herrero se ofreció a transformar su viejo cobertizo en una pequeña y pulcra morada, y las buenas mujeres del pueblo la ayudaron a instalarse, llevándole las preciadas cosas de su propiedad de las que podían prescindir: un taburete tambaleante, un poquito de té, una manta vieja. Enviaron a sus maridos con leña y ramas. Cuando le preguntaron qué iba a hacer para mantenerse -costura, hilado, tejido, tal vez… ¿era comadrona, experta en curar y cuidar niños?-, ella se limitó a sonreír recatadamente y a agachar la cabeza, como diciendo: «¿Yo? ¿Qué habilidades voy a tener? Mi marido me trataba como a una muñeca de porcelana. ¿Cómo podrá abrirse paso en el mundo una pobre viuda que no sabe hacer nada?». Las buenas esposas se marcharon desconcertadas, chasqueando la lengua y meneando la cabeza, sin saber qué decir, excepto que Dios proveería para todos Sus hijos, incluida aquella inocente mujer que parecía pensar que se podía encontrar caridad sin límites en aquel inhóspito y solitario pueblo.
Pero resultó que no tuvo que depender de la caridad. Misteriosamente, en su puerta aparecían provisiones de manera espontánea. Un tarro de mantequilla dulce, un saco de patatas, una jarra de leche. La leña se amontonaba ante su puerta trasera. Y dinero: era una de las pocas personas del pueblo que tenía dinero corriente, que contaba en la tienda de provisiones cuando hacía sus pedidos. Y qué pedidos más curiosos: botellas de ginebra, tabaco… Los vecinos observaron un candil encendido a altas horas, a través de la única ventana de su casita. ¿Es que se quedaba levantada toda la noche, fumando tabaco y bebiendo ginebra?
Al final, fueron los leñadores los que la delataron, los que talaban para Charles Saint Andrew en turnos de un año y vivían lejos de sus mujeres. Los hombres como ellos son capaces de oler a las mujeres como Magdalena a un pueblo de distancia, al otro lado de un valle si el viento sopla a favor y ellos están lo bastante desesperados. Primero uno, después otro, más tarde todos ellos por turnos encontraban el camino a la puerta de Magdalena tras la puesta de sol. No es que los leñadores fueran sus únicos clientes: al fin y al cabo, ellos pagaban en metálico, no en huevos y jamón curado. Pero fueron ellos los que extendieron su mala fama por el pueblo, como se derrama el agua sucia al vaciar un barril de lluvia, y se encendió la ira de muchas buenas esposas. Magdalena seguía sin decir nada. Al menos mientras brillaba el sol. Ni siquiera cuando una indignada esposa la insultaba a la cara.
Las esposas, ayudadas por el párroco, organizaron un movimiento para expulsarla del pueblo. Su presencia era el primer signo de vida urbana pecaminosa que brotaba en Saint Andrew, el tipo de cosas de las que intentaban escapar los colonos. El reverendo Gilbert acudió a Charles Saint Andrew, ya que este era el patrón de los leñadores, los únicos clientes de los que se podía quejar abiertamente.
Aunque simpatizaba con la petición del predicador, Charles le hizo ver que había otra faceta de los servicios de Magdalena que los lugareños estaban pasando por alto. Los leñadores actuaban siguiendo impulsos completamente naturales -cosa que el predicador aceptó de mala gana-, ya que estaban separados por muchos kilómetros de sus esposas legales. Sin los servicios de Magdalena, ¿de qué podrían ser capaces los leñadores? En realidad, la presencia de Magdalena hacía más seguro el pueblo para las esposas y las hijas.
Y así se pactó una incómoda tregua entre la ramera y las mujeres virtuosas, que había durado siete largos años. En tiempos de penuria y de enfermedad, ella hacía su contribución, les gustara a las otras o no: cuidaba a los enfermos y a los moribundos, daba de comer a los viajeros indigentes, echaba monedas en la caja de donativos de la iglesia cuando no había nadie que la viera entrar. Yo no podía evitar pensar que debía de añorar un poco de compañía femenina, aunque se mantenía respetuosamente apartada y no buscaba conversación con las mujeres del pueblo.
La verdadera situación de Magdalena era un misterio para muchos niños. Veíamos que nuestras madres evitaban a aquella enigmática figura. La mayoría de los niños más pequeños creían que era una bruja o algún tipo de ser sobrenatural. Recuerdo sus grititos de burla, el ocasional puñado de guijarros lanzado en su dirección. Yo nunca lo hice. Incluso a una tierna edad, sabía que había algo imponente en ella. Según todas las normas, yo nunca habría debido tratar con ella. Mi madre no era propensa a juzgar, pero las mujeres como ella no se relacionaban con prostitutas, y tampoco sus hijas. Y sin embargo, yo lo hice.
Ocurrió un domingo, durante un largo sermón. Me excusé y salí a la letrina. Pero en lugar de volver deprisa a la galería y al lado de mi padre, me entretuve fuera, al calor de un hermoso día de principios de verano. Deambulé hasta el establo de Tinky Talbot para echar un vistazo a su nueva carnada de cerditos, rosados con manchas negras, cubiertos de pelo fino y áspero. Acaricié sus curiosos hocicos, escuché sus suaves gruñidos.
Entonces miré a un lado, camino abajo -era lo más cerca que había estado nunca de la misteriosa cabaña-, y vi a Magdalena sentada en una mecedora en el estrecho porche, con una larga pipa ennegrecida apretada entre los dientes. También ella estaba disfrutando del sol, envuelta en una colcha, con el pelo escandalosamente suelto alrededor de los hombros. Las partes de su cuerpo que no estaban tapadas con la colcha eran delgadas y delicadas, los huesos de pájaro de sus clavículas eran visibles bajo una piel fina como el papel. No llevaba polvos en la cara, solo un rastro de hollín que tiznaba las comisuras de los párpados y un amago de color en los labios.
No se parecía a las demás mujeres del pueblo. Eso se notaba en su actitud: sentada sola al sol, disfrutando de su propia compañía y sin disculparse por estar ociosa. Me sentí atraída por ella inmediatamente, aunque también me daba miedo. Había algo maligno en ella. Al fin y al cabo, no asistía al oficio religioso; allí estaba, disfrutando de su domingo mientras el resto del pueblo se hallaba en la iglesia o en la sala de cultos.
Levantó la mano para protegerse los ojos del sol.
– Hola, ¿quién eres?
En aquel momento, era decisión mía. Podría haber vuelto corriendo a la iglesia, pero di unos pocos pasos tímidos hacia la mujer.
– Usted no me conoce, señora. Me llamo Lanore McIlvrae.
– McIlvrae… -Hizo memoria y llegó a la conclusión de que no conocía mi apellido y, por lo tanto, mi padre no se contaba entre sus clientes-. No, querida, no creo haber tenido el placer de conocerte. -Sonrió cuando hice una reverencia-. Me llamo Magdalena, aunque sospecho que eso ya lo sabes, ¿no? Puedes llamarme Magda.
Vista de cerca, era muy guapa. Se levantó para poner bien la colcha y descubrí que todavía llevaba su corsé de noche y una finísima bata de lino claro, sujeta bajo el pecho con una delicada cinta rosa. En una casa práctica como la nuestra, mi madre no poseía ni una sola prenda de ropa tan femenina como la bata algo gastada de Magda. Me impactó la combinación de su belleza y aquella bonita prenda; era la primera vez que codiciaba de verdad algo de otra persona.
Ella notó que yo miraba su bata y esbozó una sonrisa cómplice.
– Espera aquí un momento -dijo, y entró en la casa.
Cuando salió, me entregó una cinta de terciopelo rosa. No te puedes imaginar qué tesoro me ofrecía; los artículos confeccionados eran raros en nuestro austero pueblo; los adornos como la cinta, más raros aún. Era el tejido más suave que yo había tocado en mi vida, y lo sujeté con cuidado, como si fuera un conejito recién nacido.
– No puedo aceptar un regalo como este -dije, aunque estaba claro que deseaba que no fuera así.
– Tonterías. -Se echó a reír-. No es más que un trozo del ribete de un vestido. ¿Qué voy a hacer yo con esto? -mintió.
Me observó pasar el dedo por la cinta, disfrutando con mi placer.
– Quédatelo, insisto.
– Pero mis padres preguntarán de dónde lo he sacado.
– Puedes decir que te lo encontraste -propuso, aunque las dos sabíamos que no podía hacer aquello. Era una historia inverosímil. Y sin embargo, yo era incapaz de decidirme a devolverle la cinta a Magda. Le complació que mi puño se cerrara en torno a su regalo, y sonrió, pero no era una sonrisa de triunfo, sino más bien de solidaridad.
– Es usted muy generosa, señora Magda -dije, haciendo otra reverencia-. Tengo que volver a la iglesia o mi padre se preocupará pensando que me ha ocurrido algo.
Ella levantó la barbilla para poder mirar siguiendo su fina nariz en dirección a la sala de cultos.
– Ah, sí, tienes razón. No debes preocupar a tus padres. Espero que vuelvas a visitarme, señorita McIlvrae.
– Volveré, lo prometo.
– Bien. Pues corre.
Yo troté sendero abajo, levantándome la falda para evitar las zonas embarradas. Antes de doblar la esquina, volví la mirada por encima del hombro hacia la casita, y vi que Magda se había sentado otra vez en su mecedora y se balanceaba satisfecha, mirando hacia el bosque.
Esperé impaciente que llegara el siguiente domingo para escabullirme durante el oficio religioso y visitar de nuevo a Magda. Había escondido la cinta en el bolsillo de mi otro par de enaguas, donde podía deslizar la mano de vez en cuando y frotar furtivamente el terciopelo. La cinta me recordaba a la propia Magda; lo diferente que era de mi madre y de las otras mujeres del pueblo, y eso me parecía razón suficiente para que me fascinara.
Una de las cosas que consideraba admirables en ella, aunque en realidad no lo comprendía, era que no tenía un hombre. Ninguna mujer del pueblo vivía sin un hombre, y el hombre era siempre el cabeza de familia. Magda era la única mujer del pueblo que hablaba por sí misma, aunque, que yo supiera, no se hacía oír demasiado. Dudaba que fuera a las reuniones vecinales. Y sin embargo, seguía viviendo por su cuenta y por lo visto le iba bien, y eso parecía una cosa de verdad admirable.
De modo que el domingo siguiente me las arreglé para abandonar otra vez la iglesia (aunque con una mirada severa de mi padre) y corrí a la casita de Magda. Y allí estaba ella, esta vez de pie en el porche. Su aspecto ya no era descuidado. Vestía una bonita falda a rayas y llevaba una chaqueta de lana ajustada de color brezo morado, un color poco corriente. El efecto general parecía calculado para encantarme, como si tuviera la intención de impresionarme. Me sentí halagada.
– Buenos días, señora Magda -dije mientras corría hacia ella, casi sin aliento.
– Vaya, que tengas feliz día del Señor, señorita McIlvrae.
Sus ojos verdes centelleaban. Nos pusimos a charlar; me preguntó por mi familia y yo señalé en dirección a nuestra granja. Justo cuando estaba pensando si debería volver a la iglesia, ella dijo tímidamente:
– Te invitaría a entrar en mi casa, pero supongo que tus padres no lo aprobarían. Siendo quien soy, no sería correcto.
Tenía que saber que yo sentiría curiosidad por ver el interior de su cabaña. ¡Su casa, el santuario de su independencia! Sentí el impulso de volver a la iglesia, de regresar con mi padre, que me esperaba… pero ¿cómo iba a rechazar aquello?
– No tengo más que un minuto… -dije, mientras la seguía peldaños arriba y a través de la puerta.
A mí aquello me pareció el interior de un joyero, pero en realidad es probable que todo estuviera desarreglado y desordenado. La diminuta habitación estaba dominada por una cama estrecha cubierta con una colcha primorosamente bordada en amarillo y rojo. Una serie de frascos de cristal ocupaba el alféizar de una ventana, proyectando rayos de luz verde y parda sobre el suelo. Había algunas joyas en cuencos de cerámica con diminutas rosas pintadas. Su ropa estaba en colgadores sujetos en la puerta de atrás: un surtido de faldas largas de diversos colores, largos echarpes y volantes de las enaguas. Junto a la puerta se alineaban no uno sino dos pares de delicados zapatos de mujer. Mi única decepción fue que la habitación estaba mal ventilada; el aire estaba cargado con un aroma de almizcle que yo aún no reconocía.
– Me encantaría vivir en un sitio así -dije, y se echó a reír.
– Yo he vivido en sitios mejores, pero con esto me apaño -confesó, y se dejó caer en una silla.
Antes de marcharme, Magda me dio dos consejos, de mujer a mujer. El primero, que una mujer siempre debe ahorrar algo de dinero para ella sola. «El dinero es muy importante», me dijo y me mostró dónde guardaba una bolsa llena de monedas. «El dinero es el único medio para que una mujer tenga algo de verdadero poder sobre su propia vida.» El segundo consejo era que una mujer jamás debe traicionar a otra por un hombre. «Pasa constantemente», dijo con tono triste. «Y es comprensible, dado que a los hombres se los valora más que a nada. Se nos hace creer que una mujer solo vale lo que valga el hombre de su vida, pero eso no es cierto. En cualquier caso, las mujeres debemos apoyarnos unas a otras, porque depender de un hombre es una estupidez. Él siempre te decepcionará.» Agachó la cabeza, pero juro que vi lágrimas en sus ojos.
Me estaba levantando del suelo para marcharme cuando llamaron a la puerta. Un hombre corpulento entró antes de que Magda pudiera responder; lo reconocí como uno de los leñadores de Saint Andrew.
– Hola, Magda, pensé que estarías sola y querrías compañía, ya que todos están en la iglesia esta mañana… ¿Quién es esta? -Se paró en seco al verme, y una sonrisa desagradable se extendió por su cara curtida por el viento-. ¿Tienes una chica nueva, Magda? ¿Una aprendiza? -Me puso la mano en el brazo como si yo no fuera una persona sino una pertenencia.
Magda se interpuso entre los dos y me condujo hábilmente hacia la puerta de atrás.
– Es una amiga, Lars Holmstrom, y no es asunto tuyo. No le pongas tus torpes manos encima. Vamos márchate -me dijo, empujándome por la puerta-. Puede que nos veamos la semana que viene.
Y antes de darme cuenta, me encontré de pie sobre un montón de hojas secas, ramas caídas que crujían bajo mis pies, y la puerta se me cerró en la cara mientras Magda se ocupaba de su negocio, el precio de su independencia. Atravesé la maleza para llegar al sendero y corrí hacia la sala de cultos justo cuando los feligreses salían al sol. Esa vez iba a pagarlo caro con mi padre, pero me pareció que la oportunidad lo merecía: Magda era la custodia de los misterios de la vida y yo sentía que valía la pena seguir aprendiendo de ella, costara lo que costase.
Una tarde de verano, cuando yo tenía quince años, todo el pueblo se congregó en el prado de McDougal para oír hablar a un predicador itinerante. Todavía puedo ver a mis vecinos dirigiéndose hacia el campo dorado de hierba alta reluciendo al sol y volutas de polvo levantándose del sinuoso camino. A pie, a caballo y en carro, casi todos los habitantes de Saint Andrew acudieron aquel día al prado de McDougal, aunque os puedo asegurar que no fue por un exceso de devoción. Hasta los predicadores errantes eran una rareza en nuestro rincón de los bosques; aceptábamos cualquier entretenimiento que se nos ofreciera para mitigar el aburrimiento de un largo día de verano en aquel lugar desolado.
Aquel predicador en particular había surgido aparentemente de la nada, y en pocos años se había hecho merecedor de muchos seguidores, además de una reputación de oratoria incendiaria y un lenguaje subversivo. Corría el rumor de que había dividido a los fieles en el pueblo más próximo -Fort Kent, a un día a caballo hacia el norte-, enfrentando a los congregacionistas tradicionales con una nueva hornada de reformistas. También se decía que Maine iba a convertirse en estado, librándose de la tutela de Massachusetts, así que había una especie de movimiento en el aire -religioso y político- que apuntaba a una posible rebelión contra la religión que los colonos habían traído de Massachusetts.
Fue mi madre la que convenció a mi padre de que acudiéramos, aunque ella jamás habría pensado en dejar el catolicismo; solo quería pasar una tarde fuera de la cocina. Extendió una manta en el suelo y esperó a que empezara el sermón. Mi padre se sentó a su lado inclinando la cabeza con aire receloso, echando miradas alrededor para ver quién más estaba allí. Mis hermanas estaban cerca de mi madre, metiéndose recatadamente las faldas bajo las piernas, y Nevin se había alejado en cuanto el carro se detuvo, ansioso por encontrarse con los chicos que vivían en las granjas vecinas a la nuestra.
Yo me quedé de pie, protegiéndome los ojos de la fuerte luz del sol con una mano, observando la multitud. El pueblo entero estaba allí, algunos con mantas como mi madre, algunos con comida dentro de los cestos. Yo estaba buscando a Jonathan, como de costumbre, pero parecía que no se encontraba allí. Su ausencia no me sorprendía: su madre era probablemente la congregacionista más estricta del pueblo, y la familia de Ruth Bennet Saint Andrew no participaría en aquella insensatez reformista.
Pero entonces vislumbré el brillo de un pelaje negro entre los árboles. Sí, era Jonathan bordeando el prado a lomos de su inconfundible caballo. No fui la única que lo vio; un murmullo se extendió visiblemente por algunas partes de la multitud. ¿Cómo sería tener conciencia de que docenas de personas te están mirando arrebatadas, siguiendo con los ojos el contorno de tus largas piernas contra los costados del caballo, de tus fuertes manos sujetando las riendas? Había tanto deseo reprimido ardiendo sin llama aquel día en el pecho de tantas mujeres en aquel prado seco, que me extraña que la hierba no se incendiara.
Cabalgó hacia mí y, soltándose de los estribos, saltó de la silla. Olía a cuero y a tierra cocida por el sol, y yo estaba deseando tocarle hasta las partes más insignificantes, incluso su manga, medio mojada por el sudor.
– ¿Qué ocurre? -Jonathan se quitó el sombrero y se pasó aquella manga por la frente.
– ¿No lo sabes? Llega al pueblo un predicador que no es de por aquí. ¿No has venido a escucharle?
Jonathan miró por encima de mi cabeza, como si tratara de calcular cuánta gente había acudido.
– No, he estado fuera, supervisando la nueva parcela que vamos a cosechar. El viejo Charles no se fía del nuevo agrimensor. Cree que bebe demasiado. -Miró de soslayo para ver mejor qué chicas lo estaban contemplando-. ¿Está aquí mi familia?
– No, y además no creo que tu madre apruebe que estés aquí. El predicador tiene una reputación malísima. Podrías ir al infierno solo por escucharle.
Jonathan me sonrió.
– ¿Por eso has venido tú? ¿Tienes ganas de ir al infierno? Ya sabes que hay caminos que conducen a la perdición mucho más agradables que escuchar a predicadores disidentes.
Había un mensaje en el brillo de sus profundos ojos castaños, pero yo no supe interpretarlo. Antes de que pudiera pedirle que se explicara, él se echó a reír y dijo:
– Parece que está aquí todo el pueblo. Qué pena que no pueda quedarme, pero, como tú dices, pagaría con el infierno si mi madre se enterara.
Puso el pie en el estribo y volvió a subir a la silla, pero después se inclinó sobre mí.
– ¿Y tú, qué, Lanny? Nunca te han gustado los sermones. ¿Qué haces aquí? ¿Esperas encontrar a alguien, a algún chico en particular? ¿Acaso te has encaprichado con algún muchacho?
Aquello fue toda una sorpresa: el tono desdeñoso, la mirada penetrante. Nunca había dado la más mínima señal de que le importara saber si yo estaba interesada en otro.
– No -dije, sin aliento, apenas capaz de balbucear una respuesta.
Él agarró las riendas despacio, como sopesándolas igual que sopesaría sus palabras.
– Sé que llegará el día en que te veré con otro chico, ¡mi Lanny con otro chico!, y no me va a gustar. Pero así es la vida.
Antes de que yo pudiera recuperarme de la impresión y decirle que estaba en su mano impedirlo – ¡seguro que ya lo sabía!-, había hecho dar la vuelta al caballo y se había adentrado a medio galope en el bosque, dejándome confusa una vez más con la vista fija en él. Jonathan era un enigma. La mayor parte del tiempo, me trataba como a su mejor amiga, con una actitud platónica hacia mí, pero en ocasiones creía reconocer una invitación en su manera de mirarme, o un destello – ¿me atrevería a esperarlo?- de deseo en su inquietud. Ahora que se había alejado, yo no podía seguir pensando en ello… o me volvería loca.
Me apoyé en un árbol y miré al predicador abrirse camino hasta el centro de un pequeño claro frente a la multitud. Era más joven de lo que yo había esperado -Gilbert era el único predicador que yo había conocido, y había llegado a Saint Andrew ya canoso y malhumorado- y caminaba derecho como una baqueta, como si estuviera seguro de que Dios y la justicia estaban de su parte. Era atractivo de una manera que resulta inesperada e incluso incómoda cuando se ve en un predicador, y las mujeres que estaban sentadas más cerca de él se agitaron como pajaritos cuando les dedicó una amplia e inmaculada sonrisa. Y sin embargo, viendo cómo miraba a la multitud mientras se preparaba para empezar (tan seguro como si fueran ya suyos), experimenté un escalofrío siniestro, como si estuviera a punto de ocurrir algo malo.
