—¿Quieres mirar esto? ¡No me extraña que nunca tenga dinero!

—¿Qué quieres decir?

—¡Lo gasta en mujeres! ¿Quién lo hubiera dicho? Mira esta anotación. ¡Cuatro en una semana!

Zanahoria miró por encima del hombro de Angua. En la cama, Vimes resopló.

Allí, en la página, en la letra llena de curvas y ondulaciones de Vimes, se leían las palabras:


Señora Gaskin, calle Picadillo: 5$

Señora Scurrick, calle Melaza: 4$

Señora Maroon, callejón Wixon: 4$

Annabel Curry, Parsimurgente: 2$


—Annabel Curry no pudo haber sido gran cosa, por solo dos dólares —dijo Angua.

Fue consciente de un descenso súbito de la temperatura.

—No, supongo que no —dijo Zanahoria, hablando muy despacio—. Solo tiene nueve años.

Una de sus manos agarró con mucha firmeza la muñeca de Angua y la otra le arrancó el libro de los dedos.

—¡Eh, suéltame!

—¡Sargento! —gritó Zanahoria por encima del hombro—. ¿Puede subir aquí un momento?

Angua trató de apartarse. El brazo de Zanahoria era tan inamovible como una barra de hierro.

El crujido de los pies de Colon resonó en la escalera, y la puerta se abrió.

Colon sostenía una tacita muy pequeña con unas tenacillas.

—Nobby ha traído el ca… —empezó a decir, y se calló.

—Sargento —dijo Zanahoria, mirando a Angua a la cara—, la guardia interina Angua querría saber quién es la señora Gaskin.

—¿La viuda del viejo Piernas Gaskin? Vive en la calle Picadillo.

—¿Y la señora Scurrick?

—¿La de la calle Melaza? Ahora se dedica a lavar ropa.

La mirada del sargento Colon fue del uno al otro, tratando de entender la situación.

—¿La señora Maroon?

—Esa es la viuda del sargento Maroon, vende carbón en…

—¿Y qué me dice de Annabel Curry?

—Seguro que aún va a las Hermanas Despreciativas en la Escuela de Caridad de Sek el de las Siete Manos, ¿verdad? —Colon sonrió nerviosamente a Angua, todavía no muy seguro de lo que estaba ocurriendo allí—. Es la hija del cabo Curry, pero naturalmente eso fue antes de vuestra época…

Angua alzó la mirada hacia el rostro de Zanahoria. Su expresión era indescifrable.

—¿Son viudas de policías? —dijo.

Zanahoria asintió.

—Y una huérfana.

—Es una vida muy dura —dijo Colon—. No hay pensiones para las viudas, ¿sabes?

Su mirada pasó del uno al otro.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

Zanahoria aflojó su presa, se volvió, metió el libro dentro del arcón y bajó la tapa.

—No —dijo.

—Oye, lo sien… —empezó a decir Angua. Zanahoria hizo como si no existiera y se volvió hacia el sargento.

—Dele el café.

—Pero… catorce dólares… ¡Eso es casi la mitad de su paga!

Zanahoria cogió el fláccido brazo de Vimes y trató de abrirle el puño, pero los dedos permanecieron cerrados a pesar de que Vimes estaba inconsciente.

—¡Quiero decir que, bueno, la mitad de su paga es…!

—No sé qué es lo que tiene en la mano —dijo Zanahoria, sin hacerle ningún caso—. Quizá sea una pista.

Cogió el café e incorporó a Vimes tirando del cuello de su camisa.

—Beba esto, capitán —dijo—, y todo se volverá mucho… más claro…

El café klatchiano resulta todavía más eficaz para recuperar la sobriedad que un inesperado sobre marrón remitido por el recaudador de impuestos. De hecho, los entusiastas del café siempre tornan la precaución de ponerse borrachos a conciencia antes de tocarlo, porque el café klatchiano te lleva de vuelta a la sobriedad y, si no tienes mucho cuidado, te arrastra a través de ella hasta dejarte en el otro lado, allí donde la mente del hombre nunca debería ir. La opinión general en la Guardia era que Samuel Vimes andaba un mínimo de dos copas bajo par, y necesitaba un doble bien cargado incluso para estar sobrio.

—Con cuidado… con cuidado… —murmuró Zanahoria mientras dejaba que unas cuantas gotas se deslizaran entre los labios de Vimes.

—Oye, cuando dije… —empezó a decir Angua.

—Olvídalo —dijo Zanahoria sin ni siquiera volverse a mirarla.

—Yo solo…

—He dicho que lo olvides.

Vimes abrió los ojos, le echó una mirada al mundo y gritó.

—¡Nobby!

—¿Sí, sargento?

—¿Trajiste el Especial Desierto Rojo o el Directo de la Montaña Rizada?

—El Desierto Rojo, sargento, porque…

—Podrías haberlo dicho. Más vale que me traigas… —Contempló la mueca de horror que estaba poniendo Vimes— medio vaso de Abrazodeoso. Lo hemos enviado demasiado lejos en la dirección opuesta.

El vaso fue traído y administrado. Vimes fue dejando de estar rígido a medida que el contenido del vaso iba surtiendo efecto.

Su palma se abrió.

—Oh, dioses —dijo Angua—. ¿Tenemos alguna venda?


El cielo era un pequeño círculo blanco, allá en las alturas.

—¿Dónde demonios estamos, compañero? —dijo Cuddy.

—Cueva.

—No hay cuevas debajo de Ankh-Morpork. Está construida encima de terreno arcilloso.

Cuddy había caído unos nueve metros, pero la caída había quedado bastante amortiguada porque había aterrizado encima de la cabeza de Detritus. El troll había estado sentado, rodeado por maderas medio podridas, dentro de… bueno… dentro de una cueva. O bien, pensó Cuddy a medida que sus ojos iban acostumbrándose a la penumbra, dentro de un túnel recubierto de piedra.

—No hice nada —dijo Detritus—. Yo estaba allí, y de pronto todo estaba pasando hacia arriba.

Cuddy metió la mano en el barro que había debajo de sus pies y extrajo un trozo de madera. Era muy gruesa. También estaba muy podrida.

—Caímos en algo pasando a través de algo —dijo. Pasó la mano por la curva de la pared del túnel—. Y esta obra es excelente. Muy buena.

—¿Cómo salimos?

No había ninguna manera de volver a subir al sitio desde el cual habían caído. El techo del túnel era mucho más alto que Detritus.

—Caminando, creo —dijo Cuddy.

Husmeó el aire, que olía a cerrado. Los enanos tienen un excelente sentido de la dirección en el subsuelo.

—Por aquí —añadió, poniéndose en movimiento.

—¿Cuddy?

—¿Sí?

—Nadie dice nunca que hay túneles debajo de la ciudad. Nadie sabe de ellos.

—¿Y?

—Que no hay salida. Porque la salida también es la entrada, y si nadie sabe de los túneles, entonces no hay ninguna entrada.

—Pero tienen que llevar a alguna parte.

—De acuerdo.

El barro negro, más o menos seco, formaba un sendero en el fondo del túnel. Las paredes también estaban cubiertas de un fango mucho más húmedo, una indicación de que aquel túnel había estado lleno de agua en algún momento del pasado reciente. Aquí y allá enormes extensiones de hongos, iluminadas por la podredumbre, proyectaban una tenue claridad sobre la antigua obra.[21] Cuddy empezó a sentirse un poco más animado mientras andaba por la oscuridad. Los enanos siempre estaban más contentos bajo tierra.

—Tenemos que encontrar una salida —dijo.

—Claro.

—Bueno… ¿Y cómo es que te alistaste en la Guardia?

—¡Ja! Mi chica Rubí ella dice, tú quieres casarte, tú consigues trabajo como es debido, yo no caso con troll que la gente dice, él no buen troll, él más duro de mollera que tabla del suelo. —La voz de Detritus creó ecos que resonaron en la oscuridad—. ¿Y tú?

—Me aburría. Trabajaba para mi cuñado Durance. Se gana muy bien la vida con su negocio de preparar ratas de la suerte para los restaurantes de enanos. Pero pensé que aquello no era un trabajo adecuado para un enano.

—A mí suena como trabajo fácil.

—Me costaba horrores conseguir que se tragaran los papelitos de la suerte.

Cuddy se detuvo. Un cambio en el aire sugería que había un túnel más vasto delante de ellos.

Y, ciertamente, el túnel daba a la pared lateral de otro túnel mucho más grande. Había una profunda capa de barro en el suelo, por el centro de la cual corría un hilillo de agua. Cuddy creyó oír ratas, o lo que esperaba fuesen ratas, apresurándose a correr hacia el oscuro vacío. Incluso le pareció poder oír los sonidos de la ciudad —tenues, entremezclados unos con otros— filtrándose por la tierra.

—Es como un templo —dijo, y su voz retumbó en la lejanía.

—Escrito aquí en pared —dijo Detritus.

Cuddy contempló las letras profundamente esculpidas en la piedra.

—VÍA CLOACA —dijo—. Mmm… Bueno, veamos… «vía» es una palabra antigua que significa «calle o camino». «Cloaca» significa…

Escudriñó la penumbra.

—Esto es una alcantarilla —dijo.

—¿Qué eso?

—Es como… bueno, ¿dónde tiran los trolls su… basura? —dijo Cuddy.

—En calle —dijo Detritus—. Higiénico.

—Esto es… una calle subterránea reservada a… bueno, a la bosta —dijo Cuddy—. No sabía que Ankh-Morpork las tuviera.

—Quizá Ankh-Morpork no sabía que Ankh-Morpork las tenía —dijo Detritus.

—Claro. Tienes razón. Este sitio es antiguo. Estamos en las entrañas de la tierra.

—En Ankh-Morpork hasta la mierda tiene una calle para ella sola —dijo Detritus, con un temeroso asombro en su voz—. Realmente, esta es una tierra de oportunidades.

—Aquí hay escrito algo más —dijo Cuddy, quitando parte del barro—. «Cirone IV me fabricat» —leyó en voz alta—. Fue uno de los primeros reyes, ¿verdad? Eh, ¿sabes qué es lo que significa eso?

—Nadie ha estado aquí abajo desde ayer —dijo Detritus.

—¡No! Este sitio… este sitio tiene más de dos mil años. Probablemente somos las primeras personas que bajan aquí desde…

—Ayer —dijo el troll.

—¿Ayer? ¿Ayer? ¿Qué tiene que ver el día de ayer con todo esto?

—Pisadas todavía frescas —dijo Detritus.

Señaló hacia delante.

Había huellas de pisadas en el barro.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —preguntó Cuddy, sintiéndose de repente muy visible en el centro del túnel.

—Nueve años. Ese es el número de años que he vivido aquí. Nueve —dijo Detritus, orgullosamente—. Y ese solo uno de un gran… número de números hasta los que puedo contar.

—¿Has oído hablar alguna vez de túneles bajo la ciudad?

—No.

—Pero alguien sabe acerca de ellos.

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer?

La respuesta era inevitable. Habían perseguido a un hombre hasta el interior del almacén de futuros porcinos, y casi habían muerto. Luego habían terminado encontrándose metidos en el centro de una pequeña guerra, y casi habían muerto. Ahora se encontraban en un túnel misterioso donde había huellas de pisadas frescas. Si el cabo Zanahoria o el sargento Colon llegaban a preguntarles qué fue lo que hicieron entonces, ninguno de los dos podía hacer frente a la idea de decirles que se habían vuelto por donde vinieron.

—Las pisadas van en esa dirección —dijo Cuddy—, y luego regresan. Pero las que regresan no son tan profundas como las que van hacia allí. Puedes ver que son posteriores porque pasan por encima de las otras. Así que cuando fue hacia allí pesaba más que cuando regresó, ¿sí?

—Sí —dijo Detritus.

—¿Así que eso significa…?

—¿Que pierde peso?

—Que llevaba algo consigo, y que lo dejó… en algún lugar de allí delante.

Contemplaron la oscuridad.

—¿Así que vamos y averiguamos qué era? —preguntó Detritus.

—Eso creo. ¿Cómo te sientes?

—Me siento bien.

Aunque pertenecían a especies distintas, de pronto sus mentes se habían visto invadidas por una sola imagen que llevaba aparejados el fogonazo surgido de un tubo y un proyectil de plomo que cantaba a través de la noche subterránea.

—Él regresó —dijo Cuddy.

—Sí —dijo Detritus.

Volvieron a contemplar la oscuridad.

—No ha sido un día muy agradable —dijo Cuddy.

—Eso verdad.

—Hay una cosa que me gustaría saber, solo por si se diera el caso de que… quiero decir que… oye, ¿qué fue lo que sucedió exactamente dentro del almacén de cerdo? ¡Hiciste todas esas matemáticas! ¡Todas esas cuentas!

—Yo… no sé. Lo vi todo.

—¿Todo qué?

—Pues todo ello. Todo. Todos los números que hay en el mundo. Podía contarlos todos.

—¿Y daban igual a qué ?

—No sé. ¿Qué significa igual?

Siguieron adelante, para ver qué era lo que les reservaba el futuro.

El sendero terminaba llevando a un túnel más angosto que apenas si era lo bastante grande para que el troll pudiera mantenerse erguido. Finalmente no pudieron seguir adelante. Una piedra había caído del techo y los escombros y el barro habían ido fluyendo alrededor de ella, obstruyendo el túnel. Pero aquello no importaba, porque ya habían encontrado lo que estaban buscando, a pesar de que no lo hubiesen estado buscando.

—Oh, cielos —dijo Detritus.

—Decididamente sí —dijo Cuddy, mirando vagamente a su alrededor—. ¿Sabes?, creo que normalmente estos túneles están llenos de agua —dijo después—. Quedan muy por debajo del nivel normal del río.

Volvió nuevamente la mirada hacia el patético descubrimiento.

—Esto va a crear un montón de problemas —dijo.


—Es su placa —dijo Zanahoria—. Oh, cielos. La ha estado sujetando con tanta fuerza que se le ha clavado en la mano.


Técnicamente hablando, Ankh-Morpork está construida sobre terreno arcilloso, pero en su mayor parte está construida sobre Ankh-Morpork. La ciudad ha sido construida, incendiada, recubierta por los sedimentos, y reconstruida tantas veces que sus cimientos son sótanos viejos, caminos enterrados y los huesos fósiles y los vertederos de ciudades anteriores.

Debajo de ellos, en la oscuridad, el troll y el enano estaban sentados.

—¿ Qué hacer ahora?

—Deberíamos dejarlo aquí y traer al cabo Zanahoria. Él sabrá qué es lo que hay que hacer.

Detritus miró por encima del hombro la cosa que había detrás de ellos.

—Eso a mí no gusta nada —dijo—. Dejarlo aquí no estar bien.

—Claro. Sí, tienes razón. Pero tú eres un troll y yo soy un enano. ¿Qué piensas que ocurriría si la gente nos viera llevando eso por las calles?

—Problema grande.

—Correcto. Venga, vamos. Sigamos las huellas hasta que nos lleven fuera de aquí.

—¿Suponiendo que no esté cuando regresamos? —murmuró Detritus, levantándose pesadamente.

—¿Cómo iba a hacerlo? Y ahora nosotros estamos siguiendo las huellas que conducen hacia fuera, así que si quienquiera que sea que lo puso aquí vuelve, entonces nos daremos de narices con ellos.

—Oh, bien. Yo contento de que tú hayas dicho eso.


Vimes estaba sentado en el borde de su cama mientras Angua le vendaba la mano.

—¿El capitán Quirke? —dijo Zanahoria—. Pero él… no es una buena elección.

—Mayonesa Quirke, solíamos llamarle —dijo Colon—. Es un capullo.

—No me lo digas —dijo Angua—. Es rico, espeso y pringoso, ¿verdad?

—Y huele un poquito a huevos —dijo Zanahoria.

—Luce un penacho en el casco —dijo Colon—, y lleva una coraza en la que te puedes ver la cara.

—Bueno, Zanahoria también tiene una coraza así —dijo Nobby.

—Sí, pero la diferencia es que Zanahoria mantiene su coraza limpia porque a él… le gusta tener una coraza bien limpia —dijo Colon lealmente—. Mientras que Quirke mantiene brillante la suya porque es un capullo.

—Pero ya ha resuelto el caso —dijo Nobby—. Oí hablar de ello cuando fui a por el café. Ha arrestado a Caradecarbón el troll. Ya sabe a quién me refiero, ¿verdad, capitán? El que limpia las letrinas. Alguien lo vio cerca de la calle Escarcha justo antes de que mataran al enano.

—Pero Caradecarbón es inmenso —dijo Zanahoria—. No podría haber pasado por esa puerta.

—Tiene un motivo —dijo Nobby.

—¿Sí?

—Sí. Martillogrande era un enano.

—Eso no es un motivo.

—Lo es para un troll. Y en todo caso, si no hizo eso, probablemente haya hecho algo. Hay montones de evidencias contra él.

—¿Como cuáles? —quiso saber Angua.

—Es un troll.

—Eso no es ninguna evidencia.

—Para el capitán Quirke sí que lo es —dijo el sargento.

—Tiene que haber hecho algo —repitió Nobby.

Al decir aquello se estaba haciendo eco de la visión del crimen y el castigo que tenía el patricio. Si había habido un crimen, entonces debería haber un castigo. Que el criminal en cuestión debiera verse involucrado en el proceso del castigo era una feliz casualidad, pero en el caso de que no fuera así entonces cualquier criminal serviría, y dado que todo el mundo era sin duda culpable de algo, el resultado final era que, en términos generales, se hacía justicia.

—Ese Caradecarbón es un mal elemento —dijo Colon—. Es la mano derecha de Crysoprase.

—Sí, pero no pudo matar a Bjorn —dijo Zanahoria—. ¿Y qué hay de la joven mendiga?

Vimes estaba mirando el suelo y no se había movido.

—¿Qué opina usted, capitán? —preguntó Zanahoria.

Vimes se encogió de hombros.

—¿A quién le importa? —dijo.

—Bueno, a usted sí que le importa —dijo Zanahoria—. Siempre le ha importado. Y ahora no podemos permitir que alguien como…

—Escúchame —dijo Vimes, hablando con un hilo de voz—. Supongamos que descubrimos quién mató al enano y al payaso. O a la chica. Eso no cambiaría nada. Está podrido de todas maneras.

—¿Qué es lo que está podrido, capitán? —preguntó Colon.

—Todo. Sería como intentar vaciar un pozo con un cedazo. Deja que los asesinos intenten resolverlo. O los ladrones. Luego puede intentarlo con las ratas. ¿Por qué no? No somos las personas adecuadas para esto. Deberíamos habernos conformado con seguir haciendo sonar nuestras campanas y gritando que todo va bien.

—Pero es que no todo va bien, capitán —dijo Zanahoria.

—¿Y qué? ¿Cuándo ha importado eso?

—Oh, cielos —murmuró Angua—. Me parece que quizá le habéis dado demasiado de ese café…

—Mañana me retiraré de la Guardia —dijo Vimes—. Veinticinco años en las calles…

Nobby empezó a sonreír nerviosamente y dejó de hacerlo cuando el sargento, aparentemente sin cambiar de postura para ello, le agarró uno de los brazos y se lo retorció suave pero muy significativamente hacia la parte superior de su espalda.

—¿… Y de qué ha servido todo? ¿Acaso le he hecho algún bien a alguien? Lo único que he conseguido ha sido gastar un montón de botas. ¡No hay lugar en Ankh-Morpork para los policías! ¿A quién le importa lo que está bien y lo que está mal? ¡Asesinos y ladrones y trolls y enanos! ¡Ya puestos, no veo por qué no podríamos tener un puto rey!

El resto de la Guardia Nocturna se estaba mirando los pies en un mudo embarazo. Finalmente Zanahoria dijo:

—Es mejor encender una vela que maldecir a la oscuridad, capitán. Eso es lo que dicen.

¿Qué? —La súbita rabia de Vimes fue como el estallido de un trueno—. ¿Quién dice eso? ¿Cuándo ha sido cierto eso alguna vez? ¡Nunca lo ha sido! Es la clase de cosa que dicen las personas que no tienen poder para que así todo parezca menos espantoso y horrendo, pero en realidad no son más que palabras, nunca cambia nada…

Alguien llamó con fuerza a la puerta.

—Será Quirke —dijo Vimes—. Tenéis que entregarle vuestras armas. La Guardia Nocturna ha quedado libre de servicio durante un día. No podemos tener a un montón de policías correteando por ahí e interfiriendo con todo, ¿verdad? Abre la puerta, Zanahoria.

—Pero… —empezó a decir Zanahoria.

—Eso era una orden. Puede que no sirva para nada más, pero todavía soy perfectamente capaz de ordenarte que abras la puerta, ¡así que abre la puerta!

Quirke venía acompañado por media docena de miembros de la Guardia Diurna. Llevaban ballestas. En deferencia al hecho de que estaban haciendo un trabajo levemente desagradable que involucraba a otros agentes de la ley, las mantenían ligeramente apuntadas hacia abajo. En deferencia al hecho de que no eran idiotas, les habían quitado los seguros.

En realidad, Quirke no era un mal tipo. Carecía de la imaginación necesaria para ello. Lo suyo era más bien esa especie de antipatía general que oscurece ligeramente el alma de todos aquellos que entran en contacto con ella.[22] Muchas personas desempeñan trabajos que les vienen un poco grandes, pero hay varias maneras de reaccionar ante la situación. A veces esas personas se muestran muy amables y un poco agobiadas, y a veces son Quirke. Quirke hacía frente a ese tipo de situaciones con una máxima: da igual que tengas razón o estés equivocado, con tal de que seas muy claro y decidido. Hablando a grandes rasgos, en Ankh-Morpork no existe ningún prejuicio racial auténtico: cuando tienes enanos y trolls, el mero color que tengan otros humanos no es una cuestión demasiado importante. Pero Quirke era la clase de hombre al que le sale de manera natural pronunciar la palabra negro con dos g.

Lucía un sombrero adornado con un penacho de plumas.

—Entre, entre —dijo Vimes—. No estábamos haciendo nada importante.

—Capitán Vimes…

—No pasa nada. Ya lo sabemos. Dadle vuestras armas, gente. Es una orden, Zanahoria. Una espada del modelo oficial, una pica o alabarda, un palo nocturno o porra, una ballesta. Es eso, ¿verdad, sargento Colon?

—Siseñor.

La vacilación de Zanahoria solo duró un instante.

—Oh, bueno —dijo—. Mi espada oficial está en el soporte.

—Y esa que cuelga de su cinturón, ¿qué es?

Zanahoria no dijo nada. No obstante, cambió ligeramente de postura. Sus bíceps tensaron el cuero de su jubón.

—La espada oficial. Muy bien —dijo Quirke. Se volvió. Quirke era una de esas personas que retroceden cuando se las ataca vigorosamente, pero que atacan sin piedad a todo lo que sea débil—. ¿Dónde está el chupapiedras? —preguntó—. ¿Y la roca?

—Ah —dijo Vimes—, ¿se está refiriendo a esos miembros representativos de nuestras especies hermanas en la inteligencia que han elegido unir su suerte a la gente de esta ciudad?

—Me refiero al enano y al troll —dijo Quirke.

—No tengo ni la más remota idea —dijo Vimes alegremente.

Angua tuvo la vaga impresión de que volvía a estar borracho, suponiendo que las personas pudieran emborracharse de desesperación.

—No lo sabemos, señor —dijo Colon—. No les hemos visto en todo el día.

—Probablemente estarán peleándose en el Camino de la Cantera con el resto de ellos —dijo Quirke—. No puedes confiar en ese tipo de gente. Ya deberían saberlo.

Y Angua también tuvo la impresión de que si bien palabras como mediapinta y chupapiedras resultaban ofensivas, eran como términos de hermandad universal comparadas con palabras como «ese tipo de gente» en la boca de hombres como Quirke. Para su perplejidad, descubrió que su mirada no se apartaba de la yugular de aquel hombre.

—¿Peleándose? —dijo Zanahoria—. ¿Por qué?

