La autopista a la ciudad de Quebec tiene dos carriles en cada dirección y está tan oscura como una pista de aterrizaje abandonada. A Luke, los árboles sin hojas y el paisaje monótono le recuerdan a Marquette, el pueblecito en el aislado extremo superior de Michigan donde se ha instalado su ex. Luke estuvo allí una vez para ver a las niñas, justo después de que Tricia se instalara con su novio de la infancia. Las dos hijas de Tricia y de Luke viven ahora en la casa del novio, y el hijo y la hija de él también se quedan con ellos un par de noches por semana.
Durante la visita, a Luke no le pareció que Tricia estuviera más feliz con su novio que lo que había estado con él, aunque es posible que le diera vergüenza que la vieran con su ex en aquella casa destartalada, con un Camaro de doce años en el sendero de entrada. Tampoco es que la casa de Luke en Saint Andrew sea mucho mejor.
Las niñas, Winona y Jolene, no estaban contentas, pero aquello era de esperar; acababan de mudarse al pueblo y no conocían a nadie. A Luke casi se le rompió el corazón mientras comía con ellas en la pizzería adonde las había llevado. Estuvieron calladas, y eran demasiado pequeñas para saber a quién echar la culpa y con quién enfadarse. Se enfurruñaron cuando él intentó sacarlas de allí, y no podía soportar la idea de devolvérselas a su madre y despedirse de ellas, cuando todos estaban tan resentidos e incómodos. También sabía que era inevitable: lo que estaban pasando no se podía resolver en una semana.
Al final de su estancia allí, cuando se estaba despidiendo en los escalones de cemento de la entrada de la casa de Tricia, las cosas habían mejorado para él y las niñas. La tensión había disminuido, habían encontrado algo de alivio para sus miedos. Habían llorado cuando él las abrazó al despedirse y habían agitado los brazos cuando Luke se alejó en su coche de alquiler, pero aun así le rompía el corazón dejarlas.
– Tengo dos hijas -dice Luke de pronto, sin poder resistir el impulso de contarle a ella algo de su vida.
Lanny le mira desde su lado del asiento.
– ¿Eran las de aquella foto en tu casa? ¿Qué edad tienen?
– Cuatro y cinco. -Siente que se aviva en él un pequeño rescoldo de orgullo, lo único que le queda de la paternidad-. Ahora viven con su madre. Y con el tío con el que se va a casar… -Otro se ocupará de sus hijas.
Ella cambia de postura. Casi están frente a frente.
– ¿Cuánto tiempo estuviste casado?
– Seis años. Ya estamos divorciados -añade, antes de darse cuenta de que seguramente es innecesario-. Fue un error casarnos, ahora me doy cuenta. Yo acababa de terminar mi residencia en Detroit. Mis padres empezaban a estar achacosos, y yo sabía que tendría que volver a Saint Andrew. Supongo que no quería volver a casa solo. Era inimaginable que allí pudiera encontrar pareja. Conocía a todo el mundo, me había criado allí. Creo… que pensé que Tricia era mi última oportunidad.
Lanny se encoge de hombros; está incómoda, se nota en las arrugas de su frente. Le molesta tanta sinceridad, decide Luke, tanto si es ella la que abre su corazón como si no.
– Y tú, ¿qué? ¿Has estado casada alguna vez? -La pregunta le arranca a Lanny una carcajada.
– No he estado escondida del resto del mundo todo este tiempo, si es eso lo que piensas. No, con el tiempo recuperé el sentido común. Comprendí que Jonathan nunca se comprometería conmigo. Entendí que no estaba en su naturaleza.
Luke piensa en el hombre del depósito de cadáveres. Las mujeres se pelearían por un hombre como aquel. Incesantes reclamos y proposiciones, tanta lujuria y deseo, tanta tentación… ¿Cómo podía nadie esperar que un hombre así se comprometiera con una sola mujer? Era lógico que Lanny quisiera que Jonathan la amara lo suficiente para serle fiel, pero ¿se podía culpar a aquel hombre por haberla decepcionado?
– ¿Así que conociste a otro y te enamoraste? -Luke procura que no se note que hay un destello de esperanza en su voz. Ella se echa a reír de nuevo.
– Para ser un hombre que se casó por desesperación y acabó divorciado, hablas como un romántico sin remedio. He dicho que he estado casada, no que me enamorara. -Se vuelve de modo que ya no mira hacia él-. Bueno, eso no es exactamente cierto. He amado a todos mis maridos, pero no como amaba a Jonathan.
– ¿A todos? ¿Cuántas veces has estado casada? -Luke vuelve a sentir la punzada de incomodidad que notó en Dunratty al ver la cama revuelta.
– Cuatro veces. Una chica se siente sola cada cincuenta años, o así. -Sonríe, burlándose de sí misma-. Todos fueron buenos, cada uno a su manera. Cuidaron de mí. Me aceptaron como soy, teniendo en cuenta lo que podía contarles.
Esas revelaciones de su vida hacen que Luke sienta deseos de conocer más.
– ¿Cuánto les contaste? ¿Le hablaste a alguno de Jonathan?
Lanny echa atrás la cabeza y sacude el pelo, que todavía le oculta la cara.
– Nunca le he contado a nadie la verdad sobre mí, Luke. Nunca. Tú eres el único.
Luke se pregunta si solo está diciendo eso para agradarle. Sabe muy bien lo que la gente necesita oír. Es el tipo de habilidad que se necesita desarrollar para sobrevivir durante cientos de años sin ser descubierto. Todo forma parte del sutil arte de enredar a gente en tu vida, atarlos a ti, hacer que les gustes, tal vez incluso que te amen.
Luke quiere oír su historia, saberlo todo sobre Lanny, pero ¿puede confiar en que ella le diga la verdad, o solo está manipulándolo hasta que se encuentren a salvo de la policía? Mientras Lanny se sume en el silencio, meditabunda, Luke sigue conduciendo. Se pregunta qué ocurrirá cuando lleguen a Quebec, si Lanny desparecerá y el solo conservará de ella su historia.
Boston, 1819
Había planeado mi viaje de regreso a Saint Andrew con el entusiasmo propio de un entierro. Utilizando la bolsa de dinero que Adair me había dado al marcharme, saqué un billete para un carguero que iba de Boston a Camden, desde donde viajaría en un coche contratado con conductor. Tradicionalmente, el único medio de transporte que hacía el trayecto de ida y vuelta a Saint Andrew era el carro de las provisiones, que surtía de mercancías la tienda de los Watford dos veces al año. Yo quería que mi llegada fuera espectacular, presentándome en un vehículo elegante con cojines para ablandar sus duros bancos y cortinas en las ventanillas, para hacerles saber que no era la misma mujer que se había marchado.
Estábamos a principios del otoño; en Boston hacía frío y el ambiente era húmedo, pero en los pasos hacia el norte del condado de Aroostook ya habría nevado. Me sorprendió sentir nostalgia de la nieve de Saint Andrew: añoraba los montones altos y densos y los paisajes de un blanco inmaculado, los contornos festoneados de los pinos asomando bajo gruesas capas de nieve. Por todas partes había dunas de nieve suavemente onduladas. De niña, miraba por las heladas ventanas de la cabaña de mis padres y observaba cómo el viento hacía volar la nieve fina como el polvo en rachas horizontales, y daba gracias por estar dentro de la cabaña con el fuego y otros cinco cuerpos manteniéndome caliente.
Así pues, aquella mañana me dirigí al puerto de Boston para subir al barco que me llevaría de vuelta a Camden en circunstancias totalmente diferentes de cuando había llegado: llevaba dos baúles de bellos vestidos y regalos, una bolsa con más dinero que el que se habría visto en todo el pueblo en cinco años, y medios de transporte lujosos. Había salido de Saint Andrew siendo una joven deshonrada sin futuro y volvía como una dama refinada que había tropezado con una fuente secreta de riquezas.
Evidentemente, le debía mucho a Adair. Pero no por ello me entristecía menos lo que iba a hacer.
Mientras estuvimos en el mar, no salí de mi camarote, todavía abrumada por la culpa. En un intento de embotar mis emociones, me hice con una botella de brandy y, trago tras trago, intenté convencerme de que no iba a traicionar a mi antiguo amante. Solo le haría a Jonathan una oferta de parte de Adair, el regalo con el que todo el mundo sueña: la posibilidad de vivir para siempre. Cualquier hombre aceptaría encantado un don semejante, incluso pagaría una fortuna por ello, si estuviera en condiciones de hacerlo. Había sido elegido para ser admitido en un mundo nunca visto, para aprender que la vida que conocemos no es todo lo que hay. Difícilmente podría quejarse de lo que yo iba a ofrecerle.
Sin embargo, yo sabía que ese otro plano de existencia tenía un precio. Solo que todavía no entendía cuál era ese precio. No me sentía superior a los mortales, ni tampoco como un dios. En todo caso, sentía que había salido de la esfera de lo humano para pasar a un reino de vergonzosos secretos y lamentaciones, un submundo oscuro, un lugar de castigo. Pero seguro que habría una oportunidad para expiar nuestros pecados, para repararlos.
Cuando llegué a Camden, contraté el coche y emprendí mi solitario viaje al norte. La idea de rebelarme contra Adair ocupaba de nuevo mi mente. Al fin y al cabo, aquella tierra era tan diferente de Boston que Adair parecía muy lejano… Pero mi castigo por ayudar a escapar a la chica aún era demasiado reciente, y pensar en desobedecerle me hacía temblar de miedo. Hice un trato conmigo misma: si al llegar a Saint Andrew veía que Jonathan era feliz en su vida con su altiva familia y su novia-niña, lo dejaría en paz. Yo cargaría con las consecuencias: me alejaría y me abriría camino en el mundo, porque no podía volver a Boston sin Jonathan. Irónicamente, el propio Adair me había proporcionado los medios para huir: dinero, ropas… Tendría suficiente para empezar. Pero aquellas fantasías duraban poco; no podía olvidar la advertencia de Adair de hacer lo que se me ordenaba o sufrir las consecuencias. Él jamás me permitiría escapar.
En aquel torturado estado de ánimo, me preparé para entrar en Saint Andrew aquella tarde de octubre, para contemplar la sorpresa de mi familia y de mis conocidos al verme viva, y su posterior decepción al descubrir en lo que me había convertido.
Llegué un domingo nublado. Había tenido suerte de que el otoño no fuera tan riguroso como acostumbraba ser, y la nieve a lo largo de la ruta estuviera transitable. Los árboles desnudos se recortaban contra un cielo gris de franela, y las últimas hojas pegadas a las ramas tenían un color mortecino, arrugadas y enroscadas como murciélagos colgados de sus nidos.
El servicio religioso acababa de terminar, y la gente se derramaba por las anchas puertas de la sala de cultos, saliendo al prado común. Los feligreses charlaban de pie, en los reducidos grupos de costumbre, a pesar del frío y el viento, reacios como siempre a renunciar a la compañía y volver a sus casas. Ni rastro de mi padre; era posible que, al no tener nadie que le acompañara, hubiera acabado por asistir a la misa católica por comodidad. Pero mis ojos localizaron a Jonathan inmediatamente, y me dio un vuelco el corazón al verlo. Se hallaba en el extremo más alejado del prado común, donde se ataban los caballos y los carros, y estaba subiendo a la calesa de su familia, mientras sus hermanas y hermano aguardaban turno en fila. ¿Dónde estaban su madre y el capitán? Su ausencia me angustiaba. De su brazo iba una mujercita joven, blanca por la fatiga. Jonathan la ayudó a subir al asiento delantero de la calesa. Llevaba un bulto en los brazos: un bebé. La novia-niña le había dado a Jonathan algo que yo no había podido darle. Al ver al pequeño, estuve a punto de perder el valor y decirle al cochero que diera la vuelta.
Pero no lo hice.
Mi carruaje entró en escena y de inmediato se convirtió en un objeto de curiosidad. A mi señal, el cochero detuvo los caballos y, con el corazón desbocado, bajé del coche entre la multitud que se había congregado allí.
Mi recepción fue más calurosa de lo que había esperado. Me reconocieron, a pesar de la ropa nueva, el pelo arreglado y el coche de alquiler. Me vi rodeada de personas a las que siempre sospeché que importaba poco: los Watford; Tinky Talbot, el herrero, y su familia tiznada de hollín; Jeremiah Jacobs y su nueva novia, cuya cara recordaba pero no así su nombre. El reverendo Gilbert se aproximó corriendo desde los escalones de la sala de cultos, con las vestiduras agitadas por el viento, mientras mis antiguos vecinos susurraban a mi alrededor.
– ¡Lanore McIlvrae, viva y coleando!
– ¡Mirad, qué elegante!
Se extendieron manos desde la multitud para estrechar la mía, aunque vi con el rabillo del ojo que algunas bocas susurraban y algunas cabezas negaban desde los márgenes. Después, la multitud se abrió para dejar paso al pastor Gilbert, que llegó con la cara enrojecida por el esfuerzo.
– Santo Dios, ¿eres tú, Lanore? -preguntó, pero yo apenas le oí, de tanto que me preocupó su aspecto. ¡Cómo había envejecido Gilbert! Se había encogido y ya no tenía aquella prominente barriga; su viejo rostro estaba tan arrugado como una manzana olvidada en un sótano frío, y tenía los ojos legañosos y enrojecidos. Me estrechó la mano con una mezcla de afecto y aprensión-. ¡Cómo se alegrará tu familia de verte! Te habíamos dado por… -Se ruborizó, como si se le fuera a escapar una palabra malsonante-. Te dimos por perdida. Y aquí estás, has vuelto… Y es evidente que tu suerte ha mejorado.
A la mención de mi familia, las expresiones de los presentes cambiaron, aunque nadie dijo una palabra. Dios mío, ¿qué le había pasado a mi familia? ¿Y por qué todos parecían tan mayores? La señorita Watford tenía mechones grises en el pelo que yo no recordaba. Los chicos Ostergaard habían crecido y ya no cabían en sus ropas heredadas, con las muñecas sobresaliendo de las mangas demasiado cortas de sus chaquetas.
La multitud volvió a abrirse con cierto alboroto en la parte de atrás, y Jonathan entró en el círculo. Dios, cómo había cambiado. Había perdido todo su aire de muchacho, el brillo de despreocupación en los ojos oscuros, su fanfarronería. Todavía era guapo, pero tenía un aire de sobriedad. Me miró de arriba abajo, de pies a cabeza, fijándose en mis evidentes cambios, y pareció entristecido por ellos. Yo quería echarme a reír y rodearlo con mis brazos para romper su sombrío estado de ánimo, pero no lo hice.
Me cogió una mano entre las suyas.
– ¡Lanny, pensaba que no te volvería a ver! – ¿Por qué todo el mundo decía lo mismo?, pensé-. Por lo que se ve, Boston se ha portado bien contigo.
– Pues sí -respondí, sin revelar nada todavía, deseando picar su curiosidad.
En aquel momento, la joven con el niño en brazos se abrió paso entre la multitud y se situó al lado de Jonathan. Este alargó un brazo y la hizo adelantarse.
– Lanny, ¿te acuerdas de Evangeline McDougal? Nos casamos poco después de que te marcharas. Aunque lo cierto es que ha pasado tiempo suficiente desde tu partida para que hayamos tenido nuestro primer hijo. -Soltó una risa nerviosa-. Una niña… ¿Te puedes creer que mi primer hijo sea una niña? Mala suerte, digo yo, pero lo arreglaremos la próxima vez, ¿verdad? -le dijo a la ruborizada Evangeline.
Como es lógico, ya sospechaba que Jonathan estaría casado y que quizá incluso tuviera un hijo. Pero ver a su mujer y a su hija me resultaba más difícil de lo que había imaginado. Me quedé sin aliento, entumecida, incapaz de murmurar siquiera una felicitación. ¿Cómo podía haber cambiado todo tan deprisa? Al fin y al cabo, yo solo había estado ausente unos meses.
– Ya sé que parece demasiado pronto, esto de la paternidad -dijo Jonathan, y bajó la mirada hacia el sombrero que tenía en las manos-. Pero el viejo Charles estaba empeñado en verme establecido antes de morir.
Se me hizo un nudo en la garganta.
– ¿Tu padre ha muerto?
– Pues sí. Había olvidado que no lo sabías. Justo antes de mi boda. Hace unos dos años, si no recuerdo mal. -Estaba sereno y con los ojos secos-. Se puso enfermo después de que tú te marcharas.
¿Más de dos años desde que me había marchado? ¿Cómo podía ser? Era irreal, como un cuento de hadas. ¿Había sido víctima de un hechizo que me había mantenido dormida mientras el resto del mundo seguía adelante? No podía hablar. Jonathan me apretó la mano, sacándome del trance.
– No debemos entretenerte antes de que veas a tu familia. Pero cuenta con venir a casa a cenar, pronto. Me gustaría oír qué aventuras te han impedido volver con nosotros hasta ahora.
Salí de golpe de mi estupor.
– Sí, claro.
Tenía la mente en otra parte: si había habido tantos cambios en la familia de Jonathan, ¿qué le habría pasado a la mía? ¿Qué desgracia habría podido ocurrirles? Y a juzgar por lo que Jonathan había dicho, habían pasado más de dos años desde que me marché del pueblo, aunque aquello no tenía sentido. ¿Acaso el tiempo transcurría más deprisa en Saint Andrew, o más despacio en Boston, en la vorágine de fiestas nocturnas y el abandono al que me entregaba en las habitaciones de Adair?
Le dije al cochero que detuviera el carruaje en el camino a la casa de mis padres. La cabaña había cambiado, no se podía negar. Si antes era modesta, mientras yo había estado fuera de Saint Andrew su estado había empeorado. Mi padre la había construido él mismo, como todos los primeros colonos (la única excepción era el capitán, que había llevado carpinteros de Camden para construir su hermosa casa). Mi padre hizo una casa de troncos de una sola habitación, pensada para seguir construyendo más adelante. Y siguió construyendo: una alcoba detrás de la habitación principal para que durmiera Nevin, un desván para las chicas, donde durante muchos años dormimos las tres juntas como muñecas en un estante.
La casa estaba combada como el lomo de un caballo que se ha hecho viejo. Se habían caído partes del relleno entre los troncos. Al tejado le faltaban unos cuantos maderos. Se habían amontonado escombros en el estrecho porche, y los ladrillos de la chimenea estaban medio sueltos. Vi restos de pelo rojizo entre los árboles al otro lado de la casa, lo que significaba que aún pastaban vacas y caballos en los prados. Mi familia había conservado al menos parte del ganado, pero a juzgar por las condiciones de la casa, su suerte había sufrido algún cambio drástico. Parecían hallarse al borde de la indigencia.
Miré con atención la casa. La familia había vuelto de la iglesia -el carro estaba vacío junto al pajar, y podía ver al viejo caballo castaño pastando en el cercado-, pero no había actividad en la cabaña, solo una leve y descontinua columna de humo que se alzaba de la chimenea. Un fuego humilde para un día tan frío. Eché un vistazo al montón de leña. Era insuficiente: solo tenía tres hileras de altura, y el invierno estaba llegando.
Por fin, le dije al cochero que se acercara más a la casa y se detuviera. Esperé una señal de movimiento en el interior, pero al no verla hice acopio de valor, me apeé del carruaje y me acerqué a la puerta.
Maeve respondió a mi llamada. Boquiabierta, me miró de pies a cabeza antes de chillar y lanzar los brazos alrededor de mi cuello. Como pudimos, cruzamos el umbral y entramos en la casa; su voz alegre resonaba en mis oídos.
– ¡Dios mío, estás viva! ¡Querida Lanore, creíamos que no te volveríamos a ver! -Maeve se secó lágrimas de alegría de las mejillas con el borde del delantal-. Como no sabíamos nada de ti… Las monjas escribieron a papá y a mamá, y les dijeron que lo más probable era que estuvieras… perdida. -Me guiñó un ojo.
– ¿Perdida? -pregunté.
– Muerta. Asesinada. -Maeve clavó en mí sus ojos claros-. Dijeron que en Boston ocurre constantemente. Los forasteros llegan a la ciudad y los bandidos los liquidan. -Su mirada tenía un brillo intenso-. Si no estabas perdida, hermana, entonces ¿qué ocurrió? ¿Dónde has estado estos tres años?
¡Tres años! Una vez más, el tiempo transcurrido me caía encima. Mientras yo estaba en compañía de Adair, el resto del mundo había sido como un tren que se ajusta a su horario, negándose a ir más despacio por mí.
En aquel momento me salvé de dar una explicación porque mi madre subió arrastrando los pies por la trampilla del sótano, con el delantal recogido para cargar unas cuantas patatas. Al verme lo dejó caer todo y se puso blanca como una sábana.
– ¡No puede ser!
El corazón se me encogió y por un momento dejó de latir.
– Sí puede ser, madre. Soy tu hija.
– ¡Has vuelto de entre los muertos!
– No soy un fantasma -dije con la mandíbula apretada, intentando contener las lágrimas.
Sus viejos y cansados músculos no se resistieron a mi abrazo; me correspondió con toda la fuerza que le quedaba, que era considerablemente menor de la que yo recordaba.
Mientras hablábamos, también ella se enjugaba lágrimas de los ojos. Miró por encima del hombro a mi hermana y asintió.
– Trae a Nevin.
Se me encogió el estómago.
– ¿Ya, tan pronto?
Mi madre volvió a asentir.
– Sí, es preciso. Ahora es el hombre de la casa. Lamento tener que decirte que tu padre falleció, Lanore.
Nunca se puede predecir cómo vas a reaccionar ante una noticia de ese tipo. A pesar de lo furiosa que había estado con mi padre, y aunque había empezado a sospechar que algo horrible había sucedido, lo que dijo mi madre me dejó sin aliento. Me desplomé sobre una silla. Mi madre y mi hermana se quedaron de pie a mi lado, con las manos cruzadas.
– Ocurrió hace un año -dijo mi madre con serenidad-. Uno de los toros. Una coz en la cabeza. Fue muy rápido. No sufrió.
Pero ellos sí que habían sufrido, todos los días desde entonces: podía verlo en sus rostros endurecidos, en sus ropas andrajosas y en el deterioro de la casa. Mi madre captó discretamente mi mirada errante.
– Ha sido muy duro para Nevin. Ha cargado con el peso de llevar la granja, y ya sabes que es demasiado trabajo para un solo hombre. -Los labios de mi madre, antes relajados, se fruncían en un gesto endurecido; su manera de afrontar las crueles circunstancias.
– ¿Por qué no contratáis ayuda, un chico de una de las otras granjas? O podéis alquilar los campos. Seguro que hay alguien en el pueblo que desea más tierra -dije.
– Tu hermano no quiere ni oír hablar de esas cosas, así que ten la delicadeza de no decírselo. Ya sabes lo orgulloso que es -dijo, volviendo la cabeza para que yo no viera la amargura de su expresión. El orgullo de Nevin se había convertido en la desgracia de la familia.
Era preciso cambiar de tema.
– ¿Dónde está Glynnis?
Maeve se sonrojó.
– Ahora trabaja en Watford. Hoy está llenando estantes.
– ¿En domingo? -Enarqué una ceja.
– Trabaja para pagar nuestra deuda, la verdad sea dicha -dijo mi madre, y su confesión terminó en un suspiro de irritación mientras recogía las patatas.
El dinero de Adair me pesaba en el bolso. Pasara lo que pasase, les iba a dar aquel dinero, y ya cargaría con las consecuencias después.
La puerta se abrió y Nevin entró en la mal iluminada cabaña, era una figura oscura y corpulenta recortada contra el cielo nublado. Mis ojos tardaron unos minutos en adaptarse hasta ver bien a Nevin. Había perdido peso y estaba más prieto y fibroso. Se había cortado el pelo tanto que igual podría haberse afeitado la cabeza, y tenía la cara sucia y surcada de cicatrices, lo mismo que las manos. En sus ojos era evidente el mismo desprecio por mí que el día en que me marché, alimentado por su autocompasión por lo que les había ocurrido desde entonces.
Al verme carraspeó y pasó de largo ante mí hasta el cubo de lavarse, metiendo las manos en él.
Me puse en pie.
– Hola, Nevin.
Él gruñó y se secó las manos con un trapo antes de quitarse la raída chaqueta. Olía a vaca, a tierra y a esfuerzo.
– Me gustaría hablar con Lanore en privado -dijo.
Mi madre y mi hermana intercambiaron miradas, y se dirigieron hacia la puerta.
– No, esperad -las llamé-. Dejad que salgamos Nevin y yo. Vosotras quedaos aquí, al calor del fuego.
Mi madre negó con la cabeza.
– No, tenemos cosas que hacer antes de comer. Vosotros, hablad. -Y se llevó a mi hermana delante de ella.
La verdad era que tenía miedo de quedarme a solas con Nevin. Su resquemor se alzaba ante mí como una pared de roca lisa: no veía una sola brecha a la que agarrarme. Su actitud desafiante parecía decir que era mejor que me marchara, que no intentara abrirme paso a su corazón o a su cabeza.
– Así que has vuelto -dijo, arqueando una ceja-. Pero no para quedarte.
– No. -No tenía sentido mentirle-. Ahora mi casa está en Boston.
Me dirigió una mirada de superioridad.
– Ya adivino, por tus ropas elegantes, lo que has estado haciendo. ¿Crees que tu madre y yo queremos saber las cosas vergonzosas que has hecho? ¿Por qué has vuelto? -Ésa era la pregunta que yo había temido.
– Para veros a todos -dije en tono de súplica-. Para que supierais que no estaba muerta.
– Esas noticias se pueden comunicar por carta. Han pasado años sin que supiéramos una palabra tuya.
– Solo puedo pedir disculpas por eso.
– ¿Has estado en la cárcel? ¿Por eso no podías escribir? -preguntó, burlón.
– No escribí porque no estaba segura de que sería bienvenida.
Y de todos modos, ¿qué habría podido escribirles? Estaba segura de que era mejor que no volvieran a saber de mí, como había aconsejado Alejandro. Los jóvenes se engañan al creer que pueden romper con su pasado y que este nunca los perseguirá.
Nevin soltó un bufido al oír mi excusa.
– ¿Y alguna vez pensaste en el efecto que podría tener tu silencio sobre papá y mamá? A mamá casi la mató. Y fue la razón de que padre muriera.
– Mamá dice que lo mató un toro.
– Así fue como murió, cierto. Un toro le partió el cráneo, su sangre chorreaba en el barro y no había manera de pararla. Pero ¿alguna vez viste a padre bajar la guardia cuando estaba con el ganado? No. Ocurrió porque tenía el corazón enfermo. Desde que recibió la carta de las monjas, ya no era el mismo. Se culpaba por haberte enviado lejos. ¡Y pensar que todavía estaría con nosotros si le hubieras hecho saber que estabas viva! -Golpeó la mesa con los nudillos.
– Ya te he dicho que lo siento. Había circunstancias que me impedían…
– No quiero oír tus excusas. Dices que no has estado en la cárcel. Vuelves con el aspecto de ser la puta más rica de Boston. Ya me hago una idea de lo difíciles que han sido para ti estos tres últimos años. No quiero oír más. -Se apartó de mí, acariciándose los ensangrentados nudillos-. Ah, se me olvidaba preguntar… ¿Dónde está el niño? ¿Lo dejaste en Boston con tu alcahueta?
Las mejillas me ardían como ascuas.
– Te alegrará saber que el niño murió antes de nacer. Un aborto.
– Ah, la voluntad de Dios, como se suele decir. El castigo por tu pecado, al acoger en tu cuerpo a ese demonio de Saint Andrew. -Nevin estaba ufano, complacido con mis noticias, feliz de emitir sus juicios-. Nunca pude entender que una chica lista como tú pudiera mostrarse tan ciega con ese cabrón de Saint Andrew. ¿Por qué no me hiciste caso? Soy un hombre, lo mismo que él, y sé cómo piensan los hombres…
No dijo nada más, exasperado. Yo quería borrar la sonrisa de superioridad de la cara de Nevin, pero no podía. Quizá tuviera razón. Tal vez él pudiera ver en la mente de Jonathan y comprender mejor que yo, y todos aquellos años había intentado protegerme de la tentación. Mi fracaso había sido su fracaso.
Volvió a frotarse los nudillos.
– Bueno, ¿cuánto tiempo piensas quedarte?
– No lo sé. Unas semanas.
– ¿Sabe mamá que no has venido para quedarte? ¿Que otra vez nos dejarás? -preguntó Nevin, en tono agrio pero también con placer en la voz porque yo fuera a romperle de nuevo el corazón a nuestra madre.
Negué con la cabeza.
– No puedes quedarte demasiado tiempo -me advirtió-, o la nieve te retendrá hasta la primavera.
¿Cuánto tiempo necesitaría para convencer a Jonathan de que me acompañara a Boston? ¿Podría soportar un invierno aislada en Saint Andrew? Me entraba claustrofobia solo con pensar en los largos y oscuros días de invierno, recluida por la nieve en la cabaña con mi hermano.
Nevin metió su puño ensangrentado en el cubo de agua, y se limpió su herida autoinfligida mientras me hablaba.
– Puedes quedarte con nosotros mientras estés de visita. Me gustaría sacarte de una oreja de aquí… Sin embargo, no daré motivos a los vecinos para que chismorreen. Pero tienes que comportarte todo el tiempo, o te largarás.
– Naturalmente. -Pasé una mano nerviosa por mi falda de seda.
– Y no traerás aquí a ese cabrón de Saint Andrew. Te diría que no lo vieras mientras estés viviendo bajo mi techo, pero sé que irías con él de todos modos y me mentirías.
Tenía razón, por supuesto. Pero por el momento, yo tenía que aparentar arrepentimiento.
– Lo que tú digas, hermano. Gracias.
