El cabo Zanahoria, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) se sentó después de ponerse la camisa de dormir, cogió su lápiz, chupó la punta durante un instante y luego escribió:
Queridísimos mamá y papá:
Bueno, esta es otra de esas Cosas Que Hay que Anotar En Los Libros, ¡¡porque me han hecho Cabo!! Eso significa otros Cinco Dólares al mes y además también tengo un jubón nuevo con dos insignias encima incluidas. ¡Y una nueva placa de cobre! ¡¡Es una Gran responsabilidad!! Todo esto es porque ahora tenemos nuevos reclutas porque el patricio quien, como ya os he confiado anteriormente es el gobernante de la ciudad, ha acordado que la Guardia tiene que reflejar el tejido étnico de la Ciudad…
Zanahoria dejó de escribir durante unos momentos y contempló desde la pequeña y polvorienta ventana del dormitorio cómo los primeros rayos del sol del atardecer se deslizaban furtivamente a través del río. Luego volvió a inclinarse sobre el papel.
… cosa que yo no entiendo en su Totalidad pero debe de tener algo que ver con la Fábrica Textil del enano Agarrado Soplodeltrueno. También, el capitán Vimes del que ya os he escrito a menudo va, a dejar la Guardia para casarse y Convertirse en un Perfecto Caballero y, estoy seguro de que le deseamos Todo Lo Mejor, me ha enseñado Todo Lo Que Sé, aparte de las cosas que yo me he enseñado a mí mismo. Estamos reuneindo dinero para hacerle un Regalo Sorpresa, pensé que uno de esos nuevos Relojes que no necesitan demonios para hacerlos funcionar y podríamos inscribir detrás algo así como «Para Guardar el Tiempo de, tus Veijos Amigos de la Guardia», cosa que es un retruecando o Juego Con Palabras. No sabemos quién será el nuevo capitán, el sargento Colon dice que si es él Tendrá que Resignarse, el cabo Nobbs…
Zanahoria volvió a mirar por la ventana. Su grande y honesta frente se frunció en una contorsión llena de esfuerzo mientras intentaba pensar en algo positivo que decir acerca del cabo Nobbs.
… es más adecuado a su Función actual, y yo todavía no llevo tiempo suficeinte en la Guardia. Así que tendremos que esperar y Ver…
Empezó, como lo hacen muchas cosas, con una muerte. Y un entierro, en una mañana de primavera, con una niebla tan baja y espesa que se derramaba dentro de la tumba y el ataúd descendía hacia el interior de una nube.
Un chucho de pelaje grisáceo, anfitrión de tantas enfermedades perrunas que se hallaba rodeado por una nube de polvo, observaba con expresión impasible desde el montículo de tierra.
Varias parientes de edad bastante avanzada lloraban. Pero Edward de M’uerthe no lloraba, por tres razones. Era el hijo mayor, el trigésimo séptimo señor De M’uerthe, y No Estaba Bien que un De M’uerthe llorase. Edward era —desde hacía muy poco tiempo, porque su diploma todavía lucía el sello— un Asesino, y los Asesinos no lloraban ante la muerte, ya que de otra manera nunca pararían; y además estaba muy enfadado. De hecho, se sentía lleno de rabia.
Se sentía lleno de rabia por haber tenido que pedir prestado dinero para aquel funeral tan pobre. Se sentía lleno de rabia por el tiempo que estaba haciendo, por aquel cementerio de plebeyos y por la manera en que el estrépito de fondo de la ciudad no alteraba ni uno solo de sus aspectos, ni siquiera en una ocasión semejante. Se sentía lleno de rabia porque la historia no hubiese tenido que seguir aquel curso.
Las cosas no hubiesen debido ser así.
La mirada de Edward fue más allá del río hasta posarse en la imponente mole del Palacio, y entonces la ira que había estado sintiendo se tensó súbitamente sobre sí misma y se convirtió en una lente.
Edward había estudiado en el Gremio de Asesinos porque los asesinos disponían de la mejor escuela para aquellos cuya posición social supera considerablemente su nivel de inteligencia. Si lo hubieran adiestrado como Bufón, Edward habría inventado la sátira y hecho chistes peligrosos acerca del patricio. Si hubiera sido adiestrado como Ladrón,[1] Edward habría irrumpido en el Palacio y le habría robado algo muy valioso al patricio.
No obstante… le habían enviado a los Asesinos…
Aquella tarde Edward vendió todo lo que quedaba de las propiedades de los De M’uerthe, y volvió a matricularse en la escuela del gremio.
Para seguir el curso de postgrado.
Obtuvo las notas más altas posibles, siendo la primera persona que hacía tal cosa en toda la historia del Gremio de Asesinos. Sus preceptores lo describieron como un hombre al cual no había que perder de vista en ningún momento; y debido a que había algo en él que ponía muy nerviosos incluso a los Asesinos, sería preferible no perderle de vista desde bastante lejos.
En el cementerio, el sepulturero solitario estaba llenando el agujero que iba a ser el último lugar de descanso del viejo señor De M’uerthe.
Entonces reparó en lo que parecían ser unos pensamientos que habían empezado a agitarse dentro de su cabeza. Discurrían más o menos así: ¿Hay alguna posibilidad de que tengas un hueso? No, no, lo siento, eso ha sido de muy mal gusto, olvídalo. Pero tienes bocadillos de carne dentro de tu comosellame, la fiambrera del almuerzo, eso es. ¿Por qué no le das uno a ese perrito tan mono que hay ahí?
El hombre se apoyó en la pala y miró a su alrededor.
El chucho gris no le quitaba los ojos de encima.
Luego dijo:
—¿Guau?
Edward de M’uerthe tardó cinco meses en encontrar lo que andaba buscando. La búsqueda se vio obstaculizada por el hecho de que no sabía qué era lo que buscaba, únicamente que lo sabría en cuanto lo encontrara. Edward creía a pies juntillas en el destino. Ese tipo de personas suelen serlo.
La biblioteca del Gremio de Asesinos era una de las más grandes de la ciudad de Ankh-Morpork. En ciertas áreas especializadas, era la más grande. Esas áreas básicamente tenían que ver con la lamentable brevedad de la vida humana y los medios de provocarla.
Edward pasó mucho tiempo allí, a menudo en lo alto de una escalera de mano, a menudo rodeado de polvo.
Leyó todas las obras sobre armamento que se conocían. Edward no sabía qué era lo que estaba buscando hasta que terminó encontrándolo en una nota escrita en el margen de un tratado sobre la balística de las ballestas que, por lo demás, era muy aburrido y estaba lleno de incorrecciones. La copió minuciosamente.
Edward también pasó mucho tiempo entre los libros de historia. El Gremio de Asesinos era una asociación de caballeros de alcurnia, y ese tipo de personas tiende a considerar que toda la historia registrada es una especie de inventario de existencias. Había muchos libros en la biblioteca del Gremio de Asesinos, así como una galería entera llena de retratos de reyes y reinas,[2] y Edward de M’uerthe llegó a conocer sus aristocráticos rostros mucho mejor de lo que conocía el suyo propio. Siempre pasaba sus horas del almuerzo allí.
Más tarde se llegaría a decir que había caído bajo malas influencias durante aquella etapa. Pero el secreto de la historia de Edward de M’uerthe consistía en que no llegó a verse sometido a ninguna influencia exterior en absoluto, a menos que se tuviera en cuenta la de todos aquellos reyes muertos. Simplemente cayó bajo la influencia de sí mismo.
Ahí es donde se equivoca la gente. Los individuos no son en principio miembros de pleno derecho de la raza humana, excepto en el sentido biológico. Necesitan ir rebotando de un lado a otro por el movimiento browniano de la sociedad, que es un mecanismo mediante el que los seres humanos se recuerdan constantemente unos a otros que son… bueno… seres humanos. Edward también estaba describiendo una rápida espiral hacia el interior, como tiende a ocurrir en esos casos.
No tenía absolutamente ninguna clase de plan. Se había limitado a batirse en retirada, tal como hacen las personas cuando se sienten atacadas, hacia una posición más defendible, es decir, el pasado, y entonces de pronto ocurrió algo que tuvo el mismo efecto sobre Edward que el hecho de encontrar un plesiosaurio en su estanque de las carpas habría tenido sobre un estudioso de los reptiles antiguos.
Edward había salido a pasear una tarde calurosa después de un día pasado en compañía de la gloria desaparecida, y cuando estaba parpadeando bajo el intenso sol había visto cómo el rostro del pasado pasaba junto a él, saludando afablemente a la gente con la cabeza.
Edward no había podido controlarse.
—¡Eh, tú! ¿Quién eres? —había dicho.
—Cabo Zanahoria, señor —había dicho el pasado—. Guardia Nocturna. Y usted es el señor De M’uerthe, ¿verdad? ¿ Puedo ayudarle en algo?
—¿Qué? ¡No! No. ¡Ocúpate de tus asuntos!
El pasado asintió y le sonrió y luego siguió su camino, dirigiéndose hacia el futuro.
Zanahoria dejó de mirar la pared.
He gastado tres dólares en una caja de iconografías que, es una cosa con un duendecillo en su interior que pinta imágenes de cosas, eso es algo que está haceindo Furor estos días. Dentro encontraréis imágenes de mi habitación y de mis amigos en la Guardia, Nobby es el que está haceindo el Gesto Humerístico pero es un Diamante en Bruto y una buena alma en el fondo.
Volvió a detenerse. Zanahoria escribía a casa al menos una vez a la semana. Los enanos generalmente lo hacían. Zanahoria medía dos metros de alto, pero al principio había crecido como un enano y luego todavía más como un humano. Las empresas literarias no eran algo que se le diera fácilmente, pero perseveraba.
«El tiempo —escribió, muy despacio y con mucho cuidado— continúa siendo Muy Caluroso…»
Edward no se lo podía creer. Comprobó los registros. Luego volvió a comprobarlos. Hizo preguntas y, debido a que eran unas preguntas lo bastante inocentes, la gente le dio respuestas. Y finalmente se fue unos días a las Montañas del Carnero, donde una investigación cuidadosa terminó llevándolo a las minas de los enanos que había alrededor de Cabeza de Cobre y desde allí hasta un claro que por lo demás no tenía nada de notable y se encontraba en el centro de un hayedo donde, tal como era de esperar, unos cuantos minutos de paciente excavación sacaron a la luz restos de carbón de leña.
Edward pasó el día entero allí. Cuando hubo terminado de volver a colocar en su sitio con mucho cuidado las hojas y el moho mientras se ponía el sol, estaba totalmente seguro.
Ankh-Morpork volvía a tener un rey.
Y aquello era apropiado. Y era el destino el que había permitido que Edward reparara en aquello precisamente cuando ya tenía su Plan. Y era apropiado que fuese el Destino, y que la ciudad fuera a Salvarse de su innoble presente por su glorioso pasado. Edward contaba con los Medios, y tenía el objetivo. Y así sucesivamente… Los pensamientos de Edward solían seguir esa clase de curso.
Edward podía pensar en cursivas. A esas personas no hay que perderlas de vista.
Pero preferiblemente desde una distancia prudencial.
Me Interesó mucho vuestra carta en la que decíais que la gente ha estado vineindo a preguntar por mí, esto es Asombroso. Apenas si llevo Cinco Minutos aquí y ya soy Afamado.
Me hizo mucha ilusión enterarme de la apertura del Pozo número 7. No me importa Deciros que aunque, estoy muy contento aquí, echo de menos los Buenos Tiempos allá en Casa. A veces en mi día Libre voy y, me seinto en el Sótano y me doy en la cabeza con el mango de un hacha, pero No Es Lo Mismo.
Esperando que esta carta os encuentre a todos Gozando de Buena Salud, se despide cariñosamente, Vuestro hijo que os quiere, adoptado,
ZANAHORIA
Zanahoria dobló la carta, introdujo las iconografías, la selló con un poco de cera de vela apretada en su sitio con el pulgar y se la guardó en el bolsillo de los pantalones. El correo de los enanos a las Montañas del Carnero era bastante fiable. Cada vez más enanos estaban viniendo a trabajar a la ciudad, y como los enanos siempre lo hacen todo a conciencia, muchos de ellos enviaban dinero a casa. Aquello hacía que el correo de los enanos fuese tan seguro como puede llegar a ser algo, dado que se hallaba estrechamente vigilado. Los enanos se sienten muy apegados al oro. Cualquier salteador de caminos que exigiera «La bolsa o la vida» haría bien en llevar una silla plegable, un almuerzo preparado y un libro para leer mientras iba teniendo lugar el debate.
Después Zanahoria se lavó la cara, se puso la camisa y los pantalones de cuero y la cota de malla, se ciñó la coraza y, con el casco debajo del brazo, salió alegremente a la calle, listo para hacer frente a lo que pudiera traer consigo el futuro.
Aquella era otra habitación, en algún otro lugar.
Era una estancia opresiva y nada acogedora, con el yeso empezando a desprenderse de las paredes y los techos aflojándose hacia abajo como el somier de la cama de un hombre gordo. Y el mobiliario hacía que estuviese todavía más abarrotada.
Todos los muebles eran antiguos y de muy buena calidad, pero aquel no era el lugar apropiado para ellos. Aquellos muebles hubiesen tenido que estar en salas de techo muy alto y llenas de ecos. Allí, no te dejaban moverte. Había sillas de roble oscuro. Había largos aparadores. Incluso había una armadura completa. Apenas si había espacio para la media docena de personas que se encontraban sentadas a la enorme mesa. Apenas si había espacio para la mesa.
Un reloj hacía tictac entre las sombras.
Las gruesas cortinas de terciopelo estaban corridas, a pesar de que todavía quedaba mucha luz del día en el cielo. La atmósfera era asfixiante, tanto por el calor del día como por las velas que había encendidas dentro de la linterna mágica.
La única iluminación provenía de la pantalla, que en aquel momento estaba mostrando un excelente perfil del cabo Zanahoria Fundidordehierroson.
La reducida pero muy selecta audiencia lo contemplaba con las expresiones cuidadosamente vacías propias de las personas que están medio convencidas de que a su anfitrión le falta un tornillo, pero le siguen la corriente porque acaban de disfrutar de una comida abundante y sería de mala educación irse demasiado pronto.
—¿Y bien? —dijo una de ellas—. Me parece que lo hemos visto andar por la ciudad. ¿Y qué? No es más que un guardia, Edward.
—Por supuesto. Es esencial que deba serlo. Una posición humilde en la vida. —Edward de M’uerthe hizo una señal y acto seguido hubo un suave chasquido cuando otra diapositiva de cristal se introdujo en la ranura de la linterna mágica—. Esta no fue p-intada en vida. El rey P-paragore. Tomada de un c-uadro antiguo. Este… —¡clic!— es el rey Veltrick III. De otro r-etrato. Esta es la reina Alguinna IV… ¿os dais cuenta de la línea de la barbilla? Esta… —¡clic!— es una p-ieza de siete reales del reinado de Webblethorpe el Inconsciente, volved a fijaros en el detalle de la barbilla y la estructura ó-sea general, y esta… —¿clic!— es una imagen i-nvertida de un jarrón lleno de flores. D-elfinios, creo. ¿A qué se debe esto?
—Ejem, lo siento, señor Edward, pero el caso es que todavía me quedaban unas cuantas placas, y los demonios no estaban cansados y…
—Siguiente diapositiva, por favor. Y luego puedes dejarnos.
—Sí, señor Edward.
—Preséntate ante el torturador de g-uardia.
—Sí, señor Edward.
¡Clic!
—Y esta es una imagen bastante bien hecha… bravo, Bl-en-kin… del busto de la reina Coanna.
—Gracias, señor Edward.
—Un poco más de su cara nos habría permitido estar seguros del parecido, no obstante. Con esto ya es suficiente, creo. Puedes irte, Bl-enkin.
—Sí, señor Edward.
—Alguna cosa discreta, nada muy e-laborado.
—Sí, señor Edward.
El sirviente cerró respetuosamente la puerta tras de sí, y luego bajó a la cocina sacudiendo la cabeza con tristeza. Los De M’uerthe llevaban años sin poder permitirse el lujo de tener un torturador titular en la mansión. Por el bien del chico, el sirviente tendría que hacer lo que pudiese con un cuchillo de cocina.
Las visitas esperaron a que el anfitrión hablara, pero no parecía que fuese a hacerlo, aunque en su caso siempre resultaba un poco difícil saberlo. Cuando estaba emocionado por algo, Edward no sufría exactamente de un impedimento del habla, sino de pausas colocadas en los lugares equivocados, como si su cerebro estuviera manteniendo en una situación de espera temporal a su boca.
Finalmente, uno de los integrantes de la audiencia dijo:
—Muy bien. ¿Y adonde quieres ir a parar?
—Ya habéis visto el parecido. ¿Acaso no resulta ob-vio?
—Oh, vamos…
Edward de M’uerthe tiró de un maletín de cuero y empezó a soltar las tiras que lo mantenían cerrado.
—Pero, pero el muchacho fue adoptado por enanos del Mundodisco. Lo encontraron en los bosques de las Montañas del Carnero cuando era un bebé. Había unas cuantas carretas a-rdiendo, cadáveres, ese tipo de cosas. El ataque de unos b-andidos, aparentemente. Los enanos encontraron una espada entre los restos. Ahora la tiene él. Una espada muy antigua. Y siempre está afilada.
—¿Y qué? El mundo está lleno de espadas antiguas. Y de piedras de afilar.
—Esta estaba muy bien escondida dentro de una de las carretas, la cual se destrozó. Curioso. Lo normal sería que hubiese estado a mano, ¿no? ¿Para poderla utilizar? ¿En tierras de b-andidos? Y luego el muchacho crece, y… el Destino… conspira para que él y su espada vengan a Ankh-Morpork, donde actualmente es un guardia en la Guardia Nocturna. ¡No me lo podía creer!
—Eso sigue sin ser…
Edward levantó la mano un momento, y luego sacó un paquete del maletín.
—Veréis, el caso es que llevé a cabo cuidadosas indag-aciones y pude localizar el sitio en el que se produjo el ataque. Un examen muy cuidadoso del terreno reveló viejos c-lavos de carreta, unas cuantas monedas de cobre y, en un trozo de carbón de leña… esto.
Todos estiraron el cuello para ver.
—Parece un anillo.
—Sí. Está, está, está d-escolorido en la superficie, por supuesto, porque de otra manera alguien hubiese repa-rado en él. Probablemente estaba escondido en algún lugar de una carreta. Hice que lo limpiaran en p-arte. Fijándose bien, se puede leer la inscripción. Bien, he aquí un inventario i-lustrado de las joyas reales de Ankh hecho en el año 907 AM, durante el reinado del rey Tyrril. ¿Puedo, si me lo permitís, llamar vuestra a-tención hacia el pequeño anillo de boda que hay en la esquina i-nferior izquierda de la página? Veréis que el artista tuvo la amab-ilidad de dibujar la inscripción.
Hicieron falta vanos minutos para que todos lo examinaran, ya que eran personas suspicaces por naturaleza. Todas descendían de personas para las que la sospecha y la paranoia habían figurado entre los principales rasgos de supervivencia.
Porque todos eran aristócratas. Ni uno solo de ellos ignoraba el nombre de su tatara-tatara-tatarabuelo ni la vergonzosa enfermedad que le había provocado la muerte.
Acababan de ingerir una comida no muy buena que, no obstante, había incluido vanos vinos antiguos dignos de catar. Habían asistido a ella porque todos habían conocido al padre de Edward, y los De M’uerthe eran una excelente familia de gran antigüedad, por muy reducidas que hubieran pasado a verse sus circunstancias.
—Así que ya lo veis —dijo Edward con orgullo—. Las pruebas son abrumadoras. ¡Tenemos un rey!
Los integrantes de su audiencia trataron de evitar mirarse los unos a los otros.
—Pensaba que os sentiríais muy complacidos —dijo Edward.
Finalmente, lord Óxido expresó en voz alta el consenso general. En aquellos ojos tan azules no cabía la compasión, la cual no era un rasgo de supervivencia, pero a veces podía permitirse correr el riesgo de mostrar un poco de amabilidad.
—Edward, el último rey de Ankh-Morpork murió hace siglos —dijo lord Óxido.
—¡Ejecutado por t-raidores!
—Incluso si todavía se pudiera encontrar a un descendiente, ¿ no crees que a estas alturas la sangre real ya estaría un poco aguada?
—¡La sangre real no puede a-guarse!
Ah, pensó lord Óxido. Así que el joven Edward es de los que piensan que el contacto de un rey puede curar la escrófula, como si la realeza fuera el equivalente al ungüento de azufre. El joven Edward piensa que no hay un lago de sangre lo bastante grande que atravesar con tal de sentar en el trono a un rey legítimo, ni acto demasiado vil que cometer en defensa de una corona. Un romántico, de hecho.
Lord Óxido no era un romántico. Los Óxido se habían adaptado bastante bien a los siglos posteriores a la monarquía de Ankh-Morpork comprando, vendiendo, alquilando y estableciendo contratos y haciendo lo que siempre han hecho los aristócratas, que es ser pragmáticos y sobrevivir.
—Bueno, quizá —concedió, hablando con la suave afabilidad de alguien que está intentando convencer a otro de que se baje de una cornisa—. Pero lo que debemos preguntarnos es: ¿necesita Ankh-Morpork, en este momento, un rey?
Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Necesitar? ¿Necesitar, dices? ¿Mientras nuestra hermosa ciudad languidece bajo la bota de un ti-rano?
—Oh. Te refieres a Vetinari.
—¿Es que no veis lo que le ha hecho Vetinari a esta ciudad?
—El patricio es un hombrecillo muy desagradable y engreído —dijo lady Selachii—, pero yo no diría que realmente aterrorice mucho. No como tal.
—Una cosa tienes que reconocerle, y es que la ciudad funciona —dijo el vizconde Patinador—. Más o menos. La gente va haciendo cosas.
—Las calles son más seguras de lo que eran en tiempos de lord Espasmo el Loco —dijo lady Selachii.
—¿Más se-guras? ¡Vetinari estableció el Gremio de Ladrones! —gritó Edward.
—Sí, sí, por supuesto, muy reprensible, ciertamente. Por otra parte, basta con un modesto pago anual y uno ya puede ir seguro por ahí…
—Vetinari siempre dice que si va a haber crimen, al menos que sea crimen organizado —dijo lord Óxido.
—A mí me parece —dijo el vizconde Patinador— que todos los mandamases de los gremios dejan que Vetinari siga donde está porque cualquier otro sería peor, ¿no? Y no cabe duda de que en el pasado ya hemos tenido a unos cuantos que eran… bastante difíciles. ¿Alguien se acuerda de lord Winder el Homicida?
—O de lord Armonio el Trastornado —dijo lord Monflatherse.
—O de lord Escápula el Risueño —dijo lady Selachii—. Un hombre con un sentido del humor realmente afilado, desde luego.
—Ojo, que en el caso de Vetinari… hay algo que no es del todo… —empezó a decir lord Óxido.
—Sé a qué te refieres —dijo el vizconde Patinador—. No me gusta nada la manera que tiene de saber siempre lo que estás pensando antes de que lo pienses.
—Todo el mundo sabe que los Asesinos han fijado su tarifa en un millón de dólares —dijo lady Selachii—. Eso es lo que costaría hacerlo matar.
—Uno no puede evitar tener la sensación de que costaría mucho más asegurarse de que siguiera muerto —dijo lord Óxido.
—¡Dioses! ¿Qué ha sido del orgullo? ¿Qué ha sido del honor?
Todos saltaron perceptiblemente cuando el último lord De M’uerthe se levantó de su asiento como una exhalación.
—¿Queréis escuchar lo que estáis diciendo, por favor? Miraos. ¿Quién entre vosotros no ha visto cómo el nombre de su familia se iba degradando desde los días de los reyes? ¿Es que ya no podéis acordaros de aquellos hombres que fueron vuestros antepasados?
Echó a andar rápidamente alrededor de la mesa de tal manera que todos tuvieron que ir volviéndose para mirarlo, y fue señalándolos uno a uno con un dedo furibundo.