Empezó a hablar en voz alta y clara, rememorando sus andanzas por el territorio de Maine y describiendo lo acaecido en ellas. Aquella zona se estaba convirtiendo en una copia de Massachusetts, con sus costumbres elitistas. Un puñado de hombres ricos controlaba el destino de sus vecinos. ¿Y qué había significado aquello para las personas normales? Malos tiempos. A la gente corriente no le salían las cuentas. Hombres honrados, padres y maridos, iban a la cárcel y sus tierras se vendían sin contar con las mujeres y los niños. Me sorprendió ver entre la multitud cabezas que asentían.
Lo que la gente quería -lo que los americanos querían, insistió, esgrimiendo su Biblia en el aire- era libertad. No habíamos luchado contra los británicos solo para tener nuevos amos en lugar del rey. Los terratenientes de Boston y los comerciantes que vendían a los colonos no eran más que ladrones que imponían precios escandalosos de usurero, y la ley era su perrito faldero. Sus ojos resplandecían mientras observaba a la multitud, animado por sus murmullos de asentimiento, y dio unas zancadas en su círculo de hierba pisoteada. Yo no estaba acostumbrada a oír opiniones disidentes en voz alta, en público, y me sentí vagamente alarmada por el éxito del predicador.
De pronto, Nevin apareció a mi lado, escrutando las caras alzadas de nuestros vecinos.
– Míralos, qué pasmados boquiabiertos -dijo en tono de burla. No cabía duda de que había heredado el temperamento crítico de nuestro padre. Cruzó los brazos sobre el pecho y soltó un bufido.
– Parecen bastante interesados en lo que dice -comenté.
– ¿Tienes la más remota idea de lo que está diciendo? -Me miró de soslayo-. No lo sabes, ¿a que no? Pues claro que no, no eres más que una tonta. No te enteras de nada.
Fruncí el ceño y me puse las manos en las caderas, pero no respondí porque Nevin tenía razón en un aspecto: yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando aquel hombre. Ignoraba lo que ocurría en el mundo en general.
Nevin señaló a un grupo de hombres que estaban de pie a un lado del abarrotado campo.
– ¿Ves a esos hombres? -preguntó, señalando a Tobey Ostergaard a Daniel Daughtery y a Olaf Olmstrom. Eran tres de los hombres más pobres del pueblo, aunque los menos caritativos habrían dicho que también eran de los más holgazanes-. Están hablando de causar problemas -dijo Nevin-. ¿Sabes lo que es un «indio blanco»?
Hasta la chica más tonta del pueblo habría asegurado que conocía la expresión: meses atrás habían llegado noticias de una sublevación en Fairfax, en la que lugareños disfrazados de indios habían atacado a un funcionario municipal que intentaba presentar un auto judicial a un granjero que retrasaba sus pagos.
– Lo mismo va a pasar aquí -dijo Nevin asintiendo-. He oído a Olmstrom, a Daughtery y a otros hablar de ello con nuestro padre. Quejándose de que los Watford cobran demasiado sin tener derecho… -Los detalles estaban fuera de la comprensión de Nevin: nadie les explicaba a los niños las cuentas y deudas de la tienda de provisiones-. Daughtery dice que es una conspiración contra el hombre corriente -recitó Nevin, pero me pareció que no estaba seguro de que Daughtery dijera la verdad.
– ¿Y qué? ¿A mí qué me importa si Daughtery no paga su deuda a los Watford? -dije con desdén, fingiendo que no me importaba. Pero por dentro estaba escandalizada al pensar que alguien podía incumplir deliberadamente una obligación, ya que nuestro padre nos había enseñado que ese tipo de conducta era vergonzoso, algo que solo se le ocurriría a una persona sin dignidad.
– Podría ser malo para tu Jonathan -dijo Nevin con mala intención, encantado con la oportunidad de meterse con Jonathan-. No son solo los Watford quienes corren peligro si las cosas se ponen mal. El capitán tiene los títulos de su propiedad. ¿Qué pasaría si se negaran a pagar sus rentas? En Fairfax estuvieron luchando tres días. Me han dicho que desnudaron al guardia y le pegaron con palos, y le hicieron volver a casa a pie, desnudo como cuando nació.
– Si ni siquiera tenemos funcionario municipal en Saint Andrew -dije yo, alarmada por el relato de mi hermano.
– Lo más probable es que el capitán envíe a sus leñadores más corpulentos y fuertes a casa de Daughtery para exigirle que pague.
Había un tinte de reverencia en la voz de Nevin; su respeto por la autoridad y el deseo de ver prevalecer la justicia -rasgos de nuestro padre, sin duda- estaban por encima de su deseo de ver a Jonathan sufrir algún revés.
Daughtery y Olmstrom… el capitán y Jonathan… hasta la estirada señorita Watford y su igualmente arrogante hermano… Me avergonzaba mi ignorancia y sentía a mi pesar un respeto por la capacidad de mi hermano para ver el mundo en toda su complejidad. Me pregunté qué otras cosas pasaban sin que yo me enterara.
– ¿Crees que nuestro padre se les unirá? ¿Le detendrán? -susurré, preocupada.
– El capitán no tiene títulos sobre nuestra casa -me informó Nevin, un tanto disgustado porque yo no supiera ya eso-. Padre es el único propietario. Pero yo creo que está de acuerdo con ese tipo. -Señaló con la cabeza al predicador-. Padre vino al territorio, lo mismo que todos los demás, pensando que serían libres, pero no ha resultado así. Algunos lo están pasando mal, mientras los Saint Andrew se hacen ricos. Como te decía… -Dio una patada a la tierra, levantando una nube de polvo seco, y añadió-: Tu chico puede tener problemas.
– No es mi chico -repliqué.
– Pero quieres que sea tu chico -dijo mi hermano en tono de burla-. Aunque solo Dios sabe por qué. Debes de estar un poco tarada, Lanore, para que te guste ese señorito imbécil.
– Le tienes envidia, por eso no te gusta.
– ¿Envidia? -farfulló Nevin-. ¿De ese pavo real? -se burló y se alejó, sin querer reconocer que yo tenía razón.
Unos treinta vecinos siguieron al predicador a casa de los Dale, al otro lado de la cuesta, donde iba a seguir hablando para todos los que quisieran escucharle. Tenían una casa de buen tamaño, pero aun así estábamos muy apretados, ansiosos de continuar oyendo a aquel fascinante orador. La señora Dale encendió el fuego en la gran chimenea de la cocina, porque incluso en verano hacía frío por las noches. Fuera, el cielo se había oscurecido, adquiriendo un tono añil con una brillante franja rosa en el horizonte.
Qué enfadado debía de estar Nevin conmigo; les pedí a mis padres que me dejaran ir a escuchar al predicador, lo que significaba que necesitaba un acompañante, así que mi padre, generosamente, le dijo a Nevin que tenía que ir conmigo. Mi hermano resopló y se puso rojo, pero no podía negarle nada a mi padre, así que vino pisando fuerte detrás de mí hasta la casa de los Dale. Pero Nevin, a pesar de su sensibilidad tradicional, tenía también una vena rebelde, y yo estaba segura de que en secreto le alegraba asistir al resto de la reunión.
El predicador estaba de pie junto al fuego de la cocina y nos escrutó a todos, con una sonrisa de loco en la cara. Visto tan de cerca, el predicador parecía mucho menos un hombre de Dios que en el gran prado. Llenaba la estancia con su presencia, hacía que el aire pareciera enrarecido, como en la cima de una montaña. Empezó por darnos las gracias por habernos quedado con él. Porque había reservado el secreto más importante para compartirlo en aquel momento con nosotros, los que habíamos demostrado que estábamos buscando la verdad. Y aquella verdad era que la Iglesia -fuera cual fuese tu fe, que en aquel territorio era principalmente la congregacionista- era el mayor problema de todos, la institución más elitista, y solo servía para reforzar el statu quo. Esta última declaración arrancó una mueca de desprecio y conformidad a Nevin, que se enorgullecía de ir a la misa católica con nuestra madre y no rozarse los domingos con los padres del pueblo y las familias más privilegiadas en la sala de cultos.
Lo que teníamos que hacer era renunciar a los preceptos de la Iglesia -el predicador dijo esto con aquel brillo llameante de nuevo en los ojos, un brillo que parecía menos pacífico visto de cerca- y adoptar otros nuevos, más adecuados a las necesidades del hombre corriente. Y la primera y más importante de aquellas anticuadas convenciones, dijo, era la institución del matrimonio.
En la abarrotada cocina donde se apretaban treinta cuerpos se hizo el silencio más absoluto.
Ante nosotros, el predicador se movía por su pequeño círculo como un lobo. No era al cariño natural entre hombres y mujeres a lo que ponía objeciones, le aseguró el predicador al grupo. No, era a las restricciones legales del matrimonio, al sometimiento, a lo que él se oponía. Iba contra la naturaleza humana, protestó, ganando confianza al ver que nadie había intentado callarle. Estamos hechos para expresar nuestros sentimientos con aquellos con los que tenemos afinidad natural. Como hijos de Dios, deberíamos practicar el «desposorio espiritual», insistió: elegir compañeros con los que sintiéramos un lazo espiritual.
¿Compañeros?, preguntó una joven, alzando la mano. ¿Más de un marido? ¿O de una mujer?
Los ojos del predicador titilaron. Sí, habíamos oído bien: compañeros, porque un hombre debería tener tantas esposas como mujeres por las que se sintiera espiritualmente atraído, lo mismo que una mujer. Él mismo tenía dos esposas, dijo, y había encontrado esposas espirituales en todos los pueblos que había visitado.
Unas risitas furtivas se extendieron por el grupo, y la habitación se cargó de lujuria reprimida.
El predicador metió los pulgares bajo las solapas de su levita. No esperaba que la gente ilustrada de Saint Andrew aceptara el desposorio espiritual de buenas a primeras, solo porque él lo recomendara. No, suponía que tendríamos que pensar en la idea, reflexionar hasta qué punto dejábamos que la ley determinara nuestras vidas. Sabríamos en nuestros corazones si él nos decía la verdad.
Entonces dio una palmada y borró la expresión seria de su cara, y todo su porte cambió cuando sonrió. ¡Ya estaba bien de tanta charla! Habíamos pasado toda la tarde escuchándole y ya era hora de un poco de diversión. «¡Cantemos algunos himnos, himnos animados, y pongámonos en pie y bailemos!» Aquello era un cambio revolucionario respecto a nuestro habitual oficio en la iglesia. ¿Cánticos animados? ¿Bailar? La idea era herética. Tras un momento de vacilación, varias personas se pusieron en pie, comenzaron a dar palmadas y al poco rato habían empezado a cantar una tonada que más parecía una canción de marineros que un himno.
Le di un codazo a mi hermano.
– Llévame a casa, Nevin.
– Ya has oído bastante, ¿no? -dijo, incorporándose con dificultad-. Yo también. Estoy harto de escuchar las tonterías de este hombre. Espera a que les pida una luz a los Dale. Seguro que el camino está oscuro.
Me situé junto a la puerta de forma bien visible, deseando que Nevin se diera prisa. Aun así, los himnos del predicador me atronaban en los oídos. Vi la cara que ponían las mujeres del grupo cuando él les dirigía su poderosa mirada, las sonrisas en sus rostros. Seguramente imaginaban que estaban con él, o tal vez con otro hombre del pueblo con el que sentían un lazo espiritual… y lo único que ansiaban era que aquellos deseos se pudieran llevar a la práctica. El predicador había defendido el concepto más inimaginable, el desenfreno moral… y sin embargo, era un hombre de la Biblia, un predicador. Había hablado en algunas de las iglesias más respetables de la zona costera, a juzgar por las habladurías que habían llegado al pueblo antes que él. Me pregunté si en realidad aquello le daba algún tipo de autoridad.
Me sentía encendida bajo la ropa, de calor y vergüenza, porque, si había de decir la verdad, a mí también me habría gustado tener libertad para compartir mi cariño con cualquier hombre al que deseara. Por supuesto, en aquel momento, el único hombre al que yo deseaba era Jonathan, pero ¿quién podía asegurar que algún día no se cruzaría otro en mi camino? Alguien, tal vez, tan encantador y atractivo como, por ejemplo, aquel predicador. Entendía que las mujeres lo encontraran interesante. Me pregunté a cuántas esposas espirituales habría conocido el predicador itinerante.
Estando en la puerta, perdida en mis pensamientos y viendo a mis vecinos bailar un reel (¿era mi imaginación o se estaban intercambiando miradas de deseo entre hombres y mujeres mientras se cruzaban girando en la improvisada pista de baile?), me di cuenta de la repentina presencia del predicador ante mí. Con sus ojos penetrantes y sus facciones marcadas, resultaba seductor y parecía consciente de su ventaja, y sonreía de tal manera que se le veían los incisivos, afilados y blancos.
– Te agradezco que hayas venido conmigo y con tus vecinos esta tarde -dijo, inclinando la cabeza-. Supongo que eres una buscadora espiritual, que busca más iluminación, señorita…
– McIlvrae -dije yo, retrocediendo medio paso-. Lanore.
– Reverendo Judah van der Meer. -Me cogió la mano y me apretó las puntas de los dedos-. ¿Qué te ha parecido mi sermón, señorita McIlvrae? Espero que no estés demasiado escandalizada… -Sus ojos titilaron de nuevo, como si se estuviera burlando de mí para divertirse-. Lo digo por la franqueza con que expongo mis creencias.
– ¿Escandalizada? -Me costó pronunciar la palabra-. ¿Por qué, señor?
– Por la idea del desposorio espiritual. Seguro que una joven como tú puede simpatizar con el principio básico, la idea de ser fiel a nuestras pasiones… porque si no me equivoco, pareces una mujer de grandes e intensas pasiones.
Iba ganando vehemencia mientras hablaba, y sus ojos -y no creo que esto me lo imaginara- recorrían mi cuerpo como si lo estuviera haciendo con las manos.
– Y dime, señorita Lanore, pareces estar en edad de casarte. ¿Ya te ha atado tu familia a la esclavitud del compromiso? Sería una pena que una joven como tú pasara el resto de su vida en un lecho matrimonial con un hombre por el que no siente atracción. Qué lástima no conocer la auténtica pasión… -Sus ojos volvieron a brillar como si estuviera a punto de atacar-. La pasión es un regalo de Dios a sus hijos.
El corazón estaba a punto de estallar en mi pecho, y yo era como un conejo encogido ante la visión del lobo. Pero entonces él se echó a reír, me puso una mano en el brazo -enviando un estremecimiento directamente a mi cabeza- y se acercó más a mí, lo suficiente para que sintiera su aliento en la cara y para que un rizo rebelde me rozara la mejilla.
– Vaya, parece que te vayas a desmayar. Creo que necesitas un poco de aire. ¿Quieres ir afuera conmigo?
Ya me había cogido el brazo y no esperó a que yo respondiera, sino que me arrastró al porche. El aire de la noche era mucho más fresco que la atmósfera de la abarrotada casa, y yo respiré hondo hasta que las ballenas de mi corsé no me dejaron aspirar más.
– ¿Mejor? -Cuando yo asentí, él continuó-. Debo decirte, señorita McIlvrae, que me ha alegrado mucho que te unieras a nosotros en este ambiente más íntimo. Tenía la esperanza de que vinieras. Esta tarde en el campo me he fijado en ti y he sabido al instante que tenía que conocerte. He sentido inmediatamente un lazo contigo. ¿Lo has sentido tú también? -Antes de que tuviera ocasión de responder, me cogió la mano-. He pasado la mayor parte de mi vida viajando por el mundo. Tengo sed de conocer gente. De vez en cuando encuentro a alguien extraordinario. Alguien cuya singularidad se puede ver incluso a través de un campo lleno de gente. Alguien como tú.
Tenía los ojos tan brillantes que parecía que tuviera fiebre, la mirada salvaje de alguien que persigue un pensamiento pero es incapaz de centrarse, y yo empecé a asustarme. ¿Por qué me había elegido a mí? Aunque a lo mejor no me había elegido, puede que aquello fuera una tentación a la que sometía a todas las chicas lo bastante impresionables para considerar su oferta de desposorio espiritual. Se apretaba contra mí de una manera demasiado familiar para ser educada, y parecía que disfrutaba con mi angustia.
– ¿Extraordinario? Señor, usted no me conoce de nada. -Lo empujé a un lado, pero él siguió tercamente plantado delante de mí-. Yo no tengo nada de extraordinario.
– Ah, claro que sí. Puedo sentirlo. Tú también tienes que sentirlo. Posees una sensibilidad especial, una naturaleza primordial muy notable. Lo veo en tu delicada y encantadora cara. -Su mano se cernía sobre mi mejilla, como si fuera a tocarme, como si no tuviera más remedio que hacerlo-. Estás llena de deseo, Lanore. Eres una criatura sensual. Te mueres por conocer este lazo físico entre hombre y mujer. Es uno de tus pensamientos obsesivos. Tienes hambre de ello. ¿Existe tal vez un hombre concreto…?
Claro que lo había -Jonathan-, pero me pareció que el predicador me estaba sondeando para ver si me gustaba él.
– No es correcto que hablemos de estas cosas, señor. -Me hice a un lado y traté de sortearlo-. Tengo que entrar…
Volvió a ponerme una mano en el brazo.
– No pretendía incomodarte. Te pido perdón. No hablaré más de ello… pero, por favor, concédeme un minuto más. Tengo una pregunta que debo hacerte, Lanore. Cuando he llegado al campo esta tarde y te he visto, estabas hablando con un joven a caballo. Un muchacho excepcionalmente atractivo.
– Jonathan.
– Sí, ese es el nombre que han mencionado, Jonathan. -El predicador se lamió los labios-. Después, tus vecinos me han dicho que ese joven quizá simpatice con mi filosofía. ¿Crees que podrías arreglarme un encuentro con Jonathan?
Sentí una punzada en la nuca.
– ¿Para qué quiere conocer a Jonathan?
Profirió una risotada gutural, nerviosa.
– Bueno, como te digo, me han comentado que parece un discípulo natural, el tipo de hombre capaz de apreciar la verdad de lo que digo. Podría abrazar la causa y, tal vez, ser una avanzadilla de mi confesión, aquí en esta tierra salvaje.
Le miré a los ojos y vi por primera vez un aspecto verdaderamente maligno en él, un amor por el caos y la destrucción. Se proponía sembrar también aquella maldad en Jonathan, como había intentado sembrarla en nuestro pueblo. Como había pretendido sembrarla en mí.
– Mis vecinos le estaban tomando el pelo, señor. Usted no conoce a Jonathan como le conozco yo. No creo que tenga mucho interés en lo que usted vaya a decir.
¿Por qué sentía que tenía que proteger a Jonathan de aquel hombre? No lo sé. Había algo ominoso en su interés.
Al predicador no le gustó mi respuesta. Puede que supiera que yo estaba mintiendo, o puede que no le agradara ser contrariado. Me dirigió una larga e intimidante mirada, como si estuviera pensando qué hacer a continuación para conseguir lo que quería, y sentí por primera vez auténtico peligro en su presencia, la sensación de que aquel hombre era capaz de todo. Y justo entonces, Nevin apareció delante de nosotros con una antorcha encendida en la mano, y por una vez me alegré de verle.
– ¡Lanore! Te estaba buscando. Ya estoy listo. ¡Vámonos! -bramó.
– Buenas noches -dije y me aparté del predicador, al que esperaba no volver a ver. Su ardiente mirada me escoció en la nuca mientras Nevin y yo nos marchábamos.
– ¿Contenta con tu salida? -me gruñó Nevin mientras bajábamos por el camino.
– No ha sido lo que yo esperaba.
– Lo mismo digo. Ese tipo está chiflado, probablemente a causa de la enfermedad que sin duda tiene -dijo Nevin, aludiendo a la sífilis-. Aun así, me han dicho que cuenta con seguidores en Saco. Me pregunto qué está haciendo aquí, tan al norte.
A Nevin no se le ocurrió que podría haber sido expulsado por las autoridades, que podría estar huyendo. Que en su locura podía ser propenso a visiones y ampulosas profecías, a inculcar ideas en las cabezas de las chicas crédulas y amenazar a las que no estaban tan dispuestas a hacer lo que él quería.
Me apreté el chal alrededor de los hombros.
– Te agradecería que no le contaras a nuestro padre lo que ha dicho el predicador.
Nevin soltó una risa siniestra.
– Mejor será que no. Ya me resulta difícil pensar en sus blasfemias, conque no hablemos de repetírselas a él. ¡Múltiples esposas! ¡«Desposorio espiritual»! No sé lo que haría nuestro padre… pegarme a mí con el látigo y encerrarte a ti en el establo hasta que tengas veintiún años, solo por escuchar las palabras de ese pagano. -Iba meneando la cabeza mientras andábamos-. Pero te diré una cosa: las enseñanzas de ese predicador seguro que le parecen adecuadas a tu chico, Jonathan. Ya ha convertido en esposas espirituales a la mitad de las muchachas del pueblo.