Aquella primera noche en casa fue difícil. Por una parte, no puedo recordar una cena más alegre. Cuando Glynnis volvió a la cabaña después de su jornada en la tienda de Watford, aquel nuevo reencuentro hizo que saltaran chispas de nuestros corazones (excepto en el de Nevin, que nunca me perdonaría). Mientras se horneaban las galletas, saqué sus regalos de mi baúl, repartiéndolos como si fuera Papá Noel. Maeve y Glynnis bailaron a mi alrededor con la seda china sujeta a la altura del corpiño, planeando los elegantes vestidos que harían con ella, y mi madre casi lloró de alegría al ver el chal. Su deleite solo sirvió para enfurecer más a Nevin; gracias a Dios, no había llevado nada para él pues sospechaba que lo tiraría al fuego, aunque lo más probable era que me hubiera abofeteado y echado de la casa a patadas.
Después de lavar los platos y mientras se consumían las velas, nos sentamos alrededor de la mesa y mi madre y mis hermanas me pusieron al corriente de todo lo que había ocurrido en el pueblo mientras yo estaba fuera: malas cosechas, enfermedades, uno o dos recién llegados. Y por supuesto, muertes, nacimientos y bodas. Se extendieron acerca de la boda de Jonathan, suponiendo que yo querría saberlo todo, la comida elegante que se sirvió (sin saber que yo había comido y bebido delicias más exóticas que las que ellas podían soñar), qué socios comerciales de los Saint Andrew habían hecho el arduo viaje, cruzando ríos y bosques para asistir.
– Qué pena que el capitán no viviera para verlo -dijo mi madre.
¡Y la niña! Por cómo hablaban de ella mi madre y mis hermanas, cualquiera pensaría que la niña había sido la hija de todo el pueblo. Solo Nevin parecía no mostrar un interés reverencial por la pequeña.
– ¿Qué nombre le puso Jonathan? -pregunté, untando una última corteza en grasa de vaca.
– Ruth, igual que su madre -dijo Glynnis, alzando las cejas.
– Es un buen nombre cristiano -la reprendió mi madre-. Seguro que querían un nombre de la Biblia.
Meneé un dedo hacia ellas.
– Apuesto a que no fue decisión de Jonathan ni de Evangeline. Fue obra de su madre. Creed lo que os digo.
– A lo mejor, la idea de tener un niño lo antes posible también fue de la señora Saint Andrew. -Maeve contuvo el aliento un instante, mirando a Glynnis en busca de ánimo, y después continuó-. Fue un parto terriblemente difícil, Lanore. Evangeline casi se muere. Es tan delicada…
– Y tan joven…
Todas en la mesa asintieron.
– Tan joven… -Maeve suspiró-. He oído que la comadrona le dijo que esperara un tiempo para tener más hijos.
– Es verdad -confirmó Glynnis.
– ¡Basta! -Nevin clavó el extremo de su cuchillo en la mesa, haciendo estremecer a las mujeres-. ¿Es que un hombre no puede cenar en paz sin tener que escuchar cotilleos acerca del rompecorazones del pueblo?
– Nevin… -empezó mi madre, pero él la interrumpió.
– No quiero oír más al respecto. Es culpa de Jonathan, por casarse con una cría. Es escandaloso, pero no esperaba nada mejor de él -gruñó Nevin. Durante un instante creí que regañaba a mi madre y a mis hermanas para ahorrarme más conversación acerca de tener hijos. Se levantó de la mesa y se dirigió a la butaca que había junto al fuego, donde solía sentarse nuestro padre después de cenar. Se me hizo extraño verlo en aquella butaca… y con su pipa.
A juzgar por la posición de la luna en el cielo, era casi medianoche cuando bajé de la buhardilla, incapaz de dormir. Los restos del fuego decoraban las paredes con un brillo danzarín y ondulante. Me sentía inquieta y no podía quedarme encerrada en la casa. Necesitaba compañía. Por lo general, a aquellas horas de la noche estaría preparándome para pasarla en la cama de Adair, y descubrí, sentada en el banco, que tenía hambre -no, voracidad- de contacto físico que me reconfortara. Me vestí y salí haciendo el menor ruido posible. Mi cochero estaba durmiendo en el pajar, abrigado por una montaña de mantas y el calor de una docena de reses apretadas con él bajo el mismo techo. No quería ensillar el caballo castaño de la familia y privar al pobre animal de su merecido descanso, de modo que emprendí el camino a pie en la única dirección que se me ocurrió: hacia el pueblo. Para cualquier otro, hasta un recorrido así de corto a pie habría sido suicida. La temperatura estaba por debajo del punto de congelación y el viento era cortante, pero yo era inmune a las inclemencias del tiempo y podía andar a buen paso sin cansarme. Llegué casi sin darme cuenta a las casas de las afueras del pueblo.
¿Adónde se podía ir? Saint Andrew no era precisamente una gran ciudad. Había pocas luces visibles a través de las ventanas de las casas. El pueblo dormía, pero la taberna de Daniel Daughtery todavía estaba abierta: brillaba una luz a través de su única ventana. Vacilé ante la puerta, preguntándome si sería prudente dejarme ver a aquellas horas. Pocas mujeres entraban en Daughtery, y ninguna lo hacía sola. Nevin podía enterarse fácilmente, y eso alimentaría su convicción de que yo era una vulgar prostituta. Pero el atractivo de aquellos cuerpos calientes en el interior, el rumor apagado de las conversaciones, el estallido ocasional de una risa, eran muy fuertes. Me sacudí el barro de los zapatos y entré.
Solo había unos pocos clientes (por fortuna, dado lo reducido del espacio): un par de leñadores de los que trabajaban para Jonathan y Tobey Ostergaard, el brutal padre de la pobre Sophia, que parecía asimismo un cadáver, con la piel grisácea y los ojos sin vida fijos en la pared de atrás. Todas las cabezas se volvieron en mi dirección cuando entré, y Daughtery me dedicó una mirada particularmente fea.
– Una cerveza -pedí innecesariamente; solo había una bebida en la carta.
En otro tiempo, la taberna había formado parte de la casa de Daughtery, dividida (a pesar de las objeciones de su mujer) para acomodar una barra, una mesa pequeña y varios taburetes construidos con piezas sobrantes de madera, todos con una pata más corta que las otras dos. En los meses de más calor, había juegos de azar y a veces peleas de gallos en el granero, que estaba separado de la casa principal por un sendero embarrado. La mayoría de los clientes no se quedaban, sino que compraban un barril de cerveza para consumir en casa con las comidas, ya que elaborar cerveza era un trabajo molesto y la de Daughtery, según el consenso general, era la mejor del pueblo.
– Ya me habían dicho que habías vuelto -dijo Daughtery mientras recogía mi moneda-. Parece que Boston te ha tratado bien… -Miró sin disimulo mis ropas-. ¿Qué ha hecho una chica del campo como tú para comprar vestidos tan elegantes?
Igual que mi hermano, Daughtery había imaginado -todos debían de haberlo imaginado- lo que había hecho para convertirme en una mujer rica. Nadie tuvo el valor de acusarme directamente, y las insinuaciones de Daughtery me enfurecieron; se estaba luciendo para sus clientes. Aun así, ¿qué podía hacer yo, dadas las circunstancias? Le obsequié con una sonrisa enigmática por encima del borde de la jarra.
– He hecho lo mismo que hacen innumerables personas para mejorar su nivel de vida: me he asociado con gente de posibles, señor Daughtery.
Uno de los leñadores se marchó poco después de llegar yo, pero el otro se acercó a pedirme que compartiera su mesa. Había oído que Daughtery mencionaba Boston y estaba ansioso de hablar con alguien que hubiera estado allí recientemente. Era joven, unos veinte años, de carácter amable y aspecto limpio, a diferencia de la mayoría de los jornaleros de los Saint Andrew. Me dijo que procedía de una familia humilde de las afueras de Boston propiamente dicho. Solo había ido a Maine para trabajar. Recibía una buena paga, pero el aislamiento le estaba matando. Echaba de menos el ajetreo de la ciudad, dijo, y sus posibilidades de diversión. Tenía lágrimas en los ojos al describir el parque público en un fin de semana soleado, y la brillante superficie negra del río Charles bajo la luna llena.
– Tenía la intención de marcharme de aquí antes de las nieves -dijo, mirando su jarra-, pero oí que Saint Andrew necesita gente que se quede durante el invierno, y paga bien. Sin embargo, los que se han quedado algún invierno dicen que la soledad es terrible.
– Supongo que es cuestión de puntos de vista.
Daughtery golpeó con una jarra el mostrador de arce, sobresaltándonos a los dos.
– Id terminando. Es hora de que os vayáis a vuestras respectivas camas.
Nos quedamos fuera de la puerta cerrada de Daughtery, muy cerca uno del otro para protegernos del viento. El desconocido acercó la boca a mi oreja y el calor de sus palabras hizo que el vello de mi mejilla se erizara, como flores estirándose hacia el sol. Me confió que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la compañía de una mujer. Confesó que tenía poco dinero, pero me preguntó si a pesar de todo estaría dispuesta.
– Espero que no esté suponiendo demasiado acerca de tu profesión -dijo con una sonrisa nerviosa-, pero cuando te he visto entrar en Daughtery sola…
No pude protestar: me había calado bien.
Nos colamos en el establo de Daughtery. Los animales estaban tan acostumbrados a los visitantes nocturnos de la taberna que ni se inmutaron. El joven leñador se ajustó la ropa, desabotonó la delantera de sus pantalones y puso su verga en mi mano. Se derritió con mis atenciones y una espesa nube de placer lo engulló sin que ofreciera resistencia. Debió de ser el retorno a Saint Andrew y volver a ver a Jonathan lo que me hizo hervir la sangre. Las que tocaban mi cuerpo eran las manos del leñador, pero era Jonathan el que estaba en mi mente. Era una insensatez pensar en Jonathan, pero aquella noche, la combinación de carne y recuerdos me daba una idea de cómo podía ser, y me hizo anhelar más. Así que atraje al joven hacia mí y apoyé un pie en una bala de heno para facilitarle el acceso por debajo de mis enaguas.
El joven se balanceó dentro de mí, carne suave y firme y manos delicadas, y yo procuré imaginar que era Jonathan, pero no conseguí que la ilusión durara. A lo mejor Adair tenía razón, tal vez saliéramos ganando si convertíamos a Jonathan en uno de los nuestros. Una necesidad incontrolable me impelía a intentarlo… o quedaría insatisfecha para el resto de mi vida; es decir, para toda la eternidad.
El leñador dejó escapar un suspiro al terminar, y después sacó un pañuelo y me lo ofreció.
– Perdona mi brusquedad, señorita -susurró con pasión en mi oído-, pero ha sido el polvo más asombroso que he echado en mi vida. Debes de ser la prostituta más habilidosa de Boston.
– Cortesana -le corregí suavemente.
– Sé muy bien que no podré compensarte del modo al que sin duda estás acostumbrada… -dijo, y hurgó en su bolsillo para buscar dinero, pero yo le puse una mano en el brazo y lo detuve.
– No te preocupes. Guárdate tu dinero. Pero prométeme que no le dirás ni una palabra de lo sucedido a nadie -pedí.
– Oh, no, señorita, no lo haré… aunque me acordaré de esto el resto de mi vida.
– Y yo también -dije, si bien aquel muchacho de rostro dulce iba a ser solo uno de una serie de muchos… o tal vez el último, para ser sustituido por Jonathan y solo por Jonathan, si tenía suerte.
Vi cómo el joven leñador desaparecía tambaleándose en la noche, dirigiéndose al camino que conducía a la propiedad de los Saint Andrew, y después me envolví bien en mi capa y eché a andar en dirección contraria. Su calor aún calentaba el interior de mis muslos y sentí también una agradable y familiar agitación en el pecho, la satisfacción que siempre sentía cuando dejaba indefenso a un hombre, convertido en un esclavo sexual. Estaba impaciente por experimentar aquel placer con Jonathan y sorprenderlo con mis nuevas habilidades.
Mi camino me llevó al taller del herrero y, por la fuerza de la costumbre, miré en dirección a la casita de Magda. Se veía una luz a través del chal que había clavado sobre la única ventana, y supe que estaba despierta. Era curioso: en otro tiempo había envidiado su casita… Y supongo que todavía la envidiaba, porque sentí una pequeña punzada en el corazón al verla, recordando los sencillos tesoros que tanto me habían impresionado de niña. Puede que la mansión de Adair fuera suntuosa y estuviera llena de objetos valiosos, pero en cuanto cruzabas el umbral perdías la libertad. Magda era la señora de su casa, y eso nadie podía arrebatárselo.
Mientras yo estaba en lo alto del sendero, la puerta delantera se abrió y salió uno de los leñadores (gracias a Dios, porque me habría mortificado ver a uno de mis vecinos terminando su asunto con Magda). La mujer en persona apareció detrás de él, y por un momento quedaron bañados en la luz que salía por la puerta abierta. Los dos estaban riendo. Magda se envolvía los hombros con una capa mientras guiaba a su cliente escalones abajo agitando un brazo como despedida. Retrocedí hacia la sombra para ahorrarle al leñador el embarazo de ser observado, pero no pude evitar que Magda lo notara.
– ¡¿Quién está ahí?! -gritó-. No quiero problemas.
Salí de la oscuridad.
– No los tendrá conmigo, señora Magda.
– ¿Lanore? ¿Eres tú?
Estiró el cuello, y yo troté cruzándome con el leñador que se marchaba y subí los escalones para abrazarla. Sus brazos me parecieron más frágiles que nunca.
– Dios mío, muchacha, me habían dicho que te habíamos perdido -dijo mientras me hacía pasar.
El ambiente era sofocante por el calor de la pequeña chimenea y de los dos cuerpos que habían estado ejercitándose no hacía mucho (el olor a almizcle todavía flotaba en el aire; aquellos leñadores no eran muy estrictos en cuestión de baños y podían llegar a apestar), así que me quité la capa. Magda me cogió por los hombros y me hizo girar para ver mejor mi elegante vestido.
– ¡Vaya, señorita McIlvrae, por lo que se ve, yo diría que te ha ido muy bien!
– No puedo decir que esté orgullosa de mi trabajo…
Magda me miró con reproche.
– ¿Debo suponer que tu buena fortuna te ha venido del modo habitual para una joven? -Como yo no respondía, ella se quitó su capa de un tirón-. Bueno, ya sabes lo que opino yo sobre este tema. No es un crimen tomar el único camino que se te abre y tener éxito en ello. Si Dios no quisiera que nos ganáramos la vida siendo rameras, nos daría otro medio de subsistencia. Pero no lo hace.
– No soy exactamente una ramera. – ¿Por qué me sentía obligada a aclararle mi situación?, me pregunté-. Hay un hombre que se ocupa de mí.
– ¿Estáis casados?
Negué con la cabeza.
– Entonces eres su mantenida. -No me lo preguntaba; era más bien la constatación de un hecho, como si me estuviera informando sobre un puesto que yo quería ocupar.
Sirvió ginebra en dos vasos diminutos, opacos por el uso, y le hablé de mi vida en Boston y de Adair. Era un alivio poder hablarle a alguien de él. Una versión adulterada, por supuesto, omitiendo las partes de él que me gustaría cambiar: sus violentos accesos de rabia, la naturaleza voluble de su estado de ánimo, el ocasional compañero masculino en su cama. Le dije que era guapo, rico, y que estaba prendado de mí. Ella asentía mientras yo le contaba mi historia.
– Bien hecho, Lanore. Pero asegúrate de apartar algo del dinero que se gasta en ti.
A la luz de las velas, pude ver con más claridad el rostro de Magda. Aquellos tres años habían dejado su huella en ella. Su delicada piel se había arrugado alrededor de la boca y en el cuello, y su pelo negro lucía más de una cana. Sus bonitos corsés estaban deslucidos y raídos. Aunque fuera la única prostituta del pueblo, no iba a poder seguir en su oficio mucho más tiempo. Los madereros jóvenes dejarían de acudir a ella, y los mayores, que aún pagarían por sus servicios, ya no la tratarían con consideración. Pronto sería una mujer mayor y sin amigos en un pueblo donde la vida era dura.
Yo me había prendido en el corpiño un discreto broche de perlas, un regalo de Adair. Mi familia no sabía nada de joyas y por eso lo había tenido puesto sin avergonzarme por ello en su presencia, pero Magda tenía que saber que valía una pequeña fortuna. Al principio pensé que debía dárselo a mi familia, que tenía más derecho a él que una mujer que solo era mi amiga, pero había decidido dejarles dinero, y no una cantidad insignificante. Así que desprendí el broche de mi ropa y se lo ofrecí.
Magda torció la cabeza.
– Oh, no, Lanore, no tienes que hacer esto. No necesito tu dinero.
– Quiero que te lo quedes.
Ella apartó mi mano extendida.
– Sé lo que estás pensando. Y yo tengo planeado retirarme pronto. He ahorrado bastante dinero durante mi estancia aquí. El viejo Charles Saint Andrew debería haberme enviado directamente a mí los salarios de algunos de sus hombres, dado el tiempo que pasaban en esta casa, y así les habría ahorrado el trabajo de cargar con su paga en los bolsillos durante uno o dos días. -Se echó a reír-. No, preferiría que te lo quedaras tú. Puede que ahora no me creas, porque eres joven y guapa y tienes a un hombre que valora tu compañía, pero algún día todas estas cosas desaparecerán y quizá necesites el dinero que este broche te proporcionaría.
Naturalmente, no podía decirle que aquel día nunca llegaría para mí. Forcé una ligera sonrisa mientras volvía a prenderme la joya en su sitio.
– Estoy pensando en mudarme al sur en primavera. A algún sitio cerca de la costa -continuó. Paseó la mirada por la habitación como si estuviera decidiendo qué pertenencias llevarse y cuáles dejar-. Tal vez encuentre a un viudo simpático y solo y me case otra vez.
– No me cabe duda de que la fortuna te sonreirá, Magda, hagas lo que hagas, porque tienes un corazón generoso -dije, poniéndome en pie-. Tengo que dejar que te retires por esta noche y volver con mi familia. Me ha alegrado volver a verte, Magda.
Nos abrazamos de nuevo y me pasó cariñosamente la mano por la espalda.
– Cuídate, Lanore. Y por encima de todo, no te enamores de tu caballero. Las mujeres tomamos nuestras peores decisiones cuando estamos enamoradas.
Me acompañó hasta la puerta y me despidió agitando el brazo. Pero la verdad de su consejo me pesaba en el corazón, y cuando tomé el sendero del bosque estaba menos alegre que antes.
Durante el camino a casa estuve más inquieta, y al pensarlo comprendí que se debía a que le había mentido a Magda acerca de Adair. No solo le había ocultado su secreto, nuestro secreto. Aquello era comprensible. Sin embargo, si había alguien en Saint Andrew capaz de perdonarle a Adair sus peculiaridades, esa era Magda, y aun así yo había preferido mentirle acerca de él y de mi relación con él. Una mujer quiere, por encima de todo, estar orgullosa del hombre de su vida, y era evidente que yo no lo estaba. ¿Cómo podía estar orgullosa de lo que Adair había hecho aflorar en mí, lo que él había sabido solo con mirarme, que yo compartía algunos de sus oscuros apetitos? Aunque le tenía miedo, no se podía negar que yo había respondido, que había aceptado todos los desafíos sexuales que él me proponía. Había sacado de mí algo que yo no podía negar, pero de lo que no estaba orgullosa. Así que tal vez no estaba avergonzada de Adair; tal vez estaba avergonzada de mí misma.
Aquellos negros pensamientos me atormentaban mientras me apretaba la capa para protegerme del viento y me apresuraba por el camino de vuelta a la cabaña de mi familia. No podía dejar de recordar todas las cosas terribles que había hecho, ni de pensar en cómo me había deleitado en oscuros placeres. No era de extrañar que me preguntara si habría caído sin posibilidad de redención.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, oí a mi madre y a Maeve hablando en susurros en la cocina para no despertarme. Debía de parecerles una perezosa dormilona, enterrada bajo varias capas de mantas, perdiéndome las horas más productivas de la jornada, durmiendo hasta mediodía… aunque hacía mucho tiempo que no me levantaba tan pronto.
– Vaya, mira quién se ha levantado -dijo mi madre desde el fogón cuando me oyó gruñir arriba.
– Supongo que Nevin habrá hecho sus comentarios acerca de mis hábitos de sueño -respondí mientras bajaba por la escalera.
– Hemos hecho lo que hemos podido para impedir que te sacara a rastras cogida por los pies -dijo Maeve, y me pasó mi ropa, que había estado colocada encima de una silla cerca del fuego para que perdiera la humedad.
– Sí, bueno, es que anoche no podía dormir y di un paseo hasta el pueblo -confesé.
– ¡Lanore! -Mi madre casi dejó caer el cuchillo-. ¿Has perdido la cabeza? ¡Podrías haber muerto congelada! Por no mencionar que te podría haber pasado algo peor… -Cruzó una mirada con mi hermana; las dos sabían que me quedaba poca virtud que proteger, lo que le quitó ironía a sus palabras.
– Había olvidado el frío que hace por la noche aquí, en el norte -mentí.
– ¿Y adonde fuiste?
– Apuesto a que a la iglesia, no. -Maeve rió.
– No, a la iglesia no. Fui a la taberna de Daughtery.
– Lanore…
– Un poco de compañía en una hora solitaria, eso es todo lo que quería. No estoy acostumbrada a retirarme tan pronto y con tanta quietud. Mi vida es muy diferente en Boston. Deberéis tener paciencia conmigo… -Me ajusté a la cintura las cintas de mi falda antes de acercarme a mi madre y besarla en la frente.
– Ahora no estás en Boston, querida -me reprendió mi madre.
– Que no te preocupe mucho -dijo Maeve-. Como si a Nevin no lo vieran por Daughtery de vez en cuando. Si los hombres pueden ir, no sé por qué no se te ha de permitir a ti, al menos alguna que otra vez. -Echó una mirada a mi madre, para ver si protestaba-. Y ya nos acostumbraremos a ello.
Así que Nevin iba a Daughtery. Debería andarme con cuidado. Si se enteraba de mis devaneos nocturnos, las cosas se pondrían feas para mí.
En aquel momento, nos interrumpió una llamada a la puerta. Uno de los sirvientes de los Saint Andrew extendió un sobre de color marfil con mi nombre escrito en él. Dentro había una nota escrita con la letra meticulosa de la madre de Jonathan, invitando a mi familia a cenar aquella noche. El sirviente esperó nuestra respuesta en la puerta.
– ¿Qué le decimos? -pregunté, aunque era bastante fácil adivinar su respuesta. Maeve y mi madre bailaban como Cenicienta cuando se enteró de que iba a acudir al baile.
– ¿Y Nevin? Seguro que se niega a ir -pregunté.
– Sin duda. Por principio -dijo Maeve.
– Ojalá vuestro hermano tuviera mejor cabeza para los negocios -murmuró mi madre-. Podría aprovechar esta oportunidad y hablar con Jonathan para que nos compre más. Medio pueblo se gana la vida gracias a esa familia. ¿Quién más va a comprar nuestra carne? Ellos, con todos esos hombres que alimentar…
Probablemente consideraba a los Saint Andrew unos tacaños por alimentar a sus trabajadores con ciervos cazados en su propiedad.
Volví a la puerta y le dije al sirviente:
– Por favor, comunica a la señora Saint Andrew que aceptamos encantadas su invitación y estaremos allí para cenar.
La cena de aquella noche me pareció irreal, al estar rodeada por nuestras dos familias. Nunca había ocurrido en todo el tiempo en que Jonathan y yo éramos amigos de niños, y me habría encantado que la cena de aquella noche se hubiera reducido a nosotros dos en torno a una mesa delante de la chimenea de su despacho. Pero aquello no habría sido correcto, puesto que Jonathan tenía una esposa y una hija.
Sus hermanas, prácticamente unas solteronas ya, miraban con ojos de búho a mis vivarachas hermanas como si fueran monos sueltos por su casa. El pobre y retrasado Benjamin se sentaba junto a su madre, con los ojos fijos en su plato y los labios fruncidos, obligándose a permanecer quieto. De vez en cuando, su madre le cogía la mano y se la acariciaba, lo que parecía tener un efecto tranquilizador en el pobre chico.
Y a la izquierda de Jonathan estaba Evangeline, que parecía una niña a la que se ha permitido sentarse a la mesa de los adultos. Sus dedos rosados tocaban cada pieza de sus cubiertos como si no estuviera familiarizada con la utilidad de todos los instrumentos del fino servicio de plata. Y de vez en cuando, su mirada volaba al rostro de su marido, como un perro que se asegura de la presencia de su amo.
Ver a Jonathan rodeado de aquella manera, por la familia que siempre dependería de él, me hizo sentir lástima por él y me hastió.
Después de la comida -un costillar de ciervo y una docena de codornices asadas, lo que dio lugar a platos donde se amontonaban grandes costillas de res y diminutos huesos de ave, todo bien pelado-, Jonathan paseó la mirada por la mesa, en la que casi todas eran mujeres, y me invitó a seguirlo al antiguo despacho de su padre, que había hecho suyo. Cuando su madre abrió la boca para poner objeciones, él dijo:
– Aquí no han ningún hombre que me acompañe a fumar una pipa, y me gustaría hablar con Lanore a solas, si es posible. Además, estoy seguro de que si no, se aburriría mucho.
Las cejas de Ruth se dispararon hacia arriba, aunque las hermanas de Jonathan no parecieron ofenderse. Era posible que él estuviera intentando librarlas de la molestia de mi compañía: seguro que también ellas suponían que yo era una prostituta, y era probable que Jonathan me hubiera invitado imponiéndose sobre sus protestas.
Después de cerrar la puerta, sirvió unos whiskies, cargó de tabaco dos pipas y nos instalamos en butacas cerca del fuego. Primero quiso saber cómo había desaparecido en Boston. Le conté una versión más detallada de la historia que le había ofrecido a mi familia: que estaba al servicio de un europeo rico, contratada para actuar como representante suya en América. Jonathan escuchaba con escepticismo, yo diría que dudando entre discutir mi explicación o simplemente disfrutar del relato.
– Deberías pensar en mudarte a Boston. La vida es mucho más fácil -dije, acercando una llama a la pipa-. Eres un hombre rico. Si vivieras en una gran ciudad, podrías disfrutar de los placeres de la vida.
Él negó con la cabeza.
– No podemos irnos de Saint Andrew. Hay que recoger la madera, que es la sangre de nuestra vida. ¿Quién dirigiría el negocio?
– El señor Sweet, que es quien lo hace ahora. U otro capataz. Así es como manejan sus propiedades los hombres ricos con muchas inversiones. No hay motivo para que tú y tu familia sufráis las privaciones de los crudos inviernos de Saint Andrew.
Jonathan miró el fuego, chupando su pipa.
– Puede que pienses que mi madre estaría encantada de volver con su familia, pero nunca la sacaremos de Saint Andrew. Ella lo negaría, pero se ha acostumbrado a su posición social. En Boston sería una viuda acomodada más. Hasta puede que sufriera socialmente por haber pasado tanto tiempo en «los territorios salvajes». Además, Lanny, ¿has pensado en qué sería del pueblo si nos marcháramos?
– Tu negocio seguiría estando aquí. Todavía tendrías que pagar a los del pueblo lo que sea que les estés pagando ahora. La única diferencia sería que tú y tu familia tendríais el tipo de vida que merecéis. Habría médicos para ver a Benjamín. Podríais disfrutar de la vida social de los domingos con los vecinos, ir a fiestas y partidas de cartas todas las noches, como miembros de la élite social de la ciudad.
Jonathan me dirigió una mirada incrédula, lo bastante dudosa para que yo pensara que lo que había dicho de su madre podía ser una excusa. A lo mejor era él quien tenía miedo de salir de Saint Andrew, de dejar el único lugar que conocía y convertirse en un pez pequeño en un estanque grande y muy poblado.
Me incliné hacia él.
– ¿No sería esa tu recompensa, Jonathan? Has trabajado con tu padre para reunir esta fortuna. No tienes ni idea de lo que te está esperando fuera de estos bosques, estos bosques que son como los muros de una prisión.
Pareció dolido.
– No creas que nunca he salido de Saint Andrew. He estado en Fredericton.
Los Saint Andrew tenían socios comerciales en Fredericton, que formaban parte del negocio maderero. Los troncos bajaban flotando por el Allagash hasta el río Saint John y eran procesados en Fredericton, aserrados en tablas o quemados para hacer carbón. Charles había llevado allí a Jonathan cuando este era adolescente, pero me había contado poco del viaje. Pensándolo bien, Jonathan no parecía sentir curiosidad por el mundo que había fuera de nuestro pequeño pueblo.
– No se puede decir que Fredericton sea Boston -le espeté-. Y además, si vinieras a Boston, tendrías oportunidad de conocer a mi jefe. Es de la realeza europea, prácticamente un príncipe. Pero lo que de verdad importa es que es un auténtico entendido en los placeres. Un hombre que te gustaría. -Intenté sonreír misteriosamente-. Te garantizo que cambiaría tu vida para siempre.
Me dirigió una mirada intensa.
– ¿Un entendido en los placeres? ¿Y cómo sabes tú eso, Lanny? Creía que eras su representante.
– Se puede actuar como intermediario en nombre de otro para muchas cosas.
– Reconozco que has despertado mi curiosidad -dijo, pero su tono era condescendiente. Parte de mí lamentaba que Jonathan estuviera tan comprometido con sus nuevas responsabilidades y no sintiera al menos curiosidad por las tentaciones que yo le ofrecía. Sin embargo, estaba segura de que el Jonathan de siempre seguía allí; solo tenía que despertarlo.