—¡Vos, lord Óxido! Vuestro antepasado fue he-cho barón después de matar él solo a treinta y siete klatchianos, armado con nada más que un al-filer, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Y vos, señor mío… ¡Sí, vos, lord Monflathers! ¡El primer duque condujo a seiscientos hombres a una gloriosa y épica derrota en la batalla de Quirm! ¿Es que eso no significa n-ada? Y vos, lord Venturii, y vos, sir George… sentados en Ankh dentro de vuestras antiguas mansiones con vuestros antiguos nombres y vuestro antiguo dinero, mientras los gremios… ¡Los gremios, esas camarillas de mercaderes y comerciantes! ¡Mientras los gremios, digo, tienen voz y voto en la a-dministración de la ciudad!
Edward llegó de dos zancadas a un estante y lanzó sobre la mesa un enorme volumen encuadernado en cuero que hizo volcar la copa de lord Óxido.
—¡La N-obleza de Twurp! —gritó—. ¡Todos tenemos páginas ahí! Es de nuestra propiedad. ¡Pero ese hombre os ha hipnotizado! ¡Os aseguro que es de carne y hueso, un mero mortal! ¡Nadie se atreve a quitarle de en medio porque pi-ensan que eso haría que las cosas empeoraran un poquito para ellos! ¡Oh, por todos los dio-ses!
Su audiencia se había puesto muy seria. Todo aquello era cierto, naturalmente… si lo planteabas de esa manera. Y el que viniera de labios de un pomposo joven de ojos enloquecidos no hacía que sonara mejor.
—Sí, sí, los buenos viejos tiempos. Torres imponentes, estandartes, la caballerosidad y todo eso —dijo el vizconde Patinador—. Damas con sombreros puntiagudos, tipos con armadura haciéndose picadillo los unos a los otros y todo lo que quieras. Pero ¿sabes?, hemos de progresar con los tiempos…
—Fue una época dorada —dijo Edward.
Dios mío, pensó lord Óxido. Realmente se lo cree.
—Verás, mi querido muchacho —dijo lady Selachii—, un poco de parecido fruto de la casualidad y una pequeña joya… Bueno, en realidad eso no significa gran cosa, ¿verdad?
—Mi aya me dijo que un auténtico rey podía sacar una espada de una piedra —dijo el vizconde Patinador.
—Ja, sí, y también podía curar la caspa —dijo lord Óxido—. Eso no es más que una leyenda. No es real. Y de todos modos, esa historia siempre me ha tenido un poco perplejo. ¿Qué hay de difícil en eso de sacar una espada de una piedra? El trabajo de verdad ya está hecho. Lo que deberías hacer es moverte y buscar al hombre que clavó la espada en la piedra en un principio, ¿eh?
Hubo una especie de carcajada general llena de alivio. Eso fue lo que recordaría Edward después. Todo había terminado entre carcajadas. No exactamente a sus expensas, pero Edward era el tipo de persona que siempre se toma las risas de una manera muy personal.
Diez minutos después, Edward de M’uerthe estaba solo.
Todos se lo tomaban con una tranquilidad inmensa. ¡Progresar con los tiempos! Edward había esperado más de ellos. Mucho más. Se había atrevido a concebir la esperanza de que podían llegar a sentirse inspirados por su liderazgo. Se había imaginado a sí mismo al frente de un ejército…
Blenkin entró arrastrando los pies con respeto.
—Los he acompañado a todos hasta la puerta, señor Edward —dijo.
—Gracias, Blenkin. Puedes quitar la mesa.
—Sí, señor Edward.
—¿Qué ha sido del honor, Blenkin?
—Pues no lo sé, señor. Le aseguro que yo no lo he cogido.
—No quisieron escuchar.
—No, señor.
—No quisieron es-cuchar.
Edward se quedó sentado junto al fuego que iba agonizando, con un ejemplar bastante usado de La sucesión de Ankh-Morpork escrita por Muerdemuslo abierto sobre su regazo. Reinas y reyes muertos lo contemplaban con reproche.
Y allí hubiera podido terminar todo. De hecho, en millones de universos terminó allí. Edward de M’uerthe fue envejeciendo y la obsesión se convirtió en una especie de locura libresca del tipo guantes-con-los-dedos-recortados y zapatillas de fieltro, y Edward llegó a ser todo un experto en la realeza, aunque eso nadie llegó a saberlo jamás debido a que rara vez salía de sus habitaciones. El cabo Zanahoria llegó a ser el sargento Zanahoria y, a su debido tiempo, murió de uniforme a la edad de setenta años en un improbable accidente relacionado con un oso hormiguero.
En un millón de universos, los guardias interinos Cuddy y Detritus no se cayeron por el agujero. En un millón de universos, Vimes no encontró los tubos. (En un universo extraño pero teóricamente posible, la Casa de la Guardia fue redecorada en colores pastel por un inexplicable tornado que también reparó el pestillo de la puerta e hizo unos cuantos trabajitos inesperados más por todo el lugar.) En un millón de universos, la Guardia fracasó.
En un millón de universos, este libro fue muy corto.
Edward se quedó dormido con La sucesión de Ankh-Morpork sobre las rodillas y tuvo un sueño. Soñó con una gloriosa contienda. «Gloriosa» era otra palabra muy importante en su vocabulario personal, al igual que «honor».
Si los traidores y los hombres sin honor no eran capaces de ver la verdad, entonces él, Edward de M’uerthe, era el dedo del Destino.
El problema con el Destino, naturalmente, es que no suele importarle demasiado dónde pone el dedo.
El capitán Sam Vimes, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) estaba sentado en la antesala llena de corrientes de aire de la sala de audiencias del patricio, con su mejor capa envolviéndole el cuerpo, la coraza bien abrillantada y el casco encima de las rodillas.
Estaba contemplando la pared con el rostro inexpresivo.
Se dijo a sí mismo que hubiese tenido que estar contento. Y lo estaba. En cierto modo. Decididamente sí. Todo lo contento que podía llegar a estar.
Dentro de unos días iba a casarse.
Iba a dejar de ser un guardia.
Iba a ser un caballero de vida ociosa.
Se quitó la placa de cobre y la pasó distraídamente por el borde de su capa para sacarle brillo. Luego la sostuvo ante los ojos de tal manera que la luz arrancó destellos a la pátina de la superficie. GCAM N.° 177. A veces Vimes se preguntaba cuántos otros guardias habían tenido aquella placa antes de él.
Bueno, ahora alguien iba a tenerla después de él.
Esta es Ankh-Morpork, la Ciudad de Las Mil y Una Sorpresas (según la guía editada por el Gremio de Mercaderes). ¿ Qué más se necesita decir? Un lugar inmenso, hogar de un millón de personas, la mayor de todas las ciudades del Mundodisco, que se extiende a ambos lados del río Ankh, un cauce de aguas tan fangosas que parece como si fluyera al revés.
Y los visitantes dicen: ¿Cómo es que existe una ciudad tan grande? ¿Qué la mantiene en funcionamiento? Dado que tiene un río que se puede masticar, ¿de dónde proviene el agua potable? ¿Cuál es, de hecho, la base de la economía de la ciudad? ¿Cómo es posible que, en contra de toda probabilidad, Ankh-Morpork funcione?
En realidad, los visitantes no suelen decir eso. Lo habitual es que digan cosas como «¿Por dónde se va a, ya sabe, las… esto… ya sabe, las damas jóvenes, sí, eso?».
Pero suponiendo que empezaran a pensar con el cerebro durante un ratito, eso habría sido lo que hubiesen estado pensando.
El patricio de Ankh-Morpork se recostó en su austera silla con la sonrisa súbita y radiante de una persona muy ocupada cuando, al final de un día lleno de ajetreo, acaba de descubrir en su agenda un recordatorio que dice: 7.00-7.05, Mostrarse Relajado y Alegre y Ser una Persona Capaz de Tratar con la Gente.
—Bueno, por supuesto que me llenó de tristeza recibir su carta, capitán…
—Sí, señor —dijo Vimes, manteniéndose tan inmóvil como un almacén de muebles.
—Tenga la bondad de sentarse, capitán.
—Sí, señor. —Vimes permaneció de pie. Era una cuestión de orgullo.
—Pero aun así, le aseguro que lo comprendo. Tengo entendido que las propiedades de los Ramkin son muy extensas, y estoy seguro de que lady Ramkin sabrá apreciar el hecho de poder contar con su robusta mano derecha.
—¿Señor?
Cuando se encontraba en presencia del gobernante de la ciudad, el capitán Vimes siempre concentraba su mirada en un punto situado unos treinta centímetros por encima de la cabeza del patricio y unos quince centímetros a su izquierda.
—Y naturalmente será usted un hombre muy rico, capitán.
—Sí, señor.
—Espero que haya pensado en eso. Tendrá nuevas responsabilidades.
—Sí, señor.
El patricio se dio cuenta de que estaba manteniendo los dos extremos de la conversación. Empezó a rebuscar entre los papeles de su escritorio.
—Y naturalmente tendré que ascender a un nuevo oficial en jefe para la Guardia Nocturna —dijo el patricio—. ¿Tiene usted alguna sugerencia, capitán?
Vimes pareció descender de cualquiera que fuese la nube que había estado ocupando su mente. Aquello era trabajo de guardia.
—Bueno, que no sea Fred Colon… Fred es un sargento nato…
El sargento Colon, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) contempló los rostros radiantes de los nuevos reclutas.
Suspiró y se acordó de su primer día en la Guardia, aquel en que había conocido al viejo sargento Wimbler. ¡Menudo tártaro! ¡Wimbler tenía una lengua que era como un latigazo! Ah, si el abuelo Wimbler hubiera llegado a vivir lo suficiente para ver aquello…
¿Cómo se llamaba? Oh, sí. Procedimiento de incorporación basado en la acción afirmativa, o algo por el estilo. La Liga Anti-Difamación del Silicio no había dejado de darle la lata al patricio, y ahora…
—Inténtelo una vez más, guardia interino Detritus —dijo Colon—. El truco consiste en detener la mano justo encima de su oreja sin que llegue a tocarla. Levántese del suelo e intente saludar una vez más. Bueno, veamos… ¿Guardia interino Cuddy?
—¡Aquí!
—¿Dónde?
—Delante de usted, sargento.
Colon bajó la mirada y dio un paso atrás. La tensa curva de su más que adecuado estómago se hizo a un lado para revelar el rostro del guardia interino Cuddy, con aquella expresión inteligente y siempre dispuesta a ayudar y aquel ojo de cristal.
—Oh. Claro.
—Soy más alto de lo que parezco.
Oh, dioses, pensó el sargento Colon cansadamente. Súmalos y divide por dos y obtienes dos hombres normales, salvo que los hombres normales no ingresan en la Guardia. Un troll y un enano. Y eso no es lo peor de todo…
Vimes tabaleó con los dedos sobre el escritorio.
—No, entonces quedamos en que Colon no —dijo—. Ya no es tan joven como antes. Va siendo hora de que se quede en la Casa de la Guardia, ocupándose del papeleo. Además, ahora tiene muchas cosas en la cabeza.
—Ah, yo diría que el sargento Colon siempre ha tenido muchas cosas en el estómago —murmuró el patricio.
—Me refería a que ahora está muy ocupado con los nuevos reclutas —dijo Vimes, con cierta intención—. ¿Se acuerda, señor?
Esos que me obligó a tener en el Cuerpo, añadió dentro de la intimidad de su cabeza. No iban a ir a la Guardia Diurna, naturalmente. Y los muy bastardos de la Guardia de Palacio tampoco los aceptarían entre ellos, claro. Oh, no. Póngalos en la Guardia Nocturna, porque de todas maneras la cosa no va en serio y de esa manera nadie los verá. Nadie importante, en todo caso.
Vimes terminó aceptando únicamente porque sabía que aquello no iba a ser problema suyo durante mucho tiempo.
Se dijo que después de todo él no era ningún especiesista. Pero la Guardia era un trabajo para hombres.
—¿Qué me dice del cabo Nobbs? —preguntó el patricio.
—¿Nobby?
Ambos compartieron una imagen mental del cabo Nobbs.
—No.
—No.
—Y luego naturalmente está —el patricio sonrió— el cabo Zanahoria. Un joven magnífico. Que ya se está haciendo todo un nombre, según tengo entendido.
—Eso es… cierto —dijo Vimes.
—¿Una nueva oportunidad de ascender, quizá? Valoraría su consejo, Vimes.
Vimes se formó una imagen mental del cabo Zanahoria…
—Esto —dijo el cabo Zanahoria— es la Puerta del Eje. Para toda la ciudad. Que es lo que protegemos.
—¿De qué? —preguntó la guardia interina Angua, la última incorporación entre los nuevos reclutas.
—Oh, ya sabes. Hordas bárbaras, tribus guerreras, ejércitos de bandidos… ese tipo de cosas.
—¿Qué? ¿Solo nosotros?
—¿Nosotros? ¡Oh, no! —Zanahoria se rió—. Eso sería una tontería, ¿verdad? No, si ves cualquier cosa por el estilo, lo único que has de hacer es tocar la campana todo lo fuerte que puedas.
—¿Y qué ocurre entonces?
—El sargento Colon y Nobby y el resto vendrán corriendo tan pronto como puedan.
La guardia interina Angua escrutó el horizonte velado por la calina.
Luego sonrió.
Zanahoria se sonrojó.
La guardia interina Angua había dominado el saludo al primer intento. Aún no disponía de un uniforme completo y no contaría con él hasta que alguien hubiera llevado una coraza al viejo Remitt el armero y le hubiera dicho que le diera dos buenos golpes con el martillo exactamente aquí y aquí. Aparte de eso, ningún casco en el mundo cubriría toda aquella masa de cabellos color rubio ceniza. Pero entonces a Zanahoria se le ocurrió pensar que en realidad la guardia interina Angua no iba a necesitar nada de todo aquello. La gente haría cola para que ella les arrestara.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Angua.
—Pues supongo que proceder de vuelta a la Casa de la Guardia —dijo Zanahoria—. Me imagino que el sargento Colon ya estará leyendo el informe de la tarde.
Angua también había dominado el «proceder», una manera de andar muy especial concebida por los agentes de la ley en todo el multiverso para hacer la ronda. Consiste en un suave levantamiento del empeine, un cuidadoso balanceo de la pierna y un paso relajado que se puede mantener hora tras hora, calle tras calle. El guardia interino Detritus todavía tardaría algún tiempo en estar listo para aprender a «proceder», al menos hasta que fuera capaz de no dejarse inconsciente a sí mismo cada vez que saludaba.
—El sargento Colon —dijo Angua—. Ese era el gordo, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Por qué tiene un mono como mascota?
—Ah —dijo Zanahoria—. Me parece que te estás refiriendo al cabo Nobbs…
—¿Es humano? ¡Tiene una cara que parece uno de esos pasatiempos en los que tienes que ir uniendo los puntos!
—Sí, el pobre hombre tiene una buena colección de furúnculos. Hace trucos con ellos. Procura no interponerte nunca entre él y un espejo.
No había mucha gente en las calles. Hacía demasiado calor, incluso para lo que se estilaba en un verano de Ankh-Morpork. El calor irradiaba de cada superficie. El río se acurrucaba apáticamente en el fondo de su lecho, como un estudiante alrededor de las once de la mañana. Quienes no tenían ningún asunto acuciante que atender fuera de casa acechaban en los sótanos y solo salían de noche.
Zanahoria iba por las calles que se cocían al sol con aires de propietario y una ligera pátina de honesto sudor, intercambiando un saludo de vez en cuando. Todo el mundo conocía a Zanahoria. Era muy fácil de reconocer. Nadie más medía cosa de unos dos metros de alto y tenía el pelo rojo como las llamas. Además, andaba como si toda la ciudad fuera suya.
—¿Quién era ese hombre con la cara de granito al que vi en la Casa de la Guardia? —preguntó Angua mientras iban andando por la Vía Ancha.
—Ese era Detritus el troll —dijo Zanahoria—. Antes solía ser un poquito criminal, pero ahora está cortejando a Rubí. Ella dice que Detritus tiene que…
—No, me refería a ese otro hombre —dijo Angua, descubriendo, como muchos otros antes que ella, que Zanahoria tendía a tener ciertos problemas con las metáforas—. El que tiene una cara que parece una nube de torm… El que tiene la cara de alguien que está muy malhumorado por algo.
—Ah, ese era el capitán Vimes. Pero no creo que nadie haya hecho nunca nada para ponerle de buen humor. Va a retirarse en cuanto termine la semana, y entonces se casará.
—Pues la idea no parece gustarle demasiado —dijo Angua.
—No sabría qué decirte.
—Me parece que no le gustan nada los nuevos reclutas.
El otro rasgo característico del cabo Zanahoria era que no podía mentir.
—Bueno, la verdad es que los trolls no le gustan demasiado —dijo—. Cuando el capitán Vimes se enteró de que teníamos que poner carteles pidiendo un recluta troll, no conseguimos sacarle una sola palabra en todo el día. Y luego tuvimos que conseguir un enano, porque de otra manera causarían problemas. Yo también soy un enano, pero los enanos de aquí no se lo creen.
—No me digas —murmuró Angua, alzando la mirada hacia él.
—Mi madre me tuvo por adopción.
—Oh. Sí, pero yo no soy una troll o una enana —dijo Angua dulcemente.
—No, pero eres una muj…
Angua se detuvo.
—Así que se trata de eso, ¿verdad? ¡Por todos los dioses! Estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿sabes? Cielos, ¿realmente es así como piensa?
—Le cuesta un poco adaptarse a los cambios. Tal vez esté algo anticuado.
—Fosilizado, diría yo.
—El patricio dijo que debíamos tener algo de representación por parte de los grupos minoritarios —dijo Zanahoria.
—¡Grupos minoritarios!
—Lo siento. De todas maneras, ya solo le quedan unos cuantos días más de…
Entonces hubo un ruido de cristales al otro lado de la calle. Zanahoria y Angua se volvieron en el preciso instante en que una figura salía corriendo de una taberna y huía como una liebre calle arriba, seguida de cerca —al menos durante unos cuantos pasos— por un hombre gordo que llevaba un delantal.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Ladrón sin licencia!
—Ah —dijo Zanahoria.
Atravesó la calzada con Angua andando junto a él, mientras el gordo iba reduciendo el paso hasta convertirlo en un lento contoneo.
—Buenos días, señor Franela —dijo Zanahoria—. ¿Algún problema?
—¡Se llevó siete dólares y no me enseñó ninguna licencia de ladrón! —dijo el señor Franela—. ¿Qué va a hacer usted al respecto? ¡Yo pago mis impuestos!
—Enseguida emprenderemos una frenética persecución —dijo Zanahoria sin perder la calma, sacando su cuaderno de notas—. ¿Siete dólares, ha dicho?
—Al menos eran catorce.
El señor Franela miró a Angua de arriba abajo. Los hombres rara vez dejaban escapar la oportunidad de hacerlo.
—¿Por qué lleva un casco? —preguntó después.
—Es una nueva recluta, señor Franela.
Angua dirigió una sonrisa al señor Franela. Este dio un paso atrás.
—Pero es una…
—Hay que adaptarse a los tiempos, señor Franela —dijo Zanahoria, guardando su cuaderno de notas.
El señor Franela volvió a concentrarse en los negocios. —Mientras tanto, hay dieciocho dólares de mi propiedad que nunca volveré a ver —dijo secamente.
—Oh, nil desperandum, señor Franela, nil desperandum —dijo Zanahoria alegremente—. Vamos, guardia interina Angua. Procedamos con nuestras indagaciones.
Siguió su camino, dejando a Franela mirándolos con la boca abierta.
—¡No se olvide de mis veinticinco dólares! —gritó.
—¿Es que no vas a perseguir a ese hombre? —preguntó Angua, echando a correr para no quedarse atrás.
—Eso no tendría ningún sentido —dijo Zanahoria, entrando en un callejón que era lo bastante angosto para ser casi invisible. Siguió andando entre las paredes húmedas y cubiertas de musgo, sumido en las oscuras sombras.
—Es muy interesante —dijo después—. Apuesto a que pocas personas saben que puedes llegar a la calle Céfiro desde la Vía Ancha. Pregúntaselo a cualquiera. Te dirán que no puedes salir del otro extremo del callejón de la Camisa. Pero sí que puedes hacerlo, porque basta con que vayas a la calle Mormius y luego puedes deslizarte por entre estos bolardos que hay aquí para entrar en la Vía Borborígmica. Excelentes, ¿verdad? Son de un hierro muy bueno. Y ya estamos en el callejón de Antaño…
Fue hasta el final del callejón y se detuvo a escuchar unos momentos.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Angua.
Hubo un sonido de pies que corrían. Zanahoria se apoyó en la pared y extendió un brazo hacia la calle Céfiro. Hubo un golpe sordo. El brazo de Zanahoria no se movió ni un centímetro. Tenía que haber sido como darse de narices con una viga.
Dólares de plata rodaban sobre los adoquines.
—Oh cielos, cielos, cielos —dijo Zanahoria—. El pobre Aquíyahora. Y además me prometió que lo iba a dejar. Oh, bueno…
Levantó una pierna del suelo.
—¿Cuánto dinero hay? —preguntó.
—Parecen unos tres dólares —dijo Angua.
—Bravo. La cantidad exacta.
—No, el tendero dijo…
—Venga, regresemos a la Casa de la Guardia. Vamos, Aquíyahora. Es tu día de suerte.
—¿Por qué es su día de suerte? —preguntó Angua—. Le han capturado, ¿no?
—Sí. Le hemos capturado nosotros. El Gremio de Ladrones no le cogió primero. Ellos no son tan amables como nosotros.
La cabeza de Aquíyahora iba rebotando ruidosamente de un adoquín a otro.
—Coger tres dólares y luego correr directo a casa —suspiró Zanahoria—. Este es Aquíyahora, el peor ladrón del mundo.
—Pero dijiste que el Gremio de Ladrones…
—Cuando lleves un tiempo aquí, entenderás cómo funciona todo esto —dijo Zanahoria. La cabeza de Aquíyahora chocó con el bordillo—. En algún momento —añadió Zanahoria—. Pero el caso es que todo funciona. Te asombrará, ya lo verás. Todo funciona. Ojalá no lo hiciera. Pero lo hace.
Mientras Aquíyahora iba acumulando una pequeña conmoción por el camino que terminaría llevándolo a la seguridad de la cárcel de la Guardia, un payaso estaba siendo víctima de un asesinato.
El payaso iba andando por la calle sintiéndose tan tranquilo como se puede esperar de alguien que le ha pagado el año entero al Gremio de Ladrones cuando una figura encapuchada se le puso delante.
—¿Beano?
—Oh, hola… Eres Edward, ¿verdad?
La figura titubeó.
—Estaba a punto de regresar al Gremio —dijo Beano.
La figura encapuchada asintió.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Beano.
—Lamento e-sto —dijo la figura—. Pero es por el bien de la ciudad. No es nada p-ersonal.
Se colocó detrás del payaso. Beano sintió cómo algo se resquebrajaba, y entonces todo su universo personal se desconectó.
Luego se sentó en el suelo.
—Ay —dijo—, eso duel…
Pero no era así.
Edward de M’uerthe le estaba mirando con una expresión horrorizada.
—Oh… ¡No pretendía darte tan fuerte! ¡Solo quería quitarte de en medio!
—¿Y por qué tenías que darme?
Y entonces fue cuando Beano empezó a tener la impresión de que Edward no estaba exactamente mirándole, y que en realidad no le estaba hablando a él.
Bajó la mirada hacia el suelo, y experimentó esa sensación tan peculiar que solo conocen quienes han muerto recientemente, el horror ante lo que ves yaciendo ante ti, seguido por la inquietante pregunta: Y entonces, ¿quién es el que está mirando?
TOC TOC
Beano levantó la vista.
—¿Quién es?
LA MUERTE.
—¿La muerte? ¿La muerte de quién?