– Ya basta de hablar de Jonathan -dije, guardándome para mí sola el extraño interés del predicador por Jonathan; no deseaba confirmar la mala opinión que Nevin tenía de él-. No hablemos más del asunto.
Estuvimos callados durante el resto de la larga caminata a casa. A pesar del fresco aire de la noche, yo aún sentía un estremecimiento por la siniestra mirada del predicador y el atisbo de su verdadera naturaleza. No sabía cómo interpretar su interés por Jonathan, ni lo que había querido decir con «mi sensibilidad especial». ¿Tan obvio era mi anhelo de experimentar lo que ocurría entre un hombre y una mujer? Sin duda ese misterio era lo fundamental de la experiencia humana. ¿Acaso era antinatural, o especialmente malo, que una chica tuviera curiosidad por ello? A buen seguro, mis padres y el pastor Gilbert pensarían que sí.
Recorrí el solitario camino agitada por dentro y excitada por toda aquella charla explícita sobre el deseo. La idea de conocer a Jonathan -de conocer a otros hombres del pueblo como los conocía Magda- me hacía sentir caliente y húmeda por dentro. Aquella noche se había despertado mi verdadera naturaleza, aunque yo era demasiado inexperta para saberlo, demasiado inocente para darme cuenta de que debería estar alarmada por la facilidad con que se podía encender el deseo dentro de mí. Debería haber luchado contra ello con más firmeza, pero es posible que no hubiera servido de nada, ya que nuestra auténtica naturaleza siempre acaba por imponerse.
Pasaron los años como suelen hacerlo, pareciéndonos que ninguno es distinto del anterior. Pero había pequeñas diferencias evidentes: yo estaba menos dispuesta a seguir las reglas de mis padres y aspiraba a cierta independencia, y me había hartado de los juicios de mis vecinos. El carismático predicador había sido detenido en Saco, juzgado y encarcelado; después se había fugado y había desaparecido misteriosamente. Pero su salida de escena no sirvió para sofocar la inquietud que amenazaba con aflorar. Se notaba en el aire una corriente latente de sedición, incluso en una población tan aislada como Saint Andrew: se hablaba de independizarse de Massachusetts y de convertirse en estado. Si a los terratenientes como Charles Saint Andrew les preocupaba que sus fortunas se vieran afectadas adversamente, no dieron ninguna señal de ello y se guardaron su preocupación para sí.
A mí cada vez me interesaban más estas cuestiones importantes, aunque seguía teniendo pocas oportunidades para dar rienda suelta a mi curiosidad. Parecía que los únicos temas que debían interesarle a una joven pertenecían al dominio doméstico: cómo hacer una hogaza tierna de pan de melaza o cómo sacarle leche a una vaca vieja, lo bien que cosías o la mejor manera de bajarle la fiebre a un niño. Pruebas para demostrar lo preparadas que estábamos para ser esposas, supongo, pero yo tenía poco interés en ese tipo de competición.
Una de las tareas domésticas que menos me gustaban era lavar. La ropa ligera se podía llevar al arroyo para aclararla y escurrirla bien. Pero varias veces al año teníamos que hacer una colada completa, lo que significaba poner un gran caldero al fuego en el patio y pasarse un día entero hirviendo, lavando y secando. Era un trabajo deprimente: meter los brazos en agua hirviendo y lejía, escurrir prendas de lana voluminosas, extenderlas a secar en los arbustos o en ramas de árboles. El día de la colada había que elegirlo cuidadosamente, ya que requería que hiciera buen tiempo y que no hubiera que ocuparse de ninguna otra tarea laboriosa.
Recuerdo uno de aquellos días, a principios de otoño, cuando yo tenía veinte años. Me pareció extraño que mi madre hubiera enviado a Maeve y a Glynnis a ayudar a mi padre con el heno, insistiendo en que ella y yo podíamos encargarnos solas del lavado. Estaba callada aquella mañana, algo nada habitual en ella. Mientras esperábamos que el agua hirviera, estuvo trajinando con los utensilios para lavar: la bolsa de lejía, la lavanda seca y los palos que utilizábamos para remover la ropa en el caldero.
– Ha llegado la hora de que tengamos una conversación importante -dijo por fin mi madre, cuando estábamos al lado del caldero, mirando cómo subían burbujas a la superficie del agua-. Es hora de pensar en que emprendas una vida propia, Lanore. Ya no eres una niña. Tienes edad suficiente para casarte…
A decir verdad, ya casi se me había pasado la mejor edad para casarme, y me había estado preguntando qué se proponían hacer mis padres al respecto. No habían arreglado compromisos para ninguno de sus hijos.
– … Así que tenemos que pensar qué hacer con el señor Saint Andrew. -Contuvo el aliento y me guiñó un ojo.
Me dio un vuelco el corazón al oír sus palabras. ¿Qué otra razón podía tener para sacar a colación el nombre de Jonathan en el contexto del matrimonio, si no fuera que ella y mi padre tenían intención de procurarme un compromiso? Me quedé muda de alegría y sorpresa. Esta última porque sabía que mi padre ya no aprobaba a la familia Saint Andrew. Muchas cosas habían cambiado desde que las familias habían seguido a Charles Saint Andrew al norte. Su relación con el resto del pueblo -los hombres que habían confiado en él- se había tensado.
Mi madre me miró fijamente.
– Te digo esto como madre que te quiere, Lanore. Tienes que dejar tu amistad con el señor Jonathan. Ya no sois unos niños. Seguir de este modo no te hará ningún bien.
No sentí las gotas de agua hirviendo que me caían en la piel ni el vapor del caldero que me humedecía la cara. Le devolví la mirada.
Ella se apresuró a llenar mi horrorizado silencio.
– Tienes que comprenderlo, Lanore. ¿Qué otro chico te va a querer, cuando resulta tan evidente que estás enamorada de Jonathan?
– No estoy enamorada de Jonathan. Solo somos amigos -gruñí.
Ella rió con dulzura, pero aun así me apuñaló el corazón.
– No puedes negar tu amor por Jonathan. Es demasiado evidente, querida, y es igual de evidente que él no siente lo mismo por ti.
– El no tiene que demostrar nada -protesté-. Solo somos amigos, te lo aseguro.
– Sus galanteos son la comidilla del pueblo…
Me pasé una mano por la sudorosa frente.
– Ya estoy enterada. Me lo cuenta todo.
– Escúchame, Lanore -imploró, mirándome aunque yo desviara la mirada-. Es fácil enamorarse de un hombre tan guapo como Jonathan, o tan rico, pero tienes que ser juiciosa. Jonathan no es para ti.
– ¿Cómo puedes decir eso? -La protesta brotó de mis labios aunque no había tenido intención de decir nada semejante-. No puedes saber lo que nos espera, ni a mí ni a Jonathan.
– Ay, niña tonta, no me digas que le has entregado tu corazón… -Me agarró por los hombros y me zarandeó-. No puedes esperar casarte con el hijo del capitán. La familia de Jonathan nunca lo permitiría, jamás, ni tampoco tu padre consentiría. Lamento ser la que te diga esta verdad tan dura…
No hacía falta que lo dijera. Como es lógico, yo sabía que nuestras familias no eran iguales y sabía que la madre de Jonathan tenía grandes aspiraciones en lo referente a los matrimonios de sus hijos. Pero es casi imposible acabar con los sueños de una chica, y yo había forjado aquel desde que podía recordar. Era como si hubiera nacido con el deseo de estar con Jonathan. Siempre había creído en secreto que un amor tan intenso y verdadero como el mío tendría al final su recompensa, y de repente me veía obligada a aceptar la amarga verdad.
Mi madre volvió a su trabajo, cogiendo el largo palo para remover la ropa en el agua hirviendo.
– Tu padre está dispuesto a empezar a buscarte un novio, así que ya ves por qué tienes que poner fin a esa amistad. Tenemos que encontrarte marido antes de buscar novios para tus hermanas -continuó-, conque ya comprenderás lo importante que es esto, ¿verdad, Lanore? No querrás que tus hermanas acaben solteronas.
– No, madre -dije sin ánimo.
Seguía dándole la espalda, mirando a la distancia, esforzándome por no llorar, cuando percibí que algo se movía en el bosque, al otro lado de nuestra casa. Podía ser cualquier cosa, benigna o peligrosa: mi padre y mis hermanas que volvían del henar, alguien que iba de una granja a otra, un ciervo pastando en la hierba. Mis ojos siguieron a la figura hasta poder distinguirla, grande y oscura, de una negrura reluciente y elegante. No era un oso. Era un caballo con su jinete. Solo había un caballo totalmente negro en el pueblo, y pertenecía a Jonathan. ¿Por qué iba a estar Jonathan cabalgando por allí, si no era para verme? Pero había pasado de largo por nuestra casa y parecía ir en dirección a la de nuestros vecinos, los recién casados Jeremiah y Sophia Jacobs. No se me ocurrió ningún motivo para que Jonathan visitara a Jeremiah, ninguno en absoluto.
Levanté una mano para meterme unos rizos sueltos bajo la cofia.
– Madre, ¿no dijiste que Jeremiah Jacobs no iba a estar en casa esta semana? ¿Se ha marchado?
– Sí -dijo ella con aire ausente, removiendo el caldero-. Ha ido a Fort Kent a ver un par de caballos de tiro, y le dijo a tu padre que volvería la semana que viene.
– Y ha dejado a Sophia sola, ¿no? -La reluciente figura había salido de mi campo de visión, entrando en la oscuridad del bosque.
Mi madre murmuró un asentimiento.
– Sí, pero él sabe que no hay motivo para preocuparse. Sophia está segura aunque se queda sola una semana. -Levantó la ropa mojada del caldero con el palo, era un gran bulto humeante y chorreante. Yo la cogí y la llevé bajo el árbol, donde escurrimos la lana entre las dos.
– Prométeme que dejarás a Jonathan y no volverás a buscar su compañía -fue lo último que dijo sobre el asunto.
Pero mis pensamientos estaban en la diminuta casita de nuestros vecinos, y en el caballo de Jonathan esperando inquieto a la puerta.
– Te lo prometo -le dije a mi madre, mintiendo sin reparos, como si no tuviera ninguna importancia.
Mientras el otoño avanzaba y las hojas se ponían rojizas y doradas, la aventura amorosa entre Jonathan y Sophia Jacobs no decayó. Durante aquellos meses, mis encuentros con Jonathan fueron más escasos que nunca y dolorosamente breves. Aunque la culpa no era toda de Sophia -tanto Jonathan como yo teníamos obligaciones que nos quitaban tiempo-, yo la culpé a ella de todo. ¿Qué derecho tenía a acaparar tanto su atención? A mi modo de ver, ella no merecía su compañía. Su peor pecado era estar casada, y al continuar aquella relación estaba forzando a Jonathan a faltar a la moral cristiana. Lo estaba condenando al infierno junto con ella.
Pero las razones para no merecerlo no acababan ahí. Sophia distaba mucho de ser la chica más guapa del pueblo; según mis cuentas, había por lo menos veinte chicas de edad aproximada que eran más guapas que ella, aun excluyéndome yo de ese grupo por razones de modestia. Además, ella no tenía ni la posición social ni la riqueza necesarias para ser una compañía adecuada para un hombre de la categoría de Jonathan. Sus habilidades domésticas eran deficientes: su costura era pasable, pero los pasteles que llevaba a las reuniones de la iglesia eran pesados y estaban mal cocidos. Sophia era lista, no cabía duda, pero si alguien debía elegir a la mujer más inteligente del pueblo, su nombre no sería de los primeros que le vendrían a la mente. Así que ¿en qué se basaba exactamente para reclamar a Jonathan, quien solo debía tener lo mejor?
Hilé el lino de finales del verano pensando en aquella extraña situación, maldiciéndole por ser inconstante. Al fin y al cabo, aquel día en el campo de McDougal, ¿no había dicho que se pondría celoso si yo me enredara con otro chico del pueblo? Y sin embargo, estaba cortejando en secreto a Sophia Jacobs. Una muchacha menos enamorada habría sacado conclusiones de su conducta, pero yo no lo hice, prefiriendo creer que Jonathan aún me elegiría a mí si conociera mis sentimientos. Los domingos, después del oficio religioso, vagabundeaba sola lanzando miradas no correspondidas en dirección a Jonathan, con la esperanza de decirle lo mucho que le deseaba. Recorrí los caminos que llevaban a la casa de los Saint Andrew preguntándome qué estaría haciendo Jonathan en aquel momento, y soñaba despierta intentando imaginar la sensación de las manos de Jonathan en mi cuerpo, cómo sería estar apretada bajo él, comida a besos. Me sonroja pensar en lo inocente que era entonces mi concepto del amor. Tenía una idea virginal del amor, como si fuera algo casto y cortés.
Sin Jonathan, estaba sola. Era una anticipación de lo que iba a ser mi vida cuando Jonathan se casara y se ocupara del negocio de su familia… y yo estuviera casada con otro. Los dos quedaríamos cada vez más encerrados en nuestros pequeños mundos y nuestros caminos estaban destinados a no cruzarse más. Pero aquel día aún no había llegado… y Sophia Jacobs no era la esposa legítima de Jonathan. Era una entrometida que pretendía adueñarse de su corazón.
Un día, justo después de las primeras heladas, Jonathan fue a verme. Qué diferente se le veía, como si hubiera envejecido años. Tal vez fuera solo que la alegría de su porte había desaparecido; parecía serio, muy adulto. Me encontró en el henar con mis hermanas, recogiendo los últimos restos del heno dejado a secar durante el verano y metiéndolos en el granero, donde guardábamos la alfalfa que alimentaría a las vacas durante el largo invierno.
– Deja que te ayude -dijo, bajando de un salto de su caballo.
Mis hermanas, vestidas como yo con ropas viejas y pañuelos atados a la cabeza para sujetar el pelo, le miraron de reojo y soltaron unas risitas.
– ¡No seas ridículo! -Miré su fina casaca de lana y sus pantalones de piel de cierva. Apalear heno es un trabajo desagradable y sudoroso. Además, yo todavía estaba dolida por su deserción y me dije que no quería saber nada de él-. Solo dime qué te ha traído aquí.
– Me temo que mis palabras son solo para ti. ¿Podemos al menos apartarnos un poco? -preguntó, y saludó con la cabeza a mis hermanas para mostrar que no pretendía faltarles al respeto.
Tiré mi horquilla al suelo, me quité los guantes y empecé a caminar en dirección al bosque.
El iba a mi lado, conduciendo su caballo con la rienda floja.
– Bueno, hace bastante que no nos vemos, ¿eh? -empezó, de un modo poco convincente.
– No tengo tiempo para cortesías -le dije-. Tengo trabajo que hacer.
Él abandonó por completo su pretexto.
– Ah, Lanny, nunca he podido engañarte. He echado de menos tu compañía, pero no es por eso por lo que he venido aquí hoy. Necesito tu consejo. No se me da bien juzgar mis propios problemas y tú siempre parece que ves las cosas claras, se trate de lo que se trate.
– Puedes dejar de intentar halagarme -dije, limpiándome la frente con una manga sucia-. No soy el rey Salomón. Hay en el pueblo personas mucho más inteligentes a las que podrías recurrir, así que el hecho de que hayas venido a mí significa que tienes algún tipo de problema que no te atreves a comentar con nadie más. Vamos, suéltalo. ¿Qué has hecho esta vez?
– Tienes razón. No puedo acudir a nadie más que a ti. -Jonathan volvió su bello rostro hacia otro lado, avergonzado-. Es Sophia. Eso ya lo habrás adivinado, seguro, y sé que el suyo es el último nombre que querrías oír…
– No tienes ni idea -murmuré, enrollándome la cintura de la falda para que no rozara el suelo.
– La nuestra ha sido una relación bastante feliz durante estos meses, Lanny. Nunca lo habría imaginado. Somos tan diferentes… Y sin embargo, he llegado a disfrutar inmensamente con su compañía. Tiene una mentalidad abierta y no le da miedo explicarse. -Hablaba sin darse cuenta de que yo me había detenido en seco, con la boca abierta. ¿No le había contado yo todo lo que me pasaba por la cabeza? Bueno, tal vez no se lo había contado todo en algunas cuestiones, pero ¿no habíamos conversado como iguales, como amigos? Era desquiciante que la conducta de Sophia le pareciera tan singular y notable-. Y es aún más extraordinario si consideramos la familia de la que procede. Cuenta unas cosas de su padre: que es borracho y jugador, que pega a su mujer y a sus hijas…
– Tobey Ostergaard -dije yo. Me sorprendía que Jonathan no conociera la mala reputación de Tobey, pero aquello solo demostraba lo aislado que estaba del resto del pueblo. Los problemas de Ostergaard eran bien conocidos. Nadie tenía buena opinión de él como padre y cabeza de familia. Tobey era mal granjero y cavaba tumbas los fines de semana para ganar dinero extra, que solía gastar en bebida-. Su hermano se escapó de casa hace un año -le dije a Jonathan-. Se peleó con su padre y Tobey le pegó en la cara con la pala de cavar tumbas.
Jonathan parecía sinceramente horrorizado pensando en Sophia.
– Esa infancia tan violenta ha endurecido a Sophia, y sin embargo no se ha vuelto insensible ni amargada, ni siquiera después de su deplorable matrimonio. Lamenta mucho haber accedido al casamiento, sobre todo ahora que… -No concluyó la frase.
– Ahora que… ¿qué? -quise averiguar, con el miedo atenazándome la garganta.
– Me ha dicho que está embarazada -soltó Jonathan, volviéndome la espalda-. Jura que el niño es mío. No sé qué hacer.
Su expresión era una máscara de terror y, sí, de aprensión por tener que contarme aquello. Le habría abofeteado si no fuera tan evidente que en realidad no deseaba hacerme daño. Aun así, yo quería echárselo en cara: había estado tonteando con aquella mujer durante meses. ¿Qué esperaba? Tenía suerte de que no hubiera ocurrido antes.
– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.
– Sophia lo ha dejado claro. Quiere que nos casemos y criemos al niño juntos.
Una risa amarga brotó de mis labios.
– Debe de estar loca. Tu familia jamás lo permitirá.
Me dirigió una mirada fugaz e irritada que me hizo arrepentirme de mi estallido. Lo intenté de nuevo en un tono más conciliador.
– ¿Qué es lo que tú quieres hacer?
Jonathan meneó la cabeza.
– Te lo aseguro, Lanny, no sé qué pensar de este asunto.
Pero yo no estaba segura de creerle. Algo en su tono de voz me decía que ocultaba pensamientos que no se atrevía a expresar. Parecía muy cambiado respecto al Jonathan que yo conocía, el granuja que tenía planeado permanecer sin ataduras el mayor tiempo posible.
Si tan solo supiera lo mucho que me afectaba su problema… Por una parte, parecía tan desdichado y tan incapaz de ver claro el camino que me daba pena. Por otra parte, mi orgullo escocía como la piel recién desollada. Di vueltas a su alrededor, con un puño apretado contra los labios.
– Bueno, vamos a pensar en ello con claridad. Seguro que sabes tan bien como yo que hay remedios para este tipo de situaciones. Tiene que ir a ver a la comadrona… -Me acordé de Magda; seguro que ella sabía cómo ocuparse de aquella desgracia, que siempre era una posibilidad en su trabajo-. He oído que con una tintura de hierbas o con algún otro método puede resolverse el problema.
Ruborizado, Jonathan negó con la cabeza.
– Ella no quiere. Desea tener el niño.
– ¡Es que no puede! Sería una locura proclamar de ese modo su mala acción.
– Si portarse así es un signo de locura, entonces es verdad que no está en su sano juicio.
– ¿Y qué me dices de… tu padre? ¿No has pensado en pedirle consejo a él? -La sugerencia no era del todo disparatada. Charles Saint Andrew tenía fama de acosar a sus sirvientas y probablemente se había encontrado en la situación de Jonathan una o dos veces.
Jonathan resopló como un caballo arisco.
– Supongo que tendré que decírselo al viejo Charles, aunque no me entusiasma la idea. Él sabrá qué hacer con Sophia, pero me da miedo el posible resultado.
Aquello quería decir, supuse yo, que Charles obligaría a su hijo a cortar todos los lazos con Sophia y, con niño o sin niño, no se volverían a ver. O peor aún, podría insistir en contárselo a Jeremiah, y este quizá solicitara el divorcio de su adúltera esposa e iniciara un proceso contra Jonathan. También cabía la posibilidad de que extorsionara a los Saint Andrew, accediendo a criar al niño como propio si se le pagaba por su silencio. No se podía saber qué ocurriría una vez que Charles Saint Andrew interviniera.
– Querido Jonathan… -murmuré, rebuscando en mi mente para encontrar un consejo que darle-. Lamento tu desgracia. Pero antes de que acudas a tu padre, déjame que me lo piense un día. Puede que se me ocurra una solución.
– Queridísima Lanny… -dijo él, mirando por encima del hombro hacia mis hermanas, que en ese momento estaban ocultas de nuestra vista detrás de un montón de heno-. Como siempre, eres mi salvación.
Antes de que pudiera darme cuenta, me agarró por los hombros y me atrajo hacia él, casi levantándome de puntillas, para besarme. Pero no fue un besito fraternal; lo forzado de su beso era un recordatorio de que podía utilizar mi deseo a voluntad, de que yo era suya. Me apretó con fuerza contra él, pero también él temblaba; los dos estábamos jadeando cuando me soltó.