Quirke se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—Bueno, dejadme pensar —dijo Vimes—. Podría tener algo que ver con un arresto equivocado. Podría tener algo que ver con los enanos más revoltosos a los que les basta con cualquier excusa para ir a meterse con los trolls. ¿Qué piensa usted, Quirke?

—Yo no pienso, Vimes.

—Hace bien. Es usted justo el tipo de hombre que necesita la ciudad.

Vimes se levantó.

—Bueno, pues en ese caso me voy —dijo—. Os veré a todos mañana. Si es que hay un mañana.

La puerta se cerró detrás de él con un ruidoso portazo.


Aquella cámara era enorme. Tenía las dimensiones de una plaza de ciudad, con pilares espaciados cada pocos metros para sostener el techo. Había túneles irradiando de ella en todas las direcciones, y a distintas alturas en las paredes. El agua manaba de muchos de ellos procedente de pequeños manantiales y arroyos subterráneos.

Ese era el problema. La película de agua que se deslizaba sobre el suelo de piedra de la cámara había borrado cualquier rastro de las huellas.

Un túnel muy grande, casi obstruido por escombros y sedimentos, se alejaba de la cámara yendo en lo que Cuddy estaba bastante seguro era la dirección del estuario.

El lugar casi resultaba agradable. No había ningún olor, aparte de una tenue traza de humedad como la que queda atrapada debajo de una piedra. Y hacía fresco.

—He visto grandes salones de los enanos en las montañas —dijo Cuddy—, pero he de admitir que esto es otra cosa.

Su voz creó ecos que rebotaron por toda la cámara.

—Oh, sí —dijo Detritus—. Tiene que ser alguna otra cosa, porque no es un salón de los enanos en las montañas.

—¿Ves alguna manera de subir?

—No.

—Podríamos haber pasado de largo delante de una docena de caminos que llevan a la superficie y no haberlo sabido.

—Sí —dijo el troll—. Es un problema peliagudo.

—¿Detritus?

—¿Sí?

—¿Sabías que aquí abajo, donde no hace tanto calor, estás empezando a volverte más inteligente de nuevo?

—¿De veras?

—¿Podrías utilizar esa inteligencia para pensar en una manera de salir de aquí?

—¿Cavando? —sugirió el troll.

Había bloques caídos aquí y allá en los túneles. No muchos, porque el lugar estaba muy bien construido.

—No. No tengo una pala —dijo Cuddy.

Detritus asintió.

—Dame tu coraza —dijo.

La dejó apoyada en la pared. Su puño la golpeó unas cuantas veces. Luego se la devolvió a Cuddy. Ahora tenía, más o menos, la forma de una pala.

—Hay que recorrer mucha distancia hasta llegar arriba —dijo Cuddy con voz dubitativa.

—Pero conocemos el camino —dijo Detritus—. Es eso, o quedarte aquí abajo comiendo rata durante el resto de tu vida.

Cuddy titubeó. La idea tenía un cierto atractivo…

—Sin ketchup —añadió Detritus.

—Creo que vi una piedra caída no muy lejos de aquí —dijo el enano.


El capitán Quirke paseó la mirada por la sala de la Guardia con el aire de alguien que le está haciendo un favor al escenario al contemplarlo.

—Muy agradable —dijo—. Me parece que nos trasladaremos aquí. Estaremos mejor que en los cuarteles que hay cerca del Palacio.

—Pero aquí estamos nosotros —dijo el sargento Colon.

—Entonces tendrán que apretarse un poco —dijo el capitán Quirke.

Miró a Angua. La fijeza con que lo miraba aquella joven estaba empezando a ponerle un poco nervioso.

—También habrá unos cuantos cambios —dijo. La puerta se abrió con un crujido detrás de él y un perrito que olía bastante mal entró en la sala.

—Pero lord Vetinari no ha dicho quién va a mandar la Guardia Nocturna —dijo Zanahoria.

—Oh, ¿sí? Pues a mí me parece, a mi me parece —dijo Quirke—, que no es probable que vaya a ser uno de ustedes, ¿eh? Me parece que lo más probable es que se combinen las Guardias. Me parece que hay mucho desbarajuste por aquí. Me parece que esto es una olla de grillos.

Volvió a mirar a Angua. Su manera de mirarle estaba sacándole de quicio.

—Me parece… —volvió a empezar Quirke, y entonces reparó en el perro—. ¡Miren esto!—dijo—. ¡Perros en la Casa de la Guardia! —Le atizó una patada enérgica a Gaspode y sonrió cuando el perro se apresuró a buscar refugio debajo de la mesa con un chillido.

—¿Y qué hay de Lettice Knibbs, la joven mendiga?—dijo Angua—. A ella no la mató ningún troll. Ni al payaso.

—Hay que concentrarse en la imagen general —dijo Quirke.

—Señor capitán —dijo una voz desde debajo de la mesa, audible a un nivel consciente únicamente para Angua—, nota usted un picorcito en el trasero.

—¿Y cuál es esa gran imagen general? —preguntó el sargento Colon.

—Un picorcito realmente intenso —dijo la voz submesera.

—¿Se encuentra bien, capitán Quirke? —preguntó Angua.

El capitán se removió, intranquilo.

—Pica, pica, pica —dijo la voz.

—Lo que quiero decir es que algunas cosas son importantes, y otras no lo son —dijo Quirke—. ¡Aaargh!

—¿Cómo dice?

—Pica.

—No puedo quedarme hablando con ustedes todo el día —dijo Quirke—. Preséntese-En mi-Ofícina-Mañana por la tarde…

—Pica-pica-pica.

—¡Mediaaaaa vuelta!

La Guardia Diurna se apresuró a salir de la sala, con Quirke dando brincos y retorciéndose en, por así decirlo, la retaguardia.

—Caray, parecía ansioso por irse —dijo Zanahoria.

—Sí —dijo Angua—. No se me ocurre por qué.

Se miraron el uno al otro.

—¿Entonces se acabó? —dijo Zanahoria—. ¿No más Guardia Nocturna?


Generalmente, la biblioteca de la Universidad Invisible es muy silenciosa. Puede haber algún que otro susurro de pies mientras los magos deambulan por entre los estantes, la tos ocasional para perturbar el silencio académico y, muy de vez en cuando, un alarido de agonía cuando un estudiante descuidado se olvida de tratar a algún grimorio antiguo con la cautela que se merece.

Considérese a los orangutanes.

En todos los mundos agraciados con su presencia se sospecha que los orangutanes saben hablar pero optan por no hacerlo por si acaso los humanos los ponen a trabajar, posiblemente en la industria de la televisión. De hecho, los orangutanes saben hablar. Es solo que hablan en orangután. Los humanos, por su parte, solo son capaces de escucharlo en el idioma Perplejidad.

El Bibliotecario de la Universidad Invisible había tomado la decisión unilateral de ayudar a la comprensión produciendo un diccionario orangután/humano. Llevaba tres meses trabajando en él.

No resultaba nada fácil. Por el momento había conseguido llegar hasta «Oook».[23]

Había ido al nivel inferior de los Depósitos, donde hacía un poco más de fresco.

Y de pronto alguien estaba cantando.

El bibliotecario se sacó la pluma del pie y escuchó.

Un humano habría decidido que no podía dar crédito a sus oídos. Los orangutanes son mucho más sensatos. Si no crees en tus propios oídos, ¿en los oídos de quién vas a creer?

Alguien estaba cantando, en el subsuelo. O intentando cantar.

Las voces infaustas y endiabladas decían algo así como:

—Oor, roo. Oor, roo.

—¡Escucha, so… troll! Es la canción más simple que hay. Mira, empieza así: «¡Oro, Oro, Oro, Oro!».

—«Oro, Oro, Oro, Oro…»

—¡No! ¡Esa es la segunda estrofa!

También estaba el sonido rítmico de una pala desplazando tierra y de cascotes movidos de un lado a otro.

El Bibliotecario estuvo reflexionando durante un rato. Bien, así que… un enano y un troll. Prefería ambas especies a los humanos. Para empezar, ninguna de ellas leía mucho. El Bibliotecario estaba a favor de la lectura en general, claro está, pero los lectores en particular siempre lo ponían de los nervios. Había algo, bueno, sacrílego en su manera de ir sacando libros de los estantes y desgastar las palabras al leerlas. Al Bibliotecario le gustaba la gente que amaba y respetaba los libros y la mejor manera de hacer eso en su opinión, era dejando que siguieran encima de los estantes donde la Naturaleza había querido que estuvieran.

Las voces apagadas parecían estar aproximándose.

—Oro, oro, oro…

—¡Ahora estás cantando el estribillo!

Por otra parte, hay maneras más apropiadas que otras de entrar en una biblioteca.

El Bibliotecario fue hacia los estantes y cogió la obra todavía no superada de Tulipabulbero Cómo aniquilar a los insectos. Todas sus dos mil páginas.


Vimes iba por la avenida Pastelito sintiéndose bastante alegre y animado. Era consciente de que había un Vimes interior que se estaba desgañitando dentro de su cabeza. No le prestó atención.

No podías ser un auténtico policía en Ankh-Morpork y permanecer cuerdo. Tenía que importarte lo que hacías, y en Ankh-Morpork preocuparte por algo era como abrir una lata de carne en medio de un banco de pirañas.

Cada uno tenía su propia manera de hacer frente a eso. Colon nunca pensaba en ello, y a Nobby no le preocupaba en lo más mínimo, y los nuevos todavía no llevaban en la Guardia el tiempo suficiente para que los hubiera ido consumiendo, y Zanahoria… era él mismo.

Cientos de personas morían en la ciudad cada día, a menudo de suicidio. ¿Qué importancia podían tener unas cuantas más?

El Vimes de dentro empezó a golpear las paredes con los puños.

Había unas cuantas carrozas estacionadas delante de la mansión de los Ramkin, y el lugar parecía hallarse infestado por todo un surtido de parientes femeninas y Emmas Intercambiables. Estaban horneando cosas y abrillantando cosas. Vimes pasó a través de ellas sin que se le prestara demasiada atención.

Encontró a Sybil en la casa de los dragones, calzada con sus botas de goma y llevando su coraza protectora para los dragones. Estaba limpiando, en apariencia feliz e inconsciente del caos controlado que se agitaba dentro de la mansión.

Su futura esposa alzó la mirada cuando la puerta se cerró detrás de Vimes.

—Oh, estás aquí. Has vuelto a casa temprano —dijo—. No podía soportar el jaleo, así que me he venido aquí. Pero pronto tendré que ir a cambiarme porque…

Sybil se calló en cuanto vio la cara que estaba poniendo él.

—Algo va mal, ¿verdad?

—No voy a volver —dijo Vimes.

—¿De veras? La semana pasada dijiste que harías una guardia entera. Dijiste que tenías muchas ganas de hacerla.

Hay pocas cosas que se le escapen a la vieja Sybil, pensó Vimes.

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

—Me alegro de que lo hayas dejado —dijo.


El cabo Nobbs entró corriendo en la Casa de la Guardia y cerró de un portazo.

—¿Y bien? —preguntó Zanahoria.

—Las cosas se han ido poniendo bastante feas —dijo Nobby—. Dicen que los trolls planean marchar al Palacio para sacar de allí a Caradecarbón. Hay bandas de enanos y trolls recorriendo la ciudad en busca de problemas. Y mendigos. Lettice era muy popular. Y también hay un montón de gente de los gremios en las calles. La ciudad —dijo dándose aires de importancia— se ha convertido en un tonel de Pólvora Número Uno.

—¿Qué os parece la idea de ir a acampar al aire libre en la llanura? —dijo Colon.

—¿Qué tiene que ver eso con el problema actual?

—Si a alguien se le ocurre acercar un fósforo encendido a algo esta noche, será adiós Ankh —dijo el sargento con voz malhumorada—. Normalmente siempre podemos cerrar las puertas de la ciudad, ¿no? Pero ahora apenas si hay un metro de agua en el río.

—¿Inundáis la ciudad solo para apagar los incendios? —preguntó Angua.

—Aja.

—Ah, sí, me olvidaba de algo —dijo Nobby—. ¡Y además la gente me tiró cosas!

Zanahoria había estado mirando la pared. Ahora sacó de su bolsillo un maltrecho cuadernillo negro y empezó a pasar las páginas.

—Decidme una cosa —murmuró, hablando con una voz ligeramente distante—. ¿Ha habido algún quebrantamiento irreparable de la ley y el orden?

—Sí. Durante unos quinientos años —dijo Colon—. Un quebrantamiento irreparable de la ley y el orden es justo lo que es Ankh-Morpork.

—No, me refería a algo que se saliera de lo habitual. Es importante —dijo Zanahoria pasando una página. Sus labios se movieron en silencio mientras leía.

—Tirarme cosas suena como un quebrantamiento de la ley y el orden —dijo Nobby.

Se dio cuenta de las caras que estaban poniendo todos.

—No creo que pudiéramos hacer que colara —dijo Zanahoria.

—Pues te aseguro que algunas de esas cosas se me colaron dentro de la camisa —dijo Nobby—. Y unas cuantas se me quedaron pegadas.

—¿Por qué te tiraron cosas? —preguntó Angua.

—Pues porque yo era un guardia, por eso —dijo Nobby—. A los enanos no les gusta la Guardia por lo que le ocurrió al señor Martillogrande, y a los trolls no les gusta la Guardia por el arresto de Caradecarbón, y a la gente no le gusta la Guardia porque ahora hay montones de enanos y de trolls enfurecidos que van dando vueltas por ahí.

Alguien llamó ruidosamente a la puerta.

—Probablemente sea una turba enfurecida —dijo Nobby.

Zanahoria abrió la puerta.

—No es una turba enfurecida —anunció.

—Oook.

—Es un orangután que lleva a un enano aturdido seguido un troll. Pero por si te sirve de algo, está bastante enfurecido.


El mayordomo de lady Ramkin, Willikins, le había preparado un gran baño a Vimes. ¡Ja! Mañana Willikins sería su mayordomo, y aquel sería su baño.

Y aquel no era uno de los viejos baños hasta la cadera que se podían arrastrar por el suelo hasta dejarlos delante del fuego, no. La mansión Ramkin recogía el agua del tejado dentro de una gran cisterna, después de haber sacado de ella a las palomas, y luego el agua la calentaba por un antiguo géiser[24] y fluía a lo largo de cañerías de plomo que gemían y tamborileaban hasta llegar a un par de enormes grifos de latón, y de ahí a una bañera esmaltada. Había cosas dispuestas encima de una toalla junto a ella: enormes cepillos para frotarse, tres clases de jabón, una esponja de mano.

Willikins esperaba pacientemente junto a la bañera, como un toallero apenas calentado.

—¿Sí? —dijo Vimes.

—Su señoría… es decir, el padre de la señora… siempre pedía que se le frotara la espalda —dijo Willikins.

—Ve y ayuda al viejo géiser a calentar el horno —dijo Vimes con firmeza.

Cuando se hubo quedado solo, salió de su coraza y la tiró en un rincón. A la coraza le siguió la camisa de cota de malla, y el casco, y la bolsa del dinero, y las distintas prendas de cuero y algodón que se interponían entre un guardia y el mundo.

Y luego se sumergió, al principio cautelosamente, en el agua jabonosa.


—Prueba jabón. Jabón dará resultado —dijo Detritus.

—Estáte quieto, ¿quieres? —dijo Zanahoria.

—¡Me vas a arrancar la cabeza del cuello!

—Adelante, enjabónale cabeza.

—¡Enjabónate tú la tuya!

Hubo un súbito tung y el casco de Cuddy se desprendió de su cabeza.

Cuddy emergió a la luz, parpadeando. Enfocó la mirada en el Bibliotecario, y gruñó.

—¡Me atizó en la cabeza!

—Oook.

—Dice que salisteis a través del suelo —dijo Zanahoria.

—¡Eso no es razón para atizarme en la cabeza!

—Algunas de las cosas que salen del suelo en la Universidad Invisible ni siquiera tienen cabeza —dijo Zanahoria.

—¡Oook!

—O tienen centenares. ¿Por qué estabais cavando ahí abajo?

—No cavábamos ahí abajo. Cavábamos hacia arriba.

Zanahoria se sentó y escuchó. Solo interrumpió en dos ocasiones.

—¿Os disparó?

—Cinco veces —dijo Detritus, visiblemente contento—. He de comunicar daño en coraza, pero no en parte de atrás debido a que afortunadamente mi cuerpo se interpuso, salvando así valiosa propiedad ciudadana por valor de tres dólares.

Zanahoria siguió escuchando durante un rato.

—¿Alcantarillas? —terminó diciendo.

—Es como toda la ciudad, en el subsuelo. Vimos coronas y cosas talladas en las paredes.

A Zanahoria le brillaron los ojos.

—¡Eso quiere decir que tienen que datar de los días en que teníamos reyes! Y cuando empezamos a reconstruir una y otra vez la ciudad, nos olvidamos de que estaban allí abajo…

—Mmm… Eso no es todo lo que hay ahí abajo —dijo Cuddy—. Encontramos… algo.

—¿Oh?

—Algo malo.

—No te gustará nada —dijo Detritus—. Malo, malo, malo. Incluso peor.

—Pensamos que sería mejor dejarlo allí —dijo Cuddy—, debido a que era una Prueba. Pero tendrías que verlo.

—Pondrá todo patas arriba —dijo el troll, empezando a meterse en el papel.

—¿Qué era?

—Si te lo decimos, tú dices, estúpida gente étnica, me estáis tocando las nances —dijo Detritus.

—Así que será mejor que vengáis y lo veáis —dijo Cuddy.

El sargento Colon miró al resto de la Guardia.

—¿Todos nosotros? —preguntó nerviosamente—. Ejem. ¿No crees que un par de oficiales con experiencia deberían quedarse aquí arriba? ¿Por si ocurre algo?

—¿Te refieres a si ocurre algo aquí arriba? —preguntó Angua, hablando en un tono bastante ácido—. ¿O a si ocurre algo allá abajo?

—Iré con el guardia interino Cuddy y el guardia interino Detritus —dijo Zanahoria—. No creo que nadie más deba venir.

—¡Pero podría ser peligroso! —dijo Angua.

—Si encuentro a la persona que les ha estado disparando a unos guardias —dijo Zanahoria—, lo será.


Samuel Vimes estiró la pierna y abrió el grifo del agua caliente con el dedo gordo del pie.

Hubo una respetuosa llamada a la puerta, y Willikins entró a paso de mayordomo.

—¿El señor deseará alguna cosa?

Vimes se lo pensó.

—Lady Ramkin dijo que usted no desearía nada de alcohol —dijo Willikins, como si le estuviera leyendo los pensamientos.

—¿Lo dijo?

—Enfáticamente, señor. Pero tengo aquí un puro excelente.

Torció el gesto cuando Vimes le arrancó el extremo de un mordisco al puro y lo escupió por encima del borde de la bañera, pero acto seguido sacó una caja de fósforos del bolsillo y se lo encendió.

—Gracias, Willikins. ¿Cuál es tu nombre propio?

—¿Nombre propio, señor?

—Quiero decir que cómo te llama la gente cuando ha llegado a conocerte un poco mejor.

—Willikins, señor.

—Oh. Bien, de acuerdo. Bueno. Puedes irte, Willikins.

—Sí, señor.

Vimes volvió a recostarse dentro del agua caliente. La voz interior seguía estando presente en algún lugar, pero intentó no prestarle ninguna atención. A esta hora, estaba diciendo la voz, estarías procediendo por la calle de los Dioses Menores, justo al lado de ese muro de la ciudad antigua en el que podías hacer un alto y liarte un pitillo estando resguardado del viento…

Para ahogar a la voz, Vimes empezó a cantar con toda la potencia de sus pulmones.


Las alcantarillas cavernosas que había debajo de la ciudad resonaban con los ecos de voces humanas y casi humanas por primer vez en milenios.

—Aibó…

—… aibó…

—Oook oook oook oook oook…

—¡Vosotros todos estúpidos!

—No puedo evitarlo. Es mi sangre cuasienanesca. Nos gusta cantar en el subsuelo. Es algo que nos sale de una manera natural.

—De acuerdo, pero ¿por qué él cantando? El simio.

—Se hace enseguida con las costumbres de la gente.

Habían traído consigo antorchas. Las sombras saltaban entre los pilares dentro de la gran caverna, y volaban a lo largo de los túneles. Cualesquiera que fuesen los posibles peligros que hubiera al acecho, Zanahoria estaba fuera de sí por la alegría del descubrimiento.

—¡Es asombroso! ¡La Vía Cloaca se menciona en algún libro viejo que leí, pero todo el mundo pensaba que era una calle perdida! Un trabajo de construcción realmente soberbio. Tuvisteis suerte de que el nivel del río esté tan bajo. Parece como si normalmente estas alcantarillas estuvieran llenas de agua.

—Eso fue lo que dije yo —dijo Cuddy—. Llenas de agua, dije.

Observó con cautela las sombras que danzaban, las cuales creaban formas extrañas y preocupantes en la pared de enfrente: extraños animales bípedos, innombrables criaturas subterráneas…

Zanahoria suspiró.

—Deja de hacer sombras con las manos, Detritus.

—Oook.

—¿Qué decir él?

—Ha dicho «Haz el Conejo Deformado, es mi favorito» —tradujo Zanahoria.

Las ratas correteaban en la oscuridad. Cuddy miró a su alrededor. No paraba de imaginarse figuras, por allí atrás, tomando puntería a lo largo de una especie de tubo…

Hubo unos momentos un poco preocupantes cuando perdió de vista las huellas sobre la piedra mojada, pero luego volvió a encontrarlas cerca de una pared cubierta de moho. Y entonces, allí estaba aquel conducto en particular. Cuddy había hecho una señal en la piedra.

—No queda muy lejos —dijo, pasándole la antorcha a Zanahoria.

Zanahoria desapareció.

Oyeron sus pasos en el barro, y luego un silbido de sorpresa, y después silencio durante un rato. Zanahoria reapareció.

—Vaya, vaya —dijo—. ¿Sabéis quién es?

—Se parece a… —empezó a decir Cuddy.

—Se parece a un problema muy serio.

—¿Ves por qué no nos lo llevamos arriba? —dijo Cuddy—. Pensé que ir por las calles con un cadáver humano en estos momentos no sería una buena idea. Especialmente con este cadáver.

—Yo pensé algo de eso, también —aclaró Detritus.

—Muy bien pensado —dijo Zanahoria—. Bien hecho, hombres. Creo que sería mejor que… lo dejáramos aquí por ahora y que luego regresemos con un saco. Y… no se lo digáis a nadie más.

—Excepto al sargento y a los demás —dijo Cuddy.

—No… ni siquiera a ellos. Eso les pondría muy… nerviosos a todos.

—Como usted diga, cabo Zanahoria.

—Estamos tratando con una mente enferma, hombres.

Una súbita revelación subterránea inundó la mente de Cuddy con su luz.

—Ah —dijo—. ¿Sospecha del cabo Nobbs, señor?

—Esto es peor. Venga, regresemos arriba. —Volvió la mirada hacia la gran caverna llena de pilares—. ¿Tienes alguna idea de dónde nos encontramos, Cuddy?

—Podría ser debajo del Palacio, señor.

—Eso era lo que estaba pensando yo. Los túneles van a todas partes, claro está…

El curso lleno de preocupación que habían estado siguiendo los pensamientos de Zanahoria se detuvo en algún sendero lejano. Había agua en las alcantarillas, incluso con aquella sequía. Los manantiales afluían a ellas, o el agua se filtraba desde muy arriba. El goteo y el suave chapoteo del agua resonaban por todas Partes. Y había aire, aire frío.

Casi hubiese resultado agradable de no ser por el triste cadáver encogido de alguien que se parecía muchísimo a Beano el Payaso.


Vimes se secó. Willikins también le había dejado preparado su albornoz con brocado en las mangas. Se lo puso, y entró en su vestidor.

Aquello era otra cosa nueva. Los ricos incluso tenían habitaciones para vestirse dentro de ellas, y ropas que llevar mientras entraban en los vestidores para vestirse.