La atmósfera sufrió un enfriamiento súbito. Beano esperó. Edward estaba dándole palmaditas frenéticas en la cara… bueno, sobre lo que hasta hacía muy poco había sido su cara.
ME PREGUNTO SI… BUENO, ¿NO PODRÍAMOS VOLVER A EMPEZAR? ME PARECE QUE NO HE CONSEGUIDO PILLARLE EL TRUCO A ESTO.
—¿Cómo dices? —preguntó Beano.
—¡Lo s-iento! —gimió Edward—. ¡Lo he hecho con la mejor intención!
Beano vio cómo su asesino se llevaba su… el cuerpo arrastrándolo por el suelo.
—Nada personal, dice —dijo—. Pues me alegro de que no fuera nada personal. Sentiría mucho tener que pensar que he sido asesinado porque se trataba de algo personal.
VERÁS, ES QUE ME HAN SUGERIDO QUE DEBERÍA SER UNA PERSONA MÁS ABIERTA AL TRATO CON LA GENTE.
—No, lo que me gustaría saber es por qué lo ha hecho. Yo creía que nos llevábamos bastante bien. Es muy difícil hacer amigos en mi trabajo. En el tuyo también, supongo.
SOLTÁRSELO POCO A POCO, POR ASÍ DECIRLO. IR POR ETAPAS, YA SABES.
—Hace un momento yo iba paseando tranquilamente por ahí, y un instante después estaba muerto. ¿Por qué?
QUIZÁ DEBERÍAS CONSIDERARLO MÁS BIEN COMO UNA… PEQUEÑA DISCAPACIDAD DIMENSIONAL.
La sombra de Beano el payaso se volvió hacia la Muerte.
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
Estás muerto.
—Sí, eso ya lo sé.
Beano se relajó un poco, y dejó de hacerse tantas preguntas acerca de los acontecimientos sucedidos en un mundo cada vez menos relevante para él. La Muerte ya había descubierto que eso era lo que solía hacer la gente una vez pasada la confusión inicial. Después de todo, lo peor ya había ocurrido. Al menos… con un poquito de suerte.
SI TUVIERAS LA AMABILIDAD DE SEGUIRME…
—¿Habrá pasteles de nata? ¿Narices postizas rojas? ¿Números de malabarismo? ¿Existe alguna probabilidad de que haya pantalones enormemente holgados?
No.
Beano, que había pasado casi toda su corta vida siendo un payaso, sonrió hoscamente debajo de su maquillaje.
—Me gusta.
La reunión de Vimes con el patricio terminó como lo hacían todas aquellas reuniones, con el invitado marchándose en posesión de una vaga pero insistente sospecha de que había salido vivo de allí por los pelos. Vimes fue a ver a su prometida. Sabía dónde se la podría encontrar.
El letrero garabateado a través de las grandes puertas dobles en la calle Mórfica decía: Aquí Hay Dragnes.
La placa de latón que había junto a las puertas decía: El Santuario Rayo de Sol de Ankh-Morpork para Dragones Enfermos.
Había un dragón pequeño, patético y hueco, hecho de cartón piedra, que sostenía una caja para las colectas, muy bien encadenado a la pared y luciendo la leyenda: No Dejes Que Se Apague Mi Llama.
Allí era donde lady Sybil Ramkin pasaba la mayor parte de sus días.
Era, según le habían dicho a Vimes, la mujer más rica de Ankh-Morpork. De hecho, era más rica que todas las otras mujeres que había en Ankh-Morpork combinadas, si tal cosa fuera posible, en una sola mujer.
La gente decía que iba a ser una boda muy rara. Vimes trataba a sus superiores sociales con un desprecio apenas disimulado, porque las mujeres hacían que le doliera la cabeza y los hombres hacían que le picaran los puños. Y Sybil Ramkin era la última superviviente de una de las familias más antiguas de Ankh. Pero ella y Vimes se habían visto tan inexorablemente unidos como dos ramitas atrapadas en el remolino de un estanque, y finalmente habían terminado inclinándose ante lo inevitable.
De pequeño, Sam Vimes pensaba que quienes eran muy ricos comían en platos de oro y vivían en casas de mármol.
Ahora había aprendido algo nuevo: quienes eran muy pero que muy ricos podían permitirse ser pobres. Sybil Ramkin vivía en la clase de pobreza que solo se hallaba disponible para los muy ricos, una pobreza alcanzada desde el otro lado. Las mujeres que eran meramente acomodadas ahorraban y compraban vestidos hechos de seda ribeteados con encajes y perlas, pero lady Ramkin era tan rica que podía permitirse ir por casa calzada con botas de goma y llevando una falda de lana que había pertenecido a su madre. Era tan rica que podía permitirse vivir de galletas y bocadillos de queso. Era tan rica que vivía en tres habitaciones de una mansión que tenía treinta y cuatro; el resto de ellas estaban llenas de muebles muy caros y muy antiguos, cubiertos con sábanas para protegerlos del polvo.
La razón por la que los ricos eran ricos, razonaba Vimes, era que se las arreglaban para gastar menos dinero.
Tomemos el caso de las botas, por ejemplo. Él ganaba treinta y ocho dólares al mes más complementos. Un par de botas de cuero realmente buenas costaba cincuenta dólares. Pero un par de botas, las que aguantaban más o menos bien durante una o dos estaciones y luego empezaban a llenarse de agua en cuanto cedía el cartón, costaban alrededor de diez dólares. Aquella era la clase de botas que Vimes compraba siempre, y las llevaba hasta que las suelas se quedaban tan delgadas que le era posible decir en qué lugar de Ankh-Morpork se encontraba durante una noche de niebla solo por el tacto de los adoquines.
Pero el asunto era que las botas realmente buenas duraban años y años. Un hombre que podía permitirse gastar cincuenta dólares disponía de un par de botas que seguirían manteniéndole los pies secos dentro de diez años, mientras que un pobre que solo podía permitirse comprar botas baratas se habría gastado cien dólares en botas durante el mismo tiempo y seguiría teniendo los pies mojados.
Esa era la teoría «Botas» de la injusticia socioeconómica del capitán Samuel Vimes.
En realidad, todo se reducía a que Sybil Ramkin rara vez tenía que comprar nada. La mansión estaba repleta de todos aquellos muebles enormes y sólidos que habían comprado sus antepasados. Nunca se gastaban. Sybil tenía cajas enteras llenas de joyas que simplemente parecían haber ido acumulándose a lo largo de los siglos. Vimes había visto una bodega en la que un regimiento entero de espeleólogos habría podido emborracharse tan a gusto que no les habría importado que se hubieran perdido sin dejar rastro.
Lady Sybil Ramkin vivía muy cómodamente el día a día gastando, estimaba Vimes, aproximadamente la mitad de lo que gastaba él. Pero ella gastaba mucho más en dragones.
El Santuario Rayo de Sol para Dragones Enfermos estaba edificado con paredes muy gruesas y un techo muy, muy ligero, una idiosincrasia arquitectónica que, aparte de allí, normalmente solo se encontraba presente en las fábricas de fuegos artificiales.
Y esto se debía a que la condición natural del dragón de pantano común es la de hallarse crónicamente enfermo, y el estado natural de un dragón que no goza de buena salud es el de encontrarse laminado por encima de las paredes, el suelo y el techo de cualquiera que sea la habitación en la que se halla. Un dragón de pantano es una fábrica química peligrosamente inestable y pésimamente gestionada a un solo paso del desastre. Dicho paso, además, es muy pequeño.
Se ha especulado con que el hábito de estallar violentamente cuando están enfadados, excitados, asustados o meramente aburridos es un rasgo de supervivencia[3] desarrollado para desanimar a los depredadores. Come dragones, proclama dicha peculiaridad, y tendrás un caso de indigestión para el que resultará más que apropiado emplear términos como «radio de la onda expansiva».
Por consiguiente, Vimes abrió la puerta con mucho cuidado. El olor a dragones le envolvió. Era un olor muy poco habitual, incluso para los estándares de Ankh-Morpork, e hizo pensar a Vimes en un estanque que se hubiera utilizado durante varios años para verter desperdicios químicos y luego hubiese sido drenado.
Unos dragones pequeños le silbaron y le chillaron desde los apriscos que había a cada lado del sendero. Varios chorros de llamas causados por la excitación le chamuscaron los pelos en la parte de las pantorrillas que Vimes llevaba al aire.
Encontró a Sybil Ramkin con un par de integrantes de la miscelánea de mujeres jóvenes ataviadas con pantalones de montar que ayudaban a llevar el Santuario. Generalmente se llamaban Sara o Emma, y a Vimes le parecía que todas tenían exactamente el mismo aspecto. Las tres se estaban debatiendo con lo que parecía ser un saco airado. Sybil levantó la vista cuando Vimes fue hacia ellas.
—Ah, aquí tenemos a Sam —dijo—. Hazme un favor y sujeta esto.
El saco cayó en los brazos de Vimes. En ese mismo instante, una garra surgió del fondo del saco y arañó la coraza de Vimes en un animoso intento de sacarle las entrañas. Una cabeza de orejas puntiagudas se abrió paso por el otro extremo del saco, dos relucientes ojos rojizos se clavaron brevemente en Vimes, una boca llena de dientes en forma de sierra se abrió de golpe, y una ráfaga de vapor maloliente se esparció sobre él.
Lady Ramkin agarró triunfalmente la mandíbula inferior del pequeño dragón y le metió el otro brazo garganta abajo, introduciéndolo hasta el codo.
—¡Te pillé! —Se volvió hacia Vimes, quien todavía estaba paralizado por el estupor—. El muy diablillo no quiere tomarse su tableta de piedra caliza. Traga. ¡Traga! ¡Eso es! ¿Quién es un buen chico? Ahora ya puedes soltarlo, Sam.
El saco resbaló de los brazos de Vimes.
—Un caso bastante serio de Cólicos Sin Llamas —dijo lady Ramkin—. Espero que lo hayamos cogido a tiempo…
El dragón terminó de salirse del saco abriéndolo a zarpazos y miró alrededor en busca de algo que incinerar. Todos intentaron quitarse de en medio.
Entonces al dragón se le cruzaron los ojos, y eructó.
La tableta de piedra caliza rebotó en la pared de enfrente con un chasquido seco.
—¡Todo el mundo al suelo!
Todos saltaron en busca del cobijo que podían llegar a proporcionar un pequeño abrevadero y un montón de ladrillos vítreos.
El dragón volvió a eructar, y puso cara de perplejidad. Luego estalló.
Los cuatro levantaron las cabezas en cuanto el humo se hubo despejado y contemplaron el pequeño y triste cráter.
Lady Ramkin sacó un pañuelo de un bolsillo de su mono de cuero y se sonó la nariz.
—Pobre mamoncete —dijo—. Oh, bueno. ¿Qué tal estás, Sam? ¿Has ido a ver a Havelock?
Vimes asintió. Por muchos años que viviera, pensó, nunca llegaría a acostumbrarse a la idea de que el patricio de Ankh-Morpork tuviera un nombre propio, o a la de que alguien pudiera haber llegado a conocerle lo bastante bien para llamarle por él.
—He estado pensando en esa cena de mañana por la noche —dijo desesperadamente—. Verás, el caso es que realmente no creo que pueda…
—No seas bobo —dijo lady Ramkin—. Lo pasarás bien. Ya va siendo hora de que conozcas a las Personas Apropiadas. Lo sabes, ¿verdad?
Vimes asintió con expresión abatida.
—Entonces te esperamos en casa a las ocho —dijo ella—. Y no pongas esa cara. Te ayudará tremendamente. Vales demasiado para pasarte las noches dando vueltas por oscuras callejas mojadas. Ya va siendo hora de que salgas al mundo.
Vimes hubiese querido decir que a él le gustaba dar vueltas por oscuras callejas mojadas, pero no habría servido de nada. En realidad tampoco le gustaba tanto. Simplemente era lo que siempre había hecho. Pensaba en su placa de la misma manera en que pensaba en su nariz. Ni la amaba ni la odiaba. Simplemente era su placa.
—Bueno, pues entonces espabila. Será terriblemente divertido. ¿Tienes un pañuelo?
Vimes fue presa del pánico.
—¿Qué?
—Dámelo —dijo ella, y luego lo acercó a la boca de Vimes—. Escupe… —ordenó.
Le quitó una mancha que tenía en la mejilla. Una de las Emmas Intercambiables soltó una risita que sonó justo lo bastante alta para poder oírse. Lady Ramkin no le prestó ninguna atención.
—Ya está —dijo—. Bueno, eso está mejor. Ahora ya puedes irte a hacer que las calles sean seguras para todos nosotros. Y si quieres hacer algo realmente útil, podrías encontrar a Regordete.
—¿Regordete?
—Anoche se escapó de su aprisco.
—¿Un dragón?
Vimes gimió y sacó de su bolsillo un puro barato. Los dragones de pantano estaban empezando a convertirse en una pequeña molestia dentro de la ciudad, y eso ponía muy furiosa a lady Ramkin. La gente los compraba cuando medían quince centímetros de largo y eran una manera encantadora de encender fuegos pequeños y después, cuando ya estaban empezando a quemar los muebles e iban dejando agujeros corrosivos en la alfombra, el suelo y el techo del sótano que había debajo de él, se les expulsaba de la casa para que se buscaran la vida por su cuenta.
—Lo rescatamos de un herrero en la calle Fácil —dijo lady Ramkin—. Yo le dije a ese buen hombre que podía utilizar una forja, igual que hacían todos los demás. Pobre cosita…
—Regordete —dijo Vimes—. ¿Tienes una cerilla?
—Lleva un collar azul —dijo lady Ramkin.
—Sí, de acuerdo.
—Te seguirá igual que una ovejita si piensa que llevas encima una galleta de carbón de leña.
—De acuerdo —dijo Vimes mientras se palpaba los bolsillos.
—Están un poquito sobreexcitados con todo este calor que hace.
Vimes metió la mano en un aprisco de dragoncitos recién salidos del huevo y cogió a uno de ellos, que empezó a batir excitadamente sus rechonchas alitas. Luego soltó un breve chorro de llama azulada. Vimes inhaló rápidamente.
—Sam, realmente me gustaría que no hicieras eso.
—Lo siento.
—Así que si pudieras hacer que el joven Zanahoria y ese simpatiquísimo cabo Nobbs mantuvieran los ojos bien abiertos por si…
—No hay problema.
Por alguna razón inexplicable, lady Sybil, que en cualquier otro aspecto tenía una vista excelente, insistía en pensar que el cabo Nobbs era un bribonzuelo encantadoramente descarado. Eso siempre había tenido perplejo a Sam Vimes. Tenía que ser la atracción de los opuestos. El molde del que habían salido los Ramkin hubiese hecho palidecer de envidia al mejor panadero de Ankh-Morpork, mientras que el cabo Nobbs había sido descalificado de la carrera evolutiva por empujar a los competidores y tratar de ponerles la zancadilla.
Mientras Vimes se alejaba calle abajo con sus viejas prendas de cuero, su cota de malla oxidada y el casco firmemente calado en la cabeza, y con el roce de los adoquines a través de las suelas gastadas de sus botas diciéndole que estaba en el callejón del Acre, nadie hubiese creído que estaba viendo a un hombre que no tardaría en contraer matrimonio con la mujer más rica de Ankh-Morpork.
Regordete no era un dragón feliz.
Echaba de menos la fragua. La fragua le gustaba mucho. Allí disponía de todo el carbón que podía llegar a comer y el herrero tampoco había sido un hombre particularmente duro. Regordete no le había pedido gran cosa a la vida, y había obtenido lo poco que pedía.
Y entonces aquella mujer tan enorme se le había llevado de allí y le había metido dentro de un aprisco. Había otros dragones alrededor. A Regordete no le gustaban demasiado los otros dragones. Y la gente le daba un carbón extraño.
Regordete se sintió muy complacido cuando alguien le sacó del aprisco en plena noche. Pensó que iba a volver con el herrero.
Ahora estaba empezando a caer en la cuenta de que aquello no iba a suceder. Se encontraba dentro de una caja, le estaban llevando a algún sitio sacudiéndole de un lado a otro, y ahora sí que estaba empezando a enfadarse…
El sargento Colon se abanicó con su tablilla para los papeles, y luego miró fijamente a los guardias reunidos ante él.
Tosió.
— Bueno, gente — dijo —, sentaos.
— Ya estamos sentados, Fred — dijo el cabo Nobbs.
— Tienes que llamarme sargento, Nobby — dijo el sargento Colon.
— Y de todas maneras, ¿para qué tenemos que sentarnos? Antes no hacíamos todo esto. Me siento un poco memo, sentado aquí, oyéndote hablar de…
— Ahora que somos más, tenemos que hacer las cosas como es debido — dijo el sargento Colon — . ¡Bien! Ejem. Bien. De acuerdo. Hoy damos la bienvenida al guardia interino Detritus… ¡no saludes!, y al guardia interino Cuddy, así como también a la guardia interina Angua. Esperamos que tendréis una larga y… ¿Qué es eso que tiene ahí, Cuddy?
— ¿El qué? — preguntó Cuddy, inocentemente.
— No he podido evitar darme cuenta de que sigue teniendo ahí lo que parece ser un hacha arrojadiza de doble hoja, guardia interino Cuddy, y eso a pesar de todo lo que les he confiado anteriormente con respecto a las reglas de la Guardia.
— ¿Un arma cultural, sargento? — dijo Cuddy con voz esperanzada.
— Puede dejarla en su casilla. Los guardias llevan una espada de hoja corta y una porra.
Con la excepción de Detritus, añadió mentalmente. En primer lugar, porque empuñada por la enorme mano del troll incluso la espada más larga parecía un mondadientes, y en segundo lugar, porque hasta que hubieran conseguido resolver el problema del saludo, Colon no estaba dispuesto a ver cómo un miembro de la Guardia se clavaba la mano en su propia oreja. Detritus tendría una porra, y le encantaría tenerla. Aun así, probablemente conseguiría matarse a porrazos.
¡Trolls y enanos! ¡Enanos y trolls! Él no se merecía aquello, no en ese momento de su vida. Y eso no era lo peor del asunto.
Colon volvió a toser. Cuando leyó de la tablilla, lo hizo con la voz cantarina de alguien que ha aprendido a hablar en público en la escuela.
—Bueno —volvió a decir, en un tono un tanto vacilante—. Entonces, veamos, aquí pone…
—¿Sargento?
—¿Y ahora q…? Oh, es usted, cabo Zanahoria. ¿Sí?
—¿No se está olvidando de algo, sargento? —preguntó Zanahoria.
—Pues no sé —dijo Colon cautelosamente—. ¿Me estoy olvidando de algo?
—Acerca de los reclutas, mi sargento. ¿Algo que tienen que prestar, en vez de llevar? —le echó una mano Zanahoria.
El sargento Colon se frotó la nariz. Veamos… Los reclutas habían, según la normativa en vigor, recibido y firmado por una camisa (de cota de malla), un casco, de hierro y cobre, una coraza, de hierro (excepto en el caso de la guardia interina Angua, quien necesitaba que se la adaptaran especialmente, y del guardia interino Detritus, quien había firmado por una coraza adaptada a toda prisa que en el pasado había pertenecido a un elefante de guerra), una porra, de roble, una pica o alabarda de emergencia, una ballesta, un reloj de arena, una espada de hoja corta (excepto para el guardia interino Detritus) y una placa, del tipo reglamentario, de guardia nocturno, de cobre.
—Me parece que ya lo tienen todo, Zanahoria —dijo—. Se ha firmado por todo. Hasta el mismo Detritus hizo que alguien pusiera una X por él.
—Tienen que prestar el juramento, sargento.
—Oh. Ejem. ¿Tienen que prestarlo?
—Sí, mi sargento. Es la ley.
El sargento Colon puso cara de no saber qué decir. Pensándolo bien, probablemente fuese lo que decía la ley. A Zanahoria siempre se le daban mucho mejor ese tipo de cosas. Se sabía de memoria todas las leyes de Ankh-Morpork. Era la única persona que se las sabía. En cuanto a Colon, él lo único que sabía era que nunca había prestado un juramento cuando se unió al cuerpo, y en cuanto a Nobby, lo más aproximado a un juramento que hubiese llegado a prestar fue «A la mierda con todo, vamos a jugar a los soldados».
—Bien, entonces de acuerdo —dijo—. Todos tienen, ejem, que prestar el juramento… eh… y el cabo Zanahoria les enseñará cómo hacerlo. ¿Usted prestó el, ejem, juramento cuando se unió a nosotros, Zanahoria?
—Oh, sí, mi sargento. Solo que nadie me pidió que lo hiciera, así que lo presté yo mismo, en voz baja.
—¿Oh? Claro. Bueno, pues adelante.
Zanahoria se puso en pie y se quitó el casco. Se alisó el pelo.
Luego levantó la mano derecha.
—Levantad las manos derechas —dijo—. Ejem… La mano derecha es la que queda más cerca de la guardia interina Angua, guardia interino Detritus. Y ahora, repetid después de mí…
Luego cerró los ojos y sus labios se movieron durante un instante, como si estuviera leyendo algo del interior de su cráneo.
—«Yo coma paréntesis nombre del recluta cerrar paréntesis coma…»
Después miró a los reclutas y los animó a hablar con un movimiento de la cabeza.
—Decidlo.
Todos corearon una réplica. Angua intentó no echarse a reír.
—«… juro solemnemente por paréntesis la deidad que elija el recluta cerrar paréntesis…»
Angua no se atrevía a mirar la cara de Zanahoria.
—«… honrar las leyes y ordenanzas de la ciudad de Ankh-Morpork, hacer honor a la confianza públicamente depositada en mí y defender a los súbditos de Su Majestad paréntesis nombre del monarca reinante cerrar paréntesis…»
Angua intentó mirar un punto situado más allá de la oreja de Zanahoria. Para colmo de males, el paciente recitado monocorde de Detritus ya iba varias docenas de palabras por detrás de cualquiera de los demás.
—«… sin temor alguno coma búsqueda del favor o consideración de la seguridad personal punto y coma perseguir a los malhechores y proteger al inocente coma dando mi vida si es necesario en el cumplimiento de dicho deber coma que paréntesis la deidad previamente mencionada cerrar paréntesis me ayude a ello punto y seguido Que los dioses salven al rey barra a la reina paréntesis elimínese lo que no resulte apropiado cerrar paréntesis punto final.»
Angua llegó a la conclusión con un suspiro de agradecimiento, y entonces vio la cara de Zanahoria. Había lágrimas inconfundibles corriendo por su mejilla.
—Ejem… bien… bueno, pues entonces eso es todo, gracias —dijo el sargento Colon, pasado un rato.
—«… proteger al inocente coma…»
—Tómese todo el tiempo que necesite, guardia interino Detritus.
El sargento se aclaró la garganta y volvió a consultar su tablilla.
—Bien, veamos, Manos Hoskins ha vuelto a salir de la cárcel, así que mantened los ojos bien abiertos porque ya sabéis cómo se pone después de celebrarlo con una copa, y ese condenado troll de Caradecarbón le dio una paliza a cuatro hombres anoche…
—«… en el cum-plimiento de dicho de-ber co-ma…»
—¿Dónde está el capitán Vimes? —quiso saber Nobby—. Debería estar haciendo esto.
—El capitán Vimes está… poniendo en orden sus asuntos —dijo el sargento Colon—. Aprender a civiliar no resulta nada fácil, créeme. Bien. —Volvió a mirar su tablilla de los papeles, y luego miró nuevamente a los guardias. Hombres… ah.
Sus labios se movieron mientras iba contando. Allí, sentado entre Nobby y el guardia Cuddy, había un hombrecillo harapiento cuya barba y cuyo pelo habían llegado a crecer y enmarañarse hasta tal punto que parecía una comadreja atisbando desde el interior de un matorral.
—«… paréntesis la de-i-dad previa-mente mencionada cierre paréntesis me a-yude a ello punto.»
—Oh, no —dijo Colon—. ¿Qué estás haciendo aquí, Aquíyahora? Gracias, Detritus, y no saludes, ya puedes sentarte.