– Eres mi ángel -susurró con voz ronca en mi oído-. Sin ti, estaría perdido.
¿Sabía lo que hacía al decirle aquellas cosas a alguien desesperadamente enamorada de él? Aquello hizo que me preguntara si se proponía involucrarme para que me ocupara de aquel desagradable asunto suyo, o si simplemente había acudido en busca de apoyo moral a la única chica de la que podía estar seguro de que le amaría hiciera lo que hiciera. Me gustaba pensar que una parte de él me amaba de un modo tan puro y que lamentaba haberme decepcionado. La verdad es que no puedo decir que conociera entonces las verdaderas intenciones de Jonathan; dudo que lo supiera él mismo. Al fin y al cabo, era un joven que se veía en un grave apuro por primera vez; es posible que Jonathan se hiciera la ilusión de que, si Dios podía perdonarle su pecado, él se enmendaría y se daría por satisfecho con una chica que le amaría ciegamente.
Volvió a subir a la silla y saludó cortés con la cabeza a mis hermanas antes de hacer que su caballo diera la vuelta en dirección a su casa. Y antes de que hubiera llegado al borde del campo y desapareciera de mi vista, se me ocurrió una idea, porque yo era una chica lista, y nunca me concentraba más que cuando se trataba de Jonathan.
Decidí visitar a Sophia al día siguiente y hablar con ella en privado. A fin de que no se notara mi ausencia, esperé hasta después de encerrar a nuestras gallinas en el gallinero para que pasaran la noche, antes de emprender el camino hacia la granja de los Jacobs. Su finca era mucho más tranquila que la nuestra, principalmente porque tenían menos ganado y porque solo estaban el marido y la mujer para encargarse de todas las tareas. Entré a hurtadillas en el establo, con la esperanza de no encontrarme con Jeremiah y sí con Sophia, y efectivamente la encontré encerrando tres corderos mugrientos en un pesebre para pasar la noche.
– ¡Lanore! -Se sobresaltó y se llevó las manos al corazón.
Sophia iba ligera de ropa para estar fuera, con solo un chal de lana sobre los hombros en lugar de una capa que la resguardara del frío. Tenía que estar enterada de mi amistad con Jonathan, y Dios sabía lo que él le habría contado de mí (aunque puede que yo fuera una tonta al creer que pensaba en mí cuando no estaba conmigo). Me dirigió una mirada gélida, sin duda preocupada por la razón de mi visita. Yo debía de parecerle una niña, aunque solo era unos años más joven, dado que aún no estaba casada y todavía vivía bajo el techo de mis padres.
– Perdona que venga a verte sin avisar, pero tenía que hablar contigo a solas -dije, mirando por encima del hombro para asegurarme de que su marido no andaba cerca-. Hablaré claramente, ya que no hay tiempo para sutilezas. Creo que sabes de qué he venido a hablar contigo. Jonathan me lo ha contado…
Se cruzó de brazos y me obsequió con una mirada desafiante.
– Conque te lo ha contado, ¿eh? ¿Tenía que presumir ante alguien de haberme dejado embarazada?
– ¡Nada de eso! Si crees que le alegra que vayas a tener un niño…
– Un niño suyo -insistió-. Y ya sé que no le alegra.
Entonces supe por dónde atacar. Había estado pensando en lo que le diría a Sophia desde el momento en que Jonathan se había alejado cabalgando el día anterior. Jonathan había acudido a mí porque necesitaba a alguien que fuera implacable con Sophia en su nombre. Alguien que pudiera dejarle clara la debilidad de su posición. Sophia sabría que yo comprendía a qué se enfrentaba; así habría menos espacio para conjeturas y para apelar a las emociones. Me aseguré a mí misma que no estaba haciendo aquello porque odiara a Sophia, ni por resentimiento de que hubiera ocupado mi lugar en la vida de Jonathan. No, yo conocía a Sophia y sabía lo que era. Estaba salvando a Jonathan de la trampa de aquella bruja astuta.
– Con el debido respeto, tengo que preguntarte qué pruebas tienes de que el niño es de Jonathan. Solo contamos con tu palabra y… -Hice una pausa, dejando que mi insinuación quedara flotando en el aire.
– ¿Es que ahora eres la abogada de Jonathan? -Se puso colorada cuando yo no mordí el anzuelo-. Sí, tienes razón, podría ser de Jeremiah o de Jonathan, pero yo sé que es de Jonathan. Lo sé. -Se rodeó el vientre con las manos aunque aún no mostraba ninguna señal de embarazo.
– ¿Esperas que Jonathan arruine su vida porque tú afirmas que estás segura?
– ¡¿Arruinar su vida?! -chilló-. Y mi vida, ¿qué?
– Eso, y tu vida, ¿qué? -dije, irguiéndome tanto como pude-. ¿Has pensado en lo que ocurrirá si acusas públicamente a Jonathan de ser el padre de tu hijo? Lo único que conseguirás será que todos sepan que eres una perdida…
Sophia resopló, girando sobre sus talones para alejarse de mí, como si no pudiera soportar oír una palabra más.
– …Y él lo negará todo. Negará que pueda ser el padre del niño. ¿Y quién te creerá a ti, Sophia? ¿Quién creerá que Jonathan Saint Andrew decidió tontear contigo cuando podía elegir entre todas las mujeres del pueblo?
– ¿Que Jonathan me va a negar? -preguntó, incrédula-. No gastes más aliento, Lanore. No me vas a convencer de que mi Jonathan me negaría.
«Mi Jonathan», había dicho. Me ardieron las mejillas, se me aceleró el corazón. No sé de dónde saqué el descaro para soltarle a Sophia todas las maldades que le dije a continuación. Era como si hubiera otra persona oculta dentro de mí, con cualidades que yo no poseía ni en sueños, y esa persona oculta hubiera sido conjurada de mi interior con la misma facilidad con que se conjura al genio de una lámpara. Estaba ciega de rabia; lo único que sabía era que Sophia estaba amenazando a Jonathan, amenazando con arruinar su futuro, y yo jamás permitiría que alguien le hiciera daño. Él no era su Jonathan, era mío. Yo lo había reclamado años atrás en el vestíbulo de la iglesia, y por tonto que pueda parecer, aquel sentido de posesión germinó en mí y arraigó con fuerza.
– Serás el hazmerreír de todos: la mujer más vulgar de Saint Andrew asegurando que el hombre más deseado del pueblo es el padre de su hijo, y no el patán de su marido. El patán al que ella desprecia.
– Pero es que es hijo suyo -dijo ella, desafiante-. Jonathan lo sabe. ¿No le importa lo que pueda sucederle a la carne de su carne?
Callé un instante al sentir una punzada de culpabilidad.
– Hazte un favor, Sophia, y olvídate de tu alocado plan. Tienes un marido. Dile que el niño es suyo. Le alegrará la noticia. Seguro que Jeremiah quiere tener hijos.
– Los quiere, pero hijos suyos -masculló ella-. No puedo mentirle a Jeremiah acerca de la paternidad del niño.
– ¿Por qué no? Sin duda le has mentido acerca de tu fidelidad -dije sin la menor compasión. Su odio era tan evidente en aquel momento que pensé que podía atacarme como una serpiente.
Había llegado el momento de clavarle la estaca en el corazón. La miré de arriba abajo con los ojos entornados.
– ¿Sabes? El castigo por adulterio para la mujer, si está casada, es la muerte. Esta es todavía la postura de la Iglesia. Piensa en ello, si insistes en seguir adelante con tu decisión. Te cavarás tu propia tumba.
Era una amenaza sin fundamento: ninguna mujer sería condenada a muerte por ser adúltera en Saint Andrew, ni en ningún pueblo fronterizo donde las mujeres en edad de tener hijos eran escasas. El castigo para Jonathan, si por improbables circunstancias los vecinos decidían que era culpable, sería pagar el impuesto de bastardía y tal vez sufrir el ostracismo durante algún tiempo por parte de algunos de los más beatos del pueblo. Sin ninguna duda, Sophia cargaría con la mayor parte del peso.
Sofía daba vueltas en círculos como si buscara atormentadores invisibles.
– ¡Jonathan! -exclamó, aunque no lo bastante alto para que su marido la oyera-. ¿Cómo puedes tratarme así? Esperaba que te comportaras honorablemente. Pensé que esa era la clase de hombre que eras. Y en cambio… -Me lanzó otra mirada venenosa a través de las lágrimas-. Me envías a esta víbora para que haga el trabajo sucio por ti. No creas que no sé por qué haces esto -masculló, señalándome con el dedo-. Todo el pueblo sabe que estás enamorada de él, pero que él no te quiere. Tienes celos, te lo digo yo. Jonathan nunca te enviaría a tratar conmigo de esta manera.
Yo me había preparado para mantener la calma. Me alejé unos pasos de ella arrastrando los pies, como si estuviera loca o fuera peligrosa.
– Pues claro que él me ha enviado a verte. Si no, ¿cómo iba a saber yo que estás embarazada? Ha desistido de hacerte entrar en razón y me ha pedido que hable contigo, de mujer a mujer. Y como mujer, te digo: sé lo que te propones. Te estás sirviendo de su tropiezo para mejorar tu suerte, para cambiar a tu marido por alguien importante. Puede que ni siquiera estés embarazada. Yo te veo igual que siempre. En cuanto a mi relación con Jonathan, tenemos una amistad especial, pura y casta… y más fuerte que la de un hermano y una hermana, aunque no espero que tú comprendas esto -dije altivamente-. No pareces capaz de entender que exista una relación con un hombre que no implique levantarte la falda. Piensa bien en ello, Sophia Jacobs. Es tu problema, y la solución está en tus manos. Elige el camino más fácil. Dale a Jeremiah un hijo. Y no te vuelvas a acercar a Jonathan. Él no quiere verte -terminé con firmeza, y salí del establo.
Por el camino de regreso a casa iba temblando de miedo y de triunfo, ardiendo de nerviosismo a pesar del aire frío. Había hecho acopio de todo mi valor para defender a Jonathan y lo había hecho con una determinación que no sabía que poseía. Pocas veces había alzado la voz y nunca me había impuesto de manera tan vehemente sobre nadie. Saber que poseía aquel poder interior asustaba, pero también era una revelación excitante. Volví a casa atravesando el bosque, exultante y sonrojada, convencida de que podía hacer cualquier cosa.
Un ruido me despertó a la mañana siguiente: un disparo de mosquete, con bala y pólvora. Que se disparara un mosquete a aquella hora significaba problemas: un incendio en casa de un vecino, un asalto, un terrible accidente. Aquel tiro procedía de la dirección de la granja de los Jacobs; lo supe en el momento de oírlo.
Me eché la manta sobre la cabeza, fingiendo que dormía, escuchando los murmullos que venían de la cama de mis padres en la planta baja. Oí que mi padre se levantaba, se vestía y salía por la puerta. Después se levantó mi madre, echándose una colcha sobre los hombros e iniciando las tareas que realizaba cada mañana: encender el fuego y poner una olla de agua a hervir. Yo me di la vuelta para incorporarme, sin ganas de poner los pies en el frío suelo de tablones y empezar lo que se anunciaba como un día extraño y desdichado.
Mi padre volvió a entrar, con una expresión sombría.
– Vístete, Nevin. Tienes que venir conmigo -le dijo al bulto que refunfuñaba en la cama de la planta baja.
– ¿Tengo que ir? -oí que preguntaba mi hermano con voz soñolienta-. Hay que dar de comer al ganado.
– ¡Yo voy contigo, padre! -grité desde el desván mientras me vestía a toda prisa. El corazón ya me latía con tal fuerza que iba a resultarme imposible quedarme en casa y esperar noticias de lo que había ocurrido. Tenía que ir con mi padre en respuesta a la señal de alarma.
Había caído nieve por la noche, la primera de la temporada, y procuré despejarme la mente mientras caminaba detrás de mi padre, concentrándome solo en pisar las huellas que él dejaba en la nieve reciente. Mi aliento flotaba en el aire cortante y me goteaba la nariz.
En una depresión delante de nosotros se alzaba la granja de los Jacobs, un cuadrado pardo en la amplia extensión de nieve blanca. Había empezado a congregarse gente, pequeñas y lejanas siluetas oscuras sobre la nieve, y estaban acudiendo más a la granja desde todas las direcciones, a pie y a caballo; pisar de nuevo aquel lugar hizo que volviera a acelerárseme el corazón.
– ¿Vamos a casa de los Jacobs? -pregunté a la espalda de mi padre.
– Sí, Lanore. -Fue una respuesta seca, aunque no huraña, con su habitual economía de palabras.
Yo apenas podía contener mi ansiedad.
– ¿Qué crees que ha pasado?
– Supongo que pronto lo averiguaremos -dijo él pacientemente.
Había un representante de cada familia del pueblo -excepto de los Saint Andrew, pero ellos vivían en el extremo más alejado del pueblo y era difícil que hubieran oído el disparo-, todos con capas de ropa mal combinadas: batas de casa, faldones de camisón asomando bajo una levita, y con el pelo sin peinar. Seguí a mi padre a través de la desordenada multitud hasta que tuvimos que abrirnos paso a codazos para llegar a la puerta delantera, donde Jeremiah estaba arrodillado en la nieve pisoteada y llena de barro. Era evidente que se había metido en sus pantalones a toda prisa; los cordones de sus botas estaban sin atar y una colcha le cubría los hombros. Su antiguo trabuco, el fusil que había dado la alarma, estaba apoyado en el entablado de la fachada. Tenía la cara grande y fea distorsionada por la angustia, los ojos rojos y los labios agrietados y sangrantes. Por lo general era un hombre tan poco expresivo que aquella imagen resultaba estremecedora.
El reverendo Gilbert se abrió camino a empujones y después se agachó para poder hablar en voz baja al oído de Jeremiah.
– ¿Qué ocurre, Jeremiah? ¿Por qué has hecho sonar la alarma?
– No está, reverendo…
– ¿Quién no está?
– Sophia, reverendo. Se ha ido.
El tono apagado de su voz provocó una oleada de murmullos en la multitud; todos le susurraban algo a la persona que estaba a su lado, excepto mi padre y yo.
– ¿Que se ha ido? -Gilbert puso las manos en las mejillas de Jeremiah, acunando su rostro-. ¿Cómo que se ha ido?
– Se ha ido, o alguien se la ha llevado. Cuando me desperté, no estaba en casa. Ni en el corral, ni en el establo. Falta su capa, pero sus cosas aún están aquí.
Enterarme de que Sophia -tal vez por rabia, tal vez porque sentía que no tenía nada que perder- no le había revelado mi visita a Jeremiah alivió una opresión que sentía en el pecho y de la que no había sido consciente hasta entonces. En aquel momento, que Dios me perdone, lo que más me preocupaba no era que una mujer vagara desconsolada por el gran bosque, sino mi participación en su desgracia.
Gilbert meneó su cabeza blanca.
– Jeremiah, seguro que solo ha salido un rato, tal vez a dar un paseo. Volverá a casa pronto y sentirá haber preocupado a su marido. -Pero mientras decía aquello, todos sabíamos que se equivocaba. Nadie salía a pasear por gusto con un tiempo tan frío, a primera hora de la mañana.
– Cálmate, Jeremiah. Te vamos a llevar adentro para que entres en calor, antes de que se te congelen los huesos. Quédate aquí con la señora Gilbert y la señorita Hibbins, ellas cuidarán de ti mientras los demás buscamos a Sophia. ¿Verdad, vecinos?
Gilbert dijo esto con falso entusiasmo, mientras ayudaba al hombretón a ponerse en pie y se volvía hacia nosotros. Las especulaciones se transmitieron en forma de miradas de reojo entre marido y mujer, entre vecino y vecino – ¿de modo que la recién casada había abandonado a su marido?-, pero nadie tuvo valor para hacer otra cosa más que aceptar la sugerencia del pastor. Las dos mujeres acompañaron a Jeremiah, confuso y tambaleante, al interior de su casa, y el resto de nosotros nos dividimos en grupos. Buscamos una hilera de pisadas en la nieve que se alejara de la casa, con la esperanza de que el rastro de Sophia no hubiera sido borrado por los que habíamos acudido al disparo de Jeremiah.
Mi padre encontró un conjunto de pequeñas pisadas que podrían ser de Sophia, y los dos empezamos a seguir sus pasos. Con mis ojos fijos en la nieve, mi mente trató de anticiparse a los hechos, preguntándose qué habría hecho salir a Sophia de su casa. Puede que Sophia hubiera reflexionado sobre mis palabras toda la noche y se hubiera despertado con la decisión tomada de pedirle cuentas a Jonathan. ¿Cómo no iba a tener algo que ver nuestra conversación con su desaparición? El corazón me latía desbocado mientras seguíamos las pisadas que yo temía que condujeran a la casa de los Saint Andrew, hasta que la nieve desapareció en la profundidad del bosque, y con ella el rastro de Sophia.
A partir de entonces mi padre y yo dejamos de seguir un sendero visible. El suelo del bosque era una mareante mezcla de terreno pelado y duro y clapas dispersas de nieve y de hojas muertas. Yo no tenía ni idea de si mi padre estaba viendo señales reveladoras del paso de Sophia -ramas partidas, hojas aplastadas- o si seguía adelante por puro sentido del deber. Íbamos andando paralelos al río, con el sonido del Allagash a mi izquierda. Por lo general, el sonido del agua corriendo sobre la roca me resultaba reconfortante, pero aquel día no fue así.
Sophia debía de tener una razón muy poderosa para aventurarse sola en el bosque. Únicamente los vecinos más audaces iban solos al bosque, porque era fácil perderse en su uniformidad. Hectárea tras hectárea, el bosque se desplegaba en un sinnúmero de abedules, abetos y pinos, además de la regularidad de las rocas que se abrían camino a través del suelo del bosque, todas cubiertas de caprichosos musgos o jaspeadas de líquenes.
Tal vez debería haberle dicho antes algo a mi padre, para que supiera que su sacrificio de buen vecino era innecesario y que lo más probable era que Sophia hubiera ido a ver a un hombre, un hombre con el que no debía seguir relacionándose. Que podía estar a salvo y caliente en una habitación con aquel hombre mientras nosotros luchábamos contra el frío y la humedad. Me imaginé a Sophia apresurándose por el sendero, escabullándose de su infeliz hogar para ir con Jonathan, su amante. Jonathan, compasivo y desconcertado, que sin duda la acogería. Se me retorció el estómago al pensar en ella metida en la cama de Jonathan, al pensar en que ella había ganado y yo había perdido… y Jonathan ahora era suyo.
Al cabo de un rato nos dirigimos al río y caminamos un trecho siguiendo la orilla. En cierto momento, mi padre se detuvo y abrió un agujero en una capa fina de hielo para meter la mano y beber. Entre sorbo y sorbo me miraba, no sin curiosidad.
– No sé cuánto tiempo más tendremos que buscar. Ya puedes irte a casa, Lanore. Este no es sitio para una joven. Debes de estar helada.
Negué con la cabeza.
– No, no, padre. Me gustaría seguir un poco más.
Me sería imposible esperar noticias en casa. Me volvería loca o sin el menor pudor correría a casa de Jonathan y me enfrentaría a Sophia. Podía verla, ufana, triunfante. En aquel momento, no creo que hubiera odiado a nadie tanto como la odiaba a ella.
Fue mi padre quien la vio primero. Había estado escudriñando a su alrededor, mientras yo lo único que podía hacer era mantener los ojos fijos en el irregular terreno que tenía bajo los pies. Encontró el cadáver congelado atrapado en un remolino formado por un árbol caído, casi oculto en una maraña de cañas y lianas silvestres. Flotaba boca abajo, enredada en un grupo de espadañas, con el delicado cuerpo estirado y los pliegues de la falda y el largo cabello moviéndose en la superficie del agua. Su capa estaba en la orilla, cuidadosamente doblada.
– No mires, niña -dijo mi padre, intentando darme la vuelta por los hombros. Yo no podía apartar la mirada de ella.
Mi padre dio voces de llamada mientras yo solo era capaz de mirar aturdida el cadáver. Otros buscadores llegaron corriendo a través del bosque, siguiendo las voces de mi padre. Dos de los hombres se metieron en el agua helada para arrancar su cuerpo de la maraña de hierbas congeladas y el fino manto de hielo que había empezado a cubrirla. Extendimos su capa en el suelo y tendimos su cuerpo en ella, con la empapada tela pegándose a sus piernas y su torso. Tenía toda la piel azulada y sus ojos, gracias a Dios, estaban cerrados.
Los hombres la envolvieron en su capa y se turnaron para agarrar los bordes, utilizándola como camilla para llevar el cadáver de Sophia a su casa, mientras yo caminaba detrás de ellos. Me castañeteaban los dientes y mi padre se acercó a frotarme los brazos en un intento de hacerme entrar en calor, pero no sirvió de nada porque yo temblaba y tiritaba de miedo, no de frío. Me apreté los brazos contra el pecho, temiendo vomitar delante de mi padre. Mi presencia sofocó la discusión entre los hombres, que se abstuvieron de especular acerca de la razón por la que Sophia se hubiera suicidado. Pero en general se pusieron de acuerdo en que no había que decirle al pastor Gilbert lo de la capa colocada deliberadamente en la orilla. Él no debía saber que Sophia se había quitado la vida.