Le habían dejado preparada ropa limpia. Aquella noche había algo muy elegante en rojo y amarillo…

… a estas horas estaría patrullando la calle de la Mina de Melaza…

… y un sombrero. Tenía una pluma en él.

Vimes se vistió, y hasta se puso el sombrero. Y tenía un aspecto de lo más normal y lleno de compostura, hasta que te dabas cuenta de que evitaba encontrarse con su propia mirada en el espejo.


La Guardia estaba sentada alrededor de la mesa grande en la sala de guardia, presa de una profunda melancolía. Se encontraban Fuera de Servicio. Nunca antes habían estado realmente Fuera de Servicio.

—¿Qué os parece si echamos una partidita de cartas? —dijo Nobby alegremente, sacando una baraja grasienta de algún lugar de los ruidosos recovecos de su uniforme.

—Ayer le ganaste la paga a todo el mundo —dijo el sargento Colon.

—Pues entonces ahora tenéis la ocasión de recuperarla.

—Sí, pero tenías cinco reyes en la mano, Nobby.

Nobby barajó las cartas.

—Vaya, eso sí que es curioso —dijo—. Cuando empiezas a mirar, enseguida ves que hay reyes por todas partes.

—Si miras dentro de tu manga, entonces desde luego que los hay.

—No, lo que quiero decir es que está el Camino de los Reyes, en Ankh, y que hay reyes en los naipes, y que cuando ingresamos en la Guardia nos entregan el Chelín del Rey —dijo Nobby—. Tenemos reyes por toda la ciudad excepto encima de ese trono dorado que hay en el Palacio. Os diré una cosa… si tuviéramos un rey ahora no tendríamos todos estos problemas.

Zanahoria estaba contemplando el techo con las cejas fruncidas en una profunda concentración. Detritus estaba contando con los dedos.

.—Oh, seguro que sí —dijo el sargento Colon—. La cerveza costaría un penique la pinta y los árboles volverían a florecer. Ya, claro. Cada vez que alguien de esta ciudad se machaca el dedo gordo del pie tropezando con algo, resulta que eso no habría ocurrido si hubiera habido un rey. Vimes se subiría por las paredes si te oyera decir esas cosas.

—Pero la gente escucha a un rey —dijo Nobby.

—Vimes diría que precisamente ahí está el problema —dijo Colon—. Es como esa ojeriza que tiene con la magia. Todo eso siempre le hace enfadar.

—¿De dónde salir rey en un principio? —preguntó Detritus.

—Alguien tiene que aserrar una piedra —dijo Colon.

—¡Ah! ¡Anti-silicismo!

—No, alguien tiene que sacar una espada de una piedra —dijo Nobby.

—¿Y cómo se había enterado de que la espada estaba allí? —quiso saber Colon.

—Porque… porque sobresalía, ¿no?

—¿Allí donde cualquiera podía cogerla? ¿En esta ciudad?

—Verás, el caso es que eso solo podía hacerlo el rey legítimo —dijo Nobby.

—Oh, claro —dijo Colon—. Comprendo. Oh, sí. Así que lo que me estás diciendo es que alguien decidió quién iba a ser el legítimo rey antes de que ese tipo sacara la espada de la piedra, ¿verdad? Pues a mí eso me suena a tenerlo preparado todo de antemano. Probablemente alguien hizo una piedra falsa hueca y dentro había un enano cogiendo la espada con unas tenazas hasta que llegara el tipo apropiado, y entonces…

Una mosca estuvo rebotando en el cristal de la ventana durante unos instantes, y luego zigzagueó a través de la habitación y se posó en una viga, donde el hacha que lanzó distraídamente Cuddy la partió por la mitad.

—No tienes alma, Fred —dijo Nobby—. No me hubiese importado ser un caballero vestido con una armadura resplandeciente. Eso es lo que te hace un rey cuando eres útil. Te nombra caballero.

—A lo máximo que puedes aspirar tú es a ser un guardia a la belle étoile con una coraza barata —dijo Colon, quien miró orgullosamente en torno a él para ver si alguien había reparado en su prodigioso dominio de las lenguas extranjeras—. No, a mí nunca me pillaréis mostrando respeto a un tipo solo porque haya sacado una espada de una piedra. Eso no te convierte en un rey. Ojo —dijo—, alguien que pudiera clavar una espada en una piedra… un hombre así, en cambio, es un rey.

—Un hombre así sería un as —dijo Nobby.

Angua bostezó.

Ding-ding a-ding ding…

—¿Qué demonios es eso? —dijo Colon.

La silla de Zanahoria se inclinó hacia delante con un golpe seco. Rebuscó en su bolsillo y sacó de él una bolsita de terciopelo, que vació encima de la mesa. De ella salió un disco dorado de unos cinco centímetros de diámetro. Cuando Zanahoria presionó un cierre que había en uno de sus lados, el disco se abrió como una almeja. La Guardia, que se había quedado inmóvil, lo miró fijamente.

—¿Esa cosa es un reloj? —preguntó Angua.

—Un modelo de bolsillo —dijo Zanahoria.

—Pues para ser un modelo de bolsillo es muy grande.

—Eso es por el mecanismo de relojería. Tiene que haber sitio para todas las ruedecitas. Los relojes pequeños solo tienen dentro a esos diablillos del tiempo y no duran nada, y de todas maneras siempre están retrasando o adelantando…

Ding-ding a-ding-ding, ding dingle ding ding…

—¡Y toca una melodía! —dijo Angua.

—Cada hora —dijo Zanahoria—. Forma parte del mecanismo de relojería.

Ding. Ding. Ding.

—Y luego da las horas —dijo Zanahoria.

—Pues entonces atrasa —dijo el sargento Colon—. Todos los demás acaban de sonar, tenéis que haberos enterado.

—Mi primo Jorgen hace unos como ese —dijo Cuddy—. Son más de fiar que los demonios, los relojes que funcionan con agua o las velas. O que esos trastos enormes del péndulo.

—Hay un resorte y ruedecitas —dijo Zanahoria.

—La piececita importante —dijo Cuddy, sacando un monóculo de algún lugar de su barba y examinando minuciosamente el reloj.— es un chirimbolo que se balancea de un lado a otro y que evita que las ruedas vayan demasiado deprisa.

—¿Cómo sabe si están yendo demasiado deprisa? —preguntó Angua.

—Es una especie de función incorporada —dijo Cuddy—. Yo mismo no la entiendo demasiado bien. ¿Qué es esta inscripción que hay aquí…?

La leyó en voz alta.

—¿«Para Guardar el Tiempo de, Tus Veijos Amigos de la Guardia»?

—Es un juego de palabras —dijo Zanahoria.

Hubo un largo y embarazoso silencio.

—Mmm. Puse unos cuantos dólares en nombre de cada uno de vosotros los nuevos reclutas —añadió, ruborizándose—. Quiero decir que… podéis devolvérmelos cuando queráis. Si queréis. Porque, bueno, lo que quiero decir es que… habríais terminado siendo amigos suyos. En cuanto hubierais tenido ocasión de llegar a conocerlo.

El resto de la Guardia intercambió miradas.

Zanahoria podía mandar ejércitos, pensó Angua. Realmente podía hacerlo. Algunas personas han servido de inspiración a países enteros, llevándolos a hacer grandes proezas, debido al poder de su visión. Y él también podía hacerlo. No porque sueñe con hordas en marcha, o la dominación del mundo, o un imperio de un millar de años. Es solo porque piensa que todas las personas son decentes en el fondo y que se llevarían estupendamente bien solo con que hicieran ese pequeño esfuerzo, y lo cree tan apasionadamente que esa convicción arde como una llama que es todavía más grande que él. Zanahoria tiene un sueño y todos formamos parte de él, de tal manera que ese sueño moldea al mundo a su alrededor. Y lo curioso es que nadie quiere que se lleve una decepción. Sería como darle una patada al cachorro más grande del universo. Es una especie de magia.

—El oro se está desprendiendo —dijo Cuddy—. Pero es un buen reloj —se apresuró a añadir.

—Esperaba que pudiéramos dárselo esta noche —dijo Zanahoria—. Y que luego saliéramos todos juntos a tomar una… copa…

—No es una buena idea —dijo Angua.

—Dejémoslo para mañana —dijo Colon—. Cuando vayamos a la boda, formaremos una guardia de honor. Eso es tradicional. Todo el mundo levanta su espada formando una especie de arco.

—Solo tenemos una espada entre todos nosotros —dijo Zanahoria con voz lúgubre. Todos miraron el suelo.

—No es justo —dijo Angua—. Me da igual quién le robó lo que fuese que les robaron a los asesinos, pero el capitán Vimes hacía bien tratando de averiguar quién mató al señor Martillogrande. Y Lettice Knibbs no le importa a nadie.

—Me gusta averiguar quién me disparó —dijo Detritus.

—Lo que no entiendo es por qué alguien puede ser lo bastante imbécil como para robarles a los asesinos —dijo Zanahoria—. Eso fue lo que dijo el capitán Vimes. Dijo que habría que ser payaso para que se te ocurriera colarte en ese sitio. Volvieron a mirar el suelo.

—¿Como un payaso o un bufón? —preguntó Detritus.

—Detritus, el capitán no se refería a un payaso de gorro y campanillas —dijo Zanahoria, amablemente—. Solo quería decir que tendrías que ser un poco idio…

Se calló y miró el techo.

—Oh, vaya —dijo—. ¿Es tan sencillo como eso?

—¿Tan sencillo como qué? —preguntó Angua.

Alguien llamó con fuerza, a la puerta. La llamada no tenía nada de cortés. Aquellos eran los golpes de alguien que haría que le abrieran la puerta o la echaría abajo.

Un guardia entró tambaleándose en la habitación y se desplomó. La mitad de su armadura había desaparecido y tenía un ojo negro, pero todavía era reconocible como Skully Muldoon de la Guardia Diurna.

Colon le ayudó a levantarse.

—¿Te has metido en alguna pelea, Skully?

Skully alzó la mirada hacia Detritus y gimoteó.

—¡Los muy cabrones atacaron la Casa de la Guardia!

—¿Quiénes?

—¡Ellos!

Zanahoria le dio unas palmaditas en el hombro.

—Este no es un troll —dijo—. Este es el guardia interino Detritus… no saludes. ¿Unos trolls atacaron a la Guardia Diurna?

—¡Están tirando adoquines!

—No puedes confiar en ellos —dijo Detritus.

—¿En quiénes? —preguntó Cráneo.

—Los trolls. En mi opinión, son una pandilla de revoltosos —dijo Detritus, con toda la convicción de un troll que lleva una placa—. Necesitan que se les eche un ojo de cuando en cuando.

—¿Qué le ha ocurrido a Quirke? —preguntó Zanahoria.

—¡No lo sé! ¡Tenéis que hacer algo!

—Nos han dejado fuera del servicio —dijo Colon—. Es oficial.

—¡No me vengas con esas!

—Ah —dijo Zanahoria con súbita animación. Sacó un trozo de lápiz de su bolsillo e hizo una pequeña señal en el cuaderno negro—. ¿Todavía tiene esa casita en la calle Tranquila, sargento Muldoon?

—¿Qué? ¿Qué? ¡Sí! ¿Qué pasa con ella!

—¿Y la renta es superior a un cuarto de penique al mes?

Muldoon lo miró con el único ojo operativo.

—¿Tú eres tonto o qué?

Zanahoria le dirigió una gran sonrisa.

—Lo soy, sargento Muldoon. Pero ¿es esa la cantidad? ¿Diría usted que la renta es de un cuarto de penique?

—¿Hay enanos corriendo por las calles en busca de pelea y tú quieres saber a cómo están los precios de las propiedades inmobiliarias?

—¿Un cuarto de penique?

—¡No seas bobo! ¡Una casa así cuesta al menos cinco dólares al mes!

—Ah —dijo Zanahoria, haciendo otra señal en el cuaderno—. Eso será por la inflación, naturalmente. Y supongo que tendrá usted una marmita para cocinar… ¿Es propietario de al menos dos-acres-y-un-tercio y de más de la mitad de una vaca?

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Muldoon—. Esto es algún tipo de broma, ¿verdad?

—Creo que probablemente podemos pasar por alto los requisitos de propiedad —dijo Zanahoria—. Aquí pone que se puede omitir para un ciudadano respetable que goce de una buena posición. Por último, ¿ha habido, en su opinión, un quebrantamiento irreparable de la ley y el orden en la ciudad?

—¡Volcaron el carrito de Ruina Escurridizo y le obligaron a comerse dos de sus salchichas-en-un-panecillo!

—¡Oh, caramba! —dijo Colon.

—¡Sin mostaza!

—Me parece que eso cuenta como un Sí —dijo Zanahoria Volvió a hacer una señal en la página, y cerró el cuaderno con u resuelto chasquido—. Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha —añadió después.

—Se nos dijo que… —empezó a decir Colon.

—Según las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork —dijo Zanahoria—, cualquier residente de la ciudad, en tiempos de quebrantamiento irreparable de la ley y el orden y a petición de un oficial de la ciudad que sea un ciudadano respetable… aquí hay un montón de cosas acerca de la propiedad y demás, y luego sigue diciendo… deberá formar en una milicia para la defensa de la ciudad.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Angua.

—Milicia… —dijo el sargento Colon con voz pensativa.

—¡Eh, espera! ¡No puedes hacer eso! —dijo Muldoon—. ¡Es una estupidez!

—Es la ley. Nunca ha sido derogada —dijo Zanahoria.

—¡Nunca hemos tenido una milicia! ¡Nunca hemos necesitado una!

—Hasta ahora, me parece.

—Mira, vosotros vais a volver al Palacio conmigo —dijo Muldoon—. Sois hombres de la Guardia…

—Y vamos a defender la ciudad —dijo Zanahoria.


La multitud pasaba a toda prisa por delante de la Casa de la Guardia. Zanahoria detuvo a una pareja recurriendo a un método tan simple como extender la mano.

—El señor Poppley, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué tal va la tienda? Hola, señora Poppley.

—¿No se ha enterado? —dijo el hombre, que parecía muy acalorado—. ¡Los trolls han prendido fuego al Palacio!

Siguió la dirección de la mirada de Zanahoria hasta el final de la Vía Ancha, donde el Palacio alzaba su oscura mole bajo la claridad del atardecer. Llamas ingobernables se negaban a salir de cada ventana.

—No me diga —murmuró Zanahoria.

—¡Y hay enanos rompiendo ventanas y de todo! —dijo el tendero—. ¡No hay ni un perro a salvo!

—No puedes confiar en ellos —dijo Cuddy.

El tendero le miró fijamente.

—¿Eres un enano? —dijo.

—¡Asombroso! No entiendo cómo se las apañan para adivinarlo —dijo Cuddy.

—¡Bueno, pues yo me largo! ¡No me quedaré aquí para ver cómo los pequeños demonios abusan de la señora Poppley! ¡Ya saben lo que dicen acerca de los enanos!

La Guardia contempló cómo la pareja volvía a incorporarse a la multitud.

—Bueno, pues yo no lo sé —dijo Cuddy sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Qué es lo que dicen acerca de los enanos?

Zanahoria detuvo a un hombre que empujaba una carretilla.

—¿Le importaría contarme lo que está pasando, señor? —le dijo.

—¿Y sabe qué es lo que dicen acerca de los enanos? —preguntó una voz detrás de él.

—Ese no es un señor, ese es Ruina —dijo Colon—. ¡Y fíjate en el color que tiene!

—¿Debería estar reluciente todo él? —preguntó Detritus.

—¡Me encuentro estupendamente! ¡Me encuentro estupendamente! —dijo Escurridizo—. ¡Ja! ¡Eso le enseñará a la gente a meterse con la calidad de mi mercancía!

—¿Qué está pasando, Escurridizo? —dijo Colon.

—Dicen que… —empezó a balbucear Escurridizo, que tenía la cara verde.

—¿Quién lo dice? —preguntó Zanahoria.

Ellos lo dicen —dijo Escurridizo—. Ya sabe. Ellos. Todo el mundo. Dicen que los trolls han matado a alguien en Hermanas Dolly y que los enanos han destrozado el taller de cerámica nocturna de Pizarroso el troll y que han derribado el Puente de Latón y…

Zanahoria miró calle arriba.

—Acabas de pasar por el Puente de Latón —dijo.

—Sí, bueno… eso es lo que dicen —replicó Escurridizo.

—Oh, ya veo —dijo Zanahoria, y se irguió.

—¿Y por casualidad no dijeron… así como de pasada… nada más acerca de los enanos ? —preguntó Cuddy.

—Me parece que vamos a tener que ir a hablar con la Guardia Diurna acerca del arresto de Caradecarbón —dijo Zanahoria.

—No tenemos armas —dijo Colon.

—Estoy seguro de que Caradecarbón no ha tenido nada que ver con el asesinato de Martillogrande —dijo Zanahoria—. Estamos armados con la verdad. ¿Qué puede hacernos daño si vamos armados con la verdad?

—Bueno, pues por ejemplo un dardo de ballesta puede atravesarte el ojo y salirte por la parte de atrás de la cabeza —dijo el sargento Colon.

—De acuerdo, sargento —dijo Zanahoria—. ¿Dónde tenemos que ir para conseguir unas cuantas armas más?


El Arsenal recortaba su oscura mole contra el crepúsculo.

Resultaba bastante extraño encontrar un arsenal en una ciudad tan decidida a confiar en el engaño y el disimulo, el soborno y la asimilación para derrotar a sus enemigos como lo estaba Ankh-Morpork; pero, como dijo el sargento Colon, una vez que habías conseguido ganarles las armas necesitabas algún sitio donde poder guardarlas.

Zanahoria llamó a la puerta con los nudillos. Pasados unos momentos se oyeron pasos, y una ventanita se deslizó a un lado. Una voz llena de suspicacia dijo:

—¿Sí?

—Cabo Zanahoria, milicia de la ciudad.

— Nunca he oído hablar de ella. Vete a la mierda.

El pestillo de la ventanita se volvió a cerrar. Zanahoria oyó reírse burlonamente a Nobby. Volvió a llamar a la puerta.

—¿Sí?

— Soy el cabo Zanahoria— El pestillo se movió, pero chocó con la porra de Zanahoria cuando este la incrustó en el agujero—. Y estoy aquí para recoger unas cuantas armas para mis hombres.

— ¿Sí? ¿Y dónde está tu autoridad?

— ¿Qué? Pero soy…

La porra fue apartada de un manotazo y el pestillo quedó colocado.

—Disculpa —dijo el cabo Nobbs pasando junto a Zanahoria—. Déjame probar a mí. Ya he estado aquí antes, en cierto modo.

Pateó la puerta con sus botas de puntera de acero, conocidas y temidas dondequiera que hubiese hombres en el suelo que no se hallasen en condiciones de devolver el ataque.

El pestillo se descorrió.

—Te dije que te fueras a…

—Inspectores —dijo Nobby.

Hubo un momento de silencio.

—¿Qué?

—Venimos a hacer inventario.

—¿Dónde está tu autor…?

—¿Oh? ¿Oh? ¿Pregunta que dónde está mi autoridad? —Nobby se volvió hacia los guardias con una sonrisa sarcástica en los labios—. ¿Oh? Me hace esperar por aquí mientras sus amigotes van por la parte de atrás para traer las cosas de allí donde las tenían guardadas, ¿eh?

—Pero si…

—Y luego, sí, nos hará el viejo truco de las mil espadas, ¿verdad? Hay cincuenta cajas amontonadas una encima de otra y al final resulta que las cuarenta del fondo están llenas de rocas, ¿no?

—Yo…

—¿Cómo se llama usted, caballero?

—Yo…

—¡Abra esta puerta ahora mismo!

La ventanita se cerró. Hubo un ruido de pestillos que abría alguien que no estaba nada convencido de que aquello fuera una buena idea, y que empezaría a hacer preguntas dentro de unos momentos.

—¿Llevas algún papel encima, Fred? ¡Rápido!

—Sí, pero… —dijo el sargento Colon.

—¡Cualquier papel! ¡Ya!

Colon rebuscó en su bolsillo y le entregó a Nobby su factura de la tienda en el mismo instante en que se abría la puerta. Nobby entró por ella como una exhalación, obligando al hombre que había dentro a andar hacia atrás.

—¡No se le ocurra huir! —le gritó Nobby—. No he encontrado nada que esté mal…

—Yo no iba a…

—¡…TODAVÍA!

Zanahoria tuvo tiempo para hacerse una impresión rápida de un lugar cavernoso lleno de sombras complicadas. Aparte del hombre, que estaba más gordo que Colon, había un par de trolls que parecían estar accionando una piedra de molino. Los acontecimientos actuales no parecían haber llegado a entrar en sus duras molleras.

—De acuerdo, que nadie se deje llevar por el pánico, basta con que dejen lo que están haciendo, dejen de hacer lo que están haciendo, por favor. Soy el cabo Nobbs, de la Auditoría de Inspección de Ordenanzas de la Ciudad de Ankh-Morpork… —Agitó el papel delante de los ojos del hombre a una velocidad que no permitía ver nada de lo que hubiera escrito en él, y la voz de Nobby desfalleció un poco mientras se pensaba el final de la frase—… oficina… auditor… inspección… especial… para el Departamento. ¿Cuántas personas trabajan aquí?

—Solo yo…

Nobby señaló a los trolls.

—¿Y qué me dice de ellos?

El hombre escupió en el suelo.

—Oh, pensaba que se refería a personas.

Zanahoria extendió la mano automáticamente y esta chocó con la coraza de Detritus.

—Bueno, bueno —dijo Nobby—. Vamos a ver qué tenemos por aquí… —Fue andando rápidamente junto a los soportes, de tal manera que todo el mundo tuvo que apretar el paso para no quedarse atrás—. ¿Qué es esto?

—Ejem…

—No lo sabe, ¿eh?

—Claro que lo sé… es… es…

—¿Una ballesta de asedio de quinientos kilos con triple cuerda y el torno de doble acción?

—Eso.

—¿Y verdad que esto es una ballesta reforzada klatchiana con el mecanismo de montaje tipo pata de cabra y la bayoneta colocada debajo del eje inferior?

—Ejem… ¿sí?

Nobby sometió a la ballesta a un somero examen y luego la tiró a un lado.

El resto de la Guardia Nocturna lo estaba mirando con asombro. Nunca se había sabido que Nobby sostuviera ninguna arma más allá de un cuchillo.

.—¿Tiene alguno de esos arcos hershebianos de doce disparos con el alimentador de gravedad? —preguntó secamente.

.—¿Eh? Lo que ve es lo que tenemos, señor.

Nobby cogió una ballesta de caza de su soporte. Sus flacos brazos vibraron cuando tiró de la palanca que cargaba el arma.

—¿Ha vendido todos los dardos para esta cosa o qué?

—¡Están aquí mismo!

Nobby seleccionó uno del estante y lo metió en su ranura. Luego tomó puntería mirando a lo largo del eje. Se volvió.

—Me gusta este inventario —dijo Nobby—. Nos lo llevaremos todo.

La mirada del hombre se deslizó a lo largo del eje hasta encontrarse con los ojos de Nobby y, para la horrorizada admiración de Angua, no se desmayó.

—Esa ballestita de nada no me asusta —dijo.

—¿Esta ballestita de nada no le asusta? —dijo Nobby—. No. Claro. Esto es una ballestita de nada. Una ballestita como esta nunca asustaría a un hombre como usted, porque es una ballestita insignificante. Haría falta una ballesta bastante más grande para asustar a un hombre como usted.

Angua habría dado un mes de paga para ver la cara del encargado del arsenal desde delante. Había visto cómo Detritus levantaba del suelo el lanzavirotes de asedio, lo montaba con una sola mano y un gruñido apenas audible, y daba un paso adelante. Ahora pudo imaginarse a los globos oculares girando cuando la frialdad del metal atravesó el enrojecido cogote del encargado del arsenal.

—La que tiene justo detrás de usted, en cambio, esa sí que es una gran ballesta —dijo Nobby.