—El señor Zanahoria me ha traído —dijo Aquíyahora.
—Custodia de protección, mi sargento —dijo Zanahoria.
—¿Otra vez? —Colon descolgó las llaves de las celdas de su clavo encima del escritorio y se las arrojó al ladrón—. Está bien. Celda Tres. Llévate las llaves, y ya te echaremos un par de gritos si volvemos a necesitarlas.
—Es usted un encanto, señor Colon —dijo Aquíyahora, bajando por los escalones que llevaban a las celdas.
Colon sacudió la cabeza.
—El peor ladrón del mundo —dijo.
—Pues no parece tan bueno —dijo Angua.
—No, quiero decir que es el peor —murmuró Colon—. Peor en el sentido de cuando algo no sirve para nada, ya sabes.
—¿Se acuerda de aquella vez en que iba a irse hasta la cima de Dunmanifestin para robarles el Secreto del Fuego a los dioses? —dijo Nobby.
—Y entonces yo le dije: «Pero si ya lo tenemos, Aquíyahora, si hace miles de años que lo hemos tenido» —dijo Zanahoria—. Y entonces él dijo: «Vale, así que tiene un valor de antigüedad».[4]
—Pobre viejo —dijo el sargento Colon—. De acuerdo. A ver qué más tenemos por aquí… ¿Sí, Zanahoria?
—Ahora tienen que recibir el Chelín del Rey —dijo Zanahoria.
—Claro. Sí. De acuerdo.
Colon rebuscó dentro de su bolsillo y sacó de él tres dólares de Ankh-Morpork, del tamaño de lentejuelas y con aproximadamente tanto contenido en oro como el agua de mar. Luego se los fue lanzando uno por uno a los reclutas.
—Esto se llama el Chelín del Rey —dijo, mirando a Zanahoria—. No sé por qué lo llaman así. Cuando ingresas en el cuerpo tienes que recibirlo. Las normas, ¿comprendéis? Muestra que te has unido al cuerpo. —Por un momento puso cara de no saber qué decir, y luego tosió—. Bien. Oh, sí. Un montón de roc… unos cuantos trolls —se corrigió— han organizado alguna clase de marcha en la que bajarán por la calle Corta. Guardia interino Detritus… ¡no dejéis que salude! Bien. Bueno, ¿se puede saber a qué viene todo eso de la marcha?
—Eso Año Nuevo Troll —dijo Detritus.
—¿Ah, sí? Supongo que ahora tendremos que ir aprendiendo acerca de esa clase de cosas. Y aquí pone que esa concentración o lo que sea de chupapiedr… de enanos, es para…
—Para conmemorar la Batalla del Valle de Koom —dijo el guardia interino Cuddy—. Una famosa victoria sobre los trolls —añadió, muy satisfecho de sí mismo, al menos en la medida en que se podía llegar a ver algo detrás de la barba.
—¿Sí? Por emboscada —gruñó Detritus, mirando fijamente al enano.
—¿Cómo? Fueron los trolls los que… —empezó a decir Cuddy.
—Callaos los dos —dijo Colon—. Mirad, aquí pone que… aquí pone que van a hacer una marcha… subiendo por la calle Corta. —Dio la vuelta al papel—. ¿Es correcto eso?
—¿Trolls yendo en una dirección y enanos yendo en la otra? —dijo Zanahoria.
—Ese sí que es un desfile que no te quieres perder —dijo Nobby.
—¿Qué problema hay? —preguntó Angua.
Zanahoria agitó vagamente las manos en el aire.
—Oh, cielos. Va a ser horrible. Tenemos que hacer algo.
—Los enanos y los trolls se llevan tan bien como las llamas con una casa ardiendo —dijo Nobby—. ¿Ha estado alguna vez dentro de una casa en llamas, señorita?
El rostro normalmente enrojecido del sargento Colon se había vuelto de un rosa pálido. Se ciñó el cinturón de la espada y cogió su porra.
—Recordad —dijo—. Tened mucho cuidado ahí fuera.
—Sí —dijo Nobby—. Tengamos mucho cuidado en no salir de aquí.
Para entender por qué los enanos y los trolls no se gustan nada los unos a los otros, hay que remontarse hasta muy atrás.
Los enanos y los trolls se llevan como la tiza y el queso. Muy como la tiza y el queso, en realidad. Uno es orgánico y la otra no lo es, y además huele un poquito a queso. Los enanos se ganan la vida triturando rocas con minerales valiosos dentro de ellas y la forma de vida basada en el silicio conocida como troll es, básicamente, roca con minerales valiosos dentro. En estado salvaje pasan la mayor parte de horas de luz durmiendo, y esa no es una situación en la que una roca que contiene minerales valiosos quiera encontrarse cuando hay enanos por los alrededores. Y los enanos odian a los trolls porque, cuando acabas de encontrar una veta interesante de minerales valiosos, no te hace ninguna gracia que las rocas se incorporen súbitamente y te arranquen el brazo porque acabas de clavarles la punta de un zapapico en la oreja.
Eso creó un estado de venganza permanente entre las dos especies y, como ocurre con todas las buenas venganzas, realmente ya no necesitaba de una razón. Bastaba con que siempre hubiera existido.[5] Los enanos odiaban a los trolls porque los trolls odiaban a los enanos, y viceversa.
La Guardia acechaba en el callejón de las Tres Lámparas, el cual quedaba hacia la mitad de la calle Corta. Se oía un lejano estrépito de fuegos artificiales. Los enanos los prendían para ahuyentar a los espíritus malvados de las minas. Los trolls los prendían porque tenían muy buen sabor.
—No veo por qué no podemos dejar que lo aclaren entre ellos peleándose y luego arrestar a los perdedores —dijo el cabo Nobbs—. Eso es lo que solíamos hacer siempre.
—El patricio se toma muy en serio los problemas étnicos —dijo el sargento Colon con expresión lúgubre—. Siempre se pone muy sarcástico al respecto.
Entonces le vino un pensamiento a la cabeza. Eso pareció animarle un poco.
—¿Tienes alguna idea, Zanahoria? —preguntó.
Un segundo pensamiento le vino a la cabeza. Zanahoria era un muchacho muy simple.
—¿Cabo Zanahoria?
—¿Sí, mi sargento?
—Saque a toda esa gente de ahí.
Zanahoria asomó la cabeza por la esquina para contemplar los muros de trolls y enanos que iban avanzando por la calle. Ya se habían visto los unos a los otros.
—Enseguida, sargento —dijo—. Guardias interinos Cuddy y Detritus, ¡y no saludes!, vengan conmigo.
—¡No puede dejarlo salir ahí! —dijo Angua—. ¡Es una muerte segura!
—Ese muchacho tiene un auténtico sentido del deber —dijo el cabo Nobbs. Luego se sacó de detrás de la oreja un diminuto trocito de cigarro y encendió una cerilla raspándola en la suela de su bota.
—No se preocupe, señorita —dijo Colon—. Él…
—Guardia —dijo Angua.
—¿Cómo?
—Guardia —repitió ella—. No señorita. Zanahoria siempre me dice que no tenga sexo cuando esté de servicio.
Con las frenéticas toses de Nobby como fondo sonoro, Colon dijo, hablando muy deprisa:
—Lo que quiero decir, guardia, es que el joven Zanahoria tiene krisma. Montones de krisma.
—¿Krisma?
—Sacos enteros de él.
Las sacudidas y los bamboleos habían cesado. Para aquel entonces, Regordete ya estaba muy enfadado. En realidad, estaba realmente muy, pero que muy enfadado.
Hubo un tenue crujido. Un trozo de tela de saco se hizo a un lado y allí, mirando fijamente a Regordete, había otro dragón macho.
Parecía estar bastante disgustado.
Regordete reaccionó de la única manera en que sabía hacerlo.
Zanahoria se había plantado en el centro de la calle, cruzado de brazos, mientras los dos nuevos reclutas permanecían inmóviles detrás de él, tratando de observar simultáneamente a las dos marchas que se les estaban aproximando.
Colon pensaba que Zanahoria era simple. Zanahoria solía producir en las personas la impresión de que era simple. Y lo era.
La gran equivocación que cometían esas personas era pensar que simple significaba lo mismo que idiota.
Zanahoria no era idiota. Era franco y honesto, y tenía muy buen temperamento y se mostraba honorable en todos sus tratos. En Ankh-Morpork normalmente esto habría equivalido a «idiota» en cualquier caso y le habría proporcionado el coeficiente de supervivencia de una medusa dentro de un alto horno, pero había un par de factores más. Uno era un puño que incluso los trolls habían aprendido a respetar. El otro consistía en que Zanahoria era genuina, casi sobrenaturalmente, agradable. Se llevaba bien con las personas, incluso mientras las arrestaba. Tenía una memoria excepcional para los nombres.
Durante la mayor parte de su joven existencia, Zanahoria había vivido en una pequeña colonia de enanos en la que apenas si había otras personas a las que conocer. De pronto se encontró en una gran ciudad, y entonces fue como si un talento hubiera estado esperando la ocasión de desplegarse. Y todavía se estaba desplegando.
Agitando alegremente la mano, Zanahoria saludó a los enanos que se aproximaban.
—¡Buenos días, señor Muslotremendo! ¡Buenos días, señor Fuerteenelbrazo!
Luego se volvió y saludó con la mano al troll que encabezaba la otra marcha. Hubo un suave pop cuando un fuego artificial entró en acción.
—¡Buenos días, señor Bauxita!
Zanahoria se llevó las manos a la boca formando bocina.
—Y ahora si todos pudieran detenerse y escucharme… —aulló.
Las dos marchas se detuvieron, con una cierta vacilación y un amontonamiento general de cuerpos en la parte de atrás. Era eso o caminar por encima de Zanahoria.
Si Zanahoria tenía un pequeño defecto, este consistía en no prestar atención a los pequeños detalles que había a su alrededor cuando tenía la mente ocupada en otras cosas. Por eso la conversación susurrada que tenía lugar detrás de su espalda en aquellos momentos se le escapaba.
—¡… Ajajá! ¡Aquello también fue una emboscada! Y tu madre era una guijarra…
—Bueno, caballeros —dijo Zanahoria hablando en un tono muy afable y juicioso—, estoy seguro de que no hay ninguna necesidad de adoptar estas maneras tan beligerantes…
—¡… Vosotros también nos tendisteis una emboscada a nosotros! ¡Mi tatara-tatara-tatarabuelo estuvo en valle Koom, él dijo!
—… en nuestra hermosa ciudad y en un día tan hermoso. Como buenos ciudadanos de Ankh-Morpork, he de pedirles…
—¿Sí? Tú ni siquiera sabes quién es tu padre, ¿verdad?
—… que, si bien no cabe duda de que todos ustedes tienen que celebrar esas peculiaridades étnicas de las que se sienten tan orgullosos, saquen provecho del ejemplo de mis compañeros del cuerpo aquí presentes, que han olvidado sus antiguas diferencias…
—¡Os aplastaré cabeza, malditos enanos entrometidos!
—… por el bien común de…
—¡Yo podría hacerte pedazos con una mano atada a la espalda!
—… la ciudad, cuyo emblema tienen…
—¡Pues tendrás ocasión! ¡Yo ataré AMBAS manos detrás de espalda!
—… el orgullo y el privilegio de lucir en sus placas.
—¡Aaargh!
—¡Ooow!
Zanahoria reparó en que prácticamente nadie le estaba prestando la menor atención. Se volvió.
El guardia interino Cuddy se hallaba suspendido en el aire cabeza abajo, debido a que el guardia interino Detritus estaba intentando hacerlo rebotar por el casco en los adoquines, aunque el guardia interino Cuddy estaba sacando el máximo provecho posible de su nueva posición al mantener firmemente agarrado al guardia interino Detritus por la rodilla mientras trataba de hundir los dientes en el tobillo del guardia interino Detritus.
Las dos marchas enfrentadas los contemplaban con fascinación.
—¡Deberíamos hacer algo! —dijo Angua, desde el escondite que los guardias se habían buscado en el callejón.
—Bueeeeeeno, esto de lo étnico siempre ha sido como bastante complicado —dijo el sargento Colon, hablando muy despacio.
—Puedes meter la pata con una facilidad tremenda —dijo Nobby—. Oh, sí, el étnico básico tiene la piel muy sensible.
—¿Tienen la piel sensible? ¡Están tratando de matarse el uno al otro!
—Es algo cultural —dijo el sargento Colon con abatimiento—. Tampoco serviría de nada que intentáramos imponerles nuestra cultura, ¿verdad? Eso es especiesismo.
Allá en la calle, el cabo Zanahoria se había puesto muy rojo.
—Si Zanahoria les pone un solo dedo encima a cualquiera de ellos, con todos sus amigos mirando —dijo Nobby—, el plan es que nos largamos de aquí corriendo como…
Las venas se hincharon en el robusto cuello de Zanahoria. Luego se puso las manos en la cintura y aulló:
—¡Guardia interino Detritus! ¡Salude!
Habían pasado horas tratando de enseñarle a hacerlo. El cerebro de Detritus tardaba algún tiempo en hacerse con una idea, pero una vez que la idea estaba allí, no se borraba con rapidez.
Detritus saludó.
Su mano estaba llena de enano.
Así que saludó mientras sostenía al guardia interino Cuddy, elevándolo hacia su cabeza al mismo tiempo que lo hacía girar como si fuera un cachorrito enfurecido.
El estrépito de los dos cascos encontrándose creó ecos que rebotaron en los edificios, y un instante después fue seguido por el estruendo de ambos guardias estrellándose contra el suelo.
Zanahoria los empujó con la punta de su sandalia.
Luego dio media vuelta y fue hacia la marcha de los enanos, temblando de ira.
En el callejón, el sargento Colon empezó a chuparse el borde del casco en una reacción de puro terror.
—Tenéis armas, ¿verdad? —le rugió Zanahoria a un centenar de enanos—. ¡Si los enanos que lleven armas encima no las dejan caer ahora mismo entonces toda la marcha, y quiero decir toda, terminará dentro de las celdas! ¡Y va muy en serio!
Los enanos de la primera fila dieron un paso atrás. Después se oyó el vago tintineo de una serie de objetos metálicos chocando con el suelo.
—Todas las armas —dijo Zanahoria amenazadoramente—. ¡Eso te incluye a ti, el de la barba negra que está tratando de esconderse detrás del señor Lanzajamones! ¡Le estoy viendo, señor Fuerteenelbrazo! Deje esa arma en el suelo. ¡No le está haciendo gracia a nadie!
—Va a morir, ¿verdad? —murmuró Angua.
—Bueno, eso es lo curioso —dijo Nobby—. Si se nos ocurriera intentarlo a nosotros, terminaríamos convertidos en trocitos muy pequeños de carne picada. Pero parece que a él le funciona.
—Krisma —dijo el sargento Colon, quien estaba teniendo que apoyarse en la pared.
—¿Se refiere al carisma? —preguntó Angua.
—Sí. Una de esas cosas. Sí.
—¿Y cómo se las arregla?
—Pues no lo sé —dijo Nobby—. Supongo que será porque es la clase de muchacho que enseguida te cae bien.
Zanahoria se había vuelto hacia los trolls, que estaban sonriendo burlonamente ante la incomodidad de los enanos.
—Y en cuanto a vosotros —dijo Zanahoria—, os aseguro que esta noche estaré patrullando por el Camino de la Cantera, y que no quiero que haya absolutamente ningún problema. ¿Verdad que no habrá ninguno?
Hubo un movimiento vergonzoso de pies inmensos y un murmullo general.
Zanahoria se llevó la mano a la oreja.
—No lo he oído del todo bien —dijo.
Hubo un murmullo más alto, una especie de tocata interpretada de mala gana por un centenar de voces sobre el tema de «Sí, cabo Zanahoria».
—Eso está mejor. Ahora ya podéis iros. Y ya está bien de tanta tontería, ¿de acuerdo? A ver si sois buenos.
Zanahoria se sacudió el polvo de las manos y le sonrió a todo el mundo. Los trolls parecían perplejos. En teoría, Zanahoria era una delgada película de grasa esparcida sobre la calle. Pero de alguna manera inexplicable, aquello simplemente parecía no estar ocurriendo.
—Acaba de decirles a cien trolls que sean buenos —dijo Angua—. ¡Algunos de ellos acaban de bajar de las montañas! ¡Algunos de ellos tienen líquenes encima!
—Eso es lo más inteligente que hay en un troll —dijo el sargento Colon.
Y entonces el mundo estalló.
La Guardia se había ido antes de que el capitán Vimes regresara a Pseudópolis Yard. Subió por la escalera que llevaba a su despacho y se sentó en el pegajoso sillón de cuero. Luego contempló la pared con mirada inexpresiva.
Quería dejar la Guardia. Por supuesto que quería hacerlo. Ser guardia no era lo que podías llamar una buena manera de vivir. De hecho, ni siquiera era vivir.
Horas poco sociales. No poder estar seguro nunca de un día para otro de lo que realmente era la ley, en aquella ciudad tan pragmática. Ninguna vida hogareña digna de ese nombre. Mala comida, consumida cuando podías hacerlo; Vimes había llegado incluso al extremo de comer algunas de las salchichas en un panecillo de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo. Siempre llovía o hacía un calor capaz de cocerlo todo. Nada de amistades, exceptuando al resto del destacamento, porque eran las únicas personas que vivían en tu mundo.
Mientras que dentro de unos días él, como había dicho el sargento Colon, estaría pegándose la gran vida. Nada que hacer en todo el día aparte de comer y cabalgar por ahí, montado en un gran caballo mientras le gritaba órdenes a la gente.
En momentos como aquel la imagen del viejo sargento Kepple pasaba flotando a través de la memoria de Vimes. Kepple había estado al frente de la Guardia cuando Vimes era un recluta. Y, poco después, se retiró. Todos pusieron un poco de dinero y le compraron un reloj barato, uno de aquellos que seguiría funcionando durante unos cuantos años hasta que el demonio que llevaba dentro se evaporara.
Una idea condenadamente estúpida, pensó Vimes con abatimiento mientras contemplaba la pared. Un tipo deja el trabajo, entrega su insignia y su reloj de arena y su campana, ¿y qué le damos? Un reloj.
Pero aun así Kepple volvió a trabajar al día siguiente, con su reloj nuevo. Para enseñarle los trucos del oficio a todo el mundo, dijo; para atar unos cuantos cabos sueltos, jajajá. Para asegurarme de que los jóvenes no os metéis en líos, jajajá. Un mes después, Kepple ya estaba entrando el carbón y barriendo el suelo y haciendo recados y ayudando a la gente a escribir sus informes. Cinco años después todavía estaba allí. Todavía estaba allí seis años después, cuando alguien de la Guardia se incorporó a su turno un poco más temprano de lo habitual y lo encontró en el suelo…
Y entonces salió a la luz que nadie, nadie, sabía dónde vivía Kepple, o ni siquiera si había una señora Kepple. Vimes se acordaba de que hicieron una recolecta para enterrarlo. En el funeral solo había habido guardias…
Pensándolo bien, en el funeral de un guardia siempre había guardias y nada más que guardias.
Naturalmente ahora las cosas ya no eran así. El sargento Colon llevaba años felizmente casado, quizá porque él y su esposa habían organizado sus vidas laborales de tal manera que solo se encontraban de vez en cuando, normalmente en la puerta de casa. Pero ella le dejaba comidas decentes preparadas en el horno, y estaba claro que allí había algo; tenían nietos, incluso, así que obviamente había habido momentos en los que no eran capaces de evitarse. El joven Zanahoria tenía que usar un palo para mantener alejadas de él a las mujeres jóvenes. Y el cabo Nobbs… bueno, probablemente se encargaba de hacer sus propios arreglos al respecto. Se rumoreaba que Nobby tenía el cuerpo de un hombre de veinticinco años, aunque nadie sabía dónde lo guardaba.
Lo importante era que todos los demás tenían a alguien, aunque en el caso de Nobby probablemente fuera en contra de su voluntad.
Bien, capitán Vimes, ¿de qué se trata realmente entonces? ¿Te importa esa mujer? No te preocupes demasiado por el amor, porque esa es una palabra demasiado ambiciosa para los que tienen más de cuarenta años. ¿O será solo que temes llegar a convertirte en un viejo que agoniza dentro del surco de su vida y es enterrado, en un acto de compasión, por una pandilla de tipos más jóvenes que solo lo conocieron como ese viejo carcamal que siempre estaba rondando por allí, se le enviaba a traer el café y los bollos calientes, y del que todos se reían a espaldas suyas?
Vimes quería evitar eso. Y ahora el destino le estaba ofreciendo un auténtico cuento de hadas.
Pues claro que ya sabía que lady Sybil Ramkin era rica. Pero no había esperado que le citaran en el despacho del señor Morecombe.
El señor Morecombe llevaba mucho tiempo siendo el abogado de la familia Ramkin. De hecho, llevaba siglos siéndolo. El señor Morecombe era un vampiro.
A Vimes no le gustaban nada los vampiros. Cuando estaban sobrios, los enanos eran unos pequeños mamones que respetaban la ley, e incluso los trolls podían pasar por buenos si no los perdías de vista. Pero todos los no-muertos hacían que a Vimes le picara el cuello. Lo de vivir y dejar vivir estaba muy bien, pero cuando pensabas en ello de una manera lógica enseguida descubrías que había un pequeño problema, precisamente allí donde Vimes sentía ese picor.
El señor Morecombe era flaco y larguirucho como una tortuga, y muy pálido. Había tardado eras en ir al grano y cuando por fin llegó a él, el grano dejó clavado a Vimes en su asiento.
—¿Cuánto ha dicho?
—Ejem. Creo estar en lo cierto al decir que las propiedades, incluidas las granjas, las áreas de desarrollo urbano, y la pequeña parcela de estado irreal situada cerca de la Universidad, en conjunto valen aproximadamente… siete millones de dólares al año. Sí. Siete millones estimados según el valor actual, diría yo.
—¿Y es todo mío?
—Desde el momento en que contraiga matrimonio con lady Sybil. Aunque en esta carta ella me da instrucciones de que usted debe tener acceso a todas sus cuentas a partir del momento actual.
Aquellos ojos muertos que parecían perlas habían estado observando a Vimes con mucha atención.
—Lady Sybil —dijo— posee aproximadamente una décima parte de Ankh, y tiene extensas propiedades en Morpork, a lo que, naturalmente, hay que añadir considerables tierras de labor en…
—Pero… pero… las poseeremos juntos…
—Lady Sybil se ha mostrado muy clara al respecto. Ella le cede todas las propiedades de la familia a usted en tanto que esposo suyo. Lady Sybil tiene una manera un tanto… anticuada de ver las cosas.
Deslizó un papel doblado por encima de la mesa. Vimes lo cogió, lo desdobló y lo miró.
—En el caso de que usted falleciera antes que lady Sybil —siguió diciendo el señor Morecombe con su monótona vocecita—, entonces naturalmente todo volvería a ella según es costumbre legal en el matrimonio. O a cualquier fruto de la unión, naturalmente.
Vimes ni siquiera dijo nada en aquel momento. Se limitó a sentir cómo la boca se le abría de repente y pequeñas áreas de su cerebro se fusionaban entre sí.
—Lady Sybil —dijo el abogado, con sus palabras proviniendo de muy lejos—, si bien ya no es tan joven como antes, goza de una salud realmente magnífica y no hay ninguna razón por la que no deba…
Vimes había pasado el resto de la entrevista funcionando en automático.
Ahora apenas si podía pensar en ello. Cuando lo intentaba, sus pensamientos se apresuraban a alejarse de ese tema. Y, como le ocurría siempre que el mundo se volvía excesivo para él, sus pensamientos echaban a correr en otra dirección.
Vimes abrió el cajón de abajo de su escritorio y contempló la reluciente botella de Magnífico Whisky Abrazodeoso. Vimes no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Por una cosa o por otra, nunca había encontrado el momento de sacarla y tirarla a la basura.
Vuelve a empezar con eso y nunca verás el retiro. Mantente fiel a los puros.