Después de aquello, Jonathan y yo pasamos casi todas las tardes juntos. Enseguida vi que no había cultivado otras amistades. No estaba segura del porqué, ya que no podía haber escasez de hombres dispuestos a disfrutar de la posición social y los posibles beneficios económicos que acarrearía ser amigo íntimo de Jonathan. Pero Jonathan no era tonto. Eran los mismos hombres que, cuando eran niños, envidiaban su belleza, su posición y su riqueza. Resentidos porque sus padres estaban obligados con el capitán, por salarios o por rentas.
– Te echaré de menos cuando te marches -me dijo Jonathan una de aquellas tardes que pasamos encerrados tras las puertas del despacho, quemando buen tabaco-. ¿No hay posibilidad de que te quedes? No tienes por qué volver a Boston, si se trata de dinero. Yo podría darte un empleo, y estarías aquí para ayudar a tu familia, ahora que tu padre no está.
Me pregunté si Jonathan habría meditado aquella oferta o si se le acababa de ocurrir. Aunque me hubiera encontrado algún tipo de colocación, su madre habría puesto objeciones a que una mujer caída en desgracia trabajara para su hijo. Pero tenía razón en que aquella sería una oportunidad de ayudar a mi familia, y me estremecí por dentro. No obstante, también me sentía agobiada por un miedo incierto ante la posibilidad de no obedecer las órdenes de Adair.
– No podría renunciar a la ciudad, ahora que la conozco. A ti te pasaría lo mismo.
– Ya te he explicado…
– No tienes que tomar una decisión precipitada. Al fin y al cabo, trasladar toda tu casa a Boston no es ninguna menudencia. Ven conmigo a visitarla. Dile a tu familia que vas en viaje de negocios. Averigua si la ciudad te gusta… -Había limpiado hábilmente el cañón de la pipa con un alambre (una habilidad adquirida limpiando la pipa de agua de Adair) y golpeé la cazoleta contra una bandejita para vaciarla de ceniza-. Además, sería ventajoso para tu negocio. Adair te llevaría a sitios, te presentaría a propietarios de serrerías y cosas así. Y te presentaría en sociedad. ¡Aquí en Saint Andrew no hay cultura! No tienes ni idea de las cosas que te estás perdiendo: teatro, conciertos… Y lo que yo creo que de verdad te resultaría fascinante… -me incliné hacia delante, acercando mi cabeza a la suya para hablar en confidencia- es que Adair es muy parecido a ti en cuestión de los placeres de hombres.
– No me digas… -Su expresión me pedía que continuara.
– Las mujeres se le echan encima. Toda clase de mujeres. Mujeres de la alta sociedad, mujeres normales y, cuando se harta de ese tipo de compañía, siempre están las… damiselas.
– ¿Damiselas?
– Prostitutas. Boston está lleno de prostitutas de todas las clases. Burdeles elegantes. Putas de la calle. Actrices y cantantes que estarían encantadas de ser tus amantes solo por las bonitas habitaciones y el dinero que gastas.
– ¿Me estás diciendo que tengo que recurrir a una actriz o a una cantante para encontrar una mujer que soporte mi compañía? -preguntó, y después apartó la mirada-. ¿Es que todos los hombres de Boston pagan por la compañía de una mujer?
– Si quieren sus atenciones en exclusiva -dije, reorientando poco a poco el rumbo de la conversación-. Estas mujeres tienden a estar más versadas que la mayoría en las artes del amor -continué, con la esperanza de despertar su curiosidad. Había llegado el momento de darle uno de los regalos de Adair-. Esto es un obsequio de mi jefe. -Entregué a Jonathan un paquetito envuelto en seda roja: la baraja de cartas obscenas-. De un caballero a otro.
– Interesante -dijo, mirando con atención una carta tras otra-. Había visto una baraja como esta cuando estuve en New Fredericton, aunque no tan… imaginativa.
Cuando fue a recoger la seda roja para envolver de nuevo las cartas, un segundo regalo cayó de la tela, uno que yo había olvidado que llevaba.
Jonathan aspiró aire con fuerza.
– Dios mío, Lanny, ¿quién es esta? -Tenía en las manos un retrato en miniatura de Uzra, y un brillo de embeleso en los ojos-. ¿Es un fantasma, la creación de la mente de un artista…?
No me importó el tono de su voz. Ningún caballero debería hablar así delante de una mujer a la que asegura apreciar, pero ¿qué se le iba a hacer? El retrato estaba pensado para tentarle y estaba claro que había cumplido su cometido.
– Oh, no, te aseguro que existe en carne y hueso. Es la concubina de mi jefe, una odalisca que se trajo de la Ruta de la Seda.
– Tu jefe tiene una organización doméstica muy curiosa, por lo que se ve. ¿Una concubina, mantenida abiertamente en Boston? Yo pensaba que no lo consentirían. -Su mirada pasó del retrato a mí, con las cejas muy juntas-. No comprendo. ¿Por qué tu jefe me envía regalos? ¿Qué interés tiene? ¿Qué demonios le has contado de mí?
– Está buscando a un compañero adecuado, y le parece que tú podrías ser un alma gemela. -Lo vi receloso, como si tal vez temiera que el interés de un hombre al que no conocía tuviera que estar relacionado con su fortuna-. Si quieres que te diga la verdad, creo que está desilusionado con la gente de Boston. Son todos muy serios. No ha sido capaz de encontrar un bostoniano con un espíritu similar al suyo, dispuesto a entregarse a cualquier fantasía que le interese.
Pero Jonathan no parecía estar prestando atención a lo que yo decía. Me observaba de un modo que me hizo temer que hubiera dicho algo ofensivo sin darme cuenta.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– Es solo que estás… tan cambiada -dijo al fin.
– No te lo discutiré. He cambiado por completo. La cuestión es: ¿estás decepcionado por el cambio?
Parpadeó, había una sombra de dolor en aquellos ojos oscuros.
– Debo responder que… sí, tal vez un poquito. No sé muy bien cómo decir esto sin herir tus sentimientos, pero no eres la chica que eras cuando te marchaste. Eres tan mundana… Eres la amante de ese hombre, ¿verdad? -preguntó, vacilante.
– No exactamente. -Me vino a la cabeza una expresión de años atrás-. Soy su esposa espiritual.
– ¿Su esposa espiritual?
– Todas lo somos. La odalisca, yo, Tilde… -Me pareció que era mejor dejar al margen a Alejandro y a Dona, ya que no tenía ni idea de cómo respondería Jonathan a semejante situación.
– ¿Tiene tres esposas bajo un mismo techo?
– Sin contar las otras mujeres con las que se relaciona.
– ¿Y a ti no te importa?
– Puede compartir su cariño como desee, lo mismo que nosotras. Lo que tenemos no se parece a nada que tú conozcas, pero… sí, esta situación me parece bien.
– Dios mío, Lanny, me cuesta creer que eres la chica a la que besé en el guardarropa de la iglesia hace tantos años… -Lanzó una mirada tímida en mi dirección, como si no estuviera muy seguro de cómo comportarse-. Supongo que, con tanto hablar de compartir libremente tu cariño, no sería muy incorrecto que te pidiera… ¿otro beso? Solo para asegurarme de que eres de verdad la Lanny que yo conocía, que está aquí conmigo otra vez.
Era la ocasión que yo había esperado. Se levantó de su butaca y se inclinó sobre mí, agarrando mi cara con las manos, pero su beso fue vacilante.
Aquella indecisión casi me rompió el corazón.
– Debes saber que pensé que no te volvería a ver, Jonathan, y mucho menos sentir tus labios en los míos. Pensé que me iba a morir de tanto echarte de menos.
Cuando mis ojos buscaron su cara, comprendí que la esperanza de volver a ver a Jonathan era lo único que me había mantenido cuerda. Ahora estábamos juntos y no pensaba desperdiciar la ocasión. Me levanté y me apreté contra él y, al cabo de un segundo de vacilación, me rodeó con sus brazos. Agradecí que todavía me deseara, pero todo en él había cambiado desde la última vez que habíamos estados juntos, hasta el olor de su pelo y de su piel. La contención en sus manos cuando agarró mi cintura. Su sabor cuando nos besamos. Todo era distinto. Era más lento, más blando, más triste. Su manera de hacer el amor, aunque agradable, había perdido su fogosidad. Puede que fuera porque estábamos en la casa de su familia, con su mujer y su madre al otro lado de la puerta cerrada. O puede que le consumiera el arrepentimiento por traicionar a la pobre Evangeline.
Nos quedamos tumbados en el sofá después de que Jonathan terminara, con su cabeza entre mis pechos, enfundados en un fino sujetador de seda, con lazos y remates de encaje. Él todavía estaba entre mis piernas, sobre un revoltijo de faldas y enaguas sujetas a mi cintura. Le acaricié el pelo mientras mi corazón se colmaba de felicidad. Y sí, sentí el placer secreto de haberle hecho ceder a su deseo. En cuanto a la esposa que esperaba fielmente al otro lado de la puerta… Bueno, ¿acaso ella no me había robado a Jonathan? Y un certificado de matrimonio significaba poco cuando él todavía me deseaba, cuando su corazón me pertenecía. Mi cuerpo se estremecía ante la certeza de que me deseaba. A pesar de todo lo que nos había sucedido a los dos en los tres años que habíamos estado separados, yo estaba más convencida que nunca de que el lazo que nos unía no se había roto.
Provincia de Quebec, en la actualidad
Luke se detiene en un restaurante cerca de la salida de la autopista, porque necesita descansar de la interminable cinta gris de la carretera. En cuanto se han metido en un reservado, pide prestado el portátil a Lanny para ver las noticias y consultar su correo electrónico. Aparte de la habitual serie de mensajes de la administración del hospital («Se recuerda a los empleados que no aparquen en el parking de la zona este, ya que se utilizará para amontonar la nieve…»), no le ha escrito nadie. Nadie parece haber advertido su ausencia. Distraído, Luke deja que el cursor vague sin rumbo por la pantalla; no hay nada que comprobar. Está a punto de apagar el ordenador cuando oye un pitido. Alguien le ha enviado un correo electrónico.
Espera que sea propaganda, otra animosa pero impersonal invitación de su banco a abrir una cuenta-depósito o alguna tontería similar, pero es de Peter. Luke siente una punzada de incomodidad; se ha aprovechado del buen carácter de su colega. Peter es más un conocido que un amigo, pero como hay pocos anestesiólogos en el condado y Luke suele estar en urgencias, se veían más que la mayoría de los médicos. La última serie de desgracias de Luke le había vuelto más huraño que de costumbre, pero Peter era uno de los pocos médicos que todavía le hablaban.
«¿Dónde estás? -dice el mensaje-. No creí que fueras a llevarte el coche tanto tiempo. He intentado llamarte, pero no respondes al móvil ¿Va todo bien? ¿No habrás tenido un accidente? ¿Estás herido? Me tienes preocupado. LLÁMAME.» A continuación, Peter ha escrito todos sus números de teléfono y el del móvil de su mujer.
Luke cierra el mensaje de Peter con los dientes apretados. «Tiene miedo de que me esté volviendo loco», concluye. Es consciente de que su conducta es rara, por decirlo suavemente, pero la gente del pueblo contiene el aliento a su alrededor, sin atreverse a mencionar a Tricia y el divorcio, ni la muerte de sus padres. No le creen capaz de superar todas las desdichas de su vida. Hasta ese momento, Luke no se ha dado cuenta de que marcharse del pueblo con esa mujer le ha distraído de sus sufrimientos. No ha dejado de sufrir en meses. Es la primera vez que puede pensar en sus hijas sin que le den ganas de llorar.
Luke respira hondo y suelta todo el aire de una vez. «No saques conclusiones», se dice. Peter está siendo amable, paciente. No ha amenazado con llamar a la policía. Peter es la persona más equilibrada en la vida de Luke, pero llega a la conclusión de que probablemente se debe a que Peter es nuevo en Saint Andrew. El joven médico no se ha contagiado todavía de la enfermiza mentalidad del pueblo, de su carácter frío y huraño ni de su puritana afición a juzgar a las personas.
Por un momento, Luke está tentado de llamar a Peter. Es un enlace con el mundo real, el mundo que existía antes de que ayudara a Lanny a escapar de la policía, antes de escuchar su fantástica historia, antes de acostarse con ella, una paciente. Peter podría convencer a Luke de que se aleje del borde de ese precipicio. Respira hondo una vez más. La cuestión es: ¿quiere que le convenzan?
Vuelve a abrir el mensaje de Peter y hace clic en «responder». «Siento lo de tu coche -escribe-. Lo dejaré pronto en un sitio donde la policía pueda localizarlo y devolvértelo.»
Piensa en lo que ha escrito y se da cuenta de que en realidad está diciendo que se ha marchado para no volver. Siente un tremendo alivio. Antes de pulsar «enviar», añade al mensaje: «Quédate con mi camioneta. Es tuya».
Luke pasa por el servicio antes de subir al todoterreno; Lanny está ya en el asiento delantero, mirando hacia el frente con una sonrisa que es solo una mueca.
– ¿Qué pasa? -pregunta Luke mientras gira la llave de encendido.
– No es nada. -Ella baja la mirada-. Cuando he ido a pagar la cuenta, mientras estabas en el servicio, he visto que tenían licores en venta detrás del mostrador. Así que he pedido una botella de Glenfiddich. Pero aquella mujer no me la ha querido vender. Ha dicho que tenía que esperar a que mi padre saliera del servicio si él quería comprar una botella.
Luke acerca la mano al tirador de la puerta.
– Voy yo, si quieres.
– No vayas. No es por el whisky, es que… esto me pasa constantemente. Estoy harta, eso es lo que pasa. Siempre me toman por una adolescente, me tratan como a una niña. Puede que parezca una cría, pero no pienso como tal. Y a veces no quiero que me traten como si lo fuera. Sé que parecer joven me ayuda a ir tirando, pero Dios mío… -Levanta la cabeza, la sacude y echa los hombros atrás-. Vamos a darle un espectáculo que la tumbe de espaldas.
Antes de que Luke pueda protestar, Lanny le agarra por el cuello de la chaqueta y tira de él. Pega la boca a la suya y le da un largo beso, frotándose contra él. El beso sigue y sigue, hasta que Luke se siente mareado. Por encima del hombro de Lanny, ve a la mujer, inmóvil detrás del mostrador de la caja, con la boca formando un horrible círculo y los ojos como platos.
Lanny lo suelta, riendo. Da una palmada en el salpicadero.
– Vamos, papá. Busquemos un hotel para que pueda follarte hasta volverte loco.
Luke le ríe la broma. Sin pensar, se limpia la boca.
– No hagas eso. No me gusta que me tomen por tu padre. Me hace sentir… -Una persona horrible, piensa, pero no lo dice. Porque no lo es.
Ella se calla al instante, ruborizada, mirándose las manos sin saber qué hacer.
– Tienes razón. Lo siento, no quería avergonzarte -contesta-. No volverá a ocurrir.
Saint Andrew, 1819
Aquella gozosa reunión en el sofá no iba a ser nuestro último encuentro. Nos las ingeniábamos lo mejor que podíamos para vernos, aunque las condiciones eran incómodas, por decir algo: un pajar al borde del prado que olía a alfalfa seca (pero después teníamos que poner mucho cuidado en quitarnos todas las pajitas y semillas de la ropa) o la caballeriza de la casa de los Saint Andrew, donde nos encerrábamos en el cuarto de las herramientas y nos frotábamos en silencio uno contra otro entre bridas y arneses colgantes.
Durante aquellos encuentros con Jonathan, mientras aspiraba su cálido aliento y rodaban por mi cara gotas de su sudor, me extrañó descubrir que Adair se introducía en mis pensamientos. Me sorprendía sentirme culpable, como si le estuviera engañando, porque a nuestra manera éramos amantes. Me invadía también cierto resquemor, una sensación de miedo al posible castigo que Adair me impondría, no por hacer el amor con otro hombre, sino por amar a otro hombre. ¿Por qué tenía que sentir culpa y miedo, si solo estaba haciendo lo que él quería?
Tal vez porque mi corazón sabía que a quien amaba era a Jonathan, y solo a Jonathan. Él siempre se imponía.
– Lanny -susurró Jonathan, besándome la mano mientras yacía recuperándose en el heno después de una cita secreta-. Tú te mereces algo mejor que esto.
– Me encontraría contigo en el bosque, en una cueva, en pleno campo -respondí-, si fuera la única manera de verte. No importa dónde estemos. Lo único que importa es que estamos juntos.
Bonitas palabras, palabras de enamorados. Pero mientras estábamos tumbados en el heno y yo le acariciaba la mejilla, mi mente no podía dejar de vagar. Y vagaba por lugares peligrosos, hurgando en asuntos que más valía dejar sin indagar, como las circunstancias que habían rodeado mi súbita partida de Saint Andrew años atrás, y el silencio de Jonathan al respecto. Desde que había vuelto al pueblo, no me había preguntado ni una sola vez por el niño. Quería preguntarme, yo lo sentía cuando había un momento de silencio tenso entre nosotros, cuando le pillaba mirándome de reojo con expresión seria y triste. «Cuando te marchaste de Saint Andrew…» Pero esas palabras nunca salían de su boca. Debía de haber supuesto que yo había abortado, como le dije que haría aquel día en la iglesia. Pero yo quería que supiera la verdad.
– Jonathan -dije en voz baja mientras jugueteaba con unas hebras negras de maíz-. ¿Alguna vez te has preguntado por qué mi padre me envió lejos del pueblo?
Sentí que contenía el aliento, inquieto. Al cabo de un rato, respondió:
– No supe que te habías marchado hasta que ya era demasiado tarde. Sé que hice mal en no buscarte antes, para asegurarme de que no tenías problemas o saber si te había ocurrido algo más siniestro… -Empezó a jugar con los encajes de mi corsé, con aire ausente.
– ¿Qué excusa dio mi familia para enviarme afuera? -pregunté.
– Dijeron que te habías ido a cuidar de un pariente enfermo. Y nadie hizo preguntas después de que te marcharas, se ocupaban de sus asuntos. Una vez, en el pueblo, le pregunté a una de tus hermanas si sabían algo de ti y si podía darme una dirección para escribirte, pero se marchó corriendo sin responder. -Levantó la cabeza de mi pecho-. ¿No fue así? ¿No estabas cuidando de alguien?
Estuve a punto de reír por su ingenuidad.
– La única que necesitaba cuidados era yo. Me enviaron afuera para tener el niño. No querían que nadie de aquí se enterara.
– ¡Lanny! -Apretó una mano contra mi cara, pero yo se la aparté-. ¿Y lo tuviste?
– No hay niño. Aborté… -Ya podía decir aquellas palabras sin emoción, sin que me temblara la voz ni se me hiciera un nudo en la garganta.
– Siento mucho todo lo que ha pasado, pobre… -Se incorporó hasta quedar sentado, incapaz a aquellas alturas de apartar los ojos de mí-. ¿Tiene esto algo que ver con que acabaras con ese hombre? ¿Ese Adair?
Estoy segura de que mi expresión se volvió muy sombría.
– No quiero hablar de eso.
– ¿Qué apuros has tenido que pasar, mi pobre y valiente Lanny? Deberías haberme escrito, informándome de tu situación. Habría hecho cualquier cosa por ti, todo lo que hubiera podido… -Se acercó para abrazarme, cosa que mi cuerpo ansiaba, pero después pareció que se lo pensaba mejor y se apartó-. ¿He perdido la cabeza? ¿Qué estamos haciendo? ¿No te he hecho ya bastante daño? ¿Qué derecho tengo a empezar otra vez contigo, como si fuera alguna especie de juego? -Jonathan se agarró la cabeza con las manos-. Tienes que perdonarme mi egoísmo, mi estupidez…
– Tú no me has obligado -dije, procurando tranquilizarle-. Yo también deseaba esto.
Ojalá hubiera podido retirar mis palabras; había sido un error traer a colación al niño; había muerto, ya no existía. Me maldije por haberme dejado llevar por mi lado mezquino. Quería que Jonathan supiera que yo había sufrido y que reconociera su parte en todo lo malo que me había ocurrido, pero me había salido el tiro por la culata.
– No podemos seguir así. Esta es la última… complicación que necesito en mi vida. -Jonathan rodó alejándose de mí y se puso en pie. Cuando vio mi expresión espantada y dolida, continuó-. Perdona mi franqueza, querida Lanny. Pero sabes muy bien que tengo una familia, una esposa, una hija pequeña, obligaciones que no puedo descuidar. No puedo poner en peligro su felicidad por unos cuantos momentos robados de placer contigo… Y no hay futuro para nosotros, no puede haberlo. Sería doloroso e injusto para ti que continuáramos.
No me amaba lo suficiente para seguir conmigo: la verdad se abrió paso en mi corazón como un cuchillo largo y afilado. Ardí de rabia por dentro al oír sus palabras. ¿Y se daba cuenta de ello justo después de haber reiniciado nuestra ilícita relación? ¿O es que estaba dolida porque me abandonaba por segunda vez por Evangeline? Debo admitir que en lo primero que pensé, mientras estaba allí sentada y perpleja, fue en vengarme. Ahora sé por qué tantas mujeres abandonadas se entregan al diablo; en un momento así, la sed de venganza es insaciable, pero la capacidad de satisfacerla es insuficiente. Si Lucifer hubiera aparecido ante mí en aquel instante, prometiendo darme los medios para hacer sufrir a Jonathan los tormentos eternos del infierno a cambio de mi alma, lo habría aceptado de buena gana. Habría hecho un pacto con Satanás para vengarme de mi infiel amante.
Aunque tal vez no fuera necesario conjurar al diablo, redactar el terrible contrato, firmarlo con sangre. Tal vez ya lo había hecho.
Después de aquello, no tenía ni idea de cómo llevar a cabo el plan de Adair, y pensar en que podía fallarle me puso enferma de miedo. Había ideado atraer a Jonathan a Boston con mi amor y mis favores sexuales, pero había fracasado. El arrepentimiento y el remordimiento habían apartado a mi amado de mí, aunque prometió ser mi amigo y benefactor para siempre, si era necesario. Esperé a ver si Jonathan cambiaba de parecer y volvía a mí, pero a medida que pasaban los días quedó claro que no lo haría. «De visita -le rogué-. Ven a Boston de visita», pero Jonathan se resistía. Un día, puso la excusa de que no podía fiarse de que su madre no trastornara los asuntos de la aldea en su ausencia, y otro día dijo que había surgido una complicación en el negocio que requería su atención.
Pero al final, era siempre su hija la que le impedía acceder a marcharse. «Evangeline nunca me perdonaría si la dejara sola con mi familia durante mucho tiempo, y ella jamás haría el viaje con la niña», me dijo, como si de verdad estuviera a merced de su esposa y de su bebé, como si nunca hubiera puesto sus deseos por delante de los de ellas, por mucho que presumiera de esposo y padre responsable. Aquellas excusas habrían podido ser creíbles en otro hombre, pero no en el Jonathan que yo conocía.
No obstante, las inminentes nevadas me obligaban a marcharme. Sentía que si me quedaba en Saint Andrew todo el invierno ocurriría algo espantoso. Adair, furioso por mi desobediencia, reuniría a sus perros infernales y caería sobre el pueblo, y quién sabía qué podía hacerles aquel demonio de corazón negro a los inocentes de Saint Andrew, aislados por la nieve del resto del mundo. Me acordé de las historias que me habían contado Alejandro y Dona sobre el pasado salvaje de Adair, dirigiendo ataques a las aldeas y matando a los habitantes que se resistían. Pensé en las muchachas que había violado y en cómo me había drogado y utilizado para divertirse. Su ingreso en la buena sociedad de Boston garantizaba que las tendencias brutales de Adair quedaran algo controladas; pero no había manera de saber qué podría ocurrir en un pueblecito aislado y bloqueado por la nieve. Y yo sería la única responsable de hacer caer aquella plaga sobre mis vecinos.
Una tarde, estaba en la taberna de Daughtery dándole vueltas a mi apurada situación, con la esperanza de encontrarme con el leñador sentimental al que había conocido nada más llegar, cuando entró Jonathan. Ya había visto antes aquella expresión en su cara: no había ido a Daughtery porque estuviera inquieto y buscara compañía. Estaba rebosante de satisfacción. Volvía de una cita.
Se sobresaltó al verme, pero no podía marcharse de la taberna y negar que yo estaba allí. Ocupó el taburete que había al otro lado de la solitaria mesa, dándole la espalda al fuego.
– Lanny, ¿qué haces aquí? No es sitio para que lo frecuente una dama sin compañía.
– Ah, pero es que yo no soy una dama, ¿no lo sabías? -dije, mordaz, aunque al instante lamenté mi dureza-. ¿Adónde voy a ir, si no? No puedo beber en compañía de mi madre y mi hermano; no soportaría sus caras de desaprobación. Tú, al menos, siempre puedes volver a tu mansión y encerrarte en tu despacho para tomar un trago antes de acostarte. Y con bebida de mejor calidad. Y de todos modos, ¿no deberías estar en casa con tu mujer a estas horas? Esta noche has estado haciendo cosas feas, lo puedo oler.
– Teniendo en cuenta tu posición, no me parece que debas juzgarme tan a la ligera -dijo-. Está bien… Te contaré la verdad porque me lo pides. He estado con otra mujer. Una mujer a la que estaba viendo antes de que tú regresaras tan inesperadamente. Yo también tengo una amante. Anna Kolsted.
– Anna Kolsted es una mujer casada.
Él se encogió de hombros.
Me puse a temblar de ira.
– O sea, que no has puesto fin a tu relación con ella, ¿verdad?, a pesar del bonito discurso que me soltaste el otro día.
– Yo… no podía dejarla así sin más, sin explicarle lo que había ocurrido.
– ¿Y le has explicado que has tenido una crisis de conciencia? ¿Le has dicho ya que has decidido no volver a verla? -pregunté, como si tuviera algún derecho a hacerlo.
Él se quedó callado.
– ¿Nunca aprenderás, Jonathan? Esto no puede terminar bien -dije con tono gélido.
Jonathan frunció los labios en una mueca, apartando la mirada mientras el resentimiento bullía en su interior.
– Parece que esto es lo que me dices siempre, ¿no? -El nombre de Sophia flotó en el aire entre nosotros, sin ser pronunciado.
– Acabará igual. Se enamorará de ti y te querrá para ella sola. -El temor y la pena iban creciendo en mí como el día en que había encontrado a Sophia en el río. Jamás habría pensado, después de todo lo que había experimentado, que su recuerdo aún tuviera el poder de afectarme. Puede que fuera porque a veces me preguntaba si no habría sido mejor seguir su ejemplo-. Es inevitable, Jonathan. Todo el que te conoce quiere poseerte.
– Hablas por experiencia, ¿no?
Su brusquedad me hizo callar por un momento. Era evidente que tenía algo contra mí, pero yo no sabía qué era. Me puse sarcástica:
– Las que te poseen tienden a lamentar su buena suerte. Tal vez deberías preguntarle a tu esposa por eso. ¿Has pensado en cómo afectará a la pobre Evangeline tu aventura con la señora Kolsted si llega a enterarse?
La ira se apoderó de Jonathan con rapidez, como una repentina tormenta. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Daughtery estaba ocupado y nadie nos escuchaba, y después me agarró por un brazo y me acercó a él.
– Por Dios, Lanny, ten compasión de mí. Estoy casado y tengo una hija. Ella solo tenía catorce años cuando nos casamos. Cuando la llevé al lecho conyugal, después lloró. ¡Lloró! Le da miedo mi madre y no se entiende con mis hermanas. No necesito una niña, Lanny. Necesito una mujer.
Solté mi brazo de su presa.
– ¿No crees que eso ya lo sé?
– Ojalá no le hubiera hecho caso a mi padre y no me hubiera casado con ella. Él quería un heredero, era lo único que le importaba. Vio a una jovencita con muchos años por delante para criar hijos e hizo un trato con el viejo McDougal, como si la chica fuera una yegua. -Se pasó una mano por el pelo-. No tienes ni idea de la vida que tengo que vivir, Lanny. No hay nadie que pueda llevar el negocio más que yo. Benjamín es tan simple como un niño de cuatro años. Mis hermanas son tontas. Y cuando murió mi padre… bueno, todas sus responsabilidades cayeron sobre mis hombros. Este pueblo depende de cómo le vaya a mi familia. ¿Sabes cuántos colonos compraron su tierra con préstamos avalados por mi padre? Un invierno duro, o si no tienen habilidad para llevar una granja y descuidan sus obligaciones… Puedo embargar la propiedad, pero ¿de qué me serviría otra granja arruinada? Así que te ruego que me perdones que tenga una amante y una pequeña distracción de todas mis responsabilidades.
Bajé la mirada hacia los restos de mi bebida.
Él siguió hablando, con ojos de loco.
– No te puedes imaginar lo tentadoras que han sido tus ofertas. Daría cualquier cosa para quedar libre de mis obligaciones. Pero no puedo, y creo que tú entiendes por qué. No solo mi familia estaría perdida, también el pueblo se hundiría. Vidas arruinadas. Puede que me pillaras en un momento de debilidad cuando volviste, Lanny, sin embargo estos últimos años me han enseñado lecciones muy duras. No puedo ser tan egoísta.
¿Había olvidado que una vez me dijo que quería dejarlos a todos, a su familia y su fortuna, por mí? ¿Que una vez había deseado que su mundo fuéramos solo él y yo? Una mujer más juiciosa se habría alegrado de ver a Jonathan tan maduro, aceptando sus responsabilidades, y se habría sentido orgullosa de que fuera capaz de asumir obligaciones que podían aplastar a un hombre más débil. Yo no puedo decir que me sintiera alegre ni orgullosa.