Cuando mi padre y yo llegamos a casa, corrí derecha a la lumbre y me mantuve tan cerca que el fuego me lastimó la cara, pero ni aquel calor consiguió que dejara de temblar. «No te pongas tan cerca», me reprendió mi madre mientras me ayudaba a quitarme la capa, temiendo sin duda que cayera una pavesa sobre la capa. Yo me habría alegrado. Merecía arder como una bruja por lo que había hecho.
Pocas horas después, mi madre se acercó a mí, cuadró los hombros y dijo:
– Voy a ir a casa de los Gilbert para ayudar… con los preparativos para Sophia. Creo que deberías venir conmigo. Ya es hora de que empieces a ocupar tu puesto entre las mujeres de este pueblo y aprendas a cumplir con algunas de las tareas que se esperan de ti.
Para entonces, yo me había puesto una gruesa bata, seguía acurrucada junto al fuego y me había bebido una jarra de sidra caliente con ron. El alcohol había ayudado a tranquilizarme, a aplacar el impulso de ponerme a gritar y confesar, pero sabía que me vendría abajo si tenía que enfrentarme al cadáver de Sophia, incluso en presencia de las otras mujeres del pueblo.
Me alcé del suelo apoyándome en un codo.
– No puedo. No me siento bien. Todavía tengo frío…
Mi madre me tocó con el dorso de los dedos, primero la frente y después el cuello.
– Yo más bien diría que estás ardiendo de fiebre. -Me miró con recelo, como si dudara, y después se incorporó del suelo-. Está bien, por esta vez y teniendo en cuenta por lo que has pasado antes… -Dejó la frase sin terminar y me miró desde lo alto una vez más, de una manera que no supe descifrar bien, y salió por la puerta.
Más adelante me contó lo que había pasado en casa del pastor, cómo las mujeres prepararon el cuerpo de Sophia para el entierro. Primero, la pusieron junto al fuego para descongelarla, después le limpiaron la boca y la nariz de lodo, y le peinaron cuidadosamente el cabello. Mi madre describió lo blanca que se le había puesto la piel por el tiempo pasado en el río, y dijo que estaba llena de finos arañazos rojos, de cuando la corriente arrastró el cadáver por las rocas sumergidas. Le pusieron su mejor vestido, de un amarillo tan claro que casi parecía marfil, adornado con bordados hechos por ella misma, y lo ajustaron a su delgado cuerpo con frunces y alfileres. No se hizo ninguna mención del cuerpo de Sophia, de alguna anormalidad, ningún comentario sobre el menor abultamiento en el abdomen de la difunta. Si alguien se fijó en algo, debió de atribuirlo al hinchamiento producido por el agua que la pobre chica había ingerido al ahogarse. Y después se colocó una mortaja de lino en un sencillo ataúd de tablas de madera. Un par de hombres que habían esperado hasta que las mujeres terminaran su trabajo cargaron el ataúd en un carro y lo escoltaron hasta la casa de Jeremiah, donde se quedaría hasta el momento del entierro.
Mientras mi madre describía tranquilamente el estado del cuerpo de Sophia, yo sentía como si me estuvieran clavando clavos para exhortarme a confesar mi maldad. Pero no perdí la cabeza, aunque poco faltó, y lloré mientras mi madre hablaba, tapándome los ojos con una mano. Ella me acarició la espalda como si yo fuera otra vez una niña.
– ¿Qué te pasa, Lanore, querida? ¿Por qué estás tan alterada por Sophia? Ha sido algo terrible y era nuestra vecina, sí, pero no creo que la conocieras muy bien.
Me envió al desván con un odre de piel de cabra lleno de agua caliente y fue a reprender a mi padre por haberme llevado con él al bosque. Me tumbé con la piel de cabra apretada contra el vientre, aunque no me alivió nada. Me quedé despierta, escuchando todos los sonidos de la noche -el viento, las ramas de los árboles, las brasas mortecinas- que susurraban el nombre de Sophia.
Como había ocurrido con su boda, el entierro de Sophia Jacobs fue un acontecimiento miserable, al que asistieron su madre y algunas de sus hermanas, su marido y poca gente más. Era un día frío y nublado, y la nieve prometía bajar del cielo como había hecho todos los días desde el suicidio de Sophia.
Jonathan y yo estábamos mirando desde lo alto de una colina que dominaba el cementerio. Vimos a los dolientes agrupados en torno a la oscura y vacía sepultura. Se las habían arreglado de algún modo para cavar una fosa aunque la tierra estaba empezando a congelarse, y no pude evitar preguntarme si habría sido su padre, Tobey, el que la había cavado. Los dolientes, manchitas negras sobre un campo blanco allá en la distancia, se balanceaban adelante y atrás sin parar mientras Gilbert pronunciaba unas palabras sobre la difunta. Yo tenía el rostro tenso, hinchado de llorar durante días, pero en aquel momento, en presencia de Jonathan, no brotaron lágrimas. Parecía algo irreal estar espiando el entierro de Sophia, yo, que debería estar allí abajo de rodillas, pidiéndole perdón a Jeremiah, pues yo era la responsable de la muerte de su esposa, tanto como si la hubiera empujado yo misma al río.
A mi lado, Jonathan guardaba silencio. Por fin empezó a caer la nieve, como si se liberara una tensión contenida durante mucho tiempo, copos minúsculos que se mecían en el aire frío antes de caer en la lana oscura del abrigo de Jonathan y en su pelo, negro y lustroso como el ala de un cuervo.
– No puedo creer que haya muerto -dijo por vigésima vez en aquella mañana-. No puedo creer que se quitara la vida.
No supe qué decir. Cualquier cosa que hubiera dicho habría resultado vana, manida y completamente falsa.
– Es culpa mía -dijo con voz ronca, y se llevó una mano a la cara.
– No debes culparte por esto -me apresuré a confortarle con las mismas palabras que me había dicho a mí misma una y otra vez durante los últimos días, mientras ocultaba mi culpa febril en la cama-. Sabes que su vida fue miserable, desde que era niña. ¿Quién sabe qué tristes pensamientos llevaba dentro, y desde hacía cuánto tiempo? Al final, cedió a ellos. No es culpa tuya.
Jonathan dio dos pasos adelante, como si deseara estar abajo, en el cementerio.
– No puedo creer que pensara en hacerse daño a sí misma, Lanny. Había sido feliz… conmigo. Me parece inconcebible que la Sophia que yo conocía estuviera luchando con el deseo de matarse.
– Nunca se sabe. A lo mejor tuvo una pelea con Jeremiah… puede que después de la última vez que la viste.
Él cerró los ojos con fuerza.
– Si algo la atormentaba, era mi reacción cuando me dijo lo del niño. No cabe duda. Por eso me echo la culpa, Lanny, por la manera insensata en que reaccioné a la noticia. Tú dijiste… -De pronto, Jonathan levantó la cabeza, mirando en mi dirección-. Dijiste que a lo mejor se te ocurría una manera de disuadirla de tener el niño. Espero, Lanny, que no le fueras a Sophia con un plan semejante…
Me eché atrás, sobresaltada. En aquellos últimos días había pensado en contárselo todo, mientras luchaba con un sentimiento de culpabilidad tan ponzoñosa como una enfermedad. Tenía que contárselo a alguien -no era la clase de secreto que uno pudiera guardarse sin hacer un daño irreparable al alma- y si había alguien capaz de comprenderlo, ese era Jonathan. Al fin y al cabo, lo había hecho por él. Él había acudido a mí en busca de ayuda y yo hice lo que era preciso. Necesitaba que me absolvieran de lo que había hecho; él me debía aquella absolución, ¿no?
Pero cuando me escrutó con aquellos ojos oscuros y tercos, me di cuenta de que no podía contárselo. Y menos en aquel momento, cuando era tan vulnerable a causa del dolor y quizá se dejara llevar por la emoción. No lo entendería.
– ¿Qué? No, no se me ocurrió ningún plan. Y además, ¿por qué iba yo a hablar con Sophia por mi cuenta? -mentí. No había tenido intención de mentirle a Jonathan, pero él me había sorprendido, su conjetura había sido como una flecha disparada con insospechada precisión. Ya se lo contaría algún día, decidí.
Jonathan le dio vueltas a su sombrero de tres picos.
– ¿Tú crees… que debería contarle la verdad a Jeremiah?
Me lancé hacia él y lo sacudí por los hombros.
– Eso sería terrible, para ti y también para la pobre Sophia. ¿De qué va a servir contárselo a Jeremiah ahora, excepto para apaciguar tu conciencia? Lo único que conseguirías sería destruir la imagen que Jeremiah tiene de ella. Déjale que encierre a Sophia pensando que fue una buena esposa y que le fue fiel.
Él miró cómo mis manitas lo agarraban de los hombros -era raro que nos tocáramos el uno al otro desde que ya no éramos niños- y después me miró a los ojos con tanta pena que no pude contenerme. Me derrumbé contra su pecho y tiré de él hacia mí, pensando solo que él necesitaba consuelo en aquel momento, un cuerpo de mujer en sus brazos, aunque no fuera Sophia. No mentiré diciendo que no me resultó consolador sentir su cuerpo fuerte y cálido contra el mío, aunque yo no tenía derecho al consuelo. Casi lloré de felicidad al entrar en contacto con él. Apretando su cuerpo contra el mío, podía imaginar que me había perdonado mi terrible pecado contra Sophia… aunque, por supuesto, él no sabía nada.
Mantuve la mejilla contra su pecho, escuchando el latido de su corazón bajo las capas de lana y lino y aspirando su olor. No quería soltar a Jonathan, pero sentí que él me estaba mirando desde arriba, así que yo también levanté la mirada hacia él, preparada para que me hablara otra vez de su amor a Sophia. Y si lo hacía, si decía su nombre, decidí, le contaría lo que había hecho. Pero no lo hizo. En cambio, su boca se mantuvo sobre la mía un instante antes de que me besara.
El momento que yo tanto había esperado se esfumó como un borroso recuerdo. Nos deslizamos hacia la protección del bosque, a unos pasos de distancia. Recuerdo el maravilloso calor de su boca en la mía, su apremio y su intensidad. Recuerdo sus manos desatando la cinta que cerraba mi blusa sobre mis pechos. Me apretó la espalda contra un árbol y me mordió en el cuello mientras forcejeaba con el cierre de sus pantalones. Me levanté la falda para que él pudiera agarrarme, con las manos en mis caderas. Lamento no haber visto ni un atisbo de su virilidad a causa de toda la ropa que había entre nosotros, capas y capas, faldas y enaguas. Pero de pronto le sentí en mí, algo grande, firme y caliente empujando dentro de mí, y él embistiéndome, aplastándome contra la corteza del árbol. Y al final, su gemido en mi oído me provocó un escalofrío, porque significaba que había encontrado placer conmigo, y yo nunca había sido tan feliz y temía no volver a serlo jamás.
Cabalgamos juntos en su caballo a través del bosque, yo agarrada con fuerza a su cintura, como habíamos hecho de niños. Tomamos los caminos menos transitados para que no nos vieran juntos sin compañía. No nos dijimos ni una palabra y yo mantuve mi acalorado rostro enterrado en su abrigo, intentando todavía asimilar lo que habíamos hecho. Sabía de muchas otras chicas del pueblo que se habían entregado a un hombre antes de casarse -siendo Jonathan el afortunado en muchos casos- y las había mirado con desprecio. Ahora yo era una de ellas. Una parte de mí sentía que me había deshonrado. Pero otra parte de mí creía que no tenía otra opción; puede que fuera mi única oportunidad para conquistar el corazón de Jonathan y demostrar que estábamos hechos el uno para el otro. No podía dejarla pasar.
Me deslicé del lomo de su caballo y, tras un apretón de manos, hice a pie la corta distancia hasta la cabaña de mi familia. Pero mientras andaba, empezaron a surgirme dudas acerca de lo que había significado para él nuestro encuentro. Él fornicaba con muchachas sin pensar en las repercusiones. ¿Por qué me imaginaba que esa vez se atendría a las consecuencias? ¿Y qué pasaba con sus sentimientos hacia Sophia… o ya puestos, con mi obligación para con la mujer a la que yo había empujado a quitarse la vida? Era como si yo la hubiera asesinado, y ahí estaba poco después, fornicando con su amante. No podía existir un alma más malvada.
Necesité unos minutos, antes de seguir hacia mi casa, para recobrar la calma aspirando con fuerza el aire frío. No podía desmoronarme delante de mi familia. No tenía a nadie con quien hablar del asunto. Debería guardar aquel secreto oculto en mi interior hasta que estuviera lo bastante tranquila para pensar en ello racionalmente. Me vacié de todo: de la culpa, la vergüenza y el odio a mí misma. Y sin embargo, al mismo tiempo estaba llena de… temblorosa excitación porque, aunque no me lo merecía, había conseguido lo que quería. Solté el aire, me sacudí la nieve recién caída de la parte delantera de mi capa, enderecé los hombros y recorrí penosamente el resto del camino hasta la casa familiar.
Hospital del Condado de Aroostook, en la actualidad
Se oyen ruidos fuera, en el pasillo.
Luke mira su reloj de pulsera. Las cuatro de la madrugada. El hospital reanudará la actividad dentro de poco. Las mañanas son muy ajetreadas, con los accidentes habituales en una zona rural -una costilla rota por la coz de una vaca lechera, un resbalón en una placa de hielo al cargar una bala de heno-, y a las seis se hace el cambio de turno.
La muchacha le mira como podría mirar un perro a un amo poco digno de confianza.
– ¿Me vas a ayudar? ¿O dejarás que ese sheriff me lleve a la comisaría?
– ¿Qué otra cosa puedo hacer?
A ella se le enciende el rostro.
– Puedes dejarme marchar. Cierra los ojos mientras yo salgo. Nadie te echará la culpa. Puedes decirles que fuiste al laboratorio, me dejaste sola un momento, y cuando volviste yo ya no estaba.
«Joe dice que es una asesina», piensa Luke. ¿Puede dejar que una asesina se marche por la puerta?
Lanore busca su mano.
– ¿Alguna vez has estado tan enamorado de una persona que habrías hecho cualquier cosa por ella? -pregunta-. ¿Has sentido que por encima de lo que tú quieras, deseas más su felicidad?
Luke se alegra de que ella no pueda mirar en su corazón, porque él nunca ha sido tan altruista. Ha sido cumplidor, sí, pero nunca ha sido capaz de dar sin notar una punzada de resentimiento, y no le gusta cómo le hace sentirse eso.
– No soy un peligro para nadie. Ya te he dicho por qué… por qué he hecho lo que he hecho a Jonathan.
Luke mira aquellos ojos azules como el hielo que se llenan de lágrimas y un estremecimiento lo recorre de la cabeza al pecho. El dolor de la pérdida se apodera rápidamente de él, como acostumbra sucederle desde que murieron sus padres. Sabe que ella está sintiendo la misma tristeza que él, y por un momento están unidos en esa pena infinita. Y está tan harto de ser presa del dolor -la pérdida de sus padres, su matrimonio, toda su vida- que sabe que tiene que hacer algo para liberarse de él, que debe hacerlo ya o no lo hará nunca. No está seguro de por qué va a hacer lo que está a punto de hacer, pero sabe que no puede pensarlo porque entonces no sería capaz de llevarlo a cabo.
– Espera aquí. Enseguida vuelvo.
Luke avanza con paso ligero por el estrecho pasillo que lleva al vestuario de los médicos.
Dentro de su abollada taquilla gris encuentra un par de pijamas médicos de algodón, desgastados y olvidados. Rebusca en otro par de taquillas y acaba reuniendo una bata blanca de laboratorio, un gorro de cirugía y, sacadas de la taquilla de la pediatra, unas zapatillas deportivas de mujer, tan viejas que se curvan en las punteras. Luke lo lleva todo a la sala de reconocimiento.
– Ten, ponte esto.
Toman el camino más corto a la parte de atrás del hospital y pasan por la puerta de los conserjes hacia el patio de carga de la zona de servicios. Una ordenanza que llega para el turno de día los saluda con la mano cuando cruzan el aparcamiento, pero cuando Luke devuelve el saludo siente el brazo rígido por la angustia. Y hasta que llegan al aparcamiento y se encuentran al lado de su camioneta, Luke no recuerda que ha dejado las llaves en su parka, en la sala de los médicos.
– Maldita sea, he de volver. No tengo las llaves. Escóndete entre los árboles. Ahora mismo vuelvo.
Lanny no dice nada pero asiente, y se encoge en su fino pijama de algodón, aterida de frío.
La caminata desde el aparcamiento hasta la entrada de ambulancias es la más larga de su vida. Luke se apresura, por el frío y por los nervios. Judy o Clay pueden haber notado ya su ausencia. Y si Clay está dormido en el sofá, Luke podría despertarlo cuando entre en la sala para recoger sus llaves, y entonces estaría perdido. Cada paso se va haciendo más difícil, hasta que se siente como un esquiador acuático arrastrado bajo el agua porque ha pasado algo terrible en el otro extremo del cable.
Empuja la pesada puerta de cristal, abriéndola tan poco que tiene que alzar los hombros hasta las orejas. Judy, en el puesto de enfermeras, frunce el ceño ante su ordenador y ni siquiera levanta la mirada cuando pasa Luke.
– ¿Dónde has estado?
– Fumando un cigarrillo.
Ahora Judy está prestando atención, taladrando a Luke con sus brillantes ojos de cuervo.
– ¿Cuándo has empezado a fumar de nuevo?
Luke se siente como si se hubiera fumado dos paquetes esa noche, así que lo que le ha dicho a Judy no le parece inapropiado.
– ¿Se ha levantado Clay?
– No lo he visto. La puerta de la sala sigue cerrada. Tal vez deberías ir a despertarlo. No puede quedarse dormido allí todo el día. Su mujer se preguntará qué le ha pasado.
Luke se queda paralizado; quiere decir algo gracioso, actuar como si todo fuera normal delante de Judy, pero claro, Luke nunca ha bromeado con Judy en el pasado, y hacerlo ahora resultaría chocante. Su poca habilidad para mentir sin levantar sospechas hace que esté más cohibido. Se siente como si hubiera caído por una grieta de un estanque congelado y se estuviera ahogando, empapándose de agua helada los pulmones, pero Judy no se da cuenta de nada.
– Necesito un café -murmura Luke y sigue avanzando.
La puerta de la sala está a solo dos pasos de distancia. Ve de inmediato que está entreabierta y que dentro no hay luz. Empuja para abrirla algunos centímetros más y ve claramente el hueco en el sofá, donde debería estar el policía.
Se le sube la sangre a las orejas y las glándulas de su garganta se hinchan hasta cuatro veces su tamaño normal. No puede respirar. Es peor que ahogarse; se siente como si le estuvieran estrangulando.
La parka está colgada a la derecha, de un gancho en la pared, esperando a que él busque en el bolsillo. El tintineo le dice que las llaves están donde él esperaba que estuvieran.
En el camino de regreso, su andar es firme y decidido. La cabeza gacha, las manos bien metidas en los bolsillos de su bata de laboratorio. Decide no tomar el pasillo de servicio, que es el camino más largo, y se dirige hacia la entrada de ambulancias. La cabeza de Judy se levanta cuando Luke pasa por el puesto de enfermeras.
– Creí que ibas a por un café.
– Me he dejado la cartera en el coche -suelta él por encima del hombro. Ya casi está en la puerta.
– ¿Has despertado a Clay?
– Ya está levantado -dice Luke, poniéndose de espaldas a la puerta para empujarla.
En el otro extremo del pasillo ve al policía, que parece haberse materializado al pronunciarse su nombre. Él también ve a Luke y levanta el brazo como si quisiera parar un autobús. Clay quiere hablar con él y avanza con grandes zancadas por el pasillo en dirección a Luke, agitando la mano… «¡Espera, Luke!» Pero Luke no se detiene. Con un golpe de cadera, Luke vuelve a cerrar la puerta.
El frío le abofetea la cara cuando sale de repente al otro lado, obligándolo a volver a la realidad. ¿Qué está haciendo?, piensa. «Este es el hospital donde trabajo. Conozco cada baldosa y cada silla de plástico y cada camilla como si fuera mi casa. ¿Qué estoy haciendo, arruinando mi vida, ayudando a escapar a una sospechosa de asesinato? ¿He perdido el juicio?» Pero sigue avanzando, movido por un extraño impulso en la sangre, como si la bola de una máquina del millón rebotara en sus venas, empujándolo hacia delante. Atraviesa a toda velocidad el aparcamiento, a la desesperada, fuera de sí, como una persona que intenta mantenerse erguida mientras baja una cuesta muy empinada, sabiendo que lo verán como un loco.
Luke entorna los ojos y mira angustiado hacia su camioneta, pero la chica no está; ni rastro del revelador verde claro de los pijamas de hospital. Al principio, le entra el pánico: ¿cómo puede haber sido tan estúpido para dejarla fuera sin vigilancia? Pero una pequeña semilla de esperanza se abre en su pecho al darse cuenta de que si la detenida ha desaparecido, también desaparecen sus problemas.
Y al instante siguiente, la ve ahí, delicada, etérea, un ángel vestido con ropas de hospital… Y el corazón le da un vuelco al verla.