Cerró el cajón, se recostó en su asiento y sacó del bolsillo un puro a medio fumar.
Y de todas maneras, los guardias de ahora quizá ya no eran tan buenos. Política. ¡Ja! Guardias como el viejo Kepple se revolverían en sus tumbas si supieran que la Guardia había aceptado a una muj…
Y el mundo estalló.
La ventana salió despedida hacia dentro, rociando de fragmentos la pared detrás del escritorio de Vimes y haciéndole un corte en una oreja.
Vimes se tiró al suelo y rodó debajo de su escritorio.
¡Bueno, hasta ahí podíamos llegar! Si de Vimes dependía, los alquimistas habían volado su casa gremial por última vez…
Pero cuando miró por encima del alféizar de la ventana vio, al otro lado del río, la columna de humo que se elevaba por encima del Gremio de Asesinos…
El resto de la Guardia vino trotando por la calle Filigrana en el mismo instante en que Vimes llegaba a la entrada del Gremio de Asesinos. Un par de Asesinos vestidos de negro le cortaron el paso, de una manera muy cortés que aun así indicaba claramente que la descortesía era una opción futura. Hubo sonidos de pies que se apresuraban detrás de las puertas.
—¿Ves esta placa? ¿La ves? —quiso saber Vimes.
—Aun así, esto es propiedad del Gremio —dijo el Asesino.
—¡Déjanos entrar, en el nombre de la ley! —aulló Vimes.
El Asesino le sonrió nerviosamente.
—La ley dice que dentro de los muros de cada Gremio prevalece la ley gremial —replicó.
Vimes le miró fijamente. Pero era cierto. Las leyes de la ciudad, tal como eran actualmente, acababan fuera de las casas de los gremios. Los gremios tenían sus propias leyes. El gremio era dueño de…
Se detuvo.
Detrás de él, la guardia interina Angua se agachó y recogió un trozo de vidrio del suelo.
Luego removió los restos con el pie.
Y entonces su mirada se encontró con la de un pequeño chucho que no tenía nada de particular y que la estaba observando muy atentamente desde debajo de un carro. De hecho, decir que aquel chucho no tenía nada de particular era una descripción muy poco acertada. Parecía un montón de halitosis pegado a un hocico húmedo.
—Guau, guau —dijo el perro, con un cierto aire de aburrimiento—. Guau, guau, guau, y grrr, grrr.
El perro trotó hacia la entrada de un callejón. Angua miró en torno a ella, y lo siguió. El resto del destacamento se había detenido alrededor de Vimes, quien estaba muy quieto y no decía nada.
—Tráeme al Maestro de Asesinos —dijo de pronto—. ¡Ahora!
El joven Asesino trató de burlarse.
—¡Ja! Su uniforme no me asusta —dijo.
Vimes bajó la mirada hacia su coraza, llena de abolladuras y su gastada cota de mallas.
—Tienes razón —dijo—. Este uniforme no da ningún miedo. Lo siento. Cabo Zanahoria y guardia interino Detritus, den un paso al frente.
El Asesino fue súbitamente consciente de que algo estaba tapando el sol.
—En cambio, y creo que en eso estarás de acuerdo conmigo —dijo Vimes desde algún lugar detrás del eclipse—, estos uniformes sí que dan miedo.
El Asesino asintió muy despacio. Él no había pedido aquello. Normalmente nunca había ningún guardia enfrente del Gremio de Asesinos. ¿Qué sentido habría tenido eso? En sus ropas negras de corte exquisito, tenía guardados al menos dieciocho artilugios para matar gente, pero estaba empezando a darse cuenta de que el guardia interino Detritus tenía uno al final de cada brazo. Más a mano que él, por así decirlo.
—Yo, ejem, en ese caso y si les parece bien, iré a buscar al Maestro —dijo.
Zanahoria se inclinó hacia abajo.
—Gracias por su cooperación —dijo solemnemente.
Angua miró al perro. El perro la miró a ella.
Acto seguido, el perro se sentó en el suelo y se rascó furiosamente una oreja, y Angua se puso en cuclillas delante de él.
Mirando en torno a ella para asegurarse de que nadie podía verlos, Angua ladró una pregunta.
—No te molestes —dijo el perro.
—¿Puedes hablar?
—Bah. Eso no es algo que requiera mucha inteligencia —dijo el perro—. Y tampoco se necesita tener mucha inteligencia para ver lo que eres.
Angua puso cara de pánico.
—¿Dónde se nota?
—Es el olor, chica. ¿Qué pasa, es que no has aprendido nada? Pues te aseguro que hueles a una legua de distancia. Y yo pensé: Oh-jo-jó, ¿qué está haciendo una de ellos en la Guardia, eh?
Angua agitó frenéticamente un dedo.
—¡Si se lo dices a alguien…!
El perro pareció bastante más apenado de lo normal.
—Nadie me escucharía —dijo.
—¿Porqué no?
—Pues porque todo el mundo sabe que los perros no pueden hablar. Me oyen, ¿sabes?, pero a menos que las cosas se pongan realmente duras, siempre se limitan a creer que están pensando para sí mismos. —El perrito suspiró—. Confía en mí. Sé de qué estoy hablando. He leído libros. Bueno… he masticado libros.
Volvió a rascarse una oreja.
—Me parece que podríamos ayudarnos el uno al otro… —dijo después.
—¿De qué manera?
—Bueno, podrías indicarme por dónde se va a un kilo de bistec. Eso hace auténticas maravillas con mi memoria, el bistec. La deja de lo más limpia.
Angua frunció el ceño.
—A la gente no le gusta nada la palabra «chantaje» —dijo.
—No es la única palabra que no les gusta —dijo el perro—. Tomemos mi caso, por ejemplo. Tengo inteligencia crónica. ¿Le sirve eso de algo a un perro? ¿Pedí tenerla? Pues no, créeme. Da la casualidad de que encontré un sitio cómodo donde pasar mis noches junto al edificio de Magia de Altas Energías en la Universidad. Nadie me dijo nada acerca de toda aquella dichosa magia que se iba filtrando fuera todo el rato y cuando abro los ojos, lo primero que noto es que la cabeza me empieza a sisear como una dosis de sales digestivas, oh-oh, pienso yo, ya estamos otra vez, hola conceptualización abstracta y vamos allá con lo del desarrollo intelectual… ¿De qué demonios me sirve eso a mí? La última vez que ocurrió, terminé salvando el mundo de unos horribles comosellamen llegados de las Dimensiones Mazmorra, ¿y alguien me dio las gracias por ello? ¿Qué Perro Tan Bueno, Dadle Un Hueso? Jua, jua. —Extendió una pata pelada—. Me llamo Gaspode. Algo por el estilo suele ocurrirme una vez a la semana. Aparte de eso, solo soy un perro.
Angua se dio por vencida. Tomó entre sus dedos aquella extremidad comida por las polillas y la estrechó.
—Yo me llamo Angua —dijo—. Ya sabes lo que soy.
—Ya se me ha olvidado —dijo Gaspode.
El capitán Vimes contemplaba los escombros esparcidos por todo el patio desde un agujero en una de las habitaciones de la planta baja. Todas las ventanas que lo rodeaban habían quedado hechas añicos, y había un montón de cristales por el suelo. Eran cristales de espejo. Los asesinos eran notoriamente vanidosos, claro está, pero los espejos estarían en las habitaciones, ¿no? No era normal que hubiese tanto cristal fuera. El cristal se soplaba, no se hacía explotar.
Vio cómo el guardia interino Cuddy se agachaba y cogía un par de poleas unidas a un trozo de cuerda, el cual estaba quemado por un extremo.
Había un rectángulo de cartulina entre los restos.
Los pelos se erizaron en el dorso de la mano de Vimes.
Olió podredumbre en el aire.
Vimes habría sido el primero en admitir que no era un buen policía, pero con toda seguridad no hubiese tenido que hacerlo porque montones de otras personas lo habrían admitido de buena gana por él. Había en él cierto núcleo de terca determinación que ponía muy nerviosa a la gente importante, y cualquiera que ponga nerviosa a la gente importante se convierte automáticamente en un mal policía. Pero había desarrollado ciertos instintos. No podías vivir en las calles de una ciudad durante toda tu vida sin ellos. De la misma manera en que toda la jungla cambia sutilmente ante el acercamiento todavía distante de un cazador, ahora acababa de producirse una alteración en el pulso de la ciudad.
Allí estaba ocurriendo algo, algo malo, y él no conseguía llegar a ver lo que era. Empezó a inclinarse hacia el suelo…
—¿Qué significa esto?
Vimes se incorporó. No se volvió.
—Sargento Colon, quiero que vuelva a la Casa de la Guardia con Nobby y Detritus —dijo—. Cabo Zanahoria y guardia interina Angua, ustedes se quedan conmigo.
—¡Sí, señor! —dijo el sargento Colon, dando un ruidoso taconazo en el suelo y saludando marcialmente para fastidiar a los asesinos. Vimes le devolvió el saludo.
Después se volvió.
—Ah, doctor Cruces —dijo.
El Maestro de Asesinos estaba blanco de ira, lo cual creaba un bonito contraste con el negro extremadísimo de su ropa.
—¡Nadie le ha pedido que viniera! —dijo—. ¿Qué le da el derecho a estar aquí, señor policía, yendo de un lado a otro como si todo este sitio fuera de su propiedad?
Vimes se quedó inmóvil mientras su corazón cantaba de alegría. Saboreó el momento. Le hubiese gustado poder coger aquel momento y guardarlo dentro de un gran libro, para que cuando fuese viejo pudiera volver a sacarlo ocasionalmente de entre sus páginas y recordarlo.
Luego metió la mano debajo de su coraza y sacó la carta del abogado.
—Bueno, si quiere conocer la razón más fundamental —dijo—, es porque realmente pienso que es de mi propiedad.
Un hombre se puede definir por las cosas que odia. Había muchas cosas que el capitán Vimes odiaba. Los asesinos estaban muy cerca del inicio de la lista, justo después de los reyes y los no-muertos.
Aun así, tuvo que admitir que el doctor Cruces se recuperó muy deprisa. Una vez que hubo leído la carta no estalló, protestó o aseguró que era una falsificación. Se limitó a doblarla, se la devolvió a Vimes y dijo, en un tono muy frío:
—Ya veo. El usufructo, al menos.
—Así es. ¿Podría contarme qué es lo que ha estado ocurriendo aquí, por favor?
Vimes era consciente de que otros asesinos estaban entrando en el patio por el agujero en la pared. Todos estaban examinando los escombros con gran atención.
El doctor Cruces titubeó por un instante.
—Fuegos artificiales —dijo.
—Lo que sucedió —dijo Gaspode— fue que alguien puso un dragón metido en una caja justo al lado de la pared que hay dentro del patio, ¿entiendes?, y luego fueron y se escondieron detrás de una de las estatuas y tiraron de un cordel, y un instante después… ¡bum!
—¿Bum?
—Exacto. Entonces nuestro amigo desaparece dentro del agujero durante unos segundos, ¿entiendes?, vuelve a salir de él, trota por el patio y hay asesinos por todas partes y él está entre ellos. Qué demonios. Otro hombre de negro. Nadie se da cuenta, ¿entiendes?
—¿Quieres decir que todavía está ahí dentro?
—¿Cómo voy a saberlo? Capas y capuchas, todo el mundo vestido de negro…
—¿Y cómo es que pudiste llegar a ver todo eso?
—Oh, los miércoles por la noche siempre me paso por el Gremio de Asesinos. Es la noche de la gran parrillada, ¿sabes? —Gaspode suspiró al ver la cara de no entender nada que estaba poniendo Angua—. El miércoles por la noche el cocinero siempre prepara una gran parrillada. La morcilla negra nunca se la come nadie. Así que uno hace una ronda por las cocinas, ¿comprendes?, guau guau, mendigar mendigar, seguro que eres un buen chico, fíjate en ese mamoncete, parece como si entendiera cada palabra que estoy diciendo, vamos a ver qué es lo que tenemos aquí para un perrito bueno…
Por un instante pareció sentirse un poquito avergonzado.
—El orgullo está muy bien, pero una salchicha es una salchicha —dijo.
—¿Fuegos artificiales? —dijo Vimes.
El doctor Cruces parecía un hombre aferrándose a un tronco que flota sobre las aguas de un mar tempestuoso.
—Sí. Fuegos artificiales. Sí, eso. Para celebrar el día del Fundador. Por desgracia, alguien tiró una cerilla encendida que inflamó la caja. —El doctor Cruces sonrió súbitamente—. Mi querido capitán Vimes —dijo, juntando las manos en una rápida palmada—, a pesar de lo mucho que le agradezco su interés, realmente…
—¿Estaban guardados en esa habitación de ahí? —dijo Vimes.
—Sí, pero eso no tiene ninguna importancia…
Vimes fue hacia el agujero en el muro y miró dentro. Un par de Asesinos miraron al doctor Cruces y sus manos fueron distraídamente hacia distintas zonas de sus ropajes. El doctor Cruces sacudió la cabeza. Su cautela quizá hubiese podido tener algo que ver con la manera en que Zanahoria se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero también pudo ser debida a que los Asesinos tenían un cierto código, después de todo. Matar a alguien cuando no te pagaban por ello era algo deshonroso.
—Parece ser alguna clase de… museo —dijo Vimes—. ¿Recuerdos del Gremio de Asesinos, esa clase de cosas?
—Sí, exactamente. Un poco de esto, un poco de aquello. Ya sabe cómo se van acumulando con el paso de los años.
—Oh. Bueno, entonces todo parece estar en orden —dijo Vimes—. Siento haberle molestado, doctor. Y ahora me iré. Espero que mi visita no le haya causado ningún inconveniente.
—¡Por supuesto que no! Me alegro de haber podido tranquilizarlo al respecto.
Se les acompañó con amable firmeza hacia la puerta.
—Deberían limpiar todos esos cristales —dijo el capitán Vimes, volviendo a dirigir la mirada hacia los escombros—. Alguien podría hacerse daño, con todos esos cristales rotos esparcidos por ahí. No me gustaría ver que uno de los suyos se hace daño.
—Nos ocuparemos de ellos ahora mismo, capitán —dijo el doctor Cruces.
—Bien. Bien. Muchas gracias. —El capitán Vimes se detuvo en la entrada, y luego se dio en la frente con la palma de la mano—. Lo siento, discúlpeme, pero estos días tengo la mente como un colador… ¿Qué fue lo que me dijo que habían robado?
Ni un solo músculo o tendón se movió en el rostro del doctor Cruces.
—Yo no he dicho que hubieran robado nada, capitán Vimes.
Vimes lo miró con la boca abierta durante un momento.
—¡Claro! ¡Lo siento! Por supuesto, usted no… Le pido disculpas… Sí, supongo que el trabajo está empezando a poder conmigo. Bueno, pues, en ese caso, me voy.
La puerta se cerró en su cara.
—Muy bien —dijo Vimes.
—Capitán, ¿por qué…? —empezó a decir Zanahoria.
Vimes levantó una mano.
—Bueno, pues entonces ya ha quedado todo aclarado —dijo, hablando en un tono ligeramente más alto de lo necesario—. No hay nada de que preocuparse. Volvamos al Yard. ¿Dónde está la guardia interina Comosellame?
—Aquí, capitán —dijo Angua, saliendo del callejón.
—Escondiéndose, ¿eh? ¿Y qué es eso?
—Guau guau gañido gañido.
—Es un perrito, capitán.
—Oh, cielos.
Los ecos del repiqueteo corroído de la gran Campana de Inhumación resonaban por todo el Gremio de Asesinos. Figuras vestidas de negro acudían corriendo procedentes de todas las direcciones, empujándose unas a otras en su prisa por llegar al patio.
El consejo del Gremio de Asesinos se apresuró a reunirse delante del despacho del doctor Cruces. Su delegado, el señor Downey, llamó vacilantemente a la puerta.
—Adelante.
Los integrantes del consejo entraron.
El despacho de Cruces era la estancia más grande del edificio. Los visitantes siempre encontraban poco apropiado que el Gremio de Asesinos tuviera una sede tan luminosa, aireada y bien diseñada, que se parecía más a las instalaciones de un club de caballeros que a un edificio donde la muerte era planeada regularmente cada día.
Alegres estampas de caza cubrían las paredes, aunque, cuando las mirabas de cerca, veías que las presas no eran ciervos o zorros. También había unos cuantos grabados de grupo —y, más recientemente, las iconografías inventadas todavía no hacía mucho tiempo— del Gremio de Asesinos, hileras de rostros sonrientes encima de cuerpos vestidos de negro y los miembros más jóvenes sentados en el suelo con las piernas cruzadas, uno de ellos haciendo una mueca.[6]
En un extremo de la estancia estaba la gran mesa de caoba a la que se sentaban los ancianos del Gremio de Asesinos durante su sesión semanal. El otro lado de la estancia contenía la biblioteca privada de Cruces, y un pequeño banco de trabajo. Encima del banco había un gabinete del tipo que usaban los boticarios, formado por centenares de cajoncitos. Los nombres en las etiquetas de los cajoncitos estaban escritos en el código de los asesinos, pero los visitantes de fuera del gremio a esas alturas generalmente ya tenían los nervios lo bastante de punta como para no aceptar una copa.
Cuatro columnas de granito negro sostenían el techo. Se había tallado en ellas los nombres de asesinos famosos de la historia. Cruces tenía su escritorio situado entre las cuatro columnas. Ahora estaba de pie detrás de él, con su expresión casi tan impenetrable como la madera del escritorio.
—Quiero que se pase lista —dijo con brusquedad—. ¿Ha salido alguien del recinto gremial?
—No, señor.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Los guardias de los tejados de la calle Filigrana dicen que nadie entró o salió, señor.
—¿Y quién les está vigilando a ellos?
—Se están vigilando los unos a los otros, señor.
—Muy bien. Escúcheme con atención. Quiero que limpien todo este desorden. Si alguien necesita salir del edificio, quiero que todo el mundo sea sometido a vigilancia. Y después el recinto entero será registrado de arriba abajo, ¿comprende?
—¿En busca de qué, doctor? —preguntó un catedrático de primero de venenos.
—De… cualquier cosa que esté escondida. Si encuentran algo y no saben qué es, llamen inmediatamente a un miembro del consejo. Y no lo toquen.
—Pero, doctor, hay toda clase de cosas escondidas…
—Esta será diferente, ¿comprende?
—No, señor.
—Bien. Y nadie tiene que hablarle de esto a la dichosa Guardia. Tú, muchacho… tráeme mi sombrero. —El doctor Cruces suspiró—. Supongo que tendré que ir a contárselo al patricio.
—Qué se le va a hacer, señor.
El capitán no dijo nada hasta que estuvieron cruzando el Puente de Latón.
—Bueno, cabo Zanahoria —dijo entonces—, ya sabe que siempre le he dicho que la observación es muy importante.
—Sí, capitán. Siempre he prestado mucha atención a sus observaciones acerca del tema.
—Bien, ¿y qué fue lo que observó usted?
—Alguien rompió un espejo. Todo el mundo sabe que a los Asesinos les gustan mucho los espejos. Pero si aquello era un museo, ¿por qué había un espejo allí?
—¿Por favor, señor?
—¿Quién ha dicho eso ?
—Aquí abajo, señor. El guardia interino Cuddy.
—Oh, sí. ¿Sí?
—Yo entiendo un poco de fuegos artificiales, señor. Hay un cierto olor que siempre se produce después de los fuegos artificiales. Y no lo olí, señor. Olí otra cosa.
—Bien… olido, Cuddy.
—Y había trozos de cuerda quemada y poleas.
—Yo olí a dragón —dijo Vimes.
—¿Está seguro, capitán?
—Confíe en mí.
Vimes torció el gesto. Si pasabas aunque solo fuese unos momentos en compañía de lady Ramkin, no tardabas en descubrir a qué olían los dragones. Si algo te pone la cabeza en el regazo mientras estás cenando, tú no dices nada y te limitas a ir pasándole trocitos de comida mientras te aferras a la esperanza de que no le dará hipo.
—En esa habitación había una vitrina de cristal —dijo—. La rompieron para abrirla. ¡Ja! Alguien robó algo. Había un trozo de tarjeta entre el polvo, pero alguien tuvo que recogerla mientras el viejo Cruces estaba hablando conmigo. Daría cien dólares por saber lo que ponía en esa tarjeta.
—¿Por qué, capitán? —dijo el cabo Zanahoria.
—Porque ese bastardo de Cruces no quería que lo supiese.
—Sé qué es lo que podría haber abierto ese agujero —dijo Angua.
—¿El qué?
—Un dragón al estallar.
Siguieron andando en un perplejo silencio.
—Eso podría haberlo hecho, señor —dijo Zanahoria lealmente—. Esos pequeños demonios son capaces de estallar en cuanto oyen que a alguien se le cae un casco.
—Un dragón —murmuró Vimes—. ¿Qué le hace pensar que fue un dragón, guardia interina Angua?
Angua titubeó. «Un perro me lo dijo», pensó, no era el tipo de respuesta que podía hacer progresar su carrera dentro del cuerpo policial tal como estaban las cosas.
—¿Intuición femenina? —sugirió.
—Y supongo que no se atrevería a hacer ninguna conjetura intuitiva acerca de qué fue robado, ¿verdad? —dijo Vimes.
Angua se encogió de hombros. Zanahoria se fijó en la manera tan interesante en que se le movía el pecho al hacerlo.
—¿Algo que los asesinos querían tener guardado allí donde pudieran mirarlo? —dijo Angua.
—Oh, sí —dijo Vimes—. Y supongo que lo próximo que me dirá será que este perro lo vio todo, ¿verdad?
—¿Guau?
Edward de M’uerthe corrió las cortinas, le echó el pestillo a la puerta y se apoyó en ella. ¡Había sido muy fácil!
Había dejado el paquete encima de la mesa. Era delgado, y tendría cosa de un metro y veinte de largo.
Lo desenvolvió con mucho cuidado, y… allí… estaba.
Se parecía mucho al dibujo. Muy típico de aquel hombre: una página entera llena de meticulosos dibujos de ballestas, y aquello en el margen, como si apenas importara.
¡Era tan simple! ¿Por qué esconderlo? Probablemente porque la gente le tenía miedo. La gente siempre le tenía miedo al poder. Hacía que se pusieran nerviosos.
Edward lo cogió, lo sostuvo durante un rato, y descubrió que parecía adaptarse muy cómodamente a su brazo y su hombro.
Eres mío.
Y ese, más o menos, fue el fin de Edward de M’uerthe. Algo todavía continuó existiendo durante un tiempo, pero lo que era, y cómo pensaba, ya no eran enteramente humanos.
Casi era mediodía. El sargento Colon había llevado a los nuevos reclutas a los topes de arquería en la calle Topes.
Vimes fue de patrulla con Zanahoria.
Sentía que algo estaba a punto de derramarse con un súbito hervor dentro de él. Algo estaba rozando las puntas de sus instintos corroídos pero todavía bastante activos, tratando de atraer su atención. Vimes necesitaba moverse, y Zanahoria tuvo que sudar bastante para que no le dejara atrás.
Había asesinos en prácticas en las calles que discurrían alrededor del recinto gremial, todavía muy ocupados barriendo escombros.
—Asesinos a la luz del día —gruñó Vimes—. Me asombra que no se conviertan en polvo.
—Eso les pasa a los vampiros, señor —dijo Zanahoria.
—¡Ja! ¡Tienes razón! ¡Asesinos, ladrones con licencia y putos vampiros! ¿Sabes, muchacho?, hubo un tiempo en el que esta era una gran ciudad.
Sin darse cuenta de lo que hacían, los dos empezaron a andar al mismo paso… a proceder.
—¿Se refiere a cuando teníamos reyes, señor?
—¿Reyes? ¿Reyes, dices? ¡Demonios, no!
Un par de asesinos se volvieron a mirarle con sorpresa.
—Te diré una cosa —dijo Vimes—. Un monarca es un gobernante absoluto, ¿no? El mandamás…
—A menos que sea una reina —dijo Zanahoria.