Pero lo comprendía. A mi manera, amaba el pueblo y no tenía deseos de ver cómo se hundía. Aunque mi propia familia ya tuviera dificultades, aunque los habitantes me hubieran tratado con vileza, chismorreando a mis espaldas, yo no podía quitar la pieza clave que mantenía unido al pueblo, eso estaba bastante claro. Me quedé sentada frente a Jonathan, seria y comprendiendo la situación que acababa de explicarme, pero por dentro el pánico me recorrió de pies a cabeza. Iba a fallarle a Adair. ¿Qué podía hacer?
Nos bebimos nuestra cerveza, cabizbajos y abatidos. Parecía evidente que tenía que renunciar a Jonathan y necesitaba concentrarme en mi propia y apurada situación. ¿Qué hacer a continuación? ¿Adónde podía ir para que Adair no consiguiera seguirme la pista? No tenía ningún deseo de volver a sufrir la insoportable tortura a la que ya había sido sometida.
Pagamos nuestra bebida y salimos al camino, los dos apesadumbrados y sumidos en nuestros pensamientos. La noche volvía a estar fría; el cielo se veía despejado e iluminado por la luna y las estrellas, finas nubes velaban la luz plateada.
Jonathan me puso una mano en el brazo.
– Perdona mi arrebato y olvídate de mis problemas. Tienes todo el derecho a despreciarme por lo que acabo de decir. Lo que menos deseo es agobiarte con mis problemas. Mi caballo está en el establo de Daughtery. Deja que te lleve a casa.
Pero antes de que pudiera decirle que no era necesario y que prefería quedarme a solas con mis pensamientos, nos interrumpió el sonido de pisadas en lo alto del sendero.
Era tarde y casi estaba helando, por lo que no era probable que hubiera nadie paseando.
– ¡¿Quién anda ahí?! -le grité a una figura entre las sombras.
Edward Kolsted apareció bajo el claro de luna con un fusil de chispa en las manos.
– Siga su camino, señorita McIlvrae, no tengo nada contra usted.
Kolsted era un joven rudo, de una de las familias más pobres del pueblo, y no podía competir con Jonathan por el afecto de nadie. Era flaco, y su cara alargada estaba desfigurada por la viruela, que muchos habían padecido en la infancia. A pesar de su edad, su pelo castaño ya estaba clareando y se le habían empezado a caer los dientes. Apuntó el arma al pecho de Jonathan.
– No seas idiota, Edward. Hay testigos: Lanny y los hombres que están en la taberna… A menos que pienses matarlos también a ellos -le dijo Jonathan a quien lo amenazaba.
– No me importa. Has mancillado a mi Anna y me has convertido en el hazmerreír. Será un orgullo que se sepa que me he vengado de ti. -Levantó más el fusil. Un frío terrible se apoderó por completo de mí-. Mírate, pavo real presumido -le espetó Edward desde detrás de su fusil a Jonathan, quien, debo reconocerlo, se mantuvo firme-. ¿Crees que el pueblo te va a llorar cuando estés muerto? Los hombres de este pueblo te despreciamos. ¿Piensas que no sabemos lo que has estado haciendo, embrujando a nuestras mujeres, sometiéndolas a tus hechizos? Te enredaste con Anna para divertirte un poco, y de paso me robaste lo más precioso que yo tenía. Eres el mismo diablo, eso eres, y lo mejor es librar a este pueblo de ti. -La voz de Edward iba subiendo, alta y desafiante, pero a pesar de sus palabras yo estaba segura de que Kolsted no cumpliría su amenaza. Lo que quería era asustar a Jonathan, humillarlo y hacerle suplicar perdón, y aquello le reportaría al afrentado cierta dignidad. Pero no tenía intención de matar a su rival.
– ¿Eso es lo que quieres de mí, que sea un diablo? Te vendría muy bien, ¿eh?, te libraría de culpa. -Jonathan bajó los brazos-. Pero la verdad es que tu esposa es una mujer infeliz, y eso tiene muy poco que ver conmigo y mucho contigo.
– ¡Mentiroso! -gritó Kolsted.
Jonathan dio un paso hacia su agresor y se me encogieron las tripas; no sabía si Jonathan deseaba que lo matara o no podía dejar que Kolsted no reconociera la verdad. Es posible que sintiera que se lo debía a su amante. Puede que nuestra discusión en Daughtery le hubiera hecho tomar alguna resolución. Pero su expresión airada era equívoca, y Kolsted podía convencerse de que Jonathan estaba furioso porque amaba a Anna.
– Si tu mujer fuera feliz, no buscaría mi compañía. Ella…
El viejo fusil de Kolsted disparó; por el cañón salió un fogonazo blanco y azulado que yo capté con el rabillo del ojo. Todo fue muy rápido: un fragor como un trueno, un chispazo como un rayo, y al instante Jonathan se tambaleó hacia atrás y después cayó al suelo. El rostro de Kolsted se contrajo, y por un instante quedó bañado en la luz de la luna.
– Lo he matado -murmuró, como para darse ánimos-. He matado a Jonathan Saint Andrew.
Caí de rodillas en el barro casi helado, tirando de Jonathan hacia mi regazo. Su ropa estaba empapada de sangre, que ya manchaba el abrigo. Era una herida profunda, mortal. Rodeé con los brazos el cuerpo de Jonathan y miré con odio a Kolsted.
– Si tuviera un rifle, te mataría aquí mismo. ¡Fuera de mi vista!
– ¿Está muerto? -Kolsted alargó el cuello, pero no tenía valor suficiente para acercarse al hombre al que había pegado un tiro.
– Saldrán en un segundo, y si te encuentran aquí, te encerrarán inmediatamente -le advertí, mascullando. Quería que huyera: ya se oía agitación dentro de la taberna, y enseguida saldría alguien para ver quién había disparado. Tenía que esconder a Jonathan antes de que nos descubrieran.
No tuve que incitar a Kolsted dos veces. Ya fuera por miedo o por súbito remordimiento, o porque no estaba dispuesto a dejarse apresar, el agresor de Jonathan reculó como un caballo asustado y echó a correr. Cerrando los brazos alrededor del pecho de Jonathan, lo arrastré al establo de Daughtery. Le despojé del abrigo y después de la levita, hasta que encontré la herida en el pecho, chorreando sangre por un orificio cerca de donde debería estar su corazón.
– Lanny -dijo con un hilo de voz, y buscó mi mano.
– Estoy aquí, Jonathan. No te muevas.
Jadeó y tosió. No tenía remedio, a juzgar por la distancia del disparo y la situación de la herida. Reconocí la expresión de su rostro: era el gesto desencajado de un moribundo. Perdió el conocimiento, laxo entre mis brazos.
Llegaron voces del otro lado de los carcomidos tablones, hombres que salían de la taberna al camino. Al no ver a nadie, se marcharon.
Bajé la mirada hacia el bello rostro de Jonathan. Su cuerpo, todavía caliente, me pesaba en el regazo. Mi corazón gritaba de pánico. «Mantenlo vivo. Mantenlo conmigo a toda costa.» Lo abracé con más fuerza. No podía permitir que muriera. Y solo había una manera de salvarlo.
Dejé su cuerpo en el suelo, le abrí la chaqueta y el chaleco. Gracias a Dios que estaba inconsciente. De no ser así, con lo asustada que estaba, no habría sido capaz de llevar a cabo aquel acto maldito. ¿Funcionaría? Puede que lo recordara mal, o que hubiera palabras especiales que debía recitar para que actuara aquella magia tan potente. Pero no tenía tiempo para pensármelo dos veces.
Palpé el dobladillo de mi corpiño, buscando el frasquito. En cuanto localicé al tacto el diminuto recipiente de plata, rasgué las costuras y lo saqué de su escondrijo. Me temblaban las manos al quitar el tapón del frasco y separar los labios de Jonathan. Solo había una gota, más pequeña que una lágrima. Recé por que fuera suficiente.
– No me dejes, Jonathan, no puedo vivir sin ti -le susurré al oído, lo único que se me ocurrió decir. Pero entonces me acordé de las palabras de Alejandro, lo que me había dicho aquel día en el que me transformé. Ojalá no fuera demasiado tarde-. Por mi mano e intención -dije, sintiéndome tonta al hablar, sabiendo que no tenía poder sobre nada, ni en el cielo, ni en el infierno ni en la tierra.
Me arrodillé en la paja, con Jonathan apoyado en mi regazo, y le aparté el pelo de la frente, esperando alguna señal. Lo único que recordaba de mi experiencia era la sensación de caída y una fiebre que recorría mi cuerpo como un incendio, y que me desperté mucho más tarde en la oscuridad.
Apreté de nuevo a Jonathan contra mí. Había dejado de respirar y se estaba enfriando. Lo envolví con su abrigo, preguntándome si podría llevarlo hasta la granja de mi familia sin que nos vieran. Parecía poco probable, pero no había nadie más que yo para sacarlo de allí, y alguien miraría en el establo de Daughtery tarde o temprano.
Ensillé el caballo de Jonathan, sorprendiéndome al descubrir que el diabólico semental ya no me daba miedo. Con una fuerza que no sabía que tenía, nacida de la necesidad, coloqué a Jonathan sobre la cruz del caballo, salté a la silla y salí disparada por las puertas abiertas del establo, atravesando la aldea como un rayo. Más de un aldeano aseguraría después haber visto a Jonathan Saint Andrew saliendo a caballo del pueblo aquella noche, dando lugar sin duda a disparatadas teorías acerca de su desaparición.
Cuando llegamos a la granja de mi familia, con el cuerpo de Jonathan acunado en mi regazo, fui directamente al pajar y desperté al cochero. Teníamos que marcharnos de Saint Andrew aquella misma noche. No podía arriesgarme a esperar hasta la mañana, cuando la familia de Jonathan lo estaría buscando. Le dije al cochero que enganchara a toda prisa los caballos, que nos íbamos inmediatamente. Cuando protestó diciendo que estaba demasiado oscuro para viajar, le aseguré que la luz de la luna era suficiente para iluminar el camino, y después añadí:
– Yo le pago, así que obedézcame. Tiene quince minutos para enganchar esos caballos.
En cuanto al baúl con mis ropas y mis cosas, todo se quedó atrás. No podía arriesgarme a despertar a mi familia volviendo a la cabaña. En lo único en que pensaba en aquel momento era en sacar a Jonathan del pueblo.
Mientras el coche traqueteaba por el camino incrustado de nieve, miré por la encortinada ventanilla para ver si alguien de la casa nos había oído, pero nadie se movió. Los imaginé despertándose y descubriendo que me había ido, preguntándose, afligidos, por qué había decidido marcharme de aquella manera, una partida tan misteriosa como mis tres años de silencio. Estaba cometiendo una gran injusticia con los tiernos corazones de mi madre y de mis hermanas, y me dolía en el alma hacerlo, pero la verdad es que era más fácil decepcionarlas que perder a Jonathan para siempre, o que desobedecer a Adair.
Jonathan yacía en el banco enfrente de mí, envuelto en su abrigo y en una bata con rebordes de piel, con mi abrigo enrollado a modo de almohada (yo no tenía nada que temer del frío) y con la cabeza apoyada en una posición extraña. No hacía ningún movimiento, el pecho no se le alzaba ni bajaba al respirar, nada. Tenía la piel tan pálida como el hielo a la luz de la luna. Mantuve la vista fija en su rostro, esperando la primera señal de vida, pero estaba tan inmóvil que empecé a preguntarme si habría fracasado.
En las horas que precedieron al amanecer, pusimos millas entre nosotros y la aldea, con el coche traqueteando por la accidentada y solitaria pista del bosque, mientras yo vigilaba en silencio a Jonathan. Era como si se tratara de un coche fúnebre, y yo hiciera el papel de viuda que llevaba el cadáver de su marido hasta su lugar de reposo.
Ya hacía un rato que había salido el sol cuando Jonathan se movió. Para entonces, yo albergaba pocas esperanzas. Llevaba horas sentada, temblando y sudando, a punto de vomitar, odiándome a mí misma. La primera señal de vida fue un temblor en su mejilla derecha; después un aleteo de pestañas. Como seguía muy pálido, dudé de mis ojos por un momento, hasta que oí un leve gemido, vi que sus labios se separaban y, por fin, abrió los dos ojos.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, en un tono de voz tan débil que casi resultó inaudible.
– En un coche. No te muevas. Dentro de poco te sentirás mejor.
– ¿Un coche? ¿Adónde vamos?
– A Boston. -No sabía qué otra cosa decirle.
– ¡Boston! ¿Qué ha pasado? ¿Es que…? -Su mente debía de haber vuelto a lo último que podía recordar, nosotros dos en la taberna de Daughtery-. ¿He perdido una apuesta? ¿Estaba borracho y accedí a ir contigo?
– No hicimos ningún trato -dije, arrodillándome junto a él para ajustar mejor la bata a su alrededor-. Nos vamos porque tenemos que irnos. Ya no puedes quedarte en Saint Andrew.
– ¿De qué hablas, Lanny?
Jonathan parecía enfadado conmigo y trató de apartarme, pero estaba tan débil que no pudo moverme. Sentí algo punzante bajo la rodilla, como una piedrecita afilada; bajé la mano y mis dedos encontraron una pieza redonda de plomo.
La bala del fusil de pedernal de Kolsted.
La levanté para que Jonathan la viera.
– ¿Reconoces esto?
Con gran esfuerzo, fijó la mirada en la pequeña y oscura forma que yo tenía en la mano. Lo observé mientras recuperaba la memoria y recordaba la discusión en el sendero y el fogonazo de pólvora que había puesto fin a su vida.
– Me dispararon -dijo. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Se llevó la mano allí. La camisa y el chaleco estaban desgarrados y manchados de sangre seca. Se palpó la piel bajo la ropa, pero estaba intacta.
– No hay herida -dijo Jonathan con alivio-. Kolsted ha debido de fallar.
– ¿Ah, sí? Tu ropa está agujereada y llena de sangre… Kolsted no falló, Jonathan. Te acertó en el corazón y te mató.
El entrecerró los ojos.
– Lo que dices no tiene sentido. No lo entiendo…
– No es algo que se pueda entender -respondí, cogiéndole la mano-. Es un milagro.
Intenté explicárselo todo, aunque Dios sabe que incluso a mí me costaba entenderlo. Le conté mi historia y la historia de Adair, le enseñé el frasquito, ya vacío, y le dejé oler sus últimos y repugnantes vapores. Él escuchó, observándome todo el tiempo como si fuera una loca.
– Dile a tu cochero que detenga el carruaje -me ordenó-. Yo me vuelvo a Saint Andrew aunque tenga que andar todo el camino.
– No puedo dejarte salir.
– ¡Para el coche! -gritó, al tiempo que se ponía en pie y golpeaba con el puño el techo del carruaje. Intenté hacer que se sentara, pero el cochero le oyó y frenó a los caballos.
Jonathan abrió de golpe la portezuela y saltó a la nieve virgen, que le llegaba a la rodilla. El cochero se volvió y nos miró sin saber qué hacer desde su alto pescante, con el bigote congelado con su propio aliento. Los caballos se estremecían aspirando aire, agotados de tirar del coche a través de la nieve.
– Enseguida volvemos. Funde un poco de nieve para dar de beber a los caballos -dije en un intento de distraer al cochero.
Corrí detrás de Jonathan, aunque mis faldas me frenaban en la nieve, y le agarré del brazo cuando por fin lo alcancé.
– Tienes que escucharme. No puedes regresar a Saint Andrew. Has cambiado.
Él me empujó, apartándome.
– No sé qué te ha pasado a ti desde que te marchaste, pero… solo puedo suponer que has perdido la cabeza.
Me agarré con fuerza al puño de su abrigo, como si así pudiera impedir que se soltara.
– Te lo demostraré. Si puedo demostrártelo, ¿prometes que vendrás conmigo?
Jonathan se detuvo, pero me miró con desconfianza.
– No te prometo nada.
Levanté la mano, le solté la manga e hice señas de que esperara. Con la otra mano, encontré en el bolsillo de mi abrigo un cuchillo pequeño pero resistente. Me abrí el corpiño, exponiendo mi corsé al aire gélido y cortante y después, agarrando el mango del cuchillo con las dos manos, sin tan siquiera un suspiro, me lo clavé en el pecho hasta la empuñadura.
Jonathan casi se cayó de rodillas, pero extendió las manos hacia mí, incrédulo.
– ¡Dios mío! ¡Estás loca! ¿Qué haces, en nombre de Dios?
La sangre brotó alrededor de la empuñadura y empapó con rapidez mi ropa hasta que una enorme mancha de color carmesí oscuro se extendió por la seda desde el vientre hasta el cuello. Saqué la hoja. Él intentó apartarse, pero yo le sujeté.
– Tócalo. Siente lo que está ocurriendo y dime si sigues sin creerme.
Sabía lo que iba a ocurrir. Era un divertimento que Dona realizaba para nosotros cuando nos reuníamos en la cocina a charlar después de una noche en la ciudad. Se sentaba ante el fuego, dejaba la levita en el respaldo de una silla, se subía las voluminosas mangas y se hacía profundos cortes en los antebrazos con un cuchillo. Alejandro, Tilde y yo mirábamos cómo los dos bordes de carne roja se acercaban uno a otro, como amantes condenados, y se unían en un abrazo sin costuras. Una proeza imposible, repetida una y otra vez, tan seguro como que el sol siempre sale. Dona se reía amargamente mientras miraba cómo se sellaba su carne, pero al repetir yo el truco, vi que tenía una sensación peculiar. Lo que buscábamos era dolor, pero no podíamos recrearlo con exactitud. Habíamos llegado a desear una aproximación al suicidio, y en cambio nos conformábamos con el placer momentáneo de infligirnos dolor, pero hasta aquello se nos negaba. ¡Cómo nos odiábamos a nosotros mismos, cada uno a su manera!
Jonathan se puso pálido al sentir que la carne avanzaba poco a poco hasta que la herida desaparecía.
– ¿Qué es esto? -susurró, horrorizado-. Es obra del diablo, seguro.
– Eso no lo sé. No tengo explicación. Lo hecho hecho está, y es irremediable. Nunca volverás a ser el mismo, y tu sitio ya no está en Saint Andrew. Ahora, ven conmigo.
El se quedó flácido y blanco como la nieve, y no se resistió cuando le puse una mano en el brazo y lo llevé hasta el coche.
Jonathan no se recuperó del golpe en todo el viaje. Fue un tiempo de angustia para mí, ya que estaba ansiosa por saber si recuperaría a mi amigo… y amante. Jonathan siempre había estado tan seguro de sí mismo que me ponía enferma ser yo quien le guiara. Aunque era una tontería por mi parte esperar otra cosa; al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo había pasado yo abatida en la casa de Adair, recluida en mí misma y negándome a creer lo que me había ocurrido?
Se encerró en el diminuto camarote durante la travesía a Boston, sin salir ni una vez a cubierta. Desde luego, aquello despertó la curiosidad de la tripulación y de los demás pasajeros, así que, aunque el mar estaba tan tranquilo como el agua de un pozo, les dije que se sentía mareado y que no confiaba en que sus piernas le sostuvieran. Le llevé sopa de la cocina y su ración de cerveza, aunque ya no tenía necesidad de comer y había perdido el apetito. Jonathan no tardaría en aprender que comer era algo que hacíamos por costumbre y comodidad, y para fingir que éramos los mismos de antes.
Cuando el barco llegó al puerto de Boston, Jonathan era un ser de aspecto extraño, por haber pasado tantas horas en la penumbra del camarote. Pálido y nervioso, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, salió de su reclusión vestido con unas ropas vulgares que habíamos comprado en Camden en una tienda que vendía artículos de segunda mano. Se quedó quieto en la cubierta, soportando las miradas de los otros pasajeros, que sin duda se habían estado preguntando si el pasajero misterioso había muerto en su camarote durante la travesía. Observó la actividad del muelle mientras el barco era amarrado en la dársena, mirando a la multitud con los ojos muy abiertos, un poco asustado. Su increíble belleza estaba apagada por la experiencia sufrida, y por un momento deseé que Adair no viera a Jonathan con tan mal aspecto en su primer encuentro. Quería que Adair descubriera que Jonathan era todo lo que yo había prometido. ¡Estúpida vanidad!
Desembarcamos, y no habíamos recorrido ni seis metros del muelle cuando vi a Dona, que nos esperaba con un par de sirvientes. Dona vestía un ostentoso atuendo fúnebre, con plumas negras de avestruz en el sombrero, se envolvía en una capa negra y se apoyaba en un bastón, destacando sobre el común de los mortales como la misma Parca. Una sonrisa maligna se dibujó en su cara al divisarnos.
– ¿Cómo sabíais que iba a volver hoy… y en este barco? -le pregunté-. No envié ninguna carta para informaros de mis planes.
– Ay, Lanore, eres tan ingenua que das risa. Adair siempre sabe estas cosas. Sintió tu presencia en el horizonte y me envió a recogerte -dijo, apartándome a un lado. Dedicó toda su atención a Jonathan, sin molestarse en disimular que más que mirarlo lo inspeccionaba de pies a cabeza una y otra vez-. Bueno, preséntame a tu amigo.
– Jonathan, este es Donatello -dije con sequedad.
Jonathan no hizo movimiento alguno para darse por enterado o devolver el saludo, aunque no podría decir si fue por la manera tan directa en que Dona le había examinado o porque todavía se encontraba aturdido.
– ¿Es que no habla? ¿No tiene modales? -dijo Dona. Como Jonathan no mordió el anzuelo, Dona obvió el desaire volviéndose hacia mí-. ¿Dónde está tu equipaje? Los sirvientes…
– ¿Vendríamos vestidos de este modo si tuviéramos otra cosa que ponernos? Me vi obligada a dejarlo todo. Apenas tenía dinero para volver a Boston.
Me acordé del baúl que había dejado en casa de mi madre, discretamente arrimado a un rincón. Cuando lo abrieran -esperando hasta que la curiosidad pudiera más que ellos para no violar mi intimidad, aunque supieran que yo no iba a volver-, encontrarían la bolsa de piel de ciervo llena de monedas de oro y de plata. Me alegraba haber dejado allí aquel dinero; sentía que se lo debía a mi familia. Lo consideraba una indemnización de Adair, con la que pagaba a mi familia por haberme perdido para siempre, igual que él había aliviado su culpa dejando dinero para su familia siglos atrás.
– Muy considerado por tu parte. La primera vez, viniste a nosotros sin nada. Ahora traes a tu amigo, y los dos venís sin nada…
Dona levantó las manos al aire, como si yo fuera incorregible, pero yo sabía por qué se mostraba tan malhumorado: incluso en el estado en que se encontraba Jonathan, su carácter excepcional era obvio. Se iba a convertir en la niña de los ojos de Adair, el amigo y compañero con el que Dona nunca podría competir. Dona perdería el favor de Adair, eso no se podía evitar, y él lo tuvo claro desde el momento en que puso sus ojos en Jonathan.
Si Dona hubiera sabido lo que nos esperaba, probablemente no habría malgastado su envidia. Nuestra ignominiosa llegada de aquel día fue el principio del fin para todos nosotros.
Jonathan se animó un poco durante el trayecto en coche a la mansión de Adair. Porque aquel era su primer viaje a una ciudad tan grande, cosmopolita y maravillosa como Boston, y a través de sus ojos pude revivir mi llegada tres años atrás: las multitudes en las calles polvorientas; la proliferación de tiendas y posadas; las asombrosas casas de ladrillo, de varios pisos de altura; el ir y venir de carruajes tirados por caballos vistosos y bien cuidados; las mujeres vestidas a la última moda, luciendo escotes y largos cuellos blancos. Al cabo de un rato, Jonathan tuvo que apartarse de la ventanilla y cerrar los ojos.
Y después, por supuesto, la mansión de Adair era tan impresionante como un castillo, aunque a esas alturas Jonathan ya no se maravillaba ante nada, por impresionante que fuera. Me dejó que lo condujera escalones arriba; entramos en la casa, cruzamos el vestíbulo con la araña de luces oscilando sobre nuestras cabezas y los lacayos con librea inclinándose lo suficiente para examinar los zapatos llenos de barro de Jonathan. Atravesamos el comedor con la mesa puesta para dieciocho comensales, y llegamos a la escalera de doble arco que llevaba a las alcobas del piso de arriba.
– ¿Dónde está Adair? -pregunté a uno de los criados, ansiosa por terminar con las presentaciones.
– Aquí mismo.
Su voz se alzó detrás de mí, y yo me volví para verlo entrar. Se había vestido cuidadosamente, con una informalidad estudiada, con el pelo sujeto con una cinta, como un caballero europeo. Igual que Dona, examinó a mi Jonathan como si estuviera considerando su precio justo, frotándose los dedos de la mano derecha. Por su parte, Jonathan intentó mostrarse indiferente, echando a Adair un simple vistazo. Pero sentí como si el aire vibrara y entre ellos se produjera una especie de reconocimiento. Podría haber sido lo que los místicos llaman la conexión entre almas destinadas a viajar juntas por el tiempo en una u otra forma. O podría haber sido la danza de machos rivales en la selva, preguntándose quién saldría ganador y cuan cruento sería el enfrentamiento. Aunque también podría ser que al fin él había conocido al hombre que me poseía.
– Así que este es el amigo del que nos hablaste -dijo Adair, fingiendo que era así de sencillo, tan simple como traer de visita a un viejo amigo.
– Tengo el gusto de presentaros al señor Jonathan Saint Andrew. -Hice mi mejor imitación de un mayordomo, pero ninguno de los hombres lo encontró gracioso.
– Y usted es el… -Jonathan parecía buscar la palabra adecuada para describir a Adair después de mi fantástico relato, porque en realidad, ¿cómo se le podría llamar? ¿Monstruo? ¿Ogro? ¿Demonio?-. Lanny me ha hablado de… usted.
Adair enarcó una ceja.
– ¿Ah, sí? Espero que… Lanny no lo confundiera, llenándolo de ideas extrañas salidas de su imaginación. Algún día tendrá que contarme lo que le dijo. -Chasqueó los dedos en dirección a Dona-. Acompaña a nuestro invitado a su habitación. Debe de estar cansado.
– Yo puedo llevarle… -me ofrecí, pero Adair me interrumpió.
– No, Lanore, quédate conmigo. Me gustaría que habláramos un momento.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en apuros. Adair bullía de rabia, que ocultaba por consideración a nuestro invitado. Vimos cómo Dona guiaba a un sonámbulo Jonathan por la curvilínea escalera, y seguimos mirando hasta que desaparecieron de nuestra vista. Entonces Adair se volvió hacia mí y me golpeó con fuerza, cruzándome la cara.
Caída en el suelo, me toqué la mejilla y le miré con furia.
– ¿A qué ha venido esto?
– Lo has cambiado, ¿verdad? Me robaste mi elixir y te lo llevaste. ¿Creíste que no averiguaría lo que habías hecho? -Adair se alzaba sobre mí; resoplaba y le temblaban los hombros.
– ¡No tuve más remedio! Le habían disparado… Se estaba muriendo.
– ¿Crees que soy idiota? Robaste el elixir porque desde el primer momento tenías la intención de atarlo a ti.
Se inclinó, me agarró por un brazo, me puso en pie y me empujó contra una pared. Cuando estuve en sus manos, sentí el terror del episodio del sótano, sujeta en el diabólico arnés, indefensa ante su violencia y presa del pánico. Él me golpeó de nuevo, un doloroso revés que me derribó en el suelo por segunda vez. De nuevo me llevé la mano a la mejilla y la encontré manchada de sangre. Me había hecho un corte, y el dolor invadía toda mi cara mientras los bordes de la herida empezaban a unirse de nuevo.
– Si hubiera querido arrebatarte a Jonathan, ¿habría vuelto? -Todavía en el suelo, me arrastré hacia atrás como un cangrejo para ponerme fuera del alcance de Adair, resbalando en el borde de mi vestido de seda-. Tuve que huir y traérmelo conmigo. No, es exactamente como te digo. Me llevé el frasquito, sí, pero como precaución. Era una sensación que tenía, de que iba a ocurrir algo malo. Pero como ves, he vuelto contigo. Te soy leal -dije, aunque en el fondo deseaba matarlo, por haberme golpeado, por hallarme tan impotente.
Adair me dirigió una mirada llena de odio, dudando de mi declaración, pero no volvió a golpearme. Dio media vuelta y se alejó, dejando su advertencia resonando en el pasillo.
– Ya veremos esa lealtad que proclamas. No pienses que esto ha terminado, Lanore. Destruiré el lazo existente entre ese hombre y tú, y tu conexión con él quedará reducida a la nada. Tu robo y tus maquinaciones de poco te habrán servido. Eres mía, y si crees que no puedo deshacer lo que has hecho, estás muy equivocada. Y Jonathan será mío también.
Me quedé en el suelo, apretándome la mejilla, mientras procuraba que sus palabras no me afectaran. No podía permitir que me quitara a Jonathan. No podía dejarle que rompiera el vínculo que yo tenía con la única persona que me importaba. Jonathan era cuanto tenía y quería. Si lo perdía, la vida para mí carecería de sentido y, por desgracia, mi vida iba a ser muy larga.
Quebec, en la actualidad
Es casi medianoche cuando llegan a la ciudad de Quebec. Lanny guía a Luke hacia el que parece ser el mejor hotel en la parte vieja de la ciudad, un edificio alto con aspecto de fortaleza, con parapetos para un torreón y banderas ondeando al viento frío de la noche. Agradecido de estar conduciendo el todoterreno nuevo en lugar de su vieja camioneta, Luke le entrega las llaves al aparcacoches, y después él y Lanny entran en el vestíbulo con las manos vacías.
La habitación del hotel es sin duda el sitio más lujoso en el que se ha alojado Luke; a su lado, el hotel donde pasó su luna de miel resultaría patético. La cama es enorme y ostentosa, con colchón de plumas, media docena de almohadas y sábanas con puntillas, y mientras se instala en su voluptuosidad apunta con un mando a distancia al televisor de pantalla plana. Los programas locales de noticias empezarán dentro de unos minutos, y Luke está ansioso por ver si mencionan la desaparición de una sospechosa de asesinato en un hospital de Maine. Tiene la esperanza de que, como Saint Andrew está tan lejos, la noticia no tenga importancia para emitirla allí, en Quebec.