No se trataba tanto de que la punta de aquella saeta de hierro de un metro ochenta centímetros de longitud fuera afilada. Se suponía que debía atravesar puertas, no ser utilizada en operaciones quirúrgicas.

—¿Puedo apretar el gatillo ya? —retumbó la voz de Detritus, justo en la oreja del hombre.

—¡No se atreverán a disparar esta cosa aquí dentro! ¡Es un arma de asedio! ¡El dardo atravesaría la pared!

—Sí, terminaría atravesándola —dijo Nobby.

—¿Para qué esta cosa? —preguntó Detritus.

—Bueno, mira…

—Espero que este trasto haya recibido el mantenimiento adecuado —dijo Nobby—. Porque estos trastos siempre son muy propensos a sufrir la fatiga de los metales. Especialmente en el mecanismo del seguro.

—¿Qué es un seguro? —preguntó Detritus.

Todo quedó sumido en un profundo silencio.

Zanahoria encontró su voz, que se había ido muy lejos de allí.

—¿Cabo Nobbs?

—¿Siseñor?

—De ahora en adelante yo me encargaré de esto, si no le importa.

Apartó con mucha delicadeza la ballesta de asedio, pero a Detritus no le había gustado nada aquello de las «personas» y se empeñaba en volver a ponerla donde había estado antes.

—Verán, este elemento de coacción no me gusta nada —dijo Zanahoria—. No hemos venido aquí para amedrentar a este pobre hombre. Es un empleado de la ciudad, al igual que nosotros. Hace usted muy mal al asustarlo. ¿Por qué no se limita a preguntar?

—Lo siento, señor —dijo Nobby.

Zanahoria le dio unas palmaditas en el hombro al encargado del arsenal.

—¿Podemos llevarnos unas cuantas armas? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Unas cuantas armas? ¿Para propósitos oficiales?

El encargado del arsenal no parecía ser muy capaz de hacer frente a aquello.

—¿Quiere decir que tengo elección? —preguntó.

—Oh, por supuesto que sí. En Ankh-Morpork practicarnos la actividad policial basándonos en el consentimiento. Si usted se siente incapaz de acceder a nuestra petición, lo único que tiene que hacer es decirlo.

Hubo un tenue bong cuando la punta de la saeta de hierro volvió a topar con la parte de atrás del cráneo del encargado del arsenal. El hombre buscó en vano algo que decir, porque la única palabra que se le ocurría en aquellos momentos era: «¡Fuego!».

—Uh —dijo finalmente—. Uh. Sí. Claro. Desde luego. Cojan lo que quieran.

—Estupendo, estupendo. Y el sargento Colon le dará un recibo, añadiendo naturalmente que usted nos entrega las armas por voluntad propia.

—¿Por voluntad propia?

—Es usted totalmente libre de hacer lo que quiera, claro está.

El rostro del hombre se frunció en un desesperado esfuerzo de reflexión.

—Bueno, supongo que…

—¿Sí?

—Supongo que pueden llevárselas. Sí, llévenselas enseguida.

—Bravo. ¿Tiene una carretilla?

—¿Y no sabrá por casualidad qué es lo que dicen acerca de los enanos? —preguntó Cuddy.

Angua volvió a tener la vaga impresión de que el alma de Zanahoria carecía de ironía. Creía firmemente en cada una de las palabras que decía. Si el hombre se hubiera mantenido en sus trece, Zanahoria probablemente se habría dado por vencido. Naturalmente, había una pequeña distancia entre «probablemente» y «sin duda».

Nobby había llegado al final de la hilera, soltando algún que otro chillido de deleite cuando encontraba un martillo de guerra interesante o un sable de aspecto especialmente malévolo. Estaba tratando de sostener todas las armas a la vez.

De pronto lo dejó caer todo al suelo y echó a correr.

—¡Oh, caramba! ¡Una máquina de fuego klatchiana! ¡Esto ya se parece más a mi bella estrella!

Lo oyeron hurgar en la penumbra. Luego salió de ella empujando una especie de cubo montado sobre unas ruedecitas que chirriaban. El artilugio tenía varias palancas y grandes bolsas de cuero, y un tubo en la parte delantera. Parecía una tetera enorme.

—¡Y además han mantenido el cuero bien engrasado!

—¿Qué es? —preguntó Zanahoria.

—¡Y hay aceite en el depósito! —Nobby accionó enérgicamente una de las palancas—. ¡Lo último que oí decir fue que esta cosa había sido prohibida en ocho países y que tres religiones dijeron que excomulgarían a cualquier soldado que pescaran utilizándola![25] ¿Alguien tiene una cerilla?

—Toma —dijo Zanahoria—. Pero ¿qué…?

—¡Mira!

Nobby encendió una cerilla, la aplicó al tubo que había en la parte delantera del artilugio y accionó una palanca.

Pasado un rato consiguieron apagar las llamas.

—Necesita que le hagan un pequeño ajuste —dijo Nobby, hablando a través de su máscara de hollín.

—No —dijo Zanahoria. Recordaría durante el resto de su vida el chorro de llamas calentándole la cara mientras iba de camino hacia la pared.

—Pero es…

—No. Es demasiado peligrosa.

—Se hizo pensando en que…

—Quiero decir que podría hacerle daño a la gente.

—Ah —dijo Nobby—, cierto. Tendrías que haber empezado por ahí. Andamos detrás de armas que no le hagan daño a la gente, ¿verdad?

—¿Cabo Nobbs? —dijo el sargento Colon, quien había estado todavía más cerca de la llama que Zanahoria.

—¿Sí, sargento?

—Ya ha oído al cabo Zanahoria. Nada de armas paganas. Y de todas maneras, ¿cómo es que sabe usted tanto acerca de todas estas cosas?

—Servicio militar.

—¿De veras, Nobby? —dijo Zanahoria.

—Tenía un trabajo especial, señor. De mucha responsabilidad.

—¿Y en qué consistía ese trabajo?

—Era encargado de intendencia, señor —dijo Nobby, saludando marcialmente.

—¿Fuiste encargado de intendencia? —dijo Zanahoria—. ¿En el ejército de quién?

— En el del duque de Pseudópolis.

—Pero Pseudópolis siempre ha perdido todas sus guerras.

— Ah… bueno…

—¿A quién le vendías las armas?

—¡Eso es difamación, eso es lo que es! Lo que ocurría era que las armas siempre pasaban mucho tiempo lejos de allí mientras las afilaban y les sacaban brillo.

—Nobby, el que te está hablando es Zanahoria. ¿Cuánto tiempo, aproximadamente?

—¿Aproximadamente? Oh. Digamos que un cien por cien del tiempo, si es que estamos hablando aproximadamente, señor.

—¿Nobby?

—¿Señor?

—No hace falta que me llames señor.

— Siseñor.

Al final, Cuddy siguió fiel a su hacha pero le añadió un par más como idea del último momento; el sargento Colon escogió una pica porque lo bueno que tenía la pica, lo importante de una pica, era que todo ocurría en el otro extremo, es decir, a mucha distancia; la guardia interina Angua seleccionó, sin demasiado entusiasmo, una espada corta, y el cabo Nobbs…

… El cabo Nobbs terminó convertido en una especie de puerco espín mecánico hecho de hojas, arcos, puntas y cosas nudosas suspendidas de cadenas.

—¿Estás seguro, Nobby? — le preguntó Zanahoria —. ¿No hay nada que quieras dejar?

—Es que cuesta tanto escoger, señor…

Detritus se aferraba a su enorme ballesta.

—¿Eso es todo lo que vas a coger, Detritus?

—¡No, señor! ¡Me llevo a Galena y Morraine, señor!

Los dos trolls que estaban trabajando dentro del arsenal cuando la Guardia entró en él se habían colocado en formación detrás de Detritus.

—Les he tomado juramento, señor — dijo Detritus —. Usado juramento troll.

Pedernal ejecutó un saludo de aficionado.

—Dijo que daría de patadas a nuestras goohulaags cabezas si no nos alistábamos y hacíamos todo lo que se nos dijera, señor— dijo.

—Juramento troll muy antiguo —dijo Detritus—. Muy famoso, muy tradicional.

—Uno de ellos podría llevar la máquina de fuego klatchiana —empezó a decir Nobby con voz esperanzada.

No, Nobby. Bien… Pues entonces bienvenidos a la Guardia, hombres.

—¿Cabo Zanahoria?

—¿Sí, Cuddy?

—No es justo. Son trolls.

—Necesitamos a todos los hombres que podamos conseguir Cuddy.

Zanahoria dio un paso atrás.

—Claro que tampoco queremos que la gente piense que andamos buscando jaleo —dijo.

—Oh, vestidos así, señor, no hará falta que busquemos jaleo —dijo el sargento Colon con voz abatida.

—¿Puedo hacer una pregunta, señor? —dijo Angua.

—¿Sí, guardia interina Angua?

—¿Quién es el enemigo?

—Con estas pintas, no tendremos ningún problema para encontrar enemigos —dijo el sargento Colon.

—No estamos buscando enemigos, sino información —dijo Zanahoria—. La mejor arma que podemos emplear en estos momentos es la verdad, y para empezar, ahora vamos a ir al Gremio de Bufones para averiguar por qué el hermano Beano robó el debólver.

—¿El hermano Beano robó el debólver?

—Pienso que puede haberlo hecho, sí.

—¡Pero Beano murió antes de que robaran el debólver! —dijo Colon.

—Sí —dijo Zanahoria—. Eso ya lo sé.

—Vaya, eso es lo que yo llamo una coartada —dijo Colon.

El destacamento formó y, tras una breve discusión entre los trolls acerca de cuál era el pie izquierdo y cuál era el derecho, se puso en marcha. Nobby no paraba de lanzar miradas anhelantes a la máquina de fuego.

A veces es mejor encender un lanzallamas que maldecir la oscuridad.

Diez minutos después se habían abierto paso a través del gentío y se encontraban delante de los gremios.

—¿Veis? —dijo Zanahoria.

—Están uno al lado del otro —dijo Nobby—. ¿Y qué? Sigue habiendo un muro entre ellos.

—No estoy tan seguro —dijo Zanahoria—. Pero ya lo averiguaremos.

—¿Disponemos de tiempo? —preguntó Angua—. Creía que íbamos a ir a ver a la Guardia Diurna.

—Antes hay algo que he de averiguar —respondió Zanahoria—. Los bufones no me han dicho la verdad.

—Espera un momento, espera un momento —dijo el sargento Colon—. Esto está yendo un poquitín demasiado lejos. Mira, no quiero que matemos a nadie, ¿de acuerdo? Da la casualidad de que aquí el sargento soy yo, por si alguien está interesado en saberlo. ¿Entendido, Zanahoria? ¿Nobby? Nada de gritos o de darle a la espada. Irrumpir en la propiedad de un gremio ya es bastante grave, pero si le disparamos a alguien entonces sí que nos meteremos en un problema realmente serio. Lord Vetinari no se detendrá en el sarcasmo. Podría llegar a utilizar… —Colon tragó saliva— la ironía. Así que lo que he dicho es una orden. Y de todas maneras, ¿qué es lo que quieres hacer exactamente?

—Solo quiero que la gente me cuente cosas —dijo Zanahoria.

—Bueno, pero en el caso de que no te las cuenten no les harás ningún daño —dijo Colon—. Mira, puedes hacerles preguntas, eso me parece muy bien que se las hagas. Pero si el doctor Carablanca empieza a ponerse difícil, entonces tenemos que irnos inmediatamente, ¿de acuerdo? Los payasos me dan escalofríos. Y el doctor Carablanca es el peor de todos. Si no responde a tus preguntas, entonces nos iremos pacíficamente y, oh, no sé, ya pensaremos en alguna otra cosa. Eso es una orden, como ya he dicho antes. ¿Te ha quedado lo bastante claro? Es una orden.

—Si no responde a mis preguntas, me iré pacíficamente —dijo Zanahoria—. De acuerdo.

—De acuerdo, con tal de que eso haya quedado entendido.

Zanahoria llamó a la puerta del Gremio de Bufones, cogió el Pastel de nata cuando este emergió de la ventanita y volvió a embutirlo enérgicamente en ella. Luego pateó la puerta con la fuerza suficiente para que esta se abriera unos cuantos centímetros.

Alguien dijo «Ay» detrás de ella.

La puerta se abrió un poco más para revelar a un payaso no muy alto cubierto de lechada y nata.

—No tenía por qué hacer eso —dijo el payaso.

—Solo quería participar en el espíritu de la cosa —dijo Zanahoria—. Soy el cabo Zanahoria y esta es la milicia de ciudadanos y todos sabemos reír una buena broma.

—Disculpe, pero…

—Excepto el guardia interino Cuddy. Y el guardia interino Detritus también sabe reír una buena broma, aunque unos minutos después de que se hayan reído todos los demás. Y estamos aquí para ver al doctor Carablanca.

Al payaso se le pusieron los pelos de punta. Un poco de agua brotó de la flor que llevaba en el ojal de su solapa.

—¿Tienen… tienen una cita? —preguntó.

—Pues la verdad es que no lo sé —dijo Zanahoria—. ¿Tenemos una cita?

—Yo tengo una bola de hierro llena de pinchos —contribuyó Nobby.

—Eso es una maza de armas, Nobby.

—¿Lo es?

—Sí —dijo Zanahoria—. Una cita es un compromiso de ver a alguien, mientras que una maza de armas es un gran trozo de metal utilizado para machacar cráneos salvajemente. Es muy importante no confundir una cosa con la otra, ¿verdad, señor…? —preguntó, levantando las cejas.

—Boffo, señor. Pero…

—Así que quizá podrías ir a decirle al doctor Carablanca que estamos aquí con una bola de hierro llena de pin… ¿Qué estoy diciendo? Quiero decir, sin haber concertado previamente una cita para verlo. ¿Por favor? Gracias.

El payaso se fue a toda prisa.

—Ya está —dijo Zanahoria—. ¿Lo he hecho bien, sargento?

—Probablemente incluso se mostrará satírico —dijo Colon con abatimiento.

Esperaron. Pasado un rato, el guardia interino Cuddy sacó un destornillador de su bolsillo y se puso a inspeccionar la máquina lanzadora de pasteles de nata atornillada al suelo. Los demás iban cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro con la única excepción de Nobby. a quien no paraban de caérsele cosas encima de los suyos.

Boffo reapareció, flanqueado por dos musculosos bromistas que no parecían tener absolutamente ningún sentido del humor.

—El doctor Carablanca dice que no existe ninguna milicia ciudadana —se atrevió a murmurar Boffo—. Pero. Mmm. El doctor Carablanca dice que si se trata de algo realmente importante, entonces verá a algunos de ustedes. Pero no a los trolls o al enano. Hemos oído decir que hay bandas de trolls y enanos sembrando el terror en la ciudad.

—Eso es lo que dicen —dijo Detritus, asintiendo con la cabeza.

—Y por cierto, ¿sabes qué es lo que…? —empezó a preguntar Cuddy, pero Nobby lo hizo callar de un codazo.

—¿Usted y yo, sargento? —dijo Zanahoria—. Y usted, guardia interina Angua.

—Oh, cielos —dijo el sargento Colon.

Pero los dos siguieron a Zanahoria al interior de los sombríos edificios y fueron con él por los oscuros pasillos que llevaban al despacho del doctor Carablanca. El jefe de todos los payasos, bufones y bromistas estaba de pie en el centro de la habitación, mientras un bromista intentaba coserle unas cuantas lentejuelas adicionales en la chaqueta.

—¿Y bien?

—Buenas tardes, doctor —dijo Zanahoria.

—Me gustaría dejar claro que lord Vetinari será informado puntualmente de todo esto —dijo el doctor Carablanca.

—Oh, sí. Yo mismo se lo contaré todo —dijo Zanahoria.

—No entiendo por qué me está molestando cuando hay disturbios en las calles.

—Ah, bueno… Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Pero el capitán Vimes siempre me decía, señor, que hay crímenes grandes y crímenes pequeños. A veces los crímenes pequeños parecen grandes y en cambio a los crímenes grandes apenas si puedes verlos, pero lo crucial es decidir qué crímenes son grandes y cuáles son pequeños.

Zanahoria y el doctor Carablanca se miraron el uno al otro.

—¿Y bien? —quiso saber el payaso.

—Me gustaría que me hablara de los acontecimientos que tuvieron lugar en la casa de este gremio hace dos noches —dijo Zanahoria.

El doctor Carablanca lo contempló en silencio durante uno momentos.

Luego dijo:

—¿ Y si no lo hago ?

—Entonces —dijo Zanahoria—, me temo que, con una extrema reluctancia, me veré obligado a ejecutar la orden que se me dio unos instantes antes de que entráramos aquí.

Miró a Colon.

—Es lo que he de hacer, ¿verdad, sargento?

—¿Qué? ¿Eh? Bueno, sí…

—Preferiría no tener que hacer tal cosa, pero no me queda otra elección —dijo Zanahoria.

El doctor Carablanca los fulminó con la mirada.

—¡Pero este edificio es propiedad del Gremio de Payasos! No tienen ningún derecho a… a…

—Yo no entiendo de esas cosas, señor —dijo Zanahoria—. No soy más que un cabo, pero nunca he desobedecido una orden directa, y lamento tener que decirle que ejecutaré esta orden al pie de la letra y en toda su extensión.

—Oiga, mire…

Zanahoria se le acercó un poco más.

—Por si sirve de algún consuelo, probablemente luego me avergonzaré de ello —dijo.

El payaso contempló sus honestos ojos y vio en ellos, como hacían todos los demás, únicamente la pura verdad.

—¡Oiga! Si grito —dijo el doctor Carablanca poniéndose rojo debajo de su maquillaje—, puedo tener a una docena de hombres aquí dentro.

—Con eso solo conseguirá que me resulte más fácil obedecer la orden, créame —dijo Zanahoria.

El doctor Carablanca se enorgullecía de su capacidad para juzgar el carácter. En la expresión resuelta de Zanahoria no había nada más que una absoluta y meticulosa honestidad. El jefe de los payasos jugueteó con una pluma de ave y luego terminó tirándola al suelo en un súbito movimiento.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Cómo lo ha averiguado, eh? ¿ Quién se lo contó?

—Pues realmente no sabría decírselo —dijo Zanahoria—. Pero de todas maneras tiene sentido, ¿verdad? Solo hay una entrada en cada gremio, pero sus respectivas casas están pared con pared. Bastaba con abrirse paso a través de ese muro.

—Le aseguro que no sabíamos nada —dijo el jefe de los payasos.

El sargento Colon no cabía en sí de admiración. Había visto a personas tirándose un farol con una mala mano, pero nunca había visto a nadie tirarse un farol sin tener ninguna carta.

—Pensamos que solo era una broma pesada —dijo el payaso—. Pensamos que el joven Beano lo había hecho con intención humorística, y luego resultó que estaba muerto y nosotros no…

—Será mejor que me enseñe el agujero —dijo Zanahoria.


El resto de la Guardia permanecía inmóvil en el patio, ejecutando una serie de variaciones sobre el tema del Descansen.

—¿Cabo Nobbs?

—¿Sí, guardia interino Cuddy?

—¿Qué es eso que todo el mundo dice acerca de los enanos?

—Oh, venga ya. Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Toda persona que sepa algo acerca de los enanos lo sabe —dijo Nobby.

Cuddy tosió.

—Los enanos no —dijo.

—¿Qué quieres decir con eso de que los enanos no?

—Pues que nadie nos ha contado qué es lo que todo el mundo sabe acerca de los enanos —dijo Cuddy.

—Bueno… Supongo que pensaban que ya lo sabíais —dijo Nobby, con un hilo de voz.

—Yo no.

—Oh, está bien —dijo Nobby. Miró a los trolls, y luego se inclinó sobre Cuddy y murmuró algo en la región aproximada de su oreja.

Cuddy asintió.

—Oh. ¿Y eso es todo?

—Sí. Ejem… ¿Es verdad?

—¿Qué? Oh, sí. Por supuesto. Para los enanos eso es algo natural. Algunos tienen más que otros, claro está.

—Eso ocurre en todas partes —dijo Nobby.

—Yo, por ejemplo, tengo ahorrados más de setenta y ocho dólares.

¡No! Quiero decir, no. Quiero decir que no me refería a estar bien dotado de dinero. Lo que realmente quería decir era…

Nobby volvió a hablar en susurros. La expresión de Cuddy no cambió.

Nobby lo miró meneando las cejas.

—Es cierto, ¿verdad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No sé de cuánto dinero disponen generalmente los humanos.

Nobby se dio por vencido.

—Bueno, al menos hay una cosa que sí es cierta —dijo—. Los enanos amáis de verdad el oro, ¿verdad?

—Por supuesto que no. No seas bobo.

—Bueno…

—Decimos eso únicamente para llevárnoslo a la cama.


Estaba en el dormitorio de un payaso. Colon se había preguntado en alguna ocasión qué hacían los payasos en privado, y todo estaba allí: el perchero para aquellos zapatos que les estaban demasiado grandes, el planchador de pantalones holgadísimos, el espejo con todas las velas alrededor de él, unas cuantas barras de maquillaje del tamaño industrial… y una cama que no parecía ser nada más complicado que una manta extendida encima del suelo, porque se reducía precisamente a eso. A los payasos y los bufones se les enseñaba que la vida cómoda no estaba hecha para ellos. El humor era un asunto muy serio.

También había un agujero en la pared, del tamaño justo para que un hombre pudiera pasar por él. Al lado del agujero había apilado un montoncito de ladrillos medio rotos.

Al otro lado había oscuridad.

Al otro lado, las personas mataban a otras personas por dinero.

Zanahoria metió la cabeza y los hombros en el agujero, pero Colon intentó sacarlo de él.

—Espera un momento, muchacho, no sabes qué horrores acechan más allá de esas paredes…

—Precisamente estoy echando un vistazo para averiguarlo.

—¡Podría ser una cámara de torturas o una mazmorra o un pozo horrendo o cualquier cosa!

—No es más que el dormitorio de un estudiante, sargento.

—¿Lo ves?

Zanahoria pasó por el agujero. Pudieron oírlo yendo de un lado a otro en la penumbra. Aquella era una penumbra de asesinos de algún modo más rica y menos tenebrosa que la penumbra de los payasos.

La cabeza de Zanahoria volvió a asomar del agujero.

—Pero hace algún tiempo que nadie ha estado aquí dentro —dijo—. Hay polvo por todo el suelo, pero hay huellas de pisadas en él. Y la puerta está cerrada y con el pestillo echado. De este lado.

El resto de su cuerpo siguió a la cabeza de Zanahoria.

—Solo quiero asegurarme de que lo he entendido bien todo —le dijo al doctor Carablanca—. Beano hizo un agujero que lleva al Gremio de los Asesinos, ¿no? ¿Y luego fue e hizo estallar ese dragón? ¿Y luego volvió a pasar por este agujero? Bueno, ¿y entonces cómo lo mataron?

—Seguramente lo mataron los Asesinos —dijo el doctor Carablanca—. Estarían en su legítimo derecho. Entrar sin permiso en las propiedades de un gremio es un delito muy serio, después de todo.

—¿Vio alguien a Beano después de la explosión? —preguntó Zanahoria.

—Oh, sí. Boffo estaba de guardia en la puerta y recuerda claramente haberlo visto salir.

—¿Sabe que era él?

El doctor Carablanca lo miró poniendo cara de no entender nada.

—Por supuesto.

—¿Cómo?

—¿Cómo? Pues porque lo reconoció, naturalmente. Así es como sabes quiénes son las personas. Las miras y dices… es él. A eso se lo llama re-co-no-cer a alguien —dijo el payaso, con punzante deliberación—. Era Beano. Boffo dijo que parecía estar muy preocupado.

—Ah. Muy bien. No más preguntas, doctor. ¿Beano tenía algún amigo entre los Asesinos?

—Bueno… posiblemente, posiblemente. No tenemos nada contra las visitas.

Zanahoria contempló la cara del jefe de los payasos. Luego sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Bien, me parece que eso es todo.

—Si se hubiera mantenido fiel a algo, ya sabe, original —dijo el doctor Carablanca.