Vimes lo fulminó con la mirada, y luego asintió.
—De acuerdo, o la mandamasina.
—No, ese término únicamente se le podría aplicar si se tratara de una mujer joven. Las reinas siempre tienden a tener bastantes más años. Tendría que ser una… ¿una mandamasarina? No, eso es para las princesas que son muy jóvenes. No. Mmm. Una mandamasa, creo yo.
Vimes se detuvo. Hay algo en el aire de esta ciudad, pensó. Si el Creador hubiera dicho «Hágase la luz» en Ankh-Morpork, no hubiese llegado más allá de eso porque todo el mundo habría empezado a preguntar: «¿De qué color?».
—El gobernante supremo, de acuerdo —dijo, volviendo a ponerse en movimiento.
—De acuerdo.
—Pero eso no está bien, ¿comprendes? Me refiero a que haya un hombre que tenga poder sobre la vida y la muerte.
—Pero si es un buen hombre… —empezó a decir Zanahoria.
—¿Qué? ¿Qué? De acuerdo, de acuerdo. Vamos a suponer que es un buen hombre. Pero el que actúa como su mano derecha… ¿él también es un buen hombre? Ya puedes esperar que lo sea. Porque él también es el gobernante supremo, en nombre del rey. Y el resto de la corte… tienen que ser hombres buenos. Porque con que solo uno de ellos sea un hombre malo, el resultado será soborno y prebendas.
—El patricio es un gobernante supremo —observó Zanahoria. Luego saludó con una inclinación de cabeza a un troll que pasaba por allí—. Buenos días, señor Carbúnculo.
—Pero no lleva una corona ni se sienta en un trono, y no te dice que es justo que él deba gobernar —dijo Vimes—. Odio a ese bastardo. Pero es honesto. Sí, Vetinari es tan honesto como un sacacorchos.
—Aun así, si el rey fuera un buen hombre…
—¿Sí? ¿Y entonces qué? La realeza le ensucia la mente a las personas, muchacho. Los hombres honestos empiezan a inclinarse y a hacer reverencias por el mero hecho de que el abuelo de alguien fue un bastardo asesino más grande que el de ellos. ¡Escúchame bien! ¡Probablemente hubo un tiempo en el que tuvimos buenos reyes! ¡Pero los reyes engendran otros reyes! ¡Y al final la sangre siempre impone su ley, y terminas teniendo una pandilla de bastardos arrogantes y asesinos! ¡Que le cortan la cabeza a una reina y luchan con sus primos cada cinco minutos! ¡Y tuvimos siglos enteros de eso! ¡Y entonces un día un hombre dijo «No más reyes», y nos levantamos en armas y luchamos contra los putos nobles y sacamos a rastras al rey de su trono, y lo llevamos a rastras hasta la plaza Sator y le cortamos la maldita cabeza! ¡Un trabajo bien hecho, créeme!
—Uf —dijo Zanahoria—. ¿Quién era?
—¿Quién?
—El hombre que dijo «No Más Reyes».
La gente les estaba mirando. El rostro de Vimes pasó del rojo de la ira al rojo de la vergüenza. Aun así, había muy poca diferencia en la tonalidad.
—Oh… Era comandante de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork en aquellos tiempos —farfulló—. Le llamaban el Viejo Cara de Piedra.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Zanahoria.
—El, ejem, no aparece mucho en los libros de historia —dijo Vimes—. A veces tiene que haber una guerra civil, y a veces, después, es mejor fingir que algo no ocurrió. A veces las personas tienen que hacer un trabajo, y luego tienen que ser olvidadas. Él empuñó el hacha, ¿sabes? Nadie más estaba dispuesto a hacerlo. Después de todo, se trataba del cuello de un rey. Los reyes son —escupió la palabra— especiales. Incluso después de que se les vieran las… habitaciones privadas, y limpiaran los… trocitos. Incluso entonces. Nadie estaba dispuesto a limpiar el mundo. Pero él cogió el hacha y los maldijo a todos y lo hizo.
—¿De qué rey se trataba? —dijo Zanahoria.
—Lorenzo el Bueno —dijo Vimes, distantemente.
—He visto su retrato en el museo del palacio —dijo Zanahoria—. Un anciano gordo. Rodeado por montones de niños.
—Oh, sí —dijo Vimes, hablando muy despacio y con mucho cuidado—. A Lorenzo el Bueno le gustaban mucho los niños.
Zanahoria saludó con la mano a un par de enanos.
—No sabía nada de eso —dijo—. Pensé que solo había sido alguna rebelión malvada o algo por el estilo.
Vimes se encogió de hombros.
—Está en los libros de historia, si sabes dónde buscar.
—¿Y ese fue el fin de los reyes de Ankh-Morpork?
—Oh, creo que un hijo sobrevivió. Y unos cuantos parientes que estaban locos también sobrevivieron. Se les desterró. Se supone que eso es un destino terrible, para la realeza. No veo por qué, francamente.
—Yo sí que puedo verlo. Y a usted le gusta mucho la ciudad, señor.
—Bueno, sí. Pero si tuviera que elegir entre el destierro o que me cortaran la cabeza, lo único que te pediría sería que me ayudaras a bajar con esta maleta. No, estamos mejor habiéndonos librado de los reyes. Pero lo que quiero decir es que… la ciudad solía funcionar.
—Todavía lo hace —dijo Zanahoria.
Pasaron por delante del Gremio de Asesinos y llegaron a los imponentes muros del Gremio de Bufones, que ocupaba la otra esquina del bloque.
—No, se limita a seguir en marcha —dijo Vimes—. Quiero decir, mira ahí arriba.
Zanahoria alzó obedientemente la mirada.
En el cruce de la Vía Ancha con Alquimistas había un edificio familiar. La fachada estaba suntuosamente adornada, pero se hallaba cubierta de mugre. Las gárgolas la habían colonizado.
El lema corroído que había encima del pórtico rezaba: NI LA NIEVE NI LA LLUVIA NI LA TENEBORSA NOCHE PUEDEN APARTAR A ESTOS MENSAGEROS DE SU DEVER, y en días más espaciosos muy bien pudo ser ese el caso, pero recientemente alguien había encontrado necesario clavar un apéndice en el que ponía:
NO NOS PRESGUNTES ACERCA DE:
rocas
trolls con palos
Toda clase de dragones
La señora Cake
Henormes cosas verdes con dientes
Cualquier clases de perros negros con cejas anaranjadas
Lluvias de mastines
niebla.
La señora Cake
—Oh —dijo—. El Correo Real.
—La Oficina de Correos —lo corrigió Vimes—. Mi abuelo decía que hubo un tiempo en el que podías echar una carta allí y llegaba a su destino antes de un mes, sin falta. No tenías que dársela a un enano que pasaba por ahí y esperar que el pequeño mamón no se la vaya a comer antes de…
Su voz se fue perdiendo en el silencio.
—Uh. Lo siento. Lo he dicho sin ánimo de ofender.
—No me ha ofendido —dijo Zanahoria alegremente.
—No es que tenga nada en contra de los enanos, que conste. Yo siempre he dicho que tendrías que buscar mucho antes de encontrar una, una pandilla de gente más respetuosa con la ley, más trabajadora y más conocedora de su oficio que esos…
—¿… pequeños mamones?
—Sí. ¡No!
Continuaron andando.
—Esa señora Cake es una mujer muy decidida, ¿eh? —dijo Zanahoria.
—No lo sabes tú bien —dijo Vimes.
Algo crujió bajo la enorme sandalia de Zanahoria.
—Más cristales —dijo—. Los trozos han llegado realmente lejos.
—¡Dragones que estallan! Menuda imaginación tiene esa chica.
—Guau, guau —dijo una voz detrás de ellos.
—Ese maldito perro nos ha estado siguiendo —dijo Vimes.
—Le está ladrando a algo en la pared —dijo Zanahoria.
Gaspode los contempló sin inmutarse.
—Guau, guau, maldito gañido gañido —dijo—. ¿Es que estáis ciegos o qué?
Era cierto que las personas normales no podían oír hablar a Gaspode, porque el caso es que los perros no hablan. Es un hecho sobradamente conocido. Es sobradamente conocido al nivel orgánico, al igual que ocurre con muchos otros hechos sobradamente conocidos que invalidan las observaciones de los sentidos. Esto es así porque si las personas fueran por ahí dándose cuenta de todo lo que estaba ocurriendo continuamente, nadie llegaría a terminar nada de lo que había empezado.[7] Además, la inmensa mayoría de los perros no hablan. Aquellos que lo hacen son un mero error estadístico, y por lo tanto pueden ser ignorados.
No obstante, Gaspode había descubierto que se le tendía a escuchar a un nivel subconsciente. Sin ir más lejos, el día anterior alguien lo había mandado a la cuneta de una patada sin darse cuenta, y luego había dado unos cuantos pasos antes de que pensara súbitamente: «Soy un hijo de puta de mucho cuidado».
—Hay algo ahí arriba —dijo Zanahoria—. Mire… algo azul, colgando de esa gárgola.
—¿Guau, guau, guau! ¿Os lo podéis creer?
Vimes se subió a los hombros de Zanahoria y fue subiendo la mano por la pared, pero la pequeña tira azul siguió estando fuera de su alcance.
La gárgola volvió un ojo de piedra hacia ellos.
—¿Te importa? —dijo Vimes—. Está colgando de tu oreja…
Con un rechinar de piedra sobre piedra, la gárgola elevó una mano hacia arriba y se desprendió el material.
—Gracias.
—’A ’ido ’n ’acer.
Vimes volvió a bajar al suelo.
—Le gustan las gárgolas, ¿verdad, capitán? —dijo Zanahoria mientras se iban.
—Pues sí. Puede que solo sean una especie de trolls, pero no se relacionan con el resto del mundo, rara vez llegan a ir por debajo del primer piso, y no cometen crímenes que lleguen a descubrirse nunca. Sí, las gárgolas son justo mi tipo de gente.
Desdobló la tira.
Era un collar para animales o, al menos, lo que quedaba de un collar para animales. Estaba quemado en ambos extremos y la palabra «Regordete» era apenas legible a través del tizne.
—¡Los muy malvados! —dijo Vimes—. ¡Realmente hicieron estallar un dragón!
El hombre más peligroso del mundo debería ser presentado.
En toda su vida nunca le ha hecho daño a ningún ser vivo. Ha diseccionado a unos cuantos, pero solo después de que estuvieran muertos,[8] y se ha asombrado ante lo bien hechos que estaban teniendo en cuenta que el trabajo había sido llevado a cabo por mano de obra no especializada. El hombre más peligroso del mundo llevaba varios años sin salir de una habitación muy grande y bien ventilada, pero aquello no suponía ningún problema para él porque en cualquier caso siempre pasaba la mayor parte del tiempo dentro de su propia cabeza. Existe un cierto tipo de persona a la cual resulta muy difícil encarcelar.
No obstante, había llegado a la conclusión de que una hora de ejercicio al día era esencial para tener un apetito sano y unos movimientos intestinales apropiados, y en aquel momento se encontraba sentado encima de una máquina de su propia invención.
La máquina consistía en un sillín situado encima de un par de pedales que hacían girar, mediante una cadena, una gran rueda de madera que quedaba mantenida encima del suelo por un soporte metálico. Otra rueda de madera que giraba libremente estaba colocada delante del sillín y podía accionarse mediante un dispositivo de timón. El hombre más peligroso del mundo había adaptado la rueda adicional y el timón de tal manera que podía llevar rodando todo el artefacto hasta la pared cuando había terminado de hacer ejercicio, y, además, eso otorgaba una agradable simetría a toda la estructura.
La llamaba «la-máquina-de-hacer-girar-la-rueda-con-pedales-y-otra-rueda».
Lord Vetinari también estaba trabajando.
Normalmente, se encontraba en el Despacho Oblongo o sentado en su sencilla silla de madera al pie de los escalones en el palacio de Ankh-Morpork. Al final del tramo de escalones había un suntuoso trono, cubierto de polvo. Era el trono de Ankh-Morpork, y estaba hecho nada menos que de oro. A Vetinari nunca se le había pasado por la cabeza sentarse en él.
Pero hacía un día precioso, así que estaba trabajando en el jardín.
Quienes visitaban Ankh-Morpork solían sorprenderse al descubrir que había unos cuantos jardines muy interesantes anexos al palacio del patricio.
El patricio no era la clase de persona dada a los jardines. Pero algunos de sus predecesores sí que lo habían sido, y lord Vetinari nunca cambiaba o destruía nada si no existía una razón lógica para hacerlo. Mantenía el pequeño zoo, y el establo de caballos de carreras, e incluso reconocía que los jardines eran de un extremado interés histórico porque obviamente ese era el caso.
Los había diseñado Jodido Estúpido Johnson.
Muchos grandes jardineros de exteriores han pasado a la historia y se les ha recordado muy bien por los magníficos parques y jardines que diseñaron con un poder y una previsión casi divinos. No se lo pensaron dos veces antes de hacer lagos, desplazar colinas y plantar bosques para permitir de esa manera que las generaciones futuras pudieran apreciar la sublime belleza de la Naturaleza salvaje transformada por el Hombre. Ha habido hombres como Capacidad Brown, Sagacidad Smith, Intuición de Veré TobogándeSangre…
En Ankh-Morpork estuvo Jodido Estúpido Johnson.
Jodido Estúpido «Ahora Puede Que No Parezca Gran Cosa Pero Vuelva Usted Dentro de Quinientos Años» Johnson. Jodido Estúpido «Mire, Cuando Yo Los Dibujé Los Planos Estaban Del Derecho» Johnson. Jodido Estúpido Johnson, quien hizo amontonar dos mil toneladas de tierra en un promontorio artificial delante de la mansión de Quirm porque «A mí me haría enloquecer pasarme el día entero viendo un montón de árboles y montañas, ¿y a usted?».
Los terrenos del palacio de Ankh-Morpork estaban considerados como el punto álgido, si es que se lo podía llamar así, de la carrera de Johnson. Por ejemplo, contenían el lago ornamental de truchas de ciento cincuenta metros de longitud, y, debido a uno de esos insignificantes errores de notación que llegaron a caracterizar todos los diseños de Jodido Estúpido, tres centímetros de anchura. El lago era el hogar de una trucha, la cual se encontraba muy a gusto allí con tal de que no intentara dar la vuelta, y durante un tiempo contuvo una suntuosa fuente que cuando se puso en funcionamiento por primera vez, no hizo nada aparte de gemir ominosamente durante cinco minutos para luego disparar hacia lo alto un pequeño querubín de piedra que se elevó trescientos metros en el aire.
Contenía el jo-jó, que era como un ja-já solo que más profundo. Un ja-já es una zanja y un muro disimulados concebidos para permitir que los propietarios del terreno puedan contemplar inmensos paisajes sin que el ganado y esos dichosos pobres que resultan tan molestos siempre se estén paseando por en medio de las extensiones de hierba. Bajo el lápiz errabundo de Jodido Estúpido, la zanja se excavó hasta adquirir quince metros de profundidad, y ya se había cobrado a tres jardineros.
El laberinto era tan pequeño que la gente se perdía buscándolo.
Pero en cierto modo al patricio casi le gustaban los jardines, a su manera callada y peculiar. Lord Vetinari tenía ciertas opiniones acerca de la mayor parte de la humanidad, y los jardines hacían que se sintiera plenamente justificado en ellas.
Había montones de papeles apilados encima del césped alrededor de la silla. Varios secretarios se encargaban de renovarlos o se los iban llevando periódicamente. Los secretarios eran de distintos tipos. Al palacio afluían todas las clases y los tipos posibles de información, pero solo había un sitio en el cual llegaran a juntarse todos, del mismo modo que las distintas hebras terminan llegando a unirse en el centro de una tela de araña.
Muchos gobernantes, buenos y malos y muy a menudo muertos, saben qué es lo que ha ocurrido; un reducido número de ellos consigue llegar a ingeniárselas, mediante un gran esfuerzo, para saber qué es lo que está ocurriendo. Lord Vetinari consideraba que ambos tipos de gobernantes tenían una lamentable carencia de ambición.
—Sí, doctor Cruces —dijo sin levantar la vista.
¿Cómo demonios lo hace?, se preguntó Cruces. Sé que no he hecho ningún ruido…
—Ah, Havelock… —empezó a decir.
—¿Tiene algo que decirme, doctor?
—Se ha… extraviado.
—Sí. Y sin duda ahora ustedes lo están buscando ansiosamente. Muy bien. Que tenga un buen día.
El patricio no había movido la cabeza durante todo ese tiempo. Ni siquiera se había molestado en preguntar qué era exactamente lo que estaban buscando. Lo sabe muy bien, pensó Cruces. ¿Cómo es que nunca puedes decirle nada que él ya no sepa?
Lord Vetinari dejó un papel encima de uno de los montones, y cogió otro.
—Sigue usted aquí, doctor Cruces.
—Milord, puedo asegurarle que…
—Estoy seguro de que puede hacerlo. Oh, sí, estoy seguro de ello. No obstante, hay una pregunta que me intriga.
—¿Milord?
—¿Por qué se encontraba todavía en la sede de su gremio para que lo pudieran robar? Se me dio a entender que había sido destruido. Estoy completamente seguro de que di órdenes al respecto.
Aquella era la pregunta que el Asesino había estado esperando que no se le formulara. Pero el patricio era muy bueno en ese juego.
—Ejem. Nosotros… es decir, mi predecesor… pensó que debería servir como una advertencia y un ejemplo.
El patricio levantó la vista de los papeles y sonrió alegremente.
—¡Magnífico! —dijo—. Yo siempre he creído mucho en la efectividad de los ejemplos. Por eso estoy seguro de que podrá solucionar este pequeño problema con el mínimo de inconvenientes para todos.
—Ciertamente, milord —dijo el Asesino con expresión sombría—. Pero…
El mediodía empezó.
En Ankh-Morpork el mediodía siempre era algo que requería un cierto tiempo, dado que las doce se establecían por consenso. Por lo general, la primera campana en sonar era la del Gremio de Maestros, en respuesta a las plegarias universales de sus miembros. Luego el reloj de agua del Templo de los Dioses Menores hacía sonar el gran gong de bronce. La campana negra del Templo del Destino sonaba una vez, inesperadamente, pero a esas alturas el carillón de plata accionado a pedales del Gremio de Bufones ya estaría tintineando, los gongs, campanas y timbres de todos los gremios y templos ya estarían en pleno apogeo, y era imposible distinguir unos de otros, salvo por la mágica campana de octirón sin badajo del Viejo Tom en la torre del reloj de la Universidad Invisible, cuyos doce silencios medidos se imponían temporalmente al estruendo.
Y por último, varios compases detrás de todas las demás, sonaba la campana del Gremio de Asesinos, que siempre llegaba la última.
El reloj de sol ornamental sonó doce veces junto al patricio y luego se desplomó.
—¿Estaba diciendo…? —dijo el patricio apaciblemente.
—El capitán Vimes se está interesando por el asunto —dijo el doctor Cruces.
—Cielos. Pero eso es su trabajo.
—¿De veras? ¡He de exigir que le diga que deje de ocuparse de él!
Las palabras crearon ecos que resonaron por el jardín. Varias palomas emprendieron el vuelo.
—¿Exigir? —dijo el patricio con dulzura.
El doctor Cruces se echó atrás y buscó desesperadamente alguna clase de relleno verbal.
—Después de todo es un sirviente —dijo—. No veo por qué razón se le debería permitir involucrarse en asuntos que no le conciernen.
—Pues yo creo que él piensa que es un sirviente de la ley —dijo el patricio.
—¡Es un entrometido insolente y pagado de sí mismo!
—Cielos, cielos. Se lo está tomando usted demasiado a pecho para mi gusto. Pero dado que lo exige, llamaré al orden a Vimes sin más dilación.
—Gracias.
—No hay de qué. Y ahora, no le entretengo más.
El doctor Cruces se alejó en la dirección señalada por el gesto distraído del patricio.
Lord Vetinari volvió a inclinarse encima de sus papeles, y ni siquiera levantó la vista cuando se oyó resonar un grito ahogado en la lejanía. Lo que hizo fue bajar la mano hacia el suelo y hacer sonar una campanilla de plata.
Un secretario vino corriendo.
—Ve a traer la escalera, ¿quieres, Drumknott? —dijo el patricio—. El doctor Cruces parece haberse caído dentro del jo-jó.
La puerta trasera del taller del enano Bjorn Martillogrande se libró del pestillo y se abrió con un crujido. Se acercó para ver si había alguien allí, y se estremeció.
Cerró la puerta.
—Parece que ha empezado a soplar una brisa un poco fresca —le dijo al otro ocupante de la habitación—. Aun así, no nos iría nada mal que refrescara.
El techo del taller quedaba a un metro y medio escaso por encima del suelo. Aquello era altura más que suficiente para un enano.
AY, dijo una voz que nadie oyó.
Martillogrande contempló la cosa sujeta en el torno, y cogió un destornillador.
AY.
—Asombroso —dijo—. Creo que cuando este tubo baja por el cañón obliga a las, ejem, seis cámaras a deslizarse hacia un lado, presentando así una cámara nueva al, ejem, agujero de disparo. Eso parece bastante claro. El resorte… aquí, se ha oxidado. Puedo reemplazarlo fácilmente. ¿Sabes? —dijo, levantando la vista—, este artilugio es pero que muy interesante. Con todas esas sustancias químicas dentro de los tubos y todo lo demás, quiero decir. Qué idea tan simple. ¿Era de algún payaso? ¿Alguna clase de artilugio automático para dar golpes, quizá?
Rebuscó dentro de un cubo lleno de recortes metálicos hasta encontrar un trozo de acero, y luego seleccionó una lima.
—Luego me gustaría hacer unos cuantos esbozos —dijo.
Unos treinta segundos después hubo un suave chasquido y una nube de humo.
Bjorn Martillogrande se levantó del suelo, sacudiendo la cabeza.
—¡Bueno, ha habido suerte! —dijo—. Esto podría haber provocado un accidente muy feo.
Intentó disipar parte del humo agitando la mano, y luego se dispuso a volver a coger la lima.
La mano pasó a través de ella.
EJEM.
Bjorn volvió a intentarlo.
La lima se había vuelto tan insustancial como el humo.
—¿Qué?
EJEM.
El propietario de aquel extraño artilugio estaba contemplando con horror algo que había en el suelo. Bjorn siguió la dirección de su mirada.
—Oh —dijo.
La comprensión, que había estado flotando en el límite de la consciencia de Bjorn, finalmente consiguió hacerse presente. Eso era lo bueno que tenía la muerte. Cuando te ocurría a ti, siempre eras de los primeros en enterarse.
Su visitante cogió el artilugio de encima del banco y lo guardó dentro de una bolsa de tela. Luego miró frenéticamente en torno a él, levantó del suelo el cadáver del señor Martillogrande y se lo llevó por la puerta en dirección al río.
Hubo un chapoteo distante, o lo más parecido a un chapoteo que podías llegar a obtener del Ankh.
—Oh, cielos —dijo Bjorn—. Y además no sé nadar.
ESO NO SUPONDRÁ NINGÚN PROBLEMA, NATURALMENTE.
Bjorn la miró.
—Eres mucho más bajo de lo que me había imaginado que serías —dijo.
ESO SE DEBE A QUE ESTOY DE RODILLAS, SEÑOR MARTILLO GRANDE.
—¡Esa maldita cosa me mató!
SÍ.
—Es la primera vez que me ocurre algo semejante.
Y A CUALQUIERA. PERO SOSPECHO QUE NO SERÁ LA ÚLTIMA VEZ QUE OCURRA POR AQUÍ.
La Muerte se incorporó. Hubo un chasquido de rótulas. Ahora su cráneo ya no daba con el techo. Ya no había un techo. La habitación se había desvanecido suavemente.