Pasea la mirada hasta el ordenador portátil de Lanny, colocado a los pies de la cama. Podría ver si se dice algo en internet, pero a Luke le acomete un miedo irracional a que, si busca su asunto en la red, pueda delatarse de algún modo y las autoridades consigan seguirles la pista gracias a la combinación de una conexión de acceso y el uso de palabras claves sospechosas. Se le acelera el corazón, a pesar de que sabe que eso no es posible. Se ha dejado dominar por la paranoia cuando no está seguro de que haya razones para ello.
Lanny sale del cuarto de baño en medio de una nube de aire caliente y húmedo. Va flotando envuelta en el albornoz del hotel, demasiado grande para su frágil cuerpo, y tiene una toalla sobre los hombros; el pelo mojado le cae en zarcillos sobre los ojos. Saca de su chaqueta un paquete de cigarrillos. Antes de encender uno, se lo ofrece a Luke, pero este niega con la cabeza.
– La presión del agua es… divina -dice ella, lanzando un chorro de humo hacia los aspersores antiincendios incrustados discretamente en el techo-. Deberías darte una buena ducha caliente, bien larga.
– Sí, enseguida -dice él.
– ¿Qué hay en la tele? ¿Estás buscando algo sobre nosotros?
Luke asiente, estirando los pies descalzos hacia el televisor de plasma. El llamativo logotipo del noticiario llena la pantalla, y a continuación un hombre maduro y de aspecto serio empieza a leer titulares mientras su partenaire asiente atentamente. Lanny sigue sentada de espaldas a la pantalla, secándose el pelo con la toalla. A los siete minutos de programa, una gran foto del rostro de Luke aparece detrás del presentador. Es la foto que le tomaron en el hospital y que aparece siempre que se menciona su nombre en las circulares internas del centro.
– … desapareció después de atender a una sospechosa de asesinato a petición de la policía en el Hospital General de Aroostook, ayer por la noche, y las autoridades temen que le haya ocurrido algo. La policía ruega que cualquier persona que tenga información sobre el paradero del doctor se ponga en contacto con la policía…
La noticia entera dura menos de sesenta segundos, pero a Luke le resulta tan alarmante ver su cara en la pantalla del televisor que no puede asimilar lo que el locutor está diciendo. Lanny le quita el mando a distancia de la mano y apaga la tele.
– O sea, que te están buscando -dice, y su voz hace reaccionar a Luke.
– ¿No tienen que esperar cuarenta y ocho horas antes de considerar que alguien ha desaparecido? -pregunta Luke, un poco indignado, como si se hubiera cometido una injusticia con él.
– No van a esperar… Creen que estás en peligro.
«¿Lo estoy? -se pregunta él-. ¿Sabe Joe Duchesne algo que yo no sé?» -Han dicho mi nombre por la tele. El hotel…
– No tienes que preocuparte. Nos hemos inscrito con mi nombre, ¿recuerdas? La policía de Saint Andrew no sabe quién soy. Nadie atará cabos… -La muchacha se da la vuelta y expulsa otra larga bocanada de humo-. Todo irá bien. Confía en mí. Soy experta en fugas.
Luke siente como si su cerebro estuviera muy apretado dentro de su cráneo, como si intentara salir a causa del pánico. Se le viene encima la gravedad de lo que ha hecho: Duchesne querrá hablar con él. Peter, sin duda, le habrá contado a la policía lo del todoterreno y el correo electrónico, así que no podrán seguir usándolo. Para volver a su casa, tendrá que mentirle convincentemente al sheriff y repetir la misma mentira a todo Saint Andrew, puede que durante el resto de su vida. Cierra los ojos para pensar y respirar. Su subconsciente le indujo a ayudar a Lanny. Si pudiera acallar la alarma que atruena en su cabeza, su subconsciente le diría qué es lo que de verdad quiere, por qué abandonó su vida y se lanzó a la carretera con esa mujer, negándose la posibilidad de volver.
– ¿Eso significa que no puedo regresar? -pregunta.
– Si eso es lo que quieres… -dice ella con mucha cautela-. Te harán preguntas, pero sabrás afrontarlas. ¿Quieres volver a Saint Andrew? ¿A la granja de tus padres, a esa casa llena de pertenencias suyas, a notar la ausencia de tus hijas? ¿Deseas volver al hospital a cuidar de tus ingratos vecinos?
La inquietud de Luke se hace más intensa.
– No quiero hablar de eso.
– Escúchame, Luke. Sé lo que estás pensando. -Se desliza por la cama para colocarse a su lado, muy cerca, para que Luke no pueda apartarse. Él huele el delicado perfume del jabón, calentado por la piel, que se eleva desde debajo del albornoz-. Solo quieres volver porque eso es lo que conoces. Es lo que has dejado atrás. El hombre al que vi entrar en urgencias parecía abrumado y cansado. Has sufrido mucho con lo de tus padres y tu ex mujer, con la pérdida de tus hijas… Allí ya no hay nada para ti. Es un engaño. Si vuelves a Saint Andrew, ya no saldrás de allí. Te irás haciendo viejo, rodeado de gente a la que no le importas nada. Sé lo que sientes. Estás solo… y tienes miedo de quedarte solo para el resto de tu vida, rondando por una casa grande, sin nadie con quien hablar. Nadie que te ayude con las cargas de la vida, nadie con quien comer, nadie que te escuche contar cómo te ha ido el día. Tienes miedo a la vejez. ¿Quién va a estar contigo? ¿Quién cuidará de ti como tú cuidaste de tus padres? ¿Quién te cogerá de la mano cuando te llegue la hora de morir?
Lo que Lanny dice es cruel pero cierto, y Luke casi no soporta escucharlo. Ella le pasa un brazo por los hombros y, al ver que Luke no la rechaza, se acerca más y aprieta la cara contra el hombro de él.
– Es normal tener miedo a morir. La muerte se ha llevado a todos los que he conocido. Los he tenido en mis brazos hasta el último momento, los he confortado, he llorado cuando se fueron. La soledad es algo terrible. -Las palabras son incongruentes, viniendo de esa mujer tan joven, pero su tristeza es palpable-. Yo puedo estar contigo siempre, Luke. No me iré. Estaré contigo el resto de tu vida, si tú quieres que esté.
Luke no se aparta, pero piensa en lo que ella dice. No le está proponiendo amor… ¿o sí? No, Luke lo sabe, no es tonto. Aunque tampoco es exactamente amistad. No se engaña pensando que se han cogido cariño porque son almas gemelas. Hace menos de treinta y seis horas que se conocen. Cree comprender lo que le está ofreciendo esa mujer joven y guapa. Ella necesita un compañero. Luke ha seguido un instinto que no sabía que tenía y se ha portado bien con ella. La chica intuye que la cosa puede funcionar. Y a cambio, él puede abandonar su vieja y complicada vida sin tener que hacer nada, ni siquiera cancelar su contrato con la compañía eléctrica. Y no volvería a estar solo.
Permanece en brazos de Lanny, dejando que ella le acaricie la espalda, disfrutando de la sensación de su mano. Eso le aclara la mente y le trae paz por primera vez desde que el sheriff la llevó a la sala de urgencias.
Sabe que si piensa demasiado, la niebla volverá a invadirle. Se siente como un personaje en medio de un cuento de hadas, pero si se para a pensar en lo que está ocurriendo, si se resiste al suave tirón de la historia de ella, se impondrá la confusión. Se ve tentado a no dudar del mundo oculto de Lanny. Si acepta como verdad lo que ella dice, entonces lo que cree sobre la muerte es mentira. Pero, como médico, Luke ha presenciado el final de muchas vidas, ha sido testigo mientras la vida se escapaba de un paciente. Aceptaba la muerte como una de las verdades incuestionables de este mundo, y ahora le dicen que no lo es. En el código de la vida hay escritas con tinta invisible verdades irrefutables. Si la muerte no lo es, ¿qué más cosas pueden ser mentira, entre las miles de certezas y creencias que le han inculcado en su vida?
Siempre, claro, que lo que cuenta esa chica sea verdad. Aunque ha estado siguiéndola con complaciente mansedumbre, Luke aún no puede descartar la sospecha de que lo está engañando. Es evidente que ella es una gran manipuladora, como muchos psicópatas. Pero no es momento para pensar en esas cosas. Lanny tiene razón: está cansado y abrumado, y tiene miedo de llegar a la conclusión errónea, de tomar la decisión equivocada.
Se echa hacia atrás, apoyándose en la almohada, que huele un poco a lavanda, y se pega al cuerpo caliente de Lanny.
– No debes preocuparte. Todavía no me iré a ninguna parte. Para empezar, no me has contado el resto de tu historia. Quiero oír lo que pasó después.
Boston, 1819
Aquella noche salimos, la primera noche de Jonathan en Boston. Fue una velada tranquila -un recital, piano y una cantante sin renombre-, pero aun así, a mí no me parecía buena idea sacarlo de casa cuando todavía estaba tan alterado y con la mente tan inquieta. El secretismo era un principio básico para Adair: nos lo había inculcado a todos con historias en las que era sospechoso de brujería y escapaba por los pelos de turbas violentas, huyendo a caballo a la luz de la luna, dejando atrás una fortuna que había tardado décadas en amasar… Y quién sabía lo que podía escapársele a Jonathan en el estado en que se encontraba. Pero fue imposible disuadir a Adair, y se nos ordenó buscar en los baúles un conjunto de ropa de etiqueta para Jonathan. Al final, Adair exigió la elegante levita francesa de Dona (Jonathan era tan alto como Dona, pero más ancho de hombros) y tuvo a una de las sirvientas esclavizada durante horas haciendo arreglos mientras los demás nos empolvábamos, perfumábamos y vestíamos para presentar a Jonathan en sociedad.
Solo que no podía presentarse como Jonathan, naturalmente.
– Tienes que acordarte de utilizar otro nombre -le explicó Adair, mientras los sirvientes nos ayudaban a ponernos capas y sombreros bajo la araña del vestíbulo-. No podemos permitir que llegue a tu aldea la noticia de que han visto a Jonathan Saint Andrew en Boston.
La razón era obvia: la familia de Jonathan lo estaría buscando. Ruth Saint Andrew se negaría a aceptar el misterio de la desaparición de su hijo. Haría registrar el pueblo entero, y también el bosque y el río. Cuando la nieve se derritiera en primavera y todavía no se hubiera encontrado el cuerpo, ella deduciría que Jonathan se había marchado por su cuenta, y podía tender una red aún más amplia con la intención de encontrarlo. No podíamos dejar un rastro de migajas a nuestro paso, pistas que podían atraer a alguien a nuestra puerta.
– ¿Por qué insistes en sacarlo esta noche? ¿Por qué no le dejas recuperarse tranquilamente? -le pregunté a Adair en tono quejumbroso, mientras subíamos al carruaje. El me miró como se mira a un tonto o a un niño molesto.
– Porque no quiero que se enclaustre en su habitación, a oscuras, pensando con tristeza en lo que ha dejado atrás. Quiero que disfrute de lo que el mundo puede ofrecerle.
Sonrió a Jonathan, pero este se limitó a mirar melancólicamente por la ventanilla del coche, sin hacer caso ni siquiera de la mano de Tilde que jugueteaba en su rodilla. Había algo en la respuesta de Adair que no me cuadraba, y había aprendido a fiarme de mis instintos para saber cuándo mentía. Adair quería que Jonathan fuera visto en público, pero por qué razón, aquello se me escapaba.
El carruaje nos llevó a una mansión alta y suntuosa, no muy lejos del parque, la casa de un concejal y abogado cuya esposa estaba loca por Adair, o más bien debería decir que estaba loca por lo que él representaba: aristocracia europea y sofisticación (si supiera que en realidad estaba agasajando al hijo de un bracero itinerante, un campesino con sangre y barro en las manos). El marido se marchaba a su granja, al oeste de la ciudad, cada vez que su esposa organizaba una de aquellas fiestas, y más le valía, porque se habría muerto de un ataque de apoplejía de haber sabido lo que pasaba en aquellas reuniones y cómo gastaba ella su dinero.
Además de colgarse del brazo de Adair durante gran parte de la velada, la mujer del concejal intentaba también interesarle en sus hijas. A pesar de que Estados Unidos había conseguido su independencia hacía poco tiempo, rechazando a un monarca en favor de la democracia, algunos todavía seguían enamorados del concepto de la realeza, y probablemente la mujer del concejal deseaba en secreto que una de sus hijas se casara con un noble. Yo esperaba que en cuanto llegáramos, ella cayera sobre Adair con un revuelo de faldas de tafetán y reverencias, empujando a sus hijas para que se situaran un poco más cerca del conde, a fin de que este pudiera asomarse a sus escotes sin problemas.
Cuando Jonathan entró en el salón de baile, se hizo el silencio y después el rumor se extendió entre los presentes. No sería exagerado decir que todos los ojos se volvieron hacia él. Tilde iba cogida de su brazo y lo guió hasta donde estaba Adair, hablando con la anfitriona.
– Permítame que le presente… -dijo Adair, y después le dio a la mujer del concejal un nombre por el que recordar a Jonathan, Jacob Moore, engañosamente vulgar. Ella alzó la mirada y se quedó sin habla.
– Es mi primo americano, ¿se lo puede creer? -Adair pasó afectuosamente un brazo por los hombros de Jonathan-. De familia inglesa, por parte de nuestras madres. Una rama lejana de mi familia… -Adair se calló cuando fue evidente que no había nadie, por primera vez desde que había llegado a América, que le escuchara.
– ¿Es nuevo en Boston? -le preguntó la anfitriona a Jonathan, sin apartar los ojos de su cara-. Porque me acordaría si le hubiera visto antes.
Yo estaba junto a la mesa de los ponches con Alejandro, mirando cómo Jonathan intentaba balbucear una explicación. Fue necesario que Adair acudiera al rescate.
– Sospecho que esta noche no vamos a quedarnos mucho tiempo -dije.
– Esto no va a ser tan fácil como Adair piensa. -Alejandro levantó su copa en dirección a ellos-. No se puede ocultar esa cara. Se correrá la voz, tal vez hasta vuestra miserable aldea.
Había una preocupación más inmediata, o eso me pareció cuando observé a Jonathan y a Adair juntos. Las mujeres no se arremolinaban alrededor del aristócrata europeo, sino del alto forastero. Lo miraban desde detrás de sus abanicos, se quedaban ruborizadas a su lado esperando a ser presentadas. Yo había visto antes aquellas expresiones, y en aquel momento me di cuenta de que eso nunca cambiaría. A donde fuera Jonathan, las mujeres intentarían poseerlo. Aunque él no las incitara, ellas siempre lo perseguirían. Si la competencia en Saint Andrew había sido dura, en Boston Jonathan jamás sería solo para mí. Siempre tendría que compartirlo.
Aquella noche, Adair parecía conformarse con dejar que Jonathan fuera el centro de atención. De hecho, estaba enfrascado observando las reacciones de los asistentes a la fiesta. Pero yo me preguntaba cuánto duraría aquello. Adair no parecía de los que se conformaban con vivir a la sombra de otro, y siempre reclamaba el protagonismo. El propio Jonathan no tenía otra opción sino aceptarlo.
– Me temo que va a haber problemas dentro de muy poco -le murmuré a Alejandro.
– Con Adair siempre hay problemas. La cuestión es: ¿malos o peores?
Nos quedamos más tiempo del que yo había pensado. La noche empezaba a rendirse al resplandor púrpura del amanecer cuando volvimos a la mansión, callados y exhaustos. Observé que, a pesar de sí mismo, Jonathan parecía haber salido un poco de su concha. Había un vivo rubor en sus mejillas – ¿por el exceso de bebida?- e indudablemente estaba menos tenso.
Subimos la escalera en silencio, con el agudo golpeteo de nuestros tacones resonando por el suelo de mármol de toda la casa, grande y vacía. Tilde tiró de la mano de Jonathan, intentando llevárselo a su habitación, pero él se zafó de sus garras con un movimiento de cabeza. Uno a uno, los cortesanos desaparecieron tras las puertas doradas de sus alcobas, hasta que solo quedamos Jonathan, Adair y yo. Yo me disponía a acompañar a Jonathan a su habitación, ofrecerle unas palabras tranquilizadoras y, con suerte, ser invitada a mantenerlo caliente bajo las sábanas, cuando me detuvo un brazo que me rodeó la cintura. Adair me atrajo hacia él y, bien a la vista de Jonathan, pasó su mano libre por mi corpiño y mi trasero. Abrió de una patada la puerta de su cámara privada.
– ¿Quieres acompañarnos esta noche? -dijo, guiñando un ojo-. Haremos que sea una noche para recordar, para celebrar tu llegada. Lanore es perfectamente capaz de complacernos a los dos. Lo ha hecho muchas veces. Deberías verlo por ti mismo: tiene un don para amar a dos hombres al mismo tiempo.
Jonathan se puso pálido y dio un paso atrás.
– ¿No? Otra vez será. Tal vez cuando estés más descansado. Buenas noches -dijo Adair, mientras tiraba de mí para que entrara detrás de él.
El mensaje no podía ser más claro: yo era una vulgar ramera. Así era como Adair se proponía cercenar el cariño que Jonathan sentía por mí, y en aquel instante me di cuenta de que había sido idiota al dudar de la capacidad de Adair para triunfar en aquel empeño. Apenas pude ver la expresión de Jonathan -escandalizada, dolida- antes de que la puerta se cerrara de golpe.
Por la mañana, recogí mi ropa entre los brazos y, en paños menores y descalza, me quedé a la puerta del dormitorio de Jonathan, aguardando alguna señal de que estuviera despierto. Anhelaba con todas mis fuerzas oír los ruidos cotidianos de su ritual matutino -el roce de las sábanas, agua salpicando en el lavabo-, pensando que con aquello todo iría bien. No tenía ni idea de si podría enfrentarme a él. Quería verlo para obtener el tipo de consuelo que un niño obtiene del rostro de sus padres después de haber sido castigado, pero me faltaba el valor para llamar a la puerta. No importaba; dentro no se movía nada y, dado el día tan largo y complicado que había tenido, no debería haber dudado de que dormiría veinticuatro horas seguidas.
Así que me aseé en mi habitación y me puse ropa limpia, y después bajé la escalera con la esperanza de que, a pesar de lo temprano que era, los sirvientes hubieran preparado café. Para mi sorpresa, Jonathan estaba sentado en el cuarto de desayunar, con leche humeante y pan delante de él. Levantó la mirada hacia mí.
– Te has levantado -dije, como una tonta.
Él se puso en pie y apartó la silla que tenía enfrente.
– He seguido horarios de granjero toda mi vida. Seguro que recuerdas eso de Saint Andrew. Si sigues durmiendo después de las seis de la mañana, todo el pueblo hablará de ti a mediodía. La única excusa es estar en tu lecho de muerte -dijo con ironía.
Un joven adormilado llegó con una taza y un platillo, derramando torpemente café por los bordes, lo dejó a mi izquierda y se marchó.
Aunque había estado pensando toda la noche cómo podía explicarme ante Jonathan, había acabado por desistir. No tenía ni idea de cómo empezar, así que jugueteé con la delicada asa de la taza.
– Lo que viste anoche…
Jonathan alzó una mano, con una expresión de disgusto en la cara, como si no quisiera hablar pero supiera que tenía que hacerlo.
– No sé por qué reaccioné como lo hice anoche. Tú me explicaste tu situación claramente en Saint Andrew. Si parecí escandalizado fue porque… bueno, no esperaba que Adair hiciera la oferta que hizo. -Carraspeó-. Siempre has sido una buena amiga, Lanny…
– Eso no ha cambiado -dije yo.
– … pero faltaría a la verdad si dijera que sus palabras no me perturbaron. No parece la clase de hombre que una mujer pueda permitirse amar. -Parecía realmente molesto por decir aquellas cosas de mí. Mantenía la mirada fija en la mesa-. ¿Lo amas?
¿Podía Jonathan pensar aquello, que yo pudiera amar a alguien que no fuera él? Sin embargo, no parecía celoso; estaba preocupado.
– No es cuestión de amor -dije en tono sombrío-. Tienes que entenderlo.
Su expresión cambió, como si le hubiera venido una idea de pronto.
– Dime que no te está… forzando… a hacer esas cosas.
Me sonrojé.
– No exactamente.
– Entonces ¿quieres estar con él?
– No, ahora que tú estás aquí -dije, y él se estremeció, aunque no sé muy bien por qué. En aquel momento, quise advertir a Jonathan de las posibles intenciones de Adair para con él-. Mira, hay una cosa que tengo que decirte sobre Adair, aunque puede que ya lo hayas adivinado puesto que has conocido a Dona y a Alejandro. Son… -Vacilé, insegura de que Jonathan pudiera aguantar una sola impresión más después de todo lo que le había pasado en veinticuatro horas.
– Son sodomitas -dijo sencillamente, llevándose la taza a la boca-. Uno no se pasa la vida rodeado de hombres como los leñadores, que solo tienen otros hombres como compañía, sin darse cuenta de ciertas cosas.
– Mantienen relaciones con Adair. Verás, Adair tiene un carácter muy peculiar -dije-. Le vuelve loco la fornicación, del tipo que sea. Pero no tiene nada que ver con el amor, ni con la ternura. -Me detuve, a punto de contarle que Adair utilizaba el sexo como castigo, para imponernos su voluntad, para hacer que le obedeciéramos. No dije nada porque me daba miedo, igual que Alejandro había tenido miedo de hacerme saber la verdad.
Jonathan me miró a los ojos, con un firme gesto de desaprobación en la boca.
– ¿En qué me has metido, Lanny?
Busqué su mano.
– Lo siento, Jonathan, de verdad que lo siento. Tienes que creerme. Pero… aunque puede que no te guste que diga esto, es un consuelo tenerte conmigo. He estado tan sola… Te he necesitado.
Él me apretó la mano, pero de mala gana.
– Además -continué-, ¿qué podía hacer? Kolsted te había pegado un tiro. Te estabas desangrando en mis brazos. Si no hubiera actuado, estarías…
– Muerto, ya lo sé. Es solo que… espero no estar algún día en la situación de desear que fuera así.
Aquella mañana, Adair hizo llamar al sastre. Jonathan necesitaba un vestuario, decidió Adair. Su nuevo invitado no podía seguir dejándose ver en público con ropas mal conjuntadas que no le sentaban bien. Como todos los miembros de la familia eran fanáticos de la ropa y habían enriquecido considerablemente al sastre, el señor Drake acudió presuroso antes de que se recogieran los servicios del desayuno, llevando consigo un cortejo de asistentes cargados con rollos de tela. Las últimas lanas y terciopelos, sedas y brocados de almacenes europeos. Cofrecitos llenos de botones caros, hechos de nácar y hueso, hebillas de peltre para zapatos. Sentí que Jonathan no aprobaba aquello y no quería estar en deuda con Adair por un vestuario extravagante, pero no dijo nada. Me senté en un taburete, fuera del centro de actividad, devorando con la vista los preciosos tejidos, con la esperanza de sacar para mí uno o dos vestidos nuevos.
– ¿Sabes? Me vendrían bien algunas cosas nuevas -le dije a Adair, llevándome una pieza de raso rosa a la mejilla para ver si hacía juego con el color de mi tez-. Dejé todo mi vestuario en Saint Andrew cuando escapamos. Y tuve que vender mi última alhaja para pagar el pasaje del barco a Boston.
– No me lo recuerdes -dijo él con sequedad.
El señor Drake hizo que Jonathan se subiera en su cajón de sastre, delante del espejo más grande de la casa, y empezó a tomar medidas con un trozo de cordel, exclamándose en silencio ante las impresionantes proporciones de Jonathan.
– Vaya, qué alto es usted -dijo.
Pasó las manos por toda la espalda de Jonathan, después por sus caderas y por último -yo casi me desmayé- por el interior de una pierna para medir una costura.
– El caballero carga a la izquierda -murmuró Drake, casi con cariño, al asistente que apuntaba las medidas.
El encargo que se le hizo al sastre fue importante: tres levitas y media docena de pantalones, incluyendo un par de piel de ciervo finísima para montar a caballo; una docena de camisas, incluyendo una de fantasía con encaje para actos de gala; cuatro chalecos; una docena de corbatas, por lo menos. Un par de botas de campo. Medias y ligas de seda y lana, tres pares de cada. Y eso era solo para las necesidades más inmediatas; ya se encargarían más prendas cuando llegaran nuevos cargamentos de telas de Londres y de París. El señor Drake estaba todavía anotando el pedido cuando Adair puso un enorme rubí en la mesa, delante del sastre. No se dijo una palabra, pero, a juzgar por la sonrisa en la cara de Drake, estaba más que contento con aquella remuneración. Lo que no sabía era que la gema era una mera bagatela, sacada de una caja que contenía muchas más, y que la caja misma era solo una entre muchas. Adair tenía un tesoro que se remontaba al saqueo de Viena. Una piedra de aquel tamaño era tan vulgar como una seta de campo para Adair.
– Y también una capa, creo yo, para mi amigo. Con forro de raso grueso -añadió Adair, haciendo girar el rubí sobre su extremo facetado, como si fuera la peonza de un niño.
El rubí atrajo las miradas de todos y, durante una fracción de segundo, solo yo vi cómo Adair dirigía una larga mirada apreciativa a Jonathan, desde la espalda hasta la elegante curva de la cintura y sus nalgas prietas. La mirada era tan cruda y cargada de intención que se me heló el corazón al suponer lo que le esperaba a mi Jonathan.
Mientras el sastre guardaba sus cosas, llegó un desconocido preguntando por Adair. Un caballero sombrío con dos grandes libros de cuentas y un equipo portátil de escritorio -tintero, plumas- sujeto bajo el brazo. Los dos se dirigieron de inmediato al despacho, sin decir una sola palabra a nadie más.
– ¿Sabes quién es ese hombre? -le pregunté a Alejandro mientras veía cerrarse la puerta del despacho.
– Un abogado. Adair ha contratado a un abogado mientras tú estabas fuera. Es comprensible. Ahora que está en este país, tiene cuestiones legales que atender, relacionadas con sus propiedades en Europa. Esas cosillas surgen de vez en cuando. No tiene mayor importancia -respondió, como si aquello fuera lo más aburrido que se pudiera imaginar. Así que no le presté más atención… por el momento.
– Es absurdo -dijo Jonathan cuando Adair le informó de que aquel día iría a la casa un artista para hacer bocetos de él para un cuadro al óleo.
– Sería un crimen no hacer plasmar tus facciones -le contradijo Adair-. Hay hombres mucho más vulgares que se han inmortalizado para la posteridad, llenando los pasillos de sus mansiones familiares con sus patéticos retratos. Esta misma casa es un buen ejemplo. -Adair señaló los retratos colgados de las paredes, que se habían alquilado junto con la casa para que le dieran empaque-. Además, la señora Warner me ha hablado del artista, que tiene mucho talento, y quiero ver si merece las alabanzas en las que se lo ha envuelto. Debería dar gracias a Dios por tener un modelo así, te lo digo yo. Tu rostro puede consagrar la carrera de ese hombre.
– No quiero consagrar la carrera de nadie -replicó Jonathan, pero sabía que la batalla estaba perdida.
Posó para el pintor, pero no cooperó demasiado. Se arrellanó en la butaca, inclinado, con la mejilla apoyada en una mano y la expresión malhumorada de un colegial al que obligan a quedarse después de las clases. Yo estuve sentada en el asiento del ventanal durante toda la sesión, mirando embobada a Jonathan, apreciando su belleza de un modo nuevo a través de los rápidos bocetos a carboncillo del artista. El pintor estuvo todo el tiempo susurrando alabanzas, alegrándose sin duda de su buena suerte al poder retratar un cuerpo tan impresionante y que le pagaran por el privilegio.
Dona, que había sido modelo de un pintor, se sentó a mi lado una tarde con el pretexto de estudiar de cerca la técnica del artista. Pero me fijé en que parecía observar más a Jonathan que al pintor.
– Se va a convertir en el favorito, ¿no crees? -dijo Dona en un momento dado-. El retrato lo demuestra. Adair solo ha hecho pintar retratos de sus favoritos. La odalisca, por ejemplo.
– ¿Y qué significa eso de ser el favorito?
Me dirigió una mirada astuta.
– Vamos, no finjas. Tú has sido la favorita de Adair durante una temporada. En ciertos aspectos, todavía lo eres. Y eso, como sabes, exige pagar un precio. Él espera tu atención en todo momento. Es muy exigente y se aburre con facilidad, sobre todo en cuestión de juegos sexuales -dijo Dona, arqueando un hombro, como si se alegrara de no sufrir ya la presión de encontrar nuevas maneras de llevar a Adair al orgasmo.
Miré con atención a Dona, estudiando sus rasgos mientras hablaba: también él era un hombre atractivo, aunque su belleza había quedado empañada para siempre por algún dolor que llevaba dentro. Una malicia secreta enturbió sus ojos y torció la boca en una sonrisa despreciativa.
– ¿Y solo ha encargado retratos de ellos dos? -pregunté, retomando la conversación-. ¿Solo de Uzra y de Jonathan?
– Ah, no, ha habido algunos más. Solo los impresionantemente bellos. Dejó sus retratos guardados en el viejo país, como rostros de ángeles encerrados en una bóveda. Cayeron en desgracia. Tal vez los veas algún día… -Inclinó la cabeza y escudriñó a Jonathan con ojo crítico-. Los cuadros, quiero decir.
– Los cuadros… -repetí-. Pero los caídos… ¿qué ha sido de ellos?