—¿Como un cubo lleno de lechada colocado encima de la puerta, o un pastel de nata? —preguntó el sargento Colon.

—¡Exacto!

—Bueno, me parece que será mejor que nos vayamos —dijo Zanahoria—. Me imagino que no querrá presentar ninguna queja contra los Asesinos, ¿verdad?

El doctor Carablanca intentó poner cara de terror, pero esa expresión no resultaba demasiado efectiva debajo de una boca pintada en una gran sonrisa.

—¿Qué? ¡No! Quiero decir que… Bueno, lo que quería decir era que si un Asesino entrara en nuestro recinto sin haber sido invitado, y robara algo, bueno, entonces sin duda pensaríamos que teníamos todo el derecho del mundo a, bueno, a…

—¿Echarle gelatina dentro de la camisa? —dijo Angua.

—¿Atizarle en la cabeza con una bocina sujeta a un palo? —dijo Colon.

—Posiblemente.

—A cada gremio lo suyo, naturalmente —dijo Zanahoria—. Sugiero que será mejor que nos vayamos, sargento. Ya no tenemos nada más que hacer aquí. Sentimos haberle molestado, doctor Carablanca. Puedo ver que esto tiene que haber supuesto una gran tensión para usted.

El jefe de los payasos parecía estar a punto de desplomarse de puro alivio.

—No se preocupe, no se preocupe. Encantado de poder ayudar. Sé que ustedes tienen que hacer su trabajo.

Los llevó escalera abajo y al patio, ahora burbujeando con un incesante torrente de charla. El resto de la Guardia se puso firmes con un estruendo metálico.

—De hecho… —dijo Zanahoria en el preciso instante en que se lo estaba haciendo salir por la puerta—, hay una cosa que usted podría hacer.

—Por supuesto, por supuesto.

—Mmm, ya sé que esto es abusar un poco por mi parte —dijo Zanahoria—, pero siempre he estado muy interesado en las costumbres de los distintos gremios… así que… ¿Cree que alguien podría enseñarme su museo?

—¿Cómo dice? ¿Qué museo?

—¿El museo de los payasos?

—Oh, se refiere a la Sala de las Caras. Eso no es un museo, por supuesto. No hay absolutamente nada de secreto en ello. Toma nota, Boffo. Nos encantará enseñárselo cuando a usted le vaya bien, cabo.

—Muchísimas gracias, doctor Carablanca.

—Vuelva siempre que quiera.

—Pues precisamente ahora termino mi turno —dijo Zanahoria—. Este momento me iría muy bien. Ya que estoy aquí…

—No puedes quedar libre de servicio cuando… ¡ay! —dijo Colon.

—¿Disculpe, sargento?

—¡Me has dado una patada!

—Le pisé la sandalia sin querer, sargento. Lo siento.

Colon trató de ver un mensaje en el rostro de Zanahoria. Se había acostumbrado al Zanahoria simple. El Zanahoria complicado resultaba tan inquietante como ser descuartizado por un pato.

—Bueno, ejem, pues entonces nos vamos, ¿verdad? —dijo.

—No veo qué sentido tendría seguir aquí ahora que todo ha quedado aclarado —dijo Zanahoria, haciendo muecas—. Ya puestos, la verdad es que podríamos tomarnos la noche libre.

Alzó la mirada hacia los tejados.

—Oh, bueno, ahora que todo ha quedado aclarado nos iremos, desde luego —dijo Colon—. ¿Verdad, Nobby?

—Oh, sí, nos iremos ahora mismo, porque todo ha quedado aclarado —dijo Nobby—. ¿Has oído eso, Cuddy?

—¿El qué, lo de que todo ha quedado aclarado? —dijo Cuddy—. Oh, sí. Bueno, pues en ese caso supongo que podemos irnos. ¿Estás de acuerdo, Detritus?

Detritus estaba contemplando lúgubremente la nada con los nudillos apoyados en el suelo. Aquella era la postura normal para un troll mientras esperaba la llegada del próximo pensamiento.

Las sílabas de su nombre hicieron que una neurona iniciara una nerviosa actividad dentro del cerebro de Detritus.

—¿Qué? —dijo.

Todo ha quedado aclarado.

—¿El qué?

—Ya sabes… la muerte del señor Martillogrande y todo lo demás.

—¿Sí?

—¡Sí!

—Oh.

Detritus estuvo meditando en ello durante unos momentos, asintió y luego volvió a adoptar cualquiera que fuese el estado mental que ocupaba normalmente.

Otra neurona emitió una tenue descarga.

—Claro —dijo.

Cuddy lo contempló durante unos momentos sin decir nada.

—Bueno, pues eso es todo —dijo con tristeza—. Eso es todo lo que vamos a conseguir.

—No tardaré mucho en volver —dijo Zanahoria—. ¿Vamos a…? Joey, ¿verdad? ¿Doctor Carablanca?

—Supongo que no hay ningún mal en ello —dijo el doctor Carablanca—. Muy bien. Enséñale al cabo Zanahoria todo lo que quiera ver, Boffo.

—Bien, señor —dijo el pequeño payaso.

—Eso de ser un payaso tiene que resultar un trabajo muy divertido —dijo Zanahoria.

—¿Tiene que serlo?

—Montones de bromas y chistes, quiero decir.

Boffo miró a Zanahoria como si no supiera qué responder a eso.

—Bueno… —dijo finalmente—. Tiene sus momentos…

—Apuesto a que los tiene. Sí, apuesto a que los tiene.

—¿Sueles estar de guardia en la puerta, Boffo? —preguntó Zanahoria afablemente mientras iban por el Gremio de Bufones.

—¡Uh! Prácticamente todo el tiempo, sí —dijo Boffo.

—¿Y cuándo vino a visitar exactamente a Beano ese amigo suyo, ya sabes, el Asesino?

—Oh, así que sabes lo de ese amigo suyo —dijo Boffo.

—Oh, sí —dijo Zanahoria.

—Pues hará cosa de unos diez días —dijo Boffo—. Es por aquí, más allá del alcance de los pasteles.

—Había olvidado el nombre de Beano, pero conocía la habitación. No conocía el número, pero fue directamente a ella —siguió diciendo Zanahoria.

—Eso es. Supongo que el doctor Carablanca te lo contó —dijo Boffo.

—He hablado con el doctor Carablanca —dijo Zanahoria.

Angua tenía la sensación de que estaba empezando a entender la manera en que Zanahoria hacía preguntas. Las hacía no haciéndolas. Se limitaba a decirle a las personas lo que pensaba o sospechaba, y entonces las personas se encontraban añadiendo los detalles en un intento de no quedarse atrás. Y, en realidad, Zanahoria nunca llegaba a decir ni una sola mentira.

Boffo abrió una puerta y se dedicó a encender una vela.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo—. Cuando no estoy en la jodida puerta, me encargo de esto.

—Dioses —musitó Angua—. Es horrible.

—Es muy interesante —dijo Zanahoria.

—Es histórico —dijo Boffo el payaso.

—Todas esas cabecitas…

Las caras diminutas de payaso se perdían a lo lejos bajo la luz de la vela, estante tras estante de ellas; como si de pronto una tribu de cazadores de cabezas hubiera desarrollado un sofisticado sentido del humor y un deseo de hacer que el mundo fuera un sitio mejor.

—Huevos —dijo Zanahoria—. Huevos de gallina normales y corrientes. Lo que haces es coger un huevo de gallina, y luego abres un agujerito en cada extremo del huevo y soplas hasta que todo lo de dentro se haya salido, y entonces un payaso pinta su maquillaje encima del huevo y ese es su maquillaje oficial, y ningún otro payaso puede usarlo. Eso es muy importante. Algunas caras llevan generaciones en la misma familia. Una cosa muy valiosa, la cara de un payaso. ¿No es así, Boffo?

El payaso lo estaba mirando.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo leí en un libro.

Angua cogió un huevo antiguo. Había una etiqueta colgando de él y en la etiqueta había una docena de nombres, todos ellos tachados excepto el último. La tinta de los primeros nombres se había ido desvaneciendo hasta casi desaparecer. Angua volvió a dejar el huevo en su sitio y se limpió la mano en la túnica sin darse cuenta de lo que hacía.

—¿Qué ocurre si un payaso quiere utilizar la cara de otro payaso? —preguntó.

—Oh, comparamos todos los huevos nuevos con los que ya hay en los estantes —dijo Boffo—. No está permitido.

Anduvieron entre pasillos de caras. Angua imaginó que oía el chasquear líquido de un millón de pantalones llenos de nata y los ecos de mil narices que soltaban bocinazos y de un millón de sonrisas en rostros que no estaban sonriendo. Hacia la mitad de la estancia había una alcoba que contenía un escritorio y una silla, un estante lleno de libros viejos y grandes, y un banco de trabajo cubierto de botes de pintura seca, tiras de crines de distintos colores, lentejuelas y demás adminículos propios del arte especializado del pintor de huevos. Zanahoria cogió una pequeña mecha de crin coloreada y la hizo girar pensativamente entre sus dedos.

—Pero supongamos —dijo— que un payaso, y me estoy refiriendo a un payaso que ya tiene su propia cara… supongamos que ese payaso utilizara la cara de otro payaso. ¿Qué pasaría entonces?

—¿Cómo dices? —preguntó Boffo.

—Supongamos que tú utilizaras el maquillaje de otro payaso, por ejemplo —dijo Angua.

—Oh, eso es algo que ocurre continuamente —dijo Boffo—. La gente siempre se está cogiendo prestada la torta…

—¿La torta? —dijo Angua.

—El maquillaje —tradujo Zanahoria—. No, Boffo, creo que lo que está preguntando la guardia interina es: ¿podría un payaso maquillarse de tal manera que pareciese otro payaso?

La frente de Boffo se llenó de arrugas, como alguien que está haciendo un gran esfuerzo para entender una pregunta imposible.

—¿Disculpa?

—¿Dónde está el huevo de Beano, Boffo?

—Aquí en el escritorio —dijo Boffo—. Si quieres, puedes echarle una mirada.

Le entregó un huevo. Tenía una fláccida nariz roja y una peluca roja. Angua vio cómo Zanahoria lo levantaba hacia la luz y se sacaba un par de hebras rojas del bolsillo.

—Pero —dijo, haciendo un nuevo intento de conseguir que Boffo lo entendiera—, ¿no podrías despertar una mañana y ponerte maquillaje de tal manera que parecieses un payaso distinto?

Boffo la miró. Su expresión resultaba bastante difícil de distinguir bajo aquella boca de comisuras permanentemente inclinabas hacia abajo, pero por lo que Angua pudo ver de ella bien podía haberle sugerido que llevara a cabo cierto acto sexual con una gallinita.

—¿Cómo iba a poder hacer eso? —preguntó—. Entonces no sería yo.

—Pero ¿otra persona podría hacerlo?

El ojal de la solapa de Boffo soltó un chorrito.

—No tengo por qué escuchar esta clase de obscenidades, señorita.

—Lo que estás diciendo, entonces —dijo Zanahoria—, es que ningún payaso se maquillaría nunca la cara con el diseño de otro payaso, ¿verdad?

—¡Ya estamos otra vez!

—Sí, pero quizá, a veces por accidente un payaso muy joven tal vez podría…

—Mira, somos gente decente, ¿de acuerdo?

—Lo siento —dijo Zanahoria—. Me parece que ya lo he entendido. Pero… cuando encontramos al pobre señor Beano, no llevaba puesta su peluca, pero una cosa así podría habérsele desprendido fácilmente de la cabeza en el río. Su nariz, en cambio… Tú le dijiste al sargento Colon que alguien se había llevado su nariz. Su verdadera nariz. ¿Podrías —dijo Zanahoria, empleando el tono lleno de afabilidad de alguien que le está hablando al tonto de un pueblo— señalarnos tu verdadera nariz, Boffo?

Boffo se llevó un dedo a la gran nariz roja que había en su cara.

—Pero esa es… —empezó a decir Angua.

—… tu verdadera nariz —concluyó Zanahoria por ella—. Gracias.

El payaso pareció tranquilizarse un poco.

—Me parece que será mejor que os vayáis —dijo—. Este tipo de cosas no me gustan nada. Me ponen muy nervioso.

—Lo siento —volvió a decir Zanahoria—. Es solo que… me parece que estoy teniendo una idea. Me lo había preguntado antes… y ahora estoy bastante seguro. Creo que sé algo acerca de la persona que lo hizo. Pero tenía que ver los huevos para estar seguro.

—¿Estás diciendo que otro payaso mató a Beano? —preguntó Boffo con súbita beligerancia—. Porque si es eso lo que estás diciendo, ahora mismo iré a ver a…

—No exactamente —dijo Zanahoria—. Pero puedo enseñarte la cara del asesino.

Se inclinó sobre la mesa y cogió algo de entre los restos que había encima de ella. Luego se volvió hacia Boffo y abrió la mano. Le estaba dando la espalda a Angua y ella no podía llegar a ver del todo lo que estaba sosteniendo en la mano. Pero Boffo dejó escapar un grito ahogado y echó a correr por la avenida de caras, con sus zapatones chapaleando estrepitosamente sobre las losas de piedra.

—Gracias —le dijo Zanahoria a su espalda en retirada—. Me has sido de mucha ayuda.

Volvió a cerrar la mano.

—Vamos, Angua —dijo—. Más vale que nos vayamos. Creo que dentro de un par de minutos no seremos muy populares aquí.

—¿Qué fue lo que le enseñaste? —preguntó Angua, mientras procedían hacia la puerta con dignidad pero con rapidez—. Era algo que viniste aquí a encontrar, ¿verdad? Todo eso de que querías ver el museo…

—Y quería verlo. Un buen policía siempre debería estar abierto a nuevas experiencias —dijo Zanahoria.

Llegaron a la puerta. Ningún pastel vengador salió volando de la oscuridad.

Una vez que hubieron salido, Angua se apoyó en la pared. El aire olía mejor allí, lo cual era algo que se decía en muy pocas ocasiones acerca del aire de Ankh-Morpork. Pero allí fuera al menos las personas podían reír sin que se les pagara por ello.

—No me has enseñado lo que lo asustó —le dijo a Zanahoria.

—Le enseñé a un asesino —dijo Zanahoria—. Lo siento. No pensé que fuera a tomárselo así. Supongo que ahora todos están un poco tensos. Y es como lo de los enanos y sus herramientas. Cada uno tiene su propia manera de pensar.

—¿Encontraste la cara del asesino ahí dentro?

—Sí.

Zanahoria abrió la mano.

Su mano contenía un huevo sin pintar.

—Este es su aspecto —dijo.

—¿No tenía cara?

—No, ahora estás pensando como un payaso. Yo soy muy simple —dijo Zanahoria—, pero creo que lo que ocurrió fue lo siguiente. En el Gremio de Asesinos había alguien que quería disponer de una manera de poder entrar y salir sin ser visto. Se dio cuenta de que entre las casas de los dos gremios solo hay una pared delgada. Esa persona tenía una habitación. Ahora lo único que tenía que hacer era averiguar quién vivía al otro lado. Luego mató a Beano, y cogió su peluca y su nariz. Su verdadera nariz, ¿comprendes? Así es como piensan los payasos. El maquillaje no tuvo que resultar muy difícil. Eso puedes conseguirlo en cualquier sitio. Entró en el Gremio de Bufones maquillado y disfrazado para parecerse a Beano. Abrió un agujero en la pared. Luego fue hasta la explanada que hay enfrente del museo, solo que esta vez iba vestido como un asesino. Cogió el… el debólver y regresó aquí. Volvió a pasar por la pared, yendo disfrazado de Beano, y se fue. Y entonces alguien lo mató.

—Boffo dijo que Beano parecía muy preocupado —dijo Angua.

—Y yo pensé: Eso es extraño, porque habría que ver a un payaso desde muy cerca para saber cuál es su verdadera expresión. Pero si el maquillaje no estuviera del todo bien puesto, podrías llegar a darte cuenta. Como, por ejemplo, si lo aplicó alguien que no estaba demasiado acostumbrado a emplearlo. Pero lo importante es que si otra persona ve salir por la puerta la cara de Beano, entonces ha visto irse a la persona. Los payasos son incapaces de pensar en otra persona llevando esa cara. Ellos no piensan así. Un payaso y su maquillaje son la misma cosa. Sin su maquillaje, un payaso no existe. Un payaso nunca llevaría la cara de otro payaso de la misma manera en que un enano nunca usaría las herramientas de otro enano.

—Pero suena arriesgado —dijo Angua.

—Lo era. Fue muy arriesgado.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Me parece que sería una buena idea averiguar de quién era la habitación que hay al otro lado del agujero. ¿Qué opinas, Angua? Creo que podría pertenecer al pequeño amigo de Beano.

—¿Entrar en el Gremio de Asesinos? ¿Nosotros solos?

—Mmm. Sí, en eso tienes razón.

Zanahoria parecía tan abatido que Angua se dio por vencida.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Zanahoria sacó con mucho cuidado de su estuche de tela el reloj que le iban a regalar al capitán Vimes.

—Son…

abing, abing, abong, bong… bing… bing…

Esperaron pacientemente hasta que el reloj hubo terminado.

—Las siete menos cuarto —dijo Zanahoria—. Precisión absoluta, además. Lo puse en hora con el gran reloj de sol que hay en la Universidad.

Angua miró el cielo.

—De acuerdo —dijo—. Creo que puedo averiguarlo. Déjamelo a mí.

—¿Cómo?

—Ejem… yo… bueno, pues podría quitarme el uniforme, verdad, y, oh, arreglármelas para llegar a la cocina haciéndome pasar por la hermana de una de las que trabajan allí o algo por el estilo…

Zanahoria no parecía muy convencido.

—¿Crees que eso funcionará?

—¿Se te ocurre algo mejor?

—En estos momentos no.

—Bueno, entonces yo… ejem… mira… vuelve con el resto de los hombres y… yo encontraré algún sitio en el que pueda quitarme el uniforme y ponerme algo más apropiado.

Angua no tuvo que mirar a su alrededor para reconocer de dónde provenía la risita burlona. Gaspode tenía la habilidad de aparecer tan silenciosamente como una pequeña vaharada de metano dentro de una habitación llena de gente, para acto seguido ocupar todo el espacio disponible con la inquietante habilidad de dicho gas.

—¿Dónde vas a conseguir ropa para cambiarte por aquí? —preguntó Zanahoria.

—Un buen hombre de la Guardia siempre está preparado para improvisar —dijo Angua.

—Ese perrito huele horriblemente mal —dijo Zanahoria—. ¿Por qué siempre nos sigue a todas partes?

—No sabría decírtelo.

—Tiene un regalo para ti.

Angua se arriesgó a echar un rápido vistazo. Gaspode estaba sosteniendo, pero por muy poco, un hueso muy grande en la boca. Era más ancho que largo era él, y podría haber pertenecido a alguien que hubiese muerto dentro de un pozo de brea. Era verde, y había unas cuantas partes en las que tenía pelos.

—Qué detalle —dijo fríamente—. Mira, ve donde te he dicho. Deja que vea lo que puedo hacer…

—Si estás segura… —comenzó a decir Zanahoria, en un tono bastante reacio.

—Sí.

Cuando se hubo marchado, Angua se encaminó hacia el callejón más próximo. Ya solo faltaban unos cuantos minutos para que saliera la luna.


El sargento Colon saludó a Zanahoria en cuanto lo vio regresar, con el ceño fruncido y absorto en sus pensamientos.

—¿Podemos ir a casa, señor? —sugirió.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¿Ahora que todo ha quedado aclarado?

—Eso lo dije únicamente para alejar las sospechas —respondió Zanahoria.

—Ah. Muy astuto —se apresuró a decir el sargento—. Eso fue lo que pensé yo. Está diciendo eso para alejar las sospechas, pensé.

—Sigue habiendo un asesino suelto por ahí. O algo peor.

Zanahoria paseó la mirada por la dispar soldadesca.

—Pero me parece que ahora vamos a tener que aclarar ese otro asunto con la Guardia Diurna —dijo.

—Ejem. La gente dice que ahí arriba está habiendo prácticamente un levantamiento —dijo Colon.

—Por eso tenemos que aclararlo.

Colon se mordió el labio. No era un cobarde propiamente dicho. El año pasado un dragón había invadido la ciudad y Colon se había subido a un tejado y le había disparado flechas mientras el dragón descendía sobre él con la boca abierta, aunque había que admitir que luego tuvo que cambiarse la ropa interior. Pero aquello había sido simple. Un gran dragón que respiraba fuego era algo que no podía estar más claro. Lo tenías allí, justo delante de ti, disponiéndose a asarte vivo. Eso era lo único de lo que tenías que preocuparte. Había que admitir que era mucho de lo que preocuparse, pero era… simple. No encerraba ninguna clase de misterio.

—¿Vamos a tener que aclararlo? —dijo.

—Sí.

—Oh. Bien. Me gusta aclarar las cosas.


Viejo Apestoso Ron era un miembro del Gremio de Mendigos muy respetado y que gozaba de una excelente reputación. Era un Mascullador, y uno muy bueno. Seguía a la gente mascullando en su propio lenguaje privado hasta que le daban dinero para que dejara de hacerlo. La gente pensaba que estaba loco, pero este no era, técnicamente hablando, el caso. Lo que le ocurría a Ron era que se mantenía en contacto con la realidad al nivel cósmico, y siempre le costaba un poco centrarse en cosas más pequeñas, como otras personas, las paredes y el jabón (aunque en cosas muy pequeñas, como las monedas, su vista era de Grado Superior).

Por consiguiente, Ron no se sorprendió cuando una guapa joven pasó corriendo junto a él y se quitó toda la ropa. Ese tipo de cosas ocurrían continuamente, aunque hasta aquel momento solo habían tenido lugar en el lado interior de la cabeza de Ron.

Entonces vio lo que ocurrió a continuación.

Contempló cómo la esbelta forma dorada se alejaba con la celeridad del rayo.

—¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! —dijo—. Les haré probar el extremo equivocado de la trompeta de un trapero, desde luego que lo haré. Que se jodan. ¡Mano de milenio y gamba! ¡Se lo dije!


Gaspode meneó lo que técnicamente era un rabo cuando Angua salió del callejón.

—Quitarze el udiforme y podedze algo máz abrobiado —dijo, con la voz ligeramente deformada por el hueso—. Eza zí que ha eztado bien. Te he traído ezte pequeño obzequio…

Lo dejó caer sobre los adoquines. Su aspecto no mejoraba el mirarlo con los ojos lupinos de Angua.

—¿Para qué? —le preguntó Angua.

—Ese hueso está lleno de nutritiva gelatina de médula —dijo Gaspode acusadoramente.

—Olvídalo —dijo Angua—. Y ahora explícame cómo te lo haces normalmente para entrar en el Gremio de Asesinos.

—Y después quizá podríamos ir a pasar un rato en los vertederos que hay a lo largo del Camino de Fedre —dijo Gaspode, con su muñón de rabo todavía golpeando el suelo—. Ahí hay ratas que te pondrán los pelos de punta… No, de acuerdo, olvida que lo he mencionado —se apresuró a terminar, cuando el fuego destelló por un instante en los ojos de Angua. Luego suspiró y dijo—: Hay un desagüe junto a las cocinas.

—¿Lo bastante grande para un humano?

—Ni siquiera para un enano. Pero no valdrá la pena. Esta noche toca espaguetis. Nunca hay muchos huesos en los espaguetis…

—Vamos.

Gaspode la siguió cojeando.

—Era un buen hueso —dijo—. Apenas si había empezado a ponerse verde. ¡Ja! Pero apuesto a que no le dirías que no a una caja de bombones del señor Fornido.

Gaspode se encogió sobre sí mismo cuando Angua se encaró con él.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—¡De nada! ¡De nada!

La siguió, gimoteando.

Angua tampoco se sentía nada contenta. Que te saliera pelo y colmillos cada luna llena siempre era un problema. Justo cuando creía que había tenido suerte, descubría que pocos hombres se sienten muy a gusto en una relación donde a su pareja le salen pelos y aúlla. Angua se había jurado que no volvería a meterse en aquellos berenjenales.