Había tales cosas como los dioses enanos. Los enanos no eran una especie religiosa por naturaleza, pero en un mundo donde los maderos que sostenían las galerías de una mina podían partirse sin advertencia previa y las bolsas de gas podían estallar súbitamente, los enanos enseguida se habían percatado de que necesitaban tener dioses como una especie de equivalente sobrenatural al casco de seguridad. Además, cuando te dabas en el pulgar con un martillo de cuatro kilos siempre resultaba agradable poder blasfemar. Hay que ser un tipo de ateo muy especial y tener mucha voluntad para dar saltos con una mano metida debajo del otro sobaco mientras gritas «¡Oh, dichosas fluctuaciones-aleatorias-en-el-continuo-espacio-temporal!», o «¡Aaargh, condenado concepto-primitivo-y-pasado-de-moda-sin-ninguna-base-lógica!».
Bjorn no perdió el tiempo haciendo preguntas. Hay un montón de cosas que pasan a volverse bastante apremiantes en cuanto estás muerto.
—Creo en la reencarnación —dijo.
LO SÉ.
—Traté de llevar una buena vida. ¿Eso ayuda en algo?
ESO YA NO DEPENDE DE MÍ. LA MUERTE TOSIÓ. NATURALMENTE… Y DADO QUE CREES EN LA REENCARNACIÓN, BJORN… TU BJORNADA VOLVERÁ A EMPEZAR.
Esperó.
—Sí. Ah. Bueno, eso está bien —dijo Bjorn. Los enanos son conocidos por su sentido del humor, en cierta manera. La gente los señala con el dedo y dice: «Esos diablillos no tienen ningún sentido del humor».
HUM. ¿HABÍA ALGO DIVERTIDO EN LA AFIRMACIÓN QUE ACABO DE HACER?
—Uh. No. No… Me parece que no.
ERA UN PEQUEÑO CHISTE, O UN JUEGO DE PALABRAS. BJORN, TU BJORNADA VOLVERÁ A EMPEZAR.
—¿Sí?
¿LO HAS PILLADO?
—No puedo decir que lo haya hecho, no.
OH.
—Lo siento.
ME HAN DICHO QUE DEBERÍA TRATAR DE CONSEGUIR QUE ESTE MOMENTO RESULTARA UN POCO MÁS AGRADABLE.
—Mi bjornada volverá a empezar.
SÍ.
—Pensaré en ello.
GRACIAS.
—Bueno —dijo el sargento Colon—, esto, hombres, es vuestra porra, también nomenclaturada como vuestro palo nocturno o bastón del cargo.
Hizo una pausa mientras intentaba recordar sus días del ejército, y de pronto sonrió.
—¡Cuidaréis de él! —gritó—. Comeréis con él, dormiréis con él, y…
—Disculpe.
—¿Quién ha dicho eso?
—Aquí abajo. Soy yo, el guardia interino Cuddy.
—¿Sí, peregrino?
—¿Cómo hacemos para comer con él, sargento?
La braveza del sargento Colon se quedó sin cuerda y dejó de funcionar. Estaba empezando a recelar un poco del guardia interino Cuddy. Sospechaba que el guardia interino Cuddy era la clase de persona que siempre está creando problemas.
—¿Qué?
—Bueno, ¿lo usamos como si fuera un cuchillo o como si fuera un tenedor, o lo cortamos por la mitad para hacerlo palillos o qué?
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
—¿Disculpe, sargento?
—¿Y ahora qué pasa, guardia interina Angua?
—¿Exactamente cómo dormimos con él, sargento?
—Bueno, yo… Lo que quería decir era que… ¡Cabo Nobbs, deje de reírse ahora mismo!
Colon se puso bien la coraza y decidió atacar en una nueva dirección.
—Bueno, lo que tenemos aquí es un muñeco, momiecita o egifie —dijo, señalando una forma vagamente humanoide hecha de cuero y rellena de paja que estaba colocada encima de un poste—, conocida con el apodo de Arthur, adiestramiento en el uso de las armas, para el uso de dichas. Dé un paso al frente, guardia interina Angua. Dígame, guardia interina, ¿cree usted que podría matar a un hombre?
—Pues no sé… esta porra no parece gran cosa.
Hubo una pausa mientras levantaban del suelo al cabo Nobbs y le daban palmaditas en la espalda hasta que se hubo calmado.
—Muy bien —dijo el sargento Colon—, y ahora lo que debéis hacer es empuñar vuestra porra así, y a la orden de uno, proceder con rapidez hacia Arthur y a la orden de dos, darle bien dado en el coco. Uno… dos…
La porra rebotó en el casco de Arthur.
—Muy bien, solo has hecho una cosa mal. ¿Alguien quiere decirme qué ha sido?
Todos negaron con la cabeza.
—Desde atrás —dijo el sargento Colon—. Se les golpea desde atrás. No hay por qué correr el riesgo de tener problemas, ¿verdad? Ahora inténtelo usted, guardia interino Cuddy.
—Pero mi sargento…
—Hágalo.
Miraron.
—Quizá podríamos traerle una silla —dijo Angua, después de quince segundos muy embarazosos.
Detritus soltó una risita.
—Él demasiado pequeño para ser guardia —dijo.
El guardia interino Cuddy dejó de dar botes.
—Lo siento, sargento —dijo—, pero es que los enanos no lo hacemos de esta manera, ¿sabe?
—Pues así es como lo hacen los guardias —dijo el sargento Colon—. Muy bien, guardia interino Detritus… no salude… haga un intento.
Detritus sostuvo la porra entre lo que técnicamente tenía que llamarse pulgar e índice, y la descargó sobre el casco de Arthur. Luego contempló con expresión pensativa el muñón de porra que le quedaba. Acto seguido cerró lo que a falta de otra palabra mejor había que llamar puño, y aporreó una y otra vez lo que por unos instantes fue la cabeza de Arthur hasta que un metro entero de poste hubo quedado hundido en el suelo.
—Ahora el enano, él puede probar suerte —dijo.
Hubo otros cinco segundos muy embarazosos. El sargento Colon se aclaró la garganta.
—Bueno, sí, me parece que podemos considerarlo completamente arrestado —dijo—. Tome nota, cabo Nobbs. Al guardia interino Detritus… ¡no salude!… se le deduce un dólar de la paga por la pérdida de una porra. Y además se supone que luego tienes que poder hacerles preguntas.
Contempló los restos de Arthur.
—Bueno, creo que es un buen momento para hacer una demostración de los secretos de la arquería —dijo.
Lady Sybil Ramkin estaba contemplando la patética tira de cuero que era todo lo que quedaba del difunto Regordete.
—¿Quién puede haber sido capaz de hacerle algo semejante a un pobre dragoncito? —preguntó.
—Estamos tratando de averiguarlo —dijo Vimes—. Pensados que… que quizá lo ataron al lado de un muro y estalló.
Zanahoria se inclinó sobre la pared de un aprisco.
—¿Cuchi-cuchi-cuchi-cú? —dijo. Una llama amistosa se llevó sus cejas.
—Lo que quiero decir es que Regordete era de lo más manso —dijo lady Ramkin—. El pobrecito no le hubiese hecho daño ni a una mosca.
—¿Cómo se las podría arreglar alguien para hacer estallar a un dragón? —dijo Vimes— ¿Podrías hacerlo dándole una patada?
—Oh, sí —dijo Sybil—. Pero perderías la pierna, claro está.
—Entonces no fue así como lo hicieron. ¿Hay alguna otra manera? De forma que no te hagas daño, quiero decir.
—No, la verdad es que no. Sería más fácil arreglárselas para que el dragón se hiciera estallar a sí mismo. Realmente, Sam, no me gusta nada hablar de…
—He de saberlo.
—Bueno… en esta época del año los machos luchan. Se hacen parecer más grandes de lo que son, ¿sabes? Por eso siempre los mantengo separados unos de otros.
Vimes negó con la cabeza.
—Solo había un dragón —dijo.
Detrás de ellos, Zanahoria se inclinó sobre el siguiente aprisco, donde un dragón macho en forma de pera abrió un ojo y le miró fijamente.
—¿Verdad que eres muy buen chico? —murmuró Zanahoria—. Estoy seguro de que tengo un trocito de carbón por algún sitio…
El dragón abrió el otro ojo, pestañeó, y un instante después ya estaba completamente despierto y empezando a erguirse. Las orejas se le pegaron a la cabeza. Sus fosas nasales se dilataron. Sus alas se desplegaron. Tragó aire. El gorgoteo de los ácidos en movimiento brotó de su estómago conforme las válvulas y las esclusas iban quedando abiertas. Sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo. Su pecho se expandió…
Vimes chocó con Zanahoria a la altura de su cintura, lanzándolo al suelo.
El dragón parpadeó dentro de su aprisco. El enemigo se había esfumado misteriosamente. ¡Se había asustado y había huido!
Soplando una enorme llamarada, el dragón fue calmándose poco a poco.
Vimes se apartó las manos de la cabeza y se puso boca arriba.
—¿Por qué ha hecho eso, capitán? —dijo Zanahoria—. Yo no estaba…
—¡Ese dragón estaba atacando a otro dragón! —gritó Vimes—. ¡Uno que se negaba a echarse atrás!
Se incorporó sobre las rodillas y dio unos golpecitos, con el dedo en la coraza de Zanahoria.
—¡La pules hasta que queda realmente brillante! —dijo—. Puedes verte a ti mismo en ella. ¡Y cualquier otra cosa también puede!
—Oh, sí, naturalmente siempre está eso —dijo lady Sybil—. Todo el mundo sabe que hay que mantener alejados a los dragones de los espejos…
—Espejos —dijo Zanahoria—. Eh, el suelo estaba lleno de trocitos de…
—Sí. Le enseñó un espejo a Regordete —dijo Vimes.
—La pobre cosita debía de estar tratando de hacerse más grande que él mismo —dijo Zanahoria.
—Estamos tratando con una mente perturbada —dijo Vimes.
—¡Oh, no! ¿Eso cree?
—Sí.
—Pero… no… no puede estar en lo cierto. Porque Nobby estuvo con nosotros durante todo el tiempo.
—No me refería a Nobby —dijo Vimes tercamente—. Por muchas cosas que pudiera llegar a hacerle a un dragón, dudo de que lo hiciera estallar. En este mundo hay personas más extrañas que el cabo Nobbs, mi querido muchacho.
La expresión de Zanahoria se deslizó hacia un rictus de intrigado horror.
—Caray —dijo.
El sargento Colon recorrió las dianas con la mirada. Después se quitó el casco y se secó la frente.
—Creo que la guardia interina Angua no debería hacer ningún otro intento con el arco largo hasta que hayamos encontrado alguna manera de evitar que su… que ella se interponga.
—Lo siento, sargento.
Se volvieron hacia Detritus, que permanecía inmóvil con expresión cariacontecida detrás de un montón de arcos largos rotos. Las ballestas estaban totalmente descartadas, ya que en las inmensas manos de Detritus parecían horquillas para el pelo. En teoría el arco largo sería un arma mortífera en sus manos, tan pronto como hubiera aprendido a dominar el arte de soltarlo a su debido tiempo.
Detritus se encogió de hombros.
—Lo siento, señor —dijo—. Arcos no son armas troll.
—¡Ja! —dijo Colon—. En cuanto a usted, guardia interino Cuddy…
—Es que no consigo pillarle el tranquillo a esto de apuntar, sargento.
—¡Creía que los enanos eran famosos por sus habilidades en la batalla!
—Sí, pero… Bueno, son otro tipo de habilidades —dijo Cuddy.
—Emboscada —murmuró Detritus.
Como era un troll, el murmullo rebotó en unos cuantos edificios lejanos. La barba de Cuddy se erizó.
—Troll traicionero, voy a coger mi…
—Bueno, bueno —se apresuró a decir el sargento Colon—, me parece que dejaremos de adiestrarnos. Tendrán que… irle pillando el truco con la práctica, ¿de acuerdo?
Suspiró. No era un hombre cruel, pero había sido o un soldado o un guardia durante toda la vida, y tenía la sensación de que se estaba esperando demasiado de él. De otra manera nunca hubiese dicho lo que dijo a continuación.
—No lo sé, de veras que no lo sé. No paráis de pelear entre vosotros, destrozáis vuestras propias armas… Bueno, lo que yo me pregunto es a quién creemos estar engañando. Ya casi es mediodía, así que ahora os tomaréis unas cuantas horas libres y ya volveremos a vernos esta noche. Si pensáis que vale la pena hacer acto de presencia, claro está.
Hubo un súbito chasquido. La ballesta de Cuddy acababa de disparársele. El dardo pasó silbando junto a la oreja del cabo Nobbs y dio en el río, donde quedó clavado.
—Lo siento —dijo Cuddy.
—Tch, tch —dijo el sargento Colon.
Aquella fue la peor parte. Todo hubiese ido mejor si le hubiera gritado unos cuantos insultos al enano. De hecho, todo hubiese ido mucho mejor si Colon hubiera conseguido dar la impresión de que Cuddy valía que se desperdiciara un insulto en él.
Dio media vuelta y echó a andar hacia Pseudópolis Yard. Todos oyeron el comentario que musitó mientras se alejaba.
—¿Qué decir él? —dijo Detritus.
—«Menudo cuerpo de hombres» —dijo Angua, enrojeciendo.
Cuddy escupió en el suelo, cosa que no requirió mucho tiempo debido a la proximidad. Luego metió una mano debajo de la capa y sacó de ella, como un mago de feria que extrae un conejo de la talla diez de un sombrero de la talla cinco, su hacha de guerra de doble hoja. Y echó a correr.
Cuando hubo llegado al blanco virginal, Cuddy ya se había convertido en una mancha borrosa. Un instante después hubo un sonido de desgarro y el maniquí estalló como un montón de paja nuclear.
Los otros dos reclutas fueron hacia allí e inspeccionaron el resultado, mientras algunas briznas de paja revoloteaban por el aire para terminar cayendo al suelo.
—Sí, muy bien —dijo Angua—. Pero dijo que se suponía que luego tenías que poder hacerles preguntas.
—Pero no dijo que tuvieran que poder responder a esas preguntas —replicó Cuddy hoscamente.
—Guardia interino Cuddy, deducir un dólar por blanco —dijo Detritus, quien ya debía once dólares por arcos.
—¡Si vale la pena hacer acto de presencia! —dijo Cuddy, volviendo a extraviar el hacha en algún rincón de su persona—. ¡Especiecista!
—No creo que lo dijera en ese sentido —dijo Angua.
—Oh, eso a ti no te afecta, claro —dijo Cuddy.
—¿Por qué?
—Porque tú eres un hombre —dijo Detritus.
Angua era lo suficientemente inteligente como para dedicar unos cuantos momentos a reflexionar sobre lo que acababa de oír.
—Soy una mujer —dijo finalmente.
—Es lo mismo.
—Solo en términos generales. Venga, vayamos a tomar una copa y…
El momento transitorio de camaradería ante la adversidad se evaporó por completo.
—¿Beber con un troll?
—¿Beber con un enano?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Angua—. ¿Qué os parece si tú y tú venís y os tomáis una copa conmigo?
Angua se quitó el casco y sacudió la cabeza, haciendo ondear sus cabellos. Las trolls no tienen cabello, aunque las más afortunadas son capaces de llegar a cultivar una fina capa de liquen, y es más probable que se elogie a una enana por la sedosidad de su barba que por lo que hay encima de su cuero cabelludo. Pero, aun así, cabe la posibilidad de que la visión de Angua hiciera saltar unas cuantas chispas de alguna antigua masculinidad cósmica compartida.
—La verdad es que todavía no he tenido ocasión de ir a echar una mirada por ahí —dijo—. Pero vi un sitio en la calle del Brillo.
Lo cual significó que tuvieron que cruzar el río, mientras al menos dos de ellos intentaban dejar claro a los transeúntes que no estaban yendo con al menos uno de los otros dos. Lo cuál significaba que no paraban de mirar en torno a ellos con una desesperada despreocupación.
Lo cual significó que Cuddy vio al enano en el agua.
Si es que a aquello podías llamarlo agua.
Si es que a aquello otro todavía podías llamarlo un enano.
Miraron hacia abajo.
—Sabéis —dijo Detritus pasados unos momentos—, se parece a ese enano que hace armas en calle Escarcha.
—¿Bjorn Martillogrande? —dijo Cuddy.
—Ese mismo, sí.
—Sí, se parece un poco a él —admitió Cuddy, todavía hablando en un tono muy frío y carente de entonación—, pero no es exactamente como él.
—¿Qué quieres decir? —dijo Angua.
—Pues que el señor Martillogrande no tenía un agujero tan enorme allí donde hubiese debido estar su pecho —dijo Cuddy.
¿Es que nunca duerme?, pensó Vimes. ¿Es que este hombre nunca deja reposar a su condenada cabeza? ¿No hay en algún sitio una habitación con un batín negro colgando de la puerta?
Llamó a la puerta del Despacho Oblongo.
—Ah, capitán —dijo el patricio, levantando la vista de su papeleo—. Ha sido usted meritoriamente rápido.
—¿Ah, sí?
—¿Recibió mi mensaje? —dijo lord Vetinari.
—No, señor. He estado… ocupado.
—Claro, claro. ¿Y qué ha podido tenerlo tan ocupado?
—Alguien ha matado al señor Martillogrande, señor. Un hombre muy importante en la comunidad enana. Le han… disparado con algo, algún tipo de arma de asedio o algo por el estilo, y luego lo tiraron al río. Acabamos de sacarlo de allí. Me disponía a ir a decírselo a su esposa. Creo que vive en la calle de la Melaza y entonces pensé, ya que estoy de paso por aquí…
—Es una gran desgracia.
—Para el señor Martillogrande ciertamente lo fue —dijo Vimes.
El patricio se recostó en su asiento y miró a Vimes.
—Cuénteme cómo lo mataron —dijo.
—No lo sé. Nunca había visto nada semejante… solo había un agujero enorme. Pero voy a averiguar qué fue.
—Mmm. ¿Le he mencionado que el doctor Cruces vino a verme esta mañana?
—No, señor.
—Estaba muy… preocupado.
—Sí, señor.
—Me parece que usted le puso un poco nervioso.
—¿Señor?
El patricio parecía estar llegando a una decisión. Su silla se inclinó hacia delante hasta que volvió a quedar apoyada en el suelo con un golpe seco.
—Capitán Vimes…
—¿Señor?
—Ya sé que se retira pasado mañana y que, por lo tanto, está un poco… intranquilo. Pero mientras sea usted capitán de la Guardia Nocturna, le pediré que siga dos instrucciones muy específicas…
—¿Señor?
—Pondrá fin inmediatamente a cualquier clase de investigación relacionada con ese robo cometido en el Gremio de Asesinos. ¿Me ha entendido? Eso es asunto del gremio.
—Señor —dijo Vimes, manteniendo el rostro cuidadosamente inmóvil.
—Opto por creer que la palabra que no ha llegado a pronunciar en esa frase era un «sí», capitán.
—Señor.
—Y en esa también. En cuanto al asunto del desgraciado señor Martillogrande… ¿El cuerpo fue descubierto hace muy poco?
—Sí, señor.
—Entonces queda fuera de su jurisdicción, capitán.
—¿Qué? ¿Señor?
—La Guardia Diurna se encargará de ello.
—¡Pero nunca nos hemos molestado en seguir todas esas normas de la jurisdicción de las horas diurnas!
—Aun así, y teniendo en cuenta las circunstancias actuales, daré instrucciones al capitán Quirke de que se haga cargo de la investigación. Eso suponiendo que finalmente resulte ser necesario llevar a cabo una, claro está.
Si resulta que es necesario llevar a cabo una, pensó Vimes. Si al final no resulta que morir porque te ha desaparecido la mitad del pecho ha sido un accidente, claro está. Un impacto de meteorito, quizá.
Hizo una profunda inspiración de aire y se apoyó en el escritorio del patricio.
—¡Mayonesa Quirke no podría encontrar su trasero con un atlas! ¡Y no tiene ni idea de cómo hay que hablar a los enanos! ¡Les llama chupapiedras! ¡Mis hombres encontraron el cuerpo! ¡Es mi jurisdicción!
El patricio miró las manos de Vimes. Vimes las apartó del escritorio como si este se hubiera puesto súbitamente al rojo vivo.
—Guardia nocturno. Eso es lo que es usted, capitán. Su circunscripción se reduce a las horas de oscuridad.
—¡Estamos hablando de enanos! ¡Si no lo hacemos como es debido, se tomarán la justicia por su mano! ¡Y normalmente eso significa cortarle la cabeza al troll más próximo! ¿Y usted quiere poner a Quirke en esto?
—Le he dado una orden, capitán.
—Pero…
—Puede irse.
—Pero usted no puede…
—He dicho que puede irse, capitán Vimes.
—Señor.
Vimes saludó. Luego giró sobre sus talones, y salió de la habitación. Cerró la puerta con mucho cuidado, de tal manera que apenas hubo un chasquido.
El patricio lo oyó golpear la pared con el puño en cuanto estuvo fuera de la habitación. Vimes no era consciente de ello, pero había un número de melladuras apenas perceptibles en la pared al lado del Despacho Oblongo, con profundidades correspondientes a su estado emocional del momento.
A juzgar por el sonido del golpe, aquella iba a necesitar los servicios de un escayolador.
Lord Vetinari se permitió una sonrisa, aunque no hubo humor alguno en ella.
La ciudad marchaba. Era una corporación autorregulada de gremios unidos por las leyes inexorables del interés propio, y funcionaba. En general. A grandes rasgos. En conjunto. Normalmente.
Lo último que hacía falta era un guardia que fuera husmeando por ahí interfiriendo con las cosas, como una… una… una… una saeta perdida.
Normalmente.
Vimes parecía hallarse en el estado emocional apropiado. Con un poco de suerte, las órdenes que le había dado Vetinari surtirían el efecto deseado…
Hay un bar como ese en cada gran ciudad. Es donde beben los policías.
Los guardias rara vez iban a beber a las tabernas más acogedoras y animadas de Ankh-Morpork cuando no estaban fuera de servicio. Allí siempre resultaba demasiado fácil ver algo que haría que volvieran a estar de servicio.[9] Por eso generalmente iban a El Cubo, en la calle del Brillo. El Cubo era pequeño y tenía el techo muy bajo, y la presencia de guardias de la ciudad tendía a mantener alejados a los otros bebedores. Pero el señor Queso, el propietario, no se preocupaba demasiado por eso. Nadie bebe tanto como un policía que ha visto demasiadas cosas como para seguir sobrio.
Zanahoria contó el cambio encima del mostrador.
—Entonces son tres cervezas, una leche, un azufre molido con carbón y ácido fosfórico…
—Con sombrilla —dijo Detritus.
—… y un Doble Sentido Largo Y Cómodo con limonada.
—Con una macedonia de frutas dentro —dijo Nobby.
—¿Guau?
—Y un poco de cerveza en un cuenco —dijo Angua.
—Parece que ese perrito te ha cogido mucho cariño —dijo Zanahoria.
—Sí —dijo Angua—. No sabría decirte por qué.
Les pusieron las bebidas delante. Miraron las bebidas. Bebieron las bebidas.
El señor Queso, que conocía a los policías, volvió a llenar sin decir palabra los vasos y la jarra envuelta en aislante de Detritus.
Miraron las bebidas. Se las bebieron.
—¿Sabéis? —dijo Colon pasado un rato—, lo que me saca de quicio, lo que de verdad me saca de quicio, es que se limitaran a tirarlo al agua. Quiero decir que, bueno, ni siquiera le ataron unos cuantos pesos. Se limitaron a tirarlo al agua. Como si no importara que le encontraran. ¿Sabéis lo que quiero decir?
—Lo que me saca de quicio es que era un enano —dijo Cuddy.
—Lo que me saca de quicio es que le asesinaron —dijo Zanahoria.
El señor Queso volvió a pasar a lo largo de la fila. Miraron las bebidas. Se las bebieron.
Porque la realidad era que, a pesar de todo lo que parecía indicar lo contrario, el asesinato no era un acontecimiento corriente en Ankh-Morpork. Había inhumaciones, cierto. Y como ya se ha dicho antes, también había maneras en que uno podía cometer suicidio sin darse cuenta. Y estaban los ocasionales jaleos domésticos del sábado noche, cuando la gente buscaba una alternativa más barata al divorcio. Había todas esas cosas, pero al menos tenían una razón, por poco razonable que fuera.