– Bueno, algunos se marcharon. Con la bendición de Adair, por supuesto. Nadie se marcha sin eso. Pero están dispersos, como hojas al viento. Casi nunca los volvemos a ver. -Hizo una breve pausa-. Aunque, ahora que lo pienso, has conocido a Jude. No se perdió nada con su marcha. Qué hombre más diabólico, hacerse pasar por predicador. Un pecador con ropas de santo. -Dona se echó a reír como si fuera la cosa más graciosa que pudiera imaginar, uno de los condenados disfrazado de predicador.
– Dices que solo algunos se marcharon. ¿Y los otros? ¿Alguien se ha marchado sin permiso de Adair?
Dona me dedicó una sonrisa un tanto malévola.
– No te hagas la tonta. Si fuera posible abandonar a Adair, ¿seguiría Uzra aquí? Llevas con Adair el tiempo suficiente para saber que no es descuidado ni sentimental. O te marchas con su aquiescencia o… bueno, no va a dejar atrás a alguien que pueda vengarse de él y revelar lo que es a gente inadecuada, ¿no crees?
Pero aquello era todo lo que Dona estaba dispuesto a decir sobre nuestro misterioso amo y señor. Me miró de arriba abajo y, pensando al parecer que mejor sería no divulgar nada más, salió de la habitación y me dejó reflexionando acerca de lo que me había contado.
En aquel momento hubo un alboroto al otro lado del salón, y Jonathan se levantó bruscamente de su butaca.
– Ya he tenido bastante de esta tontería. No puedo soportarlo más -dijo.
Siguió a Dona y dejó plantado al desilusionado artista, que veía cómo su buena suerte salía de la habitación. Al final, no se pintó ningún retrato al óleo de Jonathan, y Adair se vio obligado a conformarse con un dibujo a carboncillo que enmarcó con cristal y colocó en su despacho. Lo que Adair no sabía era que Jonathan iba a ser el último de sus favoritos inmortalizado en un retrato y que todas las exigencias y las maquinaciones de Adair se iban a torcer por completo.
Tras el éxito de la primera noche, Adair se hizo acompañar por Jonathan a todas partes. Además de las habituales diversiones nocturnas, empezó a buscar actividades que pudieran hacer juntos, dejándonos a los demás a nuestro aire. Adair y Jonathan fueron a carreras de caballos en el campo, a cenas y debates en un club de caballeros, y a conferencias en la Universidad de Harvard. Me enteré de que Adair había llevado a Jonathan al burdel más exclusivo de la ciudad, donde eligieron a media docena de chicas para entretenerlos a los dos. La orgía parecía una especie de ritual pensado para unirlos, como un juramento de sangre. Con impaciencia, Adair introdujo a Jonathan en todas sus aficiones favoritas: amontonó novelas en la mesita de noche junto a la cama de Jonathan (las mismas que me había hecho leer a mí cuando me acogió en su seno) e hizo preparar comidas especiales para él. Incluso se habló devolver al viejo continente para que Jonathan pudiera conocer las grandes ciudades. Era como si Adair estuviera empeñado en crear una historia que los dos pudieran compartir. Convertiría su vida en la vida de Jonathan. Daba miedo verlo, pero aquello distraía a Jonathan. Este no había hablado de sus preocupaciones por su familia y el pueblo desde que nos marchamos, aunque a buen seguro pensaba en ello. Puede que no lo hablara conmigo por amabilidad, ya que no había natía que pudiéramos hacer para cambiar nuestra situación.
Después de una temporada así, con los dos hombres pasando la mayor parte del tiempo en compañía mutua, Adair me llevó aparte. Estábamos todos holgazaneando en el solano, los otros tres enseñando a Jonathan las complejidades del faro y Adair y yo sentados en un diván, mirando, como unos padres satisfechos que admiran a su prole jugando armoniosamente.
– Ahora que he estado en compañía de tu Jonathan, he llegado a formarme una opinión de él. ¿Te interesa saber cuál es? -me dijo Adair en voz baja, para que no le oyeran. Su mirada no se apartaba de Jonathan mientras hablaba-. No es el hombre que tú crees que es.
– ¿Cómo sabes lo que pienso de él? -Intenté sonar segura, pero no pude evitar que me temblara la voz.
– Sé que piensas que algún día recuperará el sentido y se dedicará por completo a ti -dijo con sarcasmo, y comprendí lo poco que le gustaba la idea.
Y renunciar a todas las otras… ¿Acaso Jonathan no le había jurado ya aquello a una mujer, aunque de poco le había valido a ella? Probablemente, no le había sido fiel a Evangeline ni un mes después de haberse casado con ella. Forcé los labios en una sonrisa. No pensaba darle a Adair la satisfacción de saber que me había herido.
Adair cambió de postura en el diván, cruzando despreocupadamente una pierna sobre la otra.
– No te tomes muy a pecho su inconstancia. No es capaz de ese tipo de amor, por ninguna mujer. No puede sentir una emoción que se fije en su propia conciencia, en sus querencias y deseos. Por ejemplo, me ha contado que le preocupa haberte hecho tan desdichada…
Me clavé las uñas en el dorso de una mano, pero no había dolor que me distrajera.
– … pero no tiene ni idea de qué hacer al respecto. Para la mayoría de los hombres, el remedio sería obvio: o le das a la mujer lo que ella quiere, o rompes del todo con ella. Pero él todavía anhela tu compañía y por eso no puede romper contigo. -Suspiró de manera un poco teatral-. No desesperes. No se ha perdido toda la esperanza. Puede que llegue el día en que sea capaz de amar a una sola persona, y existe una posibilidad, por pequeña que sea, de que esa persona seas tú. -Y al decir esto se echó a reír.
Me habría gustado abofetearlo. Echarme encima de Adair, rodear su cuello con mis dos manos y estrangularlo hasta arrancarle la vida.
– Estás enfadada conmigo, puedo sentirlo. -Mi rabia impotente parecía divertirle también-. Enfadada conmigo porque te digo la verdad.
– Estoy enfadada contigo -repliqué-. Pero es porque me estás mintiendo. Intentas destruir mis sentimientos por Jonathan.
– He conseguido irritarte bastante, ¿me equivoco? Sí, reconozco que por lo general sabes cuándo estoy mintiendo, y eres la única que parece tener esa capacidad, querida… Pero esta vez no te miento. Casi desearía estar haciéndolo. Entonces no estarías tan dolida, ¿a que no?
Era más de lo que podía soportar, que Adair se compadeciera de mí en el mismo momento en que intentaba ponerme contra Jonathan. Miré a Jonathan, que contemplaba sus cartas en medio de la mesa, absorto en la partida de faro. Yo había empezado a sentir la presencia de Jonathan, un gran consuelo, como un zumbido que resonaba dentro de mí. Pero últimamente, había notado que Jonathan estaba un tanto taciturno; yo suponía que sentía tristeza por haber abandonado a Evangeline y a su hija. Si lo que Adair decía era verdad, ¿no podía ser melancolía por la infelicidad que me causaba? Aquello hizo que me preguntara por primera vez si el obstáculo para nuestro amor -el defecto, por decirlo así- estaría en Jonathan y no en mí. Porque parecía casi inhumano ser incapaz de entregarte por completo a una persona.
La peculiar risa de Tilde interrumpió mis pensamientos cuando tiró victoriosa sus cartas con gesto triunfal. Jonathan le dirigió una mirada, y comprendí que ya se había acostado con ella, aunque él sabía que si yo lo descubría aquello me destrozaría. La desesperación prendió en mí como un papel, desesperación por lo que no tenía poder para cambiar.
– Qué desperdicio. -Adair me habló al oído al instante, como la serpiente del Paraíso-. Tú, Lanore, eres capaz de un amor tan perfecto, un amor como no he visto nunca. Y mira que decidir malgastarlo en alguien tan indigno como Jonathan…
Su susurro era como un perfume en el aire de la noche.
– ¿Qué dices? ¿Te estás ofreciendo como un objeto más digno de mi amor? -pregunté, buscando la respuesta en sus ojos de lobo.
– Ojalá pudieras amarme, Lanore. Si de verdad me conocieras, podrías saber si soy indigno de tu amor. Pero algún día, tal vez me mires como miras a Jonathan, con el mismo fervor. Ahora parece imposible, dada tu devoción por él, pero ¿quién sabe? Cosas imposibles suceden a veces, lo he visto, aunque solo de vez en cuando.
Sin embargo, cuando quise pedirle que se explicara, se limitó a fruncir la nariz y se echó a reír. Acto seguido se levantó del diván y pidió que le dieran cartas en la siguiente ronda de faro.
Como me habían dejado de lado, fui al despacho a buscar un libro con el que entretenerme. Al pasar junto al escritorio de Adair, la luz de mi vela iluminó una pila de papeles puestos sobre el secante, y mi mirada se posó, como por arte de magia, en el nombre de Jonathan, escrito con la letra de Adair.
¿Por qué demonios habría escrito Adair acerca de Jonathan? ¿Era una carta a un amigo? Dudaba de que tuviera algún amigo en el mundo. Acerqué los papeles a la vela.
Instrucciones para Pinnerly (el nombre del abogado, según supe después).
Cuenta que debe abrirse para Jacob Moore (el seudónimo de Jonathan) en el Banco de Inglaterra, por la suma de ocho mil libras (una fortuna) transferidas de la cuenta de… (un nombre que no reconocí).
Las instrucciones indicaban varias cuentas más que debían abrirse a nombre (falso) de Jonathan, transferidas de las cuentas de otros desconocidos en Amsterdam, París y San Petersburgo. Lo leí dos veces más, pero no le encontré sentido, y dejé el papel en la mesa, tal como lo había encontrado.
Parecía que Adair se había encaprichado tanto de Jonathan que estaba tomando medidas para proporcionarle medios, como si lo estuviera adoptando. Reconozco que me puse un poco celosa y me pregunté si en alguna parte habría un fondo a mi nombre. ¿Y de qué serviría, si Adair nunca me lo había dicho? Tenía que engatusarlo y suplicarle para que gastara dinero, como hacían los otros. Parecía simplemente otra señal de que Adair sentía un interés especial por Jonathan.
Jonathan parecía aceptar su nueva vida. Al menos, no puso objeciones a que se le hiciera compartir los favores y los vicios de Adair, y nunca mencionaba Saint Andrew. Solo había un vicio que Adair todavía no había compartido con su nuevo favorito, un vicio en el que seguro que Jonathan habría caído si se le hubiera ofrecido. Aquel vicio era Uzra.
Jonathan llevaba tres semanas viviendo con nosotros cuando le fue presentada. Adair pidió a Jonathan que esperara en el cuarto de estar -conmigo pegada celosamente a su lado- y después hizo entrar a Uzra con un ademán. La odalisca vestía su habitual envoltura de tela vaporosa. Cuando Adair le soltó la mano, la tela cayó al suelo revelando a Uzra en todo su esplendor. Adair hizo incluso que bailara para Jonathan, balanceando las caderas y los brazos mientras Adair cantaba una melodía improvisada. Después, hizo traer el narguile y nos recostamos en cojines tirados por el suelo, turnándonos para aspirar de la boquilla de marfil tallado.
– Es encantadora, ¿a que sí? Tan encantadora que no he podido separarme de ella. Y eso que causa muchos problemas: es una diablesa. Se tira por las ventanas, y de los tejados. No le importa que me ponga furioso. Siente un gran odio hacia mí. -Pasó un dedo por la nariz de Uzra, a pesar de que daba la impresión de que ella le arrancaría el dedo de un mordisco si le diera la oportunidad-. Supongo que eso es lo que hace que siga interesándome después de tantos años. Permite que te cuente cómo llegó Uzra a mí.
Al oír su nombre, Uzra se puso tensa.
– Conocí a Uzra durante un viaje a los países árabes -empezó a explicar Adair, sin dejarse afectar por el malestar de Uzra-. Yo iba en compañía de un noble que estaba negociando la liberación de su hermano, quien había cometido la idiotez de intentar robar parte del tesoro de uno de sus gobernantes. Por aquel entonces, yo tenía una buena reputación como guerrero. Tenía cincuenta años de experiencia con la espada, que no es poco tiempo. Me habían contratado, por así decirlo, para ayudar a aquel noble, y mi lealtad se pagaba en dinero. Así fue como llegué a Oriente y tropecé con Uzra.
»Fue en una ciudad grande, en el mercado. Ella iba andando detrás de su padre, vestida como exigía la costumbre. Lo único que se veía de ella eran los ojos, pero con aquello bastaba: supe que tenía que ver más. Así que los seguí hasta su campamento, a las afueras de la ciudad. Me enteré de que su padre era el jefe de una tribu nómada y de que la familia estaba en la ciudad para entregar a Uzra a algún sultán, algún príncipe indolente, a cambio de la vida de su padre.
A aquellas alturas, la pobre Uzra estaba completamente inmóvil. Hasta había dejado de chupar del narguile. Adair se enroscó en un dedo un rizo de su pelo llameante, le dio un tirón como reprendiéndola por su actitud distante y lo soltó.
– Encontré su tienda, donde estaba atendida por una docena de sirvientas. Formaron un círculo a su alrededor y, pensando que quedaba oculta de la vista, la ayudaron a quitarse la ropa, deslizando las telas sobre su piel canela, y le soltaron el pelo, con manos que revoloteaban por todo su cuerpo… Se desató el caos cuando irrumpí en la tienda -dijo Adair con una risa ronca-. Las mujeres chillaban, corrían, caían unas sobre otras intentando protegerse de mí. ¿Cómo podían pensar que yo elegiría a alguna de ellas, teniendo a este genio fascinante desnudo delante de mí? Y Uzra sabía que yo había ido a por ella, se le notaba en los ojos. Apenas tuvo tiempo de taparse con una tela antes de que yo me lanzara sobre ella y la raptara.
»La llevé a un lugar del desierto donde sabía que nadie podría encontrarnos. Aquella noche la poseí una y otra vez, sin hacer caso de sus llantos -dijo, como si no tuviera ningún motivo para avergonzarse, como si tuviera tanto derecho a ella como al agua para calmar la sed-. Había salido el sol a la mañana siguiente antes de que mi delirio empezara a disminuir y me saciara de su belleza. Entre placer y placer, le pregunté por qué iban a entregarla al sultán. Era porque su tribu tenía una superstición acerca de un genio con ojos verdes que causaba epidemias y sufrimientos. Tenían miedo, los muy idiotas, y habían acudido al sultán. Este le ordenó al padre que la entregara o le haría matar. Ya ves, para romper la maldición, ella tenía que morir.
»Yo sabía que no era el primer hombre con el que había estado, así que le pregunté quién le había robado la virginidad. ¿Un hermano? Un pariente varón, eso sin duda. ¿Quién más habría podido acercarse a ella? Resultó que había sido su padre. ¿Te lo puedes creer? -preguntó, resoplando como si fuera la cosa más increíble que había oído en su vida-. Era el jefe, un patriarca acostumbrado a que se hiciera su voluntad.
Pero cuando Uzra cumplió cinco años, se dio cuenta, por el color de la niña, de que él no era su padre. La madre le había sido infiel y, a juzgar por los ojos verdes de la niña, se había acostado con un extranjero. Él no dijo nada, pero un día, simplemente, se llevó a la madre al desierto y regresó sin ella. Cuando Uzra cumplió doce años, había ocupado el puesto de su madre en la cama; él le dijo que era hija de una ramera, sin ningún parentesco de sangre con él, de modo que no estaba prohibido. No debía contárselo a nadie. A los sirvientes les pareció encantador que la muchacha fuera tan cariñosa con su padre que no podía soportar estar apartada de él.
»Le dije que nada de aquello importaba. Que yo no iba a entregarla a aquel ridículo y supersticioso sultán. Y que tampoco la devolvería a su padre, para que pudiera forzarla por última vez antes de entregarla, como un cobarde.
Mientras Adair contaba su historia, yo me las había arreglado para cogerle una mano a Uzra y se la apretaba de vez en cuando para hacerle saber que me compadecía de ella, pero vi en sus ojos verdes y apagados que se había transportado a otro lugar, lejos de su crueldad. También Jonathan se sentía avergonzado en silencio. Adair continuó, sin prestar atención al hecho de que solo él estaba disfrutando con su relato.
– Decidí salvarle la vida. Como a los demás. Le dije que su largo calvario había terminado. Que iba a comenzar una nueva vida conmigo y que se quedaría a mi lado para siempre.
En cuanto el opio hizo su efecto en Adair y se quedó dormido, Jonathan y yo nos marchamos sigilosamente. Él me cogió de la mano y me condujo afuera.
– Dios mío, Lanny. ¿Cómo debo interpretar esta historia? Por favor, dime que era una fantasía, que estaba exagerando…
– Es raro. Ha dicho que le salvó la vida «como a los demás». Pero ella no es como los otros, según la historia que acaba de contar.
– ¿Cómo es eso?
– Algo me ha contado sobre cómo los otros llegaron a estar con él, Alejandro, Tilde y Dona. Habían hecho cosas horribles antes de que Adair los encontrara. -Nos deslizamos a la habitación de Jonathan, que estaba al lado de la de Adair pero era más pequeña, aunque tenía un vestidor de buen tamaño y vistas al jardín. Y una puerta que daba directamente a la cámara de Adair-. Creo que por eso los eligió, porque son capaces de hacer las maldades que él exige. Creo que eso es lo que busca en un compañero: una flaqueza.
Nos quitamos varias capas de ropa para estar más cómodos antes de tumbarnos en la cama, uno junto a otro, y Jonathan me pasó un brazo protector por la cintura. El opio también nos hacía efecto, y yo estaba a punto de quedarme dormida.
– No tiene sentido. Entonces ¿por qué te escogió a ti? -preguntó Jonathan, adormilado-. Tú no has hecho daño a nadie en tu vida.
Si alguna vez hubo un momento oportuno para hablar de Sophia y de cómo yo la había empujado al suicidio, era aquel. Incluso cogí aliento para prepararme, pero… una vez más, no pude. Jonathan me consideraba lo bastante inocente para poner en duda mi posición allí. Pensaba que yo era incapaz de ninguna maldad, y yo no podía estropear aquello.
Y tal vez igual de revelador fue que no preguntara por qué había sido elegido él, qué veía Adair en él. Jonathan se conocía lo suficiente para creer que algo maligno acechaba en su interior, algo que merecía un castigo. Y puede que yo también lo supiera. Los dos habíamos pecado, a nuestra manera, y habíamos sido elegidos para un castigo que merecíamos.
– Quería decirte… -murmuró Jonathan, con los ojos ya cerrados-. Me voy a ir de viaje con Adair, pronto. Dice que quiere llevarme a algún sitio… He olvidado adónde. A Filadelfia, tal vez… Aunque después de esta historia, no puedo decir que me entusiasme ir solo con él a ninguna parte…
Cuando tiré de su brazo para apretarlo contra mí, noté a través de la fina gasa de su camisa una marca en el brazo, en la parte de abajo. Había algo repugnantemente familiar en las motas oscuras ocultas por la manga, así que levanté la prenda para ver las finas líneas negras trazadas en la parte interior del brazo.
– ¿Dónde te has hecho esto? -Me incorporé, alarmada-. Ha sido Tilde, ¿verdad? ¿Te hizo esto con sus agujas?
Jonathan apenas abrió los ojos.
– Sí, sí… La otra noche, cuando salimos a beber…
Lo miré de cerca; no era el escudo heráldico sino dos esferas con largas colas de fuego, entrecruzadas como dos dedos enganchados. Era diferente del que yo llevaba, pero lo había visto antes… adornando la espalda de Adair.
– Es el mismo que tiene Adair -conseguí decir.
– Sí, ya lo sé. Insistió en que me lo hiciera. Para significar que somos hermanos, o alguna tontería semejante. Lo hice solo para que dejara de molestarme.
Al tocar el tatuaje con el pulgar, sentí que me recorría un frío estremecimiento. Que Adair le pusiera su marca a Jonathan significaba algo, pero no podía imaginar qué podría ser. Quería rogarle que no se fuera de viaje con Adair, que desobedeciera… Pero sabía cuál sería el resultado inevitable de aquella locura. Así que no dije nada y me quedé despierta mucho rato, escuchando el ritmo regular y sosegado de la respiración de Jonathan, incapaz de librarme de la premonición de que nuestro tiempo juntos llegaba a su fin.
Quebec, en la actualidad
Luke abre los ojos al oír el débil sonido del sufrimiento humano. Está desorientado, como siempre que se despierta de un sueño corto. Su primer pensamiento es que se ha quedado dormido y llega tarde a su turno en el hospital. Hasta que le da un manotazo al despertador -a pesar de que no está sonando- y lo tira de la mesita de noche, no se da cuenta de que está en un hotel, de que solo hay una persona con él, y de que esa persona está llorando.
La puerta del cuarto de baño está cerrada. Luke llama con suavidad y, al no obtener respuesta, empuja la puerta. Lanny está acurrucada en la bañera, completamente vestida. Cuando lo mira por encima del hombro, Luke ve que su maquillaje forma regueros negros que le bajan por la cara, como si fuera un payaso terrorífico de película.
– Oye, ¿estás bien? -pregunta, cogiéndole la mano-. ¿Qué haces aquí?
Ella deja que le ayude a salir de la bañera.
– No quería despertarte.
– Para eso estoy. -La lleva a la cama y deja que se enrosque entre sus brazos como una niña.
– Lo siento. Es que estoy empezando a darme cuenta… -dice ella a trompicones, entre sollozos.
– … de que él ha muerto -completa Luke para que ella pueda seguir llorando.
Tiene sentido; hasta ahora, la chica se ha estado concentrando en escapar, en que no los descubran. Pero la fuga ha terminado; el nivel de adrenalina baja y ella recuerda cómo ha llegado aquí, que ahora tiene que hacer frente a la realidad de que la persona más importante de su vida ya no existe. Era su gran amor y no volverá a verlo.
Luke piensa en las muchas veces que ha pasado ante alguien que lloraba en un pasillo del hospital; alguien que acaba de recibir una mala noticia, una mujer que esconde la cara entre las manos y un hombre que se contiene junto a ella, paralizado. Luke no puede contar las veces que ha salido del quirófano, quitándose los guantes y la mascarilla, negando con la cabeza mientras se acerca a la esposa que espera, con una expresión pétrea para afrontar su terca expectativa de buenas noticias. Ha aprendido a levantar un muro entre él y los pacientes y familiares; no hay que dejarse arrastrar por su dolor. Puedes asentir con la cabeza y compartir su pena, pero solo un momento. Si intentas asumir sus cargas, no durarías ni un año en el hospital.
La muchacha que tiembla en sus brazos tiene una pena infinita, el sufrimiento que se revela en su llanto podría romper el mundo en dos. Caerá en su espiral de dolor durante mucho tiempo, dando vueltas sin poder parar. Luke supone que existe una fórmula para calcular cuánto tarda en pasar el dolor, pero probablemente depende del tiempo que hace que conoces al difunto. Ha visto viudas que llevaban cincuenta años casadas con caras sonrientes porque creían que se iban a reunir con sus maridos. Por supuesto, no hay nada que pueda aliviarla a ella. ¿Cuánto tardará Lanny en tolerar el dolor de la ausencia de Jonathan, por no hablar de tener que vivir con el hecho de que fue ella quien lo mató? Hay personas que han perdido el juicio por mucho menos, que se han sumido en la tristeza. No hay garantías de sobrevivir a algo así.
La ayudará. Tiene que hacerlo. Piensa que está muy bien preparado para esa situación. Gracias a su formación («Señora Parker, hemos hecho todo lo que hemos podido por su hijo, pero me temo que…»), confía en que su pena le resbale como el agua en el teflón.
Lanny ha dejado de llorar y se está frotando los ojos con el dorso de la mano.
– ¿Estás mejor? -pregunta Luke, levantándole la barbilla-. ¿Quieres salir a tomar un poco el aire?
Ella asiente. Quince minutos después, están caminando de la mano hacia el horizonte crepuscular. Lanny se ha lavado la cara. Se apoya en el brazo de Luke como una muchacha enamorada, pero lleva en el rostro la sonrisa más triste que se ha visto en el mundo.
– ¿Te apetece una copa? -pregunta él.
Dejan la calle para entrar en un bar oscuro y elegante, y él pide escocés solo para los dos.
– Soy capaz de tumbarte bebiendo hasta que caigas debajo de la mesa -advierte ella con una risa lastimera, y chocan los vasos como si estuvieran celebrando algo.
Y efectivamente, después de una copa, Luke reconoce el calor que se siente al principio de la borrachera, pero Lanny se ha tomado tres y solo tiene una sonrisa de medio achispada.
– Hay una cosa que te quiero preguntar. Es acerca de… él -dice Luke, como si al no pronunciar su nombre la pregunta fuera a doler menos-. Después de todo lo que te hizo pasar, ¿cómo pudiste seguir queriéndolo de esa manera? No parece que te mereciera…
Ella levanta su vaso vacío cogiéndolo por el borde, como si fuera una pieza de ajedrez.
– Podría dar todo tipo de excusas, como que así eran las cosas entonces: las mujeres esperaban que sus maridos tontearan por ahí. O que Jonathan era de esa clase de hombres y había que aceptarlo. Pero esa no es la verdadera razón… No sé cómo explicarlo. Siempre he querido que él me amara como yo lo amaba a él. Me quería, lo sé. Pero no como yo quería que me quisiera.
»Y las cosas son muy parecidas con mucha gente que he conocido. Un miembro de la pareja no quiere al otro lo suficiente para dejar de beber, o de jugar, o de ir por ahí con otras mujeres. Uno da y el otro recibe. El que da desea que el que recibe pare de una vez.
– Pero el receptor no cambia nunca -dice Luke, aunque se pregunta si siempre es así.
– A veces, el que da tiene que renunciar, pero no siempre lo hace. No se puede. Yo no podía renunciar a Jonathan. Parecía que era capaz de perdonarle todo.
Luke ve el océano que aflora en los ojos de ella y procura distraerla.
– ¿Y Adair? Por lo que has dicho, parece posible que estuviera enamorado de ti…
– Su amor es como el amor del fuego por la madera. -Lanny ríe amargamente-. Durante algún tiempo, me tuvo confusa, eso lo reconozco. En un momento me hechizaba, y al siguiente me humillaba. Con él todo eran juegos y trucos. Creo que… que solo quería ver si podía hacer que yo lo amara. Porque creo que nadie le había amado nunca. -Se queda inmóvil, con las manos cruzadas sobre el regazo, y la superficie de cristal de sus ojos se desborda-. Mira lo que has hecho. Voy a empezar a llorar otra vez. No quiero llorar en público. No quiero avergonzarte. Volvamos a la habitación del hotel. Podemos fumar un poco de hierba. -A Luke se le ilumina la cara recordando la gran bolsa de plástico, el colocón resinoso.
– Estoy dispuesto a fumarme toda la bolsa contigo, si eso es lo que hace falta para animarte.
– Mi héroe -dice ella, metiendo el brazo bajo el suyo.
Caminan calle arriba hacia el hotel, con un viento cortante azotándoles el rostro. Luke piensa que ojalá pudiera darle a Lanny una dosis de morfina para mitigar su dolor. Si pudiera, le pondría una inyección tranquilizante para proporcionarle una dosis diaria de paz. Se aclara la mente sacudiendo la cabeza. Siente que haría cualquier cosa para que ella volviera a ser feliz, pero no quiere ser esclavo de su sufrimiento.
En la cama, ella aprieta sus labios salados contra los suyos.
– Es la pregunta que me he hecho infinidad de veces. ¿Por qué Jonathan no era capaz de amarme? -suelta en un susurro abatido, vacilante-. ¿Qué tenía yo? Dime la verdad. ¿Soy indigna de ser amada?
Su pregunta desconcierta a Luke.
– No puedo decirte por qué Jonathan no correspondía a tu amor, pero si sirve de algo, creo que cometió un gran error.
Jonathan era un idiota. Solo un tonto desecharía semejante devoción, piensa Luke.
Ella le mira con incredulidad, pero sonríe. Y después, se queda dormida. Él tira de ella, rodeando con sus brazos el cuerpo de sílfide, abarcando sus miembros elegantemente desplegados. No recuerda haberse sentido así nunca, excepto en aquella lamentable ocasión en la pizzería con sus hijas, cuando quería meterlas en su coche de alquiler y llevárselas a Maine. Sabe que hizo lo correcto no cediendo entonces a su tristeza -las niñas están mejor con su madre-, pero siempre le atormentará el haberse alejado de ellas. Solo un idiota desecha esa clase de amor.
Y Lanny. Está dispuesto a hacer lo que sea para proteger a esa mujer vulnerable, para confortarla. Ojalá pudiera extraerle el veneno, como hace una sanguijuela con la sangre. Se lo tragaría él mismo, si pudiera, pero sabe que lo único que puede hacer es estar con ella.
Boston, 1819
Una luz cenicienta tiró de mis párpados, despertándome de mi sueño una noche. Uzra apareció junto a mi cama con una lamparilla de aceite oscilando en su mano. Debía de ser muy tarde, porque la casa estaba silenciosa como una cripta. Sus ojos me imploraban que saliera de la cama, de modo que salí.
Se deslizó afuera de la habitación a su habitual manera silenciosa, dejando que yo la siguiera torpemente. El sonido de mis pies con zapatillas sobre las alfombras era apenas un susurro, pero en aquella casa tan silenciosa era un ruido que resonaba en los pasillos. Uzra tapó la lámpara cuando avanzábamos ante los dormitorios, para que proyectaran la mínima luz posible, y pasamos inadvertidas hasta llegar a la escalera que llevaba al ático.