En cuanto a Gaspode, se estaba resignando a una vida sin amor, o al menos con no más amor que el afecto práctico experimentado hasta el momento, el cual había consistido en una chihuahua demasiado confiada y una breve relación con la pierna de un cartero.


La pólvora N.° 1 fue resbalando del papel doblado al interior del tubo metálico. ¡Condenado Vimes! ¿Quién hubiese pensado que sería capaz de ir al Edificio de la Ópera? Eso le había hecho perder un juego de tubos allí arriba. Pero todavía quedaban tres, empaquetados pulcramente dentro de la culata hueca. Una bolsa llena de pólvora N.° 1 y un conocimiento rudimentario de la fundición del plomo eran todo lo que le hacía falta a un hombre para gobernar la ciudad…

El debólver estaba encima de la mesa. El metal relucía con un destello azulado. O, quizá, no se tratara tanto de un destello como de un brillo suave. Y, naturalmente, eso solo se debía al aceite. Tenías que creer que se debía al aceite. Estaba claro que el debólver no era más que una cosa hecha de metal. No podía estar vivo.

Y con todo…

Y con todo…

—Dicen que solo era una joven mendiga del Gremio.

¿ Y qué? Era un blanco ofrecido por la oportunidad. No fue culpa mía. La culpa fue tuya. Yo no soy más que el debólver. Los debólveres no matan a las personas. Son las personas las que matan a las personas.

—¡Mataste a Martillogrande! ¡El chico dijo que te disparaste a ti mismo! ¡Y él te había reparado!

¿Acaso esperabas gratitud? Martillogrande hubiese hecho otro debólver.

—¿Y eso era una razón para matarlo?

Desde luego que sí. No comprendes nada.

¿Dónde estaba aquella voz, dentro de su cabeza o en el debólver? No podía estar seguro. Edward había dicho que existía una voz… decía que, podía darte todo lo que quisieras…


Entrar en el Gremio resultó fácil para Angua, incluso con toda la multitud enfurecida. Algunos de los asesinos, los que venían de casas nobles donde tenían grandes perros peludos esparcidos por todas partes de la misma manera en que las gentes de clase inferior tienen alfombras, se habían traído a unos cuantos de ellos consigo. Además, Angua era de pura raza y fue atrayendo miradas llenas de admiración mientras atravesaba los edificios trotando.

Encontrar el pasillo correcto también resultó fácil. Angua recordaba lo que se divisaba desde el gremio contiguo, y contó el número de pisos. En cualquier caso, no tuvo que buscar demasiado. El hedor de los fuegos artificiales flotaba en el aire a lo largo de todo el pasillo.

El pasillo también estaba lleno de asesinos. La puerta de la habitación había sido forzada. Cuando asomó la cabeza por la esquina, Angua vio salir de ella al doctor Cruces con el rostro enrojecido por la ira.

—¿Señor Downey?

Un Asesino de pelo blanco se puso firmes.

—¿Señor?

—¡Quiero que lo encuentren!

—Sí, doctor…

—¡De hecho, quiero que le inhumen! ¡Con Extrema Descortesía! Y voy a fijar la tarifa en diez mil dólares… Los pagaré personalmente, ¿comprende? Libres de impuestos del Gremio, además.

Varios asesinos se alejaron de la multitud sin apresurarse. Diez mil dólares libres de impuestos eran una buena cantidad.

Downey parecía un poco incómodo.

—Doctor, pienso que…

—¿Piensa? ¡No se le paga para que piense! Saben los dioses adonde habrá ido ese idiota. ¡Ordené que registraran todo el recinto! ¿Por qué nadie forzó la puerta?

—Lo siento, doctor. Edward nos dejó hace varias semanas y no pensé que…

—¿No pensó? ¿Para qué se le paga?

—Nunca lo había visto tan enfadado —dijo Gaspode.

Entonces se oyó una tos detrás del jefe de los Asesinos. El doctor Carablanca había salido de la habitación.

—Ah, doctor —dijo el doctor Cruces—. Me parece que quizá sería mejor que fuéramos a hablar de esto en mi estudio, sí.

—Realmente lo siento muchísimo, milord…

—Olvídelo, olvídelo. Ese diablillo se las ha ingeniado para que los dos quedáramos como un par de payasos que… Oh. No es nada personal, por supuesto. Señor Downey, los bufones y los Asesinos mantendrán custodiado este agujero hasta que podamos hacer venir a unos cuantos albañiles mañana por la mañana. Nadie tiene que pasar por él. ¿Lo ha entendido?

—Sí, doctor.

—Muy bien.

—Ese es el señor Downey —dijo Gaspode, mientras el doctor Cruces y el jefe de los Payasos desaparecían pasillo abajo—. Número dos en los Asesinos. —Se rascó la oreja—. Liquidaría al viejo Cruces por un par de peniques si no fuese porque eso va contra las reglas.

Angua fue trotando hacia él. Downey, que se estaba secando la frente con un pañuelo negro, bajó la mirada.

—Vaya, tú eres nueva por aquí —dijo. Miró a Gaspode—. Y veo que el chucho ha vuelto.

—Guau, guau —dijo Gaspode, con su muñón de rabo golpeando el suelo—. Por cierto —añadió dirigiéndose a Angua—, si lo pillas de buen humor suele dar un caramelo de menta. En lo que llevamos de año ha envenenado a quince personas. Es casi tan bueno con los venenos como el viejo Cruces.

—¿Necesito saber eso? —preguntó Angua mientras Downey le daba unas palmaditas en la cabeza.

—Oh, los Asesinos nunca deberían matar a menos que se les esté pagando por ello. La diferencia está en estas pequeñas propinas.

Ahora Angua estaba en posición de ver la puerta. Había un nombre escrito en un trozo de tarjeta metido entre un par de ranuras metálicas.

Edward de M’uerthe.

—Edward de M’uerthe —dijo.

—Ese nombre me suena —dijo Gaspode—. La familia solía vivir al final del Camino de los Reyes. Solían ser tan ricos como Creosoto.

—¿Quién era Creosoto?

—Un cabrón extranjero que era muy rico.

—Oh.

—Pero el bisabuelo tenía una sed terrible, y el abuelo perseguía a cualquier cosa que llevara un vestido de mujer, ya sabes, y el viejo De M’uerthe, bueno, era un hombre muy aseado y siempre estaba sobrio, pero perdió el resto del dinero de la familia porque tenía un punto ciego cuando llegaba el momento de distinguir entre un uno y un once.

—No veo cómo eso puede hacerte perder el dinero.

—Lo hace si crees que puedes jugar a Mutilar a doña Cebolla con los chicos mayores.

La licántropa y el perro volvieron por el pasillo.

—¿Sabes algo acerca del señor Edward? —preguntó Angua.

—Nada de nada. La casa se subastó hace poco. Deudas familiares. No lo he visto por ahí.

—No cabe duda de que eres toda una mina de información —dijo Angua.

—Me muevo mucho. Nadie se fija en los perros. —Gaspode arrugó la nariz. Parecía una trufa marchita—. Maldición. Esto apesta a debólver, ¿verdad?

—Sí. Y hay algo raro en eso —dijo Angua.

—¿El qué?

—Algo que no está del todo bien.

Había otros olores. Calcetines sin lavar, otros perros, el maquillaje graso del doctor Carablanca, la cena de ayer… los olores llenaban el aire. Pero el olor a fuegos artificiales de aquello en lo que Angua ya pensaba automáticamente como el debólver se enroscaba alrededor de todo lo demás, tan acre como el ácido.

—¿Qué es lo que no está bien?

—No lo sé… quizá es el olor del debólver…

—No. Todo empezó aquí. El debólver estuvo guardado aquí durante años.

—Claro. De acuerdo. Bueno, tenemos un nombre. Puede que para Zanahoria signifique algo…

Angua bajó trotando por la escalera.

—Disculpa… —dijo Gaspode.

—¿Sí?

—¿Cómo puedes volver a convertirte en una mujer?

—Me basta con ir a un sitio donde no me dé la luz de la luna y… concentrarme. Así es como funciona.

—Caray. ¿Y eso es todo?

—Si técnicamente es luna llena, entonces puedo Cambiar incluso durante el día si quiero. Solo he de Cambiar cuando estoy expuesta a la luz de la luna.

—¿Y qué pasa con la matalobos?

—¿La matalobos? Es una planta. Una variedad del acónito, creo. ¿Qué pasa con ella?

—¿No te mata?

—Mira, no tienes por qué creer todo lo que oigas decir acere de los hombres-lobo. Somos tan humanos como cualquier otra persona. La mayor parte del tiempo —añadió.

Ya habían salido del Gremio y estaban yendo hacia el callejón al que ciertamente llegaron, pero ahora este carecía de ciertas características importantes que sí había incluido la última vez que estuvieron allí. La más notable de ellas era el uniforme de Angua, pero aparte de eso también había una carestía absoluta de Apestoso Viejo Ron.

—Maldición.

Contemplaron la extensión de barro vacía.

—¿Tienes más ropa? —preguntó Gaspode.

—Sí, pero solo en la calle Olmo. Este era mi único uniforme.

—¿Y cuando eres humana tienes que ponerte ropa?

—Sí.

—¿Por qué? Yo pensaba que una mujer desnuda se encontraría a gusto en cualquier tipo de compañía, y conste que lo digo sin ningún ánimo de ofender.

—Prefiero la ropa.

Gaspode olisqueó el suelo.

—Bueno, pues entonces vamos —suspiró—. Será mejor que alcancemos a Viejo Apestoso Ron antes de que tu cota de malla se convierta en una botella de Abrazodeoso, ¿verdad?

Angua miró en torno a ella. El olor de Viejo Apestoso Ron era casi tangible.

—De acuerdo. Pero démonos prisa.

¿Hierba lobera? Si pasabas una semana de cada mes con dos piernas y cuatro pezones adicionales, no necesitabas hierbas estúpidas para que tu vida se convirtiera en un problema.


Había multitudes enteras alrededor del Palacio del patricio, y a la puerta del Gremio de Asesinos. Se veía a un montón de mendigos. Su aspecto era bastante desagradable. Tener un aspecto desagradable es algo que forma parte del oficio de un mendigo en cualquier caso, pero el aspecto de aquellos era todavía más desagradable de lo necesario.

La milicia atisbo desde una esquina.

—Hay centenares de personas —dijo Colon—. Y montones de trolls delante de la Guardia Diurna.

—¿Dónde es más espesa la multitud? —preguntó Zanahoria.

—En cualquier sitio donde haya trolls —dijo Colon, y enseguida se dio cuenta de que había metido la pata—. Solo bromeaba —añadió.

—Muy bien —dijo Zanahoria—. Que todo el mundo me siga.

La algarabía cesó de pronto cuando la milicia marchó, trotó, se bamboleó pesadamente y nudilleó hacia la Casa de la Guardia Diurna. Un par de trolls muy grandes les cerraron el paso. La multitud miraba sumida en un silencio expectante.

En cualquier momento, pensó Colon, alguien va a empezar a tirar algo. Y entonces todos vamos a morir.

Levantó la vista. Cabezas de gárgola iban apareciendo con movimientos lentos y espasmódicos a lo largo de los desagües. Nadie quería perderse una buena pelea.

Zanahoria saludó a los dos trolls con una inclinación de cabeza. Colon se fijó en que estaban totalmente cubiertos de liquen.

—Bluejohn y Bauxita, ¿verdad? —dijo Zanahoria.

Bluejohn no pudo evitar asentir. Bauxita era más duro, y se limitó a mirar fijamente a Zanahoria.

—Sois justo lo que andaba buscando —siguió diciendo Zanahoria.

Colon se aferró a su casco como si fuera una lapa de la talla diez que estuviera intentando encaramarse por un caparazón de la talla uno. Bauxita era una avalancha con pies.

—Quedáis reclutados —dijo Zanahoria.

Colon atisbo por debajo del borde del casco.

—Presentaos al cabo Nobbs para recibir vuestras armas. El guardia interino Detritus os administrará el juramento. —Dio un paso atrás—. Bienvenidos a la Guardia de Ciudadanos. Y recordad que cada guardia lleva un bastón de mariscal de campo en su mochila.

Los trolls no se habían movido.

—No voy a estar en una Guardia —dijo Bauxita.

—Nunca había visto a nadie con tanta madera de oficial —dijo Zanahoria.

—¡Eh, no puedes ponerlos en la Guardia! —gritó un enano desde la multitud.

—Vaya, hola, señor Fuerteenelbrazo —dijo Zanahoria—. Me alegro de ver por aquí alguna figura cívica. ¿Por qué no pueden estar en la milicia?

Todos los trolls estaban escuchando con gran atención. Fuerteenelbrazo reparó en que de pronto se había convertido en el centro de la atención general, y titubeó.

—Bueno… para empezar, solo tenéis un enano… —murmuró.

—Yo soy un enano —dijo Zanahoria—. Técnicamente hablando.

Fuerteenelbrazo parecía un poco nervioso. Toda aquella cuestión de la enanez que abrazaba con tanto entusiasmo Zanahoria resultaba bastante difícil de entender para los enanos más orientados hacia la política.

—Eres un poco grande —dijo, no ocurriéndosele nada mejor que decir.

—¿Grande? ¿Qué tiene que ver el tamaño con ser un enano? —quiso saber Zanahoria.

—Mmm… ¿Mucho? —susurró Cuddy.

—Una observación muy acertada —dijo Zanahoria—. Sí, es una observación realmente muy acertada. —Fue recorriendo las caras con la mirada—. Bien. Necesitamos unos cuantos enanos honrados y respetuosos con la ley… tú, ese de ahí…

—¿Yo? —dijo un enano desprevenido.

—¿Tienes alguna convicción previa?

—Bueno, no sé… supongo que solía creer muy firmemente en que más vale pájaro en mano…

—Estupendo. Y ahora escogeré a… vosotros dos… y a ti. Cuatro enanos más, ¿de acuerdo? Ahora ya no os podéis quejar, ¿eh?

—No voy a estar en una guardia —volvió a decir Bauxita, pero ahora la incertidumbre modulaba su tono.

—Ahora no podéis iros, trolls —dijo Detritus—. De otra manera, demasiados enanos. Eso son números, eso es lo que son.

—¡No me voy a unir a ninguna Guardia! —dijo un enano.

—No eres lo bastante hombre, ¿eh? —dijo Cuddy.

—¿Qué? ¡Yo valgo tanto como cualquier maldito troll!

—Bueno, pues entonces ya está todo resuelto —dijo Zanahoria, frotándose las manos—. ¿Agente titular Cuddy?

—¿Señor?

—Eh —dijo Detritus—, ¿cómo que de pronto él ya agente del todo?

—Porque los reclutas enanos han quedado a su cargo —dijo Zanahoria—. Y tú tienes a tu cargo a los reclutas trolls, agente titular Detritus.

—¿Yo pleno agente titular con todos los reclutas trolls a mi cargo?

—Por supuesto. Y ahora, guardia interino Bauxita, si tiene la bondad de dejarme pasar…

Detrás de Zanahoria, Detritus inhaló profundamente y con orgullo.

—No voy a…

—¡Guardia interino Bauxita! ¡Poniéndose firmes, ya mismo horrible troll grandullón! ¡Saludando ahora mismo! ¡Dejando pasar al cabo Zanahoria! ¡Vengan aquí, par de trolls! Uno… y dos… y tres… ¡y cuatro! ¡Ahora estáis en la Guardia! ¡Aaargh, no puedo creer lo que está viendo mi ojo! ¿De dónde eres, Bauxita?

—De la Montaña de Tajada, pero…

—¡De la Montaña de Tajada! ¿De la Montaña de Tajada? —Detritus se miró los dedos por un instante, y luego se apresuró a esconderlos detrás de la espalda—. ¡En la Montaña de Tajada solo hay dos cosas! Rocas… y… y… —Manoteó frenéticamente—. ¡Y otras clases de rocas! ¿De qué clase eres tú, Bauxita?

—¿Qué demonios está pasando aquí?

La puerta de la Casa de la Guardia se había abierto. El capitán Quirke salió por ella, espada en mano.

—¡Horrible par de trolls! Ahora levantad la mano derecha y repetid juramento troll…

—Ah, capitán —dijo Zanahoria—. ¿Podríamos hablar un momento?

—Se ha metido en un buen lío, cabo Zanahoria —rugió Quirke—. ¿Quién se cree usted que es?

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Yo no quiero estar en una…

¡Bam!

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Soy el hombre que estaba disponible en estos momentos, capitán —dijo Zanahoria jovialmente.

—Bueno, hombre disponible, aquí yo soy el oficial superior al mando y le aseguro que ya puede…

—Una observación muy interesante —dijo Zanahoria, sacando su cuaderno negro del bolsillo—. Le relevo del mando.

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza…

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza…

—¿Qué…? ¿Se ha vuelto usted loco?

—No, señor, pero he optado por creer que usted sí. Existen ciertas normas establecidas para el caso de que se presente esta eventualidad.

—¿Dónde está su autoridad? —Quirke miró a la multitud—. ¡Ja! Supongo que ahora me dirá que esta turba armada es su autoridad, ¿eh?

Zanahoria puso cara de perplejidad.

—No. Las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork, señor. Está todo allí. ¿Puede decirme con qué evidencias cuenta contra el prisionero Caradecarbón?

—¿Ese maldito troll? ¡Es un troll!

—¿Sí?

Quirke miró alrededor.

—Oiga, no hace falta que le diga que con todo el mundo aquí presente…

—De hecho, y según las reglas, tiene que hacerlo. Por eso lo llaman evidencia. Significa «aquello que está a la vista».

—¡Oiga! —siseó Quirke, inclinándose hacia Zanahoria—. Es un troll. Es tan culpable como el infierno de algo. ¡Todos lo son!

Zanahoria sonrió alegremente.

Colon había llegado a conocer aquella sonrisa. Cuando sonreía de aquella manera, el rostro de Zanahoria parecía volverse un poco cerúleo y empezaba a relucir.

—¿Y usted le encerró por eso?

—¡Claro!

—Oh. Ya veo. Ahora lo entiendo.

Zanahoria dio media vuelta.

—No sé qué se piensa que es us… —empezó a decir Quirke.

La gente apenas vio moverse a Zanahoria. Solo hubo una mancha borrosa, un sonido como el de un bistec depositado bruscamente encima de una tabla de trinchar, y de pronto el capitán estaba yaciendo sobre los adoquines.

Un par de miembros de la Guardia Diurna aparecieron cautelosamente en el hueco de la puerta.

Entonces todo el mundo fue súbitamente consciente de una especie de traqueteo metálico. Nobby estaba haciendo girar la maza de armas al final de su cadena, salvo que como la bola erizada de pinchos era muy pesada, y como la diferencia entre Nobby y un enano era más de especie que de altura, lo que ocurría era más bien que ambos orbitaban alrededor del otro. Si la soltaba, había la misma probabilidad de que el objetivo fuera alcanzado por una bola erizada de pinchos que la de que fuera alcanzado por un cabo Nobbs. Ninguna de las dos perspectivas resultaba demasiado agradable.

—Baja eso, Nobby —siseó Colon—. No creo que vayan a crearnos problemas…

—¡Es que no puedo soltarlo, Fred!

Zanahoria se chupó los nudillos.

—¿Le parece que esto puede incluirse en el apartado de «mínima fuerza necesaria», sargento? —preguntó. Parecía estar sinceramente preocupado.

—¡Fred! ¡Fred! ¿Qué voy a hacer?

Nobby se había convertido en un borrón aterrorizado. Cuando estás haciendo girar una bola llena de pinchos sujeta a una cadena, la única opción realista es continuar moviéndote. Quedarse quieto enseguida se convierte en una interesante pero breve demostración de una espiral en acción.

—¿Todavía respira? —preguntó Colon.

—Oh, sí. Me aseguré de no darle muy fuerte.

—Pues a mí eso me suena como lo bastante mínimo, señor —dijo Colon con lealtad.

¡Freeeeeed!

Zanahoria extendió distraídamente la mano cuando la maza de armas pasaba zumbando junto a él y la agarró por la cadena. Luego la lanzó contra la pared, donde quedó clavada.

—Eh, los que estáis dentro de la Casa de la Guardia —dijo después—. Ya podéis salir.

Cinco hombres salieron de ella, dando un rodeo cauteloso alrededor de su capitán caído en el suelo.

—Bien. Ahora id y traed a Caradecarbón.

—Ejem… Está de bastante mal humor, cabo Zanahoria.

—Por lo de haber tenido que estar encadenado al suelo —aclaró otro guardia.

—Bueno, veamos —dijo Zanahoria.—. El caso es que se ha de desencadenar ahora mismo. —Los hombres se removieron nerviosamente, posiblemente acordándose de un antiguo proverbio que resultaba muy apropiado para la ocasión.[26] Zanahoria asintió—. No os pediré que lo hagáis vosotros, pero me permito sugerir que os toméis unos cuantos días libres —dijo.

—Quirm es muy bonito en esta época del año —dijo el sargento Colon, queriendo ayudar—. Tienen un reloj floral.

—Ejem… pues dado que lo menciona… el caso es que tengo pendientes unos cuantos permisos por enfermedad —dijo uno de ellos.

—Me parece que si te quedas por aquí, hay muchas probabilidades de que termines disfrutándolos —dijo Zanahoria.

Se fueron tan deprisa como permitía la decencia. La multitud apenas si les prestó atención. Zanahoria seguiría siendo mucho más interesante de observar durante un tiempo.

—Bien —dijo Zanahoria—. Detritus, llévate a algunos hombres y saca al prisionero.

—No veo por qué… —empezó a decir un enano.

—Cierra la boca, hombre horrible —dijo Detritus, ebrio de poder.

Se habría podido oír caer la hoja de una guillotina.

En la multitud, un gran número de manos nudosas de distintos tamaños empuñaron toda una variedad de armas ocultas.

Todo el mundo miró a Zanahoria.

Eso había sido lo más extraño de todo, recordaría Colon más tarde. Todo el mundo miró a Zanahoria.


Gaspode olisqueó un farol.

—Veo que Shep Tres Patas vuelve a tener problemas con el estómago —dijo—. Y el viejo Willy el Cachorro ha vuelto a la ciudad.

Para un perro, un poste o un farol colocados en el sitio apropiado son un calendario social.

—¿Dónde estamos? —preguntó Angua.

Había muchos olores distintos, tantos que costaba bastante seguir el rastro de Viejo Apestoso Ron.

—En algún lugar de Las Sombras —dijo Gaspode—. En la calle Corazón, a juzgar por el olor. —Fue olisqueando el suelo—. Ah, aquí está otra vez, el pequeño…

—’ola, Gaspode…

Era una voz grave y áspera, una especie de susurro arenoso. Provenía de algún lugar de un callejón.

—¿Quién es tu amiguita, Gaspode?

Hubo una risita burlona.

—Ah —dijo Gaspode—. Uh. Hola, chicos.

Dos perros salieron del callejón. Eran enormes. Sus especies eran indeterminadas. Uno de ellos era negro como el azabache y parecía un pit bull terrier cruzado con una picadora de carne. El otro… el otro parecía un perro cuyo nombre era casi sin lugar a dudas carnicero.

Los dos juegos de colmillos de sus mandíbulas habían crecido tanto que el perro parecía contemplar el mundo a través de unos barrotes. También tenía las patas arqueadas, aunque cualquier clase de comentario al respecto probablemente sería desaconsejable si es que no suicida.

La cola de Gaspode vibró con nerviosismo.

—Estos son mis amigos Roger el Negro y…

—¿Carnicero?—sugirió Angua.

—¿Cómo lo has sabido?

—Pura suerte —dijo Angua.

Los dos perrazos se habían ido moviendo de tal manera que ahora estaban flanqueándolos.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Roger el Negro—. ¿Y quién es esta?

—Angua —dijo Gaspode—. Es una…

—… perra loba —dijo Angua.

Los dos perros seguían paseándose alrededor de ellos con miradas ávidas.