Luke apenas acierta a introducir la llave en el contacto, mientras Lanore se agacha en el asiento, procurando no mirar para no aumentar el nerviosismo del doctor. Por fin, el motor se pone en marcha y la camioneta sale de un brinco del aparcamiento, lanzándose temerariamente a la carretera.
La pasajera mira hacia delante, como si solo su concentración estuviera impidiendo que los descubran.
– Estoy en el albergue para cazadores de Dunratty. ¿Sabes dónde se encuentra?
Luke se asombra.
– ¿Crees que es prudente ir allí? Yo creo que la policía ya habrá seguido tu pista hasta el albergue. No llegan muchos forasteros en esta época del año.
– Por favor, acércate. Si nos parece sospechoso, seguimos adelante, pero tengo allí todas mis cosas. Mi pasaporte, dinero, ropa. Apuesto a que tú no tienes nada que me sirva.
Es más menuda que Tricia, pero más alta que las niñas.
– Ganarías la apuesta -confirma él-. ¿Pasaporte?
– He venido de Francia, que es donde vivo. -Se enrosca en su extremo del asiento como un gato que intentara conservar el calor. De pronto, Luke siente que las manos que sujetan el volante son grandes, descomunales, y torpes. Está teniendo una experiencia extracorporal a causa del estrés, y tiene que concentrarse para no dar volantazos y salirse de la carretera.
– Deberías ver mi casa de París. Es como un museo, llena de cosas que he ido acumulando durante muchos, muchos años. ¿Te gustaría ir?
Su tono de voz es dulce y cálido como un licor, y la invitación es tentadora. Luke se pregunta si está diciendo la verdad. ¿A quién no le gustaría ir a París y alojarse en una casa de ensueño? Luke siente que su tensión empieza a desaparecer, el cuello y la espalda se le empiezan a relajar.
Hay albergues para cazadores como el de Dunratty por toda esa parte de los bosques. Luke nunca ha estado en uno, pero recuerda haber visto un par por dentro cuando era niño, por alguna razón que en ese momento no recuerda. Cabañas baratas construidas en los años cincuenta, hechas con madera contrachapada, y llenas de muebles de ocasión y de moho, con linóleo de oferta y cagadas de ratón. La chica dirige a Luke hacia la última cabaña del sendero de grava del Dunratty; las ventanas se ven oscuras, parece desocupada. Extiende una mano hacia Luke.
– Dame una de tus tarjetas de crédito, voy a ver si puedo abrir la puerta.
Una vez dentro, descorren los estores y Lanny enciende una luz. Todo lo que tocan está frío. Las pertenencias personales de la chica están esparcidas, en desorden, como si los ocupantes de la cabaña se hubieran visto obligados a huir en plena noche. Hay dos camas, pero solo una está deshecha; las sábanas arrugadas y las almohadas deformadas parecen perversas e incriminatorias. Hay un ordenador portátil con una cámara conectada por un cable sobre una mesa destartalada que en otro tiempo formó parte de una pequeña cocina. Botellas de vino abiertas reposan en la mesa auxiliar, dos vasos manchados de huellas dactilares y marcas de labios.
En el suelo, hay dos bolsas de viaje abiertas. Lanny se agacha junto a una y empieza a meter cosas sueltas, incluyendo el ordenador y la cámara.
Luke hace sonar sus llaves, nervioso e impaciente.
La chica cierra la cremallera de la bolsa, se pone en pie y se dirige a la segunda bolsa de viaje. Saca una prenda masculina y se la acerca a la nariz, aspirando con fuerza.
– Vale, ya me puedo ir.
Mientras regresan por el sendero de grava, pasando por la oficina (que seguramente está cerrada a esas horas de la mañana; Dunratty hijo todavía duerme arriba), Luke cree ver que los estores rojos de algodón se mueven, como si alguien estuviera observándolos. Se imagina a Dunratty en albornoz, con una taza de café en la mano, oyendo el sonido de los neumáticos sobre la grava y asomándose a ver quién pasa. ¿Reconocerá la camioneta?, se pregunta Luke. «Olvídalo, no es nada, solo un gato pasando por la ventana», se dice. No tiene sentido buscarse problemas.
Luke se pone un poco nervioso cuando la chica se cambia de ropa mientras él conduce, hasta que recuerda que ya la ha visto desnuda. Ella se pone unos vaqueros y un jersey de cachemir más caro que cualquier cosa que su mujer haya llevado en toda su vida. Tira el pijama al suelo de la camioneta.
– ¿Tienes pasaporte? -le pregunta ella a Luke.
– Sí, en casa.
– Vamos a cogerlo.
– ¿Qué? ¿Es que nos vamos a París, así como así?
– ¿Por qué no? Yo compro los billetes, lo pago todo. El dinero no es problema.
– Creo que debería llevarte a Canadá ahora mismo, antes de que la policía informe de tu desaparición y te busque. Estamos a quince minutos de la frontera.
– ¿Vas a necesitar tu pasaporte para cruzar la frontera? Han cambiado las normas, ¿no? -pregunta la chica, con un tono de pánico en la voz.
Luke agarra con más fuerza el volante.
– No lo sé. Hace mucho que no cruzo la frontera… Bueno, vale, vamos a mi casa. Pero solo un minuto.
La granja se alza en medio de un campo yermo, como un niño demasiado tonto para resguardarse del frío. La camioneta avanza como puede sorteando el barro removido, que se ha congelado y forma picos como el escarchado de un pastel.
Entran por la puerta trasera en una cocina triste y desordenada que no ha cambiado lo más mínimo en cincuenta años. Luke enciende la luz del techo, pero comprueba que la iluminación de la estancia no ha mejorado. En la mesa hay tazas de café usadas y bajo los pies crujen las migas. El desorden hace que se sienta avergonzado de una manera exagerada.
– Esta era la casa de mis padres. Estoy viviendo en ella desde que murieron -explica-. No me gustaba la idea de que la granja cayera en manos de un extraño, pero no puedo ocuparme de ella como lo hacían ellos. Vendí los animales hace unos meses. Hay una persona interesada en arrendar los campos y sembrarlos en primavera. Es una pena que no se aprovechen para cultivar.
Lanny deambula por la estancia, pasado un dedo por la rayada encimera de formica, por el respaldo de una silla de cocina con asiento de vinilo. Se detiene ante un dibujo fijado con un imán al frigorífico, hecho por una de las hijas de Luke cuando estaba en preescolar. Una princesa sobre un poni. El poni es apenas el esbozo de un animal parecido a un caballo, pero la princesa está muy trabajada, con una gran mata de pelo rubio y ojos azules, y lleva un vestido rosa para montar. Excepto por el vestido largo, podría ser Lanny.
– ¿Quién dibujó esto? ¿Tienes niños en casa?
– Ya no.
– ¿Están con tu mujer? -trata de adivinar ella-. ¿Nadie cuida de la casa por ti?
Él se encoge de hombros.
– No tienes ninguna razón para quedarte -dice Lanny, exponiendo las cosas como son.
– Todavía tengo obligaciones -replica él, porque está acostumbrado a pensar así en su vida. No podrá vender la granja con la crisis económica. Tiene sus pacientes, casi todos ancianos porque sus hijos y nietos se van marchando del pueblo. Su apretada agenda lo es menos cada mes.
Luke sube la escalera, se dirige a su alcoba y encuentra el pasaporte en el cajón de una mesita de noche. Se trasladó a la vieja habitación de sus padres cuando su mujer le dejó. La habitación de su infancia había sido también su alcoba conyugal y ya no quiere saber nada de eso.
Abre el pasaporte. Nunca lo ha utilizado. Jamás ha tenido tiempo para viajar desde que era médico residente, y aun entonces solo se movió por Estados Unidos. No ha visitado ninguno de los lugares lejanos con los que soñaba cuando era adolescente y pasaba largas horas en el tractor, sus horas de soñar despierto. Su pasaporte sin un solo sello le hace sentirse un poco avergonzado en presencia de alguien que ha estado en tantos sitios exóticos. Se suponía que su vida tomaría un rumbo diferente.
Encuentra a Lanny en el comedor, examinando las fotos familiares colocadas en una estantería baja. Su madre había tenido esas fotos desde que Luke podía recordar, y a él le ha faltado coraje para quitarlas, pero su madre era la única que sabía quiénes eran aquellas personas y qué parentesco tenían con él. Viejas fotografías en blanco y negro, con escandinavos muy serios y muertos hace mucho tiempo devolviéndote la mirada, desconocidos entre sí. Hay una foto en color en un grueso marco de madera, una foto de una mujer con sus dos hijas, intercalada entre los parientes, como si aquel fuera su sitio.
Luke apaga las luces y pone el termostato de la calefacción muy bajo, solo lo suficiente para evitar que las tuberías se congelen. Comprueba las cerraduras de las puertas, aunque no sabe por qué está siendo tan cuidadoso. Se propone volver en cuanto deje a la chica al otro lado de la frontera, pero al tocar con la mano el interruptor de la luz se le forma un nudo en la garganta. Se siente como si estuviera diciendo adiós -cosa que espera hacer algún día, que ha planeado e imaginado en sus momentos más sensatos, y que se propone emprender tal vez en primavera, cuando pueda pensar con más claridad-, pero en ese momento solo está ayudando a una chica en apuros, una joven que no tiene a quién recurrir. Lo que es ese día, piensa volver enseguida.
– ¿Lista? -pregunta Luke, haciendo sonar las llaves una vez más.
Lanny no responde y se acerca a la estantería; saca un libro pequeño, poco más grande que su mano. La sobrecubierta ha desaparecido hace tiempo, y las tapas duras están gastadas en las esquinas, de modo que el cartón despunta como un capullo entre la raída tela amarilla. Luke tarda un minuto en reconocer el libro: fue uno de sus favoritos cuando era niño; su madre debió de guardarlo todos esos años. La pagoda de jade, un clásico infantil, como Kipling pero sin ser Kipling, la historia de una expatriada británica ambientada en lugares lejanos, una historia con un príncipe chino y una princesa europea, o al menos una chica caucasiana, con ilustraciones a plumilla hechas por el propio autor. Lanny hojea las páginas.
– ¿Conoces el libro? -pregunta él-. A mí me encantaba. Bueno, ya ves lo usado que está. La encuadernación está en las últimas. No creo que lo sigan editando.
Ella lo extiende hacia él, abierto, señalando una de las ilustraciones. Y que le maten si no es ella. Lleva un vestido de la época eduardiana y el pelo recogido como una de las icónicas imágenes de mujeres del ilustrador Charles Dana Gibson, pero esa es su cara en forma de corazón y sus ojos atolondrados y un poco altivos.
– Conocí a Oliver, el autor, cuando los dos vivíamos en Hong Kong. Entonces era solo un funcionario británico con fama de bebedor, que pedía a las mujeres de los oficiales que posaran para su pequeño proyecto, como él lo llamaba. Yo fui la única que accedió. Todas pensaban que era escandaloso y que era una argucia suya, un pretexto para estar a solas en su casa con una de nosotras.
Luke siente que se le cierra el diafragma y que el corazón le late desbocado. La muchacha de la ilustración está delante de él en carne y hueso; le resulta extraño, casi mágico, que la chica del cuento de pronto se materialice ante sus ojos. Durante un momento, teme que vaya a desmayarse.
Al cabo de un instante, ella está a su lado, apresurándose hacia la puerta.
– Ya estoy lista. Vámonos.
Saint Andrew, 1816
Había conseguido lo único que deseaba mi corazón -que Jonathan me mirara como mujer y amante-, pero nada más. Vivía en un estado de incertidumbre porque no había podido comunicarme con él desde aquella emocionante y angustiosa tarde.
El invierno se había interpuesto entre nosotros.
El invierno no se podía ignorar en nuestra zona de Maine. Soportábamos una ventisca tras otra, y en uno o dos días la nieve se amontonaba hasta la altura de la cintura, impidiendo cualquier posibilidad de salir. Toda nuestra atención y nuestra energía se concentraban en mantenernos abrigados y alimentados, además de cuidar de los animales. Todas las tareas cotidianas al aire libre exigían chapotear por la nieve, lo cual resultaba agotador. En cuanto se despejaba un sendero hacia el establo y los pastos, se abría un agujero en la superficie helada del arroyo para que lo usaran los animales y la familia, el ganado se acostumbraba a rodear los montones de nieve en el campo y parecía que la vida podía volver a la normalidad (o al menos, a la rutina), acto seguido caía otra tormenta sobre el valle.
Yo me sentaba junto a la ventana y miraba el camino de carros, con más de medio metro de nieve impoluta. Rezaba fervientemente para que la nieve se asentara y quedara lo bastante compacta para que pudiéramos caminar por encima de ella, para así poder ir a los oficios religiosos de los domingos, que era mi única oportunidad de ver a Jonathan. Lo necesitaba para ahuyentar mis temores, para que me dijera que no había copulado conmigo solo porque no podía hacerlo con Sophia, sino porque me deseaba. Quizá porque me amaba.
Por fin, después de varias semanas de confinamiento en casa, la nieve se compactó a una altura pasable, y nuestro padre dijo que el domingo iríamos al pueblo. En cualquier otra época del año, esa noticia se habría acogido con mera resignación, si no con indiferencia, pero aquella vez se habría podido pensar que mi padre nos había dicho que íbamos a asistir a un baile. Maeve, Glynnis y yo pasamos unos días en ascuas, decidiendo qué nos íbamos a poner, cómo quitaríamos una mancha de nuestra mejor blusa y cuál de nosotras les arreglaría el pelo a las otras. Incluso Nevin parecía ansioso por que llegara el domingo para escapar de nuestra pequeña cabaña.
Mi padre y yo dejamos a mis hermanas, hermano y madre en la iglesia católica, y después seguimos hasta la iglesia congregacionista. Mi padre sabía por qué iba yo con él, así que debía de intuir por qué estaba más ansiosa que de costumbre al acercarnos allí. Y después del sermón, como la nieve estaba demasiado alta para hacer vida social en el prado comunal, la congregación siguió bajo techo, llenando los pasillos, las galerías y las escaleras. El ambiente estaba cargado de la animada charla de gente que llevaba demasiado tiempo confinada con sus familias y estaba ansiosa de hablar con alguien diferente.
Me escabullí entre la multitud buscando a Jonathan. Mis oídos captaban fragmentos de las conversaciones de mis vecinos -qué terrible había sido, qué aburrido, qué hartos estaban todos de guisantes secos con melaza y cerdo salado- que rebotaban en mí como copos de nevisca. A través de una estrecha ventana vi el cementerio y la tumba de Sophia. La tierra recién removida se había asentado y hundido, y la nieve de encima de la tumba estaba algunos centímetros más baja que el resto, rompiendo la monotonía del paisaje.
Por fin vi a Jonathan, que también se movía entre la multitud como si estuviera buscándome. Nos encontramos al pie de la escalera que llevaba a la galería, apretados hombro con hombro con nuestros vecinos, sabiendo que no podíamos hablar libremente. Alguien nos oiría.
– Qué encantadora estás hoy, Lanny -dijo Jonathan educadamente. Un comentario inofensivo, pensaría quien lo oyera por casualidad, pero el Jonathan de mi infancia nunca había hecho ningún comentario sobre mi aspecto, como tampoco hablaría del aspecto de otro chico.
No pude devolver el cumplido; solo conseguí ruborizarme.
Él se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
– Las tres últimas semanas han sido insoportables. Sal a tu granero esta tarde, una hora antes de ponerse el sol, y me las arreglaré para reunirme allí contigo.
Por supuesto, dadas las circunstancias, no podía hacerle preguntas ni buscar confirmaciones para mi inseguro corazón. Y para ser sincera, no creo que nada que él pudiera decir me hubiera impedido acudir a su encuentro. Ardía en deseos de estar con él.
Aquella tarde, mis temores se desvanecieron. Durante una hora sentí que era el centro de su mundo, todo lo que yo podía desear. Puso todo su ser en cada caricia, desde la manera en que desató torpemente las cintas y los lazos que sujetaban mis ropas hasta el tacto de sus dedos en mi pelo y sus besos en mis hombros desnudos y sensibles. Después nos acurrucamos juntos mientras regresábamos a nuestros cuerpos, y fue una gloria estar rodeada por sus brazos, sentirle muy apretado contra mí, como si también él quisiera que nada se interpusiera entre nosotros. No hay felicidad que pueda compararse con la dicha de conseguir algo por lo que has suplicado y rezado. Yo estaba exactamente donde había querido estar, pero a pesar de ello era consciente de cada segundo que pasaba y de que mi familia podía estar preguntándose por mí.
De mala gana, le aparté los brazos de mi cintura.
– No puedo quedarme. Tengo que volver… aunque a veces desearía que hubiera otro sitio para mí… un sitio adonde pudiera ir y que no fuera mi casa.
Solo había querido decir que deseaba no tener que abandonar el dulce refugio de su compañía, pero se me escapó aquella verdad, una verdad que había mantenido cautiva en mi interior. La sentía como algo vergonzoso, un miedo secreto que no podía admitir, pero las palabras habían sido pronunciadas y ya no se podían negar. Jonathan me miró con curiosidad.
– ¿Y eso por qué, Lanny?
– Bueno, a veces me parece… que mi sitio no está con mi familia.
Me sentí como una tonta por tener que explicarle aquello a Jonathan, quien posiblemente era la única persona del pueblo que nunca había dejado de ser amada ni había sentido que no merecía la felicidad.
– Nevin es el único hijo varón, así que es valiosísimo para mis padres. Y algún día heredará la granja. Y mis hermanas… bueno, son tan guapas que todo el pueblo las admira por su belleza. Tienen buenas posibilidades. Pero yo…
No podía contarle a nadie, ni siquiera a Jonathan, la verdadera razón de mi miedo secreto: que mi felicidad no le importara a nadie, que yo no le importara a nadie, ni siquiera a mi padre y a mi madre.
Me atrajo junto a él en el heno y me rodeó con los brazos, sujetándome mientras yo intentaba zafarme, no de él sino de mi vergüenza.
– No soporto oírte decir esas cosas, Lanny… Mira, yo he elegido estar contigo, ¿no? Eres la única persona con la que me siento a gusto, la única a la que revelo lo que soy. Me pasaría toda la vida en tu compañía, si pudiera. Mi padre, mi madre, los leñadores, el capataz… los cambiaría a todos, a todos ellos, por estar contigo, solo nosotros dos, juntos para siempre.
Me creí sus bellas palabras, por supuesto; se abrieron paso a través de mi vergüenza y se me subieron a la cabeza, como un trago de whisky fuerte. No malinterpretes lo que digo: en aquel momento, él creía que me amaba con todo su corazón y yo estaba segura de su sinceridad. Pero ahora, con la sabiduría que tanto me costó adquirir, comprendo lo insensatos que éramos al decirnos cosas tan peligrosas el uno al otro. Éramos arrogantes e ingenuos al pensar que sabíamos que lo que sentíamos era amor. El amor puede ser una emoción de poco valor, que se da a la ligera, aunque a mí no me lo parecía entonces. Pero al evocarlo, sé que solo estábamos llenando los vacíos en nuestras almas, igual que la marea cubre con arena todas las oquedades en una playa de guijarros. Los dos -o tal vez solo yo- cubríamos nuestras necesidades con lo que decíamos que era amor. Pero con el tiempo la marea se lleva lo que ha traído.
Era imposible que Jonathan me diera lo que había asegurado que deseaba. No podía renunciar a su familia ni a sus responsabilidades. No hacía falta que me dijera que sus padres jamás le permitirían elegirme como esposa. Pero aquella tarde, en aquel frío granero, fui dueña del amor de Jonathan y, habiéndolo tenido, me aferré a él con más fuerza. Me había declarado su amor, y yo estaba segura del mío por él, lo que demostraba que estábamos hechos para permanecer juntos y que, entre todas las almas del universo de Dios, estábamos atados uno a otro. Unidos por el amor.
Durante los dos meses siguientes solo nos encontramos de aquel modo dos veces más, un número lamentable para unos amantes. En cada ocasión, hablamos muy poco (excepto para que él me dijera cuánto me echaba de menos) y nos apresurábamos a hacer el amor, con la premura que nos imprimía el miedo a ser descubiertos y también el frío. Nos desnudábamos tanto como nos atrevíamos, y utilizábamos las bocas y las manos para acariciarnos y besarnos. Copulábamos como si siempre fuera la última vez para los dos. Es posible que intuyéramos un futuro infeliz que acechaba a nuestro alrededor, contando los segundos que faltaban para que nos envolviera en un abrazo terrible. Las dos veces nos despedimos también con prisas, con su olor impregnando mi ropa, la humedad entre las piernas y un ardor en las mejillas que yo esperaba que mi familia atribuyera al frío cortante.
Pero cada vez que nos separábamos, las dudas empezaban a roerme por dentro. Tenía el amor de Jonathan -por el momento-, pero ¿qué significaba eso? Conocía a Jonathan mucho mejor que nadie. ¿Acaso no había amado también a Sophia, y sin embargo yo le había hecho olvidarla, o eso parecía? Podía engañarme a mí misma, diciéndome que él me sería fiel y leal, cerrar los ojos, como hacen muchas mujeres, y confiar en que aquello pasara con el tiempo. Mi ceguera se veía agravada por la terca convicción de que un lazo de amor era voluntad de Dios y que, por muy inconveniente, improbable o doloroso que fuera, los hombres no podían cambiarlo. Debía tener fe en que mi amor triunfaría sobre cualquier carencia del cariño de Jonathan por mí. El amor, al fin y al cabo, es fe, y toda fe se ve sometida a prueba.