El ático se había dividido en dos zonas; una estaba adaptada para alojar a los sirvientes y había otro espacio más pequeño, sin terminar, para guardar cosas. Era allí donde Uzra se escondía. Me guió a través de un laberinto de baúles que le servían de barrera contra el mundo, y después por un pasillo imposiblemente estrecho que terminaba en una puerta diminuta. Tuvimos que agacharnos y retorcernos para pasar por la puerta y entrar en lo que parecía el vientre de una ballena: vigas como costillas, una chimenea de ladrillo en lugar de tráquea. La luz entraba a raudales por las ventanas sin tapar, ofreciendo vistas al descuidado sendero que llevaba a la cochera. Ella había decidido vivir en aquel reducido espacio para estar lejos de Adair. Era un sitio triste para instalarse, demasiado caluroso en verano y demasiado frío en invierno, y tan solitario como la luna.
Pasamos por lo que yo supuse que era su nido, delimitado por las iridiscentes y ondulantes telas de organdí que utilizaba como sarong, colgadas de las vigas como ropa tendida en una cuerda. La cama estaba hecha con dos mantas del salón, retorcidas juntas en un diseño circular, no muy diferente del lecho que se haría un animal salvaje, apresurado e improvisado. Junto a la cama había un montón de chucherías, joyas -diamantes del tamaño de uvas- y un velo de fina gasa dorada para llevar con un chador. Y también cachivaches, cosas que podría coleccionar una niña: una daga fría y preciosa, recuerdo de su país de nacimiento, cuya hoja curvada parecía una serpiente en movimiento; un espejo de mano de bronce. Me hizo señas de que la siguiera y dejé de husmear en su humilde refugio, prueba de su resistencia contra Adair.
Me llevó hasta una pared, un callejón sin salida. Pero donde yo no veía nada, ella se arrodilló y quitó un par de tablas; entonces apareció un espacio donde se podía entrar a gatas. Cogiendo la lámpara de aceite, se introdujo sin miedo en la oscuridad, como una rata acostumbrada a desplazarse cutre las paredes. Yo respiré hondo y la seguí.
Después de avanzar a cuatro patas unos seis o siete metros, salimos a un cuarto sin ventanas. Uzra levantó la lámpara para que yo pudiera ver dónde estábamos: era un espacio reducido y terminado, parte de los alojamientos de los sirvientes, con una pequeña chimenea y una puerta. Me acerqué a la puerta y así el pomo: estaba bien cerrada por fuera. La habitación estaba dominada por una mesa grande cubierta de frascos y tarros, más un despliegue de diversos objetos. Había un arcón, también lleno de recipientes de todos los tamaños y formas, casi todos tapados con tela encerada o tapones de corcho. Bajo la mesa había muchas cestas llenas de toda clase de cosas, desde piñas y ramas hasta partes secas e irreconocibles de cuerpos de diversos animales. Metidos entre los tarros se encontraban unos cuantos libros, antiguos y polvorientos. En el borde de la mesa había velas colocadas sobre platillos.
Aspiré con fuerza: en la habitación se reunía una miríada de olores, a especias, bosque y polvo, y otros olores que no pude identificar. Plantada en el centro de la pequeña estancia, miré a mi alrededor despacio. Creo que supe de inmediato lo que era aquella habitación y qué significaba su existencia, pero no quería admitirlo.
Cogí uno de los libros que había en un estante. Las tapas eran de lino azul tensado, adornado con letras en caligrafía e intrincados símbolos dentro de otros símbolos. Pasando con cuidado las pesadas páginas, vi que no había ni una sola que estuviera impresa en todo el libro: todo había sido escrito a mano con letra cuidadosa, acompañada de fórmulas e ilustraciones -la parte de una planta que había que coger, por ejemplo, o una elaborada disección de los órganos internos del hombre-, pero todo en un idioma que no reconocí. Los dibujos eran más reveladores, y reconocí algunos de los símbolos de mi infancia y también de los libros de la biblioteca de Adair: estrellas de cinco puntas, el ojo que todo lo ve, ese tipo de cosas. El libro era una maravillosa obra de artesanía, producto de cientos de horas de trabajo, y olía como si hubiera estado años escondido, a secretos e intrigas, y seguro que otros hombres lo habrían codiciado, pero su contenido era un misterio para mí.
El segundo libro era aún más viejo, con láminas de madera a modo de cubiertas, unidas por un lomo de cuero. Dentro, las páginas estaban sueltas, no encuadernadas, y por la diversidad de papeles que incluía parecía más una recopilación de notas que un libro. Debía de ser la letra de Adair, pero otra vez en un idioma que yo no conocía.
Uzra se movía inquieta, agitando los diminutos cascabeles de su tobillera. No le gustaba estar en aquella habitación, y yo no se lo reprochaba. Adair la tenía cerrada por fuera por un motivo: no quería que nadie la descubriera. Pero cuando extendí el brazo para dejar el segundo libro en su sitio, Uzra se me acerco y me agarró la muñeca. Acercó la lámpara a mi brazo y cuando vio el tatuaje -que yo había olvidado hacía mucho tiempo-, dejó escapar un gemido como el de un gato moribundo.
Me puso un brazo bajo la nariz, con la palma hacia arriba. Llevaba el mismo tatuaje en idéntico sitio, una versión un poco más grande, pero de ejecución más tosca, como si la mano del artista no hubiera sido tan segura como la de Tilde. Su mirada era acusadora, como si me lo hubiera hecho yo misma, pero su significado era inequívoco: Adair había decidido marcarnos a las dos con la misma marca. Sus intenciones respecto a mí no podían ser muy diferentes del modo en que la trataba a ella.
Alzando bien la lámpara, examiné una vez más el contenido de la habitación. Me vino a la mente una descripción que había oído de labios del propio Adair: la de la habitación de la torre del físico que había sido su prisión de juventud. Solo había un motivo para que necesitara una habitación así y la hubiera ubicado en el rincón más remoto de la casa. Comprendí lo que era aquel lugar y por qué lo mantenía, y un violento escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Recordé de golpe el penoso relato que me había hecho Adair de su captura, servidumbre y aprendizaje con el malvado físico. Solo que… Me preguntaba con cuál de los dos hombres había estado yo todo aquel tiempo: quién era el hombre en cuya cama me había metido y al que incluso había entregado la vida de la persona que más me importaba en el mundo. Adair quería que sus seguidores creyeran que había sido un muchacho campesino maltratado que se había emancipado y que simplemente disfrutaba de la recompensa por haber derrocado a un tirano cruel e inhumano. Cuando en realidad, dentro de aquel atractivo joven estaba el monstruo de la historia, el acaparador de poder y despojador de vidas, capaz de pasar de un cuerpo a otro. Había abandonado su decrépito cascarón, sacrificándolo a los aldeanos, pero sin duda con el muchacho campesino atrapado en su interior, que pasó sus últimos minutos en el terror, pagando por las crueldades del físico. Esa mentira cuadraba bien con sus monstruosos designios y parecía haberlo mantenido oculto durante cientos de años. Ahora que yo conocía la verdad, la pregunta era: ¿qué iba a hacer?
Una cosa era sospechar del engaño de Adair, pero necesitaba pruebas para convencerme a mí misma de la horrible verdad, aunque no convenciera a nadie más. Como Uzra me estaba tirando de la manga para que nos marcháramos, saqué una página de uno de aquellos libros antiguos y cogí un puñado de hojas de uno de los tarros polvorientos que había sobre la mesa. Puede que tuviera que pagar un terrible castigo por robar aquellas cosas -yo misma había oído la historia de labios de Adair, la que terminaba con el atizador envuelto en una manta y la lluvia de golpes-, pero tenía que saber.
Empecé por una visita a un profesor de la Universidad de Harvard al que había conocido en una de las fiestas de Adair. No en una tarde de té o en un salón para entretener a intelectuales, no. Había conocido a aquel hombre en una de las fiestas especiales de Adair. Encontré su despacho en Wheydon Hall, pero estaba con un estudiante. Cuando vio que yo esperaba en el pasillo, despidió al joven y vino a mi encuentro, con la más encantadora sonrisa en su vieja y diabólica cara. Puede que tuviera algo de miedo de que yo hubiera ido a hacerle chantaje, ya que la última vez que lo había visto estaba montando a un chico de alquiler aún más joven que sus alumnos y jadeando con arrogancia. O tal vez tuviera la esperanza de que yo le llevara una invitación a otra fiesta.
– Querida, ¿qué te trae por aquí? -dijo, palmeándome la mano mientras me hacía pasar a su despacho-. Rara vez tengo la fortuna de recibir visitas de bellas jóvenes. ¿Y cómo está nuestro mutuo amigo, el conde? Espero que goce de buena salud.
– Tan bien como siempre -dije sin faltar a la verdad.
– ¿Y a qué debo esta agradable visita? ¿Tal vez se prepara otra velada…? -Sus ojos relucían con un hambre extrema, me temo que con el apetito excitado por demasiadas tardes mirando a tantos jóvenes lozanos.
– Venía con la esperanza de pedirle un favor -dije mientras buscaba en mi bolso la página robada.
El papel no se parecía a nada que yo hubiera visto, grueso y áspero, y casi tan pardo como el papel de carnicero, y ahora que estaba libre de la prensa de sus tapas de madera, había empezado a curvarse por los extremos como si fuera un rollo.
– ¿Eh? -dijo él, claramente sorprendido. Pero aceptó el papel de mi mano y se lo acercó a la cara, levantando las gafas para examinarlo-. ¿De dónde has sacado esto, querida?
– De un librero -mentí-. Un librero particular que asegura que tiene un tesoro de libros antiguos sobre un tema que a Adair le interesa mucho. Había pensado en comprar los libros para regalárselos a Adair, pero el idioma me resulta ilegible. Me gustaría verificar que el libro es lo que el vendedor asegura. Toda precaución es poca.
– Así es -murmuró mientras examinaba la página-. Bueno, el papel no es de fabricación local. No está blanqueado. Puede que lo hiciera alguien, digamos, para su propio uso. Pero es el idioma lo que te interesa, ¿no? -Sonrió modestamente por detrás de sus lentes. Era profesor de lenguas antiguas, aquello era lo único que yo recordaba de nuestra fugaz presentación. En concreto de qué lenguas, de eso no me acordaba.
– Prusiano, diría yo. Muy similar, al menos. Muy raro, a buen seguro una forma arcaica del idioma. Nunca había visto nada parecido. -Se acercó a una estantería, sacó un volumen grueso y pesado, y empezó a pasar páginas de papel cebolla.
– ¿Puede decirme de qué trata? ¿El tema?
– ¿De qué crees tú que trata? -preguntó, curioso, sin dejar de pasar páginas. Yo carraspeé.
– De magia de algún tipo.
Él dejó lo que estaba haciendo y me miró.
– ¿Alquimia? -dije con voz más débil-. ¿Tiene algo que ver con transformar unas cosas en otras?
– Bueno, querida, sin duda alguna se trata de algo mágico, puede que sea algún tipo de hechizo o encantamiento. Exactamente qué, no puedo decirte. Quizá si me lo dejaras unos días… -Su sonrisa era artera.
Sabía lo suficiente sobre el trabajo de los eruditos para sospechar lo que haría con aquel papel en sus manos: intentaría hacer carrera con él, utilizándolo para desarrollar tal o cual estudio, y yo no lo volvería a ver. O peor aún, si Adair se enteraba de que faltaba, de que se lo había dado a nuestro lujurioso profesor… Bueno, decir que me esperaba una buena era quedarse cortísimo. Levantó una ceja, expectante, pero yo me incliné sobre su escritorio y me apoderé del papel.
– No, no puedo, pero gracias por su amable oferta. Con lo que me ha dicho, me basta -dije, saltando de la silla y abriendo la puerta-. Y se lo ruego, hágame el favor de no mencionarle esto a Adair si lo ve. En cuestión de regalos, es un hombre difícil de complacer. Quiero darle una sorpresa con los libros.
También el viejo profesor parecía un poco sorprendido cuando yo salí disparada de su despacho.
A continuación, me puse a buscar a una comadrona.
Fue difícil encontrarla. Cada vez había menos en ciudades como Boston; los médicos se encargaban de casi todos los partos, al menos para las mujeres que podían pagarlos. Tampoco buscaba a una comadrona cualquiera. Necesitaba una como las que se encuentran en el campo, una que lo supiera todo sobre curaciones con plantas y cosas así. De las que cien años antes, en aquella misma ciudad, habrían sido consideradas brujas por sus vecinos y habrían muerto ahogadas o ahorcadas.
Las prostitutas de la calle me dijeron dónde encontrar a la comadrona, ya que era la única ayuda que ellas podían permitirse para curarse las purgaciones o encargarse de embarazos no deseados. Sentí un escalofrío en la espalda cuando crucé el umbral de la pequeña habitación de aquella mujer. Olía a polvo, polen y cosas viejas a punto de pudrirse, no muy diferente de la habitación secreta del ático de Adair.
– Siéntate, querida, y cuéntame por qué has venido -pidió, al tiempo que señalaba un taburete al otro lado de la chimenea en el que ardía un fuego medio apagado. Era una mujer mayor, con un acusado estrabismo que no disimulaba, pero con una expresión de comprensión en el rostro.
– Necesito saber qué es esto, señora. ¿Lo ha visto alguna vez?
Saqué un pañuelo de mi bolso y lo abrí para que lo viera. El ramillete vegetal que había robado se había chafado en el trayecto, separándose en pequeños tallos y fragmentos de hojas quebradizas y rotas. Ella se acercó una hoja a los ojos, y después la trituró con los dedos y olió.
– Esto es nim, querida. Se utiliza para una gran variedad de dolencias. No es precisamente común por estas latitudes, y en este estado natural es más raro aún. Normalmente se encuentra en tinturas y cosas parecidas, diluido al máximo en agua para aprovecharlo lo más posible. ¿Cómo lo has encontrado? -preguntó con naturalidad, como si pensara en ir al mercado a comprar un poco. Tal vez creyera que por eso había ido yo. Se sacudió las manos sobre el fuego, dejando que los fragmentos de hoja cayeran en las llamas.
– Me temo que no puedo decírselo -dije, y le puse una moneda en la mano. Ella se encogió de hombros, pero la aceptó y se la guardó en el bolsillo-. Y tengo una segunda petición. La necesito para elaborar… Preciso que prepare algo que provoque un sueño muy pesado. No necesariamente apacible. Tengo que dejar inconsciente a una persona de la manera más rápida posible.
La comadrona me dirigió una mirada larga y callada, tal vez preguntándose si lo que yo había querido decir en realidad era que quería envenenar a alguien, porque ¿de qué otro modo se podía interpretar semejante petición? Por fin dijo:
– Nadie debe relacionarme con esto… si por alguna razón las autoridades intervienen en el asunto.
– Tiene usted mi palabra. -Le puse cinco monedas más en la mano, una pequeña fortuna. Ella miró las monedas, después a mí, y por último cerró los dedos alrededor del oro.
Sentada en el carruaje que me llevó de vuelta a la mansión, abrí el pañuelo que envolvía el preparado que me había dado la comadrona. Era un terrón blanco y duro como una piedra, y aunque yo entonces no lo sabía, era mortífero fósforo blanco, probablemente comprado a un trabajador de una fábrica de cerillas, quien a su vez lo habría robado en su lugar de trabajo. La comadrona lo había manejado con cuidado, como si no le gustara tocarlo, y me había indicado que lo moliera en un mortero y lo mezclara con algún vino o licor, añadiendo láudano para rebajar la poción.
– Para usos medicinales, es muy importante diluirlo. Podrías usar el láudano solo, pero tarda bastante rato en hacer efecto. El fósforo actúa con rapidez. Claro que… si alguien se tragara esta cantidad de fósforo, las consecuencias serían catastróficas -dijo con una expresión inconfundible en la mirada.
Yo ya había tramado un plan, un plan muy peligroso, pero cuando me despedí de ella solo podía pensar en el verdadero Adair. Mi mente estaba llena de compasión por el desdichado muchacho campesino, que no tenía ni tumba porque no hubo cadáver que devolver a la tierra. Su atractiva figura era propiedad del hombre que se había apoderado de su cuerpo mediante la magia negra.
En cuanto a los últimos detalles de la historia del físico… bueno, era imposible saber cuánto de todo lo explicado era verdad. Es posible que visitara a la familia de Adair y les dejara una compensación movido por la culpa, o en agradecimiento por entregarle a su hijo, por regalarle un cuerpo tan excepcional. Pero también aquella parte podía ser una mentira contada para que la historia resultara más digerible y trágica, para influir a su favor en el corazón del oyente, para desviar las sospechas. ¿Y la pérdida de su feudo? Un riesgo calculado… Tal vez le había valido la pena, con tal de adquirir un nuevo y magnífico recipiente para su vieja y miserable alma. Pero si yo no acababa con aquel hombre terrible, él se apoderaría de lo que yo más quería en el mundo: Jonathan.
El cuerpo del muchacho campesino, atractivo, fuerte y capaz, con una virilidad impresionante, debió de parecerle al físico un regalo de Dios. Pero en el Nuevo Mundo, el cuerpo del campesino tenía sus limitaciones. O más bien, las limitaciones estaban en su cara: era desconcertantemente exótica, de tono aceitunado, enmarcada por cabellos rebeldes y ensortijados. Yo lo advertía en las expresiones de los bostonianos elegantes cuando conocían a Adair, en el fruncimiento de sus ceños, en la desconfianza que brillaba en sus ojos. En Boston, entre descendientes de británicos, holandeses y alemanes, que nunca habían visto a un turco o a un árabe, y para quienes el pelo de Adair no era muy diferente del de sus esclavos, el cuerpo del campesino era un inconveniente. Comprendía por fin la mirada fría y calculadora de Adair cuando escudriñaba al estudiante con un pie deforme que Tilde le había conseguido, y su anhelante apreciación de la belleza impecable de Jonathan. Había soltado por el mundo a sus infernales perros de caza, en busca del recipiente perfecto; incluso hizo que Jude buscara a un sustituto por las zonas rurales. Pero en Boston, a Adair se le acababa el tiempo y necesitaba un nuevo cuerpo, uno que respondiera a los gustos de los amos y señores de aquel nuevo entorno.
Quería a Jonathan. Quería meterse en Jonathan para usarlo de disfraz. La gente se sentía atraída por Jonathan como las moscas por la miel, hechizadas e impotentes ante su indescriptible atractivo. Los hombres querían ser sus amigos, orbitando a su alrededor como planetas alrededor del sol. Las mujeres se entregaban a él por completo, y eso nadie lo sabía mejor que yo. Siempre se agolparían en torno a él, le abrirían su corazón, sin darse cuenta de que el espíritu que había dentro era maligno y quería abusar de ellas.
Y como nadie conocía el secreto de Adair, no había nadie que pudiera detenerlo. Nadie más que yo.
Llegué a la mansión y me encontré a todos sus habitantes alborotados. Los sirvientes corrían escalera abajo como el agua que desciende por una ladera, dirigiéndose al sótano, escondiéndose en despensas, huyendo del estruendo que venía de arriba. Se oían puños que golpeaban puertas, el chasquido de cerrojos. Las voces lejanas de Tilde, de Dona y de Alejandro resonaban en el piso de arriba.
– Adair, ¿qué ocurre?
– ¡Déjanos entrar!
Corrí escalera arriba y encontré a los tres, apelotonados e impotentes al pie de la escalera del ático, sin atreverse a interrumpir lo que estaba pasando al otro lado de la puerta cerrada. Detrás de esta se oían ruidos terribles: Uzra chillaba, y Adair gritaba a modo de respuesta. Oíamos el sonido sordo de la carne golpeando carne.
– ¿Qué pasa? -pregunté a Alejandro tras acercarme a él, mientras lo miraba.
– Adair ha subido a buscar a Uzra, es lo único que sé.
Pensé en la historia de Adair. La cólera del físico cuando le habían robado cosas de su mesa.
– ¡Tenemos que subir! ¡Le está haciendo daño! -Agarré el pomo de la puerta, pero se negó a moverse. La había cerrado con llave-. ¡Traed un hacha, un martillo, lo que sea! ¡Tenemos que forzar esta puerta! -grité. Pero ellos se limitaron a mirarme como si hubiera perdido la cabeza-. No sabéis lo que es capaz de…
Entonces, los ruidos cesaron.
Al cabo de unos minutos, giró la llave en la cerradura y salió Adair, blanco como la leche. Llevaba en la mano la daga de hoja curvada de Uzra, y el puño de su camisa estaba manchado de rojo intenso. Dejó caer el puñal al suelo y con un empujón se abrió paso entre nosotros, retirándose a su habitación. Solo entonces fuimos a buscar el cadáver de Uzra.
– Tú has tenido algo que ver con esto, ¿verdad? -me dijo Tilde-. Se te ve la culpa en la cara.
No respondí. Al mirar el cuerpo de Uzra se me revolvió el estómago. La había apuñalado en el pecho y también le había cortado la garganta, y aquello debió de ser lo último que hizo, porque Uzra estaba en el suelo con la cabeza echada hacia atrás, y parte del cabello aún estaba retorcido donde él lo había agarrado. Las palabras «Por mi mano e intención» resonaron en mi cabeza. Las mismas palabras que le habían dado vida eterna se habían pronunciado de nuevo para quitársela. Al pensar en ellas, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, igual que cuando vi el tatuaje en su brazo, inerte, laxo al costado. A fin de cuentas, que llevara su marca grabada en el cuerpo no significaba nada. Adair podía retractarse de su palabra cuando quisiera.
La riña podía haberse debido a cualquier motivo, y yo nunca lo sabría con seguridad, pero el momento de la agresión hacía improbable que se debiera a otra cosa que no fuera la habitación secreta. De algún modo, Adair debía de haber descubierto que faltaban cosas, y le echó la culpa a Uzra. Y ella, o bien había querido protegerme, o bien -lo más probable- lo había aceptado de buena gana, como su mejor oportunidad de liberación por medio de la muerte.
Yo me había llevado aquellas cosas sabiendo cuál sería el castigo. Solo que no pensé que lo pagaría Uzra. Tampoco había imaginado que él mataría a alguno de nosotros, y menos aún a Uzra. Era mucho más propio de él infligir un brutal castigo físico y mantener a la víctima en sus garras, temblando de terror al pensar cuándo se le ocurriría a Adair volver a hacerlo. Ni en un millón de años yo habría imaginado que pudiera matarla, porque creía que, a su manera, la quería.
Me dejé caer al suelo junto a ella y le cogí la mano, pero ya estaba fría; puede que el alma abandonara el cuerpo con más rapidez en nuestro caso, ansiosa de quedar libre. Lo más terrible era que yo había estado planeando mi fuga, yo con Jonathan, pero ni se me había ocurrido llevar a Uzra con nosotros. Aunque sabía lo desesperada que estaba por huir, no se me había pasado por la cabeza ayudar a aquella pobre chica que había cargado con lo peor de las enfermizas obsesiones de Adair durante muchos años, que había sido tan amable conmigo y que había intentado ayudarme a subsistir en aquella guarida de lobos. Yo lo había aceptado como si tal cosa, y el frío reconocimiento de mi egoísmo hizo que me preguntara si no sería yo, después de todo, un alma gemela de Adair.
Jonathan había oído el alboroto y había subido a donde estábamos nosotros, y al ver el cuerpo de Uzra en el suelo, quiso irrumpir en la habitación de Adair y ajustar cuentas con él. Tuvimos que contenerlo entre Dona y yo.
– ¡¿De qué serviría?! -le grité a Jonathan-. Adair y tú podéis golpearos uno a otro de aquí al final de los tiempos, y nunca se resolvería. Por mucho que queráis mataros, ninguno de los dos tiene ese poder.
Cómo deseaba decirle la verdad -que Adair no era el que creíamos que era, que era mucho más poderoso, peligroso y despiadado de lo que nosotros habíamos imaginado-, pero no podía correr aquel riesgo. Tal como estaban las cosas, temía que Adair intuyera mi miedo.
Además, no podía contarle a Jonathan mis verdaderas sospechas. Ahora lo sabía todo. Aquellas miradas tiernas que Adair le dirigía a mi Jonathan, no eran porque Adair pensara llevárselo a la cama. La codicia que sentía por Jonathan era mucho más profunda. Adair quería tocar aquel cuerpo, sobarlo y acariciarlo, conocer todos y cada uno de sus recovecos, no porque quisiera fornicar con Jonathan, sino porque quería adueñarse de él. Poseer aquel cuerpo perfecto y ser conocido por aquella cara perfecta. Estaba preparándose para habitar un cuerpo que fuera verdaderamente irresistible.
Adair nos hizo llegar órdenes: debíamos despejar la chimenea de la cocina y preparar una pira. La cocinera y su ayudante huyeron cuando tomamos posesión de la cocina, y Dona, Alejandro y yo retiramos del enorme hogar todos los utensilios. Fregamos sus ennegrecidas paredes y barrimos las cenizas. Hicimos un soporte con caballetes de madera sobre los que pusimos tablones anchos, y en el espacio entre los caballetes preparamos la pira, con ramas y piñas secas untadas de sebo de vaca para azuzar el fuego, y paja compactada y leña vieja como combustible. Sobre los tablones colocamos el cadáver, envuelto en un sudario de lino blanco.
Acercamos una antorcha a la leña fina, que prendió enseguida. Los troncos tardaron algún tiempo en arder, y se necesitó casi una hora para que se formara una gran hoguera. En la cocina hacía un calor tremendo. Por fin, el cadáver se incendió, la mortaja se consumió rápidamente, el fuego danzaba a través del cuerpo en llamaradas, las telas se retorcían como si fueran piel, cenizas negras atrapadas en el tiro y elevándose por la chimenea. El olor, extraño e instintivamente aterrador, puso nerviosos a todos los habitantes de la casa. Solo Adair podía soportarlo. Estaba repantigado en una butaca colocada ante la chimenea, contemplando cómo el fuego devoraba a Uzra poco a poco: el cabello, la ropa, después la piel del velloso brazo, hasta lacerar la carne. Por fin, la humedad del cuerpo hizo que empezara a chisporrotear como un asado, y el olor a carne quemada invadió la casa.
– Imagina qué peste estará saliendo por la chimenea a la calle. ¿Es que piensa que los vecinos no van a olerlo? -dijo Tilde con amargura y con los ojos arrasados en lágrimas.
Nos apretujamos en la entrada de la cocina, mirando a Adair, pero al final Dona y Tilde se escabulleron a sus habitaciones, murmurando lúgubremente, mientras Alejandro y yo nos quedábamos fuera de la puerta de la cocina, sentados en el suelo, mirando a Adair.
Cuando el cielo del exterior empezó a aclararse, el fuego se había apagado. Para entonces, la casa estaba llena de fino humo gris que flotaba en el aire con el acre aroma de la ceniza de leña. Solo cuando el hogar empezó a enfriarse Adair se levantó de su butaca y, al salir, tocó a Alejandro en el hombro.
– Haz que barran las cenizas y las esparzan en el agua -ordenó con voz cavernosa.
Alejandro insistió en hacerlo él, agachándose en el interior de de la chimenea aún caliente con una escobilla de sauce y un recogedor.
– Cuánta ceniza -murmuró, olvidándose de mi presencia-. Toda esa leña, supongo. Lo de Uzra no puede ser más que un puñado.
En aquel momento, la escobilla tocó algo sólido y Alejandro metió la mano, buscando entre las cenizas. Encontró un objeto chamuscado, un fragmento de hueso.
– ¿Debería guardar esto? ¿Para Adair? Puede que algún día se alegre de tenerlo. Con estas cosas se hacen talismanes poderosos -musitó, mientras le daba vueltas como si fuera una rareza. Pero al final lo dejó caer en el cubo-. Creo que no, después de todo.
Después de aquello, Adair se distanció del resto de nosotros. Se quedó en su habitación todo el día y la única visita que quiso recibir fue la del abogado, el señor Pinnerly, quien acudió presuroso al día siguiente con un montón de papeles que se salían de su abarrotada cartera. Se marchó una hora después, con la cara tan roja como si hubiera corrido un par de kilómetros campo a través. Lo intercepté junto a la puerta, expresando preocupación por su rostro acalorado y ofreciéndome a llevarle alguna bebida fresca.
– Es muy amable -dijo. Dio un trago de limonada y se enjugó la frente-. Me temo que no puedo quedarme mucho. Su señor tiene unas expectativas exageradamente altas acerca de lo que un simple abogado puede conseguir. Yo no puedo dominar el tiempo y hacer que baile a mi son -refunfuñó, y después advirtió que los papeles amenazaban con salir volando de su cartera y se dedicó a colocarlos en su sitio.
– ¿De verdad? Sí que es exigente, pero me atrevería a decir que usted parece lo bastante inteligente para resolver la tarea que Adair le haya encomendado -dije, adulándole sin el menor tapujo-. Así que dígame qué milagro espera de usted.
– Una serie de transferencias de dinero muy complicadas, en las que intervienen bancos europeos, algunos en ciudades de las que yo nunca había oído hablar -dijo, y después pareció que se lo pensaba mejor antes de admitir que tenía dificultades ante un miembro de la familia de su cliente-. Bah, no es nada, no me haga caso. Es simplemente que estoy cansadísimo, querida. Todo se hará como él desea. No preocupe su linda cabecita con estas cuestiones. -Me palmeó la mano de una manera tan paternalista que me dieron ganas de apartarla de un golpe. Pero así no obtendría lo que quería saber.
– ¿Eso es todo? ¿Mover dinero de un sitio a otro? Seguro que un hombre tan inteligente como usted es capaz de hacer esas cosas con un solo dedo. -Subrayé mis palabras con un gesto obsceno hecho con el dedo meñique y una insinuación de la boca, un gesto que les había visto hacer a los chicos que vendían su cuerpo y que enviaba un mensaje inconfundible a la mayoría de los hombres; seguro que así captaría su atención. Y me la dedicó. La discreción pareció que se le escapaba por los oídos, como el serrín de un muñeco roto, y me miró con la boca abierta. Si todavía no había sospechado que aquella era una casa de putas lameculos, en aquel momento lo supo con seguridad.