—¿Gran Fido ya sabe de ella? —preguntó Roger el Negro.

—Yo solo… —empezó a decir Gaspode.

—Bueno, bueno —dijo Roger el Negro—, supongo que querréis venir con nosotros. Hoy es noche del Gremio.

—Claro, claro —dijo Gaspode—. No hay problema.

Podría vérmelas sin problemas con cualquiera de ellos, pensó Angua. Pero no con los dos a la vez.

La licantropía significaba poseer la destreza y la fuerza en las mandíbulas necesaria para abrirle instantáneamente la yugular a un hombre. Era un truco habitual en el padre de Angua que siempre había irritado mucho a su madre, especialmente cuando lo ponía en práctica justo antes de las comidas. Pero Angua nunca había sido capaz de decidirse a hacerlo. Ella prefería la opción vegetariana.

—’ola —le dijo Carnicero, directamente en la oreja.

—No te preocupes por nada —gimoteó Gaspode—. Yo y Gran Fido somos… muy amigos.

—¿Qué estás intentando hacer? ¿Cruzar las garras? No sabía que los perros pudieran hacer eso.

—No podemos —dijo Gaspode miserablemente.

Otros perros fueron saliendo de las sombras mientras Angua y Gaspode eran medio conducidos y medio empujados por callejones que ya ni siquiera eran callejones, sino meros huecos entre paredes. Estos terminaron llevando a una extensión de terreno vacío, nada más que un gran pozo de luz para los edificios que se alzaban alrededor de ella. En un rincón había un barril enorme puesto de lado, con un trozo de manta medio mordisqueado dentro. Un gran número de perros estaban esperando alrededor del barril, con expresiones expectantes: algunos de ellos solo tenían un ojo, algunos de ellos solo tenían una oreja, todos ellos tenían cicatrices, y todos ellos tenían dientes.

—Vosotros dos esperad aquí —dijo Roger el Negro.

—Y no intentéis huir —dijo Carnicero—, porque el que se te coman los intestinos a menudo ofende.

Angua bajó la cabeza hasta el nivel de Gaspode. El perrito estaba temblando.

—¿En qué me has metido? —gruñó—. Este es el Gremio de Perros, ¿verdad? ¿Una banda de chuchos sin hogar?

—¡Chist! ¡No digas eso! No son chuchos sin hogar. Oh, cielos. —Gaspode miró alrededor—. No creas que cualquier sabueso puede ingresar en el Gremio de Perros. Oh, no, de eso nada. Estos son perros que han sido… —bajó la voz—… er… malos.

—¿Perros que han sido malos?

—Perros que han sido malos, sí. Eres un perrito muy travieso. Dale un buen cachete. Perro malo —musitó Gaspode, como si recitara alguna horrible letanía—. Cada perro que ves aquí, sí, cada perro… se escapó de su casa. Huyó de su dueño.

—¿Y eso es todo?

—¿Todo? ¿Todo? Bueno. Oh, claro. Tú no eres exactamente lo que se dice un perro. No puedes entenderlo. Nunca sabrás qué es lo que se siente. Pero Gran Fido… se lo dijo. Liberaos de las cadenas que os oprimen, dice. Morded la mano que os alimenta. Levantaos y aullad. Les dio orgullo —dijo Gaspode, con su voz siendo una mezcla de miedo y fascinación—. Se lo dijo. Cualquier perro que descubre no comportándose como un espíritu libre… Bueno, ese perro es perro muerto. La semana pasada Gran Fido mató a un dóberman, solo porque meneó la cola cuando un humano pasaba junto a él.

Angua miró a algunos de los perros. Todos estaban sucios y tenían aspecto de abandonados. También eran, de una extraña manera, muy poco perrunos. Había un pequeño perro de lanas más bien elegante que todavía conservaba los restos ya demasiado crecidos de su corte de perro de lanas, y un perrito faldero con los maltrechos restos de una chaqueta de lana colgando aún de sus hombros. Pero no ladraban, ni formaban grupos. Todos tenían una mirada llena de concentración que Angua ya había visto antes, si bien nunca en perros.

Gaspode estaba temblando visiblemente. Angua fue hacia el perro de lanas. Aun había un collar adornado con diamantitos visible debajo del sucio pelaje.

—Ese Gran Fido, ¿es alguna clase de lobo, o qué? —le preguntó Angua.

—Espiritualmente, todos los perros son lobos —dijo el perro de lanas—, pero han sido cínica y cruelmente apartados de su verdadero destino por las manipulaciones de la así llamada humanidad.

Sonaba como una cita.

—¿Gran Fido dijo eso? —se atrevió a preguntarle Angua.

El perro de lanas volvió la cabeza y entonces Angua vio sus ojos por primera vez. Eran rojos, y estaban llenos de enloquecida furia asesina. Cualquier cosa que tuviera unos ojos semejantes podía matar a todo lo que quisiera porque la locura, la auténtica locura, puede hacer que un puño atraviese una tabla.

—Sí —dijo Gran Fido.


Había sido un perro normal. Había jadeado, y se había acostado boca arriba, y había obedecido, y había ido a traer cosas cuando se las tiraban para que fuera a traerlas. Todas las noches lo sacaban a dar un paseo.

Cuando ocurrió, no hubo ningún súbito destello de luz. Una noche el perro estaba acostado dentro de su cesta y empezó a pensar en su nombre, que era Fido, y en el nombre de la cesta, que era Fido. Y pensó en su manta con Fido escrito en ella, y en su cuenco con Fido escrito en él y, por encima de todo, meditó en el collar con Fido escrito en él, y en algún rincón de las profundidades de su cerebro algo encajó con un suave chasquido y entonces se comió la manta, hizo pedazos a su dueño y saltó por la ventana de la cocina. En la calle, un labrador que tenía cuatro veces el tamaño de Fido se había burlado de su collar, y treinta segundos después huía gimoteando.

Aquello solo había sido el principio.

La jerarquía perruna no tenía nada de complicada. Fido se había limitado a ir preguntando por ahí, generalmente con voz ahogada porque tenía la pata de alguien entre las fauces, hasta que localizó al líder de la mayor banda de perros salvajes de la ciudad. La gente —es decir, los perros— todavía hablaba del combate que había tenido lugar entre Fido y Ladrador Rabioso Arthur, un rottweiler que tenía un solo ojo y muy mal genio. Pero la mayoría de los animales no luchan hasta la muerte, solo hasta la derrota, y Fido era imposible de derrotar porque Fido simplemente era un diminuto rayo asesino con un collar. Se había mantenido agarrado a distintas partes de Ladrador Rabioso Arthur hasta que Ladrador Rabioso Arthur se dio por vencido y entonces, para gran asombro suyo, Fido lo había matado. Había algo inexplicablemente resuelto en aquel perro: podrías haber estado dándole de garrotazos durante cinco minutos, y aun así lo que quedara de él hubiera seguido sin darse por vencido y más valdría que no le dieras la espalda.

Porque Gran Fido tenía un sueño.


—¿Hay algún problema? —preguntó Zanahoria.

—Ese troll insultó a ese enano —dijo Fuerteenelbrazo el enano.

—Oí cómo el guardia titular Detritus le daba una orden al guardia interino… Hrolf Pijama —dijo Zanahoria—. ¿Qué problema hay en eso?

—¡Que Detritus es un troll!

—¿Y bien?

—¡Insultó a un enano!

—Bueno, de hecho es un término técnico militar que… —dijo el sargento Colon.

—¡Da la casualidad de que hoy ese maldito troll me salvó la vida! —gritó Cuddy.

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Cómo que para qué? ¡Pues porque era mi vida, para eso! Da la casualidad de que le tengo mucho apego.

—No pretendía decir que…

—¡Tú cállate, Abba Fuerteenelbrazo! ¡Qué sabes tú de nada, pedazo de civil! ¿Por qué eres tan estúpido? ¡Aaargh! ¡Llevo demasiado tiempo en esto para que me vengas con esta mierda!

Una sombra se alzó en el umbral. Caradecarbón era una forma básicamente horizontal, una oscura masa formada por líneas de fractura y superficies desnudas. Sus ojos relucían con rojizo recelo.

—¡Y ahora lo vais a dejar marchar! —gimió un enano.

—Eso es porque no tenemos ninguna razón para mantenerlo encerrado —dijo Zanahoria—. Quienquiera que haya matado al señor Martillogrande era lo bastante pequeño para entrar por la puerta de un enano. Un troll de sus dimensiones nunca podría hacer eso.

—¡Pero todo el mundo sabe que es un troll malo! —gritó Fuerteenelbrazo.

—Yo nunca hecho nada —dijo Caradecarbón.

—No puede soltarle ahora, señor —susurró Colon—. ¡Le destrozarán!

—Yo nunca hecho nada.

—Buena observación, sargento. ¡Guardia titular Detritus!

—¿Señor?

—Tómele juramento como voluntario.

—Yo nunca hecho nada.

—¡No puedes hacer eso! —gritó el enano.

—No estaré en ninguna Guardia —gruñó Caradecarbón.

Zanahoria se inclinó hacia él.

—Ahí fuera hay cien enanos. Con hachas muy grandes —murmuró.

Caradecarbón parpadeó.

—Me alistaré.

—Tómele juramento, guardia titular.

—¿Permiso para enrolar a otro enano, señor? ¿Para mantener la paridad?

—Adelante, guardia titular Cuddy.

Zanahoria se quitó el casco y se secó la frente.

—Bueno, pues entonces creo que eso es todo —dijo.

La multitud lo estaba mirando.

Zanahoria sonrió alegremente.

—Nadie tiene que quedarse aquí a menos que quiera hacerlo —dijo Zanahoria.

—Yo nunca hecho nada.

—Sí… pero… mira —dijo Fuerteenelbrazo—. Si él no mató al viejo Martillogrande, ¿quién lo hizo?

—Yo nunca hecho nada.

—Nuestras investigaciones están siguiendo su curso.

—¡No lo sabes!

—Pero lo voy a averiguar.

—¿Oh, sí? ¿Y cuándo lo sabrás, si tienes la amabilidad de decírmelo?

—Mañana.

El enano titubeó.

—De acuerdo, entonces —terminó diciendo, de muy mala gana—. Mañana. Pero más vale que sea mañana.

—De acuerdo —dijo Zanahoria.

La multitud se dispersó, o al menos dejó de estar tan apretujada como antes. Tanto si es un troll como si es un enano o un humano, un ciudadano de Ankh-Morpork nunca estará demasiado dispuesto a moverse mientras todavía quede por ver un poco de teatro callejero.

El guardia titular Detritus, con el pecho tan hinchado por el orgullo y la pomposidad que los nudillos apenas le tocaban el suelo, pasó revista a sus tropas.

—¡Escuchadme bien, horribles trolls!

Hizo una pausa mientras los pensamientos siguientes iban poniéndose en posición.

—¡Escuchadme con mucha atención! ¡Estás en la Guardia, muchacho! ¡Un trabajo con oportunidades! —dijo Detritus—. ¡Yo solo llevo diez minutos haciéndolo y ya me han ascendido! ¡También recibes educación y adiestramiento para un buen trabajo en la calle Civil!

»Esto es vuestro garrote con un clavo en él. Lo comeréis. ¡Dormiréis con él! Cuando Detritus dice “Salta”, tú dices… ¡qué color! ¡Vamos a hacer esto siguiendo el orden de los números! ¡Y tengo montones de números!

—Yo nunca hecho nada.

—¡Tú, Caradecarbón, a ver si espabilas un poco porque tienes un botón de mariscal de campo en tu mochila!

—Yo tampoco cogido nunca nada.

—¡Venga! ¡Al suelo y hazme treinta y dos! ¡No! ¡Que sean sesenta y cuatro!

El sargento Colon se pellizcó el puente de la nariz. Estamos vivos, pensó. Un troll insultó a un enano delante de un montón de otros enanos. Caradecarbón… quiero decir, Caradecarbón, lo que quiero decir es que, bueno, en comparación con él Detritus es el señor Limpio… está libre y ahora es un guardia. Zanahoria dejó tumbado en el suelo de un puñetazo a Mayonesa. Zanahoria ha dicho que mañana lo tendríamos todo aclarado, y ya ha oscurecido. Pero estamos vivos.

El cabo Zanahoria está loco.

Escucha a esos perros. Con este calor, todo el mundo tiene los nervios de punta.


Angua oía aullar a los otros perros y pensaba en los lobos.

Había corrido con la manada unas cuantas veces, y conocía a los lobos. Aquellos perros no eran lobos. Los lobos eran criaturas pacíficas, en general, y bastante simples. Ahora que pensaba en ello, el líder de la manada había sido bastante parecido a Zanahoría. Zanahoria encajaba en la ciudad de la misma manera en que aquel lobo encajaba en los bosques de las montañas.

Los perros eran más listos que los lobos. Los lobos no necesitaban la inteligencia. Tenían otras cosas. Pero los perros… Bueno a ellos la inteligencia se la habían dado los humanos. Tanto si la querían como si no. Eran ciertamente más sanguinarios que los lobos. Eso también lo habían obtenido de los humanos.

Gran Fido estaba convirtiendo a su banda de perros callejeros en aquello que los ignorantes creían que era una manada de lobos: una especie de máquina peluda de matar.

Angua miró a su alrededor.

Perros grandes, perros chicos, perros gordos, perros flacuchos. Todos miraban al perro de lanas con los ojos encendidos mientras hablaba.

Sobre el Destino.

Sobre la Disciplina.

Sobre la Superioridad Natural de la Raza Canina.

Sobre Lobos. Solo que los lobos de la visión de Gran Fido no eran lobos tal como los conocía Angua. Eran más grandes, más feroces, más sabios, los lobos del sueño de Gran Fido. Eran Reyes del Bosque, Terrores de la Noche. Tenían nombres como Colmillo Veloz y Lomo Plateado. Eran lo que cada perro debería aspirar a ser.

Gran Fido había dado su aprobación a Angua. Se parecía mucho a un lobo, había dicho.

Todos escuchaban, totalmente fascinados, a un perrito que iba soltando pedorretas nerviosas mientras hablaba y les contaba que la forma natural para un perro era mucho más grande. Angua se hubiese reído, de no ser por el hecho de que tenía serias dudas de que fuera a salir viva de allí.

Y luego vio lo que le ocurría a un chucho con aspecto de rata que fue llevado a rastras al centro del círculo por un par de terriers y acusado de haber cogido un palo que lanzó un humano. Ni siquiera los lobos le hacían eso a otros lobos. No existía ningún código de conducta lupina. No había ninguna necesidad de que lo hubiera. Los lobos no necesitaban reglas acerca del ser lobos.

Cuando la ejecución hubo terminado, Angua encontró a Gaspode sentado en un rincón y tratando de pasar desapercibido.

—¿Nos perseguirán si nos largamos ahora? —le preguntó Angua.

—No lo creo. La reunión ha terminado, ¿ves?

—Pues entonces vamos.

Salieron a un callejón y, cuando estuvieron seguros de que nadie se había dado cuenta de que se iban, echaron a correr.

—Cielos —dijo Angua, cuando hubieron interpuesto varias calles entre ellos y la multitud de perros—. Está loco, ¿verdad?

—No, la locura es cuando te sale espuma por la boca —dijo Gaspode—. Gran Fido está desquiciado. Eso es cuando te echa espuma el cerebro.

—Todas esas cosas que dijo sobre los lobos…

—Supongo que un perro tiene derecho a soñar —dijo Gaspode.

—¡Pero los lobos no son así! ¡Ni siquiera tienen nombres!

—Todo el mundo tiene un nombre.

—Los lobos no. ¿Por qué deberían tenerlo? Ellos saben quiénes son, y saben quién es el resto de la manada. Todo es… una imagen. Olor y sensación y forma. ¡Los lobos ni siquiera tienen una palabra para referirse a los lobos! No funcionan así. Los nombres son cosas humanas.

—Los perros tienen nombres. Yo tengo un nombre. Gaspode. Ese es mi nombre —dijo Gaspode, en un tono un poco malhumorado.

—Bueno… no puedo explicar por qué —dijo Angua—. Pero los lobos no tienen nombres.


La luna ya estaba alta en un cielo tan negro como una taza de café que no fuese nada negro.

Su luz convertía la ciudad en una red de líneas plateadas y sombras.

Hubo un tiempo en el que la Torre del Arte había sido el centro de la ciudad, pero las ciudades tienden a migrar delicadamente con el tiempo y ahora el centro de Ankh-Morpork se encontraba a varios centenares de metros de allí. Aun así, la torre todavía dominaba la ciudad. Su negra forma se elevaba ante el cielo nocturno, arreglándoselas para parecer más negra de lo que sugerirían unas meras sombras.

Casi nadie alzaba nunca la mirada hacia la Torre del Arte, porque siempre estaba allí. No era más que una cosa. La gente casi nunca mira las cosas familiares.

Hubo un levísimo tintineo de metal chocando contra la piedra. Por un instante, cualquiera que estuviese cerca de la Torre del Arte y se encontrara mirando exactamente hacia el lugar adecuado podría haber imaginado que estaba viendo cómo un retazo de oscuridad todavía más negra iba avanzando, lenta pero inexorablemente, hacia lo alto de la torre.

La luz de la luna se reflejó por un instante en un delgado tubo metálico, colgado a través de la espalda de la figura. Luego el tubo volvió a entrar en las sombras cuando continuó subiendo hacia arriba.


La ventana estaba firmemente cerrada.

—Pero si siempre la deja abierta —protestó Angua.

—Esta noche puede que la haya cerrado —dijo Gaspode—. Hay un montón de gente rara rondando por ahí.

—Pero ella ya sabe cómo es la gente rara —dijo Angua—. ¡La mayor parte vive en su casa!

—Tendrás que volver a convertirte en humana y romper la ventana.

—¡No puedo hacer eso! ¡Estaría desnuda!

—Bueno, ahora estás desnuda, ¿no?

—¡Pero soy una loba! ¡Eso es diferente!

—Yo nunca he llevado nada encima en toda mi vida, y eso nunca me ha molestado.

—La Casa de la Guardia —musitó Angua—. En la Casa de la Guardia habrá algo. Una cota de malla de repuesto, al menos. Una sábana o algo. Y la puerta no cierra bien. Vamos.

Echó a trotar calle abajo, con Gaspode siguiéndola sin dejar de gimotear.

Alguien estaba cantando.

—Caray —dijo Gaspode—, mira eso.

Cuatro guardias los dejaron atrás andando lentamente. Dos enanos, dos trolls. Angua reconoció a Detritus.

—¡Venga, venga, venga! ¡Vosotros sin duda los reclutas más horribles que yo veo nunca! ¡Levantad esos pies!

—¡Yo nunca hecho nada!

—¡Ahora haces algo por primera vez en tu horrible vida, guardia interino Caradecarbón! ¡En la Guardia se lleva una vida de hombre!

El pelotón dobló la esquina.

—¿Qué ha estado ocurriendo? —preguntó Angua.

—A mí que me registren. Quizá podría saber algo más si uno de ellos se parara a echar una meadita.

Había una pequeña multitud alrededor de la Casa de la Guardia en Pseudópolis Yard. También parecían ser guardias. El sargento Colon estaba de pie debajo de un farol parpadeante, escribiendo en su tablilla mientras hablaba con un hombrecillo que tenía un bigote imponente.

—¿Y su nombre, caballero?

—¡SILAS! ¡FAJODEMOLESTIAS!

—¿Antes no era usted pregonero de la ciudad?

—¡ESO ES!

—Claro. Que le den su penique. ¿Guardia titular Cuddy? Uno para su destacamento.

—¿QUIÉN ES EL GUARDIA TITULAR CUDDY? —preguntó Fajodemolestias.

—Aquí abajo, señor.

El hombre miró hacia abajo.

—¡PERO TÚ ERES… UN ENANO! YO NUNCA…

—¡Póngase firmes cuando esté hablando con un oficial superiormente superior! —aulló Cuddy.

—Verá, Fajodemolestias, lo que ocurre es que en la Guardia no hay enanos, trolls o humanos —dijo Colon—. Aquí solo hay guardias, ¿comprende? Eso es lo que dice el cabo Zanahoria. Naturalmente, si prefiere estar en el destacamento del guardia titular Detritus…

—ME GUSTAN LOS ENANOS —se apresuró a decir Fajodemolestias—, SIEMPRE ME HAN GUSTADO. NO ES QUE HAYA NINGUNO EN LA GUARDIA, CUIDADO —añadió, después de apenas un segundo de reflexión.

—Aprendes deprisa. Llegarás lejos en el ejército de este hombre —dijo Cuddy—. Cualquier día podrías tener un trasero de mariscal de campo en tu servilleta. ¡Aaaa-ten-ción! Paso ligero, vamos, vamos, vamos…

—Con este ya llevamos cinco voluntarios —le dijo Colon al cabo Nobbs, mientras Cuddy y su nuevo recluta se perdían en la oscuridad—. Hasta el decano de la Universidad intentó alistarse. Asombroso.

Angua miró a Gaspode, quien se encogió de hombros.

—Bien, no cabe duda de que Detritus los está poniendo firmes muy deprisa —dijo Colon—. En diez minutos ya son masilla en sus manos. Ojo —añadió—, en diez minutos cualquier cosa es masilla en sus manos. Eso me recuerda al sargento instructor que tuve cuando entré en el ejército.

—Era un tipo duro, ¿eh? —dijo Nobby, encendiendo un cigarrillo.

—¿Duro? ¿Duro? ¡Caray! ¡Trece semanas de pura miseria, eso es lo que fueron! ¡Correr veinte kilómetros cada mañana, hasta el cuello de barro la mitad de ese tiempo, y él chillando como un descosido y maldiciéndonos durante cada momento del día! ¡Una vez me tuvo levantado toda la noche limpiando los lavabos con un cepillo de dientes! ¡Nos atizaba con un palo lleno de pinchos para sacarnos de la cama! Teníamos que dejarnos la piel por ese hombre, odiábamos sus malditas tripas y le habríamos dado una buena tunda si alguno de nosotros hubiera tenido el valor necesario para hacerlo pero, naturalmente, ninguno de nosotros llegó a hacerlo. Ese sargento instructor nos hizo pasar por tres meses de muerte en vida. Pero… sabes… después del desfile cuando hubimos terminado el adiestramiento… al vernos vestidos con nuestros uniformes nuevos y todo eso, por fin auténticos soldados, viendo aquello en lo que nos habíamos convertido… bueno, vimos al sargento en el bar y, bueno… no me importa confesártelo… —Los perros vieron cómo Colon se secaba la sospecha de una lágrima—. Yo, Tolón Jackson y Cochino Spuds le esperamos en el callejón y le dimos tal paliza que mis nudillos tardaron tres días en curarse. —Colon se sonó la nariz—. Días felices… ¿Te apetece un caramelo hervido, Nobby?

—Pues no me importaría comerme uno, Fred.

—Dale uno al perrito —dijo Gaspode.

Colon así lo hizo, y luego se preguntó por qué.

—¿Ves? —dijo Gaspode, triturando el caramelo hervido entre sus espantosos dientes—. Soy brillante. Sí, soy realmente brillante.

—Será mejor que reces para que Gran Fido no llegue a enterarse —dijo Angua.

—Qué va. Él nunca me tocaría. Le preocupo. Tengo el Poder. —Se rascó una oreja vigorosamente—. Oye, no tienes por qué volver a entrar ahí. Podríamos ir y…

—No.

—La historia de mi vida —dijo Gaspode—. Ahí está Gaspode. Dale una patada.

—Creía que tenías esa gran familia feliz a la cual regresar —dijo Angua mientras abría la puerta empujándola.

—¿Eh? Oh, sí. Claro —se apresuró a decir Gaspode—. Sí. Pero me gusta mi, especie de, independencia. Puedo volver a casa como una exhalación en cualquier momento que lo desee.

Angua subió por la escalera con unos cuantos saltos y abrió la puerta más próxima empujándola con la pata.

Era el dormitorio de Zanahoria. El olor de su persona, una especie de color de un rosa dorado, lo llenaba de un extremo a otro.