Ahora sé que solo un loco busca seguridades en el amor. El amor nos exige tanto que, a cambio, intentamos obtener una garantía de que durará. Exigimos permanencia, pero ¿quién puede prometer esas cosas? Debería haberme dado por satisfecha con el amor -de compañeros, perdurable- que Jonathan había sentido por mí desde la infancia. Aquel cariño era eterno. Yo pretendía que sus sentimientos por mí fueran lo que no eran, y al intentarlo eché a perder aquello tan bello y permanente que ya tenía.
A veces las peores noticias llegan en forma de una ausencia. Un amigo que no te visita cuando solía hacerlo y que, a consecuencia de ello, rápidamente, deja de serlo. Una carta esperada que no llega, seguida por la noticia de una muerte prematura. Y en mi caso, aquel invierno, fue que dejé de recibir mis flores mensuales. Primero un mes. Después, el segundo.
Recé por que pudiera existir otra causa. Maldije al espíritu de Sophia, convencida de que se estaba vengando de mí. Pero una vez invocado, el espíritu de Sophia no iba a ser fácil de contener.
Sophia empezó a visitarme en sueños. En algunos, su cara aparecía simplemente entre una multitud, discordante y acusadora, y después desaparecía. En un sueño recurrente, yo estaba con Jonathan y él me dejaba bruscamente, alejándose de mí como si obedeciera una orden silenciosa, desoyendo mis ruegos de que se quedara. Después reaparecía con Sophia, los dos cogidos de la mano en la distancia, sin que Jonathan pensara para nada en mí. Siempre me despertaba de aquellos sueños sintiéndome herida y abandonada.
El peor sueño hacía que me despertara como un caballo encabritado y tenía que sofocar mis gritos para no despertar a mis hermanas. Los otros sueños podrían ser trucos que maquinaba mi mente culpable, pero aquel sueño no podía ser más que un mensaje de la misma muerta. En él, yo caminaba por un pueblo desierto, con el viento ululando a mi espalda mientras yo recorría el principal camino de carros. No se ve ni una sola persona, ni se oye una voz o señal de vida, ni ruido de cortar leña ni golpes en el yunque del herrero. Enseguida estoy en el bosque, blanco de nieve, siguiendo el medio congelado Allagash. Me detengo en una garganta en el río y veo a Sophia de pie en la orilla opuesta. Es la Sophia que se suicidó, azul, con el pelo congelado en mechones, la ropa empapada y colgándole pesadamente. Es la amante olvidada que se pudre en la tumba, a cuya costa he obtenido mi felicidad. Sus ojos muertos se posan en mí y después señala el agua. No se pronuncian palabras, pero yo sé lo que me está diciendo: «Salta al río y pon fin a tu vida y a la vida de tu hijo».
No me atrevía a hablar con nadie de mi familia acerca de mi padecimiento, ni siquiera a mis hermanas, con las que tenía bastante confianza. Mi madre comentó una o dos veces que yo parecía mohína y preocupada, aunque añadió en broma que, a juzgar por mi conducta, debía de estar sufriendo mucho por la maldición mensual. Ojalá hubiera hablado con ella de mi situación, pero, ay, mi lealtad era para Jonathan; no podía revelarles nuestra relación a mis padres sin consultarle antes.
Esperaba encontrarme con Jonathan en el oficio del domingo, pero la naturaleza intervino de nuevo. Pasaron varias semanas hasta que los caminos al pueblo volvieron a ser transitables. Para entonces, yo sentía la presión del tiempo: si me veía obligada a esperar mucho más, no me sería posible guardar el secreto. Rezaba durante todos mis momentos de vigilia para que Dios me diera la oportunidad de hablar pronto con Jonathan.
El Señor debió de oír mis plegarias, porque al fin el sol de invierno salió en todo su esplendor durante varios días seguidos, fundiendo una buena parte de la última nevada. Aquel domingo pudimos por fin enganchar el caballo, envolvernos bien en capas, bufandas, guantes y mantas, y apretujarnos en la parte trasera del carro para bajar al pueblo.
En la sala de cultos me sentía observada. Dios sabía de mi situación, por supuesto, pero me parecía que todo el pueblo lo sabía también. Temía que mi abdomen hubiera comenzado a hincharse y que todos los ojos se fijaran en el repugnante bulto bajo mi falda, aunque seguramente era muy pronto para eso y, en todo caso, era dudoso que alguien pudiera ver algo extraño con tantas capas de ropa de invierno. Me coloqué pegada a mi padre y me oculté detrás de un poste durante todo el oficio, deseando ser invisible, esperando la oportunidad de hablar con Jonathan en privado más adelante.
En cuanto el pastor Gilbert nos despidió, corrí escalera abajo sin aguardar a mi padre. Me situé en el último escalón, esperando a Jonathan. Él apareció enseguida y se abrió camino hacia mí entre la multitud. Sin una palabra, le agarré con fuerza la mano y lo arrastré detrás de la escalera, donde tendríamos más intimidad.
Aquel acto atrevido le puso nervioso, y miró por encima del hombro para ver si alguien había notado que nos escabullíamos sin acompañante.
– Dios mío, Lanny, si piensas que voy a besarte ahora…
– Escúchame. Estoy embarazada -solté.
Dejó caer mi mano, y la expresión de su hermoso rostro fue mudando: del sobresalto a un sofoco de sorpresa, y luego a una lenta comprensión que lo hizo palidecer. Aunque no había esperado que Jonathan se alegrara de la noticia, su silencio me asustó.
– Jonathan, dime algo. No sé qué hacer. -Le tiré del brazo.
El me lanzó una mirada de soslayo y después carraspeó.
– Querida Lanny, no tengo ni idea de qué decir.
– No es eso lo que una chica quiere oír en una ocasión como esta. -Los ojos se me llenaron de lágrimas-. Dime que no estoy sola, dime que no me abandonarás. Dime que me ayudarás a decidir qué hacer.
Siguió mirándome de muy mala gana, pero dijo fríamente:
– No estás sola.
– No puedes imaginarte lo asustada que he estado, encerrada en casa con mi secreto, sin poder hablar de ello con nadie. Sabía que primero tenía que decírtelo a ti, Jonathan, te lo debía.
«Habla, habla -le incité mentalmente-. Dime que confesarás a mis padres tu parte en mi deshonra y que te portarás como es debido conmigo. Dime que todavía me amas. Que te casarás conmigo.» Contuve el aliento mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, al borde del desmayo de tanto como deseaba oírle decir aquellas palabras.
Pero Jonathan ya no pudo seguir mirándome. Bajó la vista al suelo.
– Lanny, hay algo que debo confesarte, pero créeme cuando te digo que preferiría morir a tener que darte esta noticia precisamente ahora.
Me sentí mareada y un estremecimiento de miedo me recorrió de arriba abajo como si fuera sudor.
– ¿Qué puede ser más importante que lo que te acabo de decir?
– Me he prometido. Se ha decidido esta semana. Mi padre está en el salón ahora mismo, anunciando la noticia, pero yo tenía que encontrarte y decírtelo en persona. No quería que te enteraras por algún otro… -Sus palabras quedaron en suspenso al darse cuenta de lo poco que significaba para mí su consideración en aquel momento.
Cuando estábamos creciendo, a veces bromeábamos acerca del hecho de que Jonathan no estuviera comprometido. Aquel asunto de los compromisos era complicado en un pueblo tan pequeño como Saint Andrew. Los mejores candidatos a novias y maridos quedaban seleccionados pronto, se arreglaban matrimonios hasta para niños de seis años, de modo que si tu familia no había actuado con presteza, podía no quedar ningún buen candidato. Se podría pensar que un muchacho con los medios y la posición social de Jonathan sería un candidato atractivo para todas las familias con hijas del pueblo. Y así era, pero nunca se había establecido un compromiso, y tampoco para sus hermanas. Jonathan decía que era debido a las aspiraciones sociales de su madre, que no pensaba que ninguna familia del pueblo tuviera categoría suficiente para sus hijos. Tendrían mejores posibilidades entre los socios comerciales de su padre o a través de sus propios contactos familiares en Boston. A lo largo de los años habían circulado rumores, algunos con más apariencia de solidez que otros, pero todos parecieron quedar en nada, y Jonathan se iba acercando a su vigésimo cumpleaños sin novia a la vista.
Sentí como si me hubieran abierto el vientre con un cuchillo de carnicero.
– ¿Con quién?
Él negó con la cabeza.
– No es momento para hablar de esas cosas. Deberíamos ocuparnos de tu situación.
– ¿Quién es? ¡Exijo saberlo! -grité.
Había vacilación en sus ojos.
– Es una de las chicas McDougal, Evangeline.
Aunque mis hermanas eran amigas de las chicas McDougal, tuve que esforzarme para recordar cuál de ellas era Evangeline, porque no eran pocas. Los McDougal tenían en total siete hijas, todas muy guapas a la robusta manera escocesa, altas y recias, con pelo rojo en gruesos rizos, y la piel tan pecosa como una trucha cobriza en verano. Pude imaginarme también a la señora McDougal, práctica y simpática, con su mirada de astucia, tal vez más capaz que su marido, que se ganaba pasablemente la vida como granjero, pero todo el inundo sabía que era la señora McDougal la que había logrado que la granja diera buenos beneficios y ellos hubieran ascendido en la jerarquía social del pueblo. Intenté visualizar a Jonathan con una mujer como la señora McDougal a su lado, y aquello hizo que deseara caer desvanecida a sus pies.
– ¿Y tú te propones seguir adelante con el compromiso? -pregunté.
– Lanny, no sé qué decir… No sé qué puedo… -Me cogió la mano y trató de meterme más en el polvoriento rincón-. El contrato con los McDougal está firmado, se han hecho las proclamaciones. No sé qué dirán mis padres de nuestra… situación.
Podría haber discutido con él, pero sabía que sería inútil. El matrimonio era una cuestión de negocios, pensada para aumentar la prosperidad de las dos familias. Una oportunidad como la de emparentar con una familia como los Saint Andrew no se podía desperdiciar, y menos por algo tan vulgar como un embarazo extramatrimonial.
– Me duele decirlo, pero habría objeciones a nuestro matrimonio -dijo Jonathan con la mayor amabilidad posible.
Negué con la cabeza, cansada. No tenía que decírmelo. Puede que mi padre fuera respetado por sus vecinos por su sereno buen juicio, pero los McIlvrae no temamos mucho que nos hiciera deseables como posibles cónyuges, ya que éramos pobres y la mitad de la familia era católica practicante.
Después de una pausa, pregunté bruscamente:
– Y Evangeline… ¿es la que va detrás de Maureen?
– Es la más pequeña -respondió Jonathan. Y después, tras una vacilación, añadió-: Tiene catorce años.
La más pequeña… Solo pude visualizar a la mocosa que traían sus hermanas cuando venían de visita a nuestra casa, a trabajar con Maeve y Glynnis en patrones de punto de cruz. Era una niña blanca y rosada, una muñequita con ricitos dorados como de seda y una lamentable tendencia a llorar.
– O sea, que el compromiso ya está acordado, pero la fecha de la boda, si tiene catorce años, debe de estar muy lejana…
Jonathan negó con la cabeza.
– El viejo Charles quiere que nos casemos el próximo otoño, si es posible. A finales de año, como máximo.
Di voz a la evidencia:
– Está desesperado por que des continuidad al apellido.
Jonathan me pasó el brazo por los hombros, apretándome, y yo deseé fundirme para siempre en aquella repentina fuerza y calor.
– Dime, Lanny. ¿Qué querrías tú que hiciéramos? Dímelo y haré lo posible por cumplirlo. ¿Quieres que se lo cuente a mis padres y les pida que me libren del contrato matrimonial?
Una tristeza fría me recorrió. Me decía lo que yo quería oír, pero se notaba que temía mi respuesta. Aunque no tenía ningún deseo de casarse con Evangeline, ahora que lo inevitable estaba acordado, él se había hecho a la idea de seguir adelante con el asunto. No quería que yo aceptara su oferta. Y de todos modos, lo más probable era que no sirviera para nada. Yo era inaceptable. Puede que su padre quisiera un heredero, pero Ruth insistiría en un heredero concebido dentro del matrimonio, un niño nacido sin escándalo. Los padres de Jonathan se empeñarían en seguir adelante con la boda con Evangeline McDougal, y en cuanto se corriera la noticia de mi embarazo, yo estaría perdida.
Había otra solución. ¿No se lo había dicho yo misma a Sophia, hacía pocos meses?
Apreté la mano de Jonathan.
– Podría ir a la comadrona.
Una expresión de gratitud iluminó momentáneamente su cara.
– Si es eso lo que quieres…
– Lo haré. Me las arreglaré para visitarla lo antes posible.
– Puedo ayudar con los gastos -dijo él.
Hurgó en su bolsillo y me puso una moneda grande en la mano. Por un momento me sentí desfallecer y tuve que resistir el impulso de abofetearlo, pero sabía que era solo por rabia. Después de mirar un instante la moneda, la deslicé dentro de mi guante.
– Lo siento -susurró él, besándome en la frente.
Estaban llamando a Jonathan, su nombre resonaba desde la cavernosa sala de cultos. Se escabulló para responder a la llamada antes de que nos descubrieran juntos, y yo fui discretamente escalera arriba, hasta el piso más alto, para ver lo que estaba ocurriendo.
La familia de Jonathan se encontraba en el pasillo de su reservado, el más próximo al púlpito, un lugar de honor. Charles Saint Andrew estaba subido a los escalones, haciendo el anuncio con los brazos alzados, pero tenía peor aspecto que de costumbre. Se le veía así desde el otoño. Se decía que era agotamiento o demasiado vino (en todo caso, sería una combinación de demasiado vino y demasiado tontear con las sirvientas). Pero había sido como si un día se hubiera hecho viejo de repente, más canoso y con la piel más floja. Se cansaba con facilidad y se quedaba dormido en la congregación en cuanto el pastor Gilbert abría la Biblia. Pronto dejaría de molestarse en acudir a las reuniones municipales y enviaría a Jonathan en su lugar. Ninguno de nosotros sospechaba entonces que pudiera estar muriéndose. Al fin y al cabo, había forjado el pueblo con sus propias manos, era indestructible, el valeroso hombre de la frontera, el negociante perspicaz. Pensándolo bien, probablemente por eso estaba presionando a Jonathan para que se casara y empezara a darle herederos: Charles Saint Andrew sentía que se le estaba acabando el tiempo.
Los McDougal corrieron por el pasillo para unirse a Charles en el anuncio oficial. El señor y la señora McDougal, como una pareja de patos nerviosos seguidos por sus patitos en fila, más o menos en orden descendente de edad. Siete chicas, unas bien arregladas y compuestas, otras agarrándose la ropa desabrochada, con un dobladillo o un encaje asomando entre sus prendas.
Y la última de todas, la pequeña de la familia, Evangeline. Se me formó un nudo en la garganta al verla, de tan guapa como era. No era una robusta granjera; Evangeline estaba empezando a cruzar el umbral de niña a mujer y era elegante, esbelta, con poco abultamiento en pechos y caderas, y labios de querubín. Todavía tenía el pelo dorado, y le caía por la espalda en largos rizos. Era evidente por qué Ruth había elegido a Evangeline: era un ángel enviado a la tierra, una figura celestial digna de las atenciones de su hijo mayor.
Podría haberme echado a llorar, allí en la iglesia. Pero me mordí el labio y miré cómo pasaba junto a Jonathan, haciéndole un ligerísimo gesto con la cabeza, dirigiéndole una mirada furtiva bajo su bonete de ala ancha. Y él, pálido, respondió al gesto. Toda la congregación siguió este insignificante intercambio y comprendió lo que había ocurrido entre los dos jóvenes en un abrir y cerrar de ojos.
– Ya era hora de que encontraran una esposa para él -dijo alguien detrás de mí-. A ver si ahora deja de perseguir a todas las chicas como un perro en celo.
– A mí me parece un escándalo. Es solo una niña.
– Cállate, solo se llevan seis años, y muchos buenos maridos llevan más años a sus mujeres.
– Sí, dentro de unos años no tendrá importancia, cuando la chica tenga dieciocho o veinte. Pero ¡catorce…! Piensa en nuestra hija, Sarabeth. ¿Querrías verla casada con el chico Saint Andrew?
– ¡Cielo santo, no!
Abajo, las demás chicas McDougal formaron una cadena suelta alrededor de Jonathan y de sus padres, mientras Evangeline se quedaba tímidamente un paso detrás de su padre. «Ahora no es momento de ser tímida -pensé entonces, esforzándome como si pudiera oír lo que se decía-. Tú eres la que se va a casar con él. Este hombre tan atractivo va a ser tu marido, el que te llevará a su cama todas las noches. Es un hombre difícil para entregarle el corazón, y debes demostrar que estás a la altura de las circunstancias, ve a ponerte a su lado.» Al final, tras mucha insistencia de sus padres, salió desmañadamente de detrás de su padre, como un potrillo recién nacido probando sus patas. Hasta que estuvieron uno junto a otro, no me di cuenta: todavía era una niña. Él parecía un gigante a su lado. Me los imaginé tumbados juntos en la cama, y parecía que él podía aplastarla. Era pequeña y temblaba como una hoja a la menor atención de él.
Jonathan le cogió la mano y se acercó más a ella. Había algo galante en su gesto, casi protector. Pero a continuación, Jonathan se inclinó y la besó. No fue su beso habitual, el que yo me sabía de memoria, el beso tan poderoso que lo sentías hasta en los dedos de los pies. Pero al besarla delante de sus familias y de la congregación, había indicado que aceptaba el contrato de matrimonio. Y delante de mí.
Entonces comprendí el mensaje que me enviaba Sophia en el sueño. No me estaba exhortando a que me matara en compensación por lo que le había hecho a ella. Me estaba diciendo que tenía por delante una vida de desengaños si continuaba amando a Jonathan como lo hacía, como lo había hecho ella. Un amor tan intenso se puede volver dañino y acarrear mucha infelicidad. Pero entonces ¿cuál es el remedio? ¿Puedes liberar de deseo tu corazón? ¿Puedes dejar de amar a alguien? Es más fácil tirarse al río, parecía estar diciéndome Sophia; es más fácil dar el salto de la enamorada.
Todo aquello reverberaba en mi mente mientras miraba desde la galería, bañada en lágrimas, con los dedos clavados en la blanda madera de pino del poste en el que me apoyaba. Estaba muy por encima del suelo de la congregación, a bastante altura para dar el salto de la enamorada. Pero no lo hice. Ya entonces pensaba en el niño que llevaba dentro. Di media vuelta y corrí escalera abajo, huyendo de la dolorosa escena que tenía delante.
Regresé de la iglesia a casa en silencio, en el carro con mi padre. Él no me quitó la vista de encima. Yo iba envuelta en mi capa y mi bufanda, pero tiritaba y me castañeteaban los dientes, aunque el sol de invierno había salido y nos bañaba a los dos con su luz. Tampoco él dijo nada, sin duda atribuyendo mi mal aspecto y mi silencio a la noticia del compromiso de Jonathan. Nos detuvimos en la destartalada iglesia católica y encontramos a mi madre, a mis hermanas y a Nevin esperándonos en la nieve, con los labios azules y protestando por nuestra tardanza mientras subían al carro.
– Callaos ya, que tenemos buenas razones para el retraso -les dijo mi padre en un tono que significaba que no iba a tolerar tonterías-. Después del oficio, han anunciado el compromiso de Jonathan.
Por respeto hacia mí, no hubo risas ni alboroto entre ellos, solo miradas por parte de mis hermanas y un despectivo «Pobre chica, sea quien sea» de mi hermano.
Cuando llegamos a nuestra granja, Nevin desenganchó el caballo mientras mi padre iba a mirar las vacas y mis hermanas aprovechaban el día soleado para hacer lo mismo con las gallinas y las ovejas. Yo seguí sin ganas a mi madre a la casa. Ella se puso a trajinar en la cocina, preparándose para ocuparse de la cena, mientras yo me sentaba en una silla delante de la ventana, todavía con la capa puesta.
Mi madre no era tonta.
– ¿Te apetece una taza de té, Lanore? -me dijo desde el fogón.
– No tengo ganas -respondí, procurando ocultar el tono de tristeza de mi voz. De espaldas a mi madre, escuché el sonido de una olla pesada al colgarla del gancho sobre el fuego y el salpicar del agua vertida de un cubo de la bomba.
– Sé que estás dolida, Lanore. Pero sabías que este día llegaría -dijo mi madre al fin, firme pero amable-. Sabías que algún día Jonathan se casaría, como lo harás tú. Ya te dijimos que no era aconsejable mantener una amistad tan estrecha con un chico. Ahora entenderás a qué nos referíamos.
Dado que ella no podía verme, dejé que una lágrima corriera por mi cara. Estaba débil, como si hubiera sido pisoteada y golpeada por uno de los toros del campo. Necesitaba confiar en alguien. En aquel momento, sentada allí, supe que moriría si tenía que guardar más tiempo el secreto para mí sola. La cuestión era ¿en quién de mi familia podía confiar?