– Querida, eso que ha hecho…
– ¿Qué más le ha pedido Adair? Seguro que nada que le tenga ocupado por la noche. Nada que le impida, digamos, recibir una visita…
– Pedía billetes para la diligencia de mañana a Filadelfia -dijo con prisa-, y yo le he explicado que era totalmente imposible. Así que ahora tengo que alquilarle un coche privado.
– ¡Para mañana! -exclamé-. Qué pronto se marcha.
– Y no la lleva con él, querida. No. ¿Ha estado alguna vez en Filadelfia? Es una ciudad extraordinaria, mucho más animada, a su manera, que Boston, y no es la clase de sitio que, por ejemplo, la señora Pinnerly debería visitar. Tal vez yo podría enseñársela.
– ¡Espere! ¿Cómo sabe que yo no viajaré con él? ¿Se lo ha dicho?
El abogado me dedicó una sonrisa complacida.
– Eh, no se precipite. No es que se fugue con otra mujer. Va con un hombre, el feliz beneficiario de todas esas malditas transferencias de dinero. Si su señor me consultara a mí, yo le aconsejaría que se limitara a adoptar a ese individuo, porque sería más fácil a largo plazo…
– ¿Jonathan? -pregunté. Deseaba zarandear al abogado por los hombros para que dejara de parlotear, para sacarle el nombre de la boca, como si fuera un caracol que se resiste a salir de su caparazón-. Quiero decir Jacob. ¿Jacob Moore?
– Sí, ese es el nombre. ¿Lo conoce? Va a ser un hombre muy rico, se lo puedo asegurar. Si no importa que le diga esto, tal vez debería considerar echarle el ojo a ese señor Moore antes de que se corra la voz… -Con esta suposición de mis intenciones, Pinnerly se había metido en un callejón sin salida y fue divertido ver cómo intentaba salir del paso. Carraspeó-. Eso no quiere decir que yo imagine ni por un segundo que usted… y el beneficiario del conde… Pido disculpas. Creo que me he extralimitado…
Crucé las manos recatadamente.
– Creo que sí.
Me devolvió el vaso y recogió su cartera.
– Por favor, créame cuando le digo que hablaba en broma, señorita. Confío en que no le irá al conde con ninguna mención de…
– ¿De su indiscreción? No, señor Pinnerly. Si soy algo, es discreta.
Vaciló.
– ¿Y supongo que ese asunto de una visita a medianoche…?
Negué con la cabeza.
– Eso es implanteable.
Me dirigió una mirada angustiada, a mitad de camino entre el arrepentimiento y el deseo, y después salió a toda prisa de la peculiar casa de su cliente más extravagante, feliz (estoy segura) de alejarse de nosotros.
Parecía que se estaban transfiriendo sumas asombrosas de dinero a cuentas abiertas a nombre de Jonathan, y el fatídico viaje a Filadelfia comenzaría al día siguiente. Adair estaba listo para hacer su jugada, y aquello significaba que ya no me quedaba tiempo… y tampoco a Jonathan. Tenía que actuar ya o pasar el resto de la eternidad lamentándome.
Fui a ver a Edgar, el mayordomo jefe, el encargado de supervisar a los demás sirvientes y gestionar los asuntos de la casa. Edgar tenía un carácter receloso y astuto, como todos los que habían encontrado un sitio en aquella casa, desde el señor hasta el último sirviente, lo que quería decir que no se podía confiar en que hiciera su trabajo muy bien, sino solo de un modo aceptable. Es un rasgo terrible en un sirviente si quieres que tu hogar funcione como es debido, pero es la actitud perfecta en una casa donde las normas y los escrúpulos no tienen cabida.
– Edgar -dije, y junté las manos con afectación como una buena señora de la casa-. Hay que hacer unos arreglos en la bodega y a Adair le gustaría que se llevaran a cabo mientras él está fuera. Manda a alguien a buscar al albañil… Y que traigan una carretilla de piedras y otra de ladrillo, y las lleven al sótano esta tarde. Dile que todo debe estar preparado para empezar a trabajar en cuanto el conde se haya marchado de viaje. Le pagaremos el doble si hace lo que se le dice. -Como Edgar me miraba con recelo (la bodega había estado hecha una ruina desde que nosotros habitábamos la mansión. ¿Por qué tanta prisa ahora?), añadí-: Y no hace falta que molestes a Adair con eso ahora; se está preparando para su viaje. Me ha encomendado esta tarea en su ausencia y espero que se lleve a cabo. -Yo podía ser despótica con la servidumbre; Edgar sabía que no debía contrariarme. Dicho aquello, di media vuelta y me alejé caminando lo más airosamente que pude para poner en marcha el siguiente paso de mi plan.
A la mañana siguiente, toda la casa estaba atareada con los preparativos para el viaje de Adair. Se había pasado la mañana reuniendo la ropa que iba a llevarse, y después había ordenado a los sirvientes que hicieran el equipaje y lo cargaran en el coche alquilado. Jonathan se había encerrado en su habitación, y se suponía que también estaba haciendo el equipaje para el viaje, pero yo sentía que no estaba convencido de ir y que se avecinaba una pelea.
Me escondí en la despensa con el almirez de la cocinera y molí metódicamente el fósforo hasta reducirlo a polvo. Mientras preparaba las cosas que necesitaba, estaba más nerviosa que nunca, segura de que Adair iba a percatarse de mis emociones y estaría prevenido. La verdad era que no sabía hasta dónde alcanzaban sus poderes, si es que se les podía llamar poderes. Pero había llegado hasta allí y no tenía más remedio que jugarme la vida y la de Jonathan yendo hasta el final.
Para entonces, la casa estaba en silencio y tal vez fuera mi imaginación, pero me parecía que el ambiente estaba cargado de tensas emociones no expresadas: abandono, resentimiento, ira enconada contra Adair por lo que le había hecho a Uzra e incertidumbre por lo que nos esperaba a todos nosotros. Llevando una bandeja con el licor adulterado, pasé ante las puertas cerradas de los dormitorios hasta llegar a los aposentos de Adair, que en aquel momento estaban en silencio desde que los sirvientes se habían llevado los baúles. Llamé una vez y, sin esperar respuesta, empujé la puerta y entré.
Adair estaba sentado en un sillón que había arrimado al fuego, lo cual era insólito, porque normalmente se reclinaba en un montón de cojines. Es posible que se hubiera sentado de manera más formal porque ya estaba vestido para el viaje; es decir, como un perfecto caballero de la época, y no descamisado como era su costumbre. Estaba tieso en su sillón, con pantalones y botas, un chaleco y camisa de cuello alto, ceñida al cuello con una corbata de seda. La levita estaba colgada del respaldo de otro sillón. El traje era de lana gris oscura, con muy pocos bordados y ribetes, mucho más discreto que su vestimenta habitual. No llevaba peluca, pero se había peinado hacia atrás el pelo y se lo había recogido con pulcritud. Tenía una expresión de tristeza, como si se viera obligado a salir de viaje bajo presión y no por voluntad propia. Levantó la mano, y fue entonces cuando vi el narguile a su lado y noté que la habitación olía a dulce humo de opio de la variedad más potente. Aspiraba de la boquilla con las mejillas hundidas y los ojos entrecerrados.
Dejé la bandeja en una mesa cerca de la puerta y me agaché en el suelo junto a él, enredando suavemente mis dedos en los rizos sueltos de su frente, apartándolos.
– Pensé que podríamos pasar un momento juntos antes de que te fueras. He traído algo para beber.
Adair abrió los ojos, despacio.
– Me alegra que estés aquí. Quería explicarte algo sobre este viaje. Debes de estar preguntándote por qué me voy con Jonathan y no contigo… -Dominé el impulso de decirle que ya lo sabía, y esperé a que continuara-. Sé que no puedes soportar estar separada de Jonathan, pero solo lo tendré apartado de ti unos cuantos días -dijo en tono de burla-. Jonathan volverá, pero yo seguiré el viaje. Puede que esté ausente algún tiempo. Necesito estar una temporada solo. Esta necesidad me asalta de vez en cuando… estar a solas con mis pensamientos y mis recuerdos.
– ¿Cómo puedes dejarme así? ¿No me echarás de menos? -pregunté, procurando parecer coqueta.
El asintió.
– Sí, te echaré de menos, pero no se puede evitar. Y por eso viene Jonathan conmigo, así poder explicarle unas cuantas cosas. Él dirigirá la casa mientras yo no esté. Me ha contado que estaba al frente del negocio de su familia y procuraba que las deudas de sus vecinos no arruinaran al pueblo. Llevar las cuentas de una sola casa debería ser fácil para él. He hecho que transfieran todo el dinero a su nombre. Tendrá toda la autoridad; a ti y a los otros no os quedará más remedio que seguir sus órdenes.
Casi sonaba plausible, y durante un fugaz segundo me pregunté si habría juzgado mal la situación. Pero conocía a Adair demasiado bien para creer que las cosas eran tan simples como él las hacía parecer.
– Te traeré una copa -dije, poniéndome en pie.
Había elegido un brandy fuerte, lo bastante para enmascarar el sabor del fósforo. Abajo, en la despensa, había vertido con cuidado el polvo en la botella con un embudo de papel, añadido casi todo un frasco de láudano, puesto el corcho y agitado suavemente el líquido. El polvo había soltado unas cuantas chispas blancas en el aire mientras yo lo manejaba, y recé por que los residuos no fueran visibles en el fondo de la copa de Adair.
Cuando le serví la pócima a Adair, me fijé en unas cuantas cosas colocadas sobre la cómoda, era de suponer que para el viaje. Había un rollo de papel sujeto con una cinta, papel antiguo y áspero, y yo estaba segura de que había salido de la colección con tapas de madera de la habitación oculta. A su lado había una caja de rapé y un frasquito, similar a un pomo de perfume, que contenía aproximadamente una onza de un líquido pardo y espeso.
– Toma.
Le pasé una copa llena a Adair y me serví otra para mí, aunque no tenía intención de bebérmela toda. Solo un sorbo para convencerle de que no había nada anormal. Él parecía muy embriagado por el opio, pero yo sabía que el opio solo no tenía potencia suficiente para hacerle dormir.
Volví a ocupar mi sitio junto a sus pies y miré hacia arriba con lo que esperaba que él tomara por adoración y preocupación.
– Has estado muy alterado estos días. Es por el problema con Uzra. No lo niegues. Es normal que estés dolido por lo que ocurrió, la habías tenido contigo desde hace cientos de años. Tenía que importarte algo.
Él suspiró y dejó que yo le ayudara a alcanzar la boquilla. Sí, estaba ansioso de distracción. Parecía enfermo, lento de movimientos e hinchado. Puede que estuviera sufriendo por haber matado a la odalisca; puede que le asustara dejar aquel cuerpo para ocupar el siguiente. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho. Puede que el tránsito fuera doloroso. Puede que tuviera miedo de las consecuencias de otra mala acción, añadida a la larga lista de pecados que ya había cometido, de que se le pedirían cuentas algún día.
Después de un par de bocanadas, me miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Tienes miedo de mí?
– ¿Porque mataste a Uzra? Tendrías tus razones. No soy quién para discutirlas. Así son las cosas aquí. Tú eres el amo.
Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el alto respaldo del sillón.
– Siempre has sido la más razonable, Lanore. Con los otros es imposible vivir. Me acusan con la mirada. Son fríos, se esconden de mí. Debería matarlos y empezar de nuevo.
Por el tono de su voz supe que no se trataba de una amenaza vacía. En otro tiempo había hecho lo mismo con otro grupo de secuaces. Los había aniquilado en un arrebato de furia. Para tener una vida que supuestamente duraría una eternidad, nuestra existencia era precaria.
Procuré no temblar mientras seguía acariciándole la frente.
– ¿Qué había hecho Uzra para merecer su castigo? ¿Quieres contármelo?
Adair me apartó la mano y volvió a aspirar de la boquilla. Yo cogí la botella y le serví otra copa. Le dejé que me acariciara torpemente la cara con sus manos asesinas y seguí sosegando su conciencia con insinceras declaraciones de que estaba en su derecho al matar a la odalisca.
En cierto momento, él retiró mi mano de su sien y empezó a acariciarme la muñeca, siguiendo las venas.
– ¿Te gustaría ocupar el puesto de Uzra? -preguntó con cierta ansiedad.
La idea me sobresaltó, pero procuré que él no lo notara.
– ¿Yo? No te merezco. No soy tan bella como Uzra. Nunca podría darte lo que ella te daba.
– Puedes darme algo que ella no me daba. Nunca me lo dio, nunca. Me despreció todos los días que estuvimos juntos. En ti siento… Hemos pasado momentos felices juntos, ¿verdad? Casi diría que ha habido momentos en los que me amabas. -Acercó la boca a mi muñeca, su fuego a mi pulso-. Yo haría que te resultara más fácil amarme, si tú quisieras. Serías solo mía. No te compartiría con nadie. ¿Qué me dices?
Siguió acariciándome la muñeca mientras yo intentaba pensar una respuesta que no sonara a falsa. Al final, él respondió por mí:
– Es Jonathan, ¿verdad? Puedo sentirlo en tu corazón. Quieres estar disponible para Jonathan, por si él te quisiera. Yo te quiero y tú quieres a Jonathan. Bueno… todavía puede que exista una manera de que esto funcione, Lanore. Quizá haya un modo de que los dos consigamos lo que queremos.
Parecía una confesión de todo lo que yo sospechaba, y la sola idea me heló la sangre.
La gran habilidad de Adair para elegir almas enfermas iba a ser su perdición. Ya ves, me había elegido bien. Me había escogido entre la multitud, sabiendo que yo era la clase de persona que, sin vacilar, sería capaz de servirle una copa tras otra de veneno a un hombre que acababa de declararme su amor. ¿Quién sabe? Es posible que si solo se hubiera tratado de mí, si solo hubiera estado en juego mi futuro, hubiera decidido otra cosa. Pero Adair había incluido a Jonathan en su plan. A lo mejor Adair pensaba que yo sería feliz, que era lo bastante superficial para amarle y quedarme con él, con tal de poder admirar el bello cuerpo vacío de Jonathan. Pero tras el familiar rostro de mi amado estaría la personalidad asesina de Adair, que resonaría en cada palabra suya, y al pensar en ello, ¿qué otra cosa podía hacer yo?
Dejó caer mi brazo, dejó que el narguile se le escurriera de la mano. Adair iba parándose como un juguete al que se le ha terminado la cuerda. Yo no podía esperar más. Para llevar a cabo lo que estaba dispuesta a hacerle, tenía que saber. Debía estar absolutamente segura. Me pegué a Adair para preguntar:
– Tú eres el físico, ¿no? El hombre del que me hablaste.
Pareció necesitar un momento para encontrarles sentido a mis palabras, pero no reaccionó irritado, en absoluto. Por el contrario, una lenta sonrisa se extendió en sus labios.
– Qué lista, Lanore mía. Siempre has sido la más lista, lo vi desde el primer momento. Eras la única que sabía si yo mentía… Encontraste el elixir. Encontraste también el sello… Oh, sí, yo lo sabía. Olí tu rastro en el terciopelo. En todo el tiempo que he vivido, tú eres la primera que ha resuelto mi enigma, que has interpretado correctamente las pistas. Me has descubierto… como yo sabía que harías.
Apenas estaba lúcido y no parecía darse cuenta de que yo me encontraba allí. Me incliné sobre él, le agarré por la solapas de su chaleco y tuve que zarandearle para llamar su atención.
– Adair, dime… ¿Qué te propones hacer con Jonathan? Vas a tomar posesión de su cuerpo, ¿verdad? Lo mismo que hiciste con tu chico campesino, con el muchacho que fue tu sirviente, y ahora te vas a apoderar de Jonathan. ¿Es ese tu plan?
Sus ojos se abrieron de golpe, y aquella mirada escalofriante suya se posó sobre mí y casi me hizo perder la calma.
– Si eso fuera posible… Si ocurriera una cosa semejante… tú me odiarías, Lanore, ¿verdad que sí? Y sin embargo, yo no sería diferente del hombre que has conocido, por el que has sentido afecto. Tú me has amado, Lanore, lo he sentido.
– Eso es verdad -le dije para que se confiara.
– Todavía me tendrías a mí, y además tendrías a Jonathan. Pero sin sus indecisiones. Sin su desinterés por tus sentimientos, sin el daño, el egoísmo y el remordimiento. Yo te querría, Lanore, y tú estarías segura de mis sentimientos. Eso es algo que no puedes tener con Jonathan. Es algo que nunca conseguirás de él.
Sus palabras me hicieron estremecer porque sabía que eran verdad. Resultó incluso que sus palabras fueron proféticas; fue como una maldición que me echó Adair, condenándome a la infelicidad para siempre.
– Ya sé que no. Y sin embargo… -murmuré. Todavía le acariciaba la cara, intentando determinar hasta qué punto estaba despierto. Parecía imposible que un cuerpo pudiera ingerir tanto veneno y seguir consciente-. Y sin embargo, elijo a Jonathan -dije por fin.
Al oír aquellas palabras, los ojos vidriosos de Adair se iluminaron con una ligerísima chispa de reconocimiento en sus profundidades, reconocimiento de lo que yo había dicho. Reconocimiento de que algo terrible le estaba ocurriendo, de que era incapaz de moverse. Su cuerpo se estaba apagando, a pesar de que él oponía resistencia, forcejeando en su silla como una víctima de un ataque de apoplejía, espástico y trémulo, empezando a echar espuma por las comisuras de la boca en filamentos burbujeantes. Me puse en pie de un salto y me eché hacia atrás, esquivando sus manos que hendían el aire en mi busca… y que fallaron, después quedaron inmóviles y por fin cayeron flácidas. Su cuerpo se paralizó de pronto, inmóvil como la muerte y gris como el agua turbia, y se desplomó del sillón al suelo.
Había llegado el momento del paso final. Todo estaba preparado de antemano, pero aquella parte no la podía hacer sola. Necesitaba a Jonathan. Salí a toda prisa de la habitación y corrí por el pasillo hasta el cuarto de mi amado, irrumpiendo en él sin llamar. Jonathan andaba de un lado para otro de la habitación, pero parecía preparado para salir, con la capa sobre el brazo y el sombrero en la mano.
– Jonathan -jadeé; cerré la puerta y le corté el paso.
– ¿Dónde has estado? -preguntó, con un deje de irritación en la voz-. Te he estado buscando sin éxito. He esperado, por si venías a verme, hasta que ya no he podido soportarlo más. Voy a decirle que no tengo intención de acompañarlo. Que voy a romper con él y pienso marcharme.
– Espera. Te necesito, Jonathan. Necesito que me ayudes. -A pesar de su irritación, Jonathan notó que yo estaba alterada y dejó sus cosas para escucharme.
Le conté toda la historia, sabiendo que pensaría de mí que estaba loca porque no había tenido tiempo de idear una manera de contársela sin parecer delirante. Y estaba encogida por dentro, porque ahora él iba a verme como era: capaz de astucias malignas, capaz de condenar a alguien a terribles sufrimientos… La misma chica que había empujado a Sophia a suicidarse, cruel e inflexible como el acero, incluso después de todo lo que había sufrido. Sin duda, Jonathan me repudiaría. Seguro que me dejaría, que lo perdería para siempre.
Cuando le hube contado toda la historia, cómo Adair tenía planeado extinguir su alma y usurpar su cuerpo, contuve la respiración, esperando que Jonathan me echara o me golpeara, que me llamara loca. Esperaba el ondear de la capa y el portazo. Pero no fue así.
Me cogió la mano y sentí una conexión entre nosotros que hacía mucho que no sentía.
– Me has salvado, Lanny. Otra vez… -dijo con la voz rota.
Al ver a Adair en el suelo, rígido como un muerto, Jonathan reculó un instante. Pero después me ayudó a atar a Adair lo mejor que pudimos: ligamos las manos del monstruo por detrás de la espalda, le sujetamos los tobillos y lo amordazamos con una tela suave. Cuando Jonathan iba a unir los nudos de las muñecas de Adair con los de los pies, curvando a nuestro prisionero hacia atrás en una postura de absoluta vulnerabilidad, me acordé del inhumano arnés. La sensación de indefensión me asaltó de nuevo; no podía hacerle lo mismo a Adair, a pesar de cómo me había torturado. Quién sabía cuánto tiempo se quedaría atado antes de que lo encontraran y liberaran. Era un castigo demasiado cruel, incluso para él.
Después, envolvimos a Adair en su manta favorita, la de piel de marta; su único consuelo. Salí primero para que Jonathan, si se topaba con alguien, pudiera decir que el bulto que llevaba en los brazos era yo. Y quedamos en encontrarnos en el sótano para poder culminar mi plan.
Corrí por delante, bajando al sótano por la escalera del servicio. Mientras esperaba al pie de esta, descansando apoyada en la rígida frialdad de la pared de piedra, me preocupé por Jonathan. Había dejado que corriera todo el riesgo al sacar a Adair de la habitación. Aunque todos los otros se habían retirado a sus aposentos, todavía trastornados por la muerte de Uzra y la confusión por la partida de Adair, no era nada seguro que Adair no se cruzara con alguno de ellos. También podía verlo algún sirviente, y una sola mirada de sospecha podía desbaratar nuestro plan. Esperé inquieta hasta que Jonathan apareció con la flácida figura en brazos.
– ¿Te ha visto alguien? -pregunté, y él negó con la cabeza.
Le conduje a través del intrincado laberinto hasta el nivel más bajo del sótano, la especie de cueva donde se guardaba el vino. Aquella bodega era muy parecida a las mazmorras de un castillo, aislada del resto de las estancias del sótano, tapizada con gruesas capas de tierra y piedra para mantener el vino a temperatura constante. Encontré un nicho en el fondo mismo, una pequeña celda sin ventanas horadada en los sólidos cimientos de piedra de la mansión. Parecía una ampliación a medio terminar de la bodega del vino, con ladrillos y maderos tirados por el suelo. Los ladrillos y las piedras entregados el día anterior estaban apilados en el suelo, junto con un cubo de argamasa tapado con una tela mojada, que ya estaba casi seca. Jonathan miró todo aquello y después a mí, adivinando al instante el propósito de los materiales, y luego dejó caer el cuerpo de Adair en el frío y húmedo suelo de tierra. Sin decir palabra, se quitó la levita y se arremangó.
Le hice compañía a Jonathan mientras él cerraba la pequeña abertura que servía de entrada a la celda. Primero, ladrillo; después, hilada tras hilada de piedras para que la abertura desapareciera en la sólida pared. Jonathan realizaba su tarea en silencio, colocando las piedras en su sitio con golpes del mango de la paleta, recordando el trabajo que había hecho de niño, mientras yo vigilaba la oscura figura de Adair, que era un simple bulto oscuro en el suelo de la celda.
Al llegar la hora en que Adair tenía previsto partir, subí con sigilo y despedí al carruaje, diciéndole al cochero que los viajeros habían cambiado de parecer, pero que querían que el equipaje se llevara a sus alojamientos como estaba planeado. Después le dije como de pasada a Edgar que el señor había salido de viaje un poco antes de lo previsto para evitar alborotos, pues deseaba marcharse discretamente. Las habitaciones vacías de Adair y de Jonathan parecían confirmar mis palabras, y Edgar se limitó a encogerse de hombros y a volver a sus tareas; supuse que les contaría lo mismo a los otros si le preguntaban.
Jonathan seguía trabajando, deteniéndose cada vez que percibíamos algún movimiento cerca. En general, aquel profundo subterráneo estaba en completo silencio, y oíamos poca agitación procedente de las plantas ocupadas, aunque cómo podíamos oír, con los almacenes situados entre la planta baja y la bodega del vino. Aun así, estaba nerviosa, segura de que los otros irían a buscarme. Quería terminar con aquel horrible acto. «El hombre que está en la celda es un monstruo», me decía una y otra vez para aliviar mi creciente sentimiento de culpa. No era el hombre que yo había conocido.
– Date prisa, por favor -murmuré desde la vieja cuba en la que estaba.
– Se hace lo que se puede, Lanny -dijo Jonathan por encima del hombro, sin reducir su ritmo-. Tus venenos…
– ¡Míos, no! ¡Por lo menos, no solo míos! -grité, y bajé de un salto de la cuba.
– El veneno dejará de hacer efecto tarde o temprano. Los nudos pueden aflojarse y la mordaza soltarse, pero esta pared no debe fallar. Tiene que ser tan fuerte como podamos hacerla.
– Muy bien.
Andaba de un lado para otro mientras me retorcía las manos. Sabía que la pócima no podía matar a Adair, aunque hubiera sido veneno, pero tenía la esperanza de que lo dejara dormido para siempre o hubiera causado algún daño a su cerebro, de modo que nunca fuera consciente de lo que le había ocurrido. Porque no era un ser mágico, ni un demonio ni un ángel. No podía conseguir que los nudos se deshicieran solos ni traspasar las paredes como un fantasma, como tampoco podía hacerlo yo. Lo cual significaba que con el tiempo se despertaría en la oscuridad y no podría quitarse la mordaza de la boca, ni gritar pidiendo auxilio… y quién sabía cuánto tiempo se quedaría allí, enterrado vivo.
Esperé un momento a nuestro lado de la pared de piedra, para ver si sentía la familiar vibración de la presencia de Adair, pero no la sentí. Se había esfumado. Puede que solo hubiera desaparecido porque Adair estaba profundamente narcotizado. Era posible que la volviera a sentir cuando él recobrara el conocimiento. Y qué tortura sería sentir su agonía viva en mí, día tras día, y no poder hacer nada al respecto… No sabría decirte cuántas noches he pensado en lo que le hice a Adair, y ha habido ocasiones en las que estuve tentada de deshacer lo que le había hecho, si hubiera podido. Pero en aquellos momentos no podía permitirme pensar en ello. Era demasiado tarde para sentir piedad y remordimiento.
Jonathan se escabulló aquella noche mientras los demás estaban fuera en una de sus juergas habituales. Recibí un anticipo de las discusiones que iba a tener con Jonathan cuando, después de salir a la calle, se volvió hacia mí y me dijo:
– Ahora podemos volver a Saint Andrew, ¿no?
– Saint Andrew es el último sitio al que podemos ir, porque allí precisamente es donde nos descubrirían primero. Nunca nos haremos viejos, nunca enfermaremos. Toda esa gente con la que quieres volver acabaría mirándote con horror. Llegarían a tenerte miedo. ¿Es eso lo que quieres? ¿Cómo nos explicaríamos? No podemos, y el reverendo Gilbert seguro que nos haría juzgar por brujería.
Se le nubló la expresión al escuchar esto, pero no dijo nada.
– Tenemos que desaparecer. Debemos ir a donde nadie nos conozca… y estar preparados para marcharnos en cualquier momento. Has de confiar en mí, Jonathan. Tienes que apoyarte en mí. Ahora solo nos tenemos el uno al otro.
Él no discutió; me besó en la mejilla y se dirigió a la posada donde pensábamos encontrarnos al día siguiente.
Por la mañana, les dije a los otros que me iba a marchar para reunirme con Adair y con Jonathan en Filadelfia. Cuando Tilde arqueó una ceja sospechando algo, utilicé con ella las palabras de Adair, diciéndole que él no podía soportar sus miradas acusadoras por lo que le había hecho a Uzra, y que si ellos no eran capaces de perdonarle, yo sí lo había hecho. Después fui a ver a Pinnerly para pedirle la lista de cuentas abiertas a nombre de Jonathan. Aunque el abogado se resistió a entregarme documentos privados de Adair, una sesión de no más de diez minutos sobre mis rodillas en el cuarto de atrás fue suficiente para que cambiara de parecer, y ¿qué eran diez minutos más de prostitución a cambio de un futuro económico seguro? Estaba convencida de que Jonathan me perdonaría y, de todas maneras, nunca se iba a enterar.
Los otros no me dijeron a la cara lo que pensaban, pero se mostraban escépticos y recelosos, y se reunían en los rincones y en descansillos a oscuras para murmurar entre ellos. Aun así, al final se marcharon a sus habitaciones o a ocuparse de otros asuntos, dejándome vía libre para introducirme en el despacho. Jonathan y yo necesitábamos dinero para huir, al menos hasta que tuviéramos acceso a los fondos que el propio Adair había preparado… para su propio futuro, claro.
Me llevé una sorpresa al ver a Alejandro sentado y abatido tras la mesa, con la cabeza entre las manos. No obstante, me miró con indiferencia mientras yo sacaba dinero de la caja de Adair y me lo guardaba en un bolso. Era natural que le llevara más fondos a Adair para gastar durante su viaje. Pero Alejandro torció la cabeza con curiosidad al verme descolgar de la pared el retrato de Jonathan. Era el único objeto que yo no era capaz de dejar allí. Quité el respaldo del marco y, poniendo un papel de seda encima del dibujo y una gamuza debajo, lo enrollé cuanto pude y lo sujeté con una cinta de seda roja.
– ¿Para qué te llevas el dibujo?
– Voy a ver a un pintor en Filadelfia. Adair quiere presentárselo a Jonathan; quiere que haga un cuadro a partir de este, aunque él no pose…
– Nunca ha hecho algo así -dijo Alejandro, y dejó de insistir con la desesperación de quien acepta lo inevitable-. Es muy… inesperado. Es muy raro. No sé qué hacer a partir de ahora.
– Todo tiene un final -dije, y salí del despacho.
Esperé en el carruaje mientras los sirvientes bajaban mis baúles y los sujetaban en la parte de atrás. Después, el coche se puso en marcha con una sacudida y me sumergí en el tráfico de Boston, confundiéndome entre la multitud.