Había un dibujo de una mina de enanos clavado con cuidado a una pared. Otra pared contenía una gran hoja de papel barato encima de la cual había sido dibujado, en cuidadosos trazos de lápiz y con muchas tachaduras y sitios borrados, un mapa de la ciudad.

Delante de la ventana, allí donde la pondría una persona que lo hiciera todo a conciencia para sacar el máximo provecho posible de la luz disponible y no tener que desperdiciar demasiadas velas de la ciudad, había una mesita. Encima de ella había unas cuantas hojas de papel, y un tazón lleno de lápices. También había una silla vieja, y una hoja de papel estaba doblada y metida debajo de una pata un poco floja que la hacía bailar.

Y eso, aparte de un arcón para la ropa, era todo. Le recordó a Angua la habitación de Vimes. Aquel era un sitio al que alguien venía a dormir, no a vivir.

Angua se preguntó si había habido alguna vez un tiempo en el que alguien de la Guardia estuviera realmente libre de servicio. No podía imaginarse al sargento Colon vestido de civil. Cuando se era un guardia, se era guardia todo el tiempo, lo cual era un buen negocio para la ciudad porque solo te pagaba para que fueses un guardia durante diez horas al día.

—Está bien —dijo—. Puedo utilizar una sábana de la cama. Cierra los ojos.

—¿Por qué? —preguntó Gaspode.

—¡Por decencia!

Gaspode se quedó inexpresivo. Entonces dijo:

—Ah, ya lo cojo. Ya lo creo que sí. Madre mía, será mejor que no vea a una mujer desnuda. No vaya a ser que me entren ideas raras. Hay que tener cuidado con esas cosas.

—¡Ya sabes a qué me refiero!

—No puedo decir que lo sepa. No, realmente no puedo decir que lo sepa. La ropa nunca ha sido lo que tú podrías llamar una cosa que le quite el comosellame a los perros. —Gaspode se rascó la oreja—. Vaya, he usado dos variables metasintácticas. Lo siento.

—Contigo es diferente. Tú sabes lo que soy. Y en cualquier caso, la desnudez es algo natural para los perros.

—Igual que para los humanos…

Angua cambió.

Las orejas de Gaspode se pegaron a su cabeza, y no pudo evitar soltar un gemido.

Angua se desperezó.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo—. El pelo. Luego cuesta horrores quitarle los enredos. Y además tengo los pies llenos de barro.

Cogió una sábana de la cama y se envolvió en ella como si fuera una toga improvisada.

—Ya está —dijo—. En la calle se ven cosas peores cada día. ¿Gaspode?

—¿Qué?

—Ahora ya puedes abrir los ojos.

Gaspode parpadeó. Angua era agradable a la vista en ambas formas, pero el par de segundos intermedios, mientras la señal mórfica iba buscando entre las emisoras, no era la clase de visión que querrías tener con el estómago lleno.

—Pensaba que te revolcarías por el suelo gruñendo mientras te salía pelo y se te iba estirando todo —gimoteó.

Angua se miró el pelo en el espejo aprovechando que todavía le duraba la visión nocturna.

—¿Para qué iba a hacer eso?

—¿Y toda esa… historia… duele?

—Es un poco como un estornudo de cuerpo entero. Lo lógico sería pensar que Zanahoria tendría un peine, ¿verdad? Quiero decir que, vamos a ver, ¿un peine? Todo el mundo tiene un peine…

—¿Un estornudo… realmente… grande?

—Hasta un cepillo para la ropa sería algo.

Los dos se quedaron totalmente inmóviles cuando la puerta se abrió con un crujido.

Zanahoria entró en la habitación. No los vio en la penumbra, sino que fue hacia la mesa. Hubo un destello y un olor a azufre cuando encendió primero una cerilla y luego una vela.

Se quitó el casco, y luego se encorvó como si finalmente hubiera permitido que un peso cayera encima de sus hombros. Le oyeron decir:

—¡No puede ser!

—¿Qué no puede ser? —preguntó Angua.

Zanahoria se volvió en redondo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Te robaron el uniforme mientras estabas espiando en el Gremio de Asesinos —le sopló Gaspode.

—Me robaron el uniforme —dijo Angua—, mientras estaba en el Gremio de Asesinos. Espiando. —Zanahoria todavía la miraba fijamente—. Había un viejo que no paraba de mascullar —siguió diciendo Angua con desesperación.

—¿Quelejodan? ¿Mano de milenio y gamba?

—Sí, eso es…

—Viejo Apestoso Ron. —Zanahoria suspiró—. Probablemente vendió tu uniforme para pagarse una copa. Pero sé dónde vive. Recuérdame que vaya a tener unas palabras con él cuando tenga un momento libre.

—No quieres preguntarle qué llevaba puesto encima cuando estaba en el Gremio de Asesinos —dijo Gaspode, que se había metido debajo de la cama.

—¡Calla! —dijo Angua.

—¿Qué? —dijo Zanahoria.

—Me enteré de lo de la habitación —se apresuró a decir Angua—. Alguien llamado…

—¿Edward de M’uerthe? —la interrumpió Zanahoria, sentándose en la cama. Los viejos muelles del colchón hicieron groing-groing-glink.

—¿Cómo supiste eso?

—Creo que De M’uerthe robó el debólver. Creo que mató a Beano. Pero… ¿Asesinos matando sin cobrar por ello? Es peor que los enanos y las herramientas. Es peor que los payasos y las caras. He oído decir que Cruces está muy enfadado. Tiene a asesinos buscando al muchacho por toda la ciudad.

—Oh. Bueno. No me gustaría estar en los zapatos de Edward cuando den con él.

—A mí no me gustaría estar en sus zapatos ahora. Y el caso es que sé dónde están esos zapatos. Están en sus pobres pies. Y ellos están muertos.

—¿Quieres decir que los asesinos han dado con él?

—No. Alguien más dio con él. Y luego Cuddy y Detritus dieron con él. Si entiendo un poco de esas cosas, lleva varios días muerto. ¿Lo ves? ¡Eso no puede ser! Pero le quité el maquillaje a Beano y saqué la nariz roja, y no cabe duda de que era él. Y la peluca tiene la clase de pelo rojo correcta. Tuvo que ir directamente a Martillogrande.

—Pero… alguien le disparó a Detritus. Y mató a la joven mendiga.

—Sí.

Angua se sentó junto a él.

—Y no pudo haber sido Edward…

—¡Ja! —dijo Zanahoria, desatándose la coraza y quitándose la camisa de cota de malla.

—Así que estamos buscando a alguien más. Un tercer hombre.

—¡Pero no hay pistas! ¡Solo hay un hombre con un debólver! ¡En algún lugar de la ciudad! ¡En cualquier sitio! ¡Y estoy cansado!

Los muelles del colchón volvieron a hacer glink cuando Zanahoria se levantó y fue con paso vacilante hacia la mesa y la silla. Se sentó, cogió una hoja de papel, inspeccionó un lápiz, le sacó punta con la espada y, tras unos instantes de reflexión, empezó a escribir.

Angua le contempló en silencio. Zanahoria llevaba un chaleco de cuero de manga corta debajo de la cota de malla. Tenía una marca de nacimiento en la parte de arriba del brazo izquierdo. Con forma de corona.

—¿Lo estás poniendo todo por escrito, como hacía el capitán Vimes? —le preguntó pasado un rato.

—No.

—¿Qué haces, entonces?

—Estoy escribiendo a mi mamá y a mi papá.

—¿De veras?

—Siempre escribo a mi mamá y a mi papá. Se lo prometí. Y de todas maneras, me ayuda a pensar. Siempre escribo cartas a casa cuando estoy pensando. Mi papá también me envía montones de buenos consejos.

Delante de Zanahoria había una caja de madera. Dentro de ella había apilado un montoncito de cartas. El padre de Zanahoria tenía la costumbre de contestarle escribiendo en el dorso de las mismas cartas de Zanahoria, porque el papel costaba mucho de encontrar en el fondo de una mina de enanos.

—¿Qué clase de buenos consejos?

—Sobre la minería, normalmente. Cómo mover rocas. Ya sabes. Apuntalar y reforzar. Dentro de una mina no puedes equivocarte. Tienes que hacer las cosas bien.

El lápiz de Zanahoria empezó a chirriar sobre el papel.

La puerta seguía entreabierta, pero de pronto hubo una vacilante llamada en ella que decía, en una especie de código morse metafórico, que el que llamaba podía ver con claridad que Zanahoria estaba en su habitación con una mujer escasamente vestida y por eso estaba intentando llamar sin que se le llegara a oír. El sargento Colon tosió. La tos contenía una risita burlona.

—¿Sí, sargento? —dijo Zanahoria sin volverse a mirar.

—¿Qué quiere que haga a continuación, señor?

—Mándelos por ahí en pelotones, sargento. Que haya al menos un humano, un enano y un troll en cada uno.

—Siseñor. ¿Qué quiere que hagan, señor?

—Ser visibles, sargento.

—Claro, señor. ¿Señor? Uno de los voluntarios que se acaban de presentar… es el señor Bleakley, señor. El de la calle Olmo, ya sabe. Es un vampiro, bueno, técnicamente hablando, pero trabaja en el matadero, así que en realidad no…

—Agradézcaselo efusivamente y mándelo a casa, sargento.

Colon miró a Angua.

—Siseñor. Claro —dijo de mala gana—. Pero el señor Bleakley no representa ningún problema, es solo que necesita tener todos esos homoglobins extra en su…

—¡No!

—Claro. Muy bien. Entonces, ejem, le diré que se vaya.

Colon cerró la puerta. La bisagra chirrió burlonamente.

—Te llaman señor —dijo Angua—. ¿Te has dado cuenta de eso?

—Lo sé. No está bien. El capitán Vimes dice que la gente debería pensar por sí misma. El problema es que las personas solo piensan por sí mismas si les dices que lo hagan. ¿Cómo deletreas «eventualidad»?

—Nunca lo hago.

—Vale —Zanahoria seguía sin levantar la mirada del papel— Creo que conseguiremos mantener entera la ciudad durante lo que queda de noche. Todos han visto que lo que estaban haciendo era una insensatez.

Eso no es lo que han visto, dijo Angua dentro de la intimidad de su propia cabeza. Te han visto a ti. Es como hipnotismo.

La gente vive tu visión, pensó Angua. Tú sueñas, igual que Gran Fido, con la única diferencia de que él soñaba una pesadilla y tú sueñas para todos. Realmente piensas que todo el mundo es básicamente bueno. Y mientras están cerca de ti, todos los demás también lo creen por un instante.

Un sonido de nudillos en marcha llegó hasta ellos desde algún lugar de las calles. La tropa de Detritus estaba haciendo otro circuito.

Oh, bueno. Tiene que saberlo más pronto o más tarde…

—¿Zanahoria?

—¿Mmm…?

—Sabes… cuando Cuddy y el troll y yo nos alistamos en la Guardia… Bueno, tú ya sabes por qué éramos tres, ¿verdad?

—Claro. Representación de los grupos minoritarios. Un troll, un enano, una mujer.

—Ah.

Angua titubeó. Fuera aún había luz de luna. Podía decírselo, bajar corriendo por la escalera, Cambiar y estar lejos de la ciudad cuando amaneciera. Tendría que hacerlo. Ya era toda una experta en lo de huir de ciudades.

—Pues no fue exactamente así —dijo—. Verás, hay un montón de no muertos en la ciudad y el patricio insistió en que…

—Dale un beso, muchacho —dijo Gaspode desde debajo de la cama.

Angua se quedó tan inmóvil como una estatua. El rostro de Zanahoria adquirió la expresión vagamente perpleja de alguien cuyos oídos acaban de escuchar lo que su cerebro está programado para creer que no existe. Empezó a sonrojarse.

—¡Gaspode! —dijo secamente Angua, pasando al Canino.

—Sé lo que estoy haciendo. Un Hombre, una Mujer. Es el Destino —dijo Gaspode.

Angua se levantó. Zanahoria también lo hizo, tan deprisa que su silla cayó al suelo.

—Tengo que irme —dijo Angua.

—Mmm… No te vayas…

—Ahora extiende el brazo, muchacho —dijo Gaspode.

Nunca daría resultado, se dijo Angua. Nunca lo hace. Los licántropos tienen que relacionarse con otros licántropos, porque ellos son los únicos que entienden…

Pero…

Por otra parte… dado que tendría que salir corriendo de todas maneras…

Angua levantó un dedo.

—Un momento —dijo alegremente y, con un solo movimiento, metió la mano debajo de la cama y sacó a Gaspode agarrado por el pescuezo.

—¡Me necesitas! —gimoteó el perro mientras era llevado hacia la puerta—. Quiero decir que, bueno, ¿y qué sabe él? ¡Su idea de pasar un buen rato es enseñarte el Coloso de Morpork! Ponme…

La puerta se cerró con un golpe seco. Angua se apoyó en ella.

Todo terminará igual que lo hizo en Pseudópolis y en Quirm y en…

—¿Angua? —dijo Zanahoria.

Ella se volvió.

—No digas nada —dijo—. Y puede que todo salga bien.

Pasado un rato, los muelles del colchón hicieron glink.

Y poco después de eso, para el cabo Zanahoria, el Mundodisco se movió. Y ni siquiera se molestó en detenerse a cancelar el pan y los periódicos.


El cabo Zanahoria despertó alrededor de las cuatro de la madrugada, esa hora secreta conocida únicamente por la gente que vive de noche, como los criminales, los policías y demás inadaptados. Siguió acostado sobre su mitad de la estrecha cama y miró la pared.

La noche había sido decididamente interesante.

Aunque era realmente simple, Zanahoria no era estúpido y siempre había sido consciente de la existencia de lo que se podría llamar la mecánica. Se había relacionado con varias damas jóvenes, y las había llevado a dar muchos tonificantes paseos para que vieran maneras fascinantes de trabajar el hierro y edificios cívicos muy interesantes hasta que ellas habían perdido inexplicablemente todo interés en tales cosas. Había patrullado con suficiente frecuencia los Pozos de las Rameras, aunque ahora la señora Palma y el Gremio de Costureras estaban intentando persuadir al patricio de que cambiara el nombre de aquella zona por el de La Calle del Afecto Negociable. Pero nunca había visto a aquellas damas en relación consigo mismo y nunca había estado totalmente seguro de, por así decirlo, dónde encajaba él.

Aquello probablemente no era algo acerca de lo que fuese a escribir a sus padres. Casi seguro que ellos ya lo sabían.

Se levantó de la cama. La habitación se había vuelto asfixiante con las cortinas cerradas.

Detrás de él, oyó cómo Angua se daba la vuelta para quedar instalada dentro del hueco que había dejado libre su cuerpo.

Entonces, con ambas manos y con un vigor considerable, Zanahoria descorrió las cortinas y dejó entrar la intensa claridad blanca de la luna llena.

Detrás de él, oyó suspirar a Angua en sueños.

Varías tormentas estaban descargando encima de la llanura. Zanahoria vio los destellos de los rayos que iban cosiendo el horizonte, y pudo oler la lluvia. Pero en la ciudad el aire estaba inmóvil y seguía siendo casi irrespirable, todavía más recalentado por la distante perspectiva de las tormentas.

La Torre del Arte de la Universidad Invisible se elevaba ante él. Zanahoria la veía cada día. La torre dominaba la mitad de la ciudad.

Detrás de él, la cama hizo glink.

—Me parece que va a haber… —empezó a decir Zanahoria, y se volvió.

Al hacerlo, no llegó a ver el destello de la luna reflejándose en el metal desde lo alto de la torre.


El sargento Colon estaba sentado en el banco fuera del aire caliente como un horno del interior de la Casa de la Guardia.

Se oían golpes de martillo en el interior. Cuddy había llegado diez minutos antes con una bolsa de herramientas, un par de cascos y una expresión decidida. Colon no tenía ni la más remota idea acerca de en qué estaba trabajando el diablillo.

Volvió a contar, muy despacio, marcando nombres en la tablilla.

No cabía duda acerca de ello. Ahora la Guardia Nocturna ya casi tenía veinte miembros. Quizá más. Detritus había entrado en fase crítica, y le había tomado juramento a dos hombres más, otro troll y un maniquí de madera con el que se encontró delante de La Compañía de Ropa Elegante Corchocetín.[27] Si las cosas continuaban así, pronto podrían volver a abrir las antiguas Casas de la Guardia que había cerca de las puertas principales, igual que en los viejos tiempos.

Colon ya no se acordaba de la última vez que la Guardia había tenido veinte hombres.

En el primer momento había parecido una buena idea. Lo que no se podía negar era que estaba sirviendo para mantener controlada la situación. Pero por la mañana el patricio se enteraría de lo ocurrido, y entonces exigiría ver al oficial superior.

Ahora bien, el sargento Colon no tenía del todo claro quién era el oficial superior en aquel instante. Tenía la impresión de que debía de ser o el capitán Vimes o, de una manera que no podía llegar a definir del todo, el cabo Zanahoria. Pero el capitán no se encontraba disponible y el cabo Zanahoria solo era un cabo, y Fred Colon tenía el horrible presentimiento de que cuando lord Vetinari hiciera comparecer a alguien para mostrarse irónico con él y soltarle cosas como «Le ruego que me diga quién va a pagar todos esos sueldos», entonces sería él, Fred Colon, quien se encontraría yendo a la deriva río Ankh arriba sin disponer de un remo.

Y lo peor de todo era que se les estaba agotando el escalafón. Solo existían cuatro grados por debajo del de sargento. Nobby había empezado a poner muy mala cara ante la posibilidad de que alguien más fuera ascendido a cabo, así que estaba teniendo lugar un cierto grado de congestión profesional. Además, a algunos de los que acababan de ingresar en la Guardia se les había metido en la cabeza que la manera de conseguir que te ascendieran era alistar a media docena de guardias más. Con el ritmo actual de incorporaciones que había alcanzado Detritus, a finales de mes ya se habría convertido en Mayor General Altísimo y Supremo.

Y lo que hacía que todo aquello resultara muy extraño era el hecho de que Zanahoria seguía siendo solo un…

Colon alzó la mirada cuando oyó un tintineo de cristales rotos. Algo dorado y borroso salió disparado por una ventana de uno de los pisos de arriba, tomó tierra entre las sombras y huyó antes de que el sargento pudiera ver lo que era.

La puerta de la Casa de la Guardia se abrió bruscamente y Zanahoria apareció en el hueco, espada en mano.

—¿Adónde ha ido? ¿Adónde ha ido?

—No lo sé. ¿Qué demonios era?

Zanahoria se detuvo.

—Uh. No estoy seguro —dijo.

—¿Zanahoria?

—¿Sargento?

—Si fuera tú yo me pondría algo de ropa, muchacho.

Zanahoria siguió contemplando la claridad que precedía al alba.

—Lo que quiero decir es que, bueno, me di la vuelta y allí estaba, y…

Bajó la mirada hacia la espada que tenía en la mano como si no se hubiera dado cuenta de que la estaba empuñando.

—¡Oh, maldición! —dijo.

Volvió corriendo a su habitación y cogió sus pantalones. Mientras se embutía en ellos, Zanahoria fue súbitamente consciente del pensamiento que acababa de aparecer dentro de su cabeza, tan nítido como el hielo.

¿Tú eres gilipollas? Cogiste la espada automáticamente, ¿verdad? ¡Pues lo hiciste todo mal! ¡Ahora ella ha huido y nunca volverás a verla!

Zanahoria se volvió. Un perrito gris lo estaba observando desde la entrada.

Con semejante susto, quizá nunca vuelva a Cambiar de nuevo, dijeron sus pensamientos. ¿A quién le importa que sea una mujer-loba? ¡Eso no te molestó hasta que te enteraste! Y por cierto, cualquier galleta que lleves encima sería de inmensa utilidad para el perrito que hay en la entrada, aunque pensándolo bien las probabilidades de que lleves una galleta encima en estos momentos son muy reducidas, así que olvídate de que se te ha ocurrido pensarlo. Caramba, esta vez sí que has metido la pata hasta el fondo, ¿verdad?, pensó Zanahoria.

—Guau, guau —dijo el perro.

La frente de Zanahoria se llenó de arrugas.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo, señalándolo con su espada.

—¿Yo? Los perros no hablan —se apresuró a decir Gaspode—. Oye, yo debería saberlo. Soy un perro.

—Dime adónde ha ido. ¡Ahora mismo! O si no…

—¿Sí? Mira —dijo Gaspode lúgubremente—, el primer recuerdo que tengo de mi vida, sí, eso, precisamente el primero, es que me estaban tirando al río metido dentro de un saco. Con un ladrillo. A mí. Quiero decir que, bueno, yo tenía las patas un poco flojas y una oreja humorísticamente vuelta del revés, quiero decir que, bueno, era todo peludito. Vale, de acuerdo, admito que el río era el Ankh. De acuerdo, así que podía ir andando hasta la orilla. Pero ese fue el comienzo, y las cosas nunca han llegado a mejorar demasiado después. Lo que quiero decir es que, bueno, fui andando a la orilla dentro del saco, arrastrando el ladrillo. Luego Urde tres días en poder salir del saco a base de mordiscos. Adelante. Amenázame.

—¿Por favor? —dijo Zanahoria.

Gaspode se rascó la oreja.

—Quizá podría seguirle el rastro —dijo después—. Siempre que se me proporcionara el, ya sabes, estímulo adecuado.

Meneó las cejas alentadoramente.

—Si la encuentras, te daré todo lo que me pidas —dijo Zanahoria.

—Oh, bueno. Si la encuentro. Claro. Oh, sí. Todo eso del si está muy bien, desde luego. ¿Qué me dirías de un pequeño pago por adelantado? Mira estas patas, ¿eh? Desgaste y riesgo de fractura. Y esta nariz no huele por sí sola. Es un instrumento soberbiamente ajustado.

—Si no empiezas a buscar ahora mismo —dijo Zanahoria— yo mismo te… —Titubeó. Nunca había sido cruel con un animal en toda su vida—. Pondré el asunto en manos del cabo Nobbs —dijo finalmente.

—Eso es lo que me gusta —dijo Gaspode amargamente—. Un buen incentivo.

Pegó su nariz sucia al suelo. En cualquier caso, todo era puro teatro. El olor de Angua flotaba en el aire como un arco iris.

—¿Puedes hablar de verdad? —preguntó Zanahoria.

Gaspode puso los ojos en blanco.

—Por supuesto que no —dijo.


La figura había llegado a lo alto de la torre.

Las lámparas y las velas estaban encendidas por toda la ciudad. Su resplandor se extendía por debajo de él. Diez mil pequeñas estrellas atadas a la tierra… y él podía apagar la que quisiera, así de fácil. Era como ser un dios.

Los sonidos resultaban asombrosamente audibles allí arriba. Era como ser un dios. Podía oír los aullidos de los perros, el sonido de las voces. Ocasionalmente una sonaba más alto que el resto, elevándose hacia el cielo nocturno.

Aquello sí que era poder. El poder que tenía allá abajo, el poder de decir: haz esto, haz aquello… eso era algo meramente humano, pero esto… esto era como ser un dios.

Colocó en posición el debólver, puso un cargador de seis balas, y apuntó escogiendo una luz al azar. Y luego apuntó hacia otra. Y luego hacia otra más.

No hubiese debido permitir que el debólver disparara contra aquella mendiga. Aquel no era el plan. Los dirigentes de los gremios, ese había sido el plan del pobrecito Edward. Los dirigentes de los gremios, para empezar. Dejar a la ciudad sin líderes y en plena agitación, y luego presentarse ante su bobo candidato y decirle: Da un paso adelante y gobierna, porque ese es tu destino.

Esa manera de pensar era una enfermedad muy vieja. La pillabas a través de las coronas, y de ciertas historias ridiculas. Creías… ja… creías que un truco tan barato como, como sacar una espada de una piedra suponía de alguna manera una cualificación para el trabajo del Rey. ¿Una espada sacada de una piedra? El debólver era mucho más mágico que eso.

Se acostó en el suelo, acarició el debólver, y esperó.

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