—El señor Martillogrande era una personalidad muy respetada entre los enanos —dijo Zanahoria—. Y también era un buen ciudadano. No se pasaba el día removiendo los viejos problemas como el señor Fuerteenelbrazo.
— Tiene un taller en la calle Escarcha — dijo Nobby.
— Tenía — dijo el sargento Colon.
Miraron las bebidas. Se las bebieron.
— Lo que yo quiero saber es qué le hizo ese agujero — dijo Angua.
—Nunca había visto nada así —dijo Colon.
—¿No sería mejor que alguien fuera y se lo contara a la señora Martillogrande? —dijo Angua.
—Lo está haciendo el capitán Vimes —respondió Zanahoria—. Dijo que no pediría a nadie más que lo hiciera.
—Mejor él que yo —dijo Colon fervientemente—. Yo no haría eso ni por un reloj bien grande. Esos pequeños mamones pueden llegar a ser realmente temibles cuando se enfadan.
Todo el mundo asintió sombríamente, incluso el pequeño mamón y el gran pequeño mamón por adopción.
Miraron las bebidas. Bebieron las bebidas.
—¿No deberíamos estar averiguando quién lo hizo? —dijo Angua.
—¿Por qué? —dijo Nobby.
Angua abrió y cerró la boca una o dos veces, y por fin terminó diciendo:
—¿Por si acaso vuelven a hacerlo?
—No fue un asesinato, ¿verdad? —dijo Cuddy.
—No —dijo Zanahoria—. Siempre dejan una nota. Les obliga la ley.
Miraron las bebidas. Se las bebieron.
—Menuda ciudad —dijo Angua.
—Lo curioso es que todo funciona —dijo Zanahoria—. ¿Sabéis?, cuando entré en la Guardia era tan simple que arresté al jefe del Gremio de Ladrones por robar.
—Pues a mí me parece una buena idea —dijo Angua.
—Me metí en ciertos líos por eso —dijo Zanahoria.
—Veréis —dijo Colon—, aquí los ladrones están organizados. Lo que quiero decir es que se trata de algo oficial. Se les permite una cierta cantidad de robos. No es que hoy en día lleven a cabo muchos, ojo. Si les pagas una pequeña prima cada año, te dan una tarjeta y te dejan en paz. Ahorra tiempo y esfuerzo a todo el mundo.
—¿Y todos los ladrones son miembros? —dijo Angua.
—Oh, claro que sí —dijo Zanahoria—. En Ankh-Morpork no puedes ir robando por ahí sin contar con un permiso del gremio. No a menos que tengas un talento especial.
—¿Por qué? ¿Qué sucede si lo haces? ¿Y a qué clase de talento te refieres? —dijo Angua.
—Bueno, me refería a un talento como el de ser capaz de sobrevivir estando colgado cabeza abajo de una de las puertas de la ciudad con las orejas clavadas a las rodillas —dijo Zanahoria.
Y entonces Angua dijo:
—Eso es terrible.
—Sí, lo sé. Pero el caso —dijo Zanahoria—, el caso es que funciona. Todo el montaje. Gremios y crimen organizado y todo. Todo funciona de alguna manera.
—Para el señor Martillogrande no funcionó —dijo el sargento Colon.
Miraron las bebidas. Muy lentamente, como una imponente secoya que inicia el primer paso hacia la resurrección convertida en un millón de folletos de Salvad Los Árboles, Detritus fue desplomándose hacia atrás con su jarra todavía en la mano. Aparte del cambio de noventa grados que sufrió su posición, no movió ni un músculo.
—Es el azufre —dijo Cuddy, sin volverse a mirar—. Se les sube directamente a la cabeza.
Zanahoria dio un puñetazo en la barra.
—¡Deberíamos hacer algo!
—Podríamos quedarnos con sus botas —dijo Nobby.
—Me refiero a lo del señor Martillogrande.
—Ah, sí, sí —dijo Nobby—. Me recuerdas al viejo Vimes. Si tuviéramos que preocuparnos por cada cuerpo muerto que hay en esta ciudad…
—¡Pero no han muerto así! —estalló Zanahoria—. Normalmente solo es… bueno… suicidio, o peleas entre gremios, ese tipo de cosas. ¡Pero él no era más que un enano! ¡Un pilar de la comunidad! ¡Se pasaba el día entero haciendo espadas y hachas y armas funerarias y ballestas y utensilios de tortura! ¡Y de pronto está en el río con un gran agujero en el pecho! ¿Quién va a hacer algo al respecto, si no nosotros?
—¿Te has estado echando algo en la leche? —dijo Colon— Oye, los enanos pueden encargarse de aclararlo. Es como el Camino de la Cantera. No metas la nariz allí donde alguien puede arrancártela y comérsela.
—Somos la Guardia de la Ciudad —dijo Zanahoria—. ¡Eso no significa únicamente esa parte de la ciudad que da la casualidad de que mide más de un metro ochenta y está hecha de carne!
—No lo hizo ningún enano —dijo Cuddy, que se estaba bamboleando suavemente—. Ningún troll, tampoco. —Intentó tocarse el lado de la nariz con un dedo, y falló—. Lo sé porque todavía tenía todos sus brazos y sus piernas.
—El capitán Vimes querrá que se investigue —dijo Zanahoria.
—El capitán Vimes está intentando aprender a ser un civil —dijo Nobby.
—Bueno, pues yo no voy a… —empezó a decir Colon, y se levantó de su taburete.
Dio un salto. Luego estuvo dando brincos durante unos momentos, con la boca abriéndose y cerrándose. Finalmente las palabras lograron salir de ella.
—¡El pie!
—¿Qué te pasa en el pie?
—¡Tengo algo clavado!
Saltó hacia atrás, agarrándose una sandalia, y cayó encima de Detritus.
—Te asombraría lo que se te puede llegar a enganchar a las botas en esta ciudad —dijo Zanahoria.
—Hay algo en la suela de tu sandalia —dijo Angua—. Deja de menearla, bobo.
Angua desenvainó su daga.
—Un trozo de tarjeta o algo por el estilo. Con uno de esos alfileres especiales para sujetar las cosas clavado. Lo recogerías en algún sitio. Probablemente tardó un rato en llegar a atravesarte la suela… Ya está.
—¿Un trozo de tarjeta? —dijo Zanahoria.
—Tiene algo escrito —dijo Angua, raspando el barro con el filo de la daga.
—¿Y eso qué significa? —dijo Angua.
—No lo sé. Algo que hay que devolver, supongo. Quizá es la tarjeta de visita del señor DeBólver, quienquiera que sea —dijo Nobby—. ¿A quién le importa? Tomemos otra…
Zanahoria cogió la tarjeta y le dio vueltas entre las manos.
—Guárdate el alfiler —dijo Cuddy—. Solo te dan cinco por un penique. Mi primo Gimick los hace.
—Esto es importante —dijo Zanahoria, hablando muy despacio—. El capitán debería saber de esto. Me parece que lo estaba buscando.
—¿Qué puede haber de importante en eso? —dijo el sargento Colon—. Aparte de que me duele horrores el pie.
—No lo sé. El capitán lo sabrá —dijo Zanahoria con terquedad.
—Pues entonces ve y cuéntaselo —dijo Colon—.Ahora está en casa de lady Ramkin.
—Aprendiendo a ser un caballero —dijo Nobby.
—Voy a contárselo —dijo Zanahoria.
Angua miró a través de la sucia ventana. La luna no tardaría en salir. Ese era el gran problema que tenían las ciudades. Si no ibas con cuidado, aquella maldita cosa podía estar acechando detrás de una torre.
—Y será mejor que yo vuelva al sitio en el que estoy viviendo —dijo.
—Te acompañaré —se apresuró a decir Zanahoria—. Tengo que marcharme para hablar con el capitán Vimes de todos modos.
—Tendrás que desviarte de tu camino…
—De veras, me gustaría hacerlo.
Angua le miró. Zanahoria se había puesto muy solemne, y parecía hablar en serio.
—No quiero que te tomes tantas molestias por mí —dijo.
—Oh, no importa. Me gusta andar. Me ayuda a pensar.
Angua sonrió a pesar de su desesperación.
Salieron al calor más suave del anochecer. Por instinto, Zanahoria adoptó el paso del policía.
—Una calle muy antigua, esta —dijo—. Dicen que hay un arroyo subterráneo debajo de ella. Lo leí. ¿Tú qué piensas?
—¿Realmente te gusta andar? —le preguntó Angua, acompasando su paso al de Zanahoria.
—Oh, sí. Hay muchas rutas interesantes y edificios históricos que ver. Suelo ir a dar paseos durante mi día libre.
Angua le miró la cara. Por todos los dioses, pensó.
—¿Por qué te alistaste en la Guardia? —dijo.
—Mi padre dijo que eso haría un hombre de mí.
—Parece haber funcionado.
—Sí. Es el mejor trabajo que hay.
—¿De veras?
—Oh, sí. ¿Sabes lo que significa realmente la palabra «policía»?
Angua se encogió de hombros.
—No.
—Significa «hombre de la polis». Es una palabra antigua que significa ciudad.
—¿Sí?
—Lo leí en un libro. Hombre de la ciudad.
Ella volvió a lanzarle una rápida mirada de soslayo. El rostro de Zanahoria relucía bajo la luz de una antorcha que ardía en la esquina de la calle, pero tenía algún brillo interior propio.
Está orgulloso. Angua se acordó del juramento.
Está orgulloso de ser de la maldita Guardia, por el amor de los dioses…
—¿Y tú por qué te alistaste? —preguntó Zanahoria.
—¿Yo? Oh, yo… Me gusta comer y dormir bajo techo. Y de todas maneras no hay mucho donde elegir, ¿verdad? Era eso o convertirse en… ja… una costurera.[10]
—¿Y no se te da muy bien la costura?
La mirada afilada que le lanzó Angua no encontró nada más que honesta inocencia en el rostro de Zanahoria.
—Sí —dijo finalmente, dándose por vencida—, eso es. Y entonces vi aquel cartel. «¡La Guardia de la Ciudad Necesita Hombres! ¡Sé Un Hombre En La Guardia De la Ciudad!» Así que se me ocurrió probar. Después de todo, solo podía salir ganando.
Esperó para ver si Zanahoria tampoco captaba aquella. No la captó.
—El sargento Colon escribió la frase del cartel —dijo Zanahoria—. Es un pensador bastante directo.
Husmeó el aire.
—¿No hueles algo? —dijo—. Huele como… ¿un poco corno si alguien hubiera tirado una alfombrilla vieja de lavabo?
—Oh, muchísimas gracias —dijo una voz que sonaba muy próxima al suelo y hablaba desde algún lugar en la oscuridad— Oh, sí. Muchísimas gracias. Eso es muy comosellame por tu parte. Una vieja alfombrilla de lavabo. Oh, sí.
—Yo no huelo nada —mintió Angua.
—Mentirosa —dijo la voz.
—Ni oigo nada.
Las botas del capitán Vimes le decían que se encontraba en la avenida Pastelito. Sus pies estaban dando los pasos por voluntad propia mientras su mente se hallaba en otro lugar. De hecho, una parte de ella se estaba disolviendo en el más exquisito néctar Abrazodeoso destilado por la casa Jimkin.
¡Si al menos no se hubieran mostrado tan condenadamente educados! A lo largo de su existencia, Vimes había visto unas cuantas cosas que siempre intentaba olvidar sin éxito. Hasta aquel momento hubiese puesto, en el inicio de la lista, contemplar las vegetaciones de un dragón gigante mientras este inhalaba el aliento con el que tenía intención de convertir a Vimes en un montoncito de carbón de leña impuro. De vez en cuando todavía despertaba sudando ante el recuerdo de aquella pequeña luz piloto. Pero ahora se temía que ese recuerdo iba a reemplazarse por el de todos aquellos rostros impasibles de enano, contemplándolo educadamente, acompañado por la sensación de que todas sus palabras estaban cayendo dentro de un saco muy roto.
Después de todo, ¿qué podía decir? ¿«Siento que haya muerto… y eso es oficial. Hemos puesto a nuestros peores hombres en el caso»?
La casa del difunto Bjorn Martillogrande había estado llena de enanos, enanos silenciosos mirando con cara de búho y mostrándose muy educados. La noticia ya había corrido. Vimes no le estaba diciendo a nadie nada que no supiera ya. Muchos de ellos iban armados. El señor Fuerteenelbrazo estaba allí. El capitán Vimes había hablado con él antes acerca de sus discursos sobre el tema de la necesidad de hacer papilla a todos los trolls y utilizarlos luego para pavimentar carreteras. Pero ahora el enano no estaba diciendo nada. Se limitaba a poner cara de autocomplacencia. Había un aire de amenaza callada y cortés, que decía: Te escucharemos. Y después haremos lo que decidamos hacer.
Ni siquiera había estado muy seguro de cuál era la señora Martillogrande. A él todos los enanos le parecían iguales. Cuando se la presentaron —con casco, barbuda—, Vimes obtuvo unas cuantas respuestas educadas que no comprometían a nada. No, ya había cerrado el taller de su marido y luego parecía haber perdido la llave. Gracias.
Vimes había intentado indicar con toda la sutileza posible que una marcha a gran escala por el Camino de la Cantera no sería vista con muy buenos ojos por la Guardia (que probablemente la vería pasar desde un punto de observación situado a una distancia prudencial), pero no tuvo el valor de decirlo en voz alta. No podía decir «No intenten resolverlo por su cuenta, puesto que la Guardia ya anda detrás del malhechor», porque no tenía ni idea de por dónde empezar. ¿Su esposo tenía algún enemigo? Sí, alguien le hizo un agujero bien grande, pero aparte de eso, ¿tenía algún enemigo?
Por eso había salido del apuro con la mayor dignidad posible, que no era mucha, y después de una batalla consigo mismo que acabó perdiendo, cogió una botella medio llena de Abrazodeoso de la variedad Viejo Quisquilloso y se alejó en la noche.
Zanahoria y Angua llegaron al final de la calle del Brillo.
—¿Dónde te alojas? —quiso saber Zanahoria.
—Ahí abajo —dijo ella, señalando con el dedo.
—¿En la calle Olmo? No estarás viviendo en la casa de la señora Cake, ¿verdad?
—Pues sí. ¿Por qué no? Es un lugar limpio a un precio razonable. ¿Qué hay de malo en eso?
—Bueno… quiero decir que no tengo nada en contra de la señora Cake, es una mujer realmente encantadora, una de las mejores… pero… bueno… a estas alturas ya tienes que haberte dado cuenta de que…
—¿De qué?
—Bueno… de que la señora Cake no es muy… ya sabes… selectiva.
—Lo siento. Sigo sin saber adonde quieres ir a parar.
—Tienes que haber visto a algunos de los otros huéspedes. Quiero decir que… Bueno, supongo que Reg Shoe todavía vive allí.
—Oh —dijo Angua—, te refieres al zombi.
—Y hay un banshee en el ático.
—El señor Ixolite. Sí.
—Y luego está la vieja señora Drull.
—La gul. Pero está retirada. Ahora lleva un servicio de catering para fiestas infantiles.
—No, yo me refería a que… Bueno, ¿no te parece que es un sitio un poco raro?
—Pero los precios son razonables y las camas están limpias.
—No creo que nadie duerma nunca en ellas.
—¡De acuerdo! ¡Tuve que conformarme con lo que pude encontrar!
—Lo siento. Ya sé cómo son estas cosas. Yo pasé por lo mismo cuando llegué aquí. Pero te aconsejo que te cambies de casa tan pronto como sea educado hacerlo y encuentres algún sitio más… bueno… más apropiado para una joven dama. Supongo que ya sabes a qué me refiero, ¿verdad?
—No, la verdad es que no lo sé. El señor Shoe incluso intentó ayudarme a subir mis cosas por la escalera. Ojo, luego yo tuve que echarle una mano para que pudiera subir sus brazos. Al pobrecito siempre se le están cayendo trozos.
—Pero en realidad no son… nuestra clase de gente —dijo Zanahoria, poniendo cara de sentirse muy desdichado—. No me malinterpretes. Quiero decir que… ¿enanos? Algunos de mis mejores amigos son enanos. Mis padres son enanos. ¿Trolls? No tengo absolutamente ninguna clase de problema con los trolls. Son la sal de la tierra. Literalmente. Debajo de toda esa corteza hay unos tipos realmente maravillosos. Pero… los no muertos… desearía que volvieran al sitio del que han venido, eso es todo.
—La mayoría de ellos provienen de por aquí.
—Sencillamente no me gustan. Lo siento.
—He de irme —dijo Angua fríamente, y se detuvo en la oscura entrada de un callejón.
—Claro. Claro —dijo Zanahoria—. Mmm. ¿Cuándo volveré a verte?
—Mañana. Trabajamos en el mismo sitio, ¿no?
—Pero cuando estemos libres de servicio quizá podríamos ir a dar un…
—¡He de irme!
Angua dio media vuelta y echó a correr. El halo de la luna ya se había hecho visible por encima de los tejados de la Universidad Invisible.
—De acuerdo. Bueno. Está bien. Mañana, entonces —le dijo Zanahoria mientras la veía alejarse.
Angua podía sentir cómo el mundo giraba rápidamente mientras ella iba dando traspiés entre las sombras. ¡No hubiese tenido que dejarlo para tan tarde!
Entró tambaleándose en una travesía en la que había poca gente y se las arregló para llegar hasta la entrada de un callejón, manoseándose las ropas…
Mientras hacía todo eso la estaba observando Bundo Prung, recientemente expulsado del Gremio de Ladrones por entusiasmo innecesario y conducta indecorosa en un atracador, y un hombre desesperado. Una mujer aislada en un callejón oscuro era justo aquello a lo que Bundo se sentía capaz de hacer frente en esos momentos.
Miró en torno a él, y la siguió al interior del callejón.
Luego hubo silencio durante cosa de unos cinco segundos. Pasados esos segundos, Bundo salió del callejón, muy deprisa, y no dejó de correr hasta que hubo llegado a los muelles, donde una embarcación se estaba disponiendo a zarpar con la marea. Bundo subió corriendo por la plancha justo antes de que la izaran, y se convirtió en un marinero, y murió tres años después en un país lejano cuando le cayó un armadillo en la cabeza, y durante todo ese tiempo nunca dijo lo que había visto. Pero gritaba un poco cada vez que veía un perro.
Angua salió del callejón unos segundos después, y se alejó trotando.
Lady Sybil Ramkin abrió la puerta de su casa y olisqueó el aire nocturno.
—¡Samuel Vimes! ¡Estas borracho!
—¡Todavía no! ¡Pero espero estarlo!—dijo Vimes en un tono muy jovial.
—¡Y no te has quitado el uniforme!
Vimes miró hacia abajo, y luego nuevamente hacia arriba.
—¡Exacto!—exclamó alegremente.
—Los invitados llegarán aquí en cualquier momento. Sube a tu habitación. Hay una bañera llena y Willikins te ha dejado preparado un traje. Venga, muévete de una vez…
—¡Lo que tu digas!
Vimes se baño en agua tibia y un rosado resplandor alcohólico. Después se secó lo mejor que pudo y contempló el traje que había encima de la cama.
Lo había confeccionado para él el mejor sastre de la ciudad. Sybil Ramkin tenía un corazón generoso. Era una mujer dispuesta a dar cuanto estaba en sus manos.
El traje era azul y púrpura oscuro, con encaje en las muñecas y en el cuello. A Vimes le habían dicho que era el último grito de la moda. Sybil Ramkin quería que su esposo progresara en el mundo. Ella nunca llegaba a decirlo, pero Vimes sabía que Sybil estaba convencida de que valía demasiado para ser policía.
Vimes lo contempló con aturdida incomprensión. Él nunca había llevado traje. Cuando era crío, siempre llevaba cualquier harapo que pudiera llegar a atarse encima del cuerpo; y luego siempre llevó los pantalones de cuero hasta las rodillas y la cota de malla de la Guardia, unas prendas cómodas y prácticas.
El traje venía acompañado por un sombrero. El sombrero tenía perlas.
Vimes nunca se había cubierto la cabeza con nada que no se hubiera hecho a base de martillazos asestados sobre un trozo de metal.
Los zapatos eran largos y puntiagudos.
Él siempre había llevado sandalias en verano, y las tradicionales botas baratas en invierno.
El capitán Vimes apenas si era capaz de ser un oficial. No estaba seguro de cómo había que hacer para llegar a convertirse en un caballero. Aun así, ponerse el traje parecía formar parte de ello.
Los invitados estaban llegando. Vimes podía oír el crujir de las ruedas de los carruajes en el sendero, y el flip-flop de los porteadores de las sillas de manos.
Miró por la ventana. La avenida Pastelito quedaba bastante más arriba que la mayor parte de Morpork y ofrecía unas vistas incomparables de la ciudad, suponiendo que esa fuera tu idea de pasar un buen rato. El palacio del patricio era una forma más oscura en la penumbra, con una ventana iluminada en sus alturas. Era el centro de un área bien iluminada, que iba volviéndose más y más oscura conforme el panorama se ensanchaba y empezaba a incorporar aquellas partes de la ciudad en las que nadie encendía una vela porque eso era desperdiciar buena comida. Había una luz roja de antorchas alrededor del Camino de la Cantera… bueno, el Año Nuevo Troll, comprensible. Y un tenue resplandor relucía encima del edificio de Magia de Altas Energías en la Universidad Invisible. Vimes hubiese arrestado a todos los magos bajo la sospecha de ser demasiado listos. Pero había más luces de las que cabría esperar alrededor de Cable y Abrupta, la parte de la ciudad a la que gente como el capitán Quirk se refería llamándola «el pueblo de los diminutos»…
—¡Samuel!
Vimes se ajustó la corbata lo mejor que pudo.
Se había enfrentado a trolls, enanos y dragones, pero ahora iba a tener que conocer a una especie enteramente nueva: los ricos.
Después a Angua siempre le costaba mucho recordar cuál era el aspecto que había tenido el mundo cuando ella se encontraba dans une certaine condition, como lo llamaba delicadamente su madre.
Por ejemplo, luego recordaba ver los olores. Las calles y los edificios propiamente dichos… estaban allí, por supuesto, pero solo como un apagado fondo monocromo ante el que los sonidos y, sí, los olores surcaban el espacio como brillantes líneas de… fuego coloreado y nubes de… bueno, de humo coloreado.
Eso era lo que realmente importaba, claro está. Allí era donde todo se disgregaba. Después ya no había palabras apropiadas para referirse a lo que Angua oía y olía. Si se pudiera ver nítidamente un octavo color solo durante un rato, y luego volver a describirlo dentro del mundo coloreado en siete tonos, la descripción tendría que ser… «algo así como una especie de verde purpúreo». La experiencia no era algo que se transmitiera demasiado bien entre las especies.
A veces, aunque no muy a menudo, Angua pensaba que era muy afortunada por poder ver ambos mundos. Y siempre había veinte minutos después de un Cambio en los que todos los sentidos estaban agudizados, de tal manera que el mundo entero relucía como un arco iris en cada espectro sensorial. Solo por eso ya casi valía la pena.
Había distintas variedades de licántropo. Algunos de ellos solo tenían que afeitarse cada hora y llevar un sombrero para que les tapara las orejas. Podían pasar por prácticamente normales.
Pero aun así, Angua podía reconocerlos. Los hombres-lobo podían distinguir a otro licántropo a través de una calle llena de gente. Había algo en los ojos. Y, naturalmente, si disponías de tiempo para ello, había toda clase de pistas de otro tipo. Los hombres-lobo tendían a vivir solos y buscar trabajos que no les pusieran en contacto con animales. Se ponían mucho perfume o loción para después del afeitado, y tendían a ser muy exigentes acerca de lo que comían. Y llevaban diarios con las fases de la luna cuidadosamente marcadas en tinta roja.