Mi madre siempre había sido cariñosa con sus hijos, defendiéndonos cuando mi padre se dejaba llevar por su recta sensibilidad y nos reñía con demasiada dureza. Era una mujer y había estado embarazada seis veces, con dos bebés enterrados en el cementerio; seguro que entendería cómo me sentía y me protegería.
– Madre, tengo algo que decirte, pero me da terror cómo podéis reaccionar tú y padre. Por favor, prométeme que me seguirás queriendo después de que hayas oído lo que tengo que contar -dije con la voz quebrada.
Oí que a mi madre se le escapaba un grito sofocado, seguido por el ruido de un cucharón cayendo al suelo, y supe que no era preciso que dijera más. A pesar de todos sus consejos, a pesar de todos sus argumentos y regañinas, lo que ella más temía se había hecho realidad.
Nevin tuvo que enganchar otra vez el caballo al carro e ir con mis hermanas a casa de los Dale, al otro lado del valle, para esperar allí hasta que nuestro padre los recogiera. Yo permanecí sola con mis padres en la casa que se iba quedando a oscuras, sentada en un taburete en medio de la habitación, mientras mi madre lloraba en silencio junto al fuego y mi padre daba zancadas a mi alrededor.
Nunca había visto a mi padre tan furioso. Tenía el rostro encarnado e hinchado, y las manos blancas de tanto cerrar los puños. Lo único que le había impedido pegarme, creo yo, eran las lágrimas que rodaban por mi cara.
– ¡¿Cómo has podido hacerlo?! -me chilló mi padre-. ¿Cómo has podido entregarte al hijo de Saint Andrew? ¿No eres mejor que una vulgar prostituta? ¿Qué se apoderó de ti?
– Él me quiere, padre.
Mis palabras fueron demasiada provocación para mi padre, que alzó la mano y me golpeó con fuerza en la cara. Hasta mi madre se quedó sin aliento de la sorpresa. El dolor irradiaba con fuerza desde la mejilla, pero fue la crudeza de su furia lo que me dejó aturdida.
– ¿Eso es lo que te dijo? ¿Y eres tan tonta que te lo crees, Lanore?
– Te equivocas. Me quiere de verdad.
Echó hacia atrás la mano para golpearme por segunda vez, pero se detuvo.
– ¿Crees que no les ha dicho lo mismo a todas las chicas que le escuchan, para conseguir que cedan a su deseo? Si tiene esos sentimientos por ti, ¿por qué se ha prometido con la chica McDougal?
– No lo sé -gemí, limpiándome las lágrimas de las mejillas.
– Kieran -dijo mi madre en tono cortante-. No seas cruel.
– Es una lección dura -le respondió mi padre, mirando por encima del hombro-. Compadezco a los McDougal, y es una vergüenza lo de la pequeña Evangeline, pero yo no tendría a un Saint Andrew como yerno.
– Jonathan no es malo -protesté.
– ¡Escucha lo que dices! ¡Estás defendiendo al hombre que te dejó embarazada y que no tiene la decencia de estar aquí a tu lado, dándole la noticia a tu familia! -bramó mi padre-. Porque supongo que ese bastardo está enterado de tu estado.
– Lo sabe.
– Y el capitán, ¿qué? ¿Crees que ha tenido el valor de decírselo a su padre?
– No lo sé.
– Lo dudo -dijo mi padre. Reanudó sus zancadas, haciendo sonar con fuerza sus tacones contra las tablas de pino del suelo-. Y así es mejor. No quiero tener nada que ver con esa familia. ¿Me oyes? Nada que ver. He tomado mi decisión, Lanore: te vamos a enviar lejos para que tengas el niño. Muy lejos… -Miraba fijamente hacia delante, sin echar ni un vistazo en mi dirección-. Te enviaremos a Boston dentro de unas semanas, cuando los caminos estén transitables, a un lugar donde podrás tener tu hijo. A un convento. -Miró a mi madre, que se miró las manos y asintió-. Las hermanas le encontrarán un hogar, una buena casa católica, para que tu madre se sienta mejor.
– ¿Me vais a quitar a mi hijo? -Empecé a levantarme del taburete, pero mi padre me volvió a sentar de un empujón.
– Pues claro. No puedes volver a Saint Andrew trayendo contigo tu vergüenza. No permitiré que nuestros vecinos sepan que eres otra de las conquistas del joven Saint Andrew.
Empecé a llorar de nuevo, con fuerza. El niño era lo único que yo tenía de Jonathan. ¿Cómo iba a renunciar a él?
Mi madre se acercó a mí y me cogió las manos.
– Tienes que pensar en tu familia, Lanore. Piensa en tus hermanas. Piensa en nuestra vergüenza, si se corriera la voz por el pueblo. ¿Quién iba a querer que sus hijos se casaran con tus hermanas después de esta deshonra?
– No sé por qué mis deslices tendrían que repercutir en mis hermanas -dije con aspereza, pero sabía la verdad. Nuestros piadosos vecinos harían sufrir a mis hermanas y a mis padres por mis pecados-. Entonces… ¿no vais a decirle al capitán lo que me pasa?
Mi padre dejó de dar zancadas y se volvió para encararse conmigo.
– No le daré a ese viejo malnacido la satisfacción de saber que mi hija no pudo resistirse a su hijo -dijo, negando con la cabeza-. Puedes pensar lo peor de mí, Lanore. Rezo por estar haciendo lo correcto contigo. Solo sé que tengo que intentar salvarte de la catástrofe.
Yo no sentía ninguna gratitud. ¡No quería que me enviaran lejos! Aunque soy egoísta, mi primer pensamiento no fue para mi familia y su dolor, sino para Jonathan. Me vería obligada a dejar mi hogar y nunca volvería a ver a Jonathan. Aquel pensamiento era como un cuchillo que se me clavaba en el corazón.
– ¿Tengo que marcharme? -pregunté, con la voz rota por la angustia-. ¿Por qué no puedo ir a la partera? Así, podría quedarme. Nadie se enteraría.
La mirada gélida de mi padre me hirió más profundamente que otro golpe.
– Yo lo sabría, Lanore. Lo sabría yo y lo sabría tu madre. Algunas familias quizá aprueben eso, pero… nosotros no podemos permitírtelo. Sería un pecado monstruoso, aún peor que el que ya has cometido.
Así que no solo era una mala hija y una pobre marioneta de los deseos de Jonathan, sino que además tenía entrañas de asesina desalmada. En aquel momento quise morir, pero la vergüenza no bastó para ello.
– Ya veo… -Me limpié la humedad fría de las mejillas, decidida a no llorar más delante de mi padre.
Ay, la vergüenza y el terror que sentí aquella noche. Ahora, al recordarlo, parece ridículo estar tan avergonzada, tan aterrorizada. Pero entonces, yo era una víctima más a merced de la religión y la corrección, temblando y llorando en casa de mis padres, aplastada por el peso de las exigencias de mi padre. Un alma diminuta e indefensa a punto de ser exiliada al mundo oscuro y cruel. Iba a tardar muchos años en perdonarme a mí misma. En aquellos momentos pensaba que mi vida se había terminado. Mi padre me consideraba una ramera y un monstruo, y me iba a separar de lo único que me importaba en el mundo. No podía imaginar que pudiera seguir adelante.
Pasó lo peor del invierno; los días cortos y oscuros se hacían cada vez más largos, y los cielos que habían estado permanentemente nublados, del color de la franela vieja, empezaron a aclararse. Me preguntaba si yo también estaría cambiando cada vez más con el niño dentro de mí, o si las transformaciones en mi cuerpo serían cosa de mi imaginación. Al fin y al cabo, yo siempre había sido delgada y, con mi difícil situación, había perdido el apetito. La ropa no se me ajustaba como yo esperaba que ocurriera, pero puede que solo fuera la culpa, que disparaba mi imaginación. En algún que otro momento me preguntaba si Jonathan estaría pensando en mí, si sabría que me iban a enviar lejos y lamentaba haberme abandonado. Era posible que supusiera que yo había hecho lo que prometí, ir a la comadrona y purgarme. Puede que estuviera distraído con su inminente boda. No tenía manera de saberlo: ya no se me permitía ir a los oficios religiosos de los domingos con ninguna de las facciones de mi familia, y así me arrebataron mi única posibilidad de ver a Jonathan.
Pasaron los días en una pesada monotonía. Mi padre me mantenía ocupada en todo momento, desde que nos despertábamos en la semioscuridad del nuevo día hasta que apoyaba la cabeza en mi almohada por la noche. Las noches no me daban respiro porque muchas veces soñaba con Sophia: saliendo del gélido Allagash, alzándose como una voluta de humo en la nimba, dando vueltas a mi casa en la oscuridad, como un fantasma sin reposo. Puede que su espectro encontrara algún leve consuelo en mi sufrimiento.
Antes de acostarme por la noche, me arrodillaba junto a mi cama y me preguntaba si sería blasfemo pedirle a Dios que me librara de aquel problema. El destierro iba a ser el castigo por mis graves pecados. ¿No debería aceptar mi destino en lugar de pedirle clemencia a Dios?
Mis hermanas se iban entristeciendo a medida que el invierno se hacía menos crudo y se acercaba el día de mi partida. Pasaban conmigo todo el tiempo que podían, sin hablar de mi marcha, pero sentadas a mi lado, abrazadas a mí, apretando sus frentes contra la mía. Trabajaban frenéticamente con mi madre, arreglando mi ropa -no querían enviarme a Boston con un aspecto tan pueblerino- y hasta me hicieron una capa nueva con la lana de la primavera anterior.
Lo inevitable no se podía aplazar indefinidamente, y una noche, cuando el deshielo era evidente en el valle, mi padre me dijo que ya estaba todo organizado. Me iría el domingo siguiente en el carro de las provisiones, acompañada por el maestro del pueblo, Titus Abercrombie. Desde Presque Isle, partiríamos en una diligencia hasta Camden, y de allí en barco hasta Boston. El único baúl de la familia se llenó con mis pertenencias y se sacó a la puerta, y en el forro de unas enaguas me cosieron un papel con los nombres de todos mis contactos -el capitán del barco, la madre superiora del convento- y todo el dinero del que mi familia pudo desprenderse. Mis hermanas se pasaron aquella noche apretadas contra mí en nuestra ancha cama, sin querer soltarme.
– No entiendo por qué padre te manda lejos.
– No nos ha hecho caso, por mucho que se lo hemos pedido.
– Te vamos a echar de menos.
– ¿Nos volveremos a ver? ¿Vendrás a nuestras bodas? ¿Estarás con nosotras en los bautizos de nuestros hijos?
Sus preguntas me arrasaban los ojos en lágrimas. Las besé con dulzura en la frente y las abracé con fuerza.
– Pues claro que me volveréis a ver. Solo estaré fuera una temporada. Ya basta de lágrimas, ¿eh? Van a pasar tantas cosas mientras yo esté fuera que no notaréis mi ausencia.
Ellas lloraron negándolo, prometiendo pensar en mí todos los días. Las dejé llorar hasta que se durmieron agotadas, y después me mantuve despierta el resto de la noche, procurando encontrar paz en las pocas horas que quedaban para el amanecer.
Cuando llegamos al despuntar el día, los carreteros estaban enganchando los caballos a los carros, ya vacíos, después de haber dejado su cargamento de mercancías -harina molida, rollos de tela, agujas finas, té- en la tienda de los Watford el día anterior. Tres grandes carretas y seis hombres fornidos que hacían los últimos ajustes en los arneses y aparejos, y que miraron tímidamente cómo mi familia se apelotonaba a mi alrededor. Mis hermanas y mi madre estaban muy juntas y apretadas, con lágrimas corriéndoles por la cara. Mi padre y Nevin se mantuvieron a un lado, serios e impasibles.
Uno de los carreteros tosió, no queriendo entrometerse, pero ansioso de partir a tiempo.
– Es hora de irse -dijo mi padre-. Vamos, chicas, al carro.
Esperó a que mi madre me abrazara por última vez, mientras Nevin ayudaba al carretero a cargar mi baúl en la carreta vacía. Mi padre se volvió hacia mí.
– Ésta es tu oportunidad de redimirte, Lanore. Dios se ha dignado darte otra posibilidad para que no seas frívola con su beneficencia. Tu madre y yo rezaremos para que des a luz a tu hijo sin contratiempos, pero no se te ocurra rechazar la ayuda de las hermanas para colocar al niño con otra familia. Te ordeno que no te quedes con el niño, y si decides desobedecer mis órdenes, será mejor que no vuelvas a Saint Andrew. Si no te transformas en una buena cristiana temerosa de Dios, no quiero volver a verte.
Aturdida, me dirigí a la carreta, donde me aguardaba Titus. Con caballerosa dignidad, me ayudó a trepar al banco y a sentarme a su lado.
– Querida, es un placer escoltarte hasta Camden -dijo en un tono rígido y formal (pero amistoso) que yo había oído parodiar a Jonathan a veces.
Yo no conocía mucho a Titus, ya que nunca me había dado clases, y solo podía juzgarle por las anécdotas que me contaba Jonathan. Era un caballero mayor, más bien delicado, con la constitución de un erudito: brazos y piernas arqueados y una pequeña barriga que crecía con los años. Había perdido casi todo el pelo, y el que le quedaba se había puesto blanco, dejando su calva mollera con un sutil halo al estilo de Benjamín Franklin. Era uno de los pocos hombres del pueblo que llevaban gafas, un par de lentes con fina montura de alambre que hacían que sus claros ojos grises parecieran más pequeños y aún más acuosos. Titus pasaba los meses de verano en Camden enseñando latín a los hijos de su primo a cambio de manutención, ya que todos sus alumnos de Saint Andrew trabajaban en las granjas de sus familias hasta que comenzaba la escuela en otoño.
Había otro pasajero, uno de los leñadores de Saint Andrew que se había herido y volvía a Camden para recuperarse en compañía de su familia. Llevaba la mano abultada por los vendajes hechos con trapos limpios. Mientras la carreta arrancaba y avanzaba, lloré a mares, devolviendo los desesperados gestos de despedida de mi madre y de mis hermanas a través de las lágrimas.
Mientras las carretas rodaban traqueteando y alejándose del pueblo, el dolor en mi garganta y mi corazón se intensificó al ver cómo el único lugar que conocía se iba encogiendo en la distancia y me despedí de todos -y del único- los que había querido.
Carretera de Fort Kent, en la actualidad
El paso fronterizo no está muy lejos. Aunque Luke no ha estado allí desde hace años, desde que llevó a la familia a unas cortas y nada memorables vacaciones, está bastante seguro de que aún puede encontrarlo sin consultar un mapa. Va por carreteras secundarias que resultan más lentas y le llevarán más tiempo, pero supone que así tendrá menos posibilidades de toparse con patrullas de tráfico u otros cuerpos de policía; son demasiado escasas para vigilar las carreteras secundarias o molestarse mucho en los pueblos pequeños. En la autopista es donde están los problemas, los excesos de velocidad y los camiones con demasiada carga, las infracciones que dan dinero y aportarán algunos ingresos al Estado.
Agarra el volante por el mismo centro y conduce con una sola mano. Su pasajera mira con obstinación la carretera que tienen delante, mordiéndose el labio inferior. Parece más que nunca una adolescente, disimulando la preocupación bajo un velo de impaciencia.
– Bueno -dice él, intentando atemperar el ambiente entre los dos-. ¿Te importa que te haga un par de preguntas?
– Adelante.
– Bien, ¿puedes decirme qué se siente al ser… lo que eres?
– No se siente nada especial.
– ¿De verdad?
Ella se echa hacia atrás en su asiento y coloca el codo en el apoyabrazos.
– No siento nada diferente, al menos nada que pueda recordar. No noto ningún cambio, ni en el día a día ni en las cosas que importan. No es como si tuviera superpoderes o algo así. No soy un personaje de cómic. -Sonríe para hacerle saber que no le ha parecido una pregunta tonta.
– Eso que hiciste en urgencias, lo de cortarte, ¿te dolió?
– Pues no. El dolor es muy ligero, solo se siente una especie de hormigueo, puede que como lo que sentirías en una operación quirúrgica si solo te suministraran una dosis pequeña de anestesia. Únicamente la persona que te hizo así puede hacerte daño, puede hacerte sentir dolor de verdad. Ha pasado tanto tiempo que ya se me ha olvidado cómo es el dolor… casi.
– ¿Una persona te hizo eso? -pregunta Luke, incrédulo-. ¿Cómo ocurrió?
– Ya llegaré a eso -responde ella, sin dejar de sonreír-. Ten paciencia.
La revelación de que ese milagro es obra del hombre casi marea a Luke, como mirar de pronto un paisaje desde un punto de vista diferente. Parece aún más inverosímil, imposible, lo más probable es que eso sea un engaño contado por una joven guapa y manipuladora.
– El caso es -continúa ella- que soy más o menos como era antes, excepto… que no me canso de verdad. No me agoto físicamente. Pero sí que me canso emocionalmente.
– ¿Te deprimes?
– Sí, debe de ser eso. Supongo que hay muchas razones. Sobre todo, lo que se me viene encima de vez en cuando es la futilidad de la vida, no tener más opción que vivir cada día, día tras día. Me pregunto qué sentido tiene aguantar todo este tiempo sola, excepto para hacerme sufrir, para que me recuerden las cosas malas que he hecho, o la manera en que he tratado a la gente. Claro que no puedo hacer nada al respecto. No puedo retroceder en el tiempo y corregir los errores que cometí.
No es esa la respuesta que Luke esperaba. Vuelve a colocar la mano sobre el volante, que le vibra con fuerza en la palma al pasar por una zona de asfalto en mal estado.
– ¿Quieres que te recete algo?
Ella se echa a reír.
– ¿Antidepresivos, por ejemplo? No creo que me sirvieran de mucho.
– ¿La medicación no te hace efecto?
– Digamos que he desarrollado una tolerancia bastante alta. -Deja de mirarle y vuelve la cara hacia la ventanilla-. La obliteración es la única manera de escapar de tu mente, a veces.
– ¿Obliteración? ¿Quieres decir alcohol, drogas?
– ¿Podemos dejar de hablar de esto? -Le tiembla la voz al final.
– Claro. ¿Tienes hambre? Debe de hacer mucho que no comes. ¿Quieres que paremos a tomar algo? Hay un sitio que tiene buenos donuts cerca de Fort Kent.
Ella niega con la cabeza sin mucho convencimiento.
– Ya no tengo hambre nunca. Puedo pasar semanas sin pensar en comer. Ni en beber.
– Y de dormir, ¿qué? ¿Quieres echar un sueñecito?
– Tampoco duermo mucho. Me olvido de hacerlo. Al fin y al cabo, lo mejor de dormir es tener a alguien a tu lado, ¿no? Un cuerpo caliente, notar su peso apoyado en ti. Muy reconfortante, ¿no te parece? Cómo las respiraciones van cogiendo el mismo ritmo, se sincronizan. Es celestial.
¿Quiere eso decir que no ha tenido un hombre en su cama desde hace mucho tiempo?, se pregunta Luke. Y el muerto del depósito, las sábanas revueltas de la cabaña, ¿qué significan? También es posible que esté jugando con él, ocultando cómo es en realidad.
– ¿Echas de menos tener a tu mujer a tu lado en la cama? -pregunta ella al cabo de un rato, sondeándole.
Pues claro que lo echa de menos, aunque su mujer tenía el sueño muy ligero e inquieto, y con frecuencia le despertaba cuando intentaba ponerse cómoda o se movía en sueños. Por la misma razón, a él le gustaba verla dormida en su cama cuando llegaba a casa después de una larga noche en el hospital: su esbelto y elegante cuerpo envuelto por las sábanas, todo curvas que subían y bajaban con suavidad. La mata de pelo dorado enroscada en su cabeza, la boca entreabierta. Había algo cuando la miraba sin que ella fuera consciente que la hacía bella para él, y el recuerdo de aquellas escenas íntimas le crea un nudo en la garganta. Es mucho para contárselo a una desconocida, su soledad y su pena, así que no dice nada.
– ¿Cuánto tiempo hace que se fue tu mujer? -pregunta Lanny.
Luke se encoge de hombros.
– Casi un año. Va a casarse con el novio de su infancia. Volvió a Michigan y se llevó a nuestras dos hijas.
– Es terrible. Lo siento.
– No malgastes tu simpatía conmigo. Parece que tú tienes que afrontar algo muchísimo peor.
Tiene otra vez aquella sensación, la que ha sentido a la puerta del depósito, desorientación ante el impacto de lo que ella dice frente al mundo que él conoce. ¿Cómo puede estar diciendo la verdad?
Y justo entonces, cree ver los destellos de un coche patrulla blanco y negro en el retrovisor al hacer un giro a la derecha. Se pregunta si los han estado siguiendo todo el tiempo y él no se ha dado cuenta. ¿Los estará persiguiendo la policía? La idea conlleva una aprensión especial para un hombre que nunca ha tenido problemas con la ley.
– ¿Qué pasa? -pregunta de pronto Lanny, enderezándose-. Ha ocurrido algo, lo noto en la expresión de tu cara.
Luke no aparta la vista del espejo retrovisor.
– Tómatelo con calma. No quiero que te alarmes, pero creo que nos están siguiendo.